Resumen de El Conde de Montecristo

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resumen escolar de la obra de Alejandro Dumas.

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CUARTA PARTEEL MAYOR CAVALCANTI

CAPTULO PRIMEROEL ALZA Y LA BAJA

Un coche de alquiler se detuvo a la puerta del palacio, y pareci huir avergonzado apenas hubo dejado junto a la reja a un hombre como de cincuenta y dos aos. El conde lo esperaba hacia un rato, haba recibido la noticia de la pronta llegada de aquel hombre llamado Bartolom Cavalcant.El mayor Cavalcanti vivia en Luca, era rico, noble, gozaba de la consideracin general y tenia todo cuanto poda hacer feliz a un hombre. El conde lo ofreci vino y bizcochos, los cuales, fueron degustados por el mayor Cavalcant, quien durante la conversacin hubo de confesar que en su vida, por perfdecta que pareciera hacia falta algo: encontrar a su hijo. El conde le confes a Cavalcant que el motivo por el que haba estado tan interesado en hablar con l era para darle una sorpresa, una gran sorpresa...su hijo Andrs.El se dijo muy emocionado, parecia verdaderamente feliz por lo uqe Montecristo acababa de decirle pero le pidi un poco de calma ya que el joven hijo de Cavalcant tambin debia ser preparado para tan inesperado encuentro. El conde le pidi al mayor Cavalcant que esperara solo un cuerto de hora para que pudiera conversar con el joven Andrs. Desde que entr en el saln, el conde no haba cesado de observar al joven, habiendo admirado la firmeza de su mirada y la seguridad de su voz; pero a estas palabras tan naturales: vuestro padre est aqu en efecto y os busca. El joven Andrs se estremeci y pregunt, repetidas veces sobre la veracidad en las palabras de Montecristo, quien tuvo que confirmar varias veces ante la mirada atonita de Andrs. Adems de lo anterior el conde aadi, tratando de explicar al joven la naturaleza de sus acciones, que acababa de separarse de l; que la historia que le haba contado de su hijo perdido le haba conmovido mucho realmente; sus dolores, sus temores, sus esperanzas sobre este punto compondran un poema sumamente tierno.Pasado el cuerto de hora que el conde haba ofecido entr en el saln con el joven Andres, quien, visiblemente encantado mir a Montecristo como esperando su aprobacin, quien, al comprender el mensaje implicito en los ojos de Andrs se disculp por retardar el encuentro y lo conmin a ir a su encuentro.El conde se acerc a la ventana y los vio atravesar el patio cogidos del brazo.-En verdad se dijo-, los dos Cavalcanti... son de los mayores miserables que he conocido... Lstima que no sean padre e hijo...!

CAPTULO SEGUNDOLA PRADERA CERCADA

Maximiliano haba llegado esta vez el primero. La tardanza de Valentina haba sido ocasionada por la seora Danglars y Eugenia, visita que se haba prolongado ms de la hora en que era esperada Valentina. Entonces, para no faltar a su cita, la joven propuso a la seorita Danglars un paseo por el jardn, con la intencin de mostrar a Maximiliano que su tardanza no haba sido culpa suya.Maximiliano le profesaba un gran amor a su querida Valentina, como sola llamarla, y aunque a veces no sabia de donde sacaba ella la confianza que le otorgaba, el se senta feliz de poder compartir el tiempo con ella. Valentina recibia una renta de 50 000 libras por parte de sus abuelos y por parte de el marqus y la marquesa de Saint-Mern, quienes le daban otro tanto. Cuando Valentina hablaba de ello Maximiliano no poda evitar pensar que era extraa esa codicia en una mujer joven y hermosa, sin embargo haba, en el fondo, mucho que Maximiliano no alcanzaba a ver.Por su parte, Valentina vea en Maximiliano a un hombre fantstico, no poda evitar pensar que la amaria poco tiempo, ya que, desde su perspectiva, un hombre as se cansara pronto de una pasin montona. Valentina peda a dios, en su grandeza, le permitiera sentir esa felicidad de que la llenaba conversar con Maximiliano. Sus ruegos, no tuvieron el efecto que hubiera deseado. Al momento que llamaron a Valentina ella se despidio del joven Maximiliano quien le rog que le permitiese besar uno de sus dedos, el meique, como prueba de su amor. Valentina subi sobre un banco, y pas, no un dedo, sino toda su mano por encima de las tablas. El joven lanz un grito de alegra, y subindose a su vez sobre las tablas, se apoder de aquella mano adorada, y estamp en ella sus labios ardientes; pero al punto la delicada mano se escabull de entre las suyas, y el joven oy correr a Valentina, asustada tal vez de la sensacin que acababa de experimentar.Decidi Villafort que Valentina bajara al jardn, alej a Barrois, y despus de haber tomado asiento a la derecha de su padre, mientras que la seora de Villefort se sentaba a la izquierda, dijo a quienes se hallaban a su alrededor que no os admirarais de que Valentina no hubiese subido con ellos. Se disculpo diciendo que la conversacin que estaban a punto de tener era de esas que no pueden tenerse delante de una joven o de un criado. La seora de Villefort y Su marido tenian que comunicar, a la concurrencia algo importante. Crean presentar, al joven al que haban elegido para casarse con la Joven Valentina. Se trataba del seor Franz de Quesnel, barn d'Epinay. Valentina estaba prxima a cumplir los diecinueve aos y tenan que pensar en establecerla. No obstante, era necesario no olvidr, dentro de sus deliberaciones que el marido de Valentina aceptara vivir, si no a lado de los Villefort, porque tal vez incomodaran a los jvenes esposos, al menos con con sus abuelos a quienes tanto cario profesa Valentina.. CAPTULO TERCEROEL TELGRAFO Y EL JARDN

Al volver a su casa el seor y la seora de Villefort supieron que el seor conde de Montecristo haba ido a hacerles una visita, y les aguardaba en el saln. Por dueo que fuese de sus sensaciones, por bien que supiera componer su rostro, el seor de Villefort no pudo apartar del todo la nube que oscureca su semblante, y el conde de Montecristo no pudo menos de reparar en su aire sombro y pensativo. El conde adopt un aire distrado y mir con la ms profunda atencin y con la aprobacin ms marcada a Eduardo, que derramaba tinta en el bebedero de los pjaros.El conde opinaba y os pido perdn de antemano por lo que voy a deciros; el conde opinaba que si el seor Noirtier desheredaba a la seorita de Villefort por querer sta casarse con un joven a cuyo padre l ha detestado, no tenian que echar en cara lo mismo al pobre Eduardito. La seora de Villefort con una entonacin imposible de describir, estuvo de acuerdo en que era injusto, odiosamente injusto. Consideraba que el pobre Eduardo tan nieto es del seor Noirtier como Valentina, y con todo, si Valentina no se casase con el seor d'Epinay, el seor Noirtier le dejara toda su fortuna. Tambin pensaba que Eduardo lleva tambin el nombre de la familia, lo cual, no impide que de todos modos Valentina sea tres veces ms rica que l. CAPTULO CUARTOLOS FANTASMAS

