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Alfredo Capó | 1

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PÁGINAS DE UNA VIDA

Alfredo J. Capó(1908-1942)

Recopilación y Epílogo: Julio Barreiro *Prólogo: Esther Sancho de Capó

Publicación original (1946):Editorial “La Aurora” Corrientes 728, Buenos Aires

Casa Unida de Publicaciones Apartado 97 bis, México, D.F.

Recuperación de la memoria histórica del protestantismo español

Páginas vividas | Alfredo CapóDpto. de publicaciones de

Ateneo Teológico - Lupa Protestante

Diseño y maquetación:Ateneo Teológico

wwww.ateneoteologico.orgwww.lupaprotestante.com

Publicado gracias a la inestimable colaboración del Pastor Rodolfo Miguez |

Archivo Histórico de la Iglesia Metodista en Uruguay / Febrero 2009

[email protected]

Barcelona, 2009

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PREÁMBULO

* Este libro del Pastor Capó fue el fruto necesario de un trabajo eficaz, consagrado y en sí mismo un homenaje al autor, realizado por Julio Barreiro.

Mientras avanzaba en sus estudios de Abogacía fue el creador y director de la Revista ARCO IRIS, de circulación en América Latina y España durante 15 años (1948 a 1963). Escritor de historias para niños recogidas en libros que hicieron época: “Las Horas Azules”, “Las Horas Blancas”, “Las Horas Rosadas”, “Aventuras de Juan Platita”, “Boris Rulo”, entre otros.

Le tocó a Julio Barreiro una importante y pionera labor de editor de obras de orientación cristiana en relación con toda la temática social de Uruguay y América Latina, con el apoyo del Consejo Mundial de Iglesias y el Movimiento “Iglesia y Sociedad” en lo que fue la Editorial “Tierra Nueva”. Por esto fue un perseguido político que conoció prisión y exilio.

Fue un laico metodista comprometido con la cuestión social, tanto en los más selectos claustros académicos como destacado profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de la República y escritor de fuste (“La Sociedad Justa Según Marx”, “Ideología y Cambios Sociales”, “El tiempo de la Perestroika”, “El Hombre de la Biblia”, entre muchos otros textos), así como también en la arena política pues estuvo desde el inicio mismo como protagonista del revulsivo tiempo que diera como fruto la creación del Frente Amplio, fuerza de izquierda de raigambre socialista y progresista que hoy gobierna Uruguay. Barreiro –líder, escritor, profesor, editor, catedrático y predicador laico- fue parte del grupo de jóvenes de la Iglesia Metodista de la Aguada, en tiempos del Pastor Capó.

Falleció en el año 2005.

Pastor Rodolfo MiguezArchivo Histórico de la IMU / Febrero [email protected]

ALFREDO J. CAPÓ

“Si hay un Dios, es decir un Dios omnipotente y omnisapiente, es lógicamente imposible que ese gran espíritu, llámeselo como se quiera, no tenga un plan universal. Seguramente que se trata de un plan grande y hermoso en el que el hombre nada tiene que decir. El plan es cosa de Dios. Yo ni siquiera puedo decir que haya podido comprenderme a mí mismo, entender mi vida. Sólo aproximadamente puedo orientarme en la arquitectura del Universo. El plan de mi existencia no me fue dado como una orden. Me figuro ser un servidor de Dios y trabajo en su plan, que requiere que yo colabore con él. Uno debe tender a semejarse a Dios: esto quiere decir que he de caminar en esta dirección hasta donde soy capaz de comprender el Universo y la Historia. No he tenido nunca un plan de vida detallado y claro: sólo he conocido la dirección à peu près.

Masaryk

“Porque ¿qué es vuestra vida? Ciertamente un vapor que se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece.” Santiago 4:14

Estas palabras han quedado como grabadas a fuego en nuestra mente desde el momento que tuvimos que pensar en escribir una breve biografía del Reverendo Alfredo J Capo. Parécenos cada día más que su paso a nuestro lado fue raudo, fugaz: como luz aparecida para revelarnos el sentido real de la vida y desvanecida mientras vivíamos confiados y dependientes de su fulgor.

Nacido en un hogar de honda raigambre evangélica en una barriada industrial de Barcelona, la bella capital catalana, su infancia transcurrió tranquila y normal. Siendo hijo único, sus padres vivían consagrados a él y a su trabajo Eran ambos maestros de las escuelas evangélicas, situadas en la misma barriada, Clot, a cuyo edificio estaba anexo el propio local de la iglesia.

Hizo la educación primaria bajo el ojo vigilante de su padre y su condición de hijo del maestro no fué nunca un atenuante a la disciplina que imperaba en la

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escuela. Su padre, a la par que maestro era predicador encargado de la obra en aquel lugar. Así, desde niño estuvo familiarizado con la organización y la marcha de la iglesia y muy pronto fué una ayuda para su padre, especialmente en trabajos de secretaría: correspondencia, corrección de pruebas para la imprenta, preparación de programas especiales, artículos para periódicos emanados de las distintas iglesias, etc. –

Terminada la educación ‘primaria, pasó al Instituto Oficial para continuar sus estudios. Este paso, que se realiza tan fácil y normalmente en día en el Uruguay, era en España, hace veinte años, una decisión que difícilmente se tomaba en un hogar modesto pues los estudios oficiales eran sumamente onerosos, A pesar de la buena voluntad y del esfuerzo de los padres, pronto el estudiante tuvo que emplearse aportando así una ayuda que, unida al empeño de sus mayores, le permitiera terminar su bachillerato.

Con este motivo pasó a ser ayudante de maestro en la escuela donde trabajaban sus padres. El trabajo era bastante pesado. Aunque al parecer el desgaste hubiera tenido que ser solamente intelectual, el esfuerzo constante de la voz y la tensión nerviosa llevada al máximo para gobernar y enseñar. algo a setenta muchachos reunidos en una sola clase, reclamaba también un desgaste físico acentuado. Pero eso no era todo. Terminadas las clases nuestro estudiante tenía que trasladarse al corazón de la ciudad, tras largo viaje en tranvía y dar allí el mayor rendimiento en los estudios para cumplir con el mismo programa que otros jóvenes, de mayor independencia económica, podían realizar sin gran esfuerzo. Al fin su salud fué quebrantada y por un tiempo tuvo que dejar en absoluto estudios y trabajo con el fin de recobrar las fuerzas gastadas en demasía.

A los veintiún años fué llamado a filas para hacer el servicio obligatorio. Su salud había mejorado notablemente y así pudo cumplir con esta ley ineludible de la que sólo quedaban exentos algunos privilegiados o los incapacitados por algún defecto físico.

Entre tanto, su vida se había ido orientando hacia el ministerio y cuando quedó libre de sus obligaciones militares ingresó en el Seminario Evangélico Unido de Madrid. Tenía a la sazón veintidós años. Ocho días antes de partir fué debidamente formalizado por los padres, su compromiso con una joven de su

iglesia, Esther Sancho Roca. Era solamente un nuevo peldaño en una amistad muy honda y fiel sostenida sin desmayo a través de varios años difíciles.

Terminados sus estudios a fines del año 1932, fué consagrado pastor en Barcelona, el 5 de julio de 1933, y designado para encargarse de la iglesia de Palma de Mallorca (Baleares).

No era una obra nueva la de Palma de Mallorca y su circuito. Pero por falta de obreros esta iglesia se mantuvo durante muchos años gracias a la buena voluntad y al esfuerzo de un predicador laico, miembro de la misma que, con su propio trabajo que atender, no podía desarrollar un plan normal. La labor en aquel campo no era fácil para un pastor novel y solo en el ambiente. Pero la emprendió con energía y entusiasmo, sin escatimar nunca esfuerzos. Poco a poco la obra iba siendo reorganizada en sus distintas actividades. La gente sencilla estimaba, la labor del pastor e iba comprendiendo lentamente su propósito: el avance del Reino. Dedicó un esfuerzo muy especial a los jóvenes a quienes por medio de clases adecuadas, ya en casa, ya en la iglesia, trataba de preparar para iniciarles en el trabajo dentro de la iglesia.

En el año 1935 contrajo matrimonio con la que era su prometida y juntos trabajaron desde entonces para un mismo fin en la iglesia de Palma de Mallorca.

En julio del siguiente, 1936, de’ triste recordación para España, el Rev. Alfredo J. Capó fué nombrado delegado para asistir a la Convención Mundial de Escuelas Dominicales que tenía lugar en Oslo (Noruega). De regreso de Oslo, encontráronse los esposos en Barcelona y cuando iban a volver a su hogar estalló la revolución. No parecía de momento que esta circunstancia tuviera que alterar sus vidas por completo. Pero... el regreso al hogar recientemente formado fué haciéndose cada vez más problemático hasta que, habiéndose cambiado la revolución en terrible guerra civil fue preciso abandonar esta idea y permanecer en Barcelona. En los primeros tiempos que siguieron a la revolución no pudieron efectuarse cultos ni reuniones. Se trabajaba como se podía. Pero una vez que el gobierno consiguió serenar la situación, y tras previas gestiones realizadas por los elementos evangélicos, se consiguió la reapertura de los locales de predicación.

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Las consecuencias de la guerra empezaban a sentirse seriamente: falta de alimentos, de medicamentos, peligro incesante de bombardeos, etc., y era conveniente la evacuación de la población civil que no fuera precisada para servicios de guerra.

En febrero de 1937 el hogar de los esposos Capó había sido bendecido con el nacimiento de una niñita, que llamaron María Rosa.

Mientras tanto, los evangélicos de distintos lugares del mundo estaban reuniendo fondos que llegaban a España traducidos en alimentos que representaban un verdadero alivio. Pero era precisó hacer más todavía: era preciso arrancar definitivamente del peligro a todos aquellos que las necesidades de la guerra no retuvieran en la patria. Pronto lo reconocieron así los evangélicos del extranjero por lo cual se organizaron en un comité que concentraba todos sus esfuerzos. Delegaron a un pastor para que tomara sobre sus hombros la tarea de recibir ancianos, niños y mujeres evangélicos procedentes de España y darles debido alojamiento y sostén al llegar a Francia. No era tarea fácil ciertamente y precisaba mucha paciencia, esfuerzo y tesón. Pero esta empresa de humanidad prosperó y varias expediciones de evangélicos llegaron así a Francia. Esta responsabilidad tremenda de salvar a los más débiles se hizo sentir también en la familia Capó llevándoles a una muy dolorosa separación. La esposa junto con su madre política y la pequeña María Rosa, que contaba a la sazón catorce meses, partieron para Francia, radicándose en Pau. Ningún hombre de menos de sesenta años podía salir del territorio español.

En este tiempo, el Rev. Capó había sido militarizado. Los evangélicos habían hecho gestiones cerca del gobierno para que en caso de llamados a filas pudieran prestar sus servidos en Sanidad Militar, siendo así eximidos de tomar las armas. Esta petición fué atendida y otorgada siendo ministro de guerra el Sr. Indalecio Prieto, y esta medida a la que pudieron acogerse los sacerdotes católico-romanos es tan elocuente en cuanto al carácter amplio y noble de la República Española que no precisa comentarios y destruye de por si muchas calumnias y opiniones gratuitas lanzadas para menoscabar la autoridad de un gobierno elegido por la libre voluntad del pueblo. Fué en Sanidad Militar, por tanto, donde presto sus servicios durante la ‘guerra Alfredo Capó, unto con otros pastores.

En diciembre de 1938 obtuvo una licencia para ir a visitar a sus familiares en Francia. La situación en España era cada vez más angustiosa Y al final de enero, pocos días antes de que terminase su licencia, Barcelona caía en poder de los franquistas. Fué el momento del éxodo terrible a través de los Pirineos. Así, milagrosamente, la familia quedó nuevamente reunida, pero en circunstancias muy inestables, habiendo perdido por segunda vez en dos años el hogar. En estos momentos críticos pudo llegar también hasta Francia su padre.

La situación en Francia era especialmente difícil para los hombres jóvenes. En su condición de refugiados no podían trabajar ni reconstruir su vida aunque fuera accidentalmente. Era preciso salirde aquel estado desesperante y empezar una nueva vida de trabajo y normalidad. Pero, ¿cómo?

A mediados del año 1939 anunciaron a los evangélicos residentes en Pau que, procedente de Madrás (India), llagaría a la pequeña ciudad francesa un pastor de la América del Sur. Si un obrero evangélico puede tomar alguna vez el título de “Enviado” con mucha razón podría arrogárselo el reverendo Enriqie C. Balloch en aquella ocasión. Fué realmente “el hombre enviado de Dios”, el hombre capaz por sus sentimientos y por su amplitud de criterio, de abarcar con una sola mirada la situación en que se encontraban aquellos jóvenes pastores.

De vuelta al Uruguay, supo, con su palabra convincente inflamada por sus sentimientos verdaderamente fraternales, despertar en el campo evangélico del Río, de la Plata el sentimiento hacia nuevas responsabilidades. Con emoción profunda y reconocimiento imborrable quedaron escritos en el corazón de la familia Capó, los nombres de aquellos -hermanos del otro lado del océano, que supieron responder a ese llamamiento.

En su trabajo inicial el Rev. Balloch encontró muy pronto otro colaborador silencioso pero eficiente, el Rev. Earl M. Smith, un hijo de Dios que, como tal, no se desanimaba ante obstáculos, luchando cual moderno paladín por todo lo que fuera justo y bueno; todo lo que pudiera significar una ayuda para sus semejantes. El Rev. Juan E Gartinoni, a la sazón obispo de la Iglesia Metodista Episcopal del Río de la Plata, apoyó y con su autoridad dió la decisión final al plan de recibir al pastor extranjero en el Uruguay. Así, el 10 de febrero de 1940

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arribó a estas playas tranquilas y acogedoras la familia Capó. Cada uno de los que trabajaron con denuedo para que así fuera, saben todo el esfuerzo que entraña esta sencilla expresión.

El Rey. Capó fué nombrado interinamente pastor de la iglesia de la Aguada, en Montevideo. Pero circunstancias posteriores promovieron su nombramiento como pastor efectivo de la misma.

Puesto al trabajo en esta obra de la Aguada que le fué tan querida, parecía dispuesto a recuperar con creces el tiempo en que su actividad pastoral estuvo forzosamente limitada. El buen espíritu y la simpatía y cariño con que le rodearon los miembros, estimularon su afán y le significaron las más preciadas recompensas en la lucha. Las diferencias lógicas que marcan la faz de los pueblos no significaron para él sino un nuevo aspecto de la personalidad humana; pero en los sentimientos esenciales, básicos, hubo una tal compenetración que en ningún momento se sintió “extranjero y advenedizo en tierra extraña”. Quizás sea el Uruguay un país único en este aspecto. El trato llano, noble, acogedor hacia el extranjero, esta actitud demócrata en el verdadero sentido de la palabra, desprovista de los prejuicios raciales o de clase, tan en boga en nuestra época, nos hacen pensar en tierras y tiempos remotos cuando la hospitalidad al extranjero era ley sagrada y primordial.

Tal característica explica, creemos, el hecho de que le fueran abiertas sin reservas todas las puertas en el sentido de la colaboración y de tal manera respondió a ello que al tratar de indicar en qué actividades colaboró, pensamos que es más seguro y corto pensar en qué actividades relacionados con la Obra no aportó el nuevo pastor su grano de arena.

