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Revista filosofía
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Revista Observaciones Filosóficas
La Destrucción como Teatro. El legado deAntonin Artaud
Dr. Jorge Fernández Gonzalo - UniversidadComplutense de Madrid
ResumenEl presente estudio analiza el pensamiento de AntoninArtaud a través de sus propuestas artísticas y de larevolución de sus planteamientos literarios. Desde unaperspectiva filosófica, nuestro trabajo se despliega a lo largode cinco ejes temáticos que pretenden acotar la cartografíaartaudiana: la obra como fracaso, el concepto cuasinietzscheano de Crueldad , la relación entre teatro ypsicoanálisis, la importancia del cuerpo en su trayectoriaartística y la imposibilidad del pensamiento que semanifiesta en los escritos y testimonios artaudianos.
Destruction as Theater. The Legacy of Antonin Artau d
AbstractThis present study analyzes the thought of Antonin Artaudthrough their artistic project and the revolution of their literaryapproaches. From a philosophical perspective, our workunfolds along five thematic axis that aim to limit the artaudianmapping: the work as a failure, the quasi-nietzscheanconcept of Cruelty, the relationship between theater andpsychoanalysis, the importance of body in his artistic career,and the impossibility of thinking that is expressed in theartaudian writings and testimonies.
Palabras claveTeatro, Crueldad, Obra, Metafísica, Cuerpo, Pensamiento,Anti-literatura.
KeywordsTheater, Cruelty, Work, Metaphysics, Body, Thought,Anti-Literature.
No somos todavía capaces de estar atentos como habría que estarlo al destino de Antonin Artaud. Ni loque fue, ni lo que le sucedió en el dominio de la escritura, del pensamiento, de la existencia, incluso si lo
conociéramos mejor, podría señalárnoslo de un modo suficientemente claro.Maurice Blanchot. (La conversación infinita).
El poeta, dramaturgo, actor y ensayista Antonin Artaud es sin duda una de las
personalidades más controvertidas del siglo pasado. A su patente locura, que ha
servido para inspirar ni más ni menos que algunos estudios de los grandes
pensadores de la época, como Michel Foucault, Maurice Blanchot o Gilles
Deleuze, hay que sumar su carácter inquieto y combativo, la novedad y el riesgo
de muchas de sus ideas, su decidida apuesta contra el psicologismo en el teatro,
así como su azarosa biografía y la influencia directa que tuvo en el mundo
hispánico a través de su estancia en México y de las conocidas conferencias que
pudo impartir allí durante los años 30.
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Su teatro, que es el ámbito de la producción artaudiana que trataremos de analizar
en estas páginas, pasa a formar parte del todo coherente que constituye el
pensamiento del autor, dando lugar a lo que él mismo ha definido como teatro de
la crueldad: teatro, como veremos, no de lo inmoral gratuito, sino del exceso en
todas sus vertientes, lo cual supone otra forma apasionada y convulsiva de
nihilismo, en un intento por recuperar la lucidez de la que se ha distanciado el
hombre occidental, y todo ello a través de una acometida de cierta ascendencia
mística, enraizada en un ritualismo perdido por las formas escénicas
contemporáneas. Una carta del propio Artaud a su amigo Jean Paulhan nos da
algunas de las claves de su poética teatral:
Querido J. Paulhan:
La crueldad es sobre todo necesidad y rigor. La decisión implacable e
irreversible de transformar al hombre en un ser lúcido. De esta lucidez nace el
nuevo teatro. Todo nacimiento implica también una muerte. Para dar origen a
mi "crueldad" será necesario cometer un asesinato. Hay que asesinar al padre
de la ineficacia en el teatro: el poder de la palabra y del texto. El texto es el
dios todopoderoso que no le permite al verdadero teatro nacer. Al atentar
contra la palabra, atentamos contra nosotros mismos. Hasta ahora, es el
lenguaje verbal aquello que nos permite comprender al mundo. Y lo
comprendemos mal. Al asesinar al lenguaje verbal, estamos asesinando al
padre de todas nuestras confusiones. Por fin seremos libres. Esto vale no sólo
para el teatro. Seremos hombres libres en todo aspecto de nuestra vida.
Antonin Artaud
Nacimiento y, al mismo tiempo, muerte: el pensamiento artaudiano pasa por un
intento de asesinato de ese padre teatral que es el peso de la razón de occidente,
en una controvertida lucha contra el texto, la palabra y los convencionalismos del
lenguaje verbal, lo que le llevará al autor a explorar las dimensiones del cuerpo y
del gesto como formas de apropiación del espacio escénico, a construir sus
propias claves teatrales mediante la experimentación vanguardista conjugadas con
el estricto código del teatro libanés, y a proclamar, asimismo, un teatro de la
libertad, del impacto sensorial y vital en la conciencia del espectador.
