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«LA SiLFIDA DEL ACUEDUCTO», UN EJEMPLO ROMÁNTICO DE LITERATURA COMPROMETIDA La fundación del Diario Mercantil de Valencia (1834) por José María Bonilla, Pascual Pérez y Juan Arolas es el resultado local de una serie de circunstancias políticas, literarias y sociológicas en el ám- bito nacional. El «golpe de estado de la Granja» (septiembre de 1832) dio fin al régimen fernandino y, al desaparecer la mordaza ideológica que había oprimido al país —desterrando a unos e intimidando a otros—, puso en movimiento el espíritu revolucionario iniciado en las Cortes gaditanas y dos veces frenado en los veinte años siguientes. Proclamada Reina Gobernadora María Cristina, una de sus pri- meras medidas conciliadoras fue un decreto de Amnistía (15 de oc- tubre de 1832) en favor de los emigrados políticos. Con ello se inicia la liberación del régimen, se abren las puertas de la patria a los exi- liados de 1823 y el Romanticismo irrumpe en la literatura española como una primavera mucho tiempo intimidada por el frío último del invierno. Pero al regeneracionismo liberal, expresión de una mentalidad burguesa, se opondrán los defensores del viejo régimen, personifi- cado en la figura del hermano del rey, y que cuentan con el apoyo del campesinado apegado a las formas de vida tradicionales. El con- flicto entre ambas tendencias no es más que la radicalización de las dos facciones que dividían al país desde el principio de siglo, agravada ahora por el enfrentamiento armado. Sino que el poder ha pasado a manos de los que hasta entonces habían sobrevivido precariamente en la clandestinidad. Si se hubiera de caracterizar con pocas palabras esta época, em- plearía la fórmula dinamismo de fuerzas opuestas. En política, la lu- cha entre cristinos o liberales y carlistas en una guerra civil que, curiosamente, abarca los arios combativos del Romanticismo. En litera- Universitas Tarraconensis. Revista de Filologia, núm. 2, 1977-1980 Publicacions Universitat Rovira i Virgili · ISSN 2604-3432 · https://revistes.urv.cat/index.php/utf

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«LA SiLFIDA DEL ACUEDUCTO», UN EJEMPLO

ROMÁNTICO DE LITERATURA COMPROMETIDA

La fundación del Diario Mercantil de Valencia (1834) por José María Bonilla, Pascual Pérez y Juan Arolas es el resultado local de una serie de circunstancias políticas, literarias y sociológicas en el ám-bito nacional. El «golpe de estado de la Granja» (septiembre de 1832) dio fin al régimen fernandino y, al desaparecer la mordaza ideológica que había oprimido al país —desterrando a unos e intimidando a otros—, puso en movimiento el espíritu revolucionario iniciado en las Cortes gaditanas y dos veces frenado en los veinte años siguientes.

Proclamada Reina Gobernadora María Cristina, una de sus pri-meras medidas conciliadoras fue un decreto de Amnistía (15 de oc-tubre de 1832) en favor de los emigrados políticos. Con ello se inicia la liberación del régimen, se abren las puertas de la patria a los exi-liados de 1823 y el Romanticismo irrumpe en la literatura española como una primavera mucho tiempo intimidada por el frío último del invierno.

Pero al regeneracionismo liberal, expresión de una mentalidad burguesa, se opondrán los defensores del viejo régimen, personifi-cado en la figura del hermano del rey, y que cuentan con el apoyo del campesinado apegado a las formas de vida tradicionales. El con-flicto entre ambas tendencias no es más que la radicalización de las dos facciones que dividían al país desde el principio de siglo, agravada ahora por el enfrentamiento armado. Sino que el poder ha pasado a manos de los que hasta entonces habían sobrevivido precariamente en la clandestinidad.

Si se hubiera de caracterizar con pocas palabras esta época, em-plearía la fórmula dinamismo de fuerzas opuestas. En política, la lu-cha entre cristinos o liberales y carlistas en una guerra civil que, curiosamente, abarca los arios combativos del Romanticismo. En litera-

Universitas Tarraconensis. Revista de Filologia, núm. 2, 1977-1980 Publicacions Universitat Rovira i Virgili · ISSN 2604-3432 · https://revistes.urv.cat/index.php/utf

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tura. la contienda entre las nuevas generaciones y los últimos defen-sores del academicismo dieciochesco. En cuanto a la organización so-cial, la defensa de los principios de libertad, igualdad y propiedad sobre los que se basaba la nueva sociedad, estratificada en tres clases —ricos, pobres y clase media—, frente a la organización estamental del Antiguo Régimen. En economía, «en pocos años se pasa del in-movilismo a la más absoluta libertad económica, de la amortización y vinculación de los patrimonios a las fórmulas propias del mercado libre, e incluso se intentará aplicarlas en las relaciones económicas exteriores» 1 .

En el plano religioso, el distanciamiento entre el Poder y la Igle-sia, que venía manifestándose en los últimos años del reinado de Fer-nando VII como consecuencia de la actitud de éste hacia los libera-les, que las autoridades eclesiásticas consideraban errónea, desembocó en una etapa de tensión máxima entre la Santa Sede, que se abstuvo de reconocer la legitimdad de Isabel II, y el Estado. «Tras diversas tentativas de acomodo, el ministerio de Martínez de la Rosa se inclinó por la total ruptura diplomática. A partir de este momento, las rela-ciones entre el estado liberal y los cuadros eclesiásticos se vieron en-vueltos en un clima de radicalismo, que abocaría finalmente a la más profunda transformación estructural experimentada por la Iglesia es-pañola contemporánea» 2.

La escisión que en el clero venía desarrollándose entre los parti-darios de la potestad temporal y la religiosa se agudiza con las me-didas desamortizadoras de los bienes eclesiásticos que el gobierno li-beral puso en marcha. La exclaustración de los miembros de las co-munidades regulares que estas medidas trajeron consigo supuso la liberación de unos y la crisis de conciencia de otros.

Natural era que toda esta problemática situación tuviera su ex-presión literaria, en la que los acontecimientos se interpretaran desde el punto de vista personal. Una literatura de compromiso, a veces pan-fletaria. nacía como reflejo de la circunstancia histórica. Desde el fo-lleto de Espronceda, El Ministerio Mendizábal, hasta la visión hu-mana y sentimental del problema, todavía vivo en la figura del hermano Gabriel, que aparece en las páginas de La Gaviota, pasando por los

1. Miguel ARTOLA, La burguesía revolucionaria (1808-1869), en Historia de España Alfaguara, Alianza Editorial-Alfaguara, Madrid, 1973. T. V (p. 59).

2. José Manuel CUENCA, «Iglesia y Estado en la España contemporánea», en Estudios sobre la Iglesia española del XIX, Ediciones Rialp, Madrid, 1973 (p. 69).

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artículos de Larra 3, sin olvidar la curiosa obra de Fernando Patxot,

Las ruinas de mi convento, que publicada después de la novela de

Fernán Caballero continuaba fiel a la tradición romántica 3 bis.

En este contexto hay que situar un período de la vida de Juan

Arolas interesante por varios conceptos. El joven presbítero se ve en-

vuelto por la vorágine de los tiempos: cofundador del Diario Mer-

cantil, colabora en sus columnas no sólo como redactor de artículos

de fondo sino, sobre todo, como poeta. Abandona las corrientes cla-

sicistas de sus primeros versos y sigue con interés los pasos del nuevo

estilo, tratando de hacerlo suyo, poniendo tienda de romanticismo en

las páginas del periódico recién fundado, en que publicó en tantas oca-

siones, por primera vez, sus composiciones de asunto caballeresco y

oriental. Resuelto liberal, a él se deben casi todas las poesías ocasio-

nales dedicadas a María Cristina, a Isabel, a los acontecimientos po-

líticos y militares de la época de que se hace eco el Diario. Afiliado

así en la facción rebelde y revolucionaria, lleva casi hasta las últimas

consecuencias su compromiso con el liberalismo progresista en el

momento más agudo de las relaciones entre Iglesia y Estado, no du-

dando en escribir una de las obras más curiosas del Romanticismo

español en defensa de la desamortización de los bienes eclesiásticos

y de la exclaustración de las comunidades religiosas.

