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Parte I La emergencia de nuevos temas en la historia política 13

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Parte I La emergencia de nuevos temas

en la historia política

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La Historia comparada: Retos y posibilidades para

la historiografía colombiana

Medófilo Medina Departamento de Historia

Universidad Nacional de Colombia

Las observaciones que quiero ofrecer buscan presentar de ma­nera casicoloquia/Xz. reflexión que me dictan algunos de los pro­blemas que me planteo hoy en mi condición de investigador y que también se originan en las discusiones sobre asuntos curriculares en las que he tomado parte en la Universidad Na­cional. La exposición responderá a los siguientes enunciados:

1. La apertura de la historiografía colombiana: un propósito aplazado 2. La comparación en las Ciencias Sociales y en la Historia en particular 3. Exigencias y posibilidades de la comparación 4. Bases para una historia comparada de Colombia y Vene­zuela

LA APERTURA DE LA HISTORIOGRAFÍA COLOMBIANA:

UN PROPÓSITO APLAZADO

En el país ha operado de manera inconsciente, pero efectiva,

una ecuación como representación de un oficio intelectual: his­

toriador = historiador de Colombia. Curiosamente, la realizá­

is

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La Historia comparada: Retos y posibilidades

ción de estudios de postgrado en el exterior no ha conmovido ese confinamiento en la medida en que las tesis de quienes los han llevado a cabo de manera casi exclusiva se inscriben en los temas nacionales. Por ejemplo, en Francia y en parte en la Gran Bretaña, un par de nombres de profesores prestigiosos se aso­cia a decenas de tesis de estudiantes de diversos países de América Latina que les llevan año tras año los títulos de sus trabajos en ejercicio de renovada ofrenda. ¿No será posible — me pregunto con ligero sobresalto—, que algún día un estu­diante colombiano sorprenda en la Universidad de París con un tema como la herejía albigense en el Languedoc y acceda con ello a la tutoría de un medievalista francés? Pero... ¿Hasta cuándo habremos de resignarnos a que las nuevas generacio­nes sigan repitiendo al respecto la experiencia de quienes cur­samos los postgrados en el exterior hace treinta o cuarenta años? La pregunta algo retórica sólo es una precaución frente a quien me espete: de te fábula narraturl

El colombocentrismo ha traído aparejada una especialización viciosa: historiadores sobre un área particular de la Colonia, el siglo XIX o el XX. ¡No nos percatamos siquiera de la contra­dicción en los términos! Hoy, en los comienzos del siglo XXI, el escenario de nuestra historiografía está configurado de ma­nera predominante, por un parroquialismo alimentado por ex­pertos. El anterior no es sin embargo un paisaje bucólico. El cuadro está cuarteado por inquietantes paradojas. Primera: mis colegas están al tanto de teorías y conceptos de la filosofía, las ciencias sociales, el psicoanálisis que agitan a la disciplina his­tórica a nivel planetario. A la corriente de la docencia se llevan estos productos que también asoman en los pie de página de los artículos y los libros de historia. Segunda: En los diversos programas está representada aunque de manera muy desigual en comparación con la historia de Colombia, la historia mun-

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dial en cursos y seminarios. Quienes imparten esa docencia en este segundo campo forman parte orgánica de los departamen­tos y carreras de Historia. N o obstante, la historia que deja registro gráfico se restringe con pocas excepciones al ámbito geográfico de Colombia y por lo general a segmentos cronoló­gicos muy breves.

Seria una grave distorsión adjudicar la responsabilidad de esos resultados a quienes trabajan en los diversos campos diferentes al de la historia de Colombia. El esfuerzo de buena parte de ellos suscita mi respeto. Su conato es el de quien navega contra la corriente. Debe producirse un vuelco en la mentalidad y en la orientación institucional de los estudios para acceder a una etapa nueva del trabajo en Historia.

No reclamo precedencia alguna en el planteamiento de esta inquietud. Germán Colmenares destacó el fenómeno en su eva­luación de los estudios históricos en Colombia en informe ren­dido a la Misión de Ciencia y Tecnología en 1990. Este histo­riador paradigmático aludió entonces al "ensimismamiento" de los historiadores.

Para concluir este punto me referiré a una tentativa por superar la situación descrita. Es posible que se hayan dado otras, pero me detengo en la que conozco bien. A comienzos de los años noventa del siglo pasado en el Departamento de Historia de la Universidad Nacional, Sede Bogotá, asumimos la iniciativa de crear el programa del Doctorado en Historia. El empeño no se agotaba en la aspiración burocrática de tener completo el ciclo de formación profesional de los historiadores. La finalidad ex­plícita era la de articular un espacio intelectual, cultural e institucional para la investigación en las áreas de Historia mun­dial y de América y para la inserción crítica y autónoma de

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nuestra historiografía en la historiografía mundial. En la pre­sentación del proyecto se consignaba: "La creación de un doc­torado en Historia se justifica además por los esfuerzos em­prendidos para superar cierta insularidad de los estudios his­tóricos mediante el uso más amplio y sistemático de la histo­ria comparativa. Abrir nuevas ventanas y derribar tabiques que constriñen la investigación constituyen hoy un propósito explícito al cual se asocia el programa de doctorado".1 Proba­blemente no existe una única manera para conseguir tal obje­tivo. La opción tomada fue la de la historia comparada asumi­da en una doble dimensión: el lugar central en el diseño curricular lo ocupaban los cursos de Historia Comparada. Al tiempo las tesis debían incluir de forma inequívoca la pers­pectiva comparativa.

Es temprano para hacer al respecto un balance definitivo. Aun­que en la actualidad corre la tercera promoción hasta ahora no ha sido aún aprobada la primera tesis.2 Sin embargo, así sea de manera provisional, se pueden formular algunas observa­ciones. Mi ganada condición actual de observador externo me facilita el intento. De las 23 tesis registradas para las tres pro­mociones sólo ocho incorporaron una orientación comparati­va, las 15 restantes respondieron a temáticas restringidas a Colombia. Hasta ahora no se ha impartido un curso dedicado a la teoría en historia comparada o a la comparación en las ciencias sociales. La fuerza de la tradición ha impuesto lo suyo por encima de lo que fueron los más innovadores criterios

1 Comisión de Doctorado. Programa de doctorado en Historia. Universidad Nacio­nal de Colombia, Bogotá., Abril de 1995, p. 6.

2 Un mes después de realizado el Seminario que nos convocó tuvo lugar la sustentación de la primera tesis del doctorado:. E l Conde de Cuchicute. Juan Camilo Rodríguez Este trabajo sobre un tema colombiano no incluyó la dimensión comparativa.

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académicos y lo que además establece la letra de los acuerdos del Consejo Superior de la Universidad Nacional que crearon el Programa de Doctorado. No se me escapa que la situación no es exclusiva de Historia creo que afecta al conjunto de las Ciencias Sociales.

Así, en plena marcha de la globalización, en Colombia nos afe­rramos al culto protegido a los ídolos de la tribu. El discurso sobre la transdisciplinariedad con su promesa de ofrecer res­puesta a todo, es apenas la coartada que oculta precariedades graves de nuestras ciencias sociales.

Actualmente el país en lo que concierne al pensamiento econó­mico y social presenta fracturas dramáticas de las que apenas si nos percatamos. Por una parte una capa tecnocrática que cifra sus intereses corporativos en el cumplimiento de un rol de intermediación acrítica frente a las transnacionales y los orga­nismos financieros internacionales; por otra, una intelectualidad encerrada culturalmente en las fronteras nacionales y en tercer lugar los intelectuales mesiánicos que recitan un discurso atemporal y abstracto sobre "ciudadanía", "gobernabilidad", "sociedad civil" y afines. Quizá haya campo para encarar de modo más concreto los retos de un mundo frente al cual, y dentro del cual, algo original tengamos que decir los intelectuales de un mundo periférico, habitado sin embargo por millones de personas que por fuerza ocupan una parte del globo, casa co­mún de la raza humana. En ese camino coincidiríamos con sec­tores crecientes que valoran de manera positiva las posibilida­des que ha desencadenado la globalización y que no caben en los cauces estrechos de la obediencia política al "superpoder" o en los moldes de las recetas de apertura unilateral del sector externo y la prescripción de los ajustes.

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LA COMPARACIÓN EN LAS CIENCIAS SOCIALES

Al abordar la comparación desde el punto de vista de la Histo­ria, es preciso señalar que no ha sido esta disciplina el campo más favorable para el cultivo de la primera. De manera breve tocaré algunos aspectos del método comparado en la Sociolo­gía y en la Antropología. En la sociología la comparación des­empeñó un papel privilegiado en la concepción evolucionista de Comte y Spencer. En el contraste entre sociedades, regiones y paisajes culturales diversos, estos pensadores querían encon­trar la clave del proceso de desarrollo de la humanidad. Las tipologías de Durkheim sobre las sociedades así como sobre la división del trabajo se fundamentaron también en la aplicación de la comparación.

Max Weber elaboró su propia propuesta de comparación. El suyo no era el empeño de identificar el factor de validez uni­versal para explicar el desarrollo. En sus investigaciones sobre las estructuras y el cambio, formuló la idea de dinámicas cen­trales diferentes para sociedades distintas. A esa lógica respon­dió su propuesta teórica, hoy notablemente descaecida, sobre el papel de la ética protestante en el desarrollo del capitalismo. Un vasto horizonte que cubre la historia humana le sirve de campo de aplicación a Michael Mann para la construcción em­pírico-teórica en que se advierte la huella de Weber en los cua­tro modelos del poder social.3 En diversas sociedades, civiliza­ciones, imperios, estados, los tipos de relaciones: económicas, políticas, ideológicas, militares, configurados como redes de interacción social, se intersectan de manera cambiante. Si tales redes están presentes en todos los casos, cada una de ellas tie­ne una significación diferente en cada uno de ellos. Charles Tilly 3 Michael Mann. Las fuentes del Poder social. Tomos 1 y 2. Madrid, Alianza

Universidad, 1991.

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alude a comparaciones enormes. En el caso de Mann resulta más adecuado hablar de comparaciones desmesuradas y no obstante, metodológicamente controladas.

La Antropología como disciplina se constituyó en la compara­ción. El antropólogo dirige su mirada a etnias, culturas. La no­ción del otro quizá sea una constante en la mentalidad del antropólogo. Antropólogos clásicos como Morgan y Tylor ela­boraron modelos ambiciosos de comparación. En AnáentSociety el primero traza el parangón entre las tribus indias de Norteamérica, los iroqueses, y los griegos del período arcaico. En ese ejercicio la antropología le abría el camino a aquello que desde perspectivas más convencionales se podría denomi­nar como la comparación entre incomparables. Ese contraste seguramente le produciría vértigo a Marc Bloch a quien men­ciono porque fué el primero entre los historiadores en realizar una exposición sobre el uso del método comparativo por gen­tes del oficio.

Levi-Strauss elaboró su concepción de la comparación a partir de los modelos de la lingüística y la psicología. Edmund R. Leach señala:

Aunque acaso sea necesario tener cierto conocimiento de la filo­sofía existencialista para comprender la teoría de Lévi-Strauss, la idea que se repite en todas sus obras - que los sistemas culturales pueden compararse no sólo porque son sensiblemente pareci­dos, sino porque representan las transformaciones lógicas de un común tema estructural - ha conferido una nueva dimensión fundamental al pensamiento antropológico contemporáneo.4

4 Edmund R. Leach. "Antropología: método comparativo", en: Enciclopedia de ¿as riendas sociales. Bilbao, Asuvi, 1981.

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La comparación en la antropología traza una parábola que va de una gran apertura, comparar lo incomparable, a una drástica restricción: existe una dimensión inmutable (estructuras, insti­tuciones) que justamente es la que garantiza la comparación. Es el campo en el que puede producirse un fecundo intercam­bio con los historiadores más inclinados a ver lo individual e irrepetible de los procesos. La discusión entre Braudel y Lévi-Strauss constituye al respecto un antecedente memorable. Aque­lla comunicación llevó al primero a la elaboración de su idea de la larga y la corta duración.

La obra de Marx y Engels no se muestra susceptible de ser ro­tulada bajo alguna de las denominaciones que identifican las ciencias sociales. Cuando se refirieron al tema de la clasifica­ción de las ciencias tendieron a configurar a las ciencias socia­les en un gran continente: la Historia. Los dos pensadores teó­ricos revolucionarios pensaron siempre en términos relacióna­les. La comparación buscaba ayudar a la comprensión de la naturaleza del cambio y al esclarecimiento de las transiciones. Marx formuló dos paradigmas históricos nacidos de la compa­ración: Inglaterra constituía el modelo para el estudio de la eco­nomía. Allí el movimiento del capital había alcanzado sus más claros desarrollos. A su turno Francia representaba al país don­de la burguesía había mostrado sus posibilidades políticas más revolucionarias. En Francia, solían repetir Marx y Engels, la revolución se desarrolló por una vía ascendente.

Esa doble línea de comparación persistirá entre los marxis-tas. En El imperialismo fase superior del capitalismo de Lenin, nos encontramos con una tipología de los países formulada so­bre la base del grado de dependencia financiera con respecto a las metrópolis y la función de estas en el concierto interna­cional. El marxismo ruso continuó la elaboración y aplica-

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ción del modelo de la revolución francesa y la comparación con la revolución proletaria. En tal dirección adelantaron indagaciones Lénin, Trotski y Bujarin.

Lo reconozcan o no, pensadores contemporáneos han proyec­tado esas dos líneas de la comparación. Inmanuel Wallerstein en su complejo sistema incluye un orden de clasificación: eco­nomía mundo en Europa Occidental, una especie de economía mundo secundaria representada por Rusia, una arena externa: China. En la economía mundo se identifica el centro, la perife­ria y la semiperiferia. Cada una de estas líneas de clasificación, tanto las internas del sistema como las que se originan en el contrastes con las entidades externas, abren comparaciones de diverso rango y contenido.

Por su parte, Charles Tilly vuelve sobre el tema siempre seduc­tor para los comparativistas, el de las revoluciones. Tira de la cuerda e incluye en el fenómeno de manera, a mi juicio poco convincente, a los procesos que vivió Europa Oriental a fina­les de los años ochenta del siglo XX.

A estas alturas es preciso introducir unas consideraciones so­bre la Historia, aquella de los historiadores profesionales, y la comparación. Al comienzo de la presente exposición me referí a la insularidad de la historiografía colombiana y a la dificultad de superar ese encerramiento expresado entre otras cosas en la dificultad para aclimatar los métodos comparativos. Si quere­mos ser justos habría que señalar que el defecto tiende a ser válido para buena parte de la historiografía moderna en el mun­do. Desde la segunda mitad del siglo XLX, al tiempo que se afian­zaba la influencia del positivismo en las concepciones y prácti­cas de los historiadores se hizo fuerte el reclamo por el recono­cimiento del estatuto "científico" de la Historia. Simultánea-

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mente se estableció un entrelazamiento que tomó la forma de matrimonio compulsivo entre la Historia y el Estado Nacional.

EXIGENCIAS Y POSIBILIDADES DE LA COMPARACIÓN

Reuniré en tres temas mis observaciones en este punto:

1. Metodológico

a. La comparación en la investigación histórica privilegia la se­lección de objetos en la larga y mediana duración. Es en ellas en las que resulta posible el estudio de procesos y dinámicas. Aquí se han presentado ejemplos descollantes. b. La comparación remite a un enfoque holístico bien sea que la investigación se oriente hacia el examen de la distribución de los fenómenos sociales en las diversas sociedades o tipos de sociedades o hacia el contraste de esas sociedades "totales". Se trate de estudios de casos u orientados por variables, se impo­ne el competente dominio del contexto. De lo contrario se cae en el contraste caprichoso y estéril de observaciones aisladas. c. La comparación demanda un adecuado aparato de formalización que haga explícitas las unidades sometidas al cotejo. Deben consignarse de manera explícita los parámetros en torno a los cuales se construyan las igualdades y diferencias y las combinaciones entre ellas. Igualmente debe establecerse con claridad el marco cronológico y los atributos de la compa­ración. Al respecto es pertinente la anotación de Charles Tilly: "En términos generales, los estudios comparativos de grandes estructuras y procesos amplios producen un mayor aporte inte­lectual cuando los investigadores examinan un número relati­vamente pequeño de cuestiones".5

5 Charles Tilly. Grandes estructuras, procesos amplios, comparaciones enormes. Madrid, Alianza Editorial, 1999, p. 99.

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2. Implicaciones ideológicas

La comparación tiende a chocar con la noción del particularis­mo de las historiografías nacionales. Ya atrás lo señalé: los his­toriadores tendemos por desviación profesional a la exagera­ción de la valoración del proceso nacional como la senda única y exclusiva.

Representantes de la historiografía alemana acuñaron y difundie­ron la idea o imagen del Sonderweg (camino peculiar) después de la Primera Guerra Mundial. Quizá era la contribución historiográfica a la exaltación del sentimiento nacional ante la humillación inflingida por el Tratado de Versarles. No tendría objeción si el sondemegex-presara la forma diferenciada de construcción del Estado Nacio­nal en Alemania en comparación con los demás países de Europa Occidental. El problema comienza con el recorrido del "camino peculiar" que en un segundo momento da lugar al "único camino posible" para Alemania con lo cual se neutraliza la posibilidad de una postura crítica interna en relación con un proceso concreto y que en un tercer momento implica "el mejor camino" con relación a otras experiencias históricas.

En Colombia la construcción del mito nacional ha tomado una forma paradójica. El particularismo parece extraer su inspira­ción del mito del eterno retorno. Norbert Elias se refiere a dos tipos de utopías alimentadas por la imaginación colectiva: "Una utopía es una representación fantasiosa de la sociedad que con­tiene unas propuestas de solución a una serie de problemas aún no resueltos. Puede tratarse de unas imágenes deseables tanto como indeseables".6 En esa visión, se destacan las utopías 6 Vera Weiler (comp.) Figuraciones en proceso, Bogotá, Universidad Nacio­

nal de Colombia/Universidad Industrial de Santander/Fundación Social, 1998, p. 16.

