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Primera edición, 2019
Enrique Serrano Salazar
Impreso y hecho en México
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“Una Constitución no es producto
de un gobierno sino del pueblo que
constituye un gobierno, y el
gobierno sin Constitución es poder
sin derecho”
Thomas Paine
Y cabe agregar que
reivindicar el buen nombre
de la Democracia implica
asentar al pueblo soberano
en una Constitución que
atempere las libertades de
los individuos y que las
conduzca a su mejor hacer
político.
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Presentación
En su obra La Democracia pendiente, Mauricio Merino
menciona que la democracia se ha convertido en una de
las palabras más pronunciadas y menos comprendidas, y
se pregunta ¿De qué hablamos cuando nombramos a la
democracia? Pues un mismo nombre sirve para describir
muchas realidades e ideas cada vez más alejadas.
De ahí que ese nombre esté perdiendo poco a poco
su densidad. Y de ahí también, apunta dicho autor, la
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relevancia del tema: Hemos nombrado tanto la misma
palabra, que quizás estemos olvidando la importancia de
sus diversos significados.
En el mismo sentido se pronuncia Nigel Warburton
(Filosofía Básica), cuando afirma: “El término
democracia se emplea para denominar situaciones muy
distintas. En principio, podemos hablar de dos conceptos
opuestos. El primero subraya que la población ha de tener
la posibilidad de participar en el gobierno del Estado, por
lo general, mediante el voto. El segundo establece que el
Estado democrático debe reflejar los auténticos intereses
del pueblo, incluso en el caso de que el pueblo no fuera
consciente de dónde residen sus auténticos intereses”.
Queda claro, entonces, que en materia de
democracia nadie es poseedor de la razón y por tanto,
reflexionar sobre el significado actual de ese término,
sigue siendo una tarea inacabada.
En este propósito se inscribe la obra El nombre
“Democracia”, una interpretación constitucional, de
Enrique Serrano Salazar, para quien la democracia es el
nombre que hay que dar a la conducción política de los
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individuos, que, regulada por una Constitución, se orienta
a logar la vida y vigencia de la soberanía del pueblo.
Para acreditar lo anterior, aborda la idea
democrática en su relación ineludible con las ideas de la
Constitución y de la dignidad humana.
En palabras de Don Rafael de Agapito Serrano,
quien prologa este libro: “El autor quiere ocuparse de, y
reflexionar sobre, esos términos fundamentales, tan
cargados y llenos de interés en la teoría y la práctica a lo
largo de la historia, tomándolos simplemente como
palabras, como “nombres”.
“Esto es, trata de eludir referirse a ellos como conceptos
en sí, como conceptos ya dados, definidos en abstracto sin
atención a contextos y circunstancias; tampoco como
principios, o como vinculados a concepciones parciales,
subjetivas o ideológicas que les confieran un sentido
dogmático. Por ello, al autor le resulta obligado referirse a
ellos como meros nombres, como palabras libres de pre-
juicios, de forma que la búsqueda de su sentido pueda
atender a identidades y diferencias”.
Este esfuerzo académico de Enrique Serrano cobra
relevancia si, volviendo a la obra de Mauricio Merino (La
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Democracia pendiente), admitimos que no podemos
seguir nombrando los fenómenos políticos que ocurren
ante nosotros con el mismo material teórico que se utilizó
antes para explicar procesos completamente distintos, o
incluso contradictorios. Merino señala: “Entre la ciencia
política y la realidad del Estado –o del poder- se ha abierto
así una brecha de incomprensión que intentamos llenar
con las mismas palabras, pese a la ambivalencia de sus
muchos significados. Y entre todas, quizá sea la palabra
“democracia” la de más amplias fronteras. En ella caben
realidades políticas de cuño diverso, apenas ligadas por el
procedimiento común del sufragio, que sin embargo
nombramos de la misma manera. Y al mismo tiempo, las
rápidas transformaciones políticas que se suceden en el
Estado contemporáneo parecen guardar, por el influjo de
esa palabra, un sello de identidad con el pasado
decimonónico. En la idea de la democracia liberal hemos
hecho caber todas las realidades. ¿Pero acaso nos
referimos a lo mismo cuando hablamos de democracia?”.
Esta obra, desde la óptica constitucional y con la
reflexión sobre términos como dignidad, soberanía, y
representación, entre otros, da elementos para tratar de
responder a tan complicada pregunta, sobre todo, en un
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momento de crisis de la democracia, en el cual “resbala
por la pendiente de su propia negación o
empobrecimiento” (Rafael De Agapito).
Y no podemos permitir un Estado democrático
empobrecido que ponga en peligro la libertad, pues, como
se alerta en este libro, ello reduciría a mera apariencia la
vigencia de la Constitución y la dignidad humana.
Espero que en El nombre “Democracia”, una
interpretación constitucional, del Dr. Enrique Serrano
Salazar, el lector descubra que el papel del ciudadano es
fundamental para esclarecer y dar sentido a un “nombre”
que aún no concluye su misión y que por tanto, no ha
llegado a su fin.
Lic. Omar Fayad Meneses
Gobernador Constitucional del Estado de Hidalgo
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11
Prólogo
La obra que tengo la satisfacción de presentar tiene como
tema central la relación ineludible de la idea democrática
con las de la Constitución y de la dignidad humana. En
otras palabras, se reconoce con ello la vinculación de la
democracia con el Estado constitucional, con todas sus
instituciones, y con la dignidad humana. Y esto es algo
que, además, permite poner en claro cómo se asegura el
reconocimiento recíproco de los derechos fundamentales
entre los individuos, y cómo tienen que generarse las
condiciones sociales para la eficacia de estos derechos.
En la obra se trata de analizar y sacar a la luz la
complejidad de contenido y de sentido que estos términos
han ido adquiriendo a lo largo de la historia constitucional,
con sus logros y fracasos, así como la relación de
complementariedad y de dependencia recíproca entre
ellos. Pero la atención al desarrollo histórico de estos
términos, mediante una reflexión rigurosa y abierta, tiene
para el autor el sentido de ayudar a aclarar y comprender,
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sin simplificaciones, la situación histórica actual en la que
nos toca pensar y actuar.
El interés más singular de este estudio reside, a mi juicio,
en el enfoque específico, en el interés de conocimiento,
que guía al autor. Tal como se expresa con claridad en la
Introducción de la obra, el autor quiere ocuparse de, y
reflexionar sobre, esos términos fundamentales, tan
cargados y llenos de interés en la teoría y la práctica a lo
largo de la historia, tomándolos simplemente como
palabras, como “nombres”.
Esto es, se trata de eludir referirse a ellos como
conceptos en sí, como conceptos ya dados, definidos en
abstracto sin atención a contextos y circunstancias;
tampoco como principios, o como vinculados a
concepciones parciales, subjetivas o ideológicas que les
confieran un sentido dogmático. Para el autor resulta
obligado referirse a ellos como meros nombres, como
palabras libres de pre-juicios, de forma que la búsqueda de
su sentido pueda atender a identidades y diferencias.
Y la razón que se propone como la base de esta
exigencia es la de que el sentido de estos términos sólo
tiene alguna justificación en la medida en que se refieren a
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los individuos, a los individuos concretos, y no como a
sujetos pasivos de ese complejo entramado que anuncian
estos términos, sino como los únicos legitimados para
definir su sentido, y descubrir y aceptar lo que pueda
asumirse de ellos como común.
Pues bien, este enfoque, este interés de
conocimiento que propone el autor puede calificarse hoy
como de plena actualidad, en tanto se ajusta como forma y
como medio adecuados a lo que exige hoy la comprensión
de la problemática de la realidad histórico- social actual en
su dimensión ya global.
De hecho, como se reconoce hoy de forma
generalizada, estamos en una situación de crisis, que
parece señalar un final de etapa, un final del paradigma de
la concepción de la dimensión pública y de la privada que
surgió después de la SGM (Segunda Guerra Mundial), y
que tiene una proyección global tanto en un sentido
extensivo, pues afecta prácticamente a todo el mundo,
como intensivo, pues afecta a todos los aspectos de esa
realidad histórica actual.
Es cierto que una situación de crisis de la democracia
no es nueva en la historia constitucional. Incluso hoy se
14
evoca con frecuencia la semejanza de la situación actual
con la crisis de los años treinta del siglo pasado en Europa.
Se citan como elementos comunes la crisis económico-
social, con el empobrecimiento de un amplio sector de la
población, el antagonismo de la política en la relación
entre partidos, o el deterioro en el funcionamiento de las
instituciones del Estado.
Y ciertamente se dan elementos comunes con la
situación actual. Pero entre ambas situaciones hay una
diferencia que no se pone suficientemente de relieve, y
que consiste en que en la crisis de los años treinta el temor
se centraba en que la Democracia corría el riesgo de verse
afectada por la propia puesta en práctica del sufragio
universal recién inaugurado, y es que, esto se consideró
como una pasaporte a los avances de posiciones
autoritarias.
Por el contrario en el caso actual la crisis apunta en
una dirección inversa: ahora ese temor se polariza también
en la propia Democracia, en el propio Estado democrático,
es decir, como si fuera de él de donde puede provenir o de
donde proviene una amenaza para la libertad de los
ciudadanos. Parece ser que la Democracia resbala por la
pendiente de su propia negación o empobrecimiento. Un
15
Estado democrático empobrecido es el que pone en
peligro la libertad en tanto reduce a mera apariencia la
vigencia de esos otros dos términos que cobran
importancia en esta obra: Constitución y Dignidad
humana, pese a toda su evidente justificación en la
conciencia pública actual.
Pero quizá lo más inquietante en nuestra situación sea
el grado de confusión al que se llega sobre la comprensión
de estos términos, dada la diversidad de explicaciones y
justificaciones con las que operan los distintos actores en
juego. En esta situación de crisis los mismos fenómenos
que determinan el uso de estos “nombres” (Constitución,
Democracia y Dignidad Humana) se interpretan en
sentidos muy distintos, en ocasiones contradictorios, y se
defienden de modo dogmático desde posiciones o
intereses parciales.
El resultado es hoy que ese espacio público desde
el cual los ciudadanos podrían obtener información y
formar su propia interpretación de la situación, su propio
sentido de la democracia, se presenta tanto más oscuro, si
no inexistente.
16
Una atención a la prensa, pero también ya a una
amplia serie de monografías especializadas, refleja hoy de
forma generalizada la existencia de una actitud de
escepticismo, de recelo o incluso de temor de la
ciudadanía respecto del funcionamiento de la política, de
la esfera pública. Se habla expresamente de una crisis de
la Democracia en base al sesgo negativo, regresivo, que
han asumido hoy elementos centrales del proceso político.
En primer lugar, el proceso político, en lo que se
refiere a la participación activa de los ciudadanos, se ve
reducido a la realización de elecciones a través de las que,
en principio, se trataría de seleccionar políticas y
representantes.
Pero el hecho relevante es que la relación con el
electorado se concentra sólo en ese momento electoral, sin
que se mantenga, como decía un clásico, como una
relación día a día (la democracia es un plebiscito
continuado), sin duda no mediante votaciones continuadas
sino a través de una información y transparencia
suficientes de la actividad en la esfera pública.
Además el sistema de elección, en un Estado de
partidos, tiende a convertirse en una pugna de tipo
17
plebiscitario, pues en ella no se trata tanto de elegir
políticas concretas y representantes a partir de la confianza
de los ciudadanos, sino de optar entre opciones globales,
que como tales son meras alternativas de identidades
enfrentadas.
La consecuencia de esta dinámica, más o menos
acentuada, es doble: por un lado las propuestas o promesas
políticas no van más allá de lo que puede ser rentable para
la próxima cita electoral; no caben planteamientos de más
alcance. Y, por el otro, este tipo de proceso electoral no
resulta adecuado para sustanciar la responsabilidad
política de quienes han sido actores públicos elegidos,
dado que no se ofrece información suficiente ni cabe
debate que no sea el prefigurado entre esas ofertas
globales.
En segundo lugar, la democracia en su configuración
actual se caracteriza por otorgar un papel central a los
Partidos políticos, hasta el punto de que se habla de un
Estado de partidos o, ya en un sentido peyorativo, de
partidocracia. Tienen pues una posición hegemónica en el
proceso político, posición que está reconocida
constitucionalmente, en la Constitución Española por
ejemplo, aunque bien es verdad que esa posición se matiza
18
y se justifica sólo en tanto se les atribuye una función
meramente instrumental: son instrumentos de la acción
política de los ciudadanos.
Pero ciertamente esa posición hegemónica puede dar
lugar a una deformación de la función constitucional tal
como se la ha definido: como instrumental. Cabe referirse
en ese sentido al desarrollo extremo de una disciplina
tanto interna como externa en el funcionamiento del
partido. Interna en tanto es la dirección la que decide y
controla la actividad de sus miembros en los distintos
niveles, y hacia fuera en un control que puede llegar a ser
extremo en la función de los representantes
parlamentarios.
En tal caso las consecuencias se proyectan hacia
una autonomización del partido respecto de sus electores
en la definición de sus propuestas políticas, así como en
una limitación del debate en el Parlamento de acuerdo a
estrategias globales competitivas. Una confusión casi
habitual en este terreno es la de identificar democracia y
mayoría, como si ésta concentrara por entero la
legitimación democrática en una única posición, en todo
caso siempre relativa.
19
Pues bien, esta posición hegemónica de los
partidos en el proceso político es algo que está
profundamente en cuestión en la situación actual. Hoy ha
sido una sorpresa el comprobar que la posición de un
bipartidismo hegemónico y alternante se ha debilitado
electoralmente, dando lugar a una amplia fragmentación
en la representación parlamentaria, y dentro de ella a la
aparición de posiciones extremas, tanto de derecha como
de izquierda en el sentido tradicional. Desde luego esto
plantea una dificultad para la gobernabilidad, pues da
lugar a una seria dificultad para alcanzar compromisos, y
puede conducir a compromisos extraños y escasamente
estables.
Pero el rechazo de esa hegemonía bipartidista se
manifiesta de forma más acentuada en la aparición de
“movimientos” que se justifican porque pretenden sustituir
a los partidos en esa función constitucional de canalizar y
articular los intereses de los ciudadanos de a pie.
La fórmula se presenta como progresista, pues trata
de evitar los defectos de la deriva hegemónica de los
partidos, y ciertamente además sus propuestas políticas
cuentan con la posibilidad de un horizonte y una apertura
que está más allá de la limitación de la pugna bipartidista
20
a cuestiones propias del status quo. Ahora bien, estas
virtudes presentan también sus límites, pues no se ha
desarrollado en ellos alguna forma de articular los cauces
adecuados para obtener una información rigurosa y
completa de la ciudadanía sobre la que formular las
propuestas de políticas públicas, y en esa medida su
legitimación tiende a personalizarse en el leader del
movimiento.
En tercer lugar, la afirmación de una crisis de la
democracia no se apoya sólo en estos aspectos alusivos a
las inhibiciones de la participación política de los
ciudadanos, que tienen su base en la debilitación del
vínculo entre representante y representado. Se refiere
también a la reducción de la deliberación y el debate en el
proceso político.
Desde luego los factores antes señalados tienen un
papel importante en esta reducción. Pero en relación con
la crisis actual ha entrado en juego otro elemento que
afecta a la relación democracia-esfera pública, en especial
al papel que corresponde a la representación y a los
medios de comunicación como instrumentos básicos de la
representación democrática de intereses de la ciudadanía y
de la formación de la opinión y de la conciencia públicas
21
de los ciudadanos. Me refiero al impresionante desarrollo
de los medios digitales de información y comunicación,
con una enorme incidencia entre la ciudadanía.
En principio, esto es algo que puede considerarse en
positivo, dado que a través de estos medios se hace
posible un acceso ágil y una participación general en la
difusión de la información y en el debate. De hecho hay
un caso hoy en que cabe apreciar su utilidad. En el ámbito
de la administración local, en algunas ciudades, se han
aplicado estos medios para dar a los ciudadanos una
participación activa en la deliberación y decisión sobre
algunos asuntos propios.
Pero lo cierto es que esto es posible por la cercanía
y alcance de los problemas, que son fácilmente
reconocibles en sus causas y consecuencias, y también en
la valoración de las posibles soluciones.
A nivel general no es tan sencillo. No lo es desde
luego en el ámbito de la representación nacional, donde
ciertamente se podría facilitar con estas consultas directas
una complementación al ejercicio normal de la
democracia representativa, pero que estaría claramente
limitada en cuanto al alcance de las cuestiones objetos de
22
consulta. Y, en todo caso, no hay que ignorar que a través
de estos nuevos medios las plataformas abiertas o también
las comunidades cerradas operan desde la obtención de
perfiles de los ciudadanos, lo que les permite difundir de
forma selectiva la información con el fin de influir, o
incluso manipular, las decisiones electorales.
Las dudas se plantean, desde luego, con toda
intensidad en lo que se refiere al ámbito de la información
y del debate públicos. La función de la que podemos
llamar prensa “seria” y plural se ve afectada por la
competencia de estos medios digitales (prensa digital
gratuita, redes, etc…) que operan con ventaja por su
escaso coste. En consecuencia hoy cabe constatar un
desequilibrio en el flujo de información y comunicación
considerablemente favorable a estos nuevos medios.
El problema en este caso es que con ello se afecta a
la calidad de la información. La indiferencia en estos
últimos respecto de lo que es mera suposición o rumor y
un hecho, la ausencia de filtros de comprobación sobre
hechos, el uso de medias verdades o incluso falsedades es
algo difícil de compensar por la prensa escrita. Y el
resultado es que frente al aluvión y la velocidad de la
información de las redes, o más exactamente de la
23
desinformación, la prensa escrita se enfrenta a verdaderas
dificultades para ejercer su función de un control objetivo
de las instituciones públicas y de establecer así las bases
del debate y de la formación de la opinión pública.
Pero, en último extremo, la referencia a estos tres
ámbitos que perfilan la crisis de la democracia no se
entiende en todo su alcance si no se traen a colación los
profundos cambios que se han operado en los últimos
decenios en la estructura de la sociedad. La descripción de
la crisis actual de la democracia no puede ignorar la crisis
social que va unida a aquella, dado que la democracia
necesita y depende de una base social, una cohesión
social, desde la que se impone y desde la que se mantiene.
Así ha sido en la historia de la democracia, en la
que una determinada base social ha asumido la conciencia
y el poder suficientes para imponer y mantener un
fundamento democrático del Estado, si bien es cierto que
esa base social ha sido objeto de cambios y desarrollo, a lo
largo de la historia constitucional, desde las exigencias
sucesivas de ampliación de la democracia hasta llegar a la
forma “universal” actual.
24
Pues bien, hoy podría decirse que la crisis actual
de la democracia tiene su razón última de ser en la ruptura
de la base social que se formó en la fase posterior a la
SGM. La orientación política conservadora de los últimos
decenios ha tenido la consecuencia de provocar un cambio
en la estructura del trabajo de la sociedad. La brecha de la
desigualdad, tan acentuada sucesivamente, ha supuesto la
desaparición de esa mayoría estable que contaba con un
trabajo y unas expectativas propias y de futuro, también
para sus hijos, dotadas de una seguridad razonable. La
estructura del trabajo hoy se plasma en un
empobrecimiento del sector medio de la sociedad, y en
una fragmentación y temporalidad del trabajo en sectores
tan amplios de la sociedad, de forma que con ella se
provoca una pérdida de la identificación e integración
social de los ciudadanos que se facilitaba con la
pertenencia estable a un determinado medio de trabajo.
Vale la pena recordar aquí que esta quiebra de la
estructura social condiciona la ausencia de lo que, en
términos de la teoría clásica liberal, podría conceptuarse
como la “sociedad”, esto es, como ese elemento
imprescindible con el que cabe establecer una relación
25
entre Estado y sociedad desde el reconocimiento de la
autonomía de ésta y de los individuos que la integran.
Pero, junto a esa profunda desigualdad, la orientación
conservadora de la política se ha traducido en una
reducción de prestaciones sociales y de expectativas de
seguridad, con lo que se explican esas críticas a la
ausencia de un pacto social y a la renuncia de la política a
buscar fórmulas para recuperar una cohesión social
interna. Ambas cosas, la falta de seguridad y la ruptura de
la estructura del trabajo, tienen como consecuencia una
profunda debilidad en cuanto al contrapeso recíproco y la
capacidad de negociación entre lo que fueron, en
terminología clásica, las diversas fuerzas sociales;
contrapeso y negociación en las que se basó el equilibrio
interno de la sociedad, la cohesión social, que es la base
del funcionamiento coherente del sistema democrático.
Hasta aquí nos hemos movido solo por referencia a
factores o elementos que operan en el sistema democrático
de los Estados constitucionales de los países desarrollados.
Hay, sin duda, otro factor que es determinante hoy para la
teoría y la práctica de la Democracia y que apunta a su
condicionamiento por su imbricación en el terreno
internacional. Se trata de lo que conocemos como la
26
“globalización” y que tiene también amplios efectos sobre
la concepción y el sentido de los términos fundamentales
del sistema democrático.
La Globalización, como hemos visto también en los
otros elementos analizados, se presenta como un factor
que incluye una interpretación ambigua. Por un lado se
presenta como un puro hecho, como algo dado e
inevitable, y al mismo tiempo también se considera como
una decisión que puede y debe tomarse. Es un hecho en el
sentido de que hoy día la presión de las relaciones
internacionales se ha hecho tan intensa que no es posible
sustraerse a sus efectos.
El primero de estos efectos es constatar la
incapacidad del Estado (nacional) para moverse en ese
terreno ampliado manteniendo su autonomía o incluso su
supervivencia.
Los ciudadanos interpretan este hecho como una
verdadera impotencia del Estado para cumplir con sus
tareas constitucionales. Y de ahí deriva la justificación y la
necesidad de incorporarse a organizaciones
supranacionales desde las que cabría una mejor defensa
los intereses nacionales. La duda aquí es hasta qué punto
27
se conserva la capacidad de decisión dentro de tales
organizaciones, no dotadas aún de las complejas garantías
que se han desarrollado en el Estado constitucional. Quizá
a esta duda responde la aparición de un nuevo término, el
de “gobernanza”, para aludir a una forma de gestión de
intereses plurinacionales limitada en cuanto al alcance de
las garantías constitucionales.
Pero, al mismo tiempo, esta apertura hacia la
incorporación a instituciones por encima del nivel
nacional se entiende también como una decisión, como
algo que puede decidirse de acuerdo con una justificación
racional y no sólo de interés.
La globalización se entiende como una forma de
ampliar el campo de juego de la economía, y en ese
sentido de potenciar las posibilidades de progreso y
desarrollo económico y social. Y de hecho puede
señalarse que, según se informa, es cierto que se ha
producido un crecimiento y desarrollo económicos, y que
éste ha tenido un alcance considerable en los países
desarrollados, pero que también ha afectado positivamente
a algunos países en vías de desarrollo e incluso se puede
decir que ha reducido en alguna medida el hambre en el
mundo.
28
A partir de estos hechos se ha derivado una crítica
aguda a la figura del Estado nacional, en base a que éste,
con su defensa cerrada de los intereses nacionales, es un
obstáculo para la apertura del tráfico económico libre de
restricciones. La duda aquí no apunta a una
descalificación plena de estas posibilidades señaladas en
la globalización, sino que se remite a cuestiones concretas
que matizan cómo ha de realizarse esa apertura.
Por un lado hoy nadie puede afirmar que el mercado
sin regulaciones adecuadas pueda mantenerse en pie, sin
recaer en retrocesos y crisis destructivas propias o ajenas.
Y, por otro lado, la crítica a la figura del Estado nacional
se basa, a mi entender, en una doble confusión, que tiene
aquí una relación más cercana a nuestro tema.
En primer término, la crítica se plantea solo desde la
visión internacionalista del Estado, y no desde la
concepción del Estado constitucional. Este tiene
ciertamente su arraigo en Estados nacionales, pero esta
vinculación a lo nacional, como se ha dicho, tiene un
sentido meramente pragmático: no puede haber un Estado
(constitucional) sin un territorio y una población sobre la
que se aplican y desde la que se forman las decisiones. Lo
cierto en esta cuestión es que el complejo de garantías
29
jurídicas y político-democráticas desarrolladas en el
Estado constitucional ha alcanzado validez más allá de su
vigencia en cualquier Estado nacional.
En segundo término tampoco es enteramente cierta la
afirmación de la incapacidad o impotencia del Estado en
este terreno ampliado de la globalización. Es un hecho que
esa libertad y apertura de relaciones económicas es
efectivamente resultado de una decisión que toma el
propio Estado (cláusulas de apertura en las
Constituciones), y en ese sentido no cabe atribuir plena
verdad a la idea de la incapacidad o impotencia del
Estado. Y ello más aún, cuando se reconoce hoy de forma
generalizada que la consecuencia de esta globalización ha
sido la de una profunda desigualdad en la sociedad, y esto
es algo a lo que los Estados no son ajenos.
Los Estados nacionales han hecho posible esa
desigualdad mediante decisiones propias que derivan de
su política fiscal y de los más conocidos y discutidos
“recortes”, sobre los que hay que recordar que se refieren
y afectan no sólo a las prestaciones sociales sino también a
las garantías propias de la negociación social.
30
Frente a ello, se señala que es posible una política
razonable de distribución del incremento de riqueza
derivado de la globalización, y que los ingresos que el
Estado obtendría con ello podrían proyectarse en
programas de políticas públicas internas para potenciar el
nivel productivo del país, para estimular la confianza en la
participación en el desarrollo económico del país, con la
protección y defensa adecuadas, así como para restaurar la
cohesión social.
Parece, finalmente, que es en gran medida el hecho de
que opere una globalización sin límites claros, sin un
respeto claro también a derechos y a la participación, lo
que ha dado lugar y justifica la aparición de ese fenómeno
del Populismo, tan extendido ya en prácticamente todos
los Estados desarrollados. Esta figura política se define en
el sentido de que el pueblo actúa y decide directamente,
esto es, sin utilizar las organizaciones de los partidos
existentes, y lo hace a su vez sin contar con una
organización propia que articule y module la formación de
las decisiones, esto es, desde una plena espontaneidad.
La justificación, y en gran medida el éxito de esta
figura, no es pues otra que la de asegurar una promesa de
que con esta forma de actuar el pueblo recupera una
31
libertad y una capacidad de decisión que ha perdido en
tanto el Estado propio se ha diluido en el ámbito político y
económico mundial. Bajo esa pretensión de recuperación
de un papel activo y directo del pueblo se encuentra una
fuerte carga de resentimiento, así como la posibilidad de
que se desarrolle en él la creación de una supuesta
identidad propia que degenere en una vinculación fanática
y lleve a las viejas formas de odio a algún enemigo
exterior.
El Populismo no puede considerarse de derechas o de
izquierdas, sino que es más bien un movimiento en el que
se ha condensado la ira y el rechazo del sistema
establecido desde la acusación de que ignora los intereses
de los ciudadanos. Y ciertamente hay movimientos de
derechas y de izquierdas que hacen suyas esas críticas a la
situación actual y tratan de aprovechar políticamente ese
resentimiento.
Pero lo relevante del caso es no solo la amplitud
que está adquiriendo este fenómeno, sino especialmente la
confusión sobre la que opera, y de la que el sistema
establecido tampoco se hace consciente y responsable.
32
La confusión que se genera en esta situación deriva
de que, mientras los movimientos populistas pretenden
recuperar la capacidad de decisión de los ciudadanos
mediante las formas de una democracia directa y
espontánea, los actores del sistema político actual siguen
ignorando el problema de la debilidad de la participación
ciudadana. Las cuestiones que se plantean en este terreno
se refieren en definitiva a tres aspectos centrales para la
concepción de la democracia: en primer lugar el modo de
atender en el proceso político a los intereses de los
ciudadanos y de elaborar soluciones que puedan ser
reconocidas de modo general; en segundo lugar, la
posibilidad real de exigir la responsabilidad a la que se
deben los cargos públicos; y en tercer lugar, la necesidad
de un espacio para la deliberación pública, ajeno a
demagogias y simplificaciones manipuladoras, evitando su
erosión tal como hemos comentado más arriba.
En este contexto la obra del Dr. E. Serrano Salazar es
una espléndida contribución al análisis de ese confuso
panorama, de ese conjunto de razones y ambigüedades en
que se mueve hoy, en la práctica, el sentido y significado
de estas nociones fundamentales. Su empeño se centra en
33
la reflexión de una serie de cuestiones fundamentales,
conectadas entre sí.
El primer aspecto (Cap. 1), y el punto de partida,
es la reflexión sobre la conexión entre Constitución y
Soberanía popular, punto de partida clave en tanto la
pregunta se dirige a la cuestión de si cabe o no la
soberanía del pueblo sin Constitución. El análisis pasa a
continuación (Cap. 2) a preguntarse por la idea de la
participación política, de la libertad política dentro del
contexto constitucional, y en él sobre la posible
vinculación de la justificación moral y la jurídica. El paso
siguiente, y central, (Cap. 3) se ocupa de la reflexión sobre
los valores democráticos, su determinación jurídica y su
conexión con los derechos fundamentales, para finalmente
ofrecer una reformulación de la idea del soberano popular
en la del “soberano democrático”. En último lugar (Cap.
4) se plantea una reflexión sobre la diferenciación entre
mayoría y democracia, como garantía de los límites
necesarios a la posible arbitrariedad de la legislación
positiva.
Ahora bien, coherente con su propio planteamiento, no
intenta ofrecer “soluciones”. No intenta ofrecer
“definiciones” de estas palabras, ni cae en la tentación de
34
ese recurso con el que se pretende encasillar la realidad,
haciendo desaparecer contradicciones, o incluso
meramente procurando tranquilizar la conciencia, y en tal
caso siempre a favor de un interés particular.
De acuerdo con lo expuesto en la Introducción, su
estudio ofrece más bien una reflexión amplia y detallada
sobre esos términos, sobre estos “nombres” (Constitución,
democracia, dignidad, soberanía, representación, etc…)
que se presentan como un fundamento claro de nuestra
convivencia. Y, haciendo suyo un paralelismo con el
lenguaje, en el que resulta claro que el sentido de las
palabras no es sino el que le dan sus hablantes, en el caso
del complejo que entraña la democracia también sus
términos, los “nombres” de aquellas fórmulas
fundamentales, ha de entenderse que deben tener su
sentido desde lo que piensan los ciudadanos. Y de esta
forma, si la última palabra la tienen los ciudadanos, lo que
se puede ofrecer es una honrada y rigurosa reflexión como
medio para facilitar y hacer posible una “orientación” de
los usuarios, de los ciudadanos activos, para construir y
defender el sentido que dan a estos términos.
La obra que se presenta aquí responde plenamente a
esa exigencia, tanto en cuanto a la honradez intelectual
35
como al esfuerzo de rigurosidad en la reflexión, así como
en cuanto al respeto a la razón y la libre decisión fundada
de los ciudadanos como fuente de la verdad “democrática”
de ellos. Es sin duda una lectura obligada, y además
claramente estimulante.
Rafael de Agapito Serrano*
Salamanca, España, Septiembre de 2019.
__________________
* Licenciado y doctor por la Universidad de Salamanca, España, con
premio extraordinario en ambos títulos.
Ha ejercido como profesor numerario de Derecho
Constitucional en la Facultad de Derecho de la citada Universidad
hasta su reciente jubilación.
Su formación se ha desarrollado en el ámbito del derecho y
la concepción constitucional comparadas, en el contexto de Europa y
especialmente con la doctrina alemana. Ha sido investigador invitado
en la Universidad de Bonn y en la Universidad de Fráncfort.
En su docencia e investigación se ha ocupado de los temas
básicos del derecho constitucional actual, y, de un modo especial, de
la Teoría del Estado y los conceptos fundamentales de la Teoría de la
Constitución (concepto de derechos fundamentales, representación
política, división de poderes, control de constitucionalidad…).
36
Es autor de dos monografías, “Estado constitucional y
proceso político” y “Libertad y división de poderes”, así como de
diversos artículos, prólogos y traducciones. Ha dirigido varias Tesis
doctorales, defendidas en la Universidad de Salamanca.
Prepara en la actualidad la publicación de sus notas sobre
“Teoría general del Estado”. Ha sido Decano (Director) de la Facultad
de Derecho de la Universidad de Salamanca, de 2004 a 2012. En esta
función organizó y presidió la reforma de los estudios jurídicos
asociada a la convergencia europea de los estudios superiores (Plan
de Bolonia).
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Introducción1
¿Qué “es” la “democracia”? Este interrogante no obedece
al ánimo de develar esencialismos o posiciones
dogmáticas acerca de la “democracia”. Frente a esto, lo
que se plantea es que la democracia “es” un nombre que
cobra sentido en cada situación histórica en la que se han
ensayado formas de reducir arbitrariedad en el ejercicio
del poder público, incorporando en éste, hasta donde haya
sido posible, a “todos” los actores y sectores de un cuerpo
político. Y hay que tener en cuenta que, en la tradición del
constitucionalismo “occidental”, la democracia supone la
1Esta introducción deriva de mi encuentro con un texto que, aun cuando no
es su propósito explicito, permite entrever la posición personal y social en la que nos hayamos quienes trabajamos con “conceptos”. El texto al que me refiero lleva el título de Pensar a través de los nombres, y es de la autoría del filósofo Josef Simon, quien fuera Profesor de la Universidad de Bonn, Alemania. Desde luego, aquí no hago recensión de dicho texto, apenas reflejo algunas de las ideas en él sembradas, aquellas en las que veo un puente para volver a escritos que ya he realizado y para encararlos desde otra posición: la “pluma” reconoce sus trazos y queda ávida de extender más líneas, las que obren la corrección o la confirmación de lo ya hecho. A final de cuentas, el que teoriza siempre tiene que volver a detener la mirada en el engarce entre pensamiento y realidad, y tiene que hacer tal cosa a partir de las conclusiones que ha ofrecido en cada vez. Tiene que volver a nombrar lo ya nombrado, tiene que volverlo a pensar y tiene que hacer esto con sentido, lo que implica honestidad intelectual.
38
conformación razonable del pueblo al que hay que atribuir
soberanía. Esto implica que la democracia se realiza
cuando ninguna de las partes sociales que articulan la
forma colectiva llamada pueblo tiene que soportar
arbitrariedad en nombre de éste.
Hoy en día, la democracia ya no es, simple y
llanamente, poder del pueblo, sino la regulación de tal
poder, o, mejor aún, regulación del proceso político en el
que se configura tal poder. Y este es el giro que da forma
constitucional a la democracia, con lo cual el
empoderamiento del pueblo no supone otra cosa que el
empoderamiento de las garantías jurídico-políticas que
velan porque cada parte social, más aún, cada persona,
pueda, en su momento, manifestar su “ser político”
En ese contexto, conviene tratar este par de
interrogantes: ¿El pueblo ya tiene en sus genes la
soberanía o de dónde le proviene este atributo? Y, ¿qué
está en la base del pueblo, así como de la soberanía que a
éste se le atribuye? Ante esto, hay que optar por darle a la
voz “pueblo” el sentido de (…) la expresión política
39
directa de los individuos en general”.2 La primera
impresión que esto deja es que la manifestación del
“pueblo”, mejor aún, del “pueblo soberano”, depende de
que se realice esta condición: que todas las personas de
una determinada sociedad manifiesten su sentir o su “ser
político”.
Pero, ¿qué ocurre si tal condición no queda
satisfecha plenamente, es decir, qué ocurre si algunas
personas no manifiestan su “ser político”? ¿Se incapacita
por ello la realización de la soberanía popular? No es así,
antes bien, lo que ocurre es que la soberanía popular
aparece mediada por las formas de su representación.
Desde luego, la representación ha de ser tal que
permita la expresión política directa de los individuos, es
decir, la representación no puede posponer la atención de
intereses históricos y concretos de los individuos en aras
de satisfacer, prioritariamente, un programa ideológico
que la condicione y la haga parcial. Cuando esta es la
prioridad, la representación obstaculiza la formación de
2Vid. De Agapito Serrano, Rafael., Libertad y división de poderes, El
“contenido esencial” del principio de división de poderes a partir del pensamiento de Montesquieu, Tecnos, Madrid, p.41
40
una voluntad general y, por esto mismo, la expresión de la
soberanía popular.
A final de cuentas, la soberanía popular se hace
presente no en el sentido de una participación directa de
todos y cada uno de los individuos, sino en el sentido de la
representación “general” que de éstos se pueda hacer en el
plano institucional. En este plano, a la par de la
formulación de leyes generales, o, por esto mismo, tiene
que asegurarse que en las dinámicas sociales no haya
menoscabo de la dignidad de persona alguna aun cuando
no haya hecho público su “ser político”. De este modo, el
“pueblo soberano” es posible en tanto en cuanto que los
individuos disponen de leyes generales que permiten
promover o salvaguardar la dignidad personal en
situaciones diversas.
Actualmente, la democracia tiene que ver con
instituciones públicas que se responsabilizan de la
promoción o salvaguarda de tal dignidad, pero no hay que
perder de vista que ese tipo de instituciones ha supuesto
una conquista impulsada desde la propia dignidad
personal cuando ésta ha sido atropellada o desdeñada por
el poder político. Así, por principio de cuentas, la
democracia “es”, antes que otra cosa, “(…) producción de
41
los mismos hombres que hacen su propia historia”.3 O
siguiendo a Sócrates en los Diálogos: “Respóndeme,
Melito. ¿Hay alguno en el mundo que crea que hay cosas
humanas y que no hay hombres?”4 Y cabe añadir: ¿Acaso
la democracia no es cosa humana, no se debe a los
hombres, no es a causa de éstos y para éstos? Sí, es cosa
humana; la respuesta no puede ser otra
Sin embargo, la democracia, aun siendo
producción de los mismos hombres que hacen su propia
historia, tiene para sí misma una historia. Esto quiere decir
que el tratamiento de la democracia no se ha ocupado de
asunto distinto al del empoderamiento del pueblo. Y
cuando se ha tratado de regular el proceso de este
empoderamiento, la democracia pisa el suelo
constitucional y, hoy por hoy, esto significa que la
democracia tributa también a un empoderamiento de la
dignidad de la persona. De modo que, bajo este orden de
cosas el nombre “democracia” no puede no designar su
relación con la “Constitución” y con la “dignidad de la
persona”
3Vid. De Agapito Serrano, Rafael., Ob. cit., p.40
4Vid. Platón., Diálogos, Porrúa, México, 2001, p.11
42
Qué sea la “democracia” a partir de su relación con la
“Constitución” y con la “dignidad de la persona” es un
asunto que hay que tratar prestando atención a que todo
cuanto se entienda como producto humano, la humanidad
misma no está antes ni más allá de la comunicación entre
los hombres. De esto proviene el sentimiento y la
conciencia misma de existir, de dirigirse hacia algo más
que hacia uno mismo.5
Entonces, se puede convenir en que un objeto,
cualquiera en el que se pueda pensar, es algo determinado
por un sujeto o sujetos que, a su vez, están determinados
en un “aquí” y en un “ahora”. Pero, “aquí” y “ahora”
además de operar como señalamiento de un punto de
partida fáctico del proceso cognitivo y enunciativo,
también se proyectan como categoría del pensamiento. De
ser así, “el aquí y el ahora” no determinan a los sujetos
con el mismo rasero, sino según cada uno de éstos
determine, desde su conciencia, un objeto que los demás
también exploran.
