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Katherine Anne Porter PÁLIDO CABALLO, PÁLIDO JINETE 1

Porter, PáLido Caballo, PáLido Jinete

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Katherine Anne Porter

PÁLIDO CABALLO, PÁLIDO JINETE

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En sueños supo que estaba en su cama, pero no la cama donde se había acostado unas horas antes, y el cuarto no era el mismo, era un cuarto que había conocido en alguna parte. Sentía el corazón como una piedra sobre el pecho, no dentro de ella; el pulso se le aflojaba y detenía, supo que algo extraño iba a suceder, mientras el viento fresco del amanecer soplaba a través de las rejas, las estrías de luz eran azul oscuro y la casa entera roncaba en sueños.

Ahora debo levantarme e irme mientras todos están durmiendo. ¿Dónde están mis cosas? Las cosas tienen una voluntad propia en este lugar y se esconden donde quieren. La luz del día asestará un golpe repentino al techo levantándolos a todos; habrá caras inquisitivas. ¿Adónde vas, Qué haces, Qué estás pensando, Como te sientes, Por qué dices esas cosas, Qué quieres decir? Basta de dormir. ¿Dónde están mis botas y que caballo montaré? Fiddler o Graylie o Miss Lucy con su hocico largo y su mirada maligna. Cómo he amado esta casa por las mañanas antes que todos estemos despiertos y enredados como líneas de pesca mal arrojadas. Demasiadas personas han nacido aquí, y han llorado demasiado aquí, y han reído demasiado, y se han enfadado y ofendido demasiado unos con otros aquí. Demasiados han muerto ya en esta cama, hay demasiados huesos ancestrales apoyados en las repisas, ha habido demasiados antimacasares en esta casa, dijo en alta voz, y oh, qué acumulación de polvo anecdótico que nunca pudo tener paz por un momento.

¿Y el forastero? ¿Dónde está ese forastero verdoso y flaco que recuerdo merodeando por el lugar, bien recibido por mi abuelo, mi tía abuela, mi prima lejana, mi sabueso decrépito y mi gato plateado? ¿Por qué les caía tan bien? ¿Y dónde están ellos ahora? Pero a él lo vi pasar frente a la ventana al caer la noche. ¿Qué tenía yo en el mundo además de ellos? Nada. Nada es mío, sólo tengo nada pero es suficiente, es bello y es todo mío. ¿Me cubro siquiera con mi propia piel o es algo que pedí prestado para tapar mis pudores? El caballo que pediré prestado para este viaje no pienso quedarme con él, Graylie o Miss Lucy o Fiddler, que puede saltar zanjas en la oscuridad y sabe cómo ponerse el bocado entre los dientes. El amanecer es lo mejor para mí porque los árboles son árboles de una pincelada, las piedras son piedras tiradas sobre matices que son hierba, no hay formas ni sospechas falsas, el camino aún está dormido con la capa de rocío intacta. Llevaré a Graylie porque no tiene miedo de los puentes.

Ven ahora, Graylie, dijo ella, llevándolo de la brida, debemos correr más rápido que la Muerte y el Diablo. Ustedes no sirven, dijo a los otros caballos, que estaban ensillados ante la puerta del establo, entre ellos el caballo del forastero, gris también, con hocico y orejas manchadas. El forastero montó junto a ella, se inclinó y la miró sin propósito especial, la mirada fija y ciega de la malicia indiferente que no hace amenazas y puede tomarse su tiempo. Ella hizo girar abruptamente a Graylie, lo espoleó. El brincó sobre el seto de rosas y la zanja angosta y el polvo del camino voló pesadamente bajo sus cascos trepidantes. El forastero cabalgó junto a ella, con soltura y naturalidad, las riendas flojas en la mano entreabierta, erguido y elegante con sus ropas oscuras y raídas que le flameaban sobre los huesos; la cara pálida parecía sumida en un trance maligno, no la miraba a ella.

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Ah, he visto antes a este individuo, conozco a este hombre pero no sé de dónde. No es un extraño para mí.

Azuzó a Graylie, se paró en los estribos y gritó: ¡No iré contigo esta vez... cabalga! Sin detenerse ni volver la cabeza, el extraño siguió cabalgando. El costillar de Graylie palpitaba debajo de ella, sus propias costillas subían y bajaban, Oh, por qué estoy tan cansada, debo despertar.

—Pero antes quiero soltar un buen bostezo—dijo, abriendo los ojos y desperezándose—, un poco de agua fría en la cara, pues de nuevo estuve hablando en sueños, me oí pero no sé qué decía.

Despacio, a regañadientes, Miranda salió centímetro por centímetro de la fosa del sueño, esperó aturdida a que la vida empezara de nuevo. Una sola palabra le retumbaba en la mente, un gong de advertencia, recordándole para todo el día lo que olvidaba felizmente en sueños, y sólo en sueños. Guerra, decía el gong y ella meneaba la cabeza. Mientras hamacaba los pies con las pantuflas colgadas de los dedos, recordó como toda clase de personas se sentaban en su escritorio en la oficina del diario. Todos los días encontraba a alguien allí, sentado en el escritorio y no en la silla, meciendo las piernas, la mirada perdida, lleno de problemas importantes, acechando para saltar sobre una cuestión u otra.

—¿Por qué no se sientan en la silla? ¿Tendré que poner un letrero que diga: "Por amor de Dios, siéntense aquí"?

Lejos de poner un letrero en la silla, ni siquiera miraba de mal modo a sus visitantes. En general ni reparaba en ellos, hasta que la determinación de que los vieran superaba su determinación de no verlos. El sábado, pensó, cómodamente tendida en la bañera con agua caliente, será día de pago, como siempre. O espero que siempre. Sus pensamientos vagaban brumosamente en un esfuerzo continuo por aglutinar y unir con firmeza las perturbadoras contradicciones de su existencia cotidiana, donde la supervivencia, veía con claridad, se había convertido en una serie de hazañas de prestidigitación. Debo —veamos, ojalá tuviera papel y lápiz—, bien, suponga que al fin pagué cinco dólares por un Bono de la Libertad no pude remediarlo. O tal vez sí. Dieciocho dólares por se mana. Tanto por el alquiler, tanto por la comida, y además me propongo tener algunas cosas, por el valor de cinco dólares. Eso me dejará veintisiete centavos. Supongo que me las arreglaré. Supongo que debería preocuparme. Estoy preocupada. Muy bien, estoy preocupada. ¿Y ahora que? Veintisiete centavos. No está tan mal. Pura ganancia, en realidad. Si de golpe me aumentaran a veinte me quedarían dos dólares y veintisiete centavos. Pero no me aumentarán a veinte. En realidad me echaran si no compro un Bono de la Libertad. No puedo creerlo. Le preguntaré a Bill. (Bill era el jefe de noticias locales.) Me preguntó si una amenaza como esa no equivale a un chantaje. No creo que ni siquiera un miembro de la Comisión Lusk pueda salirse con ésa.

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Ayer habían sido dos pares de piernas colgando, a cada lado de la máquina de escribir, ambos pares enfundados en embudos de genero oscuro y costoso. Notó desde cierta distancia que uno de ellos era maduro y otro más joven; ambos tenían un aire rancio de importancia prestada que aparentemente habían conseguido en el mismo lugar. Estaban demasiado bien alimentados y el másjoven usaba un bigotito cuadrado. Siendo lo que eran, no podían tener intenciones agradables. Miranda saludo con una inclinación de cabeza, aparto su silla y sin quitarse el sombrero ni los guantes hurgo en una pila de cartas y hojas del escritorio como si no tuviera un momento que perder. Ellos no se movieron, ni se quitaron el sombrero. Por ultimo ella dijo "Buenos días" y pregunto si la esperaban a ella.

Los dos hombres se levantaron del escritorio, dejando algunos papeles arrugados; el mayor le pregunto por que no había comprado un Bono de la Libertad. Miranda lo miro entonces y tuvo una mala impresión. Era un individuo de cara fruncida y boca gruesa, con ojos pequeños y opacos, y Miranda se pregunto por que casi todos los seleccionados para trabajar por la guerra dentro del país pertenecían a esa especie. El podía ser cualquier cosa, pensó Miranda; agente publicitario de un espectáculo ambulante, promotor de una compañía petrolera, ex cantinero anunciando la inauguración de un nuevo cabaret, vendedor de automóviles, el seguidor de cualquiera de esas vocaciones arteras y azarosas. Pero ahora era un Patriota que trabajaba para el gobierno.

—Mire—le dijo—, usted sabe que hay una guerra, ¿o no?

¿Esperaba una respuesta a eso? Cállate, se dijo Miranda a sí misma, esto tenia que ocurrir. Tarde o temprano sucede. Conserva la sangre fría. El hombre la encañonó con el dedo.

—¿Lo sabe?—insistió, como si reprendiera a un niño obstinado.

—Oh, la guerra—repitió Miranda con voz aguda y casi le había sonreído. Era habitual, automático, ofrecer esa sonrisa solemne, místicamente elevada, cuando se decían las palabras o se las oía decir. C'est la guerre, pudieras pronunciarlo o no, era aun mejor, y siempre, siempre, te encogías de hombros.

—Sí —dijo el másjoven de un modo desagradable—, la guerra.—Miranda, sorprendida por el tono, lo miró a los ojos; la mirada de él era realmente de piedra, pérfidamente fría, la mirada que podías encontrar detrás de una pistola en una esquina desierta. Esta expresión daba un significado temporario a un conjunto de facciones por lo demás anónimas, la cara de esos hombres que no tienen ocupaciones propias.— Estamos en guerra, algunas personas compran Bonos de la Libertad y otras no parecen dispuestas a ello—dijo—. A eso nos referimos.

Miranda frunció el ceño nerviosa, los filosos comienzos del miedo.

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—¿Ustedes los venden?—pregunto, quitando la cubierta de la maquina de escribir y poniéndola de nuevo. —No, no los vendemos—dijo el hombre mayor—. Sólo le preguntamos por que no compró usted uno.—La voz era persuasiva y ominosa.

Miranda empezó a explicar que no tenía dinero y no sabía dónde encontrarlo, cuando el hombre mayor la interrumpió:

—Esa no es excusa, en absoluto, y usted lo sabe, cuando los alemanes asolan la devastada Bélgica.

—Cuando nuestros muchachos norteamericanos pelean y mueren en el Bosque de Belleau—dijo el más joven—, cualquiera puede juntar cincuenta dólares para ayudar a derrotar a los boches.

—Gano dieciocho dólares por semana y ni un centavo más —se apresuró a decir Miranda-. No puedo comprar nada.

—Puede pagarlo a razón de cinco dólares por semana—dijo el hombre mayor (se habían quedado allí, mascullando sobre su cabeza)—como muchos otros empleados de esta oficina, y de muchas otras oficinas.

Miranda, desesperadamente muda, pensó: "¿Y si no fuera cobarde, y dijera lo que realmente pienso? ¿Y si dijera al demonio con esta guerra sucia? Y si le preguntara a este matón por que no se está pudriendo en el Bosque de Belleau. Ojalá estuviera..."

Se puso a arreglar sus cartas y papeles, los dedos se le negaban a asir bien las cosas. El hombre mayor siguió endilgándole su pequeño discurso prefabricado. Era difícil, por supuesto. Todos estaban sufriendo, naturalmente. Todos tenían que arrimar el hombro. Pero además, un Bono de la Libertad era la inversión más segura que podía hacerse. Era como tener el dinero en el banco. Desde luego. El gobierno lo respaldaba. ¿Que lugar era más apropiado para invertir?

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Miranda—, pero no tengo dinero para invertir.

Y desde luego, continuó el hombre, no era que sus cincuenta dólares fueran a significar una gran diferencia. Era sólo una demostración de buena fe. Una demostración de buena fe de que ella era una norteamericana leal cumpliendo con su deber. Y la cosa era tan segura como una iglesia. Vaya, si él tuviera un millón de dólares se alegraría de poner hasta el ultimo centavo en esos Bonos...

—No puede perder comprándolos—dijo, casi benévolamente—, y puede perder mucho si no los compra. Recapacite. Es usted la única de esta oficina que no ha colaborado. Y todas las empresas de esta ciudad han colaborado cien por cien. En el Daily Clarion a nadie hubo que pedirle dos veces.

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—Allá pagan mejor—dijo Miranda—. Pero la semana próxima, si puedo... La semana próxima.

—Procure hacerlo—dijo el más joven—. Esto no es broma.

Se marcharon, pasando frente al escritorio de Sociales, frente al escritorio de Bill el encargado de Noticias Locales, frente al largo escritorio donde el viejo Gibbons pasaba toda la noche gritando esporádicamente "¡Jarge! ¡Jarge!", y el aprendiz venía volando. "Nunca digas gente cuando quieres decir personas —el viejo había aleccionado a Miranda, "y nunca digas prácticamente, di virtualmente, y por amor de Dios mientras yo este en este escritorio no uses ningún barbarismo en ninguna circunstancia. Ahora estás educada, ya puedes irte."

Al llegar a la escalera los inquisidores se habían detenido haciendo gala de orgullo y vanagloria, encendiendo cigarros y calándose el sombrero con más firmeza sobre los ojos.

Miranda cambió de posición en el agua tibia y deseó poder dormirse allí, para despertar sólo cuando fuera hora de dormirse de nuevo. Tenia una jaqueca lenta y quemante; la noto ahora, recordando que se había despertado con jaqueca y que en verdad le había empezado la noche anterior. Mientras se vestía trató de rastrear la insidiosa carrera de esa jaqueca, y le pareció razonable suponer que había empezado con la guerra.

—He tenido jaquecas, de acuerdo, pero no como esta.

Ayer, después que los representantes del Comité se hubieron marchado, ella había ido al vestuario y se había encontrado con Mary Townsend, la redactora de Sociales, un poco histérica por algo. Estaba sentada en el borde del destartalado sillón de mimbre con protuberancias en el centro, tejiendo algo de color rosa. De vez en cuando dejaba el tejido, se tomaba la cabeza entre ambas manos y se hamacaba diciendo "Dios mío" con una voz sorprendida e inquisitiva. Su columna era apodada Chismes de Pueblo, y todos la llamaban Towney*. Miranda y Towney tenían muchas cosas en común y se tenían afecto. Ambas habían sido verdaderas reporteras en un tiempo; las habían mandado juntas para "cubrir" la fuga escandalosa de una pareja; después no había habido matrimonio, a pesar de todo y la muchacha aprehendida, con la cara hinchada, estaba sentada junto a la madre, quien gemía constantemente bajo un montículo de sabanas. Ambas habían llorado a moco tendido e implorado a los reporteros que suprimieran lo peor de la historia. Ellas lo habían suprimido y el diario rival lo publicó todo el día siguiente. Miranda y Towney sufrieron juntas el castigo y fueron públicamente degradadas a tareas rutinarias, una a Espectáculos, la otra a Sociales. Tenían en común el hecho de que ninguna de las dos entendía de que otro modo podían haber actuado y sabían que el resto del personal las consideraba tontas... buenas muchachas, pero tontas. Al ver a Miranda, Towney dio rienda suelta a su furia.

