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Real San Agustín Historia vivida o imaginada por David Flores Morales y contada para beneplácito de los herederos de esas batallas.

Real San Agustín

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Crónica de una época de pasión futbolera en los llanos de la colonia Bondojito, años sesenta, narrado por su protagonista David Flores Morales, mi hermano y maestro. Descansa en paz.

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Historia vivida o imaginada porDavid Flores Moralesy contada para beneplácitode los herederos de esas batallas.

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A las tres Antonias: mi madre,

mi hermana y mi hija.

Y a todos los del Real San Agustín, por supuesto.

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n el noreste de la ciudad de México, entre La Villa y el bosque de San Juan de Aragón, se encuentra la Colonia Belisario Domínguez, cuna del equipo in-fantil de fútbol Real San Agustín hacia finales de los

años 60s del siglo pasado.En la calle Norte 66, vecina de la Colonia Bondojito,

solíamos reunirnos para jugar el juego de temporada: el papalote, el yoyo, el trompo, la matatena, el bote pateado, las coleadas, tacón, tragapalito, el burro castigado, el burro tamaleado, las escondidillas y otros juegos que tan pronto inventábamos, olvidábamos, pero el juego que coronaba nuestras andanzas siempre era el fútbol.

La media calle era nuestra cancha; las porterías, unas piedras; las gradas, las banquetas; y la pelota, una Salver de plástico. Cuando el territorio estaba ocupado por las niñas que jugaban voleibol o los jóvenes que echaban una cascarita, nos íbamos al camellón de Oriente 95 donde ar-mábamos un equipo y jugábamos contra niños de cuadras aledañas que de eso pedían su limosna.

Jugar en el camellón tenía la ventaja de que había pasto, pero también el inconveniente de que en una salvadora barrida o en una heroica atrapada, corríamos el riesgo de levantarnos ya no sólo con el pantalón roto sino premiados con mierda de perro o mojón de borracho, cuando no con

un vidrio de cerveza Caguama o de tequila Sauza encajado en el cuerpo.

Pero todo se soportaba con tal de jugar de corridito y sin el temor de que voláramos la pelota a la casa de La Morada o del Soldado, de que rompiéramos el cristal de una ventana o le propináramos un pelotazo a un malhumorado peatón.

Si pasaba La Julia todos corríamos muertos de miedo a guarecernos. Los gendarmes sólo se detenían para asus-tarnos, puesto que no éramos –por pequeños- el botín apetecido. Además, pencas de jóvenes de La Joya, La Ma-linche, La Gertrudis Sánchez y La Bondojito -recogidos en la razia- se hacinaban como sardinas Calmex en las malo-lientes camionetas, desde cuyas ventanillas se asomaban jovencitos de mirada triste y asustada que iban a parar a La Vaquita, donde tendrían que pagar 150 pesos o purgar tres días de arresto por el crimen de jugar fútbol en la calle de un barrio sin parque público.

Después de cada partido nos tendíamos boca arriba en el pasto a mirar el cielo, la forma de las nubes y las parva-das de patos y golondrinas que aún volaban por la ciudad. Los atardeceres eran propicios para fantasear, y las fantasías colectivas tiran a seducir a “la realidad” y transformarla.

La emoción de poder llegar algún día a jugar en una cancha hecha y derecha, con sus postes y travesaños y sus áreas pintadas de cal, con uniforme y zapatos taconeados, incubaron poco a poco en nuestros cerebros y corazones. Sólo faltaba la chispa de una propuesta para hacer realidad el sueño que todos soñábamos.

EReal San Agustín “Desperté de ser niño: nunca despiertes…”

-Miguel Hernández, Nanas de la cebolla-

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Nace un equipoDespués de haberle ganado en un volado al merenguero (una de cal por todas las de arena), degustábamos los me-rengues, sentados en la banqueta y recargados en la pared, junto al poste de luz. El curso escolar había terminado y necesitábamos planear las actividades que suplieran la siempre ardua tarea de arrastrar el lápiz.

Algunos padres, dada su experiencia en vacaciones anteriores, ya nos tenían asignadas las labores que ahuyen-taran “los malos pensamientos y las peores acciones”. Los mayores tienen un raro concepto de las vacaciones, de los días muertos: “Descansar haciendo adobes.”

Nosotros nos ateníamos a lo dicho por el Licenciado Cor-tés: “La ociosidad es madre de todos los inicios, si no, que lo diga el sabio Arquímedes, quien logró medir el volumen de los cuerpos -irregulares- al iniciar un placentero baño en la tina colmada de refrescante agua (‘¡Eureka, eureka, lo encontré!’, dijo, cuando al meterse a la tina de baño, vio que el agua que se derramaba representaba el volumen de su encuerado cuerpo); o el ocioso Newton, que cuando retozaba a la sombra de un frondoso manzano, le cayó una de Adan y Eva y así inició su teoría de la gravitación de la Tierra.”

Nosotros, a la sombra de un firme poste de luz y sin habernos bañado (no era sábado), iniciamos la gesta de fu-turos campeones:

-¿Qué van a hacer en las vacaciones?-Tirar basuras, quiero comprarme unos tenis Risco.-Mi papá me va a fletar de macuarro en la obra.-…-Le voy a ayudar a Joaquín en el puesto de periódicos.-Me van a llevar a Veracruz con mi tía Chabela.

-Voy a vender chicles en los camiones, le saco el triple de ganancia a una caja, y si me pongo almeja la termino en una tarde.

-Nosotros vamos a pedirle trabajo al Don en su dulcería.-Mi mamá quiere que me inscriba a un curso de dibujo

y de inglés.-¡Pollito, chiken; gallina jen; lápiz, péncil y pluma, pen!-¡Cállate, grandísimo pen…!-Me van a llevar a regularizar… ¿no ven que reprobé?-A mí, la maestra Clementina me la sentenció: que si no

me aprendía las tablas me regresaba a segundo… y ya me las aprendí: dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis.

-Ésa es una suma, güey.-No es cierto… es un cha-cha-chá. -Mi primo el Catrín me invitó a entrenar con su equipo

de fútbol de la Liga del Parque Calles.-¿Tiene un equipo ese ñero?-En segunda infantil, juegan los sábados.-¿Qué uniforme llevan?-Está bien piocha. Es blanco con rayas rojas, como el

del Necaxa.-¿Echamos una cascarita?-¡Va!-¡Yo quiero ser el Jamaicón Villegas!-¡Yo el Potro Gutiérrez!-¡Yo Soy el gansito Aarón Padilla!-¡Yo el Charro García!

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-Es mejor el ruso Lev Yashín, la Araña negra.-¡No, el Tubo Gómez!-Mejor la Tota Carbajal.-¡Párenle que ahí les va su Garrincha!-¡Mangos, abran paso al Amarildo!-¡Cállensen! que llegó su rey: Elson Arantes De

Nacimiento ¡Pelé! Nomás.-Edson, su majestad; se dice Edson, güey.-Más respeto al monarca, plebeyo. ¡Ah! es Do Nasci-

mento, mi rey, no sea burro.-No me cabulién, carnalitos, yo no sé inglés como us-

tedes, mejor ahí muere.-Pérensen, se me está ocurriendo una idea.-Suéltala.-¿Por qué mejor no formamos un equipo de fut de a

devis?-… ¿Con uniforme y toda la cosa?-¡Oh!-¿En una cancha oficial?-¿Tú qué crees, carnal?-¿Y zapatos con tacos?-Con tacos, enchiladas, chilaquiles, pambazos, sopes,

memelas, tlacoyos, quesadillas y chicharrón con pelos ¿quieres un taco?

-¿Con álbitro?-Con árbitro, mi niño, aunque esté crudo o pedo, pero

eso sí con silbatito y tarjetones para el que se quiera pasar de verdolaga.

-…

-¡ Juega!De ahí pa’ l real, no soltamos la cola del marrano,

aunque nos zurrara la mano. Todo era cuestión de tiempo. Nuestro ocio ocupado era oro molido para nuestros pa-dres, sólo faltaba convencer a la dulce Santita que ya estaba a punto de turrón.

-No, muchachos, no nada más es enchílame esta gorda.-Ándele, Santita, patrocine al equipo, le prometemos…-De lengua me como un plato, muchachos.-Ya tenemos la alineación.-¿Cuántos jugadores se han juntado?-Ocho, pero podemos invitar a mi amigo Toño y a su

hermano Ramón que viven enfrente de la Secundaria 57.-Mi primo Beto, El Chato, también quiere.-Hay que decirle al Chueco, al Gringo y al Gogó.-¡Sí, también a los Gogós, antes de que se cambien! -Tendríamos, ejem, tendrían que importar algunos ele-

mentos; para formar la banca, digo.-Yo traigo a Bernardo y a Mario Alberto que van en mi

salón.-Por cierto, ¿cómo salieron en la escuela?-…-… Bernardo y Mario Alberto muy bien, son reteapli-

cados.-No se hagan, me refiero a ustedes.-Yo… reprobé, pero voy a regularizarme.-Yo pasé año… de panzazo, pero pasé.-A mí me escogieron de abanderado.-Bueno, déjenme pensarlo; no se los aseguro.-¡Ehhh!

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El debutEra sábado, día de baño y víspera del debut del Real San Agustín en el torneo de fútbol segunda infantil de la Liga Bondojito. El día más deliciosamente largo de nuestras vidas. Respirábamos fútbol, transpirábamos fútbol, soñá-bamos fútbol.

Quizá jamás vuelva a sentir como en esos días esa pertenencia al grupo, desinteresada, ingenua, total, pura. El mundo nos pertenecía. Le pertenecíamos. Si existe el paraíso, aquel sábado nos aposentamos en una parte de él, sin saberlo.

