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PREGÓN DE LA SEMANA SANTA - … · que sube hasta tu garganta y que te recorre el cuerpo. Hoy te necesita a ti el que es Señor de los cielos, ... sangre y vida de un Hombre que

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PREGÓN DE LA SEMANA SANTA

DE CEUTA

Por Manuel Abad Gómez

Excmas. e Iltmas. Autoridades, Iltmo. Sr. Presidente y Junta del Consejo Diocesano de Hermandades y Cofradías, Señoras y Señores.

Aunque tardía esta vez, vuelve con el sabor de lo inesperado, de la sorpresa que se anhela, otra Semana Santa, otro Domingo de Pasión.

Y parece que fue ayer cuando oíamos las apasionadas palabras de Pepe

Remigio, en el que no será nunca-su último pregón; o anteayer, cuando bajo estas mismas bóvedas, Paco Pérez Buades, con la rotundidad con que defiende todos sus credos, sobre todo los artísticos, invocaba una Semana Santa, genuinamente ceutí, aunque se mirase en ese paradigma, siempre envidiable, que es Sevilla. Y otros ayeres y anteayeres, como los que protagonizaron Joaquín Amador, Manuel Alonso Alcalde, Juanito Díaz, López Anglada, Lería, Antonio Bernal, los Nieto Larrinaga, Pepe Cossío, Paco Amores y tantos y tantos... De algunos de estos discursos, siendo un muchacho, fui espectador anónimo, oculto a veces en los cortinajes del Cine Cervantes, hoy, de viejo, tan empequeñecido. Todos pusieron su acertada palabra y mucho de su corazón en el canto a esta hermosa tierra y a su Semana Mayor. Dudo que yo pueda alcanzarlos. De cualquier modo, este es mi pregón.

I EL COFRADE, LANCELOT DE CRISTO

Difícil tarea la de ser pregonero sin ser cofrade. Porque sólo a él deberíais encomendarle esta bella misión con la que me habéis honrado. Porque a él y a otros como él, son los que, llegados estos días, antesala de Ramos, se les empieza a adensar en sus gargantas ríos de emoción y de fe. Porque él y otros como él, canalizarán el gran Vía Crucis de la Pasión de Cristo por nuestras calles ceutíes. Porque él y Otros como él han soportado y soportarán los vendavales iconoclas-tas de los que quisieran que todo esto quedase en el esqueleto de algo insostenible, inútil, que la modernidad se encargará, poco a poco, de diluir y desaparecer. Porque él y otros como él, vigías sin sueño, guardianes celosos,

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están en lucha constante con los cancerberos que se obstinan en monopolizar lo que, por ley, ha de ser compartido. Porque él y otros como él han vencido la desidia que convirtieron nuestros templos en ruinas y nuestras imágenes en reclamos para chamarileros. Porque él y otros como él hicieron de su cofradía, de su Iglesia y de su altar, la más hermosa Galatea.

Para tí, cofrade, hermano de cirio, hermano de vara, capataz, costalero que bajo las andas, con el sudor de la primera chicotá sobre la frente, dejas reposar con suavidad sobre el asfalto, la dorada canastilla de un paso de palio o el monte de lirios donde eternamente agoniza Cristo. A tí, uno más de esos cuarenta pares de hombros; de esos cuarenta cuellos; de esas cuarenta gargantas; de esas cuarenta veces dos, manos sudorosas; de esos cuarenta labios donde la saliva se espesa, dulce y ácida, como una naranja. Para tí, joven costalero, nuevo Lancelot, que en tus alzadas elevas a dogma el misterio de la divinidad de Cristo, que por ser también Hombre, es más Dios. Para tí, hermano cofrade, que te sientes halagado cuando se te insulta, llamándote «capillita». Para tí, vaya este preambulillo que surge desde un corazón que te envidia porque tu fe es la de las que, realmente, mueven montañas.

Levanta tu Cristo, costalero, que hoy necesita de tu nervio. Hoy necesita esa intensa emoción que hay en tu pecho, que sube hasta tu garganta y que te recorre el cuerpo. Hoy te necesita a ti el que es Señor de los cielos, porque va desfallecido y en su amor busca a su pueblo. Para que Cristo comience en su derrota su imperio, con tu joven energía, levanta tu Cristo, costalero. Levanta, costalero, tu Cristo... Ceuta está muy sedienta de esta sangre que se escapa por su costado entreabierto y que florece en claveles derramados por el suelo... ¡Qué importa el dolor del hombro, pegado al duro madero, si el hombro es otro clavel

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que se ofrece al nazareno! Para que Cristo no muera nunca, jamás en tu pecho, con toda tu valentía, levanta tu Cristo, costalero.

II SEMANA SANTA, TIEMPO SUSPENDIDO...

Un año más volvemos a lo que los filósofos llaman la «atempo- ralidad del

tiempo». No es que el tiempo se paralice o esa sea nuestra falsa impresión, sino que viaja en sentido inverso, a la búsqueda del enigma que quedó por desvelar: Dios ha muerto en forma de Hombre.