Sorprende, en efecto, que La Sílf ida del Acueducto 4 fuera la crea-

ción de un clérigo regular, quien no aprovechó, sin embargo, la opor-

tunidad de exclaustrarse, como lo hicieron otros compañeros de su

Orden 3. Su diatriba contra el poder eclesiástico, su crítica exaltada y

un tanto irresponsable de la conducta y la vida monástica no quedan

paliadas, por más que lo intentara. en la «Advertencia» antepuesta a

unos de los capítulos que con más dureza los atacaba 6.

3. Vid. Carlos SECO SERRANO, «La crisis española del siglo xix a través de la obra de Larra», en Obras de D. Mariano José de ... - B.AA.EE., Madrid, 1960 (es-

pecialmente. T. I, p. LXIV). 3 bis. Sin olvidar El Señor de Benbibre, de Enrique Gil. llamada acertadamente

«novela de la exclaustración» por el prof. PICOCHE (Vid. Un romántico español: E. G. y C. (1815-1846), Gredos, Madrid, 1978).

4. La Sílfida / del Acueducto. / Poema romántico / en diferentes cuadros / por / J. A. / (viñeta) /Valencia: /Imprenta de Jaime Martínez. Año 1837, 225 págs. (Citaré siempre por esta edición, conservando la ortografía).

5. Vicente Boix y Pascual Pérez, por ejemplo; muy vinculados ambos al movi-miento romántico en Valencia.

6. En efecto, al principio de «La Inhumanidad», el autor reconoce que «sabe apreciar aquellos monges (sic) que retirados del mundo se dedicaron a una vida angelical y a las letras, y a cuyo esmerado trabajo debe la antigüedad la conservación

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No obstante, con ser tan importante esta visión negativa del mo-nacato, la intención de Arolas en su largo «poema romántico» es la de escribir una apología de la libertad de la pasión amorosa aun cuan-do el siervo de Eros se haya comprometido a ser siervo del altar de Dics. Según esto. en La Salida del Acueducto coinciden dos posturas que se comunican entre sí: una es la toma de posición ante una cir-cunstancia político-social que afectó agudamente a la realidad espa-ñola en los últimos arios treinta del siglo pasado; otra cae dentro de lo estrictamente literario por cuanto fue tema común de los románticos que desarrollaron su actividad en un marco cultural católico.

Al margen de su calidad estética —escasa y desigual—, su estudio aporta datos curiosos sobre la manera de interpretar un período his-tórico por quien sufría en su propia carne el conflicto que literati-zaba. El plano histórico-objetivo se entrecruza continuamente con el individual-subjetivo en esta obra del poeta escolapio que representa, por un lado, el cenit de su crisis espiritual; por otro, el intento más ambicioso de su parte de conectar con la nueva escuela. Por ello, el análisis de La Sílfida... es útil para el filólogo como para el historiador.

Arolas situó su ficción narrativa en la Cartuja de Porta-Coeli. La dimensión temporal del argumento se centra en torno a 1820, año en que tuvo lugar la primera supresión efectiva de monaca-les, si bien los hechos a que hace referencia el autor en los dos últimos cantos de la obra ocurrieron realmente en 1835, cuando los monjes fueron obligados a abandonar su cenobio definitivamente. En cambio, las peripecias de los protagonistas parecen ser invención del poeta. Ni Tarín y Juaneda ni Lluch Arnal 8, que se han ocupado del tema, han podido encontrar datos que atestigüen la existencia de la leyenda antes de su elaboración por Arolas 9. Este situó en un lugar conocido

de las obras más apreciables» (p. 176). No demasiado alejadas en el tiempo ni en la intención son las palabras que Espronceda añade como nota al Canto V. Cuadro I, de El Diablo Mundo.

7. Francisco TARÍN Y JUANEDA. La Cartuja de Porta-Coeli (Valencia). Apuntes históricos. Valencia. 1897, Establecimientos tipográficos de Manuel Alpe (p. 112).

8. Emilio LLUCH ARNAL. «En torno a unas leyendas. Porta-Coeli, el Padre luan Arolas y don Vicente Boix». en Anales del Centro de Cultura Valenciana, XX (1952), núm. 29 (p. 36).

9. Es probable que nuestro poeta conociera diversas leyendas —o episodios reales— en que aparecen los elementos básicos de su creación: monje y/o mujer que viven el conflicto intimo entre la pasión amorosa y el amor divino en un monasterio. Las combinaciones posibles son muchas, pero en todos los casos la crisis surge como

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—al menos para los valencianos—, de renovada actualidad por haber

sufrido hacía poco las cosecuencias de la supresión de los conventos,

una ficción que se avenía muy bien con el anticlericalismo reinante

en 1837. La trágica muerte de los amantes y la apoteosis final del

poema estaban en la línea de las novelas y dramas románticos.

La Sílf ida del Acueducto consta de dieciocho cantos en versos

y estrofas diferentes que desarrollan la siguiente fábula:

Al morir su madre, Ricardo es obligado por su «fanático padre»

(pág. 21) a que profese en un monasterio («Los Votos») para rezar

el resto de sus días por la salvación de la que le «dio la vida con do-

lores» (pág. 21). Pero obedecer supone renunciar al amor de Ormesinda.

Queda planteado así desde el primer canto el conflicto en torno

al cual gira el argumento. Ricardo duda, mas finalmente se doblega

ante la voluntad paterna. Cuando se va a iniciar la ceremonia del ju-

ramento ante !a comunidad, las fuerzas de la naturaleza se desatan

para mostrar el desagrado con que el cielo contempla el acto. No obs-

tante se lleva a cabo porque interesa al prior recibir la cuantiosa dote

ofrecida por el padre del novicio.

Dejando a un lado lo fantástico y demagógico del relato de la es-

cena, es evidente que se trata de la descripción de una experiencia

vivida por el joven Arolas, cuando a sus diecisiete años profesó en

consecuencia de una falsa vocación religiosa. Naturalmente, los vestigios que se

hallan en las historias monacales que aludan a situaciones parecidas son difusas y

recalcitrantemente escuetas, lo que no deja de ser muy significativo. HERCULANO, en

el Prefacio de su Enrico el Presbitero (1843), justificaba su tratamiento imaginativo

del tema con estas palabras: «Esa crónica de amarguras ya la busqué yo por los mo-

nasterios, cuando éstos se desplomaban a impulso de nuestras transformaciones poli-

ticas: mas era un buscar insensato: ni en los códices iluminados de la Edad Media,

ni en los pálidos pergaminos de los archivos monásticos estaba ella. Bajo las losas

de los sepulcros claustrales había, seguramente, muchos que la sabían; pero las sepul-

turas de los monjes las hallé mudas. Algunos fragmentos sueltos, que en mis indaga-

ciones encontré, eran apenas frases aisladas y oscuras de la historia que buscaba en

balde: en balde, sí, porque a la pobre víctima, ya voluntaria, ya forzada al sacrificio,

no le era lícito gemir, ni decir a los venideros: --¡sabed cuánto he padecido!» (Cito

por la trad. española de Salustiano Rodríguez-Bermejo, Madrid, 1875, pp. 3-4). Lo

que el poeta portugués observaba en su país puede aplicarse también al nuestro.

A modo de ejemplo, sirva el siguiente fragmento del Liber de receptis del monasterio

de Poblet compuesto por el P. Joan Vallespinosa (m. c. 1638), que se conserva en el

AHN (Sec. Clero, ms. 13821, p. 31): e1548/ recepti sunt ad habitum./ fra Joan Bartholome de Vila-roja. / Estigué primer tres anys a la boceria i sis messos ./ al

novitiat. Era fadrina donzella i descobri-s al / abad i després al mestre, perqué no-s

pidia dissimular,/ en molts senyals. Ab molta honra la trageren de casa. (Amen, amen,

amen ?). (Prepara su edición y estudio el P. Alejandro Masoliver. Debo al P. A. Alti-

sent, O. Cist., esta información).