5 Se atribuye a Ludwig Feuerbach tal idea (recogida de sus Principes de la
philosophie de l’ avenir), según apunte tomado en la clase de “Garantías individuales y sociales”, impartida por el Profesor Jorge Gabriel García Rojas, en la Facultad de Derecho de la UNAM, en el año 1991
43
Es decir, “el aquí y el ahora” es algo que se
presenta como categoría que regula la relación de cada
sujeto con cada objeto de su entorno, pero sin anteponer
forma alguna que valide tal relación. En este sentido, en
“el aquí y el ahora” se finca la libertad de cada sujeto en
su forma de relacionarse con un objeto. Y esta es la
libertad que está en el inicio de cualquier proceso de
comunicación: es el “yo” el que quiere comunicar lo
“suyo”, aunque eso “suyo” es, o ha sido, también de otros
sólo en tanto que “objeto puro y duro”, o es mejor decir,
sólo en tanto que “objeto por explorar”. Teniendo esto en
cuenta, conviene volver sobre la pregunta que abre este
texto para, ahora, imprimir en ella este sesgo:
¿“Constitución”, “democracia” y “dignidad de la persona”
son algo común para algunos sólo porque en libertad han
decidido qué de lo que encierran estos nombres les es
común?
¿O son algo común porque ya contienen elementos
de desarrollo y de estabilidad que no pueden faltar en el
escenario de una intersubjetividad que ya ha superado
diversos momentos de conflicto? Si es esto último, el
hecho de haber superado tales momentos remite a sujetos
que, en libertad, han decidido superarlos. Esta decisión en
44
libertad aparece entonces como una apuesta por que la
propia libertad sea más duradera y segura. Y desde este
fondo ha estado corriendo la película de aquello (de más)
que pueda ser comprendido en la “Constitución”, en la
“democracia” o en la “dignidad de la persona”
El caso es que, a propósito de los nombres que
aquí interesan, o de otros, cada objeto es descubierto como
un “algo específico” por un alguien también específico. Y,
para darle más claridad a esto, hay que decir que en ese
“aquí” y “ahora”, el sujeto es frente al objeto el lugar de
procedencia de la voz determinada.6 Esto es algo que se
puede asumir con plenitud, porque, ciertamente, el objeto
es algo para alguien que en el momento lo está
percibiendo para luego registrarlo en su conciencia con un
nombre.
Y ya con el hecho de que alguien (como un
alumbramiento de su conciencia) nombre algo, se abre la
posibilidad de que otros concurran en torno a ese nombre
y operen sobre este mismo también desde la conciencia
que le sea propia a cada quien. Así pues, un objeto,
cualquiera en el que se piense (ya como “ser fáctico”, ya
6Cf. Simon, Josef., “Pensar a través de los nombres”, Tópicos, 33, Universidad
Panamericana, México, 2007, 176.
45
como “ser lógico”, por seguir la distinción establecida por
Leibniz) no es ya el mismo para todos aun cuando esté en
“el aquí y el ahora” de “todos”.
Entonces, “el aquí y el ahora” aparece como algo
indeterminado pero presente en el inicio de cualquier
vínculo entre sujeto y objeto, entre el alguien y el algo,
entre el que nombra y lo nombrado. Y se puede ir más
lejos, El „Ser puro‟ en el que inicia la experiencia de la
conciencia es el „aquí‟ y el „ahora‟, como algo puramente
indicativo, puramente sensible, estético o inmediato,
frente a otros lugares, frente a otras voces que se
determinan de manera distinta.7
Hay que dar este otro paso: ese “aquí y ahora” es
algo más que el encuentro innegable que el sujeto puede
tener con su entorno, a través de sus sentidos y en lo
inmediato. Ese “aquí y ahora” visto como un “valor cero”,
sin nada que le preceda y desde el cual la conciencia hace
lo suyo, desde el cual la conciencia da nombre a algo
(como el Adán bíblico) es, también, un “aquí y un ahora”
que posiciona tanto un nombre como la experiencia de
quienes, a través de su conciencia, se han vinculado a éste.
7Cf. Simon, Josef., “Pensar a través de los nombres”… p. 177
46
Entonces, “el aquí y el ahora”, además de “Ser
puro”, es, también, indicativo de un punto que tiene detrás
una sucesión de vínculos entre sujetos y objetos a través
del nombre que a éstos se les haya dado, y de las
significaciones que cada nombre encierre hasta el
momento. En este sentido “el aquí y el ahora” es historia
a la que hay que vincularse cuando se piense a través de
los nombres.
Por ejemplo, cuando se invoca a la “democracia”
antes se ha pensado en qué rasgos la identifican como tal
frente a otros cursos de poder público. Cierto es que a día
de hoy la “democracia” puede abarcar aspectos no
desarrollados en su significado primario o nuclear, pero
también es cierto que mantiene aquellos que son pilares de
su identificación. El “pueblo con voz de mando y
determinante” está en el centro del nombre “democracia”,
y en cada situación habrá que ver cómo se articula un
“pueblo” en condición soberana.
Así, lo que la “democracia” designe en cada vez, la
elasticidad de su significado, dependerá de los modos de
hacer presente a una “soberanía del pueblo”. Sin embargo,
queda bajo sospecha una “democracia” en la que no se
mantiene una articulación razonable del pueblo en las
47
instancias que lo representan, o cuando a aquél se le da
“voz directa” en determinados asuntos pero antes ya
operaron filtros que garantizan que esa voz esté en
consonancia con lo que un “guía-servidor” del pueblo ya
había sugerido sobre el asunto de que se trate.
Aparte está la cuestión de qué segmento del
pueblo mandata en condición soberana (como si “todo” el
pueblo se pronunciara) lo que antes ya le ha sugerido su
orientador. Esta problemática, por lo menos, tiene que
llevar a ser más incisivos en la comprensión de qué sea
aquello de “mandato del pueblo”, y esto para no poner a la
“democracia” en una especie de cuerda floja en la que
tendría equilibrio sólo sostenida por una coyuntural (o no),
estratégica (o no) dictadura.
A propósito del “mandato del pueblo”, estamos
frente a un concepto que alcanza un desarrollo en el que se
incorpora el hecho de la mediación institucional. A este
respecto, hay que tener en cuenta que el “pueblo” emerge
“soberano” porque tiene a quien mandar de entre quienes
lo conforman: el pueblo manda a quienes lo representan y
la gestión de éstos, en forma de leyes positivas, retorna,
también como mandato, al pueblo que integra el bloque de
48
los representados. El “pueblo soberano” no es “soberano”
respecto de quienes integran “pueblo” en otras geografías.
Hay que plantearlo de este modo: ¿A quién vincula
el “pueblo” con sus mandatos? Pues a las propias personas
que lo conforman. Primero, a quienes lo representan para
que elaboren las leyes positivas que permitan mantener o
mejorar el tejido social en el que discurre la idea de
“pueblo”. Segundo, a través de tales leyes, los
representados también se vinculan al “mandato del
pueblo”, se vinculan a sí mismos pero a través del
mecanismo de la representación parlamentaria. En este
sentido, el “mandato del pueblo” tiene curso como
“mandato representativo”, y el entendimiento de esto
abona a una comprensión constitucional de la “soberanía
del pueblo”.
Se trata pues de una soberanía mediadora de sí
misma, y esto implica que el “mandato del pueblo” no
tiene capacidad imperativa de forma inmediata. La tiene
hasta que ha sido ponderado en la instancia parlamentaria,
o, hasta que, más adelante, algunas de las leyes emanadas
del parlamento han sido reorientadas en sede
jurisdiccional.
49
Por otro lado, es claro que no puede admitirse
directamente, sin más, como “mandato del pueblo” el
contenido de voluntad de algún segmento social con el
que esté comprometido el poder público. Más allá de esto,
el “mandato del pueblo” se refiere a un proceso de
introspección y de proyección de fuerzas sociales en
conflicto que han podido negociar una solución con las
mayores garantías de neutralidad de ésta.
A final de cuentas, el “mandato del pueblo” es
posible a través de procesos institucionales de mediación.
Incluso, en gran medida, las normas jurídicas reflejan el
compromiso de las fuerzas en conflicto con esos procesos
de mediación. Más todavía, “El conflicto político (relativo
a la asignación de las cargas o deberes) está
inevitablemente, y siempre, en el origen de las normas del
derecho, con las cuales se pretende una especie de
neutralización, esto es, la canalización del conflicto hacia
instancias polemológicas no directamente violentas”.8
El “mandato del pueblo” tiene pues implicaciones
que complican su entendimiento. Pero, la efectividad de
tal mandato pasa por entender esas implicaciones.
8 Vid. Capella, Juan Ramón., Elementos de análisis jurídico, Trotta, Madrid,
2008, p.48
50
Se puede alcanzar mejor conciencia de ello si se
atiende a que: “Hasta el momento actual la representación
se sigue definiendo como mandato representativo, esto es,
como instrumento orientado a la elaboración de soluciones
generales desde el rechazo explícito a cualquier tipo de
mandato imperativo o vínculo particular (…)
A este planteamiento se debe la extendida idea de
que el mandato imperativo es una institución medieval,
mientras que el mandato representativo es lo específico
del Estado moderno, ya que a través de esta figura jurídica
el Estado se define por su vinculación a la realización de
un interés general que supera toda orientación particular
(…) Sin embargo, es claro que la representación incluye
en la actualidad componentes imperativos cuya
justificación resulta problemática, y al mismo tiempo hay
que recordar que en la teoría y práctica medievales
aparecen también formas de la representación que no son
totalmente ajenas a la idea de la libertad del representante
como característica central del mandato representativo.
Esta dicotomía es pues falsa, o al menos
simplificadora, desde el punto de vista de la historia, y
constituye una base teórica insuficiente para llegar a un
concepto de representación política en el que se
51
comprenda su sentido democrático, es decir, en el que se
articule de un modo coherente la función de ambos
elementos: la vinculación al representado y la elaboración
de la generalidad de los intereses (…) Por otra parte no
afecta sólo al ámbito estricto de la función representativa,
sino que tiene relevancia para la misma comprensión de la
idea de Constitución. Si no se comprende adecuadamente
el concepto de la representación, no se puede diferenciar
entre materia constitucional y política, no es posible
reconocer la Constitución como algo distinto del proceso
político”.9
Entonces, cuando se invoque a la “democracia”
hay que pensar en esas variables contenidas en la idea de
“mandato del pueblo”. Hay que pensar pues en que la
vinculación al representado y la elaboración de la
generalidad de los intereses es lo que permite integrar un
“mandato del pueblo” creíble como tal, es decir, que no
sea simple excusa de algunas decisiones tomadas por los
representantes populares.
También se puede decir así: la “democracia” es la
forma en la que el pueblo hace cursar mandatos a los que
9 Vid. De Agapito Serrano, Rafael., Estado Constitucional y proceso político,
Universidad de Salamanca, Salamanca, 1989, pp. 163 y 164; cursivas mías
52
él mismo queda vinculado, y también supone la forma de
ejercer control sobre la razonabilidad de tales mandatos.
Si esto es así, la “democracia” tiene que ser reconocida
como la posibilidad de configurar, en cada vez, un
“mandato del pueblo” que tiene que alcanzar la mayor
razonabilidad posible dentro de un entramado
constitucional que esté regido por la “división de
poderes”.
Como se puede ver, la “democracia” está más allá
de los pronunciamientos o decisiones inmediatas del
“pueblo”, sea lo que se quiera que éste sea. Siempre que
se trate de seguir los lineamientos de una democracia
constitucional, hay que poner en duda que el “pueblo” sea
la fuerza social en conflicto que el poder público quiere,
anticipadamente, como “pueblo”.
También, ya es sabido que el “mandato del
pueblo” no se ciñe al conteo del voto electivo de los
titulares de cargos públicos de representación. El
“mandato del pueblo” no se agota con el ejercicio de ese
voto. Su trayectoria es de más aliento: tiene que hacerse
presente en dinámicas de representación institucional que
hagan posible un acuerdo en sentido enfático en el que
quede impostada la “voluntad general”. El destino del
53
“mandato del pueblo” es la expresión de la “voluntad
general” y está no es posible si en la vía de la
representación institucional lo que opera es un manoseo
estratégico del pluralismo político.
Hasta aquí, algo de lo que implica pensar en la
“democracia” antes de invocarla y tener en mira su
realización creíble. Y esto es suficiente para acentuar la
importancia que tiene el cuidado de la “democracia” a
partir de pensarla a través de su nombre, de lo que en éste
se ancla firmemente para distinguirla frente a sus sutiles o
groseras perversiones.
Sigue esta cuestión: si cada nombre supone rasgos
de identificación de cada fenómeno, en este caso, la
“democracia”, entonces, ¿por qué pensarla antes de
nombrarla? Según lo ya expuesto, la respuesta no es
complicada: los sujetos son los que nombran y esto
supone que lo que se nombra es, además de esos rasgos de
identificación, la circunstancia en la que cada sujeto se “ve
actualizando” esos rasgos, o relacionándose con ellos.
En cierto modo, cada sujeto se nombra (se
proyecta) nombrando el objeto o fenómeno de su interés.
Pero el hecho de proyectarse nombrando, o bien, la
54
posibilidad de que cada quien haga suyo lo que nombra
implica hacer suyos, también, los significados vigentes
contenidos en el nombre. Así pues, el hecho de nombrar
algo desde la posición vital propia, la de cada quien, no es
un ejercicio en el que esté ausente la historia del concepto,
del nombre que define y que identifica a algo frente a otro
algo ya también identificado y nombrado.
De modo que, por seguir con los ejemplos,
“Constitución” y “pacto” son posibles de relacionar según
los contenidos que su nombre abarque y, más que esto, la
historia del propio nombre tiene que avalar los contenidos
que a la “Constitución” o al “pacto” se le quieran
incorporar como “novedosos”. Cabe decir lo mismo
acerca de la relación que se pretenda establecer entre
“democracia” y “dignidad personal”, o a propósito de
otros cruces entre los nombres aquí considerados (v.gr.
entre “Constitución” y “dignidad personal”, o entre
“dignidad personal” y “democracia”).
En cualquier caso, si tales relaciones son posibles
es porque cada uno de los fenómenos relacionados
mantiene su identidad frente al otro a propósito de un
nombre y de la historia de significaciones que éste
encierra. Así pues, cada nombre puede hacerse elástico
55
hacia otras posibilidades de realización del fenómeno que
designa, pero éste, junto con su nombre, acaba
retrayéndose hacia aquellos rasgos o elementos que lo
identifican como tal.
Poniendo en contexto el problema del que trato, en
nuestra configuración constitucional la “democracia”, y,
de su mano, la “soberanía del pueblo” han sido
relacionadas con eventos o situaciones que están en los
extremos. Un par de ejemplos dan cuenta de esto.
Por un lado, en el escenario de las “Cortes de
Catedral” el Padre Mier hace un pronunciamiento
contundente acerca de los modos de realización de la
“soberanía del pueblo”. Y, para quienes hacen suyos los
legados más inmediatos de la Revolución Francesa, la
primera impresión que se puede tener es que aquel
pronunciamiento hace demérito de la “soberanía del
pueblo” y pone en la línea de la soberbia a quienes han de
servirla como representantes. ¿Qué es pues lo que dice el
Padre Mier? Dice esto: “Toca a sus representantes –del
pueblo- ilustrarlo y dirigirlo sobre sus intereses, o ser
responsables de su debilidad. Al pueblo se le ha de
56
conducir, no obedecer. Sus diputados no somos
mandaderos… para tan bajo encargo sobran lacayos…”.10
Más adelante, mediando casi un siglo, Francisco
Bulnes, periodista y escritor vinculado al grupo de los
“científicos” durante el porfirismo, mueve el péndulo
hacia el otro extremo: Si a plena luz del día el pueblo dice
que es media noche, es momento de encender las farolas.11
Bajo este dicho, parece ser que el pueblo asume una
condición de Demiurgo, con la que desborda el carácter
constitucional de su soberanía. Tomando tales ejemplos,
es claro que en nombre de la “soberanía del pueblo” se
fraguan posiciones que se confrontan. Pero, también es
claro que sin extremos no hay juego político, lo que hay
que evitar es la radicalización de las posiciones. Sólo
entonces tendrá lugar la “democracia”.
En tal sentido, cabe decir que la “democracia” es
un llamamiento a que el juego político, sin dejar de ser
confrontación, lo sea de la forma moderada que la
Constitución puede imprimirle.
10
Apud. Sayeg Helú, Jorge., Introducción a la historia constitucional de México, Editorial PAC, México, 1986, p. 47 11
Así lo refirió Don Jorge Gabriel García Rojas en una de sus clases de “Garantías individuales y sociales”, impartidas en la Facultad de Derecho de la UNAM, en 1991.
57
De acuerdo con lo anterior, la “democracia” tiene
que ser una respuesta a la “exigencia moral” de la
moderación, lo cual implica, en términos constitucionales,
vincular y ajustar el juego o el proceso político a un
proceso de toma de decisiones en el que cobra sentido la
“división de poderes”. La “democracia” no es puro
pluralismo político. Además de esto, tiene que haber un
eje de razón (el que supone el mecanismo de operación de
la “división de poderes) que evite que la toma de
decisiones derive en una confrontación insoluble entre
quienes son actores de ese pluralismo.
Cabe poner lo anterior bajo esta perspectiva: la
“democracia” “(…) no se refiere a una exigencia „moral‟
de renunciar a los propios intereses empíricos en favor de
un principio o de una regla, sino que tiende sólo a
relativizar el carácter absoluto del interés particular, y por
lo tanto a excluir una oposición radical o total entre
intereses propios y ajenos (en el sentido del ius in omnia
del Estado natural hobbesiano), estableciendo la
posibilidad de una relación entre ambos”.12
Entonces, no
hay principio que, en lo abstracto, regule la
12
Vid. De Agapito Serrano, Rafael., Libertad y división de poderes, Tecnos, Madrid, 1989, p. 54
58
intersubjetividad en la “democracia”, sino que, si hay que
hablar de algún principio, éste deriva de la disposición
misma de los sujetos de vincularse a procedimientos que
permitan moderar la toma de decisiones.
En la “democracia” hay que hacer lo razonable por
detener el péndulo a la mitad de su trayecto, o, al menos,
evitar que sea retenido arbitrariamente en uno de sus
extremos. ¿Esto es posible? Hasta donde alcanzo a ver, se
tienen por lo menos dos recursos para darse a tal empresa:
“Constitución” y “dignidad de la persona”.
Y, otra vez: ¿Por qué entender a la una y a la otra
sin desapartarlas de ese propósito regulador? ¿En qué
situación se pondría cada quién nombrándolas? El
propósito de tales nombres o conceptos refleja, además de
una posición vital personal, una serie de vínculos
específicos entre quienes hacen o han hecho uso de esos
mismos nombres. Por lo mismo, podemos convenir, por lo
menos hasta ahora, en que ni “Constitución” ni “dignidad
de la persona” son nombrados para aludir a un tejido
social que se configura y muta de forma caótica, si tal cosa
fuera posible.
59
Ni “Constitución” ni “dignidad de la persona”
pueden cursar como un llamamiento al caos social, no está
en su “genética” tal llamamiento. Más bien, es lo
contrario: nadie puede entender a la una y a la otra sino a
partir de un llamamiento al orden social. Sólo de este
modo se puede comunicar lo que sea la “Constitución” o
lo que sea la “dignidad de la persona” aun cuando estén
infiltradas de un propósito particular, aun cuando tengan,
también, la medida de la posición vital de quien las quiere
comunicar.
Dicho sea de paso, comunicar es hacerse entender,
es conseguir que los otros entiendan lo que alguien envía
como mensaje a través de nombres o conceptos. Y para
lograr el vínculo de la comunicación hay que renunciar a
una parte de la posición vital propia y, con esto, dar lugar
a la posición vital de los demás. La comunicación implica
tal gesto “solidario”, o, acaso, un mutis de supervivencia.
Lo siguiente será preguntar qué tipo de orden
social se espera si se nombra a la “Constitución”
vinculándola con la “dignidad de la persona”. Lo que se
quiera como orden social variará según se vincule a la
“Constitución”, o no, con la “dignidad de la persona”. Y,
entonces, aparece que si la “Constitución” hace un
60
llamamiento abierto al orden social, la “dignidad de la
persona” recupera ese llamamiento pero cualificándolo
como “justo” a partir de un reconocimiento de la
simetrías y de la comprensión de las asimetrías entre
quienes vivencian “lo social”. También hay que decir que,
sin relacionarla con la “Constitución”, la “dignidad
personal aparece como pieza psíquica de exploración y
motivación personal, su densidad o “anatomía” será
entonces otra, aun cuando acabe impactando en la
intersubjetividad.
A fin de cuentas, la situación en la que cada quien
tiene que ponerse al hacer uso de aquellos nombres es,
también, la situación de los demás. Es decir, cada quien
tiene que hacer uso de aquellos nombres invocando a algo
que los demás también puedan reconocer bajo cada uno de
éstos. Por lo demás, ningún “pacto” es posible si alguien
nombra algo dándole contenidos o caracteres que los
demás no reconozcan, que no les sean familiares. Ningún
“pacto” es posible con un despliegue arbitrario de la
posición vital en el acto de hacer uso de los nombres o de
los conceptos, ni la apelación a la “dignidad personal”
consiente estos despliegues. La “dignidad personal” no se
61
tramita como un posicionamiento arbitrario de la posición
vital con la que cada quien se proyecte ante los demás.
En gran medida, la posibilidad de comunicarse
implica una acreditación de la “dignidad personal” propia
y una reivindicación de la dignidad personal del otro, de
cualquiera de los que integren una comunidad de
personas. Según Gadamer, “(…) hay que presuponer
elementos que funcionan como condición de la validez
intersubjetiva del lenguaje y de la comunicación”.13
La apuesta es clara: si hay que señalar tales
elementos hay que hacerlo en función de la validez
intersubjetiva del lenguaje. Queda puesto el límite: no más
allá de esa “validez intersubjetiva”. Es decir, no impuesta
por quienes no sean los propios sujetos específicos dentro
de sus procesos vitales también específicos. Así, los
sujetos y sus circunstancias (por hacer lugar en la
expresión orteguista) son, uno a uno, para sí mismos pero
según canalicen el cúmulo significativo que esas
circunstancias tienen ya para una colectividad de
“semejantes”.
13
Vid. Apel, Karl Otto., Apel versus Habermas, Comares, Granada, 2004, p. 27.
62
En cierto modo, el individuo, la persona
irrepetible, es el intérprete inédito de un “nosotros”. El
individuo se hace en medio de la semejanza; se hace
codificando internamente los códigos de la
intersubjetividad. Entonces, si soy “yo y mis
circunstancias”, no predico, cuando así lo afirmo, mi
monopolio sobre ellas. Soy yo y las circunstancias, las
mismas, que otros también viven. Pero, y aquí si cabe la
exclusividad, no las viven bajo el tono emotivo y reflexivo
con que yo las vivo, con que cada quien las vive. Y esto
también es válido cuando se trata de asumir como norma
jurídica un mandato del poder estatal. Éste es norma
jurídica no por su procedencia de los órganos del Estado,
sino en tanto en cuanto que sus destinatarios ven en él a
una norma jurídica.
Es decir, dicho mandato opera como norma
jurídica sólo si compagina con una vivencia personal de
“lo justo” pero que, además, es una vivencia semejante a
la de otros. Siguiendo la huella kantiana, hay que decirlo
de este modo: “(…) el hombre „sólo está sometido a una
ley propia y sin embargo general‟ (…)”.14
¿Qué impacto
14
Apud. Laun, Rudolf., Derecho y moral, Centro de Estudios Filosófico, UNAM, México, 1959, p. 6
63
tiene esta afirmación en la comprensión de la norma
jurídica? Tiene el impacto de consolidar el frente
imperativo de la norma jurídica, porque ésta, antes que ser
ley positiva, tiene que ser reconocida como norma desde
la autonomía de la voluntad de aquellos a quienes esté
destinada. Sin esta intervención de la autonomía de la
voluntad la ley positiva no pasa de ser expresión del poder
del más fuerte. Así pues, “El llamado derecho positivo –
en consecuencia- es un conjunto de declaraciones sobre la
aplicación condicionada del poder del más fuerte. Es
poder, pura y simplemente. No contiene ningún deber,
ninguna obligación”.15
Entonces, la ley positiva puede desempeñarse
como norma, si y sólo si, los sujetos se vinculan a ella
porque la tienen como reflejo de lo que ya han decidido
desde la autonomía de su voluntad para dar solución a los
diversos problemas implícitos en la intersubjetividad.
Si los sujetos se vinculan a la ley positiva sin que
hayan sido condicionados por algún agente externo
aparece, entonces, la norma jurídica. Esto supone que la
ley positiva tiene que ser mucho más que el remedio que
algunos actores políticos imponen para satisfacer sus 15
Vid. Laun, Rudolf., Derecho y moral… p. 11
64
fines. Más todavía, la ley positiva, quiérasele como norma,
tiene que ser algo más que imperativo hipotético. En tal
contexto, y a contracorriente de la manualística al uso, la
ley positiva tiene que ser expresión de un imperativo
categórico.16
A final de cuentas, aquí hay que entender que la
ley positiva, aunque dirigida a cubrir los fines que cada
comunidad política encumbra, no queda exenta de
contener la justificación que lleve a tenerla como el fin
más justo que haya que cumplir. Sólo entonces los demás
fines tendrán buen logro. La ley positiva tiene que ser,
pues, el fin más justo que haya que perseguir, por encima
de aquellos a los que esté destinada en cada caso. Pero,
tiene que ser tal cosa para “todos” aquellos interesados en
la satisfacción de los fines que están en la mira de la
propia ley.
De ser así, se abre entonces el expediente del
carácter objetivamente autónomo de la norma jurídica:
16
Un apunte básico para comprender la distinción entre imperativos hipotéticos y el imperativo categórico es este: “Como es sabido, el filósofo de Koenigsberg enseña que todos los imperativos son hipotéticos o categóricos. Los hipotéticos ordenan una acción como medio para un fin; los categóricos, en cambio –sin referencia a ningún fin- la ordenan como buena en sí. Categórica es, por tanto, únicamente la ley moral que nos obliga inmediatamente como un fin supremo, como un fin en sí” (Vid. Laun, Rudolf., Ob. cit., pp. 7 y 8)
65
“(…) entonces debe permitírsenos preguntar por un
derecho distinto de la subjetividad del individuo y, en este
sentido, objetivamente autónomo, hacia el cual se dirige
lentamente la humanidad, partiendo primitivamente de la
fuerza bruta animal, a través de toda su historia hasta
realizarlo plenamente. Mas este derecho nunca nos es
dado de otro modo que en una suma de vivencias
individuales, subjetivas y autónomas del deber, de la
obligación”.17
La tarea no está acabada, hay que seguir
haciendo la legua. Hay que continuar el recorrido desde
los impulsos vitales y de conciencia de cada quien, pero
manteniendo como uno de sus ejes, la posibilidad de
atisbar esa objetividad autónoma de la norma jurídica.
A resumidas cuentas, la norma jurídica comunica
un mandato que es “justo” sólo en cuanto que es asumido
como “voluntad general”. Y para que ésta sea posible tuvo
que haber, antes que coacción alguna, el proceso reflexivo
de los muchos que entonces asumen que su sentido de “lo
justo” se puede mantener o desarrollar a través del
mandato del poder estatal.
Así pues, la “voluntad general” no es, por vía
directa, la contenida en el mandato estatal, sino la de 17
Vid. Laun, Rudolf., Ob. cit., p. 16
66
quienes vivencian “lo justo” en direcciones coincidentes.
Y cuando el mandato estatal no va en dirección contraria,
la propia “voluntad general” garantiza su realización
dando lugar a la coacción del Estado, cuando así se
requiera.
Es de ese modo, en ese tinglado de comunicación,
como cobra sentido la imperatividad de la norma jurídica
y, a la vez, su posibilidad coactiva. A propósito de esta
apreciación, lo que interesa retener es que el sitio que
ocupa la “voluntad general” en ese tinglado de
comunicación es el sitio de cada uno de los que en ella
concurren asimilando coincidencias y procesando
divergencias. La “voluntad general” supone entonces, sin
demérito de su orientación político-normativa, el
entendimiento que los sujetos hacen de su entorno, y el
entendimiento entre ellos mismos. Y es claro que el
proceso comunicativo persigue y refleja tal entendimiento.
El proceso comunicativo además de ser un
desarrollo o producto de los sujetos es la hoja de ruta de
estos mismos. Dentro del proceso comunicativo los
sujetos vivencian su poder, su voluntad, su libertad y
también sus límites; es más, algunos pueden experimentar
su libertad a través de los límites ya dados, los propios del
67
proceso comunicativo. Algunos son capaces de generar el
detalle, de plasmar la pincelada del ingenio dentro de las
formas ya establecidas, y tal cosa es libertad que bate alas
en el espacio de una cultura y de una sociedad.
Entonces, hace falta la forma para la expresión del
mensaje y de la libertad con la que éste sea emitido. Sin la
forma no hay entendimiento del mensaje y, por esto, la
libertad con la que sea emitido quedaría anulada. Sin
forma el mensaje pierde su validez comunicacional y la
libertad del que lo emite se reduce, sólo, al mero acto de la
emisión.
Ahora bien, el hecho de que las formas validen un
mensaje no implica que también validen la libertad de
quien lo configura y emite. Las formas no validan la
voluntad de hacer algo fuera de las propias formas; la
voluntad (cada quien desde sus propios fueros) puede
actuar y ya, sin más. Sin protocolo alguno, cada quien
puede presentarse como “libre”. Sólo que, si así de
contundente es esa posibilidad de la voluntad, también así
de contundente es el hecho de “lo social”. Y así de
contundente es la exigencia de saber ser libres dentro de
las formas de “lo social”, al menos si el cometido es
comunicar algo.
68
Lo anterior lleva a pensar en que lo ya válido
dentro del proceso comunicativo, tiene como referencia el
mensaje no refutable hasta el día de hoy. No refutable
hasta el día de hoy porque ese mensaje tiene detrás una
historia, un proceso de ensayo-error que valida en él
significados generadores de vínculos entre quienes
comparten una línea de espacio y de tiempo.
¿Posiblemente refutable? Sí, hasta en tanto en cuanto,
luego de un prolongado proceso de ensayo-error, aparezca
el dato o el detalle que haga que el guión varíe.
En cualquier caso, lo posible de realizar es algo
que se alumbra por una posibilidad que se está realizando.
Y en el mensaje, y en él, el nombre o el concepto,
encierran la historia que los hace comunicables y que
permite entrever la posibilidad de ampliar su significado,
de hilar con éste otras vivencias o situaciones. Desde
luego, esas otras vivencias o situaciones tienes que ser
reconocidas como parte del nombre o concepto que
discurra en el mensaje de que se trate.
Así, en tales términos, se tiene una respuesta
suficientemente válida a esta interrogante: ¿Qué es aquello
dentro del proceso comunicativo que permite, que, en
efecto, haya comunicación y, aún más, que haya
69
comunidad entre “sujetos libres”? Lo que permite tal cosa
y que da sentido al proceso comunicativo es la libertad
encaminada a identificar un “objeto” que, valga la
redundancia, por voluntad de la propia libertad será
continuamente “objeto” del test ensayo-error. Ahora,
¿dónde y cómo identificar tal “objeto”?
El dónde: en el “mundo de la vida”, diría
Habermas. El cómo: atendiendo a los problemas que
comporta el “mundo de la vida” y para los que aparecen
soluciones diversas. El cómo: haciendo política, siempre
que se admita significarla como la construcción de
mensajes válidos en los diferentes escenarios en los que se
teje la intersubjetividad.
Y tal solución a ese cómo lleva a este otro
entendimiento: la Constitución supondrá la estabilidad de
esos mensajes en aquellos aspectos que abren otras
posibilidades de relaciones razonables entre sujetos
pertinentemente diferentes. La Constitución da referencia
de problemas que se diversifican, cada uno de ellos,
pensándolos. Seguidamente, la Constitución da referencia
de una “historia” de las soluciones que han sido ensayadas
para problemas históricos y concretos. Más aún, da
70
referencia de una “historia” de soluciones que se han
convalidado como legítimas.
Y en un contexto más amplio, sin perder de vista lo
anterior, cabe preguntar esto: ¿Por qué comunicarse es
asumir socialidad e historia? Incluso: ¿Qué es lo que
permite comunicarse con sentido para darle no sólo
presencia a los individuos, sino procedencia y destino a las
relaciones que entre ellos fincan?
Estamos ya inmersos en la experiencia antes de
vernos inmersos en un proceso comunicativo. No
obstante, cabe preguntar si esa experiencia en la que ya
estamos inmersos, no es acaso una experiencia que ya
acumula logos. Y cabe enlazar esto con la intuición de que
el mecanismo comunicativo que se presupone en cualquier
“pacto” se pone en marcha sólo si ya se cuenta con una
experiencia que acumula logos.
Es claro que no hay “pacto” propiamente dicho, si
no hay entendimiento entre quienes pactan. Y para que
esto sea posible se tiene que echar mano de ese logos
acumulado, lo cual implica una exigencia de respeto entre
pactantes. Es decir, si alguien quiere pactar con el otro
sobre algo, entonces, ha de echar mano del logos
71
correspondiente sin “enmascararlo”. Si alguien hace esto
para obtener el consentimiento del otro no se puede
admitir que con ello se concrete un “pacto”. No al menos
en un tinglado constitucional que vele por la dignidad de
la persona.
Y, lo más importante, al menos en estos pagos, es
que la libertad llega a tener un sentido ético cuando, en
tanto que manifestación de autoconciencia, se despliega
en el carril de la reflexión entendida como un pulso del
nervio moral que nos aproxima templadamente con los
demás en una posición “actual” de tiempo y espacio. A
resumidas cuentas, la “dignidad personal” se pone de
manifiesto en relaciones de libertad que operan como
relaciones de entendimiento. Esta posibilidad implica que
hay quien decide recoger sobre sí su propia autoconciencia
para aperturar el diálogo.
Y a esa posibilidad de la libertad hay que darle un
sentido enfático: “A resultas de la experiencia de la otra
conciencia, con su determinación conceptual de objetos,
que comienza de otra manera, distinta a ella misma, y que,
por eso, también llegan a un fin de manera distinta, la
conciencia sacrifica, frente a otra conciencia, su puro “ser
para sí” en un sacrificio en el que se entrega al entender
72
del otro sin reserva”.18
Y, con ese sacrificio, la libertad
aparece como algo más que una confirmación del “yo”
dentro del propio “yo”. Cabe decir que con ese sacrificio
la libertad da a luz formas de entendimiento que se
concretan como arte, como ciencia, o como norma.
Entonces, libertad no sólo en la inmediatez con la
que se percibe el entorno, libertad no sólo porque no hay
el mediador-individuo que le dice a cada quien qué
percibir y cómo. Más allá de este primer síntoma de
libertad hay que reconocerla en una situación de más
hondura. Así pues, hay que reconocerla en la situación en
la que cada voluntad se da a la tarea de significar lo ya
significado. Y aquí una matización, dicha tarea tiene que
desarrollarse considerando, sí, un lenguaje ya dado y
mediador que esté por encima de cualquier determinación
meramente subjetiva.
En suma, también hay libertad cuando cada quién,
desde su posición vital, connota lo ya nombrado, cuando
cada quien imprime su historia en el objeto-concepto del
que se está ocupando y, a la vez, mira hacía la historia
hasta entonces recogida en tal objeto-concepto. A final de
cuentas, esta historia se “refracta”, en alguna medida, en la 18
Vid. Simon, Josef., Ob. cit., p. 178
73
de cada posición vital, y la otra porción en la que ésta se
manifiesta es lo que le da singularidad.
Sólo sobre el fondo de la historia de cada objeto-
concepto se distingue el relieve de la singularidad con la
que alguien ha pensado en un determinado objeto-
concepto y lo ha vuelto a nombrar. A final de cuentas, la
unilateralidad en la fuerza del hablar y del significar
implica la autoconciencia de que esa fuerza es posible sólo
en medio de otras conciencias que se han vinculado a
determinados fenómenos pensándolos y, en su caso,
volviéndolos a nombrar. O ¿para qué volver a significar
algo sino es con la intención de vincular a otras
conciencias con otras posibilidades de un fenómeno de las
que se da cuenta con ese “volver a significar”?
En cada quien, esa autoconciencia se despliega
sobre sí, pero a partir de una historia surcada por otras
conciencias que también han pensado en cada cosa ya
nombrada (la de su particular interés) y la han vuelto a
nombrar señalándole otras posibilidades de manifestación
y desarrollo. La autoconciencia y sus productos de
reflexión y de logos no son posibles desde la nada sino
sólo a partir del reconocimiento de que ya hay este tipo de
74
productos que tienen el cuño de la autoconciencia de
otros.
Precisamente, la historia de cada objeto-concepto
da sentido, orienta y regula cada relación entre
autoconciencias cuando cada una quiere vincular a la otra
con su propuesta de (re) significación de un fenómeno
determinado. En este sentido, el primer paso para lograr
tal cosa es el de reconocer en el otro una posición vital
distinta aunque ese otro esté localizable en el mismo “aquí
y ahora”.
Sin embargo, ese “aquí y ahora” será, siempre, la
condición lógica e histórica, no sólo psíquica, que hay
que observar para que el pensamiento de cada quien pueda
ser comunicable. Y esto implica que cada pensamiento,
como signo de individualidad, pueda ser relacionado con
la realidad efectiva, en la que “todos” hacen pie.
Ciertamente, “Depende del sujeto en qué tiempo, frente a
quién y hasta qué punto quiere reflectar su propia
condicionalidad, o quiere saberse relacionado,
abstrayéndose de ella, con la realidad efectiva”.19
Esta
advertencia es la que rige mi empresa de la que doy cuenta
en las páginas que siguen. 19
Vid. Ibidem., p. 9
75
En lo que sigue, pongo a consideración de los
lectores un cuerpo de apuntes que elaboré de cara a
integrar mi tesis doctoral. En esta ocasión retomo parte de
esos apuntes con el ánimo de poner a la vista lo azaroso
que resulta comprender o (auto) estimular el tratamiento
constitucional de la “soberanía del pueblo”.
