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Parteluces para un hecho mistico

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PASIONES PARA ENCONTRAR

Adoradores y penitentes, al refugio de una gran ola de pecado –esa era la idea-, sostenidos sobre sus rodillas e iluminados por el foco amarillo del estudio. La cruz podría verse en la distancia de un campo sin árboles que lo hiciera libre de toda ocultación, un camino subiendo montañas redondeadas y volviendo a caer a través de los pastizales. Una gran cruz sangrienta en medio de la nada esperando a los peregrinos. Pero el productor creyó que el estudio sería mucho más dramático y que aquí se podría conseguir un efecto místico sobre el que poder trabajar de una forma cercana, y eso a campo abierto habría que olvidarlo y confiar en todos los factores sin control que supone la naturaleza, y el mezclador rivalizando con el aire, y el espacio abriéndose para perseguir una sonido quizá no cálido, sin aliento, pero opaco. Los ecos podrían ofrecernos un color sobrenatural sobre el que poder trabajar, pero tampoco le ha parecido manejable. No quiere nada que se escape a su control. El hombre calvado en la cruz tiene la mirada decepcionada de los vencidos, la tristeza de los abandonados. ¿Acaso no lo empujaron a cruzar todos los límites? Esa historia se ha repetido otras veces. Ellos los adoradores, los que pedían soluciones, los que encendían su discurso, hasta los enfermos, todos, dieron un paso atrás y se encontró solo. No es extraño que bajo este nuevo cuerpo maltratado de oro y plata, puedan ya volver a pedir y expresar sus necesidades sin pudor. Nunca había visto algo tan grande, es el poder de la televisiones, la escala de uno a cien, obliga a situarse a cierta distancia si queremos verlo con cierta perspectiva. Eso pasa con todos los grandes hombres de la historia, desde tan cerca somos incapaces de reconocer sus formas, y debemos asumirlo, para su época, ese hombre de la cruz tuvo que saber renunciar a un montón de tentaciones, no tan extremas como un auto de gama alta pero igual de desequilibrantes, fue uno de los grandes. Las piernas levantadas hubiesen permitido mayor fuerza dramática. En estos tiempos el movimiento es importante. Algo como un grito sangrante, las manos resquebrajándose; desesperado por un dolor continuo sin cuidados paliativos, sin morfina, sin consuelo. Pero ahí lo tienen, es el de siempre, con sus costillas enflaquecidas por un artista demasiado voluntarioso. Las rodillas saben, el dolor se multiplica matemáticamente hablando, si desfallece. El tiempo pasa y los brazos van perdiendo sensibilidad en su caída inevitable, la cabeza pesa demasiado para el cuello y la deja caer sin esperanza. Las manos intentaron al principio aferrarse a sus clavos y por un instante creyó que podría permanecer indefinidamente en esa postura de supervivencia. Pero al final todos nos extinguimos, exhaustos, final.

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Obligados a mirar para entender, el pertinente martilleo de devoción, la repetitiva salmodia va abriendo camino al resto de los peregrinos que acuden procesionalmente ordenados en raya dinámica que se acerca en el distante sendero. Gente humilde llamada para cruzar el valle escarchado, exiguos pecadores, extinguidos creyentes. Todo cambia y hemos llegado a un extremo en que la excentricidad nos trae antepasados centrados en una turbia esperanza, ¿por qué no?, somos materia nacida de palabras como ideal, amor, justicia, libertad, futuro, felicidad. Sin nuestros sueños no somos nada. Todos esperamos tiempos mejores para nosotros y los nuestros, tiempos que culminen en deseos de paz y sosiego para nuestros corazones fatigados.