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la Orden de San José de Calasanz '0. En 1837, en plena crisis voca-cional, literatizaba una vivencia que recordaba y pitaba con las más negras tintas:

Con negra alfombra dejan bien cubierto A Ricardo infeliz ante las aras Para indicar que al mundo estaba muerto, A la pompa del siglo, á la grandeza Y á las delicias caras Con que brinda á los vivos la belleza.

Comienza el canto fúnebre que hiela La sangre con sus ecos funerales, La imagen del sepulcro desconsuela, Y el que yace en tan triste compostura Duda en momentos tales Si su muerte es soñada, ó si es segura.

(p. 29)

Al igual que Ricardo es forzado a renunciar a la pasión amorosa, Ormesinda ha de rendirse a los ruegos de su padre para que se case con el poeta Jaime Ortiz («El Cantor»), protegido por el tirano del Turia, a despecho de los valencianos que luchan por la libertad («Los Libres»). La doncella renuncia a su felicidad movida por el amor filial, ya que así salvará a Edelberto, su padre, de las iras del tirano, que le ha amenazado de muerte si se niega a conceder la mano de Orme-sinda a su candidato favorito. Pero cuando va a celebrarse el matri-monio, irrumpen en la ceremonia seis conjurados que dan muerte a Ortiz por traidor a la causa de sus paisanos («Las Bodas sangrientas»). Edelberto es encarcelado, sospechoso de conspirar contra su presunto yerno («El Calabozo»), mientras Ormesinda encuentra el medio de volver a ver a su amante por mediación de Mariposa («La Gitana») : acompañada de Elvira, amiga más que camarera, es conducida por la gitana a la choza de un ermitaño, retirado en las cercanías de la Cartuja. Roberto había gozado en otro tiempo del amor correspon-dido de Elvira antes de convertirse en anacoreta («El Ermitaño»). La oposición de los padres de ambos le decidió a retirarse a aquellas abruptuosidades, pero, ante la presencia de su amada, todo el edificio

10. Ramón CASTELLTORT, Sch. P., «El P. Arolas: Su recorrido humano y el rastro de sus versos», en Analecta Calasanctiana, IV (1962), núm. 7 (p. 136).

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de su renuncia se derrumba y los amantes, otra vez juntos, renuevan sus promesas.

Ricardo es amigo de Roberto. A veces da un paseo desde el mo-nasterio hasta el refugio del eremita y desahoga con éste sus penas de amor como lo haría el pastor de una égloga. También en esta ocasión en que las dos amigas gozan de la hospitalidad de Roberto, Ricardo repite la escena idílica de confidencias y lamentos. Su estado religioso no aplaca la fuerza del amor que siente por su perdida Ormesinda.

Compadecido por los sufrimientos de su amigo, Roberto descubre la presencia de ésta, que se arroja en los brazos de su atormentado amante. Y como momentos antes habían hecho el ex-ermitaño y Elvira,

renuevan sus juramentos amorosos («La Cruz») ante una cruz próxi-

ma, que se alza al pie de un sauce frondoso... Cae la tarde y Ricardo

tiene que regresar al monasterio. Ormesinda no se resigna y decide reunirse con él tras despedirse de Elvira («La Amistad»), a quien deja

con Roberto. La audaz enamorada ingenia el descabellado plan de

reunirse con su amante cruzando, en medio de una noche de amena-

zadora tormenta, el acueducto que llega hasta la Cartuja («El Acue-

ducto»). Cuando Ricardo ve aparecer a su amada en su celda, juzga milagro

la hazaña insólita. La noche de nuevo encalmada, presidida por el

«cándido semblante de la luna», es interpretada por los amantes como

serial aprobatoria del cielo, y se entregan al goce tanto tiempo retrasado

de su pasión. Sin embargo, las dificultades para la joven pareja no

han terminado: seguirán siendo víctimas de la crueldad y la incompren-

sión, encarnadas ahora en el prior —y no abad, como inexactamente

le llama Arolas— de la comunidad a que pertenece Ricardo. Este per-

sonaje, que verosímilmente podría ser una caricatura de alguien real,

de mal recuerdo para el clérigo y poeta, resulta poco convincente

—como lo son los demás personajes— e innecesariamente inhumano.

A la mañana siguiente del dulce encuentro, un monje que cava su

sepultura bajo la ventana de la celda del amor descubre la radiante

hermosura de Ormesinda. Horrorizado por el sacrilegio que certera-

mente sospecha se ha realizado, informa al Abad Arsenio de su hallazgo

(«El Cementerio»), quien dictará ejemplar castigo para el que ha trai-

cionado «el decoro y el respeto... a la túnica sagrada». Separados los

amantes, son encarcelados en «mazmorras oscuras», después de una

violenta discusión entre el abad y Ormesinda, que le vaticina días tre-

mendos para los monjes:

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Día vendrá ... (los cielos lo juraron)

Los pueblos abatidos

Que vuestro recio yugo soportaron

Alzando sus gemidos,

Os llamarán traidores.

Y lobos disfrazados

Con pan alimantados

de agenos sinsabores.

(«La Inhumanidad», pp. 180-181)

En el capítulo siguiente («El Veneno»), un «verdugo con hábito bendito» da a beber a la bella joven el líquido ponzoñoso que le oca-siona la muerte, y cuando Arsenio, acompañado de los monjes, se dirige en comitiva a darle sepultura, interrumpe la ceremonia fúnebre Edelberto, quien ha sido liberado de su prisión tras el triunfo revo-lucionaro («El año veinte»). Al ir al encuentro de su hija no halla más que su cadáver y, presa del furor, hunde su espada en el pecho del abad. Los demás monjes huyen despavoridos, olvidados de Ricardo, que muere de hambre en su mazmorra. El monasterio queda abando-nado por sus moradores y clausurado por los «padres del pueblo» («La expulsión»). El «poema romántico» termina con el entierro de los desgraciados amantes por Roberto y Elvira («El Sepulcro»), no sin antes aclarar Arolas que fueron recibidos en olor de santidad en un Olimpo pagano-cristiano:

A Ormesinda los dioses prepararon

Distinguido lugar y trono excelso

Debido a su hermosura y a la llama

Que alimentara en su sensible pecho;

Helena, hija de Jove, y Heloisa

Este supremo honor reconocieron

Cual justa recompensa a los dolores, Cual premio digno de esforzado intento.

(pp. 216-217)

Por el resumen que acabo de exponer se advierte que La &l' ida del Acueducto es un ejemplo más del viejo tema en la literatura cris-tiana del conflicto entre el celibato y la pasión amorosa. Con sensibles variaciones en el tratamiento, el «Debate de Elena y María», algunos milagros de Berceo, ciertos cuentos de Boccaccio, el «loco amor» del Arcipreste por doña Endrina, el locelyn de Lamartine, Eurico o Pres-bytero y el Monge de Cister de Herculano y la amplia representación

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que el asunto tiene en la novela realista-naturalista de la segunda mitad del siglo XIX " están en la misma línea.

Arolas partía, pues, de una tradición para llevar a cabo la com-posición de su novela versificada o poema novelado. Además contaba con el hecho cierto de los amores de Abelardo y Eloísa, puestos nueva-mente de moda desde el siglo anterior. Él mismo rindió tributo al tema en más de una ocasión, bien tratándolo como asunto principal del poe-ma, bien aludiendo a él. No cabe duda de que le obsesionaba. El cariz polémico y agresivo de su actitud era de palpitante actualidad.

