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PROMESAS ELECTORALES Los carteles con las caras de los políticos empapelaban las paredes y colgaban de las farolas que cruzaban todas las calles y avenidas del municipio de Los Ricachones. Faltaban diez días para la celebración de las elecciones municipales, y éstas se presentaban muy competidas. Los votos de los vecinos estaban divididos a partes iguales entre los simpatizantes del actual alcalde socialista, y los del opositor, don Ramón, que lideraba el grupo político Partido del Bienestar. Fue al secretario de éste, Secundino, al que se le ocurrió la idea de intentar desnivelar la balanza a favor de su partido, recurriendo a los votos de los cientos de mendigos, indigentes y vagabundos que, debido a la gran incidencia de la crisis económica, los desahucios y el paro, pedían limosnas por las esquinas, dormían entre cartones en cualquier lugar o acudían a los comedores públicos para llevarse un plato de sopa caliente al estómago. A don Ramón le brincó su gran papada, asintiendo. Era una buena idea. Días después, el secretario estudiaba el listado de aquel colectivo. Iba marcando con una equis los nombres de los que figuraban en el censo electoral y estaban empadronados en el municipio. Calculó que serían suficientes y se puso manos a la obra. Pasó el rotulador fluorescente de color anaranjado por encima del nombre del que parecía ser el líder de todos ellos. Se llamaba Asensio, alias Carnicero. Un vagabundo de unos cincuenta años, alto y flaco, llegado de otro lugar. Según información recogida por sus colaboradores, presumía de tipo duro, de haber estado en chirona, y de entender de carnes. Su conversación favorita se basaba en explicar las diferencias existentes entre solomillo, codillo, entrecot, bistec, chuleta, filete... Estas palabras mágicas hacían chasquear la lengua de gusto a los hambrientos mendigos que le escuchaban con atención. Decidieron nombrarlo enlace y portavoz del colectivo de mendigos. Asensio se hinchó de orgullo. El primer asunto que le encomendaron fue que hiciera correr la voz de que todos los indigentes estaban invitados, el jueves próximo, a una fiesta política, al final de la cual habría paella y cerveza gratis. Don Ramón, pequeño y regordete, torció la nariz debido a las suaves emanaciones de los olores corporales de los allí presentes. Estrechaban su mano y le daban aduladores golpecitos en la espalda. Se subió a la improvisada tarima, montada

Promesas electorales

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Cómo las promesas de los políticos caen en saco roto

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PROMESAS ELECTORALES

Los carteles con las caras de los políticos empapelaban las paredes y colgaban

de las farolas que cruzaban todas las calles y avenidas del municipio de Los Ricachones.

Faltaban diez días para la celebración de las elecciones municipales, y éstas se

presentaban muy competidas. Los votos de los vecinos estaban divididos a partes

iguales entre los simpatizantes del actual alcalde socialista, y los del opositor, don

Ramón, que lideraba el grupo político Partido del Bienestar.

Fue al secretario de éste, Secundino, al que se le ocurrió la idea de intentar

desnivelar la balanza a favor de su partido, recurriendo a los votos de los cientos de

mendigos, indigentes y vagabundos que, debido a la gran incidencia de la crisis

económica, los desahucios y el paro, pedían limosnas por las esquinas, dormían entre

cartones en cualquier lugar o acudían a los comedores públicos para llevarse un plato

de sopa caliente al estómago.

A don Ramón le brincó su gran papada, asintiendo. Era una buena idea.

Días después, el secretario estudiaba el listado de aquel colectivo. Iba

marcando con una equis los nombres de los que figuraban en el censo electoral y

estaban empadronados en el municipio. Calculó que serían suficientes y se puso

manos a la obra. Pasó el rotulador fluorescente de color anaranjado por encima del

nombre del que parecía ser el líder de todos ellos. Se llamaba Asensio, alias Carnicero.

Un vagabundo de unos cincuenta años, alto y flaco, llegado de otro lugar. Según

información recogida por sus colaboradores, presumía de tipo duro, de haber estado

en chirona, y de entender de carnes. Su conversación favorita se basaba en explicar las

diferencias existentes entre solomillo, codillo, entrecot, bistec, chuleta, filete... Estas

palabras mágicas hacían chasquear la lengua de gusto a los hambrientos mendigos que

le escuchaban con atención. Decidieron nombrarlo enlace y portavoz del colectivo de

mendigos.