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exaltantes y las utopías pesadilla. Yo diría que el mito nacio­nal colombiano se plasma en la utopía-pesadilla de la violen­cia, de su inevitabilidad y persistencia. En este orden de in­quietudes Daniel Pecaut anotó hace ya algunos años: "Fue preciso que viniera finalmente Gabriel García Márquez para ofrecer el gran mito de la historia colombiana: el estallido del espacio, la inmovilidad del tiempo, la condena a la repetición".7

Con dureza la omnipresencia de la violencia no sólo golpea la cotidianidad de todos, sino que la pesadilla constituye la at­mósfera ominosa de inteligibilidad de nuestro pasado. No creo que en ningún otro país los intelectuales que trabajan en las ciencias sociales acepten con cierta morbosa connivencia que se les denomine con el horrible neologismo de violentólogos. Quizá el ejercicio de la historia comparada nos podría ayudar a acceder a la persuasión de que, como dice Weber, aún en las situaciones más abyectas existe la posibilidad de proferir un Sin embargo.

3. Implicaciones Políticas

En este punto me limitaré a traer un ejemplo. La presentación más extendida sobre la historia de la idea y de la práctica de la Democracia. Una versión prestigiosa de ese sentido común es la que ofrece Robert Dahl en su libro LM demacraday sus críticos9,

mediante el siguiente recorrido: La idea nace en la Ciudades-Estado en la Grecia antigua, se revitaliza en el encuentro con el Republicanismo de Roma, se amplia y transforma en el Esta­do Nación en la era capitalista y se perpetúa en las sociedades de masas de Occidente. En otras palabras esa trayectoria es la línea que une a la Democracia directa o Democracia de los

7 Daniel Pecaut. Crónicas de dos décadas de política colombiana 1968-1988. Bogotá, Siglo XXI, 1989, p. 19.

8 Robert Dahl. I M democraciay sus críticos. Barcelona, Paidós, 1991.

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antiguos con la representativa o democracia de los modernos. Pero cabe preguntarse: ¿No será posible encontrar alguna variación que haya tenido lugar al margen de esa tendencia magistral? Y ¿en nuestros días, el modelo de democracia plebiscitaria: ¿po­dría introducir correctivos a la democracia representativa? En mi auxilio acude un antropólogo, el ya citado Detienne, que cuenta lo siguiente y que en el peor de los casos puede tomarse como anécdota pedagógica:

Un etnólogo francés que hace veinticinco años hizo un viaje a los montes Gamo para cartografiar las relaciones de paren­tesco, descubrió en estas tierras lejanas un espacio muy orga­nizado por las asambleas de grupo, de subgrupo, y las asam­bleas generales de todos los grupos que trataban los asuntos más importantes. La sociedad de los Okolo, descrita por Marc Abeles, escogió la práctica deliberadora para debatir los "asuntos comunes" entre "ciudadanos", es decir hom­bres y muchachos púberes. Las asambleas plenarias, prepara­das y convocadas por personajes ad hoc, se desarrollaban dentro de un círculo de piedras erigidas verticalmente, talla­das en forma de asientos. La persona que pide la palabra a los presidentes avanza dentro del círculo para situarse frente a la asamblea. Hasta ahora, nada da a entender que los Okolo se inspiraran en el agora de ítaca y en sus altos asientos de piedra. En una sociedad africana que desconoce las jerar­quías autoritarias y el poder real, la asamblea constituye el único lugar de la política. Está abierta a todo el mundo. Las mujeres, que antaño estaban autorizadas a tomar la palabra, aunque desde el límite de círculo masculino, actualmente son ciudadanas de pleno derecho porque han conquistado el mis­mo derecho a la palabra que querían ejercer aprovechando el talante socialista de Addis Abeba. Una asamblea okolo se abre y se cierra; los dignatarios encargados del ritual, echan

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hierba fresca en la plaza, bendicen la asamblea y hacen votos para que sea fecunda. En las asambleas plenarias se tratan los asuntos "que afectan a todos los Okolo". ¿A través de qué vías estos etíopes de la montaña, que antaño habían sido gue­rreros, han descubierto estas formas igualitarias de debatir los asuntos comunes?.9

BASES PARA UNA COMPARACIÓN DE COLOMBIA Y VENEZUELA

En esta última parte me referiré a mi aún corta experiencia in­vestigativa en historia comparada. Reuniré en tres puntos mis observaciones: Antecedentes del Proyecto, datos básicos y bos­quejo de algunos atributos.

1. Antecedentes

Cuando se hizo clara la idea de que la propuesta académica de creación del Doctorado de Historia en la Universidad Nacional se vincularía a la promoción de la historia comparada y dado que por entonces yo ejercía el cargo de director del Área Curricular de Historia me sentí bajo la presión moral de iniciar mi aprestamiento en la comparación. Me di a la tarea de prepa­rar un curso sobre Historia Comparada de Colombia y Vene­zuela. Acogiéndome a la autoridad de Bloch y a consideracio­nes sobre costo de pasajes aéreos no me fui muy lejos. N o hay probablemente una unidad nacional más próxima, vistas las cosas desde Bogotá, que Venezuela. Tiene la seducción adicio­nal de que la contigüidad está aparejada con conflictos históri­cos. En las celebraciones a uno y otro lado de la frontera se habla de la "república hermana"; pocas veces la retórica refleja una verdad con tanta precisión. Una frontera de 2119 kilóme-9 Marcel Detienne. Comparar lo incomparable. Alegato enjavor de una ciencia histórica

comparada. Barcelona, Península, p. 115.

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tros con una población de cerca de 7 millones de habitantes al lado y lado de la línea fronteriza son fuente inagotable tanto de posibilidades como de conflictos. A su vez, los pscicoanalistas nos hablan de las sordas tensiones entre los hijos de un padre común; y hace poco, nuestra colega Yolanda López publicó un libro cuyo título corresponde a una lacerante pregunta: ¿Por qué se maltrata al más íntimo?10

En la preparación de aquel curso tuve una estadía en Caracas. La Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia aportó una suma para la compra en ese país de la literatura indispensable. Un grupo de estudiantes de la primera promoción sufrió aquella asignatura. No me disculpo por ello en la medida en que pienso que sobre todo a nivel del doctoral los estudiantes tienen responsabilidades en la formación de los profesores. De contera se trató de una promoción de personas en las cuales los años de adolescencia van siendo un recuerdo seguramente cálido pero ya distante.

Más bien por una combinación de casualidad e interés político, hace poco tiempo realicé una investigación sobre el período re­ciente de la historia venezolana. En ese trabajo se transparenta la incidencia de la comparación con Colombia. Este aspecto ha sido reflejado en las reseñas del libro publicadas en Venezuela. Este tipo de tratamiento no aparece en los libros que sobre el mismo período han escrito autores extranjeros no latinoamerica­nos. Pero mi mayor interés está puesto en el proyecto de historia e historiografía comparadas de Colombia y Venezuela que he­mos elaborado con la historiadora venezolana Inés Quintero. Ella tiene la responsabilidad sobre la historiografía y a mi me co­rresponde el componente histórico. Se trata del simulacro de 10 Yolanda López. Porqué se maltrata almas íntimo: una perspectiva psicológica del

maltrato infantil. Bogotá. Universidad Nacional de Colombia, 2002.

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una historia comparada, en que de los investigadores asociados aporta cada uno la visión sobre su propio país.

2. Datos básicos del proyecto

El marco cronológico comprende todo el período de las dos naciones como entidades independientes: 1830 - 2000. Es pre­ciso incorporar como antecedente indispensable el proceso de independencia de la Capitanía General de Venezuela y del Nue­vo Reino de Granada. En la condición de los dos países es una investigación sobre la larga duración. Las unidades de compa­ración, como es obvio, las constituyen la historia de los dos países y el proceso de elaboración del conocimiento histórico que se ha realizado en ellos. Los atributos de la comparación escogidos son ocho para la investigación histórica. Para la his­toriográfica son seis.

3. Algunos atributos de la comparación

En aras de la brevedad sólo me referiré a tres de ellos. 1. Caudillismo, personalismo y partidos políticos en Colom­bia y Venezuela. 2. El papel político de la Iglesia 3. La con­formación de las élites políticas. Un conocimiento superfi­cial de la historia política de Venezuela permite advertir un juego notable del caudillismo. Unos cuantos nombres sir­ven para periodizar la historia del siglo XIX y buena parte del XX: José Antonio Páez 1830-1847, Los hermanos Monagas 1847-1858, Juan Falcón, Antonio Guzmán Blan­co 1870-1888, Joaquín Crespo, 1892-18999, Cipriano Cas­tro 1899-1908, Juan Vicente Gómez 1908-1935. En Colom­bia, los caudillos son pocos y con dos excepciones, de relati­vo bajo perfil. Aquí el fenómeno más normal fue la suce­sión de los partidos liberal y conservador. Quizá una razón

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constituya un comienzo de explicación de las diferencias: el nivel de eliminación física de las élites criollas en Venezuela fue mayor que en la Nueva Granada. De las grandes familias mantuanas quedó muy poco. Entre nosotros los abolengos crio­llos permanecieron casi intactos. Esas familias y una supérstite burorocracia colonial de provincia se entrelazaron y subordina­ron a su arbitrio a los partidos. Estos en Venezuela también existieron pero se constituyeron más bien en apéndice del fe­nómeno personalista. En Colombia los partidos perviven hasta hoy, al menos un partido dominante, el liberal. En Venezuela el sistema moderno de partidos surgió a finales de los años treinta del siglo XX y fué aparatosamente barrido en 1998 de la escena política por el liderazgo carismático de un nuevo caudillo: el Teniente Coronel Hugo Chávez. De esta breve narrativa se desprenden varias hipótesis que no abordaremos ahora.

Iglesia y Política: Un par de datos dan idea de las diferencias, y señalan sendas para la investigación. En dos ocaciones a co­mienzos de los años treinta del siglo XIX, en Venezuela Páez envió al exilio a varios obispos porque se negaron a jurar la Constitución. En 1834 el Congreso abolió el diezmo y le fijó un estipendio a cada sacerdote. En ese mismo año un obispo anglicano inauguró un cementerio y un templo protestante en Caracas. Ni de lejos eso podía ocurrir en la Nueva Granada. Así tempranamente se saldaron las cuentas entre las dos potes­tades, al paso que en Colombia la confrontación entre los par­tidos cargaría con un componente de guerra religiosa que se mantendría viva hasta bien avanzado el siglo XX. Solo los regí­menes adeco-copeyanos después de 1998 se preocuparon de otorgarle poder a la jerarquía con el fin de completar un tingla­do oligárquico.

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La Historia comparada: Retos y posibilidades

4. Constitución de las élites políticas

Las élites políticas en Venezuela se autoreconocieron como tales ya avanzado el siglo XX y lo hicieron sobre una renta pública, la del petróleo. Las élites colombianas vinieron desde la Colo­nia y se constituyeron en las ramas privadas de la economía: las haciendas agrícolas y ganaderas, el comercio, el café y la indus­tria. Las élites socioeconómicas se identifican con los círculos del poder político. Las élites políticas venezolanas tienen su origen social en unas capas medias hijas del desarrollo capita­lista. En verdad, en Colombia el término oligarquía no es pro­ducto de los recursos polémicos del debate político sino que tiene una existencia objetiva.

De estas breves glosas al proyecto se puede advertir el poten­cial que la comparación ofrece para el conocimiento de la pro­pia historia y, por otro lado, que en la vecindad se encuentran apasionantes motivos para el juego de hipótesis y el ensayo de construcción de teorías de alcance medio. Bienvenida la histo­ria comparada.

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Los es tud ios de c o m u n i c a c i ó n y la h is tor ia pol í t ica

Fabio López de la Roche Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura/IEPRI

Universidad Nació nal de Colombia

Intentaré en este trabajo, en una primera parte, precisar de qué estamos hablando cuando nos referimos a comunicación. En un campo de estudios tan amplio y polisémico, con tan distin­tas entradas teóricas, disciplinarias e interdisciplinarias, y con tan enorme amplitud de temas y problemas de investigación, es importante tener claro de entrada sobre qué estamos hablan­do, para desde allí ver las articulaciones posibles con los temas de la historia política. Una segunda parte abordará algunos te­mas específicos de encuentro entre la historia política y los es­tudios de comunicación. Finalmente, presentaré unas breves conclusiones sobre la significación y las posibilidades de diálo­go entre estas dos disciplinas.

LOS TEMAS DE INVESTIGACIÓN DE LA COMUNI­CACIÓN: UNA PRECISIÓN NECESARIA HACIA LA COMPRENSIÓN DE LAS RELACIONES ENTRE CO­MUNICACIÓN E HISTORIA POLÍTICA

Un lugar central en el interés de los estudios de la comunica­ción lo han detentado los medios masivos de comunicación. Una dimensión importante para su análisis está relacionada con su calidad de soportes tecnológicos de la comunicación. La

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imprenta, el daguerrotipo, la fotografía, la linotipia, la telegra­fía en sus distintas modalidades históricas; la telefonía, la ra­diodifusión, la televisión, el internety las nuevas tecnologías de información y comunicación, presentan cada una de ellas, po­sibilidades distintas desde el punto de vista tecnológico, en cuanto a calidad de la transmisión o la representación, en cuan­to a cobertura y tipo de comunicación propuesta. El teléfono, por ejemplo, a diferencia de medios más notoriamente masificantes, permite mantener relaciones de intercambio de información mucho más personalizadas en medio de la imper­sonalidad y anonimato característicos de la moderna vida urba­na y metropolitana.

Pero las tecnologías de la comunicación no son entidades to­dopoderosas que afecten los desarrollos sociales en forma unívoca. Más bien ellas entran en complejas interrelaciones con distintas prácticas e instituciones sociales. En tal sentido, Raymond Williams ha insistido en que "las comunicaciones son siempre una forma de relación social, y los sistemas de comu­nicaciones deben considerarse siempre instituciones sociales".1

Tal consideración ha estimulado aproximaciones a la comuni­cación que colocan el énfasis en las apropiaciones y los "usos sociales" de las tecnologías comunicativas, de los medios ma­sivos y de sus distintos géneros o formatos. Se trataría de ver, por ejemplo, no sólo qué hace la televisión con la gente, sino qué hace la gente con la televisión. Qué hace con las noticias que recibe diariamente, con los planteamientos de los espacios de opinión, qué hace con los textos e historias de los dramati­zados, cómo los integra a las prácticas cotidianas, a sus proce-1 Raymond Williams. "Tecnologías de la comunicación e instituciones sociales"

en: Raymond Williams (ed.) Historia de la Comunicación, Vol. 2: De la imprenta a nuestros días, Barcelona, Bosch Comunicación, 1992, p. 183.

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sos individuales o grupales de construcción de sentido.2 Los estudios de recepción y las investigaciones etnográficas de au­diencias televisivas en Europa, Estados Unidos, Australia y América Latina, están mostrando a través de la aplicación al estudio de medios y géneros específicos, con categorías como "lecturas preferenciales", "lecturas de compromiso", "lecturas de oposición", "comunidades interpretativas", "repertorios interpretativos",3 las maneras específicas desde las cuales dis­tintos grupos sociales se apropian de la información o de la ficción.4 La teoría de la recepción en el estudio de la historia política puede enriquecer una mirada crítica sobre el funciona­miento de los juegos de poder y en particular sobre las hegemonías político-comunicativas en distintas sociedades y épocas, y ayudar a leer críticamente los documentos emanados de fuentes con poder.

En el estudio de la historia de la comunicación un lugar central le corresponde al mundo del periodismo (escrito, radial, cine­matográfico, televisivo, electrónico), a sus lógicas y rutinas pro­fesionales en la construcción mediática de la realidad, y a su papel en la configuración de las agendas temáticas para la dis-

2 Véase para la relación de las audiencias con los dramatizados y los procesos de apropiación social de estos bienes simbólicos, el texto de Jesús Martín-Barbero y Sonia Muñoz (coord.). Televisióny melodrama, Bogotá, Tercer Mundo, 1992.

3 Véase: David Morley. "Los marcos teóricos" (Introducción y Primera parte), en: David Morley. Auáenciasy estudios culturales, Buenos Aires, Amorrortu, 1996.

4 Sobre los procesos de recepción televisiva en América Latina puede consultarse Guillermo Orozco (comp.). "Hablan los televidentes. Estudios de recep­ción en varios países", en: Cuadernos de Commicááóny Prácticas Sodales, No . 4, Universidad Iberoamericana, México, 1992; y "Recepción televisiva. Tres aproximaciones y una razón para su estudio". En: Cuadernos de commicá­áóny prácticas sociales. No . 2, Universidad Iberoamericana, México, 1991.

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cusión ciudadana en distintas coyunturas histórico-políticas. El historiador trabaja muchas veces en la reconstrucción de las rea­lidades del pasado sobre la base del estudio de los periódicos. Resulta que esos periódicos tienen estilos propios en sus proce­sos de construcción de la noticia; funcionan con criterios mu­chas veces muy particulares y sesgados en torno a qué es lo notidable, qué es lo que debe merecer la atención de los informa­dores y qué es lo que, desde su perspectiva, le interesa al público lector. Esos criterios de noticiabilidad a menudo han dejado de lado en épocas pasadas y dejan de lado hoy, en las prácticas in­formativas, aspectos claves de la vida de la sociedad, en la medi­da en que no se corresponden con sus lógicas espectaculares o dramáticas de determinación y escogencia de lo noticiable.

Cada época histórica presenta un ecosistema particular en cuan­to a la hegemonía y coexistencia de unos determinados medios masivos en la producción de la representación de lo social. Una mirada recordatoria de ciertas obras cinematográficas univer­sales y nacionales nos confirmaría esta aseveración. "El ciuda­dano Kane" de Orson Welles nos muestra un época histórica y una sociedad hegemonizada desde el punto de vista comunica­tivo por la prensa de masas. "Días de radio" de Woody Alien y "Cóndores no entierran todos los días" de Francisco Norden nos muestran las sociedades norteamericana y colombiana en épocas de fuerte presencia cultural y política del medio radial.

