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Pasado amor constituyó el retorno - guao.org amor .pdf · Pasado amor constituyó el retorno de Quiroga al género de la novela y transmite la intensidad de sus mejores cuentos

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Pasado amor constituyó el retornode Quiroga al género de la novela ytransmite la intensidad de susmejores cuentos. En la historia deltriángulo amoroso que formanMorán, Magdalena y Alicia, el autorda salida a los rasgosfundamentales de su narrativa. Alhilo de su trama, se revela lapasión, como fuerza fatal yavasalladora; la incapacidad delhombre para escapar a su destino;la omnipresencia de la muerte o elintento por creer y reivindicar unaambición única que no siemprepuede hacerse realidad: la de amar

y ser correspondido. Con sucapacidad para sumergirnos en loabismal de la vida cotidiana y sumaestría en la recreación deatmósferas únicas, Horacio Quirogasupo construir una obra que no haperdido con los años ni un ápice defuerza y dramatismo.

Horacio Quiroga

Pasado amorePub r1.0

Un_Tal_Lucas 29.05.15

Horacio Quiroga, 1929

Editor digital: Un_Tal_LucasePub base r1.2

I

Lo que menos esperaban Aureliana y sushijas, en aquel mediodía de mayo, eraver detenerse ante el portón al break quellegaba del puerto, y descender de él asu patrón Morán. Las chicas corrieronde un lado para otro, gritando todas lamisma cosa a su madre, que a su vez sehallaba bastante aturdida; de modo quecuando acudían todas presurosas almolinete, ya Morán lo había transpuestoy se dirigía a ellas con aquella clara yfranca sonrisa que constituía su atractivo

mayor.—El patrón… ¡qué bueno! —

Exclamaba Aureliana por único, tímidoy cariñosísimo comentario.

—Pensé escribirle —dijo Morán—avisándole que llegaría de un momento aotro; pero ni aun a último momentoestaba seguro de que vendría… ¿Y poraquí, Aureliana? ¿Sin novedad?

—Ninguna, señor. Las hormigas,solamente…

—Ya hablaremos de eso más tarde.Ahora aprónteme el baño. Nada más.

—¿Pero no va a comer, señor? Notenemos nada; pero Ester puede ir deuna corrida al boliche…

—No, gracias. Café solamente, en

todo caso.—Es que no tenemos café…—Mate, entonces. No se preocupe,

Aureliana.Y con un breve silbido a una de las

chicas, silbido cuya brusquedadatemperaba la amistad de los ojos,Morán indicó su valija de mano quehabía quedado sobre el molinete, yesperó a que Aureliana volviera con lasllaves del chalet.

Hacía dos años que faltaba de allí.Desde la curva ascendente del camino,su casita de piedras quemadas, su tallery el mismo rojo vivo de la arena,habíanle impresionado mal. De espaldasa la puerta descascarada por dos años

de sol, la impresión se afirmaba hastaoprimirle casi de soledad, bajo el grancielo crudo y silencioso que locircundaba. Un mediodía de Misionesvierte demasiada luz sobre el paisajepara que éste pueda adquirir un colordefinido.

Aureliana y las llaves llegaban porfin.

—¿Ha abierto de vez en cuando laspuertas? —preguntó Morán.

—Sí, señor; todos los meses.Sacábamos la ropa afuera, y laretirábamos antes que cayera el rocío.Lo que nos molestaba eran las goteras.Hay tres o cuatro, como usted recordará,señor…

Sí, me acuerdo… —respondióMorán. Dejó su valija y entrando en sucasa abrió las ventanas. El sol inundólas piezas con una brusquedad tal, quese hubiera creído que la soledad de lascosas, sorprendida de improviso,acababa de ocultar algo, ofreciendoahora un aspecto muy distinto del queguardaba un instante atrás.

Morán echó una larga mirada a todo,con un semblante de aparienciaimpasible. Aureliana, en la puerta y conel llavero en la mano, se manteníainmóvil, haciendo señas a las chicaspara que no hicieran ruido. Pero supatrón acababa de decirle que tampocotomaría mate, y salió seguida por el

tropel de sus chicos descalzos.

II

Morán deseaba cambiar de ropa; perotambién quería estar solo.

¡Misiones! Había salido dé élcreyendo no volver en muchos años. Yahora, apenas dos transcurridos,regresaba sin que nadie, ni él mismo, loesperara. Su vista vagaba todavía por elinterior de su casa. Ésa era la casa suya:lo sabía él muy bien. Y lo queefectivamente se había recogido en losrincones al hacer Morán brusca luz, erael espectro de su felicidad.

Aunque su dormitorio había sidotransformado en los últimos días de suestancia allá, sus ojos, orientadossostenidos por su memoria, veíansiempre la cama de matrimonio en ellugar donde lucía ahora un piso muylavado. Y si no quedaba en él huellaalguna de sus pasos, sabía bien que sicerraba los ojos podría hacer eltrayecto, sin errar un milímetro, quesalvó cien veces por noche los últimosdías de la enfermedad de su mujer.

No puede decirse que Moránreviviera su martirio de entonces, puesno estérilmente el dolor ha golpeado sinpiedad sobre las más agudas aristas delcorazón. El amor de Morán había

pagado su tributo al tiempo, y nada ledebía ya. Lo que parecía haber guardadola casa para lanzarlo a su encuentroapenas hiciera luz él, era el bloque derecuerdos ligados a cada puerta, a cadaclavo de la pared, a cada tabla del piso.Surgían ahora, no a amargarle el alma,sino a recordarle, en un conjuntosimultáneo y como fotográfico, susgrandes horas de dolor.

Morán no había conocido lanaturaleza sino a los treinta años. Perodel mismo modo que se descubre unavocación artística ante un cuadro, Morándescubrióse una vocación natural paravivir al aire libre, libre de trabas paralos ojos, los pasos y la conciencia.

Rompió sin esfuerzo con su vida deciudad y se instaló en Misiones acultivar yerba, menos por esperanzas delucro que por necesidad de acción.Había concretado sus ambiciones deriqueza en ganar lo necesario para serlibre, y nada más.

Mientras se construía su casita depiedra, bajó por unos meses a BuenosAires, de donde regresó casado ainaugurar su chalet. No podía haberelegido Morán una mujercita másadorable y de mayor incomprensión parala vida que él llevaba y que amaba porsobre todas las cosas. Su matrimonio fueun idilio casi hipnótico, en el que élpuso todo su amor, y ella toda su

desesperada pasión. Fuera de eso, nadahabía de común entre ellos. Y como eldestino tiene previsiones fatales, cortóaquel idilio al año justo de haberseanudado.

Cuando Lucila había quedadoencinta, Morán resolvió llevarla aBuenos Aires, o por lo menos aPosadas. ¡Qué recursos podía ofrecer unlugar como Iviraromí, cuyas comadronasindígenas no hablaban sino guaraní, yrezaban después de 150 años deexpulsión jesuítica, sus avemarias enlatín!

Lucila se opuso. Lo que afrontaba sumarido en su ruda vida de hombre,podía afrontarlo ella también con sus

fuerzas de mujer. Morán razonó, rogó —aunque profundamente halagado por elvalor de Lucila. Ella resistió, con unentusiasmo y una fe rayanos en elespanto, y el desastre se verificó.Después de quince días de fiebre,letargo y alucinaciones horribles, Lucilaabandonaba la vida.

Morán quedó solo en el centro de unpaisaje que parecía haber guardado,hasta en los últimos postes delalambrado, la impresión de su mujer. ¡Yen su alma! Remordimiento, sentimientode abuso, de trasplante criminal, demartirio salvaje impuesto a una criaturade 18 años, so pretexto de amor. Él sehabía creído muy fuerte con la vida, y

muy tierno en el amor. Allí estaban lasconsecuencias.

Dejó su casa al cuidado deAureliana, y remontó el Paraná hasta laproximidad del Guayra, donde el rebajede su conciencia lo acompañó sin treguay sin abandonarlo, entre silbido ysilbido y tiro de winchester.

Sintiéndose incapaz de resistir en lasoledad aquella depresión moral que elambiente cómplice sostenía y excitaba,tomó el vapor de regreso a BuenosAires, pasando a lo largo del río porIviraromí, con el alma empequeñecida ysucia.

Pero el tiempo, que calma losdolores, arrastra también consigo los

errores de la conciencia.Al cabo de dos años Morán, como

acabamos de verlo, regresaba aMisiones, calmado y tranquilo.

III

Ya refrescado, el dueño de casa saliódel chalet y pidió a Aureliana las llavesdel taller. Las chicas habían rodeadootra vez a su madre para contemplar alpatrón.

—¡El patrón!… —Repetía de nuevoAureliana ante el aspecto de Morán.

En efecto, volvía ella a ver cruzarante sí al hombre de camisaarremangada hasta el codo y de botas,de cuyo continente podía decirse que«no admitía réplica». En los primeros

tiempos de prestar servicios en la casa,Aureliana se atemorizó no poco ante elaire de su patrón, que no era de altivezni de orgullo, y sí apenas de impasibleseguridad. Era todo él, semblante,estatura y paso, la expresión acabadadel carácter. Chacoteaba y reía comotodo el mundo; pero aun riéndose, senotaba que aquel hombre lo hacía por unmotivo cabal, sin que la risa le hicieraperder un átomo de su personalidad. Surostro, diaria y prolijamente afeitado,fuerte de mentón, acentuaba estaimpresión de energía con sus duraslíneas de efigie antigua. Pero lacaracterística de su persona era elcontraste que ofrecía la dureza de su

expresión en conjunto, con la suavidadde su mirada. Causaba asombro versonreír por primera vez a Morán;cualquier cosa podía esperarse de aquelhombre tallado física y moralmente enacero, menos la dulzura de sus ojoscuando sonreía. Y esto, si se pensaba enlo poco agradable que debían seraquellos mismos ojos dominados por laira, explicaba en gran parte la singularatracción que ejercía Morán sobreaquéllos a que alcanzaba su órbita deinfluencia.

Aureliana, naturalmente, la habíasentido, dejándose arrastrar por ella conlos ojos cerrados.

Las mismas brusquedades de Morán,

muy duras de soportar a veces, parecíanindispensables y justas en su patrón.

También la sentían sus chicas.Inmóviles y mudas cuando él las hallabaen su camino o les dirigía la palabra, noapartaban sus ojos de los suyos, a laespera del menor indicio de broma; yapenas la gravedad de aquella expresiónse disolvía en la sonrisa que conocemos,las criaturas resplandecían de felicidad,sintiéndose ampliamente pagadas, conése solo instante, de la dureza habitualen su patrón.

En el taller, y por primera vez desdeque franqueara el molinete, Morán se

sintió en su casa. Aquello era suyo, sinmezcla alguna de afectos. Todo lehablaba a él solo, sólo a él recordaba. Ysu alma, a la vista del banco decarpintero, de la mesa de mecánica, desu horno, acababa de abrirse en unasonrisa semejante a la de su rostro.Aquellas herramientas manchadas de susudor le habían esperado fieles, y a élsolo, colgadas en sus ringleras paracomenzar de nuevo el trabajo.

Pero si las de carpinteríapermanecían en su lugar, no pasaba lomismo con las herramientas demecánica, que se entrecruzabanhacinadas en un rincón de la mesa.

—Yo las descolgué, señor —explicó

Aureliana—, a causa de las goteras.—Pero yo dejé tachos sobre la mesa

—advirtió Morán.—Sí, señor, había, pero los ratones

los cambiaban de lugar por la noche.Hay demasiados, señor. Entoncesdescolgué las herramientas y las junté enun rincón.

Morán echó una ojeada al techo,cuya primera cubierta de tablillas,revestida luego de chapas coloradas, lerecordaba no pocas desazones.

En efecto, las ratas —o ratones,como dicen allá— se guarecían en elespacio que mediaba entre ambostechos, mal ajustados, al punto que laguerra sin cuartel declarada por Morán a

las ratas se había estrellado siemprecontra esa trinchera en lo alto, que ibana reforzar sus muestrarios de arpillerasteñidas, y sus papeles y cuerdas deamianto.

—¿Y el mate, señor?—No, gracias; no tengo ganas. Haga

traer café del boliche, y tuéstelo.Cuando vuelva me lo prepara.

Y con sus ahumados anteojos decarrera que Morán solía usar en lashoras de gran luz, bajó la ladera delcerro costeando el bananal y entró en elmonte, gozando nerviosamente la deliciade sentir de nuevo su mano adherida alpuño del machete.

Caía ya la noche cuando Morán salió

del bosque, la frente sudorosa y losanteojos en la mano. Durante tres horashabíase sentido feliz, a modo de unanimal prisionero a quien se suelta porfin en su cueva, y que después de treshoras de deliciosos roces en laoscuridad, asoma la cabeza a olfatear laselva.

La naturaleza de Morán era tal, queno sentía nada de lo que una separacióntotal de millones de años ha creadoentre la selva y el hombre. No era enella un intruso, ni actuaba comoespectador inteligente. Sentíase y era unelemento mismo de la naturaleza, demarcha desviada, sin ideas extrañas a supaso cauteloso en el crepúsculo montes.

Era un cincosentidos de la selva, entrela penumbra indefinida, la humedadhermana y el silencio vital.

Habíase reencontrado. Ascendíaahora a lento paso la falda del cerrodorado por los últimos rayos de sol, ycuando llegó a su casa vio, como en lostiempos que era soltero, la mesita puestaen medio del patio de arena, biendestacada a esa hora por el macizo debambúes que le servía de fondo.

—Ya está la comida, señor —salióleal encuentro su sirvienta—. Pero siquiere el café ahora mismo, tengo elagua bien hirviendo…

—Después, Aureliana.—Ya está pronto el baño. ¿Vio el

yerbal, señor?—No, no alcancé hasta allá. ¿Mucho

yuyo?—Barbaridad, señor… Pura

capuera. No se ve una sola mata deyerba.

—También arreglaremos eso.Y cuando llegaba al césped,

sacándose ya la camisa empapada:—¡Ah!, me olvidaba —exclamó

Aureliana—. Estuvo don Salvador averlo, hace un momento.

—¿Quién? —Se detuvo Morán,cogido de improviso.

—Don Salvador Iñíguez. No quisobajar… Dijo que mañana o pasadovolvería.

Morán se encogió de hombros yprosiguió quitándose la camisa.

No había pensado en ello. Deberíareanudar las relaciones a las que poco omucho se había sentido ligado dos añoscontinuos. Para él, esos dos añoscontaban dos siglos; para sus conocidos,en el ambiente sin variaciones del país,no habían transcurrido siquiera. Y seresignó.

IV

Al día siguiente Morán estaba ya de pieal rayar el alba. Al salir el sol regresabade una recorrida al monte, con losstromboot y el pantalón hasta mediomuslo, hechos sopa. Y al sentarse aalmorzar a las diez, el taller se hallabaya en perfecto orden, y las herramientastodas con su filo repasado.

Increíble es la ineficacia del tiempointerpuesto entre un hombre y su obradetenida al parecer para siempre en elpasado, si en esa obra el hombre puso

todas las fuerzas de su vida. PodíaMorán haberse ausentado por diez años;podía no haber vuelto a sentir ni ver unárbol, un soplo de aire puro, unamadrugada, un formón. Colocado denuevo ante una semilla, una herramienta,Morán debía acto continuo escarbar latierra y buscar con los ojos la piedra deafilar, porque tal era el instinto racial desu naturaleza.

Se comprenderá así que al caer lanoche del segundo día en el país, Moránensillase su caballo y se encaminara albar del pueblo a afirmar definitivamentesu regreso con charlas sobre cultivos,desmontes, animales, maderas yrozados, que constituían la afinidad que

ligaba a Morán con los pobladores deIviraromí.

Entre sus amigos se contabaSalvador Iñíguez —o de Iñíguez, comose firmaban ellos—, su visitante delprimer día. Este muchacho de 22 años,jefe incontestado de su familia,interesaba en particular a Morán por losmotivos que se verán a continuación.

La familia de Iñíguez estabaconstituida por la madre viuda y sushijos Pablo, Salvador, Marta yMagdalena. Habíanse instalado en elpaís en la época del matrimonio deMorán, con cuya mujer tuvieron amistad.Llegaban de Chile, pero por su origen,su nacionalidad y su alma, eran

peruanos, con excepción de la señora,que era centroamericana.

Su fortuna debía ser grande, a juzgarpor la escala de la plantación de yerbamate que habían emprendido. Otrosmotivos autorizaban dicha suposición.Los hábitos de la familia en confort yservidumbre, el continente, el semblantey el modo de saludar de todos y cadauno de los miembros de la familia,acusaban hábitos de fortuna desdetiempos atrás arraigados.

Decíanse nobles, descendientes delos primeros conquistadores. Ello es quelos Iñíguez encarnaban —y el hermanomayor muy particularmente— el tipo defamilia tropical, propietaria de hacienda

y de negros, sin cultura alguna, ni másconocimiento de la vida que la que sedesenvolvía en su fundo.

A causa de las condiciones de luchay de carácter de su hijo segundo,Salvador, la señora viuda habíalonombrado jefe de la familia, aceptadopor todos, hasta por Pablo, mucho mayorque aquél.

