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11 Once años después de morir Viene usted de muy lejos para hablar con una muerta, porque eso es lo que soy. Es verdad que puedo no parecerlo, porque hablo, me quejo, rezo sin mirar al cielo y me aparto mal que bien cuando pa- san los coches a toda velocidad, o las hijas y nietos con prisa, con su eterna prisa. Por eso no me han enterrado todavía, solo por eso. Ellos creen que estoy viva, pero yo sé que no lo estoy. Me morí de pena. ¡Sí señor, sí!, de pena, y no me mire así, que de algo hay que morir: ¿es o no es? Y la pena es una enfermedad como otra cualquiera. Una enfermedad que cuando es de verdad, cuando de verdad se siente como una garra en el corazón, no se contagia, ¡no!, ¡qué va!, ¡ni mucho menos! Han sido muchos años arrastrando esta amarga pena entre jóvenes y viejos sin que ningu- no de ellos se haya muerto de mi pena. Peor que la peste bubóni- ca hubiera sido sino, y es que ha sido mucha, mucha y muy mala: la pena, digo. ¡Ande, ande, déjelo ya!, no trate de consolarme con buenas pa- labras. Sepa que no me gustan, ni para mí ni para nadie, porque las buenas palabras solo tienen sentido cuando el mundo es bueno, y este no lo es. Podía serlo, tiene todos los fundamentos para oficiar así, pero no lo es. ¿Por qué?, me pregunta, quizá porque no hay bicho bueno sobre la faz de la tierra. Basta encender el televisor La hija del txakurra.indd 11 02/09/14 16:04

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La obra comienza con el desgarrado relato que hace la esposa del guardia civil Félix, acribillado a balazos en el interior del bar que regentaba en Irún. Suceso que corre parejo, en su dolida memoria, con el atentado que costó la vida a José Ángel Pardines Arcay, primer miembro de la Institución asesinado por ETA, y con el que, once años atrás, su esposo formaba pareja de servicio. El libro hace un recorrido por el turbado paisaje emocional de las personas que sufrieron directa o indirectamente la violencia de la organización terrorista. Y, también, el de esa sociedad que oficiaba de telón de fondo sobre el que esta proyectaba, por la inercia del horror, la perversa sombra de su voluntad autoritaria.

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Once años después de morir

Viene usted de muy lejos para hablar con una muerta, porque eso es lo que soy. Es verdad que puedo no parecerlo, porque hablo, me quejo, rezo sin mirar al cielo y me aparto mal que bien cuando pa-san los coches a toda velocidad, o las hijas y nietos con prisa, con su eterna prisa. Por eso no me han enterrado todavía, solo por eso. Ellos creen que estoy viva, pero yo sé que no lo estoy.

Me morí de pena. ¡Sí señor, sí!, de pena, y no me mire así, que de algo hay que morir: ¿es o no es? Y la pena es una enfermedad como otra cualquiera. Una enfermedad que cuando es de verdad, cuando de verdad se siente como una garra en el corazón, no se contagia, ¡no!, ¡qué va!, ¡ni mucho menos! Han sido muchos años arrastrando esta amarga pena entre jóvenes y viejos sin que ningu-no de ellos se haya muerto de mi pena. Peor que la peste bubóni-ca hubiera sido sino, y es que ha sido mucha, mucha y muy mala: la pena, digo.

¡Ande, ande, déjelo ya!, no trate de consolarme con buenas pa-labras. Sepa que no me gustan, ni para mí ni para nadie, porque las buenas palabras solo tienen sentido cuando el mundo es bueno, y este no lo es. Podía serlo, tiene todos los fundamentos para oficiar así, pero no lo es. ¿Por qué?, me pregunta, quizá porque no hay bicho bueno sobre la faz de la tierra. Basta encender el televisor

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para darse cuenta de que es así, de que así somos para lo bueno y para lo malo, es decir, malos cuando somos malos y malos también cuando somos buenos. Porque la bondad es solo un decir, ganas de justificarnos, en una palabra, querer ser buenos por las buenas o por las malas. Esa es nuestra calaña. Instinto dice, puede ser, qué más da, aunque para qué negarlo, lo que duele es la educación, de un lobo se espera una carnicería, es lo suyo, pero de un hombre criado en regazo a golpe de leche y puchero y adiestrado en pu-pitre se espera otra cosa. Qué hambre puede tener que no sea har-tazgo, de eso padecen los hijos de esta patria de sangre.