Por unos días, las leyes físicas se quebrantan; las estéticas pasadas hacen

añicos las vanguardias y los sentimientos empiezan a rezumar nostalgias de un ayer, donde el hombre se sintió víctima y verdugo. Viajando a través de un corazón inquieto, vamos a la búsqueda del esclarecimiento de un asesinato donde fuimos cómplices.

Nadie mida el agua que ha pasado desde entonces bajo los puentes, viejos y nuevos. Nadie cuente las lunas muertas y los soles vivos. Nadie multiplique las primaveras. Imposible e inútil el esfuerzo de sopesar, cuantitativa y cualitativamente, alto tan intemporal como lo que empezamos a revivir.

La Semana Santa es tiempo en suspensión. Días colgados en almanaques mágicos, de un calendario profundamente emotivo que sirve de asidero a la conciencia individual y colectiva. El reloj, personal e intransferible, del cristiano se muestra acelerado como una turbina al rojo vivo. La parálisis se enfrenta al frenesí: lo irreconocible.

No obstante, se produce el milagro. Y aquí, en esta ciudad africana, a un tiro de piedra de las tierras andaluzas, sus hermanas, participando, como ellas, del mismo ceremonial, también se vive un tiempo externo de inercia física (comemos, dormimos, paseamos, trabajamos), mientras que el tiempo interior galopa desbocado a ritmo propio y nos lleva, veinte siglos atrás, allí donde el Jordán se hace río y Jerusalén explota. Donde existen olivos, áridos pedregales y sol. Casi nuestra misma geografía. Muchos de nosotros hasta conseguiremos transir el mismo aire judío, sospecharemos el olor de sus campos, penetraremos en sus casas blancas, caminaremos por sus tortuosas callejuelas, visitaremos sus viejas sinagogas. Quien viva la Semana Santa, a buen seguro sabrá de lo que estamos hablando. Porque son sencillamente esas imágenes en nuestras calles las que marcan el compás de nuestras vidas en estos siete días que, paradójicamente, no pueden ser santos porque estamos bien lejos de la santidad que pregonamos.

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Imágenes de Cristos, de Vírgenes, de Apóstoles. Son ellas las que resucitan el tiempo pasado, nada más atravesar el umbral de un domingo como éste o como el de Ramos, que está por venir. Serán esos iconos los que nos lleven hasta la geografía y el folklore de un pueblo que nos interesa y ciertamente la sangre y vida de un Hombre que esta mañana nos interesa muchísimo más.

Si en el contrapunto hubo acierto, ya será imposible estar a la vez dentro y fuera, arriba y abajo. Por Velarde o el Rebellín; por Azcárate o en La Marina; frente a los Remedios o en las escalinatas de esta Santa Iglesia Catedral. La vorágine de la fantasía nos emborracha. Por eso, como decía un viejo cofrade sevillano, la Semana Santa necesariamente, por obligación, ha de ser parcial, subjetiva y personal. No puede ser de otra manera, porque es la propia ciudad la que abre los dormidos ojos de reconocerse y la que nos alumbra, hasta lo más recóndito de nuestro ser, para que, a su vez, nos reconozcamos. Porque es en Semana Santa cuando la ciudad, y Ceuta no es la excepción, eleva a la enésima potencia la autocomplacencia de estar viviendo un sueño creado por sus propias fuerzas y trágicamente condenado a un despertar, cuando concluya el séptimo día. Pero hasta entonces, también esta tierra africana y española será capaz de suspender el paso del tiempo para que cada hombre y cada mujer, oficiante y espectador en el ceremonial, sacro por un lado, profano por otro, alcance a descubrir en sus imágenes la raíz de una identidad cristiana y tolerante.

Todo cabe en el tiempo suspendido que va de Ramos a Pascua de Resurrección: amores furtivos, conspiraciones de poder, sentimientos ahogados. Y en marcha paralela, una lógica existencial deambulando de un lado para otro. Un paréntesis vital en la peripecia de la ciudad que se siente santificada y que inventó la luz para el Domingo de Ramos y la tiniebla para el Viernes Santo.

III

DE LOS NOMBRES DE DIOS Y DE SU SANTÍSIMA MADRE

Pero la Semana Santa es también un puro festival de nombres.

El nominalismo de Dios, lo que fue preocupación para los teólogos de la Edad Media, se familiariza entre nosotros. «De los nombres de Dios y de su Santísima Madre». Así podríamos denominar esta pequeña reflexión. Y con cada nombre, como tapiz que se despliega, un aluvión de adjetivos, de superlativos, de complementarios. Dolorosas, Soledades, Crucificados arrastran o son precedidos de una verdadera procesión de advocaciones, esenciales en la dramatización de esta ceremonia, pues configura un protagonista del rito y determina la identificación de un barrio, de una iglesia, de un colectivo o grupo (el que sea) en la auténtica composición popular de esta fiesta.