Es denso y profundo el tejido histórico y
conceptual de tal problema, y a esto hay que añadir que la
realidad no pierde aliento en poner fuera de control lo que
la doctrina da por suficientemente establecido en un
momento dado. No hay novedad en ello y si una
advertencia muy clara y familiar: el devenir constante de
cada problema o fenómeno no admite “tapar el sol con un
dedo”; hay que aplicar, pues, la conseja al problema de
nuestro interés. Y, valga la obviedad, por lo mismo, hay
que volver, una y otra vez, sobre lo ya pensado y
nombrado.
Incluso, me emplazo a re-pensar esta aportación a
la luz de la reconfiguración político-ideológica y hasta
emocional que, a “día de hoy”, se palpa en el tejido social
de México. Me queda pues por delante dicha tarea.
76
Por lo pronto, antes de finalizar esta introducción
quiero ocupar este espacio para dar alguna forma al amor
y al sentimiento de gratitud que me han acompañado y
motivado en esta empresa. Ocupo las palabras que siguen
para dar forma a esos sentimientos:
A Enriqueta, mi madre: “Érase una vez la fe, el
amor, la bondad, la generosidad, la firmeza de
espíritu…Érase una vez la VIDA que cursa entre el
silencio esperanzador y el canto redentor…” ¡Ella es todo
eso! Y no es cuento.
A Onésimo, mi padre: Caballero del Derecho.
A Carlos Ascencio, mi hermano: Hermosamente
entrañable.
En memoria de ambos.
A Nagi y a Yoda: Mis torres vigías
Agradezco al Lic. Omar Fayad Meneses,
Gobernador Constitucional del Estado de Hidalgo, el
haber aceptado presentar esta obra.
Desde luego, quiero dejar constancia de mi
reconocimiento a la Mtra. Erika Rodríguez Hernández,
77
presidenta del PRI en Hidalgo y a la Fundación Colosio
Filial Hidalgo, por auspiciar esta publicación.
Hay palabras que impulsan a hacer lo más cuando
el ánimo está en sus mínimos. Cuando el ánimo flaquea
esas palabras son algo más que palabras, son fe, cariño y
afecto que se pueden respirar y que vivifican. Me
beneficié de ese tipo de palabras. Se las agradezco a mis
hermanos Oziel y María Elena Serrano Salazar, a Marisa
Domínguez Forment, a Fátima Trasviña Arredondo, a
Silvia Matos Velo, a Estela Salazar Herrera, a Rafael
Estrada Michel, y a Carlos Mata Puga.
La sabiduría señorea discretamente y hay en ello el
mayor cúmulo de virtudes. Y esta virtud de virtudes, cosa
de pocos, lo es, sobradamente, en la esfera vital de Don
Rafael de Agapito Serrano y de Doña Ana Agud Aparicio.
Me vincula a ellos la vida; parte muy importante de mi
vida está impregnada de su generosidad; la academia
formal y no formal, de aula y entre comensales fue el
“pretexto” para establecer con ellos un vínculo que educó
también mi alma, afortunadamente sigue siendo así. Y es
ésta la que pongo por delante para agradecer, una vez más,
a ambos, su cariñosa y, a la vez, rigurosa “mirada” sobre
los productos de mi reflexión.
78
En esta ocasión, de modo especial, a Don Rafael
tengo que agradecer el prologar este texto. De largo, aquí
su aportación cohesiona y clarifica, con los dotes de la
reflexión ágil y experta, argumentos míos que, a pesar de
mi mejor esfuerzo, aun podían adquirir más peso y
precisión.
Enrique Serrano Salazar
79
1. La “Constitución”: contexto de integración
racional del pueblo como potestad soberana
La idea del pueblo soberano y la realidad que la misma
puede cobrar a través de una Constitución implica atender
y cumplir el objetivo de formular y desarrollar el interés
general. Y es que, éste no supone otra cosa que “(…) la
libertad individual concreta que se necesita por todos en
un determinado momento histórico, en el entendido de que
tal libertad no tiene por qué excluir o anular la existencia
de otros intereses de tipo particular”.20
La Constitución implica pues realizar el interés
general a partir de una libertad que, ejercida por cada uno,
dé cumplida cuenta de la dignidad de todos los que
comparten un ahí específico. Y, cómo delimitar esa
libertad si no es ya con un sentido normativo en el
momento de consensuar sus límites. Cómo delimitar tal
libertad si no es organizadamente para no fracturar (o
defraudar) el sentido normativo en la deliberación sobre
tales límites. Llamar la atención sobre esto lleva a
considerar que la libertad ha de ser igualdad en la
20
Vid. De Agapito Serrano, Rafael., Libertad y división de poderes, Tecnos, Madrid, 1989, p. 143; lo que aparece en cursivas es un añadido mío
80
superioridad, es decir, en el mejoramiento de la realidad
de las acciones humanas.
Lo anterior cobra toda su importancia si se atiende
a que la libertad implica, básicamente, el poder vencer
necesidades; sin embargo, si sólo hubiera que centrarla en
el nexo con éstas la libertad no tendría desarrollos
normativos.
En la prehistoria, los hombres, guiados por su
intuición, han vencido necesidades y en cada suceso de
esta índole hay que ver una “libertad concomitante”: la
que impulsa a explorar, ocupar y dominar el entorno. Pero
este impulso no se agotó en mero dato anecdótico, y es
que el dominio del entorno supuso también relaciones de
dominación entre sujetos. Lo destacable es que ya en la
prehistoria se logra el paso de las casuales adaptaciones al
entorno hacia sistemas de relaciones entre sujetos: la
historia no hubiera sido posible si en la prehistoria todo
hubieran sido hechos fortuitos, si no se hubieran
establecido relaciones de dominación a las que se les
fueron dando componentes normativos que permitieron
estabilizar cierta orientación de la vida en comunidad.
Cabe decir que la propia historia se edifica en este
sentido y que, de esto, da referencia una “Constitución”.
81
Hay Constitución desde la diversidad de proyectos
de vida que, en cierta medida, han sido condicionados por
una “posición histórica”. Sin duda, cada sujeto interpreta
desde su posición histórica, pero interpretar desde tal
condición no implica que cada sujeto repita, con la misma
(idéntica) lectura (de los otros), aquello que ya está. El
texto que ya está, entendiéndolo como la propia realidad
social –a decir de Dilthey-, se reproduce en diversos
textos, ya como discursos, que mantienen su nexo con
aquella matriz, pero cada uno matizado por la
individualidad del intérprete. El texto que condiciona es
también, por la vía de la interpretación, oportunidad de
libertad.21
Lo anterior cobra mayor interés si se considera que
cada sujeto se admite a sí mismo, o, se vive a sí mismo,
como parte de algo en lo que ya está pero, a la vez,
anunciándose como “libre”. Y esto es posible en la medida
en la que cada uno, por la vía de la interpretación, hace
“muy suyo” aquello en lo que ya está. Ahora bien, si cada
uno hace “muy suyo” lo que ya comparte con otros, cabe
21
Estoy recogiendo aquí el apunte tomado en la clase de Filosofía del Derecho impartida por Don Guillermo Chavolla Contreras en el marco del propedéutico de la Maestría en Derecho Constitucional y Administrativo, ofertado por la Universidad Nacional Autónoma de México en agosto de 1998.
82
la siguiente pregunta: ¿Qué motiva a cada uno a compartir
con otros lo que ya tiene como propio según su
interpretación y decisión? Aquello que motive tal actitud
es lo que da aliento a una “Constitución”, esto es, a la
conducción razonable del poder con que cada uno, además
de delimitar los ámbitos de su dominio privado, se hace
parte de la “Soberanía del pueblo”.
Y esta percepción de la “Soberanía del pueblo”
como “Constitución” se proyecta considerando la
posibilidad de cualificar a la “Soberanía del pueblo” como
el mejor poder público de todos los que se han podido
experimentar: Pero, ¿es así? Más aún: ¿Se puede otorgar
un “valor” a los fenómenos del poder? ¿Hay algo en las
relaciones de poder que permita que los involucrados en
ellas alcancen estados de felicidad o plenitud razonables?
Y, ¿Bajo qué condiciones que deban ser se puede
concretar tal hallazgo en las relaciones de poder?
Como suele suceder, las preguntas ya perfilan sus
respuestas. Y en este caso, las respuestas pueden
desprenderse partiendo de que las relaciones de poder
forman el contexto del que emanan los “valores” que
limitan al poder. Pero para que esto sea posible es
necesario que las relaciones de poder no sean reducidas a
simples hechos de poder. Las relaciones de poder se
83
estructuran mediante la interpretación de los hechos de
poder; y sólo esa interpretación es la que genera criterios
de legitimación del ejercicio del poder en la
intersubjetividad. Así, con las relaciones de poder ya se
está estableciendo qué poder debe ser. Luego, se habla de
poder que debe ser, pero a cuál de todas sus posibilidades
(como poder que debe ser) hay que cualificar como
democracia.
Qué tipo de codificación del poder puede ser
referido como “democracia” y que, además, asegure que
ésta refiere un poder que debe ser, esto es, más allá de que
sea poder emanado de buenas voluntades. Se trata pues de
asegurar a la democracia como un contexto de poder que
hace que sea lo que deber ser, un contexto en el que se
disponga el orden necesario para realizar lo que debe ser
en las relaciones de poder. Y esto supone realizar la crítica
de lo que ya se ha admitido como debido en distintas
parcelas de esas relaciones: en la democracia se tienen que
generar y regenerar, con el orden lógico-debido, los
presupuestos de ese debe ser en cada caso. En este
sentido, cabe entender a la norma jurídica como
impregnada de ese orden lógico-debido. Pero también, en
tanto en cuanto manifestación de poder, aparece como
objeto de su propia intencionalidad: se “muerde la cola”
84
(en alusión a una posible autoreferencialidad) para
modificarse y modificar las relaciones de poder. Pues
bien, con tal movimiento se pone de relieve la praxis de la
democracia.
La praxis de la democracia implica pues poder
organizar la manifestación de aquello que como “pueblo”
será el referente de la potestad que determina (en instancia
última) los límites éticos y de coacción en las relaciones
de dominación. Y poder organizar la expresión de esta
potestad implica “valorar” si los propios cauces
institucionales hacen posible tal objetivo.
Lo anterior da pie a decir que la praxis de la
democracia implica una lógica procesual que permita
realizar dicha “valoración”, lo cual supone poder legitimar
determinadas relaciones de dominación y las propias
estructuras normativas que en éstas se hayan dado. En
este punto interesa incorporar la siguiente reflexión de
Kriele: los procedimientos legitiman el poder (ciertas
relaciones de dominio) porque: “(…) aumentan la
probabilidad de que todos los puntos de vista relevantes
sean escuchados y de que el orden de prelación temporal y
material se discuta a fondo en la medida de lo posible; de
85
esta manera se incrementa la probabilidad de que la
decisión esté justificada racionalmente”.22
22
Vid. KRIELE, Martín., Introducción a la Teoría del Estado. Depalma, Buenos Aires, 1980 p. 41
86
1.1 “Constitución”: la estructura procesual de
la “soberanía del pueblo”
Lo expuesto con anterioridad pone de relieve que la
“soberanía del pueblo” no puede entenderse como algo
abierto a la posibilidad de legitimar cualquier tipo de
estructura estatal.
La soberanía del pueblo se ocupa de legitimar un
modelo de estructura estatal cuyo propósito es el de
asegurar relaciones racionales de libertad que
desemboquen en la formulación de leyes generales. Se
trata pues de que la voluntad del pueblo se haga concreta,
pero no ya a partir de su abstracción (o bien, no ya dentro
de su propia condición dogmática), sino desde la
facticidad de una diversidad de intereses y pretensiones.
Nuevamente, ¿qué es ese “pueblo” que puede
aparecer soberano dentro de situaciones fácticas? ¿Y
cómo cabe concretar, en tales condiciones, la posibilidad
de dicha soberanía? Una estructura estatal que se declare
como constitucional y democrática, no puede justificarse
al margen de los mecanismos para hacer presente ese
“pueblo” entendido a priori como soberano. Es decir, una
estructura estatal constitucional y democrática, regida por
87
el dogma del pueblo soberano, debe empeñarse en
delimitar la “voluntad del pueblo” y poder demostrarla
como soberana en medio de los intereses individuales a
los que tiene que estar referida en cada momento.
La presentación dogmática de un pueblo soberano
debe orientar, pues, la representación política de tales
intereses con el fin de delimitar, primero, una “voluntad
popular” y después, a partir de ésta, formular una
“voluntad general”.23
De modo que, la “soberanía del pueblo” puede
aparecer en dos momentos: 1) se la puede entender como
una voluntad que se ha conformado en la oposición a una
forma de Estado despótica, y que, desde luego, ha de
operar como sustento de los criterios con los que se
definirá la forma de Estado democrático-constitucional; y,
2) la “soberanía del pueblo” también puede hacerse
presente cuando una estructura estatal supone la
implementación de las vías para representar los diversos
intereses de libertad de modo que en cada momento pueda
23
Hay que distinguir entre voluntad popular y voluntad general para tener una idea más completa de lo que la “democracia” puede significar. Entiendo que la “democracia” se refiere a la entidad que tiene cada una de ellas así como la forma en que se relacionan.
88
ser determinado el contenido de una “voluntad del
pueblo”. Y una vez que se determine esta voluntad se
tendrá la “materia”, por decirlo así, a la que se deberá
atender para la producción de las leyes positivas.
En el supuesto señalado en segundo término, la
“soberanía del pueblo” se realiza a través de una
estructura de representación que pone en relación estos
objetivos y trata de llegar a su satisfacción: Se trata, en
definitiva, por una parte, de conocer una “voluntad del
pueblo” desde intereses de libertad diversos, y, por la otra,
conseguir que esa voluntad se manifieste como “voluntad
general” con la producción de las leyes positivas.
En este contexto, la “voluntad general” se referirá
no a lo que “todos” quieren como libertad, apoyándose
sólo en apetencias o inclinaciones determinadas desde
criterios fácticos, sino que designará la acción de querer
una “libertad” que trasciende esas apetencias para
aparecer como criterio regulador de la satisfacción de las
mismas. Incluso, y es importante señalarlo, incluiría las
garantías de la realización de esa “libertad” trascendente y
reguladora y que puede ser entendida como “libertad
general”.
89
En tal contexto tiene sentido señalar una serie de
reflexiones sobre el nexo entre la función de los partidos
políticos y la posibilidad de la soberanía del pueblo. Así
pues, la función de los partidos políticos tiene que estar
vinculada al objetivo de perfilar una voluntad del pueblo a
partir de una pluralidad de intereses. Y esta función de los
partidos políticos tiene que operar como antecedente del
proceso legislativo. Esto quiere decir que tal función tiene
que estar determinada por los principios y criterios que
tienen que ver con el objetivo de formular una “voluntad
general” en el marco de la producción de leyes positivas.
Sólo si tal función se determina de este modo, quedará
cualificada como una función constitucional
Dicho de otro modo, la función de los partidos
políticos no deviene constitucional sólo en virtud de que
con ella se contribuya a hacer presente una “voluntad del
pueblo”. Pues bajo tal pretendida voluntad se hallarían las
apetencias de poder de los propios partidos; y es claro que
ninguna de esas posibles apetencias se ajusta a la medida
constitucional de la función de los partidos políticos.
Más aún, la función de los partidos políticos se
puede considerar “constitucional” si se la observa como
90
una pieza que complementa el proceso democrático para
legitimar la producción de leyes positivas. Y ya desde este
contexto se puede afirmar lo siguiente: el proceso
democrático no se agota en el proceso político, sino que lo
engloba para vincularlo a las condiciones procesuales en
que tiene curso el reconocimiento, la validez y la
legitimidad, de cada una de las piezas de un
ordenamiento jurídico y su consecuente funcionamiento
como sistema jurídico.
En suma, cabe apuntar lo siguiente:
1) Cuando los partidos coadyuvan a expresar lo
que en cada momento es el contenido de una “voluntad
popular”, con ello mismo ayudan a poner en marcha el
proceso legislativo del que deben resultar las leyes que
definen una “voluntad general”; ésta última reflejará la
racionalización que experimenta aquella a través del
debate y deliberación en el que se producen las leyes
positivas.
2) Los partidos hacen presente las pretensiones de
libertad y de poder de los integrantes de una comunidad
política, y, con ello, expresan el contenido de una
“voluntad popular”. Pero no cabe olvidar que la
91
representación que ejercen los partidos políticos está
encaminada a agrupar votantes para dirimir la lucha por el
poder en el Estado.
3) Sería un despropósito pretender que la función
constitucional de los partidos políticos pudiera consistir en
su deber de hacer presente una “voluntad popular”, pero
sólo para apoyarse en ella con el fin de satisfacer las
pretensiones de poder de los propios partidos.
Y es claro que la función constitucional de los
partidos no puede ser compatible con tal engaño; es claro
que el objetivo de la función que se les atribuye
constitucionalmente no es el de que los partidos satisfagan
sus propias pretensiones de poder aprovechando las
garantías de la participación ciudadana en el proceso en el
que será definida una voluntad política atribuible al
pueblo.
4) El poder predicar una función constitucional de
los partidos políticos implica vincular la acción de éstos a
las exigencias y presupuestos normativos que deben
observarse para perfilar una “voluntad general” a partir de
la delimitación de una “voluntad popular”.
Por todo ello, cabe señalar que una democracia
constitucional no reduce su sentido a la sola puesta en
92
marcha de garantías con que los partidos políticos puedan
dar “voz” a los intereses sobre los que habrá que legislar.
Una democracia constitucional se cualifica como tal,
además, por la existencia de garantías para que la
legislación sobre tales intereses no contravenga la
constitución de zonas de “libertad general”. Sólo
entonces, cuando los textos constitucionales disponen
tales garantías pueden ser considerados como
democráticos.
93
1.2 “Constitución”: El logos de la democracia
En relación con lo anterior, conviene tener en claro que la
idea de “libertad general” está orientada, desde su
condición de principio, a regular una constitución legítima
de las relaciones de poder. Concretar tal idea con este fin
es lo que constituye el “logos” de la democracia. Y
corresponde a la norma constitucional el dar razón de ese
“logos”, de aquello que la democracia puede ser, y de
cómo debe serlo en atención a la idea de “libertad
general”.
Cabe reforzar tal apreciación respondiendo a la
cuestión de cómo debe interpretarse todo enunciado
constitucional que reconoce que los partidos políticos
contribuyen a la realización de la democracia. Pues bien,
el texto constitucional que, en cada caso, hace tal
reconocimiento no establece, al modo de un imperativo
categórico, que sólo a través de los partidos tenga que
realizarse la democracia. Más bien, ese tipo de textos
habrá que entenderlos en el sentido de esta presunción:
que los partidos políticos han cumplido con las exigencias
94
constitucionales para llevar a efecto su aportación a la
democracia.
Por otra parte, los textos constitucionales que
garantizan hoy la intervención de los partidos políticos en
el proceso de legitimación del poder del Estado recogen o
reflejan la conciencia24
del nexo que existe entre la
comprensión y formulación “moderna” de la Constitución
y el “origen” de los propios partidos. Dicho grosso modo,
la conciencia de ese nexo se forma en el proceso histórico
que hizo posible superar los criterios medievales de la
organización del Estado.
En ese proceso las “partes” de la sociedad,
agrupadas en torno a las reivindicaciones burguesas,
conforman una “sociedad autónoma” opuesta al todo
político y social que se concretó en las diferentes
formaciones del Estado medieval.25
Esa “sociedad”
supuso, en cada caso, el ámbito donde se gestó el cambio
en la estructura y en el entendimiento de la
“Constitución”. Por otro lado, en la medida en la que ese
24
Me refiero a una vivencia que llega a tratarse como ejemplo, o, mejor aún, a la conciencia colectiva que puede llegar a generarse respecto de determinadas vivencias. Tal señalamiento toma pie en las consideraciones que hace Husserl acerca de los conceptos de conciencia; Cf. HUSSERL, Edmund., Investigaciones lógicas, Revista de Occidente, Madrid, 1976, p. 475 y ss. 25
Cf. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Estado constitucional y proceso político, Acta Salmanticensia, Salamanca, 1989, p. 46.
95
cambio se dio, “(...) aparece lo que se entenderá
específicamente como partidos; éstos actúan como canales
de la representación y localizan por tanto su acción en el
proceso político legislativo, que más adelante se llevará a
cabo a través de la relación entre gobierno y oposición
(...)”.26
La tradición constitucional inglesa es, de modo
especial, un ejemplo de que el entendimiento “moderno”
de la “Constitución” está relacionado con la posibilidad de
que los partidos políticos se realicen como “partes de la
estructura constitucional”. Este antecedente es el que
permite afirmar que el “origen” de los partidos políticos se
da desde el orden constitucional.
Y, centrando la atención en ese mismo contexto la
actividad de los partidos políticos puede ser vista como
una “actividad constituyente” pero considerando más
variables de las acostumbradas y, por tanto, con una
significación distinta. Así pues, de acuerdo con el
supuesto al que me refiero, la “actividad constituyente” no
se constriñe a concretar el “nuevo” orden estatal sólo
mediante la oposición radical al “viejo régimen”.
26
Vid. Ibidem., p. 46.
96
Los cambios sustanciales en la formación estatal
dentro de la tradición constitucional inglesa, tienen este
sello: algunas de las viejas formaciones estatales
mostraron, en cierta medida, el camino a seguir. Las
fuerzas opositoras al “viejo régimen” no fueron, pues,
indiferentes a lo que el “Estado” podía aportar para
acometer su propia transformación.
El propio “Estado”, a su vez, tuvo que definir sus
objetivos sin marginar lo que aquellas fuerzas proponían.27
Para quienes ejecutaban en cada caso los “actos del
Estado” resultó claro un aspecto de la realidad del poder
político: “(…) éste es mayor cuando se basa en una
estructura social que cuando se ejerce como pura acción
de fuerza”.28
En este sentido, los “actos del Estado” se
reputan como legítimos si se orientan a garantizar el
desarrollo y mantenimiento de tal estructura. Siendo así,
27
Lo señalado en el texto matriz alcanza un sentido más amplio en esta advertencia: “No es suficiente limitar la consideración del ‘Estado de Derecho’, con su pretensión de autonomía respecto de la política, y del ‘Estado socialista’ con su autocomprensión como mero instrumento ejecutor de fines elaborados fuera de él, a una calificación simplista de conservador o progresista respectivamente; en ciento modo uno y otro representan el momento de disolución del concepto del Estado, que aparece como mera ‘organización’ de la sociedad, con lo que se consuma la identificación de uno y otra”. (Vid. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Ob. cit., p. 47, cita de pie num. 8.) 28
Vid. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Libertad y…, p.39, cita de pie num. 69.
97
no hay “despotismo” en tales actos, y, en cambio, puede
haberlo por parte de las fuerzas opositoras a los mismos.
Con las variantes que haya que observar, cabe
decir que tal lección se ha transmitido hasta nuestros días:
“(…) el Rey de Inglaterra es en realidad más „absoluto‟
que el Gran Sultán”.29
Y es que “(…) en el despotismo,
cuya naturaleza es la acción inmediata, el déspota está
potencialmente sometido a la violencia directa de todas las
fuerzas que existen (corte, familia, ejército, cuerpos
religiosos…). La ausencia de límites a su poder, significa
al mismo tiempo la ausencia de límites a sus riesgos.
Frente a ello los límites de un monarca en un gobierno
moderado son otras tantas barreras que lo protegen de una
exposición directa al peligro, y en este sentido son
también su fuerza”.30
Michels formula una idea que tiene la misma
esencia de lo antes apuntado: “En una era de la
democracia, lo ético constituye un arma que cualquiera
puede emplear. En el antiguo régimen los miembros de la
clase gobernante, y los que aspiraban a llegar a ser
gobernantes, hablaban constantemente de sus propios
29
Apud. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Libertad y…, p. 39, cita de pie num. 69 30
Vid. Idem.
98
derechos personales. La democracia adopta un curso más
diplomático y más prudente: rechaza aquellas pretensiones
por poco éticas. Hoy todos los factores de la vida pública
hablan y luchan en nombre del pueblo, del total de la
comunidad (…) De este modo, en la vida moderna de las
clases y de las naciones, las consideraciones morales han
llegado a ser un accesorio, una ficción necesaria”.31
En los planteamientos constituyentes que no
responden a un tratamiento lógico de la “libertad general”,
la ética que da soporte a la democracia se convierte,
malamente, en estrategia política. Y en este caso el
descrédito de la “democracia” está servido: “El lenguaje
de las democracias es siempre voluble. A menudo
podemos comparar su terminología con un tejido de
metáforas. El demagogo, ese fruto espontáneo del suelo
democrático, desborda de sentimentalismo, y se conmueve
profundamente ante las penurias del pueblo. „Las víctimas
nutren sus palabras, los ejecutores se embriagan con esa
filosofía lacrimógena‟, escribe Alfonso Daudet. Al dar la
señal para el ataque a los privilegios de otra clase que ya
está en posesión del poder económico y político, todas las
31
Vid. MICHELS, Robert., Los partidos políticos I, un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, Amorrortu, Buenos Aires, 1996, p. 60.
99
clases sociales nuevas inscriben en su estandarte el lema:
„¡Liberación de toda la raza humana!‟.” 32
Aún hoy, en muchos casos, debería mantenerse
vigente esta reflexión y atenderla: “Han existido
revoluciones, pero el mundo no ha asistido aún al
establecimiento de una democracia lógica”.33
Lo que interesa retener aquí es que una “actividad
constituyente” empeñada en establecer una organización
democrática del poder tiene que referirse a algo más que al
“(...) objetivo meramente estratégico de la conquista del
poder político”34
pretendido por fuerzas sociales
opositoras a una determinada caracterización del Estado.
De acuerdo con lo anterior, la actividad constituyente no
puede cursar como un ejercicio de despotismo. Si de esa
actividad se quiere que derive una organización
democrática del poder, es necesario hacer un ejercicio de
“crítica” de cada uno de los aspectos de la organización
estatal que se quiera superar. La condena de la totalidad de
tales aspectos, si no media esa crítica, se traduce en una
expresión y actitud antidemocrática.
32
Vid. MICHELS, Robert., Ob. cit., pp.60 y 61. 33
Vid. Ibidem., p. 61. 34
Vid. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Estado constitucional y…, p. 47
100
Por otra parte, siguiendo con la referencia a la
tradición constitucional inglesa, es claro que la impronta
revolucionaria de la actividad constituyente no siempre
deja de lado la “formalidad” con la que se puede llevar a
cabo. En un sentido más preciso, la tradición
constitucional inglesa deja la impronta de una
incorporación de las fuerzas o las partes sociales en la
estructura constitucional, y esto permitió considerarlas
como “partes” en el proceso legislativo. De esta forma, las
partes sociales que tuvieran una pretensión constituyente
quedaron constreñidas a “moderar” tal pretensión. No
podía ser de otra forma una vez que asumieron el carácter
de “partes” en el proceso legislativo.
Así pues, en tal contexto, la función normativa de
la Constitución tuvo como uno de sus objetivos
prioritarios conseguir que los partidos quedaran obligados
a dejar de operar como fuerzas constituyentes.
Complementariamente, la función normativa de la
Constitución se justificó en la medida en la que dispuso
sobre una estructura deliberativa que diera cauce a la
función de los partidos como partidos constitucionales,
esto es, como “(...) instrumentos que articulan el proceso
de una revisión sucesiva del derecho ordinario –alternando
en su posición como representantes de los intereses
101
desatendidos por el derecho vigente- y en un campo
delimitado frente a las otras funciones del Estado”.35
Y hoy cabe hacer esta proyección de aquella
experiencia: la contribución de los partidos políticos a la
democracia no puede ser cualquier tipo de contribución,
sino sólo una contribución que se concreta cuando actúan
como “partes” de una estructura deliberativa orientada a
producir (y, desde luego, justificar) leyes “objetivas” de
libertad. Y esto hay que relacionarlo con la apreciación de
que los partidos políticos no contribuyen a la democracia
si no están dispuestos a concretar la realidad “pensada” en
la “Constitución”, esto es, una realidad que está
determinada por las garantías jurídico-políticas que
permiten una consideración “crítica” de las formas de
organizar la atención al pluralismo de intereses de poder y
de libertad. Los partidos podrán considerarse
democráticos, si, al menos, no obstaculizan esa labor de
“crítica”.
Incluso, la propia definición de una función
constitucional de los partidos implicaría el aspecto de no
obstaculizar otras vías en las que los ciudadanos puedan
hacer sus propuestas de una “sociedad justa”. Lo que ésta
35
Vid. Ibidem., p. 47
102
pueda ser no debe quedar delimitada por la problemática
de “justicia” que los partidos plantean en su preparación
de la conquista del poder político. Interesa destacar esto
porque sirve para poner de relieve que la dinámica de
partidos no tiene que absorber la conciencia ciudadana. A
final de cuentas, esta dinámica no tiene por qué ser la
última determinación de esa conciencia.
Consecuentemente, una organización democrática
del poder debe garantizar que los ciudadanos cuenten con
medios que, más allá de la dinámica de partidos, permitan
confrontar y realizar (o no), con un sentido “crítico”, la
concepción que cada uno tenga de una “sociedad justa”.
Aunado a ello, cabe decir que una sociedad no
puede reputarse como “justa”, si previamente no se ha
comprendido a “la sociedad” misma atendiendo a estos
aspectos: 1) a un espacio de carácter tanto geográfico
como temporal en el que confluyen intereses de diversa
índole; y 2) a las costumbres y convenciones que se han
dado en ese espacio a propósito del tratamiento de esos
intereses. La comprensión de “la sociedad”, la forma de
“representarla”,36
se distorsiona si sólo se hace desde la
36
Sigo a Husserl en el sentido de que todo acto de toma de conciencia de algo es una representación o tiene por base representaciones. (Cf. HUSSERL, Edmund., Ob. cit., p. 474)
103
diversidad de intereses, y también, si sólo se hace desde
las costumbres y convenciones con que se hace el
tratamiento de éstos. Ha de procurarse pues una relación
dialéctica entre ambos aspectos para que la comprensión
de “la sociedad” sea lo más “general” posible. Esto no
implica que una “sociedad” deje de estar “direccionada”
desde objetivos parciales, pero si implica que tales
objetivos han de poder ser sometidos a una revisión
constante.
El punto anterior queda claro haciendo hincapié en
“(…) la condición „determinable‟, por „indeterminada‟, de
la naturaleza humana (…) y en que (…) si hay
indeterminación y capacidad de determinación tiene que
ser posible superar mediante la reflexión las
determinaciones que se hayan fijado en cada caso”.37
La
comprensión de la sociedad tendría que ver entonces con
las determinaciones que se van haciendo desde la
reflexión. Y esto en el sentido de que en cada
determinación así producida hay un acto de
singularización en el que se expresa la capacidad de
elección de cada individuo.38
La comprensión de la
37
Vid. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Libertad y…, p. 34, cita de pie num. 51; cursivas mías. 38
Cf. Ibidem., p. 34, cita de pie num. 51
104
sociedad tiene pues esos momentos de singularización, de
reflexión y acción individual que deberán orientarse a
determinar un ámbito de “lo general”. Como se puede
observar, la comprensión de la sociedad tiene que ver con
que ninguna de las singularizaciones provoque
determinaciones en un sentido negativo, esto es, que
provoque una restricción unilateral de las relaciones.39
Y cabe señalar que si “la sociedad” no es
comprendida desde esas bases, resultará difusa la
comprensión de la propia “democracia”: no podrá ponerse
en claro en qué consiste que la “democracia” se refiera a
una forma especial de “representar” una “sociedad justa”.
39
Cf. Idem.
105
2. El contexto constitucional de la
participación política democrática
Al hilo de este discernimiento sobre la “democracia”,
conviene considerar una serie de eventos históricos que
dan cuenta de cómo se forjó la dinámica de la
representación que hoy día se entiende democrática. Así,
de inicio, hay que atender al hecho de que a partir de la
Época Moderna se empieza a abrir camino y a imponer un
principio de participación (más tarde entendido como
principio democrático), que pese a los distintos modos en
que se institucionalizó, sirvió al propósito de delimitar un
ámbito propio de lo social. En este ámbito, la libertad se
realizó con un claro sentido político que se puso de
manifiesto como una interacción estratégica entre los
propios individuos; interacción determinada por la
necesidad de éstos de asegurar un patrimonio ya existente
o de procurárselo.
Y cabe decir que esa característica del ámbito de lo
social permaneció a través de un conjunto de garantías
relativas a la participación política de los individuos y con
un objetivo bien identificado: que los intereses que se
cruzan en la intersubjetividad sean considerados y
106
ponderados en contextos deliberativos al efecto de
producir nuevas normas jurídicas, o bien, en un derecho
nuevo.40
Hay que subrayar esto: delimitar un ámbito propio
de lo social fue posible a partir de que los sectores o
“partes” de la sociedad pudieron articular una
representación que se ocupó del objetivo de hacer frente a
la “unidad” socio-política integrada desde los criterios
medievales de la organización del Estado.41
Es claro que
la actuación, hasta antes inédita, que llevan a cabo
aquellos sectores de la sociedad permite atribuirles una
función “de oposición” frente a los excesos del Estado o
frente a la incompetencia de este mismo. Y esto es algo
que sirve para tomar distancia de la función que cumplían
los sectores de la sociedad en el modelo medieval de
Constitución mixta.
En el mismo orden de ideas, es conocido que los
inicios del “Estado moderno”42
quedan marcados por esa
tarea opositora que permitió elevar un “poder de la
sociedad” frente al poder (“absoluto”) del Estado. Por otro
40
Cf. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Estado constitucional y…, p. 176 41
Cf. Ibidem., p 46. 42
Evidentemente, me refiero a un modelo histórico formado por elementos comunes y decisivos en el desarrollo particular de los diversos ordenamientos estatales.
107
lado, esos inicios también quedan marcados por la tensión
legislativa y doctrinal que suscitó la formación de
ámbitos de empoderamiento de la sociedad. El
planteamiento de ámbitos propios de una sociedad
“autónoma” generó pues el consecuente problema de su
adecuado tratamiento por parte de los teóricos del Estado
y de los legisladores.
Esa función de oposición que las “partes” o
sectores sociales ejercieron en cada caso supuso gestionar
una cierta “liberalización” de la sociedad. Y esto les
confirió un protagonismo que fue visto como un potencial
riesgo de subversión irracional. En el campo doctrinal no
faltan ejemplos que dejan fehaciente constancia de la
interpretación negativa que se hizo de esa labor opositora
de las “partes sociales”, a la sazón, partidos políticos: su
proclividad al ánimo “faccioso” constituía un serio
obstáculo para la realización de la soberanía del pueblo.
Esa visión doctrinal sobre los partidos se puede
percibir claramente, por señalar un caso, en el siguiente
pasaje de “El Federalista”: “(...) asegurar el bien público y
los derechos individuales frente al peligro (...) de la
facción y, al mismo tiempo, preservar el espíritu y la
108
forma del gobierno popular son los grandes objetivos a los
cuales nuestras preocupaciones están dirigidas”.43
A raíz de la cita anterior conviene apuntar que la
expresión “gobierno popular” introduce una referencia a la
necesaria articulación de los dogmas de la soberanía del
pueblo y de la división de poderes, y a su recepción en la
praxis constitucional. Creo que la experiencia
constituyente americana es un claro antecedente en este
sentido. En ella se puede advertir cómo se dio
cumplimiento al objetivo de introducir un equilibrio
constitucional en la relación sociedad-Estado. Soberanía
del pueblo y división de poderes impregnarían tal relación.
Me refiero con ello a que las fuerzas sociales,
organizadas en colonias, concretaban la soberanía del
pueblo pero no fuera de la estructura estatal. Por otro lado,
tal estructura en principio se entendía legitimada si
aportaba los medios para concretar, se entiende que
racionalmente, esa soberanía. La necesidad de este
equilibrio se puso de manifiesto ante el objetivo de
superar “(…) la disgregación y debilidad de una mera
confederación de Estados (…)”.44
43
Apud. PÉREZ-MONEO AGAPITO, Miguel., La disolución de partidos políticos por actividades antidemocráticas, Lex Nova, Valladolid, 2007, p. 92 44
Vid. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Estado constitucional y…, p. 62.
109
En aquel escenario quiso afianzarse un poder
central respaldado en una cierta práctica de la
Constitución: había que garantizar la participación de los
actores políticos para definir el derecho y, sin embargo, no
había que posicionarla como criterio absoluto de la validez
de éste. Y la cláusula de “supremacía” contenida en el art.
VI de la Constitución americana originaria es la fórmula
que se halló para justificar la posible revisión judicial de
toda producción legislativa, cuyo apego a la Constitución
resultara dudosa. La misma producción legislativa de la
Federación podía ser revisada; y cabía esta posibilidad
porque la Constitución no significó sólo la unión de
comunidades políticas consentida por éstas mismas:
también significó el entramado de garantías de unos
derechos fundamentales (Bill of Rights) que desde ninguna
instancia debían de ser vulnerados.
Y esa praxis constitucional ya apunta a que el
control recíproco de las funciones del Estado garantiza la
actualización del interés general desde la atención objetiva
a todos los intereses que, en un determinado momento, se
ponen en juego durante el proceso político. Esto mismo
influye en que la división de poderes se realice bien lejos
de toda jerarquización entre funciones y órganos estatales.
Más aún, en el supuesto de la Constitución americana
110
originaria, la racionalidad del poder del Estado no se
actualiza porque a este poder se lo diversifique en
funciones y porque se establezca una jerarquía entre las
mismas. Antes bien, esa racionalidad se determina desde
un primer momento por el objetivo de asegurar el depósito
de la soberanía en el pueblo, una vez que ha quedado atrás
la actuación de la voluntad constituyente. Y con esto se
pone de manifiesto el interés del constituyente americano
en establecer límites constitucionales para el proceso
político, cosa que, en alguna medida, recoge la enseñanza
que deja la experiencia constitucional inglesa.
La siguiente cita ilustra con claridad el tratamiento
que recibió la división de poderes en el seno de la
experiencia constituyente americana: “En este contexto no
resulta necesaria una teoría general que explicite
previamente el contenido objetivo de las funciones como
ocurrirá en la Europa continental, donde la dogmática
jurídica elabora una teoría de esa naturaleza como remedio
frente a la excesiva unilateralidad de alguno de los
órganos superiores del Estado (ya sea del legislativo o del
ejecutivo); pues desde un primer momento se entiende que
todos los poderes del Estado derivan del poder originario
y único del pueblo (...) El contenido específico de las
111
funciones es, pues, fruto del ejercicio de este poder
constituyente y es, por lo tanto, algo histórico y concreto.
La asignación de las funciones a los órganos, a los
poderes, no depende de alguna justificación en abstracto,
sino que deriva de criterios de tipo político práctico (...) El
principio político práctico que preside el modo de
ejercicio de la función (y en el que se entiende tiene
reflejo el poder originario del pueblo) determina, pues, la
estructura del órgano y la asignación relativa de la función
que le corresponde, de forma que los distintos poderes no
se definen por sí mismo en aislado sino por su relación
con los otros poderes (actualizándose así la unidad
supuesta al poder del pueblo) (...) No cabe aquí pues la
idea de una separación rígida entre los poderes. Esta idea
se rechaza desde un doble argumento.
