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RELACIONES 127, VERANO 2011, VOL. XXXII Reseñas

Reseñas - colmich.edu.mx · rasgos de una pedagogía fundada en la alteridad” y que tenga como principal característica un “profundo respeto por el Otro” (p. 13). El libro

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RELACIONES 127 , V E R A N O 2011 , V O L . XXX I I

Reseñas

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Hugo Rodríguez Uribe, Pedagogía humanista. Fundamento del currículo y calidad educativa, Pátzcuaro, Universidad Intercultural Indígena de Michoacán, 2009, 445 p.

Agustín Jacinto Zavala*El Colegio de Michoacán

La otra cara de la pedagogía humanística. Reseña crítica

La obra del doctor Hugo Rodríguez Uribe, actual rector de la Uni-versidad Intercultural Indígena de Michoacán (uiim), es resultado

de su preocupación por formular conceptualmente los pasos que se requieren para una educación de alta calidad que implique el acerca-miento en el aula entre los profesores y los estudiantes en contextos interculturales. Es decir, busca llevar al lector a la reflexión sobre “los rasgos de una pedagogía fundada en la alteridad” y que tenga como principal característica un “profundo respeto por el Otro” (p. 13).

El libro consta de seis densos capítulos que en su mayor parte fue-ron elaborados mientras era director académico de la misma institu-ción. Aunque la redacción comenzó antes de su llegada a la uiim, la obra refleja en cierta medida las largas sesiones de trabajo que el doctor Rodríguez Uribe llevó a cabo con el primer grupo de académicos con-tratados en la uiim. En este sentido, más que estar dirigido a un con-junto selecto de lectores, el libro es la expresión de la preocupación del entonces director académico por allanar el camino que conduce a una educación universitaria de alta calidad. Es posible que con la experien-cia ganada en la rectoría algunos de los puntos de vista del doctor Ro-dríguez Uribe se hayan visto ampliados o hayan cambiado al tener que considerar otros aspectos de los requerimientos sociopolíticos y de po-sicionamiento de la oferta educativa de la universidad.

El primer capítulo traza una somera historia de la manera en que se implanta en México una visión pedagógica de la modernidad que re-sulta de la segunda ola (como le llama Alvin Toffler), preocupada por formar operarios calificados para las actividades productivas de la socie-dad resultante de la revolución industrial. El doctor Rodríguez Uribe

*[email protected]

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caracteriza cinco periodos de la historia de México de acuerdo con las varias etapas del acercamiento que viene a colocar a la razón científica instrumental como modelo de conocimiento base de la acción socio-histórica del ser humano. Esos cinco periodos de la educación abarcan: la época prehispánica, la época colonial, el México independiente, el México moderno y la educación en la posmodernidad. El propósito del autor es presentar al lector su manera de ver lo que ha sido la educa-ción, y las expectativas sociales y morales que las instituciones educati-vas suscitaron y suscitan en cada uno de los cinco periodos. El capítulo no examina específicamente la formación de los docentes en los distin-tos periodos y busca, más bien, enfocarse en “el análisis histórico para comprender el origen moral y social de la calidad educativa” (p. 14).

A partir del segundo capítulo, el autor aborda el tema que le pre-ocupa. Sobre la base del esquema histórico del primer capítulo, el libro se aboca a la discusión de lo que es la calidad educativa o educación de alta calidad, poniendo énfasis sobre lo que es el concepto de calidad y los requisitos que conlleva. Para comenzar, delinea la genealogía del pensamiento modernista y para ello “aborda la epistemología de la mo-dernidad”, poniendo énfasis sobre “las principales categorías de la edu-cación” con el fin de poder “reconocer cómo se manifiesta esa episte-mología en teorías, modelos pedagógicos, curricula y en los procesos de enseñanza y aprendizaje” (p. 14). La importancia de este capítulo radi-ca en que el pensamiento característico de la modernidad permea al sistema escolar público y se encarna, ante todo, en la persona de los responsables de impartir los conocimientos que serán necesarios a quie-nes jugarán el papel de subordinados en la sociedad mexicana mientras las elites se forman de manera diferente. Predomina entre los profesores un cientificismo, mezcla de positivismo y spencerianismo que repercu-te en los educandos de varias maneras: los aparta de sus comunidades de origen, les hace abandonar su propio modo de vida, favorece los hábitos de pensamiento y acción requeridos para la buena marcha de la industria, predominantemente les inculca valores instrumentales, y co-loca la razón científica como la única fuente de veracidad y validez. El resultado es una educación unilateral que tiende a la homogeneización del educando y lo despoja de lo más íntimo de su persona: su tradición, sus valores y su dignidad personal.

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El autor señala los orígenes del pensamiento moderno y para ejem-plificarlo toma la figura del Kant de la “Arquitectónica de la razón pura” en la Crítica de la razón pura, en el sentido de un racionalismo a ultranza construido sobre el modelo de las matemáticas como ciencia madre. Un segundo hito es la manera en que se plantea el saber esencial en Hegel y las limitantes en su epistemología. Un tercer hito en la for-mación del cientificismo positivista en la educación mexicana es la in-troducción de las ideas del positivismo comtiano, del evolucionismo spenceriano y del positivismo lógico.

Poner en tela de juicio los valores de la modernidad puede hacerse desde diversos puntos de vista. Para mencionar sólo algunos de ellos: desde un tradicionalismo que enfatice un retorno al pasado primigenio idealizado; desde la crítica al positivismo a la mexicana; desde una vi-sión liberadora que busque privilegiar lo valioso en la persona y en su cultura de origen; o desde una visión de una tercera revolución, la revo-lución cognitiva, que al poner en crisis las estructuras de la revolución industrial, abre el camino hacia una nueva manera de concebir el proce-so educativo. El doctor Rodríguez Uribe escogió una combinación del segundo y tercer caminos para aplicarlo a la formación escolar. Vamos a ver la manera en que lo hace.

El profesionista que se convierte en docente ha pasado por el pro-ceso de entrenamiento de la segunda ola y privilegia la razón instru-mental sobre cualquier otra manera de ver el desarrollo del educando. De aquí que el doctor Rodríguez Uribe hable de una pedagogía que descuida lo humano en el alumno y en el entorno. Sin embargo, es necesario recordar que los programas para la formación del magisterio son herederos del Émile de Rousseau, de la fuerte influencia de los programas de la Escuela Nacional Preparatoria, del sistema lancaste-riano (alentado por Vasconcelos), de la obra de Pestalozzi y de la pro-puesta del neokantiano Herbart (Francisco Larroyo fue su principal proponente en México), de la escuela progresista de Dewey, de la psi-cología Gestalt (Köhler, Koffka, Wertheimer, Kurt Lewin, etcétera), de la psicología genética de Jean Piaget, y del pensamiento de Vigots-ky, Enrique Dussel y Paulo Freire. El doctor Rodríguez Uribe hace una breve crítica de algunas de estas corrientes y retoma a Dussel y Freire (p. 255).

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Cabe destacar que, ciertamente, la obra vasconceliana con su pro-grama de consolidación de instituciones educativas, su concepto de las misiones culturales y de maestros misioneros, su edición de los clásicos y promoción de las artes, representa un tipo de humanismo en la edu-cación mexicana. De manera que hablar de una pedagogía no huma-nista (a la inversa del título del libro) parecería no ser aplicable a varias etapas de la carrera magisterial y, en consecuencia, sería quizá más apli-cable a los profesionistas convertidos en docentes de preparatoria y ni-vel universitario. Por otra parte, debemos admitir también que el maes-tro vasconceliano como líder social, defensor de la comunidad y agente protagonista del cambio cultural antes que docente y formador en el aula, es ahora una imagen que se materializó en tiempos en que todavía otras fuerzas políticas y culturales organizadas no se habían desarrolla-do en la sociedad mexicana. Esta figura del maestro que se convierte en activista fuera del aula motivó el retraso en la especialización del magis-terio, carente de grados universitarios, de posgrados y de investigación académica (hasta el establecimiento de la Universidad Pedagógica Na-cional), mientras los profesionistas se convertían en docentes tomando cursos de docencia al vapor. Los resultados fueron paradójicos: por una parte, maestros egresados de la carrera magisterial que saben cómo en-señar, pero que carecen de contenidos avanzados y, por la otra, profe-sionistas con grados y posgrados universitarios que conocen su mate-ria, pero que no saben enseñar.