1. El autor, el fracaso
Y sin embargo, pocos autores tan indeleblemente unidos al fracaso como Antonin
Artaud. Unas palabras de la escritora Susan Sontag dan buena cuenta de sus
peculiaridades como escritor:
Artaud fracasó tanto en su vida como en su obra. Su obra incluye versos,
poemas en prosa, guiones cinematográficos, escritos sobre cine, pintura y
literatura, ensayos, diatribas y polémicas sobre teatro, varias obras dramáticas
y notas para diversos proyectos teatrales jamás realizados (entre ellos una
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ópera), una novela histórica, un monólogo dramático en cuatro partes escrito
para la radio, ensayos sobre el culto del peyote entre los indios tarahumara,
una aparición fulgurante en dos grandes películas (Napoleón de Gance y La
pasión de Juana de Arco de Dreyer) y otros muchos papeles menores, y
cientos de cartas, que son su forma «dramática» más conseguida […]. Lo que
Artaud nos ha legado no es una serie de obras de arte completas, sino una
presencia singular, una poética, una estética del pensamiento, una teología de
la cultura, y una fenomenología del sufrimiento1.
Ciertamente, Artaud es un autor vinculado al sufrimiento. Su biografía y la ingente
documentación epistolar que nos ha legado el escritor francés dan cuenta del
enorme padecimiento que le acompañó en vida, no sólo por las frustraciones
propias de una limitada proyección artística, o por las privaciones económicas que
tuvo que pasar en determinados períodos, sino por las numerosas vejaciones
médicas, tanto aquellas producto de su propia enfermedad (Artaud era
esquizofrénico, y, como resolución contra sus propios padecimientos, adicto al
opio, lo que le llevó a visitar numerosos internados y asilos mentales), como las
que derivaban de una cuestionable praxis clínica: electroshocks, largos
internamientos, incomprensión del personal médico, etc. Sin embargo, Artaud no
llegó a hacer literatura. No fue un escritor convencional. En cierto modo, "sus
textos ocupan el lugar de la literatura, pero no son literatura; simplemente la
desplazan"2. Como poeta, se reveló contra las limitaciones del papel, y como
dramaturgo (director, actor) se sublevó contra el espacio escénico, la tradición y la
moral burguesa de su tiempo.
La literatura es, para Antonin Artaud, una carencia. Sobre la forma de la página se
sitúan las palabras, horadando la blancura cenital de su superficie, como metáfora
de esa destrucción que constituye toda acción humana. Artaud ha aprendido de
Nietzsche que la existencia se define por una voluntad de poder, que pensar,
escribir, sentir o hablar constituyen un orden de violencia, una fuerza que imprime
sobre la realidad nuestra huella, la cual nos permite ser, habitar el mundo. Y de
todas las formas de poder sin duda la más odiada por el autor es la de una
mentalidad occidental represora, la de una metafísica corrupta que privilegia el
poder de la razón y la verdad contra todas las potencias del espíritu y la
imaginación humana. Esta fórmula burguesa de entender el mundo, de
aproximarse a la literatura, al teatro, al cuerpo y a la enfermedad es el principal
objetivo de la literatura artaudiana: una obra para la destrucción de la obra,
literatura contra la literatura, teatro para acabar con las marcas opresoras del
teatro occidental.
2. Metafísica de la crueldad
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Contra esa violencia que supone leer, interpretar, producir palabras sobre el
espacio vacío de la página, Artaud propone una creación total, creación que no es
ausencia sustitutiva y destructora, sino que consagra el material de su obra a la
presencia plena de las formas, al cuerpo como espacio, a la crueldad, esto es, la
liberación total de los instintos. El inconsciente no se articula desde la carencia, tal
y como propone la teoría psicoanalítica de autores como Freud o Lacan, es decir,
mediante la falta esencial de su objeto de deseo, en un juego de reflejos y
reminiscencias que da paso a todo el aparato metafísico de sustitución de la
realidad por su testimonio pensable. Al inconsciente no le falta nada: no es un
escenario, sino un taller. Produce, de manera real, como una compleja máquina,
un flujo de deseo, y no sustituye necesariamente lo real por su ausencia simbólica,
salvo cuando se ejerce un poder sobre él. No existen, por tanto, sujetos de manera
natural, sino que la subjetividad es el fruto de la losa edípica3: el individuo forma
máquinas deseantes, dispara flujos, conexiones con lo real, hasta que aparece la
palabra de la ley, el Nombre-del-Padre, la palabra no que prohíbe.
Y sin embargo, la operística de Artaud no consiste en una dimensión teatral frívola,
un canto a la técnica, a la modernidad vacía de las vanguardias futuristas o a la
incomprensión desatada del surrealismo. Se trata de un teatro consagrado al azar,
en donde el azar ha de recobrar sus derechos, transformado en acto y accesible a
todas las deformaciones de las circunstancias4. Así, los primeros pinitos del autor
en el llamado Teatro Alfred Jarry, en honor a uno de los pioneros de la escena más
combativa del panorama europeo, marcan ya el camino para el ideario de su teatro
de la crueldad mediante una «ruina del teatro», tal y como indica el propio Artaud:
El Teatro Alfred Jarry, consciente de la derrota del teatro ante el creciente
desarrollo de la técnica internacional del cine, se propone por medios
específicamente teatrales contribuir a la ruina del teatro tal como actualmente
es en Francia, barriendo en esta destrucción todas las ideas literarias o
artísticas, todos los convencionalismos sicológicos, todos los artificios plásticos,
etc., sobre los cuales se ha construido dicho teatro, y reconciliando, al menos
provisionalmente, la idea de un teatro con los aspectos más candentes de la
actualidad5.