Por un lado, si la organización del Estado se
plantea al margen de la división de poderes, con ello se
favorece la posibilidad de que se imponga sobre el
conjunto de la sociedad un interés particular; de que se
abra paso (...) a un „espíritu de facción‟ que podría
proyectarse bien en el renacimiento y estabilización de
privilegios para un grupo social determinado, al estilo de
las sociedades preburguesas, bien en la exigencia de un
interés nivelador que impondría un modo determinado de
112
entender las relaciones sociales sobre todo el conjunto de
la sociedad. Y, por otro lado, una separación rígida de los
poderes supondría el riesgo de paralizar el proceso social a
favor de una comprensión estática de la sociedad”.45
Así pues, a partir de las exigencias históricas en
que se movió el constituyente americano, el sustrato
teórico de la división de poderes se centra en la idea de los
frenos a la concentración del poder político. Y, con esto,
se pone en primer plano la idea de que la orgánica del
Estado señala una distinción y articulación (sin que sea
obligada una jerarquización) de funciones para la
adecuación constitucional del proceso político.46
Entiendo
que de este modo, la orgánica del Estado ya funciona
como el contexto en el que la soberanía del pueblo
efectivamente se concreta como un criterio de
racionalidad del poder.
También cabe apuntar que la actividad
constituyente que realizaron las trece colonias americanas
siguió algunas enseñanzas del constitucionalismo inglés
sobre la organización del Estado. En alguna medida, el
proceso de consolidación de la Monarquía Parlamentaria
(s. XVIII), fue el referente de aquella actividad. Para
45
Vid. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Libertad y …, p. 137; cursivas mías. 46
Cf. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Ob. cit., p. 136.
113
acreditar esto, baste tener en cuenta que la idea de
Constitución difundida con el arribo de la Monarquía
Parlamentaria inglesa significa algo más que el traslado
del gobierno de la figura del Monarca a la institución del
Parlamento; más allá de esto, significa el entendimiento
del principio de la división de poderes en los términos de
una institucionalización “(...) del proceso histórico de la
transformación de la sociedad de acuerdo con los
objetivos jurídicos fundamentales (...) o por decirlo de
otro modo, la racionalidad de poder que se pretende
proyectar con la realización de aquel principio, es relativa
a la institucionalización de la relación política entre las
fuerzas sociales a través de la Constitución”.47
No obstante lo anterior, hay que observar una
diferencia básica entre los casos que estoy relacionando.
Se trata de que en el caso americano, el ingrediente
político del que se ve imbuida la división de poderes tiene
que ver directamente con la manifestación de una voluntad
constituyente que tiene por delante este objetivo:
establecer la estructura legal a través de la cual ha de
seguirse preservando la unidad de la soberanía del pueblo
una vez cesa la actividad constituyente.
47
Vid. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Estado constitucional y… , p. 193; cursivas mías.
114
En el caso inglés, el ingrediente político de la
división de poderes no se halla en el hecho de que la
propia estructura constitucional habrá espacio a una
voluntad constituyente. Antes bien, en el caso que se
comenta, el ingrediente político de la división de poderes
se halla en el hecho de que la función de los partidos
políticos quedo integrada en el entramado constitucional.
Ese orden de cosas predispone a un entendimiento
de la soberanía del pueblo como una actuación de las
diferentes fuerzas sociales pero en el marco de la práctica
del common law. La práctica del common law, en cierto
modo y en determinado momento, pudo darse en torno a
esta convicción: las partes de la sociedad, movidas por
determinadas pretensiones de poder, no son capaces de
efectuar la adecuada racionalización de las pretensiones
de libertad desde fuera de la estructura estatal.
Por ello, había que hacerlas partes de tal estructura
que ya atendía al objetivo de racionalizar esas
pretensiones. Cuando esto ocurre, las partes sociales
quedaron “investidas” con la condición de partidos
políticos. Y este hecho hay que observarlo como un signo
de la solución que se dio al debate sobre cómo
institucionalizar el desarrollo político de la Constitución.
115
La respuesta se hizo clara con la consolidación de
la Monarquía constitucional inglesa.
Todas las consideraciones que preceden, motivan
esta reflexión: Ya sea en su versión empirista insular, ya
en la racionalista continental, la “Ilustración” plantea que
la individualidad también se debe expresar con conciencia
política. Había que revisar las formas de la “soberanía” en
el Antiguo Régimen y había que hacerlo atendiendo a en
qué medida esas formas habían sido determinadas desde la
participación de todos los individuos; no creo que se
tratara aquí de determinar valores, sino de darles una
cierta concreción a través de formas así determinadas.
Y antes de seguir examinando esta aplicación del
criterio de la individualidad, conviene precisar que con
anterioridad al movimiento de la “Ilustración” (a la
concreción de sus tesis en la organización estatal) los
actos de soberanía ya eran apelables desde algún criterio
de racionalidad proveniente de la sociedad. Tanto la
“soberanía” de los despotismos de la antigüedad, como la
“soberanía” en los modernos, se realizan, desde sus
particulares contextos, en referencia a un pretendido “bien
común”.
El hecho es que, hasta la etapa de la “Ilustración”,
la concreción del “bien común” no tuvo que ver con
116
garantizar que “todos” pudieran hacer valer su
individualidad frente a “todos”. Y esto es algo bien
distinto a solapar una expresión arbitraria de
individualidad. En este sentido, cabe decir que la idea de
la soberanía del pueblo empezó a perfilarse desde la
“experiencia” misma de las garantías para el desarrollo
racional de la individualidad.
Así pues, el movimiento de la “Ilustración”
posicionó de tal forma el criterio de la individualidad que
a su atención se concretaría la “soberanía del pueblo” en la
correspondiente estructura estatal. Ninguna otra voz
podría dar expresión a tal soberanía salvo la de los propios
individuos, transmitiéndola directamente al órgano
parlamentario al efecto de que éste la hiciera disponer en
leyes positivas.
En principio, pues, quedaba excluida de este marco
de racionalidad la gestión representativa de los partidos
políticos. Este rechazo se percibe en las primeras formas
de organización estatal inspiradas por la “Ilustración”.
Aunque hay que mencionar como caso aparte el del
proceso de consolidación de la Monarquía constitucional
inglesa a lo largo del siglo XVIII; en este escenario se
puede observar cómo la gestión “opositora” de los
117
partidos políticos queda incorporada dentro de los límites
marcados en el proceso legislativo.
De acuerdo con lo anterior, cabe decir que la
experiencia constitucional inglesa transcurrió al margen de
las promociones hechas por la “Ilustración” de sello
empírico insular. Así lo evidencia el dato de que la
función “de oposición” de las “partes” sociales fuera
incorporada a la estructura y el funcionamiento
constitucionales. Esto supuso la mejor solución que
entonces pudo darse a los problemas que se planteaban en
el pensamiento moderno, y que se proyectaban en la
necesidad de replantear la relación entre conocimiento
(social) y poder (político).48
Es claro que en su condición de “ejemplo”, el caso
señalado no agota todas las formas en que pudo
replantearse la mencionada relación bajo la propuesta de
racionalidad de la “Ilustración”. No obstante esto, si cabe
admitir que ese caso es, quizá, el primero que reúne los
elementos para calificar como “constitucional”, en
conformidad con la actual perspectiva, la forma de
replantear la relación entre conocimiento (social) y poder
(político). Y es que ésta ya es tratada en aquel escenario
48
Cf. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Estado constitucional y..., p. 44
118
como “(...) un proceso de reducción de la irracionalidad
presente en las relaciones sociales (...) Este proceso, esta
nueva comprensión de la relación entre conocimiento y
poder, implica el reconocimiento de la coexistencia en la
sociedad de fuerzas sociales políticamente enfrentadas que
canalizan la presencia de componentes de racionalidad e
irracionalidad en las relaciones sociales. Y por otro lado se
basa en la posibilidad de una valoración de la generalidad
de los intereses políticos así como en la existencia de la
fuerza democrática necesaria para imponerlos (…)”.49
De ese modo se delimitó la tarea del Estado
constitucional en este sentido: “(…) hacer posible la
elaboración y realización del interés general, y evitar la
confrontación política total de esos poderes sociales. La
orientación racional del proceso social se haría así
teniendo en cuenta no sólo exigencias teóricas sino
también prácticas: a la atención a los mecanismos
adecuados para la elaboración de la generalidad de los
intereses se une el conocimiento de la posibilidad de la
realización de esa política general a través de la garantía
constitucional de una comunicación entre los poderes o
fuerzas sociales existentes”.50
49
Vid. Ibidem., p. 45 50
Vid. Idem.
119
En suma, en el escenario que se comenta la tarea
del Estado constitucional queda orientada por el objetivo
de garantizar cauces procesuales que eviten que aquella
comunicación se fracture a causa de un exceso de sus
componentes subjetivos e ideológicos. Y, la
institucionalización del proceso político fue reflejo de que
el Estado constitucional se encaminó a cubrir dicho
objetivo.
En este punto, conviene hacer la siguiente
precisión: “La institucionalización del proceso político
como relación pacífica entre las partes se realiza por
primera vez en Inglaterra a través de los partidos políticos.
Estos se convierten en „partes‟ de la estructura
constitucional. Ahora bien, aunque ésta sea una
posibilidad que se apoya en la presencia insoslayable de
los partidos a partir de la Gloriosa, hay fuertes obstáculos
que hacen difícil llegar a una concepción de los partidos
como factores positivos y a una definición precisa de sus
funciones respecto del proceso parlamentario.
En particular hay que superar las reservas
procedentes de la experiencia última del Antiguo
Régimen, en el que las divisiones políticas se presentaban
como un atentado contra el concepto de comunidad, sobre
todo a raíz de la experiencia reciente de la guerra civil. El
120
reconocimiento de los partidos se plantea pues desde el
problema de cómo eludir el riesgo de la guerra civil sin
recaer en una configuración monista del Estado (...) El
cambio de mentalidad, de concepción, se produce a lo
largo del s. XVIII, y se lleva a término al hilo de la
secularización de la concepción de la esfera de lo público.
De la comprensión del conflicto como un medio normal a
través del cual discurre la vida pública, y finalmente de la
reinterpretación de los partidos como base del proceso
parlamentario”.51
De modo que, el caso inglés pone tempranamente
sobre la mesa la idea de que la orientación racional del
proceso social no puede tener un curso adecuado sino
cuando los poderes o fuerzas sociales existentes son
tratados como partes de la estructura constitucional. Y la
idea de partido político se elucida una vez que las
dinámicas de poder de los sectores o partes sociales
quedan insertas en el entramado normativo al que da
cabecera la “división de poderes”.
Por otra parte, llama la atención que esa forma de
elucidar la idea de partido político en la etapa del
constitucionalismo inglés a la que me he referido,
51
Vid. Ibidem., pp. 193-194
121
permanezca ignorada (o despreciada) durante todo el
trecho histórico en el que va cobrando vigencia
constitucional el dogma de la soberanía del pueblo.52
Salvo el caso inglés, desde las primeras formaciones
estatales inspiradas por la “Ilustración” hasta las vigentes
antes y durante la Segunda Guerra Mundial del s. XX no
se atribuye un significado constitucional a los partidos
políticos, o éste resulta ambigúo.
En ese período y salvo la excepción marcada,
desde la estructura estatal se percibe a los partidos
políticos como “poderes de hecho”: “(...) Como es bien
sabido, para que los ordenamientos estatales se hicieran
eco de la relevancia de los partidos políticos, del papel que
desempeñan en la realidad constitucional, hubo que vencer
numerosos obstáculos y fuertes objeciones. Inicialmente,
el reconocimiento jurídico de los partidos se efectuó de
una forma indirecta, a través del Derecho parlamentario:
los reglamentos de las Cámaras dieron cobertura
normativa a los grupos parlamentarios que expresan, de
52
Cuando me refiero a la vigencia constitucional que pudo cobrar el dogma de la soberanía del pueblo, atiendo a los medios que, dicho aquí apresuradamente, son los de la racionalización del pluralismo político. En el curso de este trabajo detallaré cómo quedan dispuestos esos medios en el entramado constitucional y como parecen articularse en el ejercicio de revisión del derecho vigente en el que resulta relevante la atención a los mecanismos de representación.
122
una u otra forma, los partidos. Pero no fue hasta el período
de entreguerras cuando este reconocimiento se formuló
con todas sus consecuencias (...) Después de la Segunda
Guerra Mundial, el reconocimiento jurídico de los partidos
por parte de los ordenamientos estatales alcanzará su
máximo nivel, puesto que serán objeto de una regulación
específica tanto en los textos constitucionales como en las
leyes que los desarrollan (...)
En este sentido, la doctrina ha subrayado que el
fenómeno de la constitucionalización de los partidos
políticos solamente cobra significado tras la operada por el
artículo 49 de la Constitución italiana de 1947: „Todos los
ciudadanos tienen derecho a asociarse libremente en
partidos políticos para concurrir con método democrático
a determinar la política nacional‟ (...)”.53
Lo que vengo señalando sobre el
constitucionalismo inglés nos sitúa en la perspectiva de
que la legitimidad de la organización del Estado, sobre
una base democrática, no se tramita en el marco del mero
juego político entre los partidos, o, por decirlo en versión
contemporánea, la democracia no se agota en las
elecciones y, consecuentemente, no queda al servicio del
53
Vid. TAJADURA TEJADA, Javier., “Partidos Políticos y Constitución”, Thomson-Civitas, Madrid, 2004, pp. 34-35
123
propósito de los partidos de conquistar
“institucionalmente” el poder del Estado.
124
2.1 La configuración racional de la “libertad
política”
Al hilo de lo que se viene exponiendo, cabe decir que la
“Constitución” procura la “democracia” si evita que la
dinámica de partidos absorba la conciencia ciudadana, o,
visto desde otro ángulo, si hace posible que la dinámica de
partidos sea reflejo y no un condicionante de la conciencia
ciudadana.
En este sentido, conviene considerar el
planteamiento de la idea de una “sociedad abierta de los
intérpretes constitucionales”.54
En mi opinión, la idea de
“sociedad abierta de intérpretes constitucionales” da pie a
preguntar qué “Constitución” conviene a una
“democracia”. Pero también da pie a una reflexión inversa
que se refleja en esta pregunta: ¿Qué “democracia” habría
que dar por supuesta que pueda quedar relacionada con la
función de orden de una “Constitución”? Más aún, ¿qué
“democracia” habría que dar por supuesta que pueda
54
La expresión de “sociedad abierta de los intérpretes constitucionales” la tomo de Häberle; la referencia es el documento titulado “Métodos y principios de la interpretación constitucional” mismo que contiene el discurso que el propio Häberle pronunció en la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca, España, en diciembre de 2008
125
quedar relacionada con la exigencia de que el orden de la
“Constitución” no sea arbitrario, y, por esto mismo, justo?
Y pensando precisamente en el sentido de justicia
que entraña el planteamiento de una “sociedad abierta de
intérpretes constitucionales”, la “democracia” que cabe
proponer es la que se realiza desde las garantías jurídicas
del pluralismo y de la participación política. Y,
precisamente, de estas garantías tiene que dar cuenta un
orden constitucional.
De modo que, el nexo que así se pueda plantear
entre “democracia” y “Constitución” tomaría cuerpo en
una “sociedad abierta de los intérpretes constitucionales”.
Y si hay que observar tal nexo, no cabe que la democracia
aliente cualquier interpretación de la “Constitución”. Esto
se corresponde con la exigencia de que si alguno de los
intérpretes constitucionales consigue imponer
unilateralmente su entendimiento de la “Constitución”,
deja de ser posible aquella sociedad por la que se pugna.
En este entendido, la “democracia” tiene que ver
con algo más que con poder interpretar la “Constitución”
en el seno de la sociedad misma. Diría que lo básico es
este otro aspecto en la praxis de la “democracia”: La
“Constitución” no puede no ser norma jurídica abocada a
garantizar que la propia “democracia” no quede disuelta
126
en el mero “hecho” del pluralismo de intereses de poder y
de libertad.
Por otra parte, el concepto de “democracia” no es
un concepto absoluto que subsuma al de “Constitución”;
la “democracia” no garantiza en sí misma su realización;
no mantiene por sí misma la racionalidad que se le da por
supuesta. Si hubiera que hacer una descripción aislada y
simultánea de los aspectos designados bajo uno y otro
concepto, se podría apreciar una especie de simetría entre
los mismos; sin embargo, la procura de una praxis racional
de la “democracia” y, con esto, la legitimidad de la praxis
de la “Constitución”, permite establecer diferencias entre
esa aparente simetría.
A lo anterior hay que añadir esta consideración: Si
a través de una “Constitución” queda asegurada para los
ciudadanos la función de “intérpretes constitucionales”,
entonces interesa que siga habiendo la “Constitución” que
así lo haga posible. De modo que, a través de esta misma
ha de poder reaccionarse ante los excesos a los que
conduzca la interpretación que en cada caso realicen los
intérpretes constitucionales. En relación con esto hay que
advertir que resulta inminente el riesgo de una perversión
de la “democracia” si los propios ciudadanos, algunos de
ellos en posiciones estratégicas de poder, no conducen su
127
interpretación de la Constitución en los cauces que esta
misma establece. Su función de “intérpretes
constitucionales” no los libera de ser intérpretes,
precisamente, desde la propia “Constitución”.
Por lo tanto, de acuerdo con el planteamiento que
apunto, la “Constitución” es en última instancia el espacio
de su propia interpretación. Esto quiere decir que ningún
intérprete de la “Constitución” tomará a ésta sólo como
objeto de interpretación, sino también como norma
(procedimiento) de interpretación. La “Constitución” se
blinda entonces ante las desviaciones o excesos en que
puedan incurrir los intérpretes constitucionales.
Desviaciones o excesos que resultan más ostensibles
cuando “la interpretación” se vuelve estrategia a modo de
quienes preparan su acceso a la cúpula del poder estatal. Y
esto se puede ver en el sentido de que asegurar para los
ciudadanos la función de “interpretes constitucionales”, ha
supuesto para los partidos un expediente que les permite
engrosar su clientela. Esta última afirmación requiere una
explicación.
Así pues, los partidos pueden difundir en su propio
provecho la idea de que el objetivo último de la
“Constitución” es el de asegurar para los ciudadanos la
“función” de “intérpretes constitucionales”. Según este
128
supuesto, en los diferentes casos los partidos propugnarían
imponer su “democracia” ante una “Constitución” que ya
no cubriera como objetivo último el de garantizar para los
ciudadanos la señalada “función” de “intérpretes
constitucionales”.
En tal contexto, la “democracia ciudadana” pasaría
a ser la “democracia de los partidos”, pero sin la
“Constitución”. Si fuera así, los partidos obtendrían, de
forma aparentemente legítima, una condición
“constituyente” ejerciendo la defensa de los ciudadanos
cuando a éstos se les haya dejado de garantizar aquella
“función”. Pero, si los partidos ejercen esa defensa
esperando tales provechos, entonces resulta dudoso que a
través suyo se vea favorecida una “sociedad abierta de
intérpretes constitucionales”.
Por otra parte, cabe observar que la pretendida
“función” de “intérpretes constitucionales” ya tiene su
límite en los mismos términos con los que se la designa:
“intérpretes constitucionales”, no autores (o bien,
constituyentes) de la “Constitución”. Intérpretes de la
“Constitución” que se tenga en los distintos casos. Y si a
ésta hay que modificarla, si hay que someterla a revisión,
esto se hará no en cauces distintos a los que puede ofrecer
la propia “Constitución”.
129
Entonces, los “intérpretes constitucionales” tienen
que interpretar la “Constitución” aun tratándose del
cambio de ésta. En tal supuesto, es claro que la
“Constitución” no genera el impulso para su revisión pero
si ofrece los medios para hacerlo: en la “sociedad abierta
de los intérpretes constitucionales” se generaría ese
impulso y se le trataría con tales medios. Con esto quiero
decir que la “democracia” ya tiene un claro “signo” para
entenderla: “la Constitución”.
Con todo y ello, ese signo, la “Constitución”, no
puede interpretarse como siempre válido para entender la
“democracia”. Y es que no siempre “Constitución” y
“democracia” han sido conceptos relativos entre sí. Más
aún, la relación se ha producido sólo en algunas formas de
“representar” tales conceptos, de encarnarlos en el mundo
real, o el “mundo de la vida”, por emplear la expresión de
Habermas.
También, como actualmente ocurre, puede ser
clara la relación de esos conceptos, puede ser clara la
necesidad de relacionarlos bajo un condicionamiento
recíproco para legitimar sus usos, y, no obstante, la
relación puede no reproducirse en esos usos. Es decir,
“democracia” y “Constitución” relativas entre sí como
130
conceptos, pueden no serlo en los hechos en que se
encarnan, en las formas en que se concretan.
Ahora bien, si se admite que la “relación” en el
plano conceptual debe de trasladarse a las formas en que
aquellos conceptos se concreten, tal cosa sería posible
siempre y cuando se tome (y señalo sólo la posibilidad que
me interesa tratar) como punto de partida un determinado
entendimiento de la “Constitución”; y tal entendimiento
tendría que relacionarse con el objetivo de regular las
formas de concretar la “democracia”.
Interesa introducir un matiz para evitar
confusiones en cuanto a que la interpretación de la
“democracia” no debe darse sino a través de la
“Constitución”. No digo que la dinámica del poder se
entienda como “democrática” a través de la
“Constitución”. Lo que digo es que la democracia
“germina” de la dinámica del poder regulada por un cierto
entendimiento de la “Constitución”. Una y otra cosa,
pueden ser algo próximo pero no se refieren a lo mismo.
Es decir, la “democracia” no preexiste a las
dinámicas de poder político en la forma de un cúmulo de
“valores” de tipo moral. La “democracia” se realiza
cuando en las dinámicas de poder se puede cuestionar el
sentido de alguno de esos valores. En este sentido, las
131
dinámicas de poder tendrán que desarrollarse como
dinámicas de argumentación. Y cabe decir, que la
realización de la democracia es democrática cuando están
aseguradas tales dinámicas de argumentación.
Bajo el mismo orden de ideas se pone de
manifiesto otro aspecto que interesa destacar: Lo
democrático no tiene que ser consecuencia de que
mediante la “Constitución” se hayan concretado valores
preexistentes a ésta misma. En cambio, lo democrático
debe entenderse como referente del ámbito de “libertad
general” que la “Constitución” hace posible, y donde
“crítica” y “ética” destacan como términos de una relación
dialéctica en la que se justifica lo que “debe ser” en la
conducción del poder. Luego, en relación con esto, hay
que advertir que la “democracia” no hay que entenderla
como algo que tiene “objetividad” en sí. Como algo de lo
que tiene que predicarse una verdad de razón, por seguir la
distinción que establece Leibniz entre verdades de razón y
verdades de hecho.55
No se trata de esto.
55
Para una visión pormenorizada de las bases desde las que puede operar la distinción entre verdades de razón y verdades de hecho, según Leibniz, véase, de este pensador su Nuevo tratado sobre el entendimiento humano, Porrúa, México, 1977, en especial pp. 267 a 300.
132
Se trata, en cambio, de hacer “surgir” la
democracia de un tratamiento específico que se haga de la
dinámica del poder, en todas las manifestaciones que el
poder pueda tener como signo de libertad. En este sentido,
la democracia puede “ser”56
lo racional dentro de las
coyunturas con que se dan las relaciones de poder: surge
de las contingencias, pero no para hacerse una
contingencia más. De modo que, de la “democracia” no
puede predicarse una verdad de razón y, por otra parte, no
es referente sólo de verdades de hecho. No es “Idea”, es
56
“Ser”: lo entrecomillo porque me estoy refiriendo al ser lógico (percibido) que no ser en sí. Tal distinción la encuentro en Berkeley: el “ser” no sólo tiene la posibilidad del “en sí” limitado a la cosa; tiene también la posibilidad de su manifestación en la vivencia, de alzarse pues como un “ser percibido”, un “ser problema” y que la lógica percibe como tal para desentrañarlo. Ya en el inicio de su reflexión sobre los principios del conocimiento humano, está el apoyo a lo que digo: “Resulta evidente a cualquiera que examine los objetos del conocimiento humano, que ellos son ideas actualmente impresas en los sentidos, o ideas percibidas atendiendo a las pasiones y operaciones del espíritu, (mind) o finalmente, ideas formadas con ayuda de la memoria y la imaginación, ya sea componiendo, dividiendo o meramente representando aquellas percibidas originariamente en los modos mencionados”. (Vid. BERKELEY, G., Tratado sobre los principios del conocimiento humano, Losada, Buenos Aires, 1945, pp. 39 y 40) Con tales apoyos me sitúo en la perspectiva de que el “ser lógico” tiene como designados conceptos propios del ámbito de las humanidades y a los que se puede encontrar como “sujetos” en un juicio, v.gr., “libertad”, “belleza”, “justicia”… etc., Además, respecto de estos “sujetos” se predican cualidades que deben entenderse sólo como posibilidades de su expresión, no como condicionantes de su existencia. Entonces siempre que haya que referirse a estos “sujetos” como algo que “es”, tiene lugar el “ser lógico”. Entiéndase que haré operar esta designación del “ser” en todos aquellos juicios en los que dé participación a “sujetos” del tipo señalado; la advertencia vale ante aquellos juicios de estas características que ya formulé.
133
una vivencia específica respecto de las categorías de
“libertad”, “igualdad” y “justicia”.
Y cabe añadir que la “democracia” es una
vivencia sobre la forma misma de concretar esas
categorías, id. est., sobre la forma en la que adquieren un
sentido preciso dadas ciertas circunstancias, y sobre la
forma de transmitir ese sentido con los menos equívocos
posibles. Pero se pierde esta perspectiva de la democracia
cuando se la constriñe a simbolizar el valor de esas
categorías; la democracia no es porque las simbolice, es
porque expresa un determinado conocimiento acerca de
ellas; incluso, es porque expresa un determinado
conocimiento de lo humano que a través de ellas se puede
tener.57
En este sentido, la democracia no es el único
“nombre que puede nombrar” esas categorías, pero si el
único “nombre que puede significar” una forma especial
de realizarlas.58
57
Vuelvo a remitir a Husserl para tener claras las bases desde las que hago mi formulación (Cf. Ibidem., p. 239. 58
Aquí hago una adaptación del apunte de Husserl respecto a que, para “fines lógicos”, es necesario distinguir entre “(…) lo que el nombre significa (el sentido, el ‘contenido’ de la expresión nominal) y lo que el nombre nombra (el objeto de la representación)”. (Vid. HUSSERL, Edmund., Ob. cit., p. 239). Además de esta distinción señala alguna más necesaria de hacer para cumplir esos “fines lógicos”. Remito a la obra señalada para aclarar estos aspectos.
134
En este punto ya es claro que la “democracia” no
tiene una “realidad” independiente de los hechos, sin
embargo, no son éstos la fuente determinante de su
“realidad”. La realidad de la “democracia”, su posible
realidad “objetiva” si así quiere verse, está en la relación
que se da entre sujetos a propósito de lo que a cada uno le
es “trascendente” respecto del otro: con su yo cada uno
trasciende, está fuera de los demás; en este sentido es libre
para sí. Con su yo cada uno ha entrado en relación con los
otros, pero no siempre las formas de esa relación han
inducido a que cada uno, ya libre para sí, pueda serlo para
los demás. Sólo cuando esto último es posible tiene lugar
la “democracia”. Tiene lugar como una determinada
relación entre sujetos: aquella en la que unos respecto de
los otros se “entienden” y se tratan como libres.
Ahora bien, esa relación es racional no porque en
ella intervenga cada uno con su libertad y desde ésta
“quiera” entender como libre al otro; se concreta como
racional cuando este entendimiento queda asegurado más
allá de que cada uno así lo “quiera”. La “Constitución”,
en su conjunto, tiene que garantizar tal cosa.
Desde luego, la “Constitución” no siempre designó
tal garantía, no siempre operó como instrumento para
racionalizar las pretensiones de libertad y, de este modo,
135
dar un sustrato “lógico” a la democracia. Y cabe señalar
que lo que la “Constitución” hoy significa no puede
desvincularse de la idea de libertad postulada por las
teorías clásicas del “pacto político” o del “contrato
social”, más aún, no se puede desvincular de la “moral
cosmopolita” que se perfiló desde tales teorías. Pero
también es claro que hoy la “Constitución” refleja algo
más que el mero discurso de esa “moral”. Más allá de
esto, la “Constitución” tiene que designar la “lógica” para
demostrar y mantener lo racional de una moral apoyada en
“la libertad”.
Y, en cierto modo, la doctrina del
constitucionalismo se ha encargado de explicar el nexo
entre una moral secular y una lógica jurídica. En este
sentido, cabe señalar que la “Constitución”, explicada por
el constitucionalismo, contiene las vías jurídico
procesuales para poner de manifiesto el componente
“moral” de la democracia.
Lo anterior no debe interpretarse en el sentido
restringido de que la organización democrática del Estado
debe quedar subsumida en la racionalidad formal del
derecho. No se trata de hacer de esta racionalidad el
sucedáneo del componente “moral” que la democracia
comporta. Más allá de esto, cabe entender que tal
136
racionalidad opera como vía de un examen crítico de todo
aquello que sea concebido como “lo moral” en una
democracia. La racionalidad formal del derecho debe pues
servir para hacer posible lo “racionalmente moral” en una
democracia.
Bajo ese orden de ideas, cabe decir que la práctica
de la democracia pone en riesgo “la libertad” a la que debe
servir cuando se pierde de vista que “lo moral” no puede
dejar de ser “lo general”. Y el derecho está ahí para
recordarlo, mejor aún, la racionalidad del derecho está ahí
para hacer posible que la práctica de la democracia
suponga realizar lo “racionalmente moral”.
Evidentemente, no todo tipo de derecho cumple la
función señalada. Aun cuando todo derecho supone una
herramienta del Estado para legitimar ciertas relaciones de
dominación, no todo derecho ha sido garantía para que el
consenso sobre estas relaciones suponga lo “racionalmente
moral”. Y esto hay que valorarlo a la luz de la pregunta
sobre si ¿cabe reconocer un Estado constitucional incluso
en formaciones estatales despóticas y absolutistas?
Entiendo que sí cabe tal posibilidad, pero seguidamente
apunto que la racionalidad formal del derecho se
constituye en la vía principal para que un Estado
137
constitucional adquiera la condición democrática que hoy
se predica de él.
Y desde tal perspectiva cabe decir que una
“Constitución” hoy se cualifica “democrática” en tanto en
cuanto designa lo “racionalmente moral” a través de “lo
jurídico”: se amplía pues el entendimiento de la
“Constitución” si se la quiere vinculada a la realización de
la democracia. Y esto puede resultar más claro cuando se
observa la exégesis de la propia idea de “Constitución.
Así pues, la “Constitución” designó, desde un
inicio, la integración de una realidad humana que discurre
en paralelo a la de la naturaleza, y que, frente a ésta,
observa reglas propias para su funcionamiento. Tales
reglas tuvieron que ver con la formación misma de una
comunidad política. Dicho grosso modo, la “Constitución”
designó la creación de un orden “artificial” (frente al
“natural”, ya dado) y las formas de su funcionamiento;
designó pues los modos en que fue posible una comunidad
política y, con esto, la presencia de un soberano.
Y esto implicó que la idea y praxis del “soberano”
quedará vinculada a la capacidad para dotar con ciertas
calidades, a la vez que gravar con ciertas exigencias, a
quienes en lo sucesivo tuvieran que integrar una
comunidad política.
138
En relación con ello, es claro que una
“Constitución”, ese “todo” relativo a un orden “artificial”,
no siempre supuso la “igualdad” en el trato a quienes, en
cada caso, formaban parte de dicho orden. Así por
ejemplo, ni en la Grecia helénica todos recibían el trato de
ciudadanos, ni en las comunidades “bárbaras” coetáneas
de aquella, todos recibían el trato de súbditos en un
sentido peyorativo.
Precisamente el orden, o bien, la articulación dada
a las diferencias dentro de ese “todo”, es lo que destacaba
como “Constitución”. Y según fuera el principio
observado para emprender ese orden, y según fueran las
formas para realizar el principio del que se tratara, se
pudieron establecer diferencias entre una y otra
“Constitución”.
A la luz de lo anterior, por “Constitución” habría
que entender: 1) el orden “artificial” constituido en la
dinámica del poder; 2) las reglas específicas para
mantener y hacer funcionar ese orden; y, 3) la aplicación
de tales reglas por un “soberano”. Además, estos enfoques
de entendimiento de la “Constitución” tenían que hacerse
desde una comunidad política en concreto. Sólo entonces
podían tener sentido determinadas reglas y determinada
idea del “soberano”. La “Constitución” apareció como la
139
mezcla de todo esto, como producto del hacer humano en
su tendencia hacía la demostración de poder en diversos
contextos fácticos.
La “Constitución” como orden referente a unas
ciertas reglas y a un soberano en concreto, es algo que ya
se advierte en la obra clásica: “La Constitución de
Atenas”. Esta obra del célebre estagirita expone la manera
de ser de una comunidad política, en concreto de la polis
ateniense. “Politeia” fue el término que, por excelencia,
designó los modos de ser de la polis ateniense, pero el
término tuvo una ampliación: también se aplicó para
designar la comparación que el propio Aristóteles hizo de
las poleis de su época conocidas por él, tanto griegas
como bárbaras.
La “Politeia” (más tarde traducida como
“Constitución”) fue el término en curso para referirse, en
el marco de un examen comparativo, a las explicaciones
de los elementos que constituían la particularidad de cada
uno de los órdenes en que se desenvolvían las relaciones
de poder. Esto en el entendido de que sea cual fuere esa
particularidad, todos y cada uno de esos órdenes suponían
el reconocimiento de un grupo social como comunidad
política. La “Politeia” supuso la acción organizada de
constituirse como comunidad política, esto
140
independientemente de la particularidad de los
componentes de poder fáctico que hubiera que organizar.
Y, por otra parte, bajo una óptica particularista, el
término “Politeia”, ya sin propósitos comparativos, podía
aplicarse en el sentido de una indagación y exposición
sobre la esencia de cada comunidad política en concreto.
En este caso, la “Politeia” fue expresión del
mantenimiento del orden con el que pudo emerger una
comunidad política. Más aún, la “Politeia” empezó a verse
como expresión del soberano que velaba por dicho
mantenimiento.
En tal contexto, una “Constitución”, más allá de
precisar “qué es” una comunidad política respecto de otra,
introducía la aclaración de “lo que es” cada una de ellas en
sí, algo que se podía reflejar en la presencia de un cierto
tipo de soberano.
De acuerdo con todo ello, el término
“Constitución” resultaría aplicable, incluso, a aquellos
órdenes en los que aparecía con rotundidad la figura del
soberano déspota, situación emblemática de las poleis
bárbaras. En estos casos no desmerecía pues el uso del
término en cuestión. Por otra parte, con el despotismo de
los bárbaros se erigía el prototipo respecto del cual se irían
haciendo crítica y correcciones al poder rector de la
141
comunidad política. Y, por esto mismo, el término
“Constitución” empezó a ser depurado en sus alcances.
Esto implicó introducir algunas limitaciones
“objetivas” al ejercicio del poder del soberano y, en esta
medida, hacer más complejo y refinado el
desenvolvimiento de la comunidad política. Cabe decir
que esta fue la dinámica en la que se erigió el prototipo de
“La Constitución de Atenas”.
Ahora bien, aún con toda la ejemplaridad que en
aquella época se quiso atribuir a la vida institucional
ateniense, cabe advertir que el orden de otra comunidad
política pudo ser también “ejemplar” según qué criterios
de valoración se hubieran empleado. Pero también es
cierto que dentro de la historia con la que guarda
conformidad lo que hoy se define como “Constitución”, el
primer vestigio y desencadenante, si cabe decirlo así, de
tal definición se localiza en el complejo de la vida
institucional ateniense.
De esa forma “La Constitución de Atenas” señaló
el punto de partida de lo que “debía ser” una
“Constitución”; señaló el “ideal” al debía aspirar una
comunidad política. Pero esto, desde luego, era una
cuestión distinta a lo que cada “Constitución” recogía,
promovía y aplicaba como el “deber ser” de cada
142
comunidad política. Entonces, una “Constitución” lo era,
no por su empatía con el modelo ateniense, no por la
asimilación que hiciera del “deber ser” difundido por tal
modelo. Más allá de esto, el “deber ser” de una
“Constitución” implicaba amparar la presencia y
desarrollo de un Soberano justificado por la empirie a la
que predisponía el entorno. Y, cabe decir que este dato
sigue formando parte de la dialéctica de la que da cuenta
el término “Constitución”.
Así, la “Constitución” da cuenta de la realidad del
sentir colectivo que propicia una u otra forma de
soberanía. Más aún, da cuenta de los factores que
impulsan y movilizan ese sentir y que se convierten en
bazas del ejercicio soberano.
En ese sentido, conviene recordar al autor de Del
espíritu de las leyes cuando señala el vínculo que tenía la
virtud con la República, el honor con la Monarquía, y el
temor con el Despotismo. En efecto, Montesquieu, al
señalar esos posibles vínculos no está promoviendo un
género de gobierno “ideal”, esto es, conveniente a la
propia naturaleza humana por encima de cada historia en
la que se ve inmersa. En cambio, lo que hace es enraizar a
cada género en “su” realidad y, en este sentido, señalar a
cada uno de ellos como “necesarios” según la realidad
143
observada. Y esto es algo que hay que matizar: no sólo se
trata de apoyar cada género de gobierno en una realidad
que le es externa; más aún, se trata de justificar los
principios de cada género de gobierno pero no sólo
reproduciendo las inercias de una realidad externa. Más
allá de esto, cada género de gobierno aparece como una
realidad que debe ser.
Y Montesquieu concluye el examen de aquellos
vínculos, con estas líneas: “Estos son pues los principios
de los tres Gobiernos. No queremos decir con ello que los
hombres son virtuosos en tal o cual República, sino que
debían serlo. Tampoco se prueba que exista el honor en
determinada Monarquía, o el temor en un Estado
despótico particular, sino que deberían existir, porque sin
ellos el Gobierno sería imperfecto”.59
Pero, si finalmente no se puede probar que
determinado principio sea rasgo de tal o cual género de
gobierno, cómo entonces se llega a advertir que un
principio y no otro es el que respectivamente los alienta.
Incluso, a partir de qué cada principio cobra su especial
significado. Ante estas interrogantes cabe decir que la
existencia del principio, la caracterización de cada uno de
59
Vid. MONTESQUIEU., Del espíritu de las leyes, T. I, Sarpe, Madrid, 1984, p. 57
144
ellos como eje de la estructura de un determinado
gobierno, no deriva de las meras condiciones fácticas que
se entenderían preexistentes a cada gobierno. En este
sentido, cabe admitir que no tendría que darse por probada
la existencia del principio con sólo haberse probado la
existencia de tales condiciones, antes bien, el principio se
manifiesta como tal en el curso de los actos de gobierno.
