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Paul Nizan-Aden Arabie I Yo tenía veinte años y no dejaré a nadie decir que ésta es la mejor edad de la vida. Todo amenaza llevar a la ruina a un joven: el amor, las ideas, la pérdida de su familia, la entrada al mundo de los adultos. Es duro aprender la parte que a uno corresponde en el mundo. ¿A qué se asemejaba nuestro mundo? Tenía el aire del caos que los griegos situaban al origen del universo en las nubes de la fabricación. Sólo se creía ver aquí el comienzo del fin, del verdadero fin, y no de aquel que es el comienzo de un comienzo. Ante de las transformaciones agotadoras, de las cuales un número ínfimo de testigos se esforzaba por descubrir la clave, podía simplemente percibirse que la confusión conducía a la bella muerte de lo que existía. Todo se asemejaba al desorden en que concluyen las enfermedades: ante la muerte que se encarga de dejar los cuerpos invisibles, la unidad de la carne se disipa, cada parte de esta multiplicidad regresa a su sentido. Esto acaba en la pudrición, sin defensas. Entonces muy pocos hombres se sentían lo suficientemente perspicaces como para desenredar las fuerzas que ya se encontraban a la obra en pos de estas grandes ruinas putrefactas. No sabíamos nada de aquello que había que saber: la cultura era demasiado complicada para permitir comprender otra cosa que las pliegues superficiales. Se consumía en sutilidades en un mundo regido por razones y casi todos sus profesionales eran incapaces de deletrear los textos que comentaban. Siempre menos simple que la verdad es el error. Teníamos necesidades de ABCes compuestos de lo que realmente tenía importancia. Pero en lugar de aprender a leer, aquellos que una tormenta sincera les impide a veces dormir, imaginaban conclusiones que reposaban sobre el estudio comparado de las decadencias: conclusiones para la invasión de los bárbaros, el triunfo de las máquinas, las visiones en Patmos, el recurso a Ginebra o a Dios. ¡Qué inteligente era todo el mundo!

Paul Nizan-Aden Arabia

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Paul Nizan-Aden Arabie

I

Yo tenía veinte años y no dejaré a nadie decir que ésta es la mejor edad de la vida. Todo amenaza llevar a la ruina a un joven: el amor, las ideas, la pérdida de su familia, la entrada al mundo de los adultos. Es duro aprender la parte que a uno corresponde en el mundo.

¿A qué se asemejaba nuestro mundo? Tenía el aire del caos que los griegos situaban al origen del universo en las nubes de la fabricación. Sólo se creía ver aquí el comienzo del fin, del verdadero fin, y no de aquel que es el comienzo de un comienzo. Ante de las transformaciones agotadoras, de las cuales un número ínfimo de testigos se esforzaba por descubrir la clave, podía simplemente percibirse que la confusión conducía a la bella muerte de lo que existía. Todo se asemejaba al desorden en que concluyen las enfermedades: ante la muerte que se encarga de dejar los cuerpos invisibles, la unidad de la carne se disipa, cada parte de esta multiplicidad regresa a su sentido. Esto acaba en la pudrición, sin defensas.

Entonces muy pocos hombres se sentían lo suficientemente perspicaces como para desenredar las fuerzas que ya se encontraban a la obra en pos de estas grandes ruinas putrefactas.

No sabíamos nada de aquello que había que saber: la cultura era demasiado complicada para permitir comprender otra cosa que las pliegues superficiales. Se consumía en sutilidades en un mundo regido por razones y casi todos sus profesionales eran incapaces de deletrear los textos que comentaban. Siempre menos simple que la verdad es el error.

Teníamos necesidades de ABCes compuestos de lo que realmente tenía importancia. Pero en lugar de aprender a leer, aquellos que una tormenta sincera les impide a veces dormir, imaginaban conclusiones que reposaban sobre el estudio comparado de las decadencias: conclusiones para la invasión de los bárbaros, el triunfo de las máquinas, las visiones en Patmos, el recurso a Ginebra o a Dios. ¡Qué inteligente era todo el mundo!

Sin embargo estos malvados tenían la vista demasiado baja como para mirar por encima de sus anteojos más allá de los naufragios. Y aun así, los jóvenes tenían confianza en ellos.

Condenas anónimas, sentencias imperativas: “ustedes van a morir”. La gente de mi edad, incapacitados de retomar el aliento, oprimidos como víctimas a quienes se mantiene la cabeza bajo el agua, se preguntaba si quedaría aire en alguna parte: había, por tanto, que hacer lindar entre dos aguas sus familias de ahogados.

Como estuviera encasillado entre los intelectuales, jamás había reencontrado otros seres que técnicos sin recursos: ingenieros, abogados, corredores de bolsa, profesores. No puedo siquiera recordar esta pobreza.

Azares académicos, consejos prudentes me habían llevado a la École Normale y a esta disciplina oficial que aún llaman filosofía: la una y la otra me inspiraron pronto toda la repugnancia de la que ya era capaz.

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Con el correr de los años, he escuchado, en la rue d´Ulm y por los salones de la Sorbona, hombres importantes que hablaban en nombre del Espíritu.