En Semana Santa lo que verdaderamente importa son los nombres:

Santísimo Cristo de la Flagelación; de la Encrucijada; de la Humildad y

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Paciencia; de la Vera Cruz. Señor del Buen Fin; de la Buena Muerte; de la Expiración; de la Paz. María Santísima de la Amargura; Madre de Dios de la Palma; de la Caridad; de las Lágrimas; de las Penas; Sacratísima Virgen de la Esperanza; Señora del Desamparo; María Santísima de la Soledad; de la Concepción; Señora del Mayor Dolor.

Es como un repertorio de conceptualizaciones, atrapadas efímeramente en una plástica. ¡Benditos estos siete días donde los nombres permiten un bautismo particular a nuestros dioses! Cierto que las cosas santas han de ser tratadas santamente, pero el pueblo sabe cuándo hay una aparente y cariñosa irreverencia y cuándo se incurre en bufonadas a lo divino.

Desde hoy y durante una semana, señalaremos las cosas de las que

estamos hablando con estos recursos del lenguaje que encierran, además de su particular glosario, una acumulación de sensaciones sedimentadas en cada uno de nosotros, volanderas en la nostalgia de un tiempo pasado, que no fue mejor, pero que en él se ancló aquello que nunca más volverá a repetirse de la misma manera.

Cuando estos siete días ya estén lejos del recuerdo, los nombres y los adjetivos volverán al olvido. A estar desnudos. Primero permanecerán en penumbras, más tarde en la más indeseada oscuridad, como esas mismas imágenes que ciertas cofradías, pocas, arrinconan en los altares de sus capillas, descendidas ya de sus pasos, después de hacerlas vivir en una parafernalia de luz, hasta que otro año también resuciten, en razón de algo tan sencillo, pero a la vez tan complejo, como es la memoria colectiva, la tradición.

IV CRISTO, VÍCTIMA DE UNA MUERTE VERGONZANTE

Cristo ha muerto.

Enunciada la noticia con una prosodia amarilleada por el tiempo, esta

Semana Santa, como las que fueron y las que vendrán, no es sino la meditación que el mundo hace de una muerte: el asesinato de Cristo.

No, ciertamente, no; aquel deicidio no fue judío. Así como Cristo no fue un Dios judío, aquel deicidio tampoco lo fue. Aquel deicidio fue el de siempre: el que los hombres hacemos a los hombres, dondequiera éstos crezcan; dondequiera éstos rompan el cáliz...

Así han caído los profetas a las pedradas del pueblo. No, no creáis que Dios es exclusivo del pueblo de Israel. Israel será el pueblo teológico, pero Dios es del hombre. Y los ojos de Dios miran al Este y al Oeste, al Norte y al Sur. Y el corazón de Dios late para los de una orilla y para los de otra. Latidos de derecha y latidos de izquierda.

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Cristo era un hombre de treinta y tres años. Era Dios y también Hijo de Dios. Y lo hermoso de todo esto es que se trata de una muerte redentora, porque

Cristo muere perdonando:

Es de noche, Señor, en el mundo; Las ciudades y máquinas quedan lejos y preñadas de una muerte vergonzante. En tus riberas, Señor, oigo tus palabras eternas de perdón...

Jesús era casi un muchacho, un joven, cuando salió a decir. Tenía la piel

limpia, los ojos claros y encendidos. No perdamos nunca la infinita humanidad de Cristo, porque a fuerza de quererlo imaginar como Dios, hemos olvidado también que era un Hombre. Y un hombre, a esa edad clave en que se quiebran los temores y se escoge una vida personal.

Cristo era juventud. Salió a decir cuando era joven y acabó de hablar cuando era joven. Tres años de juventud dedicados a amar. El amor de Cristo no era anacrónico, incomprensible o intelectual. Era el amor de un hermano por un hermano; de un padre o una madre por un hijo o una hija; de un amigo por un amigo; de un esposo por su esposa; de un hombre por un hombre; de una mujer por una mujer. Era el amor que se duele de la miseria del compañero; que provoca la amargura cuando sentimos que algo irreparable se derrumba.

Y Cristo lo dejó todo por amor. Se marchó de su casa, abandonó el trabajo, se puso una vestidura invariable, se echó las alforjas al hombro y empezó a caminar. Alforjas cargadas de amor, adelante y atrás. Y siempre iba, caminaba, buscaba los senderos. Ninguna metáfora lo poetiza mejor que esa que lo identifica con el camino. Jesús fue caminero, pasajero, peregrino de todas las rutas. Sin casa. Sólo sus pasos y su amor.

Cristo era la juventud, la renovación, la vitalidad. Y predicó de manera ligera, vertiginosa, una religión. El tiempo era breve. Sólo tres inviernos. Nada más que disponía de tres primaveras. En la última, le cortaron las alas, le ataron a un viejo árbol sin flores y sin frutos, le robaron la vestidura con la que había recorrido sus caminos de amor y de paz,

Pueblo... con llanto profundo ve a contemplar su agonía; Hoy es la fecha, es el día de la redención del mundo. Do quiera se oye el concierto de la más honda tristeza; hasta la naturaleza

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parece que toca a muerto.

