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1 PATRIMONIO AGRARIO: PAISAJE Y CULTURA EN LAS RIBERAS DEL MEDITERRÁNEO 1. INTRODUCCIÓN: ¿PAISAJES NATURALES O ANTRÓPICOS? Con frecuencia en los últimos cincuenta años al referirnos a los paisajes de las riberas del Mediterráneo se afirma que la desmesurada acción de la sociedad actual ha destruido la casi totalidad de los paisajes “naturales” existentes, o que habían existido en estos territorios hasta mediados del siglo pasado. Además, se vaticina, para un futuro próximo, efectos catastróficos inducidos por el cambio climático, que se está acelerando de la mano del hombre. En definitiva, deterioro producido por una civilización que se basa en un consumo desmedido, en el despilfarro y en el poco respecto a la naturaleza. Todo ello sería debido al irracional comportamiento de una economía destructiva. Para algunos, esta actuación se concreta en prácticas de agricultura esquilmadora de la fertilidad de los suelos, ganadería extensiva sin control, agotamiento de acuíferos y ocupaciones urbano-turísticas. En definitiva, toda una retahíla de actuaciones indebidas del hombre, que son recogidas por los medios de comunicación, a veces hasta con imágenes o descripciones trucadas para dar más expresividad al deterioro, y con comentarios tan taxativos como alharaquientos, con los que poco a poco se va amoldando las ideas de los pobladores, para los que cuanto más sombrío sea el mensaje, más calado y aceptación tiene. Así, se ha creado una sabiduría convencional, que no pone en duda nada de lo que se transmite por estos medios, y sin que se pueda ir, por parte de los investigadores, en su contra. Hasta tal extremo se ha llegado que, salvo en algunos centros y grupos de reflexión e investigación, se considera que estos asertos son patrimonio cultural de esta época. Así, ha sido como en España, sobre todo, se ha configurado una nueva mentalidad sobre el medio ecológico, la de su deterioro, aquí llamado medio ambiente, generando otro modo de percibir y concebir las relaciones del hombre con el territorio, que lleva consigo una nueva ética sobre la naturaleza. A este respecto García Fernández (1995: 9-10) afirmaba: “Las personas medianamente cultas, aunque con asombro, no han dudado en aceptar las nuevas ideas; y el continuo machaqueo de los medios de comunicación

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PATRIMONIO AGRARIO: PAISAJE Y CULTURA EN LAS RIBERA S DEL

MEDITERRÁNEO

1. INTRODUCCIÓN: ¿PAISAJES NATURALES O ANTRÓPICOS?

Con frecuencia en los últimos cincuenta años al referirnos a los paisajes de las

riberas del Mediterráneo se afirma que la desmesurada acción de la sociedad actual ha

destruido la casi totalidad de los paisajes “naturales” existentes, o que habían existido

en estos territorios hasta mediados del siglo pasado. Además, se vaticina, para un futuro

próximo, efectos catastróficos inducidos por el cambio climático, que se está acelerando

de la mano del hombre. En definitiva, deterioro producido por una civilización que se

basa en un consumo desmedido, en el despilfarro y en el poco respecto a la naturaleza.

Todo ello sería debido al irracional comportamiento de una economía destructiva.

Para algunos, esta actuación se concreta en prácticas de agricultura esquilmadora

de la fertilidad de los suelos, ganadería extensiva sin control, agotamiento de acuíferos y

ocupaciones urbano-turísticas. En definitiva, toda una retahíla de actuaciones indebidas

del hombre, que son recogidas por los medios de comunicación, a veces hasta con

imágenes o descripciones trucadas para dar más expresividad al deterioro, y con

comentarios tan taxativos como alharaquientos, con los que poco a poco se va

amoldando las ideas de los pobladores, para los que cuanto más sombrío sea el mensaje,

más calado y aceptación tiene. Así, se ha creado una sabiduría convencional, que no

pone en duda nada de lo que se transmite por estos medios, y sin que se pueda ir, por

parte de los investigadores, en su contra. Hasta tal extremo se ha llegado que, salvo en

algunos centros y grupos de reflexión e investigación, se considera que estos asertos son

patrimonio cultural de esta época.

Así, ha sido como en España, sobre todo, se ha configurado una nueva

mentalidad sobre el medio ecológico, la de su deterioro, aquí llamado medio ambiente,

generando otro modo de percibir y concebir las relaciones del hombre con el territorio,

que lleva consigo una nueva ética sobre la naturaleza. A este respecto García Fernández

(1995: 9-10) afirmaba:

“Las personas medianamente cultas, aunque con asombro, no han dudado en

aceptar las nuevas ideas; y el continuo machaqueo de los medios de comunicación

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ha acabado por convencer hasta los más recalcitrantes. Los radicales, junto con

otros fines, han tenido motivos para seguir siéndolo y captar a otros que adolecen

de la misma diátesis. Pero la repercusión ha sido todavía mayor; la marea

creciente ha anegado hasta los propios científicos. Los que creían que podían decir

algo sobre estas cuestiones, ante el éxito de otros, han aportado nuevos

descubrimientos, realimentando las creencias del público en general. Otros

tampoco han querido sustraerse a la corriente que seguía una sola dirección. En

una época en que se ha democratizado hasta las ideas es difícil ir contra corriente.

Los más se dejan arrastrar por ella, sobre todo cuando el especialismo a ultranza

hace ignorar mucho, hasta lo que pertenece al propio campo de saber. Se suple

con el prestigio de los verdaderos especialistas en la materia; y se adapta el propio

trabajo a estas ideas generales sin ningún espíritu crítico. Este casi ha

desaparecido, ya que muy frecuentemente lo “científico” se contrapone e incluso

se subordina, al razonamiento intelectual. Así, no es raro leer libros o números

monográficos de revista en las que algunas teorías y, no precisamente las más

fundamentadas, se les da categoría de axiomas, y todo se somete a ellas. Todas las

ciencias o modos de saber sobre la tierra se ocupan hoy más del deterioro

producido, que no de conocer su realidad. Sin estudiar su funcionamiento, el

punto de partida es que se ha roto el equilibrio en los ecosistemas; sin que se haya

hecho un esfuerzo parejo en averiguar en qué consisten estos “ecosistemas”, que

siguen siendo un concepto lábil y huidizo; un comodín que cada uno utiliza como

le conviene”.

Figura 1. Inscripción en latín sobre una tablilla en bronce, donde se recogen los diez colonos beneficiados en la centuriatio de Illici

Fuente: Olcina Domenech,2011.

