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Pedro de Valencia y la brujería

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La antropología de Pedro de Valencia en su informe sobre el Auto de Fe de Logroño

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Page 1: Pedro de Valencia y la brujería

Comunicación presentada en la II Jornadas de Historia de Almendralejo y Tierra de Barros

Almendralejo, 12 y 13 de noviembre de 2010

PEDRO DE VALENCIA Y LA BRUJERÍA

Javier Guajardo-Fajardo Colunga

Resumen.

Durante los días 8 y 9 de noviembre de 1610 tuvo lugar en Logroño un Auto de Fe en

el que treinta y una personas tuvieron el destino de sus vidas en manos del Tribunal de la

Inquisición. El núcleo de los juzgados era un grupo de presuntos brujos y brujas organizados

en una secta que operaba en Zugarramundi y Urdax. Once de los acusados acabaron en la

hoguera, algunos físicamente, otros en efigie, pues habían muerto antes del Auto; los demás

fueron relajados o reconciliados. El proceso tuvo tal eco en nuestro país, que el Inquisidor

General, Bernardo de Sandoval y Rojas, pidió informes al tribunal de Logroño, y también

solicitó la opinión de personas ajenas al mismo para contrastar todas las informaciones. Una

de los consultados fue Pedro de Valencia. La respuesta de éste ha sido suficientemente

estudiada desde el punto de vista histórico; por eso, no pretendemos añadir nada a lo que ya se

ha investigado. Pero en el trabajo del humanista extremeño hay algo que quizás no ha sido

suficiente resaltado: la perspectiva filosófica de su respuesta. Pedro de Valencia aborda la

cuestión desde una óptica que rompe los esquemas del momento. El proceso se convierte para

él en una ocasión para reflexionar sobre la naturaleza de los cultos mistéricos: por qué existen,

en qué raíces antropológicas se sustentan, etc. Con esto, Pedro de Valencia reorienta el

planteamiento de la cuestión, y ofrece un trabajo que, en buena medida, se anticipa a los

modernos tratados de fenomenología de las religiones.

Palabras claves: Auto de fe, Inquisición, Brujería, Humanismo, Antropología

Abstract

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During the 8th and 9th of November, 1610 an Auto-da-fé took place in Logrono in

which thirty one people had their lives in the hands of the Court of the Inquisition. The core

of the courts was a group of supposed wizards and witches organized in a sect that was

operating in Zugarramundi and Urdax. Eleven of the defendants ended up in the bonfire, some

physically, others in effigy, since they had died before the Auto; the others were relaxed or

reconciled. The process had such an echo in our country, that the General Inquirer, Bernardo

de Sandoval y Rojas, asked for reports to the court of Logrono, and he also requested an

imparcial opinión to confirm all the information. One who gave his opinion was Pedro de

Valencia. His response has been sufficiently studied from a historical point of view; because

of it, we do not intend to add anything to what has already been investigated. But in the work

of the Extremaduran humanist there is something that probably has not been sufficiently

highlighted: the philosophical perspective of his response. Pedro de Valencia approaches the

question from an optics that breaks the mould of the moment. The process turns gives him an

opportunity to think about the nature of the mysterious ways of worshipirs: why they exist, in

what anthropologic roots they are sustained, etc. All in all, Pedro de Valencia reorientates the

question, and offers a work that, mostly, is anticipated to the modern phenomenology

agreements of the religions.

Key words: Auto de fe,Inquisition, Witchcraft, Humanism, Anthropology.

1. El Auto de Fe.

Como acabamos de indicar, lo que motivó el escrito de Pedro de Valencia fue las

consecuencias derivadas del Auto de Fe celebrado en Logroño los días 7 y 8 de noviembre de

1610. Conviene, pues, describir, aunque sea muy brevemente, lo que allí ocurrió. Cerca de

Zugarramurdi, en la región francesa de Labourd había, desde 1608, un fuerte movimiento de

prácticas de brujería. Por mandato real, Pierre de Lancre se encargó de llevar una serie de

procesos para limpiar la zona. Y lo hizo con tal celo y convencimiento, que buena parte de la

población hubo de huir para escapar de la hoguera, pues los abusos del jurista francés

lograron crear un auténtico clima de pánico. Buena parte de esta población se dirigió hacia la

Baja Navarra.

