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Plegaria a todos mis muertos

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autor; Maximo Beltrán Fuentes

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EditaGonzalo DavidSantiago - Chile

Plegaria a todos mis muertos

Maximo Beltrán [email protected]

Registro de Propiedad Intelectual Nº 2445381º Edición / septiembre de 2014 e.c.

Portada: fotografía de escultura de Helga Yuferen el Cementerio de Chillán.

Todos los derechos reservados(Este libro y cualquiera de sus partes pueden ser reproducidas con fines no lucrativossin el permiso explícito del autor, siempre y cuando se cite adecuadamentesu procedencia y autor)

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Prefacio

La muerte de Rodrigo, personaje clave del libro, es síntoma de una ciudad afiebrada por el clima y los árboles genealógicos en llamas. El suicidio como rito, cuyo mensaje permanece en secreto, huyendo por las calles eternamente en remodelación y colgando de edificios imaginarios. El protagonista intenta sobrevivir de los detalles, de una carta escrita a medias, de descifrar el misterio de los acontecimientos, la rabia incomprensible de una madre (porque las madres tienen la culpa de todo) y los silencios ensordecedores de un amor desaparecido.

Cuando me contaron en un barsucho del centro, entre cerveza y cerveza, de las muertes prematuras en el Biobío, imaginé que en algún momento llegaría a mis manos un texto como el de Max, tan conmovedor como todas las historias que se entretejen en la ciudad más contaminada de Chile, en el Servicio de Urgencias con menos enfermos y más dolientes en este largo y angosto pedazo de estropajo. Ningún hecho ocurre por azar, todos los gestos son pequeñas premoniciones.

Caminé un verano por esas calles como quien vaga por los subterráneos de su corazón, prendiendo fuego con la rabia de los post-adolescentes e iluminando todos los rincones y las sombras que como lobos con piel de

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oveja, intentaban devorarnos vivos. Nos dijeron que la oscuridad era nuestro mejor amigo, pero fue una de las tantas mentiras para embaucarnos; nos dijeron que esta ciudad hiede a causa de sus muertos, pero descubrimos una forma antiquísima y bella para liberarnos de esos enemigos.

El calor quiso engañarnos, y confieso que por un tiempo pudo; he ahí este acto maravilloso y sanador de Max al publicar este relato y regalarnos la oportunidad de leerlo a manera de ritual. Cada línea duele como todos los fantasmas con los que nos hemos acostumbrado a dormir y a cargar; esos espíritus que no nos han abandonado, y nos siguen a donde quiera que vayamos. Mala forma de vivir, o de sublimar los miedos terribles de un lugar que no nos quiere.

Cuando leí el libro que tiene entre sus manos, sentí que me iba a morir de la pena, y probablemente usted llegue a pensar lo mismo. Yo no puedo aconsejarle que no lo haga, todo lo contrario, lo animo a que fije su mirada en estas páginas llenas de pasión insolente y desenfado, y sienta, aunque sea por algunas horas o días, el frío halo que dejan las personas cuando ya no están, las huellas de una piel que poco a poco se desvanece.

Gonzalo David / EditorSantiago 2014

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Han transcurrido 30 años desde el día que encontré a Rodrigo colgando de la escalera de su casa; esa tarde de mucho calor, detuvo mis relojes para siempre. Conservo como regalo póstumo una carta que nunca entendí o no quise entender; su madre me la entrego meses después, cuando las lágrimas ya habían pasado y el ritual del cementerio me estaba haciendo mal.

Me había enfrentado al rito de la muerte cuando era niño, en la casona de mi abuelo, cuando se velaban en las casas, los espejos se cubrían con sábanas y los cuadros se retiraban de las murallas. Mi abuelo era ateo, después entendí muchas cosas, como la urna negra y sin cruz y los hombres de negro y sombrero venidos de “distintos lugares del planeta”que inundaban el salón. Mi abuela lo lloraba desde la puerta, el mismo que nunca la dejo ir a misa y blasfemó hasta el último día de no tener sepultura cristiana ni sacerdotes mojigatos en su lecho.