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—No puedo hacerlo, jamás podré juntar el dinero, se los dije, no puedo, pero se negaron a escucharme.

—Sabia que yo no era la única persona de aquí que no podía juntar cinco dólares—dijo Miranda—. Yo también les dije que no podía... y no puedo.

—Dios mío—dijo Towney, con la misma voz—, me dijeron que perdería el empleo...

—Hablare con Bill—dijo Miranda—. No creo que El lo haga.

—No depende de Bill—dijo Towney—. Tendría que hacerlo si lo presionaran. ¿Piensas que podrían encarcelarnos?

—No se—dijo Miranda—. Si lo hacen, no estaremos solas. —Se sentó junto a Towney y se aferro la cabeza.—¿Para qué soldado estás tejiendo eso? Es un color vivo, debería alegrarlo.

—¡Demonios!—dijo Towney, moviendo de nuevo las agujas—. Estoy haciendo esto para mi misma. Eso es todo.

—Bien—dijo Miranda—, no estaremos solas y nos pondremos al día con el sueño.—Se lavó la cara y se maquillo de nuevo. Sacando guantes grises y limpios del bolsillo salió para reunirse con un grupo de mujeres jóvenes recién salidas de los bailes de clubes campestres, el bridge de la mañana, el bazar de caridad, los talleres de la Cruz Roja, que estaban hasta la coronilla de buenas acciones. Ofrecían bailes y recaudaban dinero, y con el dinero compraban cantidades de golosinas, frutas, cigarrillos y revistas para los hombres internados en hospitales militares. Con este botín ahora se ponían en marcha, una alegre procesión de coches potentes y rostros de colores brillantes para alentar a los valientes muchachos que ya, bien podía decirse, habían caído en la defensa de su patria. Debía ser terrible para ellos, pobrecitos, estar varados allí cuando todos se desvivían por cruzar el océano y llegar a las trincheras cuanto antes. Si, y algunos de ellos son realmente atractivos, no sabia que había tantos hombres guapos en este país. Santo cielo, dije, ¿de dónde vienen? Bien, querida, puedes hacerte esa pregunta, quien sabe de donde vinieron. Tienes mucha razón, mi modo de verlo es este, debemos hacer todo lo posible para contentarlos, pero mi límite está en hablar con ellos. Dije a las cuidadoras en esos bailes para reclutados, Bailaré con ellos, con cada imbécil que me lo pida, pero no hablaré con ellos, dije, aunque estemos en guerra. Así que baile cientos de kilómetros sin abrir la boca excepto para decir, Por favor aparta esas rodillas. Me alegra que hayamos terminado con esos bailes. Sí, y de cualquier modo los hombres dejaron de venir. Pero escucha, he oído que muchos de los reclutados vienen de muy buena familia; no soy buena para pescar apellidos, y los que pesque nunca los había oído antes, así que no se... pero opino que si vinieran de buenas familias una se daría cuenta, ¿verdad? Es decir, si un hombre es bien educado no te pisa los pies, ¿verdad? Eso no, al menas A mí me arruinaban un par de sandalias en cada uno de esos bailes. Bien,

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creo que toda la vida social se ha deteriorado mucho últimamente. Creo que todas deberíamos ponernos nuestra cofia de la Cruz Roja y usarla mientras dure la guerra...

Miranda, llevando su canasto y sus flores, entro junto con las mujeres jóvenes, que se dispersaron y se precipitaron en la sala del hospital soltando risas aniñadas y presuntamente alegres, pero con una vibración hosca y deliberadamente calculada para congelar la sangre. Turbada por la idiotez de su misión, camino de prisa entre las largas hileras de camas altas, puestas pie contra pie con un pasillo entre ellas. Los hombres, un conjunto selecto y presentable, las sabanas hasta la barbilla, no enfermos de gravedad, estaban aburridos e inquietos; casi todos estaban dispuestos a entretenerse con cualquier cosa. La mayoría tenia vendajes pintorescos en el brazo o la cabeza. Los que no estaban visiblemente heridos invariablemente contestaban "Reumatismo" si alguna muchacha imprudente—a quien le habían advertido solemnemente que nunca hiciera esa pregunta lo olvidaba— preguntaba a un hombre cual era su enfermedad. Los afables y ansiosos pacientes, riendo y llamando desde sus camas duras y angostas, se vieron pronto rodeados. Miranda, con su ramillete medio marchito y su canasta de dulces y cigarrillos, miró en torno, captando la mirada hostil y rencorosa de un joven tendido boca arriba, la pierna derecha enyesada y colgada de una polea. Se detuvo al pie de la cama y siguió mirándolo. El le respondió con una cara inmutable y feroz. No quiero nada, gracias y al cuerno con todo esto, decían claramente esos ojos, tenga la bondad de llevarse esas porquerías de mi cama. Miranda había apoyado la canasta inclinándose para dejarla en un lugar donde él pudiera alcanzarla si quería. Después de dejarla no se animó a levantarla, y ruborizándose se alejó de prisa, por el largo corredor y salió al fresco sol de octubre, donde las barracas sórdidas y toscas bullían con una vida zumbona y sin propósito. Acercándose a una ventana miró adentro para espiar al soldado. Tenia los ojos cerrados, las cejas contraídas con gesto amargo. No podía localizarlo, no podía imaginar de donde venía ni qué clase de individuo habría sido "en la vida", se dijo a sí misma. La cara era joven y las facciones marcadas y sencillas, las manos no eran manos de obrero pero tampoco estaban manicuradas. Eran manos nobles, serviciales y bien formadas, que descansaban sobre la manta. Penso que solo ella podía tener la suerte de encontrarse con ese personaje en vez de un cachorro jovial y hambriento feliz de recibir un bocado y un poco de charla. Es como doblar la esquina, se dijo, absorta en tus pensamientos dolorosos y toparte cara a cara con tu propio estado mental encarnado.

—Mis propios sentimientos sobre todo esto, hechos carne. Nunca más vender aquí, esto no debe hacerse. Esto es repugnante —se dijo sin rodeos—. Justo a mi tenía que tocarme —añadió, sentandose en el asiento trasero del coche donde había venido—. Lo tengo merecido porque lo sabía.

Otra muchacha salió con aire fatigado y se sentó junto a ella. Al cabo de una pausa, la muchacha comento, desconcertada:

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—En realidad no sé para qué sirve. Algunos no quieren aceptar nada. No me gusta esto. ¿Y a ti?

—Lo odio—dijo Miranda.

—Pero supongo que debe hacerse—dijo la muchacha, cautelosamente.

—Tal vez—dijo Miranda, poniéndose cautelosa también.

Eso había sido ayer. A esta altura Miranda decidió que no servía de nada pensar en ayer, excepto por la hora después de medianoche que había pasado bailando con Adam. Pensaba tanto en el que rara vez notaba cuando lo evocaba directamente. Su imagen siempre estaba presente en mayor o menor grado, a veces estaba más cerca de la superficie de sus pensamientos, los más gratos, los únicos pensamientos gratos que en verdad tenia. Se examino la cara en el espejo entre las ventanas y decidió que su inquietud no era solo imaginaria. Durante tres días por lo menos se había sentido rara y su expresión era poco familiar. Suponía que de algún modo tendría que juntar esos cinco dólares, de lo contrario podía suceder cualquier cosa. Estaba acostumbrada a historias de desastre personal, de acusaciones ultrajantes y penalidades extraordinariamente severas que habían crecido monstruosamente a partir de incidentes apenas más importantes que su incapacidad—su negativa—para comprar un Bono. No, no tenia buen aspecto, tan arrebatada y brillosa; hasta parecía que el pelo había resuelto crecer en dirección contraria. Debo buscar una solución, no puedo permitir que Adam me vea así, se dijo, sabiendo que en ese preciso momento el estaría esperando que ella hiciera girar el picaporte y estaría en el pasillo o en el porche cuando saliera, como si fuera una coincidencia. El sol del mediodía arrojaba sombras frías y transversales en el cuarto donde, se dijo, supongo que vivo; este día empieza mal, pero todos empiezan mal ahora, por una razón u otra. Adormilada, se echo perfume en el pelo, se puso el gorro de piel y el abrigo—ahora en su segundo invierno, pero todavía en buenas condiciones, aun cómodos para usar—felicitándose una vez más por haber pagado por ellos una suma exorbitante. Los había disfrutado todo este tiempo y, en todo caso, ahora tampoco habría tenido el dinero. Tal vez pudiera ingeniárselas con ese bono. No podía encontrar la cerradura sin agacharse para buscarla, luego titubeó un instante poseída por la idea de que había olvidado algo que más tarde extrañaría terriblemente.

Adam estaba en el pasillo, a un paso de su propia puerta; se volvió como sorprendido de verla.

—Hola —dijo—. Hoy no tengo que volver al cuartel después de todo... ¿no es una suerte?

Miranda le sonrío alegremente porque siempre le agradaba verlo. Vestía el uniforme nuevo, y era todo oliva y bronce y marrón, color heno y color arena del pelo a las botas. Ella volvió a notar que el siempre empezaba por sonreírle; luego la sonrisa se esfumaba gradualmente; los ojos es fijaban y concentraban como si

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estuviera leyendo con mala iluminación. Salieron juntos al hermoso día de otoño, triturando las hojas brillantes y frágiles con los pies, alzando la cara a un cielo generoso, realmente azul y despejado. En la primera esquina aguardaron el paso de una procesión fúnebre. Los deudos iban firmes y erguidos, como orgullosos de su dolor.

—Supongo que llegare tarde—dijo Miranda—, como de costumbre. ¿Qué hora es?

—Casi la una y media—dijo él, alzándose la manga con un exagerado movimiento del brazo. Los soldados jóvenes aun tenían sus reservas sobre los relojes de pulsera. Los que Miranda conocía eran muchachos de pueblos del sur y el sudoeste, lejos de la zona atlántica, y siempre habían creído que solo los maricas usaban reloj de pulsera. "Te daré una bofetada en el reloj de pulsera", le decía un comediante a otro, y la broma siempre surda efecto, no pasaba de moda.

—Creo que es un modo muy sensato de usar un reloj—dijo Miranda—.

No tienes por qué sonrojarte. —Estoy casi acostumbrado a el—dijo Adam, que venía de Texas—. Nos han repetido una y otra vez que todos los viriles integrantes del ejército regular los usan. Son los horrores de la guerra—dijo—. ¿Estamos desalentados? Admito que sí.

Eran los lugares comunes del momento.

—Se te nota —dijo Miranda.

El era alto y de hombros musculosos, de cintura y flancos angostos; una infinidad de botones, correas y arneses lo sujetaban a un uniforme tan tosco y severo en el corte como un chaleco de fuerza, aunque la tela era fina y flexible. Se hacía confeccionar los uniformes por el mejor sastre que podía encontrar, le confío a Miranda un día cuando ella le comento qué guapo estaba con su nuevo traje de soldado.

—Pero no puedes hacer mucho con este diseño—le dijo—. Es lo menos que puedo hacer por mi amado país, no andar por allí con trazas de vagabundo.

Tenia veinticuatro años y era teniente segundo de un Cuerpo de Ingenieros, de licencia porque su grupo pronto sería enviado al frente.

—Vine para hacer mi testamento—le dijo a Miranda— y conseguir una provisión de cepillos de dientes y hojas de afeitar. ¿Por que golpe de suerte—le pregunto—supones que elegí tu casa de pensión? ¿Como supe que estabas allí?

Caminando al mismo paso, las botas fuertes, lustradas y elegantes plantadas con firmeza junto a los zapatos de gamuza negra y suela delgada, postergaron todo lo posible el final de ese momento compartido y mantuvieron como pudieron esa charla superficial que iba de aquí para allá como pequeños surcos abiertos en la

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corteza exterior del cerebro, cosas que podían decirse y oírse con tranquilidad y espontaneidad sin turbar el resplandor que aureolaba el simple y hermoso milagro de ser dos personas llamadas Adam y Miranda, cada cual de veinticuatro años, vivos y en la tierra en el mismo momento, "¿Tienes ganas de bailar, Miranda?" y ''Yo siempre tengo ganas de bailar, Adam", pero había cosas en el camino, el día que terminaría en un baile aun era largo.

En verdad él lucía, penso Miranda, lozano y atractivo esa mañana. En cierto momento mientras hablaban, él alardeo de que recordaba haber tenido un dolor en la vida. En vez de horrorizarse ante el monstruo, ella aprobó su monstruosa singularidad. En cuanto a ella, había tenido demasiados dolores para recordarlos, de modo que no los menciono. Después de tres años de trabajo en un diario de la mañana tenia una ilusión de madurez y experiencia; pero era mera fatiga, decidió, por vivir con horarios que le habían enseñado a considerar antinaturales, por comer apresuradamente en tugurios mugrientos, por beber café malo toda la noche y por fumar demasiado. Cuando le comentó a Adam como vivía, el le estudio la cara unos segundos como si no la hubiera visto antes, y dijo enfáticamente: "Vaya, no te ha afectado en nada; pienso que eres hermosa", y la dejo intrigada, preguntándose si él había creído que ella deseaba un elogio. Claro que deseaba un elogio, pero no en ese momento. Adam también llevaba una vida irregular—o la había llevado en los diez días en que se habían conocido—quedándose despierto hasta la una de la mañana para llevarla a cenar; también fumaba continuamente aunque si ella no lo disuadía era capaz de explicarle exactamente cual era el efecto del cigarrillo sobre los pulmones.

—Pero—dijo el—, ¿importa tanto si a fin de cuentas vas a la guerra?

—No —dijo Miranda—. E importa aun menos si te quedas en casa a tejer calcetines. Dame un cigarrillo, ¿quieres?—Se detuvieron en otra esquina, bajo un arce medio pelado y apenas miraron hacia una procesión fúnebre que se acercaba. Él tenía ojos castaño claro con matices de naranja, el pelo era del color de una parva de heno cuando se mezcla la parte seca de arriba con la paja clara de abajo. Extrajo la cigarrera y prendió el encendedor de plata para ella, lo hizo chasquear varias veces delante de su propia cara y siguieron caminando, fumando.

—Ya te imagino tejiendo calcetines—dijo él—. Seria lo más indicado para ti. Sabes perfectamente que no puedes tejer.

—Hago cosas peores—dijo ella, sobriamente—. Escribo artículos aconsejando a otras mujeres jóvenes que tejan y enrollen vendas y prescindan del azúcar y ayuden a ganar la guerra.

—Oh, bueno—dijo Adam, con la desenfadada moral masculina en esas cuestiones—, es sólo tu trabajo, eso no cuenta.