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Una de las que recaló en tierras españolas fue María de Ximildegui que, aunque se

había criado en Zumarragurdi, se fue a vivir al País Vaco francés. Arrepentida de su pasado

como bruja confesó que en la propia localidad Navarra se celebraban aquelarres a los que ella

misma había asistido, y acusó a personas concretas del pueblo, que terminaron confesando su

culpabilidad. El revuelo que de ello se siguió hizo que el Santo Oficio actuara. Esto, a su vez,

provocó el pánico, hasta el punto de que los vecinos de Zugarramurdi decidieron tomarse la

justicia por su mano. El Santo Oficio decide, finalmente, poner el caso en manos de los

inquisidores Juan del Vallo Alvarado y Alonso Becerra Holguín, ambos celosos perseguidores

de las brujas. Como en esos momentos el puesto de tercer inquisidor de Logroño se hallaba

vacante, fue nombrado como tal Alonso de Salazar y Frías que, junto a los ya nombrados,

asumió la responsabilidad del proceso.

En principio fueron encarceladas en la cárcel de Logroño cuatro personas, pero pronto

acuden voluntariamente muchas más con la esperanza de ser perdonados; a pesar de ello, el

fiscal ordena su ingreso en prisión. Finalizas las pesquisas cuatro meses después, el número

de encartados era de treinta y uno, habiendo más de trescientos implicados cuyo

procesamiento quedaba en suspenso. No obstante, en el momento en que se inició el Auto,

sólo quedaban vivas dieciocho de las treinta personas encausadas. El resto había muerto, bien

por su avanzada edad, bien por las insalubres condiciones de la cárcel, bien como

consecuencia de la epidemia que asoló aquellas tierras ese mismo año. Los muertos serían

juzgados en efigie.

Juan de Mongastón, testigo ocular, hizo una fabulosa descripción de los hechos.

Merece la pena que nos detengamos brevemente en ella, pues la fastuosidad que se le dio es,

precisamente, una de los puntos que critica Pedro de Valencia. La parafernalia del Auto se

abrió el día antes con un desfile:

El sábado 6 días del mes de noviembre, se comenzó el Auto con una muy lucida y devotísima

procesión, en que iban: lo primero, siguiendo un rico pendón de la cofradía del Santo Oficio, muy

lucidos y bien puestos, todos con sus pendientes de oro y cruces en los pechos. Después iba gran

multitud de religiosos de las órdenes de Santo Domingo, San Francisco, la Merced, la Santísima

Trinidad y la Compañía de Jesús, de los cuales hay conventos en la dicha ciudad. Y para ver el dicho

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Auto, de todos los monasterios de la comarca había acudido tanta multitud de religiosos, que vino a ser

tan célebre y devota esta procesión como jamás se ha visto. Al cabo de ella iba la Santa Cruz verde,

insignia de la Inquisición, que la llevaba en hombros el guardián de San Francisco, que es calificador

del Santo Oficio; y delante iba la música de cantores y ministriles. Y cerraban la procesión dos

dignidades de la Iglesia colegial y el alguacil del santo Oficio con su vara, y otros comisarios y

personas graves, ministros del santo Oficio; que todos en muy buen orden llevaron a plantar la Santa

Cruz en lo más alto de un gran cadalso de ochenta y cuatro pies en largo y otros tantos en ancho, que

estaba prevenido para el Auto, y con vistosos faroles y familiares de guarda estuvo toda la noche,

hasta que el día siguiente, luego que amaneció, salieron de la Inquisición.1

Es evidente que la pretensión de esta puesta en escena era que bajo ningún concepto

pasara desapercibido lo que iba a tener lugar. Y lo consiguió, pues “la gente abarrotando

puertas, balcones y ventanas, asistía atónita, suspensa y maravillada al paso de la comitiva”.2

El propio Auto de Fe se planteó con la misma envoltura barroca. Al amanecer del día 7

desfilaron los encausados con insignias penitentes, velas en las manos, algunos con sogas en

el cuello, otros con sambenitos y grandes corozas. Formaban parte del cortejo estatuas

representando a los fallecidos, y tras ellas los ataúdes con sus huesos. El desfile terminaba en

el lugar en el que iban a ser leídas las sentencias. Se preparó un solemne escenario. Los

penitentes fueron dispuestos en unas gradas construidas al pie de la Santa Cruz; los relajados

en la más alta, a continuación los reconciliados, y en la parte más baja los penitenciados.