Para instaurar esta dimensión de azar que requieren los medios específicamente
teatrales, el autor va a insistir repetidamente en el restablecimiento de la crueldad
de la condición humana, esto es, no una violencia gratuita, física, de los actores o
sobre los actores, no la escenografía del asesinato o el espectáculo del dolor
puesto sobre las tablas, sino una extrema violencia de orden metafísico que
desvele la represión y el sometimiento de la conciencia del hombre. Su propósito
es, por tanto, despertar la percepción y la sensibilidad humana, y para ello es
preciso que estos elementos específicamente teatrales conformen un lenguaje que
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le permita llevar a cabo su propósito. Para conformar tal lenguaje, Artaud defiende
una aparición constante de elementos sorprendentes, una artillería de recursos
novedosos que intensifiquen la experiencia teatral del público, con elementos
inesperados, máscaras, acompañamiento musical mediante instrumentos poco
ortodoxos o inventados, constantes gritos, gesticulación repentina, iluminación
caprichosa o vestimenta anacrónica. Se pretende dar un aire milenario, ancestral, a
la escenografía, para despertar así esa dimensión atávica de la sensibilidad
humana. Tal uso de la sorpresa y de la tradición apuntarán siempre hacia una
única dirección muy definida: resaltar el elemento mágico del teatro.
Artaud aspira a que su teatro de la crueldad sea al mismo tiempo un teatro de la
sacralidad: "el teatro es ante todo ritual y mágico, es decir, está ligado a fuerzas,
basado en una religión, en creencias efectivas, cuya eficacia se traduce en gestos
y está ligada directamente a los ritos del teatro, que son el ejercicio y la expresión
de una necesidad mágica espiritual"6. La palabra de Artaud busca la experiencia
de lo sagrado pero desde una posición bien definida: no se trata de concertar un
teatro de la fe y la creencia, o de asimilar tal o cual religión, sino de atajarlas a
todas en su elaboración histórica. Las religiones constituyen, para Artaud, meras
convenciones sociales, acuerdos institucionalizados que vulneran justamente en
esa codificación el flujo magmático de lo sagrado. Por ello, el autor va a instaurar
un teatro cuya mística pasa por arremeter contra el orden de la razón y por situar
al espectador, de manera directa, en el terreno de los sueños, de la magia, de la
adivinación: "el menor gesto teatral arrastrará tras sí toda la fatalidad de la vida y
los misteriosos hallazgos de los sueños. Todo lo que en la vida tiene un sentido
augural, adivinatorio, todo lo que corresponde a un presentimiento o proviene de
un error fecundo del espíritu, lo veremos en un momento dado sobre nuestra
escena"7. De ahí la importancia, a menudo mal comprendida, del teatro balinés en
el pensamiento teatral de Artaud. Si bien es cierto que el teatro balinés se
compone mediante un número elevado de códigos, de elementos que limitan la
distribución de la escena, los movimientos de los actores o la composición de
tramas elaboradas, son justamente estos patrones coercitivos los que determinan
el carácter sagrado de su puesta en escena, su dimensión reveladora, metafísica
según la terminología artaudiana:
El drama no se desarrolla entre sentimientos, sino entre estados espirituales,
osificados y reducidos a gestos, esquemas. En suma, los balineses realizan,
con el rigor más extremado, la idea del teatro puro, en el que todo, concepción
y realización, vale y cobra existencia sólo por su grado de objetivación en
escena. Demuestran victoriosamente la preponderancia absoluta del director,
cuyo poder de creación elimina las palabras. Los temas son vagos, abstractos,
extremadamente generales. Sólo les dan vida la fertilidad y complejidad de
todos los artificios escénicos, que se imponen a nuestro espíritu como la idea
de una metafísica derivada de una utilización nueva del gesto y de la voz8.
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La metafísica que propone el teatro de la crueldad es una metafísica que elude la
dimensión representativa del lenguaje y, por extensión, la relación entre teatro y
mímesis. La vida no constituye una instancia representable, no puede darse sobre
la escena en una convención artística lo suficientemente delimitada como para
aprehender sus superficies escurridizas, porque el teatro es asimismo vida, y la
vida es el doble del teatro9, y porque el teatro es acto y el acto no representa, sino
que construye una metafísica sobre sí mismo de la experiencia corporal, sensible,
del ser. Por el teatro artaudiano de la crueldad no se vive otra vida, sino que se
comienza a vivir ésta, pero desde una posición más profunda, más arriesgada, ya
que "el teatro debe ser considerado también como un Doble, no ya de esa realidad
cotidiana y directa de la que poco a poco se ha reducido a ser la copia inerte, tan
vana como edulcorada, sino de otra realidad peligrosa y arquetípica, en la que los
principios, como los delfines, una vez que han mostrado la cabeza se apresuran a
hundirse otra vez en las aguas oscuras"10
.
De ahí que, insistimos, el autor sospeche de la dimensión escritural del teatro y de
la afiliación del mismo a la llamada literatura. Si la literatura es el arte de la letra,
del signo, el teatro es el arte del espacio, del cuerpo hecho acto, conquista, flujo,
interacción. Un cuerpo que habla, ahora sí, con su propio lenguaje, que se
establece sobre la imaginación y no sobre la razón: "el teatro abandona el uso del
teatro hablado, cuya claridad y lógica excesiva estorban a la sensibilidad. No se
trata, por lo demás, de suprimir la palabra, sino de reducir considerablemente su
empleo, o de servirse de ella con una intención de hechizo ya olvidada o ignorada.