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—Tengo mis dudas —dijo Miranda—. ¿Cómo conseguiste que te extendieran la licencia?

—Simplemente me la dieron —dijo Adam—, sin ninguna razón en especial. Los hombres mueren como moscas aquí, de cualquier modo. Esta nueva enfermedad. Te liquida en menos que canta un gallo.

—Parece una peste—dijo Miranda—, algo salido de la Edad Media. ¿Alguna vez viste tantos funerales?

—Nunca. Bien, seamos fuertes y no hablemos de ello. Aun me quedan cuatro días de regalo y ni una brizna de hierba debe crecer bajo nuestros pies. ¿Qué hacemos esta noche?

—Lo mismo —dijo ella—, pero nos veremos alrededor de la una y media. Tengo un trabajo especial además de la rutina de costumbre.

—Qué trabajo el tuyo—dijo Adam—, no haces más que correr de un vertiginoso espectáculo a otro y después escribir un articulo.

—Si, demasiado vertiginoso para describirlo con palabras —dijo Miranda. Esperaron mientras pasaba la procesión; esta vez observaron en silencio. Miranda se ladeó el gorro y pestañeó al sol. La cabeza le nadaba lentamente "como un pez", le dijo a Adam.

—Me nada la cabeza, estoy medio dormida, debo beber café.

Se sentaron en un bar, apoyando los codos en el mostrador.

—Basta de crema para los que se quedan aquí—dijo ella—, y un solo terrón de azúcar. Yo pongo dos o nada; ese es mi modo de ser mártir. De ahora en adelante comeré repollo hervido, vestiré humildemente y estaré preparada para la próxima vez. Ninguna guerra volverá a sorprenderme.

—Oh, no habrá más guerras, ¿no lees los diarios? —dijo Adam—. Esta vez terminaremos con ellas... y quedaran terminadas para siempre.

—Eso me han contado—dijo Miranda, saboreando el brebaje amargo y tibio y haciendo una mueca de disgusto. Se sonrieron con mutua aprobación, pensaban que habían dado con el tono justo, estaban tomando la guerra adecuadamente. Sobre todo, pensaba Miranda, sin castañetear de dientes, sin tirarse de los pelos, es ruidoso, un poco molesto y no lleva a ninguna parte.

—Bazofia—dijo Adam rudamente, empujando la taza—. ¿Es todo lo que vas a desayunar?

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—Es más de lo que necesito—dijo Miranda. —Yo comí dos tortas de alforfon, con salchicha y jarabe de arce, dos bananas y dos tazas de café a las ocho, y ahora, de nuevo, me siento como un huérfano hambriento y abandonado. De buena gana—dijo Adam—comería un bistec con papas fritas y...

—No sigas—dijo Miranda—, a mi me suena delirante. Haz todo eso después que yo me vaya.—Se bajó del taburete, se apoyo en el, se miró la cara en el espejo redondo, se paso rouge por los labios y decidió que ya no tenía remedio.

—Algo anda terriblemente mal —le dijo a Adam—. Me siento demasiado deprimida. No puede ser solo el tiempo y la guerra.

—El tiempo es perfecto—dijo Adam—, y la guerra es demasiado buena para ser cierta. ¿Pero desde cuándo? Ayer estabas bien.

—No se—dijo ella lentamente, con una vocecita aflautada. Se detuvieron como siempre ante la puerta abierta al tramo de escalones sucios que conducían a la oficina del diario. Miranda escuchó un momento el golpeteo de las maquinas de escribir arriba, el rumor monótono de las prensas abajo.

—Ojalá pasáramos toda la tarde juntos en el banco de un parque—dijo ella—, o fuéramos a pasear a las montañas.

—A mi también me gustaría—dijo el—. Hagámoslo mañana.

—Sí, mañana, a menos que pase otra cosa. Me gustaría huir —le dijo—. Huyamos juntos.

—¿Yo?—dijo Adam—. Adonde voy yo no hay adónde huir. Pasas casi todo el tiempo arrastrándote entre las ruinas. Ya sabes, alambre de pua y demás. Será una de esas cosas que te pasan sólo una vez en la vida.—Reflexiono un momento, y continuó:—No sé un comino sobre eso, pero por lo que cuentan es bastante embarullado. Oí decir tantas cosas que tengo la impresión de que ya fui y regresé. Será decepcionante—dijo—, como ver las fotos de un lugar tantas veces que cuando llegas allí no puedes verlo. Tengo la impresión de haber estado en el ejercito toda la vida.

Seis meses, quería decir. Una eternidad. Lucía tan fresco y transparente, y jamás en la vida había sentido dolor. Ella había visto a los que habían ido y regresado y nunca más lucían así.

—Ya eres un héroe que ha vuelto—dijo—. Ojalá fuera así.

—Cuando aprendí a usar la bayoneta en mi primer campamento de entrenamiento —dijo Adam—, despanzurre más bolsas de arena y bolsas de heno de las que podía recordar. "Liquídalo, liquida a ese alemán, ensártalo antes que te ensarte..." nos ladraban, y a veces nos lanzábamos contra esas bolsas como condenados, y

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francamente, a veces me sentía un idiota por exaltarme tanto cuando veía el hilillo de arena. A veces despertaba por la noche sintiéndome un tonto.

—Me lo imagino—dijo Miranda—. Es un disparate. Se quedaron de pie, sin ganas de despedirse. Al cabo de una pausa, Adam, como para prolongar la conversación, pregunto:

—¿Sabes cuál es la expectativa de vida promedio de una patrulla nocturna después que entra en acción?

—Un poco acelerada, supongo.

—Sólo nueve minutos—dijo Adam—. Lo leí en tu propio diario hace menos de una semana.

—Hagamos diez y te creo—dijo Miranda.

—Ni un segundo más —dijo Adam—, exactamente nueve minutos, tómalo o déjalo.

—Deja de alardear—dijo Miranda—. ¿Quien hizo el calculo?

—Un no combatiente—dijo Adam—, un fulano con raquitismo. Esto parecía muy cómico. Rieron y se inclinaron acercándose y Miranda se oyó la voz un poco ronca. Se enjugo las lagrimas de los ojos.

—Cielos, es una guerra graciosa —dijo—, ¿no es verdad? Rio cada vez que lo pienso.

Adam le tomó la mano, le tiró de las puntas de los guantes y los olfateo. —Qué bien huele ese perfume —dijo—, y tanto, además. Me gusta oler mucho perfume en los guantes y el pelo—dijo, olfateando de nuevo.

—Tal vez tengo demasiado—dijo ella—. Hoy no puedo oler ni ver ni oír. Debo tener un resfrío espantoso.

—No tomes frío—dijo Adam—. Mi licencia está por terminar y será la última, la última de todas. Ella movió los dedos en los guantes mientras el tiraba de ellos y le volvía las manos como si fueran algo nuevo, extraño y de gran valor. Ella se intimido y callo. Le gustaba el, le gustaba y había algo mas, pero de nada valía imaginarlo siquiera, pues el no era para ella ni para ninguna otra mujer, ya estaba más allá de la experiencia, comprometido con la muerte sin ninguna posibilidad de conocimiento o acto propio. Ella apartó las manos.

—Adiós—dijo al fin—. Hasta esta noche. Subió corriendo y miro hacia atrás cuando llegó arriba. Él aun la estaba mirando y alzó la mano sin sonreír. Miranda rara vez veía gente que siguiera mirando después de despedirse. A veces

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necesitaba volverse para tener un ultimo atisbo de la persona con quien había estado hablando, como si así impidiera que los lazos, aun los más tenues se quebraran en forma demasiado brusca y repentina. Pero la gente se marchaba de prisa, ya transfigurada, ensimismada, ansiosa de llegar a la parada siguiente, ya concentrada en planear el próximo acto o encuentro. Adam esperaba como esperando que ella se volviera; bajo las cejas contraidas en una arruga tensa los ojos eran muy negros.

Se sentó al escritorio sin quitarse el abrigo ni el gorro, abriendo sobres y fingiendo leer las cartas. Sólo Chuck Rouncivale, el reportero deportivo, y Chismes de Pueblo estaban sentados hoy en su escritorio y le gustó verlos allí. Ella se sentaba en el de ellos cuando quería. Towney y Chuck estaban charlando, y continuaron con la charla.

—Dicen —dijo Towney— que en realidad lo causan gérmenes traídos por un barco alemán a Boston, un barco camuflado, desde luego, no vino con su propia bandera. ¿No es ridículo?

—Tal vez fuera un submarino —dijo Chuck— que surgió del fondo del mar en medio de la noche. Eso suena mejor.

—Si, sin duda—dijo Towney—. Siempre surgen de alguna parte en estas historias... y piensan que los gérmenes fueron rociados sobre la ciudad. Empezó en Boston, sabes. Alguien informó que había visto una nube rara, gruesa, viscosa, flotando sobre la bahía de Boston y extendiéndose lentamente sobre esa zona de la ciudad. Creo que fue una vieja quien la vio.

—Es lógico—dijo Chuck.

—Lo leí en un diario neoyorquino—dijo Towney—, así que debe ser cierto.

Chuck y Miranda soltaron una carcajada tan fuerte que Bill se levanto con cara de pocos amigos.

—Towney aun lee los diarios—explico Chuck.

—Bien, ¿que tiene de gracioso?—pregunto Bill, sentandose de nuevo y mirando ceñudo sus papeles.

—Fue un no combatiente quien vio la nube—dijo Miranda.

—Desde luego—dijo Towney.

—Miembro del Comité Lusk, tal vez—dijo Miranda.

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—El Ángel de Mons—dijo Chuck—o un burócrata estatal.

Miranda deseaba dejar de oír y de hablar, deseaba pensar cinco minutos en Adam, pensar en el de veras... y no había tiempo. Lo había conocido diez días atrás y desde entonces habían cruzado calles juntos, esquivando camiones, automóviles, carros y furgones; el la esperaba en pórticos y pequeños restaurantes que olían a grasa rancia; comían y bailaban al son apremiante y rugiente de las orquestas de jazz, iban a teatros sórdidos porque Miranda tenia que escribir un articulo sobre la obra. Una vez fueron a las montañas y, dejando el auto, treparon por un sendero pedregoso y llegaron al saliente de una piedra chata, donde se sentaron a mirar cómo cambiaban las luces en un valle que sin duda era, dijo Miranda, totalmente apócrifo.

—No tenemos por que creerlo, pero es buena poesía—le dijo ella; se habían quedado callados, mirando, los hombros juntos. Dos domingos fueron al museo geológico y observaron con fascinación fragmentos de meteoros, formaciones rocosas, colmillos y arboles fosilizados, flechas indias, muestras de filones de plata y oro.

—Piensa en esos viejos mineros lavando sus fortunas en sartenes junto a los arroyos—dijo Adam—, y adentro de la tierra estaba esto... —Y le había dicho que el prefería esas cosas que tardaban en hacerse; también amaba los aviones, toda clase de maquinas, las tallas en madera o piedra. No sabia mucho sobre ellas, pero las reconocía al verlas. Había confesado que no podía terminar un libro, ninguna clase de libro, excepto manuales de ingeniería; leer lo mataba de aburrimiento; ahora lamentaba no haber triado la camioneta, pero no había pensado que necesitaría un automóvil; le gustaba manejar, ella no creería cuantos cientos de kilómetros podía hacer en un día... le mostró instantáneas suyas al volante de la camioneta; otras navegando en un velero muy libre y castigado por el viento, tirando de las cuerdas; se habría anotado en la fuerza aérea, pero su madre se ponía histérica cada vez que el lo mencionaba. No parecía comprender que los duelos aéreos eran mucho más seguros que las patrullas nocturnas en tierra. Pero el no le discutió, pues desde luego ella no sabia nada sobre esas patrullas. Y aquí estaba, atascado, en una meseta de un kilometro y medio de altura sin agua para navegar y con el auto en casa, de lo contrario se habrían divertido en grande. Miranda se dio cuenta de que el trataba de contarle que clase de persona era cuando tenia sus maquinas consigo. Pensaba que sabia bastante bien que clase de persona era, y le habría gustado decirle que estaba muy equivocado si creía que se había dejado a sí mismo en una embarcación o un automóvil. Los teléfonos sonaban, Bill estaba gritándole a alguien que insistía en decir "Bien, pero escuche, bien, pero escuche...", aunque desde luego nadie escucharía a nadie. El viejo Gibbons bramaba desesperadamente: "Jarge, Jarge..."

—Lo mismo da—estaba diciendo Towney con su voz más patriótica y complaciente—. El Servicio de Esparcimiento es buena idea, todos deberíamos presentarnos como voluntarios aunque no nos quieran. —Towney sale bien de

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esto, penso Miranda, fíjate en ella; recordó el suéter color rosa y la cara ceñuda y rebelde en el guardarropa. Towney era ahora toda gloria radiante y bondad, deseosa de sacrificarse por su país.

—A fin de cuentas—dijo Towney—, yo se bailar y cantar bastante bien, podría escribirles las cartas e incluso podría manejar una ambulancia. He conducido un Ford durante años.

—Bien —intervino Miranda—, yo también se cantar y bailar, pero quien hará las camas y la limpieza. Esas cabañas son difíciles de mantener, seria un trabajo sucio y seriamos muy infelices. Y como ya tengo un trabajo sucio y soy muy infeliz, me quedare en casa.

—Creo que las mujeres no deberían intervenir—dijo Chuck Rouncivale—. Solo añaden faldas a los horrores de la guerra. —Chuck tenia problemas pulmonares y hacía mucha alharaca por perderse el espectáculo.—Pude haber estado allá y haber regresado con una pierna menos; al viejo le habría venido bien. Tendría que optar: pagarse el licor o dejar de beber.

Miranda había visto a Chuck dando dinero al padre para comprar licor en los días de pago. El padre era un bribón simpático y bienhumorado, eso era lo peor. Palmeaba al hijo en la espalda y lo miraba con los ojos turbios del afecto paterno mientras recibía el dinero.

—Florence Nightingale fue la que arruino las guerras—continuo Chuck—. ¿Para que mimar a los soldados, vendarles las heridas y humedecerles las frentes afiebradas? Eso no es guerra. Que mueran donde cayeron. Para eso los mandaron allí.

—Tu puedes hablar —dijo Towney, mirándolo burlonamente.

—¿Para que?—pregunto Chuck, sonrojándose y encorvando los hombros—. Sabes que solo tengo este pulmón, o tal vez medio pulmón a esta altura.

—Eres demasiado susceptible —dijo Towney—. No quise decir nada.

Bill estaba hecho una furia, mascando el cigarro a medio fumar, el pelo hecho un cepillo, los ojos suaves y lánguidos pero feroces como los de un venado. Jamás tendría más de catorce años, pensaba Miranda, aunque viviera un siglo, y no llegaría a un siglo con la vida que llevaba. Se portaba exactamente como los jefes de redacción de las películas, incluido el cigarro mascado. ¿Había calcado su estilo de las películas o los guionistas habían captado la indiscutible pureza del prototipo Bill?

