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¿A quién no le ha tocado un semáforo en rojo cuando tiene toda la prisa del mundo para llegar a su piso? Cuento escrito por placer y que habla del mayor de los placeres del hombre. Barcelona 2004
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PRISA
Mario Chávez-Campos
Rojo. Siempre que uno lleva prisa el maldito color ha de ganar la carrera en la
pantalla iluminada del semáforo. Voy a evitar mirar el reloj por dos razones. Primero,
porque aunque lo mire va a continuar con su andar lento, el paso del que sabe que por
más que acelere el tranco no llegará a ninguna parte y segundo, porque siempre he
odiado el uso de los lugares comunes en las narraciones. Se me hacen de mal gusto,
propios de una peli proyectada en televisión abierta. La carretera está llena de autos
lisiados que apenas y pueden dar pequeños pasitos. Adelante, una chica rubiecita se
acicala el pelo sin prisa alguna. Tiene una cara redonda y ojos de aceituna rellena de
anchoas, que parecen burlarse de mi afán por llegar rápido al piso. Debe ser una típica
catalana de caderas grandes y cintura estrecha. De esas que al pasar los años se
pondrán gordas y servirán de sparring a un marido celoso. ¡Me cago!, apenas y se
había puesto el verde para que la víbora metálica despertara de su letargo y ya se
han parado otra vez los vehículos para pagar el peaje de los puentes de Vallvidrera.
Dos euros y medio que bien pude ahorrarme. Pero claro, cuando se tiene prisa,
cuando tiene un riesgo tan grande como este, no hay dinero que valga. La rubia
prepara la cuota. Se nota que el carro es rentado. Es de esos abortos metálicos que
nunca llegarán a ser automóviles de verdad. Esta chica seguro que se pondrá gorda.
Por eso le digo a mi churri que no coma tanto fuet ni butifarra. “Que va”, me dice, “tú a
mí no me vas a decir que coma y que no. Sábete que yo soy una catalana autentica”,
y para terminar su defensa me clava la banderilla verbal de: “burgués butiflair”. Mi
churri dice que soy un españolito de mierda porque no me gusta el fuet, odio la salsa
de aleoli y estoy empecinado por hablar Castellano. Yo creo que Catalunya es mucho
más que la terquedad de los embutidos y un idioma mezclado. Empiezo a sudar frío.
Hago un esfuerzo por estar bien. El tiempo se suspende; cuelga del cordoncillo de la
prisa. Se pone sus moños. Se encapricha, va a por carretera de peaje. Se tarda en
salir como adolescente frente al espejo. Dice mi churri que vivo en un barrio pijo y
puede ser. Pero me agrada la calma de Sant Cugat. La nostalgia del mercado de
baratijas de los domingos en la plaza que está enfrente del monestir. Me gusta su
silencio apenas interrumpido por el crujir de las hojas secas que cubren las baldosas
en el invierno. Así, que puede ser un barrio pijo pero... me cago, otro atorón, mejor
debí haberme venido en tren. A no ser por lo del 11-M lo hubiera preferido. Aunque
luego mi madre tuviera que andar demostrando su coraje por medio país. Una madre
encarrilada en un periplo de dolor, mientras los políticos de todos los colores se ponen
los guantes para librar una guerra estúpida contra un enemigo que no es el nuestro.
No es común que haya tal cantidad de autos. El sudor empapa mi camisa.
Afuera, el frío rasguña las orejas y las narices de los turistas. Adentro tendré que
apagar la calefacción. La chica del Smart se ayuda con el retrovisor para ponerse el
pintalabios y cuando lo hace se encuentra con mis ojos. Esta niña debe tener esa
boquita que en la mitad del labio superior se le forma un gordito de mucosa a lo
Penélope Cruz. Son esos labios a lo artista de cine, labios que se mojan con la saliva
del deseo. El deseo es lo que se imagina pero que no se tiene, son los dedos del
chico que impaciente acaricia a través de la pantalla de la televisión los labios de
colágeno de la diva que en technicolor le sonríe esplendorosa. Pero cuando el deseo
se cumple, queda esa sensación de vacío, de tranquilidad, de que todo lo que ha
entrado ha salido con la rapidez de la verdadera felicidad. Así me siento ahora,
cuando el ajetreo de la tarde en Barcelona me mantiene varado justo con el deseo
asomándose en la esquina de la impotencia. Todo sería diferente si por la mañana
hubiera estado a tiempo. Pero que va, nunca había tenido una noche tan llena de
sobresaltos. Creo que con las prisas me he olvidado contarles que soy fotógrafo.
Pero fotógrafo de verdad. Nunca seré partidario de esas camarillas digitales. Mi oficio
tiene mucho de artesanal. ¿Quién puede atreverse a comparar la magia del cuarto
oscuro, de las pociones secretas, con esa putería del Photo Show ? El asunto es que
tengo que viajar con frecuencia a la ciudad por un proyecto que traigo entre manos o
mejor dicho, entre ojos. Para no alargar la historia, les diré que se trata de uno de los
grandes placeres de la humanidad. La idea sobre esta cuestión me surgió en Londres.
