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Matera Revista Tenemos pantalones Número 1 $5.000 Julio 2009

Revista Matera 1: Pantalones

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Una revista en español, hecha en Bogotá, Colombia. El primer número es sobre pantalones.

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MateraRevista

Tenemos pantalones

Número 1

$5.000

Julio 2009

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Quién hace esto de hacer revistas. Si las revistas quiebran, si se ha dicho ya tanto, si queremos es ver televisión y no más. Sí, todo eso es cierto. Y aún así, nace Matera. Matera ve al mundo como si fuera una ciega que lo ve todo por primera vez. Matera es ciega y lleva plantas en su interior. También tierra, agua, aire. Fuego no, porque se quemaría.

La primera Matera nació hace tiempo, aunque sin nacer de verdad. Nació como una idea sin forma. Como la idea de un bebé no concebi-do aún. La posibilidad de un bebé que es ya su nacimiento, diríamos y decimos ahora, por eso afirmamos que Matera nació hace tiempo, años, para finalmente existir en este número uno.

Matera puede hablar de lo que sea, porque de todo puede decirse algo. Hablamos de decir, no de hablar. Es una distinción valiosa, que cualquiera puede ver. Hablan tanto el que habla como el que dice. Pero sólo el que dice dice. Mientras el que habla no necesariamente dice. Esa es la distinción y cualquiera puede verla.

Empezamos diciendo cosas de pantalones. Por Robert Walser y por que nos encontramos ese texto suyo que mostraba eso también, que se puede decir algo de cualquier cosa. Encontrar el sentido en donde esté, porque está por todos lados. Sólo hay que saber verlo. Como poder ver el aire.

Poder ver los pantalones. Invitamos gente a que dijera cosas con nosotros. Luego habrá otras cosas de qué hablar, otros sentidos que encontrar. Otros pantalones que remendar o remedar.

Matera existe ya, pero también, como dijimos, está hace tiempo. También estará durante mucho tiempo más. Mientras haya cosas que decir. Y si llega un día en el que nada tenemos que decir, ahí Matera no existirá más. Pero no pensemos en entierros cuando es época de bautizos, de champaña, de cordones umbilicales cortados y de bebés enrojecidos de tanto llorar. Matera llega al mundo y se alegra cuando, al abrir los ojos, ve que hace sol.

Intro

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El sitio era circular; muy grande la circunferencia y alto el techo. Las paredes eran de plástico con pilones de madera. Había gente echa-da por todas partes y en el centro había una fogata que, ya que había amanecido, no tenía llamas. Era el momento de hablar de cosas, pero a nosotros no nos interesaban. Teníamos hambre y sólo iban a dar comida después de hablar. Esperábamos.

Habló gente, largamente. Ya se nos olvidó de qué habló la mayoría. En el grupo había algún malentendido, algún rencor, algún problema y la gente hablaba larga y oblicua-mente sobre eso. Nosotros nada entendíamos. Lo único es que el gruñir de las tripas nos decía que era hora de desayunar. Nos lo indicaba, a gruñidos.

Eso nos hacía tener más impaciencia que la nor-mal con la gente que hablaba. Y no entendíamos el problema, no habíamos estado ahí cuando pasó, no sabíamos en qué consistía ni cómo podría resolverse, si es que podía resolverse.

Nos sentíamos como invitados a una cena familiar de una familia ajena que había tenido un lío de dinero o pasional o de rencores cocidos durante años a fuego lento y que ahora burbujeaba libremente ante todos. Pero para nosotros no tenía sentido. Especialmente con tanta hambre.

Y luego habló una señora. De eso sí nos acorda-mos, aunque seguro también tenía que ver con el lío familiar que presenciábamos.

Habló y dijo: “Tenemos que volver a usar falda, todas nosotras las mujeres. Así los niños pueden abrazarnos las piernas, esconderse debajo de nosotras, tener un lugar para vivir”.

A pesar del hambre, pudimos imaginarnos niños viviendo debajo de faldas tan redondas y grandes como el sitio en donde estábamos. Ha-brían puesto en las paredes de tela todas sus cosas:

Faldas y no pantalonesestanterías para sus libros, cajones de juguetes, armarios con ropa, cajas de juegos, de rompecabezas de mil piezas. Afiches también, de muñecos animados y grupos de música, de paisajes bonitos que serían como ventanas a un mundo que ellos nunca verían de verdad. Los niños vivirían ahí todas sus vidas, hasta que las madres murie-ran. O más allá. Quizás pudieran seguir ahí después de sus muertes y

las faldas se tendrían en pie usando los huesos de estructura. Duran-te un rato olería un poco a descomposición, pero después no olería a nada y la vida seguiría igual.

“Así, también, nuestros hombres pueden meternos la mano. Se ha perdido la feminidad. Las mujeres que usan pantalones no entien-den lo que han perdido, esa feminidad tan bonita con la que nos ha coronado la naturaleza. Las faldas nos dan una gran libertad de movimiento, la tranquilidad de sabernos mujeres, de ser deseadas y queridas. Podemos estar desnudas debajo de las faldas y nadie

se da cuenta, es volver a ese espacio de nuestros antepasados donde lo femenino sí se apreciaba, donde no era vergonzoso ser mujer, donde no había necesidad de llevar pantalones para sentirse bien”.

“Mujeres, por favor, les pido. Volvamos a esa feminidad tan hermosa. Démosle ese gusto a nuestros hombres, a nuestros

hijos, a nosotras mismas. Veo acá muchachas muy hermo-sas usando bluyines y me da una tristeza profunda. ¿Qué

necesidad de usar pantalones, cuando podemos usar faldas? Muchachas, por favor, reflexionen. Dénse

cuenta. Quítense los pantalones”.Había tanto que opinar al respecto, pero el hambre no nos dejaba pensar bien. De pronto

tampoco la dejaba pensar bien a ella. O de pronto lo decía seriamente; lo diría así

hubiera acabado de comer. Cuando nos devolvimos concluímos que era un ejem-plo extraordinario de alguien a quien se

le había subido la falda a la cabeza.