Montecristo descendi al patio, recorri toda la casa y dio la vuelta al jardn, silencioso y sin dar la menor seal de aprobacin o de disgusto. En el mismo instante, un cup arrastrado por dos soberbios caballos de tiro, lleg delante de la reja de la casa, que se abri al punto. El cup describi un crculo, y parse delante de la escalera, seguido de dos jinetes. Abordo viajaba el seor conde Andrs Cavalcanti. El siguiente cup en arribar a la mansin de Montecristo era ocupado por los seores de Villefort. Las dos personas anunciadas entraron; el seor de Villefort, a pesar de su dominio sobre s mismo,estaba visiblemente conmovido. Al tocar su mano Montecristo not que temblaba.Montecristo dijo que, decididamente slo las mujeres saben disimular mirando a la seora Danglars que diriga una sonrisa al procurador del rey. Era evidente que al entrar, un mismo sentimiento animaba a todos los convidados, que se preguntaban qu extraa influencia los haba conducido a aquella casa; sin embargo, a pesar de lo asombrados que estaban la mayor parte de ellos, hubieran sentido muy de veras no haber asistido a aquel banquete. Montecristo haba procurado completamente destruir la simetra parisiense y satisfacer ms la curiosidad que el apetito de sus convidados. Montecristo vio el asombro general, y empez a rer y a burlarse en voz alta.Diciendole a todos quienes se encontraban con l, que habiendo llegado a cierto grado de fortuna, nada es ms necesario que lo superfluo, as como convendrn estas damas en que llegando a cierto grado de exaltacin, ya nada hay ms positivo que lo ideal. Montecristo pensaba que iba llegando a l por dos medios: el dinero y la voluntad. Montecristo dej pasar un instante; despus, en medio del silencio que haba seguido a sus palabras comenz a hablar nuevamente.El conde de Montecristo se extra, como lo coment a la concurrencia, en cuanto entr en su casa ya que le pareci tan lgubre, que jams la hubiera comprado si su mayordomo no lo hubiese hecho por l. Probablemente el pcaro habra recibido algn regalillo. Villefort, esforzndose en sonrer, asinti murmurando, pero Morrel fue quien realmente palideci mientras Montecristo proseguia. Haba una alcoba sobre todo ah, Dios mo...!, muy sencilla en la apariencia, una alcoba como todas las dems, forrada de damasco encarnado, que le haba parecido, no sabia por qu, dramtica en extremo.Debray pregunt directamente al conde por las razones para tal afirmacin, o mejor dicho, para tales sentimientos y este coment, en tono de pregunta pero implicando una respuesta, si no les parecia que la habitacin respiraba tristeza. Montecristo continu preguntando si no imaginaban a un Otelo o a un abate de Ganges cualquiera, descendiendo a pasos lentos, en una noche sombra y tempestuosa, esta escalera con alguna lgubre carga que trata de sustraer a las miradas de los hombres, ya que no lo pudo hacer a las de Dios?El conde pidi a la concurrencia mirar en cierta zona del piso diciendo que para rejuvenecer los rboles que ya eran muy viejos, mand que levantasen la tierra para que echasen estircol; sus trabajadores, mientras estaban cavando, desenterraron un cofre, o ms bien los pedazos de un cofre, que contena un nio recin nacido; Montecristo sinti crisparse sobre el suyo el brazo de la seora Danglars y estremecerse el de Villefort.A todos les pareci increible. La consternacin, el terror y la culpa, en algunos casos, invadianan la reunin y entraron en un largo debate respecto a las penas que se debian imponer a quien matara y enterrara a un nio de la forma en que el conde lo haba narrado. Finalmente Montecristo pregunt al procurador del rey por la pena a quien enterrara a un nio vivo. Se le corta la cabeza, respondi Danglars.

CAPTULO QUINTOEL GABINETE DEL PROCURADOR DEL REY

En la calle de Guenegand, la seora Danglars subi a un coche de alquiler, diciendo al cochero que parase en la calle de Harlay. El coche entr por la plaza Dampline en el patio de Harlay; fue pagado el cochero al abrir la portezuela y la seora Danglars, lanzndose hacia la escalera, que subi ligeramente, lleg sin tardanza a la sala de los Pasos Perdidos.Apenas lleg a la antesala del gabinete del seor de Villefort se present un ujier, se levant, dirigise a ella, le pregunt si era la persona que esperaba el seor procurador del rey, y ante su respuesta afirmativa, la condujo por un pasadizo reservado al gabinete del seor de Villefort. Cuando estuvo frente a l, se sent y comenzaron a conversar, con tono directo le dijo que l no era hipcrita, o por lo menos no lo era sin razn. El seor Villefort se describi adems como un hombre severo, el cual, lo era debido a las muchas desgracias que le haban oscurecido; si su corazn se haba petrificado, era a fin de poder sobrellevar las fuertes emociones que haba recibido. El seor Villefort se referia a que el conde de Montecristo, al cavar al pie de aquellos rboles, no haba podido encontrar ni esqueleto de nio, ni cofre..., porque debajo de aquellos rboles no haba una cosa ni otra. Ante la sorpresa de la seora Danglars y el extrao terror que se reflejaba en sus ojos, cuyas pupilas dilatndose espantosamente indicaban una gran ansiedad.Villefort retom la palabra para decir una cosa ms terrible, ms fatal, ms espantosa para ellos; el nio estaba vivo tal vez!. La seora Dangars repiti las palabras de Villefort y comenz a reprocharle el no haber tenido la seguridad de que este haba muerto. Villefort se excus contandole las veces que le haba llamado en sus largas noches de insomnio, las veces que dese una riqueza real para comprar un milln de secretos a un milln de hombres, y para encontrar su secreto entre los de aquellos miserables.Villefort dijo estas palabras con un acento que hubiera hecho estremecer al conde si hubiera podido orlas. Al da siguiente en que fueron entregados los informes al procurador del rey, un hombre que se apeaba de un coche de alquiler en la esquina de la calle de Feron, detrs de San Sulpicio, fue a llamar a una puerta pintada de verde, y pregunt por el abate Busoni. La primera vez no lo encontr pero logro hacer una cita, con el criado del abate para regresar por la tarde. Cuando volvi, ya lo esperaban.El desconocido subi una escalera bastante angosta, y delante de una mesa cuya superficie estaba iluminada por la luz que despeda una gran lmpara, mientras que el resto de la habitacin se hallaba sumergida en la sombra, vio al abate con traje eclesistico y cubierta la cabeza con un sombrero negro de anchas alas. El encargo que le haban hecho se reducia a saber de parte del seor prefecto de polica, como magistrado que es, una cosa que interesa a la seguridad pblica, en nombre de la cual buscaba informacin. Confiaba, pues, que no habr lazos de amistad, ni consideracin humana, que puedieran inducir al abate a ocultar la verdad a la justicia.Aquel hombre, encargado de investigar a Montecristo, comenz preguntando al abate si conocia al conde, este le refirio el primer dato de importancia diciendole que Montecristo no era el apellido real del conde; Montecristo es un nombre de tierra, o ms bien un nombre de roca, y no un nombre de familia. El abate tenia la imagen del conde como un hombre muy caritativo. Nuestro Santo Padre el Papa, incluso, le haba hecho Caballero de Cristo.Al investigador le preocupaba saber si Montecristo haba viajado a Francia con anterioridad a lo que el abate pudo responder diciendo que no, que no haba venido nunca, y record que se haba dirigido a l hace seis meses para adquirir las noticias que deseaba. Pero como el conde ignoraba en qu poca estara el abate en Pars a punto fijo, le haba dirigido al seor Cavalcanti, el padre. Y dichas estas palabras, el abate salud al desconocido como con deseo de que le dejase proseguir su interrumpido trabajo. El agente, ya sea que hubiera comprendido los deseos del abate, ya que hubiese acabado su interrogatorio, se levant.

CAPTULO SEXTOEL BAILE

El conde se adelant bajo el peso de las miradas y a travs de los saludos, hasta la seora de Morcef, que estaba en pie delante de una chimenea; le haba visto en un espejo que estaba frente de la puerta y se prepar a recibirle. Sin duda crey que el conde le iba a hablar; sin duda el conde por su parte crey que iba a dirigirle la palabra; pero ambos permanecieron mudos, y despus de saludarse mutuamente, el conde de Montecristo se dirigi hacia Alberto, que corra hacia l con la mano abierta.Alberto pregunt por su madre de quien el conde le pudo dar razn ya que acababa de saludarla pero aclar que con ella no se encontraba su padre. La seora de Morcef no perda de vista a Montecristo. Vio pasar la bandeja sin que tomase nada de ella; tambin observ el movimiento que hizo cuando el criado le present la bandeja. Todo lo anterior le gener una especie de creciente intriga, al grado de que le pregunt a Alberto si haba reparado en ello. Alberto lo excus diciendo que era un hombre en extremo sobrio, un hombre que haba sufrido mucho.La condesa se acerc a Montecristo, llevada, quizs por la duda, para preguntarle si en verdad era un hombre que haba sufrido mucho. El conde, divertido por la pregunta contest afirmativamente mientras la condesa cotinuaba preguntandole si actualmente era feliz a lo cual respondi el conde diciendo que su felicidad presente igualaba a su miseria pasada. Mientras se desarrollaba la conversacin llego Alberto corriendo y con gran desesperacin inform de una desgracia, para lo cual urgi que se buscara al seor de Villefort. La noticia era que la seora marquesa de Saint-Mern ha llegado a Pars, para avisar de que el seor de Saint-Mern haba muerto al salir de Marsella, en la primera parada.Valentina se hallaba desconsolada, la joven baj la escalera que conduca al jardn. Valentina dio esta vez, segn su costumbre, dos o tres vueltas en medio de sus flores, pero sin coger ninguna; su corazn dolorido, que an no haba tenido tiempo de desahogarse con nadie, repela este sencillo adorno; despus se encamin hacia la alameda. A medida que avanzaba, le pareca or una voz que pronunciaba su nombre y se detuvo asombrada. Entonces esta voz lleg ms caramente a sus odos, y reconoci la voz de Maximiliano.

