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1 I Jornadas Internacionales de Investigación y Debate Político (VII Jornadas de Investigación Histórico Social) “Proletarios del mundo, uníos” Buenos Aires, del 30/10 al 1/11 de 2008 EL “MARXISMO LATINOAMERICANO”: UNA TAREA PENDIENTE PARA LA RECONSTRUCCIÓN DE LA POLÍTICA SOCIALISTA I. Introducción Quienes sostenemos el compromiso con la cultura de izquierda, con las prácticas y los entusiasmos revolucionarios, debemos prestar atención a la reconfiguración permanente que asume la lucha de clases. Esta brújula de la política socialista no es una abstracción conceptual a priori. Refiere a una constelación de estructuras e intereses que fraguan en determinados momentos históricos de una forma y requiere, en consecuencia, de nuevas exploraciones así como de revisiones ideológicas de conceptos ya existentes. En este sentido, de cara a las consideraciones que se tornan necesarias para vivificar y robustecer una filosofía de la praxis para el nuevo milenio, enmarcada a la vez en los desafíos de un balance incitado por el Bicentenario en América Latina, resulta deseable revisitar algunos de los nexos que remiten a esa lucha por una reconstrucción del proyecto socialista. También del marxismo creemos necesario intentar una reconstrucción. Para aclarar este concepto apelemos al sentido elaborado por Jürgen Habermas en su obra La reconstrucción del materialismo histórico. Allí, el filósofo frankfurtiano distingue entre la restauración como el retorno a un estadio inicial luego corrompido, el renacimiento como la renovación de una tradición sepultada, y la reconstrucción como el proceso de desmontar y recomponer en nueva forma una teoría, como la marxista, con el objeto de alcanzar mejor su meta. La justificación de una reconstrucción se explica debido a que se trata de una teoría “que en algunos puntos necesita una revisión, pero cuya capacidad estimulante dista mucho de estar agotada”. (Habermas, 1980: 9). Aunque hoy esa revisión merezca refiguraciones mayores que las perceptibles tres décadas atrás, la reconstrucción nos parece un proyecto viviente, lejano de las posturas conservadoras o

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I Jornadas Internacionales de Investigación y Debate Político

(VII Jornadas de Investigación Histórico Social)

“Proletarios del mundo, uníos”

Buenos Aires, del 30/10 al 1/11 de 2008

EL “MARXISMO LATINOAMERICANO”: UNA TAREA PENDIENTE PARA

LA RECONSTRUCCIÓN DE LA POLÍTICA SOCIALISTA

I. Introducción

Quienes sostenemos el compromiso con la cultura de izquierda, con las prácticas y los

entusiasmos revolucionarios, debemos prestar atención a la reconfiguración permanente

que asume la lucha de clases. Esta brújula de la política socialista no es una abstracción

conceptual a priori. Refiere a una constelación de estructuras e intereses que fraguan en determinados momentos históricos de una forma y requiere, en consecuencia, de nuevas

exploraciones así como de revisiones ideológicas de conceptos ya existentes. En este

sentido, de cara a las consideraciones que se tornan necesarias para vivificar y

robustecer una filosofía de la praxis para el nuevo milenio, enmarcada a la vez en los

desafíos de un balance incitado por el Bicentenario en América Latina, resulta deseable

revisitar algunos de los nexos que remiten a esa lucha por una reconstrucción del

proyecto socialista.

También del marxismo creemos necesario intentar una reconstrucción. Para aclarar este

concepto apelemos al sentido elaborado por Jürgen Habermas en su obra La reconstrucción del materialismo histórico. Allí, el filósofo frankfurtiano distingue entre

la restauración como el retorno a un estadio inicial luego corrompido, el renacimiento como la renovación de una tradición sepultada, y la reconstrucción como el proceso de desmontar y recomponer en nueva forma una teoría, como la marxista, con el objeto de

alcanzar mejor su meta. La justificación de una reconstrucción se explica debido a que

se trata de una teoría “que en algunos puntos necesita una revisión, pero cuya capacidad

estimulante dista mucho de estar agotada”. (Habermas, 1980: 9). Aunque hoy esa

revisión merezca refiguraciones mayores que las perceptibles tres décadas atrás, la

reconstrucción nos parece un proyecto viviente, lejano de las posturas conservadoras o

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cristalizadas que se satisfacen con una “defensa del marxismo”. Para avanzar en la vía

propuesta proponemos un método híbrido que combina historia y teoría.

Es que los debates y controversias pasadas nos siguen interpelando y no por pretéritos,

sus dilemas han perdido relevancia para el pensamiento y la acción críticos. Recuperar

los contextos intelectuales de tales querellas, junto a los cruces y tensiones de los

actores sociales y políticos, permitirá plantearnos nuevos interrogantes.

En este texto intentaremos discutir algunos de los puntos que han sido considerados

hitos para pensar una historia del “marxismo latinoamericano”, deteniéndonos en sus

primeras formulaciones, en su desarrollo y en su actualidad. También serán parte de

nuestras reflexiones las contrariedades del marxismo como teoría que, en su origen, fue

“pensada” originalmente más para el viejo continente; recién medio siglo después del Manifiesto comunista comenzó a nacer la pregunta sobre qué modulación del marxismo era necesaria para que iluminara críticamente otras formaciones histórico­sociales. Eso

explica la insistente controversia que se entabló sobre las posibilidades de que

adquiriera para América Latina un estatuto legítimo tanto para interpretar como para

transformar la realidad.

En este sentido es preciso plantear cuestiones que tal vez no sean de fácil respuesta:

¿Existió o existe un “marxismo latinoamericano”? ¿Qué significa que no sea

mencionado en el relevamiento de Kolakowski (1980) titulado pomposamente Las corrientes principales del marxismo o que apenas figure en la Historia del marxismo que dirigió Eric Hobsbawm? ¿Es factible rastrear los signos de una homogeneidad

teórica y práctica identificable? ¿Es genuina tal búsqueda? ¿No nos enseña esa

diversidad provinciana, regional o nacional que es América Latina, las limitaciones de

buscar lo uno (el marxismo latinoamericano) en lo múltiple (Nuestra América)? ¿Es

deseable una trama diversa donde algunos pocos elementos analíticos comunes

adquieran verdadera relevancia más por su nivel de síntesis que por el ensamble de

categorías heterogéneas? Desde luego, nuestras consideraciones serán preliminares y las

consideramos hipótesis que merecen la obra de una nueva generación militando al calor

de la lucha de clases.

Nuestra argumentación comenzará con una reseña sintética de la historia de las

perspectivas marxistas en América Latina. Esbozaremos entonces un recorrido de las

maneras propuestas para aclimatar la vocación crítica y revolucionaria del marxismo a

circunstancias irreductibles a su tierra de origen. Luego dedicaremos un apartado para

presentar la figura de José Carlos Mariátegui, el socialista peruano que más

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radicalmente se esforzó por construir una práctica intelectual y política del marxismo

que intersectara con la tradición indoamericana. Su reconocida posición central en la

historia del marxismo latinoamericano, expuesta y revisada de manera inevitablemente

concisa, posibilitará atisbar las tensiones que habitan a todo ejercicio de

latinoamericanización del marxismo.

Por último, algunas reflexiones sobre las circunstancias del marxismo latinoamericano

actual permitirían plantear una agenda posible de problemas a tratar para seguir

indagando y aportando a su vitalidad. Temas tales como las nuevas perspectivas de una

crítica de la economía política, las nuevas teorías de la subjetividad, los enlaces con los

aportes de una filosofía de género, las redefiniciones de los conceptos de ideología,

hegemonía y dominación, urgen en su revisión para enriquecer la práctica política de un

continente que todavía tiene posibilidades de renovarse.

La reconstrucción es urgente hoy por la emergencia de complejos procesos

transformadores que reclaman un enlace con la perspectiva socialista. Está claro que esa

conexión sólo puede ser convincente si está acompañada por un examen del marxismo,

una de las teorías esenciales de la praxis revolucionaria. Sucede lo dicho, por ejemplo, con

la situación venezolana, donde el presidente Hugo Chávez ha planteado que la “revolución

bolivariana” tiene vigorosos anclajes conceptuales con la tradición marxista. Dentro de ese

contexto, algunas intervenciones político­intelectuales postularon que es necesario crear

una teoría para la “revolución bolivariana”, una teoría que otorgue un lugar central al

marxismo (Instituto de Altos Estudios Políticos y Sociales Bolívar­Marx, 2006). Pero,

¿qué quiere decir exactamente eso? Todos los escritos del volumen El socialismo del siglo 21 historizan el marxismo, es decir, afirman que no es no es unitario ni compacto, que no es un recetario definida de una vez y para siempre. De todas maneras, la propuesta no

formula una elaboración en intensidad. Se trata de esbozos programáticos y declarativos.