Aquel muchacho de veintidós añosapenas, alto y elegante como todos losIñíguez, de color cetrino y cabeza chica,personificaba el aguilucho de entrañainsaciable, cuya comprensión del dineroy de los hombres se definía por esteaforismo, cierta vez que en su presenciase calificó con un mal nombre una

acción suya:—El honor queda para la familia —

había respondido impasible,prosiguiendo su jugada de ajedrez.

No erraba casi nunca en sus planes,a fuerza de tener el alma fría. Decíaseque era un tirano al frente de su familia.Mostrábase muy cordial con losplantadores de yerba de la zona, y auncon los allegados a su casta, comojueces de Paz, comisarios, bolicheros,gentes todas que podían un día serleútiles. Pero el aguilucho de presa y sinpiedad surgía apenas se solicitaba de élalgo que atingiera a su bolsa o a suestablecimiento. Los que lo intentaron alprincipio perdieron la esperanza para

siempre.Morán no se había hallado nunca en

este caso; y ya por su modo de ser, yapor respeto a su cultura —imperio éstefatal aun en el fondo mismo de la jungla—, Salvador sentía por Morán un afectoparticular, al que el otro correspondíacon las reservas del caso.

En los ambientes alejados de lacivilización, los hombres de carácterllegan a estimarse. Es el caso deSalvador y Morán, bien que uno y otrosupieran qué abismo se abriría entre unoy otro al menor choque. Pero en lasfronteras primitivas, el fuerte trabajo yel calor impulsan de noche al alma a laconciliación.

La presencia de Morán en el bar fuegrata a todos. Apreciábanse sus dotes detrabajo y su discreción a toda prueba;pero en las chacotas a que se prestabade buen grado, notábase siempre unasima insalvable entre Morán y los deIviraromí, abismo que ellos respetaban,tanto más cuanto que sentían la mismasima entre Morán y los Iñíguez, a pesarde los aires de éstos.

En la amistad de Salvador —y detoda la familia— a Morán, influían nopoco los conocimientos adquiridos poréste en sus tres años de observación yensayos constantes en el cultivo de la

yerba. Cualquier hombre, con una palade punta y una azada en la mano,aprende en tres años más agricultura quela que pueden enseñarle un centenar detextos con diagramas sobre lagerminación al 1/1000. Si se agrega aesto el olfato silvestre de Morán y unachispa de imaginación para entrever loque pasa bajo tierra, se comprenderá elprovecho, sin apariencias de tal, que eljoven Iñíguez podía obtener con suabrazo de llegada.

—Le escribí a su dirección enBuenos Aires —dijo a Morán—, perono obtuve ni una línea de respuesta…

—Sí, estaba muy mal en esos días—repuso aquél—. Pero eso no obsta —

agregó conciliante— para que sienta ungran gusto al verlo.

—Encantado, Morán. Hemos dehacer todavía unos buenos partidos deajedrez. ¿Y su yerba? Me dicen que latiene abandonada. —Algo, no mucho…

—¿Es cierto que desde que usted sefue no ha querido que entre machete niazada en su yerbal?

—Es cierto.—Me gustaría ver el resultado. ¿Se

anima a que vayamos mañana a echaruna ojeada a su yerba?

—Muy bien; así veo yo tambiéncómo anda eso —concluyó Morán,agregando para sí—: Ahora sé por quéibas anteayer a saludarme…

Los contertulios del bar no erangente extraordinaria; pero uno entendíade caña de azúcar, otro de abejasindígenas, aquél de cacerías de monte,el de más allá de guabirobas:especialistas todos en cosas queinteresaban a Morán, cuyo principalmérito en estas charlas consistía en laprofunda y sincera atención que prestabaa su interlocutor, y que concluía porabrirle la reserva indígena de susamigos.

Se jugaba mucho al ajedrez, y sebromeaba pasablemente. Pero el temaconstante, la preocupación y la pasióndel país era el cultivo de la yerba mate,al que en mayor o menor escala se

hallaban todos ligados.

V

A la tarde siguiente Salvador galopóhasta lo de Morán, y ambos fueron a piea ver el yerbal ahogado entre una malezainextricable.

Salvador lo miró todo, apartó con elrebenque los yuyos que ocultaban lostroncos, y preguntó a Morán si sehallaba satisfecho de su método.

—Depende —dijo Morán—. Ustedtiene apuro en obtener rendimiento desus plantas; yo no.

—Pero aunque no tenga apuro —

observó Salvador— hay un solo modode cuidar las plantas, y es limpiarlas dela maleza.

—Quién sabe. No siempre el rápidocrecimiento en la niñez es síntoma desana y larga vida —concluyó Morán,echando una ojeada a su plantación.

Salvador nada objetó, como sucedíasiempre que Morán encaraba laagricultura con este criterio. No creía enlo que decía Morán, esto va de sí; perotampoco consideraba perdida su tardepor haberlo oído y haber visto su yerbal.

Volvieron.—En casa lo estamos esperando —

recordó Salvador al despedirse—.Mamá tiene muchos deseos de verlo.

—¿Es cierto que Pablo vuelve deLima casado? Lo he oído decir anoche—preguntó Morán, sin responderdirectamente a la invitación deSalvador.

—Sí; lo esperamos a fines de julio.¿Viene mañana, entonces? Mamá quiereque cene con nosotros.

—Iré —dijo Morán, después de unmomento. Y tras otra pausa:

—Hubiera deseado pasar un tiemposin ver a nadie… Iré sin falta. ¿Cenansiempre tarde?

—Sí; pero a cualquier hora quevaya, dará un gran placer a mamá y laschicas. A demain, entonces, Morán.

—Hasta mañana —respondió

Morán, subiendo a paso lento el cerrocon el machete cruzado a la espalda.

El recuerdo de la señora de Iñíguezle era apenas grato a Morán. Habíalasentido inmediata a sí, y sin tener conella mayor intimidad, en los momentosmás duros de su existencia, cuando lamadre de Salvador asistió, cuidó y velóla agonía de un día entero de su mujer.

Morán no recordaba gran cosa deese día. Había pasado las horas finalessentado en el suelo contra un árbol, a lavista del sol y los eternos aspectosiluminados de siempre, pero con el almaen un mundo de atroz pesadilla.

La señora de Iñíguez había dispuestode la casa y del cuerpo para velarlo.Morán sólo recordaba en concreto quehabía respondido No al pedido de laseñora de que se colocara un crucifijosobre el cadáver.

La amargura de un dolor irradiacomo mancha a cuentos la vieronverterse. De aquí la resistencia deMorán a la invitación de Salvador. Bienvisto, sin embargo —decíase Morán alllegar a su casa—, la devoción de ladama en aquellas circunstancias pruebabuen corazón.

Y se prometió ir de buen grado aldía siguiente a ver a las Iñíguez.

Lo más hermoso de la casa de losIñíguez era su vasto living-room.Comunicábase por tres lados con losdormitorios, y por el otro una granvidriera separábalo del monte virgen.Dentro de la casa lucían la luz y elconfort de la civilización.

Morán, que cenaba habitualmente alcaer la noche, llegó a la casa a las ochoy media, sin que allí pensaran aún ensentarse a la mesa. Los muchachos, porla hora a que se retiraban del trabajo ysus largos descansos en el bar, habíanimpuesto tal costumbre.

La señora de Iñíguez, alta y eneterno batón, poseía una gracia especial

para erguir la cabeza, pequeña como lade sus hijos. Recibió a Morán con unafecto tan conmovido que llegó aconmover a éste.

—Ya le habíamos dicho a Salvador—exclamó con las eses melosas y lashaches un poco aspiradas de su trópico—: Si Morán no viene a vernos enseguida, no se lo hemos de perdonar.¡Señor! ¡Llegar aquí y no avisarle nada anuestro Salvador! Pues ahora letenemos, y nos va a prometer venir todaslas semanas a cenar con nosotros. ¿Quédices tú, Salvador?

—Ya he hablado con Morán —respondió aquél con voz breve y sinvolver la cabeza, como deseando

concluir de una vez. Estas respuestasesquivas y terminantes eran una de lasmodalidades con que el joven Salvadorimponía su tiranía en la casa.

—¿Y tú, Marta? Ésta es nuestraMartita, Morán, que ha crecido unpoquitito más desde que usted se fue.

La joven Marta, que cruzabaentonces el hall, sonrió a Morán sintimidez y sin cortarse, a pesar de suestatura. Era en realidad muy alta, perode una elegancia tal para caminar —peculiaridad de los Iñíguez— queaquélla no le perjudicaba.

—¿Y Magdalena? —preguntó a suvez Morán—. Debe de haber crecidotambién.

—¡Oh! Ésa, muy poco. Sí, está másrepuesta.

—¿Dónde está? —preguntóSalvador.

—Y ya sabes tú —explicó la madre—. Con su Adelfa, que desde que estáenferma no hace más que pedir por sumadrina. Y a Morán:

—Es una negrita huérfana quenuestra Magdalena ha recogido… Lallaman Adelfa; ¿quiere usted creer? Puesno ve ella sino por los ojos de mi hija.Desde hace dos horas está allá. Es muybuenica Magdalena.

—Sí, bastante zonza —cortóSalvador.

—¿Y por qué la llamas tú zonza?

¿Es que tú te acuerdas de llamarla asícuando estás enfermo y no aflojas elceño hasta que ella te atiende? Y no lecrea usted, Morán. Tiene locura pornuestra Magdalena, ahí donde usted love. Pero aquí viene. Oye, Magdalena:¿A qué no recuerdas tú al señor?

La joven, que desde el pasillo habíaya fijado los ojos en Morán, avanzabahacia él con la misma absoluta falta decortedad de su hermana.

—Cómo no me voy a acordar,mamá… —dijo, y dio la mano a Morán,sonriéndole en plenos ojos.

—¿Y cómo la halla usted? —preguntó la madre.

—Muy bien —repuso tan sólo

Morán.Sentáronse por fin a la mesa.Si físicamente la familia no había

cambiado en general, no podía decirselo mismo de la menor de los Iñíguez.Donde Morán había dejado una chicalarguirucha y a medio formar, hallabauna mujer completa. La crisálida sehabía transformado en mariposa: nadapodía expresar mejor el cambioefectuado que este viejo símil.

—¡Mírela usted! No es sólo usted elsorprendido —decía la señora a Morán,que observaba a Magdalena conatención—. ¿Recuerda usted a los D’Alkaine, que pasaron diez días connosotros antes de irse usted? Pues

estuvieron aquí de paso hace un mes, yno reconocieron a mi hermosaMagdalena. ¿Lo oyes, criaturica?Morán, aun siendo quien es, podíahaberte encontrado por ahí sinreconocerte.

—En efecto —asintió brevemente elaludido. Y volviéndose a Salvador:

—¿Cómo dice usted que se llama elnaturalista de que me hablaba ayer?

—Ekdal. Halvard Ekdal. Esnoruego, o cosa así…

—Conozco el nombre.—Han venido del Sur. Vivieron

muchos años en los lagos. Creo que sevan a entender con usted.

—¡Y sí que lo creo! —intervino la

señora—. Ya nos habíamos dicho todos:¡Ojalá estuviera Morán aquí para hablarcon Ekdal, él que es tan habilidoso!

—¿Es casado? —preguntó Morán.—Sí, y con una excelente

mujercita… Yo creo que es tan sabiacomo él. Y un poco rara, ¿verdad,Marta?

—No poco, mucho —afirmó lajoven.

—¿Y usted? —Se volvió Morán aMagdalena—. ¿Usted también la hallarara?

—A mí me gusta mucho —respondióla joven—. Es muy buena.

—Pero no dejarás de reconocer —objetó su hermana— que eso de montar

a caballo como hombre es bastante raro.—Es costumbre de ellos. Y se usa.—Pero no aquí. Y esos borceguíes,

apenas más chicos que los de sumarido…

—Yo no sé lo que tengan de malo…Sé que es muy buena con todos y connosotros.

—Ya está ésta con su bondad —levantó la cabeza Salvador—. Para ellanadie es malo.

La joven se rió cordialmente.—¿Y yo? —preguntó Morán—.

¿También yo soy bueno?Bruscamente Magdalena dejó de

reír, volviendo la mirada con sorpresa aMorán.

La madre y Marta cambiaron entreellas una guiñada.

—¿Qué le pasa a esta gente? —pensó Morán, fijando con insistencia losojos en Magdalena.

—¡Anda, hijita! —Se dirigió laseñora a su hija menor, animándola,como se alienta a una criatura a deciralgo que se sabe hará gracia—: ¡díselotú misma!

—Aquí está él ahora, ¡díselo! —Apoyó Marta.

Magdalena tornó a mirar a Moráncon el mismo aire de espantosasorpresa.

—¡Bueno, hijita! No es menesterponer ese aire de espanto… Nada hay

de malo, gracias a Dios. Sabrá usted,Morán, que usted es el héroe de mi hijamenor. El «hombre perfecto»; ¿no es así,Marta?

—Así es.—¡Mamá!… —rogó Magdalena.—¡Pero criaturica! ¿No te lo hemos

oído decir cien veces? ¿A quién hasdefendido con más calor que a tu granamigo Morán?

—¿Defendido?… —Alzó éste lacabeza con curiosidad.

Se hizo un brusco silencio. Nadiesonreía ya.

—Bueno, mamá, basta de tonterías—rompió Salvador—. Si es para estopara lo que deseaban tanto ver a

Morán…Mas la señora:—¿Y tú, por qué así ahora? ¡No seas

tontico, Salvador! Vivimos aquíabandonados de la mano del Señor,como quien dice, y cuando tenemos unrato de expansión con un amigo tanprobado como Morán, sales tú…

—Bueno, mamá. El tonto he sido yo—afirmó Salvador, conciliador. Ytendiendo la frutera a Morán:

—Usted tenía una teoría sobre laplantación de bananos, si mal norecuerdo… —Tampoco, que yo sepa…Y vueltos a este terreno agrícola ysiempre grato en el país, la charlacontinuó fluida y sin volver a detenerse,

hasta que Morán se fue.

VI

Durante una semana Morán no salió desu casa. Aprovechó las noches frías paraponer orden en el sector industrial de sutaller, cuyos frascos sin rótulo y tarrosdesecados por dos veranos continuos noconcluían nunca de recuperar su sitiocorrespondiente. Decidióse al fin a ir aver a Ekdal, el naturalista, de quien yahabía tenido algún informe en BuenosAires.

Hallólo ubicado en pleno monte,bien que la distancia desde su casa al

bar de las ruinas no pasara de unacuadra. Alguien había hecho levantar ahíun rancho-chalet, lujoso, si seconsideran las construcciones de esetipo en el lugar.

Allí se había instalado Ekdal con suesposa, joven como él, y de quiensabemos ya que usaba stromboot paralos caminos y montaba como hombre.

Eran noruegos, y a ambos parecíalesMisiones el país ideal para vivir. De lastres piecitas del rancho, una les servíade living-room, la otra de dormitorio, yla tercera, más pequeña aún que lasotras, la ocupaban el laboratorio y elcuarto de baño, mitad por mitad.

Físicamente, el naturalista

personificaba al noruego clásico, muyalto, muy rubio y con mirada infantil.Pero su mujer, Inés, tenía la tez mate y elcabello y los ojos negros. Hacía unacuriosa impresión oír hablaralegremente en noruego a aquella jovende tipo cálido.

A la media hora de estar con ellos,Morán agradecía al destino el haberllevado a Ekdal a Iviraromí. Nada atraíatanto a Morán como la ingenuidad —enla mujer, desde luego—, peromuchísimo más en el hombre. Ekdal, porbajo de una vasta cultura, era laingenuidad misma. Cuanto tenía Moránde hosco e impenetrable para el comúnde las gentes, se desvanecía ante un

alma así, entregando él a su vez la dosisde candor infantil que guardabacelosamente bajo su duro aspecto.

Como a Morán interesaban lasciencias naturales, agregóse estasimilitud de gustos a las afinidadesmorales ya mutuamente descubiertasdesde las primeras miradas. Y Morán sevolvió a su casa a través de la noche fríay clara, prometiéndose no desperdiciaraquella ocasión de aprender algo de lomuchísimo que ignoraba.

VII

De hecho, la amistad de Morán y losEkdal quedaba sellada desde el instantede conocerse. Morán pasó de día largashoras entre los pensionistas zoológicosde todo orden, género y especie queentretenía Ekdal, y de noche pasaronlargas horas de charla a la luz delalcohol carburado.

Naturalmente, la influencia de layerba mate alcanzaba hasta allí, y elmismo Ekdal, aunque zoólogo, habíaprestado atención a su cultivo.

Enteró así a Morán de una aventuraacaecida con los Iñíguez en laplantación de éstos, hacía varios meses.

Hablando una tarde con el mayor delos Iñíguez, expuso Ekdal la posibilidadde que un día u otro los grandesalmácigos de yerba, entre los cuales sehallaban en ese momento, se vieranatacados por una plaga no anunciadaaún, pero cuyos perjuicios seríanincalculables.

—¿Por qué habíamos de tener esaplaga? —repuso Pablo—. Estosalmácigos están perfectamente sanos.

—Porque ésa es la ley naturalcuando se hacinan elementos orgánicosen desproporción con su régimen de

vida. Yo creo que ustedes deberíanprevenirla.

—¡Ah, sí! ¿Y cómo?—No podría decirlo, pero

ciertamente del mismo modo como seprevienen estas cosas… Cultivos decasos aislados, análisis en ellaboratorio, etcétera.