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¡Matera!

¡Matera!

¡Matera!

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Me encanta estar escribiendo un reporte sobre un tema tan delicado como los pantalones y, así, tener permiso para zambullirme en una meditación sobre ellos; aún mientras escribo, una sonrisa de deseo –puedo sentirla– se expande por todo mi rostro. Las mujeres son, y siempre serán, una delicia. Bueno, en cuanto a la moda de pantalones, como tiende a emocionar todos los corazones y mentes y a acele-rar todos los pulsos, primero que todo esa moda debe conducir los pensamientos de cualquier pensador serio hacia aquello que acentúa y cubre importantemente: la pierna. La pierna femenina queda por lo tanto, en cierta medida, en un primer plano luminoso. Quien sea que ame, estime y admire las piernas femeninas, como yo, puede en con-secuencia, tal parece, sólo estar de acuerdo con semejante moda y, de hecho lo estoy, aunque también estoy muy a favor de las faldas. Una falda es noble, inspiradora de sorpresa, y tiene un carácter misterioso. Los pantalones son incomparablemente más indelicados y producen escalofríos, en cierta medida, al alma masculina. Pero de nuevo y de otra parte, ¿por qué no dejar que el horror nos invada a nosotros, los modernos, un poco? Me parece que estamos muy necesitados de que nos despierten, nos zarandéen.

Y aún así, si el mundo fuera como a mí me gustaría, cosa que des-afortunadamente no es el caso aún, para mi gran satisfacción (porque ¡qué haría entonces un pobre hombre como yo!), los pantalones serían mucho más apretados, para que su material se ciña estrecha-mente a la carne suave y redondeada de la pierna o, para ponerlo con mayor elegancia, se anidara allí. Para mí, ese sería el triunfo de la moda y moriría de la dicha, o al menos me caería al piso alelado, si semejante transformación se diera en todo cuanto al dominio de las vestimentas femeninas se refiere. Igual, me parece que este es el límite que hemos alcanzado y, para nosotros los descartados y lamen-tables reyes de la creación, tenemos el derecho de anticipar con emo-ción lo que vendrá. Me imagino que algo vendrá. Se viene un cambio, sin duda; nosotros los hombres obviamente hemos perdido la ventaja

PantalonesRobert Walser (1911)

y las mujeres han tomado el relevo, y, de hecho, ya comenzaron, con pantalones que, provisionalmente, sin duda, parecen faldas al desfilar ante nuestros ojos. ¡Pantafaldas! Tienen algo asiático, algo turco, algo, debo confesar, carente de encanto. Pantalones turcos y turbantes turcos me resultan carentes de encanto. Pero aún así, me parece que podemos esperar el florecimiento y perfección de los pantalones. Los pantalones aún no son lo suficientemente pantalones. En su estado actual, denotan una simple tontería. Son esencialmente demasiado reticentes, demasiado avergonzados. Ay, mujeres, escúchenme con atención: si de verdad quieren impresionarnos a nosotros, los hom-bres, ¡sean más sensuales, atrevidas y completas en sus exigencias pantalonudas, pantaloniles, pantalónidas! ¡Dulces damas! Con seguri-dad en las calles y en las plazas un día pantalonerán de otra forma.

Para resumir: es una lástima que ahora se proponga la desaparición de las faldas, y que nuestros sentimientos culturales se vean lastima-dos. “¿Qué es esto?”, pregunta uno. ¿Se le acabaron las ideas ombli-gueras a París? En cuanto a ideas, París parece haber sido víctima de la pobreza. Es una gran lástima, la desaparición de ese París de los Sentido y los Sueños. París ya no existe. Porque esa es la idea. La moda del pantalón no sabe nada del ombligo. Si hay algo en una mujer que sea hermoso y cautivante para los sentidos, era el ombligo, de forma única; y ahora, este delicioso elemento está precisamente ausente. Los pantalones, incondicionalmente, deben incluir ombligos. Algo debe atravesarme como un cuchillo y, lo que es más, debe expanderse hacia arriba y abajo. Debe tener cierta tensión interior. En el presen-te, las mujeres ya no tienen espaldas. La maravillosa, tumescente, es decir, alisada, espalda de mujer ha desaparecido. Esto es deplorable. ¡Forma! Las mujeres han perdido el sano impulso de la forma; ya no desean exhibir nada, y el desistir de este deseo es la prueba más clara de que están en rebelión y que nos odian a nosotros, los amos y seño-res. Cualquier persona a quien yo trate de complacer se percibe como mi amo. Es demasiado obvio. En materias como esta y similares está

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el secreto de la falda-pantalón: rebelión, desacuerdo, comparación e insistencia en una posición a defender. Ay, situación deplorable, lasti-mera. Hombres, hombres, qué vergonzosa derrota han sufrido.

Sin embargo �un susurro en el oído: en esa derrota la mujer también cae, la pantalonuda, y esta gran derrota aparatosa de ambos sexos significa ¡una caída en la atracción mutua! Las mujeres quieren hacer-se desgraciadas al obligar a los hombres a verlas como camaradas, como amigos pantalonudos. Así es y es muy triste, nos lo dice el corazón. Lo que es más, la pantalo-nez se inmiscuye en el problema de la activación polí-tica de las mujeres. En pantalones, las pobres, pueden caminar más cómodamente a la sala de votación. Son engañadas, ay, las pobres, si supieran lo soporífi-camente aburrido que es tener que votar. Quieren asesinarse a sí mismas. Que así sea. Un hombre caballeroso no puede hacer más que posar su cabeza entre sus manos con desespero y desear que un infarto se lo lleve. Esta es la quintaesencia y la consecuencia de los pantalones. ¡Qué horror!

Robert Walser

¡Matera!

¡Matera!

¡Pantalones!