La Salida del Acueducto tiene una estructura absolutamente no-velesca, tal como se entendía entonces el género. Basándose en unos datos de los que no puede dudarse, tales como la existecia misma de la Cartuja de Porta-Coeli, el marco geográfico en donde ésta se en-contraba y unos hechos históricos como son el gobierno de Valencia por el general Ello durante el absolutismo fernandino, la existencia de sociedades secretas, la revolución liberal de 1820 y el proceso des-amortizador de los bienes eclesiásticos con la consiguiente exclaus-tración de los miembros de las comunidades religiosas, Arolas crea una ficción en que el plano objetivo-histórico o colectivo coincide con el subjetivo-individual, es decir, los amores de Ricardo y Ormesinda. La relación entre los dos planos es continua, lo que redunda en la ve-rosimilitud de lo puramente ficticio. De sobra es conocido que esta técnica fue puesta en circulación europea por Walter Scott. El gran novelista escocés situaba el desarropo de sus obras en momentos crí-ticos de la historia de Inglaterra. Por medio de sus personajes verda-deros y verosímiles llegaba a la síntesis genial de la realidad histórica y la realidad verosímil que eran sus novelas " b".

Sin alcanzar siempre los resultados de Scott, el esquema por él inventado hizo furor en toda Europa y, con desviaciones mayores o menores, todos los que ensayaron el género histórico-novelesco tenían al autor de lvanhoe en la punta de los dedos. En España, el scottismo cobró carta de naturaleza a partir de la publicación de Los Bandos de Castilla o el Caballero del Cisne (1830), de Ramón López Soler, edi-

11. Recuérdense, sólo a modo de ejemplos, La faute de l'abbé Motzret, de Zola: O crime do Padre Amaro, de Eca de Queiroz; y. entre los españoles, El doctor Cen-teno y Tormento, de Pérez Galdós: La Regenta, de Clarín; Doña Luz, de Valera: La Fe, de Palacio Valdés: etc.

11 bis. Sobre ésto, léanse las páginas dedicadas por LUKÁCS a W. Scott en La novela histórica (trad. cast.), Edcs. Grijalbo, Barcelona-Buenos Aires-México. 1976.

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tada por Cabrerizo en su famosa Colección. Allison Peers 12 , Church-mann 13, Zellars 14 y Núñez Arenas 15 han estudiado minuciosamente los débitos de los españoles al creador de este procedimiento. De to-dos los citados, es especialmente útil para mi propósito el artículo del nombrado en penúltimo lugar, ya que pone en evidencia las afinidades existentes entre los recursos de la técnica de Scott para mantener la intriga novelesca y los empleados por los escritores españoles. Que Arolas use de algunos de ellos me parece más que sintomático para probar que tuvo presente en la redacción de La Síltida... la técnica de la novela histórica a la moda.

Uno de los recursos que Zellars destaca es introducir «astrólogos, videntes y curanderos u hombres avezados en el uso de pociones me-dicinales, en su mayor parte pertenecientes a una raza enemiga». Pues bien, la gitana Mariposa es del mismo tipo de personajes. Sin olvidar al abad Arsenio, cuyo nombre sugiere el del arsénico.

El ermitaño Roberto cabe dentro del apartado de «sostenimiento de la intriga por medio de la identificación tardía de los personajes», así como el patético encuentro de Edelberto con el cadáver de su hija enlaza con el recurso de la «reaparición de personajes que se supo-nían muertos».

Ormesinda aprovecha la noche para introducirse en el monasterio y, aunque no va disfrazada, como es requisito inexcusable en esos trances novelescos, a Ricardo, que contempla desde la ventana de su celda la tormenta que se ha desencadenado, le parece una visión so-brenatural. Finalmente, el personaje-bandido, protector de los opri-midos y de los pobres y enemigo sin cuartel de tiranos y ricos, está representado en La Sillida... por los «Libres», quienes dan muerte al «apóstata vil» Jaime Ortiz, a punto de desposarse con la heroina, que queda en libertad para acudir en busca de Ricardo, cumpliéndose así el concepto de justicia poética del poema.

Sin embargo, todos estos rasgos scottianos se mezclan con otro tipo o técnica novelesca, anterior al romanticismo propiamente dicho, aunque diera sus mejores logros dentro de la plena sensibilidad ro-

12. Emile ALLISON PEERS, «Studies in the influence of Sir Walter Scott in Spain», en Revise Hispanique, LXVIII (1926).

13. Philip CHURCHMANN, Emile ALLISON PEERS, «A Survey ot the influence of Sir Walter Scott in Spain», en Rey. Hisp., LV (1922).

14. G. ZELLARS, «Influencia de Walter Scott en España». en Reo. de Fil. Esp., XVIII (1931).

15. M. NÚÑEZ ARENAS, «Simples notas acerca de Walter Scott en España». en Reo. Hisp., LXV (1925).

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mántica. Me refiero a los contactos que La Salida del Acueducto mantiene con la novela sentimental. En efecto, los rasgos scottianos de la narración poética de Arolas pertenecen más a la estructura ex-terna que a la interna. Ricardo y Ormesinda tienen menos de la gran-deza épica que del lirismo sentimental de Atalá. Herman und Dorothea, The Giaour o Parisina. Son víctimas de la sociedad ante la que su-cumben pasivamente. No son sujetos de la Historia, sino que por el contrario son arrollados por ella. El talante combativo que se des-prende de la obra pertenece al narrador, al margen del comportamiento de los protagonistas. Ello da lugar a un desequilibrio que se mani-fiesta en la incoherencia general del poema, debido en parte a la im-pericia del autor para organizar los materiales con los que trabaja, y en parte debido a que se trata de una obra transicional en que con-fluyen varios géneros y varias corrientes literarias sin llegar a fundirse del todo. Esta mezcla caótica no deja de ser, en fin, resultado del desorden espiritual que a nivel colectivo e individual refleja esta «no.. velita poética».

Naturalmente, el desorden al que he aludido da lugar a un estilo ambigüo, en que las referencias paganas se confunden con las cristia-nas, la adjetivación neoclásica con la romántica, lo divino con lo humano ...

He aquí algunos ejemplos de muestra: 1. En la última cita de páginas anteriores se ha podido compro-

bar cómo Helena y Heloísa conviven en un mismo paraíso presidido por Jove.

Las citas mitológicas son abundantísimas: Venus, Cupido, Eos, Titón, Neptuno, Febo, Psiquis, Juno, Marte, Ariadna, Baco... Arolas utiliza la mitología como segundo término de comparación, como con-junto de símbolos morales o estéticos, es decir, como un poeta clásico.

Por el contrario, el Cielo cristiano tiene en el poema un sentido eminentemente religioso y no sólo estético, aunque en ciertos instantes traerlo a colación resulta poco ortodoxo cuando no sacrílego. Choca, en efecto, que los protagonistas, siendo Ricardo monje profeso, se juren amor eterno al pie de una cruz; o que éste se postre de rodillas para dar gracias por el feliz término de la aventura de aquella al cruzar el acueducto, y que los cielos aplaquen su furor como prueba de que bendicen el reencuentro... El Ser supremo que los monjes propician con sus oraciones hace prodigios en favor de los amantes. Como tam-bién choca que se deje oír una voz misteriosa de ultratumba, acusando al clérigo que denuncia a los jóvenes ante el prior. Cuando Ormesinda

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está a punto de morir, tras beber el veneno, el narrador no puede evitar una imprecación al Todopoderoso, que ha permitido tan cruel desen-lace para una criatura tan dulce y hermosa:

Eterno Ser, que en las terribles alas Del furioso aquilón sientas tu trono, Y que con faz benigna cuando place A tu inmenso poder, en fiel bonanza Mudas la tempestad que se deshace; Tú que eres de los justos la esperanza, ¿Por qué, Señor, los ayes y gemidos De la víctima triste no escuchabas? ¿Y por qué tus altares ofendidos Osó pisar sacrílego tirano? Dios de la magestad, ¿en dónde estabas? ¿Quién pudo detener tu justa mano?

(pp. 194-195)

Pero Dios no permanecerá ajeno a este crimen perpetrado en su nombre: para Arolas, la mano del Eterno causa las desgracias que se abaten sobre la Cartuja en los capítulos siguientes por mediación de los defensores de la Libertad. Ese es el sentido que tienen los versos siguientes:

En el olimpo el Padre Omnipotente Mostró con ceño su divina frente. Meditó la venganza en sus arcanos, El tiempo prefijó; del sacro templo Temblaron las columnas elevadas, Y enseñando piedad a los humanos Se apagaron las lámparas doradas.

