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l siglo XIX, durante el cual la práctica de
la ciencia asumió, en general, la forma
institucional que aun tiene hoy, con-
cluyó, sin embargo, con la sensación de
que algo no iba bien en la visión new-
toniana del mundo que, en el curso del mismo siglo, se
había convertido en una piedra angular del pensamien-
to occidental. No es que no hubiera posiciones discor-
dantes de este sentimiento de crisis. Dos físicos muy
conocidos habían llegado a afirmar que el programa de
su disciplina se había completado en los elementos más
esenciales y sólo quedaban algunos flecos por resolver.
En este sentido, Albert Michelson, en una frase muy
citada de sus conferencias Lowell de 1899 afirmaba que
«las leyes fundamentales y los hechos más importantes
de las ciencias físicas ya han sido todos descubiertos, y
ahora están tan firmemente establecidos que es muy
remota la posibilidad de que algún día sean sustituidos
por otros como consecuencia de nuevos descubrimien-
tos.»1 Ello no implica que no se hicieran nuevos descu-
brimientos, precisamente porque derivaban del «cre-
ciente orden de precisión que permitían los nuevos ins-
trumentos de medida». El físico británico lord Kelvin
(sir William Thomson) expresó la misma idea en un dis-
curso en la Asociación Británica para el Progreso de la
Ciencia (British Association for the Advancement of
Science) en 1900: «Hoy no hay nada nuevo por descu-
brir en física», decía, «todo lo que nos resta es hacer
mediciones cada vez más precisas.»2 Michelson y Kel-
vin representaban muy bien el punto de vista de una
vieja generación de físicos experimentales, que hablaban
justo antes de que las contradicciones del sistema de
Newton y Maxwell generasen una nueva ola de teoriza-
ción. El propio Maxwell había entendido que el senti-
do de completitud de la ciencia, que era tan común en
las postrimerías del siglo XIX, tenía relación con experi-
TRES MOMENTOS, TRES LUGARES
THREE MOMENTS, THREE PLACES
Thomas F. Glick
Las dos guerras mundiales son los referentes históricos queestablecen la frontera entre las tres situaciones en las que se
analiza a Einstein en este artículo. Sus revolucionariasteorías científicas se enmarcan en el bullicio intelectual
anterior a la Primera Guerra Mundial que, para loshistoriadores, marca el inicio del siglo XX. Posteriormente,
en el período de entreguerras, Einstein destacó por su firmecompromiso en defensa de las minorías oprimidas, ya
fueran nacionales, étnicas o religiosas. Tras la derrota delnazismo, su firme oposición a las armas nucleares y susposiciones izquierdistas le convirtieron en un personaje
incómodo en la nueva época política: la guerra fría.
World War I and II are the historical references that setthe border line between the three different situationswhereby Einstein is approached in this paper. Hisrevolutionary scientific theories popped up amidst thevivid intellectual atmosphere prior to World War I which,according to historians, set the beginning of the 20th
century. Later on, between the two world wars, Einsteinwas particularly engaged with the rights of minorities–either ethnical, national or religious. After the defeat ofNazism, his firm opposition to nuclear weapons and his leftwing opinions made of him an uncomfortable celebrity tobe dealt with during the new political era: the cold war.
E
Con muy escasas modificaciones, este artículo reproduce la conferencia del mismo título celebrada en el Saló de Centdel Ayuntamiento de Barcelona el 18 de abril de 2005, en conmemoración del cincuentenario de la muerte de Albert Einstein.
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mentos orientados hacia mediciones precisas (como los
llevados a cabo por Michelson y lord Kelvin), que apo-
yaban la idea de que, si se podía extender la precisión a
unos decimales más, todos los problemas se resolverían.3
De todos modos, otros eran menos optimistas.
Para aquellos que estaban convencidos de que la civili-
zación europea había entrado en un estado de inexora-
ble declive, el cambio de siglo tenía un significado apo-
calíptico.4 Lo que percibían como la intrusión de la
incertidumbre en la teoría científica que, pocos años
antes parecía sólida como una roca, era una evidencia
añadida al declive. En 1990, esta visión apocalíptica de
la ciencia era planteada de un modo muy claro por el
historiador americano Henry Adams (1838-1918), un
yanqui gruñón de Boston cuya visión podría ser califi-
cada entonces como la de un positivista apocalíptico.
Adams, nieto y bisnieto de presidentes (John Quincy
Adams y John Adams), que eran miembros de la gran
generación autoproclamada newtoniana, estaba conmo-
cionado por el temor que la unidad teórica que había
presentado la física del siglo XIX fuera sustituida por un
sistema caótico como el que presagiaba las investigacio-
nes de William Croques (1832-1919) sobre rayos cató-
dicos (que resultaron ser electrones, pero que Croques
consideraba que difuminaban la separación entre mate-
ria y fuerza). Hasta entonces, Adams había visto la teo-
ría cinética de los gases como elemento central de un sis-
tema físico ordenado, pero consideraba que hacia 1890
se había convertido en «una afirmación del caos funda-
mental».5 Cronológicamente, situaba la revolución
entre 1893 (al que solía referirse erróneamente como el
año del descubrimiento de los rayos X por Roentgen, un
hecho que en realidad aconteció dos años más tarde) y
1900. Adams tenía claro cuál era la crisis que se había
producido: «en estos siete años, el hombre se ha trans-
portado a un nuevo Universo con una escala completa-
mente distinta a la del viejo Universo. El hombre ha
entrado en un Universo más allá de los sentidos, en el
que no se puede medir nada si no es mediante colisio-
nes aleatorias de movimientos imperceptibles a los sen-
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Thomas F. Glick
Doctor en Historia por la Universidad de Harvard, actualmente es profesor de Historia
y Geografía de la Universidad de Boston. Interesado por la realidad cultural española
y latinoamericana, es reconocido internacionalmente como un gran hispanista. Sus estudios
sobre la diversidad cultural española y las minorías culturales, en particular, han merecido el
reconocimiento de toda la comunidad científica.