Todas las contribuciones tienen la saludable convicción de que es preciso adecuar la teoría

revolucionaria a los desafíos actuales y no se resignan a esperar una verdad dogmática

predefinida.

Sin embargo, tal actitud intelectual aún no logra identificar la función del marxismo en el

socialismo latinoamericano por el que lucharemos. De ninguna manera la cuestión que

introducimos ha estado ausente de los esfuerzos recientes por repensar el lugar del

marxismo en América Latina. Salvo en partidarios de universalismos demasiado planos, el

tema de la refiguración situacional del marxismo es un aguijón que ningún sujeto político

socialista puede dejar de plantearse. Esta actitud nos parece más productiva que otras

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perspectivas, de compañeros muy valiosos, por cierto, que proponen problematizar el

marxismo del nuevo siglo sin hacer referencias sustantivas a las condiciones

latinoamericanas (por ejemplo, Altamira, 2006). Las páginas que siguen son nuestro

modesto aporte a la discusión.

II. Trayectorias del marxismo en Latinoamérica

Para este esbozo selectivo de algunas líneas de lo que puede ser denominado un

“marxismo latinoamericano” tomaremos las propuestas de José Aricó (1985a, 1985b),

Michael Löwy (2007), Agustín Cueva (2007) y Néstor Kohan (1998, 2000, 2004),

conocidos estudiosos de la cuestión.

Aricó y Löwy propusieron perfilar una imagen del marxismo latinoamericano en sus

contrariedades con las tradiciones revolucionarias locales. Si bien esta mirada se

refuerza rigurosamente en el período de hegemonía de la III Internacional (sobre todo

en el período estalinista), entre los años treinta y comienzos de la década del sesenta, es

cierto que la evaluación –sobre todo en Aricó­ tiende a extenderse a todo el recorrido

del marxismo en América Latina.

La periodización que plantean Löwy y Aricó, aunque en forma menos marcada en el

caso del segundo destaca tres períodos:

1) Un período revolucionario entre los años veinte y los años treinta, marcado a fuego

por la impronta de la flamante Revolución Rusa y bolchevique y la insurrección de

masas salvadoreña, dirigida por el Partido Comunista local a comienzos de los años

treinta.

2) Un período no revolucionario, “regenteado” por el estalinismo, entre mediados de los

años treinta y hasta casi comienzos de los años sesenta. En esta etapa la característica

fundamental sería la dogmatización, la burocratización del proceso revolucionario en la

propia URSS, la colaboración de los partidos comunistas en el congelamiento de los

procesos dinámicos de América Latina, sobre la base del total desarreglo y desprecio de

los verdaderos intereses locales. Un período en que la única revolución que se concebía

y promocionaba por la III Internacional Comunista (IC), no era una revolución

socialista sino una democrática burguesa y nacional.

3) Un período nuevamente revolucionario ordenado por la experiencia de la Revolución

Cubana y los efectos que la prédica de Fidel Castro y de Ernesto “Che” Guevara

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generaron en miles de jóvenes que se volcaron a la lucha armada para conquistar sus

anhelados intereses. 1

Löwy ubica la introducción del marxismo en Latinoamérica hacia finales del siglo XIX,

con la llegada de los inmigrantes europeos. Alemanes, italianos y españoles trajeron

consigo una nutrida biografía política y transfirieron su experiencia tanto en sus lugares

de trabajo como a través de la creación de partidos, asociaciones, mutuales obreras y

sindicatos. En cada una de esas instancias y cada vez con más intensidad, el marxismo

difundió su prédica. Aricó, por su parte, menciona la primera enunciación pública de

una adscripción teórica plena al marxismo, acontecida en 1909, de la mano de Enrique

del Valle Iberlucea al crear la Revista Socialista Internacional. No obstante, como en otros casos latinoamericanos, se trató de usos y traducciones que no consiguieron una

modulación marxista significativa.

Los marxistas europeístas no analizaban las formaciones sociales latinoamericanas en su

especificidad creyendo estar como en la vieja Europa ante una sociedad feudal. Por ello

deducían que en América Latina se debía pasar por una revolución democrático

burguesa en primera instancia y que con el tiempo y la maduración de las condiciones

objetivas y subjetivas se diera por tierra con ella para luego avanzar hacia una

revolución obrera y socialista.

Hacia los años cuarenta y cincuenta, sin embargo, varios cientistas sociales empezaron a

proponer una dimensión analítica distinta para pensar a América Latina, discontinuando

la idea de que las relaciones económicas sociales eran feudales. Reconociendo ahora la

especificidad de las formaciones económicas sociales como capitalistas “coloniales,

semicoloniales o dependientes”, sostenían por tanto que la fórmula del desarrollo de un

proceso socialista debía comenzar de modo radicalmente anticapitalista. En sintonía con

las observaciones que Marx le hiciera a los populistas rusos en torno a la posibilidad de

que la comunidad campesina donde la tierra era poseída y labrada en común (el mir) aprovechara sus tradiciones colectivistas y con la fuerza de la revolución europea, se

constituyera en el puntal de lanza de la revolución rusa. Pensadores como Mariátegui,

Hugo Blanco, Diego Rivera o Ricardo Ramírez trataron de capturar las líneas

1 Estudios recientes han rastreado las primeras “recepciones” de los textos marxianos y marxistas. De esa manera, se retrocede en la cronología de esa historia hasta los años setenta y ochenta del siglo XIX (Tarcus, 2007).

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colectivistas del modo preincaico de producción para vincularlas con su presente

político.

Durante este primer período, las discusiones se vieron orientadas centralmente por las

resoluciones de la III Internacional Comunista que desplegaba una mirada

enriquecedora en término políticos para el porvenir de América Latina. Se vaticinaba la

posibilidad de una coalición entre campesinos y obreros en pro de una revolución que

comenzara realizando tareas democráticas burguesas pero que avanzara rápidamente

hacia el socialismo. Esta lectura tenía como telón de fondo las ideas de los “hacedores

de la revolución rusa”, quienes creían perimida la posibilidad de que la burguesía

cumpliera algún rol progresista. Se apostaba a la movilización permanente concluyendo

en tareas tales como la expropiación de la propiedad privada y la socialización de los

medios de producción.

En este período se destacan dirigentes de la talla del líder chileno, Luis Emilio

Recabarren, un obrero tipógrafo que fundó el Partido Obrero Socialista en Chile y lo

transformó en Partido Comunista hacia 1922. Recabarren se dedicó a agitar como líder

de masas, la insalvable contradicción entre el capitalismo y el proletariado predicando la

revolución social. También el intelectual cubano Juan Antonio Mella, fundador del

Partido Comunista Cubano, tuvo un pensamiento inspirador. Por un lado no confiaba ni

creía en las posibilidades de que la burguesía cubana cumpliera un rol progresivo en el

proceso de modernización, y por eso le mismo le daba gran importancia al

internacionalismo. De allí su apoyo indeclinable al movimiento liderado por Sandino en

el país hermano nicaragüense. Del mismo modo, el peruano J. C Mariátegui (ver más

abajo) creador de la revista Amauta, apoyó cada uno de los movimientos que los trabajadores peruanos industrializados o agrarios protagonizaron en los primeros treinta

años del siglo XX. Mariátegui constituyó hacia el año 1928 el Partido Socialista y un

año después ayudaría además a conformar la Confederación General de Trabajadores

Peruanos. Desde la supervivencia de la experiencia colectivista de la historia precolonial

de las sociedades andinas pasando por la debilidad intrínseca de la burguesía

latinoamericana para la transformación, Mariátegui creyó en la posibilidad de una

revolución de corte continental.

Desde una perspectiva más social es de destacar en este primer período, que algunos

partidos como el comunista del Salvador y con líderes legendarios tales como

Farabundo Martí, Miguel Mármol, Alfonso Luna y Mario Zapata, supieron aprovechar

el impulso popular y ayudar a gestar una rebelión obrera y de masas, similar a la

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experiencia del consejo obrero soviético. Si bien la revolución fue derrotada, ya que las

clases dominantes fueron alertadas y reprimieron a sus protagonistas, encarcelando y

finalmente ejecutando a los grandes cuadros dirigentes, caracteriza Michel Löwy, que la

rebelión del año 1932 en este país centroamericano “constituyó un evento enteramente

singular en la historia del comunismo latinoamericano, por su carácter de levantamiento

armado de masas, su programa abiertamente socialista y su autonomía frente a la

KOMINTERN”. (Löwy, 2007: 24). También es de destacar, la insurrección comandada

en el Brasil, por Luiz Carlos Prestes, un jefe de soldados que lideró un grupo de

rebeldes en la región misionera contra el ejército estatal, y que llegó a abrazar al

comunismo hacia los años treinta. Con apoyo de la izquierda tenentista, su base social original, sumada a la de los líderes comunistas locales e internacionales en julio de

1935, Prestes se lanzó a concretar contra el varguismo una rebelión militar. Otra vez el

fracaso signaría la historia de la insurrección. La tortura, la cárcel y la ejecución en

masa de miles y miles de participantes, determinarían un cambio de rumbo en la

Internacional Comunista, que ya para esa época completaba su hegemonía estalinista.