CAPTULO SPTIMOLA PROMESA

Valentina no estaba prevenida de la visita de Morrel; no era aquella la hora en que sola venir, y fue una pura casualidad, o si se quiere mejor, una feliz simpata la que le condujo al jardn. En cuanto se present en l, Morrel la llam; ella corri hasta l.el motivo de su visita era el de hacer una pregunta fundamental a Valentina quien al saber esto se estremeci y mir a Morrel con asombro. Quera que desobedeciera a su padre respecto al hombre que este le habia elegido como marido. La idea de luchar contra su padre, contra su abuela, contra toda la familia, no se haba presentado a su imaginacin.Despus de una larga platica en la que surgieron, como surgen siempre en esos casos, reproches, reclamos y una serie de contradicciones propias de quienes se aman en contra de la adversidad Morrel acepto de mala forma el deber de Valentina. Ella no se crey ni por un instante la falsa resignacin de Morrel, lo conocia bien y le preguntaba una y otra vez que esperaba que hiciera a lo que l simplemente contesto que le deseaba una vida tan sosegada y feliz, que no diera cabida en su pecho a un recuerdo de su amor.Cuando Morrel parta, Valentina, sacando la mano por la hendidura y agarrando el brazo de Morrel, trato de detenerlo preguntandole cual sera su actuar. El joven enamorado dijo que trataria de no causar un nuevo trastorno a la feliz familia de Valentina, y que dara un ejemplo tratando de seguir adelante como todos los hombres honrados que se encuentren en su situacin.Valentina, imploro a Dios levantando sus dos manos al cielo con expresin sublime; le habl nuevamente a Morrel recordandole que siempre haba hecho cuanto haba podido por permanecer hija sumisa;y an cuando as haba sido toda su vida, prometi a Morrel buscar la forma de retrasar el casamiento al que se vea sometida, siempre y cuando el esperara por ese momento.Morrel jur que esperara lo necesario siempre que el espantoso casamiento a que se queria condenar a la joven Valentina no se llevara a cabo. Le pidi a su joven enamorada que pasara lo que pasara no diera el si frente al sacerdote y ella a la vez juro por su madre no permitir la realizacin de dicho enlace. Entonces se dispusieron a esperar, se despidieron y Morrel partio consternado pero con nuevas fuerzas para afrontar la dura vida a la que se enfrentaba.

CAPTULO OCTAVOLAS ACTAS DEL CLUB

El seor Noirtier esperaba vestido de negro, instalado en un silln. Cuando hubieron entrado las tres personas a las que deseaba ver, mir a la puerta, que al punto cerr su criado. Las personas a quienes hizo llamar eran Valentina, al seor Franz d'Epinay y al seor Barrois. El anciano solicit se le brindara ayuda ya que quera hablar de un tema muy delicado con los presentes pero requera, principalmente de Valentina, quien siempre se haba entendido bien con l.Valentina comenz a preguntarle a su abuelo sobre el motivo de su visita, este le dijo entre seas y palabras del diccionario que tenia un secreto muy importante el cual, haba guardado durante largo tiempo y era tiempo de que se supiera. El abuelo pidi a Valentina que trajera la llave que estaba en esta cmoda, que abriese con ella este secreter, y luego sacase este cajn. En ese cajn se encontraba el secreto que estaba a punto de volverse asunto pblico; Barrois mir al anciano.Barrois obedeci. Abri un doble cajn que dej al descubierto un paquete de papeles atado con una cinta negra. El criado pregunt si era eso lo que deseaba el seor Noirtier, este asinti y le mostr el contenido al seor d'Epinay. Eran los documentos que hablaban del asesinato del padre de Franz, este se qued perplejo y pregunto a Noirtier sobre el asesino. Franz pronunci temblando las letras del alfabeto. Noirtier le detuvo con una mirada significativa en la Y griega.Franz recorri el diccionario y finalmente lleg a la palabra... Yo...Los cabellos del joven Franz se erizaron del horror, fue necesario preguntar una vez ms para confirmar la terrible verdad que se presntaba ante sus ojos. Noirtier fijo en el joven su mirada y asinti sin dejar lugar a dudasa un joven que lo miraba totalmente desconsolado.

CAPTULO NOVENOLOS PROGRESOS DEL SEOR CAVALCANTI HIJO

Un da fue Montecristo a hacer una visita al seor Danglars. Este haba salido, pero propusieron al conde si quera entrar a ver a la baronesa, que estaba visible. Al cabo de un rato entr el banquero; su primera mirada fue para Montecristo. Unos momentos ms tarde, el conde oy la voz de Andrs unida a los acordes del piano, acompaando una cancin corsa. Mientras tanto continu la conversacin.Hablaban sobre el seor de Saint-Mern a quien el conde no habia visto haca algn tiempo. Le recordaron que haba perdido hace poco a la marquesa y el conde hizo ademan de recordar y agrego, como dice Claudio en Hamlet, que tal suceso es una ley de la naturaleza. Sus padres haban muerto antes que ellos, y los habrn llorado. Ellos morirn antes que sus hijos y sus hijos los llorarn.El conde tambin fue puesto al corriente respecto a la boda, cancelada, de la seorita Valentina y el seor Franz d'Epinay... el conde pregunt, como si se sintiera complacido si se haba desbaratado tal vez el casamiento? Alberto contest diciendo que el da de ayer por la maana, segn parece, Franz les ha devuelto su palabra. El conde, intrigado pregunto si se conocian las razones de tal suceso pero la respuesta fue negativa.El seor Danglars dio un giro a la conversacin comentando al conde que haba recibido un correo de Grecia a lo que Montecristo pregunt por el Rey Othn. Danglars le mir de reojo sin responderle, y Montecristo se volvi para ocultar la expresin de lstima que apareci en su rostro, pero que se borr instantneamente. Alberto no poda comprender aquella mirada del banquero. As, pues, volvindose hacia Montecristo, que le haba comprendido muy bien, le hizo notar la forma en que Danglars lo haba mirado y an sin comprender del todo siguieron hablando de Grecia, del rey Carlos IX y de Catalina de Medici.Alberto quera saber la opinin del conde respecto a su papel al instalar en su casa al el seor Andrs Cavalcanti, de quien le record, era su protegido. El conde corrigi a Alberto diciendole que el no protega a Cavalcanti al menos en casa del seor Danglars...

QUINTA PARTELA MANO DE DIOS

CAPTULO PRIMEROLA ACUSACIN

El seor Villefort se hallaba en un estado deplorable, sufria por los recientes acontecimientos en su familia, afirmaba que la muerte se haba apoderado de su casa. Para el doctor era el crimen lo que se haba apoderado de la casa y de la vida de Villafort y para contrarestarlo le pedia, al seor Villafort, ser un hombre. Sin embargo para este ltimo era muy dificil superar su miedo, su pesar o su locura.Indaga a quin aprovecha el crimen, dice un axioma de jurisprudencia. Eso era lo que recomendaba el doctor al seor Villafort, recordanle lo que pas a Polonio de Shakespeare en donde el criado murio para ventura de otro. Para el doctor, hay circunstancias en que se deben traspasar los lmites de la imbcil circunspeccin humana. Si este fuera el segundo crimen, dijo el doctor a Villefort, dira que he aqu un veneno que no conoce la envenenadora. Pero ha presenciado tres agonas, ha contemplado tres moribundos, se ha arrodillado junto a tres cadveres. Villefort cay de rodillas ante las palabras del doctor, se declaro falto de esa fuerza de nimo que manifestaba y que quiz no tendra si se tratara de su hija Magdalena...