Su programa investigador en historia de la ciencia ha permitido legitimar el estudio de
la ciencia en países periféricos, proporcionándonos, por este motivo, un lugar en la histo-
riografía de la ciencia, normalmente alejada de la actividad científica periférica. En este sen-
tido, su investigación abarca, entre otras, la difusión de las ideas y conocimientos derivados
del evolucionismo darwinista, el psicoanálisis de Freud y la relatividad de Einstein, siempre
desde una óptica comparada.
En concreto, y en relación con la figura de Einstein y la difusión de sus ideas, merecen
ser destacados algunos de sus libros, como por ejemplo, Einstein y los españoles; Ciencia y
sociedad en la España de entreguerras; The comparative reception of relativity o Einstein in
Spain: relativity and the recovery of science.
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tidos, quizá imperceptibles incluso para sus propios ins-
trumentos, pero perceptibles para algún peldaño al final
de la escalera». Añadía que el astrofísico Samuel Langley
(1834-1906, otro bostoniano, que probablemente era su
principal fuente de información sobre física) había
advertido repetidamente sobre el reto del comporta-
miento «anárquico» de los rayos X y de la radiactividad.
«Langley parecía preparado para cualquier cosa»,
comentaba Adams, «hasta para un indeterminado
número de universos superpuestos –la física completa-
mente enloquecida como metafísica–». Los comentarios
de Adams reflejaban la investigación sobre la radiación
solar de Langley, en la que utilizaba un instrumento de
medición (el bolómetro) inventado por él mismo; los
datos que se obtuvieron serían utilizados posteriormen-
te para explicar la radiación del cuerpo negro. Langley
encontró las curvas de radiación que evidenciaban una
asimetría y un desplazamiento de la longitud de onda
con el incremento de la temperatura, que investigacio-
nes ulteriores harían inteligibles. Probablemente, Lan-
gley comunicó estos inquietantes resultados a Adams.
Este tipo de defensa de la física clásica fue repeti-
da por muchos científicos en la primera década del
nuevo siglo. Por consiguiente, el radio constituía una
«bomba metafísica», difuminando la frontera entre
materia y energía, y Ernest Mach, según el punto de
vista de Adams, había llegado al extremo de «rechazar la
materia» y equipararla al movimiento.6
La invocación a Mach por parte de Adams demues-
tra su sensibilidad por la filosofía de la ciencia europea
del momento, a pesar de que su comprensión sobre la
posición de Mach no fuese excesivamente correcta. El
problema filosófico de Mach era, en parte, un ataque
contra los conceptos newtonianos de masa (en tanto que
medida de la materia) y fuerza. Era la masa, y no la mate-
ria, la que Mach deseaba redefinir cinemáticamente,
porque su movimiento era una propiedad observable.
Mach se oponía al concepto de fuerza porque era el pro-
ducto de dos propiedades inobservables. Sin embargo,
redefiniendo la masa cinemáticamente se evitaban algu-
nas de las oscuridades metafísicas de la fuerza.7
A pesar de sus limitaciones matemáticas, Adams
también detectaba señales de peligro similares en el
renovado interés fin-de-siècle por la geometría no euclí-
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«Ernest Mach había llegado al
extremo de ‘rechazar la materia’
y equipararla al movimiento.»
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dea de n dimensiones, que sorprendió a muchos espíri-
tus austeros como Adams por ser contraria al sentido
común. Sus temores se confirmaron al leer el libro del
matemático francés Henri Poincaré, La science et l’hy-
pothèse [Ciencia e hipótesis] de 1902. Poincaré conside-
raba insostenible la idea defendida por numerosos
matemáticos de mediados del siglo XIX de que la cien-
cia actúa a través de leyes simples. El proceso de descu-
brimiento parecía más bien estratificado, las leyes sim-
ples escondían complejidad, la cual, a su vez, podía ser
explicada por leyes más simples, ad infinitum. «Un paraí-
so matemático de progreso ilimitado que promete amor
eterno a los matemáticos», comenta Adams irónica-
mente, «que hace empalidecer de horror a los historia-
dores». Para Poincaré, la geometría euclídea –en la que
Adams buscaba unidad conceptual– era simplemente
convencional, la más conveniente de las geometrías dis-
ponibles.8
De hecho, lo que Adams había percibido eran
inconsistencias entre tres paradigmas físicos competido-
res, pero mutuamente incompatibles. En primer lugar
estaban los modelos estadísticos y mecánicos de la elec-
trodinámica, como la teoría cinética de los gases, que
presuponía la existencia de átomos (Hermann von
Helmholtz, Ludwig Boltzmann, J. Williard Gibbs); en
segundo lugar, una teoría fenomenológica o matemáti-
ca del calor, que no requiere de los átomos (asociada con
Rudolph Calusius), en la que el calor presente en una
sustancia es función del estado de dicha sustancia,9 y en
tercer lugar, la electrodinámica de Maxwell, tal como la
formalizó Hertz y la extendió H. A. Lorentz para incluir
la naturaleza molecular de la electricidad.10 La interac-
ción entre los tres modelos (que Adams percibía como
una confusión) llevaba al colapso la física clásica. Poin-
caré, para citar una de las fuentes de Adams, expresaba
la tensión entre la mecánica de Newton y la de Maxwell
en el período entre 1899 y 1904 cuando dio una famo-
sa conferencia en la Exposición Universal de St. Louis,
un acontecimiento al que Adams asistió y que dejó
en él un sentimiento oscuro, ya que no encontró el tra-
dicional optimismo de América.11 Probablemente,
Adams escuchó la conferencia de Poincaré, pero
no la de Boltzmann quien también participó en la Expo-
sición.