—Y si vuelve aquí—Bill le estaba gritando a Chuck—, llévalo al callejón y córtale la cabeza con la mano.

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—Volverá, no te preocupes—dijo Chuck.

—Bien —dijo Bill con más calma, ya concentrado en otra cosa—, decapítalo.

Towney volvió a su escritorio, pero Chuck se sentó esperando dócilmente que lo invitaran al nuevo espectáculo de vodevil. Miranda, con dos entradas, siempre invitaba a uno de los reporteros a acompañarla los lunes. Chuck redactaba sus reseñas deportivas con reciedumbre y profesionalismo, pero le había dicho a Miranda que en realidad los deportes le importaban un bledo; ese puesto le permitía airearse y le daba suficiente dinero para pagarle el licor al viejo. Prefería los espectáculos y no entendía por que siempre le daban esa sección a las mujeres.

—¿A quien quiere decapitar Bill hoy?—preguntó Miranda.

—Ese imbécil a quien criticaste en la edición de hoy—dijo Chuck—. Estuvo aquí a primera hora preguntando por el fulano que se encarga de las reseñas de espectáculos. Dijo que iba a agarrar al cretino que escribió esa nota en un callejón y le iba a romper la nariz. Dijo...

—Ojalá se haya ido —dijo Miranda—. Ojalá haya tenido que tomar un tren.

Chuck se levantó y se arregló el suéter marrón de cuello volcado, se miro los pantalones de tweed verdoso, y las botas claveteadas que usaba para disimular que tenia un pulmón enfermo y no le gustaban los deportes.

—Hace tiempo que se marcho, no te preocupes —dijo—. Vámonos, estás retrasada como de costumbre.

Miranda, al dar la vuelta, casi tropieza con el pie de un hombrecito con bombín mal entrazado. Tal vez hubiera sido en un tiempo un individuo apuesto, pero ahora tenia la boca floja, había perdido las muelas y los ojos tristones e irritados habían renunciado a la coquetería. Una onda de pelo fina y castaña estaba aplastada con brillantina y rizada contra el borde del bombín. No movió los pies sino que se quedó plantado ofreciendo una resistencia pasiva.

—¿Es usted la presunta critica dramática de este pasquín? —le preguntó a Miranda.

—Temo que si—dijo Miranda.

—Bien—dijo el hombrecito—, solo le pido un minuto de su valioso tiempo. —Se le aflojó el labio inferior, y con manos trémulas se puso a hurgar en el bolsillo del chaleco.—Solo me disgusta que se salga con la suya, es todo.—Hojeo un fajo de ajados recortes periodísticos.—Écheles solo un vistazo, ¿quiere? Y luego permítame preguntarle si piensa que me voy dejar atropellar por un critico de pueblo—dijo con voz neutra—. Mire esto: Buffalo, Chicago, Saint Louis, Filadelfia,

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San Francisco, además de Nueva York. Aquí están las mejores revistas del ambiente, Variety, Billboard, todas aflojaron y admitieron que Danny Dickerson conoce el oficio. Así que usted no piensa lo mismo, ¿eh? Eso es lo que quiero saber.

—No, no pienso lo mismo —dijo Miranda, tan enérgicamente como pudo—, y no puedo quedarme a hablar del asunto.

El hombrecito se le acerco mas, la voz le temblaba como si hubiera estado nervioso mucho tiempo.

—Oiga, dígame que fue lo que no le gusto, ¿eh? Dígalo.

—No le de importancia—dijo Miranda—. ¿Que importa lo que pienso yo?

—No me importa lo que piensa usted, no es eso—dijo el hombrecito—, pero estas cosas circulan y las agencias de contratación del este no saben como son las cosas aquí Nos critican en un pueblo de morondanga y piensan que es lo mismo que si nos criticaran en Chicago, ¿entiende? No saben distinguir. No saben que cuanta más calidad tiene un espectáculo más se ensañan los criticastros. Pero los mejores de su oficio me han considerado el mejor del mío y quiero saber que defectos me encuentra usted.

—Vamos, Miranda, pronto subirán el telón—dijo Chuck.

Miranda devolvió al hombrecito los recortes, casi todos de hacía más de diez años, y trato de esquivarlo. El se le cruzo de nuevo y dijo sin mayor convicción:

—Si usted fuera hombre le rompería la cabeza a golpes.

Ante eso Chuck se levanto y se acerco, sacando las manos del bolsillo.

—Ahora que terminó de bailar y cantar —le dijo—, será mejor que se largue. Vayase de aquí antes que lo tire por la escalera.

El hombrecito se ajustó la corbata, una corbata pequeña, azul con pintitas rojas, un poco ajada en el nudo. Se la ajustó y recito como si lo hubiera ensayado:

—Venga al callejón.

Las lagrimas le humedecían los párpados hinchados y rojos.

—Oh, cállese —dijo Chuck, y siguió a Miranda, quien corría hacia la escalera. La alcanzo en la acera.

—Lo dejé moqueando y barajando su publicidad para encontrar el comodín—dijo Chuck—. Pobre imbécil.

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—Hay demasiado de todo en este mundo y en este momento —dijo Miranda—. Me gustaría sentarme en la calle, Chuck, morir y nunca más ver... ojalá pudiera perder la memoria y olvidar mi propio nombre... ojalá...

—Animo, Miranda—dijo Chuck—. No es momento para dejarse abatir. Olvida a ese tipo. De cada cien personas en el mundo del espectáculo, hay noventa y nueve como él. Pero tu, no manejas bien las cosas, de todos modos. Te buscas problemas. Todo lo que tienes que hacer es destacar los nombres importantes y ni siquiera necesitaras mencionar a los segundones. Trata de recordar que en este pueblo Rypinsky es el dueño del espectáculo; complace a Rypinksy y complacerás al departamento de publicidad, complácelos a ellos y tendrás un aumento. Como que dos y dos son cuatro, mi pobre niña tonta, ¿no aprenderás nunca?

—Parece que me empeño en aprender lo que no debo—dijo Miranda, consternada.

—Ya lo creo que si—le dijo alegremente Chuck—. Nunca vi a nadie con tanta capacidad para eso. ¿Ahora te sientes mejor?

—Esta obra a la que me trajiste es un bodrio—dijo Chuck—. ¿Ahora que piensas hacer? Si yo hiciera la nota, yo...

—Haz la nota —dijo Miranda—. Esta vez hazla tú. De cualquier modo voy a renunciar, pero aun no le cuentes a nadie.

—¿Lo dices en serio? Toda mi vida—dijo Chuck—anhelé ser criticastro en un pasquín y ésta es por cierto mi primera oportunidad.

—Será mejor que la aproveches —le dijo Miranda—. Tal vez sea la última.—Este es el principio del fin de algo, penso. Algo terrible va a sucederme. Adonde voy no necesitare pan con manteca. Se lo cederé a Chuck, el tiene un padre venerable a quien debe comprarle alcohol. Espero que le dejen el puesto. Oh, Adam, espero verte una vez más antes de ser vencida por lo que me está pasando, sea lo que sea.—Ojalá terminara la guerra—le dijo a Chuck, como si hubieran estado hablando de eso—. Ojalá terminara, y ojalá nunca hubiera empezado.

Chuck sacó papel y lápiz; ya estaba escribiendo la reseña Lo que ella había dicho parecía bastante atinado, ¿pero como debía tomarlo el?

—No me importa como empezó ni cuando terminara —dijo Chuck, garabateando—. No estaré allá.

Todos los hombres no aptos para el servicio hablaban así, penso Miranda. La guerra era lo único que querían, ahora que no podían participar. Tal vez algunos de ellos habían anhelado ir. Todos miraban de reojo a las mujeres con quienes hablaban del asunto, un rencor velado que decía: "No me pongas una pluma

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blanca, hembra sanguinaria. Ofrecí mi carne a los cuervos y la rechazaron". Lo peor de la guerra para los que se quedan es que ya no hay con quien hablar. El Comité Lusk te echa el guante si te descuidas. El pan ganara la guerra. El trabajo ganara, el azúcar ganara, los carozos de durazno ganaran la guerra. Pamplinas. No son pamplinas, te digo, hay un valioso explosivo que puede extraerse de los carozos de durazno. De modo que después de preparar las conservas todas las felices amas de casa corren a poner sus cestos de carozos de durazno en el altar de la patria. Las mantiene ocupadas y las hace sentirse útiles; todas esas mujeres que pierden la cabeza mientras sus hombres están lejos son peligrosas si no les dan alguna ocupación para impedir que hagan barbaridades. Así que filas de muchachas, las cunas intactas del futuro, con sus caras serias y puras sentadoramente enmarcadas por tocas de la Cruz Roja, enrollan vendas desparejas que nunca llegaran a un hospital de campaña y tejen puloveres que nunca entibiaran el pecho de un hombre, evocando afectuosamente toda la sangre y el barro y el próximo baile del Acanthus Club para los oficiales de la fuerza aérea. La tranquilidad y el silencio ganaran la guerra.

—Yo simplemente no estaré allá—dijo Chuck, absorto en su reseña.

No, Adam estará allá, pensó Miranda. Se deslizo en la silla y apoyo la cabeza en el plush polvoriento, cerro los ojos y enfrento por un instante que fue una vida, el conocimiento cierto, abrumador y espantoso de que no había porvenir para Adam y ella. Nada. Abrió los ojos y junto las manos, las palmas hacia arriba, observándolas y tratando de entender el olvido.

—Ahora mira esto—dijo Chuck, pues habían encendido las luces y el publico estaba moviéndose y hablando de nuevo—. La tengo lista, aun antes que haya actuado la figura principal. Es la vieja Stella Mayhew y siempre es buena, ha sido buena cuarenta años... y cantara O the bulles ain't nothin' bu the easy-going heart disease. Es todo lo que necesitas saber sobre ella. Ahora mira esto. ¿Quieres ponerle tu firma?

Miranda tomo las paginas y las escudriño atentamente, volviéndolas, espero, en el momento adecuado. Luego las de volvió.

—Si, Chuck, si, firmaría eso. Pero no lo firmare. Debemos decirle a Bill que tu lo escribiste, porque tal vez sea tu comienzo.

—No sabes apreciarlo—dijo Chuck—. Lo leíste muy de prisa. Mira, escucha esto... —Y empezó a murmurar excitado. Mientras lela ella le observaba la cara. Era una cara agradable con cierta chispa de vida, y una conveniente severidad en la modulación de la frente por encima de la nariz. Por primera vez desde que lo había conocido se pregunto que estaba pensando Chuck. Tenia un aire de preocupación e infelicidad, no era tan frívolo como parecía. La gente se estaba apiñando en el pasillo, sacando los cigarrillos y preparándose para encender un fósforo en cuanto llegara al vestíbulo; mujeres de pelo ondulado aferraban las carteras, los hombres estiraban la barbilla para aflojarse el cuello duro.

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—Ya podemos irnos —dijo Chuck. Miranda, abotonándose el abrigo, se sumó a la multitud en movimiento, pensando, ¿qué supe jamás sobre ellos? Debe haber muchos aquí que piensan como yo y no nos atrevemos a decirnos una palabra sobre nuestra desesperación, somos animales sin lenguaje que se dejan destruir. ¿Y por que? ¿Alguien aquí cree en las cosas que nos decimos unos a otros? Turbada, encorvada en el borde del sillón de mimbre del guardarropa, Miranda espero a que el tiempo pasara y le trajera a Adam. El tiempo parecía proceder con una excentricidad mayor que la habitual, dejándole en la mente brechas crepusculares durante treinta minutos que parecieron un segundo y luego duros fogonazos que brillaban claramente en su reloj probando que tres minutos es un tiempo de espera inaguantable, como si ella estuviera colgada de los pulgares. Por ultimo fue razonable imaginar a Adam saliendo de la casa en la oscuridad, en la niebla azul que pronto seria lluvia. Estarla en camino y, a fin de cuentas, no había nada que pensar sobre el. Solo había el deseo de verlo y el miedo, la amenaza presente, de no verlo mas; pues cada paso que daban para acercarse parecía peligroso, como si los apartara en vez de aproximarlos, como cuando un nadador es arrastrado lentamente por la corriente pese a sus enérgicas brazadas. "No quiero amar", pensaba a pesar de sí misma, "no a Adam, no hay tiempo y no estamos preparados y sin embargo esto es todo lo que tenemos..."

Y allí estaba el, en la acera, el pie en el primer escalón... y Miranda bajó casi a la carrera. Adam, tomándole las manos, pregunto: —¿Te sientes bien ahora? ¿Tienes hambre? ¿Estás cansada? ¿Tendrás ganas de bailar después de ver ese espectáculo?

—Sí a todo—dijo Miranda—, sí, sí...—Su cabeza era como una pluma, y se apoyo en su brazo. La niebla aun era niebla que quizá fuera lluvia más tarde y, aunque el aire era cortante y limpio no le facilitaba la respiración.

—Espero que el espectáculo sea bueno o al menos gracioso —le dijo ella—, pero no prometo nada.

Fue una obra larga y aburrida, pero Adam y Miranda no dijeron una palabra mientras esperaban pacientemente a que terminara. Adam, con cuidado y seriedad, le quito el guante y le tuvo la mano como si estuviera acostumbrado a tenerle la mano en los teatros. Una vez se volvieron y sus miradas se cruzaron, pero solo una vez. Los dos pares de ojos eran igualmente neutros y distantes. Un temblor profundo sacudió a Miranda y se dispuso a resistir metódicamente, como si estuviera cerrando ventanas y puertas, corriendo cortinas ante la cercanía de una tormenta. Adam miraba la monótona obra con extrema y atenta excitación, la cara muy concentrada y quieta.

Cuando se levanto el telón del tercer acto, el tercer acto no empezó de inmediato. Apareció en cambio un telón de fondo casi tapado por una bandera

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norteamericana impropia e irrespetuosamente expuesta, clavada en las esquinas superiores, plegada en el medio y clavada de nuevo, rugosa y polvorienta. Ante ella estaba plantado un burócrata local que vendía Bonos de la Libertad. Era un hombre vulgar de edad madura, con una panza redonda tapada por los pantalones y el chaleco, una boca fruncida y obstinada, una cara y una silueta donde no podía leerse nada salvo la inepta crónica sensual de cincuenta años. Pero por una vez en la vida era un personaje importante en una situación interesante, y gozaba del papel, articulando las palabras con tono actoral.

—Parece un pingüino—dijo Adam. Se movieron, se sonrieron, Miranda aparto la mano, Adam entrelazo las suyas y ambos se prepararon a aguantar el mismo discurso trillado con el mismo fondo polvoriento. Miranda trato de no escuchar, pero oía. Esos alemanes infames — el glorioso Bosque de Belleau—nuestra consigna es Sacrificio—la devastada Bélgica—nuestros nobles muchachos allá—los Gran Bertha—la muerte de la civilización—los nazis... .