En fin, pudrir el mundo, ese parece ser nuestro sino, si fuése-mos gusanos se entendería, pero somos seres humanos, o eso di-cen, y no es el nuestro el fruto liviano y maduro que rueda por el suelo azul del pacífico universo, sino ese que pende pesado y pu-trefacto del retorcido árbol de nuestra peor entraña. Como el pu-ño de un mal golpe, como eso somos sin querer saberlo, y, lo que es aún peor, sin saber quererlo.

Lo veo venir, veo como se amontonan bajo su lengua un buen puñado de aún mejores palabras, y como ya le dije, no me gus-tan, es más, no las quiero ver delante, y no sin razón, son solo pe-rros comidos de garrapatas, las de las disculpas, y como es así no las quiero. Unos muerden para que las otras vivan: ¡me entiende!

Al final, andamos, en eso, en las disculpas, y las disculpas, se lo repito, no son más que un puñado de parásitos que te desangran el alma. Lo hacen cuando lo son y más aún cuando te inculpan hipócritas. De disculpas para la pena y la culpa estoy ya más que harta. Por eso nada de buenas palabras. No hay para el consue-lo una que sirva, se lo puedo jurar. Y entonces, para qué ofender-nos más. Mejor ni mirarnos, ni mirarnos le digo, y menos aún con la boca.

Digan lo que digan, yo, y solo yo, sé lo vieja y cansada que es-toy. Es verdad que tengo edad suficiente para estarlo. Pero no es la edad, ¡no señor, no lo es!, es la soledad que nace de estar sola y no saber por qué. Cuantas de mi edad, y hasta mayores, andan aún

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por ahí como niñas encerradas en sus ojos apagados. Van de aquí para allá. Se echan novios. Se dejan crecer los sueños. Callejean, viajan, se pintan, bailan y tienen, por supuesto, más humor y tin-te que penas y canas. Yo, en cambio, ya me ve, tengo el pelo blan-co de no pensar y los ojos rojos de beber para llorar. Y no hay, se lo digo desde este vacío que tengo hoy por corazón, tinte, ni tinto, ni alegría que me llegue.

Tengo ganas de pensar y llorar. Dice el médico que sería bue-no que lo hiciera, y mis hijas, y algunos de mis nietos. Los más mayores de corazón, quizá porque ellos saben, aunque no lo digan, que tengo razones más que sobradas para hacerlo. Y mi corazón también lo dice. Y yo, yo también lo sé, vaya que sí lo sé, pero no puedo, lo he olvidado, y eso ninguno de ellos lo entiende. Se em-peñan todos, eso sí, en contarme rigurosos cuentos sobre la vida y la muerte. En dibujarme planos de líneas torcidas, en papeles que finalmente terminan siendo estampados, con peor letra que inten-ción, en la franja roja de una receta de la Seguridad Social, por la que se me dispensan una o dos cajas de comprimidos, de vaya a usted a saber qué clase de consuelo y paciencia.

Usted calla pensando qué tal vez lo mío sea crónico. Si es así, se equivoca, la pena, digan lo que digan, no es crónica. Cada día, ¡qué pena!, ¡con su pena!, así está dispuesto en mi ánimo. Le po-dría dar a cada una de ellas un nombre y nombrarlas sin temor a repetirme o a equivocarlas. Por eso le digo que lo que de verdad es crónico es lo trágico de esta maldición que tenemos por ba-rrio y vecindad, lo de esta mala enfermedad, digo, que nos come las pocas fuerzas de que disponemos y las pocas alegrías de que somos capaces. Como lo es también la indiferencia del dolor de unos para con el dolor de los otros. O ese odioso cinismo que nos permite caminar por las calles con una sonrisa en los labios, como si no hubiese ocurrido nada, mientras el pecho ruge inundado de odio y rabia.

¿Qué cuándo empezó la matanza?, ¿Qué si lo recuerdo? Pues la verdad es que no. Estas son de esas cosas que una no sabe muy

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bien cuando empiezan. ¡No lo sabe!, ¡no señor! No lo sabe, cla-ro está, hasta que no le toca. Las oyes, las ves, pero no acabas de creértelas. Para nosotros comenzó hace mucho tiempo, demasiado para poder olvidarlo, justo el día en que asesinaron al otro.