—Y costaría eso una punta de pesos,desde luego.

—Sí, indudablemente…—¿Y para prevenir una plaga que no

tenemos ni por asomo, vamos agastarnos cuatro, ocho o diez mil pesosen químicos y…?

Iba a decir: naturalistas.Pero se contuvo con una carcajada.

—¡No me haga reír! Yo he conocidoen mi tierra infinidad de ingenierosagrónomos con la cartera llena de tubosde ensayo, que no sabían plantar unacebolla.

—A veces —dijo Ekdal tranquilo—,se suele ver hombres así…

Y sin hablar más del asuntoprosiguió su marcha con Pablo Iñíguez ala penumbra de los grandes ombráculosque mantenían humedad constante sobredos hectáreas de almácigos de yerbamate.

Una noche, más o menos un mesdespués de esto, el mismo Pablo detuvosu caballo ante el chalet de Ekdal, apedirle un remedio para ciertas manchas

de hongos, que habían aparecido en losalmácigos. Ekdal le dijo que la cal solíaprestar algunos servicios en eltratamiento de los hongos. Pablo seretiró, visiblemente satisfecho del pococosto del remedio… y del de laconsulta.

—¿Y sabe usted lo que pasó? —concluyó Ekdal—. Que Pablo roció lasmanchas de los almácigos, y buena partede su contorno, con cal, como se lohabía aconsejado yo… pero cal viva.¡Cal viva sobre plantitas de cuatro días!

Y Morán se rió a su vez de buenagana, con la satisfacción de siemprecada vez que los Iñíguez fracasaban antefenómenos superiores a su seca y árida

inteligencia. Contratar peones por doscucharadas de grasa rancia y exigirles elmáximo trabajo: éste era el fuerte de losmuchachos.

—Todos ellos son iguales —apoyóInés levantando su bella frente realzadapor dos ondas de cabello de ébano quelograba mantener siempre húmedos—.Si no fuera por Magdalena, no se podríaver a esa gente. Es la única que vale.

—Tengo esa impresión —dijoMorán.

—Pero usted los conocía de antes;puede juzgarlos mejor que nosotros.

—A ellos, sí. Magdalena era unacriatura cuando me fui, y apenas habíacambiado con ella diez palabras.

—Ella lo recuerda mucho, sinembargo.

—Puede ser. Pienso de ella comoustedes.

—No sólo como nosotros; todostienen aquí la misma opinión.

VIII

Si no todos, opinaban como los Ekdallas tres o cuatro personas con quienescharló Morán en los días sucesivos. EnIviraromí no se hablaba de lo que fuere,sin que el nombre de los Iñíguez saltaraen seguida.

—Todos están cortados por lamisma tijera —decía el uno—; madre,hijos e hija. Es inexplicable cómoMagdalena ha salido del mismo huevoque esos aguiluchos de rapiña.

—La menor ha condensado —decía

el otro— todo lo bueno quenormalmente debía haberse repartidoentre los cinco miembros de la familia.El resto es de ellos.

Esta impresión sobre la menor delos Iñíguez surgía también del seno delas gentes humildes.

—¡Buenita que es! —Decía unaexcelente vieja, a quien Morán había idoa consultar sobre las variedades demandioca—. ¡Corazón de oro, te digo!Todos los demás son hijos del diablo.¡Ella es mi paloma, don Morán!

Morán, pues, se hallabasuficientemente edificado sobre laopinión del país acerca de Magdalena,cuando después de larga ausencia se

presentó una noche a cenar, en momentosque la familia concluía de hacerlo.Morán quiso disculparse de la hora, porla circunstancia de volver a caballo, ysin reloj, de la confluencia del Isondú.La noche lo había sorprendido.

—Pues usted se sienta aquí —dijo laseñora—. Y en penitencia va a comermal. ¡Vea usted que perderse de casa deeste modo! Y tú, Magdalena, hija mía,ve a la cocina y hazle servir lo quepuedas.

Magdalena salió corriendo atransmitir las órdenes maternas. Lasirvienta puso el cubierto; pero quiensirvió a Morán fue Magdalena.

—¿No le causo demasiada molestia?

—dijo Morán levantando los ojos a ella.—Ninguna —repuso la joven—.

Siento gran placer en hacerlo.Sostuvo francamente la mirada que

la interrogaba, y Morán sonrió.—Oye, hija mía —dijo la señora—,

sabes tú que Morán pagará con creces loque tú haces por él. Morán: hemospensado en usted para que le hagarecordar a mi Magdalena el inglés queya casi ha olvidado. ¡Es tan haraganica!

—Yo no soy haragana, mamá —serió la joven, mientras esperaba sin prisaa que Morán concluyera su plato,hamacándose en un sillón.

—No, no lo eres; pero ¿por qué noquieres repasar tus libros de inglés? Es

lo que siempre he dicho: ojalá miMagdalenita se case con un hombre queno le hable sino en inglés…

Morán, que ya iba a ofrecer susservicios de profesor, se contuvo.

—Mas, ya hablaremos de eso,Morán —concluyó la señora—. Ahoraestamos muy atareados con la llegada demi Pablo y su mujer. ¡Y las ganicas quetengo de abrazarlos! Ella es sobrinanuestra, sabrá usted. Perdió de muypequeña a su madre y a su hermanita enun terremoto. ¡Qué espantoso aquello,Morán! Murió la pobre abrazada a suinfantico debajo de la cuna, adondehabía rodado con el remezón. ¡Y sinbautizar la criatura, mi Dios!

—No te aflijas, mamá —dijoMagdalena con gravedad—. Está conlos ángeles.

Morán volvió los ojos a ella.Aunque conocía el espíritu religioso delos Iñíguez, ciego, cerrado y conventualen la madre, no creía que una chica deesta época llevara tan lejos y tan haciaatrás del tiempo su fe católica. El tonoseguro de Magdalena lo habíasorprendido.

—¿Usted cree en los ángeles? —lepreguntó.

—Sí, creo —repuso la joven.Morán hubiera querido continuar,

pero en esos instantes entraban Marta ySalvador, que habían ido por media hora

a lo de Ekdal. Poco después Morán seretiraba, dejando la promesa de quevolvería muy pronto a prestar su ayudaen la organización de los festejos aPablo y su mujer.

IX

Pero Morán tenía un problema más serioa resolver consigo mismo.

Hasta ese instante, y conforme lohemos dejado ver en este relato de unaépoca de su vida, Morán no habíaquerido detenerse a analizar laimpresión que sobre él había hecho lamenor de las Iñíguez. Debía decidirse,sin embargo. La imagen de Magdalenasubía a su memoria con una frecuenciaque, sin llegar a interrumpir el vaivénhabitual de su vida, lo acompañaba en

todos sus trabajos.La comprobación más nítida de

Morán acerca de aquella familia era lade que Magdalena pertenecía a una razaaparte. Inés Ekdal, los plantadoresinformantes, la vieja de las mandiocas,todos habían estado en lo cierto:Magdalena llevaba el nombre y lasangre de los Iñíguez por una ironía deldestino.

Fuera de esto, la impresión más vivade Morán surgía al recuerdo de los ojosde Magdalena, de una hermosura yterciopelo sin par. Pero era en el modode fijarlos, en su expresión intensa deespera y destino aún no encontrado,donde residía su misteriosa atracción.

—Destino no hallado aún… Ésta esla palabra —decía Morán, mientrastaladraba un poste del alambrado—.Una Iñíguez no difunde a su paso esearoma de bondad ni mira de ese modo,para que su destino se haya detenidoallí…

Morán recordó entonces —reviviócomo si no hubieran pasado desdeaquella tarde mil años—, la inacabablefijeza con que Magdalena contempló asu mujer tendida en el catre, cuando eldía antes de su muerte Morán la llevóafuera a respirar. Y la expresión deintensidad casi espantada con que siguióa Morán, cuando éste, ya caído elcrepúsculo, levantó en brazos a su mujer

como a una criatura y la llevó adentro.No había vuelto Morán a recordar

eso. Ahora transportaba aquellaexpresión de la que era entonces unacriatura a los ojos de la mujer actual, yquedaba pensativo, sin dejar por eso deesforzarse duramente sobre el berbiquí.

Subía asimismo a su memoria elrecuerdo de Magdalena confiando en losángeles. Para creer en ellos se requiereuna inteligencia modesta y pura en suceguera. Tal la de Magdalena, según lohabía comprobado él en otrascircunstancias. Y esta incomprensiónserena por bajo de aquel corazón de oro,era más de lo que se necesitaba paraenternecer a un hombre como Morán.

En otra época, en otro ambiente másalejado de su desastre sentimental,Morán hubiera prestado oído atento a loque su corazón apenas se atrevía asusurrar. Si en los momentos actuales suconciencia yacía tranquila, apenas se laremoviera debía surgir, como hez, laprofunda acusación de sí mismo. No seconsideraba incapaz de amar, pero sí dehacerse amar. De aquí que cerrara losojos a las dulces ilusiones quecomenzaban vagamente a refrescar sualma.

X

En el transcurso de junio y julio, Moránvio frecuentemente a los Iñíguez en casade ellos o en lo de Ekdal, con quieneslos primeros se trataban asiduamente.

En los focos de vida distantes de lacivilización, las gentes de castaprivilegiada se unen forzosamente.Pueden no estimarse o quererse; peropara la actividad social indispensable,bastan las apariencias cordiales.

Los Iñíguez, los Ekdal, Morán yalgunos otros se encontraron así

reunidos varias veces en ese invierno,por lo común de tarde, cuando salían acaminar en los fríos y bellos días de sol,o de noche en lo de Iñíguez, donde lapresencia de Morán se tornaba entoncesindispensable. Para la señora, sin él nohabía reunión completa. Se esperaba sullegada impacientemente, como si lasola aparición de aquel hombre de pasofirme y semblante bronceado diera calora la casa. Y cuando un mes más tarde, eldía de la gran fiesta, Morán se entretuvoen su taller hasta último momento, unnegro de los Iñíguez y un agente depolicía llegaron, uno después del otro, areclamar la presencia de Morán.

Las lecciones de inglés no habían

comenzado. Los libros que aquélllevaba a Magdalena eran apenascomentados por la joven con un: «Esdivino, me ha encantado», uniforme paratodos. Hasta entonces, Magdalena yMorán no habían hablado aparte mediominuto, pero él sospechaba a quéobedecía el inesperado amor deMagdalena a reuniones y paseos, sinocultarse tampoco a sí mismo lanaciente aurora en que comenzaba adespertar su corazón.

Una de esas noches, como despuésde retirarse todos Morán se hubieraquedado un rato con la familia, fuesorprendido por el aire de reserva conque Salvador y la señora se sentaron a

hablar con él.Morán contrajo ligeramente el ceño,

pero a las primeras palabras deSalvador recobró su impasibilidadhabitual.

El motivo era éste: Salvador ponía adisposición de Morán cinco milplantitas de almácigo, para que aquélprosiguiera su plantación de yerba. Aellos, los Iñíguez, esas cinco milplantitas no les suponía gran cosa; ypara Morán representaban algún valor,pues no tenía almácigos. Un regalo,desde luego.

Morán agradeció como era debidoaquella generosidad sin precedentes,pero rehusó. Faltábale tierra preparada,

ánimo —dio cualquier pretexto.«Deben de quererme mucho

realmente», se decía Morán luego,cruzando a pie la noche helada endirección a su casa. Detrás de él, allálejos, brillaba en las tinieblas la granvidriera iluminada.

—Si las cosas continúan de estemodo —concluyó abriendo el portón desu casa—, ignoro lo que va a pasar.

XI

Entretanto, se aproximaba el 30 de julio,día en que debían llegar Pablo y sumujer. La nerviosidad ante la grancomida con que los Iñíguez festejaríanaquel acontecimiento parecía haberagitado también a los pobladores deesferas más modestas, pues se vio eseinvierno dos o tres bailes celebrados enfechas más o menos patrióticas, en elsalón bar, y a escote de los plantadoresjóvenes de la zona.

No dejó de llamar la atención, para

los que conocían el retraimiento deMorán, su presencia en tales fiestas, másaún la animación de su semblante junto ala chica de Hontou, la cual, a su vez,parecía haber perdido al lado de Moránsu característico orgullo de casta.

Esto merece una explicación.Los Hontou pertenecían a una muy

antigua familia paraguaya que desde loscomienzos de la plantación de yerba sehabía instalado en Iviraromí. Toda lavida habían sido pobres; los tresmuchachos trabajaban a jornal en losyerbales, y las dos chicas con su madrecultivaban su cuarto de hectárea ylavaban concienzudamente su ropa.

Pero ya en estos quehaceres

igualitarios, ellas; ya los muchachostrabajando en calidad de peones, nuncalos Hontou habían dejado su aire depersonas de casta. Conservaban elsentimiento y el proceder de unaaristocracia rural, muy visible en laseriedad de los varones para tratar ytrabajar, en el arreglo de la casa, en lamultiplicidad de pequeñas industriasdomésticas que subvenían a casi todaslas necesidades; en el sentimiento, enfin, del hogar y de la independencia, quese ha perdido totalmente en la claseobrera del Nordeste.

Componían la familia doñaAsunción, la madre viuda, y sus hijosRoberto, Etién, Miguel, Eduvigis y

Alicia.Etién, ignorábase qué quería decir.

Probablemente Etienne, en remotostiempos.

La casita de los Hontou era muyfrecuentada por los amigos de losmuchachos, que iban a ver a éstos, y porlos comisarios y plantadores jóvenesque, yendo por Alicia, concluían porconformarse con su hermana mayor.

De Alicia, sus pretendientesdesalentados solían decir únicamenteque pateaba como una mula. Laterminante brevedad de sus negativas,que no dejaban esperanza alguna,explica aquella imagen.

Decíase algo de ella, no se sabe con

qué fundamento. Lo evidente es que noera presa fácil.

Morán, por su modo de ser, por suamor al trabajo, por sus duras tareassolitarias a la par de cualquier peón,gozaba de simpatías generales en lasclases pobres. Conscientes éstas de ladistancia que las separaba de Morán,agradecíanle el olvido que hacía de ella.Y en vez de bajar por esto el respeto quese le profesaba, ascendía antes bien encálido cariño.

En otra época, Roberto y Miguelhabían trabajado con Morán en elpequeño yerbal de éste. Conocíanse,pues; y más que nadie en el país, losHontou estimaban a Morán. No era así

de extrañar el inequívoco placer con queAlicia lo veía a su lado.

Ya dos años atrás, la criatura eramuy bella. Ahora poseía una seduccióncasi irresistible, que no dejaba deexcitar la altivez de su semblante cuandose sentía mirada. Pero como acontececon frecuencia en rostros semejantes,nada era comparable a su dulzura —dulzura de la boca, de las mejillas, de lasonrisa, de los largos pliegues de losojos, cuando Alicia sonreía. Acariciaba,se entregaba toda ella en ternura alsonreír. Y era tan vivo el encanto cadavez que el grave rostro de Alicia sedeshacía en esta sonrisa, que Morán nooía lo que ella hablaba, por sonreír a su

vez.—Y bueno, don Morán —le estrechó

la mano Roberto Hontou, al llevarse yade madrugada a las chicas—. A ver si lovemos ahora por casa…

—Iré —respondió Morán. Y aAlicia—: ¿Y usted, quiere que vaya?

La chica, de perfil a Morán y con laexpresión muy dura en ese instante, puesse sentía observada, se volvió a él, ydiluyéndose de dulzura en su sonrisa,respondió mirándolo: —Yo, no…

La neblina era muy fuerte y helada.Morán se retiró momentos después, y acien metros fue alcanzado por Salvador,apresurando ambos el paso, pues el fríomordía las orejas.

—Ya lo hemos visto con Alicia —dijo Salvador—. Esta noche estabadesconocida.

—Creo que es muy orgullosa —observó Morán.

—Imposible, a veces. Patea comouna mula.

Morán sonrió dentro del cuelloalzado de su capote; Salvador debía dehaber sentido sus efectos…

Cambiaron de tema, y un ratodespués Morán continuaba solo hacia sucasa, muy excitado aún con el recuerdode Alicia.

XII

Pero Morán no fue a verla al díasiguiente, ni al otro, ni en toda esasemana. La tarde posterior al baile habíavisto llegar al molinete de su casa aAdelfa, la negrita recogida por losIñíguez, portadora de un libro que ledevolvía la niña Magdalena.

Un poco extrañado, Morán abrió lacubierta, y adentro encontró unas líneasde Magdalena:

Devolvíale la novela,«encantadora», aunque no tanto como las

horas que Morán había pasado en elbar…

Si en Iviraromí las clases humildesvivían de lo que pasaba en las castassuperiores, éstas, a su vez, vivían de loque sucedía entre aquéllas. La señora deIñíguez, en particular, en su condición deamita de negros, interesábase por todolo que concernía a las familias de lospeones. Era evidente que Salvador habíacomentado en su casa el baile de lanoche anterior, y de aquí la cartarecibida por Morán.

El tono de esta carta era de bromacordial; pero Morán conocía muy bientodo lo que puede mal disimularse bajoese tono, y quedó satisfecho. Esa misma

noche estaba en lo de Iñíguez, y por laprimera mirada de Magdalenacomprendió que ella también esperabaverlo.