Así como es necesario mirar el funcionamiento del mundo del periodismo, es muy importante prestar atención a los géneros de los medios masivos, entendidos, de un lado, como estrategias de comunicabilidad, y del otro, como formas imprescindibles desde las cuales se produce la comunicación y la representación social en las sociedades modernas. Todo tipo histórico de sociedad y toda forma histórica de dominación y de resistencia contra ella,

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se llevan a cabo dentro de sistemas comunicativos y de medios igualmente históricos y específicos en sus configuraciones tec­nológicas, así como en los usos sociales de los medios y sus tec­nologías. Y se llevan a cabo, también, en medio de un conjunto hegemónico de géneros mediáticos que, teniendo en nuestro caso muchas conexiones genéticas con la historia de la comunicación y del periodismo en Occidente, expresan al mismo tiempo parti­cularidades de nuestra historia nacional, regional y local y de la creatividad e innovación allí desarrollada.5

Los estudios de la comunicación no se reducen solamente a los medios, sino que van mucho más allá de estos, a la considera­ción de una serie de procesos que afectan y condicionan la co­municación, relacionados con desarrollos históricos de la cul­tura y de la educación. En esta dirección, uno de los procesos sociológicos claves para la reflexión sobre la historia de la co­municación es la evolución de los procesos sociales de alfabe­tización, los diferentes usos políticos y sociales que de ella se hicieron, la dominación política y simbólica de las élites ilus­tradas a través de su monopolio o su acceso privilegiado a las posibilidades de uso competente de la letra, pero también los

' En el año de 1998, uno de los trabajos premiados por las Becas del Ministerio de Cultura en la primera convocatoria de trabajos de investigación sobre "Estudios Culturales" fue la propuesta del escritor Jorge García Usta de, estudiar el diálogo establecido con la modernidad desde el periodismo costeño en la década de los 40 y la influencia que la poesía de Rojas Erazo y la narrativa de Alvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez habrían jugado en el desarrollo de los géneros periodísticos. Varios trabajos espe­cíficos sobre el desarrollo en Colombia de distintos géneros periodísticos (reportaje, ficción, entrevista, periodismo de guerra, periodismo científico, etc), así como sobre sus cultivadores en la historia del periodismo nacio­nal, han sido publicados en los cinco números aparecidos de la revista Folios de la Especialización en Periodismo Investigativo de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia en Medellín.

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usos contra-hegemónicos, contestatarios o revolucionarios del saber letrado por parte de los sectores subalternos (grupos or­ganizados de la clase obrera, artesanos, campesinos, etc.) o por representantes ilustrados de sus intereses. Si Habermas nos ha mostrado en su texto ya clásico Historia j crítica de la opinión públicct la constitución a lo largo del siglo XVIII y comienzos del XIX de "públicos raciocinantes" ligados a espacios de so­ciabilidad como los clubes, los salones y sobre todo los cafés, donde el "uso público de la razón" era alimentado por la con­versación política y por la lectura de la prensa periódica, otros estudios sobre públicos lectores populares nos han mostrado la constitución de otras formas plebeyas o populares de sociabili­dad ligadas no sólo a otro tipo de lectura y otras formas de actividad política y social, sino también a otros códigos expre­sivos y estéticos más cercanos al sentimiento, la pasión, al me­lodrama, al carnaval o al humor irónico y transgresor.

En ese enfoque de la alfabetización como una mediación cultu­ral clave para la comprensión de los procesos comunicativos, una mirada política tendría que prestar atención a la expansión de la alfabetización y a la incorporación progresiva (o a las even­tuales tendencias regresivas en distintos ciclos históricos) de públicos diferenciados a la lectura de prensa: militantes políti­cos, mujeres, públicos lectores obreros, artesanos, campesinos.

Los estudios históricos de la comunicación se interesan tam­bién por las relaciones entre las narrativas construidas por los medios masivos, y los relatos y tradiciones de representación presentes en el arte, el teatro, la literatura, las tradiciones orales populares y las formas del entretenimiento y la diversión popu­lar y popular-masiva. Si para el caso chileno Guillermo Sunkel 6 Jürgen Habermas. Historiay crítica de la opinión pública, Barcelona, Gustavo

Gili, 1997.

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ha mostrado cómo las narrativas sensacionalistas de la prensa popular de masas chilena de la primera mitad del siglo XX, se apoyaban en viejas tradiciones narrativas propias de la lectura en voz alta de la lira popular en la plaza pública, el mercado o la estación del tren,7 para el caso cubano Consuelo Triviño ha observado, estudiando la obra de José Maria Vargas Vila, que el escritor colombiano era muy popular entre grupos de muje­res tabacaleras de la isla, gracias también a la lectura en voz alta de sus novelas en las plantaciones y lugares de trabajo.8

Este tipo de tradiciones de lectura popular han sido recicladas e incorporadas a las propuestas narrativas y a las lógicas de producción de la moderna prensa popular de masas.

TEMAS DE ENCUENTRO ENTRE LA HISTORIA POLÍTICA Y LOS

ESTUDIOS DE LA COMUNICACIÓN Y DEL PERIODISMO

De entrada quisiera decir que dentro de la disciplina histórica la apertura hacia el campo de estudios de comunicación puede abrir una veta importante para arrojar luces sobre los procesos de mo­dernización y configuración de modernidad en Colombia y Améri­ca Latina y para valorar el papel jugado por los medios de comuni­cación y las nacientes industrias culturales en ese proceso.9

7 Guillermo Sunkel. Ra^óny pasión en la prensa popular. Santiago, ILET, 1985. 8 José María Vargas Vila. Diario Secreto. Selección, introducción y notas de

Consuelo Treviño. Bogotá, El Ancora, 1989. 9 Pistas importantes para el estudio de esa interrelación se encuentran entre

otros autores, en Jesús Martín-Barbero. De los medios a las mediaciones. México, Gustavo Gili, 1991; y José Joaquín Brunner. América Latina: culturay modernidad. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Grijalbo, 1992. De este último autor es también muy sugerente para pensar las relaciones medios-modernidad en América Latina su estudio "Cultura y crisis de hegemonías", en: José Joaquín Brunner y Carlos Catalán. Cinco estudios sobre culturay sociedad. Santiago de Chile. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, 1985.

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Para el campo de estudios de la comunicación la apertura hacia estudios históricos no sólo resulta conveniente sino imprescin­dible para darle fondo y consistencia al mismo y para dotarlo de un sentido de memoria sobre los medios y sus manejos his­tóricos, así como sobre la evolución del mundo del periodismo con sus competencias y falencias, aciertos y desaciertos.

En este punto hay que anotar que necesitamos poner en diálogo los estudios de comunicación de masas, la sociología histórica de la comunicación masiva 0ohn B. Thompson,10 José Joaquín Brunner),11 la sociología histórica y contemporánea de la profe­sión periodística, los estudios de comunicación-cultura en Amé­rica Latina (García-Canclini, Renato Ortiz, Martín-Barbero y otros),12 con la historia cultural, social, política y económica.

Un libro que ha estimulado en los últimos años las aproxima­ciones entre historiadores y analistas de la comunicación ha sido Comunidades imaginadas de Benedict Anderson,13 desde su interés por la imprenta y la relación de la actividad impresora con el desarrollo de las lenguas vernáculas y los procesos de configuración de las naciones en la Europa moderna, como tam­bién desde su llamado de atención sobre el papel jugado por la novela y el periódico de masas en la constitución de esas "co­munidades imaginadas" de lo nacional.

10 Véase especialmente John B. Thompson. Los mediay la modernidad. Barcelo­na, Paidós, 2000

11 Véase por ejemplo: José Joaquín Brunner. América Latina. Culturay moderni­dad México, Grijalbo, 1992. (N. del E.).

12 Véase por ejemplo: Néstor García Canclini. Culturas híbridas: estrategias para entrary salir de la modernidad. México, Grijalbo, 1990; Renato Ortiz. Artífices de una cultura mundiali^ada. Bogotá, Siglo del hombre/Fundación Social, 1998, y: Jesús Martín Barbero, op. dt. (N. del E.).

13 Benedict Anderson. Comunidades imaginadas. México, FCE, 1993.

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Un trabajo de relativamente reciente aparición en español, Los media y la modernidad, de John B. Thompson,14 constituye una sociología histórica de los medios de comunicación que intenta mostrar las interrelaciones entre el desarrollo y la apropiación social de los medios masivos, y los procesos de modernización y configuración de modernidad. El autor cuestiona el olvido de los medios de comunicación en las elaboraciones conceptuales de los clásicos de la teoría social -con la excepción del trabajo Historiay crítica de la opinión pública de Jürgen Habermas-, y'Ila-ma la atención acerca de las ligazones históricas y estructurales entre la incorporación social de los medios masivos, los proce­sos de modernización y la constitución de espacios y actitudes de modernidad.

En América Latina, la articulación de la influencia social, cul­tural y política de los medios de comunicación en los procesos de construcción de identidades nacionales entre los años de 1930 y 1960 ha sido estudiada por Jesús Martín-Barbero en su libro De ¿os medios a las mediaciones, en el capítulo denominado "Modernidad y massmediación en América Latina", con rela­ción a sus implicaciones para la cultura y para la política. Mire­mos a continuación estas últimas.

Un fenómeno político asociado a la especificidad de los proce­sos de configuración de la modernidad política en América La­tina cual es el populismo, en sus versiones clásicas como el varguismo y el peronismo, ha sido abordado por Martín-Barbe­ro no solamente como fenómeno político sino también como fenómeno dotado de fuertes implicaciones cultural- identitarias y de dimensiones político-comunicativas insoslayables. La cons­trucción de la relación carismática del líder populista; las re-

14 John B. Thompson, op. dt.

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presentaciones construidas desde los populismos sobre el pue­blo y sobre lo popular; los sentidos y las representaciones cons­truidas desde el pueblo y los sectores subalternos sobre el líder carismático y sobre el propio fenómeno populista; los manejos mediáticos y comunicativos de la propaganda populista, -que llegaron a ser comparados con los usos intensivos de la propa­ganda por el fascismo-, las escenografías y los rituales peronistas recordados por Tomás Eloy Martínez en su novela Santa Evita15

o por la película argentina "Eva Perón"; la sensibilidad de los líderes populistas hacia la comunicación de masas y su inteli­gencia del valor social y del carácter estratégico de los medios; la autonomía; los niveles de independencia o de participación subordinada y dependiente de las masas en medio de la movili­zación populista, constituyen algunas de las relaciones entre populismo y comunicación que están demandando hoy día es­tudios históricos particulares.

Para el caso colombiano, esto supone el estudio no sólo de un fenómeno muy interesante, cual es la relación genética y el diá­logo intercultural entre la experiencia rojista y el populismo peronista argentino, sino el rastreo de las vicisitudes de las he­rencias comunicativas del rojismo traducidas en innovaciones dentro de la izquierda democrática y populista del M-19.16 Me refiero al interés de esta organización por los medios de comu­nicación, a la definición del M-19 por su líder Jaime Bateman como un movimiento "de propaganda armada", a su nacimien­to como organización a través de una campaña publicitaria en prensa anunciando la pronta aparición de un supuesto produc-

15 Tomás Eloy Martínez. Santa Evita. Bogotá, Planeta, 1995. 16 Véase mi artículo: "Aspectos culturales y comunicacionales del populismo

rojista en Colombia (1953-1957) Nuevas aproximaciones al populismo en América Latina", en: Signo y Pensamiento, N o . 29, Vol. 15, Bogotá, Universidad Javeriana, 1996.

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to contra los parásitos, a su propensión a la espectacularidad y al impacto comunicativo desde su operatividad política, a su práctica en los años setenta de interceptar la señal de televisión a la hora de los discursos presidenciales para incorporar mensa­jes políticos antigubernamentales, y a esa vocación comunicativa que le llevará, en la negociación de paz del 89 y del 90, a pactar con el gobierno Gaviria el acceso a la difusión de un noticiero de televisión y a desarrollar una de las más interesantes e innovadoras propuestas de noticierismo televisivo en la histo­ria reciente de la televisión colombiana: el noticiero AM-PM.

Las sugerencias y pistas de investigación aportadas por Martín-Barbero sobre las interrelaciones entre medios masivos, indus­trias culturales, culturas popular-masivas y construcción de iden­tidades nacionales, han sido retomadas en trabajos que muestran el papel de los medios en la coyuntura histórica de la República Liberal de 1930 a 1946. Lo que pone el Estado (la política cultu­ral de masas del liberalismo)17 y lo que pone el Mercado,18 satisfa­ciendo demandas que la comunicación pública en virtud de su proyecto fuertemente ilustrador y letrado difícilmente puede pro­veer. De un lado, la HJN y la Radiodifusora Nacional de Colom­bia. La radio y el cinematógrafo como vehículos de moderniza­ción, culturización, civilización y movilización de la población. De otro, el papel de los medios comerciales en las dinámicas de modernización, secularización, masificación, urbanización y na­cionalización de la población a través de la interpelación a los sentimientos y a la cotidianidad de la gente.

17 Renán Silva. "Ondas nacionales. La política cultural de la República Liberal y la Radiodifusora Nacional de Colombia". En: Análisis Político. N o . 41. Bogotá. Septiembre-diciembre de 2000.

18 Nelson Castellanos. La letra amenazada. E l proyecto letrado de radiodifusión en Colombia 1929-1940. Tesis de Maestría en Comunicación, Bogotá, Univer­sidad Javeriana, 2001.

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No sobra anotar que están por estudiarse desde la historia de la comunicación los procesos de construcción de referentes de nacionalidad (sentimientos patrios, entre ellos) ligados a la ra­diodifusión y a la narración deportiva de la "Vuelta a Colom­bia" en bicicleta. Para el caso de Brasil han sido estudiados los procesos de construcción nacional-identitaria a través del fút­bol, la samba y el carnaval, durante los años 30, y unas décadas después, las nuevas variaciones de esa articulación medios-in­dustrias cultúrales-construcción de imaginarios de lo nacional, ligadas a los éxitos en el automovilismo mundial de Ayrton Senna, convertido en héroe nacional.19

Las industrias culturales no sólo aportaron temas y contenidos para la construcción de esas "comunidades imaginadas" de las distintas naciones, sino que proveyeron elementos valiosos para la constitución de una identidad cultural supranacional, lati­noamericana.

Citaremos a continuación in extenso en la medida en que se amerite, el análisis y el relato de la etnomusicóloga cubana Carmen María Sáenz, cuya reflexión y narración muestran cómo en los 30s, 40s, y 50s se configuraron desde la industria musical y la relación de la gente con esos bienes simbólicos ofrecidos para su identifica­ción, representaciones y sentimientos de pertenencia latinoame­ricana o latinoamericanidad, que renovaron y actualizaron un sen­tido de comunidad histórica y cultural y de alguna manera opera­ron como una especie de dique frente a la penetración de in­fluencias extranjeras homogeneizantes. Sáenz escribe así en la presentación del disco compacto "Éxitos de Victrolas":

' Véase Renato Ortiz. "El atraso en el futuro: usos de lo popular para cons­truir la nación moderna", en: Néstor García-Canclini (comp.). Culturay pospolítica. El debate sobre la modernidad en América Latina. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1995.

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El bolero en las victrolas se convirtió en la "música de barra" por excelencia. La victrola fue uno de los recursos más importantes para la difusión de la música y de los más importantes intérpretes de la música popular cubana de la época. Desde principios de la década del 30 estas máquinas comenzaron a proliferar en bares, bodegas y otros establecimientos públicos en los barrios popula­res de todas las ciudades y pueblos del país. También fue muy importante para la difusión musical de la época la instalación de victrolas en bodegones de áreas rurales y en los comercios y bares de los bateyes de los centrales azucareros. Esto contribuyó, junto con el cine sonoro, la radio, y el disco, a una rápida popula­rización de géneros e intérpretes del momento y al establecimien­to de nuevos patrones estéticos y preferencias musicales en el oyente cubano. [...] Resultaba interesante que a pesar de la fuerte difusión e influencia de la música norteamericana en nuestro ám­bito sonoro, ésta no ocupó nunca un lugar importante en las victrolas cubanas. Algún que otro número instrumental y por supuesto los boleros en español de Nat King Colé, pero el rock and roll no pudo competir con el bolero cubano y latinoameri­cano de los años 50. Romántico por excelencia, el bolero carac­terizó a la música latinoamericana y caribeña de los 50 y La Haba­na fue un mercado abierto en el que se amalgamaban los elemen­tos más diversos de la música del continente. La capital cubana seguía siendo en los años 50 el París de las Antillas en el cual se consagraba lo mismo un modo bailable que un tipo de canción o un intérprete que buscara la reafirmación de su prestigio o la iniciación en programas televisados en los cuales Cuba tuvo la primicia desde 1951. El bolero de esta década se caracterizó por sus intercambios con la creación de América Latina y al fin y al cabo por la adopción de los patrones del bolero cubano como forma de expresión de la cancionística latina. Las características locales (chilenas, argentinas, colombianas, mexicanas, puertoriqueñas, etc., fueron neutralizadas por arreglos que incor-

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poraban el obstinado y característico ritmo del bongó en el bole­ro cubano. Esta es la era en que surgen divos de la bolerística lafinoarnericana entre los que se encuentran el argentino LeoMarini, el chileno Lucho Gatica y el puertoriqueño Daniel Santos, inclui­dos en esta selección. Los "divos cubanos" están en esta selección pero considero que entre los que mayor popularidad alcanzaron en el ámbito continental están Lino Borges, que caracterizó su estilo por el lirismo interpretativo, Orlando Vallejo, conocido como rey del bolero moruno, Vicentico Valdés, que con su peculiar

, timbre vocal ganó un lugar importante dentro de la música latina en Nueva York. Y por supuesto, Benny Moré, quien además de desarrollar una importante carrera en México y Cuba, fue -y es­adorado por el público venezolano y colombiano, conocido y reconocido en todas las Américas.(...) Esta forma de expresión musical nos ha marcado a todos por su significación emocional. Es una referencia a nuestra identidad, a nuestro ambiente sonoro. No olvidemos que los niños que como yo jugaban en la acera próxima a la bodega de la casa éramos oyentes pasivos y así, sin proponérnoslo, aprendimos a reconocemos en esas voces. Por eso al escuchar esta muestra antológica vendrán a nuestra mente los recuerdos del barrio, de los días en la playa, o de las primeras citas en un night club habanero, pues donde hubo una victrola necesariamente hubo boleros.20

Otro asunto importante en la construcción de una sociología his­tórica de la comunicación y la cultura, pero también de una socio­logía histórica de la cultura política, tiene que ver con el estudio de la introducción y difusión social de nuevas tecnologías de comuni­cación e información y la aparición histórica de nuevas formas de la interacción social. El historiador, analista cultural y de la vida urbana mexicana Carlos Monsiváis, ha anotado cómo una de esas 20 Presentación del disco compacto "Éxitos de victrolas" por la etnomusicóloga

cubana Carmen María Sáenz.