UNA CASA EN MEDIO DE LA CALLE

En busca de nuevos escenarios pasamos el tiempo intentando interpretar, cuántos cabemos en ellos sin dejar de compartir. Nos imaginamos con diferentes aspectos fácilmente alcanzable en nuestra infinita aptitud. Estamos en buenas manos, la productora nos ha pagado la estancia en el balneario y un resplandor de aguas nos llega desde el cristal de la puerta. Pasamos la tarde a remojo, entre vapores y carnes pálidas, reflejos lívidos del mármol y de la luz apagada de un día de nubes. Hundió las piernas en el siguiente escalón y caminó para sumergirse. La gran estrella del celuloide no pasa por menos que acompañarnos hasta las aguas medicinales después de una fiesta, un lugar para hombres. Las carnes de la mujer después de tanto trabajo no se parecen en absoluto a lo que recordaba, han perdido el brillante reflejo de lo elástico, el acrílico reciente de la luz de la cámara, y se ha cuarteado, se ha fragmentado sin remedio, se ha replegado como una erección exhausta. Ella no es el resultado de un capricho, aunque no importe tanto su cuerpo perdiendo la edad, es dura como el corazón de un demonio. No parece confundida, ni ajena a los merecimientos de la buena opinión; alterna la indiferencia de su postura sobre la loza con el matiz sobre la conversación. En lo que le atañe a su interpretación, sus carnes están pendientes de una solución de conveniencia. Nos absuelve si aceptamos una Magdalena dramática, tan triste como un huerfanito durmiendo bajo un puente ajeno, a los gemidos de los roedores con los que comparte el lecho. No desea representar una Magdalena confidente, ni comprensiva con el sufrimiento de Maria la madre del crucificado, ni dulce, ni bella, ni atenta a las preocupaciones de su admirado señor, quiere sufrir por si misma. El director, el señor Zufalle parece dispuesto a sus exigencias, yo, mucho más reservado prefiero la flaccidez de sus brazos, la debilidad de su papada, la anunciación de una nueva etapa en el rol de mujer madura, el grosor de sus tobillos, el envejecimiento profesional, la costosa sonrisa de los mejores tiempos.

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No es cuestión de saber su edad, brillará aún durante mucho tiempo. Perdura en su estilo. Se desprendió de la toalla en el momento de entrar en el agua: en la superficie parece flotar el negro ondulante del vello, por otra parte estrechamente comprimido entre las piernas, los pechos yacen muertos; ahogados, apenas se sujetan al cuerpo por una membrana transparente. Después de un tiempo, se ha recostado y ha cerrado los ojos, escucha. Tiene esa presencia difícil de eludir de los que siempre se han creído importantes, un dictador infantil despreciando a los otros niños por jugar sin normas. No puede cambiar aunque se lo proponga ha nacido para ser lo que es. Tal vez no la conocemos aún lo suficiente.

Ayer pasé la tarde viendo el campeonato del mundo de saltos de trampolín en la categoría de mujeres: ganó una chica mexicana de sonrisa abierta. Estaba aburrido pasando las horas en la habitación del hotel y puse la tele. En una de sus disciplinas más estéticas levantaban las piernas sobre la cabeza y sin más apoyo que sus manos al borde mismo del abismo, se mantenían unos segundos de concentración en los que creí que dejaban de respirar, de pensar y de sentir. La estatua invertida se mantenía completamente erguida. Después, se dejaban caer haciendo piruetas para entrar en el agua con verticalidad. Las chicas chinas estaban muy cerca de conseguir los puntos necesarios que arrebataran la medalla de oro a la mexicana, pero no lo consiguieron. Una de ellas, se acercó al extremo del trampolín y se puso de espaldas, tan sólo unida al mundo en un equilibrio delirante sobre la punta de sus pies, los talones sintiendo en el vacío la atracción de la figura que en un momento iba a realizar. No pude ver su cara en ese momento crítico, pero creo que el sufrimiento tendría que reflejarse en ella. Dio un salto de espaldas flexionando las rodillas y empezó a caer con velocidad. De nuevo las volteretas y entrar en el agua sin hacer el ruido opaco de una mala caída. La cámara se acercó para verla de cerca, le pusieron una toalla sobre los hombros, no estaba contenta de su actuación. Se recogió la punta del pelo y los metió en puño estrujándolo como un trapo hasta que escurrió un chorro de agua muerta sobre los pies. La parte de su piel que aún permitía la invisibilidad de los factores más técnicos, brillaba sin derroches innecesarios; se había sumergido y la humedad se pegaba a ella. La respiración era entrecortada, absorbiendo pequeñas cantidades de aire, dosis repetidas con un movimiento rápido y certero del pulmón, sin atragantarse, con sus pensamientos en el infinito. De pronto, una inhalación profunda, como un escalofrío, y de vuelta a la reflexión acelerada de un pensamiento alerta, de unos reflejos puestos al límite en un momento que ya se distendía. Llegaba de la cima excitante de su experiencia, y allí delante de aquella cámara que escrutaba el más leve movimiento de cualquier músculo de su cara, se distendía, necesitaba aflojar un poco, hasta quedar a la espera. Se sentaría para una nueva oportunidad, o quedaría un rato de pie, hablando con su entrenador, sus constantes volverían a ser regulares, pero sus músculos conservarían la