Frente a ellos también se levantó un cuerpo de gradas, en las que se situaron los inquisidores,

las autoridades civiles, y en lo más alto de la grada primera el fiscal del Santo Oficio con el

estandarte. Entre ambas gradas había un púlpito en el que se ponía a los penitentes cuando se

leían sus sentencias. El primer día se leyó las sentencias de los relajados a la justicia civil, que

fueron condenadas a la hoguera, donde ardieron a la caída de la noche (seis personas vivas y

cinco en efigie). Al parecer, “un nauseabundo olor a carne quemada se expandió por la

ciudad”.3

Al día siguiente fueron leídas las sentencias de las cuarenta y dos personas restantes:

dos estafadores, que se habías hecho pasar por ministros del Santo Oficio, fueron condenados

1 ARROYO MARTÍN, FRANCISCO. Brujería en la España del siglo XVII. El proceso de Zagarramurdi (http://elartedelahistoria.wordpress.com/2009/07/30/brujeria-en-la-espana-del-siglo-xvii-el-proceso-de-zagarramurdi/). 2009

2 Marcos Casquero - Riesco Álvarez, (1997), p. 63. 3 Ibíd, p. 65.

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al destierro, y uno de ello debía, además restituir las cantidad estafadas, recibir doscientos

latigazos, y cumplir cinco años de galera; seis blasfemos; ocho herejes, condenados a la

abjuración de leví y al destierro; seis acusados de judaísmo; un moro, que fue reconciliado

con sambenito y cárcel perpetua, y un luterano, que recibió el mismo castigo. Las dieciocho

personas restantes, acusadas de brujería, fueron reconciliadas. Las dos personas que no

aparecen en el Auto, y que también estaban inculpadas, eran dos clérigos, que debido a su

condición oyeron sus sentencias a puerta cerrada (abjuración de leví, diez años de reclusión

en un monasterio, y expulsión de los obispados de Calahorra y de Navarra).

2. Evolución del proceso.

A pesar de la extrema dureza de las penas, la ola de brujería parecía, según los

inquisidores, no sólo no desaparecer, sino que se iba expandiendo (lo que, como veremos, ya

intuyó Pedro de Valencia). Además entre los propios inquisidores habían surgido diferencias.

Mientras Alonso de Becerra y Juan del Valle creían a pie juntillas la realidad de las

confesiones y, por consiguiente, no dudaban de la acción del diablo, Alonso Salazar era

mucho más escéptico. En consecuencia, los primeros exigían un castigo duro y riguroso,

mientras que Salazar negaba el valor de los testimonios. Ante estos problemas, el Inquisidor

General, Bernardo de Sandoval y Rojas, pidió, antes de mandar nuevas instrucciones, un

informe, tanto del proceso como de la situación real. Esta vez debía realizarlo Alonso Salazar.

Tras un minucioso y exhaustivo estudio, y no sin dificultades por la oposición de los otros dos

inquisidores, envió el informe. En él, además de demostrar la falsedad de las confesiones

(muchas de ellas realizadas bajo tortura o del engaño), sostenía que el territorio se hallaba

completamente pacificado.

La Suprema se hizo eco de él, y dictó, en agosto de 1614 una instrucción en la que se

recogían prácticamente todas las ideas de Salazar (incluidas las denuncia de tortura y engaño).

Consecuentemente, se libera a 5.000 inculpados. Estas instrucciones determinaron el curso de

la historia, pues las acciones que a partir de entonces se tomaron contra casos como estos

fueron extremadamente suaves (castigos físicos menores o penas pecuniarias). Si en España la

quema de brujas ha sido mucho menor que en otros países quizás se deba, como afirma

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Francisco Arrollo, porque el Santo Oficio, después de todo lo anterior, frenó las iniciativas de

los tribunales civiles que hubieran acabado en la quema de inocentes.4

3. El informe de Pedro de Valencia.

Antes de enviar las instrucciones, el Inquisidor General pidió la opinión sobre los

hechos a diferentes personas, entre ellas a Pedro de Valencia. En la edición crítica que de sus

obras a editado la Universidad de León se incluye tanto el borrador inicial como la versión

última, que es la que recibió el Gran Inquisidor. Los ya citados Marcos Casquero y Riesco

Álvarez hacen, en el estudio introductorio de esta edición, un esquema de la respuesta del

segedano, y un posterior análisis del mismo. Seguiremos el croquis de estos autores, para, a

continuación abordar una lectura del informe en clave antropológica.