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transformaciones estructurales relacionadas con los efectos socia­les y políticos de la introducción de nuevos soportes tecnológicos de la comunicación, tuvo que ver con la llegada y difusión de la radio y con el consecuente paso del "orador" al "locutor" en la décadas del 20 y del 30, transición que entre otros de sus efectos, estimuló el progresivo desplazamiento del pulpito como lugar pri­vilegiado de la socialización política de la población. En un texto de fino análisis cultural y comunicativo denominado La agonía in­terminable de la candan romántica, Monsiváis se ha referido a la in­fluencia de la radio específicamente ligada a la difusión del bolero y las canciones de Agustín Lara: "La XEW crea un gusto capitali­no desde los 30s (que será gusto nacional), apuntala una nueva moral con apoteosis de prostitutas míticas y adulterios legenda­rios, desplana al orador a favor del locutor{..(\ y promueve el arrabal, el mito preferencial de los años 40" .21

Otro de los impactos en cuanto a producción de nuevas for­mas de interacción social, tematizado por Monsiváis en ese mismo trabajo, se relaciona con la aparición histórica de nue­vos grupos sociales como las "admiradoras" ofans, aparición ligada a la cultura de masas y a la expansión y asimilación so­cial del mercado del disco y del "star system".

Un tema que constituye al mismo tiempo un debate conceptual de indudable actualidad es el de la valoración política y cultu­ral de las culturas masivas, popular-masivas y de las industrias culturales como espacios significativos en la dinámica social e histórico-cultural. Pero también de la significación, en los pro­cesos de comunicación política en sociedades modernas y con­temporáneas, de la interpelación nacional y popular en los dis­cursos y prácticas políticas (nacionalismos, populismos),

21 Carlos Monsiváis. La agonía interminable de la candan romántica, (mimeo).

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interpelaciones muchas veces opacadas o estigmatizadas por la primacía de una mirada intelectual, reivindicativa o política que priorizaba la clase social.

Hay que subrayar la existencia en América Latina de una im­portante producción intelectual sobre culturas masivas y popu-lar-masivas y procesos y prácticas sociales de comunicación/ cultura. Los debates sobre la cultura de masas, lo masivo y lo popular-masivo; la masificación como proceso sociológico y político; la caracterización de la cultura de masas como diaógica y estimulante del diálogo y encuentro entre distintas tradicio­nes culturales o como un tipo de cultura homogeneizante y tendencialmente uniformizadora; las valoraciones de la cultura masiva como cultura democrática o como cultura dirigista y autoritaria, son hoy una línea de indagación y de debate clave, tanto para el análisis de la comunicación política como para la comprensión crítica (y por ende política) de las dimensiones culturales y simbólicas de la comunicación masiva.22

Abordando este tema, quisiera subrayar la ausencia en esta tra­dición latinoamericana de crítica cultural y comunicativa (por lo menos en el conjunto de autores citados en este trabajo), de ingenuidad política o cultural en la mirada sobre la culturas masiva y popular-masiva contemporáneas. Junto a la disposi­ción a pensar sus funciones constructivas y sus posibilidades alternativas y creativas en la producción de sentidos e identi­dades individuales y grupales y en la tematización de las trage­dias, sueños, dilemas y esperanzas de nuestras sociedades, la critica cultural/política/comunicativa latinoamericana, con al­gunas excepciones, está distante de cualquier visión celebratoria 22 Para una aproximación reciente a este debate desde la perspectiva latinoame­

ricana, véase: Ana María Zubiela et al. Cultura popular y cultura de masas. Conceptos, recorridosypolémicas. Buenos Aires, Paidós, 2000.

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y totalizante de los medios y las culturas masivas, abierta a una mirada crítica sobre sus peores expresiones, a construir una capacidad individual y social de discenir qué vale y qué no vale o vale poco en ella, desde consideraciones sociales, políticas, éticas o estéticas, y a criticar y fustigar sus formas más instrumentales, alienantes y degradadas.

Quisiera subrayar también la pertinencia en los estudios de co­municación de una mirada integral sobre el ecosistema comuni­cativo que preste atención simultáneamente a los formatos "se­rios" (información, opinión, reportaje, periodismo investigativo) y a los géneros de ficción y del entretenimiento. Que fomente la capacidad de ver las luchas por el control de los procesos comu­nicativos y de significación de lo social en esas dos vertientes de la producción de medios, y de estar abiertos a la comprensión de lo que hoy se juega políticamente en los géneros de ficción en cuanto a tematización de la realidad y formación de la población en valores, sensibilidades y estilos de vida (jerarquías de temas y problemas propuestos por medios e industrias simbólicas para la discusión ciudadana o para su ocio y entretenimiento). No sobra recordar aquí la tesis del analista de medios Germán Rey acerca de cierto trastocamiento de las funciones tradicionales de los géneros mediáticos en los años 90 en Colombia, trastocamiento que si de un lado evidenciaba un empobrecimiento de los noti­cieros y los géneros "serios" de la comunicación en virtud de su conversión en el espacio frivolo de las "colas", del mundo de los famosos, de la farándula y de lo light, de otro, condujo de manera paradójica a que en el dramatizado y en los espacios humorísti­cos se abordara, con mayor profundidad y propiedad, la tematización de asuntos claves de la vida nacional como la co­rrupción pública, la situación carcelaria, el paramilitarismo, y la influencia del narcotráfico en la política y en la sociedad ("La mujer del presidente", "Tiempos difíciles", "Quae, el noticero",

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del humorista Jaime Garzón, "El siguiente programa", "El Fis­cal", "La Madre", entre otros).

Como ya lo subrayábamos en la primera parte de este ensa­yo, cuando presentábamos el espectro de temas de interés en los estudios de comunicación, un espacio central de confluen­cia entre la comunicación y la historia política se encuentra en los estudios históricos sobre la comunicación y los medios en tanto instituciones formuladoras e implementadoras de políticas, así como sobre el campo del periodismo y sus dis­tintos géneros en prensa escrita,23 en radio,24 cine (noticierismo cinematográfico),25 y televisión,26 hasta las formas más con­temporáneas de periodismo digital y las maneras como están afectando el ejercicio y desarrollo del periodismo escrito.27

23 Véanse, para nombrar sólo algunos trabajos y artículos: Enrique Santos Calderón. "El periodismo en Colombia 1886-1986", en: Nueva Historia de Colombia Planeta. T. VI: Literatura y Pensamiento, Artes, Recreación, Bogotá, Planeta, 1989; Juan José Hoyos. "Pioneros del reportaje en Colombia", en: Folios. No.2. Diciembre de 1997; Carlos Agudelo. "Cuando Alternativa se asomó a la verdadera Colombia", en: ibid. No . 4. Julio de 1999; y Maria Teresa Herrán. "El periodismo en Colom­bia, desde 1986", en: Nueva Historia de Colombia. T. IX: Ecología y Cultu­ra. Bogotá, Planeta, 1990.

24 Véase: Reynaldo Pareja. Historia de la Radio en Colombia 1929-1980. Bogo­tá, Servicio Colombiano de Comunicación Social, 1984.

25 Cira Inés Mora y Adriana Carrillo. Hechos colombianos para ojos y oídos de las Américas. Archivo colombiano dnematográfico de la familia Acevedo 1928-1955. 2do. Lugar en el Premio Nacional de Ensayo Cinematográfi­co de la Dirección de Cinematografía del Ministerio de Cultura, Bogotá, 2001.

26 Véanse: Milcíadez Vizcaíno (coord.). Historia de una travesía. Cuarenta años de la televisión en Colombia. Inravisión, 1994; del mismo autor: La televisión educativay cultural en la historia de Colombia. Bogotá, 2001. (Inédito).

27 Algunas de estas historias de medios, particularmente sobre la radio y el cine, se han empezado a desarrollar desde el Programa de Inves­tigación sobre "Historia Social de la Comunicación y del Periodis­mo en Colombia", del Grupo de Investigación "Comunicación, cultura y ciudadanía" del IEPRI.

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De manera similar a lo que ocurre con otros géneros televisivos, el género de opinión carece hoy día en nuestro país, de una memoria sobre su propio proceso de nacimiento y desarrollo a lo largo de las distintas épocas y coyunturas de la historia colombiana de la segunda mitad del siglo XX. No tenemos mayor conciencia de aquellos programas que hicieron época o que representaron avances importantes en la producción y representación de la opinión en formato televisivo. Tampoco tenemos un perfil de sus conductores, de los periodistas que los realizaron, de sus trayectorias y procedencias y de sus mé­ritos personales y profesionales como constructores de opi­nión pública a través del medio televisivo. Tal vez por carecer de esa memoria, los ciudadanos no sabemos si los espacios de opinión que hoy tenemos son mejores o peores que los de anteriores décadas o épocas en sus narrativas y formatos; en la profundidad y calidad del diálogo entre los participantes o en­trevistados en ellos; o en los niveles de formación, informa­ción e independencia de sus conductores. No tenemos una memoria de los temas que nos permitimos o no nos permiti­mos debatir a través de los espacios de opinión televisiva a lo largo de esa segunda mitad del siglo XX; de las aperturas o bloqueos informativos y deliberativos presentes en las distin­tas coyunturas vividas por el país en ese horizonte temporal. Poco sabemos sobre cómo funcionaron las disposiciones y arreglos organizacionales con miras a producir estos espacios, cómo se organizaba el trabajo de investigación, quiénes pro­ponían los temas para el debate público y con quiénes se con­sultaba y se decidía sobre los asuntos de interés ciudadano. Resulta importante también rastrear en los distintos momen­tos históricos del período abordado, los constreñimientos eco­nómicos y políticos, las censuras y autocensuras, así como las exclusiones de aquellas voces que por distintas razones eran consideradas inconvenientes por quienes detentaban el con-

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trol de los medios de comunicación. En la misma medida resultaría muy importante prestar atención a las pugnas por la ampliación del espectro social, político y temático en la producción de los espacios de opinión televisiva, así como a las luchas contra la censura y por la ampliación del campo de lo decible y de lo discutible.

Otros campos por explorar, conexos con el anterior, pero que presentan cada uno su propia especificidad, tienen que ver con la historia de las concepciones de la comunicación circulantes en la sociedad (la democracia o el autoritarismo tienen mucho que ver con las maneras como distintos acto­res y regímenes políticos conciben la comunicación); con la historia de la formación académica en periodismo y comu­nicación, así como con el desarrollo histórico de las políti­cas públicas en comunicación.28

Las investigaciones sobre el campo de estudios de la comunicación y la formulación de políticas de comunicación en América Latina arran­can a menudo de la "mass communication research" norteamericana en los años 40 y 50 y de su recepción latinoamericana en los 50, pero poco exploran las concepciones de la comunicación y las políticas comunicativas de la primera mitad del siglo XX. Por ejemplo, el uso por las élites políticas, de la radiodifusión y de la cinematografía como vehículos de modernización antes de la llegada del desarrollismo funcionalista de inspiración norteamericana, y mucho menos los mo­delos de comunicación que alimentaron las experiencias de comunica­ción pública en el siglo XIX. Las influencias, por ejemplo, de las con­cepciones periodísticas de Pulitzer en la prensa colombiana o latinoa­mericana de finales del siglo XIX o comienzos del XX. Véase, para una visión panorámica de la evolución de los paradigmas de comprensión de la comunicación en el siglo XX en América Latina, así como de las maneras como se la concibió con miras al desarrollo de políticas esta­tales, privadas, comunitarias o ciudadanas de comunicación, el trabajo sintético de Carlos Catalán y Guillermo Sunkel. "Comunicación y política en América Latina". En: Historia Crítica, No.7, Enero-junio 2001.

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Finalmente, quisiera anotar que con miras a dar cuenta de una serie de transformaciones contemporáneas que han afec­tado el funcionamiento del mundo de la política, producidas sobre todo desde la década de los 80 hasta nuestros días, se requiere desarrollar una mirada que incorpore además de la crítica cultural, una mirada comunicativa de los procesos políticos y sociales, sin la cual sería muy difícil una com­prensión integral de la historia inmediata y reciente de nues­tras sociedades. Algunos ejes de análisis que tendrían que tenerse en cuenta son: la fuerte presencia de los medios, de las industrias culturales y del consumo en la vida social; el surgimiento de nuevos regímenes de velocidad (influencia del zapping y del videoclip);29 el estallido de las identidades nacionales homogéneas y la reivindicación subcultural de múltiples historias y memorias;30 la pérdida de la centralidad de la política en la vida social;31 la crisis de la militancia, de las viejas formas organizativas legadas por la modernidad, de las viejas formas de agruparse para el estudio critico de la reali­dad; la crisis de las formas de la movilización social y el des­prestigio o pérdida relativa de sentido de las mismas; la apari-29 Véase: Renaud Alain. "Comprender la imagen hoy. Nuevas imágenes, nuevo

régimen de lo Visible, nuevo Imaginario", en: Virilio Baudrillard etal. Videocuíturasdefindesiglo. Madrid, Cátedra, 1990. También: Beatriz Sarlo. Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, artey videocultura en la Argentina. Bue­nos Aires, Ariel, 1994 (especialmente el Capítulo II: "El sueño insomne").

30 Jesús Martín-Barbero. "Globalización y multiculturalidad: notas para una agenda de investigación". En: Fabio López de la Roche (ed.). Globalispdón: incertidumbresy posibilidades. Bogotá. lEPRI/Tercer Mundo. 1999.

31 Norbert Lechner. "¿Por qué la política ya no es lo que fue?", en: Foro. No. 29, Mayo de 1996.

32 Rosana Reguillo. "El año dos mil, ética, política y estéticas: imaginarios, adscripciones y prácticas juveniles", en: Humberto Cubides, María Cristi­na Laverde y Carlos Eduardo Valderrama (eds.). " Viviendo a toda", jóvenes, territorios culturalesy nuevas sensibilidades. Bogotá, DIUC/Universidad Cen­tral/Siglo del Hombre, 1998.

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ción de confluencias estético-políticas inéditas en la configu­ración contemporánea de los valores, estilos y opciones políticas de las nuevas generaciones;32 el peso de la televisión y las posibilidades y riesgos de la videopolítica;33 el surgimien­to de nuevas formas de espacio público ligadas a Internet y a la nueva esfera pública electrónica; y en general la influencia sobre la política de la globalización cultural y comunicativa.34

D O S IDEAS A MODO DE CONCLUSIÓN

Hemos mostrado en las páginas precedentes un conjunto muy amplio de posibilidades de encuentro entre la historia política y el campo de estudios de comunicación, y de comunicación/cul­tura en particular. La intención de este ensayo ha sido básica­mente sugerir algunas líneas de trabajo hacia la conformación de un programa de investigación sobre historia social de la comuni­cación y del periodismo, dentro del cual le corresponda un lugar importante a las interrelaciones entre la historia política, la so­ciología histórica y política de la comunicación, y la historia eco­nómica, social, cultural y política de la comunicación.

Uno de los retos que estas confluencias entre historia política y comunicación le plantean a la investigación en ciencias socia-

33 Un conjunto importante de trabajos sobre el tema ha sido reunido por Héctor Schmucler y María Cristina Mata (coords). Politicay comunicarían. ¿Hay un lugar para ¡apolítica en la cultura mediática'? Buenos Aires. Universi­dad Nacional de Córdoba/Catálogos, Editora, 1992. Sobre algunas de las experiencias más relevantes de outsiders ligados en su promoción político-electoral a la videopolítica, véase: Osear Landi. Devórame otra ve%. Buenos Aires, Planeta Espejo de la Argentina, 1992.

34 Una visión de conjunto sobre la globalización cultural y comunicativa en la región puede verse en: Daniel Mato (comp). Estudios Latinoamericanos sobre Culturay Transformadones Sodales en tiempos de Globalización, Caracas, CLACSO/UNESCO. 2001.

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les y en particular a la investigación histórica, es la del enri­quecimiento y ampliación del conjunto de fuentes documen­tales (escritas, orales, audiovisuales, digitales) necesarias para dar cuenta de la historia de la representación de la política y de la representación cultural de la sociedad. La memoria cul­tural y la memoria política de la sociedad deben abordarse desde una diversidad de herencias discursivas y narrativas asociadas al predominio en distintos momentos históricos de medios, géneros y formatos, y de procesos tecnoculturales a ellos ligados, históricamente determinados.

Este diálogo entre la historia política y el campo de estudios de la comunicación y del periodismo puede contribuir no sólo a pensar y estimular el conocimiento de la diversidad de lengua­jes y narrativas que han dado forma a nuestras diversas memo­rias sociales. Puede promover también un necesario diálogo estético-político intergeneracional, contribuir al diseño de una democracia intercultural y políticamente pluralista, así como a la conformación de un periodismo con densidad histórica, po­lítica y cultural, por ello mismo mejor dispuesto y preparado para orientar la comprensión y la participación ciudadana en los procesos de reconstrucción democrática y pacífica de la nacionalidad.