Incansables, preparamos el ajuar, ensayamos la es-trategia, nos aconsejábamos. Cuanta peregrina idea se nos

ocurría la planteábamos a Santita. Ella fue nuestra patroci-nadora, guía y consejera. Santita era una joven de 20 años, morenita, de figura delgada y voz suave, y una paciencia y tolerancia que hacía honor a su nombre, andaba de novia de un tal Adán, que nos caía gordo. Nunca antes como ese día se abrió y cerró la puerta del número 5125 en la calle Norte 66, casa de Santita. Sólo 30 años después, en el fu-neral de Toñita, su mamá, se vería tanta gente entra y sale.

Una chulada de verbena que no cesó hasta que llegó la hora de dormir. Los que lograron conciliar el sueño y los que no pegamos el ojo esa madrugada, soñamos en redon-do y a gajos de cuero repujado.

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quel domingo de nuestra infancia el Sol amaneció esplendoroso. Radiantes y nerviosos fuimos sa-liendo de nuestras casas para reunirnos en casa de Santita. El partido contra El Impala era a las ocho

en el Estadio Malinche. En la cuadra, algunas señoras bar-rían la banqueta y nos miraban gozosas. Maguitos nos dio la bendición desde la puerta de su casa. Esa mañana la cuadra se quedó vacía de niños y Don Arnulfo, esposo de Maguitos y funcionario de la Delegación Gustavo A. Madero, muy na-cionalista él, no tuvo quién le trajera su pulque de El Triunfo.

Reunidos todos, nos fuimos caminando hacia el campo a 15 calles de distancia. El Negro, el perro de Lalo (compa-ñero de jugos infantiles y orquestador de la media cancha) estaba desatado de contento: corría por todos lados, se ade-lantaba y se atrasaba, moviendo la cola. Portábamos con orgullo el uniforme nuevo, por lo que sólo utilizamos los vestidores de la banqueta para dejar los maletines vacíos. Uno que otro sólo se cambió los zapatos, pues tenían el uni-forme debajo del pantalón; eso sí, la playera del Real a los cuatro vientos, para que el mundo la viera.

El uniforme que Santita mando confeccionar con la tía de Rafael, El Gordo, (joven respetuoso y emprendedor, en ese entonces acólito de profesión, quien poco después y debido a la demanda ayudó a formar la versión juvenil del Real San Agustín) constaba de un calzón blanco de manta con dos líneas azules en los costados y una playera blanca del mismo material con una franja azul que atravesaba el pecho. Completaban el uniforme unas medias blancas, compradas en La Lagunilla y los anhelados zapatos negros de ocho tacos, cuya adquisición corría a cargo del bolsillo y del ingenio de cada jugador.

Los zapatos con tacos eran inalcanzables para algunos de nuestros jugadores, pero eso no fue obstáculo sino aci-cate: un préstamo por aquí, una furtiva sustracción por acá, una remodelación por acullá. Hubo quien pintó de negro sus viejos tenis, para dar el gatazo, y lo daba hasta que el árbitro detectaba la artimaña y expulsaba al jugador.

Ni el estado de la cancha, salpicado de piedras y vidrios, ni el uniforme del rival, parecido al nuestro, pero blanco y negro, mermaron nuestro entusiasmo. Sólo la presencia del Jaime, el delantero central del otro equipo nos infundió cierto temor. Era el más alto y fuerte de los 22 jugadores presentes y, como después comprobamos, el segundo gran-dulón del torneo. Era, a todas luces, un cachirul del señor Baleón, el director de la Liga Bondojito.

El árbitro llamó con su silbato a los jugadores, dio algunas indicaciones a los capitanes y echó el volado reglamentario. Nos tocó el lado Este a espaldas del Sol. Algunos se hincaron, prestos a persignarse en el momento del silbatazo inicial. Los que no quisimos cargarle a Dios la responsabilidad de un juego de fútbol, nos mantuvimos en pie, calentando con pequeños saltos y haciendo bicicleta estática a distinta velocidad.

El árbitro vio su reloj, alzó la mano, y con un movimien-to enérgico la bajo en el momento que silbaba el inicio del partido y del torneo.

De inmediato, el tal Jaime impuso su presencia en la cancha. Pero como el balón fue hecho para rodar, las artes del Jaime no alcanzaban para mantenerlo a su lado todo el tiempo. Como no estábamos pintados, ni de adorno, nues-tra defensa despejaba el balón, Lalo y Salvador, el Chivo, lo controlaban y lanzaban a Ramón, nuestro extremo izquier-do volador, quien centraría para que el Gogó rematara.

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Esa era la estrategia. Así le dimos sustos al portero contrario, pero sin fructi-

ficar con un gol en todo el partido. En honor a la verdad, nos espantaron más ellos, o mejor dicho, el mentado Jaime.

Para el segundo tiempo, Santita se encontraba en una encrucijada: mantener la alineación, dadas las circunstan-cias, o darle la oportunidad a los más pequeños que, ilu-sionados, esperaban tocar el balón para algún día contárse-lo a sus nietos. No quiso arriesgar y optó por aguantar con el mismo cuadro. Los nietos podrían esperar otro domingo, no les corría prisa.

Casi al finalizar el partido, Víctor, el Azabache, intentó despejar el balón, éste se le movió unos centímetros y una piedra enterrada se le puso a modo. Si los clásicos despejes del Azabache mandaban el balón más allá de la media cancha, ya se imaginarán la fuerza con que su pie se estrelló contra la piedra. El pobre salió rebotado, y un chorro enorme de petró-leo hubiera brotado si estuviéramos jugando en Poza Rica. El balón quedó peligrosamente a su lado; por fortuna el Jaime, distraído, se sonaba la nariz -resoplando enérgicamente y dejando una estela de mocos en la tierra- y yo logré despe-jar hacia fuera de la cancha para atender al Azabache, que se revolcaba de dolor. Santita puso a calentar a toda la banca, tanto, que cuando los detuvo para anunciar el nombre del afortunado, los pequeños estaban más cansados y mareados que un trompo chillador. Entró Turín, el Griffin, al relevo.

Turín era un pequeño de ocho años que debutaba en las grandes ligas sustituyendo nada menos que a nuestro defensa central estrella. Era una responsabilidad muy grande, pero Santita confió en él, no así el resto del equipo, que no entendi-mos el objetivo de nuestra patrocinadora. Nadie indicó a Turín la posición en que jugaría, y éste se puso a correr, desaforado,

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En la cancha todos nos tronábamos los dedos para que el partido terminara cuanto antes. Turín sólo tocó una vez el balón, para nuestra desgracia. Alguien tiró un centro en forma de globito, el balón cayó dentro de nuestra área, y cuando éste bajaba me apresté a capturarlo cómodamente con las manos pues no había contrario a la vista, ya que el Jaime había perdido fuelle y seguía rascándose la nariz, pero apareció Turín, se me adelantó, dio un salto fenomenal de cinco centímetros, y cogió el balón con ambas manos, en-tonces empezó a brincar y a correr de gusto, orgulloso por tocar por primera vez en su corta vida el balón en un campo oficial de fútbol, y salvarnos de una catástrofe inminente.

De inmediato, el árbitro marcó el penalty. Todos nos lan-zamos contra el Turín, indignados, excepto Lalo y el Chivo, sus hermanos mayores, quienes se sentían co-responsables de la falta.

Asustado por nuestro regaño, Turín salió de la cancha llorando. Ignoraba las consecuencias de su acción. Santita lo abrazó y consoló, haciendo chonguitos para que no nos anotaran el gol de la derrota en el primer partido de la tem-porada y del equipo.

El ejecutor del tiro de castigo fue ¡chin! el Jaime. Cogió el balón con parsimonia, lo acarició, lo besó, lo colocó so-bre un montoncito de tierra, le dio unas palmaditas, caminó

tras el balón por todos lados. Se metía entre las piernas de los jugadores mayores y lanzaba patadas a los jugadores contrarios (y a uno que otro de los nuestros) cuando el in-cansable balón pasaba relativamente cerca de sus botines.

Años después, Santita, ya embarnecida y con tres pequeñas hijas, me confesaría:

-Aunque no lo creas, me dio gusto meter a un peque-ño a jugar en sustitución del pobre Azabache. Hice mis cálculos: faltaban cinco minutos para que se terminara el partido, nuestra banca la conformaban seis chiquitos que no estaban a la altura del Jaime, cinco de ellos estaban muy espantados. Turín no sabía de qué se trataba el asunto, era experto en estorbar al contrario y, sobre todo, tenía una ilu-sión que la estatura de Jaime no había destruido. Sólo olvi-dé decirle a Turín que marcara a Jaime y que se le atravesara en lo que terminaba el partido. Me arriesgué, perdí y no me arrepiento. Hay cosas en las que pierdes y no te arrepientes, no como con el méndigo de Adán: Ahí me arriesgué, perdí y me arrepentí, todo junto. Pero aún así tengo la ganancia de mis hijas, a las que adoro. No todo se pierde; en la obscu-ridad siempre hay un pequeño resplandor que agrandamos con nuestra actitud ante la vida.

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de espaldas, sin perderlo de vista, hasta casi la media can-cha, esperó el silbatazo del árbitro hurgándose la nariz con fruición y untando el contenido encontrado por su dedo índice en la playera sudada. Cuando escuchó el silbatazo, se hincó, se santiguó, me lanzó una mirada fulminante y em-prendió veloz carrera.

Entretanto, ambos equipos rodeaban el área, expectan-tes. Turín dejó de moquear. En medio de la portería yo me movía nervioso, froté las manos contra la tierra, escupí en ellas, cerré y abrí los puños, me puse los guantes de cuero y esperé el fusilamiento.