—Me duele la cabeza—susurro Miranda—. ¿Por que diablos no se calla?

—No se callara—susurro Adam—. Te traeré aspirinas.

"En el campo de Flandes crecen las margaritas, entre las filas de crucifijos..."

—Está llegando a la parte domestica—susurro Adam. Atrocidades, niños inocentes atravesados por bayonetas alemanas —el hijo de ustedes y el mío—, si nuestros hijos se salvan de esas calamidades, digamos con toda reverencia que esos muertos no han muerto en vano, la guerra, la guerra, la GUERRA para terminar las GUERRAS, la guerra por la Democracia, por la humanidad, un mundo seguro para siempre jamas, y para demostrar nuestra fe en la Democracia ante nosotros mismos y ante el mundo, que todos se unan y compren Bonos de la Libertad y prescindan del azúcar y los calcetines de lana... ¿Que fue eso? se pregunto Miranda. Repita eso, no pesque la ultima frase. ¿Y que cantaremos esta vez, Tipperary o There's a Long, Long Trail? Oh, por favor, que siga la obra y termine de una vez. Debo escribir una nota sobre ella antes de ir a bailar con Adam y no tenemos tiempo. Carbón, petróleo, hierro, oro, finanzas internacionales. ¿Por que no nos hablas de eso, maldito embustero?

El publico se levanto y canto There's a Long, Long Trail, las bocas abiertas negras y las caras pálidas por el reflejo de las candilejas; algunas caras hacían muecas, lloraban y tenían surcos brillantes como rastros de babosa. Adam y Miranda cantaron a voz en cuello, sonriéndose avergonzados un par de veces.

En la calle, encendieron los cigarrillos y caminaron despacio como siempre.

—Otro viejo inmundo a quien le gustaría ver como liquidan a los jóvenes—dijo Miranda en voz baja—. Los gatos adultos tratan de comer a los gatitos, sabes. A ti no te engañan, ¿verdad, Adam?

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Los jóvenes tomaban las cosas así a esa altura. Creían ver el juego con toda claridad.

—Odio a esos calvos barrigones—continuo ella—, demasiado gordos, demasiado viejos, demasiado cobardes para ir a la guerra en persona, saben que están a salvo; en cambio te mandan a ti...

Adam la miro con genuina sorpresa.

—Oh, ese—dijo—. ¿Pero que podría hacer el pobre diablo si lo llevaran? No es culpa suya—explico—, no puede hacer nada salvo hablar.—El orgullo por su juventud, su paciencia y tolerancia y desprecio por ese ser infortunado le rezumaba, por los poros mientras caminaba, erguido y calmo en su fuerza.—¿Que podrías esperar de el, Miranda?

Ella decía a menudo el nombre de el, y el rara vez decía el de ella. El pequeño espasmo de placer que le provoco oír su nombre en labios de Adam le corto la respuesta. Por un momento titubeo, e intento atacar por otro frente.

—Adam—dijo—, lo peor de la guerra es el miedo y la suspicacia y la espantosa expresión que uno ve en todos los ojos... como si hubieran bajado las persianas de la mente y el corazón y te estuvieran observando, listos para saltar sobre ti si haces un gesto o dices una palabra que no comprendan al instante. Me asusta; yo también vivo con temor... y nadie debería vivir con temor. Es toda esa cháchara y esas mentiras. Es lo que la guerra hace a la mente y al corazón, Adam, y no puedes separar ambas cosas... lo que les hace es peor que lo que le hace al cuerpo.

—Oh si—dijo serenamente Adam, al cabo de un momento—, pero más vale volver entero. La mente y el corazón a veces tienen otra oportunidad, pero si algo le pasa a tu pobre humanidad, es solo mala suerte, es todo.

—Oh sí—parodió Miranda—. Es solo mala suerte, es todo.

—Si yo no fuera—dijo Adam, con voz tajante—, no podría mirarme de nuevo a la cara.

De modo que eso es todo. Apoyándole los dedos en el brazo, Miranda callaba, pensando en Adam. No, no había resentimiento ni rebelión en él. Puro, pensó, en todo el camino, inocente, integro, como debe serlo el cordero del sacrificio. El cordero del sacrificio caminaba casualmente siguiendole el paso, manteniéndola del lado interior de la acera en el buen estilo norteamericano, ayudándola a cruzar en las esquinas como si fuera una invalida—"Espero que no nos topemos con un charco de barro, me levantara en brazos"—, soltando bocanadas de humo, un olor viril a jabón sin perfume, cuero recién lustrado y piel recién lavada, respirando por la nariz y sacando pecho. El echo la cabeza hacia atrás y le sonrió al cielo neblinoso que aun prometía lluvia.

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—Demonios—dijo—, que noche. ¿No puedes apurarte con esa reseña, así empezamos?

La espero ante una taza de café en el restaurante apodado La Cucaracha Grasienta cercano a la sala de impresión. Cuando al fin bajó, recién lavada, peinada y maquillada, ella lo vio primero, sentado cerca de la gran vidriera mugrienta, la cara hacia la calle, pero la cabeza gacha. Era una cara extraordinaria, tersa y delicada, áurea a la luz sucia, pero poseída ahora por una ciega melancolía, un aire de doloroso suspenso y desilusión. Por una fracción de segundo tuvo un atisbo de como seria Adam con el paso de los años, la cara del hombre que no viviría para ser. El la vio entonces, se levantó y allí estaba el áurea brillante.

Adam acerco las sillas a la mesa; bebieron te caliente y escucharon la orquesta que tocaba Pack Up Your Troubles.

—In an old kit bag, and smoil, smoil, smoil—gritaban media docena de muchachos por debajo de la edad de reclutamiento, reunidos alrededor de una mesa cerca de la orquesta. Aullaban incoherentemente, reían con arranques histéricos de lo que parecía ser jovialidad y deslizaban por el mantel botellas chatas que contenían un liquido claro—pues en esta ciudad del oeste fundada y construida por mineros bulliciosos y borrachos, nadie podía beber alcohol abiertamente—, las vertían en sus vasos de gingerale y seguían cantando It's a Long Way to Tipperary. Cuando empezaron a tocar Madelon, Adam dijo "Bailemos". Era un lugar asfixiante, atestado, caluroso y lleno de humo, pero no había nada mejor música era alegre; y la vida es totalmente descabellada de un modo u otro, penso Miranda, así que no importa. Esto es lo que tenemos, Adam y yo, esto es todo lo que vamos a conseguir, así será lo nuestro. Quería decir: "Adam, despierta del sueno y escúchame. Tengo dolores en el pecho, la cabeza y el corazón... y son reales. Estoy toda dolorida; y a ti te acecha un peligro en el que no me atrevo a pensar, ¿y por que no podemos salvarnos el uno al otro?" Cuando ella le apretó el hombro con la mano, el le rodeo al instante la cintura, y dejó el brazo allí, estrechándola con firmeza. No decían nada pero se sonreían continuamente, raras sonrisas de complicidad como si hubieran descubierto un idioma nuevo. Miranda, la cara cerca del hombro de Adam, vio una pareja joven y morena sentada a una mesa de un rincón, cada cual con un brazo en la cintura del otro, las cabezas juntas, los ojos clavados en la misma cosa, fuera lo que fuese, que revoloteaba en el espacio delante de ellos. La mano derecha de la muchacha estaba en la mesa, con la mano de el encima, la cara de ella estaba empañada por el llanto. De vez en cuando el le alzaba la mano y se la besaba, se la bajaba y la sostenía, y los ojos de ella lagrimeaban de nuevo. No eran impúdicos, simplemente habían olvidado donde estaban o tal vez no tenían otro lugar adonde ir. No decían una palabra y la pequeña pantomima se repetía, como un cortometraje melancólico proyectándose una y otra vez. Miranda los envidio. Envidió a esa muchacha. Al menos ella puede llorar si le ayuda, y el ni siquiera tiene que preguntarle que le sucede. Tenían tazas de café ante ellos y al cabo de un largo rato—Miranda y Adam habían bailado y

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habían descansado dos veces—, cuando el café ya estaba bien frío, lo bebieron de un sorbo, luego se abrazaron como antes, sin una palabra y casi sin mirarse. Algo estaba hecho y resuelto entre ellos, cuando menos; era envidiable, envidiable, que pudieran estar sentados en silencio y tener la misma expresión en la cara mientras atisbaban el infierno que compartían, no importaba cual fuera ese infierno, era sólo de ellos, estaban juntos.

Cerca de Adam y Miranda una muchacha acodada en la mesa contaba una historia a su joven acompañante.

—Y no me gusta porque es un descarado. Insistió en invitarme a tomar una copa y yo insistí en decirle que no bebo y el dijo, Mira, necesito un trago y creo que eres una egoísta si no bebes conmigo, no puedo sentarme aquí a beber solo, dijo. Yo le dije, en primer lugar no estás solo; me gusta eso, dije, y si quieres una copa entra y bébela, le dije, ¿por qué quieres arrastrarme a mí? Así que llamo al mozo y pidió ginger-ale y dos vasos y yo bebí solo ginger-ale como siempre pero el se sirvió una medida de alcohol en la suya. Estaba muy orgulloso de ese licor, dijo que el mismo lo fabricaba con papas. Un rico licor casero, recién hecho, me dijo, tres gotas de esto y tu ginger-ale sabrá mucho mejor. No, le dije, y lo digo en serio, ¿por que no te lo metes en la cabeza? Bebió otro sorbo y dijo, Ah, vamos, nena, no seas tan terca, esto te hará temblar el esqueleto. Así que me canse de discutir, y le dije, No necesito beber para que me tiemble el esqueleto, puedo arreglármelas con te, dije. Bueno, y por que no lo haces entonces, quiso saber, y le dije que...

Sabía que había estado durmiendo un buen rato cuando de golpe, sin un paso de advertencia o un crujido del gozne de la puerta, Adam estuvo en el cuarto encendiendo la luz y ella supo que era el, aunque al principio quedo encandilada y aparto la cara. El se acerco de inmediato, se sentó en el borde de la cama y se puso a hablar como siguiendo una conversación iniciada anteriormente. Arrugo un trozo de papel y lo arrojo al fuego.

—No recibiste mi nota—dijo el—. La pase por debajo de la puerta. Me llamaron repentinamente del cuartel para darme varias inyecciones. Me retuvieron más de lo previsto, llegue tarde. Llame al diario y me dijeron que hoy no ibas. Llame a la señorita Hobbe aquí y me dijo que estabas en cama y que no podías atender el teléfono... ¿Te dio mi mensaje?

—No —dijo Miranda somnolienta—, pero creo que estuve dormida todo el día. Oh, sí recuerdo. Hubo un medico aquí. Bill lo mando. Atendí el teléfono una vez, pues Bill me dijo que enviaría una ambulancia y me haría llevar al hospital. El doctor me reviso el pecho, dejo una receta y dijo que volvería, pero no volvió.

—¿Dónde está la receta?—preguntó Adam.

—No sé. Pero el la dejo, yo la vi. Adam se puso a buscar en las mesas y la repisa.

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—Aquí está—dijo—. Vuelvo en unos minutos. Buscare una farmacia abierta. Es la una de la mañana. Adiós.

Adiós, adiós. Miranda se quedo un buen rato mirando la puerta por donde él había salido, luego cerro los ojos y penso, Cuando no estoy aquí no puedo recordar nada de este cuarto donde he vivido casi un año, excepto que las cortinas son demasiado delgadas y nunca hubo modo de tapar la luz de la mañana. La señorita Hobbe había prometido cortinas más gruesas, pero nunca las había puesto. Cuando esa mañana Miranda atendió el teléfono en bata, la señorita Hobbe paso con una bandeja. Era una ñ——criatura pelirroja y nerviosamente cordial, sus modales decían muy claramente que el lugar no redituaba y las cosas no le iban bien.

—Mi querida niña—dijo enfáticamente, echando una ojeada a la ropa de Miranda—, ¿que le sucede?

Miranda, con el auricular sobre la oreja, dijo: —Creo que es gripe.

—Horror—dijo la señorita Hobbe en un susurro y la bandeja le tembló en las manos—. Acuéstese enseguida... ¡enseguida!

—Primero debo hablar con Bill—le dijo Miranda y la señorita Hobbe había seguido su camino y no había regresado. Bill le había gritado instrucciones, prometiéndole todo, medico, enfermera, ambulancia, hospital, el cheque semanal como de costumbre, todo, pero ella tenia que meterse en cama y quedarse allí. Se desplomó en la cama, pensando que Bill era la única persona que conocía que se arrancaba el pelo de veras cuando estaba alborotado... Supongo que debería pedir que me mandaran a casa, pensó en una costumbre antigua y respetable endilgar la propia muerte a la familia si uno tiene recursos. No, me quedaré aquí, esto es cosa mía, pero no en este cuarto, espero... ojalá estuviera en las frías montañas, en la nieve, eso es lo que más me gustaría; y alrededor de ella se alzaron las moderadas alturas de las Rocosas con sus nieves perpetuas, sus majestuosos laureles de nubes azules penetrándola hasta la medula con su aliento cortante. Oh no, debo tener calor... y su memoria giraba y exploraba buscando otro lugar que había conocido antes y había amado más, que ahora podía vislumbrar solo en fragmentos movedizos de palmera y cedro, sombras oscuras y un cielo que entibiaba sin encandilar, como este cielo extraño la había encandilado sin entibiarla; estaba la larga y lenta ondulación del musgo gris en la sombra del roble somnoliento, el amplio revoloteo de los insectos en lo alto, el olor de plantas acuáticas trituradas a lo largo de una orilla, y, sin previo aviso, un río ancho y apacible donde confluían todos los ríos que ella había conocido. Las paredes se apartaron con un movimiento silencioso y deliberado en ambos costados, un velero alto estaba atracado en las cercanías y una planchada ennegrecida tocaba el pie de la cama. Detrás del barco estaba la jungla y, aunque la tenia delante, supo que era todo lo que había leído o le habían dicho o había sentido o pensado sobre las junglas; un lugar de muerte hormigueante, terriblemente vivo y secreto, plagado de nudos de serpientes manchadas, pájaros

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color arco iris con ojos malignos, leopardos con caras humanamente sabías y leones de melenas extravagantes; monos de brazos largos chillando y brincando entre hojas anchas y carnosas que relucían con una luz color azufre y exudaban el licor de la muerte; troncos podridos de árboles desconocidos tendidos en el cieno proliferante. Sin sorpresa, observando desde la almohada, se vio bajando a la carrera por la planchada hasta la cubierta inclinada y, parada allí, se apoyo en la borda y saludó alegremente a su yo acostado en la cama; la esbelta nave extendió las alas y se perdió en la jungla. El aire temblaba con el chillido ensordecedor y el bramido ronco de voces gritando a coro, rodando y chocando encima de ella como nubarrones crispados; las palabras se reducían a dos palabras subiendo y cayendo y clamoreando sobre su cabeza. Peligro, peligro, peligro, decían las voces, y guerra, guerra, guerra. Estaba la puerta entornada, Adam de pie con la mano en el picaporte, y la señorita Hobbe con la cara contorsionada de terror profería estridentes gritos:

—Le digo que tienen que venir a buscarla ahora o la echaré a la calle... Le digo que esto es una peste, una peste, por Dios, y tengo muchos inquilinos en quienes pensar.