Con la entronización de la industrialización y la colectivización forzosa hacia fines de

los años veinte en la URSS, sumado al enjuiciamiento, cárcel, expulsión y muerte de

muchos bolcheviques, en América Latina aunque con distintos ritmos, los partidos

comunistas comenzarían, según Löwy y Aricó, a cristalizarse como mera agencias

reproductoras de la política exterior de la URSS. Hacia fines de los años veinte, el

comunismo empezó a dar lugar a líderes más serviciales y acólitos al proceso y sobre

todo a los intereses de la burocracia soviética. Tal vez el caso más paradigmático hay

sido el de Vittorio Codovilla, afiliado al PSI originalmente, cuando este se transforma

en Partido Comunista se convertiría en su secretario general por muchos años y en líder

natural de todos las formaciones que impulsara el PC en Argentina. Codovilla fue

además miembro de la primera Conferencia Comunista Latinoamericana, celebrada en

Buenos Aires. En esta conferencia del año 1929 se sentarían las bases de los elementos

fundamentales de actuación de los PC hasta los años sesenta. El comienzo del “Tercer

período” del Comintern, conocido como el “ultraizquierdista”, es aquel en el que se

rechaza todo acuerdo con la socialdemocracia, impidiendo de esta forma una alianza

que evite el desarrollo de corrientes de derecha o directamente fascistas como las que ya

se estaban desarrollando en Europa. Esto consistía en la creencia en una teoría de una

revolución organizada por etapas, donde la primera sería democrática, admitiendo

variadas y amplias alianzas de clases, hasta incluir por ejemplo, a la burguesía

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nacionalista. Otra característica sería el error de identificación de fenómenos no

fascistas como fascistas, como en el caso de los populismo en Latinoamérica, que a la

vez generaron un acercamiento a la política exterior de los Estados Unidos, puesto que

se había convertido en el adalid de la lucha a favor de la democracia burguesa.

Esta lectura y estrategia de revolución, la IC la propuso para Asia y para América

Latina. En China las consecuencias de tales alianzas tuvieron consecuencias severas,

como la masacre del nacionalismo chino o Kuomintang de todas las fuerzas comunistas

en la ciudad de Shangai hacia 1927, cerrando el proceso de la Revolución China, hasta

el triunfo comunista de la República Popular dirigido por Mao Zedong en 1949.

También por ejemplo en la Argentina caracterizar al Peronismo como un fenómeno

fascista llevaría al PCA a promover una alianza con la Unión Democrática, una

coalición variopinta que incluía a sectores liberales, nacionalistas y socialistas y al

embajador norteamericano en Buenos Aires, Spruille Braden. Pero también el PCA con

su política desacreditó la experiencia más importante por la que estaban pasando los

trabajadores en los años cuarenta y fundamentalmente quedó fuera de combate en la

disputa por la dirección de la clase obrera, que en lo años treinta habría tenido un gran

ascendente. En Bolivia también la formación del partido comunista conocida como

Partido de la Izquierda Revolucionaria (PIR) se unió a distintos sectores oligárquicos

para derribar al gobierno representado en el Movimiento Nacional Revolucionario

(MNR) también caracterizado de fascista. Otra experiencia interesante fue la de

Guatemala entre los años 1951 y 1954, aún dentro del período de hegemonía de la IC.

El PCG se volvió una fuerza decisiva, pero lamentablemente su insistente idea de aliarse

con la burguesía y convertirla en aliada, lo llevó a la derrota del proceso rebelde que se

estaba gestando en Guatemala contra la opresión obrera y étnica. En torno al caso

cubano si bien el PSP denunció el golpe de Batista del año 1952, a la vez se mantuvo

alejando de la formación del Movimiento 26 de Julio, gesto del proceso revolucionario

y acusaba a Castro de terrorista. El PSP (antecedente del PC) planeaba una alianza con

la burguesía nacional para derrotara los Batistas. El PSP estuvo ausente tanto de la

preparación como de la insurrección por responder a la política oficial soviética y desoír

las vibraciones políticas locales. Brasil, no obstante fue una excepción porque la IC

definió apoyar al varguismo que había estado del lado de los aliados en la Segunda

Guerra Mundial.

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“La hegemonía del estalinismo en el pensamiento de izquierda latinoamericano de la

década del 1930 hasta la Revolución Cubana, no significa que no existieran

contribuciones científicas importantes al pensamiento marxista de ese período. En

varios país, dentro y fuera del los partidos comunistas, investigadores comunistas,

cuestionaron las interpretaciones esquemáticas prevalecientes sobre la naturaleza de las

formaciones económicas del continente, particularmente, la tendencia a imponer el

modelo feudal europeo en el análisis de las estructuras agrarias de América Latina”

(Löwy, 1982: 42).

Caio Prado, Marcelo Segall, Sergio Bagú, Hugo Bressano, Silvio Frondizi o Milcíades

Peña, insisten en pensar a América Latina como una articulación de vastas estructuras

productivas entre las cuales la dominante más que la feudal era la capitalista,

cuestionando por ejemplo en el caso de Silvio Frondizi, el carácter bonapartista de

Perón, así como el carácter dependiente de nuestro capitalismo. También hubo voces

opositoras naturalmente a la égida soviética, algunas representadas en la corriente de

raigambre trotskista, como ya hemos sugerido. En Brasil la oposición a la IC tuvo varias

nombres, tales como: Grupo Comunista Lenine o Liga Comunista de Oposición y

terminó consolidando una coalición en San Pablo que atrajo al sectores del PCB.

También en Chile, Bolivia y Argentina los trotskistas se destacaron cumpliendo roles en

sindicatos y en la formación de nuevos partidos políticos. También hubo comunistas

que se plegaron a las acciones guerrilleras de los campesinos en Colombia entre fines de

los años cuarenta y mediados de los cincuenta; hubo resistentes como los huelguistas

del Brasil de los años 1953 y 1954.

El punto de cierre que asume Aricó para su historia del marxismo, es el ciclo que

inaugura la Revolución Cubana, prolífica en dar lugar a una extrema y variada gama de

posiciones puestas al servicio de la transformación social. Entre ello se cuentan

experiencias tales como: el castrismo, el guevarismo, grupos guerrilleros como las

FARC en Colombia, los focos guerrilleros conducidos por Lobatón, De la Puente y

Béjar en el Perú y el EGP de Masetti en la Argentina. Löwy lleva el fin de las

condiciones históricas de permanencia del marxismo en Latinoamérica hasta su propia

contemporaneidad, detectando expresiones de vitalidad revolucionaria en los

campesinos sin tierra en Brasil (MST), en lo zapatistas en México (EZLN) y en las

FARC de los años ochenta.

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Agustín Cueva enfatiza fuertemente la idea de que no hubo nunca una “dependencia

absoluta de los partidos comunistas (PC) latinoamericanos con respecto a la IC” (Cueva,

1987: 177) Señala el heterodoxo camino que asume el PC mexicano, la trayectoria del

PC venezolano más dictada por sus propios intereses regionales que por la voluntad de

los líderes soviéticos, así como la construcción independiente del Frente Popular

chileno del año 1936 o la independencia de Salvador Allende en el proceso de

confluencia con el PC chileno y la Unidad Popular. Otro aspecto de interés menos

directamente político pero más cultural, es el rol en el mentado período estalinista, de

personas vinculadas a la cultura tales como: Neruda, Vallejo, Guillén, Amado, Fallas,

Niemeyer, Icaza, Alegría, Asturias, etc. La literatura, las artes plásticas, la música y las

ciencias reflejan esta vitalidad revolucionaria del marxismo o de pensamiento afines a

él.

La revolución cubana ya parte del tercer período en cuestión de la historia del marxismo

en Latinoamérica, claramente tuvo un proceso de desarrollo veloz. Ya entre 1960 y

1961 había tirado abajo al capitalismo y había empezado a construir una sociedad de

nuevo tipo. El Che Guevara se había declarado a favor de una revolución que

comenzara con la reforma agraria pero que no sofrenara nunca su marcha hacia el

socialismo. Alejados los castristas y guevaristas de la posición conciliadora del PCC,

avanzaron con medidas anticapitalistas y por el socialismo por fuera de la prédica

soviética. La revolución cubana dejaba atrás la época del “frente popular” con loa

sectores burguesa progresistas y con los antifascistas. Marcaría a fuego para toda una

generación la idea de que la lucha armada era posible si las masas acompañaban la

proposición revolucionaria. Desde Cuba se rehabilitó historiográficamente, “el primer

período revolucionario, retomando las lecciones de Mariátegui, Mella y Martí”.