A partir de hechos incuestionables y científicos han elaborado y defendido

dogmas, con los que han llegado a afirmar que los paisajes de las riberas mediterráneas

son fruto de la actuación de nuestra sociedad de hoy en día, olvidando los más de tres

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milenios, por lo menos, de diferentes culturas que han dejado sus improntas en el

territorio. A este respecto, es ilustrativa la visita a algunos museos arqueológicos de

ciudades mediterráneas, caso del de la Alcudia (Elche), con restos de materiales de

época romana, en donde se muestra una de las piezas más interesantes para los

estudiosos de la evolución de los paisajes que, es, sin duda, la tablilla de bronce con

relación de colonos que en el siglo I a.c. vinieron a ocupar la centuriato de Ilice (actual

Elche) (fig. 1). Del estudio y análisis de esta centuriatio, se comprueba que el parcelario

ya estaba presente. Si con anterioridad constituyó un paisaje natural, fue claramente

modificado por la ocupación humana, posiblemente prerromana, con la utilización de la

palmera datilera, como planta cultivada predominante. En realidad, se trata del primer

ordenamiento territorial del que se tiene noticia en estos territorios, con prácticas de

“cultura promiscua”, en la que la palmera era el cultivo arbóreo que rodeaba a la

parcela en cuyo centro se cultivaban cereales, hortalizas y viñedo. El análisis de la

fotografía aérea a escalas detalladas permite poner de manifiesto la pervivencia a lo

largo de la historia de este ejemplo de ordenación romana, que se localiza al este del río

Vinalopó. La fosilización de este paisaje se manifiesta en la red caminera y en el

sistema de regadío. El predominio de ángulos rectos es evidente en la disposición de las

parcelas y en la red de acequias, cuyo trazado fundamental ha llegado a la actualidad, y

en los caminos, algunos de los cuales se han convertido en carreteras. Los caminos de

Vizcarra y la carretera de Elche a Dolores (evidenciados en tonos rojos en la figura 2),

corresponderían al cardo y al decumano máximo, respectivamente. Los caminos del

Borrocal, la carretera de la Marina y la de las Bayas (en tonos azules en la misma

figura) corresponderían a limes internos de la centuriación. El camino del Borrical, a su

vez, discurría paralelo a una acequia de riego (fig.2). La publicación en 1974 de la obra

coordinada por el profesor Rosello Verger, Estudios sobre centuriaciones romanas en

España, donde se analizan paisajes agrarios de ese periodo de romanización en Baza,

Jumilla, Yecla, Murcia, Alicante, Elche Valencia y Palma de Mallorca, entre otros,

constituye un hito en su conocimiento, al sintetizar el estado de la cuestión, ya que,

aunque la intensa romanización de Hispania debía de haber dejado numerosos restos de

este sistema catastral, poco era lo hasta entonces comprobado (Rosselló, 1974).

Estudios posteriores han revisado y mejorado el conocimiento sobre el impacto causado

por la colonización romana sobre el paisaje de la Península Ibérica (Ariño et al. 2004).

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Figura 2. La centuriato de Illice, un ejemplo de pervivencia de paisaje agrario (1956-2010)

ElcheElche

Fuente: Gozálvez, 1974: 108 (imagen de la izquierda) correspondiente a un fotograma del vuelo americano (1956) y Googlemaps (2010), imagen de la derecha.

Pero esta presencia de la mano del hombre, desde hace más de 3.000 años en las

riberas del mediterráneo, no se limitó a hacer ordenamiento de terrazgos agrícolas, sino

que estuvo también presente en los silvopastoriles, en los urbanísticos, en las

infraestructuras, en los fabriles y mineros. Así, fue como espacios que hoy en día se

consideran como medios naturales, en realidad son ordenamientos hechos por el

hombre, directa o indirectamente. De estos últimos, podríamos citar el famoso campus

spartarius del sureste peninsular, de donde los romanos aprovecharon la fibra de la

stipa tenacissima para la cordelería. Desde entonces, se mantienen grandes áreas en las

que la planta predominante es el esparto (fig. 3). Para ello, fue necesario talar árboles

del bosque mediterráneo (pinos, encinas, etc.) y otras especies del matorral en beneficio

del crecimiento de éste. Sin embargo, hoy resulta disparatado calificar a estas

superficies de espartizal como paisaje natural, cuando en realidad han sido fruto de

diferentes actuaciones humanas realizadas durante más de 2.000 años y que hacia 1950-

1960, con la introducción en los mercados de las nuevas fibras artificiales, se indujo su

abandono al no encontrarse otro interés económico para esta fibra natural. Resultado fue

el de generarse y aparentar una imagen de paisaje de estepa herbácea, pero en todo caso,

inducida. Por estas razones, estamos ante un paisaje cultural y de ninguna manera

natural. Es más, transcurridos unos cincuenta años desde su abandono, las especies

arbóreas del bosque mediterráneo han vuelto a colonizarlo, sobre todo, el pino carrasco

y, en menor medida, la coscoja, la encina, etc. (fig. 3). Siendo una imagen “selvática” en

crecimiento, la que ofrecen en la actualidad, pero donde perduran las huellas de la

actuación humana (aljibes, eras de secado, caminos de acceso, …).

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Figura 3. Espartizales en los glacis de la Sierra de Colmenares (izquierda) y en el Cabo de Santa Pola (derecha)

Fuente: Marco Molina.

Con frecuencia, los discursos pseudo-científicos que se hacen por parte de

algunos colectivos, sin negar la buena intencionalidad que tienen la mayoría de ellos,

para tratar de calificar a una serie de espacios en donde, en mayor o menor medida, han

perdurado las señas de identidad que la naturaleza marcó en ellos, se comenten errores

al calificarlos en su conjunto como espacios naturales, cuando en realidad se trata de

superficies, unas con unas características particulares, que todavía perduran, en las que

se ven claramente las huellas de la mano del hombre o, en otros casos, podemos

encontrarnos con áreas en que una obra de infraestructura o un intento de detener un

proceso erosivo han inducido el crecimiento de unas “masas boscosas” más o menos

tupidas, pero en definitiva, donde la mano del hombre fue decisiva para configurar el

aspecto que hoy en día nos ofrecen. Son la casi totalidad de ellos espacios culturales y,

desde luego, no procede darles el calificativo de naturales. A este respecto, es

interesante señalar la publicación que en 1984 realizó el Colegio de Arquitectos de

Valencia. Delegación de Alicante, titulada Espacios naturales de la provincia de

Alicante. El título ya es de por sí discutible, más si se comprueba la relación de las 46

áreas identificadas. En la línea de lo anteriormente señalado, destacaríamos dos

ejemplos muy discutibles sobre la posibilidad de darle este calificativo a los mismos. De

un lado, la superficie actual del embalse de Elche y la vegetación que crece sobre ella,

fruto claramente del aluvionamiento ocurrido detrás de la pared de la presa, que se

levantó en 1632 y sus remociones de 1842 y 1914. De otro, las dunas y la pinada de

Guardamar, que, desde finales del siglo XIX pasaron de ser un espacio natural, donde el

movimiento de las dunas amenazaba a las áreas de cultivo y al núcleo de población, a

ser corregido mediante procesos de forestación con la introducción de pinos y otras

plantas para fijarlas y quitarles su impronta natural, y de esta forma, ser consideradas

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como un espacio verde, que es altamente valorado por las sociedades actuales, en

detrimento del auténtico espacio natural.