—Lo se—dijo Adam—. Vendrán a buscarla mañana por la mañana.

—¡Mañana por la mañana, por Dios! ¡Seria mejor que vinieran ahora!

—No consiguen ambulancia —dijo Adam—, y no hay camas. Y no encontramos un médico ni una enfermera. Todos están ocupados. Eso es todo. Usted no entre en el cuarto; yo cuidare de ella.

—Sí, usted cuidara de ella, ya lo veo—dijo la señorita Hobbe, con un tono especialmente desagradable.

—Si, eso dije —replico Adam cortante—, y usted lárguese. Cerro la puerta con cuidado. Traía varios paquetes de forma irregular, y tenia una cara asombrosamente serena.

—¿Oíste eso? —pregunto, inclinándose y hablando en voz muy baja.

—Casi todo —dijo Miranda—. Bonita perspectiva, ¿verdad?

—Traje tus remedios—dijo Adam—, y empezaras a tomarlos de inmediato .Ella no puede echarte.

—De modo que la cosa es grave—dijo Miranda.

—Es muy grave—dijo Adam—, todos los teatros y casi todas las tiendas y restaurantes están cerrados; las calles han estado llenas de procesiones fúnebres durante el día y de ambulancias durante la noche.

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—Pero ninguna fue para mi—dijo Miranda, sintiéndose de buen humor. Se sentó en la cama, palmeo la almohada y busco la bata—. Me alegra que estés aquí, he tenido una pesadilla. Dame un cigarrillo, por favor, enciende uno para ti, abre todas las ventanas y siéntate cerca de una de ellas. Estás corriendo peligro—le dijo—. ¿No lo sabías? ¿Por que lo haces? —No importa—dijo Adam—. Toma tu remedio.

Y le ofreció dos grandes píldoras color cereza. Ella las trago enseguida y las vomito al instante.

—Perdóname—dijo, echándose a reír—. Lo siento tanto. Adam, sin decir palabra y con una expresión muy preocupada, le limpio la cara con una toalla húmeda, le dio un poco de hielo picado de uno de los paquetes y le ofreció con firmeza dos píldoras más.

—Es lo que hacían siempre en mi casa—le explicó—, y daba resultado.

Aplastada de humillación, ella se cubrió la cara con las manos y rió de nuevo, dolorosamente.

—Aun faltan dos remedios más —dijo Adam, apartándole las manos de la cara y alzándole la barbilla—. Apenas has empezado. Y tengo otras cosas, como jugo de naranja y helado. Me dijeron que te diera helado. Hay café en el termo y traje un termómetro. Tienes que tomarlo todo, así que más vale que te tranquilices.

—Anoche a esta hora estábamos bailando —dijo Miranda, y bebió algo de una cuchara.

Lo siguió por el cuarto con los ojos, mientras el hacía cosas distraídamente, como un hombre solo; de vez en cuando volvía y poniéndole la mano bajo la cabeza le acercaba una taza o un vaso a los labios; ella bebía y lo seguía de nuevo con los ojos, sin noción clara de lo que estaba pasando.

—Adam—dijo—, acabo de pensar en algo. Tal vez olvidaron el St. Luke's Hospital. Llama a las hermanas de allí y pídeles que no sean tan egoístas con sus cuartos tontos y viejos. Diles que solo quiero un cuarto oscuro, feo y pequeño por tres días, o menos. Haz la prueba, Adam.

Aparentemente el creyó que ella estaba más o menos en sus cabales, pues lo oyó hablar por teléfono y dar explicaciones con voz serena. Volvió casi al instante, diciendo:

—Parece que hoy me ha tocado tratar con viejas mojigatas. La hermana dijo que aunque tuvieran un cuarto no podían dártelo sin orden médica. Pero no tenían ninguno, de todos modos. Lo lamento mucho.

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—Bien—dijo Miranda con voz gruesa—. Me parece abominablemente rudo y mezquino, ¿a ti no?—Se incorporo moviendo bruscamente ambos brazos y empezó a vomitar de nuevo en medio de continuas convulsiones.

—Trata de aguantar —dijo Adam, buscando la chata. Le sostuvo la cabeza, le lavó la cara y las manos con agua helada, le acomodo la cabeza en la almohada y luego fue a mirar por la ventana.

—Bien—dijo al fin, sentandose de nuevo junto a ella—, no tienen cuarto. No tienen cama. Ni siquiera tienen cunas, por el modo en que hablo.

—¿No vendrá la ambulancia?

—Tal vez mañana. El se quito la casaca y la colgó del respaldo de una silla. Arrodillándose ante el hogar, se puso a apilar ramas cuidadosamente, con forma de tepee indio, con un papelito en el centro para apoyarlas. Encendió el papel, puso más ramas encima y leños más grandes. Cuando empezaron a crepitar, añadió leños aun más pesados y algunos trozos de carbón, hasta que hubo una buena llama y un fuego que no necesitaría de más cuidados. Se levantó y se sacudió las manos, el fuego lo iluminó desde atrás haciéndole brillar el pelo.

—Adam—dijo Miranda—, creo que eres muy bello.—El se rió y meneo la cabeza.

—Que palabra tan rara—dijo él—para mí.

—Fue la primera que se me ocurrió—dijo ella, apoyándose en el codo para recibir el calor del hogar—. Haz hecho un buen fuego.

El se sentó de nuevo en la cama, acercando una silla y apoyando los pies en los travesaños. Se sonrieron por primera vez desde que el había llegado esa noche.

—¿Cómo te sientes ahora?—le preguntó. —Mejor, mucho mejor —le dijo ella—. Hablemos. Contémonos nuestros planes.

—Tu primero—dijo Adam—. Quiero saber sobre ti.

—Pensarías que he tenido una vida muy triste —dijo ella—, y tal vez lo fue, pero ahora me alegraría de tenerla. Si pudiera recuperarla, sería fácil ser feliz con casi nada. No es cierto, no es así como me siento ahora.—Al cabo de una pausa dijo:—A fin de cuentas no hay nada que contar si termina ahora, pues todo este tiempo me estuve preparando para algo que sucedería más tarde, cuando llegara el momento. De modo que ahora no hay demasiado.

—Pero habrá valido la pena vivirla hasta ahora, ¿verdad? —preguntó el con seriedad, como si fuera importante saberlo.

—No, si esto es todo—repitió ella obstinadamente.

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—¿Nunca fuiste... feliz? —preguntó Adam.

Quizá tenia miedo de la palabra; la usaba con timidez, igual que la palabra amor, nunca antes parecía haberla usado y no estaba seguro del sonido ni del significado.

—No se—dijo ella—, me limite a vivir y nunca pense en ello. Recuerdo cosas que me gustaban, sin embargo, y cosas que esperaba.

—Yo iba a ser ingeniero eléctrico—dijo Adam. Se paró en seco—. Y lo seré cuando vuelva —añadió al cabo de un momento.

—¿No te gusta estar vivo?—preguntó Miranda—. ¿No amas el tiempo y los colores en horas diferentes del día; todos los sonidos y ruidos como el bullicio de los niños de al lado, las bocinas de los autos, las orquestas callejeras y el olor a comidas?

—Me gusta nadar, también—dijo Adam.

—También a mi—dijo Miranda—; nunca nadamos juntos. —Y de pronto le preguntó:— ¿Recuerdas alguna oración? ¿Nunca aprendiste ninguna en la escuela dominical?

—No muchas —confesó Adam sin contrición—. Bueno, el Padrenuestro.

—Sí, y está el Ave María—dijo ella—, y ésa realmente útil que empieza: Creo en Dios Padre Todopoderoso y en Su Santa Madre la Virgen María y en los santos apóstoles San Pedro y San Pablo...

—Católica—comentó él.

—Las oraciones son casi iguales, fanático metodista. Apuesto a que eres metodista.

—No, presbiteriano.

—Bien, ¿cuales otras recuerdas?

—Ahora me acuesto a dormir... —dijo Adam.

—Sí, esa, y Bendito Jesús manso y dulce... Como veras, tampoco se descuidó mi educación religiosa. Incluso conozco una oración que empieza Oh, Apolo. ¿Quieres oírla?

—No—dijo Adam—, me tomas el pelo.

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—De ningún modo—dijo Miranda—, estoy tratando de no dormir. Tengo miedo de dormir, tal vez no despierte. No dejes que me duerma, Adam. ¿Sabes eso de Mateo, Marcos, Lucas y Juan? ¿Bendecid la cama donde duermo?

—Y si muero antes de despertar, ruego al Señor que se lleve mi alma. ¿Es esa?—pregunto Adam—. Tiene algo que no suena bien.

—Enciéndeme un cigarrillo, por favor, córrete para allá y siéntate cerca de la ventana. Nos olvidamos del aire fresco. Tienes que tomar aire fresco.

El encendió el cigarrillo y se lo puso en los labios. Ella lo tomo entre los dedos y se le cayó bajo el borde de la almohada. El lo encontró y lo apago en el platillo del vaso de agua. Miranda sintió que la cabeza le flotaba en la oscuridad un instante y se le despejaba; se incorporó aterrada, quitándose las mantas y empezando a sudar. Adam se levantó con cara de alarma y le acercó una taza de café caliente a la boca.

—Tu también debes beber un poco—dijo ella, nuevamente tranquila, y se quedaron sentados y acurrucados en el borde de la cama, bebiendo café en silencio.

—Debes recostarte de nuevo —dijo Adam—. Ahora estás despierta.

—Cantemos —dijo Miranda—. Conozco un viejo spiritual, recuerdo parte de la letra.—Hablaba con naturalidad.—Ahora estoy bien. —Y empezó con un susurro ronco:— "Pálido caballo, pálido jinete, te has llevado a mi amor..." ¿Conoces esa canción?

—Si—dijo Adam—. La oí cantar a negros de Texas, en un campamento petrolero.

—Yo la oí cantar en un campo de algodón—dijo ella—. Es una buena canción.—Cantaron juntos ese verso.

—Pero no recuerdo que viene después—dijo Adam.

—"Pálido caballo, pálido jinete..." —dijo Miranda—. En realidad necesitamos un buen banjo... "Te has llevado a mi amor..."—La voz se le aclaró y dijo:—Pero deberíamos seguir. ¿Cual es el verso siguiente?

—Es mucho más larga—dijo Adam—, unos cuarenta versos, el jinete se ha llevado a la madre, al padre, al hermano, a la hermana, a toda la familia además de la amante...

—Pero no al cantor, todavía no—dijo Miranda—. La muerte siempre deja un cantor para llorar. "Muerte—cantó—, oh, deja un cantor para llorar..."

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—"Pálido caballo, pálido jinete —salmodió Adam, recobrando el ritmo—, te has llevado a mi amor..." Creo que somos buenos, podríamos organizar una función...

—Inscríbete en el Senicio de Esparcimiento —dijo Miranda—, ve a divertir a los pobres héroes indefensos Allá Lejos. . .

—Tocaremos el banjo —dijo Adam—. Siempre quise tocar el banjo.

Miranda suspiro, se recostó en la almohada y pensó, Debo ceder, ya no puedo resistir mas. Era solo ese dolor, solo ese cuarto y solo Adam. Ya no había planes múltiples para vivir, ni filamentos duros de recuerdo y esperanza tensándose para sostenerla. Solo este momento único y era un sueño de tiempo; la cara de Adam, muy cerca de la suya, los ojos fijos e intensos, era una sombra; y no había nada más.

—Adam—dijo desde la blanda y pesada oscuridad que la arrastraba hacia abajo—, te amo y esperaba que tu también me lo dijeras.

El se acostó junto a ella poniéndole el brazo bajo el hombro y apretó la cara tersa contra la de ella, acercó su boca a la de la muchacha y se detuvo.

—¿No oyes lo que estoy diciendo...? ¿Qué crees que trataba de decirte todo este tiempo?

Ella se volvió hacia él, la nube se disipó y le vio la cara un instante. El la cubrió con las mantas y la abrazó.

—Duérmete, amor, amor—dijo—, si duermes una hora te despertaré y te traeré café caliente y mañana encontraremos ayuda. Te amo, duérmete...

Casi sin darse cuenta se encontró flotando en la oscuridad, asiendo la mano de él, en un sueño que no era sueño sino luz del atardecer en un bosquecillo verde, un bosque feroz y peligroso lleno de voces ocultas e inhumanas que cantaban agudamente, como un gemido de flechas en el aire; vio a Adam traspasado por una andanada de esas flechas cantarinas que le atravesaban el corazón y hendían las hojas en medio de estridentes chillidos. Adam cayó hacia atrás ante sus ojos y se levantó de nuevo, ileso y vivo, otra andanada de flechas salida del arco invisible lo atravesó de nuevo y cayó; y de nuevo se levantó intacto en una muerte y resurrección perpetuas. Ella se arrojó delante de el y, con ferocidad y egoísmo, se plantó entre el y la trayectoria de las flechas, gritando, No, no, como una niña engañada en un juego, Ahora es mi turno, por qué debes morir siempre tu. Y las flechas le atravesaron limpiamente el corazón y el cuerpo; ella cayó muerta y aun vivía; el bosque silbaba y cantaba y gritaba, cada rama y cada hoja y cada brizna de hierba tenía su propia voz, terrible y acusatoria. Entonces corrió y Adam la atrapó corriendo en medio del cuarto y dijo:

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—Querida, yo también debí dormirme. ¿Que pasó? Gritaste espantosamente.

Después que él la tranquilizó, se quedó sentada con las rodillas encogidas bajo el mentón, apoyando la cabeza en los brazos cruzados; eligió cuidadosamente las palabras porque era importante explicarse con claridad.

—Era un sueño muy raro, no sé por que me asustó. Había algo sobre una vieja inscripción, dos corazones tallados en un árbol, atravesados por la misma flecha... tu sabes, Adam...

—Sí, lo sé, querida—dijo él con la mayor delicadeza y le besó la mejilla y la frente como si fuera un hábito, como si hiciera años que la besaba—, una de esas cosas en papel rugoso.

—Si, y sin embargo estaban vivas, y estábamos nosotros, entiendes. . . esto no parece muy exacto, pero era algo parecido. Era en un bosque...