Hubo un grito. Hasta las peñas se partieron de dolor.

Así lo había dispuesto Dios. Dios quiso morir así. Era necesario morir joven.

¡Qué buen ejemplo tienen los hombres en Cristo! Sobre todo los jóvenes. Los de hoy, los de siempre. Los que sienten la ilusión de la vida. Los que gritan y se emocionan. Los que buscan fórmulas de belleza en la música, en la pintura, en el amor. Esos jóvenes que sólo sueñan con las playas de pinos cabezones y los brazos verdes del mar salado. Porque todos ellos, como Cristo, son torrentes, aman la vida, pero sin vallas, sin aceras, sin corrales.

Y frente a ellos —y frente a Cristo— estará la insidia de los puritanos, de los fariseos, de los políticos, de los que se dicen dueños de la Historia, de la Religión y de los tiempos.

Frente aquel joven estaban los guardianes del templo, los metálicos de la

Religión: los sacerdotes. Los que habían creado un Dios tremente a través de la historia. Los que habían oscurecido la inteligencia; los que habían descargado sobre la ignorancia popular un Dios turbio, vengativo y ruinoso. Un Dios eternamente enojado, como nos hacían cantar en aquellos ejercicios espirituales de infeliz recuerdo; un Dios eternamente rencoroso que castiga impío el amor no regulado socialmente, la religión no oficial, la inteligencia no equilibrada, según molde de ignorancia. Un Dios terrible que hace temblar las raíces de la tierra. Un Dios que tiene preparado sus rayos para consumir ciudades y devastar los campos y los surcos paralelos. Este Dios y su culto era el que mantenían los sacerdotes puritanos de entonces y de muchos entonces.

Y viene Cristo. Pero si sólo tiene treinta años. Si ha salido del hogar ahora.

Si aún suenan en sus oídos la sierra y el rítmico martilleo sobre las puntillas. Si todavía huele a hogar. Si ahora es cuando se le ha definido el color de la barba.

Y Cristo niega su mesa a los sacerdotes y abre sus brazos a los hombres. Pero si Cristo es humanísimo. Si Cristo es un muchacho. En él no caben más que sentimientos sanos. Es paciente, alegre. Le gusta visitar. Acepta invitaciones para festivales, verbenas: la Pascua, la boda, la tertulia con los amigos. Pero si Cristo no castiga. Pero si Cristo perdona.

Cristo sólo fustiga una falta, un solo pecado: la hipocresía, el engaño, la malicia, la falta de sinceridad, el acomodarse, el aprovecharse, el no atreverse, el no ser consecuente consigo mismo. Sencillamente, el hacer de nuestra conciencia personal una conciencia fría, muda, colectiva. Una conciencia local, comarcal, preñada de intereses, de viejas figuras, de harina de otro costal.

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Son las conciencias que no parirán nunca. Yermas, secas. Conciencias heridas de otros aires, estériles, ajenos, mohosos.

Cristo sólo odia la traición. Y frente a Cristo, también los políticos. Los políticos de una política

minúscula y rastrera, que significa juego de mano y trampa de cartón. Los que hacen juego constante con la conciencia social. Los que ahora van y saben volver. Los que siempre dejan una puerta para escapar y ésta es secreta y oscura. Los que una vez incitaban al revuelo: «Pero ¿es justo que paguemos tributo al César, que es nuestro vencedor y dominador?»; y otra vez exigen: «Si no lo crucificas, entendemos que no cumples los sagrados preceptos de Roma». Los que una vez endulzan su saliva: «Maestro bueno, dime...», y otra vez le hieren: «Tú actúas porque Belcebú, el demonio, es tu aliado».

No, no me refiero a los gobernantes que, auténticos (severos o blandos) cargan sobre sus hombros el peso de una política auténtica, mayúscula y limpia; sino a los otros: los irresponsables, los que andan al socaire, los casasaicos, los zánganos, los que van otra vez por los pasillos con recados de oído y con oscuridades donde esconder la mano que lanza la piedra. Los que impulsan a otros, los que presionan, sin origen y sin nombre y sin programa. Los que van y vienen sin que se les reconozcan. Los que se enfrentaron y se enfrentan a Cristo porque defienden fines tortuosos y llenos de miedo.

A estos parásitos del bien común les hunde también Cristo con sus palabras eternas: «Que os vestís de piel de ovejas y tenéis unos colmillos de filo de lobos».

No sé si habrá sido pecado pregonar un Cristo así, pero he querido hacerlo en esta mañana de Pasión, trayendo hasta vosotros a un Jesús casi tostado, ni rubio, ni geométrico, ni bizantino, ni pulcro, ni de cruz pulimentada o de carey, ni de vidriera gótica multicolor. He pensado en un Cristo hombre, de corazón hermoso, cansino y agitado; popular y sencillo. Infinitamente generoso.

No; no nos esforcemos en hacer de Cristo una figura remota, inalcanzable y distante. Cristo tuvo carne de hombre y pedazos de vena. Y sobre sus manos, un vello varonil de valiente.