CAPTULO SEGUNDOLA FRACTURA

Cuando Bertuccio iba a salir para dar las rdenes correspondientes a consecuencia de la conversacin que haba tenido con su amo, Bautista abri la puerta y se present con una carta en la mano. Bautista se acerc al conde y le entreg la carta, la cual, tena carcter de importante y urgente. El conde la abri y ley lo siguiente:"Seor de Montecristo: Debe saber que esta misma noche se introducir furtivamente un hombre en su casa de los Campos Elseos para sustraer varios documentos que cree estn encerrados en el secreter que se halla en el gabinete de vestir. El seor conde puede tomar sus precauciones, esconderse en el gabinete y hacerse justicia por su propia mano"...De esta forma Montecristo se dio por enterado del plan que se urdia en su contra y puso manos a la obra para prevenir dicho ataque. Pasaron las horas y por fin mientras esperaba, ya de noche y oscuro, sac de un armario una vela encendida, y en el momento en que el ladrn estaba ms atareado con la cerradura, abri la puerta sin hacer ruido, cuidando de que la luz que tena en la mano diese toda de lleno en la cara del ladrn. La puerta se haba abierto tan sigilosamente, que ste no se dio cuenta, y con admiracin suya vio iluminarse de pronto el cuarto. Volvise de repente.El conde le ofreci el saludo de buenas noches al seor Caderousse quien se sorprendio de ver ah al abate Busoni ante quien ofreci algo parecido a una disculpa. El seor Caderousse dijo haber cedido a un mal pensamiento, aunque el conde respondio que esa era la excusa clsica de todos los criminales. La necesidad continu Caderousse. En contra de este argumento el conde dijo que la necesidad puede conduciros a pedir limosna, a robar un pan a un panadero. Pero no a venir a forzar un secreter en una casa que se cree deshabitada. Era tambin la necesidad?El conde en su falso papel de Abate permiti que Caderousse escapara por donde haba entrado, no sin antes, escribir una nota en la que confesaba que Benedetto, su compaero en la carcel y con quien escapo de ella, era el protegido de Montecristo, hijo natural de Cavalcanti. El conde, an en su disfraz de Abate permneci a su lado durante su ultimo cuarto de hora de vida, cuestionandolo sobre el quehacer de su vida, haciendole ver todas las oportunidades que habia tenido de ser un hombre digno y de como, por sus propias decisiones habiale vuelto la espalda a Dios. Fue entonces que Caderousse habl, aunque solo lo hizo para seguir excusndose, por lo cual, Montecristo cogi la buja y acercndosela a la cara se quit la peluca que le desfiguraba y dej caer los hermosos cabellos que enmarcaban su plido rostro.Caderousse lo mir aterrado, pens que si no fuese por esos cabellos negros, lo hubiera confundido con el ingls; dira que era lord Wilmore. Montecristo, adivinando su pensamiento dijo no ser ni el abate Busoni, ni lord Wilmore. Le exigi mrarle con mayor atencin, mirar ms lejos, mirar en sus primeros recuerdos...-Oh! Dios mo! Dios mo!, y cerrando los ojos, Caderousse cay de espaldas, exhalando el ltimo suspiro. La sangre se hel en la abertura de sus heridas. Haba muerto.

CAPTULO TERCEROEL VIAJE

Antes de salir, el conde subi a ver a Hayde, le anunci su viaje y puso toda la casa a su disposicin. Alberto fue puntual; el viaje, triste al principio, se modific poco a poco: Morcef no tena idea de un modo de viajar tan acelerado y al mismo tiempo cmodo; manifestlo as al conde y l, asomando la cabeza por la portezuela, dio una especie de chillido para excitar a los caballos; pareca como si les hubieran nacido alas.Al tercer da por la tarde Alberto, fatigado de una vida tan activa, y que pareca un juego para Montecristo, dorma en un silln inmediato a la ventana, y el conde trazaba con su arquitecto el plan de un invernadero que quera construir en su jardn, cuando el galope de un caballo despert al joven; mir por la ventana, y con desagradable sorpresa vio a su camarero, a quien no haba querido traer consigo, por no causar tantas molestias a Montecristo.Se pregunt la razn de la presencia de florentn en casa de Montecrsito e inmediatamente pens en su madre y su salud, la cual, daba muestras de cierta fragilidad. Sali con precipitacin. Montecristo le sigui con la vista, le vio, acercse al criado, y ste, sin poder respirar an, sac del bolsillo un paquete cerrado y sellado, y se lo entreg: contena una carta y un peridico. La carta haba sido enviada por el seor Beauchamp, el mismo que haba enviado a Florent a la busqueda del joven Alberto. El seor Beauchamp le haba dado el dinero necesario para el viaje, hizo que le entregasen un caballo de posta, y que le prometiera no parar hasta llegar a ver a Alberto; el criado Florentn haba corrido quince horas seguidas.Alberto abri la carta conmovido; apenas ley los primeros renglones, lanz un grito y cogi el peridico con manos trmulas. De repente oscurecise su vista, flaquearon sus piernas, y viendo que iba a caerse se apoy en el brazo que Florentn le presentaba; corri al cuarto donde se encontraba el conde con la voz alterada, la cara enrojecida, los ojos centelleantes y el modo de andar incierto de un hombre ebrio.El joven Alberto le agradeci la hospitalidad al Conde, se lament por no poder disfrutar de ella ms tiepo y se disculp por la premura con que sala de vuelta a Pars. El conde le pregunt que ocurria, a lo cual, el seor Alberto le contest, con cierto tono de alarma que habaq ocurrido una gran desgracia. Pidi al conde le permitiese retirarse sin premura, le pidi que no preguntara, le suplic dejarlo marchar sin ms y dandole un caballo. El conde respondi que todos sus caballos se encontraban a su disposicin y Alberto se fue a toda prisa.

CAPTULO CUARTOEL JUICIO

A pesar de que el conde, ignorante de cuanto haba ocurrido, no haba alterado en lo ms mnimo su aire, ni sus ademanes, su presencia en esta ocasin pareci de tal suerte agresiva a esta asamblea celosa de su honor, que todos vieron en ello una inconveniencia, muchos una bravata y algunos un insulto. Guardse un silencio sepulcral. Slo Morcef ignoraba la causa de la atencin profunda que se prestaba a un orador a quien no se acostumbra a or con tanta complacencia. El conde dej pasar tranquilamente el prembulo, en que el orador estableca que iba a hablar de una cosa tan grave, tan sagrada y tan vital para la Cmara, que reclamaba toda la atencin de sus colegas.Morcef se hallaba tan abatido, que apenas pudo pronunciar algunas palabras ante sus colegas para justificarse: aquella conmocin, que poda atribuirse lo mismo al asombro del inocente que a la vergenza del culpable, le atrajo algunas simpatas. Los hombres generosos son siempre compasivos, cuando la desgracia de su adversario es mayor que su odio. Nombrse una comisin integrada por doce miembros para examinar los documentos que deba presentar Morcef. Tomada esta resolucin, Morcef pidi permiso para retirarse.El presidente pidi al seor conde de Morcef, no dejarse abatir; le record que la justicia de la corte es suprema a igual para todos, como la de Dios; agreg que ella no permitira que os confundan vuestros enemigos, sin daros todos los medios para combatirlos. Queris una nueva informacin? Queris que mande que vayan a Janina dos miembros de la Cmara? Hablad.El conde ech en torno una mirada cuya expresin desesperada hubiera conmovido a los tigres; pero no poda desarmar a los jueces, levant en seguida los ojos a la bveda, pero los baj temiendo que aqulla se abriese y dejase ver aquel otro tribunal que se llama el cielo, y a aquel otro juez que se llama Dios. Finalmente el presidente pregunt si el conde de Morcef est acusado de felona, traicin a indignidad. Todos los miembros de la comisin dijeron que si...