Hoy he vuelto al cementerio, pero ya no visito tan sólo las mortajas de mi amigo, a ellas se han ido agregando

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el calendario completo. Si hoy te lloro y publico con ánimo insolente y atrevido, no es para invocarte sino para decirte que hoy entre sepulturas y sepulturas, entre rejas y llaves, entre pasajes y árboles, tu tumba no la he encontrado, y eso me duele, y este calor de mierda tan propio de Chillán que me asa en vida es mi infierno.

La puerta estaba junta, tuve miedo en ese mismo instante. Habíamos acordado no ir a Dichato. Nuestros padres estaban ya en la playa y habías decidido contarme algo esa tarde. Recuerdo que pasé por el centro a comprar una cajetilla de More, que tanto te gustaban y yo estaba recién comenzando a fumar. Me aferré a tus pies, y la desesperación la siento y la revivo ahora cuando tecleo este computador, tecnología que nunca llegaste a conocer y menos a los “Kings Of Convenience”, grupo que escucho de fondo ahora que he decidido deshojar parte de mi vida.

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Las mujeres no van al cementerio, no sé si lo escuché o lo leí, pero de algo estoy seguro, que lo viví, en la gran puerta de dos ambientes, donde el uso de grandes llaves y trancas era usual en aquellos tiempos, y los vidrios imitando los vitreaux, hacían las veces de segunda puerta que siempre daba a un gran pasillo; ahí estaban las mujeres de la casa, las con delantal y las rígidas estampillas descolgadas de las murallas. Las observé desde la calle, donde los hombres tomaban puesto para el cortejo, y la urna, grande, negra y sin cruz era depositada en una cureña engalanada por coronas confeccionadas en los patios. También era verano; parece que esta estación, se ha empecinado en deshojar mi árbol.

Era el primo menor. Los mayores sacaron al abuelo, sin rezos ni cruces. La cruz por siempre en la familia ha significado dolor; después comprendería, ya en la adultez, los misterios de las manos, del tránsito a pie al “templo de los muertos”, y que la ropa limpia se debe disimular con arrugas y el descanso con ausencias y que el ateísmo de mi abuelo nunca fue tal.

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Mucho tiempo después era yo el que sostenía una urna en mis manos. Me acompañaban en esta hermandad del silencio y lágrimas mis primos (también era verano) y esta vez era mi padre. También la ausencia de la cruz era notoria, qué paradoja, lo que ocultamos más se nota, pero esta vez no existían aldabas, trancas, ni puertas de vitreaux, tampoco mujeres con delantal, ni rígidas estampillas despidiendo a sus muertos desde la puerta. Tampoco existía cureña ni menos el boato silencioso de reyes sin reino. Una amiga me dijo que hace tiempo no asistía a un funeral tan democrático; supongo que por lo democrático se refería la disparidad de colores y olores, en una sociedad tan proclive a las apariencias y a los engaños sociales.

No hay nada, nada. Miraba su cuerpo cómo cambiaba de colores. Ya había comenzado el ritual, y en círculo de lágrimas despedíamos a uno de los nuestros; sus lágrimas bajaban por las mejillas, y atónito observaba cómo te despedías llorando. Quién ha observado a los suyos subir a la carroza de nubes, sabe de lo que escribo; guardo tu tibieza y lo áspero de tu barba, guardo tus manos ásperas y las aprisiono aquí en silencio en gratitud por haberme iniciado. Recuerdo cuando me tomaste las manos al verme llorar y no me preguntaste nada, lo

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sabías y me ayudaste a cruzar el río, me las tomaste ya viejo mientras la corriente era de las más bravas. Hoy comprendo la hermandad de espíritu y la recuerdo, cuando el cirio se apagó antes que te sacáramos, y tuve que invocarte en silencio para ayudarte en el viaje y todos me miraron y nadie entendió nada.

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La carta que me entregó la madre de Rodrigo siete meses después, en el mes de Julio (después he tratado de hilar estos actos con ternura), era porque ella también quería cerrar su ciclo, porque si algo tiene el tiempo es que cicatriza, y zurce cualquier herida. La carta escrita en un papel de carta, de esos con líneas, que ya no existen, escrito a mano con un lápiz azul, decía: debí conocerte antes, en otra época, con otro lenguaje, con otra ropa y con otro sexo. No debo arruinar lo diseñado por la creación, agradezco a dios porque apareciste en mi vida. He tratado de llevar virtuosamente esta relación, amado amigo, tú lo sabes o te haces el desentendido y no me entiendes y ya no puedo más, perdóname. Rodrigo.

