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Primeras Paginas Rosa Cuchillo

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Abajo, en la margen izquierda del río Pampas,bañado con las últimas luces del atardecer,quedaba Illaurocancha, mi pueblo, con sus casitasentejadas, sus paredes blancas, incendiadas por laluz roja del sol.Aún traía impregnado

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    Rosa

    Cuc

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    La muerte? La muerte sera tambin como la vida? Es

    ms liviana, hija. Habra sirguillitos cantando en las hojas gor-

    das de agosto? Haba. Y vacas pastando en inmensas llanuras. Ahora suba yo la cuesta de Changa, ligera li-

    gera como el viento. Por aqu? Por estos lugares se iran los

    muertos? Por all, hija, por donde se despide uno para

    siempre de la vida. Abajo, en la margen izquierda del ro Pam-

    pas, baado con las ltimas luces del atardecer, quedaba Illaurocancha, mi pueblo, con sus casitas entejadas, sus paredes blancas, incendiadas por la luz roja del sol.

    An traa impregnado en las narices el aroma tibio, dulzn, de los habales ondeando en la bajada

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    de los cerros, con sus florecitas blanquinegras aca-riciadas por el viento. Y llevaba en la mirada el vuelo apresurado de las perdices, rastreando, pian-do, en busca del nido oculto entre las frondas.

    Pobre mi pueblo, dije, pobre mi tierra. Ah te dejo (para siempre?). Y mir los molles de las lomas, las piedras de alaymosca rodando por la quebrada, los altos eucaliptos que bordeaban las huertas, los tunales con sus espinas erizadas y los magueyes estirndose sobre las cabuyas.

    Y me desped poniendo mi mano en mi cora-zn, besando, amorosa, la tierra. Adis alegras y penas, consuelos y pesares, adis!

    Suspir hondo antes de alejarme, recordando mi mocedad, cuando alegre correteaba entre los maizales jugando con mi perro Wayra, hacin-dolos espantar a los sirguillitos, esas menudas avecitas amarillas que entre una alborozada chi-llera venan a banquetearse con los choclos. Me lleg tambin el recuerdo lejano de las cosechas de junio, de mis juegos en las parvas alumbra-das por la luna, de mis aos de pastora tras el ganado, soportando a veces el ardiente sol de la cordillera o mojadita por las lluvias suaves o las mangadas.

    Y ahora? Ahora por dnde noms tendra que seguir?, pens llegando a la pampa llena de ichu de Kuriayvina.

    A Auquimarca, hija, la montaa nevada don-de moran nuestros antepasados.

    Volvindome, mir por ltima vez mi pueblo; pero slo pude ver borrosamente la sombra de sus eucaliptos emergiendo en la oscuridad.

    Rosa? Rosa Cuchillo? Un perrito negro, con manchas blancas alrededor

    de su vista, como anteojos, era quien me hablaba. Sus palabras parecan ladridos, pero se entendan.

    Un instante me qued silenciosa, como pasmada, sin saber quin era ni qu haca all ese animalito.

    No me reconoces? Me qued observando el arco sobresalido de

    sus dientes superiores, propio de los perritos cash-mis; sus ojos muy vivos, sus orejas gachas.

    Wayra! dije de pronto, inclinndome a abrazarlo con harta alegra en mi corazn al ha-berlo reconocido. l empez a menear tambin su cola, alegroso.

    Haca tantos aos que se haba muerto, de un zarpazo que le dio un puma, me acuerdo, cuando defenda a ladridos el corral de ovejas. Y ve, pues, ahora lo encontraba a orillas de este ro torrento-so, de aguas negras, el Wauy Mayu, que separa-ba a los vivos de los muertos.

    A la sombra de un chachacomo, que retem-blaba al paso de las aguas furiosas, encontr a Wayra descansando.

    Wayra, qu haces ac? Cmo me has re-conocido?

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    Bajo el blanco resplandor de la luna, observ mis ropas desgarradas por las zarzas de los mon-tes, por los riscos, luego de avanzar penosamente por feas laderas y encaadas.

    Te esperaba, Rosa. Saba que vendras. Te lo dijo alguien? Liborio, tu hijo. Liborio? Mi corazn salt alborozado. Dmelo dije abrazando nuevamente al pe-

    rrito, acariciando su pelo crespo, lanoso. Dn-de?, dnde viste a mi hijo?