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Los intelectuales y la historia política en Colombia

Gilberto Loaiza Cano

Departamento de Historia

Universidad del Valle

Los que conocemos

somos descornados para nosotros

Friedrich Nietzsche

En un reciente artículo, el profesor Herbert Braun, quien ha contribuido con lujo de detalles a la historiografía política co­lombiana del siglo XX, exponía esta pregunta como centro de su reflexión: "¿Qué pasó con los intelectuales en Colombia?".1

Pregunta o reclamo, el artículo ilumina la ocasión. Algo ha ve­nido pasando en Colombia con la categoría del intelectual -no sólo en tiempos recientes- y hasta ahora no hemos sabido o no nos ha interesado aventurar respuestas. Tal vez el profesor Braun reproduzca, sin querer, nuestra frecuente dificultad para hacer deslindes entre políticos e intelectuales, pero lo importante es que nos permite pensar no sólo en la variante de las nostalgias y las añoranzas. Creo que pertenezco a una generación escépti-ca, muy desconfiada, que no tiene nada que añorar, porque no evoca mundos pasados mejores y que tampoco parece predis­puesta a imaginar mundos posibles. No se aferra a nombres propios para mirar hacia atrás ni hacia delante. Al menos yo siento que la relación con el pasado -y más exactamente con los intelectuales del pasado- hay que asumirla como un trabajo de exhumación, de revisión, de examen en que basta con apren-1 Herbert Braun. "¿Qué pasó con los intelectuales en Colombia?", en: Número,

No . 31, Diciembre-febrero de 2002, pp. 23-26.

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der, con señalar, con seleccionar y con brindarle al futuro me­jores criterios para elaborar sus juicios sobre individuos y pro­cesos. Siempre, cada cual, hallará algo o alguien edificante; siem­pre se hallará, también, algo despreciable. No se trata, en todo caso, de adhesiones y antipatías a ultranza, no se trata de sepul­tar o exaltar. Prefiero el examen colectivo, la conversación multidisciplinaria a la que nos dispone cualquier contacto con el mundo de los intelectuales. Las preguntas de mi generación -perdonen si me excedo en la licencia de afirmar a nombre de una generación- no están guiadas por la añoranza, más bien por la sospecha.

Regresando al ensayo del profesor Braun, el desencanto con los intelectuales contemporáneos se confunde con el desen­canto con los políticos contemporáneos. Las añoranzas por viejos intelectuales se mezclan con las nostalgias por viejos políticos. Pero, de todos modos, el artículo contiene la virtud de poner­nos frente a un problema cuyas respuestas nos podrían condu­cir no tanto a entender la situación presente del intelectual co­lombiano -el hecho de que se haya "quedado sin raíces históri­cas para poder pensar"- sino más bien a poner en tela de juicio nuestra capacidad reflexiva.2 ¿Por qué los intelectuales colom­bianos pensamos con poca frecuencia y con poco orden nues­tro mundo intelectual? ¿Por qué eludimos el autoexamen? So­mos prolíficos para oscilar entre el vilipendio y la idolatría, en­tre la hipérbole y la sepultura, pero no en el examen sistemático del devenir de una categoría social muy visible y muy influyen-

1 El diagnóstico o reclamo que presenta el artículo de Braun no es nada nuevo; quizás demuestre que no es de hoy esa queja acerca del desprecio a que viven sometidos los intelectuales en la sociedad colombiana. Algo seme­jante decían los "literatos" en la segunda mitad del XIX, luego "Los Nue­vos" en la década de 1920, más tarde algunos escritores de la revistaM¿o y así hasta hoy.

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te. Por tanto, abusando de unas palabras de Nietzsche, podría decir que "los que conocemos somos desconocidos para noso­tros"; eso es enteramente aplicable a la categoría del intelec­tual en Colombia y es lo que el profesor Braun ha ayudado a poner en evidencia. Por eso la pregunta original de su artículo me permito mutarla por la siguiente: ¿Qué ha pasado en Co­lombia con el estudio sobre los intelectuales?

No son muchos los antecedentes de obras cuya explícita pre­ocupación sea descifrar y describir sociohistóricamente a los intelectuales en Colombia. Menos se conocen estudios que apliquen viejos o novedosos modelos interpretativos que nos suministren, a guisa de ejemplo, la historia del proceso de se­paración del mundo intelectual del mundo político o la histo­ria de las funciones predominantes que han cumplido los in­telectuales en determinadas épocas. Sí, es cierto que hay unos cuantos trabajos excepcionales que brindan pistas episódicas y puntuales, también algunas bellas intuiciones sobre la rela­ción de los intelectuales con la política o de los intelectuales con determinadas concepciones sobre la cultura popular. La obra del profesor Renán Silva es la que me parece hasta ahora la más sugestiva y ambiciosa en el examen de las élites ilus­tradas en diversos periodos de nuestra historia.3 Agregaría en un provisional listado algunos ensayos de Malcolm Deas en su libro Delpodery la gramática;^ lectura de Humberto Quiceno

3 Renán Silva es autor, por ejemplo, de: Universidady sodedad en el Nuevo Reino de Granada. Bogotá, Banco de la República. 1992; Prensay revoludón afínales del siglo XVIII. Bogotá, Banco de la República, 1988. en circulación más res­tringida ha ido presentando interesantes ensayos acerca del papel que cum­plieron los intelectuales de la República liberal en la invención del tema de la cultura popular y en la elaboración de una política cultural. Véase: "Re­pública liberal y cultura popular en Colombia, 1930-1946", en: Documentos de trabajo. No. 35. Cidse/Universidad del Valle, Noviembre de 2000.

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sobre las nociones de intelectual en la obra de Michel Foucault; un estudio inédito de Víctor Manuel Uribe acerca del papel conspicuo de los abogados en la transición del antiguo régi­men colonial hacia el nuevo Estado de la post-independencia de España. Recuerdo un ensayo premiado por Colcultura, en 1992, que trata sobre los intelectuales colombianos de los primeros años del siglo XX y añado un ensayo muy panorámi­co y entusiasta del profesor Jaime Eduardo Jaramillo sobre el papel de los intelectuales colombianos en la construcción del Estado nacional.4 También incluyo una incipiente tendencia a escribir biografías de políticos y de intelectuales y a elaborar ensayos que versan sobre la organización de sociedades de pensamiento y formas de sociabilidad intelectual o política, tales como revistas, periódicos, grupos de artistas, en fin. Tendencia que he contribuido a alimentar y que, tal vez, sea la única razón para exponerme en este ensayo.5

4 Malcolm Deas. Del poder y la gramática y otros ensayos sobre historia, política y literatura colombianas. Bogotá, Tercer Mundo, 1993; Humberto Quiceno. Los intelectuales y el saber (Michel Foucault y el pensamiento francés contemporá­neo). Cali, Universidad del Valle, 1993; Víctor Manuel Uribe. Abogados, partidos políticos y Estado en Nueva Granada. Pittsburg, University of Pittsburgh, 1992; HildaS. Pachón Parías. Los intelectuales colombianos en los años 20, el caso de José Eustasio Rivera. Bogotá. Colcultura. 1993; Jaime Eduardo Jaramillo. "Los intelectuales colombianos y el Estado nacional: tres finales de siglo", en: Voces, No. 7, Noviembre de 2000.

5 Mi aporte básico han sido las biografías de Luis Tejada (1898-1924): Luis Tejaday la lucha por la nueva cultura. Bogotá, Tercer Mundo/Insti tuto Co­lombiano de Cultura, 1995, y de Manuel Ancízar (1811-1882): Manuel Ancízar: Formadón de un intelectualdvili^ador. Bogotá. Universidad Nacio­nal de Colombia, 1996. N o puedo despreciar en esta tendencia el aporte fundamental del sociólogo Alberto Mayor con su estudio sobre la vida y la obra del ingeniero civil Alejandro López: Técnicay utopía, biografía intelec­tual de Alejandro Lópe% 1876-1940. Medellín, Fondo Editorial Universidad EAFIT,2001.

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Varias razones pueden explicar esta precaria tradición. Tal vez los intelectuales colombianos no hemos podido constituir un fuer­te y definido estamento que haya protagonizado la formación de influyentes movimientos culturales; por ejemplo, nuestra recep­ción y difusión de las estéticas y éticas de vanguardia de comien­zos del siglo XX fue muy tímida en comparación con otros paí­ses de América latina y su trascendencia, aunque la tuvo, fue muy débil en la organización ideológica y partidaria; no hubo grandes obras intelectuales, ni individuales, ni colectivas, que nos insertaran sin vacilación en la modernidad cultural; fueron géneros artísticos más bien menores y marginales -la crónica y la caricatura, por ejemplo- los que contuvieron un ánimo innova­dor y perdurable; tampoco ha sido un estamento imprescindible en la formación de movimientos y partidos políticos, en la con­solidación o en el cuestionamiento de regímenes. De todos mo­dos, nada comparable con la importancia que tuvo en el siglo que recién murió la intelectualidad brasileña en la organización cultural y política de su país. Por algo, el sociólogo francés Daniel Pecaut, uno de los científicos sociales extranjeros que mejor co­noce la situación colombiana, encontró materia suficiente para estudiar la relación de los intelectuales con el poder político en Brasil, pero parece que no la pudo hallar en el caso nuestro.6

Quizás tampoco hemos tenido esos grandes intelectuales omnipresentes en la vida pública, detentadores de hegemonía tanto en el campo de la cultura como en el de la política, como sucedió con el papel casi monstruoso de Andrés Bello en la crea­ción de institucionalidad cultural y política de Chile.

No quiero decir que en nuestro medio no estemos atentos a las novedades relacionadas con la sociología y la historia de la cul-6 Me refiero a su libro todavía no traducido, escrito originalmente en francés,

Daniel Pecaut. Entre le peuple eí la nation (les intellectuels et la politique au Brédt). Paris. Editions de la Maison des Sciences de l 'Homme, 1989.

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tura; de hecho, tenemos entre nosotros brillantes alumnos de Roger Chartier o del recién fallecido Pierre Bourdieu, pero aún no se plasman exámenes que hagan notar ese saludable y reno­vador influjo teórico en el terreno específico de una historia de la cultura intelectual. Algo o mucho tiene que ver, también, el hecho de que la academia universitaria -más exactamente los departamentos de historia- haya sido renuente en la asimila­ción de los varios aportes metodológicos de los estudios bio­gráficos y prosopográficos. No conozco aún trabajos que emu­len, en parte, el ejercicio que hizo el historiador Roderic Camp en su estudio de la intelectualidad mexicana del siglo XX, ni reflexiones generales al estilo de José Joaquín Brunner en el caso chileno, por mencionar unos pocos ejemplos.7 Todavía más, el pretendido influjo de la obra de Antonio Gramsci, que en otros lugares dejó huellas en el examen de la relación entre po­lítica y cultura, aquí no ha tenido repercusiones concretas en el estudio de la vida intelectual. Pocos, entre nosotros, recla­man haber tenido una etapa de encantamiento gramsciano lo suficientemente profunda en alguna obra en particular y, por mi experiencia, he notado que recurrir a Gramsci se entiende como un gesto anacrónico.

Me atrevo a agregar que el sustantivo o adjetivo intelectual'es, para muchos, una palabreja incómoda; preferimos que nos tra-7 Roderic Camp partió de la elaboración de un banco de biografías de intelectua­

les mexicanos (no importa que la fecha de publicación sea posterior) para luego emprender el estudio de la relación entre intelectuales y el Estado: Mexican political biographies, 1884-1935. Austin. University of Texas Press, 1991; Los intelectuales y el Estado en el México del siglo XX. México.FCE.1988. De José Joaquín Brunner podemos mencionar su conocido libro América btina: culturay modernidad, México. Grijalbo. 1992. Quizás menos conocidos pero más importantes en una sociohistoria de los intelectuales chilenos, sean sus ensayos y los de Gonzalo Catalán, reunidos en: Cinco estudios sobre culturay sodedad. Santiago de Chile, Ediciones Ainavillo, 1985.

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ten como "académicos" o como "profesores universitarios" o como "escritores" o como "científicos sociales", porque presu­mimos que estas son denominaciones más neutras y menos comprometedoras. Esa puede ser una obvia reacción de defen­sa en esta selva llena de leones que es la cotidianidad del ejer­cicio político en Colombia. También creo que hay un sentido de marginalidad, de penoso elemento suntuario que, difícilmen­te, encaja con las costumbres depredatorias dominantes. El in­telectual es una rara pieza que sólo sirve para ser convocado por alguna particularidad técnica de su específico saber. Nues­tra débil condición se refleja en el poco impacto que produci­mos para ensanchar nuestro mezquino mundo editorial. Es más, en ocasiones los intelectuales ni siquiera somos seres plena­mente aceptados en nuestras universidades, en nuestro escena­rio más natural de formación, consolidación y expresión. Pare­cemos una especie de apéndices ilusoriamente modernos en­sartados en cuerpos roídos por las prácticas clientelares, por costumbres endogámicas y por los representantes medianamen­te ilustrados del gamonalismo de cada lugar. Los intelectuales hemos sido cualitativa y cuantitativamente pocos y quizás eso explique por qué no constituimos un decidido objeto de estu­dio. Algo más, pienso que todavía se nos dificulta mucho ser verdugos y amantes de nosotros mismos. Estudiar a los intelec­tuales exige una reflexividad en que el ellos se puede cambiar por un incómodo nosotros-, además, una intención descriptiva puede deslizarse hacia un indeseable tono prescriptivo en que abundan las proclamas acerca de un deber ser.

A pesar de antecedentes tan pobres, creo que las añoranzas más interesadas y desinteresadas por grupos, individuos o fe­nómenos que involucraron a intelectuales nos remiten, obliga­damente, a aceptar que, al menos como hipótesis inicial de cada uno de esos pocos estudios, antes hubo proyectos, coheren-

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cias, trayectorias vitales, acciones y teorías que daban cuenta de un mundo intelectual más enérgico que contribuyó a proce­sos políticos y culturales de trascendencia. La reimpresión de viejos autores, la presentación de nuevas compilaciones, de reinterpretaciones de autores y obras, la elaboración de biogra­fías, no sólo harían parte de una búsqueda de ejemplaridad que sirva de referencia para nuevas generaciones, además logran señalar que aún existen zonas documentales silenciosas u os­curecidas por una omisión o un desprecio. Es posible que esta débil pero visible inclinación tenga sus repercusiones políticas en este agitado presente; puede que de este modo el historiador esté contribuyendo a la tesis de que algo se ha construido, que cualquier novedad política que se produzca en medio o como resultado de esta guerra debe contar con algunos antecedentes, con alguna información acerca de lo que ciertos intelectuales o políticos pudieron o intentaron hacer, por ejemplo, en la cons­trucción de un cuestionable Estado Nacional.

En contraste con los escasos estudios sobre nuestros intelec­tuales, existe una respetable tradición de pensamiento en las ciencias sociales que ha demostrado que hay distancias y sepa­raciones más o menos autónomas entre la esfera intelectual y la esfera política. La historia moderna ha ido diferenciando acto­res sociales con sus respectivas funciones; para los intelectua­les se ha ido definiendo, según la clave terminológica de cada escuela, el mundo de la teoría, de las ideas, de la superestructu­ra, de la voluntad de saber; para los políticos, el mundo de la praxis, de las acciones, de la voluntad de poder. Lewis Coser, Karl Mannheim, Max Weber, Antonio Gramsci, Pierre Bourdieu, Cari Wright Mills, Pierre Rosanvallon, Norberto Bobbio, entre un listado muchísimo más largo, han contribuido de uno u otro modo a establecer los matices necesarios para discernir entre lo que puede diferenciar a un intelectual de un político. Pero tam-

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bien es cierto que buenos tramos de la historia moderna han exhibido una indeterminación entre el uno y el otro, que el po­lítico y el intelectual se han cristalizado en un mismo indivi­duo. Sobre todo para el siglo XIX europeo e hispanoamericano ha sido necesario hablar del predominante político-letrado o del intelectual-político que concentraba saber y poder, que era productor sistemático de ideas y, al tiempo, ejecutor de deci­siones que afectaban a la sociedad que gobernaba.

La prolongación de esa indeterminación, la fluctuación cons­tante de la esfera intelectual a la política y viceversa puede hacer pensar que es una perogrullada, un pleonasmo, hablar de la relación entre intelectuales y políticos. Ya se sabe que el in­telectual es y ha sido un frecuente huésped de la política. Es evidente que ciertos tipos de intelectuales, más que otros, son compañeros frecuentes de los políticos en cumplimiento de un variado espectro de funciones. Además, para los intelectuales no les es ajena la práctica de la política en los ámbitos limita­dos de la institucionalidad en que habitan. Desde el más tímido y silencioso profesor universitario hasta el más ruidoso escritor pertenecen a particulares redes de poder, así ese poder sólo se manifieste en un episódico y angosto protagonismo en su res­pectiva disciplina científica o en el predominio relativo de unas formas institucionales de saber o en los privilegios de su profe­sión con respecto a otras. Y, también, hay que recordar que los intelectuales son el resultado, feliz o desgraciado, de las duras carreras de la meritocracia para conseguir el acceso privilegia­do al consumo y a la producción de bienes simbólicos que sue­len estar distantes de mujeres y hombres comunes. El intelec­tual, por tanto, es un político en potencia (a veces parece un político frustrado) acostumbrado a influir directamente en au­ditorios restringidos y dispuesto a influir en otros más amplios y se halla ubicado de tal manera en su sociedad que puede dis-

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frutar más fácilmente que otros de los goces del poder como también padecer más directamente sus efectos aniquiladores.

El desarrollo de las ciencias sociales y la consolidación con­temporánea de nuevas disciplinas que privilegian la observa­ción sistemática de la sociedad, han permitido que se definan grupos específicos de intelectuales que examinan con deteni­miento los vaivenes de la vida pública, las cambiantes y tensas relaciones entre los actores de la política. La política no sólo ha sido ese oscuro objeto del deseo para los intelectuales, también su objeto de observación según una inventada y aparentemen­te aséptica distancia metodológica. Sociólogos, historiadores, politólogos, entre muchos oficiantes disciplinarios, evaluamos detallada e interesadamente pequeños y grandes procesos; es­tudiamos formas contemporáneas o pasadas de expresión polí­tica de una sociedad; diagnosticamos y vaticinamos arrastra­dos con frecuencia por la emoción y la ilusión de una agitada coyuntura. A eso le podríamos agregar los llamamientos espo­rádicos desde la academia universitaria para formar una orga­nización política de los intelectuales o, por lo menos, lograr que se impongan en el escenario cierto tipo de intelectuales.8

De vez en cuando nos autoconvocamos para descifrar nuestro papel en las condiciones de un país entregado al ejercicio ar­mado de la política. Los intelectuales, pero insisto que sobre todo cierto tipo de intelectuales, vivimos acariciando la políti­ca. Parafraseando unas clásicas definiciones weberianas, po­dríamos decir que algunos o quizás muchos intelectuales vi­ven, o vivimos, de y para la política, y no solamente en la con­dición del filósofo-rey.