Será a través de éstos como cada principio sea reconocido
en su particularidad.
Pero, por otra parte, ello no significa que cada
principio sea una mera “invención” de cada gobierno para
sujetar la coherencia de sus actos, y en la mayor medida
posible hacerlos justificables entre los gobernados. Frente
a esta posible percepción, cabe hacer énfasis en la
obviedad: Cada principio, tiene su punto de partida en lo
que “es” como realidad fáctica y empírica, pero cada
principio propiamente dicho se reconoce en su desarrollo,
es decir, en su función de guiar la composición de
estructuras y esquemas normativos a partir del “mundo de
la vida”.
Montesquieu atendió pues a la interacción entre la
realidad de lo que “es” referente a las relaciones de poder
y la realidad de lo que “debe ser” en las mismas. Atendió
a lo que “es” así en cada caso y propuso los principios
145
para regularlo y establecer lo que “debe ser” más como
conveniente que como algo ideal. Y lo que “debe ser”
como conveniente en una comunidad política implica
modificar posiciones de poder.
En consecuencia, cada actor socio-político se
relaciona con otro u otros ya no sólo según las necesidades
que los determinen a la relación, sino también, y
fundamentalmente, según el “deber ser” que rija en la
comunidad política de que se trate. Y, en este sentido, el
Soberano aparece como el poder que vela porque las
relaciones entre sujetos atiendan también a ese “deber
ser”. Aparece entonces que la idea de “Soberano” tiene
que ver con el poder de exigir lo que “debe ser”. Y cabe
esta precisión: la idea de “Soberano” tiene que ver con un
poder que “es” para que se cumpla lo que “debe ser”.
Por lo tanto, el poder del Soberano para hacer
cumplir lo que “debe ser” ya no es “nudo poder”. El
Soberano lo es en la vocación de hacer cumplir lo que
“debe ser”, independientemente de qué sea lo conveniente
que, en cada caso (en cada comunidad política), determine
eso que “debe ser”.
146
2.2 La representación política y los posibles
puentes entre la imperatividad de lo moral y el
mandato jurídico
En consonancia con lo anterior, cabe afirmar que hay
Soberano cuando ha sido superado el “estado de
naturaleza”, es decir, cuando se reordenan las posiciones
de poder establecidas desde la subjetividad, o, mejor aún,
desde la pasión de los circunstantes.
Y hay que seguir a Rousseau para advertir que el
“estado de naturaleza” no se refiere a un “hecho preciso”
en el que haya que indagar para determinar el origen de la
sociedad y sus categorías.
Aunque pueda serlo, no hay que tratarlo como un
presupuesto histórico, sino más bien lógico: el “estado de
naturaleza” se refiere a un “razonamiento hipotético” que
permite esclarecer no el origen sino la naturaleza de “lo
social”.60
Con ese razonamiento hay que elevarse sobre “lo
social” para poder comprenderlo. Y cabe advertir que si
hay que acudir al “estado de naturaleza” no hay que
60
Cf. ROUSSEAU, Juan Jacobo., Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Secretaría de Educación Pública, México, 1946, p. 17
147
trasladar a él ideas tomadas de la sociedad. No hay que
hablar del hombre salvaje pintándolo como hombre
civilizado.61
Haciendo caso de esta advertencia, que
también formula Rousseau, hay que invertir la lógica, hay
que invertir el orden en el que a través de uno de los
términos se comunica sobre el otro.
Así pues, “la sociedad” aparece desde el fondo de
un razonamiento hipotético sobre el “estado de
naturaleza”, y los modos del hombre civilizado siguen
haciendo eco de aquellos del hombre salvaje.
Siguiendo esos criterios cabe decir que la
representación política estaría cimentada en el “natural”
impulso de los hombres de tomar decisiones; impulso
atávico y síntoma de su más genuina libertad. O mejor
dicho, de su primigenia posibilidad de ser libres: la de
concebir la decisión con la que reaccionan ante su entorno
y actúan sobre él.
En este sentido los hombres se han acercado a “la
libertad”, la han vislumbrado desde el instinto básico de
supervivencia que comparten con todas las especies. Claro
es que, a diferencia de las demás especies, los hombres
van comprendiendo esa libertad, la van identificando con
61
Cf. ROUSSEAU, Juan Jacobo., Ob. cit., p. 16
148
sus decisiones. Y en la intimidad en la que cada uno
concibe su decisión, hay un breve y significativo instante
cargado de milenios: con cada decisión se reacciona para
“crear”, se concretan posibilidades, y el que decide es, en
ese momento, el “Demiurgo” que surge, no obstante,
desde ese primitivo instinto de supervivencia.
Precisamente, en esta contradicción, y en las vías
que se han ensayado para descifrarla se encuentra el
drama y la genialidad de “lo humano” y de su historia.
Pues bien, la representación política forma parte de
ese drama. Con ella se ha concretado una de las vías para
dar curso al espíritu creador y al instinto de supervivencia
con el que cada hombre se presenta ante los demás. En la
representación hay hombres que ya han conciliado sus
fuerzas, se han reconocido semejantes por algún aspecto
de su pensamiento y proyectos vitales. Y, logrados estos
“núcleos de identidad” la representación sigue apostando a
una conciliación cada vez más amplia
Y en el transcurso de sus experiencias de
conciliación el hombre ha podido tomar conciencia de que
su decisión tenida por libertad es, sin embargo, decisión
provocada por algo que no es ya “la libertad” vista como
un espacio de convivencia preexistente a cualquier
conflicto de poder. En cierto modo, la historia de la
149
humanidad, implica que ha habido aquellos y aquellas que
han podido tomar conciencia de que cuando su decisión
confluye con la de otros en un objetivo, cuando hay pues
un objetivo común, en ese momento, cada uno resulta más
libre (si cabe) ante los demás. “La libertad” queda
entonces significada por esta posibilidad de ser más libres
en torno a un objetivo común.
Y se hace evidente este imperativo: hay que
procurar la realización de ese objetivo para ser más libres;
para serlo con los demás bajo el control de no decidir
cualquier cosa. Este control cada uno lo ejercerá sobre sí
al modo de un imperativo moral (visto como el principio
de humanidad de formulación kantiana), o se ejercerá
desde fuera al modo de un imperativo jurídico.
En este sentido, se puede observar que tanto el
imperativo moral como el jurídico precisan de un
presupuesto también lógico: el de la idea de lo común. Sin
una idea de lo común es difícil concebir que el imperativo
moral trate de la acción propia que se produce cuidando de
que pueda ser tenida como regla por los demás.
Por otro lado, sin una idea de lo común es difícil
concebir que el imperativo jurídico trate de la conciencia
que cada uno tiene sobre las posibles caídas de su
imperativo moral.
150
Dentro de esta lógica, con el imperativo moral en
primera instancia y, de forma subsidiaria, con el jurídico,
se acciona y se reacciona previendo el caos que se
generaría si todos quisieran concretar “cualquier” decisión
que hubieran tomado respecto de cosas que ya se
entienden comunes.
Más aún, se quiere evitar al dictador surgido de ese
caos. En relación con esto, cabe elevar la advertencia de
que el nexo entre imperativo moral e imperativo jurídico
tiene que operar para hacer frente a una “moral de los
amos”, esto es, la de quienes glorifican el poder y
pretenden ser glorificados en él por los demás.
No obstante, esa pretendida “moral” (la de los
amos) expresa una intención que en su raíz no parece tan
distinta a la de cualquiera que pueda actuar como hombre
libre. Entonces, ¿tendría que admitirse que hay “moral” en
la mera “voluntad de poder”, en la intención de poder
actuar como hombre libre? Creo que conviene detenerse
en este asunto para no confundir esa “moral” con aquella a
la que se puede vincular la “democracia”. La “moral de
los amos”, concepto de cuño nietzschiano, se eleva como
protesta contra el criterio burgués de “igualdad en la
libertad” como vía de “justicia”.
151
Tal “moral” se concibe porque no acaba siendo
claro qué “justicia” cuando los espíritus más enérgicos y
emprendedores tienen que ser puestos, de inicio, en el
mismo rasero de espíritus apocados; no acaba siendo claro
si a partir de aquella “igualdad” los espíritus enérgicos
tienen posibilidad de ser los “más libres”.
Atendiendo a esto, cabe decir que esa “moral”
prescribe lo siguiente: poca es la “justicia” que deriva del
simple reconocimiento recíproco que uno hace del otro
como su semejante en el carácter de “ser libre”; esta
“justicia básica”, por admitir que la hay, ha de tener un
desarrollo mayor, y se la darán los espíritus más
templados y fuertes. A éstos, según la “moral de los
amos”, hay que reconocerlos como los mejores. Hay que
hacerles “justicia” dentro del ámbito de la “igualdad en la
libertad”, ámbito que expresa más un acto de conciencia
que de voluntad actuada.
La “moral de los amos” se realiza pues por
voluntades que no quedan sujetas a herencias morales y
culturales, que se inconforman con éstas y las
sobrevuelan. Así por ejemplo, bajo la lente de una “moral
de los amos” se aprobaría la actitud de aquellos burgueses
que, en los diferentes casos, emprendieron la revisión de
las formas de tratar la libertad en el “Antiguo Régimen”:
152
la “igualdad en la libertad” síntesis de esa revisión, cabría
entenderla como el “justo” reconocimiento a todos
aquellos que se empeñaron en esa revisión y que pudieron
concretar nuevas formas de tratar la “libertad”. Por esto
mismo, y sólo atendiendo a los momentos en los que tal
gesta se produjo, la “igualdad en la libertad” puede tener
un significado “heroico” que complace a la “moral de los
amos”.
Pero lo que a esa “moral” ya no complace es la
actitud de los aburguesados que se dedicaron a vivir de los
réditos de aquellas gestas que trasgredieron el orden del
“Antiguo Régimen” para concretar otro tratamiento de la
“libertad”. Instalados en la comodidad, han dejado de
esforzarse en hacer productiva la “oferta de justicia”
contenida en el criterio de “igualdad en la libertad”. Tiene
que haber voluntad de poder en el corazón, no una actitud
conformista; de ésta no deriva la mejor “justicia”. Así lo
entiende Nietzsche y es por ello por lo que “No siente más
que desprecio por sus contemporáneos burgueses que han
olvidado todo anhelo de gloria, de excelencia y se
conforman con vivir bien al abrigo, con el estómago lleno
(...).62
62
Vid. TODOROV, Tzvetan., La vida en común, Taurus, Madrid, 2008, p. 25
153
Y, en cierto modo las observaciones de Nietzsche
sobre la actitud de sus contemporáneos burgueses, sitúa a
éstos en la posición depredadora que, según Veblen, a lo
largo de la historia ha sido la posición propia de este
género: “la clase ociosa”.63
En suma, para Nietzsche ningún conformismo hace
“justicia” a la natural tendencia de poder de la voluntad
humana, y, en principio, habría que ver con beneplácito el
desenvolvimiento de esta tendencia en los diferentes
contextos en que se produce. Habría que verlo así en la
medida en la que al impulso de esa natural apetencia de la
voluntad se han podido concretar progresos en las formas
de tratar la “libertad”. Pero, por otro lado, no cabe ignorar
los horrores que se han suscitado tratándose de concretar a
cualquier precio la voluntad de poder. El imperativo
moral, como principio de humanidad, no consiente tal
ignorancia.
Y este es el punto en el que se observa que puede
ser delicadamente frágil el componente “moral” de los que
quieren una comunidad política “poderosa”, selectiva de
los mejores, de los predispuestos al “heroísmo”. Ellos, los
que así lo quieren, estarían operando tal selección sin
63
Cf. VEBLEN, Thorstein., Teoría de la clase ociosa, Orbis, Barcelona, 1988; en especial remito al capítulo X titulado “Supervivencias modernas de la proeza”
154
importar los medios que a tal efecto hubiese que emplear.
Pero entonces cabe preguntar ¿quiénes convienen en que
sería justificable propiciar una comunidad de “amos” para
entonces poder justificar cualquier medio de realizarla?
Evidentemente, sólo justificarían tal “fin” quienes
así lo quieren imponer ya sintiéndose “amos”, solo que,
ese pretendido “fin” impuesto desde la unilateralidad no
resulta justificable en un sentido propiamente moral.
Por otra parte, ¿es posible erigir como pauta
“moral” las reacciones nobles y enérgicas de quienes
padecen las decisiones de los “amos”? La voluntad de
poder también se demuestra en esta resistencia, y quienes
resisten no son precisamente los “amos” aunque después
quieran serlo. Pero no hay “moral” ya sea en las
apetencias de poder, ya en la necesidad de demostrarlo
reaccionando ante las mismas; no la hay a menos que tales
apetencias o tal necesidad se orienten con esta singular
intención: la de poder evitar el ejercicio nudo del poder.
Y Nietzsche no es claro a este respecto; las claves
que deja no permiten atribuirle una posición cierta en
torno a ello: “Imagino que todo cuerpo específico aspira a
volverse amo de toda la especie y a apagar su fuerza, su
voluntad de poder, a rechazar todo lo que resista a su
expansión. Pero cae siempre bajo las aspiraciones
155
similares de los otros cuerpos y termina por avenirse, por
“combinarse”, con aquellos que son homogéneos;
entonces aspiran juntos a conquistar el poder”.64
Por lo que se ve, la “moral de los amos” se torna
insoluble en el imperativo de ampliar cada vez más el
ámbito de igualdad a través de la interlocución y para la
toma de decisiones. El ámbito de los “amos”, su “moral”,
incluso su predisposición al “heroísmo”, pueden
expandirse pero sin que, paralelamente, se haga más
amplia la interlocución.
Si se quiere que “moral” y “política” aparezcan
condicionándose racionalmente, es necesario diferenciar
entre quienes se conducen por una mera “inclinación” al
poder y quienes se conducen bajo el “respeto” a una “ley
de libertad” de la que cabe derivar un “poder racional”.65
64
Apud. TODOROV, Tzvetan., Ob. cit., p. 25-26 65
Estoy haciendo paráfrasis de esta reflexión de Kant: “(…) el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí, tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de una voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, ora sea mía, ora sea de cualquier otro, no puedo tener respeto: a lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto del respeto, y por ende mandato, sólo puede hacerlo que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine, al menos la descarte por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma”. (Vid. KANT, Manuel., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Porrúa, México, 2004, pp. 26 y 27.
156
Más aún, conducirse bajo tal respeto implica
atender este principio práctico supremo ya señalado en
otro momento: “obra de tal modo que uses la humanidad,
tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro,
siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente
como un medio”.66
Quienes han obrado de tal modo han constituido el
poder racional que corrige la desigualdad siempre presente
en la intersubjetividad. En relación con esto hay que
observar que el poder constituido por quienes han
observado el principio de humanidad es poder jurídico,
esto es, poder del que se valen los hombres racionales
cuando buscan establecer una “verdad” acerca de lo
“justo”.
Afirmo tal cosa interpretando a Rousseau en este
pasaje: “(...) preguntar (...) si los que mandan valen más
necesariamente que los que obedecen y si la fuerza del
cuerpo o del espíritu, la sabiduría o la virtud se encuentran
siempre en los mismos individuos en proporción del poder
o de la riqueza; problema adecuado para plantearse entre
esclavos oídos por sus dueños, pero que no es conveniente
66
Vid. KANT, Manuel., Ob. cit., p. 49.
157
para hombres racionales y libres, que buscan la verdad
(...)”.67
Con todo y ello es un hecho que unos han de
mandar y otros han de obedecer. Frente a esto, la
aplicación práctica del principio de humanidad supone lo
siguiente: buscar las formas que garanticen una valoración
“crítica” y, por lo mismo, “justa” acerca de las
condiciones en las que unos han de mandar y otros han de
obedecer. Y tal valoración tendría que efectuarse
atendiendo a lo siguiente: 1) a las incidencias (agentes
externos) que determinan, o bien, que afectan a cada uno
en su libertad; y, 2) al propósito de evitar que cada uno en
ejercicio de su libertad obstaculice injustificadamente el
ejercicio de la libertad de otros.
Pero ¿qué supone ese ejercicio de la libertad de
cada uno? Habrá que responder a esto para establecer con
la mayor objetividad posible en qué condiciones cabe la
oposición justa al ejercicio de la libertad de otros.
Obviamente, es desmesurado pretender analizar lo que en
cada uno determina el ejercicio de su libertad y dar la
consecuente respuesta a la anterior pregunta. Sea como
sea, en el ejercicio de la libertad de una pluralidad
67
Vid. ROUSSEAU, Juan, Jacobo., Ob. cit., pp. 15 y 16.
158
(multitud) de sujetos se observan tendencias que hacen
posible ensayar una respuesta.
Así pues, el ejercicio de la libertad de cada uno se
ha podido dar bajo tendencias que hacen posible delimitar
estos grupos: el de quienes deciden que algo ha de ser
suyo; y, el de quienes defienden lo que consideran ya
suyo. En el primer supuesto, la idea de “libertad” está
relacionada con el hecho de la “apropiación”; en el
segundo, con la justificación de lo que se entendería ya
como “propiedad”. Y habría que determinar si la
apropiación es más justa que la justificación de la
propiedad.
Luego, si la justificación de la propiedad de algo
resulta más justa que la apropiación que de ese algo se
pretende, queda por preguntar ¿cuál es el trato que han de
recibir los que injustificadamente han pretendido tal
apropiación? Esta pregunta la formulo situándome en un
hipotético debate para discernir cuál de los supuestos es el
más justo; no me sitúo pues en el momento en el que se
actualizan las condiciones para hacer efectiva una
coacción ya jurídica. Así situado, respondo que respecto
de ese trato tendría que operar un criterio de reciprocidad
un tanto peculiar. Explico esto a continuación.
159
La apropiación “justa” de algo conlleva la
obligación de no hacerla efectiva de forma arbitraria, de
mantener una base de libertad para los hasta entonces
propietarios.
Ahora bien, si éstos demuestran que su propiedad
de una “cosa” es más “justa” que la pretensión de otros de
apropiársela, no obstante, el propietario no puede
afirmarse plenamente como tal desde la ignorancia de las
necesidades de los demás. En este caso, desde el sentido
de supervivencia se plantea el deber de no ignorar tales
necesidades. Así pues, el propietario no ignora que las
cosas de su propiedad (aún demostrada ésta como justa)
están bajo constante riesgo mientras haya quienes aspiren
a ser también propietarios.
Consciente de este riesgo, el propietario se plantea
para sí el deber de mantener su “propiedad” (su relación
con ciertas “cosas” respecto de las cuales “decide” o no
ejercer pleno poder) generando a través de ésta las
condiciones para que otros lleguen a ser “propietarios”,
esto es, a ejercer poder respecto de ciertas cosas,
independientemente del deber que quieran asumir al
ejercerlo. En el deber así formulado, es difícil hallar una
intención de “bondad racional”, por el contrario, es fácil
160
advertir una sagaz operación del egoísmo que, no
obstante, puede propiciar una situación de reciprocidad.
Al margen de lo anterior, el mismo proceso formativo y
“performativo”68
de una comunidad política, pone de
manifiesto que la idea de “propiedad” queda sustanciada
desde diferentes apetencias y que, por lo mismo, en un
mismo espacio de tiempo no hay una “definición
definitiva” del grupo de propietarios, y tampoco la hay del
grupo de quienes no lo son.
Con esto quiero decir que la libertad no es asunto
que se resuelve con el hecho de tener propiedad; es un
asunto de “deber”, en el que tienen que resolverse estas
cuestiones: respecto de qué se quiere tener propiedad,
antes quienes y para qué. Y la decisión con la que se
concrete el ¿qué? se quiere en propiedad ya se traduce
como libertad, pero implicada en un contexto de más
libertad.
Me explico, la decisión acerca de qué se quiere en
propiedad, ha debido producirse teniendo en cuenta las
otras dos cuestiones: ante quienes se concretaría la
68
Mutatis mutandis, aplico el término “performativo” bajo el entendimiento de que se vincula a una acción subversiva, y, sin embargo, así significada sólo en un contexto discursivo. La “realidad” de tal acción no podría entenderse fuera de una “realidad” más amplia ya codificada. Para ampliar sobre estos aspectos, remito a las siguiente página electrónica: www.sibetrans.com/foros.php
161
propiedad, y para qué. Ante hombres libres y no para
eliminar su libertad, esta sería la respuesta. Y, en cierto
modo esta respuesta supone la clave para cualificar y
entender las relaciones de poder en el Estado
Constitucional Democrático.
Ya queda señalado que la dinámica para legitimar
relaciones de poder y de libertad no puede ser designada
como una “democracia” al margen de un entendimiento
específico de la “Constitución”.
Y para seguir aclarando qué entendimiento de la
“Constitución” interesa difundir aquí, hay que hacer la
precisión de que resulta insuficiente el entendimiento de la
“Constitución” como simple “pacto” con el que los
hombres concretan su libertad bajo una intención por
demás interesante y compleja de examinar: la intención de
cada uno de dar a su “libertad empírica” una vía de
trascendencia que resulte común a todos como “libertad
general”. Una vía en la que se pueda demostrar si los
modos con que cada uno expresa, o bien, representa su
libertad, pueden, en su caso, resultar válidos para los
demás.
Con el “pacto” se trataría pues de que cada uno
pudiera situar su libertad más allá, de cualquier “acto
aislado de poder” en que aquella se concretara; se trataría
162
de situarla en una “organización de poder” en la que
cobrara un carácter “general”. De modo que la praxis de la
libertad no sólo sería determinante de lo individual sino
también de lo social. Y tal “organización de poder” sería
la designada como “Estado”.
Pues bien, en tal supuesto, la “Constitución” se
limita a operar como una designación del “origen
hipotético” del Estado. Esto quiere decir que la
“Constitución” designa “la intención” de los individuos de
trascender los modos empíricos de su libertad. Desde
luego, la “Constitución” puede y debe designar esta
intención y ese “origen hipotético” del Estado, pero no es
lo único que designa. También designa la estructura
axiológica y lógica en la que funciona el “Estado”. Y en
este punto, parece necesario anotar lo siguiente.
Cuando hago mención de una estructura “lógica”
estoy considerando la “forma” de expresar algo, un
“objeto”, proveyéndolo de una significación
determinada.69
En este sentido, la estructura “lógica” se
hace comprensiva de la intención con la que se expresa el
“objeto” de que se trate; en cierto modo es desarrollo del
69
Estoy apuntando una conclusión a partir de lo que Husserl reflexiona en torno a las expresiones en la función comunicativa. Sobre este punto Cf., sus ya citadas Investigaciones lógicas, en pp. 238 a 241
163
“para qué” y del “cómo” expresarlo. El “por qué”
expresarlo tiene que ver más con la “intuición” del
“objeto” que con la intención y las formas con que es
comunicado. Pues bien, tratándose de la estructura
“lógica” en la que funciona el “Estado” lo expresado no es
simplemente un cúmulo de valores; a éstos se añaden los
criterios para interpretarlos y aplicarlos válidamente.
Desde tal estructura se opera la legitimación del “Estado”,
aunque, claro es, siempre en referencia a una estructura
axiológica.
De acuerdo con lo anterior, el propio “Estado” en
su funcionamiento es el que integra su legitimidad; ningún
“pacto” se la otorga de forma directa. Así pues, la
legitimidad del “Estado” no es asunto que se resuelva sólo
en tanto quedan señaladas posibles causas por las que se le
intuye como algo necesario (como control de poderes
fácticos desbordados); causas que llevarían a pactar la
concreción del propio “Estado”.
Más allá de esto, es necesario tener en cuenta que
el “Estado” se incardina en una tradición de valores y
“códigos” de transmisión de éstos, y que funciona para
hacer cumplir esa tradición, o, en su caso, para dar curso a
la posibilidad de revisarla “críticamente”. Y señalo esta
posibilidad atendiendo a que actualmente se asume que
164
ninguna tradición de valores y de formas de transmitirlos
debe excluir la libertad para disentir frente a cualquiera de
éstos. Al hilo de esto cabe entender que el análisis de la
legitimidad del Estado ha de tener en cuenta aquel aspecto
de la presencia de “códigos” que garanticen la transmisión
de valores pero sin excluir una postura crítica respecto de
éstos. Y en torno a esto hay que hacer las precisiones que
siguen.
El Estado, en cualquiera de las formas en que se
haya realizado o se esté realizando, no puede “ser” otra
cosa sino poder legítimo; debe serlo independientemente
de los criterios de legitimación que se apliquen. Pero la
doctrina del constitucionalismo imprime el siguiente
matiz: el poder estatal es legítimo porque es capaz de
organizar jurídicamente su propia legitimidad. En este
contexto, desde luego, una “Constitución” no encarna
cualquier ámbito normativo.
En ese contexto, una “Constitución” supone una
cualificación especial de ese ámbito. Precisamente la
“Constitución”, (en la que el Estado estaría hipostasiado),
se entiende aquí en referencia a las pautas de realización
de un ámbito normativo en el que la conciencia de lo
colectivo tendrá curso como una conciencia de la “libertad
general”.
165
Así, cuando el Estado organiza su legitimidad, ha
de hacerlo cuidando de que se produzca esa conciencia de
la “libertad general”. Este es el criterio que tiene que
operar para legitimar al Estado. Y en este punto cabe
introducir una reflexión que se ha producido bajo otras
motivaciones, pero que considero que sirve para aclarar el
enfoque que hago de la legitimidad del Estado por la vía
de la legalidad jurídica de este mismo. Pues bien, tal
reflexión queda orientada como crítica de esto: “mundo
de la pseudoconcreción”.70
El fenómeno así designado, y
la crítica está ya anunciada con tal designación, tiene que
ver con la falsa conciencia con que se sitúan los hombres
ante sí mismos y ante su entorno cuando se limitan a
comprender desde un “realismo ingenuo”.71
Éste se produce cuando a “lo cotidiano” se le da la
condición de fuerza suficiente con la que el hombre
realiza la comprensión que hace de sí y de su entorno.
Incluso, cuando a una ideología se le considera como
instrumento de falsa conciencia es porque justifica un
“totalitarismo de lo cotidiano”, que puede interpretarse
como justificar un “eterno retorno a lo igual” como una
forma de economizar esfuerzos.
70
Cf. KOSÍK, Karel., Dialéctica de lo concreto, Grijalbo, México, 1967, p. 10. 71
Cf. KOSÍK, Karel., Ob. cit., p. 10.
166
En tales condiciones, es fácil advertir que ese
“totalitarismo de lo cotidiano” se traduce en un
“totalitarismo en la dirección de lo social”; y el
tratamiento unilateral y arbitrario de la “libertad” está
comprendido en este totalitarismo. Y, la crítica a un
“mundo de la pseudoconcreción” deja esta moraleja: hay
que reencontrar al hombre en una realidad más profunda
que la de su cotidianidad. Mejor aún, hay que
reencontrarlo fuera de la representación que se hace de lo
cotidiano como “totalidad” del mundo comprendido, o,
quizá, como “totalidad” de comprensión del mundo.
Pues bien, desde el constitucionalismo se puede
apreciar que el Estado organiza su legitimidad teniendo en
cuenta las formas cotidianas de actuar de lo humano, y,
también teniendo en cuenta las formas cotidianas de
comprender esa actuación. Pero esto no implica admitir
que la legitimidad del Estado tenga que limitarse a ser un
mero reflejo de esas formas. Si tal cosa se admite, habría
que admitir también el riesgo de que las experiencias de
conducta humana con las que en cada caso se toma
conciencia de lo colectivo ya pueden estar predispuestas
por ese “totalitarismo de lo cotidiano” antes referido.
Si es así, cabría la posibilidad de que cada persona
“legitimara” desde su cotidianidad la presencia de un
167
“poder colectivo” que, no obstante, tratará de forma
unilateral y arbitraria la “libertad” de cada una de ellas.
Desde la perspectiva del constitucionalismo este poder no
puede corresponder al del Estado.
Por tanto, cuando el Estado organiza su
legitimidad debe trascender esas experiencias. Pero esto
no significa ignorarlas, están allí, son parte del proceso
comunicativo en el que se genera la legitimidad del
Estado.
Dicho de otro modo, cuando el Estado establece su
legitimidad no trasciende lo cotidiano como tal, sino el
“totalitarismo” que puede derivar de éste. El “Estado” que
cabe comprender desde el constitucionalismo, se legitima
disponiendo los medios para que los individuos puedan
hacer de la práctica de su libertad algo más que el
señalado “retorno a lo igual”.
168
169
3. La racionalidad democrática: la positivación
de los “valores” de una democracia
De acuerdo con lo argumentado hasta aquí, la
“racionalidad democrática” puede referirse a dos cosas.
Por una parte, a la “crítica” sobre la historia de las
formaciones estatales, y que ha servido para formular la
idea de la “soberanía del pueblo”, y para introducir a ésta
como principio de legitimidad del orden estatal. Por otra
parte, y de forma complementaria, la “racionalidad
democrática” designaría las formas de atender y de
realizar el objetivo de concretar de forma racional el
“pueblo” entendido, a priori, como soberano.
En este caso, la “racionalidad democrática”
aparece en el hacer de un orden estatal para que el
“pueblo” que ya deber ser reconocido como soberano,
pueda ser delimitado de forma objetiva. Se trata de que el
“pueblo” pueda ser confirmado justamente como soberano
a partir de cada uno de quienes lo integren. Y el orden
estatal de la racionalidad democrática haría posible tal
cosa atendiendo a determinada facticidad, pero cuidando
de que la misma no determine por completo una
pretendida “justicia” en las relaciones de libertad.
170
Como se puede observar, la “soberanía del pueblo”
entraña algo más que una pluralidad de pretensiones de
libertad a las que en sí mismas se les quiere como “justas”,
esto, claro es, desde valoraciones altamente subjetivas.
Más allá de esto, la “soberanía del pueblo” entraña
criterios y medios que han sido propuestos y debatidos
para hacer presente al pueblo que asumirá la condición de
soberano. Y tales criterios y medios serán los propios de
una racionalidad democrática. En este sentido, se puede
decir que la racionalidad democrática se encuentra allí
donde hay un orden estatal en el que “(…) se garantiza la
relación de los contenidos del proceso político en el que se
va concretando la transformación de la sociedad, y al
mismo tiempo se asegura la vigencia de los supuestos
constitucionales que mantienen la resolución histórica del
conflicto dentro de la vía constitucional”.72
Hoy día conviene tener bien claro que la
“soberanía del pueblo” debe ser realizada bajo esa
dialéctica entre proceso político y normatividad
constitucional. En el párrafo anterior quedan trazadas las
líneas generales de este capítulo, y para acometer su
desarrollo hay que empezar por apuntar algo que puede
72
CF. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Estado constitucional y…, p. 193
171
ser obvio: La normatividad constitucional no contiene por
anticipado las soluciones correctas, concretas y
concluyentes, al modo de las viejas metafísicas
dogmáticas, para todos los conflictos que haya que
superar para hacer estable una convivencia de libertades.
Antes bien, la normatividad constitucional señala
el punto de partida y las posibles vías pertinentes para
conciliar, con la mayor objetividad posible, diversas ideas
y pretensiones de libertad. En este sentido, tal
normatividad conduce a determinar soluciones objetivas
para conflictos generados desde una pluralidad de ideas y
de pretensiones de libertad.
Más aún, su función es la de aportar las
herramientas que permitan superar, con un relativo pero
suficiente sentido de justicia, el “obstáculo” que la libertad
de cada uno puede suponer para estabilizar una
convivencia de libertades, ya se haga valer tal libertad
como idea, o bien como pretensión concreta.
En relación con ello cabe preguntar, con I. Berlin,
si “¿se debe estimular en una determinada situación la
democracia a expensas de la libertad individual? ¿Se debe
estimular la igualdad a expensas de las realizaciones
artísticas, o la piedad a expensas de la justicia (la que se
basa en lo legislado por la institución parlamentaria), o la
172
espontaneidad a expensas de la eficacia, o la felicidad, la
lealtad y la inocencia a expensas del conocimiento y la
verdad?”. 73
Para dicho autor, la respuesta a tales preguntas
debe atender a las siguientes consideraciones: “Si las
pretensiones de dos (o más) clases de libertad resultan ser
incompatibles en un caso determinado, y si esta
incompatibilidad es un ejemplo de conflicto de valores
que son al mismo tiempo absolutos e inconmensurables,
es mejor enfrentarse a este hecho intelectualmente
incómodo que ignorarlo (...), o, lo que aún es peor,
suprimiendo por completo uno de los dos valores que
están en competencia pretendiendo que es idéntico a su
rival, y terminar con ello deformando ambos”.74
Y el “deber” de reflexionar para justificar por qué
se debe preferir una pretensión de libertad frente a otra, no
se cumple como tal “deber” si éste ya ha sido determinado
desde una jerarquía de valores que atiende sólo a
necesidades fácticas, o, por otra parte, si sólo se observa
como acto de una “buena voluntad” respecto del cual no
fuera posible confirmar que ha sido vía para una
73
Vid. BERLIN, Isaiah., et. al., “Ensayos sobre la libertad”, Círculo de Lectores, Barcelona, 1999, 228-244; cursívas mías. 74
Vid. BERLIN, Isaiah., Op. Cit., p.229.
173
valoración “crítica”, determinada por la exigencia de una
satisfacción lo más objetiva posible de esas necesidades.
Al hilo de esta consideración “(...) se puede
preguntar cuál es el valor que hay en la libertad como tal.
¿Es ésta una respuesta a una necesidad básica del hombre,
o es solamente algo presupuesto por otras exigencias
fundamentales? Y más aún, ¿es esto una cuestión
empírica, para la cual son importantes los hechos
psicológicos, antropológicos, sociológicos e históricos?
¿O es una cuestión puramente filosófica, cuya solución se
basa en el análisis acertado de nuestros conceptos básicos
y para cuya respuesta es suficiente y apropiado que se
saquen ejemplos, sean éstos reales o imaginarios, y no las
pruebas fácticas que exigen las investigaciones
empíricas?”.75
Cada uno va teniendo claro el ámbito de su libertad
cuando reflexiona sobre los problemas que atañen a “la
libertad” misma.
Así, la libertad implica poder pretender cualquier
cosa. Pero si hay alguna oposición para concretar lo
pretendido, entonces, en qué situación queda esa libertad.
75
Vid. Ibidem., p. 240.
174
¿Dónde se hallaría la libertad si habiendo quien
pretende algo también hay quien se opone a tal
pretensión?
Más aún, ¿habría libertad en la violencia aplicada
para vencer esa oposición; y, es necesariamente libre
quien esté ejerciendo tal violencia, y necesariamente deja
de serlo quien la sufre? En suma: qué libertad es posible
en medio de esa tensión, y que no sea una libertad
reductible al hecho de que alguien haya pretendido algo,
ni tampoco aquella con la que alguien ha decidido
oponerse a la pretensión del otro.
Pues bien, estas consideraciones llevan a pensar
que la libertad se hace no sin cumplir con el “deber” de
aclarar sus posibilidades objetivamente “justas”. El “ser
libre” implica, también, la reflexión para determinar las
condiciones en que la libertad propia hará posible la
libertad de los demás. Y, cuando el “ser libre” implica
hacerse libre ante y con los otros en tal caso se da el
contexto en el que es posible conformar y reconocer la
normatividad constitucional democrática.
175
Entonces, tal normatividad será producto de, y se
refleja en, los cauces racionales que permiten, o incluso
obligan a, la transición del “ser libre” al “hacerse libre”.76
Cuando el “ser libre” trasciende su facticidad para
“hacerse responsablemente libre” frente a “todos”,
experimenta su propia expansión o desarrollo como
“legislador universal”. Y creo que esto es algo que hoy se
ve como posible a través de las garantías jurídicas para la
interpretación y aplicación objetiva de un núcleo de
derechos fundamentales.
Tomando pie en las consideraciones anteriores,
cabe destacar que la racionalidad democrática designa,
además de lo ya dicho, los modos en que el “ser libre”
puede “hacerse responsablemente libre”. Es decir, designa
cómo cada uno, queriendo concretar las apetencias de su
voluntad, se hace “valer legítimamente” ante los demás
como portador de libertad. Y es que, frente a otros, no
siempre es portador de libertad quien realiza los apetitos
de su voluntad. Por otro lado, hay que considerar la
76
Me baso en la cita apuntada por Isaiah Berlín de que “Frey seyn ist nichts, frey werden ist der Himmel (‘Ser libre no es nada, hacerse libre es el mismo cielo’)”; Vid. Ibidem., p. 240. A la luz de esta frase se puede matizar algo a lo que ya me he referido en otro momento: el hacerse libre se da con la demostración que en cada caso tenga que hacerse de la libertad como “valor”, lo que descarta que a ésta se le tenga como “valor absoluto”, y también descarta que se le tenga como un simple acontecimiento empírico.
176
siguiente cuestión: ¿El que obra desde su “buena
voluntad” para manifestarse como “ser libre”, puede estar
seguro de que los otros obrarán siempre también desde su
“buena voluntad” para reconocerlo y tratarlo como tal?
Tal cuestionamiento apunta a que manifestarse
como ser libre, siempre que se haya operado de acuerdo
con la “buena voluntad” dispuesta en cada uno, implicará
también poder obligar a que los demás así lo reconozcan si
esto no lo han hecho desde su “buena voluntad”. Entiendo
que generar esta posibilidad desde una obligación externa,
es lo que puede ser considerado como “objeto” de la
“certeza jurídica”; esta designará entonces la realización
de tal posibilidad.
Y si se quiere que la “certeza jurídica” sea
componente de una racionalidad democrática, ha de ser
“certeza” sobre algo más: no basta que las partes del
acuerdo queden objetivamente obligadas al cumplimiento
de éste, sino que previamente hubo de garantizarse que tal
acuerdo haya sido alcanzado sin coacción subjetiva alguna
ejercida por una de las partes sobre la otra. Esta es la
exigencia que debe ser cubierta por la “certeza jurídica”
para que pueda ser indicativa de una racionalidad
democrática. Y como se verá más adelante, esta exigencia
cabe plantearla también frente a los dictados de una
177
mayoría política a la que puede quedar supeditado el
funcionamiento del órgano parlamentario. La racionalidad
democrática exige evitar tal supeditación.
178
3.1 La ideología en la democracia y la
ideología democrática, la exigencia de
“objetividad” en la formulación del interés
general
Lo señalado hasta aquí apunta a que el pluralismo político
no es en sí mismo “valor democrático”, sino por cuanto se
implementa como deber de cada parte socio-política en el
sentido de hacerse libre ante y con los otros.
