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13 I Cassino, Italia. 1944 Dormía, pero la extraña sensación de que alguien me miraba hizo que abriera los ojos. Era él otra vez, estaba de pie junto a la cama observándome. Se sentó a mí lado y comenzó a acariciarme el ca- bello enredándose mechones entre sus dedos, cuando de pronto lo agarró y me dio un fuerte tirón. Me excitaba la forma que tenía de mirarme y de maltratarme. En un instante se me puso encima separándome las piernas con sus rodillas y dejándome a su disposi- ción. Sus ojos lujuriosos me comían los labios. En mí interior cre- cía un ardiente e irrefrenable deseo. Me lancé a su boca anhelante de sus besos, pero se separó negándomelo. Le excitaba ver mis ojos implorando placer mientras me deshacía entre sus brazos, muerta de deseo. Acercó despacio sus labios a los míos, y por fin me be- só. Mi lengua corrió al encuentro de la suya rozándose voluptuo- samente. Mientras, su mano empezó a recorrer cada curva de mi cuerpo, que ante tantas sensaciones respondía arqueándose. La ma- no siguió su camino bajando por la cadera hasta llegar a mí trase- ro, donde lo apretó contra su cuerpo. Dejó de besarme y me ti- ró de nuevo del pelo haciendo que levantara más la cara. Llevó su mano hasta mi entrepierna y la deslizó por debajo de las bragas. El deseo y la excitación crecían más y más. Me apretaba contra su mano. No podía más. El placer comenzó a inundar todo mi cuer- Le nubole.indd 13 30/09/14 10:28

Primeras páginas de 'Le nuvole

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Apoya este libro en: http://bit.ly/YL4ihS Octubre de 1943, Montecassino, Italia. Friedrich, comandante de la SS, oculta a Isabella en la misma casa que sirve como cuartel general y residencia de oficiales del ejército nazi, encerrándola en una habitación para utilizarla como su esclava sexual. Al poco se desencadena en Montecassino la batalla más sangrienta al sur de Europa hasta esa fecha. De pronto Isabella despierta en un hospital militar en Nápoles. No sabe cómo ha llegado allí. Sufre amnesia y no recuerda nada de lo ocurrido con Friedrich durante su cautiverio.

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I

Cassino, Italia. 1944

Dormía, pero la extraña sensación de que alguien me miraba hizo que abriera los ojos. Era él otra vez, estaba de pie junto a la cama observándome. Se sentó a mí lado y comenzó a acariciarme el ca-bello enredándose mechones entre sus dedos, cuando de pronto lo agarró y me dio un fuerte tirón. Me excitaba la forma que tenía de mirarme y de maltratarme. En un instante se me puso encima separándome las piernas con sus rodillas y dejándome a su disposi-ción. Sus ojos lujuriosos me comían los labios. En mí interior cre-cía un ardiente e irrefrenable deseo. Me lancé a su boca anhelante de sus besos, pero se separó negándomelo. Le excitaba ver mis ojos implorando placer mientras me deshacía entre sus brazos, muerta de deseo. Acercó despacio sus labios a los míos, y por fin me be-só. Mi lengua corrió al encuentro de la suya rozándose voluptuo-samente. Mientras, su mano empezó a recorrer cada curva de mi cuerpo, que ante tantas sensaciones respondía arqueándose. La ma-no siguió su camino bajando por la cadera hasta llegar a mí trase-ro, donde lo apretó contra su cuerpo. Dejó de besarme y me ti-ró de nuevo del pelo haciendo que levantara más la cara. Llevó su mano hasta mi entrepierna y la deslizó por debajo de las bragas. El deseo y la excitación crecían más y más. Me apretaba contra su mano. No podía más. El placer comenzó a inundar todo mi cuer-

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po desde lo más profundo de mi vientre haciéndome convulsio-nar. Y de repente…

Me desperté mirando a todas partes buscando a Herr Kom-mandant, sintiendo aún las últimas palpitaciones del orgasmo que acababa de tener. Pero estaba sola. No había lugar a dudas de que todo había sido un sueño. Sin duda tuve que quedarme dormi-da un instante, tumbada en aquella cama de barrotes de forja ne-gra, que tantas cosas había visto en tan poco tiempo. No dejaba de pensar incrédula y sorprendida, en lo que ese hombre era ca-paz de hacer conmigo. Le odiaba con toda mi alma y le temía más que al diablo. Pero cada vez que le tenía delante de mí. ¡Oh, dios mío! Cada vez que le tenía delante de mí me desarmaba. Me vol-vía loca de deseo al sentir su calor, su aroma, y sobre todo, aquella voz grave y áspera, que me turbaba vibrando en mis oídos de una forma tan excitante y sensual. Me avergonzaban mis pensamien-tos, pero tenía que reconocer que le esperaba cada día con impa-ciencia.

Ya era de noche. La luz de la luna entraba por la ventana salpi-cando la habitación con una amplia gama de grises. Tenía que ser más de las ocho de la tarde a juzgar por el ruido que empezaba a hacerme el estómago. El resplandor de una bengala, y las bombas que lo siguieron llamaron mi atención hacia la ventana. Hacía días que al caer la noche, no paraban de oírse estruendosas explosiones debido a las bombas que dejaban caer las fortalezas volantes de los aliados, en la Abadía de Montecassino. Pero esa noche era diferen-te, algo estaba pasando porque no cesaba en ningún momento el ruido de las ametralladoras nazis. El cielo seguía iluminándose con el resplandor de las bengalas e inundaba mi habitación de una lu-minosidad sobrecogedora. No había lugar a dudas de que por fin los aliados tenían que estar a punto de conseguir su objetivo. Cru-zar el rio y entrar en Cassino. Parecía que los bombarderos dejaran caer sus bombas cada vez más cerca de mi casa. Con un poco de suerte, quedaba poco para que terminase todo aquello que me es-taba volviendo loca.