Antes nos encontrábamos con su madre, era inevitable en este Chillán tan chico. Ella esquivaba mi miraba y no pretendía mi saludo. Derechamente me esquivaba, y yo no lo entendía: quería descubrir qué pasaba.

Un día recibí una llamada. Quería encontrarse conmigo en el cementerio, en la tumba de Rodrigo, la misma que hoy no he encontrado y que me ha provocado a escribir

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esta historia. El encuentro fue extraño. Recuerdo que ella vestía de negro, estaba delgada, muy delgada, casi no la reconocí dentro de ese ropaje suelto que se movía por el frío viento de Julio. Sus manos huesudas dejaban ver su grotesco anillo, que supongo nunca se lo sacaba, porque era lo único que la ataba a su glorioso pasado.

Toma, esto es tuyo; esa frase me golpea hasta el día de hoy, carta que simbólicamente en su tiempo no entendí y que hoy saco del recuerdo para releerla de nuevo en este Chillán afiebrado de calor con treinta y ocho grados. Al pasarme el papel, que acusaba haber sido arrugado, se puso a llorar y a gritar. Me abrazó y me pegó, pero no para agredirme, sino para simbolizar una agresión que nunca era agresión; quizás quería abrazar a su hijo. Me apretaba y se ahogaba, no sabía qué hacer. Ella lloraba, con ese llanto silencioso y seco, ese que ya no tiene lágrimas.

¿Será que D-S está entre nosotros? Ya en ese tiempo comenzaba a untar mis dedos y el movimiento separaba las hojas del gran libro que comenzaba tranquilamente su entrega. Los viejos me bañaron y limpiaron mis heridas; algunas quedan, como testigo de lo perfectible que es todo; y desnudo en la bóveda comencé a relatar

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mi historia, que al final de la tarde ya había destrozado y quemado en las llamas del candelabro.

Recién ahí entendí la simpleza y lo perfecto que es todo. Fui dejando el cuestionamiento natural de los que comienzan; el cansancio cubrió de sudor mi cuerpo, el mismo que antes había dejado en la búsqueda infructuosa de respuestas galopando en caballos alados.Aprendí a cerrar puertas pero me quedé con las llaves, las mismas que guardaron mis abuelos para un día abrir los grandes portales del conocimiento.

Terminé deshilachando cientos de delantales y ensuciando miles de guantes, para asombro de maestros que vieron en ese proceso un objetivo importante, quizás un proyecto extraordinario que alumbraba a ratos. La envidia se cruzó en mi camino pero nunca destrozó la escalera, y todos mis pensamientos rompieron ataduras. Superando límites, mi conciencia se expandió en todas las direcciones y me vi en un mundo nuevo; todas las fuerzas, facultades y talentos ocultos cobraron vida y descubrí que era una persona mejor de lo que había soñado ser, aun cuando el viento sopló en direcciones contrarias y el dibujo de la rosa de los vientos en el atrio del templo estaba casi borrada.

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¡¡¡Puto Dios, puto Dios!!!, maldije a la creación ese día. Quizás al hacerlo me maldije y al hacer público mi relato de vida me exorcizo definitivamente. Desde ese día se fueron muriendo todos, qué manera de morir jóvenes en Chillán en los ochentas. Fue una procesión que hice mía y terminé no queriendo amigos. Me fui encerrando y mi arte fue mi refugio; cuando conocía a alguien trataba de no saber más allá de lo estrictamente conveniente. Comencé a temer, no quería amar, ni menos involucrarme; un día se fueron cuatro amigos y si escribo esto es únicamente porque ese día llegué tarde al viaje.

Un día, hace años atrás, vi a Rodrigo en el centro de Chillán. Fue el mismo día en que supe que su mamá había muerto y yo me matriculaba en el último año de diseño, de eso me acuerdo bien. Yo usaba un sombrero de fieltro verde, a cuadritos; estaba en la Casa Central del IPROCH, en la Plaza de Armas, cuando veo a Rodrigo entre los alumnos. Yo estaba en la escalera mirando a la calle, bajé corriendo y casi caigo. Estaba caminando ya por la plaza, lo seguía, mi corazón saltaba y mi boca se secaba y las palpitaciones eran a mil; pensé que caería

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desmayado, y lo perdí. Terminé sentado en un banco llorando; ese día mi padre me dijo que lo acompañara a la Pedro Lagos a dar los saludos a la familia de Rodrigo, porque su madre había muerto. Habían pasado tan sólo cuatro años; mi madre me dijo que murió de tristeza.Ahí supe que de tristeza también se muere.