Y estando así, en plena labor, fué cortado inesperadamente el hilo de su existencia. Cinco días bastaron para acabar con todo su dinamismo y vitalidad. El 16 de abril de 1942, apenas cumplidos dos años de su trabajo en la Iglesia de la Aguada, Alfredo J. Capó nos dejó.

Un fiel amigo le recuerda con estos versos del poeta inglés Stevenson:“No ha muerto nuestro amigo, no ha muerto;

Mas en la senda que los mortales seguimosAlgunos se nos adelantan unos pasos más allá,

Más cerca del fin.Pronto nosotros también doblaremos aquella curva del caminoY entonces nos encontraremos cara a cara con nuestro amigo

Que algunos creen dormido para siempre.”

Esther Sancho De Capó

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ÍNDICE

Soneto 12

PRIMERA PARTE: “Páginas Vividas”

I. Un día de domingo 16II. Mater dolorosa 19III. Encrucijadas en el camino 22IV. El templo solitario 25V. Juventud en servicio 28VI. Nuestro Cristo 31

SEGUNDA PARTE: «Jesús, Amor y Dolor”

Miserere de Semana de Pasión: ¡Silencio! 36I. Las lágrimas de Jesús 38 II. La angustia de Jesús 43III. La mirada de Jesús 48IV. El silencio de Jesús 53V. El triunfo de Jesús 58VI. Las manos de Jesús 63

A manera de Epílogo: “El último Sermón” 69

SONETO

Al contemplar, Señor, tu sufrimiento

del cual pecados míos son motivo,

me siento avergonzado porque vivo

y quisiera morir cada momento.

Surge del corazón tal sentimiento,

mezcla de amor y dolor redivivo,

que haciendo humillar éste mi YO altivo,

hace sentirme pecador redento.

Al mirar inclinada tu cabeza

por el peso del dolor agobiante

me siento más culpable y pecador.

Y a llorar mi inconstancia y mi flaqueza

quisiera huir yo lejos cada instante

si el perdón no esperara de tu amor.

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PRIMERA PARTE

«PÁGINAS VIVIDAS”

Publicadas en “El Estandarte Evangélico” en los números correspondientes al año 1940.

El autor de estas “Páginas vividas” no trata con los presentes artículos, de establecer normas o caminos a seguir indiscutiblemente. Cada ser es libre, y cada cual debe seguir el camino que Cristo le señale sin tratar de juzgar el del prójimo. “Qué a ti? ¡Sígueme tú!”es la orden del Maestro. Además, el autor quiere hacer constar que estas ‘Páginas” pueden o no haber sido vividas por él, pero, de no serlo, han sido vividas por personas de entero crédito y compañeros en el vivir y en el sufrir.

Estas “Páginas” no son sino recuerdos y enseñanzas de recuerdos, para ayudar a los lectores a pensar y a sentir en estos momentos de confusión mundial. Si nuestras experiencias han podido ayudar a alguna vida joven en el cúmulo de decisiones que hay que tomar en el camino de la vida, el autor dará por bien vividas y bien sufridas estas “Páginas” de su propia existencia.

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I

UN DÍA DE DOMINGO

Un día cualquiera de no importa cuál mes de un año de mil novecientos treinta y tantos. Domingo. A las nueve de la mañana las sirenas de alarma dejan oír sus potentes voces avisando el peligro de .un bombardeo. A los, pocos segundos, las explosiones, de las bombas al caer y de las granadas disparadas por las baterías anti-aéreas, dejan al pueblo con el ánimo en suspenso, esperando si aquél será el último día de su vida en la tierra. ..

Después, el silencio.

Antes que las sirenas anuncien que el peligro ha pasado ya, un pastor evangélico cualquiera sale de su hogar hacia el templo. Al llegar 1lf encuentra la mayor parte de los cristales rotos. Varias bombas han caído cerca y todo hace suponer un servicio religioso poco concurrido pues el bombardeo ha sido fuerte y las ambulancias no se cansan de cruzar la ciudad con su carga doliente... Sin embargo, no es así. Sólo un contado número de fieles deja de asistir y el culto se celebra con toda normalidad, a pesar de los cristales rotos y de. la impresión recibida, que no por su frecuencia deja de afectar.

Alas negras en el cielo azul de la ciudad... Triste domingo lleno de sol... .

Poco más tarde el pastor acude a otro templo evangélico para celebrar allí, a la hora acostumbrada, el culto matutino. Pese al bombardeo anterior, asiste mayor número de fieles que de costumbre. A mitad del servicio y cuando el pueblo entona el tan conocido himno:

“La tierna voz del Salvadornos habla conmovida;oíd al Médico de amorque da a los muertos, vida.”

las sirenas anuncian por segunda vez en aquel día, que el peligro vuelve a cernirse sobre los habitantes de la ciudad y que unos seres humanos vienen a “dar a los vivos, muerte”.

El ruido de las bombas al estallar y el fuego atronador de los cañones antiaéreos apaga las voces del himno, y al terminar éste, una oración ferviente y dolorosa sube del corazón...

“Dios es nuestro amparo y fortaleza . . .““Dios es nuestro refugio...”

No es el miedo ni al peligro ni a la muerte. Es el dolor por la maldad humana, es la demanda de auxilio para los que perecen en aquellos instantes.., de perdón divino para los que allá en las alturas sueltan su carga mortífera. .. Para el soldado, morir en el campo de batalla es su honor; para el pastor, morir predicando el Evangelio y tratando de llevar almas a Cristo es su gozo; para el creyente, morir en su Iglesia orando y alabando a Díos es su gloria.

Continúan sucediéndose las explosiones y cada una suena más cerca... se distingue perfectamente el ruido de los motores de la aviación agresora... el local donde se hallan reunidos los fieles en nombre de Cristo, se conmueve y cruje... pero el sermón es predicado y el mensaje es ofrecido. Se termina el servicio religioso dominical y todos salen presurosos hacia sus hogares, a pesar de que las señales avisando que el peligro ha pasado no han sonado todavía. Una hora antes habían dejado sus casas y en ellas a los seres queridos. ¿Encontrarían ahora montones de ruinas en lo que antes fué su bogar? ¿Habría entre estos montones algún pariente o amigo destrozado por la metralla? Momentos de angustia indecible...

Pero lo que más duele en el alma, no es únicamente el bombardeo con las numerosas víctimas causadas, ni tan sólo los hogares destruidos —desgraciadamente no es éste el primero ni ha de ser el último de los bombardeos que ha de sufrir la ciudad durante la guerra—, lo doloroso es que la agresión viene de parte de seres humanos civilizados que se titulan cristianos: aviadores extranjeros de naciones cristianas al servicio - de generales ‘que se

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dicen cristianos y defensores de la religión de Cristo, y sin embargo no titubean en emplear el Día del Señor”—que debía ser sagrado para ellos, como o es para todo cristiano verdadero— para matar, para destruir a seres hermanos suyos e hijos del mismo Padre. Caín ha vuelto a la tierra y repite su obra a Ja hora del sacrificio a Dios. Y el dolor del alma se intensifica al considerar que el velo negro que cubre el sol esplendente de este domingo lleno de luz, es respuesta a un ofrecimiento de’ misericordia para los ancianos, mujeres y niños, que no luchan en ¡os campos de batalla

Aquí está lo grave y la triste realidad de estas guerras modernas. Toda guerra es incalificable, pero ésta, demuestra todo lo que se puede esperar de una humanidad corrompida y sin freno, con Cristo en los labios pero sin Cristo en el corazón... Tristes consideraciones sobre hechos reales de un domingo no importa donde, Abisinia, España, Polonia, Finlandia, mañana tal vez en otras naciones y en otras ciudades...

Un día cualquiera de no interesa cuál mes de un año 8e mil novecientos treinta y tantos, en alguna ciudad del mundo civilizado y cristiano (!).

Domingo. Día oscuro y lleno de ayes -y lamentos bajo el sol esplendente de una mañana azul ...

II

MATER DOLOROSA

Era un día como tantos otros días. Salíamos de cierto centro oficial cuando nos encontramos con un hermano en la fe, repórter gráfico. Su rostro descompuesto y alterado nos hizo detener y además de saludarle, preguntarle qué era lo que le sucedía. Nada nos contestó, e intrigados le seguimos hasta su laboratorio. Al cerrar la puerta una luz intensamente roja iluminó la estancia dando un aspecto extraño a la cara de nuestro hermano. Mientras manipulaba sus líquidos y cachivaches fotográficos cual moderno nigromante, le preguntamos si sabía algo de un supuesto bombardeo habido por la mañana.

Con lágrimas en los ojos nos alargó tres negativos sin pronunciar palabra. Los tomamos, y a la luz roja pudimos contemplar en uno de ellos los cuerpos destrozados de varios niños en el depósito de un hospital; en otro se veía una madre arrodillada, florando amargamente junto al cadáver del que fué su hijo; en el otro,, otra madre arrodillada y llorando también ante el cadáver del suyo y con los brazos en cruz, demandando al cielo con muda interrogación de dolor...

Las lágrimas también vinieron a nuestros ojos. ¡Mater dolorosa de la guerra! ... El hermano repórter nos contaba cómo aquellas criaturas habían muerto estando en la escuela misma o ametrallados por las alas negras, al salir corriendo en busca del refugio más próximo. La noche del mismo día emisoras extranjeras aseguraban que sólo habían bombardeado ‘objetivos militares” (¡!).

¡Madre dolorosa, que con los brazos en cruz demandas del cielo las causas de tu dolor y de tu soledad! Tu alma todo amor por el hijo de tus entrañas se pregunta por qué no habrá un poquitín de piedad para los niños... ¡y para las madres!

¡Madre dolorosa, que con los brazos en cruz demandas del cielo. qué había hecho tu hijo para que recibiera la muerte de un modo tan horrendo! Tu alma todo dolor, no puede comprender el pecado cometido por el hijo, aun en la-edad de la inocencia y de los juegos infantiles.

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¡Madre dolorosa, que con los brazos extendidos demandas del cielo consuelo a tu dolor y castigo para los hombres que se complacen en destruir hogares y destrozar corazones en nombre de la Cultura y en nombre de Cristo! Tu alma quebrantada, se pregunta cómo le podría ser devuelto todo el. cariño del hijo, todos sus besos, todas sus gracias. .. Tu alma se pregunta cómo puede ser hecho esto, en nombre del Amigo de los niños.

El balance del día había sido elocuente: 243 muertos entre los cuales se contaban 82 niños. Ochenta y dos madres llorando en un solo día, sin comprender por qué. Los hombres son tan cobardes que para aniquilar a sus enemigos les hieren en lo que más dolerles pueda: en sus hijos, esposas y madres. Nuestro corazón dolorido recordaba las palabras de Jesús: “Dejad a los niños venir a Mí y no se lo impidáis...” Y nos sonaba esto a algo lejano, parecía que esta expresión de Jesús volaba por las regiones de lo ideal y deseábamos con toda el alma que pudiera tener algo de real ... ¡Pero los hombres son tan malos! ¡Parece que se complacen en ser malos! Seguramente que los autores de la destrucción de “objetivos militares” también tenían sus madres en ciudades lejanas, que llorarían su ausencia y temerían por su vida. ¿Quién sabe? Tal vez en regiones ignoradas, había una viejecita, que, cual la madre dolorosa de la ciudad martirizada, lloraría con los brazos en cruz y el rostro hacia el cielo, pidiendo el regreso del hijo... ¡Tampoco éste volvería a besarla y abrazarla!

Una extraña opresión y un dolor intenso nos taladraba el alma El recuerdo de tantas madres que lloraban en aquellos momentos la pérdida de sus hijos, no nos abandonaba, y hubimos de orar para. librarnos de aquel malestar y para no caer en la tentación de la maldición.

Es preciso orar, queridos lectores, por la madre dolorosa de todos los días que se avecinan. Es preciso orar por los hijos de todas: las madres, orar por todos los hombres, orar por nosotros mismos...

¡Madre! ¡Heroína anónima de todas las guerras! Cierto que tú no tienes un monumento en el cual brille día y noche la llama refulgente del recuerdo patrio; pero tú tienes un altar eterno en el corazón de cada hombre consciente y cristiano, con la llama del recuerdo y del dolor compartido, que brilla constantemente y que

te alienta y te consuela.

¡Madre dolorosa, que intentas subir sola la empinada cuesta de’ tu Calvario, Cristo te ofrece su ayuda, su amor y su cuidado, encomendándote a los hijos del Padre que, a pesar de todo, todavía existen en el mundo y permanecen a los pies de la Cruz del Redentor’ amado!

“Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré Yo a vosotros”, dice el Eterno, y es una esperanza para ti, mater dolorosa, que así como amaste al hijo que te han arrebatado, también hay quien te ame a ti en estas horas de dolor y de soledad.

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III

ENCRUCIJADAS EN EL CAMINO

Hay encrucijadas en el camino de la vida, las cuales detienen at peregrino y le sumen en un mar de dudas y perplejidades. Dos caminos s6 cruzan, los dos tienen sus dificultades y sus ventajas, y no se puede conocer, por el momento, el que ha de conducir al lugar deseado. Sin embargo, no se puede permanecer indefinidamente indeciso, y mucho menos, cuando desde la encrucijada se huele a pólvora y a sangre.

Hacía unos meses que el país estaba en guerra. La lucha era criminal y fratricida: la juventud se iba... y no volvía. El joven pastor no sabía qué hacer: tomar parte en la lucha .o no tomarla; permanecer en la expectativa mientras los demás luchaban y morían en defensa le un ideal, o ayudar en lo que posible. fuera... Hay momentos en la vida del hombre en que permanecer al margen de las cosas es ponerse en contra de ellas o favorecer a una de ellas, a la peor tal vez.

El joven pastor se preguntaba un día y otro día qué debía hacer él como cristiano, como pastor y como ciudadano, y la respuesta no’ venía de un modo satisfactorio. ¿Cómo permanecer impasible cuan- do a su alrededor morían seres inocentes: ancianos, mujeres y niños, y cuando la libertad, incluso la de conciencia, peligraba? Puede o debe un cristiano permanecer con los brazos cruzados?

La encrucijada estaba allí, frente al camino, y era necesario decidirse. El momento llegaría en que el joven pastor sería llamado como ciudadano, a tomar parte en la contienda y ayudar a las autoridades de! país. ¿Cuál sería su respuesta como cristiano? A fin de poder dar ESTA respuesta precisaba antes UNA respuesta. El quería resolver su dificultad con Jesús. Muchas veces se había preguntado: ¿Permanecería Jesús impasible ante el desprecio de la libertad y cuando la justicia y la personalidad humanas están siendo pisoteadas? ¿Qué diría Jesús y que haría ante la muerte de pobres criaturas y desvalidos ancianos? Ayudar

a unos o a otros, ¿significaría colaborar con sus credos políticos, o había que prescindir de ello pensando sólo en lo que se derrumbaba y que tan caro era y es a la vida de la humanidad? ¿Se inhibiría Jesús? Y una voz que surgía de su joven ser, le decía: “No!” Entonces, ¿tomaría Jesús las armas? “.No!”, volvía a decir la voz. Pues, ¿qué haría? ¿en dónde estaría Jesús-en aquellos momentos?