' Recuerdo, por ejemplo, los llamamientos del profesor Eduardo Pizarro Leongómez (víctima de un intento de asesinato) para que se forme un segmento de intelectuales críticos; en su art ículo "El papel de la intelectualidad". E l Espectador, Bogotá, Enero 30 de 1999.

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MUNDO DE LAS IDEOLOGÍAS, MUNDO DE LAS DECISIONES

Se impone ahora contar con una noción de intelectual y tratar de ubicar su condición en términos sociológicos e históricos de tal manera que podamos entender por qué los intelectuales son tan susceptibles de estar insertos en una historia política. La sociología de la cultura recalca la situación intermedia que los impele fácilmente a cumplir funciones conectivas. Karl Mannheim, cuya obra es inseparable de estos temas, decía que "la 'intelligentsia' es una capa social intersticial [...] es un con­glomerado entre, pero no sobre, las clases". Agrega, además, que por su educación, por su preparación adquirida termina por ser "potencialmente más inestable que otros individuos". La maleabilidad proverbial, el cambio frecuente de adhesiones se debe, en los intelectuales, a que por su educación están prepara­dos "para enfrentarse con los problemas cotidianos desde varias perspectivas y no sólo desde una".9 Joseph Schumpeter, mien­tras tanto, afirmaba que los "intelectuales proceden de todos los rincones del mundo social"10 y podríamos agregar que así como parten de cualquier lugar pueden transitar y terminar en muchos otros lugares. Esta condición flotante los predispone para la ambigüedad, para la traición. Pueden ser productores o simples receptores y mediadores de saber; pueden ser herederos de tra­diciones y heraldos de nuevos proyectos; pueden oscilar, como diría José Joaquín Brunner, entre la defensa de las ortodoxias o de la libertad de crítica. O, en palabras de Francois Bourricaud, pueden pasar de críticos a reproductores de la dominación.11 Para

9 Karl Mannheim. Ensayosde sodologíade la cultura. Madrid, Aguilar, 1963,p. 155. 10 Joseph Schumpeter. Capitalismo, sodalsmojdemacrada. México, Aguilar, 1963, p. 208. 11 Para Francois Bourricaud, el intelectual es "tanto heredero de una tradición

como heraldo de un proyecto"; los intelectuales también pueden contri­buir a mantener o a cuestionar un consenso; en: Los intelectuales y las podones democráticas. México, UNAM, 1990, pp. 1 y 50.

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Antonio Gramsci está claro que los intelectuales cumplen fun­ciones organizativas, "conectivas", con tal de garantizar la hegemonía social de un grupo; "tienen la función de repre­sentar las ideas que constituyen el terreno en que se ejerce la hegemonía"12 y en ese papel de representación de las ideas pueden oscilar entre ser críticos de la clase dominante o agen­tes inmediatos de esa clase. Cada grupo social, según el pen­sador italiano, crea sus capas de intelectuales orgánicos; pero destacando esa función conectiva que le concede a los inte­lectuales, a Gramsci le parecía necesario "investigar y exami­nar su actitud psicológica respecto a las grandes clases que ellos ponen en contacto en los diversos campos".13 Había que averiguar, agregaba, si ellos se creen ser "una expresión orgá­nica" de alguna de las clases sociales, o más precisamente, remataba preguntando: "¿tienen [los intelectuales] una 'acti­tud servil' hacia las clases dirigentes o creen ser ellos mismos dirigentes, parte integrante de las clases dirigentes?".14 En las reflexiones gramscianas está implícita una gradación de tipos de intelectuales según sus relaciones con las clases, según su papel subordinado o dirigente, según la relación con un grupo social en ascenso o en retirada, según la relación con la pro­ducción y difusión de saberes. En resumen, para Gramsci no existe el intelectual en abstracto sino formas concretas, his­tóricas, de intelectuales.

Pero, bien, subsiste el interrogante: ¿qué hace diferente al inte­lectual del político? Ante las tantísimas definiciones posibles de intelectual es necesario aferramos a una síntesis. Varios es­pecialistas coinciden en definirlo como un productor y consu­midor sistemático de símbolos, valores e ideas de todo orden, 12 Antonio Gramsci. Cuadernos de la cárcel, T. DL México, Ediciones Era, 1985, p. 339. 13 Ibid. 14 Ibid. p. 103.

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siempre dirigiéndose a un auditorio, a un público.15 Producción, distribución y consumo parecen ser los términos que permiten entender el papel central del intelectual.16 El intelectual produce, distribuye y consume permanentemente símbolos, valores e ideas, por eso su obvio papel protagonice en el campo de la cultura. Todo esto significa que no se acepta como intelectual a un enunciador esporádico de ideas, sino a alguien que cumple su labor persuasora con una frecuencia que lo distingue y lo dife­rencia de otros actores de la vida pública. Es un seductor cons­tante, dicen algunos. Con sus mensajes refuerza o cuestiona con­sensos, conquista o aleja auditorios. En todo caso, el intelectual es un individuo, como lo entendería Edward Said, con alta "vo­cación por el arte de la representación". Su propensión a erigirse "conciencia de la humanidad", su histórica inclinación por ser el guardián de los valores de la verdad y de la justicia, hacen del intelectual un enunciador y modelador permanente de opinio­nes. Para el intelectual, por tanto, el énfasis está en todas las formas del decir y no en el hacer; es el político, no el intelectual, afirmaba Pierre Bourdieu, quien "tiene el poder de hacer que exista lo que él dice".17 En un deslinde simple pero eficaz, Norberto Bobbio dirá que al intelectual le corresponde el mundo

15 Esta definición de Roderic Camp, que es fruto de una síntesis de algunas de sus lecturas sobre el tema, vale la pena citarse: "Un intelectual es un indivi­duo que crea, evalúa, analiza o presenta símbolos, valores, ideas e interpre­taciones trascendentales a un auditorio, de manera regular". Los intelectua­les, op. dt.p.61.

16 Evoquemos esta definición de Cari Wright Mills, a pesar de lo restringida que parezca: "Un intelectual es alguien que más o menos regularmente representa el papel del innovador en los estudios humanos y en la literatu­ra, incluidos la poesía y el teatro. A las personas que representan más o menos regularmente este papel en la producción, la distribución y el con­sumo voy a llamarlas 'intelectuales'". De hombres sodalesy movimientos políti­cos. México, Siglo XXI, 1974, pp. 91 y 92.

17 Pierre Bourdieu. Sodologíay cultura. México, Grijalbo, 1990, p. 99.

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de las ideologías y al político el mundo de las decisiones; el uno hará parte de una historia de las ideas políticas, el otro de una historia política. Ambos, eso sí, ejercen y han ejercido poder, en terrenos diferentes y complementarios.18

CULTURA Y POLÍTICA

El estudio de los intelectuales implica el diálogo entre la cultu­ra y la política. Los intelectuales legan una obra teórica, una producción simbólica en algún campo específico de la vida cul­tural, y también dejan huella en su relación con la política. Un productor sistemático de ideas debe vivir algún tipo de roce con las formas del poder político, aunque no se lo haya pro­puesto como la sustancia de su trayectoria vital. Son indivi­duos que habitan mundos diferentes. Suelen tener abismos en­tre el pensar, el decir y el obrar. Su obra teórica puede ser expli­cada a la luz de una filiación política y viceversa; también po­dríamos hallar incongruencias en apariencia inexplicables: in­telectuales conservadores en política que son vanguardistas en el arte; militantes activos de la izquierda artísticamente tradi­cionales. De cualquier manera, el intelectual es una ocasión para examinar las determinaciones y las reciprocidades entre política y cultura. Miremos casos concretos que ilustran las posibilidades de ese diálogo.

Historia política e historia de la cultura intelectual se entrela­zan fácilmente en los estudios biográficos. Cuando asumimos como premisa que estudiamos a alguien que fue en su tiempo el portador de un conjunto de mensajes coherentes que hicie­ron parte de las concepciones del mundo de una generación político-intelectual; cuando le atribuimos a determinados seres 18 Norberto Bobbio. La duday la elección (intelectualesypoder en la sodedad contem­

poránea), Barcelona, Paidós, 1997, pp. 13-23.

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el carácter de excepcionales pensadores, dotados de un halo profético y cósmico, como organizadores dentro de un supues­to caos, como enunciadores de orientaciones generales, esta­mos considerando que hay una categoría de individuos, de in­telectuales, que cristalizaron en la teoría y en la práctica (o en ambas dimensiones) las constantes de una época. En las bio­grafías de intelectuales no nos interesa solamente la idea expre­sada, sino también el examen de si la idea fue realizada, si hubo algún grado de satisfacción en la realidad de lo que se había proyectado como simple enunciado. También revisamos si las ideas en un individuo son la expresión de militancias, adhesio­nes o rupturas, si son el fruto del cumplimiento o imposición de funciones dirigentes o subordinadas. De esta manera, el diá­logo entre cultura y política se nos vuelve una síntesis de una historia de la cultura política, de todo lo que constituye ese particular clima en que se producen, reproducen, se distribu­yen, se consumen, se rechazan, se olvidan y se concretan las Ideas. Es la reunión, insistamos, del mundo de las ideologías con el mundo de las decisiones.

La historia política comienza a nutrirse de los estudios sobre la vida intelectual cuando percibe el elemental hecho de que los políticos no nacen, sino que se hacen. Al menos esa ha sido la regla en los tiempos modernos. Aun en estas épocas de notoria desintelectualización de parte de la clase política en Colombia, es necesario tener en cuenta que la gran mayoría de los políti­cos ha cumplido con una fase de formación intelectual y que sus prácticas pre-políticas han tenido lugar en los recintos pro­pios de sociabilidad y de identidad de los intelectuales. Esas fases han sido muchas veces definitivas en la asimilación de concepciones del mundo, en la adquisición y práctica de valo­res, en la reproducción de códigos morales. Ya sea como simple etapa de contraste en una historia de las ideas, la formación

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intelectual de un futuro político es imprescindible en un exa­men de su ideario o de sus decisiones de filiación partidista. En muchos casos, es muy significativo en la historia de los oríge­nes de un partido o de un movimiento establecer qué tipos de profesiones predominan y cuál ha sido la formación intelectual de sus miembros. El predominio de autodidactas o de indivi­duos formados en la institucionalidad universitaria y, más exac­tamente, en determinadas profesiones es un dato nada despre­ciable. Algo similar debemos pensar de si su formación ha trans­currido en un continuo debate con la tradición intelectual, si hubo alguna clase de frustración al enfrentar las ortodoxias de su tiempo, sobre todo durante su relación con una instituciona­lidad educativa, y si ese enfrentamiento fue crucial en la defini­ción de un nuevo destino que ayudó a fabricar al futuro políti­co. Y también importa si desde muy temprano, en pugna con el mundo de sus padres y maestros, la personalidad del futuro político se formó y singularizó como un desafío.19

Hay tiempos en que la política puede parecerse a una prolonga­ción del activismo cultural y, al revés, la organización de moda­lidades institucionales de la cultura puede corresponder a un dictamen proveniente de la política. Eso es más o menos evi­dente cuando un centro conformado por un voluntarioso y se­lecto grupo de individuos -una élite- se siente pionero en la organización de un nuevo orden que debe comprender lo cul­tural y lo político, como si su proyecto fuese una gran teleología, una gran iniciativa que trascendiera más allá de un estrecho ámbito. El estudio de la masonería de la segunda mitad del

' Sólo un par de ejemplos entre muchos posibles: los intelectuales pueden haber tenido fases juveniles de actividad política, pensemos en el joven poeta León de Greiff como secretario privado de Rafael Uribe Uribe; los políticos, a su vez, pueden cumplir con previas etapas literarias, como el líder conservador Silvio Villegas que se inició en el comentario literario.

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siglo XIX -y quizás del opuesto pero a la vez similar fenómeno del jesuitismo- revela esa disposición para tejer una red de de expansión de poderes en diversos sentidos pero con un gran propósito hegemónico. Se construía, al tiempo, sociabilidad artística, científica y política. Logias, ateneos literarios y parti­dos, a la vez que periódicos, colegios y universidades. Escribir un poema y redactar el reglamento de una sociedad científica eran menesteres que podían ocupar aun mismo individuo; ser al mismo tiempo senador, librero y profesor de filosofía, como aquel señor que motivó el debate en el Congreso de la Repúbli­ca sobre la imposición de textos en la enseñanza de la filosofía en la recién fundada Universidad Nacional de Estados Unidos de Colombia (1867), demostraría que entre el mundo de la cul­tura y de la política no se habían precisado las fronteras que separasen esos mundos con sus reglas particulares, así la Uni­versidad Nacional ya poseyera, en el papel, un articulado regla­mentario sobre sus procedimientos más íntimos. Justamente, la fundación de esa institución fue una extensión al ámbito de la cultura de las ambiciones políticas del liberalismo civilista, masón y radical. El hecho de que se le delegara a un político que había combinado en su activismo la fundación de logias, periódicos literarios y sociedades científicas y artísticas; es de­cir, a alguien que había patrocinado la creación de una extensa red de hegemonía cultural desde un centro regulador que lo constituía la masonería, ese hecho, digo, informa de los deseos de una facción de políticos liberales por ejercer control del sis­tema institucional cultural que se estaba organizando desde el momento de la fundación de la Universidad Nacional. Ade­más, las ambigüedades a que se sometió ese primer rector, Manuel Ancízar (1811-1882), hicieron parte de las intenciones por dotar de una relativa autonomía, con sus reglas particulares de funcionamiento y de reconocimiento, a la esfera de lo aca­démico. Pero, en definitiva, prevalecieron el mandato original

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político, la presencia e interferencia del Ejecutivo y los intere­ses partidistas. Por momentos, Ancízar se expone como el dele­gado del proyecto político liberal en el manejo del naciente sis­tema educativo que hacía parte vital del engranaje de ese pro­yecto; en otras ocasiones, se asume como el representante de ese subordinado y soslayado mundo cultural que luchaba por diferenciarse y dignificarse sin las intromisiones de la política.

Fue objetivo político del liberalismo crear un cuerpo adminis­trativo laico de la educación; asumir el control de una forma­ción de la ciudadanía en disputa de antiguos poderes ejercidos por la Iglesia católica. A pesar de todos sus errores, sectarismos, opositores y fracasos, el sistema de escuelas normales, emana­do del impulso liberal radical, contribuyó a dar origen a nuevas generaciones de maestras y maestros que fueron después difusores de métodos pedagógicos modernos, reclutadores y formadores de dirigentes políticos locales, forjadores de cos­tumbres cívicas. Desde el último tercio del siglo XLX hasta bien entrada la otra centuria, varios maestros de escuela rodearon a caudillos políticos, los acompañaron en sus liturgias proselitistas, hicieron uso de las armas en las guerras civiles y fueron anima­dos voceros de la transición a la modernidad cultural y política. De tal manera que un actor de la vida cultural terminó influ­yendo en la transformación del escenario político.

El ideal de formación de un Estado-nación es, quizás, el punto de encuentro más evidente de intelectuales y políticos en todas sus variantes. Tarea indisolublemente cultural y política, la cons­trucción de un Estado-nacional convoca todo tipo de media­ciones y de acciones, todo tipo de conocimiento que contribu­ya a construir instituciones políticas e identidades culturales. Los artefactos culturales que contribuyen a inventar una co­munidad imaginada tienen una elaboración colegiada y se ma-

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nifiesta en misiones científicas colectivas en que cada uno, desde un rincón de saber, contribuye a ese ideal. El científico le pro­porciona información al político; éste, a su vez, elige el mo­mento adecuado, proporciona los elementos que permitan la realización de esa empresa cultural que le brinda legitimidad política a esa tarea constructora.

Hay períodos intensos que presentan un acumulado de transfor­maciones en todos los órdenes de la vida; la transición hacia el capitalismo en Colombia fue un período de luchas culturales, sociales y políticas. Son momentos de ruptura en muchos senti­dos en que se enfrentan tipos de intelectuales, instituciones, for­mas partidarias, prácticas artísticas, ideologías. Son momentos de cambios y enfrentamientos éticos, estéticos y políticos; son, por ejemplo, las épocas de expresión vanguardista que trascien­den la simple disputa en el campo de las formas del arte. La militancia de vanguardia se expande en la crítica de un "viejo mundo" yeso incluye las adhesiones a movimientos políticos, la difusión de tesis no solamente estéticas, la conversión, así sea episódica, de los políticos en artistas o de los artistas en políti­cos. En esos períodos de transición hay, al fin y al cabo, signos de ruptura con todo lo precedente. Es la totalidad de la cultura, y eso incluye a la cultura política, lo que se pone en tela de juicio y lo que ese movimiento político-intelectual desea superar.20

En algunas trayectorias individuales es muy evidente el salto de intelectual a político. Es algo que se detecta al revisar la

20 Hay un ensayo muy sugerente al respecto de Cari Schorske. "Tensión genera­cional y cambio cultural", en: Pensar con la historia. Madrid, Taurus, 1998, pp. 235-240. También es relevante, para este caso, el concepto de "vanguardia histórica" como la síntesis de innovación en las formas de arte, como crítica a la institucionalidad artística y como praxis política, en: Simón Marchan Fiz. La estética en la cultura moderna. Barcelona, Gustavo Gili, 1982.