Si un día Cristo no hubiese pasado por una calle, si no hubiese salido a un camino... si un día no se hubiese dado la oportunidad de pararse ante un espectáculo grotesco. Si un día Cristo, si un día Dios, no hubiese visto a la gente plena de odio y de envidia...

¡María Magdalena era tan bella!

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En el territorio de la Tetrarquía, en los confines de la Galilea, en la Judea, no existió una mujer más hermosa que la hija de Syr: Mirién de Magdala.

¡María Magdalena era tan bella! Había dado su cuerpo a algunos. Sólo a

algunos. En esto estribaba el odio. María Magdalena despreciaba a los viejos, a los de carne lacia, a los de

palabras aburridas, a los de manos morbosas. Ella amaba, pero seleccionaba en el amor. Ésta fue su salvación: que amaba. Que aún no se vendía, que aún no buscaba la oscuridad para entregarse. Que cuando llegaba el amor, hacía una garganta de canciones...

A las que no amaban, no se las apedreaba, no se las sorprendía.

María hacía ruidos con su amor. Publicaba su exaltación amorosa.

Y luego, estaban los ojos de los otros, de los que no pueden, de los que esperan, de los asquerosos. Estos eran sus lapidarios.

Pero si Dios, si Cristo no sale un día a un camino, no se da la oportunidad de pararse ante un espectáculo morboso, María habría muerto. Sus sienes quebradas, sus mejillas rotas y el manantial de su amor anegado de roja sangre.

Terminada la cena, con un alabastrón de rico perfume, Mirién de Magdala unge a Cristo. Al ungüento se mezclan sus ardientes lágrimas de arrepentimiento. Desciñe sus cabellos y con ellos le enjuga los pies. Entre los fariseos, como siempre, hay un movimiento de repulsa. Judas, avariento, protesta con furia. Cristo posa su dulce y tranquila mirada en María Magdalena y dice: «Si mucho pecó, ya fue esta mujer perdonada porque mucho amó».

Como el joven Cristo, este pregonero quiere hoy cantar con los versos de su amigo Pablo, a las Marías Magdalenas, las que ahora sí viven con sus amores tortuosos, pero también con sus grandes corazones y sus problemas hondamente humanos y líricos:

«Hemos llorado tanto que apenas sí podemos recordar. Nuestras vecinas nos decían desde sus ventanas: —María, tus ropas están húmedas... —María, la albahaca de los pórticos te ha bañado en agua amarga y verde. —María, ya no temas. Varas finas de olivos han cubierto las hachas de los lictores. Sí. Hemos llorado tanto... Las tres hemos llorado tanto, que ahora casi no sabemos otra cosa que llorar. Toda la noche errantes, llorando por las calles. Como ciegos que tienden su mano en la penumbra y caen en las zanjas,

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llorando, nos caímos dormidas en los duros peldaños de los atrios, y entre el sueño llorábamos... Sí. Hemos llorando tanto... Nuestras ropas van húmedas de llanto y madrugada. María, y tú, María, y tú también, María, las tres, hace miles de noches que lloramos...

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LA PASIÓN DE CRISTO EN CEUTA

Evocaciones

En la melancolía del recuerdo a mi Semana Santa de ayer, se suceden unas veces lentas y otras agobiantes, escenas donde aún penetran y abruman algo del escalofrío de aquellos días juveniles que, también como éstos, se iniciaban entre palmas y olivos, continuaba en Getsemaní y se cerraban en el Gólgota.

Velos morados cubrían las imágenes. Y en el altar mayor, desde lo más alto del retablo tiraban crespones negros que el Sábado Santo se rasgaban con cierto efectismo teatral. Aún nos sobrecogen evocar algo de aquellas esculturas envueltas en telas, en las que era difícil imaginar a Santa Rita o San Antonio; fantasmas de las iglesias de los agustinos y de los Remedios, que en sus altares neogóticos y en aquellas noches cuaresmales eran doblemente aterradoras por sepulcrales y misteriosas. En los púlpitos, dominicos y jesuítas establecían el baremo de la salvación humana, en novenas, quinarios y triduos... ¡Pobre humanidad pecadora!

Monumentos eucarísticos de la tarde-noche del Jueves Santo, oportunidad para entrar en la pequeña capilla del antiguo callejón de las Monjas; en la escondida de la calle de la Botica, la de las Adora- trices, o en el oratorio del viejo Hospital de la Cruz Roja, más aséptico que sus quirófanos.

Abstinencia y ayunos sujetos a normas inflexibles. Tiempo de verduras, de

pescado, de repostería. ¡Manjares cuaresmales ideados para sobrellevar una severa penitencia!

Pero con aquellos Miércoles, Jueves y Viernes Santos llegaba también la primavera, el buen tiempo, con su olor de alhelíes, de rosas tempranas, de racimos de lilas y de azahar. Los lentos oficios en las iglesias nimbradas de incienso; las cornetas y tambores sonaban a lo lejos en las tardes largas y desmayadas, en los anocheceres placenteros y aterciopelados.