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Los pantalones de OrduzOrduz, artista que comía cosas, comió pantalón también. Un día. Extrañas circunstancias que no vamos a detallar lo llevaron como invitado del Banco de la República a la remota región nariñense de montañas altas y verdes y valles fértiles y melancólicos. La tristeza poseyó a Orduz como nunca antes lo había poseído. Creyó ahí que se había convertido en otra persona y que nunca podría volver a ser el Orduz de antes, que terminaría sembrando, cultivando, pegándole a esposa e hijas y vengando a machete pequeños insultos al honor de esta nueva persona en que se había convertido.

Esta nueva persona que vio era como él, se peinaba como él, lo miraba del otro lado del espejo como él mismo solía mirarse y, como él, silbaba mientras se lavaba los dientes, dejando el espejo salpicado de puntos blancos. Pero había diferencias. Lo principal de diferente era su caminar, que era altanero y malencarado, como pidiéndole al mundo que se le viniera encima porque podría resistir eso y más, saliendo airoso de cualquier hostigamiento o montada que le impu-sieran.

Y Orduz, antes de ser este otro, no era así, sino que no buscaba pro-blemas. Aunque sí los enfrentaba cuando llegaban, tampoco vamos a decir que era un cobarde.

Duró un día siendo esta otra persona en esta ciudad donde a nadie conocía. Un día entero. Fue, en ese día, espectador de sí mismo. Un espectador horrorizado, pero de un horror mudo e inmanifiesto, quizás por eso más horroroso aún. Horror de horrores, sintió el pobre Orduz que ni siquiera podía mostrarlo en sus ojos, porque dentro de su mente estaba más atrás que los ojos y que las orejas, como encerra-do en una casa soleada y lejos de todo.

Pasó el día este en el que fue otra persona y volvió a ser el Orduz de siempre. Dio su taller financiado por el Banco de la República, flirteó con una de las talleristas que era demasiado alta para sus facciones, que eran de mujer baja y complaciente, pero ella era alta y engreída porque había pasado un tiempo en París.

En el flirteo mismo, que claramente no iba a ningún lado, Orduz sintió placer al saberse rechazado por esos ojos tan mal puestos

en ese cuerpo y en esa cara. No que el rechazo en sí mismo le diera placer, el placer venía de saber que era él mismo, el Orduz de antes, el rechazado y no alguien más.

El artista esa noche, para hacer un cierre doble a su experiencia nariñense, decidió comerse sus pantalones en una referencia al ca-minar pendenciero del otro Orduz. Invitó a la chica parisina, quien le prometió asistir pero nunca apareció.

Es fácil imaginarse la última noche de Orduz en Nariño. Basta empezar por las paredes verdes y brillantes de su cuarto. Seguir por el olor de humedad, de naturaleza palpitante y triste que se filtraba por todas partes (y, una rareza: especialmente al abrir la mesa de noche). Y terminen ustedes viendo a Orduz, encorvado y barrigón, sentado en su cama sin más ropajes que sus calzoncillos y un esqueleto blanco, descosiendo un pantalón de lino. Lo descosía y se lo comía metódi-camente, sin hambre, sin afán, como esperando un bus que pasa una vez al día.

Con cada hilo que comía, Orduz desandaba uno de los pasos del otro Orduz. Despensaba pensamientos pensados frente a vitrinas lle-nas de artículos hechos en China. Con cada hilo se descosía un poco más del Orduz que vivió un solo día y al final, cuando del pantalón no quedaban sino los botones y la cremallera, el Orduz de siempre se había asegurado para siempre la titularidad de su ser y había conde-nado al otro Orduz, orgulloso y pendenciero, a la inexistencia.

No hubo testigos de esta acción plástica y, sin embargo, dicen sus biografos, resulta clave para entender cabalmente al artista. La única posible testigo, la chica demasiado alta, terminó casándose con un antropólogo francés tan alto como ella que no sabía bailar y se fue a vivir con él a un pequeño pueblo bretón donde pusieron, con éxito inesperado, un bar de salsa.

Hasta donde se sabe, el otro Orduz no volvió a aparecer. Aunque a veces al Orduz de siempre le entra la sensación de que atrás de sus ojos y de sus orejas, en el fondo soleado y aislado de su ser, está el otro Orduz. Casi puede sentirlo viendo todo lo que tiene frente a sus vistas con el mismo horror y la misma impotencia que él sintió aquel día.

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Ropa PrestadaHumberto Junca (1995)

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GrietasPor Flicker

“Hay una grieta en todo… por ahí se filtra la luz”Leonard Cohen

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Para hablar de los pantalones debería uno comenzar con sus límites. Como cuando se habla de un país y se dice que está rodeado de mares y de otros países, cosa que se ve en los mapas, porque cada país tiene un color distinto. Y se habla de las fronteras, del trazado de ellas, de que a veces están definidas por la geografía. Íbamos a decir que por los accidentes geográficos, pero no hay nada accidental en la geogra-fía y por eso decimos geografía a secas.

Así, pensamos en los pantalones como colindando por arriba con la cadera o la cintura y por abajo con el piso, el mundo que da vueltas y que nos tiene encima de sí. Y con los zapatos, que tal vez exploremos en otra Matera. Si nos alcanza la vida. Si Dios nos da salud, como dicen por ahí.

Examinar los límites de la pantalonidad nos ayuda a entenderla más claramente y a ver el papel tan importante que tiene la grieta de la cola, siendo, como es, el límite real del pantalón. Es el guiño del cuer-po que no quiere dejarse atrapar, frenar, contener, por el pantalón.

Es como un prisionero que desde su celda en lo alto de una torre hace ondear su pañuelo con un escudo que lo hace reconocible para quien sepa buscar y entienda de escudos. Eso es la grieta de la cola que se exhibe al borde de los pantalones.

Y ¿a quién le hace el guiño? ¿quiénes son los receptores de ese señal de carne? Pues la carne misma. La carne cubierta por la ropa y que quisiera, como la grieta trasera, asomarse y sentir transitar al mundo por sus poros, sin la protección de ropajes, sin tapujos, sin disimulos, sin civilización.