Se trata sobre todo de suprimir cierto aspecto puramente sicológico y naturalista
del teatro, y de permitir que la poesía y la imaginación recuperen sus derechos"11
.
A la literatura le es dado representar, ya que su lenguaje entraña una relación
ineludible entre la palabra y el sentido, entre la escritura y el mundo, pero el teatro
ha de recuperar, por su parte, la dimensión mágica, sagrada, de las experiencias
atávicas del ser humano, con lo que provoca una creación de orden espacial, no
mimético, no sustitutiva de otro orden de realidad, y por lo tanto no basada en la
palabra escrita: "creo que para el teatro es urgente tomar conciencia de una vez
por todas de lo que lo distingue de la literatura escrita. Por fugaz que sea, el arte
teatral se basa en la utilización del espacio, en la expresión en el espacio, y en
general no se ha dicho que las artes fijas, grabadas en la piedra, la tela o el papel,
sean las más valiosas y eficaces mágicamente"12
.
Sin embargo, las reflexiones de Artaud sobre la metafísica del teatro de la crueldad
no acaban en la diferenciación entre teatro y mímesis. El teatro establece una
relación con el mundo que, como apuntamos, no consiste en duplicar la realidad
que el pensamiento de occidente, haciendo gala de una filosofía burguesa y
conformista, impone y da por sentada, sino que la metafísica del teatro artaudiano
apunta más allá, a un Doble que aún no se ha dado, que carece de dimensiones y
que constituiría el objetivo de su búsqueda artística y ontológica. Como en el
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surrealismo poético, hay que alcanzar una realidad más allá de la realidad y de la
lógica, una realidad del sueño, de lo sagrado, de la incertidumbre mítica, de la
magia. De ahí que, en su propuesta revolucionaria, el propio Artaud señale un
distanciamiento con las formas incipientes del teatro social:
Creo en la acción real del teatro, pero no en el plano de la vida. No es
necesario decir después de esto que considero vanas todas las tentativas
realizadas […], en estos últimos tiempos, para que el teatro sirva a objetivos
sociales y revolucionarios inmediatos. Por nuevos que sean los procedimientos
de puesta en escena empleados, desde el momento en que conceden y se
proponen someterse a los más estrictos cálculos del materialismo dialéctico,
que dan la espalda a la metafísica y la menosprecian, se quedan en la puesta
en escena, en la acepción más grosera del término. No tengo tiempo ni
espacio para analizar a fondo esta discusión. Resulta evidente que aquí hay
dos concepciones de la vida y la poesía que se enfrentan. Con ellas es
solidario el teatro en su orientación13
.
Artaud limita el espacio de influencia para su teatro, que no es el de las grandes
gestas marxistas que habrían de determinar algunos de los movimientos sociales
más importantes del siglo, ni el de las muestras teatrales, sobre todo a partir del
período de las grandes guerras mundiales, que continuaban con el legado de las
revoluciones de izquierdas, sino que dicho espacio se centra en operar sobre un
orden metafísico, ontológico, de revalidación de una nueva realidad perdida,
realidad mágica que el peso de la cultura ha ocultado bajo las inmensas losas de
la razón. Este rescate de las potencias mistéricas de lo real habrá de pasar por
una reivindicación del acontecimiento, del acto que se ejerce en el aquí y ahora de
la puesta en escena:
La obra de Artaud implica transgredir en acto, no sólo en teoría, la
representación, la idea y la realidad estructuradas como representación. La
revolución deja de ser así una promesa milenarista y pasa a ser un acto, deja
de vivir como telos, como fin a alcanzar ‘algún día’ y vive en el acontecimiento.
La revolución existe en los revolucionarios, en un espacio, el espacio de la
desposesión, el espacio del ser y no del tener, pero no del ser de la ontología
sino el ser del acto, de la acción, de la falta de mediaciones, del juego. Es en
este espacio del despojo absoluto (no sólo de los bienes materiales sino del
yo, de ese infame andamiaje de la posesión o propiedad del sujeto, del alma,
del hombre entendido como substancia) donde leemos a Artaud: es en el
espacio que abrió, no un espacio substancial sino el espacio de la escritura-
grito, no un espacio al cual se llega y se permanece sino el espacio-acto: nada
puede representar la acción, la poesía, el orgasmo14
.