CAPTULO QUINTOEL INSULTO

Al mirar el conde a la sala, vio sin duda un rostro plido y dos ojos centelleantes que vidamente le buscaban: reconoci a Alberto. Este pareca en otro mundo, sus ojos estaban perdidos, incluso el conde le coment que pareca haber perdido la cabeza. Su semblante no dej traslucir la menor emocin, sin embargo, el joven Alberto le dijo al conde de sus intenciones de cobrarle venganza. Montecristo, un tanto desconcertado dijo no comprender nada aunque advirti al joven Alberto no hablar alto ya que en su casa solamente l tena derecho de hacerlo. El conde le pidi retirarse inmediatamente a Alberto y mostr la puerta a Alberto con un admirable ademn imperativo.El joven Alberto respondi que sera l quien hara salir al conde mientras apretaba entre sus manos convulsivas un guante, que el conde no perda de vista. Montecristo se di cuenta imediatamente que Alberto buscaba una querella, y el conde prefiri aconsejarle que es muy mala costumbre meter ruido al provocar. No a todos conviene el ruido. Ebrio, trastornado a inyectndosele los ojos en sangre, Alberto dio dos pasos atrs. Morrel aprovech el momento para cerrar la puerta. Montecristo volvi a tomar su lente, y se puso a mirar de un lado a otro, como si nada de particular hubiese sucedido. Al siguiente da por la maana una mujer, con el rostro cubierto fue a ver al conde de Montecristo y al estar frente a l, se asegur de que nadie mas estuviera escuchando y lo llam por su nombre. Edmundo fue el nombre que pronunci la mujer y le orden al conde no matar a su hijo. El conde se desconcerto un poc y pregunt a la seora de Morcef repetir el nombre que haba pronunciado. Ella, con cierto tono de reto, respondi que haba dicho el nombre real del conde, a quien ella no haba podido olvidar. La seora de Morcef se presentaba ante el conde como Mercedes.A pesar de que el conde se mostr esquivo y trat de redireccionar la atencin de la seora de Mocef, ella se mantuvo firme y reclam al conde reconocerla a ella tambin, ya que no se presentaba como la seora de Morcef sino como Mercedes. El conde se exculp de cualquier desgracia en la familia de la seora Mercedes diciendo que era un castigo de la providencia, sin embargo, ella le repuso preguntandole porque tomaba el lugar de la providencia. Le increp al conde por no olvidar lo que si olvida la providencia, por entrometerse en problemas como los de Janina y su visir y Fernando Mondego de quienes la seora no comprenda que podan deberle al conde.Al conde se puso serio entonces y le dijo a la seora Mercedes que lo prendieron, porque la vspera misma del da en que iba a casarse con ella, en una glorieta de la Reserva, un hombre llamado Danglars escribi una carta que el pescador Fernando se encarg de poner en el correo. Ella pregunto por el resultado de dicha carta y el conde respondi que el resultado haba sido su encarcelamiento. Al mismo tiempo aclar a la seora Mercedes el tiempo que dur en prisin. Le confes haber permanecido catorce aos a un cuarto de legua de ella en un calabozo en el castillo de If; cada da durante estos catorce aos haba renovado el juramento de venganza que haba hecho el primero de ellos, y sin embargo ignoraba que ella, la seora Mercedes, se hubieseis casado con Fernando, el delator...Mercedes abri la puerta del despacho y haba desaparecido antes que l volviese del profundo letargo en que su malograda venganza le haba sumido.

CAPTULO SEXTOEL DESAFO

Cuando Mercedes hubo salido, todo qued en silencio en casa de Montecristo; su espritu enrgico se adormeci, como el cuerpo despus de una gran fatiga. El conde se dijo a si mismo y a Dios, que haca esto tanto por honor suyo como por el propio. El conde se consideraba as mismo durante diez aos como el enviado por la venganza del seor, y es preciso que ese miserable Morcef, y un Danglars y un Villefort no se figuren que la casualidad les ha libertado de su enemigo. Ellos deban saber que la Providencia, que haba ya decretado su castigo, ha variado, pero que les espera en el otro mundo, y solamente han cambiado el tiempo por la eternidad. El conde de Montecristo haba levantado lentamente los ojos al cielo con una expresin indecible de reconocimiento; no saba admirar bastante esta accin conociendo el carcter fogoso y el valor de Alberto a quien haba visto inerme en medio de los bandidos italianos. No se cansaba de pensar cmo se haba humillado hasta aquel extremo. Reconoci la influencia de Mercedes y comprendi por qu aquel noble corazn no se haba opuesto a un sacrificio que saba era intil...

CAPTULO SPTIMOLA MADRE Y EL HIJO

Haca algunos das que Montecristo conoca lo que no se atreva a creer haca mucho tiempo, es decir, que haba an dos Mercedes en el mundo, y que poda an ser dichoso. Sus ojos, en los que se trasluca la dicha, buscaban vidamente las miradas humedecidas de Hayde, cuando de pronto se abri la puerta. El conde se incomod. Bautista anunci al conde la llegada del seor de Morcef pero el conde, para estar seguro, pregunto si se refera al conde o al bizconde. Bautista contesto que el conde y Hayde se sinti algo intranqila sin embargo el conde la tranquiliz diciendole que no se batiran en combate.El conde sali a recibir al conde y este, apretando los dientes de rabia, le aseguro al conde que se batiran a muerte y el conde lo confirm diciendole adems que lo conocia perfectamente. El seor de Morcef se sinti desconcertado y respondi al conde que, contrario a su comentario, l no lo conoca de nada. El conde lo puso a prueba preguntandole si no era l el soldado Fernando que desert la vspera de la batalla de Waterloo, le pregunt si no era el teniente Fernando que sirvi de gua y espa al ejrcito francs en Espaa? El general se sinti herido por estas palabras ya que eran dichas en el instante en quizs morira y reclam al conde incluso el hecho de confundirlo diciendole que lo conoca. El conde dijo que de sus cien nombres basta uno solo para herirte como un rayo, pero ste, le dijo, lo deba adivinar o por lo menos acordandose de l. El conde, a pesar, de las penas, de los martirios, y de todo ese pasado que lo atarmentaba pudo hoy mostrarle un rostro que la dicha de la venganza rejuvenece, que muchas veces debes haber visto en sueos despus de lo matrimonio... con Mercedes, de quien dijo, era su novia.Luego, con unos suspiros que nada tenan de humanos, el seor de Morcef baj hasta el peristilo de la casa, lleg a la entrada y cay en brazos de su criado, pronunciando con voz muy dbilla orden de volver a casa. El seor de Morcef saba que se haba encontrado frente al mismisimo Edmundo Dants de quien no pudo dejaar de pensar en el camino hacia su casa. En el momento en que pasaron las ruedas por la puerta y el seor Morcef lleg a su casa y el ruido del coche reson en la calle, se oy un tiro: una espesa humareda sali por uno de los cristales del dormitorio del conde, que se rompi por efecto de la explosin.

CAPTULO OCTAVOVALENTINA

Valentina le esperaba inquieta; casi fuera de s, le cogi por la mano y le llev delante de su abuelo. Valentina, con el instinto de la mujer, haba adivinado que Morrel sera el testigo del conde de Montecristo; conociendo adems el valor del joven y su gran amistad con el conde, tema que no se contentase con la parte pasiva que le corresponda. Cuando le vio fueron infinitas las preguntas, innumerables los detalles dados, y Morrel pudo leer una indecible alegra en los ojos de su amada, cuando supo que el lance haba terminado de un modo no menos dichoso que inesperado. El joven apart sus ojos de Valentina y los fij en el seor Noirtier. Este, con su extraa y profunda inteligencia, contemplaba a la joven absorta en su amor; pero al igual que Morrel, segua la huella de un sufrimiento secreto y tan poco visible que slo se revelaba a los ojos del padre y del amante. La joven Valentina haba sido envenenada y an no se haba dado cuenta de su trgico destino, sin embargo, el viejo Noirtier, en su sabiduria lo haba intuido e intent comunicarselo a Morrel, quien en cuanto entendi el mensaje, presa del pnico y sin saber que hacer, corri en busca de Montecristo tratando de encontrar en l la ayuda necesaria en aquel infeliz momento, sin embargo cuando se lo cont al Conde esto no se sinti sorprendido y por fin admiti que lo saba.Morrel no entendia como es que el conde lo saba. El seor Morrel lo miraba con un terror tal, que si el propio Montecristo hubiese visto hundirse el cielo permaneciendo impvido.El joven Morrel se estremeci y temblo y le reprocho no haber dicho nada. El conde no se inmut sin embargo si le dijo a Morrel que el no conoca a esa gente y continu diciendo que entre el culpable y la vctima no sabria a quin dar la preferencia. El joven Alberto se sinti muy molesto y confeso con desesperacin su amor por Valentina. Montecristo dio un grito parecido al rugido del salvaje, y exclam una serie de vituperios y reproches al amor de de Morrel. El conde tomo aire y pidio a Morrel dejarlo solo, no sin antes prometerle que ayudaria a su amada a sanar...