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dureza del bronce, la tensión inapreciable de los que son capaces de la cotidianidad de recoger a los nenes en el colegio, o de ir al mercado, o de hacer la cocina, o de saludar al vecino, en ese punto de presión muscular.

Desea un pacto, y nos perturba consintiendo su presencia entre nosotros. No me importa, en este momento. El agua me relaja, sería capaz de vivir indefinidamente metido en este medio que me parece mucho más natural que el nuestro, sin posibilidad de disfrutar de la continuidad de un aleteo. La señorita Katiovna, está aquí para ser tenida en cuenta. No soporta verse en situación de menor calidad para su aspavientos, para la representación de su vida, ver disminuida la grandiosidad de su presencia por situaciones vulgares. Necesita entrar en lugares donde se reconozca su mejor versión, donde se vuelvan las cabezas y una ola de asombro cuaje la voz en medio de las gargantas. ¿Cómo ignorarla? Montaría un terrible escándalo, arrojaría al suelo cualquier cosa que pudiera romper, y eso, antes de empezar con sus terribles insultos –tiene una colección dolorosamente punzante de terribles palabras en la punta de su lengua, retenidas por muy poco en situación de concordia, y liberadas con odio delante de la más insignificante molestia-, es lo que se dice una diva. Parece alimentarse de su energía y permanecer en un segundo plano hiere sus más profundas convicciones. Es por todo esto que cuando llegó de improviso a nuestra reunión de trabajo en el baño turco no me sorprendió en absoluto.

-Sé que te guardas algo, algo que no estas seguro de poder compartir porque deseas seguir siéndole fiel a tus inseguridades. Eres un maldito genio Zufalle, y saber que eso así, poseer esa certeza, te conduce al enredo, a oscurecer nuestras señales premeditadamente. Nos dejarías a oscuras si eso sirviera al propósito de tu independencia, a tantear nuestras inseguridades mientras ocultas las tuyas.

Pero, sabe que él solo no puede conseguir su meta, conoce la picadura que le produce esa aspiración. El escozor que ha sentido en otras ocasiones que ha creído poder hacerlo todo sin contar que las opiniones despiadadas de los críticos, y las amables e interesadas de los productores.

Vender una nueva marca de cualquier cosa, ambientando la desmedida promoción de arranque en todos los medios, con un recuerdo, parece desde luego desmedido. Si ese recuerdo se refiere a la pasión de cristo y el momento en que expira, el cielo se oscurece y la tierra tiembla, eso parece un desafortunado gatillazo.

-Ella tiene una nueva perspectiva con la que espera encuadrar su carrera, o será que ha desarrollado algún tipo de piedad. No puedo concebir que nada germine sumergido en el veneno de la ambición por la presencia. Nunca se sentirá sola mientras duerma en el lujo de raso de un buen hotel y

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alguien acuda al gritar sus pesadillas. Nada de piedad, ni modos sentimentales, se trata de avanzar, de darle una nueva forma a su carrera a costa de romper cualquier lazo que la retenga. Se trata de continuar la perversión razonablemente instalada entre su voz dominante y la aureola que despide vestida de fiesta. Tal vez nos está pidiendo demasiado.