La mejor ropa del armario para esos días. A los niños nos acicalaban con agua de colonia. Los cajones misteriosos que siempre estaban cerrados, empezaban a abrirse en docenas de alcobas. Y se sacaban las peinas color caramelo y las mantillas de blondas; y el librito en piel con cantoneras de oro y broches dorados. Luego, el rosario engarzado en plata, los guantes de seda o de cabritilla. Todo un acto en-vuelto en un olor de viejas esencias, de maderas de sándalo, de fragancias suaves que se esfumaban.

Las campanas calladas o doblando a muerto; la circulación de vehículos suspendida; las calles y sus aceras, regadas. El sol de la tarde empezaba a quedarse en los pisos altos, en las azoteas llenas de gitanillas y desde lo lejos llegaban, nuevamente, los ecos de los clarines, de los tambores, de las bandas de

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música detrás de los «pasos», que se acercaban mecidos blandamente. Desde la Plaza de los Reyes hasta el final del Rebellín, la Pasión de Cristo se hacía espec-táculo.

El Domingo de Ramos es cuando la ciudad se hace niña y se enamora del asno de pelambrera gris, casi un Platerillo evangélico, que le sirve de trono a Cristo, en ese recorrido por las calles de Jerusalén.

Jaúdenes, Padilla, Cervantes, Paseo de Colón, Edrisis... Esa era parte de la Jerusalén ceutí para una procesión de obligada informalidad, de risas sinfónicas que prolongan una muerte anunciada y que pretende disimular la ahuecadora voz del agorero, entonando hosannas y cánticos triunfales, en un día que siempre imaginamos de flecos dorados y de voces infantiles.

¡Domingo de Ramos, domingo de estrenos! ¡Ay, de aquellos domingos de calcetines blancos, destacando sobre las viejas ropas! Las campanas de Santa María de África dejan en el aire tibio y limpio el eco de esa entrada triunfal. Los niños regresan con las cenicientas ramas de olivos, bendecidas en las parroquias. La tarde se estremece de voces y de geráneos. La procesión de las palmas partió del Santuario. Se huele a helado de vainilla —los primeros del año— y a marisco en los bares. A avellanas tostadas y a incienso. Palmas amarillas en los balcones de las casas de los Rallos, de los Romeros y de los Delgados. Y un viento azul envolviendo un paso, casi carroza a lo divino, cabalgata entre naranjos por la carrera oficial, que pronto truncará la algarabía en un agónico presentimiento. La procesión regresa, por Edrisis, a su templo. «De Edrisis a su templo». ¿Recordáis? Esa era la frase que se utilizaba para indicar el camino de los pasos que encerraban en Santa María de África. Durante mucho tiempo así apareció en los programas de mano cofradieros. Después, desapareció lo de «Edrisis» y quedó sólo la segunda proposición: «a su templo». ¿Se cambió de ruta? ¿Se supo que Edrisis era un moro infiel? De cualquier modo, vuelvan los pasos por ese paseo al mar, donde los Cristos y Vírgenes se asoman en un enamoramiento místico. Regresen las procesiones de Santa María de África por esas Palmeras donde han dejado de oír se el llanto y las risas de los niños, las charlas de mujeres y hombres, las promesas de amor, notariadas en el Cristo del Puente.

Porque si Ceuta se enorgullece de que Camoens la hiciera materia épica en su epopeya y Calderón, materia dramática, mucho más debe sentir por ser cuna de Edrisis, el más célebre geógrafo de la Edad Media. Permanezca siempre la lápida de este ceutí ilustre, donde está, adosada al muro del Santuario de Nuestra Patrona, en diálogo constante con la estatua de González Tablas, el más elegante de los militares africanos. Y vuelva Edrisis a estos programas cofradieros, porque si de ellos salió con intención, por ignorancia o porque dejó de ser carrera procesional, su nombre, como otros en el callejero de la ciudad, es ejemplo de

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una tolerancia que siempre nos ha distinguido. Ningún buen caballa debe rasgarse las vestiduras. Fijaros: en Córdoba, cuando alguien de la Judería va a la Catedral, dice llanamente: «Voy a misa a la Mezquita». Este es un chiste que hasta debe divertir a Dios.

Ahora sería también el momento de hablaros de tantas cosas de nuestra

Semana Mayor: de las canastillas, de los palios, de los jarrones de plata, del bordado de los faldones, de las candelerías de cola, de las flores de cera, de los respiraderos y de los llamadores, pequeñas obras maestras casi desapercibidas. De los mantos y de las sayas, esos que colocan como nadie Pepe Serón y Don Joaquín. De la gente que corre, que va y vuelve tras los «pasos», buscando esquinas. De la saeta, sacudida electrizante que nos paraliza. ¿Quién puede condenar al olvido la voz de mar de levante de los hermanos Borrego?:

En la calle la Amargura Cristo a su madre encontró No se pudieron jablá

De sentimiento y doló

De las bandas de música y del roncar de los tambores. Del chisporrotear de las velas y de las mecidas que arrancan vítores. Y de un pobre viejo que le tiembla el dedo cuando señala la Virgen, de la que fue hermano. Y de las lágrimas de una antigua camarera, que arriba del Campanero Grande, quieta en su silla, carcomida de reúma, sólo sabe desgranar cuentas de un rosario azul, tan viejo como ella.