No queremos pasar por exagerados, pero en esas rajas está el fin de la civilización. Más que los anarquistas, que los punks, que los indigentes, son quienes muestran la grieta de la cola quienes hacen temblar las bases de todo. Pueden no haber leído a Bakunin. Pueden no saber preparar un coctel molotov. Pueden no haberse volado tres dedos y la ceja derecha con una papa explosiva mal lanzada o mal preparada.

No importa. El llamado a la carne que hace esa grieta desnuda es un llamado al despertar, a la revolución, a que todo lo que consideramos

Grietassacro se desaparezca en una hoguera de nalgas, de grietas, de pantalo-nes descaderados. No hay religión que pueda con una cultura donde las grietas de la cola andan tan campantes.

Tan irritantes son las grietas de la cola –tan verdaderamente revolu-cionarias– que los mamertos, los revolucionarios con carnet, los que luchan por un mundo mejor todas sus vidas, no se las aguantan. Les piden a hijos e hijas que se suban los pantalones, por favor. Es una re-volución mentecata la que ellos promulgan, una revolución que nada tiene verdaderamente de revolucionario; una revolución desnalgada es una revolución inútil.

Pero son revolucionarios inconscientes estos nalgones. No saben el poder que se esconde detrás del pantalón. No saben el llamado a la anarquía que su cuerpo mismo está haciendo mientras ellos, sentados, piensan en otras cosas, en los problemas del mundo o en los suyos propios, sin darse cuenta de que la solución a todo está ahí no más, a sus espaldas, entre el pantalón mal acomodado y la camisa, camiseta o top que lleven encima.

La inocencia de ese taco de dinamita que exhiben por ahí es triste. Quisiera uno que los nalgones portaran sus grietas conscientemente, enarbolándolas con orgullo, como las banderas del lado justo en una guerra sin fin, sabiéndose destructores de una cultura milenaria que merece por fin acabarse en una explosión nalguda y pantalonuda.

Decimos esto sin ser anarquistas, como gente que piensa que la destrucción es inútil y triste. Pero que también quiere tener oponen-tes dignos, anarquistas de carácter, de preparación, que no anden por ahí mostrando la raya de la cola sin saber que, al mismo tiempo, están votando –exigiendo, incluso– el fin de la civilización.

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Juan Mejía

Entre mis primeros juguetes recuerdo a un Mickey Mouse de plástico bastante aseñorado, con barriga, pantalón largo rojo, camisa de manga larga y las manos metidas en sus bolsi-llos. Dice mi mamá que no me bañaba si no era con él. Duró un buen tiempo en la repisa de mi cuarto, por eso guardo una buena imagen suya; además está en una foto, algo como con un pastel. Pero luego Mickey nunca fue uno de mis personajes favoritos. Era un sabelotodo y todo le salía como bien. En cambio siempre preferí al Pato Donald, por eso ahora tengo una incipiente colección de Patos Donald. Ahora que me encuentro bastante aseñorado, con barriga, pantalón largo rojo y las manos metidas en los bolsillos.

Se me cae, se me cae….

Este era un texto sobre el muñeco. Ahora, aunque sigue siendo autobiográ-fico, es sobre el pantalón. Mi pantalón rojo sirvió para disfrazarme de Mick Jagger en una fiesta en Barbie. Rosario me prestó la camisa de cebra y con el pintalabios y ya, yo era Mick Jagger. Mick Jagger cuando tenía 20 años (el sábado pasado lo recordamos en mi cumpleaños). Yo no sé es cómo hace él, que ahora se aproxima a los 70, para no tener barriga. Yo sí ya tengo barriga; bueno, en realidad, desde hace como 20 años.

Me gradué de artes plásticas con mi pantalón rojo. Yo no quería ir a la ceremonia, pero venían mis papás de Cali y todo el rollo, entonces dije bueno, pero me pongo mis pantalones rojos. Los de arte éramos los últimos de toda la universi-dad y tocó esperar a que fueran saliendo los de todas las carreras.

Creo que yo fui el último y cuando salí unos aplaudieron y otros chiflaron. Luego de recibir el diploma, le di un fuerte abrazo a la directora, con quien siempre nos odiamos. Ella sobreto-do a mí, pero yo también a ella. A mi primo le dijeron unos compañeros de derecho que un man una boleta se había graduado con panta-lones rojos. Once años después me gradué en la maestría de historia del arte en la Nacional con pantalones rojos para seguir la tradición. Éramos Soledad, Orrantia y yo y otras dos perso-nitas en un salón para recibir el diploma. Nadie se escandalizó.

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Hoy estreno unos lindos pantalo-nes de pana azul petróleo. Los hace un exnovio y los compré donde mi vecina. Había unos amarillos ama-rillos que también quería, pero me quedaban chiquis.

Boleta unos mamelucos de bluyín que me compré cuando empecé a estudiar arte. Yo le había dicho a mi mamá, “quiero ser bohemio cuando grande”, entonces, claro, tenía que tener ma-melucos. Y tenía también zapaticos de sordo. Así le decíamos con Alejandro Archila a las boticas de ga-muza, tan típicas; pero esas no me caen tan gordas. Es que uno sí era muy ingenuo cuando empezaba a estu-diar arte. Sobre todo que yo venía de estudiar medicina. No es como cuando uno se gradúa, que ahí sí ya sabe cómo es todo.

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Es difícil encontrar unos buenos pantalones. Que no sean muy campanudos, ni muy botatubo. Que queden bien, que hormen, que sean cómodos y que muestren cómo uno es por dentro, sin exagerar, sin mentir y sin inventarse cosas. Los bluyines siguen siendo de lo mejor. Los franceses no los usan, eso es más de los gringos. A Eme y a Lucas tampoco les gustan, pero a mí me encantan para toda ocasión. A veces, cuando me acuerdo, me los bajo un poquito para que se vean los calzoncillos. Lo que pasa es que Calvin Klein sólo tengo un par.

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Pantalón. Pantalón. No sé, pantalón.

Dime pantalón. Siempre pantalón y yo tam-bién pantalón, pero a veces más que panta-

lón. No sé.

¿Pantalón? ¿Lo dices así no más? No puedo pantalón.

Pantalón… Pantalón… Estoy pantalón.