De esta manera, el doctor Rodríguez Uribe realiza un análisis de la condición problemática del profesionista convertido en docente, apun-ta a las principales características de las pedagogías de la modernidad, estudia el problema de la evaluación de la calidad educativa y hace una propuesta de lo que debería ser una pedagogía humanista. Vamos a ver algunos de los elementos con que hace su planteamiento.

El doctor Rodríguez Uribe coloca “la metarreflexión como cimien-to del edificio académico” (pp. 72-73). Esta metarreflexión tiene tres facetas: la filosofía, la pedagogía y la didáctica. Estas facetas se ligan de la siguiente manera: nos dice que “la pedagogía es debate filosófico so-bre la idealidad formativa; la didáctica es en cambio mediación o ac-ción que devela y aplica conocimiento conforme a esa idealidad [y es el] vínculo dialógico y acción que recrea la relación maestro-alumno”

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(p. 272). Las principales áreas de la filosofía que se utilizan en el libro son cinco: a) la metafísica (ontología y transontología) que estudia una realidad compleja; b) la epistemología –en tanto que ésta se aboca al estudio del origen, renovación, transformación y crítica del conoci-miento,– estudia el proceso de formación del concepto; c) la lógica que se aplica en el establecimiento de las categorías, la construcción de mo-delos y teorías mediante las operaciones lógicas, la estructuración del saber y la identificación de criterios para su validación y falsación; d) la metodología como conjunto de procedimientos normativos y de estra-tegias que vienen a ser bases creativas para la realización de proyectos disciplinarios o interdisciplinarios; y e) la axiología que estudia los va-lores que llegan a ser parte del ideal formativo y que en alguna medida están ligados a una ideología.

El autor menciona, además de la filosofía, otros elementos que con-forman el modelo pedagógico, que comprende cuatro aspectos: a) la pedagogía que nos señala el ideal formativo a partir del cual se diseña el objetivo pedagógico y que es base de la evaluación; b) las teorías de la ciencia que nos definen los ámbitos disciplinarios y organización siste-mática de conocimientos; c) el diseño curricular que con base en la ló-gica y la epistemología estructura, mediante una teoría científica, los contenidos para realizar el objetivo de formación; y d) la didáctica, que es “desvelamiento, transferencia y aplicación” de contenidos (p. 272) y que es producto de la “relación dialéctica entre pedagogía, teorías de la ciencia y estructura curricular” (p. 271).

Desde este punto de vista, hablar de calidad educativa requiere el análisis de la construcción categorial para identificar el concepto de educación, la calidad como su atributo básico, las relaciones funda-mentales implicadas (maestro/alumno, conocimiento/realidad, educa-ción/sociedad), y la evaluación crítica como su predicado.

El concepto de educaciónEn esta obra, la caracterización de lo que es educación sólo nos llega de trasmano como resultado de la aplicación del paradigma pedagógico, su estructuración curricular y la práctica didáctica. El autor enfatiza que “todo paradigma pedagógico resume orientación con base en un cierto interés científico, un sentido ideológico, cierta perspectiva de

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emancipación intelectual, principios de libertad, valores sociales o co-munitarios” y es lo que él califica como la “finalidad o el horizonte formativo” (p. 220). Quizá, ésta es una manera de obviar la necesidad de mencionar que desde hace por lo menos dos siglos se ha considerado que la educación comprende por lo menos tres áreas: educación inte-lectual, educación moral y educación física. El aspecto de educación física no se toca para nada y se da por sobreentendido que todos los seres humanos tienen una misma corporalidad y, mientras estén sanos, desarrollan las mismas funciones y actividades corporales que todos los otros seres humanos. Además, el posicionamiento espacio-temporal del evento educativo se da en la corporalidad de docentes y discentes. Sin embargo, mientras no lleguemos a un intelectualismo extremo, habrá que sostener en alguna medida la máxima filosófica que dice que no hay nada en el intelecto que no esté antes en los sentidos. Es necesa-rio plantear también el tema de la corporalidad en una pedagogía hu-manística.

Las relaciones básicasA) Maestro-alumno. La propuesta del autor se basa en la búsqueda de equipotencia entre docente y discente, el abandono de posiciones de dominación y sumisión, por las de respeto hacia la alteridad, su histori-cidad y su manera de organizar la realidad. Sin embargo, el docente es quien conoce los conceptos, sabe abstraer categorías y maneja la teoría de la ciencia que subyace al modelo pedagógico. Además, dado que “la verdad es en esencia un orden general del mundo, una estructura histó-rica, forma de vida o época del ser”, y debido a que “la verdad se esta-blece en la lucha de pensadores al amparo de la libertad” (p. 358), queda un resquicio por donde puede colarse un paternalismo académi-co ya que “al superarse la mayéutica nos adentramos en una suerte de paternidad” (p. 400). Éste sería sobre todo el caso en que el docente tropieza con los “saberes obsoletos”, busca “ensanchar saberes y prácti-cas de comunidades indígenas”, o se esfuerza por “convertir sistemas caducos en nuevas formas de organización o reparto justo de los bienes de la tierra” (p. 399). Lo básico, sin embargo, es el respeto a la alteridad del discente y al esfuerzo dialógico de manera que se alcance “la meta-física de la trascendencia, el recibimiento del Otro, [y esto] acontece

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por el cuestionamiento del Mismo por el Otro, es decir ética que reali-za la esencia crítica del saber” (p. 353).

B) Conocimiento-realidad. Uno de los pilares del modelo pedagógi-co es una teoría de la ciencia que exige rigor epistemológico, es decir, requiere “desentrañar la naturaleza del conocimiento y la lógica que priva para hacerlo accesible al intelecto” (p. 344), pero al mismo tiempo debe tomar en cuenta “la diferencia entre formas y modos de acceso al conocimiento” de una realidad compleja (p. 345). Se necesita ir más allá del positivismo lógico (p. 346) y superar el paradigma de la modernidad (p. 350), para permitir el habla del sujeto que había quedado “con im-posibilidad de alzarse para expresar lo que concierne a su ser en el mun-do, a su modo de existir gnoseológicamente” (p. 350). Será necesario, sin embargo, advertir que las ideas son representaciones simbólicas, que a los nuevos conceptos no se llega por la vía de la racionalidad, que los modelos son constructos, que las teorías son diseños intelectuales lógi-camente estructurados, y que la palabra científica que busca univocidad mantiene en su trasfondo la polisemia del lenguaje humano ordinario. El autor parece estar consciente de esto cuando nos dice que es necesario tener en cuenta que en el acercamiento a la realidad por la experiencia desnuda hemos de remitirnos “a un fenómeno que tiene origen y se desenvuelve al margen del lenguaje codificado, estructurado” (p. 364).

C) Educación-sociedad. Cuando la relación maestro-alumno y el conocimiento de la realidad se dan dentro de los parámetros antes seña-lados, se hace posible apuntar a “las condiciones que permiten oír la voz del Otro” y la manera de “responder a una praxis liberadora” (p. 393). Por eso el autor dice que “toda pedagogía pasa necesariamente por la argumentación del prejuicio y la superación ontológica del mismo, para así alcanzar un posicionamiento transontológico” (p. 202). En tanto que rompe las barreras que excluyen al Otro, esa pedagogía atien-de a una “nueva pragmática de la necesidad y la pulsión” para encauzar la educación como liberación (p. 396), como emancipación. Por eso, “en opinión de [Enrique] Dussel el a priori de toda pedagógica radica en escuchar la voz del discípulo, para saber de él su historia nueva, su revelación, [y permitir que emerja desde] el pro-yecto filial, meta-físico en el silencio del maestro” (p. 402) para servir a la “expectativa de emancipación y progreso” (p. 405).