La tensión se resolvería pronto, cuando la acepta-
ción de la realidad de los átomos dejó claro que las tres
aproximaciones eran la misma. Einstein, sospechándo-
lo desde el principio, lo vislumbró en 1900, como expre-
só a su novia:
«[El libro de Boltzmann] es magnífico. Ya casi lo he termi-
nado. Está magistralmente escrito. Estoy firmemente con-
vencido de que los principios de la teoría son correctos, y esto
quiere decir que estoy convencido de que en el caso de los
gases estamos realmente tratando con masas puntuales dis-
cretas de tamaño finito [es decir, átomos], que se mueven
de acuerdo con ciertas condiciones. Boltzmann destaca muy
correctamente que las fuerzas hipotéticas entre las molécu-
las no son un comportamiento esencial de la teoría, ya que
la energía en conjunto es de tipo cinético. Es un paso hacia
la explicación dinámica de los fenómenos físicos.»12
Hacia 1901, Jean Perrin había sugerido que el
átomo podía ser como un sistema solar en miniatura, y
hacia mediados de esta década, tanto él como Einstein
habían publicado trabajos clave sobre el movimiento
browniano (la colisión aleatoria de moléculas) que
demostraban la existencia de los átomos.
Todo esto conllevaba un colapso revolucionario de
todo el mundo del conocimiento: «El año 1900 no era
el primero en confundir a los maestros de escuela», dice
Adams, «Copérnico y Galileo ya desorientaron a
muchos hacia 1600; Colón puso el mundo patas arriba
hacia 1500; pero lo más parecido a la revolución de
1900 fue la de 310, cuando Constantino eligió la cruz
[es decir, cuando, al convertirse, Constantino hizo cris-
tiano al imperio romano].13 Los rayos que Langley
rechazaba, así como los que engendró [refiriéndose a los
estudios de Langley sobre la radiación solar], estaban
ocultos, más allá de los sentidos e irracionales; eran la
revelación de una energía misteriosa como la de la cruz;
eran los, según la ciencia medieval, llamados modelos
inmediatos de la sustancia divina».14 Las observaciones de
Adams eran premoniciones: muchos científicos se apresu-
raron a calificar la relatividad de irracional y mística.
Para Adams, las últimas informaciones del
mundo de la física eran precisamente más evidencias del
ocaso de la cultura occidental. Para Adams, se había
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impuesto en la ciencia una nueva visión de la historia
que no expresaba la unidad de la historia humana sino
su multiplicidad –una visión que él lamentaba, porqué
representaba la decadencia cultural. De esta teoría,
comentaba sarcásticamente, «Adams no se sentía en
absoluto responsable».15 La ciencia, para él, no era cien-
cia hasta que se garantizase su «unidad» (probablemen-
te refiriéndose a la visión unificada del mundo que ofre-
cían la ciencia newtoniana o la griega, por ejemplo), y
«la ciencia moderna no garantiza ninguna unidad»,16
mientras que la religión sí lo hacía, una conclusión que
creaba un dilema insoportable para Adams, que creía en
un universo mecánico newtoniano.
Lo extraordinario de los comen-
tarios de Adams sobre la ciencia
de fin de siglo es que él no
fuera un científico sino,
como mucho, un obser-
vador de la ciencia (al
menos un observador
cuyas percepciones
estaban teñidas de
un profundo pesi-
mismo cultural) y
que las conclusiones a
las que llegaba eran
remarcablemente pre-
monitorias para no ser un
científico.17
Si la confusión teórica llena-
ba a Adams de ansiedad, también lo
hacían una serie de sorprendentes descubri-
mientos experimentales que llegaban uno detrás de otro,
empezando por el descubrimiento de los rayos X pene-
trantes de W.C. Roentgen en 1895. Al mismo tiempo,
el físico francés Jean Perrin demostró que los rayos cató-
dicos no eran perturbaciones causadas en las ondas de
éter, sino más bien chorros de partículas –electrones,
como se acabarían llamando- cuya velocidad y relación
carga-masa fueron medidos en 1897 por J.J. Thomson.
El mismo año en que Wilhelm Wien encontró que en
realidad los rayos catódicos eran partículas, emitidas a
muy alta velocidad, se hizo otro descubrimiento que
daba apoyo a la teoría atómica. Fueron una serie de
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experimentos similares sobre radiaciones de una sal de
uranio, que se comportaban como los rayos X, los que
llevaron a Henri Becquerel al descubrimiento de la
radiactividad en 1896, que, a su vez, puso a Pièrre y
Marie Curie en el camino de descubrir nuevos elemen-
tos radiactivos. En marzo de 1900, Becquerel demostró
que los «corpúsculos» de Thomson eran lo mismo que
los electrones emitidos en la desintegración radiactiva.18
En un trabajo que ha tenido una influencia consi-
derable sobre los historiadores de la ciencia, Paul For-
man propuso que la inseguridad cultural de los intelec-
tuales del período posterior a la Primera Guerra
Mundial fue compartida por, o transmitida a, los cien-
tíficos, quienes, a su vez, proyectaron esta inseguridad en
las visiones probabilísticas de la física, el principio de
incertidumbre y las otras consecuencias. Está claro que
los científicos participan en un mundo cultural y social
más allá del laboratorio y reflejaban su entorno, pero mis
investigaciones han puesto de manifiesto que Forman va
en la dirección equivocada. La idea de que la relatividad
era «incomprensible», por ejemplo, no se originó en
intelectuales incapaces de comprender la física teórica.
Más bien surgió entre los físicos experimentales, con el
apoyo de los ingenieros de muchos países, que lamen-
taban que la naturaleza abstracta de la relatividad (prin-
cipalmente, la teoría general) la acercara demasiado a las
matemáticas abstractas e incluso a la metafísica, lo que
la hacía, por lo tanto, «incomprensible».