Por ello, interesa poner este juicio en la perspectiva
de una dirección racional de la mayoría política que se
configura en el ejercicio electoral para su actuación en el
Parlamento. Interesa ver cómo se produce el control
racional de tal mayoría desde la normatividad
constitucional; interesa ver cómo se puede evitar que la
representación parlamentaria siga sólo las pautas de una
mayoría política y se diluya en ésta.
A estos efectos, la normatividad constitucional
establece medidas como la acción de inconstitucionalidad
que sería ejercitada por un determinado porcentaje de los
legisladores de alguna de las cámaras en contra de leyes
expedidas por la institución parlamentaria en su conjunto.
En esa misma línea garantista, esto es, tratando de evitar
179
un posible “despotismo” de la mayoría política en medio
de la representación parlamentaria, resulta necesario que
la reglamentación interna de las cámaras haga un
tratamiento amplio y minucioso del criterio de la
proporcionalidad en la representación. Más adelante
trataré con detalle estas consideraciones. Por ahora
únicamente me interesa subrayar que el pluralismo
político puede generar “valor” cuando se puede mantener
como tal pluralismo luego de la conformación y actuación
de una mayoría política.
El pluralismo político no vale democráticamente
sólo porque a partir de él se pueda perfilar y constituir una
mayoría política. Más allá de esto, la condición
democrática del pluralismo político dependerá, en gran
medida, de que a partir de él se pueda justificar la
oposición racional a la mayoría política constituida. Y esto
hay que verlo en la perspectiva de mantener la
formulación del interés general en una base de
objetividad.
Por otra parte, no se puede obviar que el
pluralismo político, una vez realizado el acto electoral,
queda concentrado, por así decirlo, en la mayoría política
actuante en cada una de las cámaras. Pero también, de
acuerdo con una racionalidad democrática no puede
180
asumirse, sin más, que la mayoría resultante del acto
electoral (o de las posteriores coaliciones dadas en el seno
de las cámaras) sea la demostración de que el pluralismo
político se ha concretado como “valor democrático”.
El pluralismo político, una vez que se haya
definido la mayoría política, puede dejar de
“concentrarse” en ésta y tomar otros cauces de expresión
debidamente garantizados a través de la normatividad
constitucional y de su desarrollo legal. Así pues, se trata
de que, apelando al mismo pluralismo político para
procurar que se realice como “valor” de la democracia, se
pueda denunciar y evitar excesos de la mayoría política. Y
a esto hay que aunar la siguiente observación: “(...)
siempre existen necesidades individuales que por una u
otra razón no encuentran cabida en el pluralismo existente.
La realidad que se incorpora con esta diversidad no es,
desde luego, toda la realidad”.77
De modo que, el pluralismo que se hace visible a
través de la representación no da cuenta de todas las
necesidades que se entrecruzan en las relaciones de
libertad y de poder. Ninguna representación llega a ser
omnicomprensiva de todas las necesidades que llegan a
77
Vid. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Libertad y…, 1989, p. 147
181
plantearse en el curso de esas relaciones. No obstante, lo
que por lógica resulta tan obvio se empaña con la
actuación de algunas mayorías en el proceso de revisión
del derecho vigente. Precisamente, ante este tipo de
situaciones, cabe señalar que un aspecto medular de la
idea de Constitución democrática tiene que ver con las
garantías que someten la representación política a la
exigencia de una actuación “moderada”. Y esto implica
ponderar la relevancia de otros intereses distintos a los de
la mayoría para la preservación de la libertad social ya
alcanzada.78
Y sobre la base de lo señalado, se pone de
manifiesto un tema de la mayor relevancia interesa en el
constitucionalismo actual, esto es, el de la posición, o
bien, la función de los “valores” en una “democracia
militante”.
Es cierto que el propósito que subyace a la idea de
una democracia militante tiene que ver con la necesidad
de eliminar los excesos ideológicos que pudieran
producirse durante la misma interpretación y actuación del
pluralismo político para su realización como “valor
democrático”. Sin embargo, los propios componentes del
78
Cf. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., Ob. cit., p. 153
182
discurso de una “democracia militante”, comportan el
riesgo de hacer un tratamiento también “ideológico” de
aquel pretendido “valor”.
Y sí el cometido de una democracia militante es,
tal como lo parece, abatir excesos ideológicos en la
interpretación y aplicación de los componentes morales de
la propia Constitución, entonces conviene llamar la
atención –siguiendo a Theodor Adorno- sobre el carácter
de la “ideología” como instrumento de conocimiento del
proceso vital de una sociedad. No obstante esta
valoración positiva de la función de una “ideología”, el
propio Adorno advierte que no son pocas las ocasiones en
que se aprecia que una “ideología” deja de ser un
instrumento orientador para el conocimiento de aquel
proceso vital. Y esto ocurre cuando se le quiere imponer
como “representación total” de ese conocimiento.
En tales casos, la “ideología” se convierte en mera
exposición de un contexto de poder en el que “(…) la
conciencia individual tiene un ámbito cada vez más
reducido, cada vez más profundamente preformado, y la
posibilidad de la diferencia va quedando limitada a priori
hasta convertirse en mero matiz en la uniformidad de la
183
oferta”.79
Entiendo que esta reflexión aporta ideas claras
para poner bajo juicio la idea de “democracia militante”
que, por sus implicaciones, no deja de ser demostrativa de
lo delgada que puede ser la línea divisoria entre aquellas
acepciones de “ideología” como conocimiento del proceso
vital de una sociedad, o bien como perversión de tal
conocimiento.
Y, para llegar a una conclusión al respecto, hay
que atender a que la “democracia militante” se realiza no
sólo imponiendo las cláusulas de intangibilidad que
operan en relación con la reforma de la Constitución;
también se realiza en otro supuesto, esto es, cuando se
imponen “(...) limitaciones al ejercicio de determinados
derechos fundamentales, para evitar un uso dañino de los
mismos para el orden constitucional, lo cual se ve
complementado con la prohibición de asociaciones y
partidos políticos cuyos fines sean contrarios al propio
orden fundamental liberal-democrático”.80
Así pues, es claro que la “democracia militante”
tiene la intención de objetar y de evitar la
“ideologización” del “pluralismo político”. Sin embargo,
79
Vid. ADORNO, Theodor W., “Crítica cultural y sociedad”, Sarpe, Madrid, 1984, p. 226 80
Vid. Ibidem, p. 23
184
como ya señalé, esta intención puede caer en prácticas
“ideologizantes” en las que a priori queda limitada la
posibilidad de la diferencia. Sigo pensando que es dudoso
que haya “democracia” sin un tratamiento racional del
“pluralismo político”, y, por lo que ya expuse, mantengo
que el planteamiento de la “democracia militante” no
acaba contribuyendo a ese tratamiento.
Podría objetarse esta opinión desde un argumento
como el que hace esta matización del sentido de una
“democracia militante”: “(...) la democracia ha de arbitrar
igualmente su propia defensa, si es que no es la misma
cosa que la defensa constitucional. ¿Qué diferencia hay
entonces, entre defender la democracia y militar en sus
valores, en contra de quienes quieren implantar una
autocracia y en contra de los métodos que usan para ello?
Entendida en este sentido, toda democracia es
militante y no puede dejar de serlo, sin que ello signifique,
obviamente, acusación ni desdoro alguno”81
. En este
sentido, es posible reconocer que las cláusulas de
intangibilidad cumplen una especie de función subsidiaria
de la defensa propiamente jurídica de los “valores”
81
Vid. Antonio Torres del Moral en prólogo a la obra de Javier Tajadura Tejada, Partidos Políticos y Constitución, Thomson-Civitas, Madrid, 2004, p. 26.
185
señalados como democráticos. O, mejor aún, se puede
reconocer que tales cláusulas cumplen la función de
“legitimar” acciones más contundentes frente a los
“enemigos de la democracia”, acciones difíciles de
concretar desde una apelación aislada a cualquiera de los
marcos competenciales en que estén previstos mecanismos
jurídicos de defensa de la Constitución democrática.82
Sin embargo, admitir lo anterior puede significar
oscurecer el sentido normativo-jurídico de la propia
Constitución. Y seguidamente se puede plantear la
cuestión de si el desarrollo de todos los valores y derechos
que la Constitución democrática propugna, tiene que
darse en algunos casos a costa de relegar a una condición
“virtual” la libertad de expresión y la de asociación.
Y esto, cabe advertirlo, es lo que finalmente puede
ocurrir en una “democracia militante” cuando se la orienta
a establecer jerarquías entre los componentes axiológicos
de la normatividad constitucional. Más aún, cuando se
hacen operar tales jerarquías (mediante “cláusulas de
intangibilidad”, por ejemplo) puede ocurrir que la práctica
de la democracia se vea ideologizada. Ahora bien, querer
evitar este extremo de la ideologización de la democracia,
82
Vid. DIAZ REVORIO, Javier. La Constitución como orden abierto, McGraw Hill, Madrid, 1997, p. 24.
186
no implica desconocer que la democracia misma es una
ideología, pero lo es en el sentido de que en ella operan
medios de conocimiento del proceso vital de una sociedad.
Lo anterior da pie a considerar que la Constitución
democrática aporta los medios para regular el
conocimiento y praxis normativa que una sociedad genera.
Bajo esta idea, la “Constitución” puede entenderse desde
la perspectiva de un cauce lógico y formal en el que se
procura que la significación de la democracia no se ciña,
sólo, a la ideología con que la conciben quienes llegan a
gobernar, o quienes ejercen la “oposición”.
Más aún, la orgánica de la Constitución entendida
desde la idea de “proceso”, debe canalizar y resolver las
incidencias ideológicas que se presentan en el desarrollo
de la soberanía del pueblo, y ello con el objetivo de que no
se pierda la orientación racional que se le supone a un
“dominio democrático”.83
De este modo se mantiene la
83
Es conveniente señalar que cuando hago mención de un “dominio democrático”, tengo en mente esta reflexión: “Edificar la democracia como forma de Estado y de Gobierno (...) no significa que se cancele o se supere el dominio político organizado a través del Estado; antes bien remite a una determinada organización de ese dominio. El poder del Estado, y el dominio de hombres sobre hombres que va unido a él, se mantiene también en la democracia y se conserva en toda su efectividad: no se disuelve en una identidad (mal entendida) entre gobernantes y gobernados, ni en una discusión libre de dominio. Ahora bien bien, se organiza de tal forma que su ejercicio se constituye, se legitima y controla por el pueblo, en suma por los ciudadanos, y se presenta en esta forma como autodeterminación y
187
relación de exigencia recíproca entre autodeterminación
individual y soberanía del pueblo.
Por todo ello, cabe decir que la idea de
Constitución como proceso de reducción de excesos
ideológicos en la práctica de la soberanía popular, implica
el reconocimiento de actores que, ya de inicio, interactúan
desde la base de una “igualdad política”.
Consecuentemente, conviene ampliar
consideraciones ya hechas relativas a esta igualdad.
Por principio de cuentas, conviene considerar que
la “igualdad política” no puede ser reclamada como una
igualdad ponderada o proporcional, pues la única
circunstancia que entraría en consideración sería la de la
pertenencia a la comunidad política del pueblo84
.
Precisamente, esa condición de la pertenencia a
una comunidad política hace pensar que la “igualdad
política” no es igualdad en el sentido abstracto de un
“valor universal”. Es decir, sin dejar de ser un “valor de
convivencia” en cualquier comunidad política, no
obstante, tendrá el peso histórico que le imprima la
autogobierno del pueblo, en los que todos los ciudadanos pueden participar en condiciones de igualdad”. (Vid. BÖCKENFÖRDE, Ernst W., “Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia”, Trotta, Madrid, 2000, p. 53). 84
Cf. Ibidem., p. 84
188
comunidad en la que rija. De ser así, la “igualdad política”
opera desde la tensión entre historia y trascendencia.
Por otro lado, la “igualdad política” no se refiere a
la igualdad que radica en una (re)distribución de bienes
“materiales” que nivele las condiciones de existencia de
los integrantes de una comunidad política. Más allá de
esto, la “igualdad política” hunde sus raíces en la voluntad
de las partes de reconocerse entre sí la misma posibilidad
de que sus pretensiones de libertad sean llevadas a la
generalidad de la ley. Todas las partes son iguales ante
esta posibilidad, y el reconocimiento que cada una hace de
ello, es lo que pone los cimientos para concretar la
soberanía del pueblo.
Desde luego, es válido relacionar la soberanía del
pueblo con la aspiración de una “justicia” vinculada a la
“igualdad material”. Pero también es claro que esta
posibilidad de la soberanía del pueblo no se agota en las
compensaciones de poder y de libertad que puedan darse
entre determinadas “partes” o sectores de la sociedad. Más
aún, la vía para que esas compensaciones resulten “justas”
no es la de los pactos de buena voluntad o, en otro caso, la
de los pactos alentados por estrategias de poder. Pongo en
duda que ese modo de generar “igualdad material”
suponga un desarrollo de la soberanía del pueblo de
189
conformidad con lo que prescribe una racionalidad
democrática. De conformidad con ésta, para que la
soberanía del pueblo se concrete accediendo sus “partes” a
una “igualdad material”, es preciso que haya una
organización estatal que realice el objetivo de garantizar
jurídicamente el mantenimiento de la “igualdad política”.
Y, según lo que se viene desarrollando, mantener
la igualdad política bajo los lineamientos jurídico
procesuales de una Constitución implica organizar, desde
la pluralidad de intereses de libertad y de poder, la
manifestación de una razón pública. ¿Cómo ha de
aplicarse esa razón pública? Orientando el ejercicio de
“compensaciones materiales” entre diferentes sectores o
fuerzas sociales, incluso, orientando esas compensaciones
en el plano de una relación entre individuos como
componentes de alguna fuerza productiva. Parece claro
entonces que a través del amparo y desarrollo jurídico de
la igualdad política, la Constitución puede cumplir su
función de procurar “justicia social”.
Así, la praxis de la igualdad política a través de las
garantías jurídicas dispuestas en la Constitución es lo que
pone de relieve la posibilidad de que ésta cumpla de forma
íntegra su función de justicia. Y, la integridad en el
cumplimiento de esta función es lo que permite que una
190
comunidad política se eleve con potestad soberana. En
este sentido, la dimensión institucional que adquiere el
derecho a través de una Constitución abre la perspectiva
de que la especificidad del propio derecho radica en el
“(…) carácter político de los valores que usamos para
justificar el ejercicio de coerción institucional. De esta
manera, tanto los principios institucionales como los
principios jurídicos sustantivos tienen su fundamento en
exigencias de equidad social dentro del marco de una
comunidad política. Sólo desde esta perspectiva tiene
realmente sentido defender que el razonamiento jurídico
tiene especificidad respecto al razonamiento moral
ordinario”.85
85
Vid. IGLESIAS VILA, Marisa., “De la justicia como equidad al derecho como equidad”, en Jurisdicción, interpretación y sistema jurídico, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2007, p. 37, nota núm. 53
191
3.2 La idea del derecho en la determinación de
los “valores democráticos”, una ponderación
de la idea del “constituyente originario”
En este punto, conviene desarrollar una idea que ya quedó
señalada, esto es, la del “proceso de racionalidad”
supuesto en la Constitución. Concretamente me referí a
ésta como un “proceso de racionalidad” para que el
“pluralismo político” sea corroborado en la condición de
“valor democrático”. Pues bien, Ahora bien me interesa
destacar que esta perspectiva de la Constitución atiende a
las vías pertinentes que la propia Constitución desarrolla
para garantizar la incondicionalidad de los valores que en
ella se declaran como democráticos.
Y, para precisar esta perspectiva, expongo mi
convicción de que los “valores” a través de los cuales se
quiere establecer el carácter democrático de una
Constitución, no constituyen un orden normativo externo
y “superior” que da origen y provee de legitimidad a la
estructura legal de la Constitución.
Antes bien, si nos situamos en el contexto de una
racionalidad democrática, esos “valores” sólo cobran su
sentido “democrático” una vez que quedan vinculados al
192
objetivo de garantizar que toda ley tenga, como he
señalado en otro momento, una justificación, unos
contenidos y una aplicación de carácter “general”.
Más aún, determinados “valores” no deben su
carácter democrático al hecho de que sean predicados en
nombre del pueblo y ubicando a éste en una posición
siempre polémica, a saber, la de “constituyente
originario”. Seguidamente cabe subrayar que habría
democracia no sólo según qué valores son determinado
por el pueblo para ser defendidos por la normatividad
jurídica, sino que también es fundamental atender a por
qué hay que considerar como “democráticos” unos
determinados valores. Y al atender a esto, creo que no se
puede concluir de forma tajante que los valores dispuestos
por un “constituyente originario”, admitiendo, en
hipótesis, su posibilidad, sólo por esto deban ser
entendidos como “democráticos”.
Hasta donde puedo observar, ni siquiera es que
preexistan “valores democráticos” que, como tales, tengan
que ser positivados; más bien, lo que aquellos designan
tiene que ver con pautas (y cabría decir “ideas”) de
interpretación de la libertad para asegurar la realización de
ésta en un ejercicio ya señalado: el de participar en la
elaboración de leyes que tengan una justificación,
193
contenidos y aplicación de carácter “general”. Entiendo
pues que no son posibles los “valores democráticos” fuera
de aquel ejercicio. De ser así, se relativiza ya la creencia
de que la fuente de valores que hacen posible la
democracia se encuentra en un “constituyente originario”.
Creencia que, por otro lado, está relacionada con la
justificación, quizá laudatoria, que se hace de la
Revolución francesa como paradigma de un pueblo capaz
de ordenarse como una “nueva” comunidad política.
Al influjo de ese paradigma se ha alentado la
creencia de que el “constituyente originario” lo es porque
no debe incondicionalidad a un “derecho ya dado”.
Incluso, tal paradigma determina la creencia de que la
manifestación más contundente y fidedigna de la
“soberanía del pueblo” es la de la movilización de las
masas para poner en marcha un “constituyente originario”.
Aun así, hay que observar que no sería tal constituyente la
causa de aquella soberanía: la soberanía del pueblo no se
proclama a partir de pensar en la posibilidad de que se
concrete un “constituyente originario”.
La idea de “soberanía del pueblo” precede a
cualquiera de las manifestaciones concretas que esta
misma pueda tener, pero no precede a la propia idea del
derecho como contexto para regular la concreción de esas
194
manifestaciones. Y pudiendo ser el “constituyente
originario” una manifestación concreta de aquella
soberanía habría que destacar que en tal carácter la
soberanía del pueblo es una potestad no determinada por
ningún “derecho ya dado”.
En este sentido, el pueblo soberano no se
manifestaría como tal negando la idea primaria del
derecho. Es decir, tal potestad no puede darse si,
decidiendo sobre la significación pública de la libertad, es
decir, sobre lo que ésta debe significar para todos en cada
momento y en situaciones concretas, no quiere el orden
pertinente para hacer valer con seguridad esa
significación.
Siguiendo este orden de ideas, cabe precisar que el
“constituyente originario” que se pudiera realizar, negaría
en su totalidad un “derecho ya dado”, pero no la “idea del
derecho”, al menos en el sentido ya expuesto. El
“constituyente originario” no lo sería por constituir para el
derecho una función ex novo, por crear de la nada la
función que se quiera que el “derecho” cumpla. El
planteamiento de tal potestad, de las capacidades que se le
puedan atribuir a esa figura de poder, no se da de espaldas
a la función genérica que el derecho ha venido
cumpliendo de proveer certeza en la interpretación de la
195
libertad, cualquiera que sea la significación pública que a
ésta se le haya dado. En este sentido, la imagen del
“constituyente originario” no proyectaría la existencia de
un poder real y ajeno a la experiencia del derecho, a la
función genérica que éste ha cumplido; antes bien
proyecta la posibilidad de originar el cambio de la
significación pública de la libertad, y de que la misma se
constituya con un carácter vinculante a través del derecho.
Por otro lado, hay que observar que para que ese
cambio se produzca no es “determinante” la influencia de
las partes sociales; tal influencia es sólo suficiente. Con
ello me interesa señalar que el cambio no se positiva por
el mero querer de esas fuerzas; el cambio se positiva desde
las herramientas que el propio derecho ofrece. Mejor aún,
se positiva porque la “idea del derecho” ya se ha
desarrollado en un sentido que así lo hace posible.
Entonces, lo determinante para ese cambio es el
uso del propio derecho entendido desde su
instrumentalidad. Visto así, cabe la pregunta de si ¿hay
que limitarse a entender que el “constituyente originario”
hace el derecho sin moverse dentro del derecho mismo?
Entiendo que no, y esta respuesta ya está soportada en las
consideraciones ya expuestas. No obstante, interesa
añadir lo siguiente: querer actualizar la soberanía del
196
pueblo bajo el patrón del “constituyente originario”, en la
práctica ha supuesto hacer del proceso político la fuente
de incondicionalidad de la normativa constitucional. ¿Es
en realidad así? ¿El proceso político, a la sazón
“constituyente originario”, es causa de la vinculatoriedad
de la normativa constitucional? A ello responden las
consideraciones siguientes.
197
3.3 El nexo entre la positivación de los “valores
democráticos” y el desarrollo jurídico de los
derechos fundamentales
Es cierto que tiene que haber valores y principios86
que
sirvan como referentes de la función de legitimidad y de
justicia que la Constitución democrática debe de cumplir.
Pero esto no lleva a concluir que tales referentes
contengan en sí mismos las condiciones de su efectividad.
Tales referentes no acreditan por sí mismos la
efectividad de su función de legitimidad y justicia si no es
a través de su vínculo con el “principio del derecho”. En
este sentido, cabe hacer hincapié en que ya se trate de
valores, ya de principios, se les puede considerar como
categorías “(...) recognoscibles en determinados
enunciados jurídicos, y utilizables por tanto para
86
Independientemente de la fuerza vinculante que se les quiera atribuir, entre valores y principios hay una diferencia que opera apelando a criterios ya axiológicos ya deontológicos. Para Robert Alexy, por ejemplo, la densidad normativa de valores y de principios ha de precisarse atendiendo a que: “(...) los principios, son conceptos deontológico, en tanto que (...) los valores, pertenecen al ámbito axiológico. Aquéllos, los principios, son conceptos son mandatos, tratan de lo que es debido; éstos, por el contrario, son criterios que nos permiten discernir ‘lo mejor’, sin crear deber alguno” (Apud. RUBIO LLORENTE, Francisco, et. al., “Derechos fundamentales y principios constitucionales”, Ariel, Barcelona, 1995, p. 9)
198
comprenderlos y aplicarlos”87
. Esto mismo lleva a
entender que el carácter que se atribuye a determinados
valores o principios como “normas determinantes” de un
orden constitucional “(...) no puede estar en contradicción
con las normas constitucionales, de las que más bien son
depuración o quintaesencia.
En consecuencia, no se los puede enfrentar a éstas,
aunque puedan ser utilizados para orientar su
interpretación o, más problemáticamente, para llenar sus
lagunas. Que en razón de esta capacidad hermenéutica e
incluso heurística deban ser o no considerados como
normas, es cuestión que depende naturalmente de cuál sea
el concepto de norma con el que se opera (...)”.88
Pues bien, lo que entiendo como positivación de
los “valores democráticos” tiene que ver con que la
interpretación y desarrollo jurídicos de unos derechos
fundamentales ha permitido intuir y representar las
“ideas” que pueden ser referidas como “normatividad
suprema” de un orden constitucional. Y, bajo esta
perspectiva, es posible concluir, de momento, que la
lógica jurídica aplicada a la interpretación y desarrollo de
87
Vid. RUBIO LLORENTE, Francisco., et. al., Derechos fundamentales y principios constitucionales, Ariel, Barcelona, 1995, p. IX 88
Vid. RUBIO LLORENTE, Francisco, et. al., Ob. cit., p. XIV.
199
esos derechos es lo que realmente hace posible el carácter
objetivamente vinculante de una Constitución. Por otra
parte, es claro que la positivación de unos pretendidos
“valores democráticos” no se refiere a algo tan simple
como que un “texto constitucional”89
haga el listado de
ellos. Dicho esto, cabe apuntar la siguiente precisión.
La positivación de los “valores democráticos” hay
que entenderla en términos de un “proceso de
racionalidad” y no de un mero “acto de razón”, del que, en
un primer momento, resulta difícil precisar si
efectivamente es motivado por la razón práctica. Ahora
bien bien ¿cómo entender ese “proceso de racionalidad”?
Por principio de cuenta, ha de entenderse refiriéndolo a la
aplicación y el desarrollo de unos derechos fundamentales
a través de la división de poderes.
Y bajo esta perspectiva cabe destacar que, cuando
se apela a los “valores democráticos” para reclamar
“justicia” frente al poder estatal, no se abre una vía para
operar por encima del nivel de racionalidad señalado con
unos derechos fundamentales y con las garantías jurídicas
89
Cuando uso el término “texto constitucional”, en principio lo hago refiriéndome al documento en sí llamado Constitución. Y no ignoro que tal término también es connotado como un cuerpo de documentos que dan razón de la Constitución. Sin embargo, creo que en este caso convendría referirse al “contexto” normativo-discursivo en el que es posible destacar un “texto constitucional”.
200
para la procura de los mismos. Y si se opera por fuera de
este nivel de racionalidad, preguntaría ¿cómo entender la
“justicia” en tal caso?
Esa pregunta atiende al propósito de hacer hincapié
en que la falta de reflexión sobre el modo en que se
conforma la normatividad superior de un orden
constitucional, y la falta de difusión y confrontación de lo
que se haya reflexionado al respecto, puede favorecer el
fortalecimiento de “tutorías ideológicas” para realizar la
“soberanía del pueblo”. Y tales tutorías se acometen allí
donde las burocracias y elites de algunos partidos hacen
del asunto de la falta de “igualdad material” la vía para
descalificar un cierto desarrollo legislativo y jurídico de
los derechos fundamentales, o bien, para calificarlo como
insensible respecto de la justa distribución de bienes con
la que se confirmaría la dignidad de la persona enaltecida
en tales derechos.
Pero, ¿cómo demostrar esa insensibilidad al
margen de lo que cada uno “quiere” para dar por realizada
la “igualdad material”? Más aún: ¿a quién se le debe
justicia sólo por lo que “quiere”? No es raro observar que
los “ideólogos” de los partidos planean su estrategia para
el éxito en las elecciones desde esta apuesta: a los
electores no se les debe contrariar en su creencia de que
201
para ellos hay justicia cuando se les da aquello a lo que
“creen” que tienen derecho. En este sentido, el manejo de
la subjetividad se convierte en “principio” del quehacer
partidista. También cabe decir que otra estrategia de los
partidos para conseguir el éxito en las elecciones es la de
sumarse a la propuesta de que una forma de hacerle
justicia a la democracia es la de revertir la falta de
“igualdad material” desde una expansión de los derechos
constitucionales.
A propósito de ello, suscribo, en términos
generales, la crítica que hace Böckenförde –citado por
Alexy- de la forma en que se ha dado la expansión de los
derechos constitucionales. Así pues, tal expansión puede
influir en que la Constitución deje de operar como “(…)
un mero marco (Rahmenordnung) para el proceso
democrático de formación de voluntades (Grundornung)
de la comunidad. Una constitución como fundamento de
la comunidad ya contiene todo el ordenamiento jurídico,
al menos in nuce.
El cometido del proceso político democrático se
ve reducido a la mera puesta en práctica de lo que ya ha
sido decidido por la constitución. El cumplimiento de este
cometido es supervisado por el tribunal constitucional, que
adquiere, de esta forma, todo el poder real. El „paso del
202
estado legislativo parlamentario a un estado constitucional
de jurisdicción‟ sería irreversible”.90
Y en ese tránsito del estado legislativo
parlamentario al estado constitucional de jurisdicción, la
“justicia material” reclama algo más que la aplicación
estricta, lisa y llana de la ley; reclama la interpretación de
la propia ley según la prescripción de un cuerpo normativo
superior. Por otro lado, se requiere de intérpretes
calificados, los titulares de los órganos de jurisdicción,
que deben satisfacer la exigencia de aproximar a rangos de
objetividad lo prescrito por una normatividad superior.
No obstante, interesa observar que no corresponde
a la racionalidad democrática realizar una “justicia
material” desde una normatividad superior a la que se le
atribuya carácter metajurídico. Los pretendidos “valores
democráticos” a los que se vería referida una normatividad
superior, no se significan como tales si no en el marco de
un derecho institucional que asegura que la participación
política transite hacia una concreción razonable de la
soberanía del pueblo. En este caso, esa pretendida
normatividad superior dimana de la exigencia de que el
90
Vid. ALEXY, Robert., “Sobre los derechos constitucionales a protección” en Derechos sociales y ponderación, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2007, p. 48.
203
derecho haga posible tal voluntad; de que la haga posible
de tal modo que la misma idea de “pueblo soberano”
quede a resguardo de cualquier manipulación ideológica.
Dicho esto, cabe retener el énfasis que contiene la
reflexión siguiente:
“Los peligros de perversión de los regímenes
constitucionales democráticos, basados en la libertad, la
igualdad y el pluralismo, pueden venir, y así ha sucedido
históricamente, tanto „desde fuera‟ como „desde dentro‟.
En el primer supuesto, se trataría de movimientos
violentos o revolucionarios que intentan alcanzar el poder
político al margen de los medios legales previstos para
ello, para después cambiar al propio régimen político. En
el segundo caso, estaríamos ante el hecho de acceso legal
–es decir, por medios democráticos- al poder, con el
objetivo de, desde el propio poder, desmantelar el régimen
democrático y las libertades, convirtiéndolo en un régimen
autoritario (...) Este supuesto, quizá menos frecuente en la
práctica, no deja de ser más sorprendente y, sobre todo,
más peligroso, pues, si bien los sistemas democráticos
utilizan todos los medios legales para impedir el acceso
violento de sus enemigos al poder, por el contrario, podría
parecer que están ofreciendo sus propios métodos a esos
204
enemigos para que, alcanzado al poder, acaben con la
democracia misma”.91
Como se puede observar, estoy comentado un
problema que también se detecta en las llamadas
democracias constitucionales, aunque en tales casos hay
que considerar matices que hacen más complejo el
problema, pero que también pueden facilitar su solución.
Así lo pone en evidencia, por ejemplo, la
necesidad de atajar por la vía jurisdiccional la creencia en
una “normatividad superior” no extraída de la “legalidad
constitucional”. Respecto a esto, cabe citar la sentencia
20/1987 del Tribunal Constitucional español, que en la
parte que interesa dice: “(...) no es lícito sacrificar una
norma constitucional en aras de una justicia material que,
entendida como algo contrapuesto a la Constitución, sería
un concepto metajurídico, inadmisible para el juzgador”.
Y esta resolución puede complementarse con la de
la sentencia 89/1987 también emitida por el Tribunal en
mientes, y en la que se hace el pronunciamiento de que no
todas las manifestaciones de libertad han de ser protegidas
como derechos fundamentales.
91
Vid. DÍAZ REVORIO, Javier., Ob. cit., p.17
205
En relación con lo anterior hay que observar que
ningún valor del que se haga prédica desde una
racionalidad democrática designa contenidos de libertad
ya justos, respecto de los cuales no quepa interpretación
alguna. En tal contexto, los llamados “valores
democráticos” son relativos al deber de mantener como
asunto “general” la definición del derecho. Así, en el
mismo proceso para definir el derecho debe quedar
demostrado qué pretensiones de libertad, si se realizan,
lesionarían la convivencia de libertades en que está
soportada la comunidad política.
Más aún, la propia “soberanía del pueblo” tendría
una aplicación sólo retórica si a través de los pretendidos
“valores democráticos” se quisiera limitar, ab initio, el
derecho de los gobernados a definir su derecho. De tal
suerte, dejaría de efectuarse el proceso de articulación
racional del pluralismo político. Y, ante esto, cabe la
pregunta de ¿qué “pueblo” puede valer como soberano
que no sea el que se pone de manifiesto en dicho proceso?
O bien, ¿qué “pueblo” confirma su soberanía que
no sea el que se pone de manifiesto en el proceso para
sancionar un derecho de carácter histórico? Puede haber
algún otra idea de “pueblo” al que se quiera atribuir
soberanía, pero desde luego no será el “pueblo” que queda
206
conformado desde la “generalidad” de la participación
para definir el derecho. Y entiendo que esta posibilidad
del pueblo soberano es la que interesa realizar desde la
racionalidad democrática.
Ahora bien, cuando hago mención de un derecho
de carácter histórico, me refiero a un derecho que resulta
no sólo de una “adecuación” de la idea de “autoridad” a
las exigencias de libertad de cada momento, sino que, más
allá de esto, se trata de la manifestación de la “autoridad
adecuada”, en un sentido instrumental, para tratar
racionalmente esas exigencias y, consecuentemente,
hacerlas parte del componente de incondicionalidad que
tiene todo derecho.
Y esa vía para poner de relieve el componente de
incondicionalidad del derecho, pone en perspectiva que la
relación sociedad-Estado tiene un curso “democrático” no
sólo porque se haya asegurado que “todos” puedan
expresar y comunicar las expectativas de poder que
formulan desde su libertad (la de cada uno). Más allá de
esto, aquella relación tiene curso “democrático” si todos
aquellos que han querido comunicar tales expectativas, ya
quedan obligados a confrontarlas para darles solución bajo
el criterio de la objetividad.
207
Por lo mismo, conviene subrayar que pretendidos
“valores democráticos” no forman parte de ese proceso
comunicativo cuando ya son posicionados como límites
frente a algunas tendencias de poder alentadas desde un
cierto modo de entender la libertad. En relación con esto,
interesa destacar que el pluralismo político se concreta
como “valor democrático” si se ha dado la circunstancia
de que se haya “generalizado” como una posibilidad
valiosa de la libertad la de disentir respecto a cómo se
debe concretar ésta. Pero, hay que enfatizarlo, esto no
lleva a considerar como valioso cualquier medio para
concretar los particulares puntos de vista.
Se puede profundizar más en lo anterior si se añade
que “lo moral” tiene que ver con la seguridad de que “lo
general” es “lo racional”.92
Y diría que también tiene que
ver con la seguridad de que efectivamente se pueda hacer
valer “lo general” como “lo racional”. Me explico. En
cuanto “todos” asumen ciertas “ideas” como valores, o
bien, como categorías axiológicas, no por ello se hace de
inmediato “lo moral”. Más allá de esto, en el contexto
democrático, “lo moral” se refiere a la situación en la que
ya queda demostrado (vía dialógica) que esas “ideas” han
92
Cf. KIERKEGAARD, Sören., “Temor y temblor”, Orbis, Barcelona, 1987, p. 78
208
sido sostenidas como valores dada la razón que opera en
ellas.
Por otra parte, cabe admitir que los valores que
informan un orden constitucional tienen un carácter ético-
público.93
Pero cabe admitirlo apuntando esta matización:
lo público que puede atribuirse a lo ético, puede referirse a
la transición de lo normativo ético a lo normativo jurídico.
Y creo que esto resultaría más fácil de entender si digo
que “lo público” se refiere a la autoridad necesaria o
adecuada para hacer valer “lo general” sancionado por
voluntades individuales. En ese caso el dicho de que “lo
moral” es lo “general” (Kierkeggard), puede ser llevado a
esta precisión: lo moral “es” en tanto en cuanto se
“asegura” en la realización pública de lo “general”. Y esta
forma de percibir el ámbito de lo moral da pie a pensar en
la relación de este ámbito con el ámbito de lo jurídico.
Lo anterior se encamina a poner de manifiesto que
la racionalidad democrática se da de un modo jurídico por
el que resulta plenamente comprensible su nexo con “la
libertad”. Y ya queda señalado por qué no conviene que
tal racionalidad sea disociada de unos cauces procesuales
93
Cf. THOMÁS PUIG. Petra M., “Valores y principios constitucionales”, en Parlamento y Constitución, Cortes de Castilla-La Mancha, Universidad de Castilla-La Mancha, 2001, pp. 133-136
209
que se articulan jurídicamente para que “todos” puedan
concurrir a comunicar sus intereses de libertad y de poder
y, consecuentemente, pueda sancionarse legítimamente la
decisión que excluirá “temporalmente” algunos de esos
intereses. Ahora bien, cuando me refiero a esa exclusión
“temporal” no estoy pensando en una erradicación
pretendidamente “definitiva” de algunos de esos intereses,
que es precisamente lo que puede ocurrir si el ejercicio de
los derechos políticos se da bajo un mero "direccionismo"
ético.
Y, lo que acabo de afirmar no se dirige desde el
propósito de desacreditar el influjo legitimador que ciertos
valores llegan a ejercer en un orden jurídico. Cierto sector
de la doctrina entiende que la referencia de la legalidad
constitucional a unos valores ha permitido superar el
normativismo positivista, y, más aún, ha sido clave de la
transición del modelo del Estado legislativo al del Estado
constitucional.94
Y esto es algo que admito siempre y
cuando se atienda a cómo se han positivado esos valores,
siempre y cuando se reconozca en este asunto el influjo de
la lógica jurídica también presente en la normatividad
constitucional.
94
Cf. THOMÁS PUIG, Petra M., Ob cit., p. 130
210
3.4 El valor de las “formas jurídicas” en el
contexto de la racionalidad democrática
En una primera impresión, desde el contexto de la
“racionalidad democrática” los valores vinculados a la
realización jurídica de la normatividad constitucional
dotan a ésta de una fuerza vinculante “legítima”.
En su carácter jurídico, tal normatividad no
constreñiría pues al cumplimiento de algo que no tuviera
que ver con unos ciertos valores. Creo, sin embargo, que
hay que observar que las “formas jurídicas” de la
normatividad constitucional lo son para expresar y
demostrar la pretendida racionalidad de unos valores; diría
que aquellas suponen los medios para resguardar a éstos
en su racionalidad.
Y en este sentido, las “formas jurídicas” de la
normatividad constitucional quedan incorporadas en la
incondicionalidad que se le debe a ésta misma y que, en
primera instancia, se entiende generada desde unos ciertos
valores. En ese caso, la legitimidad de la fuerza vinculante
de una Constitución tendrá que ver no sólo con que ésta
pueda ser referida a unos valores, sino, más allá de esto,
con las “formas” que permitan expresar y demostrar la
211
racionalidad presupuesta en los valores de que se trate.
Incluso, las formas jurídicas pueden serlo para hacer una
propuesta objetiva del sentido en el que se quiere que la
idea de libertad “valga” o proyecte “valores” en medio de
las relaciones de poder.
Y, en ese sentido, hay que ver que el modo
democrático para tratar la idea de libertad, es el modo de
la objetividad. Esto quiere decir que el sentido en el que
“debe ser” realizada la libertad se manifiesta con un
acento peculiar según qué “objetos” o aspectos de las
relaciones de poder se quieran regular, pero cuidando de
que en ningún caso sea la proyección sentimental la que
imprima tal acento. Por ejemplo, la idea de libertad
aparece “valiendo” como igualdad cuando el objeto que se
quiere regular en las relaciones de poder es el de la
diversidad que genera la individualidad.