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A través del establecimiento del ideal o “modelo del hombre que se ha de formar”, queda en evidencia que “la pedagogía no necesaria-mente coincide con las expectativas de la política pública” (p. 421). Aunque pudiera haber coincidencia entre individuo y sociedad “en los objetivos de alcanzar un hombre libre, justo y digno” como objetivos políticos, es necesario ante todo clarificar que la racionalidad es un “componente medular en el análisis de la política” (p. 422). En políti-ca la racionalidad como convención social “expresa la relación entre medios y fines, elegidos conforme a un premeditado sistema de signi-ficados, ideas o valores” (p. 424). Esa racionalidad busca traducirse en “el sistema de evaluación [educativa, que] es racionalidad que condi-ciona los procesos de enseñanza y aprendizaje” (pp. 426-427). Por eso debe analizarse en función de la relación que hay entre educación, so-ciedad y Estado.

La calidad educativa y la evaluación críticaEl autor nos dice que los criterios para hablar de calidad educativa pue-den ser intrínsecos a la naturaleza del conocimiento, o extrínsecos como los factores sociales, políticos, etcétera, y, en todo caso se hace necesario establecer el ideal formativo que nos apunta al tipo ideal re-presentado en el concepto del “ser educado” (p. 289), en tanto que “el ser que se forma se reconoce en un mundo complejo” (p. 304).

Plantea entonces que para evitar el deterioro de la educación se re-quiere de “un modelo de evaluación y determinación de la calidad educativa que describa un orden desde el que se va condicionar la edu-cación” (p. 428). La valoración de la calidad de la educación puede tener varias bases: sociológica, que evalúa la actividad educativa por su contribución social; epistemológica, que evalúa sobre la base del para-digma pedagógico y su ideal formativo; axiológica, que destaca los valores en que se enmarca la transmisión de contenidos; ideológica, que evalúa la actividad educativa en función de una peculiar cosmovi-sión ligada al desarrollo sociopolítico, histórico, económico, etc. Se mencionan además cuatro enfoques de evaluación derivados del prin-cipio de racionalidad: “la reproducción fenoménica, la racionalidad instrumental, la racionalidad científica y el fenómeno de la metarre-flexión y la alteridad” (p. 336).

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Al decir que “el modelo pedagógico cumple inmejorablemente como criterio ideal en la valoración de toda actividad mediacional” (p. 200), el autor propone una evaluación educativa que tome en cuenta “la pedagogía que le da origen y sentido” (p. 336): una evaluación crí-tica que permita destacar las fortalezas y debilidades de los modelos educativos y pueda marcar un nuevo derrotero para la educación aus-piciada por el Estado. Nos dice que “un modelo de evaluación que sea inconsistente con el ideal pedagógico es planteamiento discrecional y en todo caso anarquía. Si la pedagogía impone liberación, emancipa-ción creativa o crítica, no se ha de corresponder con un modelo de evaluación acrítico, [como] aquel que reproduce relaciones de subordi-nación” (p. 282), o que pudiera exigir “la sumisión del currículo a los designios nacionales” (p. 256).

Por eso, la propuesta del doctor Rodríquez Uribe es que “el sistema de evaluación reclama la existencia de criterios o categorías ideales [... tomando en cuenta que] cualesquier criterio o referente ideal demanda argumento para decir de su génesis, naturaleza y legitimidad [... y que] el contenido de los criterios es determinado por la naturaleza del cono-cimiento, por su epistemología” (p. 306). Esos criterios ideales, que “han de aparecer [...] como principios, razonamiento lógico, métodos y técnicas” (p. 308), son “categorías de referencia, metódica o intuicio-nes”, tienen un referente teórico y a veces un fondo pragmático, y remi-ten a “los fines o deseos de la educación, es decir, el fundamento peda-gógico” (p. 307). En resumen, “el secreto de fondo está en la discusión de un modelo pedagógico referente” (p. 309).

Algunas notas críticas1) Esta obra del doctor Rodríguez Uribe es un examen de conciencia de la pedagogía actual y del método de enseñanza que por su entrena-miento practican los profesionistas docentes en nivel superior. Cierta-mente es necesario examinar con mucho cuidado lo que significa la calidad educativa. Es decir, se requiere la reflexión sobre la función de la educación: si la educación es informativa, es formativa, es crítica, es un empoderamiento, es una emancipación. En ese análisis es impor-tante preguntar dónde comienza el humanismo. Si el problema peda-gógico se reduce a la epistemología (sea de las ciencias o de la vida dia-

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ria) no se podrá escapar de un intelectualismo pedagógico que podría conducir a un paternalismo académico. En relación con éste, se habla de relaciones de poder entre el relación docente y el discente, pero antes de pretender que el discente llegue a la equipotencia con el docente, es necesario educar la voluntad. Es necesario presentar diferentes ideales, que una vez elegidos se convertirán en fines que moverán el sentimien-to y motivarán la voluntad. Aquí es necesario preguntar ¿qué papel juega la educación en la sociedad? En la pedagogía, ¿se trata sólo de la liberación del individuo?

2) El autor propone el desarrollo de una pedagogía humanista, que entiende como una manera de educar que se abra al habla del otro, la escuche y se preocupe por todos los aspectos de su humanidad. Pero aquí hemos de hacer notar que este cometido requiere: i) el examen crítico de los conceptos fundamentales en la enseñanza de las ciencias particulares; ii) promoción y respeto a los diversos sistemas epistemoló-gicos; iii) revaloración de los sistemas étnicos de experiencia; iv) que tome en cuenta la reflexión sobre los valores culturales (trabajo en con-junto, dignidad humana, no confrontación interna, actividad no teleo-lógica, espíritu de servicio, actitud estética, motivación por relaciones sociales y no por ideales abstractos); v) que respete y promueva al mis-mo tiempo los valores últimos: la verdad, lo bello y lo bueno; y vi) que se fundamente en una antropología filosófica que clarifique la natura-leza del ser humano así como su realización en la naturaleza de las di-versas sociedades, en la naturaleza del mundo ambiente y en la inter-culturalidad.

3) La obra plantea, además, abrir los espacios para la diversidad de sistemas de hábitos conductuales y del pensamiento, multiplicidad de fines, expectativas y motivaciones (que pueden ser simétricas o com-plementarias frente al pensamiento de la era industrial). Esto implica la aceptación y respeto a la diversidad de ethos, como organización cultural de instintos y emociones; así como la disposición a la toleran-cia de conflictos que emergen por la combinación inusitada de carac-terísticas, roles sociales y patrones de reacción habituales de las cultu-ras originarias.

Como dice el autor, se trata de ir más allá de la fusión y de la asimi-lación; pero al mismo tiempo, se trata también de abrir el camino hacia

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la contrastación simétrica y complementaria del pensamiento indus-trial con los sistemas étnicos de experiencia humana para llegar a una sociedad del conocimiento. No se trata simplemente de que el docente formado en el pensamiento industrial se desprenda de todo aquello que la epistemología de la era industrial conlleva. En gran parte, preci-samente en esa formación del docente reside su aportación, ya que piensa con categorías diferentes a las del alumno aprendiz (discente).

Abrirse al habla del otro, escucharla y preocuparse por todos los aspectos de su humanidad es sólo un aspecto de la tarea pedagógica. El autor no enfatiza que es necesario motivar al otro a hablar, provocar el diálogo y entretejer con él la argumentación de sus posiciones. Buscar las nuevas categorías de las etnias originarias a través de ese diálogo implica un entrenamiento en epistemología y en antropología que no todos los docentes habrán de tener. Este es un problema que queda sin resolver.