El caso de Henry Adams es interesante por su habi-
lidad para identificar la naturaleza de las malas perspec-
tivas de la ciencia, tal y como él lo veía. Las dudas sur-
gieron de los mismos científicos: Langley, que había
«atrapado» rayos cuya naturaleza no entendía; la cons-
ternación científica general sobre los rayos X y la radiac-
tividad; y Poincaré, que ya había expresado dudas sobre
la naturaleza newtoniana del espacio y del tiempo
mucho antes que Einstein.
Cuando aquel emblemático año, 1900, llegaba a su
fin, Max Planck, en una conferencia en la Sociedad Ale-
mana de Física, anunció una nueva ley para expresar la
«distribución de la energía radiante en todas las regio-
nes del espectro». Fue la famosa explicación de la radia-
ción del cuerpo negro –representado por un contenedor
metálico con un agujero–. Al aumentar la temperatura,
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«Poincaré ya había expresado
dudas sobre la naturaleza del
espacio y del tiempo mucho
antes que Einstein.»
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se producía una radiación que prácticamente quedaba
confinada en la cavidad, pero el orificio permitía la emi-
sión de un rayo. La teoría de Planck no se aplicaba a la
radiación, sino a los «resonadores» (electrones que él
suponía que emitían la radiación). Planck encontró que
el intercambio de energía entre los electrones y la radia-
ción confinada tenía lugar en paquetes discretos –cuán-
tos– y no en ondas en todas las direcciones, de manera
continua, como habían establecido Maxwell y Hertz
para la radiación electromagnética.19 Pero la naturaleza
exacta del intercambio todavía no se entendía cuando
Albert Einstein propuso que la luz misma estuviera com-
puesta por cuantos, partículas discretas (que ahora lla-
mamos fotones). Fue el reconocimiento de la dualidad
onda-corpúsculo que orientó a la física hacia un nuevo
camino.
Zúrich, 1905
Einstein escribió cinco trabajos en 1905. El pri-
mero, aparecido en el mes de marzo, trataba sobre los
cuantos (normalmente se le cita como el artículo del
efecto fotoeléctrico). No mencionaba al éter en absolu-
to, porque ya pensaba que las partículas de luz no pre-
cisan de ningún medio de transmisión. El segundo artí-
culo, terminado en abril y publicado al año siguiente,
era su tesis doctoral sobre dimensiones moleculares. Era
una extrapolación de la teoría cinética de los gases a los
líquidos y, por tanto, tiene que ver con la realidad de las
moléculas. El tercer artículo, de mayo, trataba sobre el
movimiento browniano, que demostraba la existencia de
las moléculas. El cuarto (en junio) era sobre la relativi-
dad especial, pero sin la famosa ecuación que establecía
la equivalencia entre masa y energía. El quinto y, últi-
mo trabajo, publicado en septiembre, era sobre la equi-
valencia de la masa y la energía. Contiene la famosa
ecuación. También apuntaba a las preocupaciones de
Adams: la radiación libre. Si un cuerpo emite energía en
forma de radiación, ha de perder masa.
Dos de estos trabajos se ocupaban de fenómenos
que habían provocado un gran estupor en Adams. El tra-
bajo de marzo de Einstein trataba de la preocupación de
Adams sobre la radiación libre. Es interesante destacar
que este artículo se identifica normalmente por su solu-
ción del «efecto fotoeléctrico» (cuando la luz incide
sobre un metal, los electrones pueden ser emitidos desde
su superficie: dado que la pequeña porción de una onda
de luz en contacto con el electrón no tendría la suficiente
energía para desalojarlo, la luz ha de ser corpuscular).
Pero, después de la última gran discusión pública sobre
Einstein en 1979 –centenario de su nacimiento–, ha
surgido entre los historiadores una gran tendencia a
caracterizar este artículo (como se ha hecho reciente-
mente) como «el artículo revolucionario sobre la cuán-
tica». La primera frase del artículo, sin embargo, alude
a otra de las grandes preocupaciones de Adams. Einstein
escribe: «existe una diferencia formal profunda entre las
concepciones teóricas que los físicos han formado sobre
los gases y otros compuestos ponderables, y las teorías de
Maxwell de los procesos electromagnéticos en el llama-
do espacio vacío».
A Einstein le gustaba plantear problemas en tér-
minos de generalizaciones contradictorias. Aquí, en
efecto, Einstein sugiere que el planteamiento estadísti-
co de los gases propuesto por Boltzmann y otros apor-
taba una solución a otros problemas asociados con la
radiación y, más allá, con la luz. Dice que si se conside-
rase a la luz compuesta de corpúsculos discretos se le
podría aplicar el enfoque de Boltzmann. Las leyes de la
termodinámica podían explicar la relación entre volu-
men y temperatura, teniendo en cuenta la energía total
de la radiación de una cavidad, pero no la distribución
de esta energía en las distintas frecuencias. La ley de
Planck describía la distribución de frecuencias, pero la
naturaleza del intercambio de energía entre materia y
radiación quedaba sin explicación.
El artículo de mayo de Einstein, sobre el movi-
miento browniano, también afectaba a algunas de las
dudas de Adams sobre el tratamiento estadístico del
estudio de los gases. La trayectoria aleatoria de las molé-
culas con las que Einstein explicaba el movimiento de las
partículas microscópicas observadas por Robert Brown
podía ser predicha estadísticamente. Einstein pensaba
que si el movimiento browniano era como él había
dicho, la interpretación probabilística de la entropía,
que había sido propuesta por Boltzmann, tenía que ser
correcta y la termodinámica clásica ya no sería comple-
tamente válida, ya que Boltzmann había entendido que
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las leyes de la termodinámica eran verdaderas sólo en un
sentido estadístico: es decir, que las propiedades obser-
vables de los gases están determinadas por los promedios
del comportamiento de sus átomos constituyentes.