    Clmate me respondi lamiendo mi mano, por ahora no lo vers todava. l est arriba, en el cielo, all donde estn guiando las estrellas.

    En el Janaq Pacha! dije alegrosa, doblando mis manos. Gracias, Dios mo! me arrodill, gracias por tenerlo en tu gracia infinita.

    Y me encomend al dios Wari Wirakocha, nuestro creador.

    Y yo tambin podr ir hasta all, Wayra? le pregunt despus, observando el gran ro blanco, el Koyllur Mayu, que extenda su lechoso cauce entre estrellas y luceros.

    No lo s respondi. Yo slo he venido a acompaarte hasta Auquimarca, segn el manda-to de los dioses.

    Resignada suspir, esperanzada que en el pueblo de las almas pudiera encontrar a mis pa-dres, a mi esposo Domingo y a Simn, mi hiji-

    to, el ltimo, que se muri cuando era slo una guagua.

    Wayra le dije, y dnde has estado du-rante todo el tiempo que no te he visto?

    En todas partes me dijo: aqu, abajo y en las estrellas.

    De veras? De veras.

    Bien abrazada a Wayra, que braceaba dificultosa-mente, pude llegar por fin a la otra orilla, sin de-jar de pensar en mi Liborio, muerto ahora ltimo noms en los enfrentamientos de la guerra, y por quien de pena yo tambin me mor.

    La luna haca clarear esos feos lugares, esca-brosos, sembrados de barrancos.

    Ves la cresta nevada de una montaa que blanquea all lejos?

    S, la veo. Esa es Auquimarca. All tenemos que llegar. Alentada alentada march a su tras.

    Wayra, mira eso! dije volvindome repentina-mente llena de susto, luego de tramontar la pri-mera loma.

    Qu!, dnde? Wayra lo descubri. De un brinco se situ en mi

    delante y se puso en guardia para protegerme.

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    Ligeramente flotando sobre el suelo, la figura de un hombre alto, esqueltico, cubierto slo con pil-trafas, avanzaba hacia nosotros, mirndonos mirn-donos con sus ojos que llameaban como candelas.

    Sin duda, quiere apoderarse de ti para sal-varse; pero no temas, lo disuadir.

    Con el susto, yo no poda dar un paso ni atrs ni adelante, slo temblaba.

    Quin eres, alma pecadora? pregunt Wayra adelantndose a darle el encuentro. Por qu te acercas as?

    El hombre se detuvo al ver que Wayra le cor-taba el paso.

    Soy Fidencio Ccorahua, allko respondi, del pueblo de Soccos. Mor rodndome por una pendiente cuando sigueteaba a mis vacas en ple-na tormenta. Djame apoderarme del espritu de esa seora y me salvar. En Auquimarca no me recibieron; ni siquiera pude llegar a las puertas.

    Mientras hablaba, pude ver con espanto sus enormes colmillos que blanqueaban con la luna, los feos huecos de su nariz carcomida.

    Tendindose en su delante, Wayra le dijo: Cuenta mis pelos primero si quieres apode-

    rarte de ella. Si no, no permitir que te acerques. Hubo un breve silencio. En seguida, el conde-

    nado dijo: No puedo, allko; mira mis manos. Sus dedos estaban mochados, como trozados

    con machete, an sangrantes.

    Qu pas? Se me desgastaron tratando de subir a Au-

    quimarca. Te volvern a crecer dijo Wayra incorpo-

    rndose, si los frotas con aos, esa plantita de fruto medio colorado que crece en las quebradas.

    As me han asegurado; por eso estoy bajan-do justamente al ro.

    Entonces, vete; ya sabes, no te dejar acer-carte si antes no haces lo que he dicho.

    Cmo que no? el nima bot candela por la boca.

    Wayra le mostr sus colmillos. Wauuuuuuu! grit el condenado y, gua-

    peando, dando patadas al aire, quiso acercrseme. Yo retroced asustada. Wayra salt a morderlo; mas el otro, rpido, se hizo a un lado logrando que el allko se pasara en banda y, antes que vol-viera a atacarlo, escap como un viento furioso, perdindose por esa bajada.

    Waaaaa, waaaaa!

    La luna escondindose tras una montaa. Y no-sotros avanzando por una fea cuchilla.

    Rosa, y de qu se muri Liborio? Lo mataron los tropakuna, Wayra, en la que-

    brada Balcn, cerca de Minas Canaria Conversando conversando entramos en una

    quebrada, alumbrada por estrellas muy plidas.