En las tierras ribereñas del mediterráneo, podríamos afirmar que en un 95% de

ellas, los paisajes que contemplamos son culturales. De un lado, sobresalen los espacios

irrigados, huertas, los cerealistas pluviales, secanos, los agrosilvopastoriles, dehesas y

montes, mineros, urbanos….. hasta en las cumbres de algunas montañas encontramos

los pozos de nieve; todos ellos muestran claras actuaciones humanas. Por estas

argumentaciones, más que de espacios naturales y humanizados deberíamos hablar de

ESPACIOS CULTURALES MEDITERRÁNEOS. En todas aquellas tierras en que el

hombre supo interpretar las condiciones y limitaciones que la naturaleza imponía se

crearon unos paisajes culturales que son expresiones del buen ordenamiento territorial,

los más visibles los encontramos en las huertas tradicionales y los secanos pluviales,

cuyos parcelarios y redes de canales, caminos y modelos de hábitat han perdurado hasta

la actualidad.

Ahora bien, todo este conjunto de malas interpretaciones de los paisajes

mediterráneos, no tienen nada de irremediables, y mucho menos de fatal. Unas son

cuestiones de técnica, es decir, de diagnóstico preciso y de terapéutica apropiada por

verdaderos especialistas, y no para opinar por aquellos que desconocen la materia,

hecho que por desgracia ocurre con bastante frecuencia. Consecuentemente, se impone

la ponderación para no producir mensajes equívocos a una parte de la población, sobre

todo los más desfavorecidos, que ven en estos nuevos interpretes a adalides que los

saquen de sus miserias, cuando la verdad puede ser traumática en ese devenir que la

socioeconomía vislumbra para estas riberas mediterráneas.

2. LOS PAISAJES AGRARIOS, UN ESQUEMA DE RELACIONES

COMPLEJAS Y UNA HISTORIA A LARGO PLAZO

El paisaje rural es el resultado de la interacción entre la sociedad y el medio en

que ésta se asienta. Esta ocupación se plasmará en una específica ordenación de los

espacios para ponerlos en valor teniendo en cuenta las relaciones que se establecen entre

las estructuras físico-ecológica y la socio-económica. Entendida esta correlación en una

doble vertiente, por un lado, las interacciones complejas, dinámicas y cambiantes fruto

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de los procesos sociales y económicos que conforman el territorio y, por otra, las

valoraciones sociales y culturales que esa sociedad tiene de su territorio. La

configuración del paisaje agrario en la cuenca del mediterráneo, y por extensión de

aquellos espacios de dilatada ocupación antrópica es, de forma consustancial con la

antigüedad del poblamiento humano, un proceso complejo, resultado de la interacción

de numerosos factores (demografía, tecnología, coyuntura económica, medio ecológico,

marco institucional, entre otros) (fig. 4).

Figura 4. Factores que inciden en las transformaciones del paisaje

Fuente: Giménez y Hernández, 2011.

Estas interacciones se fundamentan en cuatro ideas básicas: la presencia de un

medio ecológico heterogéneo, las distintas valoraciones que de éste y de los recursos

naturales han realizado los seres humanos a lo largo del tiempo, la organización del

territorio derivada, en gran medida, de dichas valoraciones y las transformaciones

registradas por un determinado paisaje en el tiempo y en el espacio. En esa evolución,

algunos de ellos mantienen su funcionalidad de forma más o menos patente hasta

nuestros días y contribuyen a caracterizar el paisaje agrario al integrarse, de forma

evolucionada, en la estructura paisajística actual; otros en cambio, pierden su

funcionalidad primigenia y se convierten en elementos heredados. En este mismo

sentido, la gestión de los recursos naturales se encuentra determinada por unos

momentos de intensificación de la actividad humana y otros de desintensificación. Estos

períodos, cíclicos, y que ocupan un amplio espectro temporal, no se relacionan

exactamente con la idea de inestabilidad y de estabilidad respectivamente. Al contrario,

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los procesos de intensificación se relacionan con la maximización de la producción y

con momentos de estabilidad política e integración económica que favorecen el

desarrollo de comunidades rurales y sistemas de ciudades, de redes comerciales y, en

definitiva, de las complejas relaciones características de la agricultura mediterránea bajo

parámetros de relativa eficiencia y diversidad. Un destacado período de intensificación

en la historia de España ha sido, por ejemplo, el iniciado en el siglo XVIII, pero también

lo fue el siglo XI, parte del período de romanización y, posiblemente, la Edad del

Bronce (Giménez y Hernández, 2010).

La ocupación progresiva de las laderas montañosas, por ejemplo, es paralela al

incremento demográfico. En unas civilizaciones con escasa tecnología disponible, el

aumento de la producción se logra, en gran medida, cultivando nuevas tierras. El proceso

conocido como “hambre de tierras” alcanza cotas insospechadas en el siglo XVIII cuando

el notable crecimiento poblacional, se traduce en una fiebre roturadora encaminada a la

obtención de los medios necesarios para la subsistencia. Se ponen, de este modo, en

cultivo cualquier espacio disponible, aunque su aptitud agrícola fuera baja como laderas

hasta altitudes que, en la mayoría de los casos, sobrepasan los 700 m., con desniveles en

torno a los 25º y, en general, zonas que corresponden con los suelos más accidentados y de

peores condiciones. Representativos son los paisajes de Cinque Terre (Liguria), del valle

del Chianti o Val d’Elsa en Toscana, de los Cevennes franceses, de las montaña de

Alicante o del interior de Castellón (Comunidad Valenciana), entre otros muchos

ejemplos.

Los ejemplos de estos paisajes, resultado de esas interacciones, son numerosos y

variados. A modo de muestra, podemos citar la trashumancia ganadera, el

aterrazamiento de las laderas, la bonificación de tierras pantanosas o la creación de

áreas regadas a partir de inundación dirigida, etc.

La trashumancia ganadera, es decir, la migración desde las tierras altas y frías

del norte a las bajas y cálidas del sur, y vuelta en un mismo año, era la forma más eficaz

de mantener una ingente cabaña ganadera de ovejas con el único aporte de los recursos

naturales: los pastos de las cumbres en verano, tras el deshielo, y los prados de las

dehesas y valles en invierno, tras su reverdecimiento tras las primeras lluvias de otoño.

Este sistema no hacía sino acoplar sus desplazamientos a esta alternancia bioclimática,

característica del clima peninsular (Cabo, 1998). Actividad regulada por el Honrado

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Concejo de la Mesta de Pastores, creado en 1273 por Alfonso X el Sabio y que reunía

a todos los pastores de Castilla y León en una asociación nacional y les otorgaba

importantes prerrogativas y privilegios, entre ellos el derecho de pasto y pastoreo. De

notable repercusión paisajística es la configuración de una red de paso que, en gran

medida, se ha mantenido hasta la actualidad cuando, perdido su origen y significado,

numerosas calles son, todavía, vías pecuarias.

Fig. 5. Ladera aterrazada, ejemplo de paisaje cultural, que identifica a la montaña media mediterránea

Fuente: Hernández.