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Y siguió la procesión. Un día fui a despedir a otro amigo, de esos con muchos galardones terrenales, de aquellos donde los diplomas rebalsan el féretro y los discursos ya se auguraban; bueno, eso creía, pero faltaban manos para la urna. Sucedió hace años, y me ayudó a entender uno de los misterios: estamos todos unidos, enraizados, enquistados, encarnados, a pesar de la soledad.

Se acercó un mendigo que estaba en la misa. Recuerdo ese gesto, fue el más bello acto que he presenciado hasta ahora que escribo este relato. Mi amigo era así, se hermanó en la calle y su toga la paseó por todos los lugares profanos, iluminando cada rincón de esta ciudad mojigata. Una de sus parientes, ofuscada,le dijo: ¿quién eres? Como yo estaba en un lugar privilegiado, le respondí. -Un hermano viene a despedir a otro hermano, y llevó una de las manillas de la urna por el silencioso pasillo de la iglesia.

Casi todos sintieron vergüenza o pudor por lo sucedido. Yo sentí una suave y tranquila alegría; quizás esbocé una sonrisa acompañando a mi amigo por la pasarela

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de ese templo, al lado de un mendigo donde el santerio colgado de las murallas también sonreía. Y que no nos sorprenda esa escena, así debe ser la vida, sorprendente y misteriosa, dejándonos llevar por el plan divino; aprender de esos gestos que la vida nos entrega a veces para el disfrute de pocos.

Cuando parta, quiero también manillas vacías, y que ellas sean tomadas por prostitutas, mendigos, alcohólicos, enfermos de sida, drogadictos, por todos los marginados del cielo y de la tierra. No me quiero deshermanar por conveniencias y pudores, prefiero águilas con alas rotas que me enseñen la vida en las veredas, y que el manual del vuelo arrugado y en desuso que aprisionan en sus manos me lo transmitan por ser verdadero; mi amigo no estaba solo. Nunca se está solo cuando traspasas la línea imaginaria.

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Eran las 5 de la tarde y estaba solo. Los recuerdos transformados en imágenes pasaban uno tras otro. Estaba hipnotizado de dolor, era el funeral de Rodrigo, de esos funerales con color y olor a muerte, donde nada se disimula y la palada de tierra se sentía en la urna de manera ordenada, como un mantra que acompañaba las lágrimas, escuchando ese sonido con eco sobre la madera. Llegó un momento que pensé que la urna estaba vacía y que todo esto era un espectáculo al igual que la soga y la orina en los peldaños de la escalera, y que Rodrigo estaba al lado contemplando y riéndose de todos; y la palada de tierra continuaba y el sepulturero se secaba la frente con su pañuelo, era verano y Chillán ardía.

Quién no ha asistido a estos funerales donde la muerte no se maquilla con alfombras simulando pasto verde para cubrir la tierra, y la fosa se evita también con rejas pequeñas de cromo donde las cintas transportadoras del féretro simulan brazos largos de Dios. No, aquí la muerte era muerte, sabía a muerte, con olor a muerte, y dolor a muerte; aquí se lloraba, se gritaba, se clamaba a los cielos. Mi abuela (años después me contaría mi madre,

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cuando murió el tío Eliezer) se escondió en la cocina, cubrió de cenizas su cabeza y rostro, lo lloró, lo gritó y blasfemó.

Y ese llanto cubierto de cenizas que la abuela escondida rememoraba a modo de ritual, llegó como un látigo y sentencia a la vez: “las leyes “eternas” están para violentarlas, en el buen sentido; la “creación” nos entregó leyes pero nos invito a cuestionarlas. “El Eterno”, no quiere y no es su misión aceptarnos como esclavos del conocimiento. “La Luz” nos hizo a su imagen, comprenderás que no esclavos y sumisos. Ahora sigue tu camino”.