(pp. 197-198)

Curiosa combinación de providencia y política, barroco dédalo de los planos espiritual y temporal, como agudamente ha señalado Cuenca Toribio refiriéndose a la política religiosa que por las mismas fechas en que Arolas componía La Salida del Acueducto legislaba el ministerio Calatrava 16.

Más tímida, pero también patente, es la combinación de lo cris-tiano con lo oriental islámico, como en el verso:

Urí (sic) bella, ángel de amor. (p. 110)

16. José Manuel CUENCA. La Iglesia española ante la revolución liberal. Edicio-nes Ríalo, Madrid, 1971 (Vid. especialmente pp. 38-48).

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2. El carácter transicional clásico-romántico de La Silf ida... se observa en el uso del epíteto. La adjetivación abusiva es una carac-terística romántica y en esta composición de Arolas hay una infinidad de ejemplos que avalan su filiación dentro de esa escuela. Pero el adjetivo expresivo, más que ornamental, o epíteto " tiene aquí una doble filiación, neoclásica y romántica. Es decir, unos pertenecen todavía a los que son frecuentes entre los poetas del setecientos, herederos a su vez de los tradicionales renacentistas, mientras otros son ya de uso clara-mente decimonónico. Esta confluencia de las dos corrientes estéticas es frecuente en el estilo de los hombres de la generación del escolapio. La retórica clásica pervive incluso en los más característicos repre-sentantes de la rebelión romántica, tal es el caso de Espronceda. En Arolas, en quien la rebelión no ocupa más que un instante de su vida —precisamente el que tiene su plasmación literaria en esta obra—, las dos tendencias no se funden en una fórmula armónica, y de ahí los contrastes y altibajos de La Silf ida..., que acaba por ser un fra-caso estético por su incoherencia.

Entre los epítetos tradicionales, figuran en el poema los que suelen acompañar al sol, a la luna y, en general, a los sustantivos que ex-presan noción de luz, en sentido figurado o no:

La blanca luna despejada queda (p. 11) De la esplendente y sosegada luna (p. 16) No volverá a la luz del claro día (p. 21) Cual busca la ardiente pira (p. 33) La luna rutilante (p. 38) Yo soy la clara estrella (p. 63) El puro rosicler de la alborada (p. 93) Que llegue el rosado albor (p. 104) Veamos sin nieblas tu cándida luz (p. 212)

También la noche forma sintagmas con epítetos de tradición clá-sica, lo mismo que otros sustantivos de equivalente carga significativa:

Tú puedes dar (...) .Consuelo, noche umbría, (p. 11) Caen las densas sombras de repente (P. 17) Cuando las negras sombras han huido (p. 32) A buscar en noche oscura (p. 133)

17. Uso el término epíteto con el mismo sentido limitado y riguroso que tiene en el utilísimo estudio de Gonzalo SOBEJANO El epíteto en la lírica española (Ed. Gredos. B.R.H., Madrid. 19702) y no en el sentido amplio con que lo utiliza Graves Baxter ROBERTS en The Epithet in Spanish Poetry of the Romantic Period (University of Ioura, 1936).

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Abundante representación tienen los epítetos con referencia a brisas

y vientos:

Quema sus carnes el sirio ardiente (p. 45) Auras suaves (p. 76)

'Cuán frescos y regalados Los céfiros en sus alas (...)! • (p. 127) Con los vientos bramadores (p. 136) Fluye con los sonoros aquilones (p. 143) Con alas raudo viento (...) (p. 144)

El atrevido embate de los euros (p. 215)

El mar, del que Arolas había dado ya en las Cartas amatorias "

una visión moderna, juvenil, casi actual, vuelve a ser considerado como

símbolo clásico de lo inseguro:

Que como el ponto airado (p. 26) Del ponto turbulento y proceloso (p. 37) Ni el proceloso mar, (...) (p. 51) Del anchuroso mar o los luceros (p. 207)

Mientras que los ríos y lagos son calificados subrayando sus trans-

parencias:

Tus aguas cristalinas, lago hermoso (p. 44) Al Tirano del Turia cristalino (p. 50) Y entre menudas guijas clara fuente (p. 214) En claras linfas de remansos frescos (p. 214)

La insistencia en el tópico del locus amoenus se encuentra también

referido al campo:

Cual en los días de abril hermosos Se tiende por campiñas dilatadas Enjambre de abejuelas susurrantes En busca de las flores Que brindan con sus plácidos olores

(pp. 198-199)

18. Aunque obra primeriza, fueron publicadas por vez primera en 1843, incluidas Poesías de D. Juan Arolas (Imprenta de D. José Mompié. Valencia, T. I).

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poblado de una flora y una fauna clásicas:

Y un olivar fecundo renunciaba (p. 29) Dulces manzanas, ciprios moscateles (p. 96) De los frondosos árboles que planta Rústica mano de colono esperto (sic) (p. 165) Valle de mirtos cuya fresca sombra Protege los narcisos duraderos (p. 216) Que con pausa arrastraron bueyes lentos. (p. 216) Del ruiseñor canoro (p. 71)

y de esencias bucólicas:

Esencias olorosas De lirios y de rosas (p. 144) Nos ofrece el cefirillo Blando aroma de tomillo (p. 157)

Finalmente, un número considerable de epítetos clásicos aplicados a otros campos nocionales: duros males (p. 22), tierno amor (p. 22), dulce encanto (p. 23), leve aliento (p. 25), tiernos abrazos (p. 30), de-licada tela (p. 33), sueño regalado (p. 37), dañina fiera (p. 38), sensible Elvira (p. 39), amoroso pecho (p. 40), corazón cuitado (p. 41), bruñida plata (p. 44), tigre fiero (p. 48), techo pajizo (p. 48), sensible paloma (p. 52), plácida armonía (p. 54), blando asiento (p. 55), esquivo due-ño (p. 56), gracioso encanto (p. 59), etc.

El epíteto enfático, tan frecuente entre los románticos, que lo ha-bían heredado de los últimos poetas del siglo anterior, tiene una nu-trida representación en La Sílf ida del Acueducto, en su triple valor positivo, intensificativo y negativo. A los primeros pertenecen los que figuran en los sintagmas: blanca nube (p. 20), altas bóvedas (p. 20), espaciosa sacristía (p. 20), venerables monges (sic) (p. 20), hermosos ojos (p. 24), santos muros (p. 25), místicos varones (p. 26), supremo Juez (p. 21), etc.

Entre los intensificativos pueden señalarse: duros eslabones (p. 24), negros carbones (p. 24), sepulcro eterno (p. 24), fatal momento (p. 27), alto cielo (p. 27), triste desventura (p. 33), cilicio duro (p. 41), hondas entrañas (p. 51), agudo puñal (p. 98), relámpago fugaz (p. 206).

Igualmente, abundan los epítetos de signo negativo, casi siempre contagiados de subjetivismo, con los anteriores, aunque predomina su valor enfático: mísero caído (p. 26), vil simulación (p. 27), mísero sayal (p. 35), vulgo necio (p. 47), miserable lodo (p. 97), túmulo in-fausto (p. 217). Vil, mísero y miserable se repiten hasta la saciedad.