Fotonovela

Pantalón… Pantalón… A veces me siento pantalón, pero otras, pantalón, pantalón.No estoy pantalón.

Pantalón… Pantalón… Pienso pantalón.

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the boys i mean are not refined they go with girls who buck and bite they do not give a fuck for luck they hump them thirteen times a night

one hangs a hat upon her tit one carves a cross on her behind they do not give a shit for wit the boys i mean are not refined

they come with girls who bite and buck who cannot read and cannot write who laugh like they would fall apart and masturbate with dynamite

the boys i mean are not refined they cannot chat of that and this they do not give a fart for art they kill like you would take a piss

they speak whatever’s on their mind they do whatever’s in their pants they boys i mean are not refined they shake the mountains when they dance

los chicos de los que hablo no son refinadosvan con chicas que patean y muerden

les vale una picha la suertelas montan trece veces por noche

uno cuelga su sombrero en su tetauno talla una cruz en su trasero

el ingenio les vale mierdalos chicos de los que hablo no son refinados

llegan con chicas que muerden y pateanque no saben leer ni escribir

que se ríen como desarmándosey se masturban con dinamita

los chicos de los que hablo no son refinados no pueden charlar de esto y aquello

el arte les vale pedoasesinan como tu orinas

hablan de lo que tienen en mentehacen lo que sienten en sus pantalones

los chicos de los que hablo no son refinadoshacen temblar las montañas al bailar

e.e.cummings (1935)

The boys i mean are not refined Los chicos de los que hablo no son refinadose.e.cummings (1935)

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A Rita no le gusta mucho que yo salga en las noches. Creo que hay un poco de envidia en eso, pues ella no puede, o tal vez no quiere, o se me ocurre que siente miedo.

Pues sí, a ella no le gusta mucho que yo llegue en la madrugada. Cuando dejo mis pantalones tirados por ahí, no hace más que olerlos, tratando de saber en donde andaba metida. Cada pliegue con segu-ridad retendrá un olor que a veces puede ser asqueroso, o en otros momentos agradable. Ella corre ansiosa como si se tratara de una presa. Ellos, mis pantalones, se abandonan, ya sin volumen que los sostenga, al escrutinio.

Todos hechos pliegues están ahí, deformes, a la deriva, dejándose absorber por las fosas voraces de un gato curioso. Me dan envidia mis pantalones cuando están a merced de Rita, tan despreocupados, tran-quilos y dóciles. Ya no existe rigidez en ellos, se sumen en un sueño de rugosidades, infinito: líneas que se cruzan dibujando toda suerte constelaciones y redes, uno podría perderse si fuera muy pequeño entre tantos dobleces. Atravesando dunas de tela, diminutos expe-dicionarios caminan sobre un desierto de fibras tejidas. Bajo la luz amarilla de un sol-bombillo corriente, el camino se hace más largo. Teniendo en cuenta lo blando del terreno, uno no podría confiar en que el tiempo este de parte de quien recorre estos lugares, cada paso está más lejos del final. Quizás el destino de los expedicionarios de pantalones sea que nunca encuentren lo que buscan.

Frente a este animal muerto, que es como veo mis pantalones cuan-do están en el piso, Rita parece percatarse de… Y aquí se van despren-diendo los hilos que sostienen sus pensamientos, como sucede con los huecos en las rodillas de un jean gastado. De lo que ella se percate ya no es seguro. Ahora se ha enredado en un nudo. Un ovillo de hilos y dos tentáculos aprisionando un gato. Un dibujo inconcluso, un pen-samiento deshilachado.

Ahora soy yo quien mira con recelo a Rita. Ella se ausenta. Se ha dejado encantar en una charla silenciosa. Hacia su nariz se fugan

Rita, exploradoraLuisa Roa

espectros de lugares, personas, texturas… Todos están allí al mismo tiempo, empujándose entre ellos, empujando a Rita. No hay pasado ni futuro. Solo un tiempo cristalino donde todo concurre. Creo que en el fondo ella olvida su rencor hacia mí y agradece esta nitidez.

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Perdidos en el cieloMaría Isabel Rueda

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Lucas Ospina

Pantalones

En la película Mundo Fantasmal (Ghost World, 2001) de Terry Zwigoff hay una escena donde las protagonistas, Enid (Thora Birch) y Rebecca (Scarlett Johansson), miran al suelo y una le dice a la otra: “Mira… ahí están los pantalones”. La trama de la película, basada en una historia gráfica escrita por Daniel Clowes, se centra en la relación de dos amigas adolescentes que acaban de terminar el colegio y entran a negociar con la plenitud del mundo. Rebecca quiere tener un hogar amoblado y acepta que para conseguirlo debe trabajar, trabajar y trabajar, pero Enid, sobre quien recae el peso de la película, piensa que puede seguir por la vida con la misma dosis de ocio y diletancia habitual; además, gracias a una broma, conoce a un hombre mayor, Seymour (Steve Buscemi), coleccionista de un género preciso y anacrónico de discos, que vive apartado de la sociedad y con quien comparte la afición por lo extemporáneo. La película tiene una trama paralela en la que Enid debe volver al colegio para repetir un curso de expresión artística y obtener el grado escolar: hay toda una serie de secuencias donde una profesora, Roberta (Illeana Douglas), pone en ridículo, a pesar de sí, todo el aparataje “conceptual” de la pedagogía del arte; por ejemplo rechaza los dibujos que hay en las libretas de Enid por ser ligeros y entretenidos, y afirma que el arte no debe temer a ser político y espiritual y pasa a exaltar un “obra” de una estudiante que ha retorcido un alambre de ropa para protestar contra el aborto. Pero, volviendo a la escena de los pantalones, la prenda puede sig-nificar un cambio de piel, el paso serpenteante de la adolescencia a la madurez, la sobreproducción de la sociedad postfordista o ser un presagio de la actual recesión económica. Sin embargo, la película, mirada en detalle, no muestra preferencia por interpretación alguna, no, solo le dedica a la prenda un breve plano, un corto diálogo, una insustancial reiteración: “Mira… ahí están los pantalones”… tal vez ahí está lo fantasmal.