El Sol se había metido, las vacas empezaron a invadir la cancha, presintiendo el fin de juego, cerré los ojos para concentrarme, escuché el silbato del árbitro, los abrí des-mesuradamente y sólo sentí que un objeto informe pasaba cerca de mí a una velocidad endemoniada, dejando una es-tela de aire helado. Volteé hacia atrás y vi que un balón in-forme seguía volando a cien kilómetros por hora, sin visos de detenerse.

Cuando volví el rostro, un enjambre de jugadores del Impala rodeaba y alzaba en hombros a un Jaime sobrado y satisfecho, cuya playera y calzoncillo conservaban, aún frescas, visibles manchas amarillentas y pegajosas que ema-naban del grifo inagotable de su nariz. Mis compañeros

caminaban con la cabeza gacha hacia los vestidores de la ban-queta. Primer partido, primera derrota, primer desencanto.

“Mal empieza la semana para el que ahorcan el lunes.” Como quiera, nos repusimos de aquel descalabro, y de

ahí pa´l real hilvanamos triunfo tras triunfo. Nadie nos volvió a parar. Pasamos dificultades contra el Morelia, el Necaxa y el Janeiro, eternos rivales, pero nunca nos vencieron.

En esos y otros equipos llaneros había jugadores con más clase y enjundia que muchos de los que ahora veo -es-porádicamente- por la televisión. El Toro, del Janeiro; el Pulga, del Morelia; el Pitas, el Cocodrilo y el Guty, del Inter-nacional; y, claro, nuestro Ramón, el cadencioso Gerardo el Gogó y Víctor el Azabache.

Vengamos la afrenta del Impala en la segunda vuelta, derrotándolo dos a cero. Turín no tuvo acción esa vez porque le dieron calambres. El Chapa, con fama de chamán y vidente, pronosticó la dolencia el día que Turín vio en el Rol de Juegos que nos enfrentaríamos al Jaime, y de paso al Impala. Todos nos congratulamos por la fina y elegante manera con que el Turín escurrió el bulto. Esa vez, al Jaime se le mojó la pólvora… y también su playera y calzoncillos

con el copioso jugo de su nariz.

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Estábamos tan enrachados que algunas veces Don José, el papá de Santita, un hombre taciturno y ensimismado, pero noble y desprendido, nos invitaba –después del jue-go- a comer en el mercado caldo de pollo, tacos dorados y enchiladas de mole, antojitos que acompañábamos con refrescos Mundet rojo, Barrilito, Lulú, Pato Pascual, Pep de naranja y Chaparritas El Naranjo “no tienen comparación, ¡poing!”.

Aparte de comer con manteca esos días, nos trasladá-bamos al estadio en la camioneta de Don José, una Ford 57 pintada de azul y blanco, que dejábamos hecha un desastre. Aunque fuéramos como sardinas, nadie quería perderse la oportunidad de saber lo que se siente treparse a un vehícu-lo de motor.

Desprendido como era, Don José ofrecía 50 pesos a quien anotara gol. Este incentivo les caía de perlas a nues-tros goleadores y a uno que otro chiripas, pero nunca alteró el compañerismo ni fomentó la voracidad. Virginal seguía siendo nuestra alegría por el juego.

Era un gusto ver a Ramón, al Gogó, al Chivo… recoger, agitados, sudorosos y sonrientes el billete azul con la efigie de Ignacio Allende, con el que comprarían zapatos, basti-mento para su casa y golosinas, muchas golosinas.

Campeones 1Por acumulación de puntos ganamos el primer campeo-nato. El premio fue el trofeo de campeones y un diploma a cada uno de los jugadores. Acordamos que el trofeo (la es-cultura de un futbolista ¡adulto! bañada en esmalte dorado, sobre una base imitación de mármol) se quedara un mes en casa de cada jugador.

Los pequeños presionaron para que el plazo se exten-diera. El Babul propuso un año; el Chicos, tres; Pepino,

Las vacacionesCon el fin del torneo de Liga llegaron las vacaciones esco-lares. Unas más. Las últimas de mi infancia. Ahí quedaron el trompo y anexos. Nunca más volví a jugarlos. Es una pér-dida de la que nunca me recuperaré.

Los que no tuvimos actividad vacacional, para no abu-rrirnos fuimos a la Clínica 23 del Seguro Social a que nos sacaran sangre para obtener una credencial que nos permi-tiera nadar en la alberca.

Para llegar ahí tomábamos un camión. El regreso impli-caba que escogiéramos entre el camión o una torta. Difícil

cinco. El acuerdo definitivo quedó en dos meses. El primer día de cada bimestre, a las siete de la mañana en punto, un desolado jugador hacía la entrega oficial al nuevo guardián de la gloria rotatoria.

Años después descubrí, con desencanto pasajero, que en Avenida Circunvalación vendían trofeos al mayoreo ¡y más grandes! Nunca supe dónde quedó ese trofeo que co-ronó con pirita pura nuestro primer campeonato. ¿Pirita? ¿Cuál es la diferencia entre el oro macizo y la pirita cuando se tiene 10 años de edad?

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decisión. Casi siempre optábamos por la torta y regresá-bamos caminando. Era toda una excursión por un caminito bordeado de árboles de pirul, que corría en medio de la avenida Eduardo Molina.

Por las tardes, nos juntábamos para ir a las cuadras aledañas para retar a otros vagos como nosotros a un parti-do de fut. Apostábamos refrescos y uno que otro peso para las tortas y los tacos. Casi siempre comíamos y bebíamos gratis porque casi nunca perdíamos.

De esos partidos callejeros sin árbitro y con una o dos reglas por consenso de los jugadores -donde ganaba el me-jor argumento cuando se presentaba una controversia por un gol- me nació la convicción de que el pueblo se sabe or-ganizar para resolver sus problemas.

En vacaciones los niños crecen más, como han compro-bado científicamente nuestros padres. Los uniformes del Real nos quedaron rabones, y Santita tuvo que mandar hacer otros, para estrenar en la segunda temporada de la Liga, con la prosa-pia de los campeones que van a defender un título.

Con ausencias notables, como la del Jaime -¡ufff!- quien pasó a las fuerzas juveniles, se inició el segundo torneo de la Liga Infantil. Algunos de nosotros estábamos casi en el límite de edad permitida.

Algo misterioso estaba pasándonos a los mayores del equipo. La voz se nos hizo más gruesa, nos salieron pelillos delgados y finos por todos lados. El Chapa, que se las gas-taba, nos dijo una vez que ya teníamos peleas en la Coliseo. Cuando captamos el sentido, más de uno nos ruborizamos por el balconeo del chaparro adivino. ¡Los demás también tienen funciones de pugilato en la vetusta y maloliente Are-na Coliseo! ¡Qué alivio!

Buscábamos la querencia del espejo y ahí nos quedá-bamos hasta que la forma y consistencia del copete nos

dejaba satisfechos, entristecíamos y reñíamos sin motivo aparente, rezongábamos más y empezamos a hablar de… muchachas:

-¡Ay, Irma, Irma, Irma!

-“Cheli, que lindo nombre te pusieron. Mis ojos desde que te vieron No han dejado de llorar”.

-“¡Ay, dolor, como me has ponido, Todo flaco y entelerido, Estoy herido, estoy herido!”

-“Yo le pido a Melchor Que me traiga un amor … Y luego a Baltazar Que me haga ir al altar”.

Nadie nos explicó que era normal que se nos parara el pito, que sintiéramos placer, que eyaculáramos. Estábamos despertando al sexo, y esa era una palabra proscrita por los curas, por nuestros padres, nuestros profesores y por Cha-belo y el tío Gamboín.

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IrmaPasar las vacaciones en casa significa levantarse tarde y

hacer más mandados que de costumbre. Ir a formarme to-das las tardes para comprar las tortillas ocupó parte de mi ocio. Comerme una tortilla con sal en el momento que me despachaban era la mejor recompensa… hasta que apare-ció ella. Desde entonces ya nada fue igual.

La vida quita, pero recompensa la pérdida. Se fueron el balero, el trompo, las canicas, pero a cambio llegó ella a las tortillas. Se me abrió un mundo de sensaciones, pen-samientos y sentimientos inéditos que guardé celosamente. Sólo mis amigos –cómplices silenciosos que estaban en las mismas- vislumbraron los enredos de mi interior.

Estaba formado en la cola de la tortillería León, esperan-do a que me despacharan y viendo cómo tres muchachas sudorosas y chapeadas se afanaban en tortear, ayudándose con una rudimentaria mesa, para después echar la tortilla en un gran comal activado con petróleo. El sol quemante caía directo sobre mi cabeza y me producía urticaria, pero pensaba que podía estar peor si estuviera echando tortillas en un cuarto de 4x4 al lado de un gran comal que guardaba el fuego eterno.

De pronto, pasó ante mí una muchacha muy seria, del-gada, alta y de rostro afilado. Su pelo largo color de miel, sujeto con una candorosa diadema, enmarcaba un rostro que no hacia muchos días acababa de abandonar la infan-cia. Vestía uniforme escolar y apretaba contra su pecho una servilleta para envolver tortillas. Me quedé petrificado.

El tiempo que pasé formado fue una lucha interna entre voltear o no. ¿Estaba formada? ¿Estaría viéndome? La tor-tura terminó cuando me tocó el turno. Casi susurré la can-tidad de tortillas que quería, y para evitar que me hicieran

hablar, acompañé mi susurro suplicante indicando con lo dedos. Cogí el cambio con sumo cuidado para evitar que se me cayera una moneda ¿la recogería, en ese caso? que podría desencadenar una serie de movimientos torpes que me evidenciaran.