Guevara marcaría con sus ideas una ética para un hombre nuevo. Una humanidad

solidaria y socialista, sería la marca de todo este nuevo ciclo de la historia del marxismo

en Latinoamérica. Sostiene Cueva que el marxismo “se enriqueció al experimentar una

tercermundialización” (Cueva, 1987: 188).

Guevara muy rápidamente se torno crítico de lo que el castrismo estaba construyendo en

Cuba. Por ello se fue de la isla primero hacia el Congo en África y luego a Bolivia,

donde lo encontraría muy joven la muerte. Predijo que el destino en América Latina

sería “la revolución socialista o una caricatura de la revolución”. Por los mismos

motivos rechazó de cuajo, la idea de una revolución por etapas y predijo que la principal

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forma de combate era la lucha armada contra los regimenes dictatoriales pero con el

apoyo de las masas.

Su prédica irradió a miles de jóvenes, obreros y campesinos en Latinoamérica y en el

mundo. Crecieron como hongos en muchos lugares fuerzas armadas guerrilleras.

Primero fueron rurales como las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional o el

Movimiento de Izquierda Revolucionario en Venezuela, las FAR y el MR­13 en

Guatemala, el ELN en Perú y el FSLN en Nicaragua. A la vez se desarrollaron

movimientos guerrilleros urbanos como los Tupamaros en Uruguay, el PRT­ERP en

Argentina, el MIR chileno, el ALN y el MR8 en Brasil o el ELN boliviano.

Este rejuvenecimiento que trajo la revolución cubana al marxismo hizo que éste como

ideología entrara por primera vez en las universidades. La sociología, la historia, las

ciencias políticas, revitalizarían debates importantes de la esfera política. La misma

Cuba ofreció una revista de intervención intelectual titulada Pensamiento Crítico. La

Teología de la Liberación, un movimiento que acompañó en vastas experiencias la

lucha armada, fue otra expresión trascendente y en estrecho vínculo con la teoría y la

práctica marxista. El maoísmo y el trotskismo siguieron desarrollándose también. En el

Perú el dirigente trotskista y campesino, Hugo Blanco, llegó a dirigir a las masas

campesinas e intentó organizar una milicia de campesinos pobres. En Chile los

trotskistas entraron al MIR hacia el año 1965, En Bolivia el POR de Moscoso y el ELN

de Inti Peredo colaboraron y logran hacer tambalear al sector del ejército regular.

La ebullición del guevarismo en primer plano y del trotskismo y maoísmo en segundo,

pusieron en jaque la larga hegemonía de los partidos comunistas por soviéticos. Las

formas de procesar estas crisis fueron muchas. Algunos se fueron de los PC a formar

parte de la guerrilla, otros formaron partidos por chinos, otros se diluyeron en gobiernos

populistas como el de Goulart en Brasil o formaron parte de las coaliciones de poder de

los socialistas de la Unidad Popular en Chile en 1973. Hubo otra apuesta fuerte en este

tercer periodo, que fue el de la Revolución Nicaragüense. La gran diferencia entre la

Revolución cubana de 1959 y la nicaragüense veinte años después, fue que la segunda

no avanzó rápido con medidas socialistas y la derecha hincó sus dientes con el bloqueo

económico y los contras muy rápidamente. También el Frente Farabundo Martí de

Liberación Nacional en 1980 que toma la herencia del PC del Salvador y que al calor de

la Revolución Nicaragüense intenta controlar una buena parte del país con sus propias

fuerzas militares, en un proceso multifacético va definiendo nuevos frente de lucha,

abordando la lucha político, la económica y la social.

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El zapatismo mexicano de los noventa y el MST de Brasil son las últimas expresiones

político­sociales donde se advierte un vínculo con el marxismo. Otras formas, como la

de Sendero Luminoso, fueron durante los años 1980 y 1990 la revelación del fracaso

irremontable del sectarismo y el dogmatismo.

Hablar de una historia y de un marxismo latinoamericano como hemos podido ver,

implica necesariamente variedad, lo uno en lo múltiple. Supone pensar un cuerpo

teórico que de cuenta de las regiones, de lo local, a la vez que de los cruces

transversales que den cuenta de lo continental. Llamó a este proceso Pancho Aricó, “una

diversidad de perspectivas girando en torno al denominador común de una perspectiva

de transformación social” (Aricó, 1985b: 956).

Después de las perspectivas de Aricó y Löwy, Néstor Kohan propuso otra figura

histórica para el marxismo latinoamericano. Para este autor existe una sensibilidad que

califica con términos como heterodoxo, culturalista, voluntarista, romántico y

antiimperialista, anudados al socialismo. Se trataría de un marxismo incubado al calor

del activismo juvenil de la Reforma Universitaria en América Latina posterior a 1918,

cuando se retoma, radicalizándolo, el legado juvenilista y antimercantilista del

"arielismo". Por ejemplo, ese modernismo arielista que contrapesa los restos de

positivismo en la solidaridad de José Ingenieros con la Revolución Rusa. Ese impulso

crítico pronto adoptará una versación latinoamericana con el antiimperialismo de los

años veinte que el propio Ingenieros apoyó y que construirá vínculos en todo el

subcontinente. El núcleo cultural y ético del marxismo latinoamericano se destaca así

del marxismo soviético, pero podemos decir también del pesimismo crítico que dominó

al marxismo europeo después de 1923. El marxismo de América Latina ­y en esto

coincide con Löwy­ fue ocluido después de 1929 por la hegemonía externalista que

representó como pocos Victorio Codovilla. No fue por azar que el marxismo de

entonces fuera ortodoxo, economicista, universalista, deductivo y reformista. El

marxismo latinoamericano retorna con nuevos ropajes con la Revolución Cubana. La

figura y el pensamiento político de Ernesto "Che" Guevara representa como pocos ese

marxismo. Renace así la "hermandad de Ariel" que caracteriza al marxismo

latinoamericano. Asumiendo sus temas, para Guevara se trata de hacer la revolución,

pensada desde las experiencias propias, apelando a la voluntad (la conciencia) y la ética,

recuperando un antiimperialismo no sólo declamativo ni oportunista. Por lo tanto,

también retorna la heterodoxia. De allí que Kohan propugne recuperar la herencia del

marxismo latinoamericano, pero no para atenerse a un mandato, sino como nutriente de

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la vocación revolucionaria. El autor plantea una tarea generacional: "Cada generación

debe recuperar su historia previa y desde ella entablar un diálogo crítico con la

tradición. Ese diálogo crítico no consiste únicamente en 'deducir y aplicar' sino también

en repensar y crear a partir de lo que ya sabemos y de los nuevos interrogantes que nos

plantea la realidad histórica" (Kohan, 2004). Una última indicación sobre la perspectiva

de Kohan es la conexión que establece con el antiimperialismo latinoamericano, que es

un rasgo cultural de mayor cobertura con el marxismo. La elaboración del

entrecruzamiento con el nacionalismo no es profunda, lo que se explica por la reducción

al Estado nacional que aquél revela desde mediados del siglo XIX. En cambio, el

antiimperialismo tiene un anclaje latinoamericano.

II. Particularidades de un marxista latinoamericano.

El pensamiento y la acción del intelectual peruano José Carlos Mariátegui (1894­1930)

constituyen un laboratorio viviente de las peculiaridades que caracterizan al esfuerzo de la

praxis marxista en América Latina. Mariátegui es reconocido como el más creativo

productor de un “marxismo latinoamericano”. ¿Qué quiere decir eso hoy? ¿Qué herencia

implica para quienes aspiramos a reconstruir una práctica política socialista?

Mariátegui no es el epítome ni la condensación del marxismo latinoamericano. Su sitial

está justificado por la formulación de tesis que dieron nacimiento al marxismo

latinoamericano. Sin embargo, fue el inicio de esta historia y no su consumación.

Es bien conocida la trama de la maduración socialista del pensamiento mariateguiano.

Entre su regreso del viaje europeo en 1923 y 1927­1928 Mariátegui transitó su período de

despliegue de su socialismo, coronado por los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, el balance editorial de Amauta y la separación de la Alianza Popular

Revolucionaria Americana (APRA). Sus trabajos anteriores permanecían dentro de un

pensamiento idealista calado por la noción de una “nueva generación” iluminada por el

inconformismo estudiantil ligado a los efectos de la Reforma Universitaria. Más tarde

Mariátegui denominaría a este momento inicial de su pensamiento como su “Edad de

Piedra” teórica. Los Siete ensayos constituyen un análisis histórico­social y político­ cultural, aunque este momento, refigurado, persista como una dimensión crucial de la

lucha en la construcción de un programa emancipatorio concreto. A partir de los

acontecimientos determinados por la fractura del etapismo de la III Internacional que

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significó la masacre de Cantón (1927) y la formación del aprismo, se puede reconocer el

cenit de un desarrollo truncado pocos años después por la muerte.