Así, tal diversidad sería regulada para plantear y
concretar la idea de una soberanía común a todos. En este
caso, la libertad “vale” como igualdad no por la
convicción que cada individuo pueda tener acerca de lo
que la libertad “es”; frente a esto, hay que considerar que
la libertad “vale” como igualdad pensando en la
posibilidad de que “todos” puedan discutir lo que la propia
212
libertad “debe ser” para racionalizar lo que cada uno
“quiere” que sea.
La interpretación misma de los llamados “valores
democráticos” no se puede dejar “abierta”, no puede ser
“indiferente” el modo de interpretarlos, a riesgo de que se
trastoque el nexo que deben guardar con la idea de
libertad. Tan pronto ocurra esto habrá que poner en duda
la racionalidad de tales valores y, por lo tanto, su carácter
vinculante.
Lo que se acaba de señalar se puede ampliar a la
luz del tema, ya planteado más arriba, de la pretendida
superación del normativismo positivista, o bien, de la
superación del Estado legislativo por el Estado
constitucional. Hasta donde puedo observar a esto le
subyace la búsqueda de un derecho que, expresado en
leyes positivas, resulte efectivamente (o “realmente”)
“justo”. Y quizá se ha podido pensar que tal búsqueda hay
que encaminarla a partir de una relativización de las
“formas jurídicas” de la normatividad constitucional. Pero,
considerando lo que he argumentado hasta aquí, es claro
que no pienso en tal sentido.
Diría que, frente a unos ciertos valores, ni siquiera
se relativiza la importancia de esas “formas”; su
importancia es “absoluta”, si se permite la expresión,
213
porque, según ya se indicó, se orientan a resguardar a unos
ciertos valores en su racionalidad cuando éstos son
interpretados. Tan claro como que esas “formas” por sí
mismas no se refieren a nada “justo”, también lo es que no
sólo positivando “valores” vinculados a la idea de libertad
queda asegurada la producción de un derecho
efectivamente “justo”.
Por otra parte, entiendo que procurar una
interpretación adecuada para conseguir un derecho
efectivamente “justo”, acaba siendo el meollo de la
necesaria “protección jurídica” de la “Constitución”
misma. Y, desde que se ha planteado como necesaria esta
protección, se ha generado polémica en torno a la
conveniencia de hacer del órgano de la jurisdicción un
“verdadero poder” del Estado, y esto en beneficio de la
eficacia normativa de la Constitución. No me veo en el
lugar ni con los recursos para concluir a este respecto.
Pero ello no obsta para que diga que la primera
impresión que tengo es la de que posicionándose el órgano
de la jurisdicción como un “verdadero poder” se puede
obstaculizar una “interpretación sistemática” de la
Constitución. El afán de sustentar al órgano de la
jurisdicción como un “verdadero poder” podría
concretarse en una erosión del sentido que tiene la
214
división de poderes como “sistema” para racionalizar toda
manifestación de poder que se produzca en la relación
sociedad-Estado.95
Aunado a lo anterior, hay que decir que la “defensa
jurídica” de la “Constitución” no tiene que recaer
necesariamente en una “jerarquía” de los poderes del
Estado con el órgano de la jurisdicción a la cabeza. Más
aún, la defensa jurídica de la Constitución no tiene que dar
pie para que se concrete un “despotismo interpretativo”
desde el “formalismo jurídico”, lo que implicaría
erosionar el “sistema” de la división de poderes.
Interpretar sistemáticamente la división de poderes, lejos
del afán de dotar a cada órgano del Estado de “verdadero
poder”, es lo que permitiría asegurar la eficacia normativa
de la Constitución democrática.
En suma, la garantía que el Estado constitucional
en su conjunto debe ofrecer a la democracia no se
constriñe a la sola declaración ético-política incardinada
en unos ciertos valores y que se tiene como reguladora del
95
Desde luego, hay material doctrinal que permite concluir en otro sentido, sobre todo por el contexto histórico en el que tal material se ha producido. Consciente de ello, me parece de interés referir la obra de Bachof “Jueces y Constitución” (Taurus, Madrid, 1963). Aquí, el autor señalado aclara, desde la experiencia de Weimar, el sentido en el que tuvo curso el asunto entonces en ciernes de una jurisdicción constitucional. Explicita el sentido en el que la función del órgano de la jurisdicción ha de entenderse como realizada desde un verdadero “poder” del Estado.
215
propio desarrollo jurídico de la Constitución. Y tampoco
esa garantía se concentra en la supuesta depuración de
tales valores a través de la actividad jurisdiccional si se
entendieran viciados desde la subjetividad. Más allá de
esto, la garantía que ofrece el Estado constitucional a la
democracia tiene que ver con que la división de poderes
funcione como sistema para asegurar una solución
objetiva a los problemas que se plantean desde las mismas
expectativas de “justicia” de los gobernados, y que éstos
por separado relacionan con incrementar lo que pueden
hacer en nombre de la libertad.
216
3.5 El “soberano democrático”, una
cualificación posible de la “soberanía del
pueblo”
Partiendo de lo expuesto en el apartado anterior, hay que
destacar que la racionalización del pluralismo político
bajo modos constitucionales se refiere a lo siguiente:
1) La condición de “valor democrático” con el que
la Constitución trata el pluralismo político, no alude a una
“realidad” que, justificada desde sí misma, condicione la
legitimidad de la propia Constitución en tanto norma
jurídica. Esto implica que la “realidad” del pluralismo
político significándose como “valor democrático”, se
constituye a partir del tratamiento racional del pluralismo
de intereses. Por tanto, la legitimidad del aspecto jurídico
de la Constitución no es mera “consecuencia” de lo
querido por los poderes sociales que se abocan a concretar
la condición del pluralismo político como “valor
democrático.
2) El vínculo que se observa así entre la
normatividad jurídica como atributo de una
“Constitución” y el poder definir al pluralismo político
como “valor democrático”, resulta ser un vínculo
217
constitutivo de la legitimidad y de la efectividad del
“mandato del pueblo”. Y esto da pie a decir que el estatuto
teórico de la división de poderes cumple actualmente una
función histórica que tiene que ver con la tarea de
“positivar” el “mandato del pueblo”.
Esto es, tiene que ver con el hecho de garantizar
que dicho mandato no se proyecte como una formulación
a priori imbricada en una normatividad suprapositiva que,
por lo mismo, quedaría exenta de ser demostrada en su
validez. Finalmente, la vinculatoriedad de dicho mandato
no deriva de su “idealizada” contribución a la legitimidad
del atributo jurídico de la Constitución.
Más aún, no es mandato que en sí mismo contenga
las razones válidas para disponer sobre qué esquema de la
división de poderes dará desarrollo al aspecto jurídico de
la Constitución. Antes bien, el “pueblo” que debe mandar
como soberano democrático ha de ser objeto de
integración, no un algo en sí, preexistente a cualquier
experiencia constitucional. En suma, no cualquier
mandato de un pretendido pueblo constituye la soberanía
de éste.
Así pues, el pueblo que debe mandar como
soberano democrático puede constituirse si hay una
Constitución cuya normatividad jurídica, objetivamente
218
vinculante desde los planteamientos axiológicos de la
libertad, garantice la realización de este ejercicio: el de
racionalizar el pluralismo político para que efectivamente
puedan producirse leyes positivas con un contenido y
justificación “generales”.
Y, en ese orden de ideas, los presupuestos de razón
a los que responde la “realidad constitucional” no están
contenidos ni se derivan de un mandato que el pueblo
haya formulado con miras a la constitución y el
mantenimiento legítimos del poder estatal. Previamente
es preciso que se haya constituido ese mandato con todas
sus implicaciones racionales, y para ello ha sido necesaria
la intervención del propio poder estatal.
Ahora bien, entiendo que lo que se acaba de
señalar guarda relación con el planteamiento de Hegel
sobre la dialéctica entre sociedad y Estado. Tal
planteamiento ha sido objeto de críticas consistentes y
entre éstas hay que destacar la que formula Marx.
Precisamente, teniendo en consideración tal crítica,
reflexionando en torno a ella, cabe percibir el valor que
tiene aquel planteamiento de Hegel para reforzar lo que
vengo exponiendo.
219
Pues bien, Marx observa que no puede haber dialéctica
alguna entre Estado y sociedad civil cuando de antemano
el Estado ya es querido como síntesis de cualquier
posibilidad de la sociedad civil. Separados y opuestos
Estado y sociedad civil “(...) la „contradicción‟ se resuelve
suponiendo que en el Estado se hallan representados la
realidad y el significado auténtico de la sociedad civil
(...)”.96
Parece que esa dialéctica se asume como una
“contradicción” que tiene una solución lógica antes que
histórica: el “ser político” de la sociedad se plantea como
posible sólo a expensas del “Estado”, siendo
perfectamente posible, e históricamente demostrable, un
condiciona-miento inverso.
Desde esta óptica es comprensible que Marx
critique que el planteamiento hegeliano de la presunta
dialéctica entre sociedad y Estado encubre una
comprensión “abstracta” del Estado. Cómo no entenderlo
así cuando bajo ese planteamiento el “Estado” designa
“(...) la expresión de la realidad última de la sociedad”.97
Ahora bien, cuando Marx denuncia esta presunta
condición “abstracta” del Estado, lo hace para promover
96
Vid. MILIBAND, Ralph., et. al., “Marx el Derecho y el Estado”, Tau, Barcelona, 1969, p. 52. 97
Cf. MILIBAND, Ralph., et. al., Ob. Cit., p. 52.
220
como una verdad inobjetable la identidad entre hombre
real y ciudadano: “(...) separar el significado político del
hombre (...) de su condición real como hombre privado
(...)”, 98
es lo que permite la operación de hacer aparecer al
“Estado” como expresión de la realidad última de la
sociedad. Pero, cabe preguntar: ¿tal “separación” no es
acaso el presupuesto desde el que se proyecta el Estado
“histórico” y no el Estado “abstracto”? ¿No es, acaso, el
sentido de esta separación el de una delimitación del
contexto en el que el hombre “real” cobra un significado
político concreto?
A mi parecer, pensar el Estado como expresión de
la realidad “última” de la sociedad implica un examen del
curso que ha tenido la dialéctica sociedad-Estado.
Y, por ello, cuando se asume que el Estado es
expresión de la realidad “última” de la sociedad, no se está
pensando el Estado como una “totalidad apriorística” y
que, como resulta obvio, en tal condición no se apoya en
la “sociedad histórica” para determinar cada una de las
posibilidades que ésta ha tenido o pueda tener. Antes
bien, cabe pensar que el enfoque de Hegel es el de que la
organización del poder, supuesta en el Estado, no es
98
Vid. Ibidem., p. 53
221
simplemente el reflejo de los registros empíricos de la
libertad, o bien, no es el reflejo de la anécdota de los
intereses particulares que se derivan de la condición “real”
de cada hombre. Sin dar esto por descontado, lo que
propiamente se refleja en la organización estatal es la
“realidad” que se concreta con una confrontación de esos
intereses y con la determinación de los criterios que han
sido aplicados para solucionar aquella.
Y hay que entender que es de este modo como se
ha podido justificar, desde los criterios que se quieran, el
dominio de unos sobre otros.
Entonces, la idea de “Estado” refleja el cómo se ha
constituido y justificado el dominio de unos hombres
sobre otros, y de cómo se ha procurado estabilizar el
dominio de que se trate. Por tanto, diría que el hombre
“real” no puede ser escindido de su naturaleza política
precisamente porque hay dominio.
Mejor aún, el hombre “real” no puede ser sustraído
del contexto de la formación de partes sociales que
quieren justificar su pretensión y su lucha por llegar a
dominar, y que, consiguiendo tal cosa, después estarán
obligadas a justificar bajo otros criterios el dominio que ya
ejercen. En este sentido, cabe entender que la delimitación
de las partes sociales es lo que imprime un sentido
222
preciso al significado político del hombre “real”, un
sentido que va más allá de la mera apreciación del hombre
como animal esencialmente político.
Con todo, el hombre “real” no siempre se
manifiesta como “ser político” con todas las
connotaciones que esta expresión acarrea; está en el
ámbito de su decisión asumir sólo virtualmente su
condición de “ser político” identificándose con alguna de
las partes que pugnan por el dominio.
Es claro que el significado político del hombre
deriva de su condición de hombre “real”, pero esto es
distinto a tener que admitir que tal significado se hace
explícito fuera del contexto de la justificación del dominio
de unos sobre otros. Dicho de otro modo, no cabe separar
el significado político del hombre de su condición de
hombre “real”, pero hay que delimitar el contexto en el
que éste adquiere un significado político concreto.
Precisamente, refiriéndose a cada uno de esos
contextos, tomándolos por separado, aunque sin dejar de
considerarlos como momentos de la evolución de una
sociedad, cabe admitir que la idea de Estado designa la
“realidad última” de la sociedad. Diría que, en cada
momento, designa el marco de dominación en el que cada
hombre real pudo haber adquirido un significado político
223
concreto. Para cada uno, desentrañar tal significado pudo
suponer y supone tomar conciencia de lo que significa la
formación o estructura de dominio en la que están
inmersos, o más exactamente, de lo que aquélla ha
significado para la atención y satisfacción de sus intereses.
Sólo después de esta toma de conciencia puede
manifestarse la intención de modificar dicha estructura, y
con esto acaba siendo más claro el significado político del
hombre “real” de cada época.
De acuerdo con estas consideraciones, no cabe
admitir que pueda llegarse a una estructura de dominación
que resulte ser la “última” en el sentido de que en ella se
produzca la integración “definitiva” del hombre “real” con
una esencia política “absoluta”; la misma para “todos”, la
misma trascendiendo a cada uno en sus necesidades de
cada momento.
Desde luego, una vez que se diera esta integración,
ya no sería necesario el nexo que representa una
determinada estructura de dominación. Pero, si ésta es una
forma de explicar el sentido en el que se concreta la
“soberanía del pueblo”, cabría preguntar lo siguiente:
¿ante quien se hace valer, a quien sujeta, a quien domina
la “soberanía del pueblo”? Cierto que, cuando se trata de
esta soberanía se piensa en aquella de hombres que
224
comparten la misma esencia política; una soberanía donde
todos a la par, unos respectos de otros, asumen, por una
prescripción de la razón, los límites de su libertad, y por
esto son aún más libres. Pero, frente a ello, es preciso
señalar que esa igualdad emanada de la razón no
representa la vía para que se dé la integración “definitiva”
entre el hombre “real” y la esencia política “absoluta” a la
que me he referido.
Es cierto que, de acuerdo con el criterio de esa
igualdad, todo hombre “real” puede hacer valer sus
intereses en el debate del que resultará la propuesta y la
sanción del interés general. Pero no todo hombre “real”
los hace valer directamente, y cuando esto es así, resulta
evidente que su significado político se hace explícito a
través de los cauces de la representación, en los que se
busca soportar racionalmente el dominio de unos sobre
otros.
En suma, ese significado político se hace explícito
a través del vínculo de cada hombre “real” con una
estructura de dominación, en este caso, la democrática.
Pero ni aun en este caso se puede mostrar la
identidad entre el hombre “real” y su significado político
sin que medie el conocimiento de una estructura de
dominación. Querer identificar, sin más, al hombre “real”
225
con su significado político implica pasar por alto el poso
histórico que da precisión a ese significado, y que resalta
sobre el fondo de una determinada estructura de
dominación.
Aún más, si se asume en abstracto la
“mistificación” del hombre “real” con su presencia
política, esto es, si a los componentes de tal
“mistificación” se les deja de considerar como términos
dialécticos que precisan del nexo de una estructura de
dominación, dejaría de tenerse una perspectiva histórica
de la integración del pueblo como “soberano”.
Dicho de otro modo, bajo tales condiciones el
“pueblo soberano” aparece como un sujeto a-histórico, es
decir, como un sujeto que, situado fuera de la historia,
define los modos en los que ha de ser posible la libertad
“real” del hombre “real”. ¿Cómo demostrar que esta
idealización del pueblo soberano es necesaria para
producir esa libertad “real”? Demostrar tal cosa se antoja
algo complejo, por demás difícil; algo que excede el
interés de este trabajo. Me limito a decir que entiendo que
el “pueblo” no es una realidad que preceda a su
formulación conceptual como poder soberano, pues esta
formulación, con todas las implicaciones que se le quieran
dar, no es una mera constatación de una realidad que le
226
antecede. Tampoco basta atender al hombre “real”, con
sus intereses privados, para asumirlo, no obstante, sin
mediación alguna, con una esencia política “absoluta”,
común a todos.
Con estas consideraciones he querido reforzar la
idea de que los presupuestos racionales a partir de los que
hoy se puede comprender la “realidad constitucional”
tienen que ver con la concreción del soberano democrático
a través de la organización del Estado. Son, en todo caso,
presupuestos de los que se toma plena consciencia una vez
que se actualiza la presencia de dicho soberano.
Ahora bien, con este argumento no me pronuncio
idealizando al Estado como generador absoluto de esos
presupuestos racionales. Lejos de ello, tengo presente que,
como señala Marx, “(...) los asuntos estatales no son más
que los modos de existencia y de actividad de las
cualidades sociales de los hombres”.99
En este sentido, la
naturaleza concreta del Estado se va conformando de
acuerdo con tales cualidades.
Pero hay que entender también que esas
cualidades, que dan la medida de los asuntos estatales, a
su vez vienen determinadas o se potencian en el contexto
99
Vid. Ibidem., p. 52.
227
de la actividad estatal. Sólo a través de esa actividad se
constituye la conciencia colectiva de libertad con un
sentido específico. Así, por ejemplo, es frente a la
experiencia del absolutismo político como se llegó a
conformar y a plasmar en la conciencia colectiva la idea
de la soberanía del pueblo.
Más aún, bajo tales consideraciones, la soberanía
del pueblo tiene que cobrar “realidad” trascendiendo las
motivaciones fácticas de los intereses de poder de los
individuos, aunque es claro que los propios individuos en
diferentes momentos habrán aportado las razones para
lograr esa trascendencia.
228
229
4. La “realidad constitucional” y la
formulación del “Estado legislativo”
En el desarrollo del epígrafe anterior me referí a los
aspectos que entiendo que dan contenido a la expresión
“realidad constitucional”. A partir de ello diría que esta
expresión se refiere a las condiciones en las que se han
formulado los criterios y los medios adecuados para la
racionalización de las manifestaciones fácticas del poder.
Y, todo ello, manteniendo siempre la referencia a
un poder legítimo que puede hacer valer esos criterios y
medios. Por lo mismo, diría que la “realidad
constitucional” aparece como la “materia” que es
explicada por el “constitucionalismo”. En lo que sigue
tratare de justificar esta afirmación.
La doctrina del constitucionalismo permite
apreciar que la “autoridad legítima” para racionalizar las
manifestaciones fácticas de la libertad no se mistifíca con
el poder de alguna de las fuerzas sociales, ni proviene de
los líderes morales o caudillos que quieran representar a
éstas. La “autoridad legítima” no es pues la de ningún
actor específico que quiera representar sus intereses de
230
libertad y los de otros fuera del sistema para racionalizar
tales intereses.
Ya he señalado que el “constitucionalismo” sirve
como expresión genérica que designa los modos jurídicos
que, en distintos momentos y contextos históricos, han
operado para controlar el ejercicio del poder político,
límites que, en buena medida, han dado contenido a la
idea misma de Constitución. Frente a ello, llama la
atención la comprensión que Alf Ross hace del
constitucionalismo como “ideología jurídica de la
dogmática constitucional”.100
¿Hay que entender como
opuestas esas perspectivas acerca del
“constitucionalismo”? Creo que no, pues la dogmática
constitucional es, en su conjunto, la de los criterios para
asegurar que la idea de “libertad general” pueda hacerse
valer como límite del ejercicio del poder político, y el
constitucionalismo explicaría la instrumentación jurídica
de esos criterios sin dejar de atender al contexto histórico
en el que tendrían que aplicarse.
Ello hace posible llegar a una comprensión más
completa del fenómeno del constitucionalismo, en la que
no hay que perder de vista que “(...) 1) cualquier reclamo
100
APUD. Tamayo y Salmorán, Rolando., Introducción al Estudio de la Constitución, Fontamara, México, 2002, p. 89
231
o pretensión del constitucionalismo presupone los dogmas
sobre las virtudes y características del derecho, pero
también que 2) los logros del constitucionalismo sólo son
posibles mediante el funcionamiento de específicas
instituciones jurídicas”. 101
Y algo más: esos aspectos de los que se da cuenta
con la expresión “constitucionalismo”, operan claramente
en el contexto de la apertura de la organización del Estado
a las fuerzas sociales. Y aquí se puede enlazar con algo
que he venido comentado: el constitucionalismo se
referiría a la propuesta teórica de los criterios y medios
que han de servir para mantener la unidad política, no
obstante aquella apertura. El constitucionalismo se
ocuparía, en buena medida, de aclarar cómo ha de darse la
“re-presentación” de la unidad política que no puede ser
negada como correlato de cualquier soberanía, incluida la
del pueblo.
Por otra parte, el “constitucionalismo” aporta las
razones para referir el “Estado de Derecho” a una
101
Sobre el sentido que llega en tener el término “constitucionalismo” atendiendo a su nexo con la dogmática constitucional, se encuentras interesantes aportaciones en “Introducción al Estudio de la Constitución” de Rolando Tamayo y Salmorán, de la que ya se han dado las referencias bibliográficas; específicamente conviene revisar el capítulo IV de dicho estudio; lo entrecomillado aparece en este mismo estudio en la página 100; las cursivas modifican el texto.
232
racionalidad democrática, con lo cual se podrían
establecer diferencias con otras formaciones estatales que
se corresponden con la fórmula genérica del “Estado de
Derecho”. En atención a esto último resulta de interés
incorporar la siguiente reflexión de Schmitt. “La expresión
„Estado de Derecho‟ puede tener tantos significados
distintos como la propia palabra „Derecho‟ y como
organizaciones a las que se aplica la palabra „Estado‟.
Hay un Estado de Derecho feudal, otro estamental,
otro burgués, otro nacional, otro social, además de otros
conforme al Derecho natural, al Derecho racional y al
Derecho histórico. Es comprensible que propagandistas y
abogados de toda clase gusten recurrir a la palabra, con el
fin de difamar al adversario, haciéndolo pasar como
enemigo del Estado de Derecho”.102
Ahora bien ¿qué cualificación añade la
racionalidad democrática al “Estado de Derecho”? O,
mejor aún: ¿qué forma tiene el “Estado de Derecho” bajo
tal racionalidad democrática? Fundamentalmente una: se
presenta como “Estado legislativo”. A éste me referiré de
momento como el sistema imbuido de la “lógica jurídica”
para realizar la racionalidad en la satisfacción de
102
Vid. SCHMITT, Carl., Legitimidad y legalidad., Aguilar, Madrid, 1971, p. 23.
233
pretensiones de libertad y, complementariamente, para
evitar los abusos de las propias instituciones estatales.
Más aún, el Estado legislativo se referirá al aseguramiento
de que las propias instituciones estatales funcionen
rigiéndose por los criterios de la objetividad y de la
generalidad. Adaptando a este punto otra idea de Schmitt,
diría que en el “Estado legislativo” la legalidad mantiene
su propio aseguramiento para no acabar como una
consigna de gangsters, para mantenerse como mensaje de
la diosa de la razón.103
Lo que vengo afirmando en este apartado,
adquiere la precisión necesaria si subrayo que el
“constitucionalismo” es doctrina que trata de las
exigencias y de los presupuestos que deben satisfacerse y
observarse para la constitución de una “autoridad
legítima” en medio de las relaciones de poder. Más aún,
tal doctrina hace una propuesta de los modos bajo los que
puede proyectarse y asegurarse un carácter objetivamente
vinculante de tales exigencias y presupuestos.
Así pues, la doctrina del constitucionalismo “(…)
presupone la tesis –propia del ius naturale- de que el
individuo es un ente racional y, consecuentemente,
103
Cf. Ibidem., p. XXVII.
234
moralis. Igualmente, presupone la tesis de que el ius en
sentido subjetivo es una qualitas o facultas moralis.
Ahora bien bien, un mínimo de facultas moralis pertenece
–por naturaleza- a todo individuo. El constitucionalismo,
por tanto, proclama un mínimo de „libertades‟,
„inmunidades‟ y „facultades‟ así como de igualdad. Para
ello requiere de instituciones que „otorguen‟ tales
facultades y derechos, pero necesita, además, que existan
ciertas instituciones que sean „el perímetro protector de la
esfera de derechos del individuo‟, como la competencia
expresa, así como de instituciones de fiscalización del
poder”.104
Más aún, el constitucionalismo toma esos
presupuestos del ius naturale para apoyar su propuesta de
un derecho fundante en el sentido de un derecho “(…)
„superior‟ al resto del derecho (ordinario), y que se
confirma así a través de instituciones que aseguren la
„rigidez constitucional‟ (…) tales instituciones
garantizarían la „intangibilidad‟ del „derecho
fundamental‟ por parte de las autoridades constituidas”.105
104
Vid. Ibidem., pp. 103-107. 105
Vid. Idem; cursivas mías. Nota (*) Entiendo que se puede aplicar la doble acepción de “instituciones” propuesto por Hauriou, esto es, las “instituciones personas” y las “instituciones cosas”. Para abundar en la caracterización de
235
Y cabe observar que tal derecho, de acuerdo con el
propio constitucionalismo, lo es, no sólo por su extracción
de aquellos presupuestos, sino también porque designa la
realización de las garantías institucionales orientadas a
que los mismos presupuestos del ius naturale se puedan
interpretar y concretar con objetividad.
Por otra parte, en el marco de la “Ilustración”, la
praxis de la “división de poderes” puso en marcha una
relación dialéctica entre la racionalidad del ius naturale y
la racionalidad de las garantías para que éste tenga un
desarrollo objetivo. De acuerdo con esto, la “división de
poderes” tuvo que atender al objetivo de amparar y
desarrollar los presupuestos del ius naturale racional, y
esto supuso evitar que el desarrollo subjetivo de tales
presupuestos generara violencia. Aunque bien es cierto, en
última instancia la subjetividad sería permisible como vía
para el planteamiento de excepciones razonables frente a
la propia racionalidad de lo que en determinado momento
se hubiera planteado como “interés general”.
Lo que en ningún caso cabía admitir es que la
subjetividad tuviera un desarrollo tal que diera pie a la
aparición de despotismo alguno. En cierto modo, la
cada una de éstas, cf., DELOS, J T., et. al., Los fines del Derecho, UNAM, México, 1997, p. 43, cita de pie de página num. 14
236
función racionalizadora de la “división de poderes” tiene
que ver con regular o contener excesos en las posturas
subjetivas dentro de las relaciones de libertad y de poder.
¿Cómo la “división de poderes” cumple con esa función?
Pues bien, el constitucionalismo destaca aspectos
sobre cómo se va cumpliendo esa función. Así por
ejemplo, pone énfasis en la “(…) „regulación prospectiva‟
y, consecuentemente, proclama la proscripción y „nulidad‟
de la regulación ex post facto (...) El constitucionalismo
presupone la disponibilidad de instituciones de
composición de litigios (e.g. el proceso jurisdiccional) (...)
exige, además que la „cuestión jurídica‟ se plantee en
forma de contradictorio; según un procedimiento
establecido (due process); sentencia „justa‟. Una
sentencia „justa‟ a una „cuestión jurídica‟ es la que aplica
„apropiadamente‟ (según los cánones reconocidos de la
interpretación jurídica) el derecho fundamental (...) Como
corolario de la proscripción de la regulación ex post facto,
la doctrina del constitucionalismo requiere del principio
de la res iudicata. El „estado de derecho‟ exige que la
decisión última de un proceso constitucional clausure
cualquier „cuestión jurídica‟ (...)”.106
106
Vid. Idem.
237
4.1 El “Estado legislativo” y la no
arbitrariedad de la ley positiva
Se da por hecho la racionalidad del poder del Estado si la
“división de poderes” se va concretando en aspectos como
los antes señalados. Aunque quizá pasa desapercibido el
dato de que la “división de poderes” ofrece no sólo los
planteamientos teóricos adecuados para racionalizar la
actuación del Estado. Más allá de esto, si la “división de
poderes” se concreta en la actuación del Estado, una de las
consecuencias de esto es la de poder racionalizar la
actuación de los poderes sociales.
Tal afirmación puede exponerse de este modo para
que sea más clara la intención que le subyace: el Estado en
el que se concreta la “división de poderes” ofrece los
medios racionales para excluir legítimamente la pretensión
de cualquiera de querer imponer unilateralmente lo que
cree tener como derecho.
Y esto cabe ponerlo en relación con que “El
presupuesto del constitucionalismo de un „derecho
fundamental‟, „superior‟, cuyo modelo es el „estado de
derecho‟, requiere de ciertas normas jurídicas se
conviertan en razones de segundo orden y que
238
efectivamente funcionen como razones de segundo orden,
como razones –como las llama Joseph Raz- excluyentes
(...) En un Estado existe „derecho constitucional‟ (en el
sentido del constitucionalismo) ahí donde, en cualquier
procedimiento de creación o aplicación del derecho, las
„normas constitucionales‟ funcionan como razones
excluyentes. Ahí donde las „normas constitucionales‟ no
funcionan como razones excluyentes, la „constitución‟, sus
competencias, procedimientos, libertades, no son sino
meras declaraciones (...)”.107
¿Cómo procesar razones excluyente y darles un
carácter imperativo? Ante tal interrogante cabe precisar
que “Las instituciones, en realidad, son una consecuencia
directa de la aceptación de ciertos dogmas y principios.
Así, por ejemplo, el ideal de igualdad del „ius naturale‟ o
del dogma de la jurisprudencia de „omnes homes aequales
sunt‟ impone el principio de la generalidad en la creación
normativa y el principio de uniformidad en la aplicación.
Esto evidencia el hecho de que el constitucionalismo es
una teoría normativa de la legislación, así como una teoría
normativa de la aplicación del derecho, incluyendo tanto
una teoría de la decisión judicial como una teoría de la
107
Vid. Idem.
239
discrecionalidad administrativa (...) La idea del „estado de
derecho‟ se opone a un „poder arbitrario‟. Sin embargo, el
derecho inevitablemente crea gran cantidad de „poder
arbitrario‟. La doctrina (dogmas, principios y
requerimientos) del constitucionalismo están hechos para
minimizar el peligro creado por el derecho mismo al
establecer las instancias legítimas del poder político (...)
Por lo demás, es importante subrayar que la
doctrina del constitucionalismo, haciendo a un lado
cualquier trivialización de ésta, no es una teoría política,
no describe el poder ni el comportamiento políticos (...)
tampoco es una teoría jurídica que describa el derecho
positivo.
Es una doctrina (como las propias de la
jurisprudencia dogmática) que señala cómo debe ser el
derecho positivo y cómo debe de „aplicarse‟ e
„interpretarse‟ para alcanzar el „estado de derecho‟. Sus
dogmas básicos son los dogmas de la jurisprudencia y las
instituciones que „requiere‟ no pueden entenderse sin la
doctrina jurídica que las hace posible”.108
108
Vid. Idem.
240
Del texto que vengo citando, me interesa destacar
esto: en la doctrina del constitucionalismo tiene cabida y
desarrollo la exigencia de una “regulación prospectiva”.
No es difícil advertir en ello la recepción de la
idea “clásica” de legalidad, tan propia del modelo liberal
del Estado de Derecho, y según la cual todo conflicto de
intereses debe resolverse de conformidad con normas
jurídicas expedidas con anterioridad al hecho y aplicables
por tribunales previamente establecidos, que, a tal efecto,
han de observar las formalidades esenciales del
procedimiento. Siguiendo este orden de ideas, cabe decir,
además, que la “legalidad” alude aquí a un proceso de
integración de la “sentencia justa”.
Y se trata de un proceso en el que cobra toda su
relevancia la función jurisdiccional, articulada ésta en una
“jerarquía” de instancias decisorias para asegurar la
“correcta” adecuación y aplicación del derecho a un
determinado caso en controversia.
Así pues, dicha “jerarquía” se justifica cara a la
necesidad misma de que la “cosa juzgada” se corresponda
de modo efectivo con una “sentencia justa”. Y conviene
precisar, conforme a lo expuesto, que una sentencia será
“justa” en tanto “completa”, es decir, en tanto recoge la
consideración y observancia de “todas” aquellas normas
241
sustantivas y procesales, general y específicamente
relevantes (como razones de primer y de segundo orden)
para el conocimiento y solución de un litigio determinado.
Entonces, la función jurisdiccional se centraría en
analizar cuáles son las normas “correctamente” aplicables
a la solución de un litigio en concreto. Y uno de los
posibles resultados de tal análisis sería el de concluir que
no hay norma idónea cuya aplicación garantice y permita
que se integre una “sentencia justa”. Puede darse tal
supuesto, y aun así no cabe dejar de decidir sobre el
litigio. Y en tal caso, la función jurisdiccional quedaría
orientada a señalar, en forma “prospectiva”, la norma
mediante la cual se hubiera podido integrar, con mayor
convencimiento, la “sentencia justa”.
La “regulación prospectiva” opera entonces como
punto de partida para integrar una “sentencia justa”, y
también como base en la que se apoya el debido proceso
legal. Entiendo que es así y, consecuentemente afirmo que
el principal presupuesto de una “sentencia justa” es el de
la valoración que se haya llevado a cabo en la función de
la legislación sobre las exigencias de libertad y de poder
formuladas desde las fuerzas sociales. Pues a través de las
pretensiones de éstas se pondrá de manifiesto hasta qué
punto el derecho vigente permite arribar a “sentencias
242
justas”. El derecho vigente no puede ser un instrumento
adecuado para llegar a “sentencias justas” si no ha
derivado de una ordenación racional de las pretensiones de
las fuerzas sociales. Por obvio que esta ordenación es la
que se debe efectuar mediante la función de la legislación.
A raíz de lo anterior, conviene retomar la idea de
“Estado legislativo” y darle esta otra implicación. Pues
bien, además de lo ya dicho, por “Estado legislativo”
entiendo un Estado que se legitima procurando que en la
ley positiva haya un derecho “justo”, o bien, que dé
ocasión a que éste se manifieste. A tal efecto, el “Estado
legislativo” vela por que la ley positiva se produzca bajo
el criterio de “lo general”.
Más aún, el “Estado legislativo” es, podría decirse,
la puesta en acción de la dogmática del
constitucionalismo. De admitirse esto cabe complementar
diciendo que el “Estado legislativo” es la expresión que
alcanza el “Estado constitucional” (si se prefiere, el
“Estado de Derecho”) cuando éste cumple su función de
justicia atendiendo a y desarrollando los criterios de la
“objetividad” y de la generalidad” (también de la
excepción razonable dentro de “lo general”) de las leyes
positivas.
243
Y conviene hacer esta otra precisión: el “Estado
legislativo” no es el del poder de los legisladores; no es el
de la autosuficiencia del legislador para la suficiencia del
“derecho” en su conjunto. Más allá de esto, el “Estado
legislativo” es el de los procedimientos constitucionales
para lograr leyes positivas que sirvan como mecanismos
de una socialización democrática.
En este sentido, el “Estado legislativo” es el de la
racionalidad de la condición histórica de tal ley, y
concretamente me refiero a que ésta se podrá sustanciar
por sobre cualquier interés parcial o voluntad facciosa.
Y quizá esto quede más claro aportando la
siguiente reflexión: “El padre del Estado de Derecho
liberal, John Locke, pudo observar atinadamente, en un
texto frecuentemente citado y encaminado a criticar las
leyes de concesión de poderes y la delegaciones
legislativas, que la misión del legislador no es
precisamente la de hacer legisladores, sino la de hacer
leyes.
En un sentido análogo, pudiera afirmarse que la
función del promulgador o del legislador constitucional es
la de crear buenos legisladores y procedimientos
constitucionales (mi atención se centra en éstos), más no
la de hacer leyes (no todas las leyes, y estoy añadiendo
244
algo que resulta claro). En caso contrario, resultaría
lógico el promulgar la constitución como si se tratase de
una especie de Corpus Juris al que se incorporarán planes
para varios años”.109
En suma, el “Estado legislativo” refiere la
concreción de la “normatividad” que vincula lo “justo” del
derecho con su carácter “general”, en el entendido de que
esta condición y ámbito de “lo general” entraña la
posibilidad de demostrar excepciones razonables dentro de
ese mismo ámbito. Siguiendo este orden de ideas, es de
interés destacar otros aspectos que pueden ser
incorporados a lo designado por el término “Estado
legislativo”.
En otro lugar de este trabajo, señalé la idea de que
el derecho mismo puede inducir a la práctica de poder
arbitrario. Pues bien, el “Estado legislativo” reduce este
riesgo en la medida en la que comprende los criterios y los
medios para asegurar la generalidad de la ley y vincularla
al pronunciamiento de un derecho “justo”. Y esos criterios
y medios se incardinan como “legalidad” en el “Estado
legislativo”.
109
Vid. SCHMITT, Carl., Ob. cit., p. XIX y XX; cursivas mías.
245
Y, a la luz de estas consideraciones, cabe añadir
que el cuerpo doctrinal al que se alude con el término
“constitucionalismo” contiene y aporta los elementos de
juicio necesarios para llevar a cabo la debida
interpretación de la idea de “legalidad”.
Así pues, esta idea, más allá de verse incardinada
en un mero formalismo que se limita a conducir la
aplicación “correcta” del derecho positivo, refiere el
contexto de racionalidad que garantiza un determinado
sentido de justicia para el derecho. Insisto, me refiero al
sentido de justicia que se orienta por el criterio de la
generalidad.
Y un apoyo importante para entender esas
implicaciones del “Estado legislativo”, se encuentra en las
siguientes consideraciones sobre el tratamiento que J.
Locke dio a la “división de poderes”. Así: “(...) cuando
Locke habla de la constitución de un poder legislativo
como momento inicial de la formación de las sociedades
políticas no se está refiriendo exclusivamente al órgano
legislativo en sentido estricto, sino que más allá de esto
está caracterizando el Estado en su conjunto como un
„poder‟ basado en la ley y por lo tanto en la legislación, es
decir, en un „Estado legislativo‟.
246
Y esto no excluye una articulación más compleja
de las relaciones entre los órganos del Estado (...).110
Y el
carácter complejo de esta articulación hay que entenderlo
en el sentido de que la aplicación justa del derecho
implicó atender a una lógica procesual que permitió
afinar, momento a momento, la racionalidad de las
instituciones del “Estado legislativo”.
Para Locke el carácter procesual del derecho inglés
es condición inexcusable para el tratamiento de los
intereses de libertad; las mismas leyes que a partir de éstos
tengan que producirse, si se quieren justas, han de ser, por
principio de cuentas, leyes producidas bajo la lógica
procesual del derecho. Ésta misma es la que sienta la base
de su propuesta de articulación de los órganos del Estado.
Y en cierto modo no extraña que en tal propuesta no se
encuentre un tratamiento explícito de la función
jurisdiccional.