Cuando me disponía a voltear, la voz de la dueña me congeló en pleno infierno:

-¿Hoy no va a comerse su taco con sal, niño?Esta última palabra desmadejó mis brazos, y tortillas y

monedas fueron a dar al suelo. No sabía qué hacer. Quise echarme a correr, pero ella surgió de la cola, se acomidió a recoger la servilleta, sacudirla y envolver las tortillas; yo al-cancé a recoger las monedas, excepto la que había ido a parar junto al pie de una viejita, quien con un ágil movimiento, no acorde con su edad, atrajo la moneda con el pie y la cubrió disimuladamente con la raída suela de su babucha.

Con el corazón desbocado de palpitaciones, y más colorado que Juan, volteé a ver -con mirada suplicante- a la causa y efecto de mi desasosiego, quien, indulgente, en ese momento me entregaba el bulto de tortillas; lo cogí y me alejé rápidamente.

Pasaron dos semanas sin que la viera, pues me las inge-niaba para ir más tarde o más temprano a comprar las tor-tillas. Un día, cuando en casa empezaron las protestas por comer tortillas frías o recalentadas en el comal, tuve que retomar el horario habitual. La vi formada y temí que me viera, por lo que me agazapé detrás de del último cliente de la fila. Observé que cuando salía de la tortillería, volteó insistentemente hacia la cola, pero no me vio.

Ese detalle me dio fuerzas para perder el miedo a en-contrármela. Días después coincidimos viniendo de di-

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recciones opuestas. Disminuí la velocidad con el objetivo de quedar justo detrás de ella en la cola de la tortillería. Acompasé mi tranco a sus gráciles pasos. El cálculo debía ser exacto y no admitía margen de error. Poco faltaba para que pudiera abordarla, escuchar su voz, contarle mis penas, declararle mi agonía.

Todo estaba bajo control: ella casi enfrente; en el flanco izquierdo, la tortillería; en el flanco derecho, el arroyo. Sólo era cuestión de esperar unos segundos para que embonára-mos en la cola de la tortillería…

Pero, ¡ay, de mí!, descuidé la retaguardia. Alguien dijo detrás de mí: ¡con permisito!, y enseguida sentí un brutal empujón que me sacó de la jugada. Cuando reaccioné, el Óscar, el chavo más pedante y presumido de la colonia, muy sonriente, ya estaba ahí, cediéndole el lugar a mi chica, dos décimas de segundo antes de que yo me formara. Ca-marón que se duerme…

El pinche Óscar no perdió el tiempo, atacó con desen-fado y desplegó una retahíla de preguntas asombrosas, de gente mayor, experimentada:

-¿Qué hora tienes? ¿Cómo te llamas? ¿A qué hora vas al pan?

Una de las tres respuestas le dio nombre a la dicha:-No tengo reloj. Me llamo Irma. No voy al pan porque

mi papá es panadero.Como el Óscar vio de reojo mi rostro iluminado de gusto,

atacó de nuevo. Su fama de Don Juan estaba en peligro:-Te invito al cine.-No me dejan.-¿Te puedo acompañar a tu casa?

-Me regañan.Cuando le despacharon, Irma volteó hacia mí y me

dijo:-¿Quieres una tortilla?-…-¿Le pongo sal?-…Le puso sal a la tortilla, la enrolló, mordió la punta, me

dio el taco, sonrió y se fue. Me pareció que en la cola de la vida, donde nos formamos para esperar el reparto de la di-cha, acababan de iniciar la repartición y yo estaba mero ade-lante. Los gritos de la tortillera al Óscar me despertaron:

-¡Órale, escuincle, cierra el hocico que se te cae la baba y dime cuántos kilos vas a querer!

Ahí aprendí que cuando los niños apenas van las niñas ya vienen de regreso. Si no, cómo se explica que Irma su-piera que me gustan los tacos de sal.

Por medio de Hilda -la prima de mi amigo Lalo- supe dónde vivía Irma. Ambas iban en el mismo salón. Hilda se convirtió en cómplice, informante y mensajera.

La calle de Irma se convirtió en ruta de peregrinación, y su casa en un santuario inexpugnable. Adentro vivía un misterio que nunca pude develar. Mejor. A mayor misterio más encanto de la vida pelona.

Lalo y yo nos hicimos amigos del Ratón, Fernando, el Tiburón…, los muchachos de esa calle. Allí jugábamos fut y frontón. Charlábamos en la banqueta de la casa de Ma-rina, casualmente ubicada justo enfrente del santuario. Marina –con su eterna minifalda beige que dejaba ver sus hermosas piernas blanquísimas- era una muchacha de doce

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años, chaparrita y con rostro de facciones toscas pero agrad ables, que gustaba regalar besos a cada anotador. Nunca como entonces vi en un partido tanta avidez por meter un gol, un golecito, nomás uno, ándale ¿sí?

Pero como la dicha es corta, un día el sueño se acabó. En lugar de ir por las tortillas, me mandaron al pan, porque íbamos a comer chilaquiles. Para no perder la costumbre pasé por la tortillería en el preciso momento en que Irma pagaba.

Disimuló que no me veía y avanzó unos pasos delibera-damente lentos. La alcancé, volteó, se hizo la sorprendida, sonrió y se detuvo. Descubrió un rostro azorado. Esperó en vano, no me salía una sola palabra. Cuando, apenado, quise alejarme derrotado, ella, solo ella, definitivamente ella, me consoló alargando el brazo tortilla en ristre:

-¿Quieres? Antes de darle respuesta -por si quedaba alguna duda

de que ya se la había dado- llegó su mamá, me echó una mirada furibunda y le gritó:

-¡A eso te mando a las tortillas, pendeja!Le soltó una bofetada y se la llevó a empujones. La tor-

tilla rodó por el suelo y cayó cerca de la coladera. Me quedé atónito y con los ojos desorbitados.

¿Qué pasaría por su mente y su corazón en ese momen-to en que la humillaban delante de mí? ¿Cuál era el crimen?

Fue como si le arrojaran un cubo de mierda a un cisne de blanquísima pureza. Por primera vez sentí que podía odiar a alguien.

Una rata salió de la coladera, volteó hacia todos lados, nerviosa, husmeó la tortilla empolvada, le encajó unos dientes amarillentos y se la llevó al caño.

Nunca más volví a ver a Irma. Poco después de aquel desaguisado supe que se había mudado de casa, las luces del santuario se apagaron, y la vida le encajó la primera punzada a mi corazón azorado.

“Cómo quitar el brillo a las estrellas,Cómo impedir que corra el manso río,Cómo negar que sufre el pecho mío,Cómo borrar de mi alma esta pasión.”

-Mejor no hubiera crecido. ¿Para qué? –me decía a mí mismo, enconchado en mi cama, mientras un diluvio de lágrimas caía sobre mi almohada obscureciendo la noche.

“Dejo el lecho y me asomo a la ventana,Contemplo de la Luna su esplendor,Me sorprende la luz de la mañana,¡ay!,En mi loco desvelo por tu amor.”

Dejar de ser niño duele. Duele la ausencia, duele el mundo, la vida duele. Duele el despertar. Lastima la rueda irreversible del tiempo. Pero también nos abre otros cauces maravillosos.

Con el final de las vacaciones, llegó el inicio del segun-do torneo de fútbol primera infantil de la Liga Bondojito. Para poder participar nos abocamos a cumplir antes con las labores propias de un nuevo año escolar: forrar libros y cuadernos, organizar la mochila, bajarle la bastilla al uni-forme y sacarle punta al lápiz y a los colores.

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La bronca 1El Real San Agustín, flamante campeón, estrenaría el títu-lo el domingo a las ocho de la mañana en el Estadio Ma-linalco contra el Pinturas Mercurio, un equipo sotanero y bastante modesto. En la primera vuelta los habíamos go-leado 11 a 0. Todos nos despachamos con un gol; el mío fue de cabeza, en un tiro de esquina, cuando abandoné un instante la portería, aburrido porque no había tocado el balón en todo el partido.

Visto el antecedente, consideramos que éste era un juego de mero trámite, ideal para foguear a los pequeños reservistas. Sólo participamos la mitad de los titulares -ex-perimentados jugadores de doce años-. Indulgentes, cedía-mos el puesto a los bebés de ocho y nueve años, para que aprendieran las artes que sus mayores “dominábamos a la perfección”.

La cancha, de por sí en mal estado, estaba inundada de charcos debido al aguacero de la noche anterior. Las vacas que pacían en los alrededores no tardaban en descubrir las fuentes donde abrevar, y sin respeto alguno irrumpían en la cancha. Cada vez que lo hacían, el señor árbitro suspendía el partido y aprovechaba el receso para ir a la tiendita de la esquina, pues él también se cargaba una sed bovina, pro-ducto de los desvelos del sábado familiar, como después lo supimos.

Cuando los conchudos animales saciaban la sed, los ju-gadores nos armábamos con piedras y las tirábamos a sus pies para apurarlos. Una vez desalojado el campo, íbamos por el árbitro a la tiendita, donde empezaba a echar raíces para mitigar una sed interminable.

Más relajado y complaciente, el señor autoridad rean-udó el partido con una liberalidad que nos empezó a preo-

cupar, tanto como la entrada de un refuerzo en el Pinturas apodado el Chiquilín, zagal larguirucho, mandón y agresivo. El réferi dejaba pasar faltas flagrantes y escandalosas, no marcaba ningún fuera de lugar y nos anulaba goles legíti-mos. Nuestros novatos empezaron a zacatearle y ya no en-traban a disputar el balón con la enjundia y entusiasmo de quien lucha por ser titular en un equipo triunfador.