Y cuanto más agonizaba en la duda oraba más intensamente. También el joven tenía su Getsemaní... Hasta que un día, sin buscarla, halló la respuesta deseada.

Guarecido en el zaguán de una casa un día entre tantos, de dolor y de muerte, veía desfilar velozmente ante sí, coches y camiones llenos de carne doliente; por encima de las sirenas y silbatos de las ambulancias oyó gritos de dolor: Una luz vino repentinamente a él y una fuerza desconocida le llevó a un hospital de sangre. Al contemplar el espectáculo, el joven pastor se decía a sí mismo; “Jesús estaría aquí, no tengo ninguna duda”. Y desde aquel día gestionó su entrada en el benéfico establecimiento a fin de adquirir los conocimientos necesarios para aliviar dolores y arrebatar vidas a la muerte; quiso aprender a sanar y no a matar. . . y el Señor le bendijo.Cuando el joven pastor fué llamado a formar parte del ejército, estaba preparado para ocupar su puesto. Su oración se hizo intensiva y fué puesta a prueba, en tanto gestionaba su no inclusión en los cuerpos armados. Visitó a altos jefes militares, e incluso .a ministros y en todas partes dió su testimonio de discípulo de Aquel que vino a dar la vida y no quitarla. Oró mucho y obtuvo. Fué destinado él y otros colegas y amigos evangélicos a prestar su servicios en la Sanidad del Ejército, y desde allí hizo todo el bien que en su mano estuvo y ni una sola vez tuvo un arma en sus manos.

La conciencia del joven pastor estaba tranquila; ni como cristiano ni como ciudadano nadie podía redargüirle. Estaba firme en su puesto sirviendo a Cristo, predicando, y ayudando a la causa que él creyó siempre era la de la justicia y la de la libertad. ¿Por qué esas encrucijadas en el camino de la vida? ¿Es posible que sea tanta la maldad de los hombres?

Hay encrucijadas en el camino de la vida las cuales detienen al caminante y le sumen en un mar de dudas y perplejidades. No se puede permanecer

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indefinidamente indeciso o despreocuparse, cuando desde la encrucijada se huele a polvo y a sangre, y la muerte siega tiernas e inocentes vidas. La encrucijada puede convertirse en un doloroso Getsemaní para el hombre, pero cual Jesús, a más agonía “él oraba más intensamente”.. . y hay quien envía ángeles confortadores... y realidades inspiradoras.

En cada encrucijada está Jesús, y él puede y quiere guiamos. Puede ser que a cada cual nos guíe por caminos distintos. No pretendamos establecer un camino único: el nuestro. Elijamos aquel que está preparado exclusivamente para nosotros y que nos lleva “a nosotros” a un servicio de amor por el Maestro.

“Señor, ¿y éste qué?”“Si yo quiero... ¿qué a ti? Sígueme tú”.

IV

EL TEMPLO SOLITARIO

El templo permanecía cerrado. La lucha fratricida impregnada de odios entreverados de fanatismos “filo” y “anti” religiosos, había obligado a cerrar los templos evangélicos como medida de precaución y de apaciguamiento. Las reacciones siempre van más allá del justo medio.

El pastor nunca había hecho la experiencia de vivir meses enteros sin predicar y la congregación no había estado meses completos sin acudir al culto dominical, como no fuera alguien por voluntad propia. La experiencia era nueva y resultaba desconcertante y dolorosa. Una cosa es dejar de acudir al templo por voluntad propia, y la otra querer ir y no poder hacerlo por no haber templos adónde acudir. El templo cerrado parecía impartir a todos, más que nunca, el deseo de acudir a él; las trágicas circunstancias daban sed de comunión divina fraterna. .. El templo, empero, permanecía cerrado y solitario todavía.

Una mañana de domingo, llena de sol, salió el pastor de su hogar sin rumbo fijo. Sin su templo, parecía un capitán de navío sin barco y sin brújula. Sentía que algo le faltaba, algo que le era indispensable, y andando al azar se encontró inopinadamente frente a su propia iglesia. Entró. En el silencio del templo desierto, el pastor podía oír los latidos de su corazón, que parecía querer saltársele del pecho. Cual un ser que se encuentra en el lugar real de aquello tantas veces sonado, fié subiendo cual autómata las gradas del púlpito donde tantos sermones había predicado y desde donde tantos rostros había contemplado. Ahora, los asientos estaban vacíos, y por un momento le pareció ver otra vez aquellas caras tan conocidas y tan queridas. ¿Dónde estarían ahora? Los más jóvenes, ¿dónde se hallarían? ¿Qué estarían haciendo en aquellos momentos? Bastantes se habían ido, y algunos... ¡ay! no volverían!

¡No retornarían nunca más, para sentarse en el sitio que desde niños habían ocupado domingo tras domingo, cuando con sus padres acudían a la casa del

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Señor!

Bajó el pastor del púlpito y fijé recorriendo los bancos, los acariciaba con sus manos como a viejos amigos. Al fin, se sentó en uno de ellos y apoyando sus manos y su frente en el respaldo del banco anterior, oró.

En esto, un suave murmullo hizo que el pastor levantara la cabeza, y sus ojos asombrados vieron que el púlpito se hallaba ocupado por alguien, alguien cuya voz le era familiar, pero que no podía definir bien a quien pertenecía. Hablaba pausada y serenamente, y las palabras llegaban claras y distintas a los oídos del asombrado oyente, sin que por esto dejara de ser un dulce murmullo. El predicador anónimo hablaba y decía cuán grande bendición era la de poder estar en la casa del Señor y cuán poco se apreciaba en los tiempos de vida normal y fácil, y; sin embargo, ¡cuántos había que en aquellos momentos anhelaban la reanudación del culto, puesto que sus almas estaban pidiendo a gritos el poder orar y meditar en comunión fraterna con sus hermanos de fe! Y el predicador hablaba de aquellos que pronto se habían acostumbrado a no ir al templo los domingos y que presto habían llenado con paseos, diversiones y despreocupación la hora dominical que en otro tiempo pasaban invariablemente en la casa de Dios.

“Bienaventurados los intranquilos espirituales, decía, porque ellos serán reunidos en esta casa para recibir el maná dominical en tiempo no lejano, en tanto esperan comerlo en la casa de mi Padre. Ellos se alegrarán y se regocijarán y cantarán salmos de alabanza y gratitud”.

El predicador seguía su sermón y el pastor le escuchaba absorto Ahora hablaba de la necesidad. de orar de orar por los “acostumbristas” que no reconocían el bien que habían recibido en el culto dominical por años y años.

“Ora por ellos, decía, para que lleguen a sentir hambre espiritual y ansias de comunión santa. Ora por los que se fueron y que no habrán de volver... Ora por los alejados de su ambiente hogareño y cristiano, y que se encuentran en un ambiente de blasfemia, de horror y de muerte, a fin de que puedan dar un testimonio eficiente de su fe y de su amor. Ora —y aquí su voz se volvió dulce y temblorosa— por los hijos que han perdido a sus padres y por los padres que

están perdiendo a sus hijos; por las viudas y por las madres solitarias. Y ora, ora por ti; por ti mismo para que el odio y el rencor no penetren en tu corazón, para que puedas mantener en él los sentimientos de amor, paz y servicio; ora para que puedas ser un siervo obediente y fiel de tu Maestro, para que puedas consolar, exhortar y guiar. Ora, y ora intensamente y pide para que el Padre mantenga tu fe el día que seas zarandeado como a trigo. Ora para que puedas consolar y curar y no te veas en el trance de ser un inútil o de destruir y matar. . .“

Y oyendo esto, el pastor bajaba su cabeza y la escondía en sus manos, y oraba... oraba con todo fervor e intensidad. Algo pesaba sobre él que le impulsaba a orar. Cuando volvió a levantar la cabeza, el predicador no estaba. El templo continuaba desierto y los asientos vacíos; y el pastor, envuelto en su confusión de sueños y realidades salía de la casa de Dios, preguntándose lo que era realidad y lo que era fantasía..., se demandaba si había ido a Emaús... ¿sin moverse del templo?

Yo no sé, lector querido, si tú. has conocido la dolorosa experiencia de verte privado inopinadamente del lugar de culto adónde acudes domingo tras domingo. ¡Tantas veces, pequeños motivos han hecho que no acudieras a la iglesia! Sin embargo, es algo desconcertante y doloroso querer ir y las puertas están cerradas; necesitar ir, y no poder... ¿Has pensado lo que séría un domingo sin ningún templo abierto en tu ciudad? Dios haga que no tengas que pasar por la prueba; puesto que también ello es una prueba de la cual puedes salir triunfante o derrotados ¡Ay de aquellos que pueden vivir sin templo durante toda su vida! ¡Ay de los que creen que la casa de su Dios es un lugar común, al cual se puede ir cuando a uno le parece!

‘Yo me alegré”, decía el Salmista,”con los que decían: A la casa de Jehová iremos” ¡Qué bendición encontrarnos allí con Cristo y con el Padre, y allí adorar a Dios en la comunión de los santos!

El pastor escuchó el sermón en el templo solitario un día de domingo, lleno de sol, y sermón más penetrante y efectivo no oyó nunca y tan real fué en su vida, que un día... lo predicó a otros, para edificación y ejemplo.

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V

JUVENTUD EN SERVICIO

Juventud despertó un día al sonido de disparos y al canto frío 1e ametralladoras, y Juventud se sintió asombrada y azorada... Cuando el sol lucía en toda su belleza y esplendor, cuando todo era risa y alegría, un viento frío de muerte penetraba hasta la médula. Juventud no comprendía, pero presentía que algo se derrumbaba y que algo peligraba, y su subconsciente le decía que su libertad se hundía y su fe tambaleaba. A las pocas horas, Juventud acudía al amigo espiritual a tomar consejo,, y el pastor amigo le respondía preguntando... qué piensas de esto y que piensas hacer, Juventud?

Y ella, que sentía en carne propia la agresión ajena, ella que sentía peligrar los valores morales y espirituales que constituían su vida, dirigió su mirada al Cristo Eterno buscando una respuesta. El estado reclamaba a Juventud para la lucha . . Juventud no podía permanecer quieta y apartada de lo que constituía su ideal vital y angustiosamente miraba a lo alto y aguardaba. ... Una voz conocida oyó Juventud, una voz sentenciosa que decía: ‘Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Y Juventud marchó a luchar por la libertad suya y la de todos, por la justicia propia y la ajena, marchó al combate en defensa de la igualdad y del derecho. No luchó con las armas mortíferas, no mató a nadie, luchó ayudando a los pobres, a los enfermos y heridos; luchó escribiendo, luchó sembrando para segar alimentos para que no murieran los hombres, las mujeres, los ancianos y los niños. Juventud se encontró en los frentes, contempló destrozos y sufrió hambres y fríos, pero Juventud estaba tranquila porque luchaba sin más armas que la fe y el amor en Dios y en el prójimo.

En camillas y ambulancias, Juventud luchaba y con los pies descalzos, sin zapatos ni medias, —dejaba jirones en los caminos de muerte—, llevaba la carne doliente y el espíritu moribundo por encima de nieves, por encima de hielos, y sobre las rocas cortantes e hirientes.

El fuego arreciaba, los proyectiles silbaban muy cerca del cuerpo y Juventud en servicio se paraba al resguardo pétreo; cuidadosamente dejaba en el suelo al hermano sufriente, y sacando del bolsillo guerrero su “bíblica arma”, leía al alma muriente los versos dadívicos o la oración de Cristo en Juan XVII.

Nunca servicio religioso, ni lectura cristiana fué acompañada por la música silbante de obuses y balas. Nunca las palabras de vida fueron acompañadas por la agresión de Caín, cobarde y malvado. Y en esta lucha cristiana de amor y servicio, con los pies helados y el alma ardiente, Juventud cayó a su tiempo, y las camas iguales de los hospitales de sangre recogieron su cuerpo animoso y maltrecho.

Más tarde, Juventud nos contaba sus experiencias y anhelos. Juventud nos mostraba su alma blanca y su voluntad de hierro, y sólo deseaba salir a los frentes de lucha y combate, a recoger heridos y a hablarles del Maestro.

Un día cualquiera -¡qué importan las fechas!— con Juventud oramos y a Juventud abrazamos. Juventud partía con el corazón alegre puesto que en él rebosaba el amor al doliente... Semanas más tarde a nosotros llegaba la nueva triste y alegre de que Juventud no estaba en el mundo de los vivos muertos, supimos que Juventud gozaba de vida eterna en el mundo celeste. Un obús lanzado con saña e inquina había destrozado a Juventud inocente.

Juventud tomó su puesto en la lucha en defensa de las libertades espirituales de todos los hombres. No empuñó otras armas sino las del Maestro: amor y servicio.

Juventud quedó satisfecha de haber dado al César lo que a él le tocaba y haber ofrecido al Padre lo que le pertenecía. Hemos olvidado su nombre, su rostro aparece confuso a nuestra mente cansada, pero nunca olvidaremos el testimonio que una tarde de domingo en reunión de juvenil liga, Juventud nos daba en conversación fraterna.

Siempre recordaremos su alma abierta y los labios sonrientes que hablaban de dolor y de muerte, de amor y consuelo. Siempre sentiremos el apretón de una mano, que los días de muerte nos comunicaba su fe y su confianza.

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¡Aguárdame en el cielo, Juventud magnífica, y ayúdame a emularte como tú combatiendo sin “Stars” ni “Astras”, sin “Krupps” ni “Hotchiss”, sino con fe y servicio, con amor y altruismo, promoviendo en las almas que odian y sufren, la paz del Maestro; algo grande y estupendo de hacer en silencio, mientras el mundo insiste en matar y destruir!

¡Hasta el cielo, Samaritano bueno, bendita sea tu ayuda y ejemplo!

VI

NUESTRO CRISTO

Las patrullas armadas recorrían la ciudad. Eran las primeras semanas de la revolución. El hecho que de ciertas iglesias y edificios religiosos se hubiera disparado con ametralladoras, fusiles y armas cortas contra el pueblo, hacía a éste ser precavido y a la vez desconfiado. Todo lo que en aquellos momentos «olía” a religioso era motivo de desconfianza... Una mañana de verano, ciertos hombres jóvenes armados llamaron a la puerta de una casa que en su dintel ostentaba un rótulo que decía: “Iglesia Evangélica”. Franqueado el paso, se invitó a los desconocidos a entrar... Desde las primeras palabras cualquiera podía darse cuenta que hacía mucho tiempo que en el corazón de aquellos hombres no anidaba ningún Sentimiento religioso, y puede que entonces, en aquel instante y debido a las circunstancias, lo que habría en su interior no fuera precisamente favorable al espíritu religioso... Imperativamente pidieron registrar e! edilicio en busca de lo que pudiera serles enemigo, y amablemente se les. ofreció entrar y darles cuantas explicaciones desearan. Si buscaban enemigos, allí sólo había amigos; si buscaban armas, allí sólo encontrarían amor; si buscaban oro u objetos preciosos, encima del púlpito, la gruesa y vieja Biblia era el mayor y mejor tesoro que existía en el Templo, y, por cierto, alguien así se lo hizo notar a aquellos rudos hombres, jóvenes aún, a los que la vida les había empujado a tan trágicas circunstancias.