La revolución artaudiana consiste en transgredir el espacio ontológico del teatro,
no sólo el espacio físico como se reivindica en tantas otras manifestaciones o
propuestas escénicas. Esta ontología del teatro pasa por afirmar que es en el
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gesto, en su condición material, en donde la obra halla su camino, y no en la
estructura dual de la mímesis clásica, y por lo tanto no en la gesta meramente
combativa de las ideologías marxistas, igualmente constreñidas por el juego de
poder que no se atreven a rebasar. La literatura, burguesa o antiburguesa
(marxista) perpetúa esa dimensión opresiva del hombre, y justamente por ello fue
que Artaud destruyó la literatura hasta hacer de ella teatro: he ahí a lo que se
refiere Michel Foucault al definir esa falta de obra que rodea a la producción de
Antonin Artaud, en estrecha relación con su condición de loco: "la locura de Artaud
no se desliza entre los intersticios de su obra; ella está precisamente en la falta de
obra, en la presencia repetida de esta ausencia, en su vacío central, sentido y
medido en todas sus dimensiones, que no tienen final"15
. Por ello, las inflexiones
de la voz pudieron más que la argumentación lógica de la literatura, más que la
incómoda persistencia, sobre el papel, de cada verso, hasta el punto de que la
locura artaudiana diera como resultado una desarticulación de todas las formas
posibles del sentido, de todas las arquitecturas ideológicas que se alzan sobre el
lenguaje, así como un abandono de la literatura escrita a favor de la creación
escénica en su dimensión espacial, física, corporal incluso. No se quiere decir, con
ello, que el teatro de Artaud fuera un teatro del absurdo, o un teatro surrealista. El
primer tipo nos ha dejado excesivos juegos de ingenio, muestras deslumbrantes
de una nueva lógica que era la lógica de lo absurdo, con sus reglas, sus lugares
comunes, y siempre desde una subversión necesaria de las fórmulas de la razón
que seguía manteniéndolas a debida distancia, necesitando de un mundo racional
para seguir su curso, funcionando por una diferencia que salvaguarda
necesariamente los miembros puestos en relación. Poco más o menos hay las
mismas discrepancias entre la propuesta artaudiana y la línea del teatro
surrealista: bajo la realidad hay nuevas formas, nuevos universos para lo pensable,
espacios asimétricos para la experiencia humana, según la afamada propuesta
vanguardista. Sin embargo, Artaud no deja de ver en la factura del surrealismo una
impostación insólita de lo real, un nuevo anudado de los profusos hilos que
componen nuestra experiencia. En opinión de Susan Sontag, puesto que Artaud
no jerarquiza la mente humana, como hacen Freud y el surrealismo, no puede
aceptar dos modelos de experiencia de lo real, una lógica frente a otra
irracionalista, sino que se ve empujado a establecer una relación con la realidad
no mediatizada por la duplicidad del pensamiento o la fuerza sustitutiva del
sentido16
. La obra artaudiana es la destrucción de la obra, de la palabra, del
pensamiento que tiene pretensiones de dar figura a lo indeterminado. Por ello,
Cortázar habla de un surrealismo no literario en la obra artaudiana, que es al
mismo tiempo anti-literario y extra-literario17
. Mientras todos seguían, a debida
distancia, al afamado médico vienés, Artaud desconfía de su teoría psicológica y la
vuelve decididamente contra él. Su locura es la total abdicación de todo poder,
incluso del poder que funda el psicoanálisis o el que funda la obra literaria: bajo
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las formas de la presencia, desde la estabilidad de las palabras dadas a la
eternidad o al canon, subyace un material convulsionado, magmático, que es el de
la experiencia artaudiana de lo irrepetible: "las convenciones teatrales han dejado
de existir. Siendo como somos, somos incapaces de aceptar un teatro que seguiría
haciéndonos trampas. Necesitamos creer en lo que vemos. Un teatro que se repite
todas las noches siguiendo siempre los mismos ritos, siempre idénticos a sí
mismos, no puede seguir contando con nuestra adhesión. Necesitamos que el
espectáculo a que asistimos sea único, que nos dé la impresión de ser tan
imprevisto y tan incapaz de repetirse como cualquier suceso de la vida, como
cualquier acontecimiento provocado por las circunstancias"18
.
3. Edipo y el teatro
El teatro artaudiano alude en su composición a las estructuras del inconsciente.
No construye, por tanto, como hemos avanzado en estas líneas, una determinada
concepción de la realidad, no representa las cosas en un juego de duplicidades
sin sentido, de repeticiones innecesarias, sino que opera a modo de inconsciente
aún no lastrado por las formas del deseo como forma de carencia. Una metafísica
del gesto, y no de la representación, habla en su obra. Porque Artaud odia la
mímesis, en todas sus acepciones: tanto la representación del inconsciente
freudiano, que reproduce la realidad en estructuras mentales (Freud, pero sobre
todo Lacan), como la representación en escena de un doble que estaría de
antemano determinado por las leyes de la lógica y de la razón. Odia el teatro que
representa, que tiene un modelo, que se repite infinitamente para acercarse aún
más a ese fantasma que no es capaz de alcanzar en su totalidad. Sin embargo, el
teatro de la crueldad es un teatro de simulacros, que se repite sin por qué y que
halla su autonomía en esa misma repetición innecesaria y no acumulativa. No hay
un original, no hay modelo, no hay un padre que dirija los deseos de un
inconsciente operando (¿inconsciente del director, del escritor, del actor?), porque
todo está repitiéndose sin razón alguna y acechando, en esa repetición, las formas
de una ausencia de obra tal y como vimos que la definía Foucault, como metáfora
de la erosión del pensamiento que no encuentra un soporte viable en el que
manifestarse, que escamotea las manifestaciones de la razón y que existe sólo
para su automutilamiento.