Las acusadas pendientes de las montañas mediterráneas junto a la escasez de

tierras llanas condicionaría el abancalamiento de las laderas para poder aprovecharlas

desde un punto de vista agrario. La cuenca mediterránea se presenta, grosso modo, como

un espacio orlado por montañas que han obstaculizado, tradicionalmente, la práctica

agrícola debido a las dificultades orográficas que éstas introducen (pendiente) y las

litologías dominantes (calizas y margas), que se traducen en suelos con horizontes edáficos

poco desarrollados y fácilmente deleznables. Las condiciones climáticas tampoco eran

óptimas para el desarrollo agrícola ya que, a pesar de la existencia de un gran número de

microclimas, la característica más relevante son las precipitaciones escasas y, a su vez,

concentradas en el tiempo. Estas precipitaciones intensas unidas al factor pendiente

generan notables procesos de pérdida de suelo. Estos factores, sin embargo, no fueron

obstáculo para que las comunidades campesinas intentaran aprovechar económicamente

este espacio. Fue, sin embargo, necesario adoptar una ordenación específica, la

construcción de terrazas, cuyo rasgo definitorio fue el empleo de sistemas para

contrarrestar las pendientes y que permitían poner en cultivo estos espacios. El empleo de

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este método es, quizás la expresión más directa de la necesidad de conservar el suelo y la

humedad en áreas de montaña. Siendo considerado como uno de los sistemas más antiguos

y eficaces para disminuir la erosión al modificarse el régimen hidrológico de la ladera

mediante la construcción de parcelas escalonadas con superficies horizontales o

subhorizontales, que provocan una modificación de las pendientes (fig.5) y del flujo

circulante por las mismas. Con este sistema, el suelo es capaz de retener una parte

importante de los volúmenes aportados directamente por las precipitaciones o por la

escorrentía, al tiempo que se evita la pérdida edáfica motivada por una circulación libre de

los aguas. Salvo reducidos terrazgos que coinciden, generalmente, con el fondo de valles,

las plantaciones se disponen según un sistema generalizado de aterrazamientos en gradería

que ascienden por las laderas de los relieves montañosos hasta sectores próximos a la línea

de cumbres y, en ocasiones, hasta el límite ecológico de los cultivos

En el sureste peninsular ibérico, al igual que en otras tierras ribereñas del

mediterráneo, los rasgos climáticos (precipitaciones exiguas, con unos totales anuales en

torno a 300 mm, y espasmódicas, ya que la mayor parte del total anual puede concentrarse

en unos cuantos acontecimientos lluviosos de la estación otoñal) combinados, en

ocasiones, con las disposiciones del relieve (fuertes pendientes) y las litologías dominantes

(calizas y margas), que se traducen en suelos con horizontes edáficos poco desarrollados y

fácilmente deleznables, no ofrecían muchas posibilidades para que sobre ellos se diese un

intenso proceso de ocupación humana, puesto que la indigencia pluviométrica y la pobreza

edáfica representaba un factor limitante de primer orden. Sin embargo, desde la Prehistoria

fue ocupado este territorio debido, sobre todo, a unas buenas condiciones térmicas

invernales e, incluso, se convirtió en un espacio desde el que se irradiaron algunas

corrientes culturales como fueron las técnicas de los pueblos argáricos. Estos rasgos

determinaron las directrices básicas que, tradicionalmente, las comunidades campesinas

tuvieron que adoptar para hacer viable un aprovechamiento racional del territorio que les

permitiera su supervivencia. En una sociedad como la tradicional, donde la agricultura es

la base económica, suelo y agua adquieren particular relevancia. Por ello, cuando el medio

no oferta, en la medida suficiente esos elementos, intentar mantener uno y acrecentar el

otro, es la máxima que ha guiado las actuaciones antrópicas en estas tierras semiáridas.

Éstas se sintetizaban en una doble aptitud: de una parte, buscar los medios para aprovechar

las lluvias, generalmente concentradas en unos cuantos acontecimientos de la estación

otoñal y, de otra, controlar su capacidad erosiva sobre los suelos y adoptar las medidas

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necesarias para reducir los coeficientes de escorrentía que se generan en los diferentes

lechos y, de este modo, minimizar la pérdida de horizontes edáficos superficiales y más

meteorizados.

Fig. 6. Ordenación del paraje de la presa de la Revuelta (barranco Blanco, Alicante), donde se combina el riego de boqueras y el abancalamiento de las laderas

Fuente: Morales y Box, 1986: 19.

El riego se convierte, por tanto, en una necesidad para asegurar unos rendimientos

adecuados de los cultivos, pero también para poder aprovechar al máximo los escasos

recursos hídricos disponibles. Donde la irrigación continua no es posible, se mejora la

humedad del suelo, concentrando el agua de lluvia en unas cuantas parcelas seleccionadas.

Proceso que se produce de forma natural en los fondos de vallonadas, que tienen mucho

mejor aporte hídrico que las vertientes y suelos más desarrollados. Ello fue posible

mediante la adopción de sistemas que permitían captar los volúmenes circulantes por las

ramblas y barrancos coincidiendo con aguaceros copiosos; pero, también, otros orientados

a la retención de la escasa humedad caída directamente sobre las parcelas o superficies

aledañas a ellas a mayor cuota altimétrica (fig. 6). Para ello, se derivan los caudales

circulantes con ocasión de aguaceros intensos, las denominadas aguas de turbias;

llegándose de este modo a realizar lo que se conoce como inundación dirigida o cosecha

de agua (Martínez de Azagra, 1996). El sistema de riegos de turbias, también

denominado riego de boqueras (Morales, 1969) creó, lo que algunos autores denominaron

como “secano mejorado” (López, 1951), es decir, se configura como un tipo de

aprovechamiento intermedio entre el secano y el regadío, ya que esos mayores aportes

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hídricos permitían reducir la aleatoriedad del primero, pero en ningún caso consentían el

desarrollo de cultivos de regadío en sentido estricto.

La bonificación de zonas pantanosas reflejaría, por un lado, la modificación de

un medio “hostil” para las sociedades de base eminentemente agraria, pero que, para las

sociedades actuales, es de gran valor ecológico-ambiental. La desecación y puesta en

cultivo de sectores pantanosos o con problemas de drenaje ha sido una constante en las

tierras de la cuenca del Mediterráneo (Braudel, 1986). Estos procesos de bonificación

sintetizan dos líneas de intervención de los gobiernos ilustrados como son las ideas

economicistas (aumentar la superficie cultivada) y las higienistas (eliminar los frecuentes

focos de enfermedades que diezmaban a la población asociados al estancamiento de

aguas). Además de incrementar la superficie cultivada, en las tierras semiáridas, el drenaje

de estas tierras permitía, a priori, incrementar los escasos recursos hídricos disponibles.

Una vez evacuados los caudales superficiales de elevado contenido salino, sería posible

utilizar el agua dulce de los manantiales que generaban estos ámbitos lagunares. Con ella

se incrementaba la superficie regada al transformar los secanos próximos, o bien se

destinaba a mejorar las dotaciones de terrazgos insuficientemente regados (Giménez,

2008). Algunas de estas iniciativas corresponden a proyectos gran envergadura y se

debieron a iniciativa de la nobleza o de la Corona, como los llevados a cabo en la laguna

de Villena o la de Salinas, ambos en la provincia de Alicante; otros de menor entidad,

en cambio, se debieron a iniciativas comunitarias. Numerosas fueron, igualmente, las

iniciativas llevadas a cabo en diversas regiones italianas, como por ejemplo la Val di

Chiana (Toscana).