El Babalú, un moreno jacarandoso del Pinturas, se daba vuelo con sus brincos y marometas cuando nos fueron anotando goles. Ponía los brazos uno sobre el otro en el pecho y movía cadenciosamente la cintura y los pies, con una alegría contagiosa que hasta daban ganas de celebrar el gol que nos habían metido.

Eso me hizo recordar al Albizar, condiscípulo en la es-cuela Centenario del 47, que cuando anotaba un gol se abrazaba como queriendo bailar consigo mismo y se ponía a caminar velozmente colocando un pie junto y delante del otro, con una maravillosa carcajada que dejaba ver unos di-entes manchados de color café.

Bernardo duró cinco minutos en la cancha sin tocar el balón. Bueno, sí lo tocó cuando tuvo la mala suerte de colo-carse –a regañadientes- en la barrera. durante el cobro de un tiro de castigo. El cañonazo del Chiquilín –el jugador más alto de la Liga infantil, de la Escuela Secundaria Técnica Industrial 71, del barrio, de la Colonia, de México y de todo el mundo- fue a darle en plena cara y lo dejó tendido en el suelo.

Bernardito jamás volvió a jugar fútbol ni a pararse en las tribunas de un estadio. Ahora sólo ve los juegos por tele-visión ¡y a precavida distancia!

-Cuando hay un tiro de castigo, Bernardo se agacha y se cubre disimuladamente el rostro, “El que con leche se que-ma, hasta al jocoque le sopla” –decía, sin poder contener la risa, su esposa Teté.

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El Babul, de figura regordeta, chaparrito y de cachetes color manzana que resaltaban en su piel blanca, espabilado y enjundioso, exigió su incorporación al cuadro titular. Quería dar a conocer sus talentos de dribleador y cubrirse de gloria.

-¡Ánimo, valedores, hay que sacar la casta y demostrarles a estos canijos de qué madera estamos hechos los del Real! –Gritó cuando entró a la cancha corriendo desaforadamente, como un potrillo desbocado en su pequeño corral.

Todos estábamos expectantes por saber cómo haría nuestro salvador para enderezar la nave que ya empezaba a hacer agua. No había terminado de entregar su registro al

árbitro cuando el balón cayó al pie de los lustrosos botines del Babul. Se hizo un silencio sepulcral sólo interrumpido por el zumbido de las moscas azuzadas por el abaniqueo eterno de las colas de las vacas.

Ahí estaba el balón, ahí estaba el artista, los contrarios -con El Chiquilín al frente- embestían en bloque, amena-zantes. Sólo faltaba la faena y las mieles del triunfo. Ándale, Babul, atáscate ahora que hay lodo.

En ese momento me agaché para atarme las agujetas, y escuché un rumor general. Alcé la cabeza y sólo alcancé a ver al Babul volar por los aires y caer como un hilacho entre el lodazal de la media cancha. El árbitro no silbó la flagrante falta porque estaba entretenido en buscar algún bolsillo de su camisa o su calzón donde guardar el registro del infortunado Babul.

Ahí se quedó nuestro compañerito, tendido e inmóvil. Ramón, el delantero estrella –veloz como un gamo- lanzó, ira-cundo, el balón fuera del campo y se fue todo destrazado con-tra el gigante. El resto del Real –excepto el Chaparro, quien se mantuvo sentado en la banqueta, imperturbable, pasándose una viruta de pasto entre los dientes- siguió el ejemplo y se lanzó contra el grandote, quien no desaprovechó la oportuni-dad que le dio Ramón de ponérsele de a pechito, y lo de-rribó de un puñetazo en pleno rostro. El abusivo se dio gusto reci-biendo a cada uno a patadas y puñetazos y dejó tumbados al Chicos, a Lalo, al Chueco y al Chino.

Sin rival enfrente, el contrario comenzó a corretear al Chivo y a lo que quedaba vivo del naufragio. No los alcanzó, pero se topó conmigo, que estaba enfrascado a guantadas con un bato con quien tenía pique, porque me había dado un codazo en el rostro en un tiro de esquina, lo que había provo-cado que me desguanzara todito y me anotaran el primer gol.

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El Chiquilín se detuvo de golpe, apartó de un manotazo a su compañero y el grandísimo encajoso se desquitó tundién-dome a porrazos, y si no me lo quitan no estuviera contando estos lamentables hechos.

-¡Ya estuvo, ya estuvo! –gritó el árbitro, separando a la en-furecida garrocha de mi humanidad derrumbada.

-Me echaron montón, señor árbitro, ¡mírelos! –Dijo, con cara de yonofuí, el grande al árbitro, señalando con el dedo índice al montón de “encajosos”, magullados y esparcidos a sus pies.

-Cálmate, muchacho, no te sulfures, ya los madreaste a todos, párale –le dijo el árbitro, a prudente distancia y con el silbato en la mano, por si las dudas.

Con la boca reseca y sudando a mares, el silbante de-cretó un receso de 15 minutos antes de iniciar el segundo tiempo, lo cual aprovechó de inmediato para visitar la tien-dita de sus amores y recobrar el líquido perdido.

Con el ánimo por los suelos, raspados y magullados, nos refugiamos a la sombra de un añoso pirul que daba a las orillas del canal del desagüe, donde estaba enclavado el Estadio Malinalco, en la Colonia Malinche.

Santita, repuesta del desmayo que sufrió cuando se inició la bronca, nos daba ánimos. Adán, su pretendiente, más pálido que un pambazo y temblando como gelatina no acertaba sino a fumar como chacuaco canceroso.

-No le saquen a ese malvado abusador, es puro jarabe de pico, perro que ladra no muerde –nos consolaba Santita, mientras nos curaba las tarascadas del picoso con alcohol y merthiolate.

Más de a fuerzas que de voluntad, entramos a la can-cha cuando el árbitro –también con ánimo reticente, pero por otra razón- se dirigió tambaleante al centro del cam-po, para dar inició al segundo tiempo. Realmente el Real

era la viva imagen de la derrota inminente. Nuestro valor se había dado un receso, las ínfulas de campeones dor-mían en sus laureles y las agallas se habían tomado unas merecidas vacaciones.

El desangelado silbido del árbitro más nos pareció la señal que indicaba la entrada al matadero, que el comienzo de un placentero juego de fútbol en una radiante mañana de domingo. A lo lejos, proveniente de un radio de transis-tores colgado de la rama de un verde pirul, se escuchaban los acordes de la Sonora Santanera:

“Toma la pelota Chava Reyes, tira un medio centro para allá,Ahí la recibe Héctor Hernándeztira un medio centro para acá,Pepe la recibe y hace un driblinLuego la coloca para atrás,Toma nuevamente Héctor Hernández y ¡Goooooooooooooooooooooooooool!

En el minuto 50, sin causa aparente, Luisiño pidió su cambio, argumentando tener calambres en las piernas. El Chaparro sostenía que Luisiño tenía calambres en otra parte, muy cerquita de las piernas, al Norte (o al zenit) y hacia arriba. Para salvar su honor, Luisiño hacía muecas de intenso sufrimiento, que no terminaban por convencernos, mucho menos al taimado Chapa.

El ímpetu carioca de Luisiño decayó cuando le empe-zaron a llamar simplemente Luis. No obstante, ya naciona-lizado, jamás perdió su entusiasmo y siguió siendo el más atildado, pulcro y puntual de los jugadores del Real. Desde la banca armó un equipo con los reservistas, y en cancha paralela y extraoficial organizaba -junto con Pepino, Chicos, Lily, Toño y el malhadado Turín- unos partidos a veces más divertidos que los del equipo titular.

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Más sensible a las presiones, Mario Alberto se puso a llorar en la cancha porque el AlmaGrande, en una disputa desigual por el balón, lo empujó con brusquedad y le dijo sin miramientos:

-¡Quítate de aquí, güey, no estorbes!En realidad, Mario Alberto nunca tuvo la intención

de disputar nada con el Gulliver, mucho menos el balón. Quiso la mala fortuna que éste le cayera justo a sus pies y en su nervioso intento de patearlo lo más lejos posible se le escondió, en el preciso momento en que el Chiquilín transi-taba por ahí a extrema velocidad.

No nos dábamos abasto con las sustituciones, y llegó el momento en que jugamos con siete hombres, dos de los cuales formaban parte del público mirón, que se colaron con registro y uniforme de los lesionados.

El marcador no podía ser más desastroso: después de ir ganando tres a cero, nos empataron. Los teníamos encima en el minuto 85. Corríamos el peligro de perder lo invictos, cuando el Guty –un fiel seguidor del equipo, jugador fino, gran bailador y el Rey del descontón, que se la curaba en las tribunas viéndonos jugar todos los domin-gos-, tuvo la idea salvadora de correr a la tiendita, bajar la cortina y gritar a todo pulmón:

-¡A cerrar! ¡Qué vamos a cerrar!El arbitró volteó, aterrado, hacia la tiendita, pasó con

dificultad la saliva, y en un acto reflejo silbó el final del par-tido, en el preciso momento en que el Chiquis se preparaba para jalar el gatillo y acribillarnos con el gol de la vergüenza.

Antes de que empezaran los reclamos, el árbitro cor-rió hacia la tiendita, alzó la cortina, se introdujo precipita-damente y dio el cortinazo, con el Guty dentro renovando su dotación de cerveza. Sin tener con quien desquitar su

coraje, los del Pinturas Mercurio la emprendieron a patadas contra la cortina, lo que aprovechamos para escabullirnos y alejarnos a toda carrera de aquel polvorín.