Su mutuo y habitual modo de ser nocambió, sin embargo, en el resto de lanoche. Para Morán, hombre hecho y conmás de un drama en su vida, la solailusión de ser el «hombre perfecto» deMagdalena colmaba sus aspiraciones.No anhelaba más ni quería tampocosaber más. La luz de los ojos de ambosal coincidir en una misma proporción, alhallarse por casualidad uno junto al otroen la misma caravana, el instantáneoencuentro de sus miradas al efectuar unarecorrida general de rostros, delataban,

sin duda alguna, sus mutuossentimientos. Pero Morán se sentíademasiado feliz así para exigir elcambio que fuere.

La noche a que nos referimosestaban en lo de Iñíguez los Ekdal, puesla inminencia de la gran fiesta apretabalos lazos sociales. Morán acompañóluego al matrimonio hasta su chalet,comentando risueñamente en el caminolos preparativos para aquélla.

—¿Sabe usted en qué consistirá lailuminación de que tanto se habla? —dijo Inés Ekdal—. En doce farolitoschinescos que colgarán desde el portóndel camino a la casa. ¡Doce farolitos!¡Uf! ¡Qué gente!

—Es extraño —observó Morán.—¿Usted cree? Eso le parece

porque es hombre y no nota nada. Hayque ver algunos detalles…

—Inés… —murmuró Ekdal.La joven miró a Morán, y se echó a

reír.—¡Oh, Halvard! —dijo—. No

cometo nada malo… Y porque quierabien a Magdalena no voy a cegarmerespecto de los otros. Y después,bastante se han reído de mí porque nodejo los zapatos en el barro, comoellas… Doce farolitos de a treintacentavos cada uno, Morán. Yo piensodivertirme en grande.

—¿Muchos comensales? —preguntó

Morán.—¡Y todos los que nos vemos allí! Y

algunos más de Guazatumba, paradeslumbrarlos…

—Los muchachos no quedaráncontentos de tales gastos estériles…

—Así lo espero —concluyó Inéscontenta, cogiéndose del hombro de sumarido para saltar un charco.

XIII

Llegó por fin el 30 de julio. Moránestuvo todo el día muy ocupado en elmonte, al punto de que no habíaconcluido aún de vestirse cuando supresencia fue solicitada por dos vecesen lo de Iñíguez, conforme lo hemosanotado. Desde lejos vio los míserosfarolitos colgados en doble línea, aquince o veinte metros unos de otros. Yvio asimismo, al doblar el codo de laquinta, unas cuantas pobres mujeres consus chicos en brazos, que desde lejos

miraban proyectarse las sombras tras lagran vidriera.

El retraso de Morán no ocasionótrastornos, a pesar de todo, pues sehabía resuelto no comenzar la comidahasta las once, por no llegar hasta esahora los recién casados.

—Fíjese en el tino de la señora —murmuró Inés Ekdal al oído de Morán—. Pablo y su mujer llegancansadísimos después de veinte días deviaje continuo. Y no halla ella nada máschic que hacerlos recibir por veintepersonas, a ninguna de las cuales lanovia conoce, y concluir de matarla defatiga con una comida a medianoche. Ycon la cara que debe traer la pobre…

¡La compadezco!Inés podía haber profetizado más: la

joven desposada se desmayó antes deconcluir el banquete. La fiesta no seinterrumpió, sin embargo,prolongándose hasta las seis de lamañana.

Caía una llovizna helada cuando losinvitados se retiraron. Morán,caminando a gran paso, no recordaba detodo aquel cálido reír y de brillar deluces más que tres cosas: la mirada deMagdalena al aparecer en el hall ydescubrirlo a él al primer golpe devista, entre veinte y tantas personasdiseminadas; el haberla tenido a su ladoen la mesa; y la felicidad por fin de

haber hablado diez minutos a solas conella —de cualquier cosa—, con lascabezas apoyadas en la vidriera.

XIV

La alegría de amar permite divertirse,allí donde sólo hay aburrimiento, yasimismo afrontar impunemente peligrosa que en otra hora se hubiera sucumbido.

Morán no se entendía en todos lospuntos con Ekdal; pero sentía talestimación por la buena fe para pensar,trabajar y vivir de aquel hombre, quecon gusto entregábale a veces las armasde una argumentación, ante el solo temorde apenarlo.

Mucho más viva era su intimidad

con Inés. Habían acentuado su relaciónlos comentarios y chismes sociales aque en otras circunstancias Morán no sehubiera prestado, pero que ahora leinteresaban vivamente, por hallarse sucorazón de por medio.

Inés, por su parte, no podía hablarcon nadie, fuera de su amigo, con lalibertad de espíritu y de prejuicios quele concedían su raza y su educación: lamisma educación que la hacía avanzar alencuentro de Morán, aunque Ekdal noestuviera en casa, con una alegre sonrisaque comenzaba al distinguirlo en elcamino, y que no concluía hastaestrecharle fuertemente la mano.

—Venga mañana a tomar el té —le

dijo Inés en una de esas ocasiones—.Vendrán también los Iñíguez.

No podía haber pasado inadvertidapara Inés la entente de Magdalena yMorán, la célebre noche del banquete;pero era ella demasiado clara en sumodo de ser para insinuarse en lo quefuere. Y como Morán nada decía, ellanada comprendía tampoco.

—No faltaré —respondió Morán ala invitación—. ¿Y Ekdal?

—Se acostó hace un momento.Estaba muy cansado. Ha tenido quepreparar desde la mañana no sé cuántosanimales…

—No serán cucarachas… —dijoMorán.

—¡Oh! Esta vez no —sonrió Inés.Sonreía por lo siguiente: Ekdal

encargaba a todos los peones ymuchachitos de Iviraromí que le trajerancuantos animales hallasen. Por cadacentenar de cucarachas de monte, porejemplo, pagaba veinte centavos. Y lascucarachas, abundantísimas bajo cadapiedra y cada palo podrido del monte,llovían a millares —y todas iguales— alchalet del naturalista, el cual pagabapacientemente con la esperanza de hallaruna cucaracha, tal vez la número 10 000 000, cuya especie no estuvieraaún catalogada…

Morán se levantó.—Quédese —le dijo Inés, mirándolo

serenamente en los ojos.—Pero Ekdal duerme…—No, no duermo —intervino éste

desde la pieza contigua—. Estoy sólocansado.

—¡Vamos afuera, Halvard! —advirtió Inés a su marido. Y a Morán—:Salgamos. La noche está muy tibia.

Salieron, llevando cada cual suenana silla de paja, a sentarse junto alcercado del tapir, ante el explayado dearena sin una jaula, y que a la luz de lagran luna brillaba solitario como unpequeño desierto.

La noche era, en efecto, de unatibieza y quietud muy grandes. A veintemetros de Inés y Morán se alzaba el

monte en una sola sombra, cuyadensidad sondaban apenas los rayos deluz oblicua que filtrándose desde sucima a lo largo de los troncos, serecortaban en el profundo suelo encrudos manchones de luz helada. Ni enel monte, ni en el aire, ni en la parejainmóvil, un solo movimiento. Sólovivían la luna, como dilatada por elsilencio, y ante las sombras de Inés yMorán, proyectadas muy juntas adelante,el páramo de arena absorbiendo su luz.

Dos espectros de un grande, antiguoy eterno amor pudieran haberse halladoperfectamente allí.

—Pensar que hay gentes que estánahora en el teatro… —murmuró Inés.

—En efecto —asintió Morán portodo comentario. Y quedó mudo.

Pasó una hora más, pero no ya ensilencio.

—No falte, pues —concluyó lajoven al irse Morán.

—No faltaré —repuso éste.Pero quien faltó al día siguiente no

fue Morán, sino Magdalena.

XV

Morán no se equivocó un momento aljuzgar el motivo de su ausencia: lafamilia no había querido que Magdalenase encontrara con él. Lo comprobó esamisma tarde en la barrera de reserva quebruscamente la familia había levantadoante su amistad.

—Adiós simpatía de la señora… —se dijo Morán, al recordar su puesto defavorito—. Ahora soy el diablo.

No pensaba todavía cuán cercaestaba de la verdad.

En los primeros tiempos, Moránhabía tenido el convencimiento de quelos Iñíguez le ofrecían a Magdalena. Lasrevelaciones un poco insólitas sobre lossentimientos de la joven para con él; lasalusiones al posible marido que leenseñara inglés; la contracabecera dehonor que él ocupara al lado deMagdalena la noche del gran banquete;éstos y mil detalles más se lo habíandemostrado.

Estaba sin embargo equivocado. Él,Morán, no era pretendiente grato paralos Iñíguez.

Pero aquella inesperada oposicióntuvo el privilegio de revelar a Morántoda la intensidad de su amor, que corría

el riesgo de dormitar eternamente en losarrullos de la complacencia. Al serlenegada Magdalena esa tarde, él, queestaba seguro de que únicamente en susmanos estaba el rechazar, comprendióbruscamente todo el dolor de poderperderla.

El destino no es ciego. Susresoluciones fatales obedecen a unaarmonía todavía inaccesible paranosotros, a una felicidad superior ocultaen las sombras, de la que no podemosaún darnos cuenta. Morán había vividoya largamente, y Magdalena tenía 17años; pero él sentía que el destino habíaabierto un camino para ellos dos solos,y los empujaba por él.

Con esta convicción, en toda la horadel té y del paseo que lo siguió, Moránno perdió su calma ni demostró advertiren lo más mínimo el cambio operado enlos Iñíguez. Y como quería estarconvencido del punto justo a que llegabaesa oposición, anunció a la señora suvisita —y a la hora de comer, desdeluego—, para el día siguiente. Tal comolo hizo.

Pero no fue preciso a Morán másque entrar y echar una ojeada para darsecuenta de que la atmósfera de la casaestaba a su respecto totalmentecambiada.

Al preguntar por Magdalena, se lerespondió ligeramente que pronto

vendría. Pero el «pronto» llegó apenas ala hora de sentarse a la mesa, cuandoMorán no esperaba verla más.

No necesitaron ambos sino cruzarfugazmente sus miradas para sentirseaislados de todo y de todos, en una solay luminosa esperanza.

Morán no era el hombre másindicado para soportar un desaire comoel que acababa de hacérsele, y Salvadorlo sabía muy bien. De aquí que éste nose engañara un momento sobre laaparente calma de Morán.

—Gente perra… —se desahogóMorán, una vez que hubo salido—. Mevan a pagar algún día todos juntos el malrato de hoy…

XVI

Al día siguiente, Morán pasó variasveces por el camino real, con laesperanza de ver a Magdalena. No lavio. Y como el juego de lasprobabilidades era siempre negativopara Morán cuando su corazón estaba enpuesta, se dirigió esa noche de un sologalope a casa de los Hontou.

Desde la noche del baile no habíavuelto a ver a Alicia. A impulso delestado de ánimo en que se encontraba,envolvió durante dos horas a la chica en

una atmósfera tal de ternura, que aquéllano tuvo ocasión, en esas dos horas, derecobrar la gravedad habitual de surostro: su inesperada felicidad vertíasede sus ojos, de sus sienes, de su sonrisaen raudales de dicha.

Al caer la tarde del día siguiente,Morán se detenía un instante en lo deEkdal, con la vana esperanza deencontrar allí a Magdalena. Y de nochevolvía otra vez a lo de Hontou, con elbeneplácito de los muchachos, que ledaban la mano sin tocársela casi y seretiraban, y la protección evidente dedoña Asunción, que sonreíaamorosamente a la pareja al pasar, y seiba también. Durante siete días

completos Morán no logró ver a la queansiaba, y Alicia absorbió, transformadoen pasión, el despecho que colmaba aMorán.

Pero éste no violentaba su sercuando al lado de Alicia sentíadilatársele convulsivamente lasventanillas de la nariz. Alicia encarnabapara él, desde la frente a la garganta delos tobillos, el deseo. Ella lo veíatambién, pero como el amor y el deseose expresan con las mismas palabras,Alicia, al oír a Morán, cerrabadichosamente los ojos a la confusión,feliz de una sola cosa: de tenerlo a sulado.

—Tú no me quieres —decía Morán

desalentado. Alicia no le entregaba sinosu mano. Y como ella no respondía.

—Si me quisieras —insistía él—,serías más buena conmigo.

Alicia, entonces, con el dolor y elamor retratados en el semblante:

—Tal vez yo no sepa quererlo, donMáximo… y por eso usted busca en lode Iñíguez quien lo quiera más.

Un hombre con los sentidos entensión al lado de una mujer deseada,tiene su corazón bloqueado y yacentecomo bajo una lápida.

—Yo te quiero a ti —murmuróMorán, recogiéndola. La chica cedióhasta recostar su mejilla en la de Morán.Pero recobrándose, y con la boca

deformada por un puchero de dolor:—Don Máximo: usted no me quiere

a mí y quiere a otra. Pero a mí no meimporta; yo lo quiero con toda mi alma,don Máximo… Y usted sabe que escierto.

—Pero si me quieres —tendió denuevo el brazo Morán—, por qué eresasí…

Ella lo rechazó. Morán, contrariadofue a decir algo, y se detuvo felizmente;pero ya la primera palabra estabalanzada.

—Otro…Alicia entonces lo miró largamente,

confiándole cuanto de inmenso amorpuede expresar un semblante. Y con una

altiva y amarga sonrisa, con un orgullotan dolorido como noble y amante:

—¡Pero no era usted!… —dijo.Morán recogió su mano, inerte. Y un

instante después se retiraba, jurandovolver.

XVII

Pero no volvió. La imposibilidad de vera Magdalena exasperaba su pesimismo ytornaba imposible su contacto.

—¡Otra más! —Se decía—. Cuantomás vive uno, tanto más fácilmente sedeja engañar por una mocosa…

Morán iba pensando así la tarde enque, al volver el recodo de la quinta,distinguió en medio del caminocrepuscular a Marta y Magdalena queavanzaban despacio por él.

Súbitamente, con la rapidez con que

se pasa de una atroz injusticia queenferma a una loca revelación, Moránanheló ser la tierra que oprimían loszapatos de Magdalena. Debía cruzarsecon ellas, y confió a las contingenciasdel encuentro el temperamento que debíaadoptar.

Ya al distinguirlo claramente, Martanació una sonrisa. Morán sonrió a suvez, desviando el paso hacia ellas, y lasjóvenes se detuvieron esperándolo.

Las palabras cambiadas en aquelbreve encuentro de dos minutos pasaronpara siempre con el mismo tiempo, sinque Morán pudiera nunca recordarlas.Lo único presente y eterno en sumemoria es el instante en que

Magdalena, aprovechándose de unadistracción de Marta, le dijo velozmenteen voz baja:

—No me dejan salir más. Esta nochete espero en la ventana, la última desdeel zaguán.

—¿A qué hora? —no dijo, devoróél.

—A las nueve.Morán saludó de nuevo a las

hermanas y prosiguió su camino.¡Pero sus manos! ¡Su paso! ¡Sus

labios mordidos de solitaria felicidad!«Te espero». No había dicho:

«Accederé a lo que me pide, señorMorán», sino, ella la primera: «Teespero».

Jamás había visto Morán realizadoen vida y dicha, como en esas dospalabras, su ideal de virgenespontaneidad que amaba en la mujerpor sobre todas las cosas. No erabastante querer con secreta pasión a unhombre, para ser capaz de decirle,mirándolo en los ojos: Te espero. Yquien lo había dicho abría recién laspestañas a la luz, no tenía sino 17 años;ignorábalo todo de la vida, menos elimpulso de su corazón, tanextraordinariamente puro, que la llevabaa tutear, entregándole la mirada, alhombre al que hablaba casi por primeravez. Sólo una mujer de cuerpoinmaculado y alma sin mancha podía

expresarse así.«He aquí tu destino» —murmuró

Morán con profunda ternura—. «No seposee en balde tu sed de bondad y elinsondable anhelo de tu mirada, Magdamía, eterna luz de mi vida».

XVIII

A las nueve en punto de la noche, Moránsurgía del monte, y atravesando lapicada fangosa se detenía ante la quintaventana, contando desde el zaguán.

—No me dejan salir cuando vienes acasa —susurró Magdalena—. La últimavez que estuviste lo pasé llorando hastala hora de comer…

—¿Cómo podremos vernos? —dijoél.

—No sé… Aquí de vez en cuando…Pero nos exponemos mucho… Creen que

he venido a cerrar la ventana.—Vida mía… —murmuró muy bajo

Morán.Ella, que hablaba volviendo a

menudo la cabeza adentro, detuvo anteél su rostro de amor, confianza,juventud, belleza y sonrió.

—¿Me quieres mucho? —preguntóél.

—¿Y tú?—¡Inmensamente!La expresión de Magdalena se

agravó, mientras sus ojos tornaban aadquirir la profundidad de un destinoque aún se ignora.

—¿Me querrás siempre? —preguntó.A su vez, los ojos y el semblante de

Morán transparentaron las líneas enterasde su carácter.

—A ti, sí —repuso.Pasó un instante. Ella sonrió por fin,

y como la mano de Morán temblabasobre el tejido de alambre que guarnecíala reja, Magdalena le tendió la suya. Yél besó sus dedos por entre las mallas.