Einstein tenía un don para las síntesis, para rela-
cionar una área de su pensamiento con otras. De este
modo, la relatividad especial también explicaba uno de
los atributos del radio. En mayo de 1905, Einstein escri-
bió a su amigo Honrad Habitcht «se me ha ocurrido otra
consecuencia de mi artículo sobre la electrodinámica. El
principio de relatividad, conjuntamente con las ecua-
ciones de Maxwell, conlleva que la masa pueda ser una
medida directa de la energía contenida en un cuerpo; la
luz arrastra masa consigo [E = mc2]. Una disminución
apreciable de la masa ha de tener lugar en el caso del
radio. La cuestión es divertida y sugerente; pero, por lo
que yo sé, Dios debió de reírse mientras me estiraba de
la nariz».
Einstein se convirtió en un físico reconocido poco
después de 1905; pero no debió su primera fama ni a la
relatividad ni a los fotones (una idea que fue tolerada
pero no tomada excesivamente en serio). Fue el artícu-
lo de Einstein sobre la cuántica de 1907, titulado «La
teoría de la radiación de Planck y la teoría del calor espe-
cífico», el que no sólo hizo famoso a Einstein sino que
puso a la teoría cuántica como objetivo central de la físi-
ca. En este trabajo aplicó el principio cuántico a los sóli-
dos cristalinos y explicaba los bajos calores específicos de
estos sólidos a bajas temperaturas. La verificación empí-
rica de la fórmula de Einstein fue lo que decantó a
muchos físicos por la cuántica.
Einstein escribió al matemático francés Jacques
Hadamard que «las palabras del lenguaje, tanto escritas
como habladas, no parecen ejercer papel alguno en mi pro-
ceso de pensamiento. Las entidades psíquicas que parecen
ser útiles como elementos en el pensamiento son ciertos
signos e imágenes más o menos claros que pueden ser
‘voluntariamente’ reproducidas y combinadas». Este
«juego combinatorio», continúa, «parece ser el rasgo esen-
cial de mi pensamiento productivo –antes de que haya
ninguna conexión lógica entre las palabras u otros signos
que puedan ser comunicados a los demás». Era este pro-
ceso mental singular, en mi opinión, lo que otorgaba la
unidad conceptual de los trabajos de 1905.
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Barcelona, 1923
Esta es la tercera vez que doy una conferencia sobre
Einstein en esta ciudad. La primera fue en 1982, como
consecuencia del año del centenario, sobre la visita de
Einstein a Barcelona durante su viaje a España en 1923
(también visitó Madrid y Zaragoza, dando conferencias
sobre la relatividad en cada ciudad). Había pasado los
tres años anteriores en estrecho contacto con Antoni
Roca, disfrutando de cada pequeño detalle sobre la visi-
ta de Einstein y su interacción con personalidades y ins-
tituciones catalanas y, en general, con la cultura de este
país. Fue esta textura fina la que hizo la investigación tan
interesante.
Cuando viajaba, Einstein escribía un diario en
forma de notas muy telegráficas, aparentemente como
un instrumento de mnemotécnica. Algunas de sus refe-
rencias eran extremadamente oscuras. Dijo que en
Madrid lo invitó a cenar un tal Herr Vogel. Sin embar-
go, Herr Vogel no aparece en ninguna memoria o repor-
taje periodístico. En 1995, ocho años después de la apa-
rición de mi libro, un señor se me acercó en una
conferencia en Massachusetts y me dijo «Herr Vogel era
primo de mi padre. ¡Era el director del Deutschebank en
Madrid!» Este tipo de experiencias son las que hacen tan
agradable el oficio de historiador.
En cualquier caso, el diario con relación a Barce-
lona es hipertelegráfico. Todo lo que dice es:
«Febrero 22-28. Estancia en Barcelona. Mucha fatiga pero
gente muy amable (Terradas, Campalans, Lana, la hija de
Tirpitz), canciones populares, bailes, Refectorium. ¡Ha sido
muy agradable!»
Terradas, naturalmente, es Esteve Terradas, inge-
niero, físico, y matemático, que se había encontrado con
Einstein en Alemania. En 1925, Einstein se encontró
con el matemático Julio Rey Pastor en Buenos Aires y
le dijo que Terradas era una de las «seis mejores» cabe-
zas del mundo. En Barcelona, Einstein y Terradas fueron
vistos en una larga conversación sobre relatividad. Terra-
das fue la primera persona que en España comentó la
relatividad especial y también estaba al corriente de la
teoría general. En un momento dado, Einstein le dijo a
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Terradas, «¡ya veo, señor Terradas, que usted sabe más
que yo!». Me he preguntado, a menudo, qué le estaría
comentando Terradas para merecer esta respuesta...
Rafael Campalans era un ingeniero y político que
le contó a Einstein su concepción del socialismo com-
patible con el nacionalismo. Einstein se rió y le indicó
que «¡estas dos cosas no pueden ir juntas!». Advirtió a
Campalans de que en un contexto europeo «nacionalis-
mo» representaba el nacionalismo conservador e impe-
rialista, como el de Alemania, y no podía aplicarse a la
lucha de minorías nacionales oprimidas para conseguir
un reconocimiento (tenía el mismo problema con el sio-
nismo político, dado que rechazaba todos los naciona-
lismos con el mismo vigor).
Lana era el ingeniero Casimir Lana Serrate. Los tres
eran germanoparlantes muy competentes.
Tirpitz era un almirante alemán, un político nacio-
nalista en absoluto del agrado de Einstein. Pero su hija
era la esposa del cónsul alemán en Barcelona, Erick von
Hassell. Encontramos a ambos en las fotografías de
Einstein en la Estación de Francia, el día en que mar-
chó de Barcelona. Las canciones populares y las danzas
se refieren a un baile de sardanas ofrecida por la Penya
de Dansa, organizada por Campalans en la Escuela
Industrial. Einstein explicó a un periodista en Buenos
Aires que aún escuchaba los discos de sardanas que le
habían regalado en Barcelona.
Refectorium era completamente oscuro hasta que se
descubrió que era un café de la Rambla frecuentado por
políticos e intelectuales catalanes.