4) Se requiere, además, proporcionar al discente los instrumentos de producción y apropiación del conocimiento. Aunque podrá mani-festarse la creatividad en todos los niveles del sistema educativo, dada la manera en que actualmente se producen las grandes innovaciones, será necesaria una metodología acorde con la práctica actual de la investiga-ción académica de alto nivel que en su mayor parte se realiza de manera grupal. Para eso, es necesario explorar los contornos del “metasistema del conocimiento” global (Alvin y Heidi Toffler, La revolución de la ri-queza, México, Random House Mondadori, 2006, 165), en el que por la multiplicidad de posibles accesos a datos, información y conoci-miento, las regiones epistemológicas se están desdibujando; en el que se reconoce el valor de las emociones y de la voluntad junto con el del intelecto y su razón, en la producción de nuevos conocimientos; y en el que la integración de sistemas étnicos de experiencia puede contribuir a la innovación y al acrecentamiento de conocimientos.

En descargo del autor habrá que decir que a través de su plantea-miento de las implicaciones de una pedagogía humanística, nos hace ver por qué las evaluaciones de calidad que se realizan actualmente en todo el país son apenas un primer peldaño hacia una manera de con-cebir la evaluación en función del concepto de una pedagogía huma-nística.

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María del Rosario Juan Mendoza, Españoles en Xalapa. Migración e inserción en la sociedad xalapeña, 1824-1835, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2009, 515 p.

José Gabino Castillo Flores*El Colegio de Michoacán

L a obra que ahora reseñamos nació como tesis de licenciatura y se convirtió en libro luego de ganar el premio Luis González 2008,

lo que le valió su publicación bajo el sello editorial de El Colegio de Michoacán. Se trata de una investigación exhaustiva que requirió de una paciencia envidiable para poner en orden los derroteros de 194 españoles que habitaron en la villa de Xalapa en el periodo de la prime-ra república federal (1824-1835).

La autora estudia a estos inmigrantes hispanos que arribaron a tie-rra veracruzana principalmente entre 1780 y 1820 en busca de opor-tunidades de inversión y ascenso social. Para ello analizó los tipos de migración, actividades económicas, lazos familiares, paisanaje, matri-monios y compadrazgos que les permitieron insertarse en la sociedad xalapeña y consolidarse como parte de la elite local. Sin embargo, como bien demuestra la autora, este grupo de españoles no fue homogéneo pues el destino de cada uno de sus miembros estuvo marcado por su capacidad económica y por las relaciones sociales que logró establecer con los grupos de poder locales desde el momento de su llegada. Esta capacidad de integración a la sociedad, y de establecer vínculos y redes sociales, fue determinante también cuando se aplicaron las leyes de expulsión de españoles de 1827 y 1829. De manera que los mejor rela-cionados y posicionados lograron ser parte de las excepciones brinda-das por los gobiernos federal y estatal.

Españoles en Xalapa responde a una preocupación de su autora por la falta de trabajos que profundicen en el papel que tuvieron los inmi-grantes hispanos en la integración y definición de las regiones. Asimis-mo, por lo poco que se ha abordado su integración y consolidación como grupo de poder en las sociedades de fines del periodo colonial. De manera que la presente obra viene a enriquecer la bibliografía mexi-

* [email protected]

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cana sobre el tema y la xalapeña en particular, donde autoras como Carmen Blázquez ha marcado varias rutas de investigación en torno a los grupos de poder veracruzanos.

La obra se compone de 4 capítulos más una serie de anexos tan rica como el texto, pues presenta en una serie de cuadros la información socioeconómica de los hispanos estudiados. En el primer capítulo, “Los españoles en Xalapa”, la autora señala que los hispanos llegados en el periodo de estudio pueden clasificarse dentro de tres tipos de migra-ción. La primera sería una “migración privilegiada” formada principal-mente por comerciantes; españoles que incluso contaban con parientes o amigos que los cobijarían a su llegada a América y los ayudarían a integrarse rápidamente a los grupos de poder locales. Una segunda mi-gración estuvo caracterizada por españoles cuyas redes eran menores (por lo general “comerciantes medios”) lo que retardó un poco más su integración a los sectores mejor acomodados. Y una tercera migración fue más bien de españoles pobres que al llegar siguieron ejerciendo sus profesiones liberales u oficios para poder sobrevivir. En general, dichos inmigrantes provenían sobre todo de las regiones del norte de España y, una minoría, de regiones del centro y sur de la Península, zonas abo-cadas al comercio, la industria y la agricultura.

Dependiendo del tipo de migración a la que pertenecieran, los espa-ñoles tuvieron diversas formas de integración a la sociedad xalapeña. Una de éstas fue la concertación de matrimonios y compadrazgos con miembros de las principales familias xalapeñas. A través de tales meca-nismos consolidaron una red de amistades y de relaciones filiales y de negocios que los colocaron como parte del grupo de poder local a fines del siglo xviii y la primera mitad del xix. Sin embargo, la participación dentro del “mercado matrimonial” fue dispareja. Mientras los españoles de migración privilegiada se casaron con criollas de familias prestigiosas, obteniendo de ello fuertes cantidades por dote, los hispanos pobres rea-lizaron enlaces con mujeres que no aportaron dote ni pertenecieron a familias de la elite, por lo que su capacidad de inserción dentro de las redes locales fue muy limitada. Lo mismo sucedió con el compadrazgo, pues los españoles mejor vinculados en las dinámicas sociopolíticas y económicas hicieron del padrinazgo una estrategia “para la construc-ción de vínculos sociales que favorecieran sus intereses económicos”.

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Otro de los elementos que posicionó y estratificó a los españoles residentes en Xalapa fue su profesión. En su segundo capítulo, “Ocu-paciones y cargos administrativos y políticos”, la autora señala que lo-gró conocer el oficio de 150 de los 194 españoles analizados. De ellos, 103 se dedicaban al comercio, 39 a la milicia y de los ocho restantes dos se identificaron como médicos cirujanos mientras el resto ocupó diversos oficios: presbítero, religioso, carpintero, patrón de lancha, es-tanciero de ganado vacuno y agricultor. Como es de esperarse, de estos personajes los que mejor dejaron constancia debido a sus múltiples relaciones fueron los comerciantes, quienes pertenecieron al grupo privilegiado. Estos españoles se valieron de las oportunidades surgidas para el ejercicio mercantil en un lugar como Xalapa, villa ubicada en el camino México-Veracruz, luego de promulgada la libertad de comer-cio a fines del siglo xviii. Las diferencias entre estos 103 comerciantes provinieron de los capitales invertidos de manera individual o en so-ciedades mercantiles y por su relación con otros comerciantes de di-versas plazas.

María del Rosario Juan Mendoza clasifica a estos comerciantes en tres grupos teniendo en consideración su capital, circuitos mercantiles, mercancías, vinculaciones e inversiones. A 27 de ellos los ubica como comerciantes comisionistas o consignatarios, los que por sus relaciones familiares en su momento recibieron productos por comisión o consig-nación. A 58 como comerciantes medios porque tenían “menores vinculaciones que el anterior sector” y a los otros 18 como pequeños comerciantes que manejaron “negocios en un ambiente de menor di-namismo”. De éstos, el primer grupo fue el mejor posicionado y con frecuencia se les ve otorgando fianzas y poderes para administrar bienes y cobrar deudas a ambos lados del Atlántico y en diversas ciudades no-vohispanas. Los comerciantes medios a pesar de realizar actividades parecidas a los de este primer grupo, sus capitales (entre 6 y 8 mil pesos) no les permitieron manejar sus actividades comerciales a la escala de estos grandes comerciantes. Los pequeños comerciantes por su parte, fueron dueños de pulperías y tendejones más ligados a las necesidades cotidianas que a intercambios ultramarinos. Además de esto, estuvieron abocados al manejo casi exclusivo de mercancías nacionales que com-praban a otros comerciantes más grandes debido a su escaso capital.