Nos encontramos, por tanto, ante unos paisajes culturales, resultado de una larga

adaptación del hombre al medio en el que se asienta (fig.7). El paisaje es, por tanto, un

concepto complejo, resultado de la combinación de aspectos diversos como son los

naturales, los históricos y los funcionales, pero adquiere también valor simbólico y

subjetivo al ser considerado reflejo de la herencia cultural de un pueblo, de su identidad

y resultado de unas prácticas históricas ejercidas por un grupo humano sobre el

territorio. En esta línea, la diversidad paisajística del Mediterráneo deriva, en parte, de

las complementariedades inducidas por el hombre entre la montaña y el litoral, los

corredores intramontanos o las mesetas. Todavía es muy difícil, por ejemplo, valorar de

forma genérica hasta qué punto la trashumancia o la trasterminancia plurisecular

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(fertilidad de suelos, epizoocoría, predominio de unos cultivos sobre otros), o el

agregado de conocimiento agronómico mediterráneo (conservación de suelos, regadío)

han influido en el modelado de los paisajes mediterráneos hasta convertirlos en

verdaderos agroecosistemas. Continuando con esta línea argumental, algunos de los

paisajes mediterráneas considerados de gran valor ecológico, y como tal objeto de

protección bajo diversas figuras, como pueden ser las dehesas y espartizales, no son

sino el resultado del proceso de ahuecamiento del bosque mediterráneo para permitir el

desarrollo de un uso ganadero y silvícola.

Figura 7. El concepto de paisaje cultural

Fuente: Hernández, 2009. 3. VALORES CULTURALES Y AMBIENTALES DE LOS PAISAJES

RURALES MEDITERRÁNEOS. CONSECUENCIAS TERRITORIALES Y

PATRIMONIALES DE SU DESARTICULACIÓN

Una utilización del medio basada en un conocimiento profundo del espacio y su

dinámica natural, fue lo que permitió adaptarse a las condiciones imperantes en la cuenca

del Mediterráneo y, con ello, aprovechar al máximo cuanto del medio era posible. Así, por

ejemplo, los riegos de turbias contribuyeron, a la vez, a controlar las arroyadas, pues la

ruptura de pendientes por el abancalamiento, al tiempo que la desviación de caudales por

las boqueras, implica una considerable reducción de los coeficientes de escorrentía y una

Diversidad paisajística

PAISAJE RURAL TRADICIONAL

PAISAJES CULTURALES

Importancia presencia antrópica: generador y conservador paisaje

Paisajes creados por la sociedad

Resultado interacción

sociedad y medio

Interrelación estructuras

Físico-ecológica

Socio-económica

Elemento natural y cultural

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enmienda orgánica y natural del suelo. Se consigue con ello laminar y mermar los

volúmenes de las crecidas y, en definitiva, una aminoración de los destructivos efectos de

las avenidas fluviales en los tramos bajos. Igualmente, se crean suelos agrícolas con la

retención de légamos e incrementando la infiltración en los suelos, la recarga de acuíferos.

La conservación del suelo se refleja en la necesidad de realizar numerosos sistemas de

drenaje, que no solo eviten la erosión del suelo, sino que, también, se ejecutan pequeñas

obras hidráulicas instaladas en los lechos de las ramblas y barrancos para derivar

caudales y mejorar, e incluso, crear suelos. Referencias a estas obras y a su finalidad, se

encuentran en numerosos escritos de los ilustrados toscanos (Landeschi, Testaferrata,

Ridolfi, entre otros). En términos similares se expresa, por ejemplo, Cavanilles para la

Comunidad Valenciana. Una adaptación similar se evidencia al analizar las laderas de las

montañas medias mediterráneas. La ampliación de las áreas cultivadas se llevó a cabo a

expensas de los recursos forestales. Sin embargo, se adoptaron técnicas que favorecían

las funciones ambientales (conservación del suelo e infiltración del agua) que antes

realizaban los bosques. Se evitaba, asimismo, cultivar siguiendo las líneas de máxima

pendiente para minimizar de este modo la pérdida de suelos. Ésta ya era una

preocupación manifestada por agrónomos y escritores romanos como Columela o

Plinio, conscientes de la trascendencia que el suelo tenía en sociedades de base agrícola y

en un medio donde predominaban los horizontes edáficos poco desarrollados.

El paisaje resultante es, por tanto, y, ante todo, el fruto de costosísimos esfuerzos

del agricultor que con su trabajo y un rudimentario instrumental, ha modelado laderas y

cauces hasta límites insospechados. Deffontaines al observar las montañas abancaladas

afirmaba “El campo es aquí, sobre todo, arquitectura” (Deffontaines, 1972: 279).

Anteriormente, en términos similares se expresaba Oliva, quien afirma que los

aterrazamientos son una “obra anónima de generaciones más que de particulares y

confieren a la Italia colinar el signo de la victoria del hombre frente a la adversidad del

medio físico” (Oliva, 1938: 59). Una trasformación, en definitiva, que implica no sólo un

trabajo penoso, sino lo que es más de encarecer, interminable puesto que como afirma

Braudel (1986) “un sólo instante de reposo y la montaña recobra su salvajismo primitivo y

vuelta a comenzar”. Esta afirmación evidencia que la creación de estos paisajes, resultado

de una dilatada interacción entre la sociedad y el medio, obliga a unas tareas de

mantenimiento constantes y que su reducción o el abandono de las prácticas agrícolas

producen notables repercusiones desde el punto de vista paisajístico y ambiental. El

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hombre no sólo ha jugado un papel fundamental en la creación de estos paisajes, sino

también en su conservación.

Estas relaciones, aun teniendo en cuenta que el paisaje no es elemento estable,

van a registrar importantes modificaciones a mediados del siglo XX. A partir de 1950,

con algunas diferencias cronológicas entre unos espacios y otros, se asiste en buena

parte del territorio de la cuenca mediterránea europea a una espectacular transformación

en su demografía y en su articulación espacial, que condicionará a su vez una serie de

respuestas por parte de las actividades agrarias para poder competir con los nuevos

sectores económicos que comienzan a difundirse y/o a consolidarse. Las elevadas

pendientes, la pobreza de los suelos, la baja productividad, la escasez de recursos

hídricos y su aleatoriedad, etc. fueron, algunos de los factores que obstaculizaron la

introducción de una agricultura con nuevas orientaciones productivas. La progresiva

marginalización de las actividades agrarias, que se plasma en el abandono de tierras

cultivadas y el éxodo de activos, se vio acentuada por la dificultad para mecanizar

aquellos parcelarios de menores dimensiones y elevadas pendientes, dadas las

dificultades que tienen las nuevas tecnologías para acceder a ellos e incluso para

maniobrar en el interior de las mismas por su estrechez. Son, en este sector, criterios de

rentabilidad económica los que marcan las pautas del desarrollo y ante los que la

agricultura tradicional, basada en la fuerza del trabajo humano, se ve forzada a

claudicar. Es, en definitiva, el inicio del declive de los paisajes culturales.