Entonces, el teatro de la crueldad que promueve Artaud es un teatro de
producción deseante, no de carencia o de espectáculo restaurador, no un teatro
para el consumo, para la catarsis de un sujeto que asiste o que participa del relato
contado, sino un teatro en donde el deseo fluye, se expande, se pierde: un teatro
nacido de la destrucción del teatro. Los flujos deseantes pasan, no están
codificados, no hay un padre-director-Edipo que interponga, mediante la palabra
de la ley, la palabra no, la ausencia, el rechazo, porque toda escritura es una
porquería, como llega a apuntar el autor en uno de sus poemas. Un flujo de
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porquería, de heces, de sangre, de esperma. Eso es la crueldad: el deseo sin la
palabra de la ley. Y en el teatro de la crueldad, por tanto, todo vale, porque la
escena ya no reproduce el espacio pequeño-burgués, no establece la relación
familiar del padre que dirige la actividad deseante del niño hacia la norma. Se
trata, por decirlo desde la terminología freudiana, de un teatro del Ello, de un
teatro sin bordes definidos, sin limitaciones espaciales, que no está dirigido desde
un órgano-cerebro-director, sino que en él todo habla, todo es acto.
Gilles Deleuze y Félix Guattari19
han definido y aprovechado esta concepción del
teatro de Antonin Artaud para su programa filosófico. Artaud desconfía de la
pesada losa de la razón occidental y se revela, en un gesto de ascendencia
nietzscheano, contra las formas establecidas por el poder para controlar la
voluntad del individuo. En opinión de ambos filósofos, la condición esquizofrénica
del propio autor le habría llevado a configurar una teoría teatral que escapara a
toda esta maquinaria de dispositivos de coerción, incluso de uno de los más
necesarios para el desarrollo del individuo como son las relaciones familiares y el
drama edípico que constituye la primera escenografía que asume el ser humano.
Es por ello por lo que Artaud
se subleva contra una doble alienación: el discurso de los otros que dictan su
ley desde el exterior, la sacralización de un Inconsciente que no por escapar al
dominio del sujeto le es menos consustancial, puesto que sigue siendo
tributario de las categorías de la persona y el sujeto […] y finalmente, la última
retirada del Dios oculto en nuestros cuerpos, el deus in machina. El
inconsciente es ese depositario intocable de la ley y del deseo con el cual, sin
embargo, la cura permite, como con Dios, acomodaciones. Si reconoce su
presión, Artaud se subleva contra el inconsciente como Ley y nueva
encarnación de la fatalidad20
.
El guión escrito por papá y mamá, señalan Deleuze y Guattari, es el guión que va
a definir una serie de convencionalismos sobre la identidad del niño: se construye
un sujeto separado del mundo mediante la constitución simbólica del lenguaje, se
dimensionan los límites de su cuerpo, se aboca la existencia a unos patrones
culturales, a un modo de ver lo real, de concebir un significado de las cosas que
acabara por constituir una de las primeras restricciones de la libertad del individuo.
La imposición de Edipo, de la ley, del Nombre-del-Padre (término de Lacan)
contribuye a fijar la subjetividad del niño y condiciona sus mecanismos deseantes
desde la carencia: el ser humano entra a formar parte de un sistema de
sustituciones, de una escenografía basada en una representación asfixiante, que
impone la renuncia de lo que nos rodea para dejarnos ciertos operadores
simbólicos, sustitutivos (los signos del lenguaje, la letra del inconsciente según la
terminología lacaniana) a través de los cuales comprender un mundo que hemos
relegado al lugar del otro. El esquizofrénico, sin embargo, no se deja arrastrar por
el poder, no estructura siquiera las dimensiones espacio-temporales desde unos
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determinados parámetros culturales impuestos, y se resiste a todo sometimiento
por parte del otro.
El primero de los pasos del teatro artaudiano para desprenderse de esta opresión
del poder, en opinión de Guy Scarpetta, pasaría por rehacerse un cuerpo:
rehacerse un cuerpo, surgir como cuerpo en el teatro «cruel» implica, en última
instancia, un nuevo nacimiento, un parto desgenitalizado, y una auténtica
guerra contra la ley del papá-mamá […]. Tampoco es ocioso señalar que el
proceso que Artaud exige sólo puede enfrentarse de manera violenta a la
familia: enfrentamiento que debe ser acentuado en la actualidad, por un claro
cuestionamiento de su doble papel en el aparato ideológico y como aparato
sexual de reproducción de individuos […]. Lo que Artaud indica es la
necesidad de acabar de una vez con el sujeto «triangulado», bloqueado en el
modo en que la familia (burguesa, patriarcal, «monogámica») le ha enseñado a
pensar, a hacer el amor, a no luchar; la necesidad de «nacer» de otro modo21
.