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La amplia red de relaciones de la que participaron los comerciantes mejor posicionados les permitió además acceder a corporaciones mu-nicipales. La más atractiva fue el ayuntamiento, conformado en 1794 gracias a diversas peticiones de la elite local, integrada precisamente por comerciantes, hacendados y propietarios. La autora encuentra que por lo menos 31 de los españoles analizados ocuparon puestos como alcal-des, procuradores y regidores lo que les permitió consolidar su posición y reforzar sus vínculos sociales.

Este rápido posicionamiento provino esencialmente de la capaci-dad económica de los españoles. La minoría privilegiada que contaba con grandes sumas logró diversificar sus capitales mediante la creación de sociedades mercantiles, adquisición de propiedades urbanas y rura-les, otorgamiento de fianzas y la obtención u otorgamiento de prés-tamos. Lo anterior queda demostrado en el tercer capítulo: “Diversi-ficación de actividades económicas”. Este apartado del libro permite redondear mucho de lo señalado en los capítulos anteriores pues de-muestra el constante contacto entre los españoles y criollos miembros de la elite local. Una elite dinámica que puso en práctica una serie de mecanismos para aumentar sus bienes y consolidar su posición social dentro del grupo local privilegiado.

Dentro de estas estrategias, la adquisición de propiedades tuvo un papel fundamental. Por un lado, permitía consolidar y fincar los bienes de sus propietarios y, por el otro, daba la posibilidad de tener inmuebles sobre los cuales situar hipotecas logrando así tener acceso al crédito pri-vado o institucional. Este acceso rápido a capitales garantizó una mayor capacidad de movilidad y manejo de mercancías, pero también dio la posibilidad de tener dinero a la mano para el otorgamiento de fianzas a otros miembros de la elite y con ello consolidar mayores relaciones.

Además de lo interesante que resulta comprender las dinámicas so-ciales, políticas y económicas que utilizaron los españoles llegados a fi-nes de la colonia a Xalapa, la obra que reseñamos permite comprender la forma en que todo este entramado social fue utilizado por dichos personajes en un momento crucial de su historia en América: la pro-mulgación de las leyes de expulsión de españoles de 1827 y 1829. Si bien, para el caso xalapeño ya se contaba con trabajos que señalaban que tales leyes no se habían aplicado debido a los vínculos sociales y

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mercantiles que estos españoles tenían con miembros de la oligarquía xalapeña, de origen y ascendencia española, pero nacionalizados mexi-canos, la obra Españoles en Xalapa, abre nuevas rutas al permitir com-prender la diversidad de este grupo español y demostrar que las me-didas antihispanistas afectaron especialmente a quienes no habían logrado consolidar redes con personajes de las elites que pudieran abo-gar por ellos ante tales medidas.

El cuarto y último capítulo de la obra, “El efecto de las medidas an-tihispanistas en la población española residente en Xalapa”, analiza pri-mero la Ley de Destitución de Empleos y la primera Ley de Expulsión, ambas de 1827. Para ello, la autora estudia el caso de 112 españoles de los que tuvo constancia que residían en Xalapa entre 1827-1835. Mediante su seguimiento, encontró que a pesar de que tuvieron que dejar los pues-tos en la administración pública, la minoría privilegiada de comerciantes españoles logró más fácilmente seguir inserta en las estructuras de poder local. También muchos de estos hispanos siguieron obteniendo puestos como conjueces de vista y de revista, encargados de supervisar en mate-ria comercial tras la desaparición del Consulado en 1824.

El 20 de diciembre de 1827, el congreso general emitió la primera Ley de Expulsión y el 3 de enero de 1828 el congreso de Veracruz emitió el decreto 86 donde se establecía que se podía exceptuar a casados con mexicanas, quienes tuvieran hijos no españoles, los que tuvieran más de 60 años o un impedimento físico. Se planteaba que saldrían los solteros con menos de 2 años de residencia, los vagos, los capitulados y los que ingresaron después de 1821 con o sin pasaporte. Pero también el go-bierno podría exceptuar a quienes hubieran prestado servicios distingui-dos a la independencia y acreditado su afección a las instituciones. Lo anterior abrió la puerta a la mayoría de los españoles de migración pri-vilegiada que desde años atrás se habían casado con hijas de las elites criollas o por lo menos habían establecido fuertes relaciones con éstas.

Otro mecanismo interesante fue la realización de obras en beneficio público con lo que algunos españoles esperaron ganar el beneplácito local y ser exceptuados de la ley de 1827. La autora da un ejemplo inte-resante; se trata de Bernabé de Elías Vallejo quien dicho año pactó con el ayuntamiento la construcción de 50 faroles y pies de gallo para ilu-minar Xalapa. El monto fue de 700 pesos, pero en diciembre de ese

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mismo año descontó 200 a favor del ramo y pidió se le alistara con esa suma “entre los suscriptores, como uno de tantos”. En fin, ya por sus matrimonios, ya por argucias como la de obtener testimonios de un impedimento físico por parte de doctores o bien por sus vínculos socia-les que les permitieron tener testigos de prestigio en su favor, sólo 19 de los 112 españoles radicados en Xalapa al momento de la Ley de 1827 tuvieron que dejar el país.

Suerte diferente tuvieron los españoles tras la Ley de Expulsión de 1829, cuando apenas 45 de los 93 de que se tiene constancia que resi-dían entonces en Xalapa, lograron ser exceptuados por el gobierno es-tatal. Sin embargo, parece que sólo 10 fueron expulsados y otros 38 se las ingeniaron para permanecer en el país. A pesar de esto, como bien puede verse en el libro, los mismos mecanismos que se utilizaron al momento de la primera Ley de Expulsión fueron utilizados en la se-gunda. Y es de destacar que los que salieron expulsados no tuvieron grandes problemas con sus propiedades y bienes, pues los dejaron en-cargados mediante el otorgamiento de poderes y fianzas, lo que garan-tizó su conservación y administración. A lo anterior hay que sumar que algunos de los españoles expulsados volverían más tarde y se colocarían nuevamente al frente de sus negocios.

Como puede verse hasta aquí, Españoles en Xalapa es un texto muy bien armado que nos permite comprender las dinámicas locales de los grupos de poder y sus relaciones mutuas de las que echaron mano en momentos de inestabilidad social, económica o política. La obra tam-bién permite comprender los riesgos que amenazaban a las inversiones de estos grupos. Por ejemplo, el movimiento de independencia hizo que varias de las haciendas de los alrededores de Xalapa, algunas en manos de estos españoles, sufrieran caídas en sus capitales tras el asedio insurgente. De ahí la importancia de comprender la diversificación de actividades a la que recurrieron estos personajes.

Además de lo anterior, la presente obra abre varias rutas de investi-gación que pueden ser bien aprovechadas. El interesado en la historia social podrá descubrir la rica veta que representa analizar más a profun-didad y desde diversas perspectivas estas relaciones sociales, así como lo que implicó ser español en el Xalapa del periodo de la independencia. También el interesado en la historia de la Iglesia y la historia económica

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podría poner atención en la importancia que debió tener en este tema la consolidación de vales reales de 1804, entre muchos otros temas. María del Rosario Juan Mendoza ha puesto de manera inteligente su atención en especial en el aspecto económico, le corresponde a otros continuar sobre el trecho ya recorrido y establecer puentes entre la his-toriografía sobre el tema. También hay que advertir al lector que Espa-ñoles en Xalapa implica una lectura cuidadosa, el desfile de nombres puede abrumarlo por un instante pues es tan complejo como las mis-mas redes que tejieron los personajes. Pero es precisamente ahí donde encontrará la riqueza y utilidad de la obra.

Rodolfo Suárez Molnar, Explicación histórica y tiempo social, Colección Autores, Textos y Temas, Psicología número 27, Barcelona, uam-Cuajimalpa, Anthropos editorial, 2007, 206 p.