La contracción de tierras cultivadas por la aplicación de nuevas técnicas de

riegos, la reducción del número de activos, el envejecimiento de los que permanecen,

etc. generarán notables repercusiones en estos paisajes, a saber:

� Intensificación de los procesos erosivos (incisiones en los muretes, cárcavas,

etc.). que se traducen en la movilización de los horizontes edáficos y el

incremento de la pérdida de suelos (fig. 8). El abandono de estos terrazgos

agrícolas como la omisión de determinadas tareas conlleva la progresiva

destrucción de toda la sistematización. Éste no sólo se va a traducir en la

desarticulación de estos paisajes, unas veces por abandono y, otras por la

implantación de sistemas de cultivo que no contaban con la incidencia de los

fuertes aguaceros sobre los nuevos parcelarios, sino, también, la pérdida de las

ventajas que esta ordenación generaba y, consiguientemente, la acentuación de

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aquellos procesos que minizaban. En primer lugar, el abandono de tareas (la no

reparación de los caballones, muretes y presas o la limpieza periódica de las

boqueras, entre otras) ha favorecido la reactivación de los procesos erosivos. Hecho

que se ve incrementando por la ausencia de vegetación y, sobre todo, porque las

aguas de arroyada van a afectar a suelos removidos por la actividad agrícola

anterior y que, consecuentemente, carecen de consistencia. Los mecanismos

causantes de estos fenómenos se relacionan directamente con las circulaciones

hídricas, sobre todo de aquéllas que lo hacen superficialmente en materiales de

relleno cuaternario y en margas. Son frecuentes y expresivos enormes golpes de

cuchara (Marco y Vera, 1988) en los bancales, en especial cuando estos presentan

muretes y dominan los materiales relativamente heterogéneos; mientras que cuando

predominan los finos, la forma más frecuente es la cárcava originada a partir de un

caballón ya sin protección, progresando hacia el interior de la parcela a partir del

salto.

Figura 8. Acentuación de los procesos de pérdidas de suelo relacionadas con el abandono de ordenaciones tradicionales

Fuente: Hernández.

� Incremento de las ondas de crecida. La falta de las prácticas de mantenimiento ha

supuesto, asimismo, una pérdida de la capacidad de laminación de las aguas de

escorrentía, que era ejercida anteriormente por los aterrazamientos y las boqueras.

De manera que, ahora cuando se producen chubascos de fuerte intensidad horaria,

la arroyada superficial se ve acelerada en relación a su funcionamiento en los siglos

anteriores, provocando un aumento considerable de los caudales circulantes y,

lógicamente, potenciando la capacidad erosiva de estas ramblas. Resultado de todo

lo indicado anteriormente es que las corrientes generadas por estos aguaceros

adquieren una elevada capacidad de carga. Las consecuencias de esta situación se

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han dejado sentir no sólo allí donde estos fenómenos se han desencadenado, sino,

como es lógico también en las partes más bajas de las cuencas vertientes.

Ilustrativo resulta el anegamiento de áreas urbanizadas y áreas de equipamientos y

servicios en las proximidades de estos terrazgos. Significativos resultan las

inundaciones en la huerta de Alicante, como consecuencia de la urbanización de

este antiguo espacio irrigado a partir de la derivación de caudales desde una serie

de azudes desde el lecho del Monnegre.

� Regeneración de la cubierta vegetal. En algunos sectores, coincidiendo con

aquellos de mayor humedad y mejores horizontes edáficos, se ha producido un

proceso de recolonización de especies vegetales, cuyo grado de recubrimiento

varía en función del periodo de tiempo transcurrido desde que dejaron de ser

cultivados. No siendo extraño observar almendros y olivos entre la vegetación

de porte arbustivo. También, habría que señalar la recuperación de las

vegetaciones halófilas en los saladares abandonados (tierras de cultivo o viejas

salinas) o los cañaverales y carrizales en los antiguos humedales bonificados.

Ejemplos significativos se observan en la comarca de la Vega Baja o en los

aledaños de la Albufera de Elche, ambos en la provincia de Alicante. Esta

recuperación, a priori positiva, encubre un cierto peligro, la proliferación de

incendios, ya que en las primeras fases de colonización vegetal, lo que

predomina son las formaciones herbáceas, altamente combustibles. Este riesgo

se ve acentuado por la pérdida de funcionalidad de los bosques. En la economía

tradicional, se utilizaban como complemento de rentas de la agricultura al

obtener de ellos leñas, carbón vegetal, pastos e incluso terrazgos que eran

roturados coincidiendo con períodos de fuerte presión demográfica. Sin

embargo, a partir de la década de los cincuenta se convierten en espacios sin

“uso”, por lo que dejarán de realizarse esas actividades que, indirectamente,

mantenían los bosques limpios. Esta menor presión facilitará la regeneración de

la cubierta vegetal hasta convertirlos en zonas intrincadas, fácilmente

combustibles, tal y como, ha acontecido en numerosos ámbitos de Cevennes,

Alpes Marítimos franceses, comarca de Els Ports (Castellón), etc. dada su mayor

pluviometría. Esta revegetación tiene, asimismo, repercusiones significativas

desde el punto de vista de la biodiversidad: se tiende hacia paisajes poco

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complejos, en los que predomina la homogeneización dada la expansión de

matorrales y bosques de sucesión.

� Disminución de la calidad estética del paisaje por la no realización de labores

tradicionales y el deterioro de las infraestructuras de los sistemas agrícolas

(bancales, red caminera, derivación de caudales, etc.). En numerosas ocasiones,

el atractivo de estos espacios viene determinado por el juego que se establece

entre masas forestales, sectores cultivados y la propia presencia de los núcleos de

población integrados en ese entorno. La heterogeneidad propia de estos paisajes

de montaña media mediterránea proporciona mayor fascinación que el paisaje

homogéneo de otras áreas geográficas, aunque en ellas predominen elementos

“naturales”, entendiendo por ello, generalmente masas forestales. Vinculado a

este elemento, se observa igualmente una clara tendencia hacia la simplificación

de las tareas que, tradicionalmente, se realizaban para mantener estos paisajes;

especialmente de aquéllas que no generan ninguna rentabilidad para el

propietario de las tierras. En sentido contrario, la intensificación de las prácticas

del regadío en medios semiáridos han fomentado una circulación subálveas de

aguas sobrantes convergentes en las vaguadas y ramblas, antes totalmente secas

y con vegetación resistente a la aridez, y que ahora favorecen el asentamiento de

especies vegetales exigentes en humedad, llegando a configura nuevos bosquetes

de ribera de ríos (Morales, 1995). Igualmente, el aterramiento de presas por

aportes sólidos ha configurado espacios semihúmedos, en los que se ha generado

una intensa regeneración de la cubierta vegetal. Significativos resultan las

formaciones de tarays en las presas de Valdeinfierno, Elda, Elche o Níjar.