LA CASA LOCA

Me lo había estado esperando. Llegó la noticia por correo, se suspende el rodaje hasta después de la semana santa. Tenía que suceder, los presupuestos ya no servían, todo se había encarecido y no parecía que pudiéramos detenernos. Nadie modifica las cosas en tal o cual sentido, no con Zufalle por medio. Se nos fue de las manos, tanto peregrino creyendo en milagros y Zufalle alargando los tiempos sin fondos. Él pretende cumplir las normas, es bienintencionado en eso, pero ya se sabe una cosa son las intenciones y otra...

Resulta insuficiente, nada es bastante para tener una cruz como Dios manda. Ni los hombres que hayan sufrido en sus propias carnes todos los sufrimientos propios del malvivir, pueden decir que se entreguen sin un pensamiento para sus tiempos más felices. La felicidad puede ser un tiempo que ya pasó, aunque me pase la vida buscando. Tengo la voz tomada y un frío de mil demonios, se me están quedando los pies helados y tardan en abrir la puerta. Sé que es la puerta exacta, la reconocería con los ojos vendados. Alguien tendrá que abrir de un momento a otro. Importa poco que yo pueda recordar si me despiertan a media noche para darme todas las novedades acerca de ese terrible decorado que no terminan de desmontar. Se ha encendido una luz, algo se mueve en el interior. Mis ojos brillantes tienen el tono febril de un momento de extrema fatiga. La humedad se ha colado entre los dedos de los pies. No puedo razonar sin tener en cuenta que el alivio llega un paso más allá. Es la casa de mis padres, en ningún otro sitio podría descalzarme y poner a secar los calcetines en la chimenea, que me hiciera sentir igual. Ningún lugar en el mundo puede reunir a tanta gente diferente sin que apenas reparen en mí como un adulto, el niño levanta su copa de licor sobre la cabeza para brindar por la nevada y se pone unos calcetines secos.

-No, no me hace falta nada más. Apaga la luz, con la lamparita es suficiente. Más tarde subiré para ver al viejo; Erundina me dijo que duerme. El mal tiempo detuvo el tren durante una hora en un lugar impreciso. Todo es soportable menos un compañero de viaje enfermo, y debí enfriarme durante la noche. Lo siento por una pareja muy amable con la que compartía el departamento, se preocuparon por mi salud y me ofrecieron un analgésico. La sirena, al llegar sonó como un grito, y eso

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evitó que siguiera durmiendo. Me sobresaltó soñar con alguien que sufría y gritaba. De lo contrario hubiese seguido hasta el final de la línea.

LA VANIDAD DEL QUE PUEDE ESPERAR

Dejó de llover, tal vez nevará en los próximos días. Mi rostro forzosamente debe parecer un mapa en relieve de un fondo marino, o algo parecido. Los ojos abultados y enrojecidos, la parte derecha aplastada de dormir sobre la arruga de la almohada, la frente fruncida del dolor de cabeza ligero y persistente que se ha decido a acompañarme durante el día de hoy, los labios interrumpidos por yagas febriles. El día se fue haciendo en la habitación con el resplandor amable de un sol entrecortado de nubes. Me vuelvo para echarle una turbia mirada a la cena del día anterior, o lo que queda de ella sobre la bandeja, la dejé con todo cuidado sobre una silla al lado de mi cama, nadie ha venido para consolarme como antaño. Todos tienen suficiente con sus propios dolores, eso es. Me pondré una bufanda y me levantaré para desayunar. Tendré que ir a ver al viejo Burke cuando despierte, no puedo seguir demorando esa despreocupada sensación de no conocer los pormenores de su estado. No he renunciado a muchas cosas por ellos. No he hecho nada por tenerlos cerca. No se trata de imponerte una dolorosa disciplina, se trata de que hagas algo que suponga una punzante renuncia, pero que lo hagas por alguien a que realmente te llega al hueso. Recibo noticias suyas, pero no es lo mismo. También, egoístamente, lo haría por mí, renunciaría a la telepromoción por tenerlos un poco más a mano. Así es, el despegue se produce, y antes de que podamos darnos cuenta, un buen montón de años han pasado sin que podamos hacer nada por evitarlo.