La joven se arrancó.—No puedo estar más, hasta

mañana.—¡Óyeme!…—¡No. vete! Nos van a ver.—¡Óyeme! Sólo quiero decirte esto:

¡Te adoro!Magdalena, que cerraba ya la

ventana, se detuvo un instante, satisfecha

y colmada de felicidad. Y corrió lafalleba.

XIX

Llovía a la noche siguiente, y el cielofulguraba de vez en cuando con crudaluz. Magdalena estaba muy inquieta.

—¡Vete pronto! —Decía a Morán—.Pablo está en el escritorio y puedevernos… ¿No has traído el capote? Tevas a enfermar.

—Pero dime antes: si nosinterceptan, ¿cómo nos comunicamos?¿Cómo puedo escribirte?

—No sé… ¡Ah! Estoy muyintranquila. ¡Vete, por Dios!

—¿Mañana, entonces?—No, no sé si podré… En casa

desconfían… ¡Vete! —Dame tu mano…Bajo los besos de Morán a sus

dedos, los rasgos de Magdalena sedistendían en esa suavidad sin defensa ytiernísima de la mujer que desde lo altocontempla al hombre que ama dobladosobre sus manos.

Bruscamente:—¡Vete, vete! ¡Vienen!Morán volvió la cabeza, y vio una

alta silueta detenida en la puerta delescritorio. Y al alejarse de la ventana,sintió los pasos de Pablo —no podía serotro— que seguían tras él.

El primer impulso de Morán fue

atravesar en tres saltos la picada yperderse en el monte. Pero al ir ahacerlo, comprendió todas lasconsecuencias de su fuga.

Magdalena había estado hablandocon alguien: eso no podía ocultarse.¿Pero con quién? Pablo lo ignoraba. SiMorán no era claramente reconocido,podría suponerse que Magdalenahablaba con otro, un peón tal vez. Y antetal sacrilegio, Morán se entregó.Continuó costeando el bosque, seguidosiempre a igual distancia por Pablo, a laespera ambos de un relámpago mássostenido que permitiera elreconocimiento —como así pasó. Pablose detuvo, y Morán, tranquilo ya, entró

en el monte.

XX

Acababa Morán de levantarse al díasiguiente, cuando a la media luz de laalborada vio llegar a su casa a la negritaAdelfa que le traía un pedazo de papelarrancado de una libreta.

«Pablo nos descubrió anoche —ledecía Magdalena—. He pasado lanoche desesperada. A Pablo le dio unataque al corazón, mamá estaba comoloca, y Marta y Lucía lloraban. Si no tequisiera tanto, no hubiera podidoresistir tanto dolor. Tú, estáte

tranquilo. Ten confianza en tu Magda.Cuando pueda escribirte otras líneas,lo haré; pero no sé si me será posible.Mamá ha dado órdenes severísimas atodos. No te inquietes. Ten paciencia ytriunfaremos».

Morán contestó. A las diez llegabaotra carta, pero no ya con la negrita, aquien los Iñíguez habían espiado yobligado a confesar su complicidad,sino con un peón del establecimiento.Magdalena lo informaba del tremendoestado de excitación que reinaba en todala casa, recomendándole de nuevo quese estuviera tranquilo.

Otra carta llegó aún, al anochecer,por las manos de la vieja de las

mandiocas, pues el peón había sidotambién descubierto, y echado sin mástrámites.

Durante tres días no dejó Morán derecibir noticias a las horas másinesperadas. Los mensajeros se sucedíanunos a otros, todos comprados por laniña Magdalena, y todos descubiertosluego; al punto de hacer reír a Morán laastucia diabólica de que se valía aquellavirgen para comunicarse con él.

Excusado es decir que Moránpasaba y repasaba por el camino real ensulky, a caballo, a pie, con la esperanzasiempre frustrada de ver a su amor. Nosufría excesivamente por ello, pues larevelación del amor de Magdalena era

demasiado reciente para no sentirse aúnembriagado. Con sus 17 años, le dabaella consejos de serenidad, a él. «No teinquietes»… «tente tranquilo».

La sinceridad, la cordura, la graveinconsciencia de un ser puroalimentaban el amor de aquella criatura.¿Cómo podía Morán no adorarla, y nosentirse grato al destino que le habíareservado semejante don?

¡Su pequeña Magda! ¡Y quéprofundas y misteriosas son las leyes deese destino, cuando un hombre como él,de su carácter duro y dolorido, era loque parecía esperar Magdalena paraentregarle su virginal y fervorosa fe deamor!

XXI

En Iviraromí se observó con el asombrodel caso que Salvador y Morán no sehablaban ya, cambiando apenas un brevesaludo. Esto, añadido al recuerdo delsitio preferentísimo que ocupara Moránen el afecto de los Iñíguez, y a loschismes de los sirvientes que no habíandejado de correr, ilustró posiblemente atodos sobre la tormenta sentimental quese había desencadenado en casa de losperuanos.

Inés Ekdal fue de las primeras en

enterarse del contraste. Morán, por lodemás, se confió completamente en ella.

—¡Cuánto me alegro! —dijo Inés—.Hubiera sido horrible que una criaturacomo Magdalena quedara para siempresecuestrada por esa gente. ¡La rabietitaque debe de tener la señora! Usted,Morán, creía disimular mucho cuandoestaba con Magdalena; pero se vendíacomo un niño. ¿Y qué van a hacer ahora?

—No sé —repuso Morán—. Lo quesé, es que me siento profundamenteligado a ella. Y no sé tampoco quépodría separarnos.

—¡Oh, yo de ella estoy segura! Nadame ha dicho, pero lo sé. ¿Y cómo secomunicaron?

Morán la enteró del desfile demensajeros con cartas, todossucesivamente interceptados. Desde eldía anterior había en lo de Iñíguez ordenterminante de que ningún extraño a lacasa se aproximara a Magdalena.

—Voy, pues, a estudiar el problema.Hasta mañana, Inés. Vendré de noche unrato.

—Hasta mañana, entonces. ¿Sabeuna cosa, Morán? Que usted tiene veinteaños.

—¡Gracias a Dios! —Sonrió Morán.

XXII

Morán, en efecto, debía preocuparse dela incomunicación que los amenazaba, yasí lo hizo, entre machetazo y machetazoen el monte. Halló por fin lo quebuscaba, en el arbitrio de un palitocualquiera, suficientemente raspado ysucio, hasta adquirir un inofensivoaspecto de palo rodado. Palitos comoéste abundaban en todos los sitios, ymucho más en la quinta de los Iñíguez,lindera con el monte.

Sólo que ese palito estaría

taladrado, y en su interior llevaría unacarta bien arrollada. Un poco de barroen ambos extremos completaría sutrivial aspecto.

Esa misma tarde llegaba por víaregular la última carta de Magdalena, ycon un mensajero totalmente inesperado.Morán la contestó, indicando el poste dela quinta a cuyo pie él dejaría caer esanoche el tubo (así convenían enllamarlos), y que él recogería a la nochesiguiente, con la respuesta.

Morán estudió las ramas que más seprestaban para ese fin, fijando suspreferencias en el tártago.

Meditó una actitud, una palabra deconnivencia que pronunciada delante de

Magdalena, indicara a ésta la presenciade un aliado.

Planeó el modo de escribirle en elseno mismo de la familia, por medio depetitorios dirigidos a la señora por unapobre mujer cualquiera, y cuyo sentidooculto Magdalena descifraría.

Indicó el limón en el dorso de unacircular y estudió con calma elprocedimiento a seguir para escribirsedesde Buenos Aires, desde Lima odesde el fin del mundo —llegando aresolver satisfactoriamente lasdificultades.

Hecho todo lo cual descansótranquilo, pues si su corazón tenía veinteaños, su espíritu ha tiempo los había

cumplido ya.—¿Conoce usted la última aventura

en el establecimiento de los Iñíguez? —preguntó Ekdal a Morán esa noche.

—No —respondió éste—. Pero si esalgún chasco pasado a Pablo con surevólver, nada me sorprendería.

Aludía a la costumbre aristocráticade Pablo de poner su revólver en lassienes de los peones, por poco que éstosse equivocaran al efectuar un trasplanteen su presencia.

Esta vez, sin embargo, tratábase deSalvador. Habiéndose decidido aemplear por primera vez la azada en lacarpida de las calles del yerbal,Salvador, so pretexto de que no podía

apreciarse el costo de ese trabajo, nuevoen el establecimiento, fijó a la tarea unprecio irrisorio: digamos quince pesospor hectárea. Los peones mostrábansemuy desanimados; pero Salvador leshabló uno por uno, desde lo alto de sucaballo, con las siguientes palabras:

—Vamos a hacer un ensayosolamente. Si vos perdés, será por unasola vez. Tenemos tarea de azada paramuchos años, y entonces habrá otroprecio.

Este razonamiento, reforzado por laelegante figura del patrón, sus guanteseternos y la fatal seducción del sahib,decidieron a los peones.

La carpida a azada no costaba

entonces, en el mejor de los casos,menos de cuarenta pesos por hectárea.Los peones ganaron en hambre y miseriade sus familias lo que habían perdido enel trabajo. Fue sólo un ensayo, es cierto;pero Salvador, satisfechísimo de él,había reducido ese mes en cuatro ocinco mil pesos los gastos delestablecimiento.

—Le he oído al mismo Salvador —concluyó Ekdal—, alabarse de su finoingenio. Yo desearía mucho saber quéclase de dioses velan por el alma de esemuchacho.

—Ya los conocemos, Ekdal —respondió Morán—. Pero faltan otros,que se harán sentir a su tiempo. ¿Usted

ha visto el yerbal de Menheir, reputadocomo el mejor de Misiones?

—No, pero me gustaría conocerlo.—Iremos juntos allá algún día. Pues

bien, la plantación de Menheir,extraordinaria de lujuria a los cincoaños, próspera todavía hoy, será undesastre dentro de diez años más. Paraalentar ese desastre velan los otrosdioses de los Iñíguez. Ya hablaremos deesto.

—Sí, dejen las yerbas —apoyó Inés.—¿Ha visto a Magdalena, Morán?—No —contestó éste—. No me

extrañaría nada que la tuvieransecuestrada.

—Mientras rezan todos. ¿Sabe lo

único que me disgusta en Magdalena,Morán?: su fanatismo.

—No es fanática Magdalena.—De Dios y de la Virgen, no; pero

sí de su madre, de su familia, de suincultura tradicional. Es la criatura mássanta que yo he conocido. Y no mealegraría mucho, sin embargo, de verlocasado con ella.

—¿Por qué, Inés?—Porque usted es un Dios para ella,

pero su madre es otro Dios. Muchocuidado, Morán.

Morán quedó pensativo. No era laprimera vez que ese posible conflictoacudía a su mente. Si para Magdalena,como decía Inés, él era un Dios, para la

señora él era el diablo, sin metáfora.Por su carácter, por su áspera libertad,por su cultura, por su falta de creencias,Morán encarnaba para la madre laciencia y la perdición ateas; esto es, elinfierno. Como amigo solamente, pudoalgún día haber gozado de todo el favorde la fanática dama; pero muy distintoera ser admitido en la familia, acondenar el alma de todos.

Esto, en cuanto a la señora. Porparte de los aguiluchos, ellos sólo veíanen Morán, como posible cuñado, a unindividuo al que no podrían imponer suvoluntad.

—Sí —reanudó Morán—. Tambiénlo he pensado yo, Inés… Pero hay

motivos superiores…—¿Que usted no podría vivir sin

ella? ¿No es cierto?—O sin la esperanza de que fuera

mía. ¿Usted sabe lo que es entrever laredención de sí propio y de todos losdesalientos que marchitan la vida? Esoes Magdalena para mí.

—Y usted, para ella, el ideal y el finde su vocación.

—Así lo creo, Inés. —Y agregó esto—: Si Magdalena fuera inteligente, lamitad de usted, Inés, no me habríaquerido como me quiere.

—¡Exactísimo, Morán! —Se echó areír la joven—. Por suerte el corazón yla vida de Magdalena son enteramente

suyos… y creo también que desde elmomento de nacer. ¿Cree usted en eldestino, Morán?

Las líneas del rostro de éste seacentuaron.

—Si no creyera en él —repuso—,hace rato me habría apartado del caminode Magdalena.

De las jaulas del zoo surgió Ekdalcon un coatí bajo un brazo, y una víboracolgada por la cola, del otro.

—Cuando usted tenga tiempo paramí —dijo a Morán—, vamos a estudiarla resistencia del coatí al veneno de lasvíboras. He hecho morder a éste por layarará que usted ve, hace una hora. Yestá, yo creo, tan sano como usted y

como yo.—Con gran placer, Ekdal —asintió

Morán—, pero cuando esté mástranquilo. Las serpientes me asustan enestos días.

—Porque está usted construyendo suparaíso —sonrió Inés. Y al hacerlo echóatrás, como tenía ella por costumbre alsonreír, su bella y pura frente.

XXIII

La correspondencia misteriosaproseguía sin tropiezos, manteniéndoseMorán por ella al tanto del ambiente quereinaba en casa de los Iñíguez. Comodebido a la extrema vigilancia Morán nopodía arriesgarse a dejar de día su tuboal pie del poste, se levantaba a las tresde la mañana, y bajo las más negrastinieblas que puede deparar una nochede temporal, iba casi a tientas adepositar su carta, asegurándose de labuena pista tan sólo por el chapaleo del

barro bajo sus pies.Aunque Morán poseía la

singularidad de despertarse a la horaque quería, sin errar en un minuto,perdió una mañana en el tallercomponiendo su viejo despertador. Y nodejaba luego de hacer un singular efecto,a aquellas altas horas y en aquelremotísimo rincón del bosque, oírresonar un timbre, y ver salir a unhombre del carácter del nuestro que,bajo un chorreante capote, llevaba en untubito de palo una tierna carta de amor.

No siempre hallaba Moránrespuesta. Malas horas aquellas, comolas de cierta noche en que hallándosecon un tobillo muy hinchado y dolorido,

debió ir sin embargo en vano, pararegresar rengueando atrozmente, y conun semblante que no hubieran queridopor nada encontrar en su camino laschicas de Aureliana.

Más de una vez Morán se detuvofrente a la ventana de su idilio, con laloca esperanza de hallar a Magdalena.No la vio nunca; pero oyó en cambio elmurmullo resonante con que la señora ysus dos hijas rezaban todas las noches elrosario.

—Inés tiene razón —decíase Moránen estas ocasiones—. La religión no hatocado el corazón de Magda, pero hasepultado su voluntad. El día en quedeba decidirse entre su madre y yo,

estoy perdido.Muy en breve debía sentir

confirmado en parte su temor.Una mañana llegó Adelfa con dos

cartas de Magdalena. En una leanunciaba que dentro de un instante leescribiría por imposición de su madre;en la otra le pedía sus cartas y sedespedía de él para siempre. Sin deciruna palabra, Morán tendió al emisariolas cartas solicitadas en un montón sinorden ni concierto.

Pero a pesar de la advertencia deMagdalena, se sentía disgustado. Lareligión pesaba de modo abrumadorsobre ella. Habíale sugerido ya un doblejuego para su salvación: engañarla a su

madre con él, y a ambos con suconciencia.

—Tenía usted razón —dijo esanoche a Inés, cuando la hubo enterado dela doble carta.

—Vamos afuera —respondió lajoven, sin contestar directamente.

Fueron, evitando la humedad delsuelo, a sentarse en medio del camino,trillado por el rodar de los carros que enesos días transportaban gajos verdes deyerba.

—No, no tiene usted razón —observó entonces Inés—. Magdalena noha tenido hasta ahora ocasión de sacar aluz su personalidad. El primer contrastela toma de sorpresa. Deje que se

acostumbre a la lucha, que se veavencida al principio; no importa.

—Pero fue usted misma —no pudomenos que recordar Morán— quientemió por mí.

—Y temo siempre; pero dénosocasión, a ella y a mí, para la prueba.¡Es tan oscura y peligrosa entre ustedesla educación de la mujer!

Se detuvo un momento. Luego,fijando de pleno sus ojos en los deMorán:

—¿Usted se da cuenta, verdad, delgran temor de la señora al secuestrarcasi a su hija?

—Creo que sí —repuso élbrevemente.

—Muy bien. Un instinto de pasión yde sacrificio como el de Magdalena, enel ambiente en que se ha desarrollado,resistiendo violentamente a ladeformación, no conoce al lado delhombre amado otro lugar que sus brazos.¿Y sabe usted ahora lo que yo hacíaquince días antes de casarme? Pasar tresdías con Halvard, juntos y solos, en unaexcursión de verano.

—No creo, en efecto, que la señorade Iñíguez consintiera…

—Ni ella ni nadie, con su religiónlatina. —Y la raza, Inés.

—No, la religión. Lo que primero senota en las mujeres de ustedes es laabolición del sentimiento de la

responsabilidad. Se la ha disueltototalmente en la hipocresía. Eduque a suMagda, Morán. Puede hacer de ella unagran mujer. No olvide que si usted es eldiablo para la madre, para la hija es eldios… a redimir.

—Lo mismo da —repuso Morán,malhumorado.

—¡Vamos, Morán! ¿También esusted católico para la lucha?

Morán no respondió. Veía en sueñosa su Magda criada en otro ambiente,educada de otra manera. ¡Qué felicidadhubiera sido entonces la suya, alentadopor ella! ¡Y qué dulzura de comprensióny descanso para su frente, bajo lasmanos de una mujercita así!