Al hacer un recuento de los daños, vimos que nadie había salido… ileso y contabilizamos un desaparecido: el Chapa. Nadie supo dar informes de su paradero. Así como llegó se fue. Se rumoreaba que vivía en Ecatepec. Nunca faltó a un partido y siempre era el primero en llegar.

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El ChapaEl Chaparro era bajito de estatura, correoso y servicial. Cuando le preguntábamos si deseaba jugar sólo sonreía con su sonrisa tenue. Tenía la manía de agachar la cabeza cuando hablaba, lo que aprovechaba para mirar fijamente los zapatos de los demás.

Años después me lo encontré en un restaurante de la ciudad de León, Guanajuato, donde radicaba. Era propieta-rio de la fábrica de zapatos deportivos más importante del país. Después de despachar a su chofer y apagar su teléfono celular, me contó –con la mirada triste a ratos, y a ratos con ese asomo de sonrisa que ya le conocía- por qué no aceptaba jugar con nosotros y por qué desapareció súbitamente:

-Yo era huérfano. Vivía con mis abuelos maternos y tenía que ganarme el pan haciéndole de todo: tirar basura, limpiar baños, vender paletas y periódicos para aportar dinero. No me alcanzaba para comprarme unos zapatos de fútbol con sus ocho tacotes; yo… siempre quise jugar con ustedes…

-¿Por qué no lo dijiste? –le pregunté, conmovido, al tiempo que se le encharcaban los ojos.

-No lo sé, quizá ese deseo que nunca me cumplí fue el motor de las cosas que estoy cumpliendo. Hay deseos que acicatean y deben dejarse insatisfechos, son deseos sagrados.

-Bueno, Chapa, ¿y por qué te desapareciste? Nunca vol-vimos a saber de ti –le pregunté, para alejarlo de sus recuer-dos dolorosos.

-Ese día de la bronca contra el Pinturas Mercurio, sen-tado y mascando pasto como un buey, me forjé dos metas: ser alguien en la vida y madrearme al Chiquilín.

-Bueno, ya se ve que lograste la primera, pero… –le pre-gunté al Chapa, esperando que me contara el entendible fracaso de la segunda meta.

-Después del partido -continuó- fui a sentarme a la orilla del canal, para que nadie me viera. Cuando todos ustedes se fueron, me levanté de la piedra en que estaba sentado, escupí los restos de pasto y me acerqué lenta-mente a la tiendita…

-A la boca del lobo, dirás –interrumpí al Chapa.-A unos metros del líder enfurecido que pateaba la corti-

na junto con sus huestes, grité: ¡“Chiquilín”!, éste volteó y me miró con desprecio. Sin amedrentarme le dije: “Chiquilín, va-mos a rifarnos un tiro derecho”. Sus seguidores se quedaron asombrados, él volteó extrañado y me dijo: “¿tú quién eres, güey, qué te traes?”. “Eso no importa, ¿bailamos el oso o es que le sacas al parche?”, le contesté con firmeza. “Es uno del Real, madréatelo”, escuché que gritó un acomedido amarra-navajas. “¡Ah!, esos putos, va, pinche zotaco, te voy hacer mierda, como a tus cuates”, tronó la voz del Chiquilín.

-¿A ti también te sonó?, le dije al Chapa, tratando de consolarlo de que perder contra el Chiquilín no era un acto vergonzoso sino un destino manifiesto.

El Chapa estiró ligeramente los labios cerrados y apare-ció un hoyito en cada mejilla, característica de su tímida sonrisa. Prosiguió:

-Empezó con sus faramallas, dando saltitos y moviendo brazos y cabeza. Hacía fintas, se acercaba y alejaba mirán-dome de arriba abajo, con una sonrisa burlona; de vez en cuando le dedicaba un guiño a sus cometas. Yo estaba plantado sobre los pies firmes y daba pasos laterales, con la mirada clavada en los ojos de mi rival.

-¡Chapa, pero si el Chiquilín te sacaba medio metro de altura y sus brazos eran casi tan largos como sus piernas! –dije, alarmado.

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-El grandote empezaba a cansarse de jugar al gato y al ratón y aceleró el final. Volteó a ver a sus compinches, como dedicándoles la faena y de inmediato se me acercó soltando jabs para medir distancia y poder rematarme con un volado de derecha. En el preciso instante en que se agachó para tenerme a modo y a distancia con su brazo izquierdo estira-do y a unos centímetros de mi nariz, percibí que iba a soltar su mano derecha como se lanza una cobra sobre su víctima, planté firmemente los pies sobre el piso, me agaché mo-viendo la cabeza ligeramente para salir de su mira, apreté los dientes y, sin perderlo de vista, me ladeé a la derecha y saqué un rayo de abajo arriba que se coló entre sus codos semicerrados y se fue a estrellar contra la parte inferior de su mandíbula.

-¿Cómo? ¿Le lograste tocar la cara a ese infame? –pre-gunté ansioso y penosamente entusiasmado.

-Tanto, que el tanque aquel se desmadejó todito. En su viaje al suelo me eché hacia atrás y de pasada le solté un derechazo que le reventó la nariz y lo desconectó momen-táneamente de este planeta. Sus pajes se quedaron atónitos, se les desmoronó el ídolo y yo cumplí una de mis metas. La otra meta la estoy logrando a fuerza de ilusiones y una fuerza de voluntad que aprendí con ustedes los del Real, los de mi Real San Agustín. ¿Sabías que mi empresa se llama San Agustín, Realmente?

Se me encharcó la mirada, suspiré, me levanté y le di un abrazo fraternal, luego pedí la cuenta. El jefe de meseros me dijo que ya estaba pagada por el señor Rogelio Zaragoza.

Llegando a la Ciudad de México, saqué del baúl de los re-cuerdos mis zapatos de fútbol de ocho tacos y los envié, previa-mente lustrados, al señor Rogelio Zaragoza, a Don Rogelio.

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La juntaEl día martes todos estábamos nerviosos. Llegamos a la junta semanal antes de las ocho de la noche. Magullados los más, todos con la cabeza gacha, esperábamos en el patio techado de su casa el regaño de nuestra patrocinadora.

Un buen indicio de que ella no estaba molesta con nosotros entró por nuestra nariz. Desde la cocina llegaba un delicioso aroma a chocolate, pan y tamales.

En punto de las ocho apareció Santita y se dio inicio a la junta. Más que el empate con el colero del torneo, Santita planteó el penoso incidente de violencia en lo que se su-ponía una justa deportiva fraternal. Cada uno habló según le había ido en la feria, y como a todos nos fue como en feria hablamos poco y sustancioso, y con el Chiquilín como denominador común:

-Íbamos bien hasta que entró ese menso Chiquilín.-No es justo, él es mayor que nosotros. -Lo veo hasta en la sopa.-…-Cámbianos de Liga, Santita.-Pega más fuerte que mi mamá.-Y patea más fuerte que mi papá… al balón, digo.-…-Hasta el árbitro se pandeó.-Y se empedó.-…-Quise hacerle el paro al Babul y así me fue.-No quiero violencia, muchachos.-Nosotros tampoco, Santita, mejor dígaselo al Chiquilín.-Vamos a impugnar el resultado y el arbitraje, muchachos.

-¿Y al Chiquilín quien lo va a espulgar?-Ustedes a lo que saben hacer: jugar con gusto y bonito,

divirtiéndose.La junta finalizó con una pregunta socarrona de Santita:-¿Quién se acuerda del partido pasado?Todos contestamos al unísono, alzando manos, piernas

y cejas abolladas:-¡Nadie!En ese momento llegó Toñita, la mamá de nuestra pa-

trocinadora, con una bandeja llena de pan de dulce, boli-llos y teleras. Santita trajo los tamales y jarros de barro para servir el espumoso chocolate. Todos nos lanzamos sobre las bandejas, olvidando nuestras dolencias. Nadie escuchó que Toñita se retiraba mascullando, con una sonrisa:

-“Enfermo que come y mea, el diablo que se lo crea.”

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Campeones 2El torneo siguió su curso con El Real liderando: un gol por aquí, tres por allá, siete por acullá y uno que otro para acá. Un empate, butitriunfos y cero derrota. Campeones del torneo, de goleo individual y por equipo.

Nos coronamos uno a cero en el juego contra el Morelia, del Cachis. Despeje del Azabache hacia el Chivo, cadencia y toque al Ramón, dos tres fintas y dribleadas, veloz carrera por la banda izquierda, centro al área, desmarque y entrada del Gogó, parada de pecho, acomodo al pie derecho, finta, driblin y adelanto, chute al marco izquierdo y

¡Gooooooooooooooooooooooooooooooooooollllll!Nada hay nuevo bajo el Sol. Los gritos desaforados de

los locutores, los goles de los porteros, los festejos con as-paviento a lo Babalú y Albízar, todo lo que se vio, se ve y se verá en los juegos profesionales, lo inventamos en los tor-neos infantiles de la Liga llanera Bondojito. La libertad es la libertad, aunque no salga en la televisión.

El bailePara celebrar el triunfo, Santita organizó una fiesta en la calle, justo enfrente de su casa. Contrató los servicios del Sonido El Gato para que amenizara con unas cumbias, rancheras, boleros y algo de rock para los rebeldes sin causa.

Don José disparó 10 cajas de refrescos y un borrego para la barbacoa. En el patio de su casa excavaron un hoyo donde metieron leña y le prendieron fuego. Cuando estuvo a punto de ascuas, colocaron encima un recipiente de barro con agua y verduras, donde caería poco a poco el jugo de la carne destazada que estaba sobre una parrilla. Cubrieron la carne y el hoyo con pencas de maguey y le echaron tierra.