Rogelio Jiménez Marce*Universidad Iberoamericana-Puebla

L a reflexión sobre la práctica historiográfica representa un gran reto intelectual, pues el que asume tal tarea no sólo debe conocer las

principales corrientes teóricas, tanto del pasado como del presente, sino que también debe tener una gran capacidad de síntesis y análisis de una información que, por lo regular, resulta muy difícil de asimilar. No sería aventurado afirmar que la labor del teórico de la historia es ingrata, pues muchas de sus propuestas no son del todo conocidas por los historiadores y en ciertos casos, son hasta desdeñadas por los que le dan preponderancia a los datos empíricos. Dado lo anterior, se debe aplaudir la aparición del libro Explicación histórica y tiempo social de Rodolfo Suárez, pues esta obra, fruto de su tesis doctoral, no sólo es rica en propuestas teóricas, sino que también invita a repensar la forma en la que planteamos nuestras propias investigaciones. Rodolfo parte de la idea de que el análisis epistémico de los historiadores se ha centrado en el examen de los problemas conceptuales y metodológicos de la historia

* [email protected]

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episódica, motivo por el que las concepciones teóricas conservan varias de las tesis que justifican esa manera particular de aproximarse al pasa-do, entre las que sobresale la noción de acontecimiento histórico que se ha vuelto el centro de atención de la crítica porque ha ampliado el re-pertorio de los hechos humanos que caen en la categoría de históricos. El autor menciona que en Fernand Braudel se puede encontrar a uno de los primeros críticos de la historia episódica, pues aunque reconocía que en ella se manifestaba la historia “más apasionante” también daba lugar a las trivialidades. La crítica braudeliana al tiempo histórico pro-fundizaba en los criterios que se debían utilizar para otorgar la categoría de histórico a un evento, pues no se podía precisar a priori lo que se debía considerar como un hecho histórico.

Braudel consideraba que la distancia temporal constituía el princi-pal criterio para separar lo trascendente de lo accidental; en este sentido, la distancia permitía diferenciar la experiencia vivida de la experiencia histórica. La significación histórica de un acontecimiento no sólo de-pendía de las consecuencias que provocó, sino de su relación con los estratos temporales que sobrepasaban la vida de los individuos. El his-toriador francés desconfiaba de la historia episódica, debido a que el tiempo corto, por su naturaleza, era un tanto ininteligible. Ante tal si-tuación, el conocimiento histórico requería que lo acontecido fuera re-visado mediante perspectivas que rebasaban la temporalidad de los agentes. Al estudiar las estructuras de la vida cotidiana, Braudel mostra-ba un modelo global de desarrollo histórico, en el que se presentaba una dicotomía entre la esfera de la rutina (civilización) y la de la creatividad (cultura). Entender a las civilizaciones como “interminables continui-dades históricas” generaba una particular forma de lectura del pasado, en la que la significación histórica de un acontecimiento no dependía sólo de sus vínculos con la larga duración, sino también de su contem-plación en estratos temporales que lo resignificaban. Así, la larga dura-ción se constituía en un modelo global de desarrollo histórico. A pesar de que Rodolfo reconoce la importancia de la crítica braudealiana en contra de la historia episódica, menciona que ésta, al igual que las de otros autores, no han cuestionado cuatro aspectos centrales de esa cate-goría: la hipótesis de la unicidad de la materia histórica; la concepción de la historia como relato de los episodios y los hombres excepcionales;

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la asociación de la historia con lo irrepetible y la asimilación de la expli-cación histórica con lo teleológico o la narrativa que conduce al indivi-dualismo. El autor considera que el análisis de estos puntos permitiría tener una mejor comprensión de la experiencia histórica en sí, análisis que presenta en los cuatro capítulos que conforman el libro y en los que desmenuza con gran precisión los límites de la historia episódica.

En el primer capítulo, el autor cuestiona la tesis de la unicidad de la materia histórica para lo cual menciona que la mayoría de los historia-dores y teóricos de la historia han negado la existencia de leyes o regu-laridades, pero el principal problema de esa concepción es que no se ha establecido que es lo que se entiende por ley histórica, pues una cosa es rechazar la existencia de principios universales que expliquen el proce-so histórico en su conjunto y otra derivar de esa repulsa, la inexistencia de cualquier tipo de regularidad o generalidad histórica. El rechazo al modelo nomológico en la historia es producto de la idea general del hombre que, en parte, ha sido gestada por la misma historia. La con-ciencia histórica se funda en tres principios: un presente históricamen-te constituido, la relativización de las opiniones y la predisposición a reconocer la diferencia. La ausencia de regularidades significativas y los prejuicios desde los que la experiencia histórica es realizada podrían evidenciar que no existen leyes o conjuntos de principios generales capaces de explicar el devenir de la historia, pero Rodolfo considera que la historia ha dado muestras de la existencia de patrones y princi-pios generales cuyos alcances epistemológicos no se pueden trivializar. Aunque el conocimiento histórico requiere de cierto grado de genera-lización, éste difícilmente alcanzaría la regularidad necesaria para que se le considerara como enunciados legaliformes. El autor advierte que como no es posible realizar la descripción completa de un aconteci-miento, la unicidad no se puede considerar un rasgo distintivo de la materia histórica, pese a que los historiadores han enfatizado que en ésta se puede encontrar el estatuto propiamente histórico de los acon-tecimientos. Es evidente que el historiador requiere de conceptos gene-rales que le permitan seleccionar los hechos y la propia noción de acon-tecimiento obliga a su utilización. Si se concede que el historiador necesita principios generales, se debe aceptar que una parte de su ma-teria está constituida por hechos de cierta clase y no sólo por aconteci-

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mientos únicos e irrepetibles, lo que implica, para lo histórico, un cier-to grado de regularidad causal con lo que éstos forman parte de un fenómeno más general.

En el segundo capítulo, Rodolfo analiza las dos tesis que, desde su perspectiva, dificultan la conceptualización de las historias socializan-tes: la causa histórica y la explicación por razones. La explicación, en-tendida como el ordenamiento y configuración de la materia histórica, está supeditada al uso de cierto tipo de conceptos e hipótesis generales, aunque éstas no tienen la misma función metodológica y conceptual que las leyes del modelo nomológico. Así, el contraste esencial entre la explicación nomológica y la histórica radica en que la primera busca la incorporación de hechos particulares en enunciados mientras que la segunda toma los conceptos generales para identificar las particularida-des del acontecimiento. Aunque los historiadores se niegan a reconocer que las causas sean condiciones necesarias y suficientes para la ocurren-cia de los hechos, no se debe pasar por alto que el análisis causal permi-te establecer principios que pueden producir resultados semejantes de manera razonable, además de que la polisemia del concepto permite tipificar las distintas formas de vinculación entre eventos y las diferen-cias de explicación que cada tipo requiere. Una de las razones por las que no se acepta el modelo nomológico en la historia es que éste atenta contra algunos elementos de la noción del hombre, tales como la otre-dad, el libre albedrío y intencionalidad de la acción humana. Lo que se discute en la explicación nomológica no sólo es la libertad del agente para decidir, sino la imposibilidad de reconstruir, mediante leyes, el propósito que guía su elección. Si los acontecimientos históricos son producto de acciones intencionales, éstas no se subsumen en una ley general sino que las partes de la acción se encuentran vinculadas por un mecanismo motivacional que requiere de una explicación teleológica, aunque Rodolfo considera que es mejor hablar de una explicación por razones más que teleológica pues de esa manera se evidencia que no todo factor humano es intencional y se pueden incluir los mecanismos irracionales. A pesar de que la historia utiliza leyes, conceptos generales y tipos ideales extraídos de otras disciplinas, carece de la capacidad de predecir por dos motivos: la ausencia de una lógica entre acontecimien-tos y la intencionalidad de la acción humana.