La realización de encuestas a diversos colectivos (población local, turistas y

potenciales visitantes) en la que se puntuaban diferentes tipos de paisajes y

elementos que los definen en algunas de estas comarcas, concretamente, la

montaña de Alicante, la del Chianti en Toscana y los Cevennes franceses,

reflejan, de manera nítida, algunas de las dinámicas analizadas en párrafos

anteriores (fig. 9). Su elaboración perseguía, entre otros objetivos, cuantificar las

preferencias de los visitantes en relación a los paisajes que iban a recorrer. Para

ello, se diseñaron diversas cuestiones relativas a los item: cobertura vegetal,

cultivos, abandono, heterogeneidad/homogeneidad, pendiente, edificaciones y

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presencia de recursos hídricos. El tratamiento estadístico de los resultados puso

de manifiesto que la presencia de una cubierta vegetal destacable, forestal o

agrícola, que proporcionase un predominio del color verde, prácticamente

garantizaba la buena percepción de cualquier paisaje. La pendiente era, también,

muy valorada. Y, asociada a ella, la existencia de unos paisajes abancalados, era

el elemento singular más puntuado; si bien, en algunas ocasiones la

identificación del aterrazamiento como un paisaje rural no resultaba obvia para

muchos visitantes. La existencia de paisajes mixtos, es decir, en los que

alternasen masas forestales, cultivos, pequeños núcleos de población, etc., resulta

también muy apreciado. Los únicos item que aportan un valor negativo son el

abandono, la desarticulación de los paisajes y la construcción de conjuntos

residenciales ex – novo (Hernández y Moltó, 2010).

Fig. 9. Coeficiente de correlación entre los parámetros y las calificaciones de los paisajes.

-0,4

-0,3

-0,2

-0,1

0

0,1

0,2

0,3

0,4

0,5

cubierta vegetal

cultivos

abandono

heterogeneidad

pendiente

edificación tradicional

urbanizacion exnovo

agua

Fuente: Hernández y Moltó, 2010.

� Pérdida de recursos patrimoniales vinculados a las actividades agrícolas y de

toda una serie de tareas y oficios vinculadas a estos paisajes como por ejemplo,

la talla de la piedra, la construcción de piedra en seco, etc. La degradación de los

paisajes aterrazados y de los riegos de turbias, entre otros, conlleva una notable

pérdida patrimonial, de identidad de un territorio ya que nos encontramos ante

paisajes que muestran las relaciones de una sociedad con el medio en el que se

asienta. Trascendental resulta también reflexionar sobre la intensidad del proceso:

unos sistemas que tardaron siglos en configurarse, prácticamente han

desapareciendo en cincuenta años. Pero, no sólo es llamativa la destrucción física

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de muchas de estas obras, lo es más el desconocimiento que de estos riegos tiene la

mayor parte de la sociedad actual, por ejemplo, que ha olvidado como funcionaban

estos sistemas de turbias hasta la generación de sus abuelos o el notable valor

cultural de los aterrazamiento o de los espacios de huerta (fig. 10). Ahora, se

desprecian e, incluso, allí donde perduran, a pesar del abandono, se consideran

molestas para los nuevos sistemas productivos, tanto agrarios de regadío como en

áreas urbanizadas, por lo que en ocasiones asistimos asombrados a la destrucción

de presas milenarias como la de Román en la Rambla del Moro o la bicentenaria

del puerto de la Cadena en las proximidades del complejo sanitario de la Virgen de

la Arrixaca, ambas en la provincia de Murcia.

Figura 10. Estado actual del azud de Muchamiel en el que son evidentes los indicios de abandono y degradación de este elemento en torno al cual se ordenó la huerta de Alicante (izquierda). Situación extensible a un importante porcentaje de paisajes aterrazados (derecha)

Fuente: Hernández.

4. DIMENSIONES O VALORES QUE CONFLUYEN EN EL

“REDESCUBRIMIENTO” DE LOS PAISAJES CULTURALES En los últimos treinta años, en las denominadas sociedades postproductivistas se

ha producido un redescubrimiento del paisaje y más concretamente de los paisajes

naturales y culturales. Este proceso se relaciona con una serie de dimensiones o valores

que confluyen en ellos y que, determinarán, la implementación de una serie de políticas

encaminadas, a priori, a su mantenimiento. Éstos, que se relacionan con los factores que

determinaron su génesis en el pasado, son:

� dimensión natural-ecológica. La explotación de los recursos naturales y el

progresivo cambio en los usos del suelo en los países desarrollados desde

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mediados del siglo veinte originan una antropización creciente en amplios

territorios que poseían altos grados de naturalidad y/o ruralidad, como

consecuencia de la intensificación de las actividades agrarias y la difusión de los

usos ubano-residenciales. Estas rápidas transformaciones territoriales han

generado una creciente preocupación por la degradación del paisaje, que ha

pasado a ser considerado como un recurso natural más. Un recurso que es

contemplado, con mayor frecuencia, por amplias capas sociales como un bien

escaso, difícilmente renovable y fácilmente degradable, cuya pérdida conlleva el

deterioro del entorno. La difusión de usos residenciales en estos territorios y

especialmente, en la montaña de Alicante y Alpes Marítimos resultan

representativos de este proceso.

Figura 11 Ejemplo de la dimensión ecológica de las terrazas, como área de refugio de fauna

en los taludes y como sistemas que conservan el suelo

Fuente: Hernández. Estos agrosistemas concentran, asimismo, una elevada biodiversidad. La

European Environment Agency (2006) indica que el 50% de las especies

europeas dependen de los hábitats agrícolas. Los lomos y taludes de las terrazas

generalmente revestidos por una amplia vegetación herbácea o por cultivos

arbóreos cuyas raíces contribuían a su estabilidad (ejemplo de ello es la piantata

toscana o la carena en las montañas valencianas), facilitan el cobijo a numerosas

especies y funcionan como corredores ecológicos, además de disminuir los

procesos de pérdida de suelo (fig.11). Siguiendo las recomendaciones de los

Consejos Europeos de Cardiff y Viena, una de las herramientas que utiliza la

Comisión Europea para integrar los aspectos medioambientales en la PAC es el

desarrollo de indicadores (Asins, 2007:83). Éstos reconocen la singularidad de

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los espacios aterrazados a escala europea, pero, sobre todo, en el ámbito

mediterráneo. A nivel internacional, el diseño de indicadores para estimar la

conservación de suelo y agua por los sistemas rurales tradicionales y las

consecuencias derivadas de su abandono es uno de los objetivos del Traditional

Knowledge World Bank, (http://www.tkwb.org) patrocinado por la UNESCO, y

diseñado por HIPOGEA. Estos proyectos, entre otros varios, tratan de

cuantificar, las externalidades que estos paisajes tradicionales generaron para la

sociedad y que, fruto de siglos, en muchos casos están desapareciendo

rápidamente como consecuencia de su abandono.