Se produce el regreso como un espasmo, apenas quise valorarlo, empaqué y me puse en marcha. Necesitaría un grito, habrá otros cielos, pero ninguno como aquí, flotando, dispuesto a recibir la voz vencida que se desahoga. Un hombre hace sonar el timbre de su bici. Me inclino percibiendo la escena como algo propio. Ha escogido un charco, el más grande que ha dejado la noche. Se ha desmontado y la porta con una mano en el manillar y la otra en el sillín. Lleva botas altas de goma, y se introduce una y otra vez en el mismo charco haciendo un giro, siempre en el mismo sentido. Creo que intenta deshacer el barro que se ha pegado a sus ruedas, cuando la cadena engrasada toca el agua, el aceite deja una línea coloreada, un arco iris que se expande sobre la tierra y el líquido marrón que la cubre.

Otra vez octubre. No hay contrincantes a edades tan tempranas. Ni de niños nos sentimos adversarios. Anaona no ha llegado. Toca el piano admirablemente, me pasaría la tarde escuchándola tocar esas cosas que no conozco, nunca me dice como se llaman esas piezas que duran apenas un par de minutos. Recojo la bandeja con los restos de la cena

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y la bajo a la cocina, me encuentro mejor, lo noté con los primeros abrazos. Sabía que este estado de feliz renuncia y descanso del trabajo, terminaría por fortalecerme. He tenido mucha suerte, Anaona, en cambio, ha sufrido mucho. En el universo todo parece estrechamente conectado, el dolor, el sufrimiento, parecen formar parte de ese estrecho devenir. Todo esta en movimiento, y guarda un relativo equilibrio, es una cuestión de contrapesos, supongo. No tuvo suerte en el amor. Yo nunca tuve ese tipo de preocupaciones, no sé que será peor. Sufrió depresiones, se negaba a comer, perdió la salud estúpidamente y se daba golpes intentando establecer una relación entre el dolor físico y el dolor del alma, pero nada la ayudó. La gente que sufre tanto como Anaona sufrió, puede llegar a un estado de locura, porque no encuentran nada que afloje esa tenaza que los consume apretando sus vísceras y retorciendo sus nervios. El sufrimiento mueve algo que hasta ese momento dormía en nuestra entraña. Si uno es lo suficientemente fuerte, con apoyo o sin él, si es capaz de superarlo, podrá seguir viviendo pero ya nada volverá a ser lo mismo. Para resolver ese momento de penetrante intensidad, algunos desarrollan la capacidad de soportarlo todo, adormecen la relación entre el entendimiento, la prudencia, la sensibilidad y el alma, y se vuelven seres dopados a perpetuidad. Son fácilmente reconocibles, a partir de entonces nunca más pondrán en juego una sola tristeza. En cambio, los otros, los que deciden soportar la tortura encajando su ahogo, recibiendo toda esa información y procesando la resistencia sin conocer su límite, esos, arriesgarán la vida, pero algo habrá despertado en ellos para siempre. A partir de entonces medirán cada ocaso con un escalofrío y desarrollarán sus sentidos dejando vía libre a sus emociones transitando entre la carne y la piel. Anaona, ha sido un caso extremo de entre los más sensibles, lloraba por cualquier cosa, y yo no podía consolarla porque no podía entenderla. Pronto terminará sus estudios y se convertirá en una concertista muy reconocida estoy seguro de ello, aunque Erundina dice que lo importante es que sea feliz. Hay gente que confunde a los tímidos con los orgullosos, hablan poco. Otros confunden a los pacientes con los vanidosos. No hay prisa, podemos esperar, ella llegará en cualquier momento. Los enfermos de dolor porque sienten demasiado, son confundidos con los débiles. Anaona se ha vuelto fuerte, muy fuerte, porque, eso dicen, siempre es más fuerte el que resiste que el que golpea. Esa imagen delicada, amparada en el reflejo de la tarde sobre su cabello, en el delito de nuestra incomunicación, provoca la timidez en el ritmo de mi respiración.