Para iniciar un debate sistemático pero restringido por el espacio disponible, debemos

abordar los aspectos más característicos del pensamiento de Mariátegui. La unidad entre la

teoría y la práctica, constitutiva del marxismo, es considerada aquí como la clave del

enfoque. La cuestión decisiva es la presencia del mito en el esfuerzo mariateguiano de

pensar marxistamente la revolución en el Perú de su época. El papel asignado en algunos

escritos de Mariátegui al mito como movilizador de las capacidades revolucionarias de las

masas y la negativa a considerar al marxismo como un conjunto de recetas abstractas, se

conecta con la posibilidad de un socialismo “indoamericano”. Limitaremos nuestro análisis

al período 1927­1930 porque entre la publicación de los Siete Ensayos y la ruptura con política de coalición popular con dirección de clase media de Haya de la Torre (1927­

1928) se verifica un salto cualitativo en su concepción teórico­política, que sin embargo no

puede ser representada correctamente como un corte radical con la asunción de una

doctrina. Es cierto que en ocasiones el propio Mariátegui destacó la función del viaje

europeo para abandonar su “Edad de Piedra” teórica. Pero lo que no debe ser

menospreciado es la importancia persistente en su pensamiento del contexto peruano que

le planteó los desafíos de una emancipación de los oprimidos, es decir, de la clase obrera y

el campesinado.

Marxismo, ciencia, mito, revolución

Mariátegui desarrolló sus perspectivas políticas en una sociedad donde los presupuestos

materiales indispensables para la revolución socialista que identificaba una lectura clásica

del marxismo (gran industria, clase obrera organizada y mayoritaria, concentración de la

propiedad y la administración) aparecían de una manera débil y marginal en la estructura

económica. Ello obligó a repensar los postulados del marxismo en los años críticos que

fueron los veintes. Implicó lograr que fuera teórica y estratégicamente eficiente el consejo

de sostener la política en el “análisis concreto de la situación concreta”. El estudio de la

realidad económica en conjunción con la estructura de clases del Perú y la inserción más

decidida en el mercado capitalista dominado por las naciones imperialistas, impuso un

desafío tan difícil como necesario que Mariátegui emprendió de un modo altamente

original. Este aspecto el que distingue a Mariátegui de otros intelectuales marxistas

latinoamericanos que si bien podían poseer una lectura más vasta de los autores clásicos y

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mayor sistematicidad en el pensamiento, no comprendieron que la eficacia del marxismo

reside en su puesta en acción práctica dentro de situaciones específicas. Es en este sentido

tradicional preguntarse por qué el argentino Aníbal Ponce, en principio mejor formado en

la literatura marxista, no logró desplegar una construcción adecuada a los desafíos de la

revolución socialista en su país, la Argentina (Terán, 1983). Pero quedándonos en el caso

de Mariátegui, la vocación de concreción de su pensamiento coloca en primer plano el

trabajo permanente de crítica y reelaboración de las categorías marxistas.

Aníbal Quijano ha dejado entrever en esa contradicción aparente entre el autodidactismo,

cierta ambigüedad conceptual y la creatividad teórica la clave del asunto: “no es acaso muy

grande el riesgo de decir que, de algún modo, sus descubrimientos marxistas de la realidad

fundamental del Perú de su tiempo, fueron la conquista de una mentalidad cuya autonomía

y osadía intelectual, eran apoyadas inclusive en esos elementos, teóricamente espurios y,

sin embargo, psicológicamente eficaces para permitir que no se plegara simplemente a una

adhesión acrítica a las ‘ortodoxias’ burocráticas.” (Quijano, 1979: LV­LVI). Caminando

en esta línea de pensamiento quizás pueda decirse que el empleo productivo de los saberes

que Quijano denomina “espurios” residiera en algo más que en el terreno de la

“psicología”. 2

El análisis socialista en Mariátegui se sostiene en la investigación de los aspectos

económicos y de los político­sociales de la realidad peruana. Mariátegui afirmó que en el

Perú coexistían elementos de tres economías diversas: “Bajo el régimen de economía

feudal nacido de la Conquista subsisten en la sierra algunos residuos vivos todavía de la

economía comunista indígena. En la costa, sobre un suelo feudal, crece una economía

burguesa que, por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía

retardada”. (Mariátegui, 1928:15). De esa postulación se desprendían consecuencias

políticas importantes. Una de ellas era que la convivencia y mutua (aunque tensa)

colaboración entre relaciones de producción “feudales” y burguesas en el contexto de los

imperialismos inglés y norteamericano. Esa estructura compleja explicará la naturaleza

raquítica y políticamente poco significante del capital “nacional” y, por ende, de la

imposibilidad de la realización de un cambio social progresivo emprendido por burgueses,

que prepararan el terreno para el ascenso de la clase obrera (dicho de otra manera, la

imposibilidad de la burguesía peruana de llevar adelante la revolución democrático­

burguesa y sus tareas). De allí Mariátegui concluía la necesidad de una política

2 De todos modos, la dicotomía entre ortodoxia y heterodoxia no debería ser llevada a los extremos de una situación que comenzaba a consolidarse en tiempos de la muerte de Mariátegui (Beigel, 2003).

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revolucionaria basada en un bloque obrero­campesino articulado por el programa

socialista.

Otra consecuencia de esta misma estructura económico­social y cultural establecía una

configuración de clases que reconocía la amplísima mayoría al campesinado indígena, frente a una clase obrera que no podría llevar adelante su revolución sin la participación de

aquél. He allí el fundamento del carácter “indoamericano” del socialismo, que introducía

una variación en la lógica de clase típica del marxismo europeo y una inflexión étnica que

no había ingresado en la matriz teórica originaria.

La preocupación de Mariátegui por la aclimatación del socialismo en modo alguno fue una

curiosidad epocal. Por el contrario, desde fines del siglo XIX el “problema del indio”

constituía un interés central de la intelectualidad progresista peruana. Sobre todo, durante

los álgidos años veinte, dominados por la dictadura de Augusto Leguía, la determinación

de la relevancia del campesinado indígena constituyó el eje de la polémica en la izquierda.

La APRA, liderada por Víctor Raúl Haya de la Torre, impulsaba desde un punto de partida

similar una línea democrática radical­nacional, donde debía primar una perspectiva

antiimperialista liderada por la clase media y los intelectuales, que conducirían a las demás

clases. Para Haya de la Torre el programa de una revolución socialista implicaba la

aplicación de una perspectiva eurocéntrica en el Perú. En las condiciones locales el

enfrentamiento fundamental era con el imperialismo. Haya también depositaba mayores

esperanzas en la burguesía nativa, que orientada por el programa político de los

intelectuales de clase media conduciría a las masas contra el bloque formado entre el

capital extranjero y los “gamonales” (terratenientes). El APRA no confiaba en la capacidad

de la clase obrera y mucho menos de los campesinos indígenas para promover una política

viable. Rechazaba, por ende, la dictadura del proletariado y la revolución socialista

calificándolos como “prematuros” y a Mariátegui como demasiado “teórico” y poco

“práctico”. Para los apristas la pequeña burguesía nacional era en ese momento la clase

revolucionaria. No es casual que Haya de la Torre hubiera denominado por entonces la

APRA como el “Kuo Min Tang latinoamericano” (Haya de la Torre, 1936:68­69, 97).

Mariátegui acompañó esta opción hasta principios de 1928, cuando comprendió que la

grandilocuencia (a veces con lenguaje marxista) de la pequeña burguesía carecía de futuro.

La cuestión se decidía en la definición del desarrollo capitalista del Perú. Haya de la Torre

subrayaba los rasgos del atraso feudal y la dominación imperialista. Mariátegui sostenía

una idea del carácter híbrido del capitalismo peruano, a partir del cual discutió las salidas a

la dictadura conservadora de Leguía. Si éste representaba la fórmula política del

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capitalismo tal como existía en el Perú, es decir, como correspondía a sus relaciones de

producción, la alternativa no era un capitalismo ideal, sino el socialismo. Escribía

Mariátegui: “El proceso leguiísta es la expresión política de nuestro proceso de

crecimiento capitalista, y si algo se le opone radicalmente, si algo es su antítesis y su

negación, es justamente nuestro socialismo, nuestro marxismo, que pugnan por afirmar

una política basada en los intereses y en los principios de las masas obreras y campesinas,

del proletariado, no de la inestable pequeña burguesía.” (Carta a Moisés Arroyo Posadas,

30 de julio de 1929).