A pesar de los fascinantes detalles de la estancia de
Einstein en Barcelona, sus respuestas aquí fueron poco
genéricas, como lo eran sus declaraciones públicas en
cualquier parte. Siempre le decía a la gente, de una
manera simpática, lo que esperaban que dijera. Por
ejemplo: «la sardana es un baile muy distinguido que
revela la esencia del pueblo catalán...» No es que fuera
insensible, al contrario. Pero en los cuatro años que ha-
bían transcurrido desde que se había convertido en una
figura pública había desarrollado una serie de compor-
tamientos que tenían por objeto proteger su vida priva-
da, incluso cuando estaba rodeado de gente. Llevó a
cabo todas estas apariciones públicas a pesar de sentirse
incómodo con ellas (en sus diarios de viajes, cuando
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daba una conferencia o acudía a un banquete decía que
«se colgaba del trapecio»).
Pero tras estas respuestas genéricas había un cierto
sentido. No está claro que supiese nada sobre la cultura
catalana antes de venir aquí, más allá del conocido hecho
de que los catalanes eran una «minoría cultural». Hacia
el final de la Primera Guerra Mundial, había organiza-
do una serie de acciones a favor de las minorías cultura-
les partiendo de una analogía con la situación de los
judíos en Europa. Siendo un joven en Zúrich, Einstein
no tenía una conciencia definida de ser judío; se casó
con una persona no judía, por ejemplo, y no practicaba
ninguna religión en un sentido convencional. Sólo
cuando se trasladó a Berlín en 1914 tuvo conciencia de
ser judío, que continuó en aumento mientras se inten-
sificaba el antisemitismo en Europa y, en particular, en
Alemania. Cabe destacar que en su visita a España no se
le identificó como judío –normalmente se hablaba de él
como un científico alemán, a pesar de que Einstein tenía
nacionalidad suiza–. Renunció a la nacionalidad alema-
na a raíz de su oposición al nacionalismo alemán. La
única referencia al judaísmo que encontramos en sus
manifestaciones a la prensa en España se dio cuando le
preguntaron si creía en Dios y él respondió: «creo en el
dios de Spinoza». Con ello evitaba más preguntas, ya que
la mayoría de los periodistas ignoraban quién era Spi-
noza. Pero hay una verdad detrás de esta respuesta gené-
rica. Spinoza era un modelo de triple valor: era un judío
herético, fue perseguido por ser judío, y rechazó un dios
personal a favor de un dios cosmológico. Spinoza era,
de hecho, aún más radical que Einstein, ya que fue pan-
teísta mientras que Einstein siempre insistía en que no
era ateo.
Einstein se convirtió en objetivo específico del antise-
mitismo alemán durante la Primera Guerra Mundial, cuan-
do fue uno de los cuatro profesores alemanes que se negó a
firmar el manifiesto en apoyo a los objetivos de guerra del
Kaiser. Se suponía que los judíos eran por definición «inter-
nacionalistas» (en un sentido peyorativo). Justo después de
la guerra, con el resurgimiento del nazismo y el ataque con-
tra la «ciencia judía» (es decir, la física teórica en general) por
parte de la comunidad científica alemana, Einstein se con-
virtió en objetivo principal. Este es uno de los motivos de
sus largos viajes por el mundo en los años 20.
A medida que crecía el antisemitismo, Einstein se
pronunciaba cada vez con más claridad contra la injus-
ticia que afectaba a su pueblo. Nunca escatimó palabras.
Se negó en varias ocasiones a ir a Rusia porque, como él
decía, allí mataban a gente como él y, después de la
Segunda Guerra Mundial, denunció públicamente el
antisemitismo soviético, dirigido en particular contra
científicos y médicos. Se hizo sionista porque era la
manera de protestar contra la injusticia hacia los ino-
centes. Era un sionista cultural –a causa de su oposición
a todo tipo de nacionalismo– y antes de la Segunda Gue-
rra Mundial se implicó en la fundación de la Universi-
dad Hebrea de Jerusalén. En relación con los palestinos,
cometió el mismo error que la izquierda judía: supuso
que existiría una solidaridad de clase entre los campesi-
nos que prevalecería sobre las diferencias étnicas. Fue
completamente consistente en su vida manifestándose
a favor de una solución binacional en Palestina, pero las
circunstancias que llevaron al holocausto, las terribles
consecuencias y la gran cantidad de personas desplaza-
das le obligaron a aceptar la idea de un espacio nacio-
nal, en vez de un hogar cultural, para su pueblo.
Princeton, 1949
Einstein abandonó Alemania a causa de la ley infa-
me del 7 de abril de 1933, por la que los funcionarios
de ascendencia «no aria» estaban obligados a dimitir de
sus cargos. Uno de cada cuatro físicos alemanes –exac-
tamente, el 26 %– fueron expulsados.20 Entre ellos
había varios premios Nobel (o personas que lo serían)
como Einstein, Hames Franck, Erwin Schrödinger y
Max Born. Einstein tuvo muchas ofertas de trabajo, una,
muy especialmente, de la Universidad de Madrid que
creó una «cátedra extraordinaria» para él. Pero eligió el
Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Cuando
Otto Hahn y Lise Meitner rompieron un átomo
de uranio en 1938, Szilard, Fermi, y otros físicos refu-
giados en los Estados Unidos –pero no Einstein–
comprendieron inmediatamente el alcance de este
hecho.21
Cuando Szilard explicó a Einstein los posibles efec-
tos de una reacción en cadena, éste se sorprendió, pero
comprendió en seguida sus implicaciones. Estaban pre-
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ocupados por el acceso a grandes cantidades de uranio
en el Congo Belga y Szilard, sabiendo de la amistad de
Einstein con el rey y la reina de Bélgica, quería que los
advirtiera. Pero entonces estalló la guerra y decidieron
plantear el asunto al presidente Rooseveldt.22 La carta
que Einstein firmó probablemente fue escrita por
Szilard.