Los que antes habían entrado imperativamente, hablaban entonces amistosamente con los que allí se encontraban, y escuchaban con atención cuanto se les explicaba. Comprendían que de un salón sencillo, sin adornos costosos y con un solo tesoro, espiritual, al alcance de todos (nunca fué tanta verdad la religión al alcance de todos) no podía haber ningún peligro para el pueblo ni para nadie. Al despedirse, dando toda clase de excusas por la visita, uno de los más jóvenes de la patrulla fijó su mirada en un texto que adornaba y predicaba en la iglesia y que se refería a Cristo, y volviéndose a uno de los presentes dijo, como pronunciando una acusación y una sentencia: «Sin

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embargo, éste es el que tiene la culpa de todo: Vuestro Cristo”.

¡Vuestro Cristo! Y estas palabras que a oídos cristianos parecían encerrar una blasfemia, nos han venido siguiendo y sonando a nuestros oídos insistentemente: «La culpa de todo la tiene vuestro Cristo”. ¡Nuestro Cristo! ¿Será cierto? ¡Ay! Precisamente por esto, por ser el nuestro, exclusivo y- egoísta, por no ser el Cristo vivo y eterno, por no ser el Cristo de todos los hombres, hay tanta maldad y tanto odio; por ser un Cristo nuestro, un Cristo exclusivo de cada cual, hecho a nuestra imagen y semejanza, hecho a nuestra interpretación y conveniencia, es posible ver cómo en Su nombre se hacen tantas cosas, y tan diversas, y aun tan opuestas.

“¡Vuestro Cristo!” Sí; por ser un Cristo nuestro y no nosotros dé Cristo, también nos alcanza personalmente y a cada uno una parte de culpa en el estado lamentable de la humanidad. Los hombres desengañados y amargados por el Cristo que les hemos estado presentando con nuestra vida diaria, nos echan en el rostro a este Cristo nuestro de quien estamos tan celosos, nos lo echan por la cara como si fuera una vergüenza para ellos y para nosotros. Y en realidad, debería darnos vergüenza de que tantos millones y millones de hombres y mujeres que se llaman cristianos no hayan podido lograr todavía un mundo mejor, no hayan podido alcanzar una mayoría cristiana que gobierne a las naciones por senderos de justicia y de paz. Hay que vivir la realidad de los hechos, hay que sufrir en carne propia el dolor del testimonio nulo y hay que sentirse golpeado el rostro con aquello que decimos ser nuestra vida, para saber bien lo que es y hasta dónde llega la cruda verdad de la culpa de nuestro Cristo en los dolores que aquejan a la Humanidad. Porque si a voces llenas nos proclamamos cristianos, y hablamos continuamente del valor que Cristo tiene para nuestra vida, y éste permanece al margen ¿le todo dolor, de todo sufrimiento, de toda injusticia, los hombres, con toda razón, han de levantarse contra nuestro Cristo, al que no han de encontrar mejor que aquel otro milagrero y pétreo contra quien se levantaron nuestros padres los reformadores. Nuestro Cristo, hecho como hemos dicho, a nuestra imagen y. conveniencia, es aquel que piensa y siente como nosotros, de ahí que surjan todos los cismas, todas las discusiones y todas las diferencias, y, mientras sea así, habremos de sufrir las consecuencias.

Y que esto no nos tome desprevenidos. Hay que hacer marcha atrás. Tenemos

que ser nosotros de Cristo y hemos de ser nosotros los que sintamos y pensemos como él. Tenemos que conformar nuestra vida a la suya. Sólo así manifestaremos al Cristo verdadero en todas nuestras palabras y en todas nuestras acciones.

El Cristo de Pablo era Cristo en Pablo. Pablo había desaparecido para dejar paso a Cristo, de manera que ya no era él el que vivía, sino Cristo en él. Y cuando la juventud que anda por el mundo sin Dios y sin Cristo vea en nosotros al Cristo real, acudirá entusiasmada en pos del joven Maestro, el cual no dejaba sin ayuda y sin consuelo al pobre y al desvalido y el cual pronunciaba unas palabras y enunciaba una doctrina que elevaba a los hombres a la categoría ¿le tales; El alentaba a los de abajo, y hacía descender a los de arriba colocando a todos al mismo nivel por medio del amor, haciéndoles hijos del Padre y por lo tanto partícipes todos de la fraternidad universal.

“¡Vuestro Cristo es el culpable!” ¡Calla, hermano, pues tendré que darte la razón! Porque a este Cristo mío yo te lo mostré a través de toda mi inconsciencia y de toda mi maldad. Porque a este Cristo yo lo he mostrado pasando impasible ante tu sufrimiento y tus necesidades y ocupándose solamente de mis cosas y de mí mismo en primer lugar, cuando él nos enseñó a ocuparnos del prójimo antes que de nosotros. Sin embargo... ¡perdóname! hay un Cristo dentro de mí, yo siento’ que lo hay aunque muy escondido, un Cristo que no es tan sólo mío sino que también lo es tuyo; permíteme que me despoje de mi Yo a quien te mostré en vez de él, y que él me posea plenamente, entonces verás maravillas, entonces... tú también penetrarás en él y él en ti y. viviremos todos eternamente gozando al fin de paz, de justicia y de libertad; de paz eterna, de justicia. divina y de liberación de espíritu...

¡Perdón, oh Cristo! ¡Poséeme de tal forma que yo no exista! ¡Haz el milagro de que en mí, Tú seas visto tal como Tú eres!

Y tú, hermano incrédulo, ¡perdóname también! La culpa e mía de que tú no creas. Hay un Cristo magnífico, Salvador y Redentor eterno, que te comprende y te ama, que murió y que vive.. Búscale y ámale... y en el camino de la vida.... ¡sé tú mejor que yo!, que no supe quitarle la vergüenza de que tú le culparas de mis crímenes horrendos de inconsciencia y despreocupación, de ambición y de egolatría.

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SEGUNDA PARTE

«JESÚS, AMOR Y DOLOR

Conferencias propaladas por CX 26 Radio Uruguay, durante los domingos correspondientes al mes de marzo del año 1940.

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Miserere de la Semana de Pasión

¡SILENCIO!

¡Silencio…!

Pasa Jesús de Nazaret por la capital judaica; un tropel de gente le acompaña. El pueblo lo aclama con sus vivas y hosannas, y una voz entusiasta, más que las otras, ‘Real” le proclama y “Bendito del Padre”. Esto es porque reconoce que viene en el nombre del Dios de lo alto...

De esta voz, el timbre oírse ha más tarde, pidiendo que crucifiquen al Cristo ensalzado.

¡Silencio . . . ! No le condenes, alma cristiana, guarda silencio!

Intensa y angustiosamente, Jesús está orando en Getsemaní, huerto santo, mientras los discípulos duermen... He ahí la importancia que al consejo del Maestro conceden: “Velad y orad para que la tentación no venga”.

No comprenden que sólo agonizando en oración y vela, la tentación se ahuyenta, y duermen... ¡Silencio…! No les condenes, alma amante, ¡guarda silencio! La turba irrumpe en el huerto y a Jesús prende, le ata, le empuja, maltrata y escupe...

Las sombras se ciernen sobre la ciudad grande. . . e! sol se esconde cual huyendo del crimen horrendo... los hombres clavan con hierros punzantes en el madero infamante al Cristo inocente, Cristo amante.

La muerte gobierna. Satán se desata y a los discípulos la tierra los traga…

¡Silencio...! No los condenes, alma creyente, ¡guarda silencio! ¡Silencio...! ¡Guarda silencio, no juzgues de prisa, no vayas corriendo...! ¡Silencio!

¡Mira! que el hombre voluble que: “¡Bendito!” gritaba y la muerte del Justo más tarde pedía...

¡Espera! que el hombre inconsciente que el sueño dormía en tanto que Cristo agonizaba, y entonces sus fuerzas nunca le sostenían cuando el malo le acosaba... que el hombre que en la angustia temblaba, lloraba y desesperaba, por falta de una fe constante...

¡Atiende! que el hombre que con sus impulsos, sus bajas pasiones, su voluntad mezquina y su desconfianza, a Jesús escupía y de Jesús se burlaba... que el hombre que con sus pecados le crucificaba y en la muerte de él huía...

¡Silencio...! Hermano, ¡por Dios, silencio! No lo maldigas, no lo condenes... que este hombre infame, que este hombre indigno.., éste, era YO hermano... ¡ay! ¡guárdame el Silencio...!

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I

LAS LÁGRIMAS DE JESÚS

El evangelista Lucas nos narra el siguiente hecho en el capítulo 19.. y en los versículos 37 al 44 cuando nos explica la marcha de Jesús hacia Jerusalén: “Cuando ya se aproximaba a Jerusalén., cerca de la bajada del monte de los Olivos, toda la compañía de los discípulos, gozándose, comenzaron a alabar a Dios en alta voz por todos los milagros que habían visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas! Y algunos de los fariseos de entre la multitud, le dijeron: Maestro,. reprende a tus discípulos. Y él les contestó: Os digo que si éstos callan, las piedras clamarán. Cuando estuvo cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh, si aun tú misma supieras, en este día, las cosas que traen paz! Pero ahora están ocultas a tus ojos. Porque te sobrevendrán días cuando tus enemigos levantarán trincheras en torno tuyo, te cercarán y estrecharán por todas -partes; te derribarán, y a tus hijos dentro de ti; y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.”

He aquí el hecho: Jesús yendo a la ciudad de Jerusalén para ser crucificado, entró en ella en la forma más triunfal que se podía desear; sin embargo, ni los vivas de la multitud, ni los ramos deolivos y palmas con que fué recibido, pudieron apartarle de la misión que le llevaba a la ciudad ni del sentimiento que le embargaba; Jesús,. cuando llegó a la vista de Jerusalén lloró...

No era la primera vez que lloraba. El evangelista Juan nos cuenta cómo ante el espectáculo triste y desolador de la muerte de Lázaro, Jesús lloró. ¿Por qué sus ojos habían de derramar lágrimas si él mismo había manifestado que Lázaro su amigo dormía solamente?

No podía llorar de desesperación, quien era él mismo la esperanza del alma afligida. Sólo con su palabra y con su presencia, hubiera podido prolongar la

existencia de Lázaro. Ésta era la expresión dolorida de Marta al recibir a Jesús: “Señor, si Tú hubieras estado aquí mi hermano no hubiera muerto.”

No podía llorar de impotencia quien era él mismo el poder que reinaba sobre la muerte y podía vencerla como lo hizo en su Resurrección. El Padre todas las cosas le había dado en sus manos y su poder era ilimitado. La muerte no era dificultad para quien era la Resurrección y la Vida. Sus lágrimas no tenían nada que ver, como pudo creer Marta, con el dolor de tener que esperar el día de la resurrección, para poder ver de nuevo a su amigo muerto. Él era la Resurrección y la Vida. Él es la Resurrección que hace vivir a los que en él creen y es la Vida que no permite morir a los que en él viven.

La fe en Cristo y la entrega a él, producen en el hombre un nuevo despertar y un nuevo resurgir. Su vida cambia por completo y se siente otro, como si una nueva savia o un nuevo vigor hubiera entrado en él; y al volver la vista hacia atrás y considerar su vida anterior pobre, enferma y sin objeto, comprende la resurrección que en él ha habido mediante Cristo. Una vez en posesión de esta nueva vida, pletórica de fuerzas y de salud, siente en sí mismo la realidad de la vida eterna, siente que ya no le es posible morir. Tiene en sí la verdadera Vida, la que no se debilita ni se agosta, la que no se enferma ni se apaga. Es eterno, se siente eterno, y como Teresa de Jesús, cuando muere, “muere porque no muere”; se siente eterno porque vive en Cristo y Cristo vive en él.

Este fué el resultado magnífico de la muerte de Cristo y de su Resurrección.

No podía llorar de desconsuelo quien él mismo era el Consolador y las propias hermanas de Lázaro lo experimentaban tan sólo con la presencia del Maestro. Las lágrimas de Jesús, como las que ha de derramar más tarde sobre Jerusalén, eran lágrimas de dolor y de amor. Su corazón se conmovió ante las lágrimas de aquellas mujeres que constituían para él una familia y con las cuales había vivido en muchas ocasiones en plena intimidad. A pesar de saber que Lázaro dormía, el corazón bondadoso de Jesús se conmovió ante el pathos ajeno y lloró… Lloró de ver llorar, como sufre de ver sufrir, y habéis de tener por cierto que también Jesús sufre cuando vosotros sufrís y llora cuando vosotros lloráis. “Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados”, y efectivamente, nos consuela saber hasta qué punto él participa de nuestras aflicciones y de

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nuestros momentos difíciles; nos anima a confiar en él, saber que él, llorando con nosotros, puede comprender nuestras penas. Sus lágrimas derramadas a la par de las nuestras son un bálsamo para nuestra alma lacerada.

Jesús llora, y sus lágrimas de amor y de dolor son una revelación para los judíos que habían ido a la casa de Marta y de María, para consolarlas. Ellos no podían pensar que Jesús pudiera llorar y llorar de amor. He aquí un descubrimiento también para aquellos que leen estas palabras. Jesús participa de todos los dolores y de todas las penas. Con sólo elevar los ojos del alma hacia él puede el hombre recibir el consuelo de sus lágrimas que se unen a las suyas y que han de derretir al caer sobre sus corazones, el hielo pétreo de su desesperación- y de su soledad.

Camino hacia Jerusalén, que es lo mismo que decir hacia el dolor y la muerte, Jesús al llegar a la vista de la ciudad lloró sobre ella.

Ante sus ojos desfilaron las calamidades que iban a caer sobre la ciudad santa y lloró al pensar en sus sufrimientos futuros. También esta vez sus lágrimas eran lágrimas de amor y de dolor. “Oh, si aun tú misma supieras en este día las cosas que te traen paz! 1Si tú supieras que crucificando al Príncipe de Paz vas a traer sobre - ti todas las desdichas de la guerra! ¡Si tú supieras que recibiéndome a Mí con menos palmas y más espíritu verdadero, con menos hosannas y más entrega de vosotros mismos y de vuestros corazones, podríais vivir eternamente! Mas ahora, oh moradores de Jerusalén, vuestro pecado y vuestra obcecación os impiden ver y comprender que la salvación viene a vosotros.” El amor hacia su pueblo y hacia todos los pueblos le conmueve, y llora Jesús al contemplar la ciudad.

Jesús llora porque la ve ya destruida con la consiguiente pérdida de vidas humanas, y todo por haberle exigido ser Rey de los cuerpos y no haberle querido aceptar como Rey de las almas.

La entrada en Jerusalén, el primer paso hacia el Calvario era ya con lágrimas ardientes por la ciudad y sus moradores. Ellos serían los protagonistas voluntarios del cumplimiento de la profecía, y, al serlo, atraerían sobre sus cabezas la destrucción y la muerte, y Jesús llora…

Y ese vivir en la ignorancia de las cosas que a la salvación del alma se refieren, hace derramar lágrimas a Jesús. No hay ninguna duda que su corazón, aún hoy, se parte de dolor y llora al ver la inconsciencia de los hombres que nacen, viven y mueren al margen de la verdadera Vida; llora al ver a los cristianos que una sola semana durante el año le reciben con palmas y hosannas, y recuerdan su sacrificio grande e inigualable con un costumbrismo y un ritualismo exento de toda fe y de todo sentimiento espiritual digno. Y esta frialdad y esta despreocupación y esta inconsciencia al igual que la de los moradores de Jerusalén les impide saber, «las cosas que traen paz.”

