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9 La pérdida —No veo a Alicia —dice María Jesús, y sus ojos son dos pozos en los que no quieres perderte. El parque es el caos de los liliputienses. Los niños corren y gri- tan y se sientan en la arena y se la comen a puñados mientras sus padres gritan y corren. En el tobogán una niña espera sentada a que su madre le de la mano para bajar. Un niño de pelo rubio cam- bia cromos con otro en un banco. La mayor parte del botín se pier- de entre las manos de su hermano pequeño, que no deja de llorar. Bicicletas, carritos de niños. Cubos, palas y una docena de anima- les de brillantes colores han tomado posesión del arenero. Lágrimas y rabietas se confunden con gritos de victoria y carcajadas. Encon- trar entre la multitud a Alicia es tarea de chinos. De los que montan los Smartphone, esos que todos los padres que hoy se han acercado al parque exhiben con orgullo. Dedos temblorosos sobre las teclas, miradas perdidas, llantos. Doy un par de pasos en dirección a los columpios, pero las niñas que allí se amontonan como pokemons a la espera de que Ash se las lleve ni siquiera son de su colegio. —No la veo —repite María Jesús. Me coge del brazo (cómo odio que lo haga) y siento sus uñas sobre la piel. Sonrío mientras me libero y camino hacia los to- boganes. La arena del parque se me cuela dentro de los zapatos. Alicia en el sótano.indd 9 17/11/14 12:40

Primeras páginas de 'Alicia en el sótano

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Apoya este libro en: http://bit.ly/1uDzHjn discuten. Todos la han visto, pero nadie sabe dónde ha ido. Los padres, tras una búsqueda infructuosa por parte de la Policía, tratarán de rehacer sus vidas. Pero el sentimiento de culpa que consume al padre le llevará a tratar de localizarla a cambio de cualquier cosa, incluso de su propia vida. En su búsqueda desesperada hallará un patrón, una relación inesperada entre las desapariciones de los niños y los accidentes que sufren en los parques. Y ese patrón le conducirá hasta un anciano, Aquel que viene a por los niños, la clave para descubrir qué le ha ocurrido a su hija y dónde se encuentra. Alicia en el sótano es una historia sobre la pérdida, un libro que habla de lo más terrible que le puede ocurrir a unos padres, perder a un hijo.

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La pérdida

—No veo a Alicia —dice María Jesús, y sus ojos son dos pozos en los que no quieres perderte.

El parque es el caos de los liliputienses. Los niños corren y gri-tan y se sientan en la arena y se la comen a puñados mientras sus padres gritan y corren. En el tobogán una niña espera sentada a que su madre le de la mano para bajar. Un niño de pelo rubio cam-bia cromos con otro en un banco. La mayor parte del botín se pier-de entre las manos de su hermano pequeño, que no deja de llorar. Bicicletas, carritos de niños. Cubos, palas y una docena de anima-les de brillantes colores han tomado posesión del arenero. Lágrimas y rabietas se confunden con gritos de victoria y carcajadas. Encon-trar entre la multitud a Alicia es tarea de chinos. De los que montan los Smartphone, esos que todos los padres que hoy se han acercado al parque exhiben con orgullo. Dedos temblorosos sobre las teclas, miradas perdidas, llantos. Doy un par de pasos en dirección a los columpios, pero las niñas que allí se amontonan como pokemons a la espera de que Ash se las lleve ni siquiera son de su colegio.

—No la veo —repite María Jesús.Me coge del brazo (cómo odio que lo haga) y siento sus uñas

sobre la piel. Sonrío mientras me libero y camino hacia los to-boganes. La arena del parque se me cuela dentro de los zapatos.

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Santiago Eximeno

Los eligió Alicia, unos Crocs negros a juego con sus chanclas ro-sas. Creo que nos hacían descuento si comprábamos cada uno de la familia un par. María Jesús se llevó otros. Seguro. Aunque ahora lleva puestos unos zapatos planos. El embarazo la agota. En los to-boganes está uno de los amigos de mi hija.

—¿Has visto a Alicia? —le pregunto al niño.No recuerdo cómo se llama. Él me mira, niega con la cabe-

za, luego sale corriendo tras otro niño. Doy una vuelta sobre mí mismo, como un tiovivo, como un borracho. No la veo. María Je-sús está preguntando a otras madres. A las que están sentadas en los bancos y hablan y hablan y no miran a los niños. Me pregunto si Alicia habrá salido del parque. Me acerco a la entrada —una bre-cha en la valla de tubos metálicos de colores brillantes— y cruzo la calle. Miro hacia ambos lados. Un joven descalzo está rebuscan-do en uno de los cubos de basura. A su lado le espera un carrito de la compra lleno de objetos metálicos, oxidados. Pasa un coche co-mo una exhalación. En la terraza de al lado varias personas toman cervezas y aceitunas y patatas fritas. Lo hacen en silencio, como si ya no fuera divertido. Es el verano, que se acaba y se lleva con él la alegría.

María Jesús me mira desde el parque. Está llorando. Miro mi re-loj. No son ni las siete. Vuelvo junto a mi mujer, la abrazo. Alguien dice a mi espalda que ya han llamado al 112. Que un coche de po-licía viene hacia aquí. María Jesús se libera de mi abrazo, sale a la calle. Grita el nombre de nuestra hija una, dos, tres veces. Después rompe a llorar, grita. Otras mujeres la rodean, la consuelan. Conoz-co a varias de ellas, son madres de compañeros y amigos de Alicia. Me tiembla la mano derecha, el brazo. Estoy sudando a chorros. Voy de nuevo hasta los columpios, miro a un lado, a otro. Arriba, abajo. Me llevo las manos a la cabeza. Oigo los gritos de los niños, las risas. Todos se están riendo de nosotros.

—¿Papá de Alicia?Un niño tira de mis pantalones cortos. Es Álvaro, uno de los

amigos de Alicia. Su novio. O lo era antes. No estoy seguro. Me

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Alicia en el sótano

acuclillo frente a él. Oigo a lo lejos una sirena. No logro distinguir si es una ambulancia o un coche de policía. O el puto camión de bomberos. En el cielo el sol sigue brillando con fuerza, ajeno a to-do lo que no sea quemar nuestra piel.

—Dime, Álvaro, ¿qué pasa? —digo.Me tiembla la voz, pero el niño no parece darse cuenta. Lle-

va en una mano su álbum de cromos de Invizimals. Su madre me ha dicho que se lo regaló su abuelo, que es él el que está haciendo realmente la colección. Gastándose un centenar de euros en unos cromos que no sé si Álvaro, cinco años recién cumplidos, puede apreciar. Pero seguro que al abuelo no le importa. Y eso es lo im-portante.

—Alicia se ha caído —dice—. Y no se movía.—¿Cuándo? —pregunto —. ¿Cuándo ha pasado eso?Y le cojo de los brazos con ambas manos, pero se asusta y echa

a correr. Quiero salir tras él, pero la policía ya ha llegado. Uno de los agentes está hablando con mi mujer, otro camina hacia mí, arrastrando los pies por la arena del parque. Imagino que se cola-rá en sus zapatos, como en los míos. Los crocs que Alicia me obli-gó a comprar.

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