La posición mariateguiana parece compartir con Haya de la Torre la imaginación de la

historia como un proceso por fases en que la era feudal es reemplazada por la capitalista y

esta es sucedida por la socialista. La divergencia consistía en que para uno primaba lo

feudal, y por lo tanto histórica y políticamente era necesario pasar a la etapa siguiente,

mientras que para el otro se trataba de una sociedad capitalista compleja y, en

consecuencia, habilitaba el tránsito revolucionario al socialismo. No obstante esta

“filosofía de la historia”, Mariátegui introducía nuevos elementos que superaban la

reducción de la práctica política marxista a la sujeción de la sucesión de momentos

evolutivos e inexorables en la Historia. El quid de la cuestión revolucionaria residía en la

definición de la movilización política de las mayorías populares.

Mariátegui pensaba la capacidad revolucionaria de las masas indígenas y la liberación del

yugo terrateniente y la explotación capitalista, en conexión con la formación de mitos y

esperanzas de redención que condujera a las clases oprimidas a la revolución socialista.

Pero los mitos no consistían en imágenes arbitrarias o en construcciones imaginarias.

Respondían a experiencias históricas y situaciones materiales. En el caso del proletariado

urbano, Mariátegui concebía su potencialidad revolucionaria en términos marxistas

clásicos, es decir, considerando su posición en el sistema productivo y su enfrentamiento

objetivo con la clase capitalista. Pero como veremos pronto, la acción revolucionaria no

era deducible de esa posición. Respecto del campesinado la mitología revolucionaria

hallaba una articulación concreta. El campesinado poseía una fuente material de su

cualidad insurreccional en los aillus o comunidades indígenas, donde Mariátegui

vislumbró relaciones sociales semejantes a las socialistas. Esa herencia posibilitaba un

tránsito al socialismo sobre tales bases pero no en el mismo sentido, sino superándolas. Por

ello su pensamiento no era conservador, romántico ni indigenista­tradicionalista. La

perspectiva era más bien similar a la de Marx respecto a la comuna rural rusa expuesta en

sus cartas a Vera Zasulich.

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El mito no expresaba llanamente las exigencias de una realidad prediscursiva. Era una

dimensión fundamental de la experiencia colectiva. De allí que la “correspondencia” entre

situación económico­social y movilización política en modo alguno fuera transparente. “La

fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su

voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del mito.” (Mariátegui,

1959a: 22). La condición objetiva de las clases revolucionarias no era suficiente para

iniciar la praxis revolucionaria. La revolución fue más de una vez considerada como un

mito para la liberación y comparada con la religión: “como lo anunciaba Sorel, la

experiencia histórica de los últimos lustros ha comprobado que los actuales mitos

revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la

misma plenitud que los antiguos mitos religiosos.” (Mariátegui, 1928: 125). Contra lo que

opina Robert Paris en su enérgica sorelianización de Mariátegui, el objeto mismo de la

revolución estaba conceptualizado por este en términos marxistas, no como un mito

irreductible a la razón, en este caso a la razón política socialista. 3 El punto de vista de

Mariátegui enfrentaba la reducción positivista del marxismo que había gobernado la teoría

socialista de la II Internacional, aunque también en Marx y Engels existieron duros núcleos

ilustrados que vieron en los mitos un obstáculo a la identificación de los verdaderos

intereses de la clase obrera. Para ese punto de vista, el mito equivalía a irracionalidad y no

podía ser sino una forma alternativa de “opio de los pueblos”. Dentro de ese marco,

sorprende que Mariátegui suponga que es un mito aquello que hace de la clase obrera el

factor potencialmente revolucionario: “Lo que más netamente diferencia en ésta época a la

burguesía del proletariado es el mito. La burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto

incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal renacentista, ha envejecido demasiado. El

proletariado tiene un mito: la revolución social.” (Mariátegui, 1959a: 22).

Para Mariátegui, el problema del mito no residía solamente en que movilizara a los

explotados, sino hacia dónde lo hacía. De allí el tono duro que asume su polémica política.

En ese plano su marxismo fue nítido en la orientación hacia la destrucción del capitalismo

y de las relaciones de dominación de clases. Es un error identificar el mito y la política

revolucionaria de Mariátegui, diluyendo su compromiso con el socialismo marxista en las

debilidades teóricas propias de su formación autodidacta. Si bien la cualidad creativa de

Mariátegui no puede entenderse sin ciertas ambigüedades nocionales y un historicismo

3 “Cuando el modelo de huelga general (como mito para Sorel), inseparable, quiérase o no, de cierto estado del proletariado, aparece inadecuado en la situación del Perú de 1925, ¿qué puede significar, en efecto, en el mismo contexto la ‘idea de revolución social’, sino un ‘mito’?”. (Paris, 1981:143).

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abrevado en Croce, ello indica mejor su actividad constante de elaboración que un mal

empleo del marxismo (que estaría “dado”).

La búsqueda de una perspectiva no economicista de la praxis revolucionaria replantea el

estatuto epistemológico del marxismo mariateguiano y su idea de la política. Carece de

sentido discutir si era leninista o soreliano, marxista o crociano, como si la meta fuera

hallar una identidad teórica incontaminada. Lo que aquí interesa es observar qué hizo de la

teoría marxista para sostener una estrategia revolucionaria en el Perú. Su sensibilidad por

la diferencia específica ha dado lugar a una frase ya clásica en el pensamiento político de

la izquierda latinoamericana: “No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en

América ni calco ni copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra

propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indoamericano.” (Mariátegui,

1959b: 249). En la articulación entre el socialismo de imprenta mundial y la particularidad

americana reconocía el doble juego de la construcción de una política revolucionaria: el

socialismo como perspectiva de revolución mundial y la delimitación indoamericana como

modulación en consideración de la situación concreta, no europea.

Frente popular, antiimperialismo, socialismo

La polémica con la APRA y la dirección de la III Internacional en América Latina sobre la

naturaleza de la revolución en Latinoamérica son, sin duda, el punto decisivo de la

evolución política de Mariátegui. Éste se separa políticamente de Haya de la Torre en

1928. Partiendo de su análisis económico­social concreto y singular del Perú, Mariátegui

considera el reformismo antiimperialista aprista como una estrategia inviable para la

solución de la opresión de las masas. Sin el socialismo, las demandas nacionales carecían

de perspectiva. No existía una “etapa” previa a la lucha por el poder, si se perseguía una

meta radical. El revolucionarismo del APRA parecía a Mariátegui una fórmula errónea, sin

contenido de clase. Para el APRA el razonamiento era el inverso: “No desconocemos,

pues, los antagonismo de clase dentro del conjunto social indoamericano, pero planteamos

en primer término la tesis del peligro mayor (el imperialismo) que es elemental a toda estrategia defensiva. (...) Ella nos impone subordinar temporalmente todas las otras luchas

que resulten de nuestra realidad social ­y que no sean coadyuvantes del imperialismo­, a la

necesidad de una lucha común.” (Haya de la Torre, 1936:119).

Mariátegui se situó en un punto de vista distinto. Así lo expresó en el octavo punto del

Programa del Partido Socialista del Perú, donde la utilización del lenguaje etapista no

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conseguía ocultar la noción de permanencia de la revolución: “Cumplida su etapa

democrático­burguesa, la revolución (conducida por la clase obrera y el campesinado, ya

hemos aclarado) deviene en sus objetivos y en su doctrina revolución proletaria. El partido del proletariado, capacitado por la lucha para el ejercicio del poder y el desarrollo de su

propio programa, realiza en esta etapa las tareas especiales de la organización y defensa del

orden socialista.” Desde el comunismo soviético se le criticó este “olvido” de las etapas

como sucesivas rígidamente y su consideración del problema campesino ya que, se dijo,

“por esto Mariátegui consideraba posible comenzar la revolución en el Perú directamente

con la lucha por la creación del régimen socialista.” (Miroshevski, 1942).

¿No significa esto más bien que dejando de lado el problema campesino Mariátegui se

plegó al viraje ultraizquierdista de la III Internacional luego del fracaso en China?

¿Implicaba que Mariátegui consideraba que una alianza con las clases medias para

alcanzar objetivos socialistas debía descartarse a priori? La declaración de principios del

PSP mariateguiano revela otra actitud al establecer que las organización sindical y el

partido político en creación aceptarían “contingentemente (es decir, manteniendo la autonomía del partido obrero) una táctica de frente único o alianza con organizaciones o

grupos de la pequeña burguesía, siempre que estos representen efectivamente un

movimiento de masas y reivindicaciones concretamente determinadas.” (Subrayado nuestro).