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Mujeres con pantalones

Amelia Bloomer

Elizabeth Mary Staton

Giovanni Vargas

Coco Chanel

RosaBonheur

Sarah Bernhardt

Calamity Jane

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Elizabeth Smith Miller

Rosie the riveter

Katherine Hepburn

Frances Wright

Romaine Brooks

Marlene Dietrich

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Mmm... se me ocurren tantas cosas...O por lo menos eso pensaba la semana pasada cuando leí el correo......Pero lo primero que se me vino a la memoria fue el olor a pantalón

de sastre (lino, paño, poliéster etc... ) de man de oficina. En las horas de la mañana lo veo haciendo la fila del transmilenio,

típico él, muy perfumado, a veces en exceso, muy engominado, muy filipichín, pero que, en el proceso del día, toda su inmaculada imagen se va destrozando poco a poco a medida que el pantalón de su sastre que no es lavado frecuentemente se sancocha en su respectiva silla en sus 8-10 horas laborales frente a un pc o un teléfono o lo que sea, con el calor de un día típico bogotano en el que hace un calor endemonia-do hasta las 2:00pm – 3:00pm para después convertirse en un aguace-ro horrendo que, por supuesto, generará en la gente el pánico de lluvia que los obligará a cerrar todas las ventanas haciendo que el bochorno siga perenne en el lugar, sumando que los pobres manes deben tener la estúpida corbata bien puesta todo el día en su camisa de manga larga de algodón (o qué se yo de qué material harán las camisas) que los hará sudar más.... y mas.... y tooooda esta acumulación de factores ambientales y hormonales se juntarán dando como resultado un olor muy particular (tóxico en ciertas dosis) que, para ser más trágicos, se concentra en cantidades desproporcionadas en un transmilenio en hora pico (o sea, unas 200 personas como mínimo) donde POR UNA EXTRAÑA RAZÓN QUE AÚN DESCONOZCO, NADIE, PERO NADIE ABRE UNA HUJPUEPUTA VENTANA Y NO CONFORME, TODOS SO-FOCÁNDONOS CON NUESTROS PROPIOS HEDORES Y DIÓXIDOS DE CARBONO ENVENENÁNDONOS COLECTIVAMENTE, DE ESAS 200 PERSONAS 130 SON MANES DE OFICINA CON PANTALÓN SANCHOCHADO DE LAVADO OCASIONAL EN LAVANDERÍA CADA... qué se yo... este sueldo no alcanza para mucho, la verdad, el ejecutivo promedio que gana lo que se llamaría un “salario decente”, lo lavará cada dos o tres meses, asumo yo, y el bogotano promedio, que no gana más de un palo, ay Dios..... (hagan la cuenta de la cantidad de

Pantalón sancochadoBibiana Parra

veces que uno de estos pantalones visitará al año una lavandería). No conforme, este preparado de sustancias en dicho pantalón, en algunos casos se mezcla con el sudor de una que otra farra, cigarrillo y etil y quién sabe qué más porquerías se incubarán en este peculiar hábitat.

Y bueno, yo, generalmente ahogada entre el calor y el sudor de estas 200 personas, “periquiándome” este horripilante vaho oficinesco y otras armonas que no detallaré, echando madres por no compren-

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der la extraña maña de los bogotanos de no abrir las ventanas, (muy seguramente las chicas pensarán en su perfecto alisado con planchita de cerámica o turmalina, o las viejitas pensando que el CO2 es mucho más sano que el tan temido “chiflón” pa que no les de “zoroche” o qué se yo qué putas pretenderán evitar), tratando de asomar mi nariz de papa por encima de mis congéneres buscando alguna pequeña corriente de aire que se cuele entre las rendijas de las puertas del transmilenio para poder respirar algo de aire mezclado con humo de acpm, pensando siempre que me siento extraña entre todo ese tumul-to de gente, jodiéndome los oídos con mi estruendosa pero efectiva música para evitar una que otra conversación, una que otra riña entre contendientes de silla transmilénica. Ahí, pacífica pero absolutamen-te fastidiada, sólo mirando mal a la gente por no abrir las ventanas pero penosa hasta el culo y por ende incapaz de decir en voz alta: “Por favor, alguien abra una ventana que huele a culo de oficinista”.

Es preciso aclarar que toda esta retaíla medio rabona acerca de este cultivo de aromas no pretende ofender en lo más mínimo a aquellas personas pertenecientes a este grupo, al fin y al cabo sus traseros oficinescos permanecen alejados de mi nariz el 90% del día, ellos también andan ahí, pacíficos con sus traseros, con sus videos extraños, con sus sastres, sus gominas y sus “rumbas” cada ocho días; mi piedra en realidad es con la gente que no abre las ventanas y que preifere ahogarse entre CO2 y pantalón de sastre de man de oficina, que enfriarse o mojarse con un leve rocío que será lo máximo que podrá entrar por una ventana de transmilenio así esté lloviendo.

Mmm...Y se me ocurrieron tantas cosas.

- ¡Vuelan sin pantalones!

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44 45Pantalón gigante que encontró Zenaida Osorio.

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En la esquina del Carulla de la sesenta y tres con séptima, un viernes a las nueve de la noche, hace casi década y media, caminando junto a Carolina, la novia de entonces, en sentido norte-sur tras uno de los capítulos de Berlin Alexanderplatz en el Instituto Goethe, me choqué con un grupo de skinheads.

� ¿Y usted es Sharp, o qué está haciendo con esas botas? (botas mili-tares con cordones rojos).

– Pues… no.� Y entonces, ¿qué hijueputa es? ¿Por qué anda con el pantalón re-

mangado para boletear las botas? Como para ir pateándolo malparido.– Nada… pues, no soy nada (ya pálido y con voz temblorosa), pero

todo bien.� Todobien ni qué hijueputas, caspademierda, venga que le vamos a

partir el culo.En esa última línea del diálogo, yo ya estaba a unos treinta metros,

parado en el separador de la séptima, volteando a mirar en todas direcciones y hecho un manojo de nervios preguntándome dónde estaba Carolina y dónde los tipos que querían volverme mierda por cuenta de unos zapatos y unos cordones. Ella, sin embargo, no se había dejado intimidar y les gritaba un conjunto bastante amplio de insultos y groserías que terminaron por hacerlos huir al ponerse en alerta el personal de vigilancia de Carulla y con ellos sus no tan amables perros Rottweiler.