—Si—dijo Adam. Se levantó, se puso la casaca y recogió el termo—. Volveré a esa tienda para comprar más helado y café caliente—le dijo—, y regresare en cinco minutos. Quédate tranquila. Adiós por cinco minutos—dijo, tomándole la barbilla en la palma de la mano y tratando de mirarla a los ojos—, y quédate muy tranquila.

—Adiós—dijo ella—, estoy despierta de nuevo.

Pero no lo estaba; los dos activos y jóvenes internos del hospital del condado que acaban de llegar para llevársela en una ambulancia de la policía—obedeciendo a los frenéticos llamados del ruidoso encargado de noticias locales del News de Blue Mountain—decidieron que seria mejor bajar a buscar la camilla. Las voces de ambos la despertaron, se incorporó, se levanto al momento y miró en derredor vivazmente.

—Vaya, está usted bien—dijo el joven más moreno y corpulento. Ambos lucían muy elegantes y eficaces con su ropa blanca y ambos tenían flores en el ojal—. Yo la llevare.

Desplegó una manta blanca y la envolvió en ella. Ella aferró los pliegues y preguntó dónde estaba Adam mientras asía la mano del medico. El le puso la mano en la frente empapada, meneo la cabeza y le echó una mirada astuta.

—¿Adam?

—Si—dijo Miranda, adoptando un tono confidencial—, estaba aquí y ahora se fue.

—Oh, volverá—le dijo con soltura el interno—, fue aquí a la vuelta a comprar cigarrillos. No se preocupe por Adam. El es el menor de sus problemas.

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—¿Sabrá dónde encontrarme? —preguntó ella, resistiéndose aún.

—Le dejaremos una nota—dijo el interno—. Vamos, es hora de largarse de aquí.

La alzó y se la apoyó en el hombro.

—Me siento muy mal—dijo ella—. No sé por qué.

—Me imagino—dijo el, caminando con cuidado, precedido por el otro médico, y tanteando el primer escalón.

—Écheme los brazos al cuello—le dijo—. A usted no le hará ningún daño y para mi será una ayuda.

—¿Como se llama usted? —preguntó Miranda mientras el otro médico abría la puerta del frente y salían al aire dulzón y escarchado.

—Hildesheim—dijo él, con el tono de quien complace a un niño.

—Bien, doctor Hildesheim, ¿no estamos en un buen brete?

—Ya lo creo—dijo el doctor Hildesheim.

El otro interno, aún muy fresco y atildado con su chaqueta blanca, aunque el clavel se le estaba marchitando en los bordes, estaba inclinado escuchándole la respiración con un estetoscopio There's a Long, Long Trail... De vez en cuando le tocaba las costillas con dedos expertos, silbando. Miranda lo observó unos instantes hasta que vio los brillantes ojos castaños y activos a poca distancia de ella.

—No estoy inconsciente—explicó—. Sé lo que quiero decir. Luego, horrorizada, se oyó farfullar disparates, sabiendo que eran disparates aunque no oía lo que estaba diciendo. El destello de atención en el ojo que tenia cerca se apagó, el segundo interno siguió examinando y silbando suavemente.

—Por favor, dejé de silbar—dijo ella con claridad—. Es una melodía horrenda —añadió. Cualquier cosa, cualquiera, para mantener su pequeña participación en la vida de los seres humanos, una línea clara de comunicación, fuera cual fuese, entre ella y el mundo que se alejaba—. Por favor, quiero ver al doctor Hildesheim —dijo—. Tengo algo importante que decirle. Debo decírselo ahora.

El segundo interno desapareció. No se fue caminando, se esfumó sin ningún sonido, y la cara del doctor Hildesheim lo reemplazó.

—Doctor Hildesheim, quiero preguntarle por Adam.

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—¿Ese jovencito? Estuvo aquí, le dejo una nota y se fue —dijo el doctor Hildesheim—. Volverá mañana y pasado mañana. —El tono era demasiado alegre y desenfadado.

—No le creo—dijo Miranda, rencorosa, cerrando la boca y los ojos y conteniendo las lágrimas.

—Señorita Tanner—llamo el doctor—, ¿tiene esa nota?

La señorita Tanner apareció junto a ella, le entregó un sobre sin cerrar, se lo quitó, desplegó la nota y se la dio.

—No puedo verla—dijo Miranda, tras escudriñar dolorosamente la página llena de garrapatas en tinta negra.

—Yo te la leeré—dijo la señorita Tanner—. Dice: "Vinieron a buscarte cuando yo no estaba y ahora no me dejan verte. Tal vez mañana me dejen. Cariños, Adam"—leyó la señorita Tanner con voz seca y firme, pronunciando las palabras con claridad—. ¿Ahora estás conforme? —pregunto con voz tranquilizadora.

Miranda oyó las palabras una por una... y las olvidó una por una.

—Oh, léala de nuevo. ¿Que dice?—pregunto en el silencio que la cercaba, tratando de asir esas palabras escurridizas que se le escapaban cuando estaba por tocarlas.

—Suficiente—dijo el doctor Hildesheim, serenamente autoritario—. ¿Dónde está esa cama?

—Aun no hay cama—dijo la señorita Tanner, como si dijera "Hay escasez de naranjas".

—Bien, ya lo solucionaremos —dijo el doctor Hildesheim. La señorita Tanner llevó el bastidor angosto con soportes cruzados de metal brillante y pequeñas ruedas de goma a un recoveco del corredor, fuera del paso de las figuras blancas y apresuradas que pasaban revoloteando y aleteando en silencio como insectos sobre el agua. Las paredes también blancas se alzaron altas como peñascos, una docena de lunas escarchadas se sucedieron con perfecta tranquilidad por un camino blanco y una por una cayeron silenciosamente en un abismo nevado.

¿Que era esta blancura y silencio sino ausencia de dolor? Miranda se quedó tendida alzando suavemente la manta blanca entre dedos serenos, presenciando una danza de sombras altas y resueltas que se movían detrás de un ancho biombo de sábanas tendidas sobre una estructura. Estaba allí, cerca de ella, de su lado de la pared, donde podía verlo claramente y disfrutarlo, y era tan bello que no le importó saber que significaba. Dos figuras oscuras cabecearon, se inclinaron, se hicieron una reverencia, retrocedieron y se saludaron otra vez, alzaron brazos

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largos y tendieron manos grandes contra la sombra blanca del biombo; luego, con un solo ademán, las sábanas fueron descorridas, revelando a dos callados hombres de blanco, de pie, y a otro callado hombre de blanco, acostado sobre los resortes desnudos de una cama de hierro blanco. El hombre acostado estaba envuelto en blanco de la cabeza a los pies, con vendas plegadas sobre la cara; un arco rígido y amplio como orejas de conejo se le mecía en la coronilla.

Los dos hombres vivos alzaron un colchón apoyado contra la pared, lo tendieron tierna y exactamente sobre el muerto. Callados y blancos desaparecieron en el corredor, empujando la cama con ruedas. Había sido un espectáculo moroso y cautivante, pero ahora había terminado. Una pálida niebla blanca se alzo sugestivamente detrás de ellos y floto ante los ojos de Miranda, una niebla que escondía todo el terror y toda la fatiga, todas las caras torcidas y las espaldas deformes y los pies rotos de seres vivos humillados y ultrajados, todas las formas de sus dolores confusos y sus corazones enajenados; la niebla podía abrirse en cualquier momento y soltar la horda de suplicios humanos. Ella alzo las manos y dijo, Todavía no, todavía no, pero era demasiado tarde. La niebla se abrió y dos verdugos vestidos de blanco se acercaron empujando con maravillosa destreza y manos habilidosas la silueta deforme de un viejo con harapos sucios cuya barba rala ondeaba bajo la boca abierta mientras el arqueaba la espalda y pataleaba para resistirse y demorar el destino que le habían preparado. Con voz alta y plañidera trataba de explicarles que el delito del cual lo acusaban no merecía el castigo que estaba por recibir; y excepto por su grito gemebundo había silencio mientras ellos avanzaban. El viejo tendía los cuencos sucios y rajados de sus manos mientras imploraba como un mendigo "Ante Dios no soy culpable", pero ellos alargaron los brazos, lo arrastraron, y siguieron de largo.

El camino a la muerte es una larga marcha plagada de todos los males y el corazón desfallece poco a poco ante cada terror nuevo, los huesos se rebelan a cada paso, la mente opone una enconada resistencia. ¿Y para que? Las barreras caen una por una y ninguna venda en los ojos oculta el paisaje del desastre ni la visión de los crímenes cometidos allí. Por el campo venía el doctor Hildesheim, su rostro una calavera bajo un casco alemán, llevando un niño desnudo que se contorsionaba en la punta de su bayoneta y una gran vasija de piedra que decía Veneno en letras góticas. Se detuvo ante el manantial que Miranda recordaba de un campo de pastoreo en la granja de su padre, un manantial otrora seco pero ahora burbujeante de agua viva; en sus profundidades puras arrojo al niño y el veneno, y el agua profanada se hundió calladamente en la tierra. Miranda, gritando,.. corrió con los brazos en alto; su voz retumbo y reverbero como un aullido de lobo, Hildesheim es un nazi, un espía, un alemán, mátenlo, mátenlo antes que los mate a ustedes... Despertó aullando, oyó las palabras insultantes que acusaban al doctor Hildesheim brotándole de la boca; abrió los ojos y supo que estaba en una cama en un cuartito blanco, con el doctor Hildesheim sentado junto a ella, dos dedos firmes tomándole el pulso. Tenia el pelo peinado y brilloso y una flor nueva en el ojal. Titilaban estrellas en la ventana. El doctor Hildesheim parecía mirarlas sin ninguna expresión en especial, el estetoscopio colgado del cuello. La señorita Tanner estaba al pie de la rama anotando algo en un gráfico.

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—Hola —dijo el doctor Hildesheim—, al menos usted se desquita gritando. No trata de levantarse y echar a correr. —Miranda hizo un esfuerzo para mantener los ojos abiertos, le vio la cara carnosa y paciente con claridad, aunque su mente trastabillaba y resbalaba de nuevo, perdía su punto de apoyo y giraba como una rueda caída en una zanja.

—No lo dije en serio, jamás lo creí, doctor Hildesheim, no debe usted recordarlo... —Y de nuevo se alejó, sin poder esperar la respuesta.

El mal que había hecho la siguió y la rondo en sueños: este mal cobro vagas formas de horror que ella no podía reconocer ni nombrar, aunque el corazón se le estrujaba al verlas. Su mente escindida reconocía y negaba lo que veía al mismo tiempo, pues a través de un abismo de plañidera oscuridad su yo coherente y razonante observaba con frialdad el extraño frenesí del otro, negándose a admitir la verdad de las visiones, los tenaces remordimientos y angustias.

—Se que son sus manos—le dijo a la señorita Tanner—. Lo se, pero para mi son tarántulas blancas; no, no me toqué.

—Cierra los ojos—dijo la señorita Tanner.

—Oh, no—dijo Miranda—, porque entonces veo cosas peores. —Pero los ojos se le cerraron contra su voluntad y la medianoche de sus tormentos interiores la cercó.

El olvido, penso Miranda, tanteando con la mente los recuerdos de las palabras que le habían enseñado para describir lo invisible, lo desconocido, es un remolino de agua gris que gira por toda la eternidad... La eternidad quizá es más que la distancia hasta la estrella más lejana. Estaba en un saliente angosto sobre un pozo que sabia no tenia fondo, lo sabia sin comprenderlo; el saliente era su sueño infantil de peligro. Se aplasto contra una tranquilizadora pared de granito, escrutando el pozo, pensando, Allí está, allí está al fin, es muy simple; y palabras suaves y cuidadosamente modeladas como olvido y eternidad son telones colgados ante nada. No lo sabré cuando ocurra, no sentiré ni recordare, por que no me rindo ahora, estoy perdida, no hay esperanzas para mi. Mira, se dijo, allí está, esa es la muerte y no hay nada que temer. Pero no se rendía, aun se aplastaba rígidamente contra la pared de granito que era su sueño infantil de seguridad, respirando despacio por temor a desperdiciar el aire, diciendo desesperadamente, Mira, no temas, no es nada, es solo la eternidad.

Las paredes de granito, los remolinos, las estrellas son cosas. Ninguna de ellas es la muerte, ni la imagen de la muerte. La muerte es la muerte, dijo Miranda, y para los muertos no tiene atributos. Silenciada se hundió blandamente en capas y capas de oscuridad hasta que yació como una piedra en el fondo más profundo de la vida, sabiendo que estaba ciega, sorda, muda, sin tener conciencia de su propio cuerpo, absolutamente alejada de todas las preocupaciones humanas, pero viva

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con una lucidez y coherencia especiales; todas las nociones de la mente, las razonables inquisiciones de la duda, todos los lazos de la sangre y los deseos del corazón, se disolvieron y laceraron, y de ella solo quedo una ínfima partícula de ser que ardía tenazmente y se sabia sola, que dependía solo de sí misma para conservar las fuerzas; no era sensible a ninguna apelación ni incitación, pues solo estaba compuesta por un motivo único, la terca voluntad de vivir. Esta partícula inmóvil y tenaz se dispuso a resistirse sola a la destrucción, a sobrevivir y ser en su propia locura de ser, sin motivos ni planes excepto ese fin esencial. Confía en mi, dijo el duro y tenaz y colérico punto de luz. Confía en mi. Yo permanezco.

De inmediato creció, se achato, se angosto en un resplandor espigado, se abrió como un gran abanico y se desplegó en un arco iris a través del cual Miranda, hechizada, convencida, contemplo un paisaje claro y profundo de mar y arena, de praderas suaves y cielos recién lavados y relucientes con transparencias de azul. Claro, claro, dijo Miranda, no sorprendida sino plácidamente cautivada como si una promesa hecha tiempo atrás se hubiera cumplido cuando ella ya había dejado de tener esperanzas. Se levanto del saliente angosto y traspuso corriendo los altos portales del gran arco iris que cubría en su esplendor el azul ardiente del mar y el verde fresco de la pradera.

Las pequeñas olas rodaban sin prisa, lamían la arena en silencio y retrocedían; los pastos se agitaban en una brisa sin sonidos. Avanzando perezosamente como nubes en el aire radiante se acercaba una multitud de seres humanos y, en un rapto de alegría, Miranda vio que eran todos los seres vivos que había conocido. Cada cual tenia la cara transfigurada por su propia belleza, más allá de los recuerdos que ella tenia; los ojos eran claros y limpios como el buen tiempo y no arrojaban sombra. Eran entidades puras y ella conocía a cada cual sin decir los nombres ni recordar que relación tenia con ellos. La rodearon suavemente con su andar callado, luego volvieron hacia el mar las caras cautivadas y ella avanzó ágilmente entre ellos como una ola entre olas. El circulo impreciso se ensancho, se separó y cada figura quedo sola pero no solitaria; Miranda, sola también, sin cuestionar nada ni desear nada, en la placidez del éxtasis, se quedo donde estaba, los ojos clavados en el cielo abrumador y profundo donde siempre era la mañana.