Doña Ramona, mamá del Babul, preparó un bote de uchepos estilo Yurécuaro, Michoacán; Mary Gutiérrez cocinó unas salsas ricas pero picosísimas; Maguitos nos hizo unos champurrados de fresa y de chocolate, y mi tía Malena, de la colonia Valle Gómez, nos regaló un refrac-tario llenó de arroz con leche y pasitas espolvoreado con canela molida.

Toñita no pudo aportar a la fiesta porque acababa de traer al mundo al Pollo, su enésimo hijo.

-Toña cuando no está presa, la están persiguiendo –decía, con malicia, Pachita, cada vez que la veía emba-razada.

Pero hasta ahí llegaron la persecución y las rejas porque Toñita le paró, después de echar a rodar al mundo diez hijos, con una diferencia de 20 años entre la primera y el último.

Los que sí estuvieron, sacaron mesas y sillas. Don Pedro, padrino de media colonia, regaló tres cartones de cerveza a sus crecidos ahijados y el Guty metió de contrabando una botella de Ron Batey y otra de tequila Cuervo, para departir con sus cuates el pan, la sal, el chisme y la peda.

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Don Arnulfo Gutiérrez, funcionario de la Delegación Gustavo A Madero y vecino nuestro, trajo de Tepeji del Río, Hidalgo, un torito de fuegos artificiales y la Banda de San-tiago (Él contaba, con su gracia pueblerina, que pertenecía a una banda, y cuando los chiquillos nos alarmábamos, nos tranquilizaba aclarando que era una banda, pero de músi-cos. También, trataba de engatusarnos cuando se echaba un tonante pedo delante de nosotros e inmediatamente después manoteaba a su alrededor como queriendo alejar al supuesto causante de tal descortesía y exclamaba, soca-rrón: “¡gato, cochino!”).

El licenciado Cortés –el único profesionista, además de una doctora, a mil kilómetros a la redonda- se encargó de en-jaretarnos un discurso en el que resaltó nuestro temple, per-severancia y patriotismo, lo que le dio la oportunidad de le-vantar su copa por enésima ocasión y brindar a nuestra salud.

Para finalizar la velada, el Abogado Cortés convocó a una lid de poesía. De inmediato se levantó Yerenita -excelso y senil vate que con su pluma creaba juegos florales de en-soñación-, se acomodó el saco, aclaró la voz con un gruñido de gato modoso y soltó:“Las rubias y las morenasSon las novias de Yerena”

Ante tal improvisación, el culto público aplaudió rabio-so, excepto las rubias, las morenas, las pelirrojas, las cabe-citas blancas, sus parientes masculinos ahí presentes y las respectivas parejas de las féminas aludidas. Casi satisfecho, Yerenita agradeció los aplausos levantando los brazos y ahuecando las manos moviéndolas pausadamente hacia los lados, y volvió a sentarse para brindar por la perennidad de las musas, acto que, de inmediato, fue correspondido por el Abogado, quien brindó también por la Patria… chica, la Patria grande y la patria adoptiva.

Don Juan, bardo incomprendido -y padre y represen-tante de los integrantes del trío Yurécuaro, músicos in-fantiles y ajonjolí de todos los moles- no quiso quedarse atrás y, azuzado por la competencia y éxito de Yerenita, se levantó trastabillando para deleitarnos con una inspiración momentánea:“En esta noche bonitaBondojo viene a ver a Santita”El aplauso del respetable no se hizo esperar. Santita, son-rojada, sólo atinaba a sonreír y agachar la cabeza, mien-tras todos los del Real le regalábamos, entusiasmados, una porra síquitibum. En este caso específico -ateniéndonos al entusiasmo despertado en el público- el objetivo del arte trascendió al arte mismo y, con mucho, al artista.

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Cuando languideció la porra, un murmullo se escuchó al fondo de la calle. Unos jóvenes traviesos empujaban a Margarito -anciano venerable, circunspecto y muy esti-mado por el vecindario-, para que nos deleitara con una de sus rimas que escribía en sus tiempos de ocio, después de contemplar el mundo todo el día. Margarito aceptó, por fin, y nos recitó de memoria una de sus composiciones:

Burro, caballo y pollito.Burro, caballo y pollito.Rebuzno, relincho y un pío.Muge la vaca,Maúlla la gata,Y yo, pues, grito:

¡Pie, zapato y calcetín.Pase, tacón y golazo.Beso, palmada y abrazo Para el Real San Agustín!

No hubiera dicho eso. Todo El Real se fue hacia él, lo al-zamos en hombros y nos lo llevamos a recorrer medio vecindario gritando hurras y loas al escarchado vate, que esa festiva noche se consagró.

Después de la arenga y la justa poética comenzó el baile. El Gato maulló lo mejor de su repertorio en acetatos de 33 1/3 revoluciones por minuto: “Son golpes que da la vidaSon golpes que da la vida…”

De inmediato, Agustín, el Guty, sacó a bailar a mi her-mana Teresa, para disgusto de Socorro –su prometida-, El Cocodrilo fue por la Chirula y Hugo, muy propio y todo un caballero, le pidió la pieza a Ángela, la Pelona, hija de doña Licha. El ejemplo de ellos hizo que El Ta le pidiera la pieza a Tita, hija de la señora Angelina. Nico no tuvo más remedio que sacar a Malena, El Conete hizo lo propio con Lupe, la Aguada, y de ahí para adelante cada quien bailó con quien quisiera y se dejara.

Los pequeños, aburridos, se fueron a la esquina a tro-nar cohetes, palomas, brujas y chinampinas, antes de que los metieran a dormir. Nuestro grupito, conformado por Lalo, Alfonso, ex-integrante del Trío Yurécuaro, José Luis el Búho, El Cayetano y yo, no sabíamos para qué lado hacer-nos: o baile o cohetes.

Ganó la hormona del baile, la vista del baile, porque no sabíamos danzar -sólo estábamos de mirones- y además nos daba pena. Todavía arrastrábamos el pantalón corto y

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la resortera, pero esa noche nos desprendimos de ellos para siempre. Pospusimos los cohetes para tronarlos 20 años después con nuestros respectivos hijos.

El tiempo que dejaban libre los bailadores más aveza-dos, lo aprovechaban nuestras hermanas para sacarnos a bailar a empujones y con una sonrisa socarrona. Nos ru-borizábamos de inmediato y no sabíamos donde meter la cabeza y el torpe cuerpo. Sentíamos que todas las miradas del mundo estaban puestas en nosotros. La realidad es que todas las miradas del mundo estaban puestas en el caden-cioso movimiento de la parte posterior de nuestras parejas.

Poco a poco fuimos aprendiendo a mover el esqueleto –unos más otros menos-, no sin antes pisotear todos los delicados callos que se nos atravesaron.

“039, 039, 039se la llevó.¡Ay, lo que me duele,lo que me duele,válgame Dios!”Santita nos sorprendió a las 11 de la noche contratando

unos mariachis que se lucieron con El son de la negra, El niño perdido, Sombras nada más y otras melodías. Cuando los músicos se iban Mary les pidió la del estribo, y sin que alguien lo sugiriera cantaron Las Golondrinas.

Nadie supo por qué escogieron esa canción y a quién estaban despidiendo. Lo sentimos como una premonición y se nos enchinó el cuero. Santita se alejó discretamente y se puso a llorar bajo la densa sombra del poste de luz.

Bronca 2

Cuando los mariachis callaron, la fiesta empezó a desfalle-cer, pero el Guty apenas estaba tomando altura con la ayuda del menguado combustible de las botellas. De inmediato organizó una cooperacha deducible de impuestos, contrató dos horas más de sonido y todavía alcanzó para comprar dos frascos de Ron Huasteco Potosí, una Caguama para el desempance o la cruda y el chivo para Carlotita, su jefa.

Todo iba bien hasta que llegaron los de la Valle Gómez a visitar a mis hermanas. Como las mujeres tuvieron a bien atender a los fuereños aceptando bailar con ellos algunas piezas, la demanda superó la oferta y se empezó a enrarecer el ambiente.

A los muchachos mayores no les agradó que les lle-gara competencia a su propio territorio. El Guty, celoso guardián de la honra y prez de las muchachas del barrio en edad de merecer, quiso medirle el agua a los camotes antes de iniciar la revuelta y le susurró algo al fiel Sergio, el Nis, su brazo derecho. Casi al instante éste comentó en voz alta, hacia el éter de la nada:

-A mi se me hace que nos quieren ver la cara de majes esos paisas de la Valle Gómez.

En cascada vinieron las respuestas, tres de las cuales fueron definitivas –por su importancia y su peso especí-fico- para prender la mecha:

-¿Quién invitó a esos güeyes?-A mí ningún puto me viene a quitar las viejas de la

cuadra.-¡Sobre ellos!Cuando Agustín vio que los camotes estaban a punto de

turrón, dio la orden de ataque con palabras contundentes:

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-Yo soy de la idea que chinguen a su madre. Y coronó con socarronería:-A mí se me hace que va haber madrazos. Agarren su

pareja. Puto el que se quede sin bailar.Acto seguido, el Nis se separó del grupo, se acercó al

más cercano -e infortunado- joven de la Valle Gómez (quien gozoso y distraído danzaba con gentil compás de pies, acompañado de Leticia, la Lépera) y con gran parsi-monia le dijo:

-Va, puto.Antes de que reaccionara, el fuereño fue a dar al piso,

impulsado por brutal puñetazo en pleno rostro, ante los gri-tos histéricos de Leticia y de todas las muchachas.

El Guty no había estado ocioso. Descontó (marca de la casa) o dio un cabezazo –no recuerdo bien (marca de la casa también)- a su elegido y empezó a patearlo en el suelo. El resto de los jóvenes de la 66 no tuvieron tiempo de es-coger a su pareja preferida y se fueron sobre el cliente más cercano.