El resto del camino me fui cabizbajo, pensando en que había sido un completo cobarde al hacerme a un lado, en que había perdido la poca dignidad que creía tener, y, por encima de todo, en que no había cuidado a Carolina, quien me había dado una apabullante lección de valentía al hacerle frente al grupo de matoncitos uniformados, aún sabiendo el peligro al que se exponía con ello.

1994 no era un año tan abierto como estos últimos a las mutacio-nes culturales de la juventud: un punk era un punk, un metalero era eso exactamente y un alternativo podía definir gran parte de su vida

Autorretrato sin pantalonesVíctor Albarracín

usando apenas esa palabra. Si no se era una cosa, se era otra, y el espectro sólo daba espacio para dos o tres categorías más. Se trataba de nichos precisos, perfectamente delimitados y cargados de fuertes, precarias (y erróneas, valga decir) connotaciones ideológicas. En resumen, un tipo que andaba por la calle con botas de calvo y con pantalón saltacharcos (como lo usaban los calvos, aunque también los punks), pero con saco de lana verde biche y pelo que intentaba imitar al de Blixa Bargeld sin lograrlo, estaba desamparado y sin siquiera un grupo social que lo protegiera de los intentos intimidatorios de los demás. En la mochila de lana, un casete pirata de Fugazi y una edición pirata de Rayuela no eran el mejor respaldo que podría tener para defenderme de cinco cabrones que querían partirme el culo.

Casi siempre he sido cobarde, y muchas veces me han dicho que me hacen falta pantalones. �Tenga un poquito de pantalones, marica�, es algo que escuché de Mary, una chica del barrio a la que fui incapaz de declarármele en la temprana adolescencia, tras muchos preparativos, esquelas, credenciales de Giordano, regalos y expectativas. Sin em-bargo, en ese separador de la séptima con sesenta y tres, a las nueve y pico de la noche, no sólo tenía las mismas bototas de esos calvos, con cordones y todo, sino que también tenía sus pantalones.

Entonces, es claro que el problema no era de pantalones, porque los tenía y me los ponía para tenerlos. Mejor dicho, si tenía esos pantalo-nes y no unos de pana café de prenses, si tenía esas botas y no zapatos de gamuza, si tenía ese peinado y no el de, digamos, El Pequeño Ka-rateca, era porque quería verme malo, quería parecer macho, quería inspirar respeto; quería, en una palabra, tener pantalones.

Pero no los tuve. Quizás tuve más saco verde biche y mochila de lana, más medias de rombos y lapiceros de colores neón entre una cartuchera de My Melody. De repente, supe que Julio Cortázar me había delatado, y que ese conjunto de desadaptados me habían sentido el aliento a Oliveira y la Maga, el olor a confusión mamerta; me habían visto en los ojos el brillo tembloroso de Unicornio Azul, de

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Charly García, de Jane�s Addiction, Mano Negra, Ismael Rivera y Bau-haus licuados en esa lágrima que amenazaba con brotar allí mismo. Por eso sabían que era un fantoche sin lugar claro en la jerarquía social, un niñito confundido que quería parecer rudo, que quería pa-recer inteligente, que quería parecer raro, que quería parecer culto y sofisticado, pero que sólo parecía asustado. Tan asustado como todos los que quieren parecer muchas cosas a la vez.

Por eso los metaleros no se dejan ni se asustan, tampoco los punks, ni los raperos, ni los hinchas de Millonarios: porque tienen bien puesto el pantalón y la camiseta negra o la azul rey; porque llevan bien cosidos a la chaqueta los parches de Cannibal Corpse y Gorgoro-th, o los de las trece estrellas, o los de esvásticas, o los de Two Tone. Y todos están dispuestísimos a matar y a que los maten por no dejarse pordebajear el pantalón, la camiseta y los parches. En el periódico se ve a cada rato que mataron a no sé cuántos adolescentes porque eran de Santa Fe, o de Tercera Fuerza, o de no sé ya cuál grupo de hardcore, o de rap de las Cruces, de Egipto o de Bosa.

Eso me lleva a pensar en la posibilidad de un mundo sin pantalones, sin parches ni camisetas. Y no me refiero a una especie de paraíso jipi ni al mundo feliz de Huxley, ni más faltaba (aunque bien caería un poco de desnudismo público). Pienso más bien en un entorno en el que fuera más sencillo entender de qué está hecha cada persona, cómo resuenan las partículas y fluyen las sustancias de toda subjeti-vidad. Un espacio en el que ya no vale la pena querer matar a nadie por cuenta de un pedazo de trapo, por el color de una camisa, por un montón de pelo. Pienso en las botas hoy gastadas de todos esos skin-heads de hace quince años, guardadas en el desván, lejos del blazer cruzado y de los mocasines de cuero que hay que ponerse para ir a la oficina. Qué pérdida de tiempo implica la estupidez de la valentía y el coraje grupal.

En todo caso, sobreviví. Sobreviví porque corrí. Sobreviví porque corrí huyendo de un grupo de personas que, según parecía en ese momento, tenían muy claro con qué se amarraban los pantalones (y no era con las tirantas, porque se las vi colgando a media pierna). Es cierto, sobreviví con menos orgullo, con esa marca invisible e imbo-

rrable de las pequeñas derrotas, del saberse vulnerable y solo, pero aquí estoy, por el ladito, enfundado en mis espléndidos pantalones anónimos, discretos, viejos ya pero cómodos. Tan cómodos y des-provistos de marcas que me permiten vivir sin llamar la atención de nadie cuando, en las noches, debo ir a la tienda a comprar una bolsa de leche, seis huevos y cuatro panes rollos mientras voy tarareando, de memoria, los primeros acordes de Suggestion, una de mis cancio-nes favoritas del viejo casete de Fugazi que llevaba entre la mochila ese viernes hace quince años.