CAPTULO NUEVEEL PADRE Y LA HIJA

En el momento en que la aguja del macizo reloj de bronce, que representaba a Endimin dormido, sealaba las nueve, y la campana daba aquella hora, el nombre del conde de Montecristo reson tambin, y como impelida por un rayo elctrico, toda la concurrencia se volvi hacia la puerta. El conde vena vestido de negro, con su sencillez habitual. Cavalcanti, que se hallaba en un saln contiguo, oy el murmullo que la presencia de Montecristo haba suscitado, y vino a saludar al conde. Hallle rodeado por la muchedumbre, que se disputaba sus palabras, como sucede siempre con aquellos que hablan poco y jams dicen una palabra en vano. Cerca de l, la baronesa se asi del brazo de la seora de Villefort.Ellas conversaron sobre la tristeza de un incidente imprevisto ocurrido en la causa de asesinato y robo de que falt poco fuese vctima el seor de Montecristo. El conde a ese respecto dijo tener motivos para temer ser la causa involuntaria de esta ausencia. Ante tal comentario Cavalcanti tena el oido listo y atento. El conde les pidi a todos recordar al desgraciado que haba venido a robarle y muri en su casa. Este ladrn fue asesinado al salir de la casa del conde por su cmplice. Pues bien, al querer auxiliarle, -les dijo el conde- le desnudaron y arrojaron sus vestidos no s dnde; la justicia los recogi; pero al tomar la chaqueta y el pantaln, olvid el chaleco. Cavalcanti palideci visiblemente; vea formarse una nube en el horizonte, le pareca que la tempestad que en ella se esconda iba a descargar sobre l.El conde prosigui notificando que aquel chaleco se haba encontrado hoy, todo lleno de sangre y agujereado en el lado del corazn. Cavalcanti mir fijamente a Montecristo y pas al segundo saln. El conde se di cuenta que sus palabras haban conmovido a todo el mundo y se disculp por ellos. Por su parte Cavalcanti haba desaparecido justo a tiempo para evitar ser apresado por un gendarme que haba acudido para llevarlo preso por el asesinato de su propio compaero de reclusin.

CAPTULO DIEZLA FONDA DE LA CAMPANA Y LA BOTELLA

A pesar de sus pocos aos Cavalcanti era un joven listo a inteligente, Alto, bien formado como un gladiador antiguo, y musculoso como un espartano. Cavalcanti sali de la calle de Mont-Blanc, y por el instinto que los ladrones tienen a las barreras, como la liebre a su madriguera, se hall sin saber cmo al extremo de la calle de Lafayette. Cavalcanti hizo como que iba a la fonda del Caballo Rojo. Parse un instante a la puerta, y cuando ya el ruido del carruaje no se oa emprendi el camino, y con paso bastante acelerado anduvo an dos leguas.Parse al fin y calcul que deba estar ya muy cerca de la Chapelle-en-Serval, adonde haba dicho que iba...Llen de polvo un lado de su palet, que tuvo tiempo de descolgar de la antecmara, y abotonrselo por encima de su traje de baile, y entrando en la Chapelle-en-Serval, fue a llamar resueltamente a la puerta de la nica posada que hay en la regin. El pollo estaba tierno, el vino era aejo, y en la chimenea arda un buen fuego. Cavalcanti se qued sorprendido al ver que cenaba con tan buen apetito, como si nada le hubiese sucedido. Acostse inmediatamente, y se durmi con aquel sueo que el hombre tiene siempre a los veinte aos, aun cuando tenga remordimientos.

CAPTULO ONCELA FIRMA DE DANGLARS

Al comenzar la noche, hombres llamados al efecto, llevaron a Noirtier del cuarto de Valentina al suyo, y contra lo que era de esperar, el anciano no opuso resistencia al alejarlo del cadver de su nieta querida. El abate Busoni, que haba velado hasta el amanecer, se retir sin llamar a nadie. A las ocho de la maana regres el mdico, y encontr a Villefort que pasaba al cuarto de Noirtier, y le acompa para saber cmo haba pasado la noche el anciano. Hallronle en el gran silln que le serva de cama, durmiendo con un sueo tranquilo y casi sonriendo.Desde su ventana el banquero vio el carruaje del conde que entraba en el patio, y le sali al encuentro con una fisonoma triste, pero afable. Al que desea mal a otro, a se le sucede... Las personas de mi tiempo no son felices este ao; testigo de ello es nuestro puritano procurador del rey, el seor de Villefort, que acaba de perder a su hija. Recapitulemos: Villefort perdiendo toda su familia de un modo extrao. Morcef, deshonrado y muerto; l, cubierto de ridculo por la iniquidad de Benedetto, y despus...El conde pregunt que segua despus. Villafort se extra de que el conde an no supiera lo sucedido a su hija, as que le puso al tanto.El seor Villafort pareci envidiar la condicin del conde al decirle que era una gran dicha para el no tener mujer ni hijos.

CAPTULO DOCEEL CEMENTERIO DEL PADRE LACHAISE

Ms tarde Morrel se retiro al pequeo cuarto en que se escondia, Montecristo fue detrs de l y tras un lapso de duda entr. El cuarto era pequeo, tenia una mesa al centro en la que Morrel escribia, Montecristo supo inmediatamente de sus planes y lo desenmascar, adelantandose a sus planes. Morrel, indignado por la actitud, a sus ojos, arrogante de Montecristo le pregunt al conde sobre el derecho que creia que el conde senta de entrometerse en la vida de un ser libre e independientesMontecristo respondi diciendo que era el nico en el mundo que tena derecho para decirte a Morrel, que no quera que el hijo del padre muriera. Montecristo, transfigurado, sublime y cruzando los brazos, se adelant hacia el joven, que palpitante y vencido a su pesar por la majestuosa divinidad de aquel hombre, dio un paso atrs. Yo soy, dijo el conde, el que salv la vida a tu padre un da que quera matarse como t lo quieres hoy, porque soy el hombre que envi la bolsa a lo joven hermana y el Faran al anciano Morrel. Porque soy, en fin, Edmundo Dants, que cuando nio te haca jugar sobre sus rodillas! Morrel dio un paso atrs, vacilante, sofocado, aterrado. Sus fuerzas le abandonaron y cay prosternado a los pies de Montecristo quien atrajo al joven sobre su pecho y le estrech contra su corazn.-Desde ahora -le dijo- vienes a vivir conmigo, ocupars la habitacin de Hayde, mi hijo reemplazar a mi hija... Maximiliano baj la cabeza y obedeci como un nio o como un apstol.

CAPTULO TRECELA PARTICIN

Mercedes haba cambiado mucho en pocos das, no porque en los tiempos de su mayor auge hubiese ostentado el fausto orgulloso que separa todas las condiciones y hace que no se reconozca la misma mujer cuando se presenta ms sencillamente vestida, ni tampoco porque hubiese llegado a aquel estado en el que es preciso volver a vestir la librea de la miseria, no; Mercedes haba cambiado, porque el brillo de sus ojos se haba amortiguado, y se haba desvanecido su sonrisa, porque, en fin, una perpetua cortedad de nimo retena en sus labios aquella palabra rpida que lanzaba otras veces una imaginacin siempre pronta y activa.La pobreza no haba marchitado la imaginacin de Mercedes, en efecto, la bella catalana, o la noble condesa, no tena ni su mirada altiva ni su encantadora sonrisa, porque al fijar sus ojos sobre cuanto la rodeaba, slo vea objetos de tristeza: un cuarto tapizado con papel sobre fondo gris, que los propietarios econmicos buscan con preferencia como ms duradero; el suelo sin alfombra y los muebles todos llamaban la atencin y obligaban a fijarse en la pobreza de un falso lujo, cosas todas que rompan la armona tan necesaria a las personas acostumbradas a un conjunto elegante.Jams Mercedes haba conocido la miseria, muchas veces en su juventud haba hablado ella misma de pobreza, pero no es lo mismo necesidad y pobreza; son dos sinnimos, entre los cuales media todo un mundo. Entre los catalanes, Mercedes tena necesidad de mil cosas, pero nunca le faltaban otras mil, mientras las redes cogan bastante pescado y ste se venda.Hoy deba pensar en dos y sin poseer nada. En las mensajeras Laffitte, un hombre estaba oculto tras una ventana del entresuelo que hay encima del despacho. Vio subir a Mercedes, salir la diligencia y alejarse a Alberto. Pas la mano por su frente mientras pidi la ayuda de dios para ayudar a dos inocentes privados de felicidad.