Ante la prédica aprista de la necesidad de unidad de clases para enfrentar nacionalmente al

imperialismo norteamericano, Mariátegui sostuvo que el problema antiimperialista no era

sencillamente “nacional”, sino un problema de clases, como tampoco la cuestión indígena

era únicamente “étnica” sino que implicaba un vínculo con la estructura sociológica del

país. Las cuestiones nacional, étnica y de clase, sólo podrían ser resueltas en una política

que las unificara. En el frente que el partido obrero podría integrar nunca se debían

abandonar las banderas propias de la posición socialista. No se trataba de un frente

electoral, sino de reivindicaciones efectivas; no un frente indiferenciado, sino uno que tolerara la permanencia de la identidad del partido de la clase obrera y sus aliados directos;

no un frente de negociaciones por cargos, sino una instancia en la construcción de un

movimiento de masas. El mismo régimen de pensamiento sostenía la postura sobre el

imperialismo. En ese punto la posición de Mariátegui debía colisionar con el programa de

una revolución “agraria y anti­imperialista”, no socialista, que proponía la III

Internacional. En un documento enviado a la Primera Conferencia Comunista Lati­

noamericana (junio de 1929), la delegación peruana expresó: “El anti­imperialismo, para

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nosotros, no constituye, ni puede constituir por sí solo un programa político, un

movimiento de masas apto para la conquista del poder. El anti­imperialismo, admitido que

pudiese movilizar al lado de las masas obreras y campesinas, a la burguesía y a la pequeña

burguesía nacionalistas (ya hemos negado terminantemente esa posibilidad) no anula el antagonismo entre las clases, no suprime su diferencia de intereses.” (Mariátegui,

1959b:90, subrayado nuestro). 4

Es cierto que Mariátegui subestimó la capacidad de la burguesía “nacional” para realizar

algunas “tareas” de desarrollo industrial y social, e incluso en algunos contextos nacionales

llegó a limitar la influencia del capital extranjero, tal como ha señalado el criptoaprista

argentino Jorge Abelardo Ramos (Ramos, 1973). En consecuencia, para Ramos y la

“Izquierda Nacional” la estación intermedia de una Liberación Nacional era

imprescindible, por lo que la estrategia socialista consistía en el “apoyo crítico” a los

proyectos burgueses “progresistas”. La primacía de los intereses de las clases propietarias

y la necesidad de limitar el aumento de la capacidad de consumo de las masas yugularon

numerosos de los programas reformistas que recorrieron Latinoamérica después de 1930,

habitualmente por medio de golpes militares. Sin embargo, también se marchitaron por sus

dificultades para desarrollar una política popular. Con el agotamiento del ciclo de

reacomodamiento del capitalismo periférico, los populismos reformistas iniciaron un

proceso de reorientación hacia postura neoliberales. Esa transformación condujo a

abandonar más tarde o más temprano la política socialista, tal como ocurrió con Ramos

durante los años noventa, o desde la perspectiva del dependentismo “dialéctico” de

Fernando Henrique Cardoso a asumir por mano propia la adecuación a las más desnudas

exigencias del capitalismo nacional y transnacional.

Consideraciones críticas

Si un marxismo latinoamericano es posible, este debe aceptar la tendencia mundial de una

transformación ligada a la expansión de las relaciones sociales y económicas capitalistas,

pero necesita establecer un examen materialista del subcontinente. En este plano es donde

podemos hallar las dificultades mariateguianas para fundar un marxismo latinoamericano,

porque su concepto de feudalidad utilizado en los Siete Ensayos en contraste con el capitalismo adolece de una cierta exterioridad con la realidad peruana. Aunque realizó un

4 Sobre el momento 1929, ver Flores Galindo (1980), “Introducción” a Aricó (1978) y Quijano (1979).

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vigoroso esfuerzo por encontrar las formaciones híbridas sedimentadas por la historia y la

economía peruanas, las categorías de esa hibridez eran problemáticas. En este punto es que

se puede hallar problemas “eurocéntricos” en Mariátegui. La solución de Haya de la Torre,

al postular un “espacio­tiempo” indoamericano, irreductible al espacio­tiempo europeo, es

sumamente problemática porque desconoce el proceso global de subsunción capitalista, y

por eso mismo concluye por perder la particularidad que pretende esencializar.

Mariátegui presenta rastros de una tentación eurocéntrica en el empleo de categorías hoy

fácilmente detectables desde la crítica poscolonial. Sin embargo, pensado históricamente,

el aporte de Mariátegui emerge en una zona de creación donde se percibe la anticipación

del proyecto de comprender el carácter global del capital y la concreción siempre local de

sus formas y, sobre todo, la existencia de relaciones sociales que no pueden ser

simplemente formateadas a través de la economía. La detección de dinámicas ligadas a las

pertenencias étnicas y la eficacia reconocida a lo simbólico replantean la teoría social

marxista, alterando las pretensiones universalistas simplistas. De esa manera, el marxismo

exige siempre una transformación histórica que a la vez que se vertebra de acuerdo a las

situaciones concretas, mantiene la visión global. Sin embargo, la situación concreta supone

una dificultad para la noción de marxismo latinoamericano porque es difícil concebir la

historia y las relaciones sociales al sur del Río Grande como una totalidad. He allí la

paradoja de la idea de Mariátegui como el iniciador del marxismo latinoamericano, cuando

en verdad su pensamiento siempre estuvo anclado en la realidad peruana, que no es

exactamente la misma que la argentina, la brasileña, la venezolana o la cubana. Los Siete

Ensayos fueron pensados para la realidad peruana, como lo dice su título, y no para la realidad latinoamericana. Podríamos decir que la atribución latinoamericana era externa a

Mariátegui, y que debería ser reprochada a tantas interpretaciones que lo sitúan en el plano

teórico de América Latina. No obstante, es innegable que Mariátegui tuvo una aspiración a

crear una comprensión política subcontinental. Así fue que planteó una estructuración

“indoamericana” del socialismo.

Esta presentación del pensamiento de Mariátegui lega dos tipos de incógnitas para la

reconstrucción del marxismo latinoamericano. En primer término, la ambigüedad

inevitable entre las determinaciones latinoamericanas (de lo que llamamos Nuestra

América) y las nacionales, que debe ser asumida por la renovación del marxismo. En

segundo término, la complejización de la teoría social marxista, cuyo núcleo debe ser la

crítica del economicismo.

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Esto parece particularmente urgente hoy, cuando el marxismo no podría desoír la

cuestión indígena y campesina en países como México, Perú y Bolivia. Álvaro García

Linera sostiene que por el contrario se transita en Bolivia una ligadura entre las

tradiciones locales y las universales, por lo que se establece un nuevo contexto para

revisar el desencuentro de indianismo y marxismo como “razones revolucionarias”. El

indianismo en el poder “desea” articular viejas tradiciones enlazadas en las narrativas

del nacionalismo revolucionario, del marxismo y del indianismo revolucionario. Hoy la

etnia dominante, la no blanca y no europea, se haya ejerciendo por primera vez en su

historia pos colonial, una hábil estrategia de poder e intenta crear una hegemonía

político cultural que ponga en el centro del proceso revolucionario la condición étnica y

la de clase. El indianismo cohesiona “una fuerza de masa movilizable, insurrecional y

electoral, logrando politizar el campo político discursivo, consolidándose como una

ideología de proyección estatal” (García Linera, 2007: 4). Hoy indianismo y marxismo

transitan en Bolivia una historia que no está destinada a enfrentarse.

Hipótesis para una reconstrucción crítico­política del marxismo latinoamericano

Antonio Gramsci formuló una ingeniosa síntesis del significado histórico­teórico de la

Revolución Rusa. Dijo que era una “revolución contra El capital”. Fue en su parecer un movimiento revolucionario imprevisto para las matrices teóricas del gran libro de Marx,

desde cuyo mirador se esperaba una transformación en Inglaterra, la gran potencia

capitalista de la época. Rusia contaba con una estructura económico­social híbrida,

desigual, con núcleos de gran industria rodeados por mares de propiedades agrarias. De allí

que contradijera los pronósticos fundados en El capital. Si la situación latinoamericana difiere de la avanzada capitalista mundial, ¿será su posible revolución una “revolución

contra El capital”?

Esta cuestión nos introduce en la recurrente problemática del eurocentrismo del marxismo,

obstáculo inmanente, constitutivo, que lo inhabilitaría para permitir la generación de un

marxismo latinoamericano. La evidencia de la incapacidad para “comprender” nuestras

circunstancias estaría ya presente en el propio Marx y su acerba crítica de Bolívar. 5 Las

consecuencias serían sin dudas más importantes que una evaluación de los prejuicios del

autor de Miseria de la filosofía. En efecto, si detrás de la presunción de universalismo

5 Un análisis reciente en Chavolla (2005), para Marx, y Kersffeld (2007), para el antiimperialismo posterior a 1918.

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marxista se oculta el eurocentrismo, el proyecto de reconstruir el marxismo en Nuestra

América debe ser considerado lógicamente imposible. La política socialista debería

edificar otra teoría, desgajada de la marca de fábrica europea.