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Junto a esta adjetivación de abolengo tradicional y transicional,

los epítetos subjetivos propiamente románticos, «que vienen motivados

por un sentimiento del alma del poeta, sentimiento que puede coincidir

con la totalidad de la cualidad expresada por tal epíteto o no coincidir

y ser puramente una efusión de la psique del poeta aplicada al ob-

jeto» '9. Unos expresan sentimientos de tristeza y melancolía:

Lánguido el cuerpo en triste compostura (p. 20)

Y con la vista errante y temerosa (p. 20) Mustio y sin vida en aterido invierno (p. 20)

La que en estéril llanto te merece (p. 21)

Y libre de funestas tentaciones p. 22)

Mientras el joven agitado llora (p. 25)

Que en triste desventura (p. 33) Su cuerpo desmayado (p. 37)

Lastimeros gemidos y sollozos (p. 78)

En amargo desconsuelo (p. 115)

Otros, actitudes apasionadas, enérgicas, de odio, crueldad e ira:

Que me mata Con su desprecio fatal (p. 34)

Y acero vibran vengador tus hijos (p. 51) Cólera dura (p. 52)

Ya sucumbió la infame tiranía (p. 201)

Como era de esperar en una obra que ponía el acento en su ca-

rácter romántico, el cementerio, el monasterio y, en general, los loci

horribiles tienen que ser forzosamente escenarios de la acción. De ahí

la abundancia de epítetos que insisten en el horror, en la lobreguez

funeral y en lo macabro:

Ocupas este sitio pavoroso (p. 13) Y sólo ostenta funeral tristeza (p. 13)

Y de su madre el lívido esqueleto (p. 24)

Cual fúnebres despojos (1,- 89) Del lóbrego y eterno calabozo (p. 100)

Hórrido vestido (p. 114)

Y búhos lloradores (p. 182) Tras su vuelo siniestro repetía (p. 190)

El sonido de lúgubre campana (p. 193)

En cambio, son escasísimos los epítetos que expresan indetermi-

nación o vaguedad, sentimiento típicamente romántico. En principio,

19. G. SOBEJANO, op. cit., 331.

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podría pensarse que se debe al espíritu apasionado que campea en el poema en las partes que no son de raíz neoclásica; pero se trata, sin embargo, de una característica general de toda la obra poética de Arolas que lo diferencia de sus contemporáneos 20 : apenas puede ras-trearse media docena de estos epítetos en La Sillida...: furor extraño (p. 86), mágicas delicias (p. 140), mágico torrente (p. 142), encanto feliz (p. 168 ) .

Para completar, en fin, este cuadro de aspectos léxicos en los que se comprueba el valor transitorio del texto que zarandamos, cabe se-ñalar aún dos rasgos más: uno, la persistencia de la flora clásica jun-tamente con árboles-símbolo propios del Romanticismo: ciprés y sauce; otro, también significativo, es la simultaneidad de alusiones a instru-mentos musicales representativos de los dos sistemas estético-cultu-rales que aquí se combinan: la cítara y el laúd.

3. Menos obvia, aunque igualmente comprobable, es la carac-terización transitoria de La Sílf ida del Acueducto desde el punto de vista métrico. Una obra de tanta extensión —más de 4.000 versos—daba pie a su autor para ensayar estrofas y metros variados. La com-binación de lo narrativo con lo lírico permitía una riqueza formal que, como era de esperar, muestra idéntica mezcla de tendencias neoclásicas y románticas que creo haber señalado más arriba.

A lo largo de los 18 cantos hay 6 tipos de versos —tetrasílabos, pentasílabos, heptasílabos, octosílabos y endecasílabos— y 12 estrofas diferentes, alguna que otra con ciertas innovaciones respecto a su pa-radigma, lo que puede interpretarse como síntoma de originalidad romántica. Propio de este movimiento es el uso de la redondilla («Las Dichas»), de los cuartetos alirados («Los Cipreses» y «El Acueducto»), de los sextetos («Los Votos», «Las Bodas sangrientas» y «El Cala-bozo») y de la seguidilla, en su doble versión simple y compuesta («La Gitana»). La estrofa sáfica, que es una pervivencia neoclásica en el Romanticismo, tiene su lugar en una parte del capítulo titulado «Los Libres».

El romance heroico, forma métrica de las Cartas amatorias, es usado ahora en cuatro ocasiones. Su empleo es más propio de la tra-gedia clásica y del poema épico del siglo xvin que del Romanticismo y, aunque algunos poetas lo usaron por entonces, sobre todo en su

20. Según indicó ROBERTS, op. cit., p. 124.

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primera época, «ya no es el verso que predomina», escribe acertada-mente Baehr 21 . Tampoco es propia del Romanticismo la silva, por más

que se encuentren cultivadores de esta forma no estrófica entre los contemporáneos de Arolas, quien en La la utilizó en las 15 se-

ries que constituyen el canto «El Veneno».

Sin embargo, a pesar de esta confusa mezcla «antico-moderna», la narración en verso del escolapio tiene un talante romántico rebelde y su valor histórico no puede pasarse por alto en manera alguna.

Rebeldía en el tratamiento del problema amoroso que plantea y en la actitud ante una cuestión que tan en lo hondo afectó a la Iglesia española y a sus relaciones con el Estado durante la pasada centuria. Hay que insistir enseguida que la peripecia argumental no guarda ninguna relación con la vida del autor. Lo autobiográfico del poema es, ante todo, la posición que adopta ante los acontecimientos histó-ricos, ante el problema concreto de la desamortización de los bienes eclesiásticos. Posición contradictoria, sin embargo, con su voluntad de permanecer fiel al compromiso de sus votos, mientras no se demues-tre lo contrario 21 bis. En mi opinión, este conflicto íntimo, del que no llegó a liberarse al escribir este furibundo ataque, se debe a la incidencia de su liberalismo sentimental más que razonado con su fe cristiana y su vocación sacerdotal. La unión de ambas tendencias en una mente clara hubiera dado lugar a un humanismo equilibrado y sin exclusio-nes: pero en él fue causa de una tempestad que, si pasó por períodos de calma, no llegó a despejar las amenazadoras nubes de su horizonte espiritual, abocándole finalmente a la locura.

Vagamente entrevió las bases de ese nuevo humanismo, aunque lo expresara con dicción que recordaba cualquier drama del Siglo de Oro:

21. Rudolf BAEHR, Manual de versificación española, Ed. Gredos. B.R.H., Ma-drid. 1970 (p. 224).

21 bis. F. GRAS Y ELÍAS, en sus Siluetas de escriptors catalans del sigle XIX. Seyuna séric (Barcelona, 1909), transcribe un diálogo entre Boix y Arolas en que éste se niega a abandonar los hábitos ante la insistencia del primero, que decidió exclaustrarse. Aunque todos los que es han ocupado del «caso» Arolas dan por cierta la continuidad de nuestro poeta en la vida conventual, Luis QUEROL Roso, en su ar-ticulo «Vicente Boix, el historiador romántico de Valencia» (Anales del Centro de Cultura Valenciana, XIX. 1951, p. 124), contradice, sin demostración alguna, esa creencia al afirmar que también se exclaustró, aunque por breve tiempo.

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Somos los hombres al nacer iguales. Sólo el orgullo mísero inventó Distinguir a los débiles mortales Por los dictados que el poder les dio.

15)

Arolas, extraordinariamente receptivo, no fue impermeable a la propaganda anticlerical que desde el ministerio del conde de Toreno los gobiernos siguientes lanzaron sobre la nación, so pretexto de re-solver problemas de índole socio-económica. Si a eso se añade el males-tar personal debido a su desencanto de la vida monástica y a un ex-ceso de actividades poco acordes con sus hábitos, lo que probablemente provocó el recelo de sus superiores, podemos establecer las coorde-nadas que explican el contenido ideológico de La Síltida del Acueducto.

En efecto, el poema presenta la lucha entre el poder establecido —económico, político, eclesiástico, moral—, es decir, la sociedad tra-dicional, y el individuo libre de convencionalismos. Naturalmente, en esta lucha desigual perece el hombre rebelado. Por supuesto, el plan-teamiento del problema se hace desde una perspectiva maniquea. Desde el punto de vista del autor, todo está organizado para subrayar esa oposición a través de dos series de palabras-símbolos con significados de sentido contrario.

Los votos de Ricardo son invalidados por el juramento de amor eterno a Ormesinda, porque aquellos fueron aceptados bajo coacción:

(...) al designio honroso El interés se opone del sonvento.

El padre de Ricardo prometía Cuantiosas SUIlldS en piadosa ofrenda Legar al monasterio en este día,

(pp. 28-29)

mientras que los votos que se hacen los amantes al pie de la cruz son el resultado de un sentimiento natural. (Obsérvese que esos versos citados llevan implícita la condena a la costumbre de donar riquezas a las ins-tituciones religiosas, lo que para Arolas podía explicar que las des-viaran de sus fines espirituales) :

Y que cuando mil horrores Siembra doquier su fiereza, Vence la naturaleza De los eternos amadores.