No hay continentes que recojan tanta expresión, paredes que resistan tantos tonos filtrados de renuncia, marcos capaces de sostener tan pesada insinuación, separadores hábiles para sostener tal número de páginas, sin

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que se agote la fuente sensible de la que emana ese chorro. Los dedos retozan sobre el teclado resplandeciente. Los focos lo llenan todo, las tapas de los periódicos hablan de ella, las tablas del suelo retumban, conseguirá hacerlos sufrir y se quedará sin su aplauso. Pero no, sigue aquí, sin su teatro, sin su estreno a las ocho: al contraluz, acariciando el sol de invierno con su frente, para que yo la mire desde el sillón de orejas al lado de la puerta.

ALGUNAS COSAS

Llegará para la hora de comer, y nos contará de su último año académico y de la gente que ha conocido, de sus planes y de sus progresos en composición. Me acerco al piano y siento la tentación de presionar una de las teclas y esperar un timbre. Es como un enorme animal sobre el que apoyo mi mano. Una cortina mal doblada conduce la luz a través de las baldosas del suelo alejándose de mis pies, todo a lo largo del lomo del piano, que si fue animal yace muerto incapaz de respirar o mostrar cualquier otro rumoroso movimiento. La luz crea una advertencia sobre el descolorido tapete, y se va estirando en capas de diferentes alturas, la lamparita de pie, el piano, la banqueta forrada de terciopelo verde, y ya nada más allá del suelo. Cae con la característica de deformar lo que percibimos, hacernos dudar de la realidad de lo que ha quedado a la sombra. Alguien ha dejado una libreta y una pluma en la otra esquina, atrae mi mano que prosigue su caricia sobre la piel helada pero tendría que estirarme para darle alcance, esa parte que ya cicatrizó sé que es real y el rayo de luz se cruza entre nosotros. La curiosidad avanza pero no lo tocaré, esa deformidad con forma de carpeta amontonada sobre las hojas, guarda algún secreto de la prima, alguna sinfonía que no desea ser descubierta, algún dibujo infantil, algún recuerdo de diario. No hay nada de sentimental en todo esto, aunque echo de menos las atenciones de otro tiempo.

La discreción del artista lo lleva a no contar como se produce el momento creativo, el momento que enciende en él el vértigo, y apaga todas las luces, nace el trance, encuentra la relación entre sus sueños y la realidad, fluye desarmando el código para intentar una nueva aventura interior. El piano espera vanidoso, no necesita moverse, vendrán a él para sacar todo lo mejor que pueda darnos. Ella volverá sobre sus notas y le pediré que toque algo que haya salido de su propio ego creativo, y lo hará, porque todos los artistas necesitan apagar esa sed. Ella sufre porque necesita reconocerse en lo que hace, el piano sin embargo no pone nada en juego se limita a dejarse querer. Los peligros de la creación llegan con la distorsión de una realidad a la que al fin nos negamos a amoldarnos. La felicidad de los seres libres en conflicto con la mediocridad del mundo que les ha tocado vivir.

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La prima Anaona nunca se ha dejado llevar por las corrientes de pensamiento que nos acompañan en nuestro tiempo. Eso le ha transmitido una alegría triunfal, pero también el desencanto de los solitarios y el dolor interior que padece. Por su singularidad, la contradicción que sufre, no le afecta de forma terminal. En ella, todo parece capaz, todo se vuelve perdurable y lo que parecía llamado a la aniquilación, al final lucha por mantenerse en el conflicto y eternizarlo.

Entre todas nuestras idas y venidas de juventud debemos reconocer unas cuantas no menos verdaderas que el cultural decoro que habitamos. Mi sorpresa llegó con alarma infantil una tarde que me dio a escoger entre tocar una pieza para mi o darle un beso de los largos: no teníamos entonces más de quince años. Intenté gozar del momento haciendo que pensaba, pero mi elección no tenía nada de complicado. Durante poco menos de un minuto ella me miró interesada, sin retirarse ni un momento del banco que compartíamos, sin separar un ápice su piel de mi curiosidad. El momento se alargaba y no dejaba de respirar con dulzura como si no tuviera nada que temer, cuando en realidad podríamos haber sido descubiertos en nuestros juegos con la probable insistencia de la merienda. Yo entonces, había puesto mis ojos en una chica con la que compartía algunos secretos en el colegio, pero después de volver mis ojos a los de la prima -más insistentes sin duda-, dije que prefería el beso.