Dividen el escrito en tres partes principales: introducción, estudio del proceso, y

conclusión.

A) Introducción. En ella expone Pedro de Valencia la inconveniencia de dar

publicidad a los acontecimientos por varias razones: dañaría el nombre de Dios, menoscabaría

la honra de Navarra y Vasconia, serviría de mal ejemplo, pues muchas personas intentarían

imitar a las brujas (como, en efecto, ocurrió), desacreditaría al Tribunal, pues las cosas que se

cuentan son inverosímiles, y, por último, estos temas hay que abordarlos bajo la hipótesis de

que todo tiene una explicación natural.

B) Estudio de los hechos. El análisis de Pedro de Valencia se puede estructurar en

tres puntos.

1. En primer lugar, establece dos hipótesis para la explicación de los hechos. La

primera es pueden deberse a la natural tendencia hacia el pecado. El que se disfraza de

4 ARROLLO, Francisco. Op. Cit.

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Satanás seduciría al resto para la comisión de actos perversos, y al tiempo los obligarían al

silencio al hacerlos cómplices de ellos. Con su habitual erudición, apoya esta tesis en el

paralelo con los misterios eleusinos o de Dioniso, en los que no intervenía para nada el diablo:

sólo la concupiscencia. Otras causas, que no excluyen la anterior, pueden ser las

enfermedades, imaginaciones, melancolía, o bien el remordimiento por delitos que creen que

no serán perdonados. Argumenta esta opinión con los estudios de médicos griegos y romanos,

que hablan de enfermedades, como la morbus ymaginosus (Catulo) o la morbus sacer sive

Herculeus (Hipócrates), que tienen efectos que pueden reconocerse en las declaraciones de las

brujas.

2. Como muy a menudo se hablaba de los mejunjes que las brujas preparaban, Pedro

de Valencia cree que otra de la razón de los delirios puede ser, precisamente, el poder de tales

ungüentos. De hecho, algunas brujas apresadas han sido ungidas con ellos y, después de caer

en un profundo sueño, confiesan haber hechos cosas cuando en realidad no se han movido de

la celda. Fundamenta esta tesis en experiencias debidamente documentadas (como una

realizada en Burdeos en 1571, o las llevadas a cabo por el doctor Laguna, médico del Papa

Julio III ).

La melancolía, como acabamos de indicar, puede, según nuestro autor, provocar

imaginaciones en personas despiertas (y más si en ello colabora el demonio). No podemos

olvidar que, en el contexto de la medicina “humorista” la melancolía (μελαγ: melán, negro;

χολη: jole, hiel, bilis) se explicaba como un exceso de bilis negra que provocaba estados de

abatimiento, apatía y tristeza en quienes lo sufrían. Pedro de Valencia la sitúa cercana a la

aflicción y al remordimiento, que podían devenir en desesperación. También lo hacían así los

clásicos (que sin duda son la fuente de nuestro autor) cuando la asociaban a la anakasthesis,

que es un estado de extrema angustia por la conciencia de culpa.5 Nos interesa subrayar este

dato, pues en el siguiente apartado volveremos sobre él.

Además de las afecciones individuales, Pedro de Valencia señala como otro elemento

que puede aclarar la naturaleza de los aquelarres los casos de histeria colectiva que muchos

5 Cfr. Vallejo Ruibola- Gastó Ferrer, (1999), p. 165.

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autores reconocen en los antiguos misterios paganos, y que, como ya se ha indicado, guardan

un extremo paralelo con los acontecimientos descritos en el informe de Mongastón.

3. Uno de los fenómenos que se atribuía a las brujas era el de poder ausentarse para

acudir a los aquelarres mientras dejaban una figura idéntica a la suya, de modo que ni marido

ni familiares las echaban de menos. Pedro de Valencia cita al P. de Río que, en su tratado de

brujería, manifestaba una completa certeza sobre la verdad de tales raptos.

Evidentemente, Pedro de Valencia no lo creía en la realidad de los raptos, y advierte

del peligro de tales acusaciones, pues con esos argumentos cualquiera podría ser acusado.

Pero lo más interesante son las razones teológicas que esgrime.

Una de los argumentos que se utilizaban para defender la existencia de tales hechos

era que, en sentido estricto, son posibles si Dios los permite e interviene en ellos el diablo.