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evolución de un estilo de escritura. En la situación del perio­dista Luis Tejada (1898-1924), un frustrado maestro de escue­la que fue expulsado de la Escuela Normal de Institutores de Antioquia poco antes de las ceremonias de graduación, es no­toria la relación entre el abandono de unos recursos retóricos y la adhesión al protocomunismo colombiano. Antes de definirse como activo militante de un núcleo juvenil comunista bogota­no, Tejada se distinguió por ser un talentoso escritor de simpá­ticas paradojas, una forma retórica muy propia de tiempos en que reina el unanimismo moral. En sus conocidas Gotas de tinta. Tejada se burló de los lemas dominantes de la burguesía en ascenso con el uso de las paradojas, al mejor estilo de Gilbert Chesterton o de Osear Wilde. Pero cuando se concentró en la militancia política, el joven escritor desahució sus ingeniosas cabriolas en el lenguaje y se dedicó a escribir correctas colum­nas de opinión agitando la formación de un nuevo partido y el intento por lograr un vínculo orgánico entre la joven intelectualidad de comienzos del siglo XX y los incipientes gru­pos obreros.

Eventos propios de la vida intelectual suelen tener una inme­diata repercusión en la actividad política. La llegada de nueva tecnología para un taller de impresión y la adopción de prácti­cas publicísticas y de mercadeo en la prensa del siglo XIX inci­dieron en la conformación de redes de suscriptores que consti­tuyeron la comunidad imaginada de importantes órganos de opinión que irrigaron los principios de organización partidaria. La llegada de la litografía junto con artesanos con la suficiente pericia para las tareas de diseño y de ilustración; el papel cen-tralizador del propietario de la imprenta; las estrategias mer­cantiles que garantizaban compra y difusión hicieron parte de los trascendentales juegos hegemónicos en torno a ese vital ins­trumento cohesionador que fue el periódico en aquel tiempo.

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Algo semejante puede decirse de la recepción de obras y auto­res; ese es otro hecho intelectual que suele incidir en la forma­ción de ideólogos y de políticos. La tardía recepción del marxis­mo en Colombia tuvo lugar en la década de 1930 y sólo fue en esos tiempos que aparecieron grupos de lectores e intérpretes de las obras de Marx y Engels que muy pronto harían parte de núcleos socialistas o de una izquierda intelectual que remozaría nuestro aletargado ambiente ideológico.

Estos ejemplos, entre muchos, muestran que hay nexos indiso­lubles entre cultura y política que no pueden despreciarse. La historia de la política y la historia de la cultura hallan sus sínte­sis interpretativas y narrativas en estas conjunciones, en estas evidencias de repercusiones mutuas que el historiador contem­poráneo no puede omitir.

HACIA UNA TIPOLOGÍA HISTÓRICA

DE LOS INTELECTUALES COLOMBIANOS

Los intelectuales no constituyen una masa indistinta o una ca­tegoría homogénea. Según sus funciones o relaciones predomi­nantes, puede admitirse que han existido y existen diferentes tipos de intelectuales. Unos prevalecen más que otros. Por ejem­plo, el intelectual religioso representa la permanencia y el influ­jo, en diversas etapas históricas, de una misma estructura buro­crática, la de la Iglesia católica. Otros tipos de intelectuales tienen una aparición y un protagonismo más episódicos, por ejemplo los intelectuales cínicos que contravienen las conven­ciones culturales predominantes. Entre los mismos intelectua­les hay, además, grados de subordinación, hay disputas por el control de un campo simbólico. La sola distinción entre inte­lectual tradicional establecido y el intelectual incumbente nos habla de dos categorías de intelectuales que en determinadas

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situaciones históricas son los portadores de valores y concep­ciones del mundo antagónicas. De ahí que clasificarlos no sea un ejercicio vano y menos según la relación que hayan podido establecer con el poder.21

Entiendo este esbozo de tipología de los intelectuales colombia­nos, según sus relaciones con lo político, como un riesgo necesa­rio. Por algo hay que empezar para orientarnos. La sola mención de uno u otro nombre propio asociado con un tipo de intelectual puede herir susceptibilidades. Pero lo importante es empezar a someternos a un examen; no se trata de hallar, aunque lo desee­mos, un tipo ideal de intelectual, tampoco se trata de condenar cierto orden de funciones que hemos asumido -los intelectua­les- como las más naturales. Debo suponer, por ejemplo, que el tipo de intelectual subordinado puede causarnos algún rechazo. Se trata, más bien, de un intento de reconocer tendencias histó­ricas. La aparición y desaparición de un tipo de intelectual pare­cería asociada con los cambios en la organización de la econo­mía o con mutaciones en el espectro de prioridades organizativas de nuestras élites. La relación con mundos institucionales o con nichos de reclutamiento de los intelectuales funcionales del po­der ha cambiado drásticamente. Se sabe que la Universidad Na­cional fue desplazada, en la segunda mitad del siglo XX, por connotadas universidades privadas en la formación de los cua­dros dirigentes y técnicos de la burocracia estatal. El economista como tipo de intelectual funcional del poder adquirió relieve

21 Una clasificación que podríamos llamar "clásica" es la de Lewis A. Coser en su conocido libro Hombres de ideas (elpunto de vista de un sodólogo). México, FCE, 1968, pp. 145-254. Ya dije que en la obra de Gramsci es frecuente encontrar variantes de intelectuales; Norberto Bobbio considera impres­cindible recurrir a las tipologías históricas de los intelectuales. En mi opi­nión, al menos como hipótesis, una tipología nos permite aproximarnos a casos concretos, a épocas, a grupos y a individuos.

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durante el Frente Nacional y se consolidó en los procesos de neoliberalización de la economía; eso significó, en buena medi­da, la muerte del intelectual ideólogo.

Ahora bien, ¿qué relación puede haber entre una tipología que agrupa y caracteriza rasgos generales con los nombres propios que sirven de ejemplo? Es posible que un mismo nombre pro­pio haya oscilado entre ser un intelectual crítico y un intelec­tual ideólogo. Es posible que éste se haya transformado en un intelectual técnico, subordinado al cumplimiento de las tareas del Estado. Algunos de ellos, en todo caso, nos asocian con funciones y actuaciones precursoras o condensadoras.

Para terminar las advertencias, esta tipología es hipotética, es un ensayo de interpretación del proceso de la historia de la vida inte­lectual colombiana y de su diálogo con lo político. Son posibles, en consecuencia, las omisiones y los excesos en algún sentido.

a. El intelectual político del siglo XIX

El intelectual-político que predominó en el siglo XLX fue, a la vez, gestor y producto del principio de soberanía de la razón, según el cual la actividad política debía estar limitada a los hom­bres dotados, gracias a su exclusiva formación letrada, para cum­plir la función de tutores de sus respectivas sociedades. Alimen­tados ideológicamente por el liberalismo moderado francés, es­tos intelectuales de la era republicana se identificaron con los reorganizadores de la Francia post-revolucionaria, para quienes la participación activa en la política debía ser excluyente en el número y, por tanto, restringida a quienes por pruebas de riqueza y de educación demostraran poseer las facultades para ejercer funciones gobernantes en las nuevas sociedades surgidas des­pués de la separación del dominio español en América.

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De tal modo que el político debía ser, también, un intelectual que se autoasignaría un espectro variado de funciones, desde las más subordinadas hasta las más dominantes. Desde la ela­boración de reglamentos de sociedades de pensamiento; desde la redacción de informes y relatos de viaje que dieran cuenta de la situación del país hasta la organización de una élite activa en el control del aparato estatal, será corriente hallar intelectua­les-políticos que fueron, durante sus trayectorias vitales, abo­gados, profesores, periodistas, secretarios de sociedades, miem­bros de misiones diplomáticas, autores de cuadros de costum­bres, difusores de corrientes filosóficas, miembros de órganos legislativos y ejecutivos. Y, también, fueron corrientes hom­bres de armas que, a gusto o disgusto, abandonaron el taller de imprenta o el claustro universitario o su gabinete para tomar parte de las contiendas bélicas. Pedro Henríquez Ureña, en una definición generosa de este tipo de individuo predominante en la escena pública del siglo XIX hispanoamericano, lo denomi­naría el hombre triple: de Estado, de letras y de profesión. Pero, valga insistir, también fue hombre de armas que asistió con frecuencia a las guerras civiles de aquel tiempo. Ese tipo de intelectual político quizás, originalmente, haya entendido su misión en las nuevas repúblicas como una actividad entera­mente civil, metódica, basada en la creación sistemática de un cuerpo constitucional, pero realidades más complejas les obli­garía a entender que tendrían que acudir con relativa frecuen­cia a los campos de batalla, que la política iba a tener inexora­ble prolongación en el recurso de las armas.

La historiografía latinoamericana ha tenido dificultad para de­finirlo. El historiador norteamericano Frank Safford, en un en­sayo que caracteriza y resume con rigor los principales rasgos ideológicos y políticos de la Hispanoamérica decimonónica, brinda ejemplo de profusión: habla de los "políticos intelectua-

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les" que se encargaron primordialmente de "los aspectos for­males" de la organización del Estado mediante la redacción de constituciones y leyes; también de los "hombres instruidos" o "políticos civiles" que establecieron una "relación simbiótica" con los caudillos militares y que habían salido, muchos de ellos de las universidades, a servir de varias maneras en la construc­ción de los nuevos Estados. La dificultad para otorgarle una sola denominación y una especialización en sus funciones, de­lata la indeterminación de aquel tipo de individuo que pertene­cía, a la vez, a la élite política y a la élite cultural, y, por tanto, reunía en su condición las preeminencias del saber y del poder. Ostentaba al tiempo las consagraciones del mundo escriturario y los beneficios prácticos en la dirección del Estado.22

El predominio de formas de escritura canónica en el siglo XLX, con las que se erigía un poder modelador de conductas en to­dos los aspectos de la vida, fue una de las manifestaciones más inmediatas del inconmensurable poder de este tipo de indivi­duo. Los cuadros de costumbres, los reglamentos, las constitu­ciones políticas, los textos escolares, los manuales de econo­mía doméstica, de urbanidad, del buen amor, hacen parte de un extenso espectro de funciones normatizadoras plasmadas por una poligrafía casi compulsiva que fijaba los linderos que sepa­raban el comportamiento presuntamente civilizado del presun­tamente bárbaro. La escritura misma era una señal de distin­ción y de separación entre el hombre destinado para las ocupa­ciones públicas y entre quienes estaban condenados a ocupar un lugar subalterno en esas sociedades. La soberanía de la ra­zón que desplazó a la soberanía del pueblo determinó la tras­cendencia de la escritura como factor de poder político. Desde entonces se volvió recurrente que el político proviniera casi en 22 Frank Safford. "Política, ideología y sociedad". En: Historia de América latina.

Vol 6. Barcelona. Crítica. 1991, pp. 60 y 71.

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exclusiva del mundo letrado como parte de la demostración de la capacidad pare ejercer el control sobre los demás sectores sociales.23 Pero, de todos modos, el apremio de las frecuentes guerras civiles obligó a este individuo a ser en extremo versátil; pasaba de la pluma al fusil; dejaba el ruido del taller de impre­sión por el olor a pólvora. A la política, en paz y en guerra, tuvieron que habituarse estos intelectuales del siglo XIX y así se cimentó la tradición de combinar en Colombia todas las for­mas de lucha.24

Muchos de esos intelectuales-políticos o políticos civiles o polí­ticos- abogados se autoconcibieron como un producto genuina-mente republicano, ajenos al "antiguo régimen" del dominio his­pánico. Pero ya se ha demostrado que aquellos "doctores" tienen inequívoco sabor colonial. Hay un larvario antecedente de su existencia, de su formación y consolidación en las universidades coloniales hispanoamericanas. Fueron inciales herederos de una tradición, surgieron de un orden antiguo y después disfrutaron los beneficios de la nueva condición que les ofreció la ruptura con la Corona española. Su prolongación a través de esos dos mundos tuvo sus traumas; de ser intelectuales funcionales según las jerarquías administrativas impuestas por la Metrópoli, pasa-

23 En Cristina Rojas hay una amplia evaluación de la importancia de la condi­ción letrada de la élite del siglo XIX. "Quienes eran ilustrados tenían prioridad en la construcción de la nueva república". En: Civili adóny violen-da (la búsqueda de la identidad en la Colombia del siglo XIX). Bogotá. Grupo Editorial Norma. 2001, p. 123. También aportó al tema: Gilberto Loaiza Cano. "La formación de la cultura política de la exclusión en América latina durante el siglo XIX". En: Cultura,politicay modernidad. Bogotá. Universi­dad Nacional. 1998, pp. 196-213; "Manuel Ancízar y susLecdonesdepdcolojía

y moral'. En: Historia Crítica. No. 13. Julio-diciembre de 1996, pp. 44-52. 24 Como dijera el profesor Gonzalo Sánchez en una afortunada síntesis del

asunto: "De hecho, en este país el culto y la fascinación por las armas no ha sido incompatible con el culto al formalismo jurídico".

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ron a ser incómodos y peligrosos precursores de un nuevo orden. De todos modos, su permanencia después del movimiento de Independencia delata que ese fue un proceso relativo que le con­firió privilegios y exclusividades a un sector social muy preciso y que, no importa la aparente índole de los sacudimientos épicos de la liberación del dominio hispánico, mucho de la vieja estruc­tura colonial continuó intacto.25

En frecuentes ejercicios de autoconsciencia, exponían las habili­dades adquiridas y las razones prodigadas por la historia -según sus peculiares interpretaciones- para ser considerados como in­dividuos imprescindibles. José Maria Samper se encargó, en su Ensayo sobre las revoludones políticas, de dar una cómoda versión del predominio del "inteligente" hombre blanco sobre el mestizo pueblo raso. Acudiendo -como fue costumbre de las élites de entonces- a la revisión del mito fundador de la etapa republica­na, justificó la preeminencia política de las minorías blancas de cada país. En un solo individuo se reunían múltiples talentos; el europeo americano, el español nacido en América reunía -según Samper- los atributos de "legislador, administrador, tribuno po­pular y caudillo al mismo tiempo". El indio, el negro, el mulato y el mestizo estaban condenados por la historia a ser, como lo ha­bían sido hasta entonces, simples "instrumentos militares". La preponderancia, por tanto, del político civil o del intelectual-po­lítico era una predestinación justificada por los hitos de la histo­ria y por la supuesta condición superior de la raza blanca: "Es él

25 Existe una vasta bibliografía que, de uno u otro modo, nos remite a los antecedentes coloniales del "político civil" y a su prolongación en los tiem­pos republicanos. Destaco de nuevo: Víctor M. Uribe Urán. Abogados, partidos y Estado. Op. Cit.; Renán Silva. Universidady sodedad en el Nuevo Reino de Granada. Op. Cit. y Tulio Halperin Donghi, "Intelectuales, socie­dad y vida publica". En: El espejo de la historia: problemas argentinos y perspec­tivas latinoamericanas. Buenos Aires. Editorial Sudamericana. 1987.

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-refiriéndose otra vez Samper al criollo- quien guía la revolución y tiene el depósito de la filosofía. Las demás razas o castas, en los primeros tiempos, no hacen más que obedecer a la impulsión de los que tienen el prestigio de la inteligencia, de la audacia y aun de la superioridad de la raza blanca".26

Con todas las confusiones que pueda engendrar esta categoría del político civil o del intelectual-político, no deja de evocarnos la definición weberiana del político profesional. En opinión del so­ciólogo alemán, el abogado ha sido el hombre más apto para la dedicación casi permanente a la administración del Estado mo­derno. Económicamente "libre", porque puede percibir rentas sin trabajar, tiene la posibilidad de vivir para y de la política. Puede gozar, decía Weber, "con el ejercicio del poder que posee, o ali­mentar su equilibrio y su tranquilidad con la conciencia de haber­le dado un sentido a su vida, poniéndola al servicio de 'algo' ",27

De ahí esa disposición para "entregarse", según los ardides de su elocuencia, a los "sacrificios" de las funciones públicas.

b. El intelectual crítico

Entre 1870 y 1930 puede ubicarse un conflictivo proceso, con sus retardos, enfrentamientos e involuciones, que condujo a Co­lombia a una modernidad cultural y política tardía e incompleta. Modernidad atenuada por el influjo sociocultural de la Iglesia católica, que se encargó de custodiar el recatado ascenso bur­gués. Modernización capitalista que le otorgaba a la Iglesia cató­lica una amplia tarea moralizadora y marginaba el elemento lai­co. La aparición inevitable de nuevas profesiones, el crecimiento de una capa media urbana, los nuevos actores sociales de la in-26 José María Samper. Ensayo sobre las revoludones políticas. París. Imprenta de E.

Thunot. 1861, pp. 186 y 187. 27 Max Weber. Elpolíticoy eláentijico. Madrid. Alianza Editorial. 1967, pp. 95 y 96.

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dustrialización de los primeros decenios del siglo XX modifica­ron de todos modos el sistema de valores que había deseado imponer la alianza de Estado e Iglesia católica desde la Regene­ración. A la hegemonía conservadora le correspondió aceptar, a regañadientes, las heterodoxias del pensamiento de la moderni­dad; por eso fue un período de disputas constantes en el terreno de la cultura. El político letrado del siglo XLX tuvo que compar­tir escenario con nuevas categorías de intelectuales incumbentes que establecieron una disputa en términos generacionales: eran nuevos y jóvenes intelectuales enfrentados a viejos y tradiciona­les detentadores del dominio de la institucionalidad cultural.

Quienes nacieron y se formaron al margen de esos poderes, pudie­ron escoger el camino de ser intelectuales que representaban el ascenso y los deseos de participación política de nuevos sectores sociales con ansias de una definición partidaria. Entraron como intrusos en los santuarios institucionales de la vieja sociedad letra­da y formaron nuevas formas de sociabilidad intelectual. Contra­vinieron los preceptos éticos y estéticos de las academias regidas por los antiguos letrados. Así apareció y se formó el intelectual-crítico, en continuo antagonismo con la generación de sus padres y maestros. Este tipo de intelectual incumbente fue el resultado de nuestra débil inserción en la modernidad; su protagonismo fue evidente y variado en la década de 1920. Muchos de ellos tuvieron como venerable antecedente la expulsión de un colegio, el enfren­tamiento con sus padres y maestros, la disputa por el control de algún medio de producción de símbolos.