-La empresa de publicidad para la que trabajo tiene una nave industrial llena de decorados, algunos de ellos fruto del reciclaje de viejas películas, otros los construimos nosotros mismos con ayuda de un diseñador y un carpintero, ¡sorprendente! Se trata de un lugar cerrado de ladrillo y un tejado sostenido por un armazón de hierros, y columnas de cemento. En verano el aire se calienta hasta morder, y en invierno golpea el aire frío y al respirar el hielo se clava en la traquea. Por fortuna el suelo es completamente liso, de la dureza de un mármol perenne; eso facilita el movimiento de todas esas piezas que vamos amontonando apoyadas en las paredes. El carpintero que contrató la agencia es un vecino del pueblo, un hombre enorme que tiene negocio propio. En esos lugares era muy apreciado, un artista considerado con el que era imposible dar un paseo sin la interrupción de alguno de sus incontables amigos. En una ocasión en que una tormenta de nieve asoló la comarca, se nos hizo imposible visitarlo durante el invierno. Lo cierto es que nadie parecía dispuesto a intentarlo, y todos los miembros de la agencia encontraron ocupación en revisar guiones, ensamblar escenas de dudosa calidad, crear escenarios digitales con modernos ordenadores y limpiar la oficina. No te lo vas a creer por muy bien que lo cuente, pero cuando pasó el invierno y conseguimos llegar hasta la nave industrial que tan barata habíamos comprado, descubrimos que el carpintero había guarecido a su ganado en aquel lugar, y que entre

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ovejas, vacas y cabras se habían dedicado a comer los decorados, y ni si quiera se había molestado en limpiar el lugar. Aunque los animales ya no estaban allí habría que estar muy ciego, o haber perdido el olfato, para ignorar la doble intención del artista de la madera; crear sus mejores para exhibirlas en todas las televisiones del país, y utilizar la nave industrial para darle refugio a los animales durante el invierno. Créelo estimada amiga, no es un negocio para gente cuerda.

Katiovna sonreía con mi ocurrencia, pero no conseguí hacerla renunciar a su proyecto. Rechazada para las últimas grandes producciones, se había instalado en la publicidad y nos había ofrecido su dinero a cambio de una participación en la empresa. Tuve que tratar con ella durante suficiente tiempo para descubrir una Katiovna diferente a la que conocía, una mujer dispuesta a comprender si se trataba de negocios, y que por otra parte, a pesar de su coraza, pertenecía a una especie de humanos de corazones asustados que pierden la cabeza por amor.

-El que puede esperar es porque se siente capaz, con fuerza suficiente; es una costumbre de gente callada que en su interior guardan relación con los que se creen mejores, orgullosos, vanidosos, hábiles para alcanzar aquello en lo que otros han fracasado. Aldobandi era así, un hombre dispuesto a mostrar esa fortaleza. Me buscó durante años hasta que consiguió en un momento de debilidad hacerme creer que era él único hombre capaz para tanta mujer como me creía. Yo que nunca había amado sinceramente a ningún otro, ahora me encontraba vencida, desposeída de mi arrogancia, incapaz de revelarme. Proyectó con todo cuidado el abandono: cuando cumplí los cincuenta, ese mismo día descubrí que se había ido con una muchacha muy joven, una de las chicas del coro de un musical de segunda. Tuve dolor, pero sobre todo, tuve miedo. Entonces, dejaron de llamarme para papeles principales, y tenía que rebajarme, casi arrodillarme y suplicar, para conseguir que alguien se acordara de la más grande estrella en una película de éxito. Parecía una maldición, un mal de ojo, una pesadilla que no atendía despertadores. Dormía abrazada a mi almohada sin conseguir sacar una lágrima, nunca antes del amor había llorado, volvía la sequedad a la que estaba acostumbrada. La partida de aquel hombre del que me enamoré como una chiquilla, supuso el fin de todos mis reinados. Los fotógrafos de las peores revistas me querían sin rumbo, con mi rostro gesticulante, con el pelo mojado de una ducha rápida, en camisón, en zapatillas, bajando a la peluquería de al lado de casa. Esa foto me hizo mucho daño, parecía drogada y llevó ala gente a pensar que había dormido en la calle.