Gritos y botellazos (antes las botellas eran de cristal macizo, no de plástico) empezaron a volar, las mamás se llevaron a sus pequeños, y El Gato y su chalán el Frijol recogieron apresuradamente su aparato de sonido y de-saparecieron.

Como los rebeldes de la Valle Gómez no estaban man-cos, se defendieron, pero eran tan pocos que se fueron re-plegando. Mis hermanas vieron que la batalla era desigual y decidieron abrir la puerta de la casa para darles refugio.

Ya dentro, las muchachas y algunas amigas curaban y sobaban a los heridos (un tal Planchas, un mentado Boti, el

Tocayo, el joven Manuel, la Marrana y otros), cuando llegó mi papá. En cuanto vio la traza de los heridos y sus copetes envaselinados, se llevó a mi hermana Rebeca a la cocina y le dijo, enervado:

-¡Sácate a esos vagos de la casa, y ustedes no vuelven a salir a una fiesta!

Mi hermana regresó de la cocina con la cola entre las patas y le susurró a Teresa la zurrada que le dio mi papá. Temblando y rezando trataron de hacer tiempo para que el Guty y sus cometas se retiraran.

Afortunadamente, los triunfadores se empezaron a ir porque ya se les quemaban las habas para seguir la parran-da, hacer -entre cuates- los comentarios y el análisis de la masacre, y degradar al zacatón y ascender de grado al más fuerte, audaz y valiente. La jefatura no estaba a discusión, por supuesto.

La fiesta del Real San Agustín terminó con el triunfo de la pandilla del Guty, el clamor de venganza de los dolidos mancebos de la Valle Gómez y la graduación de una nueva camada de bailarines que acababa de parir la cíclica e in-cansable vida.

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Gira por el extranjero

Antes de que se terminaran las vacaciones todavía alcanza-mos a festejar ¿más? con un partido internacional. El abue-lo –quien había vivido su infancia con sus abuelos en un ranchito a espaldas del estadio- nos consiguió un partido amistoso en Tepeji del Río, Hidalgo, contra la selección in-fantil local.

Como se estila en juegos fuera de torneo, nos reforza-mos con jugadores mayores para enfrentar una escuadra de labregones bien plantados. Jugamos un domingo a las doce del día en el estadio municipal ante un nutrido público, exigente y conocedor, que nos veía con curiosidad. El re-spaldo que necesitábamos nos lo dio nuestra porra, que era pequeña pero aguerrida y además gritaba fuerte.

El partido comenzó con un dominio de los locales y constantes acercamientos a nuestra área que no fructifica-ron por el trabajo incansable de nuestra defensa y una que otra atrapada de un servidor. El lugar nos estaba imponien-

do y sufríamos, sin duda el síndrome del Jamaicón: extrañá-bamos los chiles jalapeños de la capital.

Tanto va el cántaro a la portería hasta que se metió donde las arañas hacen su nido. Uno a cero a favor del Te-peji. En el esfuerzo que hice por alcanzar inútilmente el can-tarito sufrí un desgarre en la pierna izquierda que me orilló a pedir mi cambio. Para mi fortuna, El Chapa ya no estaba ahí para poner en duda mi virilidad, tema sensible en el que últi-mamente ocupaba más tiempo del aconsejable, de acuerdo con las inmaculadas teorías de Conchita, la señorita que nos preparaba para la inminente Primera Comunión.

La escuadra local se dio cuenta de nuestro descontrol y aprovechó el momento psicológico para abultar el mar-cador con dos pepinos más. Si no es por las espectaculares atajadas del Jeleno –un chaparrito ligero como un colibrí y más valiente que Pancho Pantera- nos hubieran propinado una buena goleada en ese primer tiempo.

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Nuestra porra, no acostumbrada a vernos en tan delicada situación, reaccionó en el segundo tiempo y empezó a gritar a coro las consignas que habían ensayado en el descanso.

¡Ay, que me da, que me daEl Real se levantaráUy, que me dio que me dioEl Real ya se levantó!Los ungüentos y la medicina del ánimo no tardaron

en surtir efecto. En una de las pocas incursiones en el área contraria, Ramón logró escabullirse porque Lalo le jaló la marca; el Gogó -adivinando la intención de aquellos- se des-plazó hacia atrás simulando desesperación y desgano; en-tonces, los dos tepejeños que en todo el partido se le habían pegado (por instrucciones del Abuelo, que navegaba entre dos aguas, mejor dicho en tres: con el Tepeji, su tierra na-tal; con el Real, sus vecinos actuales; y con unas caguamas bien sudadas que le mitigaban la sed y al mismo tiempo se la provocaban) se abalanzaron sobre Ramón y dejaron al Gogó libre para hacer sus travesuras.

Ramón aguantó, y en el preciso momento en que los ex-guardianes del Gogó llegaron como trombas a quitarle el esférico, lanzó un bellísimo taconazo hacia atrás donde el Gogó se encontraba sólo y con su alma. Éste abrió el regalo, se lo puso a modo y cuando el portero creyó que le soltarían un cañonazo, Gogó fintó con un quiebre elegantísimo de cintura, dio un golpe seco y delicado al balón, con la par-te que se encuentra entre el tobillo, el arco y el talón, y lo mandó raso y colocado ahí donde las arañas planearon el ascenso rumbo a la construcción de su nido destruido: a ras del suelo, pegado al poste.

Entre el velorio multitudinario en las gradas del Estadio Tepeji, un pequeñísimo reducto enloqueció de alegría. Era el primer gol en canchas internacionales y la puerta abierta para remontar el marcador. El cancerbero del Tepeji em-pezó a reconvenir a los ex-guardianes del Gogó, éstos a dis-cutir entre ellos y el resto del equipo a vituperar a los tres. El Pepino, con buen tino psicológico, interpretó lo que todos pensamos y sentenció:

-Ya se chingaron; ahora, todo es cuestión de tiempo.Y como si El Cronos lo hubiera escuchado, tres pepinos

cayeron en cadena. Era la locura en la milésima parte de las gradas. De ahí en adelante, manejamos el partido con soltura y trabajo de equipo hasta que el árbitro dio el sil-batazo final. Algunos dicen que “los números hablan por sí solos” (son los primos hermanos de los que sostienen que “papelito habla”). Yo pienso, humildemente, que dos fríos números finales (4-3) de ninguna manera reflejaron el vol-cán de emociones y el cúmulo de enseñanzas que vivimos en ese juego.

Después de beber toda la reserva de agua Electropura de la región, corrimos a refrescarnos al río de aguas crista-linas (que ahora es una barranca seca saturada de plástico, mierda, animales muertos y desechos del rastro) que alegre corría y murmuraba al lado del estadio.

Ya limpios, peinados y algunos perfumados con loción Old Spice y Agua de Colonia Sanborn´s, que sustraíamos a hurtadillas del botiquín, comimos carnitas, nopales, tor-tillas hechas en comal, salsa, pápalo y chicharrón que nos llevaron el Potro y Memín, -jóvenes oriundos de la región y fundadores de la Colonia Belisario Domínguez, junto

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con su padre, don Arnulfo Gutiérrez-. El Abuelo nos acercó unas cajas de refrescos, y sin ser egoísta consigo mismo se acercó las últimas caguamas que habían sobrevivido a su turbulenta sed.

Para bajar la comida, dimos una vuelta en el Zócalo de Tepeji. Íbamos pavoneándonos, pero extrañados por la in-diferencia del pueblo ante nuestra hazaña deportiva. Los pequeños correteaban por todos lados y mi grupo centró la tímida mirada en las mozas que salían de misa y caminaban con garbo alrededor del quiosco.

La noche nos sorprendió en el autobús de regreso; cansados, pero contentos, y todavía con ánimos de seguir cantando:

“Que lejos estoy del suelo donde he nacidoInmensa nostalgia invade mi pensamientoY al verme tan solo y triste cual hoja al vientoQuisiera llorar quisiera morir de sentimiento.”

Ay, que me da, que me da…Uy, que me dio que me dio…

El sueño se terminaComo todo en la vida se acaba, el Real San Agustín se fue diluyendo. ¿Cuándo? ¿Quién puede saber con exactitud cuándo empiezan las cosas y cuándo terminan? ¿Cuándo empecé a querer a Irma y cuando la deje de querer? ¿La quise? ¿La quiero aún?

¿El Real San Agustín fue real? ¿Es irreal que ahora lo venere? ¿He existido alguna vez? ¿O soy un sueño de mí mismo?

¿Cómo? Un día cualquiera, los Gogós se mudaron de casa; Los Ramones desaparecieron; Los pequeños se em-barcaron en mil y un juegos más; Santita cedió a las presio-nes de Adán, El Patán –como lo llamábamos en secreto-, y se casó con él; y nosotros, los recién muchachos, jalamos hacia otros rumbos, otras escuelas y otras muchachas.

Cuando nuestras madres –con un hilillo de grito en la garganta por la ardua brega del día- nos llamaban para ir a dormir, Pepino empezaba a canturrear:

-“¡Aquí se rompió una taza, cada quien para su casa!”El corrillo de infantes se dispersaba, y el niño Don Ro-

gelio Zaragoza emprendía el largo camino a casa, pero antes de doblar la esquina soltaba un grito con el que cerraba las pinzas a la noche:

-Aquí se rompió un tazón, cada quien pa´su cantón.Entonces, la calle empezaba a poblarse de sombras, gri-

tos, risas y fantasmas de pantalón corto, por siempre jamás.

David Flores MoralesCasa Grande de Tita

22 de julio de 2008

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