Reeducarla… Inés decía bien. ¡Siapenas tenía 17 años Magdalena!Bruscamente, pasó del desaliento másnegro a la más clara esperanza.

—Inés —dijo tomándole ambasmanos—: ¿qué fallas tiene usted?

—¿Yo? Estoy llena de ellas. Sóloque usted no las percibe… por su raza ysu educación latinas.

—Yo no soy latino.—Eso cree usted. Lo es hasta la

médula de los huesos. Volvamos —concluyó recogiendo su silla de paja—.Está demasiado fresco.

Adentro, Ekdal trabajaba. Morán seretiró al rato, llevando de suconversación con Inés un mundo de

ilusiones.

XXIV

Una semana más tarde los Iñíguez,exasperados por la resistencia deMagdalena, la llevaban a Buenos Aires.

Morán lo supo el día antes por lamisma Magdalena.

«Estáte tranquilo —le escribía—.Podrán hacer de mí lo que quieran,pero no que deje de amarte. Así se lo hedicho a mamá. No me escribas. Yo loharé todos los correos, y si pasa unosin que recibas una carta, puedes estarseguro de que me he muerto, pero no de

que te he olvidado. Ten confianza en tuMagda, chiquito mío, y no te inquietes.Pronto volveré y seremos de nuevofelices».

Morán hizo lo indecible esa nochepara ver a Magdalena. Montó guardiaante la ventana hasta altas horas,desesperado por verla y besarle lasmanos. Una sola vez alcanzó adistinguirla cruzando la penumbra. Lavigilancia debía ser extrema para que suMagda no se hubiera detenido uninstante contra la reja, a mirar lastinieblas. Y ante la evocación de lafamilia entera en acecho, los ojos y elsemblante de Morán se ensombrecieroncon sus más duras líneas de batalla.

Recordó la palidez de Pablo cuando aldía siguiente de ser sorprendido por él,lo detuvo en mitad del camino adevolverle un plano de Salvador. Y alencogerse ahora de hombros, como lohizo antes, sintió más profundo, tenaz ytriunfante su amor por el retoño puro ypasional de aquel viejo árbol carcomidode miserias, de cálculos y fanatismo.

Desde la ventana del taller Moránvio pasar el break que llevaba al puertoa la señora de Iñíguez y sus dos hijas,acompañadas por Salvador. Siguió conlos ojos el carruaje que descendía elcamino perdiéndose bajo el monte, parareaparecer un instante, cada vez máslejos, en dos claros del bosque. Vio

salir el vaporcito, lo vio huir ydesaparecer tras la gran restinga delacantilado, y Morán quedó solo, sumidoen dulcísima melancolía.

XXV

La oficina de correos de Iviraromí eraentonces un poco de todos. Losplantadores de yerba retiraban delmontón de cartas su correspondenciaurgente, y Morán había tenido buencuidado, desde un tiempo atrás, dellegar siempre temprano a las oficinas,cuando las bolsas no habían sido aúnabiertas. Ayudaba así a la distribución,lo que le permitía escamotear todas lascartas de Magdalena dirigidas a sushermanos, pero que traían subrayada la

dirección.Tales cartas estaban escritas a su

destinatario oficial, y nada se hubieradescubierto, de haber aquéllas llegado adestino. Pero Morán sabía que estabandirigidas a él, pensando en él, condetalles y expresiones para él, y eso lebastaba.

Llegaban, bien se ve, otras cartas deMagdalena; pero éstas, sin subrayadoalguno, seguían hasta sus destinatarios.

XXVI

Morán aprovechó ese mes de descansopara efectuar algunos trabajosdescuidados. Ante todo, limpió susplantas de yerba, por considerar que losdos años en que aquéllas se habían vistoabandonadas a sus propias fuerzas delucha, eran suficiente descanso.

La impresión de Morán sobre elcultivo de la yerba mate, tal como seefectuaba, no era muy risueña. Entendíaél que se estaba forzando a las tiernasplantas a crecer, a agigantar

precozmente un desarrollo que encondiciones naturales adquirirían sinprisa, paso a paso, evitando los peligrosincidentales, acostumbrándose a losforzosos, procediendo con la sabiduríade la naturaleza, a fin de llegar mástarde a las grandes luchas de la sequía ydel sol, con un organismo adaptado,sobrio y enjuto.

Las plantaciones nuevasprosperaban, sin duda, y la lujuriaextraordinaria de las jóvenes plantasconquistaba a los especuladores. Peroaquel vicio no se obtenía sino a costa deun surmenage feroz, que hacía rendir alas plantas, en ocho o diez años, susreservas para toda la existencia.

Morán había observado enplantaciones de apenas doce años,yerbas que por el achaparramiento deltronco, por sus deformaciones, por suscánceres en los nudos, por sudescortezamiento, por sus tejidosnecrosados, ofrecían todos los estigmasde la decrepitud. En sólo dos lustros desol, de remoción insensata de la tierra,de podas excitantes y agotadoras, sehabía logrado convertir un árbol decrecimiento cauteloso y destinado avivir cien años, en un arbolillo rugoso,pudriéndose de senectud a los doce añosde vida.

Los yerbales de la región sur,plantados en la mísera tierra de campo,

eran los portaestandartes de este viciosodesarrollo infantil. Por el momento, lasplantaciones de este tipo producíanpingües cosechas. Bien. Morán queríaver lo que quedaría en breve tiempo deesos yerbales ferozmente exigidos ypésimamente alimentados.

En Iviraromí las condicionesvariaban, pues la tierra de monte y susgrandes reservas de troncos caídos en elmismo yerbal, garantizaban por largosaños la nutrición de las plantas. Así ytodo, mientras se continuara asfixiando alas yerbas a razón de mil pies porhectárea, mientras se prosiguieraestimulándolas viciosamente por lapoda, y agotándolas por el esfuerzo de

reposición; mientras se continuaraarrancándoles sistemáticamente su vidamisma, vale decir sus hojas, sin permitirque una sola de ellas se perdiera en elsuelo a tonificar la tierra esquilmada yhambrienta, Morán dudaba de que lasinfinitas plagas que acompañaban a laextenuación permitieran a yerbal algunoalcanzar los treinta años de vida.

—Éstos son los dioses —decíaMorán a Ekdal, mientras conversabansobre el tópico— que velan por elporvenir del joven Salvador. La mismarisa que tuvo Pablo cuando usted lehabló de prevenir epidemias, la tendráSalvador cuando se hable de no forzar asus plantas.

Una de esas tardes, mientras sehallaba Morán en su yerbal, fuearrancado de su tarea por un silbido deInés, que desde la vera del bosque losaludaba riendo. Estaba a caballo, consu traje de muchacha del Far-West,detenida ante el alambrado.

—¡Buen día, Morán! ¿Se retirabaya?

—No.—Entonces espérese un momento, y

veo su famoso yerbal.Y con jovial desenvoltura descendió

del caballo, pasó bajo el alambrado depúa sin pincharse, y reptando y bajandode los grandes troncos caídos, estuvopor fin al lado de Morán.

—¡Uf! Hay demasiados palos en suyerbal… Muéstreme ahora lo quehace…

Morán le mostró sus plantas,llamando su atención sobre la forma delos tallos.

—Muy bien formados… ¿Pero noson finos para su edad? He visto otrosmás gruesos.

—Sí, como son gruesas las criaturasobesas. Mis plantas son sanas.

Y para hacerse entender más, confióa Inés las razones que tenía para estarsatisfecho de su yerbal.

—Entiendo —dijo Inés—. Pero meparece que usted encara la plantacióndesde un punto de vista muy personal.

Usted hace filosofía y no agricultura.—¿Yo? Yo soy agricultor, no

comerciante.—Los Iñíguez quieren obtener en

seguida rendimiento de su dinero.—Yo lo mismo. Pero tengo cariño a

mis plantas. Cuando Salvador echabaabajo mil hectáreas de monte para airearsu yerbal, le dije que respetara laspalmeras, pues cinco o seis palmas porhectárea no quitarían sol a su yerbal.Salvador me contestó que las palmeraseran muy bonitas, pero no rendían uncentavo, y que valía más una hoja deyerba que sus penachos inútiles. ¿Sabeusted ahora en qué gastará su plata eljoven Salvador, cuando haya hecho una

fortuna con su yerbal? En reponer a grancosto, y so pretexto de decoraciónartística, las palmeras que taló. ¡Arte,los Iñíguez! Pero así es el mundo.

Inés quedó un rato callada.—Yo pienso —dijo al fin— que tal

vez ellos procedan como es debido…—Y de acuerdo —interrumpió

Morán lanzando con todas sus fuerzas unpalo a un tucán que pasaba volando—con las leyes biológicas tan caras a InésEkdal.

—Usted es tonto, Morán.—Y usted está a mil leguas de serlo,

Inesita.Se echaron a reír, y volvieron juntos

al paso por el camino que allí ascendía

entre dos altas murallas de monte, ellasilenciosa a caballo, él a pie a su lado,con la camisa oscurecida de sudor.

XXVII

Casi al fin de ese mes, Morán fue unatarde advertido por Aureliana de lapresencia de dos mujeres junto almolinete.

—¿Qué quieren? —preguntó.—Hojas de eucalipto… Son las de

Hontou.Morán soltó las herramientas. Eran,

en efecto, Eduvigis y Alicia.—Y bueno, don Morán… —dijo

Eduvigis, sonriendo con sus dos dientesde menos, que la chica disimulaba

bastante bien cerrando los labios alsonreír—. También nosotras venimos apedirle eucalipto… Pero usted no vamás por casa.

—Estoy ahora muy ocupado,Eduvigis —explicó Morán.

—¿Y de ahí? —Guiñó un ojo lamuchacha—. ¡Tan ocupado, don Morán!… Bueno, yo voy a bajar unas hojas, sime permite…

Alicia y Morán quedaron solos. Lachica alzó a él los ojos por un largomomento.

—Yo lo estaba esperando, donMáximo —dijo.

—Estaba muy ocupado —repitióMorán brevemente.

Alicia entornó los ojos, volviendo lacabeza a otro lado. Y al mirarla asíMorán, el cuerpo de frente y la cara deperfil, tornó a sentir el frémito de deseoque Alicia, sin buscarlo, despertabasiempre en él. Pero se contuvo.

—¿Están altas las ramas? —Sedirigió a Eduvigis—. Puedo trepar aayudarla…

No, gracias. Ya tengo suficientes.Concluida la cosecha, Alicia se

volvió otra vez a Morán, y con una débily dolorida sonrisa:

—Don Máximo: ¿ya no me quieremás?

—¡Sí, mi vida! —explotó él, incapazya de contenerse.

Si la imagen de Magdalena sehubiera erguido en ese instante ante losojos de Morán, él no la habría visto,velada por el destello de felicidad,descanso y dolor recompensado queirradiaban los ojos de Alicia.

—¿Cuándo va?—Hoy mismo —murmuró Morán.

Eduvigis llegaba ya.—Entonces —tendióle la mano la

muchacha— a ver si lo vemos pronto,don Morán… —Allá veremos…

—¡Hasta esta noche! —Dijeron losojos de Alicia.

—¡Sí, sí, amor! —Afirmaron los deél. Pero Morán no fue. Hay sacrificiosdel deseo que sólo un hombre es capaz

de apreciar.

XXVIII

Su yerbal ya en forma, Morán pensó enconstruir su quinta canoa, pues las dosprimeras yacían en el fondo del Paraná,y las dos últimas habían desaparecidode noche, dejando en la playa tan sóloun trozo de cadena limpiamente cortadaa machetazos.

Planeó y dibujó el fondo y lascostillas de acuerdo con las novedadesen deslizamiento descubiertas por losdirigibles y lanchas de carrera, y hastapudo contar alguna vez con la ayuda de

Ekdal, que llegó una mañana de pasocon cinco cachorros de huróndiseminados por su traje blanco, y quefue una tarde ex profeso con su mochilade geólogo, a arruinar las grandespiedras de hierro mangánico que laschicas de Aureliana usaban para partircocos.

Ekdal no entendía mucho de trabajosmanuales, y apenas de remar; pero seprometía acompañar a Morán en susinacabables recorridas del río,aventuras que no pudieron llevarse acabo por lo que luego se verá.

La construcción de una canoa por unhombre solo es una cosa seria. Durantequince días Morán no salió de su casa,

ni aun de noche. Ekdal e Inés, encambio, fueron dos o tres veces a tomarté con él, sin que Aureliana hubieratenido que preocuparse de otra cosa quede su agua hirviendo: Inés preparaba elté y llenaba la mesa de escones hechospor ella. La última tarde:

—¿Usted sabe que Magdalena llegala semana próxima? —dijo Inés aMorán. —Lo sé —repuso éste. —Debehacérsele muy largo el tiempo. —No.Espero tranquilo.

—Puede ser que Halvard vuelva conellas desde Posadas. Va allá el lunes.

—Si necesita algo de Posadas,Morán… —se ofreció Ekdal.

—Gracias. Nos hemos de ver antes.

—¿Mañana? —insinuó Inés—. ¿Porqué no va mañana? Son espantosos estoshombres con sus canoas.

—Bien, iré mañana.Y quedó solo, arqueando hacia atrás

sus dedos anquilosados por la presiónconstante de las herramientas, mientrasse dirigía de nuevo a su taller.

XXIX

Ekdal se había ido el lunes a Posadas, yel miércoles la canoa quedabacalafateada, planchada y pintada.Satisfecho de su obra, se encaminó denoche al bar, llevando el propósito depasar un instante a saludar a Inés; perose contuvo, no queriendo dar lugar acualquier chisme, dada la ausencia deEkdal. Pero alegróse de ver llegar al díasiguiente a su casa a Inés, a caballo, adevolverle su visita frustrada.

—Anoche oí sus pasos; pero cuando

salí al patio, ya había usteddesaparecido.

—No quise… —Comenzó Morán.—Sí, ya sé —aclaró ella—. Usted y

sus amigos son sudamericanos, y haprocedido bien. Yo soy de otra raza,Morán, y aquí estoy.

Y de un salto se halló en tierra,encantada una vez más del paisaje quese dominaba desde la casa de su amigo.

—Cuando yo compré esta meseta —explicó Morán— y el pedazo de monteque ve allí, todo el mundo se rió, porqueaquí no había sino piedras y linda vista.«Si no lo viéramos trabajar como lohace —dijeron en Iviraromí—creeríamos que Morán es poeta. Sólo a

él se le ocurre dar mil pesos por estepáramo». Ahora resulta que todo elmundo solicita mis piedras paraconstruir, y gratis, porque son piedras; yMontserier, que no quiso pagarnovecientos pesos por este retazo,indispensable para unir en un solobloque sus dos mil hectáreas, estuvoaquí el mes pasado a decirme que un díau otro se vería forzado a comprarme mipropiedad para su mujer, porque teníauna espléndida vista al río. Inés: ustedcome a cualquier hora, ¿verdad?

—Yo sí —se rió la joven, enseñandoal reír su fresca y sanísima dentadura.

—Entonces Aureliana nos va aservir lo que tenga.

Morán tomó apenas café; pero Inéscomió alegre y abundantemente.

Tres días más tarde la visita serepetía, y al cuarto llegaban en lanchaexpresa a Iviraromí la familia de Iñíguezy Ekdal.

XXX

Esa misma noche Morán montabaguardia ante la ventana hasta las doce dela noche; pero Magdalena no se asomó.

Desde los días anteriores a suausencia, Magdalena había pedido aMorán que dejara los tubos al pie delúltimo poste de la quinta, y alejado, porconsiguiente, cincuenta metros de lacasa.

Nunca supo Morán cómoMagdalena, bajo el espionaje de unaperfecta inquisición, alcanzaba

caminando hasta allí, cómo se bajaba sindespertar sospechas, y cómo disimulabalos tubos, una vez recogidos. Algunos deéstos eran muy gruesos, pues Morán noescribía brevemente a su amada.

A las ocho o nueve de la noche,ahora, Morán dejaba su carta y recogíala de Magdalena. Se escribían así todoslos días, y Morán leía en el bar la cartade aquélla, disimulándola en su libretade fórmulas y apuntes. Allí mismo,aislado en una mesita, escribía larespuesta.

Morán no estaba seguro de que suleer y escribir noche a noche noprovocara algún cambio de miradas delos contertulios, entre los que se

contaban a veces Salvador y Pablo. Peroa éstos no les era fácil adivinar lossecretos buzones de su correspondencia,y en cuanto a los otros, le tenía a Moránsin cuidado lo que pudieran pensar.

Una noche, al abrir una carta deMagdalena, Morán quedó inmóvil. Sunovia, convencida al fin de que laengañaba con Inés Ekdal, rompía con él.«Le había costado mucho convencerse.Hubiera preferido estar muerta antes quecreer eso. Ya no tenía remedio».

Leído esto así, fríamente, con losantecedentes que poseemos, cuesta creerla impresión que produjo en Morán. Loscelos le habían sido sugeridos aMagdalena por su familia, sin duda

alguna; pero ello probaba una vez más lainfluencia fatal que la familia continuabateniendo sobre el corazón puro y elespíritu débil de la menor.

¡Ah! ¡Libertarla de ellos, reeducarla,transformar en alto y claro juicio elúltimo desecho que desbordaba de subondad! ¡Pero cómo, sometida comoestaba a la tortura diaria de la insidia,del espionaje, del desprecio, delinfierno!