Cómodamente tendida, los brazos bajo la cabeza, en la pródiga tibieza que fluía constantemente del mar y el cielo y la pradera, al alcance del tacto pero sin tocar a los seres familiares que sonreían con calma alrededor, Miranda sintió de golpe un vago temblor de aprensión, un destello de desconfianza en su alegría; una escarcha delgada toco los bordes de su confiada placidez; algo, alguien faltaba, ella había perdido algo, había dejado algo valioso en otra parte, oh, ¿que podía ser? No hay árboles, no hay árboles aquí, dijo intimidada, he dejado algo inconcluso. Un pensamiento lucho en los recovecos de su mente, le llego al oído claro como una voz. ¿Dónde están los muertos? Hemos olvidado a los muertos, oh, los muertos, ¿dónde están? Al instante, como si hubiera caído un telón, el paisaje brillante se esfumó, se encontró sola en un lugar extraño y pétreo y frío, avanzando a tientas por un camino escarpado de nieve resbaladiza, gritando, Oh,

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debo volver. ¿Pero hacia dónde? El dolor regreso, un dolor terrible y compulsivo que le atravesaba las venas como fuego espeso, el tufo de la corrupción le lleno las fosas nasales, el olor dulzón y nauseabundo de la carne corrupta y el pus; abrió los ojos y vio una luz pálida a través de una tela basta y blanca sobre la cara, supo que el olor de la muerte estaba en su propio cuerpo; trató de alzar la mano. Retiraron la tela; vio a la señorita Tanner llenando una hipodérmica con su manera experta y metódica, y oyó que el doctor Hildesheim decía:

—Creo que eso dará resultado. Dele otra mas.

La señorita Tanner tiro con firmeza del brazo de Miranda cerca del hombro y la increíble corriente de dolor le atravesó de nuevo las venas. Trato de gritar, de decir déjenme en paz, déjenme en paz; pero solo oyó balbuceos incoherentes de sufrimiento animal. Vio al medico y a la enfermera mirándose con la mirada de los iniciados en un misterio, cabeceando en silencio, los ojos relucientes del orgullo de los que saben. Echaron una rápida ojeada al producto de sus afanes y salieron de prisa.

Sonaron unas campanas discordantes, enredándose mientras chocaban en el aire, bocinas y silbatos se mezclaron ásperamente con gritos de desesperación humana; una luz sulfurosa irrumpió por la ventana negra y se esfumo en la oscuridad. Despertando de un sueño sin sueños Miranda pregunto sin esperar una respuesta:

—¿Qué está pasando?

Pues había una confusión de voces y pasos en el corredor, una crispación en el aire; el clamor lejano proseguía, un griterío furioso y exasperado como el de una multitud revoltosa.

Encendieron la luz y la señorita Tanner dijo con voz sedosa:

—¿Oyes eso? Están celebrando. Es el armisticio. La guerra ha terminado, querida. —Le temblaban las manos. Revolvió una cuchara en una taza, paró para escuchar, le alcanzo la taza a Miranda. Desde la sala de pacientes viejas, corredor abajo, llego el coro desparejo de voces cascadas que cantaban My country, 'tis of the...

Dulce tierra... oh, tierra terrible de este mundo amargo donde el sonido del regocijo era un clamor de dolor, donde viejas harapientas y discordantes, sentadas en la cama mientras esperaban el tazón de cocoa, cantaban Sweet land of Liberty...

—Oh, say, can you see?—preguntaron luego las voces desesperanzadas, ahora ahogadas por los martillazos de lenguas de metal.

—La guerra ha terminado—dijo la señorita Tanner, el labio inferior firme, los ojos empañados.

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—Por favor abra la ventana —dijo Miranda—. Por favor, huelo la muerte aquí adentro.

Si volviera la luz del día tal como recuerdo haberla visto en este mundo, pero es siempre el crepúsculo o el alba, una promesa del día que nunca se cumple. ¿Qué ha pasado con el sol? Esa fue la noche más larga y más solitaria y sin embargo no termina ni deja que vuelva el día. ¿Alguna vez volveré a ver la luz?

Desde una silla cerca de una ventana, en si era un prodigio melancólico ver la luz incolora del sol rozando la nieve bajo un cielo drenado de su azul.

—¿Esta puede ser mi cara?—le pregunto Miranda al espejo—. ¿Son éstas mis manos? —le pregunto a la señorita Tanner, alzándolas para mostrar el tinte amarillento como cera derretida que brillaba entre los dedos cerrados. El cuerpo es un monstruo curioso, no un lugar donde vivir. Nadie podría sentirse a sus anchas aquí. ¿Es posible que alguna vez pueda acostumbrarme a este lugar?, se pregunto. Las caras humanas que la rodeaban parecían aburridas y borrosas y cansadas, sin el brillo de la piel y los ojos que Miranda recordaba como brillo; las paredes otrora blancas del cuarto ahora eran de un gris sucio. Respirando despacio, durmiéndose y despertando, sintiendo la salpicadura del agua en la carne, comiendo, intercambiando frases sueltas con el doctor Hildesheim y la señorita Tanner, Miranda miraba en derredor con los ojos furtivamente hostiles de un extranjero que no gusta del país donde se encuentra, no entiende el idioma ni desea aprenderlo, no se propone vivir aquí y sin embargo no puede abandonarlo a voluntad.

—Es la mañana—dijo la señorita Tanner, con un suspiro, pues se había vuelto vieja y consumida de una vez para siempre el mes pasado—, nuevamente la mañana, querida —dijo mostrando a Miranda el mismo paisaje monótono de plantas opacas y nieve plomiza. Se paseaba meciendo las faldas almidonadas, la cara valerosamente maquillada, el animo inquebrantable como el buen acero, diciendo—: Mira, querida, que mañana maravillosa, como un cristal. —Sentía afecto por la criatura rescatada que tenia delante, el ser humano callado e ingrato a quien ella, Cornelia Tanner, una enfermera que conocía el oficio, había arrancado de la muerte con sus propias manos. "Velar por los enfermos es la mitad de la cura", decía a las otras enfermeras, "nunca lo olviden". Hasta la luz del sol era la prescripción de la señorita Tanner para que se recobrara Miranda, la paciente que los médicos habían dado por perdida y que, sin embargo, estaba allí, prueba visible de la teoría de la señorita Tanner. Le decía "Ahora mira la luz del sol" como quien dice "Te recete esto, querida, ahora bébelo".

—Es hermoso—respondió Miranda, volviendo la cabeza para mirar, agradeciendo a la señorita Tanner su bondad, principalmente su bondad con el tiempo—, hermoso, siempre lo ame.

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Y lo amaría de nuevo si lo viera, pensaba, pero lo cierto era que no podía verlo. No había luz, tal vez nunca más hubiera luz, ahora que siempre la acompañaría con la luz que había visto junto al mar azul que lamía tan plácidamente la costa de su paraíso. Ese era un sueño infantil de la pradera celestial, la visión de reposo que sorprende a un cuerpo fatigado en el sueño, penso, pero la he visto cuando no sabia que era un sueño. Cerrando los ojos descansaba un momento evocando el jubilo que había retribuido todo el dolor del viaje para alcanzarlo; abriéndolos de nuevo veía con una angustia nueva el mundo opaco al que estaba condenada, donde la luz parecía velada por telarañas, todas las superficies brillantes deterioradas, los contornos abruptos derretidos y amorfos, todos los objetos y seres intranscendentes, ah, cosas muertas y marchitas que se creían vivas.

De noche, después del largo esfuerzo de estar tendida en la silla, añorando intensamente lo que había ganado por tan poco tiempo, encogía el cuerpo dolorido y lloraba callada, desvergonzadamente, un lamento por sí misma y por el éxtasis perdido. No había escapatoria. El doctor Hildesheim, la señorita Tanner, las enfermeras de la cocina dietética, el químico, el cirujano, la maquinaria precisa del hospital, toda la convicción humana y las costumbres de la sociedad conspiraban para poner en pie ese inseparable saco de huesos y carne consumida, para poner orden en esa mente desquiciada, para guiarla una vez más al camino que de nuevo la llevaría a la muerte.

Chuck Rouncivale y Mary Townsend fueron a verla, llevándole un fajo de cartas que le habían reservado. Le trajeron un cesto de delicadas flores de invernadero, lirios del valle con guisantes de olor y helechos; sobre esos capullos sus caras eran alegres y ojerosas.

—¿Ha sido una lucha, verdad?—dijo Mary. —Bien, lograste volver, ¿verdad? —dijo Chuck.

Y luego, después de una pausa incómoda, le dijeron que todos esperaban volver a verla en su escritorio.

—Me han puesto de nuevo en Deportes, Miranda —dijo Chuck.

Durante diez minutos Miranda sonrió y les dijo que era una sorpresa grata y jovial encontrarse viva. Pues de nada sirve traicionar la conspiración y minar el coraje de los vivos; no hay nada mejor que estar vivo, todos están de acuerdo; no puede discutirse y, quien intenta negarlo, es justamente excluido de la ley.

—Regresaré en poco tiempo—dijo—. Esto casi ha terminado.

Tenia las cartas apiladas sobre el regazo y junto a la silla. De vez en cuando movía una para leer la inscripción, reconocía la letra, examinaba las estampillas manchadas y los sellos postales, luego las dejaba caer. Durante dos o tres días quedaron en la mesa; ella se empeñaba en no leerlas.

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—Todos me volverán a decir que bueno es estar vivo, repetirán que me quieren, que se alegran de que yo también este viva. ¿Que puedo responder a eso? —Y su corazón endurecido e indiferente se estremecía de desesperación ante sí mismo, pues antes había sido tierno y capaz de amar.

—¿Cómo? ¿Todavía no abrió esas cartas? —dijo el doctor Hildesheim.

—Lee esas cartas, querida. Yo te las abriré—dijo la señorita Tanner. De pie junto a la cama, las abrió impecablemente con un cortapapeles. Miranda, acorralada, eligió y seleccionó hasta que encontró un sobre delgado con una letra desconocida—. Oh no—dijo la señorita Tanner—, tómalas como vienen. Ten, yo te las daré. —Se sentó, dispuesta a ser servicial hasta el fin.

Que victoria, que triunfo, que felicidad estar con vida cantaban las cartas a coro. Las firmas tenían garabatos como los círculos de las notas de corneta en el aire; eran los nombres de las personas que más había amado; de algunas que había conocido bien y le eran gratas; y de unas pocas que no significaban nada para ella, ni entonces ni ahora. El sobre delgado con letra desconocida era de un extraño del cuartel donde había estado Adam, diciéndole que Adam había muerto de fiebre en el hospital militar. Adam le había pedido, si algo ocurría, que se lo comunicara a ella de algún modo. Si algo ocurría. Que se lo comunicara de algún modo. Si algo ocurría. "Su amigo, Adam Barclay . . . " escribía el extraño. Había ocurrido—miró la fecha—hacía más de un mes.

—He estado aquí mucho tiempo, ¿verdad? —preguntó a la señorita Tanner, quien plegaba las cartas y las guardaba en los sobres correspondientes.

—Oh, mucho tiempo—dijo la señorita Tanner—, pero pronto podrás irte. Aunque debes tener cuidado y no esforzarte; tendrás que volver de vez en cuando para que te revisemos porque a veces los efectos posteriores son muy...

Miranda, sentada ante el espejo, escribió cuidadosamente: "Un lápiz de labios, mediano, un frasco de perfume Bois d'Hiver, un par de guantes de gamuza gris sin correas, dos pares de medias grises sin costura..."

Towney, leyendo por encima del hombro, dijo: —¿Todo sin algo para que sea casi imposible de conseguir?

—Haz la prueba—dijo Miranda—. Son más bonitos sin. Un bastón de madera plateada con pomo de plata.

—Eso saldrá caro—advirtió Towney—. No vale la pena para caminar

—Tienes razón—dijo Miranda, y escribió en el margen—: "Un bastón bonito que haga juego con mis otras cosas". Pídele a Chuck que lo busque, Mary. Bonito y no muy pesado. —Lázaro, levántate y anda. No a menos que me traigan el bombín y el bastón. Entonces quédate donde estás, snob. De ningún modo. Me levantare y

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andaré.— Un frasco de crema facial—escribió Miranda—, una caja de polvo de damasco .. y, Mary, no necesito sombra para ojos, ¿verdad?—Se observó la cara en el espejo y aparto la mirada.—Pero nadie compadecerá a este cadáver si cuidamos adecuadamente el aspecto artístico del asunto.

—En una semana no te reconocerás—dijo Mary Townsend. —¿Piensas, Mary—preguntó Miranda—, que podré tener de vuelta mi vieja habitación?

—Debería ser fácil—dijo Mary—. Hemos guardado todas tus cosas en la casa de la señorita Hobbe.—Miranda se maravillo nuevamente ante el tiempo y el esfuerzo que los vivos dedicaban a servir a los muertos. Pero ahora no estoy tan muerta, se tranquilizo, tengo un pie en cada mundo; pronto cruzare el limite y estaré de nuevo en casa. La luz parecerá real y me alegrare cuando me entere de que algún conocido ha escapado de la muerte. Visitare a los que escaparon, los ayudare a vestirse y les diré cuan afortunados son y cuan afortunada soy yo de estar aun con ellos. Pronto Mary regresara con mis guantes y mi bastón, ahora debo irme, debo empezar a despedirme de la señorita Tanner y el doctor Hildesheim. Adam, dijo, ahora no tendrás que morir de nuevo, pero aun así te echo de menos; ojalá volvieras. ¿Para que piensas que volví, Adam?, ¿para ser defraudada de este modo?

Inmediatamente él estuvo junto a ella, una presencia invisible pero apremiante, un fantasma pero más vivo que ella, el último e intolerable engaño de su corazón; pues sabiendo que era falso ella se aferro de la mentira. La imperdonable mentira de su tenaz deseo. Dijo "Te amo" y se levantó temblando, tratando de hacerlo aparecer ante ella por un mero acto de voluntad. Si pudiera llamarte de la tumba lo haría, dijo, si pudiera ver tu fantasma diría, creo...

—Creo—dijo en voz alta—. Oh, déjame verte una vez más. —El cuarto estaba silencioso, vacío, la sombra se había ido, ahuyentada por la violencia repentina de su gesto y su voz. Miranda volvió en sí como si despertara. Oh no, ese no es el modo, nunca debo hacer eso, se previno.

—El taxi está esperando, querida—dijo la señorita Tanner. Y allí estaba Mary. Lista para salir.

No más guerra, no más enfermedad, solo el silencio aturdido que sigue al cese del fuego de los cañones; casas sin ruido con las cortinas bajas, calles vacías, la luz fría y muerta de la mañana. Ahora habría tiempo para todo.

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