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En el tercer capitulo, el autor examina las tesis narrativistas que han robustecido la idea de que la configuración de la materia histórica no responde sólo a sus características intrínsecas y que la función configu-rante de la operación histórica no se reduce al establecimiento de la problemática, el planteamiento de hipótesis o la selección y crítica do-cumental. En este sentido, Hayden White es una figura central para conocer de qué manera se logró conducir la retórica del discurso histó-rico hacia una teoría política del mismo, situación que evidencia que los compromisos ideológicos son ineludibles en la configuración del texto y de la materia histórica, es decir, que toda escritura de la historia es también, y por necesidad, una función de la historia. Estos argumen-tos justifican tres asuntos: que lo histórico es producto de la interpreta-ción; que la evaluación epistémica de la historia no puede reducirse a la confirmación “empírica” de proposiciones particulares del pasado; y que en el análisis del conocimiento histórico es necesario traspasar el terreno epistémico para situarse en las dimensiones ética y estética. Lo anterior no implica que el pasado sea un lugar de invención o que el historiador tenga libertad de inventar las relaciones y proyectar cual-quier estructura. La paradoja más interesante de la historia no es que un acontecimiento tenga distintos significados en distintas narracio-nes, sino que existan historias falsas cuyas declaraciones particulares son todas o casi todas verdaderas. Aunque White ha logrado evidenciar que la estructura del discurso histórico es un artificio literario, el prin-cipal problema de su planteamiento es que al considerar que toda his-toria está tramada de alguna manera, no se puede introducir un tipo de ordenamiento diacrónico en una historia estructural. La trama no constituye una secuencia de acontecimientos, sino una forma especifi-ca de establecer una direccionalidad en la sucesión. Para el autor, la historicidad de los acontecimientos no se deriva únicamente de su lu-gar en el desarrollo en el relato, sino de la relación que establece con los fenómenos generales. Aunque se debe tener en cuenta que la operación histórica está asociada a la imposición, no arbitraria, de estructuras que no están en el pasado, con lo que se abre una brecha entre la explica-ción vivida y la histórica.

En el cuarto capitulo, Rodolfo analiza los planteamientos del histo-riador inglés R. H. Collingwood, quien sustentaba que la historia se

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encontraba asociada con el problema del autoconocimiento de la men-te, es decir, la historia se ocupaba de aquellas acciones que habían deja-do constancia material de su existencia y sobre las cuales era posible desentramar el pensamiento que les dio origen. Pese a las críticas que recibió la propuesta, la idea del autoconocimiento de la mente fundada en la recreación de los pensamientos del otro, responde a un problema epistemológico derivado de las circunstancias particulares con que los historiadores trabajan. Collingwood no buscaba en la revivificación una base empírica del conocimiento, sino que éste se convertía en un sustento del estatuto epistemológico de las explicaciones históricas. Aunque en la restitución del pensamiento establecía el fundamento epistémico de la explicación histórica, Collingwood insistía en que el estatus de cientificidad de la historia dependía de las pruebas materiales que justificaban la versión que el historiador presentaba del pasado, esto es, se debía revalorar la autoridad de las fuentes y el tipo de opera-ción que sobre ellas realizaba el historiador. El pensador inglés advertía que la comprensión de un pensamiento pasado era posible debido a que el pensamiento era eterno, es decir, distinto a la experiencia inme-diata y con una cierta racionalidad que permitía revivificarlo. Por este motivo, Collingwood estaba en contra de contextualizar las ideas, pues ello significaba restringir el pensamiento a una forma de experiencia inmediata. Pensar que el conocimiento histórico sólo podía ocuparse de un acto consumado, planteaba un límite de aquello que podía ser materia de disquisición histórica e imposibilitaba hacer una historia del presente. Sin embargo, la reconstrucción del contenido conceptual de un acto de pensamiento no era suficiente para su revivificación, pues para ello se requeriría restituir algunas de las condiciones en que el acto se realizó y su contexto conceptual. Ahora bien, si mediante la revivifi-cación se obtenía un pensamiento idéntico al pasado, entonces la re-construcción sería posible si se eliminaban los significados que la expli-cación histórica tenía con respecto a las disquisiciones que los agentes podían ofrecer de sus propios actos. Sin embargo, el autor considera que la idea de revitalizar los pensamientos pasados no sólo enfrentaba problemas en el nivel de la capacidad para llevar a cabo la maniobra, sino que su realización supondría un intento por devolver el pensa-miento a la inmediatez de la que ha salido.

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Como se puede apreciar, el libro de Rodolfo Suárez constituye una gran aportación a la reflexión teórica de la historia, pues el autor no sólo demuestra un gran conocimiento de las principales corrientes teóricas e historiográficas, sino que además nos invita a pensar en la manera en la que los historiadores han construido sus textos. El mérito del texto es mayor si se considera que Rodolfo es un pensador joven y es uno de los pocos que, desde nuestro país, han asumido la tarea de ofrecer propues-tas profundas que serán de gran utilidad para todos aquellos que se acer-quen a su escrito, tanto estudiantes como profesores e investigadores.

Enrique García Hernán, Consejero de ambos mundos. Vida y obra de Juan de Solórzano Pereira (1575-1655), Madrid, Fundación Mapfre, 2007, 421 p.

Guillaume Gaudin*Universidad de París Oeste

Enrique García Hernán nos ofrece aquí una biografía de Juan de Solórzano Pereira (1575-1655). Este último fue un letrado, un

jurista brillante y ambicioso, que hizo una exitosa carrera en las grandes instituciones monárquicas: de la audiencia de Lima al Consejo de Cas-tilla pasando por el Consejo de las Indias. Su largo recorrido (murió a los ochenta años) lo convierte en un experto del gobierno y de la polí-tica real de las Indias Occidentales. En efecto, Juan de Solórzano es bien conocido por los historiadores por su Política indiana (1648), una obra fundamental en la interpretación y la aplicación de la ley y de las prerrogativas reales en las Indias que siguió siendo un clásico incluso más allá de las Independencias. La obra solorziana ha beneficiado de numerosos estudios recordados por el autor (p. 36).1

Para el biógrafo, el tema es superar la ausencia de una monografía sobre la vida de Juan de Solórzano Pereira. Sin embargo, no quiere ha-

* [email protected] Los más conocidos son Solórzano y la Política indiana de Javier Malagón y José

María Ots Capdequí (1965) y varios artículos en la edición bilingüe del De Indiarum iure (Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2001).

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cer una biografía “clásica” demasiado positivista, que establecería suce-sivamente los hechos de la vida del biografiado. Como tal, observamos un campo lexical bien escogido: a la palabra “biografía” (p. 21), Enri-que García Hernán prefiere “las distintas alternativas vitales” (p. 21), “individuo concreto” (p. 29) “curso vital” (p. 36, p. 206), “Aspectos vitales más íntimos “ (p. 37), “recorrido vital” (p.157). El resultado es un relato muy bien contextualizado, tanto desde el punto de vista fami-liar, como social y político de la vida de Solórzano durante el Siglo de Oro. Además, Enrique Hernán García hace repetidamente hincapié en el papel de Solórzano como “actor principal y protagonista de los he-chos que le circundan” (p. 21). Por último, ofrece un retrato íntimo, social e intelectual de un hombre que medró en el mundo imperial y atlántico de la monarquía católica.

Enrique Hernán García percibe tres grandes etapas en la vida de Juan de Solórzano: estudios y profesorado en Salamanca (1589-1609), las funciones de oidor de Lima (1610-1627) y el trabajo en los consejos de Madrid (1627-1644). Podríamos diferenciar la jubilación (1644-1655) que conduce paulatinamente en la sombra con un último libro: Emblemata (1651), un espejo del príncipe, literatura vigente en aquella época. En efecto, cada etapa de la vida del biografiado parece coincidir con una obra clave y un protector, como si las vidas intelectual y socio-profesional siguieran el mismo curso: en Salamanca, sus estudios se acabaron con la redacción de De Parricidii (1607) y estuvo bajo la res-ponsabilidad de sus dos hermanos, pero Solórzano no tenía una figura prominente que le trajera el apoyo necesario en las elecciones a las cáte-dras. Después de varios fracasos, la intervención de Gabriel de Trejo Paniagua, miembro del “lobby a favor del duque de Lerma” (p. 91), fue necesaria para su éxito. En el Perú, cuando su función de oidor lo per-mitía, se dedicó a la escritura de De Indiarum Iure (1629). Obtuvo su puesto por el conde de Lemos, sobrino del Duque de Lerma y presi-dente del Consejo de Indias, el cual veía a Solórzano como un poten-cial redactor de la Recopilación de las Leyes de Indias. En la década de 1620, se colocó bajo la protección del nuevo valido Olivares, mandán-dole varias “cartas de felicitación” (p. 181) ya en 1622. A pesar de la sensación de aislamiento y la lejanía de la corte, se ganó su puesto como fiscal y luego consejero del Consejo de Indias. La década de 1630 fue

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una era de “vitalidad de un hombre ya maduro” (p. 189) que lo llevó al pináculo de su carrera y al reconocimiento. Publicó De Gubernatio (1639) y, finalmente Política indiana (1648), cuatro años después de su jubilación.