Esa noche no escribió en el bar.Salió solo y fue por las picadas lóbregashasta el río blanco de luna, y cuandollegó a su casa, sombrío y amargadocomo la hiel misma, oyó dentro de sí lavoz de Inés que le decía:

—Ayúdela a luchar, Morán…Bruscamente, como suele pasar con

los dolores creados por el propiocorazón, y que se van acumulando sindescanso para ahogar una luz que no sequiere ver surgir, Morán pasó delateísmo más exasperante a la fe máscándida.

Y escribiendo mentalmente y casipalabra por palabra la carta queenviaría al día siguiente, se durmió feliz.

XXXI

Morán escribió una carta sin obtenerrespuesta. Escribió otra, otra después,sin que su mano nerviosa hallara otracosa, al pie del poste, que el céspedhúmedo.

Tampoco lograba verla. Inés, queconocía su situación —pero no elmotivo, claro está—, le habló así:

—Es para mí muy extraña la actitudde los Iñíguez para conmigo. Ayerpasaron por aquí, y me saludaron sinacercarse.

—¿Cómo está Magdalena?—Desmejorada. No tiene el aspecto

feliz. ¡Pobre criatura! Sea tolerante conella, Morán. No juzgue sin saber lo quepasa. Ella está sola, sin verlo siquiera,hostilizada día y noche, engañadaprobablemente.

Y tras una pausa:—Morán: ¿no tiene usted por ahí

alguna distracción que haya llegado aoídos de ella? Si mal no recuerdo ustedhabía estado una noche muy rendido conuna chica de Hontou.

—No las veo hace tiempo —murmuró él.

—Me alegro. No tendría ustedperdón, estando de por medio

Magdalena.—Hasta mañana —dijo bruscamente

Morán—. Hoy no me siento bien.Tampoco vio a Magdalena al volver.

Y a las ocho de la noche hallábase denuevo al lado de Alicia.

Como en otros momentos,volcábanse del alma de Morán haciaAlicia toda la ternura y pasión quedebían haber sido para Magdalena. Lachica, arrullada, embelesada, cerrabalos ojos; y aun sabiendo desviadasaquellas flechas de amor, les oponía sucorazón arrobado, porque quien laslanzaba era Morán.

En las cinco noches que sesucedieron, Morán no faltó una sola a lo

de Hontou. También como en las vecesanteriores, la excitación se expresó conel mismo lenguaje que el amor. Y Alicia,ebria y desfallecida, sólo hallaba en lainmensidad de su dicha fuerzas pararesistir.

—Daría cualquier cosa porque mequisiera menos… —decíase Morán, consus cinco sentidos confluentes yaguzados en un solo deseo. Y ante elbramido de la fiera que la extenuabahasta el martirio.

—¡No, no!, don Máximo —sedefendía Alicia—. Yo lo quiero, ustedlo sabe; pero así, no…

Doña Asunción pasaba a veces porallí, y al verlos juntos sonreía

encantada:—Y de ahí, don Morán… —le decía

—. ¡Cásate, te digo! La Alicia va a seruna buena mujer para vos.

Al oír esto, la mirada de Alicia,concentrada y triste, buscaba la deMorán. Pero Morán, aun ardido dedeseo, no se sentía con fuerzas paraengañar a la criatura, prometiéndole loque no podría cumplir.

El despecho comenzaba por otraparte a abandonarlo. Luego, retirábaserendido y con los nervios exhaustos.Como los perros de jauría, los sentidosno satisfechos roen hasta el hueso a sudueño.

No volvería más allá. Nada dijo a

Alicia, pero ella lo adivinó.—Don Máximo —lo miró fijamente

—, usted no vendrá más, porque hay otrapersona a la que quiere.

Él no respondió. La chica, entonces,al sentir su mano apenas retenida por lade Morán al retirarse, dijo:

—Óigame, don Máximo: yo soy unapobre muchacha, y nada puedopretender. Pero por Dios le juro que nila de Iñíguez ni nadie lo va a querernunca como lo quiero yo. Y el día…

Volvió la cara y se llevó los dedos ala boca para ahogar un sollozo.

XXXII

Morán no volvió, en efecto, porque lacarta —¡por fin!— de Magdalena lohabía enloquecido de gozo. Con ningunaotra mujer Morán hubiera tenido laternura paciente de que dio pruebas enaquellos lúgubres días. Para su Magda,para aquella criatura de 17 años que lehabía dicho: «Tú has sufrido yademasiado en la vida; ahora necesitasser feliz», para aquella virgen que erasuya, al punto de que, aunque lo hubierasido en realidad, no podía pertenecerle

más en cuerpo y alma, para ella laimpaciencia capital de Morán seconvertía en grave contemplación ysuavísima esperanza.

Eran felices de nuevo, aunque laspruebas a que se veía sometido su amortornábanse cada vez más duras.Debieron recurrir a malicias que, si a élle eran bien conocidas, en ella surgíancon brusca revelación.

Una de las tardes en que Morán pasóal tranco de su caballo por el frente dela casa, vio a Pablo y a uno de losnegros que recorrían la línea delalambrado, observando el césped conatención. Esa misma noche, cuandoMorán iba a cruzar la picada a dejar su

carta, se detuvo inmóvil en medio deella: desde el zaguán Pablo observabacon atención la línea del monte.

Dada la posición que Moránocupaba, no podía ser descubierto.Pablo avanzó a lo largo de la casa,luego del alambrado de la quinta, sinapartar los ojos de la picada. Olfateabaindudablemente la presencia de Morán.

Éste no se movía, protegido por lastinieblas del monte. Pero se vioobligado a cambiar de táctica cuandoPablo, convencido de que no podría vera su enemigo desde el lugar queocupaba, avanzó al medio de la picada,donde se agachó para distinguir así lasilueta de Morán destacada sobre el

cielo más claro.Por varias veces se repitió aquel

acecho original: Pablo, irguiéndose ycayendo de golpe con la cara a ras delsuelo, y Morán repitiendo su maniobra.

No entraba seguramente en loscálculos del joven Iñíguez acercarse a lapresa sospechosa; deseaba sólocomprobar su presencia. Desalentado alfin entró en su casa; y Morán, excitadoaún por aquella cacería imprevista, sevolvió a su casa a esperar la alta noche,silbando vivamente, mientras atravesabael monte lóbrego manteniéndose en elsendero con bruscos relámpagos de sulinterna.

XXXIII

Por fin acaeció lo que de un momento aotro debía esperarse: Magdalena fuesorprendida recogiendo un tubo. Moránlo supo en seguida por la presencia ensu casa de la persona más insospechablepara los Iñíguez y para él mismo deprestarse a un juego así. El cual visitantedejó sobre la mesa, y como al descuido,una carta de Magdalena.

Estamos descubiertos —le decía—.¿Qué hacemos? Imposible dejar tubosallí. No podré pasear más por el

alambrado. ¡Qué tormento, mi vida! Nopuedo escribir más; pero no teinquietes, chiquito mío.

Como ella pedía —o imponía, mejordicho—, Morán se mantuvo tranquilo.Pero cuando seis días después,caminando con Ekdal por el caminoreal, vio a la señora de Iñíguez y sus doshijas que miraban caer la tarde de codossobre el alambrado, Ekdal no volvió desu sorpresa al oír el inesperado relatocon que Morán partía, sin antecedentesde ninguna especie:

—… Entonces —contaba Morán aEkdal— pasó lo que era de esperarse,porque usted no ignora el modo de serde Berthelot. Tomó el tubo de ensayo y

lo arrojó desde el camino mismo, ante laestupefacción de los circunstantes…

Ya habían pasado y Morán calló.Ekdal continuaba mirándolo, y suacompañante se echó a reír por todaexplicación.

Ni Ekdal ni nadie había entendidouna palabra de aquella extraordinariacuanto inesperada aventura de Berthelot.Pero Morán sabía que Magdalena habíacomprendido, y estaba tranquilo.

En efecto, al pasar de noche acaballo, Morán tiraba desde el caminolos tubos, que caían aquí o allá en elpasto, pero a cien metros del lugarhabitual; tubos que Magdalena recogíaal día siguiente, sin que se sepa jamás

cómo.

XXXIV

Día a día veía Morán avanzar a suamada en la senda de la independencia yde la voluntad. Algo había contribuido aello: los Iñíguez, vista la inutilidad de suobra, habían devuelto su amistad a losEkdal. Morán puso a Inés enantecedentes de ciertos números ypalabras cabalísticas que enunciadoscomo al descuido delante de Magdalena,advertían a ésta de la complicidad de suinterlocutor; y gracias a ellos la joventuvo ocasión de ponerse bellamente

pálida, la tarde en que Inés, hablando desu marido, contó ante los Iñíguez quehabía encontrado «veinticuatro» huevosde tal cual culebra…

Magdalena, casi espantada, fijó susojos en Inés, y ésta le hizo unaimperceptible guiñada.

Cuando Inés concluía de informar aMorán del gran ánimo que demostrabaahora su novia:

—¡Inés: esta vez Magdalena es mía!—dijo Morán entusiasmado.

—Es suya —respondió la joven—,pero debe tenerla.

—La tendré.—Estoy segura también. ¡Oh,

Morán!, usted no puede apreciar los

tormentos de todo orden a que se sometea esa pobre criatura. Es menester quetenga una voluntad de acero —esavoluntad que usted le niega— pararesistir la presión de todos los días, detodas las horas y de todos los instantes.No violencia, no; pero si habla a unhermano, éste no contesta; si se dirige asu cuñada, ésta no oye; si se aproxima asu madre, ésta se echa a llorar. ¡Y sindecirle jamás una palabra! Usted sabeque Magdalena tiene veneración por sumadre. Aprecie usted lo que es vivir asídía a día, aprovechando la noche parallorar a solas en la cama… Y todoporque hay un señor Morán que aprietalos dientes hasta rompérselos cuando

Magdalena no le sacrifica riendo a sufamilia…

—Soy un miserable —apoyó Morán.—No tanto… Pero descierre por

favor las mandíbulas, Morán. No sehaga demasiados reproches. Yo quisierasaber qué persona, con la educación queella tiene, hubiera luchado comoMagdalena.

—¡Usted es un encanto, Inesita!—Y para que lo crea más aún, le

diré esto: Magdalena lo espera pasadomañana en la ventana, a las nueve enpunto. Usted ha ido algunas noches acaballo por allá, ¿no?

—Sí; pero lo dejaba en el monte. Micaballo queda donde yo lo dejo.

—Pero lo han oído relinchar.—Una sola vez.—Bueno. Vaya siempre a pie,

Morán… ¿Se va ya? Si usted me ofreceun té menos horrible que el de la últimavez, vamos esta tarde a tomarlo conusted.

—Y yo voy a colgar a Aureliana y asus hijas de un árbol, para que aprendana servir a Inesita Ekdal.

—Chau, pues, como dice usted.

XXXV

La entrevista de Morán y Magdalenatuvo la brevedad de un relámpago. Y loque durante ella tuvo Morán por delantefue el espectro traspasado de dolor desu Magda que había dejado de ver. Erasin duda la misma bella criatura; pero sumirada ahora demasiado profunda; y lamisma dicha de verlo, surgía en susemblante en una sonrisa esforzada,inerte, como si apenas pudiera vencerlos rictus ya adquiridos por el constantesufrir.

—Vida adorada mía… —murmuróMorán, buscando en las mallas deltejido los dedos de su amor que,dóciles, venían ya a su boca.

Magdalena, a pesar del breve tiempode que disponían, sentíase demasiadofeliz para hablar. Arrancó por fin sumano, y mirándolo, como se mira desdeel fondo de un gran dolor un porvenirque puede ocultar un dolor más grandeaún:

—Dime: ¿me querrás siempre comome quieres ahora?

—Sí, sí…—¿No me abandonarás nunca? ¿Me

tendrás a tu lado por toda la eternidad?—¡Magda mía, mi amor!…

—Bien; eso quería saber. Ya nopuedo estar más… En el poste esquinerodel camino hay un hueco que no se vedesde adentro. Pon ahí los tubos. Vete,ahora.

—¡Magda!—¡No, vete!Y la ventana se cerró con gran

calma, a tiempo que se oían pasos haciaallí, y Morán se ponía en cuatro saltosen el monte.

XXXVI

—Ekdal —dijo Morán a éste diez díasdespués de lo anterior—: tengo graninterés en hablar con Salvador, y temomucho que no acepte una entrevistaconmigo, si la solicito directamente. Meparece, en cambio, que no se opondría ahacerlo si usted lo invita a charlar aquíconmigo. ¿Quiere hacerme el favor dehacérselo saber?

—Con gran gusto, Morán. ¿Cuándo?—Hoy o mañana; me es indiferente.—Bien, mañana entonces.

Durante el té que al día siguientereunía a Salvador y Morán en lo deEkdal, ni uno ni otro dejaron traslucir latormenta que se fraguaba entre ellos.Pero, cuando recostados de brazos antela baranda del tapir estuvieron por finsolos, la expresión de ambos cambió.

—Yo creo, Salvador —comenzóMorán—, que vale la pena de quehablemos una vez por todas, y por estole he solicitado esta entrevista. Ustedesno ignoran lo profundamente ligados queestamos Magdalena y yo. Saben comonosotros mismos que nada ni nadiepodrá separarnos. Y a pesar de esto,prosiguen ustedes en su oposición feroz,como si yo fuera el último de los

miserables.—No es eso…—Un momento. Me he preguntado

mil veces el por qué de esa oposición.He considerado uno por uno los motivosque pueden ustedes tener para procederasí, y no hallo uno que levante talimposible. Mi posición, primero: no soyrico, ni mucho menos; ustedes lo sabenbien. Pero tampoco ignoran que puedobastarme a mí mismo —y a mi familia,cuando la he tenido—, y que Magdalenase sentiría feliz con lo que yo pudieraofrecerle.

—No es eso…—Un momento. Mi carácter: a usted

mismo, una noche que comía en su casa,

le oí hablar, defendiéndome, de lo quehan dado en llamar la dureza excesivade mi mano…

—Tampoco es eso…—La diferencia de edad: es grande,

sin duda; pero no alcanza por sí sola acrear tal oposición. Mi falta decreencias: me explicaría que su mamá…

—No, no —interrumpió por finSalvador—. No es ninguno de esosmotivos en particular: es «el conjunto».En casa estamos convencidos de queMagdalena no será nunca feliz con usted.Ella es libre.

—¿Libre? ¿Ustedes llaman libertada la enorme presión que ejercen sobreesa criatura?

—Nada le decimos nosotros.—En eso consiste la presión. Vive

entre su familia como si no existierapara ustedes.

—Ella es libre, le repito, de hacer loque quiera.

—¿Aun casarse? —Sí.Morán quedó un instante mudo.

Luego:—¿Y el precio de esa libertad?—Usted insiste en la palabra. Para

nosotros habrá muerto. Ella es libre decasarse cuando quiera. Tiene su hijuelaperfectamente separada…

Morán, que en ese instante secolocaba sus anteojos de auto paracontrarrestar el sol de frente, sonrió.

—Supongo que usted no quiereinsultarme…

—No; lo digo para demostrarle queMagdalena puede casarse cuandoquiera; pero que no cuente más connosotros.

Morán no vio sino una cosa: queMagdalena era por fin suya. Enternecidoa su pesar por el afecto que por algunosaños había tenido a Salvador:

—¿Debo considerar que nuestraamistad particular queda tambiénconcluida para siempre? —Sí, mientrasmi hermana viva.

XXXVII

¡Feliz! Morán sentíase feliz, con la dichamás grande que puede colmar laexistencia: la posesión inmediata yprofunda, eterna y livianísima, de unacriatura cuya vida no ha tenido otrodestino que constituir el gran amor deese hombre.

Incertidumbre sobre el débilcarácter de Magdalena, desaliento antesus dobles juegos de conciencia: todoesto no había sido sino una remotaexageración de su enfermiza sed de

análisis.¡Su Magda! ¡Pura y espontánea,

aliento y calma de su existir! ¡Quédeseos de abrazarse a sus rodillas ypedirle perdón, entregándole todo lo queun hombre, por única vez en su vida,entrega sin reservas en esa actitud!

Pero no debía perder un instante.Estoy decidida a todo —habíale

escrito ella—. Sé que Dios meperdonará lo que hago.

Ekdal había ido a lo de Iñíguez ennombre de Morán.

—Están dispuestos —informó luegoa su amigo—, pero no desean que ustedvea a Magdalena antes de la ceremonia.Insisten en eso.

—Bien —dijo Morán—. Daría milaños por verla antes… Pasemos. ¿Lesdijo que deseaba casarme el lunespróximo?

—Sí.—¿Y que me embarcaría en seguida?

—También. Ellos parecen contar conesto. —Me lo figuro. Ahora, Ekdal, meescapo. Tengo que arreglar muchascosas todavía.