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Mi padre un año antes de morir, visitó la tumba de los abuelos, supongo que eran ellos, siempre el misterio cubrió su historia y sólo la deshojaba a ratos, cuando la palabra llegaba a modo de iluminación. Recorrió la mitad del país, y cuando llegó al lugar encontró pastizales. La reja estaba café de moho, y un grueso candado impidió el paso. La suciedad se lograba entrever desde la puerta, una ventana a modo de ojiva en su parte central estaba rota, el mierdal de las palomas inundaba la bóveda y una parte de los nichos estaba derrumbado junto a una estrella de David en el suelo; seguramente en su tiempo debe haber sido una bella tumba en el viejo patio histórico del Cementerio. No lo quise acompañar; estaba demasiado enojado, por guardar toda su vida como un secreto. Mi hermana me relató con lágrimas en los ojos su desazón y su silencio, nunca supe qué conversaron, pero me imagino el espectáculo de emociones ya que tampoco pudo abrir la puerta, la misma que no pudo abrir en toda su vida, y que por eso guardó celoso silencio. Mi padre había llevado de la casa cuatro piedrecitas del jardín que depositó en la tumba de los suyos, lo hizo desde lejos, estirando el

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brazo desde afuera y esquivando la mierda de las palomas; esos cuatro tumultos pequeños fosilizados simbolizaban sus hijos; después comprendería que nosotros no homenajeamos con flores a los que parten, pero era tarde ya, la tumba de Rodrigo estaba colmada de flores que cada Sábado deposité durante años.

De pronto alguien muere y en ese momento pensamos en la vida, amanecimos con las velas encendidas, la cama estirada, el cuerpo sin bañar y todos nuestros muertos atados por los recuerdos.

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Caminaba tranquilo. Atrás de la cureña, mis tíos, primos y los viejos venidos “de otros planetas” que desconocía, me acompañaban. Me llevaba de la mano un tío, de esos que aparecen en los casamientos y funerales, y que encuentras en las fotos viejas y nadie después recuerda; es que la familia de mi madre era muy grande. Recuerdo en esas conversaciones de tarde a una de las tías decir que en Chillán éramos todos primos. Al volver a Chillán, en los setenta, traté de rearmar esa historia. Encontré a todos muertos y los pocos pensaron que andaba detrás de herencias y fortunas. Mi madre los dejo de visitar, y el álbum familiar lo conservó una de las tías que cuidó a la abuela y que por lo general suele ocurrir. Ella guardó también los recuerdos y los secretos. Ese no fue mi caso, sólo me quedó observar de lejos las fotos viejas y rasguñar los secretos malamente y a hurtadillas.

La procesión mortuoria seguía lenta por las calles, atrás, bien atrás,los Peugeot y las citronetas, el calor de las calles de tierra y el sonido de las ruedas de la cureña. Tenía siete años y a mi abuelo lo íbamos a enterrar los hombres; los hombres lo abrazamos, los hombres lo

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bajamos y los hombres de “distintos lugares del planeta” lo invocaron. Cuando cruzamos la puerta del cementerio una cruz alta nos recibía con un Cristo doliente casi humano. Recuerdo el color de ese día, era verdaderamente negro, era el misterio de ir a enterrar a un hombre sin dios ni cruces; pero ahí estaba ese Cristo que me hablaba de mi abuelo, porque mi abuelo no era ateo como creían, era más creyente que todos los que están leyendo estas líneas.

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Atesoré como oro fino todos los cortejos y procesiones simbólicas que se fueron sumando en mi vida. Mi abuelo me inició en los misterios, logrando de esa manera que mi corazón fuera la comunicación directa con la fuente de la vida y evitar así los intermediarios opacos que aparecían torpemente. Tracé con una varilla en el patio de la casa mi propio templo, descubriendo sin maestro los destellos de una iluminación que a ratos me empequeñecía; así, pude borrar con el pie los reflejos de esa luz, que como un pergamino pirata, deshojaba cuando la tristeza llegaba.