Contesta nuestro autor que, aunque es verdad que existen demonios, Dios sólo permite su

acción como castigo de la maldad, o para probar a los buenos. Y como base de ello cita unos

tópicos que se utilizaban en los tratados de demonología. Establecida esta base, analiza los

casos citados en el Auto para demostrar que en ninguno de ellos aparece tal fin. Es más, el

objetivo último de los raptos que se cuentan es el de ir contra los planes que la providencia

divina a mostrado a lo largo de la historia.

Con esto, muestra Pedro de Valencia un conocimiento y una sensibilidad teológica

muy superior a la de aquellos que argumentaban desde la omnipotencia divina. Sin utilizar

estos términos, en el discurso se distingue entre lo Dios puede hacer de potentia absoluta y lo

que de congruo es su acción. Ciertamente, Dios podría hacer cualquier cosa, pero de congruo

muestra que no va contra sí mismo, como parecen sugerir los crédulos inquisidores y los

teólogos en los se apoyan. Y no sólo eso, sino que, al sostener la posibilidad de que Dios

permita (en virtud de onmnipotencia) que niños inocentes sean entregados a tales desafueros,

manchaban, según Pedro de Valencia, el mismo nombre de Dios:

Esto no sólo toca ya solamente a la reputación de la divina bondad y misericordia, sino que tira

a infamar su fidelidad y justicia, si permite así a la rabia de los lobos los corderos tiernos y sin

mancha de pecado, y que no tienen aún conocimiento con que puedan siquiera desviarse del

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lobo, sino que se irán tras él como tras la madre: ésta no sería tentación ad mesuram, sino muy

excesiva y desmesurada.6

Como se observa, el autor, partiendo de los datos de la Escritura y de la reflexión

teológica, invierte completamente el caso, y, aunque no lo diga de forma explícita, convierte

en blasfemos a los propios acusadores. También volveremos sobre ello en el siguiente

apartado.

Otras razones que se daban para admitir la realidad los raptos eran: que los testifican

muchas personas, y que, al castigarlo los tribunales eclesiásticos, la están presuponiendo.

Como jurista, Pedro de Valencia parece tener la misma sensibilidad que como teólogo al

responder que la coincidencia en los testimonios puede deberse a un acuerdo (de hecho, en el

Auto de Logroño las acusadas hablaban sobre lo que debían declarar, según testimonio de los

guardianes). Además, continúa, hay que tener presente que gran parte de los testimonio se han

obtenido con tortura, o bien para escapar de ella. Por último, afirma, es posible que los

testigos estén convencidos de la realidad de tales fenómenos, pero tal convencimiento puede

deberse, como antes demostró, a trastornos o al efecto de drogas. Por último, aclara que la

autoridad de los tribunales no queda en entredicho por lo argumentado en su escrito, pues

tales personas son merecedoras de castigo, aunque sólo sea por la intención de servir al

diablo, y aún más si se demuestra que realmente cometieron crímenes. Pero, con su habitual

modo de sugerir entre líneas, deja caer que han de ser castigadas sólo por eso, y no por los

cuentos que aparecieron en Logroño.

C) Conclusión.

El escrito se cierra con tres sugerencias:

1. Hay que considerar si los reos están en su sano juicio.

2. Hay que estudiar si los aquelarres son simplemente un espacio donde dar rienda

suelta a la concupiscencia, o si en ellos actúa el diablo.

3. En los acontecimientos juzgados es necesario buscar hechos de delito probados

para evitar castigar a inocentes.

6 Valencia, (1997), p. 284

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4. Antropología que subyace en el informe.

El ser humano siempre ha visto en sí mismo la huella de un enigma. Por eso, no es

extraño que las primeras creaciones culturales sean construcciones funerarias, pues ellas nos

hablan de que el hombre se interpretaba a sí mismo como algo esencialmente diferente del

resto de la naturaleza; se concebía dotado de algo que no se podía reducir a lo estrictamente

biológico. ¿Qué era ese plus? No hay una respuesta única y exacta. Cada pueblo ha puesto el

acento en un aspecto de la naturaleza humana o en otro. Pero en lo que todas las culturas

coinciden es en el reconocimiento de que la conciencia es algo complejo, con muchas

ramificaciones; en su interior conviven tendencias diferentes y a veces contrapuestas. Paul

Ricoeur hizo una clasificación de mitos procedentes de diferentes culturas en los que se

explica el origen del mal, y todos ellos tienen algo en común: conciben al ser humano como

una mezcla de fragilidad y fuerza, ama el bien, pero sin embargo el mal ejerce sobre él un

atractivo más potente que sus propias resistencias.7 Esto que Ricoeur observó en el ámbito

moral, se puede verificar en todos los niveles: el mismo ser capaz de arrebatarse ante la

belleza, siente también un placer morboso en lo siniestro; descubre y se entusiasma con la

verdad, pero es igualmente el maestro del engaño, de la ocultación; adora lo eterno, siendo él

mismo efímero. Sobre este subsuelo trabajaron los primeros filósofos que pretendieron

estructurar una teoría sobre el hombre.