Jesús se halla hoy llorando a la vista de las ciudades que sólo se preocupan de la guerra y de la destrucción, y llora. llora porque sus odios les impiden sentir su presencia y aceptar su mensaje de amor, y recibir por él la salvación y la paz que nada ni nadie puede turbar.

Lágrimas de amor y de dolor son las lágrimas de Jesús al contemplar la ceguedad humana °que no conoce el tiempo de su visitación,” Debido a esto el pueblo judío espera todavía la venida de su Mesías y entretanto es perseguido y vejado y lo mismo sucede ir sucederá con todos aquellos que ciegos, sordos y despreocupados del gran sacrificio y muerte de Cristo por ellos, sufrirán las consecuencias de haberlo ignorado o de haberlo querido ignorar.

“Como Jesús llegó cerca de la ciudad lloró sobre ella”, y llora sobre vosotros también los que andáis por el camino de la vida sin rumbo fijo y sin solución real a vuestros problemas espirituales.

Jesús llora sobre Jerusalén no tan sólo por la pérdida material de la ciudad, sino también por la pérdida espiritual de sus moradores.

¡Benditas lágrimas de Jesús! ¿Por qué no pensar en esas lágrimas? ¿Por qué no considerar por un momento las ventajas y desventajas de aceptarle cada uno por sí corno su Salvador y Maestro? ¿Por qué no considerar si nuestros caminos y nuestras vidas corresponden a la grandeza del sacrificio de Cristo puesto que cristianos nos llamarnos?

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Que no seamos nosotros responsables de las lágrimas de Jesús. Que su amor manifestado tantas veces y de tan diversas maneras, pueda llegar hasta lo más profundo de nuestro corazón, y, conmoviéndole, abramos a Jesús las puertas del santuario de nuestra alma para que él entre y viva y more en nosotros, cumpliéndose así en nuestras vidas el gozoso dicho del profeta: “Y limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos.”

II

LA ANGUSTIA DE JESÚS

En el Evangelio según San Lucas, capítulo 22 y versículos 39 a 46, leemos lo siguiente: “Y saliendo Jesús, se fué, como solfa, al monte de las Olivas; y sus discípulos también le siguieron. Y como llegó a aquel lugar, les dijo: Orad que no entréis en tentación. Y él se apartó de ellos como un tiro de piedra; y puesto de rodil]as oró, diciendo: Padre, si quieres, pasa este vaso de Mí: empero no se haga mi voluntad sino la Tuya. Y le apareció un ángel del cielo confortándole. Y estando en agonía, oraba más intensamente: y fué su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra. Y como se levantó de la oración, y vino a sus discípulos, hallólos durmiendo de tristeza, y les dijo: ¿Por qué dormís? Levantaos, y orad que no entréis en tentación.”

He aquí el relato, de los momentos más difíciles pasados por Jesús antes de su obra final.

Jardín de Getsemaní en el monte de los Olivos, jardín perfumado propio para el amor, tú fuiste, para el Maestro, huerto de agonía y de dolor producto del amor. Próximo el drama espectacular y objetivo del Gólgota, tenía lugar en Getsemaní el drama anónimo y subjetivo del monte de los Olivos. Para Jesús empezaba el sufrimiento moral que precede a todo sufrimiento físico preconocido.

Para aquellos que en sus ansias de adoración elevan a Jesús a su grado máximo de divinidad olvidando su humanidad, les pasa casi inadvertida la angustia de Jesús, su agonía por su vida y por la vida de los demás.

Su agonía es una lucha con su carne que se niega a ir al suplicio. ¿Por qué la salvación del mundo ha de depender precisamente del sacrificio cruento que él sabe se ha de efectuar y del cual él s la víctima propiciatoria? ¿No podían salvarse los hombres sin necesidad de que él tuviera que morir? ¿Por qué ha de ser él y no otro el sacrificado? Su fuerza juvenil de 33 años de existencia humana

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se resiste, y en esta lucha entre el deber y la obediencia, entre la resistencia y la entrega, entre el placer y el dolor, Jesús agoniza, y la angustia le hace derramar gruesas gotas de sudor sangriento. Su angustia también es de amor y dolor. Placer a buscar o dolor a evitar.

“Y estando en agonía es decir, en lucha, pues agonía significa esto: lucha; lucha por las fuerzas que se escapan, por la vida que se nos va, por la fuerza que nos ata impidiendo el obrar según nuestro querer; en esta lucha, Jesús “oraba más intensamente”.

¡Ah, esta lucha de nuestra angustia! Cuando un nudo en la garganta nos impide gritar, cuando vemos acercarse fatalmente el momento del dolor, cuando nuestras entrañas se retuercen de agonía en protesta loca contra lo inminente, es preciso orar intensamente como Jesús. Hay que buscar en el remanso tranquilo de nuestro jardín de Getsemaní, la calma necesaria para aceptar el dolor por amor. Por amor al prójimo que es el amor a Dios. El hombre, se rebela contra el sufrimiento, no lo quiere, lo rechaza, lo maldice y en su desesperación culpa a Dios que lo consiente. Hay un ejemplo sobre todos los ejemplos: el de Cristo: “Señor, si es posible, pase de Mí este vaso.” l valor del “si es posible” es definitivo, puesto que indica de antemano la aceptación iii extremis del sufrimiento y de la muerte. El hombre rechaza, Jesús admite la amarga copa del dolor; el hombre acepta la fatalidad a la fuerza, Jesús acata la voluntad del Padre a quien ama y con quien es una sola cosa por amor y bebe hasta la última gota el cáliz del dolor y de la muerte.

Getsemaní8 es el jardín del dolor en contraposición con Edén, el jardín del amor. Sin embargo, ¡oh paradoja!, del jardín del Edén salió el pecado que sumió en dolor a la humanidad mientras el huerto de Getsemaní fué el preludio de la más grande obra de amor que el mundo haya podido conocer. En Edén, el paraíso fué cerrado por Adán; Jesús abría en Getsemaní, el paraíso para todos los hombres. El amor hacia ellos producía dolor, pero no olvidemos que también el dolor es capaz de hacer surgir el amor grande y generoso.

Si podemos encontrar momentos de flaqueza en Jesús, nunca podemos comprobar que sea vencido por ella, Jesús prevé el dolor físico, y al pensar en él, flaquea su ánimo. Sí; Jesús temía no poder resistir, temía no poder soportar

hasta el fin el sacrificio que le había sido impuesto por el Padre, y en el retiro y en la oración encuentra fuerzas suficientes para sobreponerse a su estado de agonía interna.

La tentación vuelve a él como hace tres años en el desierto. Hay dos caminos a seguir, el suyo o el del Padre, el del placer o el del dolor. Aun en estos momentos el no deja de rogar: “Padre, si quieres, pasa este vaso de Mí, empero no se haga mi voluntad, sino la Tuya.” Su plegaria, el ruego que sale de su corazón angustiado, es un ruego de ayuda para la sumisión y obediencia. Es la inmolación de su voluntad a la del Padre, precursora de la inmolación de su cuerpo al de la humanidad. Él pagó por todos. .. y por ti también, alma amiga que lees estas páginas.

Es debido a esta tentación surgida en los últimos momentos que Jesús aconseja a sus discípulos el refugiarse en la oración para librarse de ella. Ésta es su propia experiencia, la siente venir y les dice: “Orad, que no entréis en tentación”, y después de haber superado la prueba, cuando se levanta y encuentra a los discípulos durmiendo, les repite las mismas palabras. Orando, no sólo se evita la tentación sino que se la vence si ella está ya en nosotros.

¿Por qué orar?, ¿cuándo orar?, se nos ha preguntado en diversas ocasiones. Sin duda alguna es preciso rogar siempre, aunque particularmente suele ser el sufrimiento mismo el que nos conduce a refugiarnos en la oración, y en la tentación a maldecir a Dios y a nuestra mala suerte cuando sufrimos, nos es indispensable la oración para libertarnos de esta tentación. Está alguno afligido o angustiado entre vosotros? —dice el apóstol Santiago—, haga oración.”

Es en los momentos de oración, es decir, de comunión y de conversación del alma con su Hacedor, cuando desciende un ángel para consolación suya. Cuando el hombre angustiado dama por ayuda del cielo, del cielo desciende siempre consuelo; no que el cielo libre del dolor y de la angustia, sino que de él viene ayuda espiritual para soportarlo y sobrepasarlo. Cristo sufría sus propios dolores, pero sufría también los de toda la humanidad. Su angustia era una carga pesada para sus hombros abatidos por la desilusión y la tristeza al ver que incluso los discípulos duermen el sueño de la ignorancia y la despreocupación. A mayor angustia, mayor insistencia en la oración. Un soldado español decía

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durante la última guerra: “Nunca había llamado a Dios en mi ayuda, sino cuando veía que mis compañeros caían y que yo me veía acosado por la muerte a cada instante. Nunca tuve un sentimiento tan claro de la existencia de Dios, como cuando me vi cerca de presentarme ante su presencia, y entonces oré, oré como pude, pero oré fervientemente.”

El dolor y la angustia tienen la virtud de acercarnos a Jesús; de hacernos sentir su presencia, de admirarle y amarle más. Es ésta la reacción que ha producido en tu alma, lector amigo? Ésta es la experiencia de muchos, ésta es mi propia experiencia. ¿Por qué no intentáis hacerla vosotros los que leéis estas páginas cuando la angustia llena vuestro corazón?

¡Cómo se levanta grandiosa ante nosotros la figura de Jesús! «No mi voluntad, sino la Tuya, Padre.” No es la fatalidad o la doblez, sino el sentimiento del deber, de la obediencia y del amor. El amor 21 Padre y a todos los hombres sobreponiéndose al propio dolor. De la oración incesante y angustiosa, sale Jes6s fortificado y moralmente apaciguado. A su ejemplo nosotros hemos de salir vencedores de la lucha y gloriosos en la tentación. Sólo el que sufre puede comprender y ayudar al que sufre; sólo el que ha sobrepasado la angustia puede, por amor al angustiado, ayudarle a vencer los momentos críticos. ¡Angustia de Jesús! ¡Angustia de amor y de dolor!

El jardín de Getsemaní puede ser para todos el lugar de recogimiento y de preparación para el sufrimiento real. Cada uno de nosotros tiene su Getsemaní en la vida; entonces, recordemos las renuncias de Jesús. Sin espíritu de renunciamiento no puede haber oración verdadera en el nombre de Cristo. La copa puede no pasar y habremos de beberla hasta las heces. No importa si el dolor de beberla es producto del amor, y ha de reportar amor.

Él ruega por su vida, pero como hijo obediente, se confía. a su Padre, t0 lo que yo quiero, sino lo que tú quieras.” ¡Cuán grande es su fe! ¡qué profunda la humildad de su corazón dolorido! Primero el Padre, después él. ¡Cuántas veces pedimos a Dios que haga primero nuestra voluntad en vez de rogarle que nos muestre la suya para nosotros llevarla a cabo inmediatamente!

La obra redentora de Jesús le costó lágrimas y angustias, gotas de sangre

fueron derramadas con el sudor, pero a nosotros nos ha valido salir libres de estos sufrimientos para toda la eternidad.

Existe un cuadro famoso en el cual el pintor ha plasmado en forma impecable a Jesús clavado en la cruz con todo el dolor físico y moral expresado en el rostro. Gruesas gotas de sudor surcan su rostro macilento, sus cabellos hirsutos caen sin vida semicubriéndole el rostro. La sangre mana de sus heridas y un rictus doloroso se dibuja en sus labios. En la parte inferior del cuadro hay una leyenda que dice: TODO ESTO HICE YO POR TI, QUÉ HAS HECHO TÚ POR Mí?

He aquí, amigo, la pregunta que Cristo te hace. Cada vez que sufras intensamente, piensa que Cristo sufrió angustia mortal, lo mismo que tú, y precisamente por ti. En este día, pregúntate a ti mismo: si todo esto él sufrió por mí, qué estoy haciendo yo por él?

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III

LA MIRADA DE JESÚS

En el Evangelio según San Lucas capítulo 22, y versículos 54 al 62, leemos: “Y habiendo prendido a Jesús, le condijeron a la casa del sumo sacerdote. Y Pedro le seguía de lejos. Y habiendo ellos encendido fuego en medio del patio, sentáronse alrededor; y Pedro estaba sentado entre ellos, cuando una criada, viéndole sentado a la lumbre, fijóse en él y dijo: éste también estaba con él. Mas él lo negó, diciendo: Mujer, no le conozco. Poco después, viéndole otro, dijo Tú también eres de ellos. Hombre, no lo soy, respondió Pedro. Transcurrida como una hora, otro afirmaba porfiadamente: éste, por cierto, también estaba con él, porque es galileo. Pedro replicó: Hombre, no sé lo que dices. Y al momento, hablando él aún, cantó un gallo. Entonces, volviéndose el Señor, miró a Pedro. Y Pedro se acordó de las palabras del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante hoy, ie negarás tres veces. Y saliendo fuera Pedro, lloró amargamente.”

¿Qué tendría la mirada de Jesús que tan poderosamente hizo disipar la negación creciente de Pedro? Mirada de amor y de dolor la del Maestro al ver al discípulo más decidido y en el que había puesto su esperanza de que fuera roca fuerte de su Iglesia, negarle en forma tan fácil y por motivos tan. fútiles. ¡Pedro! ¿qué hiciste? ¡qué expresión la de la mirada de Jesús!, Ojos que derramaron lágrimas de amor y de dolor y se elevaron al Padre. en demanda de fuerzas para el momento supremo, tuvieron un reflejo especial que manifestó sus sentimientos más profundos al discípulo cobarde. “Y vuelto el Señor, miró a Pedro. . .“ ¡Cuántas cosas puede decir una mirada! Ella puede mostrarnos el odio, la envidia, la pasión y el reproche, pero también puede manifestarnos, el dolor, el amor, la compasión y la aprobación.

Recordemos por unos instantes un suceso anterior al que nos ocupa. En cierta ocasión un joven se acercó a Jesús en demanda de consejo a fin de alcanzar la vida eterna. El evangelista Marcos, en su estilo conciso y sencillo, dice: ‘Entonces Jesús, mirándole, le amó.” Mirada de amor que había de convertirse a los pocos

instantes en mirada de tristeza y de dolor... ¿Qué vería Jesús en el joven rico que tan pronto le vió le amó? ¡Cuán dulce había de ser la expresión del Maestro, y cómo se animaría el joven a abrirle su corazón! Puede que él llegara a Jesús con cierto recelo sobre la forma en que había de ser recibido, y, al contemplar la mirada amo- rosa y serena de ‘Jesús, se sintió alentado y de su corazón brotó aquella expresión tan sincera: “Maestro bueno, ¿qué haré para poseer la vida eterna?” Posiblemente fué su juventud y su sincero deseo de alcanzar esta vida eterna lo que pudo atraer la simpatía de Jesús. No debemos olvidar que Jesús mismo tenía 33 años solamente y por lo tanto estaba también en su propia juventud; y esa juventud y la preocupación por las cosas eternas por la juventud, hicieron que ¡*1 mirarle Jesús le amara, inmediatamente y se .interesara por él. Si en general existe poca preocupación para los asuntos del alma, menos. existe entre la juventud; y es de admirar el interés serio del muchacho. Por qué han de preocupar tanto las cosas materiales, que por el hecho de serlo son finitas, y han de interesar tan poco las espirituales, que son eternas? No obstante, es durante la juventud cuando deben resolverse estos problemas, y son precisamente los jóvenes los que’ más deben poner delante de su conciencia el problema de la vida eterna. Detrás del gran interrogante que ha de surgir ante sus ojos,. h de aparecer como solución a sus preguntas, la figura del Maestro. de Galilea mirándoles con mirada de simpatía y de amor.