Recuerdo nítidamente su rostro en la urna, pedí que me subieran para verlo, lo exigí. La sala era de esas grandes, que ya no existen. La urna bloqueaba la entrada a otra sala, esa parte nunca la entendí, supongo que era para que los invitados a esta ceremonia no circularan por el resto de la casa. Poco a poco fueron llegando a este caserón que posteriormente sería destruido, los hombres “del misterio” como los he atesorado de niño en mi memoria. Llegaban uno a uno, de los campos y pueblos cercanos, de la misma ciudad, rostros desconocidos que

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salían de la oscuridad a despedir a uno de los suyos en esa capilla sin cruces ni beato religioso, improvisada, en la casa, donde recuerdo que a la lámpara-lágrima suspendida cerca de la urna le faltaban dos ampolletas, como señalándonos que todo es perfectible, como la vida.

Y de esa manera fui entrando en el mayor de los misterios, mientras algunos cuchicheaban desde las ventanas, tratando de ver este espectáculo, color anaranjado, por los velones y la escasa luz.

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Encontré la cajetilla de More trajinando en los pantalones que llevaba puesto el día que Rodrigo se mató, nunca volví a ponerme esa ropa y nunca he entendido porque realicé ese ritual. Lo guardé sin querer durante tiempo, lo veía en el ropero y ahí quedaba. El pantalón era celeste de tela amasada, nunca más he visto esa tela. En ese re-descubrimiento que a ratos realizaba, me encontré con los cigarros, su cajetilla roja y letras blancas con dorado que ese día había comprado, creo que siempre supe que en el pantalón estaban, fueron el eslabón a una seguidilla de recuerdos de esa tarde.

Tomé sus piernas y lo empujaba hacia arriba y se encorvaba, su cuerpo todavía estaba tibio. Desesperado subí las escaleras para tratar de desanudar el cordel; era imposible, el peso de su cuerpo impedía cualquier acción tardía. Su cara estaba más oscura de lo normal, sus ojos cerrados y la lengua asomaba por su boca simulando una mueca que entre nervios veía como sonrisa. Yo estaba helado y transpiraba, luego comprendería que ya era diabético. Afuera Chillán vivía tranquilamente su siesta de Enero y no lo podía desanudar. No entendía

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nada, cómo lo había hecho, si no había ninguna silla que lo hubiese sostenido; Rodrigo se había tirado del segundo piso, eso ya era una realidad.

Soñé durante años, y las pesadillas fueron recurrentes. Siempre el motivo era saber qué sintió en ese momento:¿desesperación? ¿arrepentimiento? En este momento tengo las manos en mi cuello y ojeo mentalmente la escalera de la Pedro Lagos y ese calor sofocante de Enero, muy igual a éste que me anuda a mucha tristeza.

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Subí rápidamente al segundo piso y como no tuve la oportunidad de saber las verdades de fuentes originales, sólo me quedó descubrir los secretos y deducirlos revisando álbumes y uniendo conversaciones de verano de los primos y las visitas. Nadie sabía que entre mentiras y verdades había cedido inocentemente la nana vieja de la casa, que pensó que como todos, estaba al tanto de los “secretos a voces” que a hurtadillas paseaban por los pasillos de la casa y del campo; quizás la pueda entender por estar tan acostumbrada a guardar secretos que a veces se derrumban ante el ingenio de los más jóvenes.

A veces los años y silencios, como las pausas en las conversaciones que siempre encuentran un agujero abismal entre las generaciones, hacen sin querer un buen detective en las familias. Cuando ordené los hilos, estabas agonizando, lleno de tubos y sondas, pero sabía que estabas vivo y escuchabas, y no te ibas a ir de este mundo con el recuerdo inocente que hipócritamente sellaste como perfecto ante todos. Abajo la familia reunida desconocía el rito que estaba por comenzar.

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Lloraste al descubrir que estaba al tanto de todo y rogaste que no siguiera rasguñando el pasado, pero todo había comenzado muchos años atrás en los tiempos que los campos eran potestades, el látigo funcionaba y los curas heredaban las confesiones que por dinero sellaban.

Y ahí estabas, y te até para siempre en los clavos de la casa, en cada peldaño, en cada aldaba, en cada tabla agujereada sellé tu alma, quebré tu Cristo en esa cama histórica y traicionera, lo hice por el látigo que sólo tu manejaste con la maestría del diablo y por la simiente que derramaste en nuevas camas.