¡Cuántas cosas estaría obligado a deciros! De joyas prestadas a una

Virgen, sólo por una noche, como se presta a una amiga un collar o un niky. De hermanos mayores que respiran al fin tranquilos, cuando ven aparecer las estrellas en el ruedo abierto del horizonte. Y de hermanos mayores, caídos en la desesperación y en la angustia por un inoportuno vendaval:

Viendo el hermano mayor Que la lluvia no cesaba, Mandó que la procesión, En las Columnas la entraran Por ser Parroquia Mayor.

Pero vuelvo a confesaros que vosotros sabéis más que yo de nuestros

Cristos y de nuestras Vírgenes. Y de sus pasos, ya apenas arañados por la ausencia y destrucción de callejuelas torcidas. ¡Qué fueron de aquellas calles, de aquellos patios, de aquellas plazas, espectadores privilegiados en las tardes y noches de nuestra Semana de Pasión.

Calle de la Cigarra, inquieta hasta no ver regresar, en la noche del Jueves Santo, su Cristo de la Humildad y Paciencia y María Santísima de las Penas,

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virgen pequeña y bonita de San Francisco, pasos condenados a una carpa que, poco a poco, sus hermanos van transformando en Catedral...

Calle de Duarte, hoy convertida en vaguada, ayer jardín de infancia y escuela de vida de muchos de nosotros: de los Arbona, de los Ayora, de los Guerra y los Kimatrai; de los Olivas y de los Torres; de los Pisones y los Piñero; de los Baro y los Bohorquez. También de Carola, que se nos fue, mi hada madrina en el Colegio de Santa Ana. Calle de Duarte, ejemplo irrepetible de convivencia vecinal. Nadie dormía hasta que se asomaba por la esquina de La Guinea, en la madrugada del Miércoles Santo, el Cristo de la Buena Muerte y María del Mayor Dolor, ya de vuelta a casa, a los Remedios, iglesia en la que yo entraba mañana y tarde, un día y otro día. Una vez en Sevilla, ante San Juan de la Palma, esperando que saliese la Amargura, algo, quizá muchas cosas de las que allí ocurrían, me hicieron evocar a esta hermandad nuestra, de la que siempre quise y nunca pude ser hermano.

Yo conozco un Cristo y una portada flanqueada por dos capillas de azulejos trianeros. Si sumáis ambas cosas, tenéis en la noche del Viernes Santo en la calle Real, alta, al Señor de la Buena Muerte, apretándose por la puerta de la Parroquia de los Remedios.

Cristo pisa claveles. Madera de los Baeza para una canastilla barroca, severa, Gólgota al Cristo silencioso de Lastrucci, dolorido y exhausto. Sin luz y sin vida. Arte sevillano para una noche eterna, encendida de amores:

Viernes Santo ha llegado tiñendo en sangre los cerros, dejando en los Remedios una estela de silencio. Cristo de la Buena Muerte va a encontrarse con su pueblo para decir por las calles, por las plazas... y en silencio, que no hay amor más ardiente que éste de morir por ellos.

Y tras él, la Señora del Mayor Dolor. No es sólo prodigio del arte. No es

sólo madera que las manos de Astorga tallaran. No hay otra como ella para que el liando del mismo dolor nos haga olvidar el árbol seco que la engendrara. Madre doliente, siempre en pos del Hijo. Madre que dejó sus plácidos lares, que cruzó los mares de Judá y las cumbres de Palestina. Y que hoy lo mira sangriento, tris-te, llorando por el pueblo que lo ha asesinado por el crimen de ser Dios:

Señora del Mayor Dolor, Llena de dolor la calle. Once jarrones de plata

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Le van perfumando el aire Con cortesanía de aroma, De claveles y rosales. No llores más, Madre mía, no apenes ese semblante que, aun sufriendo, me pareces igual que una flor del valle. ¿No ves que los corazones se rompen al contemplarte? ¿Qué te han hecho a ti, tan buena, para verte en este trance?... No sufras más, Madre mía, Ten paciencia y no desmayes, Que Jesús resucitado Ha de volver a encontrarte.

Y no temas estar sola, Que no tendrás soledades... Mira cuántos hijos tienes... ¿no ves que eres Nuestra Madre? ¡Que suene fuerte la música y que no se vaya nadie!... Que con su cara mojada, Igual que una flor del valle; Con su majestad de Reina Y con la cruz de un cadáver. Mayor Dolor está llenando De maternidad la calle!