El Evangelio nos cuenta otro hecho en que intervino la mirada de Jesús. El Señor miró también a Zaqueo, el recaudador de contribuciones que, encaramado a un árbol a causa de su baja estatura, esperaba el paso del Maestro. Jesús le miró y le ordenó preparar su casa para recibirle. Zaqueo y el joven rico sentían seguramente las mismas ansias, y Jesús al mirarles les amó y quiso estar eternamente con ellos, viviendo con ellos y en ellos. La diferencia estuvo en que mientras Zaqueo le aceptó y un poco más tarde Jesús decla.raba que “la salvación había venido a aquella casa”, el joven rico declinaba el consejo de Jesús, rehuía el vivir con Jesús, siguiéndole, porque “tenía muchas posesiones”, las cuales debía vender y dar su producto a los necesitados. ¡Cómo había de volverse en dolor, la mirada de amor de Jesús hacia el joven!

Una tercera vez se nos habla en el Evangelio de la mirada de Jesús. “Entonces volviéndose el Señor, MIRÓ a Pedro”. El que había prometido ser su discípulo siempre y acompañarle por dondequiera que fuese, y defenderle si era preciso,

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ahora siente el peso de la mirada de Jesús. Él lo había intentado hiriendo a Maleo er sirviente del sumo sacerdote, y el Señor había rehuido tal defensa y aun había condenado los nobles propósitos del discípulo. Pedro le fué siguiendo de lejos, y el resultado de seguirle a distancia había sido la negación. Puede que en ella hubiera influido el desengaño de ver cuán fácilmente el Maestro se había dejado prender. Todo había acabado con él y para él. Tres veces delante de Pedro se habló de su relación con Jesús y tres veces él lo negó. Un gallo en aquel preciso instante dejó oír su voz, y su canto hizo recordar a Pedro las palabras proféticas del Maestro al respecto, y la mirada de Jesús al volverse, le hizo comprender la magnitud de su traición, tan reprobable como la de su compañero Judas; y, arrepentido, se retiró llorando amargamente.

Mirada de dolor la de Jesús al ver la amistad traicionada y el discípulo abandonado. El temor al sufrimiento y a la vergüenza pública habían sobrecogido a Pedro y su voz no se levantó en adhesión al Maestro preso ahora, y llevado ante sus jueces.

Mirada de dolor la de Jesús al contemplar a los “Pedro” que caminan por la senda de la vida; tratando de seguirle de lejos y negando su nombre en cualquier momento o ante cualquier sonrisa burlona de algún amigo o espectador mal intencionado.

Y en estos momentos, ¿cuál habrá de ser Su mirada hacia la humanidad que le sigue tan a escondidas y tan de lejos que casi pasa inadvertida? ¿Cuántos miles y millones de seres le han prometido fidelidad y están aún predicando sus doctrinas e intentando aplicar sus principios, y sin embargo la mayor parte de ellos se halla a cada lado de las trincheras? Cuántos habrán prometido amarle sobre todas las cosas y se llamarán a sí mismos cristianos y ni tan siquiera han de acordarse nunca de los sufrimientos del Redentor del mundo? No es negación tan sólo odiarse, sino tambIén despreocuparse de los sufrimientos del Cristo. Es negación vivir la propia vida y establecer los propios principios antes que vivir > establecer los principios de Cristo.

Mirada de dolor la de Jesús al ver cómo los hombres por sus propios egoísmos y por sus propias pasiones ayudan pasivamente a toda acción innoble que le zahiere y crucifica. Mirada de amor dolorido al contemplar el desprecio con que

el sacrificio de su vida ha sido recibido, y viendo al mundo en su estado actual desea volver a sufrir para volverle a salvar si necesario fuera. No es cuestión general de reforma o de regeneración vital cristiana, sino cuestión del individuo de aceptarle como a Salvador y Redentor y proclamarIe mediante un cambio completo de vida, como el único Señor y Maestro. Ante los sufrimientos de Cristo, ¿qué revelará para ti, amigo, la mirada de Jesús?

Para Pedro, era también la de Jesús, una mirada de reproche. Mirada que le hizo comprender la debilidad de su fe y la fragilidad de su entusiasmo. ¡Pedro, Pedro! ¿dónde está tu fe fuerte como una roca? ¿dónde está tu decisión de seguir al Maestro hasta la muerte si preciso fuera? Yo deseo decir a todos los “Pedro” del mundo, deseo recordar a cuantos, sea por el bautismo, sea por su profesión de fe, llevan en el presente el nombre de cristianos, que hagan un examen de conciencia estricto y sincero. Puede ser que la mirada de Jesús encierre reproche para su conducta y para sus vidas; pero, ¡ojalá! que, como en el caso de Pedro, el gallo cante, y la mirada de Jesús les mueva a arrepentimiento, les lleve a un cambio de conducta y de ser. ¡Ah, si todos los hombres movidos a dolor por los dolores de Jesús, fueran capaces de oír la voz de la conciencia que les dice que sus caminos son malos y equivocados! Entonces sería la gran oportunidad de cambiarse a sí mismos y de esta manera cambiaría la faz del mundo!

¿Has pensado tú, amigo, lo que podría ser el mundo, si cada uno tratara de seguir las pisadas del Maestro, en el camino del amor y del dolor? ¿Has calculado lo que podría resultar si cada individuo que se dice cristiano tratara de vivir por sí el ideal de Cristo? ¿qué habría de suceder si en vez de negar sus doctrinas las afirmáramos con toda verdad y pureza de pensar y sentir?

Mirada, por. último, de doloroso recuerdo la de Jesús que hizo considerar a Pedro el poco tiempo que había pasado entre la predicción del Maestro y su cumplimiento: “antes que el gallo cante, me negarás tres veces”. La mirada de Jesús llegó hasta la conciencia de Pedro y le hizo derramar lágrimas de arrepentimiento. También entonces supo Pedro lo que eran lágrimas de dolor y de amor. Aquellas lágrimas ardientes que rodando quemaban sus mejillas, purificaban su corazón del pecado negativo, y el dolor sentido por su traición hacía resucitar su amor por el Maestro. ¡Ojalá que a cada pecado o a cada negación por parte nuestra, una voz de alerta resonara en nuestros oídos y

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nos hiciera levantar la cabeza para contemplar la mirada de Jesús ¡Cómo iba a recordar esta mirada nuestra deserción de las filas cristianas! ¡Qué poco nos cuesta renegar de nuestra fe y de nuestros ideales, cuando ellos demandan, no ya tan sólo sacrificios, sino un simple testimonio o una sencilla adhesión! Yo quisiera tener delante de mí constantemente la mirada de Jesús para leer en ella su aprobación o reproche; su amor o su dolor. ¿Y tú, amigo amado? ¿Qué te dice a ti la mirada de Jesús?

Él, sufriente por las maldades humanas, te está mirando con mirada de amor y de dolor. Te ama tanto que se duele de tu poco amor por él. Te mira a ti, juventud, y te ama al mirarte como al joven rico anteriormente mencionado; ¿desecharás su amor por intereses mezquinos o por un bienestar pasajero? Te mira a ti, hombre o mujer, como a Zaqueo, y desea entrar en el aposento de tu alma y vivir allí eternamente llenando tu corazón de paz y de amor; ¿le aceptarás incondicionalmente en la casa de tu ser, como el bien dispuesto recaudador de impuestos? Te mira a ti, anciano, joven o niño, y su corazón se mueve a compasión al ver que vas errando por el mundo sin un ideal en el corazón y sin una sonrisa en los labios, y tiene misericordia de ti, porque pareces ovejuela errante sin pastor, ¿te dejarás conducir por el Buen Pastor de las almas? Y a ti, oh humanidad cristiana, también Jesús te mira, y su mirada de dolor, de amor, de reproche y de recuerdo, debe mover tu coraz6n y debe inducirte al arrepentimiento y al retorno a su amor.. O cambias de conducta o cambias de nombre. En bien tuyo y en bien de tus prójimos, deseo aconsejarte que te arrepientas y, saliendo fuera de tu vida de inconsciencia y de ideales contrarios absolutamente a los del Cristo eterno, te vuelvas de tus caminos y llores amargamente.

Que la mirada de Jesús sea para todos, mirada de amor sin dolor

IV

EL SILENCIO DE JESÚS

Ya Jesús se halla delante de sus jueces, llevado por sus acusadores. Caifás preside y, según nos dice San Mateo (cap. 26:59-68), los principales sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban falso testimonio contra Jesús, para hacerle morir. Y no lo hallaron, aunque se llegaron muchos testigos falsos; mas a la postre se llegaron dos, que dijeron: éste dijo: Puedo derribar el Santuario de Dios y a los tres días reedificarlo. Levantándose entonces el Sumo Sacerdote, le dijo: ¡Nada respondes! ¿Qué testifican estos contra Ti? Mas Jesús callaba. Y díjole el Sumo Sacerdote: Te conjuro por el Dios Viviente, que nos digas si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. Tú lo has dicho, le contestó Jesús. Y esto os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo sobre las nubes del cielo.”

“Mas Jesús callaba”... ¡Silencio de Jesús tan elocuente coma sus palabras! El mutismo del Maestro era un discurso sin frases ni vocablos, pero que encerraba las más grandes enseñanzas. No estaba muy lejos la mirada silenciosa a Pedro, que tuvo para éste más eficacia que todo un discurso reprobatorio.

Después de su prendimiento, Jesús calla más que habla. Sus palabras son mejor frases breves y esporádicas que aparecen cual destellos refulgentes en la noche del silencio. Y, a pesar de todas las burlas, ultrajes y dolores, Jesús abría sus labios para manifestar únicamente en siete frases cortas, las expresiones más íntimas de SU ser. En sus últimas horas, Jesús hace del silencio su enseñanza constante y su sermón más profundo.

Al contemplarlo callado, cuando podía haber hablado con toda autoridad y toda fuerza, no podemos por menos que inclinar nuestra cabeza y seguirle en esta escuela del silencio. La voz del profeta Isaías suena con toda claridad y pureza en esta hora de quietud: Angustiado él y afligido, no abrió su boca: como cordero

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fué llevado al matadero y como oveja delante de sus trasquiladores enmudeció y no abrió su boca.”

¡Silencio de Jesús! ¡Silencio de amor y de dolor! ¡De amor y de dolor por los que le ultrajan y angustian! ¡Silencio de Jesús manifestado en muchas ocasiones en el transcurso de su vida entre los hombres. Él habló, y habló bien, y enseñó mejor. Calló, y calló cuando pudo haber hablado y dejó a los que le escuchaban su lección hecha de silencios.

Saber hablar es uno de los mejores dones que pueda poseer un hombre; pero saber callar, es una de sus mayores virtudes. No siempre tiene razón el que habla en último término; la mayor parte, de las veces la tiene el que calla prudente y sabiamente. No siente más el que ruidosamente lo demuestra, sino el que callando, prácticamente lo dice o manifiesta. El silencio de Jesús resulta muchas veces más elocuente que sus discursos o parábolas.

Jesús callaba ante la insidia. Fué traída a Él una mujer adúltera. La Ley humana era tajante: todo adúltero había de ser lapidado; no cabía duda ni había discusión posible. Sin embargo, ante la acusación, Jesús permaneció en silencio y agachándose se puso a escribir en tierra con el dedo. ¿Qué escribiría? Los evangelistas nada dicen al respecto. Hay quien ha supuesto (y bien pudiera ser) que dibujara palabras de recuerdo que se tornaban en acusación para los acusadores y celosos ejecutores de la Ley. Perseveraron éstos en sus designios de comprometer a Jesús y Él, rompiendo su silencio, les echó en la cara aquellas fuertes palabras: “El que de vosotros esté sin pecado, arroje contra ella la piedra el primero”. Y volvió a escribir en tierra y a encerrarse en su mutismo hasta que por su voz la frialdad de la Ley de los hombres, vióse sustituida por el calor de la Ley del amor, otorgando perdón. A la insidia Jesús responde con el silencio y éste fué la acusación más eficaz a la conciencia de los acusadores. Para la pecadora su silencio fué como un bálsamo para su corazón dolorido y avergonzado. El silencio de Jesús era silencio de amor.

Jesús callaba ante los espíritus mezquinos y perversos como Caifás. El sumo sacerdote tenía en sus manos al rabí que tantas veces les había acusado públicamente. La autoridad de Caifás, que era el jefe religioso de los judíos, era suficiente para declarar a Jesús como siendo el Mesías prometido; pero

el objeto de la reunión del Sanedrín era muy distinto. Quisieron buscar una acusación un poco seria y no la encontraron. Los testigos falsos se sucedían, pero su testimonio no era bastante fuerte para llegar donde querían llegar Caifás y sus secuaces, y la escena fué desastrosa. Por fin dos de los testigos acusaron a Jesús de intentar destruir el templo de Jerusalén. El silencio de Jesús era absoluto y este silencio desesperaba a Caifás quien, levantándose airado contra Cristo, le conminó a que respondiera a sus preguntas. Para qué hablar cuando se quiere imponer, con toda perversidad, la mentira a la verdad? Por qué defenderse cuando la fuerza cobarde tuerce el sentido de las palabras para darle una capa de legalidad? Jesús calló, y, como en el caso de la pecadora, rompió unos segundos su silencio para afirmar con toda fuerza su carácter divino y su autoridad poderosa. Esto fué motivo más que suficiente para que aquella turba de lobos voraces condenara a Jesús al suplicio de la muerte infamante.

“A los suyos vino y los suyos no le recibieron.” ¡Silencio de dolor el de Jesús!

Jesús callaba ante la curiosidad trivial e insana. Después de la escena repugnante, de casa de Caifás fué llevado ante Herodes y éste, en cuanto le vió, se regocijó creyendo que tenía un juguete entre sus manos y trató de que le contara y aun hiciera milagros y curaciones en su presencia. Jesús, empero, permaneció en silencio ante aquel a quien, en ocasión anterior, había calificado de “zorra”.

El silencio de Jesús era la elocuencia de la dignidad. De nada le hubiera servido hablar a quien era incapaz de comprenderle. Jesús está demasiado alto para satisfacer la curiosidad inconsciente del primero que se le acerque. Dios no se manifiesta a los que piden, por pedir, señal del cielo. Sépanlo los grandes curiosos de la razón que puedan leer estas palabras. Ante los problemas de lo espiritual Cristo no satisface curiosidades, sino que llena de espléndidas realidades el corazón sincero lleno de fe y de infantil humildad.

El Hijo de Dios y del Hombre calla cuando sabe que sus palabras no han de encontrar eco en el corazón de su interlocutor. “Como oveja delante de sus trasquiladores enmudeció y no abrió su boca.” También aquí el silencio de Jesús era silencio de dolor.