Algunas interpretaciones del carácter complejo del ser humano se han elaborado desde

la idea de que hay en él una serie de inclinaciones que se podrían considerar originarias,

naturales, siendo el resto derivaciones de aquéllas; nacen como consecuencia de la fragilidad

humana, o bien de la perversión culpable. Para tales concepciones (vg. Aristóteles y gran

parte del pensamiento cristiano) el ser humano es fundamentalmente unidad, aunque no del

todo consumada. Y la tarea de la vida consiste, precisamente, en llevar a su plenitud las

tendencias originales hasta que el sujeto moral pueda reconocerse a sí mismo en cada acto; es

decir, alcance la plenitud.

7 Cfr. Ricoeur, ( 2004), pp. 311-491.

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Otra corriente de pensamiento entiende, en cambio, que el ser humano es un campo de

batalla de fuerzas contrarias. Ahora no se trata, como en el caso anterior, de que el hombre

deba vencer su propia debilidad para desarrollar todas sus potencialidades. No. Estos sistemas

entienden que la contradicción se halla en la entraña misma del sujeto. Tan originario es en él

el deseo de plenitud, de belleza, de infinito, como el vacío que anida en su interior y que lo

absorbe en la forma de una atracción hacia el abismo de la nada, que se intuye como realidad

última. El hombre es, así, contemplado como un ser híbrido, no es ni un dios ni una bestia,

pero en él habitan fuerzas divinas y bestiales. Evidentemente, la existencia se convierte, en

este caso, en una lucha trágica. Desde Heráclito hasta el existencialismo del siglo XX se

puede trazar una línea que nos muestra que tampoco esta concepción ha abandonado nunca

nuestra cultura. Creemos que, aunque la antropología de Pedro de Valencia no puede alienarse

en ninguno de los dos extremos, está más cerca de esta segunda corriente que de la primera.

Veamos por qué.

A lo largo de la exposición hemos podido comprobar cómo el principal esfuerzo de

Pedro de Valencia es el de demostrar que la brujería puede explicarse desde un plano

meramente humano. Podríamos decir que, anticipando la metodología de la ciencia moderna,

aplica al fenómeno la navaja de Ockham buscando la explicación más sencilla y elegante. Y

desde este plano, aparecen en su argumentación continuas referencias a la debilidad humana:

advierte del peligro de hacer público el proceso, pues podría despertar en quien lo oyese

deseos que se hallan aún dormidos; asume que tales hechos no son específicos de nuestra

cultura, sino que se han dado desde que el hombre es hombre; reconoce que el demonio es

quien estimuló tales acciones (aunque sólo suscitando el deseo), etc. En definitiva, nos

presenta una imagen de la humanidad abrasada por el “ímpetu desordenado de nuestros

apetitos”,8 que, para colmo, son alentados por una fuerza maligna.

No era extraña esta visión en el momento en que Pedro de Valencia escribe. De hecho,

Lutero la había llevado hasta el extremo, al considerar la naturaleza humana como

definitivamente corrompida por el pecado, y sin posibilidad de salvación. No llega a este

extremo el zafrense, pero tampoco participa del pelagianismo que, también en tal momento

histórico, se hallaba muy extendido. De la lectura de su informe se puede colegir que, aunque

8 Valencia, (1997), p. 255.

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el ser humano se halla inclinado hacia el bien, es también víctima de un mal que en él actúa y

que no se puede reducir a simple debilidad.