De acuerdo a Aricó (1980), el problema de Marx en su lectura de Bolívar da cuenta de una

decisión analítica ligada a la incompleta ruptura con el legado hegeliano. En efecto, si para

Marx el problema del pensamiento de Hegel consistía en su privilegio del Estado como

cohesionador “racional” de la sociedad civil, la inversión que propone a través de la crítica

de la economía política lo reduce a una expresión del dominio de clase. Pues bien, en

América latina el Estado creó las naciones y moldeó las sociedades. El centralismo

bolivariano pertenece al horizonte histórico de ese condicionamiento, que es interpretado

por Marx como bonapartismo y caudillismo. Aricó detecta que la dificultad mayor de

Marx para pensar el subcontinente latinoamericano reside en las opacidades de su teoría

política, y no en un incurable eurocentrismo.

Una faena inexcusable del marxismo en todo el mundo, pero también del marxismo

latinoamericano, consiste en hacer el balance de la experiencia soviética. Como señalaron

Löwy y Aricó, la emergencia de la URSS y la III Internacional fueron cruciales para el

despliegue de los partidos y políticas marxistas. El examen del fenómeno mundial del

socialismo burocratizado y “en un solo país”, tiene un sitio de privilegio en un estudio del

marxismo latinoamericano.

Hoy naturalmente con la ayuda del tiempo transcurrido, podemos decir que variados

elementos de crisis preanunciaban ya a comienzos de la década del ochenta, la

caracterización que el historiador británico Eric Hobsbawm haría en torno al “siglo

corto”. 6 La caída estrepitosa en el nivel de vida de las masas soviéticas, los sinsabores

de las naciones “amigas” de la región que empezaban a reclamar un lugar de

independencia y de legitimidad para su propia historia, las incertidumbres de las

categorías de análisis del llamado “materialismo dialéctico” (una especie de filosofía

atribuida al marxismo) y la realidad, el fin de la ilusión de las masas soviéticas en torno

6 En la Historia del siglo XX que publicara en 1995 la editorial Crítica de Madrid. (primera versión en inglés es del año anterior), Eric Hobsbawm planteaba que el siglo XX era un siglo corto, puestos que se originaba en 1914 con la primera guerra mundial alargando el siglo XIX por un lado, y que tenía como fin el año 1991, momento del derrumbe y desintegración de la URSS. Hobsbawm iluminaba con esta tesis, la decisiva importancia que había tenido la Unión Soviética en la historia mundial del siglo XX, exponiendo de esta forma que la concreción de la primera revolución obrera triunfante de la historia y la oclusión del “socialismo realmente existente”, habían marcado de modo decisivo la historia internacional.

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a la renovación de sus clases dirigentes, fueron algunos de los elementos que definieron

como en gangrena, los hitos que precipitarían la caída del Muro de Berlín en 1989 y la

disolución de la URSS en 1991. Todas cuestiones que aunque “lejanas” pondrían en

juego, como a principio de siglo XX al momento de la Revolución Rusa, la historia de

los partidos y movimientos que anclaban en la tradición marxista.

Hablar entonces de la historia del marxismo en América Latina, implica también

entonces incorporar lo que sería una actualización de su último período, y que

podríamos nominar como de eclosión, partición y disgregación de los partidos y

movimientos afines a la teoría y práctica marxista. Un dato curioso pero que explica

claramente este fenómeno es aquel que le transfiere la crisis soviética a la corriente

trotskista en América Latina. Si bien el trotskismo estuvo ajeno a la construcción del

“socialismo realmente existente” de la URSS y criticó duramente al estalinismo en

muchas de sus políticas, no sólo fue incapaz de captar las consecuencias de la crisis,

sino que su propio movimiento entró en una verdadera debacle, fraccionándose en

grupos y partidos ínfimos.

Tampoco hay que olvidar que los liberales comenzarían celosa y jubilosamente a hablar

del “fin de la historia”. El capitalismo tenía un nuevo tercio del mundo a sus pies, para

hacer circular libremente sus mercancías. Por otro lado, hicieron todo lo posible para

que la crisis social en la URSS y sus países satélites fueran demoledores. La propia

burocracia aún frente al desprecio de su ciudadanía, en ese sálvese quien pueda de los

año noventa, se convertiría en la nueva propietaria de los medios de producción. El

desprestigio del socialismo sería entonces integral y llegaría a abrazar a todo aquello

que estuviera vinculado con la cultura de izquierdas.

Resumiendo un cuarto momento cerraría, por ahora, la historia del marxismo en

Latinoamérica, al que podríamos denominar el período de la diáspora, en el que buena

parte del sustento en el que la teoría y la práctica marxista gravitaron por años se vieron

seriamente amenazados.

Se dice que en el marco de los deslizamientos posibles para aplicar el marxismo en

Latinoamérica, aquel que le hizo más daño a un desarrollo genuino, fue el que intentó

encontrar para cada apreciación de Marx un equivalente gemelo en el continente

americano. Tanto Marx como el marxismo estuvieron siempre impregnados de la idea

de modernización. De hecho hay algunos autores que sostienen que el marxismo fue

para la URSS más que una ideología que promoviera el socialismo, una filosofía que

puso en pista la posibilidad de modernizar a un país tan atrasado como lo era Rusia

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zarista. También estuvieron aquellos que absolutizando la especificidad

latinoamericana, desoyeron el aporte proveniente de la teoría social marxista,

desplazándose finalmente hacia experiencias populistas o nacionalistas revolucionarias

que negaban en buena medida, las tendencias que la teoría social marxista permitían

enmarcar las particularidades del continente en el terreno internacional. Tanto una como

otra lectura negaron entonces originalmente la posibilidad de una revolución de corte

socialista en América Latina. Mientras la primera mirada forzaba la emergencia de una

sociedad moderna e industrializada, invisibilizando la estructura agraria específica de

América Latina, la segunda, al dar sólo lugar al indianismo esencialista, obturaron la

posibilidad de que se desarrollen intereses políticos en colaboración, confluyendo y

potenciando la lucha obrera, campesina y étnica.

Una de los temas en la agenda de debate sobre el marxismo latinoamericano es el

balance de la teoría de la dependencia. El enfoque merece una mención particular pues

consistió en el intento más profundo de debatir el carácter de la estructura económica

latinoamericana en conversación con el marxismo. En la teoría dependentista en clave

marxista que se desarrollará en los años sesenta y setenta del siglo XX confluyeron dos

tradiciones.

Por un lado, las investigaciones de marxistas latinoamericanos que intentaron una

comprensión de la especificidad de la historia económica. Quizás los más destacados en

esa tarea fueran el argentino Sergio Bagú (1949) y el brasileño Caio Prado Jr. (1933,

1942). Esta línea de pensamiento escapaba de la dicotomía simplificadora

feudalismo/capitalismo que justificaba la política de "liberación nacional", reformista,

que predominó en el marxismo de adherencia moscovita. Para autores como Prado y

Bagú las relaciones de producción locales son complejas, irreductibles a la definición

ortodoxa de feudalismo.

Por otro lado, la teoría de la dependencia se alimentó de las elaboración de la CEPAL

en torno a la situación "periférica" de América Latina. Con la crisis de las estrategias

desarrollistas en el viraje de las décadas de 1950 y 1960 se produjo una radicalización

de los análisis, que dieron paso, en contacto con la indación mencionada en el párrafo

anterior, un arco de textos sobre la dependencia, el más célebre de los cuales es el libro

de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto sobre Dependencia y desarrollo en América Latina (1969). El enfoque de estos autores es sobre todo sociológico, pues argumentaron que la definición de las estructuraciones económicas latinoamericanas

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encuentra en las orientaciones de sus alianzas de clases una determinación concreta. En

es así que la distinción entre formas conservadoras de la dependencia (la de economía

de enclave) y las formas progresivas (la economía integrada) se define por la

composición de las clases dominantes y de la capacidad de presión de las clases

dominadas. La mirada sociologista cuestiona la compacidad sin salida que asumieron

otras explicaciones de la dependencia. Otra perspectiva, que comprende a autores

diversos como André Gunder Frank (1970) y Ruy Mauro Marini (1973), señala los

límites de las estrategias desarrollistas, indicando la lógica del "desarrollo del

subdesarrollo" (Frank) y la transferencia a las economías centrales de la "plusvalía

extraordinaria" (Marini). En ambos casos, estos autores subrayan los efectos de la

circulación y la dinámica de la economía mundial. Jaime Osorio (2004) defiende que el

libro de Marini, Dialéctica de la dependencia, constituye la expresión más acabada del marxismo latinoamericano dependentista porque aporta conceptos de economía política,

tal como el de "superexplotación". Otras versiones de la teoría (por ejemplo, Cueva,

1977) indicaron la complejidad de los modos de producción articulados.

Como es sabido, los años setenta y ochenta mostraron un abandono de varias

formulaciones de la teoría de la dependencia que, creemos, no puede ser explicada

únicamente por las dictaduras militares que arrasaron con las bases académicas donde se

desarrollaron. Actualmente nos encontramos en una fase de reflexión sobre el

significado de la teoría, de las razones de su declive, de las promesas de una

reconstrucción.

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