CAPTULO CATORCEEL FOSO DE LOS LEONES

El patio de San Bernardo posee su locutorio particular, un cuadrlongo dividido en dos partes por dos rejas de hierro colocadas a distancia de tres pies la una de la otra, de suerte que el que visita aquel local no puede dar la mano al preso. Aquel locutorio es sombro, hmedo y horroroso, sobre todo cuando se tienen en cuenta las espantosas confidencias de que han sido testigos aquellas enmohecidas rejas. Sin embargo, por espantoso que sea aquel sitio, es el paraso donde vienen a gozar de una sociedad esperada con impaciencia aquellos hombres cuyos das estn contados, pues rara vez sale uno del Foso de los Leones que no vaya a la barrera de Santiago o a presidio perpetuamente.En el patio que acabamos de describir, y que estaba sumamente hmedo, se paseaba con las manos en los bolsillos del frac un joven a quien examinaban con curiosidad los habitantes de la Fuerza. Era Cavalcanti, quien conversaba consigo mismo diciendose: Estoy protegido por algn poderoso -pensaba-; todo me lo prueba. Una mala hora en mi suerte, la ausencia de mi protector quiz, me ha perdido, pero no del todo y para siempre. La mano se ha retirado por un momento, pero pronto llegar de nuevo hasta m, y me salvar cuando ya me crea yo hundido en el abismo. Esperemos para hablar y para obrar a estar seguro de que me han abandonado, y entonces...

CAPTULO QUINCEEL JUEZ

El seor de Villefort no haba vuelto a ver al anciano desde la maana en que muri su hija. Toda la casa se haba renovado. Tomse otro criado para l, otro para Noirtier. Entraron dos mujeres al servicio de la seora de Villefort. Todos, hasta el mayordomo, el cochero, ofrecan un aspecto distinto entre los diferentes seores de esta casa maldita, interponindose entre las fras relaciones que entre ellos existan. Por otra parte, el jurado se abra dentro de dos o tres das, y Villefort, encerrado en su gabinete, trabajaba febrilmente en los procedimientos contra el asesino de Caderousse. Este asunto, como aquellos en que el conde de Montecristo se hallaba envuelto, haba promovido gran ruido en el mundo parisiense.Aquello suscit una curiosidad muy viva. Sobre todo entre los que haban conocido al prncipe Cavalcanti personalmente, y stos estaban decididos a no perdonar medio para ir a ver en el banquillo de los acusados a Benedetto, asesino de su compaero de cadena. A los ojos de muchas personas, Benedetto no era una vctima, sino una equivocacin de la justicia. Por su parte Villefort, quien , al regreso a su casa del juzgado encontr la escena ms horrible quealguien pudiera imagina: tu esposa se habia suicidado no sin antes matar a su pequeo hijo Eduardo. Villefort no lo soporto, ese da, perdi la razn.

CAPTULO DIECISISLA PARTIDA

Los sucesos que acababan de ocurrir preocupaban a todo Pars. Manuel y su esposa hablaban de ellos con una sorpresa bien natural en el saln de la calle de Meslay. Manuel y Julia rodeaban a Valentina y pensaban en los desastres y sufrimientos que ocurrian a la familia. Manuel se deca que si dios estaba obrando algn castigo debia ser porque esa gente estara maldita ya que el no saba de errores pasados que estuvieran viniendo al presente a ejercer justicia.Julia senta cierto recelo hacia Manuel, consideraba que los juicios que este emitia eran muy temerarios ya que su padre se haba encontrado en una situacin dificil haca algn tiempo. Manuel saba que aquella vez Dios no haba permitido que su padre muriera de la misma forma que no permiti que Abraham sacrificase a su hijo. Al patriarca, como al padre de ambos les envi un ngel que cortase en la mitad del camino las alas de la muerte.No bien acababa de pronunciar estas palabras cuando se oy el sonido de la campana. Era la seal dada por el conserje de que llegaba una visita. Casi al mismo tiempo se abri la puerta del saln, y el conde de Montecristo apareci en el umbral. Dos gritos de alegra salieron al mismo tiempo de los dos jvenes. Maximiliano levant la cabeza y la dej caer abatida sobre el pecho. Ms tarde estuvo un rato con los brazos cruzados, contemplando la fragua en donde se funden, retuercen y modelan todas las ideas que se lanzan como desde un centro hirviente para correr a agitar el mundo. Despus de posar su mirada sobre aquella Babilonia de poetas religiosos y de fros materialistas. Al entrar el conde de Montecristo percibi un suspiro parecido a una queja. Este suspiro atrajo su mirada, y sobre una tuna de jazmn de Virginia de follaje espeso y de largas flores purpreas, vino a Mercedes inclinada y llorando. Suplicaba, exiga quizs, a Edmundo que se detuviera, le decia que de la misma forma que lo haba reconocido tambin lo poda comprender. Como hay un abismo entre ella y el pasado, hay un abismo entre l y los dems hombres; y su ms dolorosa tortura, os lo digo, es la de comparar, porque no hay nada en el mundo que equivalga al conde. Montecristo sali entonces lentamente de la casa y tom el camino del puerto. Pero Mercedes no le vio alejarse, aunque se hallaba ante la ventana de la habitacin del padre de Dants. Sus ojos buscaban a lo lejos el buque que llevaba a su hijo por los vastos mares. Verdad es, sin embargo, que su voz, a pesar suyo, murmur muy quedo el nombre de Edmundo...

CAPTULO DIECISIETELO PASADO

Edmundo sali con el alma acongojada de aquella casa, en la que dejaba a Mercedes para no volverla a ver jams, segn todas las probabilidades. Desde la muerte del pequeo Eduardo, habase operado una gran transformacin en el conde de Montecristo. Llegado a la cima de su venganza por la pendiente lenta y tortuosa que haba seguido, se encontraba al otro lado de la montaa con el abismo de la duda. Un hombre del temple del conde de Montecristo no poda estar mucho tiempo sumergido en la melancola que suele reinar en las almas vulgares, dndoles una originalidad aparente, pero que aniquila las almas superiores.El conde se deca que para que llegase a vituperarse l mismo era bastante el que se introdujese un error en sus clculos. el conde de Montecristo sinti igualmente caer sobre su pecho la antigua hiel extravasada que haba otras veces inundado el corazn de Edmundo Dants. Con una palabra, con un signo, con una revelacin cualquiera, rogaba liberarse, en nombre del amor el resto de duda, que vendr a ser un remordimiento si no se cambia en m en conviccin.Montecristo baj la cabeza y junt las manos. Morrel acompa al conde hasta el puerto. Ya el humo sala como un inmenso penacho del negro tubo que lo lanzaba hasta el cielo. Pronto parti el buque, y una hora despus, como haba dicho Montecristo , esta misma cola de humo blanquecino cortaba apenas visible el horizonte oriental, sombreado por las primeras brumas de la noche.