Mejor conocidos como la generación de "Los Nuevos", este grupo de intelectuales cumplió, en sus variantes de izquierda y de derecha, ese papel crítico, aunque su actuación haya sido episódica, circunstancial, y aunque no estuvieron dotados de los elementos persuasivos más eficaces. Muchos de ellos evo-

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lucionaron hacia una condición subordinada, como lo vaticina­ron algunos de sus miembros, y abandonaron el terreno de las disputas, del cuestionamiento a los sectores oligárquicos de los partidos liberal y conservador para adherirse a sus proyectos, así se expresaran como un sector de izquierda en el liberalismo o como un núcleo radical en las toldas conservadoras. Su ca­rácter de hombres que padecieron una transición, que vivieron como intelectuales que no se acomodaron a los lemas domi­nantes, a los unanimismos morales del recatado ascenso capi­talista, se reflejó en las conductas y destinos de algunos de ellos. Para unos, la muerte temprana, casi provocada por su propen­sión a la autoaniquilación; otros fueron directamente al suici­dio; unos más construyeron sus parábolas de un retorno servil y otros se aislaron en el cinismo creador del artista.28

El intelectual que es plenamente consciente de su papel moral crítico, que se distancia de los políticos, aunque le interese la política, y que se distancia de los particularismos de la vida científica, aunque reconozca que sean metodológicamente im­prescindibles; ese tipo de intelectual, digo, sólo se manifiesta de manera contundente en la revista Mito. Luego se prolongará, con una inclinación más cínica que critica, en la primera fase (la etapa gloriosa) del movimiento nadaista. Es decir, ese tipo de intelectual que se reconoce sin vaguedades como tal y que desde esa condición elabora su crítica al Estado o a los parti­dos políticos y sus dirigentes o al conjunto de la sociedad o a la mezcla de todo ello, aparece más claramente en Colombia des­pués del 9 de abril de 1948. Esa autoconsciencia que para Eu-

! Uno de ellos, José Mar (1898-1967), ofrece el ejemplo de un intelectual critico convertido en amanuense. Su estilo era semejante al del director del diario El Espectador, así que en las vacaciones del director del periódico podía asumir la escritura de la página editorial, sin que el cambio lo percibieran los lectores y sin que mortificara a los dueños del periódico.

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ropa, y exactamente para Francia, se coloca en los inicios del siglo XX, aparece en nuestro caso mucho después.

Jorge Gaitán Duran, fundador de la influyente revista, es, tal vez, uno de los mejores y de los pocos ejemplos del intelectual crítico en Colombia. Su punto de partida fue la independencia, la ausencia de militancias y, sobre todo, su conciencia de ser un intelectual y no un feligrés, como lo diría él mismo. Se entiende en Gaitán Duran que no bastaba ser independiente, que no bastaba la autosuficiencia económica para garantizarse el dere­cho a decir cualquier cosa. Hacía falta, sobre todo, lucidez para dedicarse desde su condición a comprender la situación del in­telectual y los retos generales de la sociedad colombiana. Él sabía, por ejemplo, que hacía parte de un tipo de intelectuales inmerso "en una sociedad construida por gerentes y directores, técnicos y científicos"; sabía, también, que ante "las inteligen­cias insulares de los técnicos", era indispensable el talento, la capacidad de síntesis y de generalización de los intelectuales. La cohesión y profundidad del intelectual remplaza el pensa­miento fragmentario del economista o de cualquier técnico su­bordinado al cumplimiento de una tarea específica.

El nadaismo, mientras tanto, más que una manifestación tardía de nuestro débil vanguardismo estético, fue la protesta de una intelectualidad de orígenes más o menos plebeyos contra la ofi­cialidad cultural que había dado licencia moral de funcionamien­to a los mecanismos de la violencia política. Además, el movi­miento había rescatado la eficacia crítica de los manifiestos, la forma documental más explícita de presentación de la opinión de los intelectuales. La violencia política había incitado, pues, la existencia de los desplantes nadaistas en una sociedad que sacralizó con bendiciones, rezos y camándulas los rituales de mutilación, desollamiento e incineración que se repetían sin piedad.

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c. El intelectual ideólogo

Paralelo al intelectual crítico se fue definiendo el intelectual ideólogo. Podría incluso pensarse que el uno constituye una fase del siguiente y que éste podría ser, episódicamente, un crí­tico. La modernidad cultural en Colombia contrajo también la aparición del intelectual como ideólogo. Se trata de intelectua­les formados en profesiones diversas; ya no es el recurrente abogado decimonónico, sino aquel que surge de profesiones más modernas y, en apariencia, más lejanas del circuito políti­co. El ingeniero y el maestro de escuela son productos de una sintomática secularización de la cultura desde el último tercio del siglo XIX, y aparecen para cumplir variadas funciones: modeladores cívicos, modemizadores de la cultura, heraldos de nuevos códigos morales fundados en la racionalidad y la eficiencia. A eso se agregó un grado de influencia en las organi­zaciones partidarias, en la postulación de derroteros programáticos, en el deseo de construir nuevas estructuras par­tidarias, de poner en discusión las relaciones entre élites y pue­blos, entre dirigencia política y nación, o los problemas concer­nientes al papel del Estado ante nuevas realidades políticas y económicas. El intelectual ideólogo fue un frecuente enunciador de utopías éticas y políticas. En medio de la diversidad de ma­tices, podría afirmarse que combinaron el diagnóstico con la critica social y con la postulación de mundos posibles. Ese de­seo de concreción de sus utopías los condujo a fracasadas y decepcionantes incursiones en la política.29

1 Eso parece evidente en el caso de Alejandro López, según la biografía mencionada de Mayor Mora; la trayectoria de Antonio García siempre lo sitúa en proyectos políticos efímeros y minoritarios; algo semejante podríamos decir de Gerardo Molina y Diego Montaña Cuellar, entre muchos otros.

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El intelectual ideólogo fue prolífico escritor de ensayos y cum­plió un generoso papel docente en la prensa y en la academia universitaria. Varios de ellos se sitúan como pioneros de la insti­tucionalización de las ciencias sociales en Colombia y algunos dejaron una obra abundante y sistemática que merece evaluarse dentro de un estudio del pensamiento colombiano del siglo XX. Ante la insularidad cultural del país, los intelectuales ideólogos introdujeron un relativo grado de cosmopolitismo; no olvidemos, por ejemplo, que Baldomcro Sanín Cano y el ingeniero civil Ale­jandro López vivieron en Europa en las tres primeras décadas del siglo XX y conocieron de cerca la crisis de los modelos polí­ticos y económicos liberales; otros tuvieron afinidades con el pensamiento ecléctico socialista y nacionalista de América Lati­na. Algunos nombres están asociados con el vínculo al ideario de José Carlos Mariátegui, otros a la fundación de revistas de pensa­miento político que, ahora, son para nosotros toda una rareza.

d. El intelectual comprometido

Como reacción contestataria al conservadurismo y a la política excluyente del Frente Nacional, la subcultura de la izquierda en Colombia engendró, con el aditamento de algunos mitos, al inte­lectual comprometido. La figura emblemática del comandante Ernesto Che Guevara sirvió de inspiración para el voluntarismo extremo de varias generaciones de jóvenes intelectuales univer­sitarios que prefirieron interrumpir su formación académica por ingresar a las filas del movimiento guerrillero. De nuevo, la uni­versidad se ofrendaba como lugar de reclutamiento militar, esta vez en nombre de una revolución socialista y antiimperialista que parecía estar a la vuelta de la esquina. De nuevo, aunque en circunstancias diferentes y quizás con menos crudeza que en el siglo XIX, la institucionalidad cultural quedaba al servicio del recurso de las armas.

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Alrededor de la militancia armada se edificó una épica interna de la izquierda colombiana que terminó en un largo martirologio de individuos que hubiesen merecido, por bien de sí mismos y de lo que pretendían alcanzar, un mejor destino. Muchos tomaron la opción armada por desprecio de la alternativa política legal en la ciudad u obligados por los aparatos represivos estatales que res­tringían cada vez más el círculo de actividades de los dirigentes. El ejemplo biográfico del sacerdote Camilo Torres Restrepo si­gue siendo el más patético y controvertido. Para unos rotulado como el "cura guerrillero", para otros un "dirigente de masas", y en mi opinión un intelectual desperdiciado y despreciado. Es cier­to que su activismo chocó contra las jerarquías conservadoras de la Iglesia católica; también es cierto que, antes de su ingreso al Ejército de Liberación Nacional, la represión estatal lo estaba acorralando y que, además, sus interlocutores en la izquierda no habían sido hasta entonces muy receptivos de su propuesta para conformar un frente de oposición contra la tenaza del bipartidismo tradicional. En él se sintetizaron varios dramas, el del intelectual religioso que intentó laicizar el compromiso de la Iglesia católica con los pobres; el del sacerdote apegado al man­dato cristiano de no matar y que, sin embargo, acogía un destino armado; el del dirigente político que abandona sus posibilidades de acercamiento a los sectores populares urbanos y se extravía en las desconfianzas de una guerrilla de composición rural. Rei­vindicarlo hoy como guerrillero es olvidarlo y despreciarlo en su condición original de intelectual. No fue tanto la pérdida de un hombre armado -murió sin estar listo para las exigencias míni­mas de un combate- sino la de un intelectual que se derrotó a sí mismo y a la vez lo abandonaron sus correligionarios en la escogencia de la vorágine de la lucha guerrillera.30

30 Sobre la relación de Camilo Torres con una "guerrilla mística" y con una tradición de "Cristos políticos", véase: Michel de Certeau. La toma de la palabra. México. Universidad Iberoamericana. 1995, pp. 111-114.

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La mezcla de dogmas parece hacer parte del repertorio que ha sostenido en sus convicciones al intelectual comprometido. Convertido fácilmente en un militante, sus adhesiones son mezcla de razón y de fe, de odio y de esperanza. Del influjo inicial de las lecturas de Jean Paul Sartre o de Franz Fanón, se pasó a la construcción de mitos basados en el martirologio, en la fe revolucionaria, en la irrestricta adopción de principios, en la apelación a dirigentes a quienes se les atribuyó un carisma. Sin duda, la represión a las expresiones de izquierda en Colom­bia sirvió de nutriente a un lenguaje de la victimización y al sectarismo que han distinguido a este tipo de intelectual. Es posible, incluso, que llamarlos intelectuales sea un término ge­neroso, porque suelen cumplir labores reproductoras de dog­mas y no creadoras de ideas. Para ellos no hay nada nuevo bajo el sol. La rigidez y la persistencia de este tipo de intelectual pueden causar admiración, por eso puede ser muy sintomático que un intelectual comprometido sufra una transformación sus­tancial. Su cambio podría provocar desconcierto o decepción en las bases de la crédula militancia.31

e. El intelectual subordinado

Todos los intelectuales hemos atravesado etapas de subordina­ción o nos hemos estancado en algunas de ellas. Muchos de nuestros ritos de paso contienen la premisa de la subordina­ción, del sometimiento a unas reglas, por ejemplo a las exigen­cias de la cultura académica. Los intelectuales en formación aceptan, en buena medida, una pasajera y necesaria situación

1 Señalar en exclusiva como intelectual comprometido a quien ha militado en una agrupación de izquierda en Colombia puede ser una exactitud; han existido y existen intelectuales comprometidos con una gran diversidad de causas, incluso las más aparentemente opuestas entre sí, cuya coinci­dencia reside en exhibir el mismo espíritu dogmático y sectario.

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de subordinación ante quienes consideran los genuinos trans­misores de un acumulado simbólico. Pero, más que eso, el inte­lectual subordinado es una propensión contemporánea asocia­da con la defensa de políticas de Estado o con el auto-recono­cimiento como empleado de las clases dominantes, como dije­ra Gramsci. La subordinación de los intelectuales, así, sería, más bien, un estado de la cultura política. Llamo intelectual subordinado a aquel tipo de intelectual que le sirve al Estado, a las instituciones, a grupos sociales y económicos dominantes, que se dedica a reproducir y a administrar sus pautas de con­trol, sus lemas, su moral, su ideal de sociedad. Su dependencia es simple como asalariado de una institución y se vuelve más compleja cuando debe estar disponible para sus controles y censuras, cuando debe adecuarse a sus normas de escritura, a la legalidad que lo circunda y determina. La subordinación no sólo se entiende como la dependencia pasiva, aceptada, ante los controles que se le imponen; se vuelve activa cuando se auto-considera miembro del cuerpo institucional y se siente impelido a ser distribuidor, administrador y guardián de su normatividad. El intelectual subordinado se somete a la vigi­lancia de sus colegas y de sus directivos, también se encarga, él mismo, de tareas de control y de censura sobre los demás. Es un intelectual oficioso.32

La queja que contiene el artículo de Herbert Braun se refiere al predominio histórico de una tecnocracia desde los inicios del Frente Nacional. La percepción de Gaitán Duran, de sentirse hablando en medio de técnicos económicos, señala una incli­nación de la organización estatal en Colombia que privilegió el

"Podría decirse que a medida que aumenta la institucionalización de la cultu­ra, el intelectual gana en seguridad, en nivel de vida, en aceptación popular, en prestigio, en audiencia, pero pierde en independencia". Víctor Alba. Historia sodal de los intelectuales. Barcelona. Plaza y Janes. 1976, p. 368.

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vínculo de un tipo de intelectual acorde con sus prioridades. Las políticas económicas organizadas en torno a planes de de­sarrollo dotaron de sentido a una burocracia que sintonizaba con las exigencias de entidades externas. Así se fue preparando una élite de intelectuales expertos que está vinculada laboralmente con el Estado mientras sus fidelidades pertene­cen a la órbita de intereses transnacionales; su credo tecnócra-ta plasmado en el lenguaje del eficientismo evolucionó hacia el dogma neoliberal. En cierto modo, este es otro tipo de intelec­tual militante, enceguecido por los derroteros del mercado mundial. Reclutados por el Estado, por una racionalidad políti­ca que privilegia la exigencias del capital, este tipo de intelec­tual ha ido constituyendo esa "nobleza de Estado", como la llamaría Bourdieu, que se ha dedicado a esquilmar el débil Es­tado nacional a nombre de los beneficios inciertos y exclusivos de la economía de mercado. El experto económico terminó sien­do el profeta de la avanzada neoliberal que, entre las muchas miserias que nos ha garantizado, nos ha conducido a una in­mensa pobreza en ideas y a una débil comprensión de la magni­tud de los problemas del país. El eufemismo técnico es el re­curso básico de este tipo de intelectual-funcionario, el pragma­tismo a ultranza, la respuesta coyuntural, la ausencia de visión a largo plazo hacen parte de sus extraños atributos.33

El intelectual subordinado es funcional: acepta requerimientos puntuales como experto en algún aspecto técnico preciso. Su lenguaje es pobre, limitado y especializado. Se acostumbra a suministrar datos, a rendir informes, a presentar quejas, denun-

33 Me es preciso evocar una conferencia de Alain Touraine dictada en el audito­rio León de Greiff de la Universidad Nacional, en 1995. El epígrafe de su charla, dedicada a examinar el desboque neoliberal en América latina, sin ningún control de la esfera política, contenía este diagnóstico: "Nunca, en tiempos recientes, hemos tenido tanta pobreza de ¡deas".

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cias, presupuestos, proyectos de investigación, resultados de esos proyectos. Escribe para sus jefes, atiende las fórmulas re­glamentarias y admite y exige que siempre se cumplan los pa­sos que ha consagrado la costumbre o la letra. Algunos aspiran a ser, así sea ocasionalmente, consejeros del principe. No sue­len presentar visiones de conjunto y, si lo hacen, son en ámbi­tos diferentes de sus funciones originales y oficiales. Los profe­sores universitarios somos, quizás, la masa más consciente (y vergonzante) de ese vaivén entre poder ser intelectuales de más amplio espectro y aceptar la condición de funcionarios dispo­nibles para asesorías y consultorías. Oscilamos entre un "heroi­co" espíritu de servidores públicos y entre una también "heroi­ca" rebeldía contra las iniquidades del Establecimiento.

A maneta de epílogo

Si regresamos al punto de partida, es necesario concluir des­pués de este rodeo que la historia política que no conciba en sus presupuestos la presencia y el influjo de los intelectuales es una historia incompleta e inconexa. Así como se ha ido modifi­cando el mundo político se ha ido modificando el mundo inte­lectual y lo que merece examen más preciso es qué elemento ha actuado sobre el otro. En teoría es posible elaborar las diferen­cias, pero en las situaciones concretas le compete al historiador dilucidar qué distingue al intelectual del político.

No sobra insistir que una historia política que incluya al actor intelectual de los procesos se vuelve aún más interdisciplinaria; recurre a las faenas previas de compilación de obras de autores, a la ordenación cronológica de escritos, a la elaboración de una historia de las ideas, a una interpretación de esas ideas a la luz de las determinantes de la época y de las relaciones del autor con un grupo social o una tendencia o una facción de partido.

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Acude a los procedimientos biográficos y prosopográficos que nos suministran información sobre grupos generacionales de intelectuales y políticos, sobre formas de ascenso y consolida­ción en ambos mundos.

Aún está por hacerse una historia de los intelectuales colom­bianos en relación con el poder político; no simplemente como enunciadores y administradores de ideas. No se trata solamen­te del pensador, sino del actor social con todas sus incongruen­cias posibles. ¿A qué problemas y temas estuvo asociada la ac­tividad de los intelectuales durante el siglo XX? ¿Cómo afron­taron el problema de la definición de lo nacional y de lo popu­lar? ¿Cómo intentaron muchos de ellos construir alternativas políticas heterodoxas y sustentadas en el estudio de las situa­ciones concretas? Ante el dilema de la prolongada violencia política, ¿puede haber una opción de pervivencia de los inte­lectuales que no sea el de la indefensión ante los señores de las armas? ¿Los intelectuales estamos vinculados con la difusión de una moral anti-guerrera, debemos ser una especie de moder­nos Tersites34? ¿Ha sido el intelectual colombiano un agente de exclusión o de unificación nacional? ¿Los intelectuales nos de­finimos como un sector que reclama los postulados de la cultura y de la civilización que se concretan en un ingenuo pa­cifismo? Estas y otras preguntas que seres más lúcidos que yo han venido planteando de mejor manera, hacen parte de las tareas inmediatas de quienes compartimos el conocer como una vocación.

34 Tersites, el antiépico y marginal personaje de la Iliada que se burla de los "honorables" guerreros.

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