En este recorrido biográfico, el lector sigue varios hilos conductores que necesitaban probablemente una conclusión del autor: el papel de la familia y su origen judío, las redes sociales y profesionales, el trabajo diario y, por último, el aspecto atlántico en la vida y el pensamiento de Solórzano. En primer lugar, descubrimos una familia de abogados al servicio del rey desde finales del siglo xv. El padre fue abogado en una familia de letrados formados en Salamanca y emigró a Madrid en 1561, como muchos otros en busca de un rápido ascenso en la nueva capital. Del lado de la madre, los Solórzano eran una prestigiosa familia que tenía muchos apoyos en América (Lima y Santo Domingo). En resumen, son decenas de primos, hermanos y sobrinos que operan en la órbita del monarca en calidad de consejeros, canónigos, oidores en ambos lados del Atlántico. En Lima, su familia le acogió y se casó con una aristócrata de la familia Trejo Paniagua relacionada con el duque de Lerma; su hermana se casó con un presidente de la audiencia de Pana-má. Sin embargo, una dificultad socava el progreso y el reconocimiento social de la familia: “Una horrible duda acerca de la limpieza de sangre del apellido Solórzano”, más el origen portugués de los Pereira. A lo largo de su existencia, hasta adquirir tardíamente el hábito de Santiago en 1640, tuvo que luchar contra los rumores sobre el origen judío de su familia y muchas puertas se cerraron (especialmente las del Colegio de Oviedo). Solórzano superó este obstáculo colocando a sus hijos en bue-nos puestos, reiterando para ellos y sus primos las solicitudes de hábitos de las órdenes militares y logrando la protección de personas influyen-tes que pudieran declarar en su favor. Desde el matrimonio hasta el testamento, el letrado demostró ser extremadamente cuidadoso en la gestión de la familia y del patrimonio (encomiendas, juros, etcétera). Como hombre de su tiempo, era muy consciente de los vínculos entre la familia, el poder y la sociedad.

En segundo lugar, a lo largo del libro y de las etapas de la vida de Solórzano, descubrimos decenas de “amigos”, pero también algunos enemigos. El autor presenta para la mayor parte de ellos una breve

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biografía. Lamentamos no tener un análisis más formal de los círculos de amistades de Solórzano. Con la correspondencia administrativa y académica, los doscientos testigos para conseguir el hábito de Santiago (p. 242) y las alusiones de Solórzano en su obra, hubiera sido posible establecer un cuadro exacto de los íntimos del letrado y perfeccionar el marco clientelista. Enumerando los amigos a lo largo de la biografía, se hace difícil separar lealtades intelectuales, protectores o patrones, fami-liares, colegas, etcétera. La palabra “amigo”, epíteto recurrente, es de-masiado vaga para definir las relaciones fluctuantes y múltiples de un hombre que, señalemos, logró ganar el favor de los validos y salir casi ileso tras la caída de Olivares. El papel de Salamanca es crucial aquí y con razón, el autor se detiene allí en los capítulos 2, 3 y 4: en esa univer-sidad se formó una gran parte de la elite gobernante. Como estudiante, maestro, compañero y colega, Solórzano encontró e hizo amistad más o menos duradera y útil: tenía Olivares como estudiante (p. 87) o don García de Haro y Guzmán (¡actor de la desgracia de Olivares!); era allegado a historiadores y cronistas como Córdoba y Cabrera o Tamayo de Vargas. Además, algunos “amigos” lo siguen a través de su vida como el estadista y bibliófilo Lorenzo Ramírez de Prado, el cronista Gil Gon-zález Dávila o el famoso Juan de Palafox y Mendoza, los tres compro-metidos en el gobierno de la Indias Occidentales. La figura de Antonio de León Pinelo también está presente con su participación en la redac-ción de la Recopilación y, sin duda, un recorrido muy similar (los León Pinelo fueron también cristianos nuevos de origen portugués que emi-graron al virreinato del Perú). En suma, un amplio proyecto se mantie-ne abierto sobre la elite de la monarquía católica y sus redes en un enfo-que atlántico en la primera mitad del siglo xvii. Ahora bien, no era el objetivo de Enrique García Hernán y le estamos agradecidos por la suma de informaciones inéditas en torno a la figura de un personaje central dentro de aquel mundo.

En tercer lugar, la vida de Solórzano Pereira permite penetrar en los pasillos del poder. Aunque el biógrafo no se involucra en una revisión exhaustiva de todas las intervenciones de Solórzano en el gobierno de las Indias que “seguramente revelaría su auténtica trascendencia dentro del Consejo” (p. 206), el lector podrá apreciar varios casos explicando el trabajo del letrado. El paso a la audiencia de Lima fue también deci-

Page 30: Reseñas - colmich.edu.mx · rasgos de una pedagogía fundada en la alteridad” y que tenga como principal característica un “profundo respeto por el Otro” (p. 13). El libro

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sivo: adquirió una experiencia concreta de que se carecía en el Consejo de Indias; es así que Solórzano formularía propuestas y opiniones sobre el gobierno del imperio. Durante dos años, su situación de gobernador de las minas de azogue de Huancavelica le confrontó a las realidades del trabajo de los indígenas y consolidó su determinación de protegerlos. Lo vemos también participar lo mismo en la defensa contra los holan-deses como en la redacción de las Ordenanzas del Consulado de Lima. En el Consejo de Indias en la década de 1630, fue especialmente solici-tado para encontrar soluciones a las deudas reales gracias a los recursos de la Corona en América.

En cuarto lugar, el biógrafo estudia en varias ocasiones la “mentali-dad” (p. 21, 172, 182) de Solórzano. Aunque el concepto de “perfecto burócrata” (p. 60 y 109) es discutible, Enrique Hernán García analiza el pensamiento político de Solórzano Pereira, resultado de la integración de sus experiencias al campo de la ideología. El jurista defiende sistemá-ticamente la “necesidad del consejo” (p. 267) como requisito previo para cualquier decisión real (aquí sigue un Ramírez de Prado y la men-talidad letrada). Profundamente imbuido de un espíritu providencial, hizo de la monarquía católica la verdadera protectora de la fe y de la Iglesia contra el “pérfido heresiarca [Lutero] y su secuaces” (p. 85), y contra los otomanos (p. 165). Se considera la política real como impe-rial: en la dedicatoria a Olivares del De Gubernatione, afirma que su libro es inte resante “no solo para la noticia y Gobierno del Nuevo Mundo, sino para el uso y práctica de todo el Imperio de España” (p. 171). Insis-te en que las leyes se apliquen para proteger a los indios y para ofrecer a los criollos la igualdad de acceso a puestos de responsabilidad. Feroz de-fensor de la Corona y del Patronato Real, parte de su obra aparece en el Index de libros prohibidos, hasta el punto que Enrique Hernán García dice de Solórzano que “creía en la Monarquía como en Dios” (p. 267).

Por último, Enrique García Hernán ofrece un hermoso libro, tanto académico como estimulante en torno a un personaje del cual su bio-grafía era mal conocida, a pesar de ser una obra muy citada y estudiada. Además, acogemos con beneplácito la intención de consolidar una his-toriografía española del Atlántico ibérico.