Resulta que a alguien se le ocurrió poner aseos portátiles con paredes de cristal. Lo
exitoso del diseño es que, los cristales se construyeron especialmente para que sólo
sean transparentes para el que está adentro de la caseta. Para las miradas furtivas
las paredes son infranqueables. Con tan novedoso artificio óptico, se puede cagar a
gusto teniendo como paisaje el majestuoso palacio de Bukingham. La ocurrencia no es
mala, pero para mi gusto tiene un problema básico. Le roban el aire al que caga. Lo
asfixian en sus vapores putrefactos o le privan a cada quien de la libertad de oler lo
que quiera. Por donde se les vea, las paredes son un lastre para el gozo pleno de
cagar. Así que me dispuse a montar una exposición fotográfica para promover el aseo
al aire libre. Fundamentalmente, la muestra consta de diez placas en las que se mira a
hombres y mujeres defecando como Dios manda. La logística para el proyecto no fue
nada sencilla. Sólo imagínense lo complicado que resulta buscar una alcantarilla
cercana a un monumento histórico, en la que colocar una taza de baño. Porque en
este placer que nos ocupa, no hay lugar para actuaciones. O las cosas se hacen bien
o de plano mejor no. Está de más decirles, todo el trabajo psicológico previo que se
tiene que realizar para que el protagonista, liberándose de cualquier control social,
esté a sus anchas y pueda disfrutar sin inhibiciones del legítimo placer de cagar. Otra
vez la lentitud, como si nadie tuviera prisa en este país. Estoy tocando con furia el
claxon. Tengo un ataque de desesperación y contengo las ganas de estrellar mi auto
en el parachoque de la rubiecita. Hago el esfuerzo por mantener la calma. Calma es la
cualidad de dejar todo adentro. Evitar que la rabia salga. Apretar, contener,
aguantarse. A veces admiro a esas personalidades extrovertidas. Las que no se
guardan nada y echan todo para afuera en una especie de despeñe diarreico de
sentimientos. Tales sujetos deben cagar a plenitud y con mucha facilidad. En cambio,
pienso en los individuos tacaños, los que se pasan la vida atesorando el dinero, para
que luego al morir, otros lo disfruten a manos llenas. Estos tipos deben sufrir
seguramente de estreñimiento crónico. Son aquella gente, para la que la hora de
cagar debe ser un verdadero martirio. Los seres humanos deberían dividirse en
buenos y malos cagadores. Bajo tal sistema escalafonario no habría falla alguna. Rojo.
Calle preferente para el peatón. Odio a los gilipollas que a sabiendas de que llevan un
auto a sus espaldas, caminan con toda la calma del mundo. Obligan a que el
conductor les vaya levantando la cola. Como los pajes cargan entre sus manecitas
enguantadas la tela del vestido de bodas. Jamás debí aceptar el proyecto fotográfico.
Jamás debí dejar el piso con la urgencia con la que lo hice. Al soltar el embrague de la
Hyundai algo se afloja en mi interior. Desde el discreto tremor hasta la dentera
impúdica. No hay parte de mi cuerpo que quede libre del escalofrío. A pesar del clima
que hace afuera el sudor se vuelve una segunda y pegajosa piel. Finalmente se ha
terminado la fila y la cercanía del piso me pone impaciente. Ya rato que la rubiecita
tomó otro camino con destino a algún lugar donde tomar Cava y jugar Play Station.
Pierdo la concentración, ya no puedo distraerme con nada. Mi mente se ha vuelto
unitemática. De lejos veo el estacionamiento del Policlínico. Me estaciono como puedo.
Corro. Alguien me saluda. Lo ignoro. Con la prisa mi pie se llena de mierda de perro,
deberían ser más responsables los dueños para levantar los excrementos. El último
pensamiento sólo sirve para distraerme un poco. El dolor en el vientre es como un
calambre y la sensación de que he perdido la batalla me atormenta. Corro. Abro la
puerta del edificio, vivo en el tercer piso, segunda puerta. Las piernas me tiemblan,
escurro sudor. El elevador está arriba. Doy tres pasos a las escaleras. No se si
aguante el esfuerzo. Regreso al elevador. Llegaré no llegaré. Se abre la puerta del
ascensor. Entro. No atino a presionar el botón del piso. Subo. Vamos, vamos rápido.
Abro con dificultad la puerta del departamento. Corro, nadie puede alcanzarme.
Desabotono el pantalón, me preparo. Llegaré no llegaré. Me siento en la taza. Nunca
había tenido tanto placer en tan pocos minutos. Ni en la mejor corrida. Me vacío, en mi
cara se empieza a dibujar la mejor de las sonrisas. La risa se me desborda abundosa
al acordarme del euraco que me ahorré al no utilizar los aseos públicos. Desde la
ventana del baño, el atardecer pinta de verde el paisaje. La espera ha terminado.