Por él si lloré, lloré y maldije a los que lo habían hecho has-ta romper la garganta de tanto silenciar la voz. Y puede que has-ta pensara, eso ya no lo recuerdo. ¡Sí!, tal vez pensé en por qué te-nían que ocurrir esas cosas. Luego, esas cosas han ocurrido tantas y tantas veces que una ya no es capaz de tanta ingenuidad.

Así fue, cuando lo mataron a él, lloré, lloré hasta caer de cu-lo. Pero cuando fue lo del mío no pude. Quién me lo iba a decir. Pero lo cierto es que el ruidoso paisaje de los disparos me distrajo entonces y me distrae ahora. Por un lado su metálico y penetrante ladrido, ese que restalla aún en mi cabeza amenazando con rom-perla. Por el otro los ruidosos ojos de nuestras siete hijas alrededor de la mesa: abiertos como platos.

Y por si fuese poco, los gritos de gaviotas dolidas de unas y otras. Hasta el ruidoso silencio del pobre difunto resuena atrona-dor en mis entrañas. No dijo nada, no se vaya usted a creer, ni un mal quejido, se estremeció solo. Fue, eso sí, un estremecimiento tan seco y tan duro que pareció congelarlo. Como sería de seco y de duro que cuando se lo llevaron sostenía aún en la mano la cu-chara.

Como un niño la cogía. A mí en un principio no me gustaba, no era propio de su edad, pero de reprenderlo estaba más que har-ta, y él aún más, no le habían hecho otra cosa en su vida, para qué martirizarlo entonces, que la cogiera como quisiera: eso pensé en el ímpetu del querer y más tarde en el reposo de quererlo. Fuera por eso o no el caso es que no hubo forma de quitársela. Según el forense para hacerlo habría que romperle los dedos, pero a mí me dio tanta pena y tanto dolor que se fue para allá con ella en la ma-no, como dispuesto a comerse la eternidad.

Se lo imagina usted a las puertas del cielo con una cuchara en la mano y el corazón lleno de plomo.

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¿Qué harán allí con los que llegan tan rotos como él?, ¿cómo y con qué los consolarán? ¿Tendrá el cielo fundamentos suficien-tes para devolverles la poca alegría que tenían? Puede ser que sí, yo no lo creo, no tengo tampoco porque creerlo. Entiendo que no hay cielo que valga tanto sufrimiento, ni Dios que así se haga me-recer.

Y no es el silencio lo que me duele de Dios, tal como sostie-nen algunas almas exquisitas en el arte de justificarlo, sino su in-dolencia frente al desconsuelo de los que aquí andamos rodando en el ruego de su imposible compasión.

Le había pedido por el otro, y también por el mío, y por los de-más, y hasta por esos que los matan, pero Él, ya se sabe, carne y san-gre de festín. «Bondad infinita», dice el cura. Será por eso… Pero yo no soy buena, yo no comulgo con eso de la otra mejilla, porque no hay deber ni divino ni humano que ordene ofrecérsela a quien te exige de rodillas para un fin al que no tiene derecho.

La cuchara que se llevó soldada a la mano era con la que pen-saba comerse la sopa de cabeza de rape que le había preparado. Le gustaba tanto. Pero no le dieron tiempo a comérsela. Se fue al otro barrio con toda el hambre del mundo ladrándole en el vientre y una cuchara en la mano: menudo cuadro.

Recuerdo que ese día le pregunté a primera hora de la maña-na, y, créame, nunca lo hacía, ¿quieres que ponga sopa de rape pa-ra comer? Me miró extrañado, pero no respondió. Ya le dije, no era costumbre en casa eso de preguntar. En las cuestiones de la coci-na yo hacía y deshacía a mi antojo, son privilegios que una se toma más por la fuerza de la costumbre que por la autoridad que se ten-ga o se deje de tener. Pero ese día, ya ve, se lo pregunté. Fue como si presintiera lo que iba a suceder. Pero no, ¡qué va!, para qué en-gañarnos. Esa mañana preparé con toda la desgana e inconsciencia del mundo aquella comida. ¿Ud. cree qué lo habría hecho en caso de saberlo?, ¡qué va!; y él, ¿se habría callado como lo hizo?, ¿no ha-bría exigido acaso, como todo condenado a muerte, algo especial para ese día?

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