� dimensión económica-productiva. A la función productiva tradicional de

proporcionar materias primas, se une una nueva, la de ofertar servicios,

generalmente, orientados al turismo rural y/o residencial. Este proceso se asocia

a su consideración como un recurso “nuevo” por la dinámica económica actual y,

vinculada a ésta, su revalorización social al ser contemplado como un elemento

de bienestar y de calidad de vida. El paisaje, entendido como signo de identidad

territorial y los recursos patrimoniales que se asocian a éste, se ha convertido en

el fundamento en el que se sustentan las actividades vinculadas al turismo rural,

en el que la “venta” de los paisajes culturales y naturales constituye una de sus

principales ofertas frente a aquéllos homogéneos y banales, resultado de

dinámicas económicas basadas en la intensificación de los aprovechamientos

agrícolas y la expansión de los usos urbanos. El arcaísmo de estos espacios,

denostado en el pasado, se ha convertido en un elemento de fuerte atractivo

turístico. La trascendencia económica y social de esta nueva funcionalidad queda

recogida en el informe “Using natural and cultural heritage for the development

of sustainable tourism in non traditional destinations” (Comisión Europea,

2002), donde se afirma que alrededor del 50% de los europeos sitúan el paisaje

como criterio básico a la hora elegir destino para sus vacaciones. El paisaje

agrario constituye un legado del pasado cuya valoración social va en aumento, lo

que favorece la incorporación de mayor valor añadido en la oferta de nuevas

producciones en alza (alojamiento, restauración, etc.). Los programas de

desarrollo rural (LEADER y PRODER) han tenido notables repercusiones desde

el punto de vista de la diversificación económica de muchos de estos territorios

de interior.

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La función productiva tradicional, materias primas, registra, asimismo, una

revitalización vinculada a la apuesta por la mejora de la calidad, generalmente a

través de la creación de marcas de calidad (denominaciones de origen, entre

otras) y el perfeccionamiento de los canales de comercialización, en ocasiones,

vinculados con las nuevas funciones (venta de productos en alojamientos rurales,

agroturismo, tiendas en cooperativas, etc.). Una mención especial reviste en los

últimos años la apuesta por las denominadas “marca territorio-lugar”; cuya

finalidad es crear una marca de identidad propia, que relacione un territorio con

un determinado producto agrícola y a través de él promocionar su paisaje y

cultura. La finalidad es clara: obtener una mayor rentabilidad, a través de la

diversificación de las explotaciones y la adopción de prácticas sostenibles. Las

iniciativas adoptadas en la región del Chianti (vino y aceite), los Cevennes

franceses (oveja y castaña) o la Montaña de Alicante con la D.O. “cerezas de la

Montaña” o el Celler La Montaña son ejemplos paradigmáticos.

� dimensión cultural. El paisaje comienza a ser considerado reflejo de la herencia

cultural de un pueblo, de su identidad y resultado de unas prácticas históricas

ejercidas por un grupo humano sobre el territorio. Los paisajes aterrazados

constituyen uno de los signos de identidad de las montañas mediterráneas y, a la

vez, diferenciador de otras, donde predominan las actividades ganaderas y

forestales. La espectacularidad de la ordenación de las laderas ha sido siempre el

elemento identificativo de este territorio. Ya desde antiguo llamó la atención a

escritores y viajeros. Por ejemplo, Boccaccio, al referirse a las seis colinas del

“valle delle donne” en el Decamerón, Antonio Casena (1558), quien describe los

viñedos de Bersignana (Varese), o Michel de Montaigne, en su viaje por

Garfagnana (Pisa) y Liguria en 1580, reflejan esta ordenación e insisten en lo

llamativa que resulta (Grove y Rackham, 2001: 113). En términos similares, se

expresan los viajeros ilustrados y decimonónicos como Cavanilles, Bourgoing,

Townsend, Ponz o Beramendi. A.J. Cavanilles, quien recorrió el antiguo Reino de

Valencia a fines del siglo XVIII, indica: “Los montes, principalmente los ménos

expuestos al sol, se ven hasta la cumbre verdes por la multitud de viñas y

algarrobos que de poco años á esta parte han plantado los industriosos naturales.

Presentaban ántes un grupo de peñascos calizos cubiertos de pinos y malezas; y

hoy lo están de plantas útiles, que en forma de corona suben desde la raiz hasta la

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cumbre (Cavanilles, 1797, tomo II: 148). Esta atracción se prolonga en el tiempo

hasta la actualidad. A modo de ejemplo, podemos citar al inglés Gerald Brenan,

quien en la década de los años veinte se desplazó a un pueblo de las Alpujarras

(Granada) para “poder escribir con tranquilidad”. En la obra South from Granada:

seven years in an andalusian village (1957) refleja la fascinación que ejercieron

sobre él, los paisajes, la cultura, las gentes, etc. de esta comarca. Su publicación

contribuyó a dar a conocer estas tierras y sus paisajes entre la población inglesa,

pero sobre todo a difundir el encanto de este paisaje aterrazado. En esta línea, se

enmarca, recientemente, la obra de Chris Steward, Driving over lemons (1999).

La dimensión cultural va estrechamente vinculada a su valor ambiental. La

puesta en cultivo de las laderas requirió una ordenación específica que permitiera

la transformación de un medio que a priori se mostraba poco proclive a su

utilización, pero, que a su vez, sostenible, es decir, que su explotación no pusiera en

peligro su continuidad para las generaciones futuras. Este equilibrio entre el paisaje

y la sociedad queda recogido en algunas obras del Quattrocento italiano. La pintura

“Bel Paesaggio” de Ambrogio Lorenzetti (Palazzo Pubblico de Siena), por

ejemplo, es una oda a la armonía entre la sociedad y el entorno; entendida ésta

como el paisaje de la agricultura promiscua, símbolo de la agricultura

mediterránea; además de corresponder al primer conjunto pictórico del Medievo

en que el que se desarrollan temas civiles. Emilio Sereni, al referirse a los

paisajes de Umbria y Toscana, acuñó en 1965 el término de “bel paesaggio”;

recuperando el término que daba título a la citada pintura. Atractivo paisajístico

que sigue manteniéndose en las obras actuales, donde la belleza de las colinas es

uno de los temas más representados.

A la dimensión cultural, se une, igualmente, el valor emotivo que se

vincula a los paisajes, al ser considerados como signos de identidad frente a la

homogeneización y globalización de las dinámicas económicas recientes. La

progresiva concienciación de determinados grupos sociales sobre el valor

afectivo de estos paisajes se ha traducido en la proliferación de movimientos

sociales, que denuncian aquellas transformaciones territoriales, generalmente

auspiciadas por grupos externos a la colectividad, que generan notables procesos

de pérdida de calidad e identidad de los paisajes. En ellos, el paisaje no es

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contemplado únicamente desde una óptica que defienda sus valores ecológicos,

sino también, y es el aspecto novedoso, cuestiones relativas a la calidad de vida

de sus ciudadanos, la memoria colectiva y la identidad local.

Bibliografía

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