Vista así, tan ennegrecida por los baños de la lámpara solar, su piel aún guarda los lindes de la ternura. Transcurre silenciosa apoyada en sus sueños, ha cerrado los ojos. Zufalle y yo nos miramos, él se vuelve, la mira

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con una respiración tranquila. Estuvimos inmóviles durante unos minutos, sin atrevernos siquiera a mover la cabeza, como esos animales atados a su amo por una argolla que atraviesa su hocico.

Me invadió la fuerza presente de una personalidad no del todo dormida. Se introducía en el agua desplegando los brazos, enturbiando la superficie, irradiando esa energía que era tan propia. Nada podía acabar en ella, sino todo lo contrario, expandirse como un humo que entra en los pulmones desde los suyos, y de pronto recibes un golpe de calor que te hace entender. Chocan los huesos del cráneo hasta enrojecer los ojos. La presencia de una mujer así nos hacía sentir mejores y todas sus exigencias fueron cumplidas, fue la estrella de nuestro spot, y tomo participación en la empresa.

Se corrió la voz de que nuestra cruz cubierta de la sangre, una sangre que sólo unos pocos supimos, procedía de los animales que sacrificaba el carpintero para su venta, tenía propiedades milagrosas.

La magdalena que pretendía surgió artísticamente interpretada sin levantar los ojos, sin mover los brazos como aspas de molino, sin los adornos ni florituras de antaño, la magdalena envejecida seguía fiel a su elección. Se sentaba al pie de la cruz cada tarde y recibía, no sin cierta incredulidad a una hilera interminable de lamentos de peregrino. El cuerpo que pendía del madero no era más que un muñeco plásticamente retorcido sobre una estructura de magistralmente montada. Se trataba de un buen trabajo y la desmayada delgadez de aquella figura no sólo conmovía, también infundía nuevas fuerzas a los que habían dudado de su fe. Las buenas gentes acudían llenas de esperanza para darse alivio, sus dudas eran esclarecidas, sus enfermedades parecían mejorar, los fantasmas del desasosiego ahuyentados, sus amputaciones y deformidades, a partir de tal momento, portadas con gozo inefable. La magdalena, en ocasiones era interpelada sobre tal o cual duda de moral, sobre si tal o cual comportamiento debía ser reprimido, y sin pretender una sabiduría y humildad que nunca tuviera, Katiovna contestaba con una elocuencia y verdad que nadie habría sospechado en ella. Zufalle es un gran artista desconocido, uno de tantos de los que me rodean. Ese carpintero es un artista plástico excelente, mi prima, Anaona, nunca oí a nadie interpretar al piano con semejante pasión, Katiovna nació para ser una estrella del cine, y Zufalle debería decirse y dar el paso para hacer un largo que enmudeciera a los críticos más exigentes. Zufalle, nos hizo observar que un fenómeno de estas características no ocurría con frecuencia en nuestros tiempos. Nos hizo comprender que se trataba de un agujero en el espacio temporal que debíamos respetar, y que aprovecharíamos las partes del rodaje que nos fuera posible. Cortó cualquier contacto con la civilización y se negó a recibir llamadas telefónicas, desconectó el teléfono de su cuarto y dejó dicho n el hotel que respondieran que ya no se encontraba allí. El

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publirreportaje nunca se finalizó, ya no recuerdo el tipo de artículo que finalmente se pretendía dar a conocer, pero sin duda se hubiese tratado de un fenómeno de masas difícil de igualar. Anaona no vino por vacaciones, se fue de viaje con un compañero de estudios. Llamó desde los Alpes y se excusó porque todo había surgido de improviso. La esperé para comer hasta que mis tripas sonaron como un tambor. Nadie es tan vanidoso para esperar tanto.

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