Hoy tu tumba es seca y fea, como deben ser las tumbas, con fotografía de muerte, con tu fotografía de vida plasmada en esa loza de muerte y jarros con aguas hediondas por lluvias pasadas. Un día sentí tristeza de ver esa tumba profanada, porque igual te visito, porque eres parte de mis muertos. Alguien había alterado en la noche tu morada y la cruz de esa cristiandad mal concebida estaba rota, bien rota, y en un acto de maldad o de pena fui a comprar una a un negocio de chinos, era lo que te merecías, una cruz de plástico, fea, ridícula, amorfa, con un Cristo de ojos rasgados y de piel casi amarilla, una simulación fea de como lo fue tu vida.

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Nadie sabe, hasta el día de hoy, que revelo estos escritos, que el cura que venía a confesarte lo atrasé como pude, aunque no creo en esas confesiones; no quería que tuvieras esa paz ficticia aunque fuera de mentira. Cuando llego tu salvación ya estabas muerto, y quizás por eso transitas por los escalones de la casa, y el moho crece en las murallas y el frio se apoderó para siempre de tu recuerdo.

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Un día fui asaltado, fue mi primer encuentro con la marginalidad, donde el cuchillo improvisado desnudó para siempre mi seguridad, esa que ya comenzaba a perderse con la partida de Rodrigo, partida que se fue sumando a la de muchos que como autómata fui despidiendo en el cementerio local. Ya en ese tiempo fumaba, me inicié con la cajetilla de Rodrigo, esa que un día encontré en los pantalones guardados.

Traté durante mucho tiempo de racionalizar el acto del suicidio, de entenderlo, de vivirlo, qué había sentido Rodrigo en esa tarde de Enero y como un acto de religar fui haciendo mis propias plegarias que un día olvidé o se durmieron.

He tenido pensamientos recurrentes de verme colgado, tratando de zafarme de ese cordel que me aprieta y no puedo respirar, las imágenes se suceden, es mi vida la que se agolpa en unos segundos. Me ahogo, no puedo devolver la expiración, me ahogo, me asusto, pataleo, mis piernas no llegan al suelo, trato desesperadamente de asirme a algo, pero estoy en el aire, pienso en mi

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madre, en todos. Ya no siento nada, sólo miedo, mucho miedo; trato de mirar alrededor y un pito aturde mis sentidos. Trato de meter los dedos por el cordel, en ese espacio que puede significar todo, pero no puedo, ya no lo consigo.

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Me hice amigo de brujos y magos, de putas e iconoclastas. Marginé la vida al máximo, rajé mi pecho para que sangrara de una vez por todas y saliera de este entierro en vida, porque eso era, un muerto en vida que vagó por las noches con la maldición de haber descifrado códigos tempranamente y buscando de manera solitaria a Rodrigo.

Un día me encontré en la calle con las piernas destrozadas. Visité los verdaderos pasillos y fui tejiendo hermanamientos disímiles, bellos y verdaderos; capaces de agachar de pudor a falsos amigos que optaron por retirarse a sus "guaridas". Estreché brazos eternos y fui danzando al compás del plan divino, aquel que no tiene pautas ni método. Aprendí a viajar sin plan de ruta. Sin querer dejé capas en dos lugares y mi bóveda iniciática fueron los amaneceres.

Hoy, al revisar mis cicatrices y el imaginario de fragmentos que llegan como sinopsis, me empeño rabiosamente en unirlos, pero no se puede. Desperté angustiado en camas ajenas y en veredas soleadas, y si

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hoy cuento mis verdades con crudeza y hermosura, no es de exhibicionista, sino para iluminar a tantos desde mis imperfecciones.

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En sus funerales encontré puros desconocidos. Al mirar en retrospectiva esa mañana, me di cuenta que caminaba solo. Ya en esa época comenzaba a devorar bibliotecas completas y a viajar por túneles alumbrados con antorchas. Me rodeé de viejos maestros que me enseñaron todos los secretos de la noche y pude cruzar sin ánimo de polemizar el tiempo. Podía estar aquí y allá. A veces, lo confieso, tenía miedo, pero me arriesgaba; tomé el elixir de la vida y la ambrosía refrescó mis noches. Cuando llegaban los amaneceres arrancaba y en más de una ocasión desperté apurado en calles desconocidas, con los pies sucios y el pecho agitado.