(p. 117)

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Paralelamente, Roberto y Elvira, que en la ciudad habían sido víc-timas de las rivalidades políticas de sus padres, triunfan y gozan de su amor cuando se encuentran en el campo, lejos del medio antinatural urbano.

Los conjurados luchan en defensa de la libertad contra la tiranía. La referencia a las sociedades secretas que tanto abundaron en los períodos absolutistas del reinado de Fernando VII queda de mani-fiesto en el capítulo «Los Libres». Estos son contrapunto del feroz tirano (=General Elio), de tan triste fama para los valencianos y a cuya muerte durante el Trienio se alude en estos versos:

Y si bebe su sangre un tigre fiero, Pronto verás al tigre sucumbir Del patíbulo vil sobre el madero Que ha causado otras veces su reír.

(P. 48)

Por toda la obra menudean las alusiones a la tiranía, representada por los poderes político, eclesiástico y familiar. Los epítetos que acom-pañan a los personajes-símbolo tienen siempre un carácter enfático escarnecedor: viles opresores (p. 116) se les llama en conjunto; in-sensibles seres, también (p. 120). La oposición entre opresión y sen-sibilidad es evidente.

El representante del absolutismo es llamado tirano del Turia, tigre fiero, déspota sangriento, déspota feroz, sultán tirano. El abad es hombre vil, sacrílego tirano, corazón villano y déspota sangriento, exactamente igual que el general Elio. El padre de Ricardo es fanático, bárbaro cruel, monstruo del Averno, padre despiadado, en fin.

Por contra, los personajes que sufren en los tres niveles corres-pondientes la autoridad de los anteriores son calificados siempre con epítetos idealizadores (tierno y sensible son los más abundantes) que señalan al lector cuál es el punto de vista del autor.

Para Arolas, quienes gobiernan abusan de su autoridad moral. Esto es evidente también, como es lógico, en las relaciones económicas entre dirigentes y dirigidos. El pueblo (=campesinado) no es más que ser-vidumbre de la gleba para quienes poseen la tierra:

Ciego el mortal sin disfrutar la lumbre Con que siempre le brinda almo saber, Se habitúa a la infame servidumbre, Sus derechos y honor sin conocer.

(p. 45)

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Ignorante de sus derechos humanos, privado de la libertad que da la instrucción —obsérvese cuán dentro de la ideología liberal bur-guesa están los versos citados—, su situación material no puede ser

más precaria:

Yace casi desnudo en las heladas En intratable estera por colchón, Cuando estufas y camas abrigadas Para los palaciegos poco son.

(p. 46)

Algo del Meléndez Valdés de «La despedida del anciano» resuena en ese cuarteto y en los siguientes del capítulo. Ahora bien, cuando Arolas escribía La Sillida..., el proceso revolucionario estaba en pleno desarrollo. Derrocado el absolutismo fernandino, los ataques contra el poder político no tienen sentido si proceden de un liberal identificado con los que gobiernan; en cambio, se mantiene el poder de la Iglesia, que los distintos gabinetes ministeriales de la regencia de María Cris-

tina tratarían de recortar, pretendiendo resolver el doble aspecto —po-lítico y econémico— que la situación nacional tenía planteada. Que-daba así la Iglesia española como una herencia del período anterior, en que la alianza del Altar y el Trono, sobre todo en los primeros años del reinado, había sido la base sobre que se asentaba la política de la monarquía restaurada, la misma que ahora el carlismo defendía con las armas al otro lado del Ebro.

El anticlericalismo más u menos latente desde principios de siglo —y aún de más atrás— se manifiesta con toda violencia en el acto ignominioso de la matanza de frailes del verano de 1834, acusados de ser los causantes de envenenar las aguas potables de Madrid, cuan-do lo que realmente provocaba la muerte de los madrileños era la epi-demia de cólera que había irrumpido con toda virulencia en el terri-torio nacional después de declararse en Francia. Pero por lo que se refiere a la actuación legislativa del Gobierno —el lamentable suceso ocurrió durante el ministerio de Martínez de la Rosa—, no se llegó al grado que alcanzó en el ministerio siguiente. En efecto, «el paso por el poder del conde de Toreno marca un jalón de indudable relevancia en el desarticulamiento de las estructuras religiosas del Antiguo Ré-gimen». Y más abajo, sigue escribiendo José Manuel Cuenca: «Los decretos del equipo ministerial del conde de Toreno abrirán un ciclo de persecución contra los miembros del estamento eclesiástico sin pa-

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ralelo hasta entonces en la historia española» ". Por una Real orden del 25 de julio de 1835 se decretaba la supresión de monasterios y conventos que tuviesen menos de doce religiosos profesos y que no llegaran a dos terceras partes los que fuesen de coro. Se apoyaba esta decisión, según reza el escrito, en el «aumento inconsiderado y pro-gresivo de monasterios y conventos, el excesivo número de individuos de los unos y la cortedad del de los otros, la relajación que era con-siguiente en la disciplina regular, y los males que de aquí se seguían a la Religión y al Estado» ". De esta orden se excluían las casas de los escolapios y los colegios misioneros para las provincias asiáticas, pero se daba toda clase de facilidades a aquéllos que voluntariamente quisieran exclaustrarse, lo que aprovecharon Vicente Boix y Pascual Pérez, ambos publicistas, poetas y amigos y compañeros de religión de Arolas. Su profesión de liberalismo en momento tan crítico no sería grata a las autoridades eclesiásticas de que dependían, y no parece dudoso suponer que las ideas de aquéllos influyeran decisivamente en la mentalidad de éste, más inclinado a ensoñaciones hasta enton-ces inocuas, colocándole en difícil posición dentro de la Orden.

Pero la escalada de la legislación eclesiástica llegó a su punto culminante durante el ministerio de Mendizábal. El 11 de octubre, cuando todavía no hacía un mes que el judío gaditano había sido nom-brado primer ministro, emitía un Real decreto por el que se suprimían «todos los monasterios de órdenes monacales». Se exceptuaban pro-visionalmente algunos, si en ese momento estuvieran abiertos.

De los cartujos, sólo quedaba fuera de la supresión el monasterio del Paular. En Valencia, se cerraban los de Portacoeli, Benaguacil y La Puebla. La fuerza revolucionaria en las provincias era tal que, antes de que se publicara el decreto, la Cartuja en que Arolas sitúa la acción de La Sílfida... había sido abandonada por los monjes el 27 de agosto, «obligados por los revolucionarios jefes políticos que gober-naban la provincia, quienes dieron sus órdenes de supresión antici-pándose a la ley» 24.

El ambiente general de anticlericalismo es visible en la obra del escolapio. Dentro de la línea de la legislación más reciente, se acusa al clero de gozar dolosamente de los frutos del trabajo de los demás:

22. J. M. CUENCA: La Iglesia española... (pp. 28 y 29). 23. Apud CUENCA, La Iglesia española... (p. 29). 24. TARÍN Y JUANEDA, op. cit., p. 112.

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«LA SiLFIDA DEL ACUEDUCTO» 189

¡Misero agricultor! tú has trabajado,

¿Quién recogió los frutos del sudor?

El limosnero humilde se ha llevado

Cuanto dejó el altar y tu señor.

A bandadas los legos mendicantes

Ofreciéndote gracia celestial

Rodearon tus eras abundantes.

Y perdiste el sustento temporal.

(p. 47)

Para salir de la postración se necesita dar al traste con este abuso

a través de una revolución, la del año 20. (No se olvide que la narra-

ción de los hechos se sitúa en esa fecha, aunque el espíritu que la anima

sea el del liberalismo progresista de 1836) :

El despotismo muerde en su despecho

El suelo que infamó: como serpiente

Que pació mala yerba. torpe pecho

Arrastra en su martirio lentamente.