Artaud trasladaría esta rebelión contra las formas de poder paternas a una
dimensión ontológica (huir del Dios-Padre-Ley, del juicio de Dios, de su Palabra,
de la metafísica de la Razón y de la Identidad de lo Mismo) para, a continuación,
ponerla en práctica a través de su producción artística (una puesta en escena que
no se articula bajo el poder del director, y mucho menos bajo el de la palabra del
texto, y en donde el actor deja de ser un signo más de la compleja maquinaria
burguesa de la literatura, en una obra que ya nunca es idéntica a sí misma) con el
fin de establecer así las marcas características de su teatro de la crueldad:
Este teatro no tiene nada que ver, por definición, con el «teatro edípico» del
que Deleuze y Guattari nos han enseñado a ver hasta qué punto reprime la
maquinaria que Artaud hace salir a la luz. El teatro de papá-mamá es el orden
significante teatral que conocemos, en el que el actor es «signo», el papel es
la imago, y tanto el cuerpo como el deseo se hayan sometidos al orden
significante que los moviliza. En un cierto sentido, el director es siempre un
poco el papá-en-el-culo, y el actor, una especie de hijo pequeño que se querría
madre y que a partir de la entristecedora constatación de que no lo tiene (el
pene de mamá) se resigna a tantear al ser, al infinito, histéricamente, para
mayor gozo de papá y de sí mismo22
.
Este abandono del teatro de corte edípico-burgués le lleva a Artaud, como ya
anunciábamos, a acudir a las producciones teatrales tradicionales. El teatro
tradicional, primitivo, constituye un ritual de unión, un modo de entrega dionisiaco
que no distingue entre público y escena: no hay alguien que vive el teatro y es
mirado, frente a alguien que mira, y no es capaz de llegar a vivirlo en primera
persona. No se trataba de construir una historia, de articular la vivencia a modo de
trama, de drama edípico para la pérdida y restablecimiento de un bien, sino que se
caracterizaba por una serie de cantos, gestos y alabanzas que permitían conectar
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el cuerpo y lo sagrado. La experiencia del teatro era una experiencia mística, no de
lenguaje, sino de los sentidos, del espacio, del cuerpo. La tendencia a estructurar
la vida como relato, que se desarrollará especialmente en los pueblos poseedores
de escritura, condicionará enormemente el teatro occidental desde sus inicios
grecolatinos, estableciendo tramas, personajes, objetivos y una disposición de la
información similar a la que exige la narración. Sin embargo, Artaud aboga por un
teatro de personas y no de personajes, sin la duplicidad de la representación, sin
la enajenación propia de las corrientes más psicologizantes del teatro del método.
En este punto, su reivindicación cobra plena vigencia para la escena actual. El
teatro no consiste en ser otro, nos dirá Artaud, sino en poner el cuerpo en
funcionamiento, con sus llantos, gestos, alaridos y desgarros necesarios. El teatro
ya no tiene historia, ni personajes, ni representa nada: simplemente es. No se trata
de ponerse máscaras, sino de quitar todas ellas: las máscaras del yo, de la
cultura, del poder, de la palabra… Artaud es el gran desenmascarador (o lo que
etimológicamente es lo mismo: el gran despersonificador), capaz de llevar el teatro
hacia unos límites novedosos: los de la libertad total. Totalidad del hombre, que
aparca su condición de ciudadano, que deja de lado la construcción histórica que
la sociedad hace de su vida, de su infancia, que abandona el conjunto de deseos
y preceptos religiosos que la pesada losa del otro imprime en su carne, para
abandonarse a su propia y temible libertad: he ahí el punto de crueldad que ansía
el autor francés. Nada de anécdotas, nada de charlas: el teatro artaudiano respira
la fuerza de la crueldad, del delito o de la guerra23
.
Vemos entonces que la propuesta teatral artaudiana no se ha de caracterizar, por
tanto, tal y como ocurriría en la línea planteada por Stanislavski en sus influyentes
trabajos, por una experiencia del actor, como un trabajo psicológico del desarrollo
de la personalidad. En último término, nos avisa Artaud, esta metodología de
creación del personaje teatral sólo serviría para variar nuestra relación con el
poder, pero siempre bajo la misma dimensión opresora de la mano edípica, sin
llegar a constituir una experiencia conjunta, liberadora, del teatro, en donde cada
participante tenga un papel en la maquinaria teatral, forme flujos, tensiones,
concomitancias, acoplamientos y disrupciones con el resto de engranajes de la
puesta en escena, consigo mismo, con el otro. El autor debe pensarse autor,
iluminador, espectador, productor incluso. El resto de mecanismos (actores,
tramoyistas, guionistas, público) debe, del mismo modo, asumir su función dentro
de la maquinaria pero en comunicación continua con el resto de dispositivos que
actúan en la conjunción de la obra. El teatro artaudiano pondría en juego un
conjunto de «órganos» (actores, iluminadores, guionistas, directores,
escenógrafos) desde una radical falta de unidad, más allá de los
convencionalismos que restringen y limitan la experiencia teatral, que utilizan su
poder para hacer de la obra un todo, un «organismo» en lugar de órganos y más
órganos que no alcanzan a formar un cuerpo. Porque cada miembro, como
señalan Deleuze y Guattari, es una máquina esquizoide que no remite al conjunto,
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a un cuerpo total.