Baltasar Gracián escribía: �atajo para ser persona: saberse ladear”, y hoy no puedo estar más de acuerdo.

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Sin pantalones, pero fuerte.

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Cargaba un arrume de sigilos para que los despertares no pantalonearan…

Cargaba sigilosamente un arrume de pantalones para que no se despertaran…

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InventarioNobara Hayakawa

M. era extremadamente tímido y huidizo, lo que lo hacía irresistible ante mis ojos. Una vez lo encerré en el closet de mi cuarto y en un impulso de violenta pasión le arranqué un beso, inmediatamente después de lo cual dejó de interesarme. Este recuerdo me hace pensar en que aparentemente las niñas de siete años de edad ya entienden lo que hay para entender de los pantalones.

Overoles

Nadie habría podido imaginarse que ese niño tan inteligente y popular se iba a morir a los 20 años. Satelitó muchos años a mi alrededor, y cuando dejó de hacerlo me di cuenta, muy tarde, de su presencia.

Nos encontramos con compañeros del colegio y corrobora-mos el paso de los años en nuestras carnes caídas, inflamadas o arrugadas, las sienes de algunos pobladas de canas, las de otros sin población alguna, y todas esas niñas ahora con cara de señoras, rodeadas de niños idénticos a ellas. En cambio R. no envejece, y en mi memoria aparece siempre estrenando pantalones, rodeado de las niñas que sí se daban cuenta de su presencia, un poco antes de volverse una ausencia definitiva.

De marca extranjera, comprados en San Andresito

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Al evocar los años universitarios pienso en lo grande que se veía él, que era 3 años mayor que yo, se vestía ya como un arquitecto profesional y hablaba de cosas adultas, serias e importantes. Lo extraño es darme cuenta de que él sólo tenía 21 años cuando posaba de viejo, con esos pantalones tan finos y gruesos de pana, perfumados con la mezcla de loción y cigarrillo que aún lo envuelve.

Ahora que la edad coincide con su idea de cómo debería ser, es extraño pensar en todos esos años de esfuerzo por verse como lo que de todos modos iba a ser, y es como si la persona hubiese logrado moldearse al pantalón, al que antes le quedaba un poco pequeño, y ahora lo llena como debe ser.

Comprados, cómo no, en el extranjero Tenía un afán instalado por dentro y todo lo hacía muy rápido. Caminar, hablar, comer. Hasta dormir siesta parecía una tarea que reali-zaba con urgencia, porque no podía perder tiempo en nada que no fuera produc-tivo. Creo que ahora es un artista exitoso y ya no usa esos pantalones de golfista retirado, pero seguramente las nuevas telas seguirán forrando esa prisa por lograrlo todo bien y rápido. Su recuerdo también pasa veloz y por eso creo que es un poco borroso.

Estaban todos gastados ahí donde su enorme llavero rozaba con la tela, todo el día, todos los días. Había llaves de la casa, del cajón de la oficina, de la casa de sus padres a miles de kilómetros de distancia, del carro de la casa, del carro de la oficina, y no sé qué otras posibles llaves podía tener. Quizás le gustaba sentirlas col-gando y tintineando al caminar, como si le cantaran el himno de su perfectamente cerrado reino, del cual eventualmente me mudé.

Jeans nacionales, desteñidos, talla XXL

A cuadros, de segunda mano

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Nunca supe gran cosa de él. Ni dónde vivía, ni cómo era su familia, y mucho menos lo que sentía. Sólo caminábamos y veíamos pelícu-las. Estaba muy flaco la última vez que lo vi. Había estado enfermo y la ropa le colgaba de sus huesos duros como la coraza que lo envolvía. Un día logró por fin irse lejos de aquí, y a veces lo imagino con sus pantalones comprados en Medellín recorriendo extrañas calles con letreros en mandarín, mientras lo poco que supe de él desaparece.

Y al final resulta que la niña de siete años sí sabía todo lo que hay que saber de pantalones, que es nada.

Algodón

- ¿Pantalones? En el pasillo 5.

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Los materudos

Robert Walser era un escritor suizo. Le gustaba caminar mucho, a veces de noche y a veces en invierno. Murió en 1956.

Humberto Junca durante tres años no usó más que pantalones de corduroy. Luego se aburrió y ahora sólo usa jeans.

Juan Mejía y Giovanni Vargas viven juntos desde hace diez años y no se sabe bien cuál de los dos lleva los pantalones en la casa…

e.e. cummings era un poeta estadounidense. En sus escritos jugaba con la ortografía, con la puntuación y con las palabras. Murió de un ataque cardíaco en 1962.

Luisa Roa estudió literatura pero no terminó. Terminó fue artes en la Asab y luego hizo la maestría de la Universidad Nacional.

María Isabel Rueda dice que sólo usa pantalones por tener las piernas muy flacas.

Lucas Ospina a veces dibuja y a veces escribe.

A Bibiana Parra la rayan ultimamente los pantalones... la verdad está pensando seriamente en ponerse sotana... se graduó de artes plásticas y actualmente intenta despempeñar un dudoso papel como intérprete de piano para lo cual estudia en las noches en una academia.

Zenaida Osorio busca cosas maravillosas pero las cosas maravillosas la encuentran a ella.

Paola Gaviria (Powerpaola) ha vivido en mil partes distintas y todavía recuerda unos pantalones de cuero que la hacían ver como una chica muy ruda.

De niño, Víctor Albarracín tenía unos pantalones de pana anaranja-dos que usaba sin interrupción. Un día se sentó sobre una piedra en el parque y los pantalones se rompieron. Víctor lloró desconsolado.

Nobara Hayakawa se pone muy contenta cuando repite pantalón y encuentra algo en los bolsillos: billetes mal doblados, el caucho rosado para el pelo que creía perdido, inesperados pedacitos de días bonitos que creía olvidados.

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