Jesús callaba ante los espíritus volubles e inseguros como el de Pilato. El

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espíritu del romano se hallaba inquieto. Veía la inocencia de Jesús y quería salvarle, pero temía al pueblo y deseaba satisfacerle. ¿Qué hacer? Sostuvo una breve conversación con Jesús en la cual éste trató de hacerle comprender su misión espiritual, llevándole a la aceptación de la verdad absoluta que el romano desconocía. Pero Pilato le volvió la espalda. Queda indeciso e intranquilo hasta que al fin le equipara a Barrabás. Cristo optó por callar. Pilato buscó el subterfugio para salir airoso del compromiso y satisfacer su conciencia y su autoridad, pero no lo encontró. Temía al pueblo, el pueblo le temía a él, y Jesús, ante aquel flujo y reflujo de pasiones y temores, permaneció en silencio. La falsedad de las acusaciones era tan manifiesta que Jesús no se tomó la molestia de refutarlas. ¡Silencio de amor y de dolor el de Jesús! De amor para sus escarnecedores a quienes perdonaba, y de dolor al ver cómo las envidias, los odios, las ansias de mando y de medro se entremezclan y se adueñan del corazón de los hombres y les ciegan de tal manera que cometen toda clase de atrocidades y de ignominias. ¡Silencio de 1olor que traspasa su corazón lleno de amor!

El silencio de Jesús adquiere toda la fuerza del más elocuente de sus discursos. El sermón del silencio penetra en nuestro corazón como dardo quemante y lo traspasa haciéndonos lanzar un gemido de dolor. El silencio de Jesús aparece como la más grande lección para nosotros tan prontamente dispuestos a gritar y a protestar y aun alborotar ante cualquier dolor o sufrimiento moral o físico o ante cualquier injusticia que se nos haga ¡y se cometen tantas injusticias contra nosotros!

¡Saber callar! Saber guardar silencio cuando todo pide a gritos nuestras palabras de verdad y de justicia: he aquí la gran lección del Maestro. Ante la insidia, ante la difamación, ante la curiosidad malsana y la veleidad del poder humano, sabe permanecer en silencio. Ante la burla o las preguntas curiosas e insidiosas acerca de nuestra fe y de nuestra confianza en las acosas invisibles”, saber callar ya que de nada habrá de servir hablar y hacer partícipes de nuestros tesoros espirituales a aquellos que no los han de comprender. Callar y permanecer en humilde silencio, cuando los que siendo más fuertes temporalmente que nosotros, se complacen en hacernos sentir su fuerza y nos obligan a situaciones a las que injustamente somos llevados. Que esto no pueda promovernos a ira, antes bien inducirnos al silencio de amor, aunque éste sea de dolor como el de Jesús. Nuestro silencio puede ser infinidad de veces más fuerte que las muchas

palabras, y de más valor que una voz airada. El silencio cuando uno puede hablar, redarguye, hace pensar y hace callar también. Alguien muy acertadamente ha dicho: ‘Nunca me arrepentí de haber callado, pero sí de haber hablado”. Jesús, siendo el que más pudo hablar fué el que más calló, y ¿nosotros? ¿Qué te dice a ti, amigo que lees estas palabras, el silencio de Jesús? La Pasión y Muerte del Salvador y Redentor del mundo, todo amor y todo dolor, ¿qué lección, qué enseñanza encierra para ti el silencio de Jesús?

A ti, alma que gritas y alborotas a la menor injusticia que crees se te hace, o al menor sufrimiento físico que cualquier circunstancia te proporciona, se te ofrece un ejemplo sublime en el Crucificado del Calvario; sus silencios fueron tan elocuentes como sus parábolas o milagros, y sus labios sólo se abrieron para pronunciar frases de amor y nunca de dolor. En sus dolores nunca maldijo ni condenó, siempre perdonó, y desde el principio Él estableció ya el grande ejemplo para que las generaciones que habían de contemplarle con la mirada interna de la fe, le tuviesen como enseñanza vívida. Mateo el evangelista ha dejado plasmada la invitación del Maestro al imitarle cuando con palabras dulces y persuasivas, decía: “Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados que yo os haré descansar... y aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas.”

Que al meditar sobre los sufrimientos del Cristo eterno, aprendamos de él la gran lección del silencio.

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V

EL TRIUNFO DE JESÚS

“Y descansaron el sábado, según el mandamiento; mas el primer día & la semana, a). romper el alba, vinieron al sepulcro, trayendo los aromas que habían preparado; y encontraron la piedra del sepulcro removida; y entrando no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Estando perplejas por esto, he aquí que se les presentaron dos varones con vestiduras resplandecientes; y cuando, amedrentadas, inclinaban sus rostros a tierra, ellos les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado. Acordáos cómo os habló estando aún en Galilea, cuando dijo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día. Ellas entonces, se acordaron de sus palabras, y volviendo del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los once, y a todos los demás.” He aquí, señores, como el evangelista San Lucas (24: 1-9) relata el hecho de la Resurrección de Jesús.

Ya la vida ha triunfado sobre la muerte; ya el amor ha triunfado sobre el dolor. La faz del mundo ha cambiado y una nueva vida espiritual se esparce sobre la tierra: “por qué, entonces, buscáis entre los muertos al que vive?”

Equivocación profunda la de las mujeres al buscar en el antro de la muerte al que era la Vida misma; error capital es el de buscar lo esencial para el alma entre las frías losas de la materia y de la razón’. EL camino de las mujeres es precisamente el mismo seguido por millones de seres que tratan de hundirse en la investigación, en la filosofía y en el proceso analítico para encontrar el germen de la vida.

«Cuando las dudas nos invaden y nublan la fe de la inmortalidad del alma —dice Miguel de Unamuno— cobra brío y doloroso empuje el ansia de perpetuar el nombre y la fama, de alcanzar una sombra de inmortalidad siquiera.” Y ese

deseo de inmortalidad sólo puede satisfacerse mediante la Resurrección de Jesús y su triunfo sobre la muerte, sobre el sufrimiento y sobre el dolor. Mucho se ha escrito en pro y en contra de la Resurrección de Jesús, y no es éste el momento adecuado de tratar en detalle su realidad o su ilusión. Bástenos saber que no podía ser ilusión de los discípulos lo que constituía para ellos algo irrealizable, aun habiéndolo profetizado el Maestro. Tampoco el espíritu de ellos estaba en condiciones de inventar tal cosa después de haber huido desanimados y acorralados, y mucho menos se habrían atrevido, en las circunstancias que concurrían, a lanzar la historia de la Resurrección tres días después de muerto su Maestro, por lo cual podía atraerles la persecución y la muerte por parte de los que habían tenido interés en eliminar a Jesús.

La Resurrección de Jesús había de tener el mejor testigo: el de la resurrección espiritual de sus discípulos y la potencia vital de la iglesia que se estaba formando. De un hombre muerto definitivamente y con sus seguidores esparcidos y decepcionados, no podía surgir un movimiento tan fuerte y tan importante y de características tan especiales y desconocidas hasta entonces, como eran las de la Iglesia Cristiana primitiva. El triunfo de Jesús era, pues, bien patente. ‘Si el grano de trigo no cae y muere, no puede llevar fruto.” Y efectivamente, la semilla había sido plantada, había muerto y estaba dando fruto y fruto en abundancia, y lo maravilloso del caso era que el fruto producto del triunfo de Jesús, producía más fruto y progresaba precisamente en la misma forma y por el mismo camino seguido por el Maestro; el camino del amor y del dolor, mediante la práctica del amor y mediante el sacrificio de sus propias vidas en bien del prójimo si éstas eran demandadas como testimonio cristiano. ¡Qué equivocación la de las mujeres y la de los discípulos! Dejándose llevar por la fuerza de la costumbre, acuden presurosos al amanecer al sepulcro en busca de mejor instalación del cuerpo amado del Maestro. Pero el sepulcro estaba vacío, y los ángeles les hicieron recordar el cumplimiento de la profecía al decir a las mujeres: “Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”

Jesús no podía estar en el antro de la muerte. La vida no podía habitar en el lugar de la destrucción y la consunción. Si las mujeres y los discípulos hubieran comprendido a su Maestro, no hubieran ido al sepulcro, sino que hubieran esperado confiadamente que Jesús hubiera vuelto a ellos. ¡Fueron tantas las veces y tantas las maneras con que Jesús les había hablado de la vida que Él

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proporcionaba! Cómo no recordaban que Él mismo era la vida y por lo tanto no podía estar entre los muertos?

Sin embargo, la equivocada búsqueda de los discípulos se ha repetido en todos los tiempos. Los hombres han continuado buscando a Jesús entre los que fueron. Lo han catalogado entre los grandes hombres del pasado y lo han dejado allí, entre lo que constituye el pasado, sin pensar que por su Resurrección, Él está presente y es presente, y, por lo tanto, no han encontrado la solución que esperaban hallar en Cristo para su problemas espirituales. Jesús triunfó de la muerte por la vida, y su resurrección produjo la resurrección de la humanidad.

“Yo soy la resurrección y la vida —dijo Él mismo—, el que vive y cree en mí, aunque muriere, vivirá.” Es preciso vivir en Cristo y confiar en Él para resucitar y seguir viviendo. Para encontrarse con Cristo hay que buscarle entre los vivos y no entre los muertos.

Jesús continúa viviendo en el corazón de sus seguidores, quienes por la fe han recibido un nuevo vigor que les permite adquirir nuevas fuerzas para rechazar el mal y vivir una vida más alta y de ideales nobles y elevados.

Jesús continúa viviendo en el corazón de nuestros prójimos y podemos hallarle donde haya un alma doliente y moribunda que tenga necesidad de aliento y de ayuda espiritual, moral y material.

El triunfo de Jesús sobre la muerte venía a manifestarse por la resurrección del ser. Su triunfo toma carácter de apoteosis cuando observamos que los hombres que le aceptan como a Redentor y Salvador, cambian sus vidas completamente y ya no se les ve persiguiendo más fines humanos y egoístas, sino fines altamente espirituales; ya no se les ve procurando el bienestar propio y la vida fácil, sino que se consagran a la difícil tarea del sacrificio por amor al prójimo; y en la cosecha de dolores encuentran gozo, puesto que su dolor es producto del amor a semblanza del Maestro.

Jesús se levantó del sepulcro triunfante y con un cuerpo glorificado, y o propio sucedió con aquella nueva fuerza que se llamó Cristianismo, y lo mismo hace falta que suceda en nuestros tiempos, si queremos Vida. La Iglesia debe dejar

la prosecución de fines netamente espectaculares y temporales, y resucitar de nuevo a la verdadera Vida, procurando exclusivamente los fines espirituales para los cuales fué establecida. La Iglesia ha perdido de vista a Cristo y por lo tanto ha perdido su vitalidad. Es necesario una visión más clara de Jesús para poder resucitar con Él a una vida mejor. ¡Cuán distinta es la posición de los discípulos antes y después de la muerte de Cristo! ¿Qué produjo el cambio sino la comprobación de que Jesús vivía y la experiencia de que por la fe le sentían vivir en sus propios corazones?

Yo nunca podré olvidar el recuerdo de un amigo querido, muerto por la maldad de los hombres, que, siendo de profesión peón caminero, humilde, pobre e ignorante, tiraba el mísero jornal que ganaba, con el juego y la bebida. Su hogar más mísero todavía, se derrumbaba por la indigencia y el mal vivir, los disgustos familiares se sucedían en forma violenta, etc.

Un día oyó hablar de Cristo, de su pasión y su muerte por los pecados del mundo, e interesándose por ello, aprendió a leer a los 50 años de edad para enterarse por sí mismo de la vida maravillosa de Jesús, y poco a poco fué cambiando de vida y nosotros fuimos testigos de su hogar lindo y limpio; de unos animales domésticos cuidados por él; de unos campos bien cultivados y de una vida familiar llena de paz y amor. Cuantas veces llegaba el día de Pascua de Resurrección, él recordaba su propia resurrección que era fruto de la de Jesús. Este hombre era un testigo viviente del triunfo de Cristo sobre la muerte y sobre el pecado, y para él no existían dudas ni problemas de carácter matemático, de análisis biológicos respecto a la posible Resurrección de Jesús. Él sentía en sí que una nueva vida manaba de su corazón, y este nuevo vigor espiritual había influido de tal manera en su vida física y moral, que le había convertido en un nuevo hombre. ¿No era esto una resurrección? ¿no era esto un triunfo sobre la muerte? Él ahora no vive ya en este mundo, pero durmió el sueño eterno, seguro de que sólo iba a ser eso, un sueño, puesto que su alma continuaría viviendo, ya que él la había entregado al que era Él mismo la Vida eterna.

Hoy, al tener delante de nosotros el recuerdo de su resurrección y triunfo, podemos gozarnos en la medida que hayamos participado de sus sufrimientos. Y ¿qué experiencia has sacado tú, amigo? ¿Puedes gozarte y alegrarte de la Resurrección de Cristo por haber llegado a participar de los sufrimientos y de las

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horas de amor y de dolor de Jesús, en tu meditación y recuerdo de ellos? ¿Has resucitado con Cristo por haber padecido junto con Él?

Los vicios, las pasiones, los odios, las envidias, tu YO —siempre tu YO— te obligan a vivir una vida de desasosiego y malestar; en tus momentos de plática contigo mismo, comprendes que esto no es vivir, sino morir, y lo que tú deseas es vivir, vivir verdaderamente y tener la seguridad de seguir viviendo aún después de dejar esta tierra a la cual nos sentimos tan apegados. Yo sé que sufres por esto, yo sé que tienes anhelos de elevación, ansias de vida eterna. Busca la solución para esta tu vida de miseria, pero búscala con afán donde hallarla puedas. No la busques entre los hombres tan muertos en sus delitos y pecados como tú, no la busques con y en la razón fría e impasible como las losas de un sepulcro, ni en la ciencia, ni en la filosofía. Busca a Jesús en ti mismo, búscale con y en tu corazón, busca en el fondo de tu alma al Maestro, y quitando todos tus prejuicios y temores, llénate de Cristo, que Él se posesione de ti de tal manera que te posea completa y eternamente. Sólo entonces se abrirán ante ti hermosos horizontes insospechados, sólo entonces te sentirás vivir verdaderamente, esto es revivir, y ¿qué es el revivir sino una verdadera resurrección?

Recordemos, para finalizar, el consejo del apóstol San Pablo a los cristianos de Colosas: ‘Si, pues, resucitasteis con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque ya moristeis, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.”

VI

LAS MANOS DE JESÚS

Dice San Juan Evangelista: “Ocho días después estaban otra vez dentro del aposento sus discípulos y Tomás con ellos. Vino Jesús, estando cerradas las puertas y púsose en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: Trae acá tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Respondióle Tomás: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que no vieron y creyeron.”

“Mira mis manos” ¿Qué sermón predicarían las manos de Jesús a Tomás que le obligaron a exclamar: ¡Señor mío y Dios mío!?

El Dr. Juan A. Mackay dice “que las manos de Jesús eran manos de sembrador”, y, efectivamente, ellas tuvieron una gran parte en su ministerio. Continuamente fueron una fuente de bienes para los que le rodearon.

Las manos de Jesús sirvieron para dar vista a los ciegos de cuerpo y alma; para limpiar la lepra interna y externa de los hombres; para levantar a los caídos; para dar alimento a las multitudes; para sembrar toda clase de bendiciones a su paso y- también para fustigar a los mercaderes del templo un día.