Se hace tarde. Es imposible detenernos por más tiempo. Hoy reviven en

mí situaciones que quedaron varadas en la memoria, como huellas que dejaron otras Semanas Santas más lejanas, dentro de mi corazón. Porque la Semana Santa deja huella, como ese reguero de cera en las calles; como ese charco de agua corrompida en los floreros de ese manojo de flores muertas en los pasos; como esas revueltas sacristías, convertidas en trastiendas; como esos caprichosos jue-gos que las velas hicieron en los candelabros; como ese hueco en nuestras pequeñas vidas. Quedaron en el recuerdo, pero sin aflorar en esta mañana de abril, el propio glosado a Madre de Dios de la Palma, a la Virgen Santísima de la Amargura; a la

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de las Lágrimas y del Amor; a María Santísima de la Piedad y a Nuestra Señora de la Soledad. A todas esperan cada año nuestras calles, nuestros ojos. A la Virgen de la Esperanza, la del «encuentro», la Mujer abierta a una ilusión que no llegó a cumplirse, la que esperaba ver a su hijo absuelto, en casa, aquella tarde. La que preparaba el mejor abrazo y el mayor calor de su pecho:

«Por el postigo entreabierto de mi casa, veíamos, sin que nos vieran, mi hermano y yo, a través de su balconcillo, vestirse de nazareno a Juanito Cantizano. Sobre el arca de la entrada había colocado la túnica blanca, los guantes y el capirote verde de su Virgen. Entre dos luces, al atardecer del Jueves Santo, bajaba las gastadas escaleras del callejón, proyectándose su sombra en las blancas tapias de la casa de los Baro, perdiéndose por los recovecos de la calle Echegaray, cuando la luz amarilla se hacía más intensa. ¡Pobre Juan! Esa quiso siempre que fuese su mortaja: la de nazareno de la Esperanza. No pudo ser. En el ataúd lo depositaron con su limpio mono de impresor.»

De una Semana Santa no cabe duda, también se pueden sacar bellos

propósitos: limpiar un amor, nacer un amor, buscar el dolor, romper un amor, quebrar el dolor, dar, pedir. El péndulo de cada uno, la conciencia de cada uno. Entre quien corresponda el propósito de volver a abrir los viejos y crueles cerrojos que impiden que un Cristo marchito, sin luz y sin vida, como es el de la Vera Cruz, vuelva a caminar por Ceuta, en la noche del Martes Santo, amando, sufriendo y perdonando. Y también su Madre, Nuestra Señora del Desamparo, la del palio de color cardenal, belleza italiana en un rostro afligido y transido. Virgen de los Gladiolos, que si un miembro de la familia Orozco evitó que cayeran en el olvido, la saga de los Orozco es lo suficientemente cristiana y caballa para evitar que, en adelante, y sobre las capillas de estas imágenes vuelva a crecer un traicionero polvo. Porque a un pueblo al que se le muere un monumento, una iglesia, una cofradía, como es esta de la Vera Cruz, es que tiene moho en la sangre.

Sé que este pregón ha sido un discurso opaco, bien lejos de los pregones

legalizados por la costumbre, retorcidos y declamatarios. En él quiso poner sólo mi verdad y algo, un poco, de mi corazón y de la nostalgia de un ayer, el mío, el de esta ciudad y el de su Semana Santa. Temí herir cosas pacíficas, pero os hablé como sé y como auténticamente creo y pienso. Deseé que fuera un pregón de luto, sordo. Un mensaje que no provocara en el hipócrita la posibilidad de teatralizar un falso gemido y un falso llanto. Porque ni lo uno ni lo otro está en el discurso de Cristo: «No debéis llorar al verme; llorad por vosotros, por los vuestros y vuestros hijos».

Esto mismo, aunque no quieran entenderlo, es lo único que nos dice

también, ahora, el mismo Cristo que os he aproximado. El Cristo que ama y perdona. El Cristo de los que sufren una Semana de Pasión constante, permanente, como esos Hermanos de la Cruz Blanca, nuestros Cristos del Príncipe, guardianes también de un Jesús maniatado, el de Medinaceli que, como

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ellos, paciente y sin prisas escucha todo el tiempo que el hombre necesita para volcar sus penas y escupir su dolor. Sobre todo, aquellos que están heridos de amargura; a los que se les ha doblado la vida por el lado turbio o amargo; a los que .tienen facciones cansadas y la piel con llagas y un grito en el corazón hondo y labios distantes que no pueden cicatrizar.

Hermano Isidoro, Hermano Antonio, Hermano Eufronio, Hermano Guillermo y Hermano Pepe, mis Cristos de hoy, profetas de un cristianismo en el que evitáis que se empañen las alas de la ilusión; que al caído le gritáis cómo el hombre tiene aún un árbol donde cogerse; donde, a falta de soluciones científicas, utilizáis remedios caseros y de emergencia... donde vuestros brazos son el mejor abrigo para que los descarriados desahoguen sus penas... Y si es preciso, hasta derramáis una lágrima, como esa que surgió en Nuestra Señora de África, limpia y llena de sol, color del heno caliente...

Este es mi único pregón. No me sale otro.

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