Algunas familias cultivan el derecho a la privacidad, pero no se dan cuenta que existe otra familia, la fuerte e indisoluble, de bautas y antifaces que en en cofradías nos robamos sus muertos, los invocamos y los entregamos después al universo.

Cuando murió la madre de Rodrigo y abrieron la tumba, recuerdo que llegué antes, quería verlo todo. Ahí estaba su urna, completa y ahuecada, no hubo reducción, porque

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en los casi dos metros, los sepultureros consideraron que otro féretro reposaría correctamente; las improvisaciones de las antiguas inhumaciones. Y el calendario seguía deshojándose y yo parado inmutable. Tiempo después, ocurrirían tres funerales el mismo día. Los cuerpos estaban diseminados en la carretera y entre los fierros; la pala forense ordenó carne y huesos. Cuando recibí el llamado, me lavé tranquilamente. La procesión continuaba, dejé las sábanas y fui al encuentro de uno de los últimos espectáculos; desde ese día no quise tener más amigos. Camino rodeado de fantasmas y tengo miedo cuando alguien golpea la puerta.

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Recuerdo haber llorado en el bus, mirando por la ventana, en el momento que partía de mi pueblo; aunque era tan sólo un niño adivinaba que no volvería. Me llevé el viento y a todos mis amigos en mi bolso de viaje. Llevé mi calle y durante años soñé que volvía. Regresé veinte años después y encontré la casa con las mismas cortinas, anaranjas y floreadas, como dándome la bienvenida de un viaje que nunca debí hacer.

Suelo volver y abrir puertas de forma sigilosa. No me ven, ahí está el caballo rojo con blanco y los patines junto a la caja de juguetes iluminada por el sol que entra casi con cuidado desde la ventana. Dejé mis imágenes, fragmentos de una película sin editar, para ser completadas con mis cenizas algún día. Dejé mi desayuno inconcluso, mis amigos todavía me esperan, mi cama está tibia.

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Seguimos a pie, en grupos o solos, siempre solos, siempre solos. No existe ruido, el pueblo está en silencio, ni los gorriones están con vida. El ruido de las carretas y carretones cada cierto tiempo se interrumpe por el de los camiones repletos de historias que nunca serán contadas. Yo por lo menos puedo llevar a mi madre y mis hermanos en esta procesión que todavía dura años, el camino es de tierra y huevillo, las calles llenas de escombros y las grietas hieren a familias enteras.

Tan rápido fue todo que no he tenido tiempo de llorar. Mis manos las llevo heridas, porque he tenido que rasguñar la tierra y amoldar los cuerpos de los míos a mis brazos calientes, sudados, sucios y llagados. No me he cansado de cerrar tantos ojos y blasfemar. Todavía siento las campanas de la única iglesia que quedó en pie y me recuerda con su martilleo sádico las horas de la humillación.

El día sigue nublado, supongo que por el polvo suspendido en una ciudad en ruinas. El sol tenue entre nubes y polvo, quizás también triste y acompañando

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con su calor a los que nos cruzamos cabizbajos y silenciosos en esta procesión sin lágrimas, que entre tablas y sábanas caminamos al cementerio local.

La tierra fue abierta palada por palada. Más allá del canal la máquina abría la gran fosa que recibiría a miles sin nombre, cuerpos y cal, cuerpos y cal, así como un dibujo o una estrofa dibujada a la fuerza en ese verano sin nombre que como un arrebato traumó a una ciudad entera. Los sacerdotes pasean como anestesiados entre los sepulcros; cientos se abrieron y cerraron, pero uno largo se mantuvo durante tiempo en el constante de abrir y cerrar, llenar y tapar. Hoy una escultura de una mujer llorando cierra testimonialmente la tumba de miles que esa noche subieron a las nubes.

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¿A que venimos a la vida?a vencer a la muerte.

Los niños siempre fueron los únicos que me vieron, los bebes reían y las madres sentían escalofríos cuando las traspasaba; bueno, ellas no veían nada, nada de nada.Bastaron tres segundos en que no me vi en el espejo. Una fracción de tiempo fue suficiente para darme cuenta que algo ocurría; supongo que así debe ser para los que quedamos un tiempo atrapados en esta bóveda terrena, entre vivos y no vivos, entre muertos y no muertos.

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