Las manos de Jesús fueron el anda de salvación para Pedro quien, deseando andar sobre las aguas, se hundió rápidamente al considerar su propio poder y la inestabilidad del elemento sobre el cual caminaba. ¡Cuantos, ay, caminan por el mar de la vida intentando sostenerse por sus propios impulsos y fuerzas y necesitan las manos: de Jesús que les sostengan e impidan el hundimiento total!

Cuando los años se acumulan, cuando las fuerzas se acaban, cuando nuestra

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suficiencia nos falla, necesario es levantar los ojos hacia lo Alto y poner nuestras manos en las manos de Cristo para poder así continuar andando hasta el final del sendero.

Las manos de Jesús fueron manos de bendición. Los evangelistas. nos cuentan cómo Jesús tomando a los niños en sus brazos y poniendo las manos sobre ellos les bendecía.

La sublimidad de esta escena ha sido cantada por los poetas y plasmada por los artistas más famosos. ¡Llega al alma ese desbordamiento de amor del Maestro con sus manos sobre las tiernas cabe— citas, llenándolas de bendiciones! Con cuanta razón Él decía: “Si no o volviereis y fuereis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos.” Son solamente, la inocencia, la sencillez y la humildad las que pueden hacer posible la entrada en el Reino y recibir las bendiciones de las manos de Jesús.

No es con la suficiencia, la razón, el orgullo, la discusión y el escepticismo como se consiguen las bendiciones eternas del amor puro y la paz perpetua; antes bien, es preciso ser como niños y no tener prejuicios como no los tienen los niños, para echarnos en los 6razos de Jesús y recibir sus bendiciones. ¡Manos de amor hacia los niños, hacia Pedro y Tomás, y hacia rodos los trabajados y cansados! Manos de dolor que comprenden y sienten las miserias humanas, las físicas, morales y espirituales de los hombres.

“Mira mis manos”, le decía Jesús a Tomás, lleno de dolor y de amor a la vez. ¡Tanto como te he amado sufriendo y muriendo por ti y ahora no quieres creer en mi Resurrección, que tus compañeros te han anunciado! “Mira mis manos”, y juzga por ti mismo; toca con tus manos mis marcas de dolor y hunde tu mano en mi costado, a ver si llegas al corazón y comprendes entonces bien cuánto he sufrido por ti. ¡No seas incrédulo sino fiel!

Las manos de Jesús indicaban a Tomás el sufrimiento padecido. Eran las pruebas indubitables del dolor físico de su Maestro y esta prueba venía a recordarle todo el significado que tenía este sufrimiento en relación con su propia vida. Tomás se sintió confuso entendió perfectamente toda su pequeñez ante la grandeza de su Maestro. Comprendió el pecado que representaba dudar de Aquel que

había sufrido tanto por él y sus labios no pudieron hacer otra cosa que declararle vencido y proclamar a Jesús como su Señor y Dios.

Las manos de Cristo indicaban a Tomás toda la magnitud del sacrificio de Cristo, todo su amor y todo su dolor presente y pretérito. Su pecado de creer sin acabar de creer, tomaba grandes proporciones al contrastarlo con la grandeza de espíritu de Jesús que no le recriminaba sino que se entregaba a él, como se había entregado antes para morir y pagar así los pecados de todos.

Tomás no pudo resistir más. La magnitud del sufrimiento y del sacrificio de Jesús le revelaban su procedencia divina. Un sentimiento de gratitud inundando su corazón le impelió al servicio del Maestro por amor al Maestro. Es así cómo él lo declara lleno de confusinó y de gozo a la vez: “Señor mío y Dios mío!”

He aquí, amigos, el final a que nos han conducido nuestras meditaciones sobre la Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo. Desde las lágrimas de amor y de dolor derramadas por Jesús en dis— tintas ocasiones y especialmente en su entrada en Jerusalén, hasta sus manos, testigos mudos de un amor elocuente que deben, como a Tomás, hacemos ver en Jesús a nuestro Señor y a nuestro Dios.

Manos las de Jesús que no fueron empleadas para el pecador antes bien para derramar bienes. Manos que traen a nuestra mente las palabras del poeta al decir que sólo el limpio de manos y pura de corazón podrá subir al Monte Santo de Dios.

Pasados son ya los momentos en que hemos podido considerar todo el amor y todo el dolor de Jesús en sus lágrimas, en su angustia, en su mirada y en su silencio; su triunfo se ha presentado a nosotros como el hecho capital para nuestro propio triunfo espiritual.

¿Qué te dicen a ti y a mí, amigo, las manos de Jesús? Trataré de decirte con claridad meridiana lo que son para mí mismo las manos de Jesús. Las manos de Jesús son manos de amor y de dolor. Manos que me han amado tanto que por mí sufrieron al ser taladradas por los clavos, vertiéndose por sus heridas, gota a gota, la sangre d Jesús. Y esta sangre vertida por mí me lavó de toda culpa y me

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alivió de la carga que representa el sentirse malo, cuando se quiere ser bueno. Mi dolor fué el suyo y así su amor fué el mío también.

Las manos de Jesús fueron mi consuelo cuando me sentí enfermo, triste y abandonado por todos; cuando el dolor vino a hacerme la vida insoportable, Jesús, con sus manos bondadosas, me alivió en mis dolores y enfermedades, diciéndome que a pesar de todas las apariencias yo no estaba solo. Indefenso e impotente me sentí niño y sus manos cariñosas, puestas sobre mi cabeza, me bendecían y hacían desaparecer todos los malos pensamientos, todas las oscuras preocupaciones y todos los molestos prejuicios. Sus manos en mi frente ardiente me dieron el refrigerio de su amor y de su bondad.

Las manos de Jesús fueron para mí, alma creyente e incrédula, que lees estas páginas, manos que me guardaron en todo momento de caídas peligrosas y que me ayudaron a salvar los difíciles escollos de la vida. Ellas me guardaron del peligro, me ampararon en la tormenta y me preservaron en la muerte. Ellas, al caer yo, me levantaron, al tropezar me sostuvieron, al caminar me ofrecieron su poyo y fueron apartando las dificultades de mi camino. Ellas me indicaron el camino hacia el Padre en donde encontré todo cuanto mi alma deseaba y mi pecho ansiaba.

Las manos de Jesús fueron para mí, ofrecimiento desinteresado cuando me invitaron a ir hacia Él. Cuando mi alma buscaba por el acampo de la mente la paz ansiada, cuando mi corazón clamaba por ansias de infinito sin verse satisfecho, Jesús vino a mí con sus palabras dulces y amorosas y hasta el Santuario de mi Ser llegaron los acordes armoniosos de música celestial jamás olvidada: “venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargad6s que yo os haré descansar.” Manos que se ofrecieron para dar el descanso eterno y que no engañaron, éstas fueron para mí las manos de Jesús.

Manos que, como a Pedro, me levantaron del hundimiento en el mar profundo de la vida cuando yo, olvidando que por su bondad andaba sobre el elemento inestable, me enorgullecía de mi propio valer y de mi propia capacidad, dejando de contemplar a Jesús como único faro y única estrella guiadora.

Manos que, como a Tomás, me revelaron mi debilidad en la fe y su divinidad

manifiesta, y, avergonzado de mí mismo, hube de balbucear cual el apóstol: “Señor mío y Dios mío!” Y ahora mi fe es firme porque en Él descansa, y mi servicio es gozoso porque es para el que tanto me amó y sufrió por mí.

Hemos meditado juntos estas cosas y estos hechos tan llenos de amor y tan llenos de dolor. ¿Qué significan para ti, amigo, creyente, escéptico o ateo las manos de Jesús? Para todos tienen algún significado sus heridas. Dejo a tu corazón más que a tu mente la respuesta que debes darte a ti mismo. Sólo quiero indicarte, antes de despedirme, que recuerdes a Jesús con todo su sufrimiento y todo su amor por ti. “Mira mis manos” te dice como a Tomás, contémplalas y recuerda siempre que si confías y crees en Él no has de extraviarte ni perderte en el camino de la vida, porque sus manos te guiarán. En las dificultades, tú saldrás vencedor porque las manos de Jesús te ayudarán. En el sufrimiento, aunque éste sea intenso, has de soportarlo, porque las manos de Jesús te consolarán. En el peligro, saldrás indemne, porque las manos de Jesús te guardarán. En la adversidad saldrás triunfante, porque las manos de Jesús te sostendrán Y al final de la carrera, cuando la vida de tu cuerpo se apague en la Tierra, las manos de Jesús te asirán y te conducirán sano y salvo a través del valle de sombra que es la muerte a la presencia de Dios Padre para estar con Él gozando de la paz eterna.

Tú debes hacer tuyas, amigo, las palabras de Jesús a Tomás: BIENAVENTURADOS LOS QUE NO VIERON, Y CREYERON.

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“EL ÚLTIMO SERMÓN”

PorJulio Barreiro

Artículo publicado en el número 313 de “LA IDEA”, con motivo del fallecimiento de Alfredo J. Capó.

‘y luego al despertar...”

En la primera hora de aquel día amargo, se fué nuestro pastor; mi pastor. Entonces, las ondas del dolor que ya nos embargaban, se rompieron bruscamente, derramando en nuestras almas la hiel de sus aguas tumultuosas. Se quebraron con furia y con furia nos zarandearon, mientras que un peso enorme era arrojado sobre nuestros hombros, como si fuéramos titanes para llevarlo, cuando no éramos más que débiles criaturas.

El dolor, el dolor...

No podíamos comprender cómo y por qué había sucedido aquello. Recuerdo perfectamente, y aún lo tengo grabado en mi mente, que todo se me antojaba un sueño, una pesadilla horrorosa de la que no tardaríamos en despertar. Me creía objeto de una gran mentira. Sin embargo, la realidad estaba allí, mordiéndonos con sus dientes. ¡Pobres de nosotros; quisimos ver los designios de Dios, quisimos interrogarle! Ahora nos damos cuenta de ello, pero en esos instantes...

En la tristeza de aquella noche, larga como ninguna, donde llegamos a comprender por primera vez el valor inmenso de los minutos, corrían por nuestra mente como navíos ligeros, los momentos de la vida de nuestro pastor. Y, aunque quisiéramos, no podríamos trazar aquí lo que sentimos, lo que vimos y lo que

A MANERA DE EPÍLOGO

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oímos en el silencio espantoso de estas horas. Su voz afectuosa, su sonrisa constante, sus gestos elocuentes, sus palabras, sus acciones; todo lo que él significó para nuestras almas jóvenes y para nuestra iglesia, lo llevamos en el corazón, como una estrella radiante en medio de la noche.

Por eso, cuando llegó el momento final, percibimos que se desmoronaba un mundo entero. Porque cada uno de nosotros somos un mundo, y cuando caemos o partimos, cae y parte ese mundo, sea bueno o malo, grande o pequeño. El mundo de nuestro pastor era inmenso, gigantesco, rico en realidades profundas, pleno de nobles ideales y colmado de grandiosas posibilidades. Cuando todo eso cayó, nos dimos cuenta, con muda impotencia, de que nos arrancaban algo, porque nosotros formábamos parte de aquel mundo.

Llorar? ¡Quién pudiera haberlo hecho en aquellos instantes! Y ahora, y después.

Tal fué lo que pensamos, lo que sentimos. Recuerdo con qué ansias volvíamos la mirada hacia atrás, huyendo de la noche triste, y buscando los días. alegres del pasado, en ese pasado que tanto amábamos y donde deseábamos quedarnos, para escapar así de un presente amargo, duro. Es lo que hacemos en todos los momentos de prueba. Queremos escapar a la hora suprema del dolor y, en ese anhelo, volvemos el alma hacia el ayer, en un esfuerzo sobrehumano por dejarla allí.

Pero cuando nuestras cabezas abatidas pudieron erguirse, vimos nuestra fe robustecida y tuvimos la certeza de que un camino nos esperaba. Y al final de él, Dios, y con Dios nuestro pastor. Todo esto lo comprendimos, comprendimos también que el hombre se había ido, pero que su obra quedaba. Sin embargo, algo seguía martillando nuestro ser entero.

El dolor, el dolor... Fuimos al templo, a su templo. Vacío, silencioso, iluminado tenuamente por la luz de la luna que se introducía con temor a través de los anchos ventanales. Sobre el púlpito, la Biblia abierta.

Y yo estoy seguro que en esos momentos, nuestro pastor predicó su último sermón. Viendo nuestro dolor y escuchando nuestras quejas, nos habló en una

forma muy parecida a ésta:

“Esto empero, digo hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; ni la corrupción hereda la incorrupción. He aquí os digo un misterio: todos ciertamente no dormiremos, mas todos seremos transformados. En un momento, en un abrir de ojos, a la final trompeta; porque será tocada la trompeta y los muertos serán levantados sin corrupción, y nosotros seremos transformados. Porque es menester que esto corruptible sea vestido de incorrupción, y esto mortal sea vestido de inmortalidad. Y cuando esto corruptible fuere vestido de incorrupción, y esto mortal fuere vestido de inmortalidad, entonces se efectuará la palabra que está escrita: sorbida es la muerte con victoria. ¿DÓNDE ESTÁ, OH MUERTE, TU AGUIJÓN? ¿DÓNDE, OH SEPULCRO, TU VICTORIA?”

Y el sermón, grandioso como la hora suprema, penetraba hondamente en nuestras almas. Cuando hubo finalizado, nos levantamos en silencio. Nuestros pasos no se oían, los de él tampoco. Ya íbamos a marcharnos. Pero nos dimos cuenta que no venía con nosotros, sino que su camino era otro. Lo llamamos con angustia, clamamos por él, nuestro corazón se deshizo en un gemido. Y el nos respondió algo así:

El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no es apto para el Reino de Dios. Y cuando el dolor sacude el espíritu, queremos mirar hacia atrás, olvidándonos de los horizontes que tenemos delante nuestro. El camino no ha finalizado. Difícil es seguirlo con el alma golpeada por el sufrimiento. Sin embargo, debemos hacerlo, venciendo ese dolor. Y para ello se torna necesario que vayamos a lo divino, escapando de lo humano. Sólo en esta forma lograremos la victoria, porque en Ti, ¡oh Dios, tan sólo en Ti la vida tiene sentido y la muerte no existe, sino que’ es un dulce sueño que nos 1levar a tu lado, en un despertar de gloria. ¡Vayamos, entonces, firmes y adelante!

Comprendimos. En silencio salimos del Templo y marchamos hacia la noche oscura, tras la cual nos esperaba una aurora magnífica, mientras que escuchábamos a nuestras espaldas, por última vez, la voz amada del pastor, que se iba perdiendo a lo lejos, en los cielos infinitos:

“Id en paz, hermanos. Acordaos de los pobres, de los necesitados, de

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los hambrientos, de los que sufren, de los refugiados; y que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios, el Padre Celestial, y la comunión del Espíritu Santo, sea con todos vosotros, ahora y siempre. Amén

La versión originalse terminó de imprimir

en los talleres de la Imprenta Metodista,calle Fragata Sarmiento 1685, Buenos Aíres.

Argentina.

Día 17 de Agosto de 1946.

Reeditado porAteneo Teológico - Lupa Protestante

24 de febrero de 2009

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