CAPTULO DIECIOCHOPEPINO

Pepino tena tiempo de ms. Jug a la morra con los faquines, perdi tres escudos, y para consolarse bebise una botella de vino de Orvieto. Al da siguiente, el banquero se levant tarde, aunque se haba acostado temprano. Haca cinco o seis noches que dorma muy mal, cuando dorma. Almorz mucho, y poco deseoso, como haba dicho, de ver las bellezas de la Ciudad Eterna, pidi los caballos de posta para el medioda.Pero Danglars no haba contado con las formalidades de la polica y con la pereza del maestro de postas. Los caballos tardaron dos horas en estar enganchados, y el cicerone no trajo el pasaporte visado hasta despus de las tres. Todos estos preparativos atrajeron a la puerta del seor Pastrini a buen nmero de curiosos. Tampoco faltaron los descendientes de los Gracos y de Mario.A la izquierda del carruaje, en un espacio del valle, distinguanse unas ruinas de forma circular. Eran las termas de Caracalla. A una palabra del hombre que galopaba a la derecha del carruaje, ste se detuvo. Al mismo tiempo se abri la portezuela de la izquierda. Danglars se ape inmediatamente. No hablaba todava el italiano, pero lo entenda ya. Ms muerto que vivo, el barn mir en torno suyo. Cuatro hombres le rodeaban, sin contar el postilln. Danglars sigui a su gua, sin oponer resistencia, y no tuvo necesidad de volverse para saber que era seguido por otros tres hombres. Sin embargo, parecile que stos se quedaban como de centinela a distancias iguales.Pepino pregunt a Danglars si tena hambre y este, con los ojos iluminados y cierta ansiedad dijo que si, que llevaba veinticuatro horas sin probar alimento. Pepino se ofreci a darle de comer al instante, obviamente, a cambio de una buena remuneracin, como lo hacen los buenos cristianos. Tres das transcurrieron de este modo, durante los cuales el nombre de Dios estuvo constantemente, si no en su corazn, en sus labios. A intervalos tena instantes de delirio, durante los cuales crea ver desde las ventanas en una pobre choza un anciano agonizando en el lecho. Este viejo tambin mora de hambre. El cuarto da no era un hombre, era casi un cadver. Haba recogido hasta las ltimas migajas de sus comidas, y comenzaba a devorar la estera que cubra el piso de la cueva. Suplic entonces a Pepino, como a un ngel guardin, le diese algn alimento, y le ofreci mil francos por un pedazo de pan. Pepino no contest.El quinto da se arrastr hasta la entrada de la celda e incorporndose sobre las rodillas suplic por alimentos. Su mirada dbil trat de distinguir los objetos, y vio detrs del bandido un hombre envuelto en una capa, y oculto tras una pilastra de piedra. Danglars pregunt al hombre de la capa si habia algo de lo que tuviera que arrepentirse y lo hara. El hombre le contest que era necesario que se arrepintiera del mal que haba hecho y el banquero se arrepinti al instante golpeando su pecho con el puo desfallecido.El hombre de la capa dio algunos pasos para colocarse frente a la luz mientras daba su perdn al banquero y ste, al ver con clariadada aquel personaje lo reconoci. Era el conde de Montecristo.Danglars palideci de terror incluso ms de lo que lo estaba antes de hambre y de miseria. El conde hizo rectificar a Danglars diciendo que no era su nombre el que haba mencionado y el banquero se sinti desconcertado. El conde dijo ser aquel que haban vendido, entregado, deshonrado, cuya mujer amada haban prostitudo, al que haban pisoteado para poder encumbraros y alzaros con una gran fortuna. Aquel a cuyo padre haban hecho morir de hambre, a quien condenaron a morir del mismo modo, y que, sin embargo, os perdona, porque tiene asimismo necesidad de ser perdonado: soy Edmundo Dants!Danglars lanz un grito y cay de rodillas. El conde le oblig a levantarse recordandole que sus dos complices no haban tenido igual suerte. Uno estaba loco y otro muerto. El conde dijo a Vampa que alimentara al banquero y una vez que estuviera satisfecho le dejase marchar libremente. As lo hizo.

CAPTULO DIECINUEVEEL 5 DE OCTUBRE

La muerte es segn el cuidado que tomamos de ponernos bien o mal con ella: o una amiga que nos mece dulcemente como una nodriza, o una enemiga que nos arranca con violencia el alma del cuerpo. Un da, cuando el mundo haya vivido un millar de aos ms, y se haya hecho dueo de todas las fuerzas destructoras de la naturaleza para aprovecharlas en el bienestar general de la humanidad, cuando el hombre conozca, como decais no ha mucho, los secretos de la muerte, ser sta tan dulce y voluptuosa como el sueo en los brazos de la mujer querida.Morrel pregunt al conde si l sabra hacerlo de dicha forma, el conde sin inmutarse contest que si. Morrel le tendi la mano al conde y comenzo a conversar con l; le dijo que comprenda por qu lo haba citado all, en esa isla perdida en medio del Ocano, en ese palacio subterrneo, sepulcro que envidiara Faran. Morrel estaba seguro de que era porque le quera lo suficiente, para procurarle una de esas muertes de que le hablaba. Una muerte sin agona, una muerte que le permitiera desahogarse pronunciando el nombre de Valentina, y estrechndole la mano.El conde asinti, diciendole a Morrel que haba adivinado sus intenciones y pregunto a este si haba dejado a alguien y le dijo que no tena pariente alguno en el mundo. El conde se haba acostumbrado a mirar a Morrel como como hijo, y l por salvar a su hijo, sacrificara su vida, cuanto ms su fortuna. Montecristo se levant y fue a buscar a un armario cuidadosamente cerrado, y cuya llave llevaba suspendida de una cadena de oro, un cofrecito de plata primorosamente cincelado, cuyos ngulos representaban cuatro figuras combadas, parecidas a esas caritides de formas ideales, figuras de mujer, smbolos de ngeles que aspiran al cielo. El conde coloc el cofre encima de la mesa. Luego, abrindolo, sac una cajita de oro, cuya tapa se levantaba apretando un resorte secreto. Montecristo dijo a Morrel que ah mismo se encontraba lo que haba pedido y por ende lo que le haba prometido, es decir, una cuchara. El joven Morrel agradeci al conde desde el fondo de su corazn.El conde cogi otra cuchara y la meti tambin en la caja de oro. Haba dos cucharas y el joven Morrel sinti curiosidad ante lo que pens sera otra jugarreta del conde.Montecristo dijo, como dicen los hombres que han vivido lo que l que estaba tan cansado como Morrel de la vida y que pensaba que ahora que haba ocasin deba aprovechar tambin. Morrel se alter y le rog al conde no seguir sus pasos ya que era un ser amado y con esperanzas y que el, la nica que tena, Valentina, haba muerto.Y lentamente, sin otro movimiento que el de una contraccin de la mano izquierda que tenda a Montecristo, Morrel tom o ms bien sabore la misteriosa sustancia que le haba ofrecido el conde. En este momento quedaron ambos silenciosos. Al, tambin callado y atento, les dio tabaco, sirvi el caf y desapareci. Morrel, abatido, desconcertado, se tendi en un sof. Quera decirle ya un adis supremo, y su lengua se agit sordamente en su garganta, como la losa al cerrar el sepulcro. Entonces vio aparecer a la puerta de la cmara, en el lmite de ambas estancias, una mujer de maravillosa belleza. Plida y sonrindose dulcemente, pareca un ngel de misericordia, conjurando al ngel de las venganzas.Morrel grit desde el fondo de su alma el nombre de Valentina, lo repiti una y otra vez mientras el conde le deca que aunque la muerte haba querido separarlos Valentina haba superado la muerte. El conde le dijo a Valentina que en lo sucesivo no debian separarse ms, le dijo que los devolva el uno al otro ya que nadie debi haberlos separado por intereses tan superfluos como los que movian a los padres de Valentina.Transcurri aproximadamente una hora, durante la cual, muda, anhelante, con los ojos fijos, permaneci Valentina al lado de Morrel. Al fin, abrironse sus ojos, pero fijos primero, recobr luego la vista clara, real y, con la vista, la sensibilidad; con la sensibilidad el dolor. Morrel se sinti engaado por el conde ya que sabia que continuaba viviendo. La voz de una mujer llamandolo le hizo dar un grito, era Valentina llamandole y l, delirante, lleno de dudas, desvanecido como por una visin celeste, cay sobre las rodillas. Al siguiente da, al despuntar la aurora, Morrel y Valentina se paseaban por la costa cogidos del brazo. La joven le contaba cmo Montecristo se haba presentado en su cmara, revelndoselo todo, cmo le haba hecho comprender el crimen y, finalmente, la salv milagrosamente del sepulcro, al propio tiempo que la haca creer que estaba muerta.Durante la lectura de esta carta, que le revelaba la locura de su padre y la muerte de su hermano, Valentina palideci; un suspiro doloroso se exhal de su pecho y lgrimas que no eran menos amargas por ser silenciosas, rodaron de sus mejillas. La ventura le costaba bien cara. Morrel mir a su alrededor con inquietud. Morrel pens que el conde exageraba ciertamente su generosidad. Valentina, afirmaba el joven Morrel, se contentara con su modesta fortuna. Morrel quizo hablar con el conde y muy pronto se dio cuenta que los haba dejado ya. La joven pareja se tomo de la mano y caminaron hasta el hermoso acantilado desde el que Morrel le pregunt si consideraba que fuese posible que vieran de nuevo al conde.Valentina se qued pensativa un instante y despus, dibujandose una sonrisa en su rostro le dijo a Morrel que era importante recordar dos palabras que eran fundamentales y en las que se encerraba una gran sabiduria. Confiar y esperar!

FIN