Hemos visto que una de las posibles causas que más aparecen en el escrito es la

enfermedad psicológica. Con esto, tal y como afirman los críticos, se adelante en buena

medida a su tiempo, pues esa interpretación de la brujería no se volvería a dar hasta siglos

más tarde. Pero hay que hacer una observación. El mal del que Pedro de Valencia habla, la

melancolía, no es para él sólo una alteración de los humores, sino que posee también un

componente moral. En este párrafo lo expone con toda claridad:

Al modo natural y humano pertenece también la parte de estos cuentos que pudiera acontecer

por vía de enfermedades, como se puede pensar de muchas de estas visiones: si son

imaginaciones y que provienen de la melancolía, y si también la misma melancolía es

despertada o movida por el demonio, o si se acrecienta también con la aflicción y el despecho

que causa la conciencia en los que han cometido delitos gravísimos, que el demonio les

persuade que son irremisibles y les causas temores y desesperaciones. 9

En el fragmento se observa con claridad que, aunque Pedro de Valencia recurre a la

medicina para explicar estos fenómenos, advierte en ellos algo que rebasa lo meramente

“humoral”. El pecador aparece envuelto en una espiral de la que no puede salir con sus

propias fuerzas. El mal cometido no es lo grave, sino que a través de él la persona vive una

experiencia de naufragio en la que se ve así misma atrapada en una red de la que no puede

salir. Y, curiosamente, la reacción es hundirse más en ella, llevar la línea descendente hasta el

límite. De hecho, un poco más adelante vuelve sobre el tema, vinculando la melancolía con la

histeria, fenómeno común en los misterios antiguos y en los aquelarres.

Podría, no obstante, objetarse que tal precipitación hacia el abismo del mal sólo ocurre

en determinadas, más proclives por su temperamento, pero en otro momento del discurso

afirma, manifestando cierto escepticismo sobre nuestra naturaleza, que, si los que hoy se

consideran justos lo son, es quizás sólo por pudor:

9 Ibíd., p. 265. Evidentemente, el subrayado el nuestro.

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Bien conocida es la flaqueza de los hombres en general, y es de temer, aún de los que ahora

viven justamente, lo que teme Platón, que si se viesen en ocasión y poder para cumplir

cualesquieras deseos a su salvo, como si se les concediese hacerse invisibles con el anillo

fabuloso de Giges, que no se hallaría ninguno tan de diamante que perseverase en la justicia.10

La fuerza seductora del mal no obra sólo en naturalezas débiles, sino que la

humanidad en su conjunto está envuelta en ella. ¿Significa esto que el ser humano está

irremisiblemente abocado a sucumbir? No, Pedro de Valencia sostiene que, justamente en el

momento en el que el hombre está vencido, es cuando puede abrir la puerta a la trascendencia,

de donde proviene la salvación:

Una vez en tantos siglos le concedió que, en defensa de su tiranía y de la escuela de idolatría

que fue en Egipto, resistiese públicamente a la redención temporal del antiguo pueblo y la

publicación de la ley y doctrina divina, obrando con los magos de Faraón en competencia de

Moisés, donde él y ellos fueron vencidos, y lo confesaron diciendo: digitus Dei ets hic; así, no

se pudo se pudo seguir engaño en fieles ni infieles, grandes ni pequeños, antes delante de todos

sactificatum est nomenDomini.11

No queremos con esto afirmar que el pensamiento Pedro de Valencia se halla más

cerca de la antropología protestante que de la católica. Es obvio, por lo que en otros escritos

se halla, que no es así. Pero sí se puede apuntar que quizás también dentro del mundo católico

se fraguó una concepción dialéctica del ser humano, en la que éste queda definido por la

tensión entre el pecado y la gracia.

Además, esta tesis es coherente con su escepticismo sobre las fuerzas cognoscitivas

del humano. El pasado año, en estas mismas jornadas, sugeríamos que el pensamiento de

Valencia podía encuadrarse dentro de la doctrina académica, según la cual la razón por sí sola

no tenía capacidad para alcanzar un criterio de verdad absoluto, y, en consecuencia, había que

recurrir a la fe para alcanzar la verdadera sabiduría. La verdad y la bondad van unidas, de

mismo modo que la naturaleza humana es una. Por eso, no resulta extraño el paralelo entre su

posición epistemológica y su propuesta antropológica. En cualquier caso, lo expuesto son sólo

apuntes que requieren una investigación más profunda.

10 Ibíd, pp. 284-285.11 Ibíd., pp. 287-288.

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Bibliografía.

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Zagarramurdi (http://elartedelahistoria.wordpress.com/2009/07/30/brujeria-en-la-espana-

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VALLEJO RUBILOLA, J - GASTÓ FERRER, C. Trastornos afectivos. Ansiedad y depresión. Ed.

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