Lo anterior hay que valorarlo con las siguientes
matizaciones. Así pues, en el modelo lockeano “(...) la
función legislativa parece asimilarse a la judicial, con lo
que la elaboración de las leyes no sería distinta de la
110
Vid. DE AGAPITO SERRANO, Rafael., “Estado constitucional y...”, p. 91
247
aplicación del derecho (común); no parece pues
reconocerse diferencia entre proceso judicial y político.
Ahora bien bien, Locke no puede ignorar la
progresiva diferenciación de ambos (...) esta diferencia
está latente ya en su época, aunque no se explicite hasta
más adelante. Lo que ocurre es que en este momento
Locke centra su interés en otro propósito: la afirmación y
consolidación del ámbito de derechos naturales con
validez precontractual.
Y desde este punto de vista el legislativo lo único
que hace es aplicar las leyes „existentes‟ de un derecho
natural „evidente‟. Pero este énfasis en la función
„declarativa‟ de la legislación no agota la concepción de la
peculiaridad „política‟ de la legislación (...) Desde esta
idea „declarativa‟ de la función legislativa, la legislación
viene a entenderse pues como una especie de
hermenéutica jurídica que opera desde el reconocimiento
de unos principios generales y los aplica a través de un
determinado procedimiento”.111
Actualmente, lo que interesa retener aquí de la
propuesta lockeana es que, más allá de que se admita o no
el carácter precontractual de los derechos fundamentales,
111
Vid. Ibidem., p. 92.
248
que a la sazón se entendían como „naturales‟, su desarrollo
se tiene que hacer bajo un determinado procedimiento. Y
este desarrollo supondrá formular y, obviamente consentir
el interés que pueda valer como “general”: la ley positiva,
en tanto vinculada a tal interés, estará recogiendo ese
consentimiento, y algo más relevante aún, estará dando
señal de los modos que validan ese consentimiento.
Volviendo al contexto histórico de Locke, la
influencia que ejerce el carácter procedimental del
derecho común en la determinación de la función
legislativa, tiene el rendimiento de que ésta asegure el
objetivo de hacer de cada ley positiva un exponente
concreto del “interés general”. Esto es lo que aquí se
valora por encima de la confusión que se pueda advertir
entre función judicial y legislativa en la propuesta
lockeana. Y es que, seguramente, la expresión “Estado
legislativo”, alude a que la representación, vigencia y
revisión de aquel interés, supone una tarea que tiene que
darse con “objetividad” bajo determinados
procedimientos. Más aún, a través de éstos se pretende
conseguir que tal interés sea, efectivamente, “general”.
Y en relación con ello no cabe ignorar que,
ciertamente “(...) el procedimiento legislativo, a la hora de
organizar y regular el aspecto interno del trabajo
249
parlamentario, toma como referencia el procedimiento
judicial, pues no hay otro modelo jurídico tan probado y
explícito como éste para resolver controversias de un
modo regulado.
Ahora bien, el procedimiento legislativo tiene un
contexto y unas formulaciones diferentes de los del
judicial: el que su objeto sea la elaboración de leyes
generales exige que el proceso no se limite a la discusión
de un caso concreto y a su resolución desde criterios
jurídicos, sino que incluya la información sobre otras
necesidades o intereses y la apreciación del interés
general, no ya sólo por referencia a un criterio jurídico-
positivo, sino por comparación y sopesamiento de los
demás intereses concretos representados en el Parlamento
(...) No cabe olvidar que el „proceso político‟ que se
instaura ahora se establece desde el contexto de un
concepto de „sociedad‟ que se compone, en principio, de
individuos libres, y que las categorías de libertad e incluso
de igualdad tienen sentido en el marco de la idea y
realidad de un Estado nacional.
La idea de Estado no se refiere aquí solo a la
diferenciación y defensa de una comunidad política frente
a otras comunidades políticas, sino también al hecho de
250
que garantiza la referencia de lo público a los
individuos”.112
Recapitulando: el “Estado legislativo” se refiere al
desarrollo teórico-constitucional (dogmático podría
decirse y paulatinamente plasmado en las instituciones del
Estado) de los criterios de “lo objetivo” y de “lo general”
a modo de que sirvan para desentrañar la “justicia” de la
ley positiva. Ya es claro, además, que el “Estado
legislativo” no designa una jerarquía de funciones
estatales con el órgano legislativo a la cabeza; designa la
“legalidad” que valida el ejercicio de cada una de esas
funciones. Designa lo que debe ser y debe hacerse para
que, efectivamente, pueda integrarse el “interés general”.
Sólo entonces, la ley positiva que dé referencia de tal
interés puede entenderse, en principio, como “justa”.
112
Vid. Ibidem., pp. 95-96.
251
4.2 “Estado legislativo” y representación
política: la “moderación” de la mayoría
política en el Parlamento
La “división de poderes”, entendida como un sistema que
garantiza la “generalidad” de la ley positiva, da pie a
poner de manifiesto la idea de que asentir al carácter
“general” de una ley, supone que se haya demostrado la
constitucionalidad de los intereses que le subyacen. Dicho
de otro modo, el carácter general de cada ley positiva
supone haber excluido intereses que lesionan la
racionalidad democrática; también supone, y esto es
fundamental, haber garantizado la “objetividad” para
excluirlos.
En este sentido, la generalidad de la ley positiva es
posible si hay procedimientos de carácter jurídico que
garanticen esa objetividad. La atención a las “formas” de
lo jurídico (a formalidades esenciales de un
procedimiento, por seguir la terminología judicial)
aparece, pues, como condición necesaria para garantizar la
generalidad de la ley.
252
Por otra parte, desde ese entendimiento de la
“división de poderes” hay que destacar la posibilidad de
excluir del ordenamiento jurídico leyes que durante su
vigencia son cuestionadas en su compatibilidad con el
sentido de libertad propuesto en unos derechos
fundamentales.
Evidentemente, este supuesto se ve actualizado en
el contexto de la función judicial y, para ser más precisos,
en el contexto del control de constitucionalidad que tiene
dicha función. Y, por el sentido que aquí se imprime a la
idea de “Estado Legislativo”, cabe esta matización: dicho
control ya empieza a efectuarse desde el debate
parlamentario siempre que en éste se cuide de que sea el
criterio de “lo general” el que rija la legitimidad de las
leyes positivas.
Y es que, en ese debate se argumentará sobre la
exclusión de aquellos intereses que se perciben como
potencial o inminentemente lesivos de los derechos
fundamentales.
Interesa aclarar lo que supondría ese “primer”
control de la constitucionalidad de las leyes y que tendría
lugar en el Parlamento. Para empezar, hay que decir que
en el debate parlamentario no sólo se trata de exponer
intereses sino, fundamentalmente, de aducir las razones
253
por las que el contenido de la ley positiva debe implicar
un mandato en favor de algunos de los intereses
planteados en el debate. Desde luego, no todos los
intereses que hayan sido planteados serán tomados en
consideración para su satisfacción legítima a través de la
formulación del correspondiente mandato de la ley;
incluso puede ser que el mandato de que se trate prescriba
la ilicitud de algunos de los demás intereses que se hayan
considerado en el debate. Y tal cosa implica reforzar la
satisfacción de aquellos intereses que serán el sustrato
debido (por conveniente) del mandato de la ley.
De ser así, no puede ignorarse que la efectividad
del control al que me refiero precisa de racionalizar el
recurso de la “mayoría política” para tomar decisiones en
el Parlamento, y, en concreto, hay que referirse a las
decisiones que atañen a la sanción de leyes positivas.
En relación con lo anterior hay que advertir que
habrá intereses de marcada incompatibilidad con la
propuesta de libertad del Estado constitucional
democrático, y que estos mismos a través del recurso de la
“mayoría política” pueden finalmente convertirse en
mandato de la ley. La posibilidad de que este supuesto se
produzca, es lo que lleva a advertir la conveniencia de que
el debate parlamentario se oriente a racionalizar la
254
actuación de una “mayoría política” ya actuante en las
Cámaras. Si esto es así, la normativa que rige ese debate
lo hace bajo el objetivo de conseguir que la decisión de la
“mayoría política” respecto a qué intereses han de hacerse
objeto del mandato de la ley sea una decisión “moderada”.
Y esto es algo que pone en la perspectiva de que el
control de constitucionalidad de las leyes que se efectúa
en sede judicial, toma como punto de partida esta
exigencia: la de que las decisiones de la mayoría política
del Parlamento tuvieron que producirse bajo el criterio de
la moderación.
Esa presunción introduce en otra problemática
cuyo tratamiento no agoto aquí; me limito a establecer las
líneas generales de la misma: ésta tiene que ver con una
garantía de las minorías como base de la moderación con
que deben tomarse las decisiones de la “mayoría política”
en el Parlamento. La integración efectiva del interés
general pasaría a depender de la operatividad de tal
garantía. Y para aclarar a qué me refiero cuando hablo de
esa garantía, insistiré, de nuevo, en la necesidad de
entender y hacer operar la “división de poderes” como un
sistema de demostración de la “generalidad” de las leyes
positivas.
255
Desde ese entendimiento, la resolución del órgano
jurisdiccional competente por la que se determine la
inconstitucionalidad de una ley y la consecuente
“obligación” para el órgano legislativo de modificarla, no
supondría una afrenta a éste. Más allá de esto, en tal caso
cabe observar una vía para moderar a la “mayoría
política” que hubiera sancionado la validez de la ley a la
postre demostrada como inconstitucional.
Y esta dialéctica que puede tener lugar en el seno
de la orgánica de la Constitución atiende a que la procura
del “interés general” no puede dejarse sólo a expensas de
lo que decida una mayoría parlamentaria; el “interés
general” no se agota con tal decisión. Incluso, el “interés
general”, podría darse excluyendo (siempre en atención al
criterio de la “objetividad”) lo ya decidido por aquella
mayoría.
Así, como ya es claro, la debida integración del
“interés general”, supondrá la exclusión de algunos de los
intereses representados en el señalado debate. Pero hay
que hacer esta precisión en seguimiento del criterio de la
igualdad jurídico-política del que se nutre el principio
democrático: lo que en estricto sentido se excluye son las
formulaciones “radicales” de los modos de satisfacción de
ciertos intereses, formulaciones que acaban apareciendo
256
en el debate parlamentario. Y precisamente el objetivo de
este debate y de las formalidades esenciales que en él se
observen, es el de conseguir la “moderación” en medio de
esas formulaciones radicales. Se trata pues de excluir la
“radicalidad” en los modos de satisfacción de ciertos
intereses.
Y el supuesto al que me estoy refiriendo puede ser
valorado en correlación con este aspecto: el de la
procedencia de la declaración de inconstitucionalidad de
aquellos partidos que propugnan intereses contrapuestos a
los valores considerados como propios de una democracia
constitucional. Entiendo que tal declaración procede una
vez se tenga claro no ya el carácter “inconstitucional” de
los intereses por los que esté pugnando un partido, sino
una vez se tenga claro que la satisfacción de esos intereses
precisa de prácticas “radicales” que erosionan la
racionalidad de una democracia constitucional.
Evidentemente, cuando esas prácticas ya se hayan
llevado a efecto, se facilita fundamentar y motivar la
procedencia de aquella declaración. La dificultad se
presenta cuando se tiene claro el carácter
“inconstitucional” de los intereses pero, en cambio, sólo se
presume (por mero sentido común) que su satisfacción
precisará de prácticas “radicales” y lesivas para una
257
democracia constitucional. La cuestión se centra pues en
cómo demostrar la “inminencia” de esas prácticas. Ésta,
no es cuestión menor para el propio afianzamiento del
derecho constitucional, y es que si tal “inminencia” no
queda demostrada entonces la declaratoria de
inconstitucionalidad supondría un demérito del principio
de seguridad jurídica de cuya observancia deviene el
sentido normativo-jurídico de la Constitución. Aquella
declaratoria estaría pues conculcando, sin la debida
fundamentación y motivación, los derechos de los
partidos.
¿Cómo se ha pretendido dar solución a ese
problema que en el fondo lo es respecto del alcance que
deba darse al principio de la seguridad jurídica en la
propia lucha por el poder estatal?
Atendiendo a lo anterior se puede afirmar que, en
tal contexto, el principio de la seguridad jurídica alude a la
exigencia de que ninguna norma jurídica se entenderá
como suficientemente interpretada si antes no se tiene la
suficiente perspectiva del sistema jurídico del que forma
parte. Y tener esta suficiente perspectiva implica tomar
conocimiento de los mecanismos y criterios de
interpretación que permiten el válido establecimiento de
las relaciones entre los supuestos de las normas. Por otra
258
parte, la atención a ésta particularidad sirve de ejemplo
para poner de relieve lo complejo que resulta dar por
actualizados de forma “absoluta” los supuestos de la
aplicación de una ley y, en consecuencia (sólo entonces),
dar por observado el principio de seguridad jurídica. El
mismo establecimiento de las relaciones entre supuestos
normativos siempre lleva aparejada una zona de duda
respecto de cuál es en definitiva la “realidad” a la que ha
de ser aplicada la ley. Y con esta zona de duda viene
aparejada la exigencia jurídica de reducir aquella al
mínimo.
En tal sentido, el principio de la seguridad jurídica
comprende la exigencia (el deber) de considerar todos los
elementos que permitan reducir esa zona de duda y hacer
justificable la aplicación de la ley.
Señalado ese alcance del principio de la seguridad
jurídica, y atendiendo a Echarri Casi, voy a tratar ahora
sobre la forma en que el ordenamiento alemán aborda el
aspecto de la declaratoria de inconstitucionalidad de los
partidos, y de cómo la normativa al caso ha sido
interpretada por el Tribunal Constitucional alemán.
Así pues, según se desprende del artículo 21.2 de
la Ley Fundamental, procede declarar la
inconstitucionalidad de un partido siempre que “(...) se
259
aprecie en su ordenamiento interno un alejamiento de los
elementos fundamentales de organización democrática
que solamente pueda explicarse como expresión de un
comportamiento contrario al orden democrático y que
resulte confirmado por otras manifestaciones, e
igualmente, porque del discurrir político del partido
resulte probado que se orienta de manera constitutiva y
tendencialmente duradera a luchar contra el ordenamiento
fundamental liberal democrático”.113
Y la jurisprudencia el Tribunal Constitucional
alemán interpretando el alcance de aquel artículo, destaca
que: “No es suficiente con que un partido se oponga por
medios legales a una o varias de las previsiones o incluso
a instituciones recogidas en la Ley Fundamental. Pero
tampoco es preciso, que el partido o sus miembros se
conduzcan en una forma que pueda constituir una
conducta penal. La declaración de inconstitucionalidad no
es una sanción penal, es una medida preventiva básica que
pretende, a partir de la experiencia histórica asegurar la
permanencia del sistema democrático”.114
113
Vid. ECHARRI CASI, Fermín Javier., “Disolución y suspensión judicial de los partidos políticos”, Dykinson, Madrid, 2003, pp. 75-76. 114
Vid. ECHARRI CASI, Fermín Javier., Ob. cit., p. 75.
260
De acuerdo con lo anterior la declaración de
inconstitucionalidad tiene un sentido “preventivo” que se
deslinda del rigorismo del derecho penal para aplicar
sanciones. Desde luego, en el caso de aquella declaración
hay que reducir al mínimo la zona de duda respecto de su
improcedencia, y a este efecto resulta útil acudir al mismo
“historial” de los partidos. Es decir, hay que “(...) „valorar
cuidadosamente‟ su programa político para determinar sus
fines reales, a partir de la realidad de su conducta y la de
sus miembros y no solamente conforme a sus
declaraciones estatutarias o a las declaraciones de sus
dirigentes”.115
He dado la referencia del ordenamiento jurídico
alemán por el interés que añade el dato de que tal
ordenamiento vela, en su conjunto, por el sostenimiento de
una “democracia militante”.
Esto hace comprensible el señalamiento del
artículo 21.2 de la Ley Fundamental respecto a que la
declaración de inconstitucionalidad opera cuando el
ordenamiento interno de los partidos no muestre apego a
los elementos fundamentales de una organización
democrática; no obstante, del mismo precepto se
115
Vid. Ibidem., p. 76.
261
desprende que esto hay que colegirlo con el discurrir
político del partido. Sólo entonces se puede dar por
satisfactoriamente probado que un partido se orienta de
manera constitutiva y tendencialmente duradera a luchar
contra el ordenamiento fundamental liberal democrático.
Ahora bien, cuando en el conjunto de un
ordenamiento jurídico no se mantiene en primer plano la
idea de una “democracia militante”, lo que directamente
se enfatiza como causa determinante para declarar la
inconstitucionalidad de un partido es el discurrir político
que éste muestre. Tal es el caso del ordenamiento jurídico
español, y desde luego, en especial habrá que referirse a la
Ley Orgánica 6/2002 de 27 de junio de Partidos Políticos.
Pues bien, conforme a esta ley y, en concreto,
conforme a sus artículos 9.2 y 10, resulta claro que, “(...)
no se persiguen y sancionan ideas o programas, sino
conductas concretas y determinadas (...)”.116
Y se abunda en esta apreciación a través de la
jurisprudencia sentada por el Tribunal Constitucional y
que señala el alcance de aquellos preceptos: “(...) los
instrumentos para garantizar que los partidos se ajusten a
la idea que de éstos tiene la Constitución en cuanto a su
116
Vid. Ibidem., p. 74
262
sujeción al orden constitucional, su respeto a la legalidad,
su estructura democrática y los demás requisitos generales
que se exigen a todas las asociaciones, han de centrarse
fundamentalmente en el momento de la actuación de éstos
y por medio de un control judicial”.117
Mucho hay que discernir sobre la naturaleza,
presupuestos y efectos de la declaración de
inconstitucionalidad de los partidos, pero este trabajo no
se centra en ello.
La referencia que doy de tal asunto, la oriento y la
limito a dejar constancia de que la lógica constitucional (si
así cabe decirlo) de tal declaración, tiene que ver con un
presupuesto del constitucionalismo que he referido
constantemente, a saber: no hay “derecho constitucional”
donde no se puedan operar razones excluyentes tanto en el
momento de la creación (revisión) de la ley positiva como
en el momento de su aplicación.
Y visto es que, en el caso de la declaración de
inconstitucionalidad de los partidos, deben deducirse con
suficiente objetividad las razones que los excluyan del
sistema democrático.118
117
Vid. Ibidem., pp. 74-75 118
No se trata de que a partir de ciertos intereses, dominados por cierta facticidad, se induzcan reglas de habilidad que prescriban aquella exclusión. Más allá de esto, se trata de hacer la cuestión de tales reglas en el sentido de
263
Y no cabe dar por satisfecha esa objetividad con la
simple remisión a la plataforma ideológica de los partidos;
más allá de esto, es fundamental la consideración de los
métodos que se han puesto en práctica o se perfilan como
idóneos para la concreción de los intereses contenidos en
la plataforma ideológica de que se trate.
Y conviene cerrar, de momento, la consideración
de este asunto, el de la declaración de inconstitucionalidad
de los partidos, poniendo énfasis en lo siguiente. En el
trámite de esa declaración de inconstitucionalidad se
mantiene el principio de seguridad jurídica para los
partidos siempre y cuando además de valorar la
plataforma ideológica del partido del que se trate, también
se preste atención al discurrir político del partido, es decir,
a lo que ha hecho (y tiende a hacer) para concretar los
intereses contenidos en esa plataforma.
Y conseguir de este modo la objetividad en la que
ha de apoyarse la declaración de inconstitucionalidad, no
sólo redunda en mantener incólume el principio de
seguridad jurídica en extremos como el señalado, sino que
observar su conformidad con el imperativo de la libertad general. Y el cuestionamiento que opere en tal sentido, dará el marco para deducir con objetividad aquellas razones excluyentes)
264
precisamente a través de ello adquiere todo su peso la
racionalidad del Estado constitucional democrático.
En el contexto de esa racionalidad no se puede
dejar de indagar sobre qué elementos contribuyen a
decidir con el máximo de objetividad posible la
aplicación de los supuestos de una ley. Y tratándose de la
declaración que se viene comentando, es básico, hay que
insistir en ello, prestar atención al “historial” del partido
de que se trate. En este sentido cabe señalar que “(...) La
ausencia de los requisitos básicos o la apariencia de que el
intento de prohibición pudieran obedecer a un interés
coyuntural o propio del demandante, pueden impedir el
resultado perseguido y producir un rédito político jugoso
al partido demandado.
Y, en definitiva contribuir a debilitar el
ordenamiento democrático que trataba de protegerse, sin
haber contribuido esencialmente a restablecer y a afirmar
la quebrantada creencia en la soberanía del derecho y en la
posibilidad de un imperio del derecho: la creencia en un
derecho al que están sometidos no sólo los ciudadanos,
sino también el Estado”.119
119
Vid. ECHARRI CASI, Fermín Javier., Op. cit., p. 90
265
Esa referencia a la declaración de
inconstitucionalidad de los partidos, ha sido marco para
poner en claro que la creación (revisión) de la ley ha de
tener una justificación y contenidos generales, y que para
ello es menester que la aplicación de razones excluyentes
durante el debate parlamentario esté soportada en el
máximo de objetividad posible. Y también en este caso tal
objetividad presupone que ningún interés, sólo por su
afiliación a ideologías consideradas antidemocráticas, sea
excluido, ab initio, del debate parlamentario.
No obstante, hay que señalar la excepción de que
en ese debate no serían contemplados los intereses por los
que estuvieran pugnando partidos ya declarados como
inconstitucionales. Pero, por otra parte, no se puede obviar
el dato de que la misma organización del Parlamento, o,
para ser más precisos, el reglamento que dispone sobre
ella, puede dejar abierta la posibilidad de que por la vía de
los grupos parlamentarios se llegue a perpetrar un
“sofisticado” solapamiento de intereses de los partidos ya
declarados inconstitucionales. Esta afirmación amerita de
las siguientes aclaraciones.
No he querido decir que la normativa que rige la
organización de las cámaras, ex profeso disponga sobre
ese solapamiento, habría que dar por descontada esta
266
interpretación desde el momento en que se entiende que
esa normativa se encuentra condicionada en su validez y
vigencia por su apego al orden constitucional. Antes bien,
cuando contemplo esa posibilidad lo que pongo de relieve
es, insisto, la necesidad de tratar a la división de poderes
bajo una concepción sistemática. Bajo ésta, no se
justificaría que los reglamentos de los órganos
parlamentarios, queriendo mantener la “autonomía” de la
función legislativa, puedan sostener como protagonistas
de ésta a los grupos parlamentarios que tengan nexos
evidentes con los partidos declarados como
inconstitucionales.
Y, en relación con lo anterior tiene cabida la
afirmación de que: “Los parlamentos no son islas dentro
del sistema institucional, las Cámaras tienen „una
independencia limitada por la Constitución y por el resto
del ordenamiento jurídico, que el Parlamento puede crear
y puede modificar, pero no infringir”.120
Y se puede observar con meridiana claridad la
relación entre este juicio y lo relativo a que la resolución
tomada en la vía judicial declarando la
inconstitucionalidad de una ley, no “deba” de limitarse a
120
Apud. ECHARRI CASÍ, Disolución y suspensión judicial..., p. 90.
267
“recomendar” al órgano legislativo la modificación de
ésta.
Al caso, y salvando las obvias diferencias, una vez
se haya declarado la inconstitucionalidad de un partido y
siguiendo la pauta de una racionalidad democrática, es
necesario que no quede al puro arbitrio del órgano
legislativo tomar las medidas que considere convenientes
para efectuar el control de los grupos parlamentarios
evidentemente vinculados a los partidos que hayan sido
objeto de aquella declaración.
Se trata pues de que el órgano legislativo quede
“obligado” a introducir en su reglamento las medidas
necesarias para el eficaz desempeño de aquel control. En
este sentido, el reglamento del órgano legislativo será el
instrumento en el que tendrán recepción y a través del cual
serán aplicadas las razones que se aportan desde la
función judicial para “excluir” del debate parlamentario
todo riesgo que pueda atentar contra la efectiva
integración del “interés general”.
Ahora bien, es claro que esa “exclusión” implica
disolver los grupos parlamentarios que hayan guardado un
consistente y tendencial nexo con los partidos declarados
como inconstitucionales.
268
Ya queda señalado que esta declaración tiene que
suponer una vía de apoyo para que el debate parlamentario
alcance la objetividad por la que apuesta la racionalidad
democrática. Pues bien, por lo que se refiere al supuesto
que comentamos, dejaría de producirse esa objetividad, si
ante el conocimiento del nexo entre un grupo
parlamentario y el partido declarado como
inconstitucional, el reglamento del órgano legislativo no
dispusiera del procedimiento adecuado para la disolución
del grupo parlamentario de que se trate. Y es que a través
de tales grupos, y no de los representantes parlamentarios
en concreto, los partidos declarados inconstitucionales
pueden seguir influyendo en la dinámica parlamentaria y
hacer de esta una dinámica de erosión de la racionalidad
democrática.
Hay otro dato que interesa destacar: los propios
grupos parlamentarios pudieron, en su momento, haber
consentido y sancionado un reglamento que no excluyese
una eventual práctica de alianzas entre ellos mismos para
así conseguir mayorías. En este supuesto, la lógica de
poder de los partidos se estaría imponiendo sobre la
lógica de poder del Estado constitucional. Y hay que
insistir en que tal riesgo es más alto si se sigue haciendo
269
una comprensión “esquemática” (no sistemática) de la
división de poderes.
Las consideraciones que preceden no persiguen el
propósito de perfilar un modelo del “control” que debería
efectuar el órgano legislativo sobre los grupos
parlamentarios vinculados a los partidos declarados
inconstitucionales. Entiendo que a tal efecto habría que
abordar un estudio comparativo de diferentes (y similares)
ordenamientos jurídicos, y, a raíz de esto, perfilar los
términos en que el órgano legislativo quedaría obligado
jurídicamente a efectuar ese control. Sin duda, queda lejos
del objetivo de este trabajo efectuar dicho estudio. Pero
ello no obsta para hacer referencia a cómo, a propósito del
denominado caso Batasuna, se han interpretado los
alcances de ese control desde el ordenamiento jurídico
español.
En relación con dicho caso, “(...) se planteó la
cuestión de si el Poder Judicial puede o no acordar la
suspensión o disolución de un determinado grupo
parlamentario, precisamente sobre la base de las fronteras
de ambos poderes. Es evidente que el obligado
cumplimiento de las resoluciones judiciales firmes es un
elemento inexcusable del Estado de derecho, pero
igualmente es evidente que no es el único (...) En el
270
referido caso, el juez instructor parece dejar al arbitrio de
los respectivos Parlamentos la ejecución del acuerdo de
disolver los correspondientes grupos parlamentarios.
La coherencia jurídica de tal acuerdo no es desde
luego evidente, pues el grupo parlamentario no es órgano
del partido suspendido. Quienes lo integran has sido
elegidos con los votos de los electores, que en unos casos
serán miembros del partido y en otros no, siendo así que el
grupo parlamentario no representa ni a ese partido en
concreto ni a sus electores particulares, sino a la totalidad
de la comunidad política del ámbito de su actuación.
La decisión de suspender las actividades del
partido en cuyas listas fueron elegidos deja a salvo la
validez de los mandatos parlamentarios ya que, mientras
éstos existan, los titulares de esos escaños tienen derecho a
ejercer sus funciones en condiciones de igualdad con los
demás miembros del Parlamento del que forman parte.
Esta doctrina reiterada del Tribunal Constitucional,
implica en primer lugar, la necesidad de que la regulación
de la actividad de todos los parlamentarios se haga
mediante normas generales que a todos se han de aplicar
por igual, o dicho de otro modo, mediante un Reglamento
271
cuya aprobación y modificación corresponde a la propia
Cámara”.121
Por otra parte, interesa destacar que el hecho de
excluir del debate parlamentario a los grupos
parlamentarios que hayan mantenido algún vínculo con
los partidos declarados inconstitucionales, conlleva la
necesidad de asegurar que las mayorías que se conformen
en el Parlamento mediante la práctica de alianzas no se
supediten a la lógica de poder de los partidos y si en
cambio a la que dicta la formulación del “interés general”.
Desde las consideraciones expuestas en los últimos
apartados, cabe afirmar que, en efecto, la
constitucionalización de los partidos supone “asimilarlos”
como parte de la estructura constitucional, reconociendo
su importancia allí donde se plantee el principio de la
soberanía del pueblo.
Aun siendo así, la constitucionalización de los
partidos hay que ponerla también en relación con el
control que se pueda efectuar sobre los propios partidos a
efecto de evitar que sus intereses de poder dominen la vida
parlamentaria haciendo nugatoria la efectiva integración
del “interés general”.
121
Vid. ECHARRI CASI, Fermín Javier., Ob. cit., pp. 91-92
272
Ciertamente, resulta difícil integrar “(...) un
análisis mínimamente realista sobre el Estado
Constitucional de nuestro tiempo”122
sin considerar la
lógica de poder de los partidos. Sin embargo, hay que ver
que el “realismo” que éstos aportan para el entendimiento
del “Estado Constitucional”, es, por principio de cuentas,
el de la subjetividad con la que se interpretan unos
derechos fundamentales queriendo ampliar ámbitos de
poder.
Y los partidos aportan ese “realismo” mediante la
representación de los que quieren ampliar su ámbito de
poder mediante la interpretación subjetiva de tales
derechos. Desde luego, este pretendido “realismo” anclado
en la subjetividad no es el que determina las acciones del
Estado Constitucional. Si de éste se quiere hacer un
análisis mínimamente realista, tal asunto hay que ponerlo
en la perspectiva de los medios para poder regular lo que
los partidos aportan como “realismo”.
Entonces, la realidad del Estado Constitucional
estaría cifrada en el hecho de haber superado cualquier
“realismo” proyectado desde subjetividades alentadas por
pretensiones de poder político.
122
Vid. TEJADURA TEJADA, Javier., Ob. cit., p. 33
273
Se puede decir entonces que la
“constitucionalización” de los partidos es también una
advertencia dirigida hacia éstos mismos en el sentido de
que el carácter democrático con el que se quieran
presentar queda condicionado por su apego a la lógica
constitucional para concretar el pluralismo político como
“valor democrático”. En tanto la función de los partidos,
como eslabón entre los contextos electoral y
parlamentario, no mantenga este respeto, no cabe
pretender que desde ella se contribuya a la configuración
de la voluntad del pueblo y, por lo mismo, no cabe
pretender su constitucionalidad.
En consecuencia se pone de manifiesto que la
contribución que hagan los partidos políticos a estos
efectos, la que la Constitución quiere que éstos hagan, se
entiende como contribución a la democracia, pero ya no
tanto por el objetivo al que atiende, esto es, a la
configuración de la voluntad del pueblo, como por el
apego a los límites jurídico-constitucionales que esta labor
comporta.
Desde una perspectiva constitucional-democrática,
sólo a través de la organización estatal deberá resolverse
lo que haya que entenderse como voluntad popular. Y,
bajo esa misma perspectiva hay que dar como cierto el
274
dato de que, en gran medida, esa voluntad queda ya
perfilada a expensas de la contienda por el poder estatal
protagonizada por los partidos. Sin embargo, el carácter
constitucional que pueda ser atribuido a la función de los
partidos, deriva de un proceso de legitimación que va más
allá de lo que supone la contienda por el poder del Estado
como vía que hace explícito el nexo entre los partidos y la
voluntad del pueblo.
En ese sentido hay que advertir que “Las elecciones
ratifican o sustituyen los representantes políticos que
integran el parlamento, lo cual constituye la garantía
frente a la autocracia y, como es claro, es condición
inexcusable de un gobierno democrático, en tanto que el
resultado social derivado de la representación de la
política popular verifica ante la sociedad la calidad de la
representación hecha. Sin duda, el sufragio es el gozne
que comunica el proceso de publicidad de la sociedad al
Estado desde el parlamento.
Pero a efectos representativos tiene una función
meramente auxiliar de nombrar los representantes. Porque
la legitimación del parlamento no consiste en que los
parlamentarios sean elegidos por la sociedad, sino que el
parlamento represente los contenidos de su política. El
parlamentario ha de ser nombrado como se nombra
275
diversamente el funcionario o el juez, a los cuales también
se les confiere un fideicomiso público, pero se legitiman
solo en cuanto tales, en tanto representen, administren y
juzguen cumplidamente”. 123
Interesa desarrollar lo anterior en los términos
siguientes: “En realidad, pueblo y Constitución se han
hecho históricamente. A lo largo del paso del privilegio al
derecho, el pueblo ha cobrado la realidad democrática a
través de un desarrollo constitucional en el que ha sido
crecientemente protagonista. La visión retrospectiva del
contractualismo tiene sus límites, porque el Estado natural
está tan falto de Constitución como de pueblo. De igual
forma, ninguna Constitución de las democracias
occidentales contemporáneas se ha establecido de acuerdo
con los requisitos constituyentes que se aceptan
convencionalmente, con independencia de que estos
requisitos no reflejen las exigencias plenas de legitimidad
que se busca.
Y aunque estos requisitos aceptados
convencionalmente pudieran considerarse presupuestos
mínimos constituyentes, no pueden entenderse como
realmente derivados de la autonomía individual, ni son ni
123
Vid. DE JUAN MARTÍN, Ángel., en prólogo a “Estado constitucional y...”., p. 35.
276
deben ser los que monopolicen la legitimación
constitucional, antes bien, ésta aparece con posterioridad
en tanta mayor medida la Constitución garantizase la
autonomía social y política del ciudadano desde un
basamento jurídico fundamental articulado orgánicamente,
sin lo cual no puede tener realidad la Constitución”.124
En este punto conviene hacer un alto para subrayar que “lo
constitucional”, en la función de los partidos, se
“demuestra” en la vía de la “Constitución” misma. E
interesa aportar algo más que permite tener una
percepción afinada de la procedencia del carácter
“constitucional” de la función de los partidos. Es cierto
que “el carácter ideológico del partido es ya índice de que
su organización no es la adecuada para la recepción de
intereses políticos concretos, y de que, con ello, se olvida
tanto la importante condición de la política de ser una
pretensión individual de liberación social existencial,
como la exigencia de la autenticidad y determinación de
su necesidad”. 125
En atención a esto, cabe confirmar que en la
“naturaleza” de los partidos no hay que buscar el atributo
124
Vid. DE JUAN MARTÍN, Ángel., en prólogo a “Estado constitucional y...” p. 28) 125
Vid. Ibidem., p. 29
277
de lo “constitucional”. Su función, la que acometen
representando intereses en el contexto de la contienda por
el poder del Estado, no es de por sí constitucional. Su
función se convierte en constitucional cuando dejan de
presentarse como la vía directa de la representación de la
“soberanía del pueblo”.
En las reflexiones que siguen se encuentra un apoyo
importante del juicio anterior: “(...) No hay poder alguno
que (…) represente a la soberanía del pueblo; no la
representa el legislativo, y menos aún el gobierno que en
principio es ejecutivo, pero todavía menos un partido dado
su estricto carácter instrumental de representación política
y mediador entre el electorado y el Parlamento”.126
Y con
esto se puede confirmar con mayor holgura que la
configuración de una mayoría política mediatizada por los
partidos no es la que en absoluto determina el carácter
democrático bajo el que quiera ser considerada la relación
sociedad-Estado.
Por otra parte, “(...) el pueblo supuestamente
existente a través de la representación desaparece de esta
misma cuando, en cualquier tiempo la simple
126
Vid. DE JUAN MARTÍN, Ángel., en prólogo a “Estado constitucional y...”, p. 35
278
representación política llega a dejar de considerarse del
mismo pueblo como tal y pasa a serlo de sus altos valores.
La aparición de estas políticas de contenidos
totales o impersonales consigue que cuando acaba por
hacerse inevitable la presencia y efectividad del interés
existencial político, sólo cobra importancia auxiliar en el
entramado constitucional. La representación se hace en
algún modo intransitiva para asumir un significado
simbólico mucho más arcaico que el figurativo de la
corporación, lo que supone ya aceptar unos presupuestos
políticos caracterizados por el silencio del ciudadano
(diría que, caracterizados también en la medida de su
ignorancia sobre el desarrollo constitucional que ha
menester el pluralismo político ya asumido como “valor
democrático).
Precisamente el reconocimiento del pluralismo
como valor constitucional condiciona la existencia de una
dualidad mínima de gobierno-oposición que tiende a
polarizar toda representación reflejada electoralmente y
decidida mayoritariamente en la dicotomía de
perjudicados y beneficiados, aunque esta polaridad pueda
desdibujarse en verdad por el sentido abstracto de la
279
propaganda partidista que cuando menos oscurece los
contenidos reales de esta dicotomía”.127
Lo anterior llama a tener en cuenta que “Al margen
de los partidos no puede ya organizarse ninguna
democracia parlamentaria que merezca tal nombre, pero
tan obvio como esto es que la presencia institucional de
aquéllos no debe suponer, en Derecho, la abolición o
devaluación de la representación política, por la que
inequívocamente ha optado la Constitución (...)”.128
127
Vid. Ibidem., pp. 28-29, cursivas mías 128
Vid. JIMÉNEZ CAMPO, Javier, et. al., “Régimen jurídico de los partidos políticos y Constitución”, Centro de Estudios Constitucionales, Cuadernos y Debates 51, Madrid, 1994, p. 225
280
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Contenido
Presentación
Lic. Omar Fayad Meneses
Gobernador Constitucional del Estado de
Hidalgo
5
Prólogo
Dr. Rafael de Agapito Serrano
11
Introducción
37
1. La “Constitución”: contexto de
integración racional del pueblo como
potestad soberana
79
1.1 “Constitución”: la estructura procesual de
la “soberanía del pueblo”
86
1.2 “Constitución”: El logos de la democracia
93
2. El contexto constitucional de la
participación política democrática
105
2.1 La configuración racional de la “libertad
política”
124
288
2.2 La representación política y los posibles
puentes entre la imperatividad de lo moral y
el mandato jurídico
146
3. La racionalidad democrática: la
positivación de los “valores” de una
democracia
169
3.1 La ideología en la democracia y la
ideología democrática, la exigencia de
“objetividad” en la formulación del interés
general
178
3.2 La idea del derecho en la determinación
de los “valores democráticos”, una
ponderación de la idea del “constituyente
originario”
191
3.3 El nexo entre la positivación de los
“valores democráticos” y el desarrollo
jurídico de los derechos fundamentales
197
3.4 El valor de las “formas jurídicas” en el
contexto de la racionalidad democrática
210
3.5 El “soberano democrático”, una
cualificación posible de la “soberanía del
pueblo”
216
289
4. La “realidad constitucional” y la
formulación del “Estado legislativo”
229
4.1 El “Estado legislativo” y la no
arbitrariedad de la ley positiva
237
4.2 “Estado legislativo” y representación
política: la “moderación” de la mayoría
política en el Parlamento
251
Fuentes de consulta 281
290
El tiraje consta de 1,000 ejemplares