Einstein (1955), respondiendo a una pregunta
sobre la paternidad de la bomba atómica y su relación
con la relatividad especial, dijo:
«… hubiera sido ridículo intentar esconder una aplicación
particular de la teoría especial de la relatividad. Una vez
la teoría existió, también existió su aplicación y se podía
haber escondido mucho tiempo... No existía la menor sos-
pecha de alguna aplicación tecnológica posible...»23
Después del fin de la guerra y la derrota nazi, Eins-
tein dirigió su voz crítica hacia su nuevo país. Se opuso
al desarrollo de más armas nucleares y, con la misma
vehemencia, a la orientación agresiva de la política exte-
rior americana en la era de la guerra fría, que tan viva-
mente le recordaba el nacionalismo imperialista alemán
al que se había opuesto radicalmente.
Tras la bomba y con el inicio de la guerra fría, Eins-
tein dirigió una crítica pública implacable contra el
poder americano. Su artículo de 1949 sobre por qué era
socialista en el primer número de la revista The Monthly
Review, que se convertiría en una revista marxista muy
influyente en el mundo anglófono, es emblemático de la
radicalización política de sus últimos años. La exposi-
ción tiene la calidad de un manual de marxismo (por
ejemplo, «teniendo en cuenta que el contrato de traba-
jo es libre, lo que el trabajador percibe no viene deter-
minado por el valor real de los bienes que produce, sino
por sus necesidades mínimas y por los requisitos del
capitalismo acerca de la fuerza de trabajo en relación con
el número de trabajadores que compiten por un
empleo»). Pero Einstein siempre negó ser un político
revolucionario. En Barcelona fue invitado a asistir a una
reunión sindical en los locales de la CNT de Baixa de
Sant Pere. Se dijo que le había comentado a Ángel Pes-
taña: «yo también soy un revolucionario, pero en el
campo de la ciencia». Desde Madrid, sin embargo, negó
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haber hecho esta afirmación, ya que él no era un revo-
lucionario ni en la ciencia ni en la política; en la prime-
ra, porque sólo había completado el trabajo de Galileo
y Newton, y en la segunda, porque no creía en una socie-
dad socialista «ni en el programa de promisión de los
comunistas» (posteriormente, durante la Segunda Gue-
rra Mundial, declaró que el experimento comunista era
interesante, pero su laboratorio tenía un equipo muy
pobre).
Hacia 1954, en la vergonzosa «caza de brujas» del
senador McCarthy contra sospechosos de comunismo,
Einstein fue la única figura importante de los Estados
Unidos que se declaró por la desobediencia cívica con-
tra McCarthy. Fue acusado de «comunista» y una de las
«pruebas» fue que había dado su apoyo al lado republi-
cano en la Guerra Civil española. Durante la Guerra
Civil, Einstein llegó a apadrinar los grupos que en Esta-
dos Unidos organizaban la ayuda a la República. Auto-
rizó a todos estos grupos a usar su nombre (excepto uno
que abiertamente daba su apoyo a la Unión Soviética,
ya que evitó escrupulosamente cualquier vinculación a
las políticas de los Estados, una de las razones por las que
las élites alemanas le odiaron).
Como es natural, dio su apoyo a la República por-
que luchaba contra el fascismo. Pero pienso que, dado
que los nazis perseguían especialmente a los judíos, la
República española se había convertido en un símbolo
muy destacado para la izquierda judía. Sólo hay que
recordar que, de los 40 000 soldados que lucharon en las
Brigadas Internacionales, 8000 (un 25 %) eran de ori-
gen judío. La mayoría de ellos provenían de la Europa
del Este y estaban vinculados al movimiento obrero y a
diversos partidos de izquierda, incluidos los grupos sio-
nistas de izquierda. Había incluso una unidad de habla
yiddish, la Botwin Company. ¿Por qué tantos judíos
luchando en España? En parte, podría decirse que el
mesianismo ortodoxo de la población judía del este de
Europa se había transformado en un movimiento mile-
narista no confesional que partía tanto del sionismo
como del movimiento obrero de izquierdas (como el
Bund judío), un movimiento particularmente impor-
tante en Polonia y Rusia (hasta que fue suprimido por
Lenin en 1922), o del comunismo. Pero, dejando apar-
te el milenarismo –la idea de que la sociedad del bie-
nestar no tardaría en instituirse–, en la sociedad del bie-
nestar como un mesías laico también había un apoca-
liptismo renovado. Como suele pasar en los movimien-
tos apocalípticos, el mesías de un grupo puede ser el
anticristo de otro. Hitler, en este sentido, siendo el mesí-
as de los alemanes, era el anticristo para los judíos. Este
es el motivo por el que Marc Chagall podía escribir en
un artículo en el semanario Yiddish publicado en París
en 1937, que la Guerra Civil española era el episodio
más destacado de la historia judía.
Por ser Einstein un internacionalista tan notable,
fue nombrado miembro del Comité de Cooperación
Internacional de la Liga de Naciones en marzo de
1922. En junio, tras el asesinato del judío Walter Rat-
henau, ministro alemán de Asuntos Exteriores, dimitió,
según dijo, a causa de «mi actividad en las causas judías
y, más en general, por mi nacionalidad judía». Lo con-
vencieron para que revocase su dimisión, pero entonces,
justo al volver de España a Alemania, en marzo de 1923,
volvió a dimitir. Como es habitual en Einstein, dio
varias razones. Una era la ocupación francesa del Ruhr.