Se postran y fallecen a su lado

La hipocresía vil que su semblante

De máscara mentida ha despojado.

La ignorancia y el crimen arrogante.

(pp. 201-202)

Absolutismo y poder ek.lesiástico son vencidos por los hijos de la li-

bertad:

Arde en las almas de entusiasmo el fuego

Y al claro son de las músicas festivas

Suben los nombres de Quiroga y Riego

Al alto Olimpo con alegres vivas.

(p. 202)

Escrita en 1837, La Sílf ida del Acueducto acentúa el propósito

anticlerical, ya que el fantasma del absolutismo había quedado des-

plazado en el campo isabelino a un enemigo concreto, el carlismo, mien-

tras que el poder eclesiástico actuaba, según la opinión general en-

tonces, como un enemigo oculto que favorecía a los partidarios de-

clarados de don Carlos. Toda la legislación relativa a la fidelidad del

clero a la causa de la Reina-niña no tenía otra intención. En esa idea

abundan los versos siguientes:

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190 LUIS F. DÍAZ LARIOS

Escondeos, que ya son conocidos El fin y los intentos Que de santa apariencia revestidos Abrigan los conventos: Son la columna fuerte Del duro despotismo, Son centro de egoísmo Y el caos de la muerte.

(p. 181)

Por eso, la justicia poética (?) se cumple de igual modo para el perscnaje que simboliza la jerarquía eclesiástica, el abad Arsenio, que muere violentamente a manos de quien había sido perseguido por el despotismo político —Edelberto—, que para el general Elio, muerto en el cadalso por el mismo pueblo que oprimió. Las dos formas de ti-ranía scn aniquiladas por quienes han luchado por la Libertad. Cier-tamente, la actitud de Arolas es poco reflexiva y sólo es explicable si se tiene en cuenta la época turbulenta en que le tocó vivir.

La exclaustración de los monjes se convierte en el poema en el símbolo de la nueva era:

O muros! ¡o claustros, moradas de muertos!... Ordenan los padres del pueblo, y la ley, Que vuestros hogares se queden desiertos Sin gefe tirano, sin mísera grey.

(p. 209)

A la tiranía ha sustituido el gobierno representativo de «los padres del pueblo», que actúan de acuerdo con la ley.

Sin embargo, en el capítulo de «La Expulsión» hay una simpatía abierta por los monjes ancianos, para los que la proscripción suponía un verdadero trauma psicológico que Arolas adivina y expresa con ternura:

Un tímido monge llamado Benito Más puro que lirios y blanco jazmín, Paloma sin mancha del claustro bendito, Que vive en el suelo como un serafín; Besando la tierra que vio tantos años Su místico celo, su vida egemplar, Temiendo del mundo los pérfidos daños, Ya tiene por suerte gemir y llorar.25

25. Que Arolas estaba bien informado de cómo sucedieron los acontecimientos en la cartuja de Porta-Coeli lo demuestra, entre otros detalles, esa viñeta del amonge Benito». TARÍN Y JUANEDA, op. cit., p. 112, cuenta algo que se parece sustancialmente

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«LA SíLFIDA DEL ACUEDUCTO» 191

Plantea a grandes rasgos el doloroso aspecto que tendrá el mo-nasterio abandonado, pero pasa por alto lo que de barbarie había tam-bién en la expulsión y, sobre todo, en el modo de llevarla a cabo. No interesaba para sus fines ocmbativos fijarse en los aspectos repro-chables.

No obstante, el furor revolucionario que enardeció el ánimo na-turalmente pacífico de Arolas duró tan sólo un instante. Lo demuestra el hecho de que unos meses después publicaba en el Diario Mercantil (8 de enero de 1838) «¡Fue un convento!». Debió de sentirse anona-dado cuando la censura eclesiástica, como no podía ser menos, prohi-bió la lectura de La Salida del Acueducto. Incluso se ha dicho que, arrepentido de haber escrito este ataque frontal, se afanó en destruir cuantos ejemplares pudo recuperar de su «poema romántico». Lo que cobra visos de verosimilitud hoy al comprobar qué difícil resulta dar con uno. Es un libro rarísimo y ello explica que sea tan poco conocido, además de que Lomba y Pedraja le colgó el sambenito de apoteosis del amor sacrílego 26, sin reparar en que se trataba de la aportación española a un tema que apasionó a los románticos europeos, siempre tan preocupados por plantear el conflicto de época entre la realidad y el deseo.

Arolas, arrastrado por el sentimiento de culpabilidad que vivió tras dar a la imprenta su obra y las reacciones que produjo en los que respetaba y obedecía por encima de sus rabietas, volvió sobre sus pasos: «¡Fue un convento!» era la autorréplica a todo lo que de de-magogia había en La Síliida... Pasado el entusiasmo de los primeros

momentos de la desamortización —ni Espronceda ni Larra fueron tan ingenuos—, cuando sus defectos se hacían más evidentes, este clérigo indeciso no pudo menos de sentir —ya que su capacidad de argumen-tación no fue nunca extraordinaria— el daño que había hecho a sí mismo y a la institución a que pertenecía con atormentada vocación. La afición romántica por el paisaje de ruinas aparecía en esta com-posición matizada por el sentimiento religioso que lamentaba el aban-dono de un lugar consagrado a la Divinidad:

a lo literatizado por el escolapio, haciendo referencia a «Uno de los hermanos legos, que se había quedado como custodio, tuvo que huir ante la actitud de las turbas».

26. José Ramón LOMBA Y PEDRAJA, El P. Arolas. Su vida y sus versos, Madrid, 1898, Sucesores de Rivadeneyra (pp. 105-116).

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192 LUIS F. DiAZ LARIOS

Era un convento, era un altar, Donde llora el desvalido, Yo lloré, volví a pasar Y era polvo consumido. Que también me hizo llorar.22

Hay muchos versos significativos en este último poema que ilus-tran y confirman mi hipótesis:

El artifice construye La morada de Sión,

Llega el pueblo, y la destruye.

El tosco sayal fue un día Ropaje de honor y aprecio

Hoy lo fuera de desprecio Y el saco de la ironía.28

Todo lo santo y digno de devoción ha sido abandonado, arra-sado. En pie queda una cruz, como símbolo de la fe duradera y tes-timonio de los que por amor a Cristo renunciaron a los placeres del mundo:

Ved las tumbas, ellas son La Iglesia que nos predica.29

* * *

Para concluir, resumamos cuanto se ha ido exponieno hasta ahora. La Salida del Acueducto es la expresión literaria de una crisis nacional. En esta narración en verso alienta el espíritu de un liberalismo pro-gresista que tuvo su momento álgido en la revolución de 1836. El autor, que hizo profesión de liberalismo durante toda su vida, como lo de-muestran las muchas composiciones circunstanciales que publicó en el Diario Mercantil con motivo de fastos políticos y militares, vivió esta crisis como suya. Pero fue sólo un relámpago: después, arrepen-tido, trató de superarlo evolucionando hacia un moderantismo acorde con los nuevos tiempos. La brevedad estuvo en consonancia con la intensidad de su rebeldía, que se demostró violentísima contra una clase social poderosa, de la que al fin y al cabo formaba parte.

27. Poesías cabellerescas y orientales. Cabrerizo. Valencia, 1840 (p. 279). 28. lbidem, p. 279. 29. lbidem, p. 284.

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«LA SiLFIDA DEL ACUEDUCTO» 193

En el instante en que la Iglesia española declinaba, falta de la auto-ridad moral e intelectual que en otras épocas había tenido, debilitada además por las deserciones frecuentes de muchos de sus miembros, precisamente aquellos que por su juventud podían revivirla, La Salida del Acueducto era un ataque desde dentro. El marcado acento liberal que tuvo el Romanticismo español se hace palmario una vez más, y eso explica que la Iglesia de España no pudiera valerse de dicho mo-vimiento como sí se aprovecharon de él los católicos franceses 30.

Luis F. DÍAZ LAR1OS

30. Vid. R. CARR, España 1808-1939, Ariel, Esplugues de Llobregat (Barcelona), 19702 (p. 177).

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