Asensio se hinchó de orgullo. El primer asunto que le encomendaron fue que

hiciera correr la voz de que todos los indigentes estaban invitados, el jueves próximo, a

una fiesta política, al final de la cual habría paella y cerveza gratis.

Don Ramón, pequeño y regordete, torció la nariz debido a las suaves

emanaciones de los olores corporales de los allí presentes. Estrechaban su mano y le

daban aduladores golpecitos en la espalda. Se subió a la improvisada tarima, montada

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en un claro del bosque, y por los altavoces que colgaban de las ramas de los árboles,

arengó a los hambrientos asistentes a que votaran al Partido del Bienestar. Repitió que

su slogan: “Bienestar para todos”, se refería a todos los vecinos del municipio, sin

excepción. Ricos y pobres. Por lo tanto estaba en condiciones de prometerles comida

caliente, techo donde dormir, dinero de las arcas municipales, protección para sus

puestos de pedigüeños, y un montón de mentiras más que se le iba ocurriendo a

medida que hablaba. Sus frases eran cortas y repetitivas, como si hablara a un grupo

de críos. En poco tiempo transmitió su mensaje de esperanzas para aquel grupo de

personas a las que la vida había abofeteado por diferentes causas, y que ahora sólo

tenían hambre. Al final del breve discurso, hubo aplausos. Fueron invitados a tanta

cerveza como quisieran, y a devorar las cinco enormes paellas, cocinadas

especialmente para los más necesitados del municipio. Con el platito de plástico en las

manos, éstos hicieron colas para repetir, hasta hartarse. Barriguita llena, corazón

alegre. Como colofón del mitin político, les recordó que su grupo se llamaba Partido

del Bienestar, y que votaran en las elecciones del próximo domingo para la alcaldía de

Los Ricachones, a don Ramón, el protector de los pobres.

Se celebraron las elecciones, y, como había pronosticado el secretario, los

votos de los indigentes decidieron su elección como nuevo alcalde.

La primera orden de don Ramón fue la de limpiar las calles de mendigos. Era

una vergüenza para una ciudad turística de lujo como Los Ricachones, verse infectada

por tanta gentuza. Constituían una plaga que daba un aspecto de miseria a la ciudad.

Mendigos, inmigrantes, pobretones… A todos los sin techo afectaba la nueva

ordenanza.

-El primer objetivo de mi mandato será el de convertir la ciudad de Los

Ricachones en destino turístico de lujo. Acogeremos con los brazos abiertos al turismo

VIP. Queremos que nos visiten potentados, millonarios, empresarios…

Los policías locales expulsaron a los pedigüeños de todas las esquinas. Incluso

cerraron las entradas bajo los puentes, donde solían dormir muchos de ellos. La

siguiente orden fue la de cerrar los comedores sociales por falta de presupuesto.

En el pleno municipal, el alcalde fue tajante:

-¡Que se vayan a otro lado! ¡Aquí no queremos vagos! ¿Vamos a permitir que

se convierta la ciudad de Los Ricachones en la ciudad de Los Pobretones?

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Semanas más tarde, arrellanados en el despacho de la alcaldía, don Ramón y

Secundino, hicieron bromas entre ellos, cuando les anunciaron que un hombre, que se

decía portavoz de los vagabundos, quería comunicarles el malestar del colectivo.

Cuatro largas horas estuvo Asensio en los pasillos del consistorio, a la espera de

que el señor alcalde o su secretario, se dignaran recibirle. Y por los comentarios que

escuchó, supo que ambos pasarían este fin de semana cazando en la finca particular

que don Ramón tenía en El Castañar. Percibió el desprecio con que le observaban

todos. Y los gestos de ascos que provocaba su estropeada indumentaria, con la vieja

gorrita de visera en lo alto de los encrespados cabellos que le salían por detrás de las

orejas, y su sucia barba canosa. Asimismo llegó a sus oídos las opiniones de los

ciudadanos. Se mostraban de acuerdo con la decisión tomada por el alcalde en el

último pleno de deshacerse de los vagabundos arrojándolos de la ciudad como si

fueran basura.

Los ediles ordenaron a la policía que lo echaran sin miramientos, y le

advirtieran que no volviera jamás a poner sus sucios pies en el ayuntamiento. Asensio

se resistió, gritando que él era el portavoz del colectivo de mendigos, y que el alcalde y

su secretario les habían prometido durante las elecciones que… Recibió ocho

porrazos, cuatro patadas en el culo y lo pusieron de patitas en la calle.