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Me senté en la cama y sus viejos muelles chirriaron. Aquel so-nido me recordó el sueño que acababa de tener dejándome in-quieta. Hacía mucho frío, me había quedado destemplada y co-mencé a frotarme las manos para calentármelas. Ya faltaba poco para que terminase ese ingrato mes de enero que estaba resultan-do más lluvioso de lo normal y demasiado frio para mí. Me afana-ba en entrar en calor, cuando de pronto escuché lo que sin duda eran varios vehículos llegando a la casa precipitadamente a juz-gar por el ruido. Me levanté de la cama y sin encender la luz, me acerqué a la ventana ocultándome detrás del visillo con sumo cui-dado para que no me viera nadie. Tenía terminantemente prohibi-do acercarme a la ventana. Herr Kommandant me había asegura-do que tenía ojos en todas partes, y yo no me atrevía a comprobar si era verdad o no. Todo lo que me decía resultaba tan sumamente malévolo, que solo de pensar que pudiera enterarse de que le ha-bía desobedecido, me ponía a temblar de auténtico pavor antes las espantosas cosas que podría hacerme.

Observaba con cuidado, a cierta distancia de la ventana, apro-vechando la ventaja que me daba estar en la segunda planta de la casa. Agucé los sentidos para poder ver entre los visillos de chanti-lly color blanco, que estaban repletos de topos y florecillas, como unos soldados entraban a la casa a toda prisa y salían de la misma manera apenas un momento después. Al instante, un revuelo ge-neral se adueñó de todo. Se oían carreras, golpes, y soldados gri-tando cosas en alemán que no entendía. Habían llegado tres ca-miones y dos coches a la puerta de la casa. En dos de los camiones empezaron a montarse soldados de forma atropellada, mientras que los coches los reservaban para los oficiales. El otro camión lo estaban llenando con lo poco que quedaba en Le Nuvole después de años de ocupación nazi. Desvalijaban sin piedad mi casa arra-sando con todo como la marabunta. Igualmente se llevaban en ca-jas la escasa comida que quedaba en la despensa, y alguna gallina maltrecha que aún permanecía en el corral. Y como no, todos los objetos de aparente valor, además de la colección de cuadros de

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mi padre, que había atesorado tras muchos años. Uno en particu-lar verdaderamente valioso y del que hacía alarde exhibiéndolo en la pared del salón de la casa, para deleite propio y ajeno. También cargaban ocultos en un arcón, incunables y códices de valor in-calculable, que habían robado de la Abadía de Montecassino nada más llegar al pueblo.

De la misma manera sucia y rastrera, acarreaban un par de sa-cos repletos con oro que habían saqueado de los comercios, la iglesia, y todas las casas del pueblo. Habían obligado a todo el mundo a entregar cuanto pudieran tener en oro, y no solo las jo-yas. A judíos, gitanos, e indeseables según su opinión, les habían obligado a entregaran incluso los dientes y puentes que contu-vieran el preciado metal, arrancándoselos directamente de la boca usando alicates si era necesario. No se sabía muy bien que hacían con el oro. Se decía que lo llevaban a Alemania donde lo fundían y hacían lingotes que después llevaban a bancos suizos. Una vez allí, los bancos se dedicaban a lavar el oro robado convirtiéndolo en moneda legal y fuerte, con la que Alemania pagaba a la indus-tria armamentística suiza que les vendía todo lo necesario, a pe-sar de haberse declarado neutral en el conflicto. Pero lo que da-ba más miedo de todo aquello, era que también se guardaba el oro en aquellos bancos suizos para algo sumamente inquietante. Hit-ler estaba haciendo una reserva a escondidas del mundo, para que si fracasaba el Tercer Reich, se pudiera financiar en un futuro un Cuarto Reich.

Era lamentable la actuación de los nazis, por todas las ciudades y pueblos que pasaban hacían lo mismo. No se conformaban con matar, o quebrantar el alma de cuantos sometían, sino que tam-bién se dedicaban a saquear a su paso todo cuanto veían de va-lor, para después llevarlo al Castillo de Kaiserburg en Nuremberg. Himmler, mano derecha del Führer y Comandante en Jefe de la SS, ostentaba la propiedad y era el encargado de guardar celosa-mente cuantas reliquias y objetos de valor encontraban para ma-yor gloria del Tercer Reich.

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Mirando por la ventana, oculta detrás de aquel visillo, veía sin poder hacer o decir nada cómo cargaban el camión. Las lágrimas se empeñaban en agolparse en mis ojos para salir finalmente ro-dando mejilla abajo. Me puse las manos en la cara para cortarles el paso. No podía permitir que salieran, si Herr Kommandant entra-ba y me encontraba así, lo iba a pasar muy mal. No le gustaba ver-me desaliñada y mucho menos llorando. En aquel momento, el estruendo de una bomba me sacó de mi ensimismamiento devol-viéndome a la dura realidad, haciéndome recordar cómo y por-qué, era prisionera en mi habitación, y en mi propia casa. Como si se tratara de una de esas películas que antes de la guerra ponían en la plaza del pueblo, recordé cómo habíamos llegado a esa situa-ción. En mi imaginación me dejé llevar igual que Dorothy en el Mago de Oz, por un torbellino oscuro en el que todos los aconte-cimientos pasados se mostraban delante de mí, dando vueltas sin cesar y aturdiéndome.

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