Pero otra de las razones de su dimisión que circularon
fue el katalonische Frage, la cuestión catalana. Incluso en
la carta de dimisión, criticaba la política del Comité de
operar a través de comisiones nacionales establecidas en
cada país, que no hacían más que incrementar la opre-
sión de las minorías culturales. El calendario de su
segunda dimisión es la mejor evidencia de su verdad. Es
una lástima que la forma que tenía Einstein de llevar su
diario fuera más similar a la matemática que a la litera-
ria, de modo que no sabremos nunca qué le contaron ni
quien se lo contó. Podría darse el caso que su experien-
cia de primera mano de la toma de conciencia –tanto
cultural como política– de una «minoría cultural opri-
mida» aumentase su simpatía por ella y, al mismo tiem-
po, reforzase su convicción de que la guerra no había
resuelto ninguno de los problemas de Europa, sino que
los había agraviado. De ello hablaron en 1923 tanto él
como el alcalde de Barcelona, Enric Maynés, aquí, en
esta misma magnífica sala, con motivo de la recepción
en la que Einstein fue nombrado «huésped ilustre»
de la ciudad. Desgraciadamente, las tragedias de
los siguientes veinticinco años demostraron que tenía
razón. ¶
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1 A.A. Michelson: Light Waves and Their Uses, Chicago,
University of Chicago Press, 1902 (nueva ed., 1961):
23-24.
2 Citado por, P.C.W. Davies y J. Brown: Superstrings: A
Theory of Everything?, Cambridge, Cambridge University
Press, 1968: 4-5. En 1909, Kelvin, en el contexto del
debate sobre la completitud de la ciencia manifestó que los
últimos descubrimientos habían tenido como consecuen-
cia la erradicación del pesimismo, de un modo parecido
al Renacimiento; Lawrence Badash: «The Completeness
of Nieneteenth-Century Science», Isis 1972; 63: 48-58 (en
pág. 55).
3 Badash, Lawrence: «The Completeness of Nieneteenth-
Century Science», Isis 1972; 63: 48-58 (en pág. 50).
4 Sobre la visión intelectualmente apocalíptica de finales del
siglo XIX, véase Jan Romein: The Watershed of Two Eras:
Europe in 1900, Middletown, Wesleyan University Press,
1978; Hillel Schwatz: Century’s End: An Orientation
Manual Towrds the Year 2000, Nueva York, Doubleday,
1900 [1996]; John Stokes, ed.: Fin de Siècle/Fin du Globe:
Fears and Fantasies of the Late Nineteenth Century, Nueva
York, St. Martin’s, 1992; Asa Briggs y Daniel Snowman,
eds.: Fins de Siècle: How Centuries End 1400-2000, New
Haven, Yale University Press, 1996; y Arthur Herman:
The Idea of Decline in Western History, Nueva York, The
Free Press, 1997. Sobre ciencia en el fin de siglo, véase Carl
Gustav Bernhard et al., eds.: Science, Technology and
Society in the time of Alfred Nobel, Oxford, Pergamon Press,
1982; y Mikulas Teich y Roy Porter, eds.: Fin de Siècle and
its Legacy, Cambridge, Cambridge University Press, 1990.
5 Henry Adams: The Education of Henry Adams, Londres,
Penguin, 1995: 427. En una carta a Samuel P. Langley en
Adam’s annus horribilus de 1893, Adams se confiesa «inca-
paz de llevar la teoría cinética» de los gases a su cerebro.
Esta carta implica que Adams temía que la reducción de
la física a cinemática introducía un interrogante sobre clá-
sicos como los de materia y energía; The Letters of Henry
Adams, ed. J.C. Levenson et al., 6 vols. (Cambridge, Har-
vard University Press, 1988), IV, 99-101. Posteriomente,
la teoría especial de la relatividad de Einstein produjo
temores similares.
6 Education, págs. 428-429.
7 Véase Mario Bunge: Mach’s Critique of Newtonia Mecha-
nics, en Ernest Mach – a Deeper Look (Dordrecht, Kluwer,
1992), págs. 243-261, en págs. 250.251.
8 Adams: Education, págs. 430-431.
9 Edward E. Daub, Rudolph Clausius, Dictionary of Scien-
tific Biography [DSB], 3, 303-311, en p. 304.
10 Paul Feyerabend, Consolations for the Specialist, en Criti-
cism and the Growth of Knowledge, Imre Lakatos y Alan
Musgrave, eds., Cambridge, Cambridge University Press,
1970: 197-230 (págs 207-208).
11 Adams, Education, págs. 440-443. No indica si Adams
asistió a la conferencia de Poincaré.
12 The Collected Papers of Albert Einstein, Volume 1: The Early
Years. 1879-1902. Traducción inglesa (Princeton, Prince-
ton University Press, 1987), p. 149.
13 Pero Adams era un pesimista cultural. En sentido contra-
rio, optimista, J.J. Thomson destacó en 1909, en un deba-
te sobre la completitud de la ciencia, que los últimos
descubrimientos tenían un efecto comparable al Re-
nacimiento (véase Badash, Completeness, pág. 55).
14 Adams, Education, pág. 363.
15 Ibid., pág. 435.
16 Ibid., pág. 407.
17 Sobre el pesimismo cultural de Adams, véase el libro de
Arthur Hermann: The Idea of Decline in Western History,
Nueva York, The Free Press, 1997: 153-165.
18 Christa Jungnickel y Russell McCormmach: Intellectual
Mastery of Nature: Theoretical Physics from Ohm to Einstein.
Volume 2. The Now Mighty Theoretical Physics 1870-1925,
Chicago, University of Chicago Press, 1986: 211; Alfred
Romer: Henri Becquerel, DSB, I: 558-561.
19 I. Bernard Cohen: Revolutions in Science, Cambridge,
Harvard University Press, 1985: 420-422; Jungnickel y
McCormmach: Theoretical Physiscs, pág. 262.
20Ibid., pág. 44. Ute Deichman: Biologist under Hitler, Cam-
bridge, Harvard University Press, 1996 (pág. 26) dice que las
cifras de Beyerchen son demasiado altas. Beyerchen, loc. cit.,
da cifras del 20 % para la pérdida de matemáticos, 13 %
para químicos, y 18 % para médicos.
21 Sayen, págs. 117-118.
22Sayen, págs. 121-122.
23Sayen, pág. 119.
Notas
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