A pesar de sufrir aquel denigrante trato, Asensio escondió su humillación en lo

más recóndito de su ser. Cuando se reunió con sus colegas, les comunicó, con una

amplia sonrisa, que todo había ido estupendamente. Se había entrevistado con el

señor alcalde y su secretario, (ahora concejal de hacienda), y los había convencido para

que todo volviera a la normalidad. Y como se hacían cargo de que el gremio tenía

mucha hambre por el cierre de los comedores públicos, los invitaba a todos, sin

excepción, a un gran asadero en su finca El Castañar, el próximo sábado.

El viernes por la tarde, Asensio fue a echarle un vistazo a la finca privada de

don Ramón, perdida en medio del bosque. Era una gran casona rodeada de árboles.

Localizó un espacio entre las vallas que decía “Coto Privado de Caza” por donde cruzó

sin dificultad. Vio a un gran perro que, desde lejos, se lanzó contra él dando ladridos.

Parapetado tras un árbol lo esperó, y cuando el animal se detuvo, olfateando la tierra

que él había pisado, le asestó una cuchillada en el cuello. Pronto se hizo de noche.

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Ante unas botellas de vino, don Ramón y Secundino preparaban las escopetas

para salir de caza de madrugada. Los insistentes ladridos de los perros cazadores que

tenían atados en la parte de atrás de la casa, les hicieron salir, extrañados, a la poco

iluminada terraza exterior.

No vieron el perfil del hombre que permanecía inmóvil, escondido en el recodo

del porche. Inesperadamente, el concejal emitió un grito de dolor, se dobló por la

cintura y cayó al suelo. Don Ramón, a su lado, quedó paralizado, y abrió incrédulo los

ojos, mirando al vagabundo que hacía dos días había echado a patadas de la alcaldía.

El sábado, desde bien temprano, todos los mendigos del municipio de Los

Ricachones fueron llegando a la finca del señor alcalde. Encontraron las puertas

abiertas, dándoles la bienvenida. En las parrillas de tres grandes barbacoas, Asensio

asaba solomillos, bistecs, codillos y chuletas de jugoso aspecto. En la bodega

encontraron riquísimo vino embotellado de cosecha propia.

Aquello fue una verdadera fiesta. Los mendigos comieron y bebieron sin cesar

durante dos días y dos noches. Había carne y vino en abundancia. La borrachera les

hizo entonar alegres canciones infantiles con voces desafinadas. Algunos se volvieron

violentos y se dieron puñetazos. Otros rieron y aplaudieron como chiquillos. Y a otros

les entró la llorona. Durmieron la mona en cualquier sitio, y, recuperados, volvieron al

yantar y al beber.

Llegó el lunes. Extrañados de que el alcalde, y el concejal de hacienda, no

hubieran regresado aún de la cacería, ni contestaran a las llamadas telefónicas ni a los

mensajes del móvil, los familiares y concejales del ayuntamiento, decidieron

personarse en la finca.

Allí se encontraron a los cientos de indigentes de la ciudad, completamente

borrachos, tirados por todos los rincones. Se dirigieron a un grupo que brindaba una y

otra vez, ebrios:

-¡Viva el señor alcalde!

-¡Y el secretario! –Saltaba siempre el mismo, empinando el codo.

Cuando les preguntaron por don Ramón y Secundino, les indicaron con gestos

que el encargado de todo era Carnicero.

Asensio estaba tumbado a la sombra de un árbol, cerca de las barbacoas, con

una botella de vino en la boca. Miró con cómica expresión de borrachín a todas

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aquellas elegantes mujeres y hombres con corbatas, y se rió en sus narices. Antes de

responder a las insistentes preguntas de dónde y cómo estaban el alcalde y su

secretario, eructó sonoramente, se frotó la redonda barriguita, señaló las barbacoas,

donde aún crujía algún pedazo de carne, y contestó arrastrando las sílabas:

-Estaban…

-¿Cómo que estaban? ¿Qué quiere usted decir?

Asensio volvió a repetir lentamente, añadiendo con voz de beodo entendido en

el tema:

-No estaban buenos… El gordo tenía demasiada grasa… Y las carnes del flaco

estaban correosas… Tuve que echarles bastante condimento para quitarles el mal

sabor. Si quieren probarlo aún quedan algunos pedacitos ahí…

***

Nota:

Se advierte que éste no es el mejor procedimiento para acabar con los malos

políticos, ya que sus carnes están corruptas y producen retortijones en las tripas.