XXXVIII

En efecto, quedábale aún bastante quehacer. Si ya desde un mes antespreocupa el abandono de un país encircunstancias normales, júzguese de latensión que debía sufrir Morán paraaprontarlo todo en tres días. Trabajos amedio concluir y que deben quedarterminados, so pena luego de hallar sóloruinas en la propiedad; los alambrados ylas plantas; destino de un caballo,cuando se lo posee, de una vaca y aun deun perro, durante los grandes trastornos

del país; las lluvias incesantes y lassequías interminables; órdenes generalesque deben cumplirse de cualquier modo;órdenes particulares para ciertos casos;previsiones hasta un año después delpresunto regreso, si se quiere evitar suatónita incomprensión ante el menorimprevisto; deudas a pagar, dinero aobtener, y la suma de inquietudesenervantes que acompañan fielmente elabandono de un país.

Morán lo resolvió todo en tres días.Pero lo hubiera hecho en dos, y aun enuno, pues el hombre que en él habíalanzó todas sus energías, como animalesde presa, tras la súbita eliminación delas dificultades.

Aureliana lo ayudó —en medio desu aturdimiento cuando su patróncobraba voz rápida— a resolver laspreocupaciones de orden interno. Ycuando a las seis de la tarde de esetercer día Morán no tuvo otra cosa quepensar sino en su felicidad inminente, unsolo remordimiento, oscuro peroconstante, pesaba sobre él.

En Iviraromí, que había vivido todoel invierno de su drama de amor, lanoticia de su matrimonio debía habercorrido como pólvora y llegado enseguida a los oídos de los Hontou.

El día anterior, al caer la noche,Morán había refrenado bruscamente elgalope de su caballo ante un chico

detenido a la linde del camino.—¿Qué pasa, pibe?—Es Alicia, de los Hontou… —

había respondido el chico—. Dice quequiere verlo, don Morán…

Un hombre, esté en el caso en queesté, no siente su conciencia tranquilacuando una mujer, al enviarle decir quequiere verlo, le recuerda con ello que élle ha jurado amor eterno. Titubeó unmomento. Y arrancando de nuevo algalope:

—Está bien; decile que dentro detres o cuatro días iré.

Dentro de dos días él se iba de allí;pero con tal respuesta aquietaba a sumodo su conciencia.

Y he aquí que mientras, bañado ya,charlaba con Aureliana de cuantoquedaba aún por hacer en su casa,llegaba de nuevo el chico delcrepúsculo anterior con una carta deAlicia.

Don Máximo: He oído decir queusted se va, y yo quiero verlo antes. Porlo que más quiera en este mundo, vengaesta noche. Quiero verlo nada más, donMáximo. ¡Venga, venga esta noche!

Morán, que con la promesa aquéllahabía engañado sólo a medias a suconciencia, irritóse al recordársele susórdida transacción. Despachó almuchacho sin una palabra.

—Y… ¿qué le digo? —preguntó

aquél.—Nada —repuso Morán.

XXXIX

—Sería bueno, señor, que llevara elcapote —recomendó Aureliana a supatrón, cuando éste hubo montado acaballo.

Morán echó una ojeada a todo elcontorno del cielo. Hacia el oeste, trasel río, gruesos cúmulos de base oscuraascendían como en erupción, los unossobre los otros, resquebrajados porbruscas conmociones de luz lívida. Nose movía una hoja. En todos los demáspuntos del cuadrante el cielo estaba

despejado, pero con un ligero velo deasfixia. Las gallinas se habían recogidomuy temprano. La tormenta, dedesencadenarse, no lo haría hasta muytarde.

—No hace falta —dijo Morán—.Volveré en seguida a cenar. ¿Encontrólos bueyes el carrero?

—Sí, señor. Dice que a mediodía sinfalta estará aquí.

—¿Estuvo Floriano?—También, señor. De aquí a tres

días estarán listas las tablas.—¿Y el rozado del bananalcué?—No me acordé, señor…—Bien; acuérdate, Aureliana.Así, orden tras orden, detalle tras

detalle, Morán no debía olvidar nada.Vio aún en el pueblo a dos o trespersonas y conversó un rato con el jefedel Registro Civil, el cual parecía tanentusiasmado como Morán por el granacontecimiento. Y cuando se vio por finlibre de toda preocupación y de todoolvido posible, Morán se detuvo uninstante en lo de Ekdal, con quiencambió sólo breves palabras, pues mástarde debía volver a hablar conextensión de la ceremonia del díasiguiente.

—¿Tiene todo listo ya? —preguntóEkdal.

—Todo. Soy desde este instante elhombre más feliz de la tierra. ¡Ciao,

Ekdal!Al doblar el monte se encontró con

Inés, que había salido sola a caminar.—Inesita: ¿ha visto usted alguna vez

a un hombre feliz? Me voy volando acasa.

—¿Así, ya? ¿A qué hora vuelve?—En seguida.Pero apenas arrancado al galope,

oyó que Inés le gritaba:—¡Y no olvide lo prometido,

Morán!—¿Qué? —preguntó Morán

volviendo a medias la cabeza.—Su retrato.Morán se volvió entonces con todo

el caballo y contestó:

—¡Por supuesto, Inesita!Miráronse un instante desde lejos, y

luego ambos se echaron a reír,levantando a dúo el brazo en un saludoindio de despedida.

XL

En el corazón humano no hay unapulsación misteriosa que haga prever elacontecimiento fatal que va aaniquilarlo. Nada en el cielo, ni en lascosas miradas, ni en la tierra hollada,advierte al hombre que el universoentero se desplomará sobre él. Sigue sucamino, dichoso y admirado de existir,grato a las cosas que lo contemplan, alperfume de los azahares del monte quelo exaltan, seguro de poder sonreír asolas, si quiere, pues nadie como él ha

redimido y asegurado su vida por mediode un grande y eterno amor.

Quien sonreía a solas, regresando asu casa, era Morán. Fue él quiencontrajo el ceño al distinguir una siluetade hombre esperándolo en la meseta, yél fue quien, al reconocer claramente alemisario, previo por fin, pero ya con laflecha de la muerte clavada en sucorazón, la catástrofe que lo aguardaba.

El negro mayor de los Iñíguez,enviado oficial de la familia, le tendíauna carta.

—¿Hay respuesta? —preguntó tansólo Morán.

—Creo que no —repuso el enviado—. Se han ido todos al

establecimiento…Morán clavó la mirada en los

aspectos familiares de su casa,indiferentes, puros y eternos comosiempre, y recostado en una palmeraabrió la carta.

Es inútil cuanto hemos hecho yhagamos —decíale más o menosMagdalena—. Estoy convencida de quepara nosotros no hay salvación. Estacarta no me ha sido dictada por nadie,puedes estar plenamente convencido.Olvídame y adiós.

Al concluir de leer, Morán quedóinmóvil. ¿Qué podía hacer, si no erapercibir, bajo el gran cielo atormentado,la vaciedad sin límites de su existencia?

Las ilusiones de un hombre cuyassienes platean, viven, no sólo de suporvenir, sino de su presente y de supasado, pues impregnan con sus raícestoda su personalidad. Y esas raicillasterminales, al ser arrancadas, dejan en elcuerpo muerto un sabor más amargo quela hiel.

«Para nosotros no hay salvación».Con esta palabra expresaba Magdalenatoda la lucha de su voluntad. A lapresión católica, al terror del infierno, ala condenación de su alma, habíaconfiado la familia su carta definitiva enel juego contra Morán. Debíase fingir elconsentimiento, tal como lo habíasugerido Salvador. Inducido Morán a

precipitar las cosas, debía caer en latrampa tendida. Jamás habían consentidolos Iñíguez en ese matrimonio. Peroforzando con ello a Magdalena adecidirse entre Morán y el espectro desu madre arrastrada a las llamas delinfierno por su proceder, Magdalenadebía quebrarse, y escribir por su solacuenta. Es lo que había hecho.

Morán había esperado lo imposibledel amor. Ahora se rendía.

Apartóse de prisa de la palmera,pasóse la mano por la frente, comoquien se arranca de una pesadilla, y seencaminó a desensillar su caballo, quelo aguardaba en la oscuridad con lasorejas inmóviles y alerta.

Su sueño había concluido.

XLI

—¿No va a cenar, señor? —preguntóAureliana, quien no presagiando nadabueno del silencio de su patrón, lo habíaseguido a unos pasos de distancia.

—No, gracias —respondió Morán.Pero alguien ascendía desde el

camino a la casa: y al oír los pasos en elpedregullo, Morán tuvo la sensación deun nuevo choque en el sitio todavíadolorosísimo del golpe anterior.

—No estoy en casa para nadie —advirtió a Aureliana, mientras proseguía

hacia el galpón con su caballo de tiro.Un instante después regresaba su

sirvienta cautelosa.—Es…—¡Váyase al diablo! —explotó

Morán.Aureliana estaba ya a diez metros.

Pero como al pasar tras el taller, Moránviera la silueta inmóvil del visitante enmedio del patio, avanzó resueltamentehacia ella.

No era el mensajero que temía, sinoMiguel Hontou.

—Buenas noches, don Morán… —saludó el visitante, quitándose elsombrero.

Morán conocía la sonrisa torpe y

tímida con que los mensú tienden lamano a un patrón; pero la actitud deMiguel parecióle esta vez más tímida ytorpe que de costumbre, y se contuvo.

—¿Qué hay, Miguel? —preguntóbrevemente.

—Quería decirle, don Morán, queAlicia…

Los puños de Morán se cerraron.¡Todavía!

—… es finada ya.—Ha muerto… ¿Pero cómo? ¿De

qué? —Se envenenó…Hubo un tremendo silencio. Allá

adentro, más allá de la vida presente,Morán sintió como si dos manos truncassacudieran su corazón —o el sitio donde

debía haber estado su corazón—.¡Pobre, pobre criatura!

—Mama quiere que vaya a verla aAlicia, don Morán…

—¡Pero claro!… ¡Qué cosa bárbara!… —murmuró, condensando en esas trespalabras su anonadamiento ante todo loque debió y pudo ser evitado. ¡Pobre,pobre criatura!

Un rato después llegaban ambos deun galope a la casa, y Roberto salía alencuentro de Morán, con la mismatímida y forzada sonrisa de su hermanomenor.

—Y de ahí, don Morán… Havisto…

—¡Qué cosa bárbara!… —Sólo

acertó a repetir Morán—. ¿Pero cómoha sido? ¿A qué hora?

—Hace media hora, no más… Perolo ha agarrado la lluvia, don Morán. Siquiere cambiar…

—No es nada. ¿Y doña Asunción?—Está allá adentro, con la finada.

La pobre vieja, don Morán… Ella laquería a Alicia más que a nosotros.Pobre mama… Venga, don Morán.

Al entrar en la pieza, Morán pudohaber visto desde el primer instante aAlicia, vestida y muerta en el catre. Perosólo miró a la desgraciada madre, quesentada sobre un baulito de peón, sehamacaba suavemente de adelante haciaatrás, con las manos entre las rodillas.

No vio entrar a Morán; pero cuandoéste le puso la mano en el hombro,levantó la vista y lo reconoció.

Llevándose entonces las manos a lacara:

—Mi hijita, don Morán… —sollozó,como quien pide cuentas.

—Doña Asunción… —pudo sólomurmurar el lamentable individuo.

—Mi hijita, don Morán… Yosiempre te decía: don Morán, cásate conella… Usted pensaba en otra muchacha,ya sé. ¡Mi criatura, tan buena!… Y tantoque lo quería a usted, don Morán…

Enjugó sus ojos, y sujetándose conlas manos a la de Morán, prosiguió,mientras contemplaba el cadáver de su

hija:—Yo no creía, don Morán… que lo

quisiera a usted tanto… Yo la veía triste,callada… Callada también para mí…Ayer lo mandó buscar… usted no vino.Ella sabía que usted se casaba… Perorecién ayer supo que usted se iba… y leescribió. Yo creo, don Morán… usted esun hombre, y sabe lo que hace… Pero yocreo… que si usted hubiera venido… unmomento nada más a verla… ¡mi pobrehijita viviría todavía!…

Hay sufrimientos cuya esencia no sepuede analizar por la diversidadtumultuosa de sus motivos. Pero cuandoese dolor está constituido todo él deremordimiento, y este remordimiento

está ligado a una persistente fatalidad,puede esperarse cualquier cosa de estehombre, menos la de sentirse —otra vezy de nuevo— un asesino.

Morán salió afuera.—Voy a cambiarme, Miguel… —

dijo—. Estoy muy mojado.—Es lo que me parecía. Y bueno,

don Morán… Ya se va. ¡Y muchasgracias! ¡Roberto! Don Morán se va ya.

Roberto y Etién vinieron a saludarlo,agradecidos.

Bajo la lluvia torrencial que batía yhacía sonar el pasto como si fuera tierra,Morán galopó hasta su casa. Un pequeñocuadro de luz brillaba bajo el alero deltaller. Aureliana no se había acostado

aún.Cuando llegó Morán al galpón, ella

estaba ya a su lado.—Deje, señor, yo desensillo el

caballo… Qué lluvia…—Bueno, Aureliana, hágame el

favor. Después me prepara una tazagrande de café y me la lleva a mi cuarto.

Y tiritando como si hiciera mil añosque se helaba, Morán atravesó el patiosonante de agua, cambióse únicamentede camisa, y se tiró con las mantasencima.

Cuando media hora más tardeAureliana llamaba a la puerta, Morán sepuso en pie de un salto. Bebió el café entres sorbos, y poniéndole la mano en el

hombro a su sirvienta, le habló así:—Aureliana, yo no me caso ya. Me

voy siempre mañana, pero en el vaporde la carrera. Cuando venga, pues, elcarrero a mediodía, haga cargar elequipaje, y que me lo pongan a bordo dela lancha. Las órdenes que le di, son lasmismas siempre. Yo no sé cuándo leescribiré. Si algo pasa escríbame a ladirección que le dejo ahí en la mesa.Eso es todo. Y ahora, Aureliana, vaya aacostarse —concluyó con una débilsonrisa, palmeándole ligeramente elhombro.

—Patrón… —comenzó, y se detuvola mujer.

—Vaya, Aureliana.

—Bien, señor…Pero deteniéndose aún:—¿Dejo atado el caballo?—Es cierto, me olvidaba. Voy a ir a

caballo al puerto. Mándemelo a buscardespués con una chica.

—Y… ¿cuándo vuelve, patrón?…—No sé. Vaya, Aureliana.

XLII

Lo sabía, sin embargo. Desde la bordadel vapor, que sin pitar y bajo la lluviacerrada parecía huir también parasiempre de Misiones, Morán dirigió losojos por sobre el monte brumoso haciael pueblo de la yerba mate, con su fiebrede ganancia que llenaba todo el país, yque para él no encerraba sino dosamores bajo los cuales, como a lasombra del capote que lo velaba, yacíamuerto él. Y no sólo él…

Deseó, ofreció, confió su vida trunca

a una felicidad redentora: la religión,más fuerte que un grande y puro amor, sela había negado.

Cerró los ojos, rehuyó, negó esamisma vida suya a otra felicidad: latumba, fiel y fatal como la religión, se laentregaba muerta.

Cruzando más los brazos sobre laborda, Morán contempló hasta perdersede vista el país que abandonaba.

Él había invocado cien veces alDestino, como a una invencibleDivinidad. Podía quedar en adelantetranquilo: la fatalidad del suyo quedabacumplida allí.

HORACIO QUIROGA (Salto, 1878 -Buenos Aires, 1937). Narrador uruguayoradicado en Argentina, considerado unode los mayores cuentistaslatinoamericanos de todos los tiempos.Su obra se sitúa entre la declinación delmodernismo y la emergencia de lasvanguardias.

Era hijo del vicecónsul argentino.Realizó sus estudios secundarios enMontevideo. Se interesó por el ciclismo,la química, la fotografía y el periodismoy la literatura. En su juventud viajó aEuropa; luego volvió a Montevideo, yposteriormente se trasladó a BuenosAires, a casa de su hermana. Comenzó atrabajar como profesor de Castellano enel Colegio Británico. Publicó algunoslibros, pues para ese entonces habíalogrado algunos premios. Alrededor de1904, con una herencia paterna, setrasladó a la Provincia de Chaco paraencarar una plantación de algodón.Fracasado este intento, regresó a BuenosAires a desempeñarse nuevamente en la

docencia, recomendado por su amigo yeximio poeta, Leopoldo Lugones, conquien había realizado un viaje deestudios a las misiones guaraníticas.

En 1906 compró unas fracciones detierras en Misiones, en los alrededoresde San Ignacio, con planes accesiblesque brindaba el Gobierno Nacional. Seradicó allí con su esposa Ana M. Cirés.Allí fue Juez de Paz y oficial delRegistro Civil de esa Provincia. Alsuicidarse su esposa, regresó a BuenosAires. Se desempeñó en un empleo delConsulado uruguayo en Argentina.Publicó algunos libros. Y al tiempo decontraer nuevamente matrimonio con

María E. Bravo, se trasladó nuevamentea Misiones con su familia (en 1932).

Allí vivió unos cuatro o cinco años,hasta que quedó solo en la selva yenfermó. Regresó a Buenos Aires ainternarse en el Hospital de Clínicas, yal enterarse de su enfermedad: cáncer depróstata, puso fin a su vida en eseHospital, voluntariamente, en 1937.

Entre sus libros de cuentos másconocidos se encuentran: Cuentos deamor, de locura y de muerte (1917), Eldesierto (1924), La gallina degollada yotros cuentos (1925), Los desterrados(1926). También son libros de suautoría: Cuentos de la selva y Los

cuentos de mis hijos.