4. El teatro y el cuerpo
Jean-François Lyotard, en su ensayo «El diente, la palma de la mano»24
, aborda
algunas cuestiones del teatro de Antonin Artaud desde el concepto de
desplazamiento freudiano. Según el médico vienés, una liberación de energía en
una parte del cuerpo puede llegar a remitir a otro punto: el dolor de muelas hace
que el paciente apriete fuertemente sus puños. Pero la estructura del inconsciente
no se edifica a modo de relato, no tiene unas coordenadas causales, sueña el
ahora y la infancia de modo indiscernible, no jerarquiza, condensa los momentos y
es capaz de aplicar una cierta reversibilidad en los fenómenos con él relacionados:
la palma se cierra, el puño sangra y empiezan a doler los dientes. Lyotard plantea
que si supiéramos leer a Freud en toda su magnitud hace ya mucho tiempo que
habríamos abolido una semiótica del teatro para, gracias a esa reversibilidad del
inconsciente, pasar a una economía libidinal de la representación escénica. El
signo está por algo, tal y como afirma la tradición semiótica medieval (aliquid quod
stat pro aliquo), pero en este nuevo teatro el signo no está por nada, es sólo un
fantasma, un simulacro sin finalidad, que se levanta sobre un vacío, que no remite
a origen alguno. Son estas las propiedades del teatro de la crueldad. Así, la
práctica escénica que critican Lyotard y Artaud es aquella que se construye sobre
el signo y no sobre el simulacro, la que refuerza la representación en términos
semióticos, las estructuras de poder, las jerarquías, el drama edípico, el concepto
de realidad que hemos heredado de unos dispositivos de representación
fisiológicos defectuosos, infundados. No hay un momento legítimo, ideal, modélico,
sobre el que fundar la creación escénica. La realidad no es su modelo, sino su
doble, tal y como señala Artaud en sus ensayos.
Porque en Artaud el flujo pulsional de la representación (la crueldad) desarticula
todas las estrategias de mecanización y semiotización del discurso. El actor se
borra. El espacio no fractura la realidad del público y la de los actores. El cuerpo
no es un signo, sino un vehículo de expresión, y las palabras no retienen en su
discurso una verdad fuera de la escena, sino que la construyen actuando sobre
nuestra visión de lo real, dando una vía de escape al cuerpo, a los deseos más
íntimos. En palabras de Julia Kristeva, en el teatro artaudiano "la palabra deviene
pulsión, que surge a través de la enunciación, y el texto no tiene otra justificación
que el dar lugar a esa música de pulsiones"25
. Artaud se desvincula así de
dualidad cartesiana: no existe un cuerpo enfrentado a un espíritu, sino que todo es
uno; ambas caras de la moneda constituyen la idea de hombre, de hombre total,
conformando un orden cósmico unidimensional en el cual lo exterior y lo interior
coinciden. Artaud construye una compleja teoría del cuerpo y de la corporalidad
que servirá para poner en entredicho el concepto que el pensamiento y la
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metafísica de occidente han elaborado sobre los límites ontológicos de nuestro
mundo:
Parece indudable que la ejemplaridad artaudiana se aposenta en la disolución
de la corporalidad y de la sensoriedad que orienta el devenir occidental para
transmitir la realidad de una relación cuerpo/mundo abierta a posibilidades
ignotas precisamente en virtud de la desterritorialización, esto es, de la
contingente localización de lo vivido en una corporalidad abierta, fundida. El
cuerpo artaudiano es, ante todo, superficie lubrificada sobre la que se deslizan
las percepciones, los espasmos, las pasiones: la idea de una relación esencial,
natural o merecida en el curso gracioso de la evolución, se disuelve y todo el
cuerpo es capaz de ver, de oír, de palpar la inmensidad de lo mundano. No
resultará extraño, entones, que a la anarquía de la sensoriedad le acompañe
un arrogante desinterés por las arquitecturas del saber y una despreciativa
mirada de lo político que viene a ser, a la postre, la canonización de los flujos
ordenados, la cauterización de las exigencias del cuerpo opulento que no
acepta el sacrificio de su riqueza26
.
En este punto se alza su teatro. Para ello, es el cuerpo, y no el lenguaje, la
herramienta que el autor reivindica por sobre todas las cosas. Porque no hay
signos (sustitución, representación), sino producciones deseantes, simulacros,
gritos, gestos, silbidos, un derroche de palabras con el que provocar un
desplazamiento de los deseos individuales a una escenografía compleja,
compartida: "los signos no se toman ya entonces en su dimensión representativa,
no representan ya ni siquiera la Nada, no representan, permiten ‘acciones’,
funcionan como transformadores que consumen energías naturales y sociales para
producir afectos de altísima intensidad"27
. Por tanto, Artaud propondrá una serie de
medidas entre los actores, con el fin de que el cuerpo asuma el papel que le
corresponde en escena, desplazando el tiránico poder del lenguaje y asumiendo
su papel central en la práctica escénica:
El teatro de Artaud es una reacción contra el estado en que los cuerpos (y las
voces, excepto en el tono hablado) de los actores occidentales han
permanecido, un estado que, durante generaciones, ha sido de total
subdesarrollo, como lo ha sido la condición del espectáculo en general. Para
volver a equilibrar este desfase que favorece, tan manifiestamente, al lenguaje,
Artaud propone que la preparación de los actores se asemeje a la de
bailarines, atletas, mimos y cantantes, y quiere que «el teatro sea, ante todo,
un espectáculo», como dice en el Segundo Manifiesto de su Teatro de la
Crueldad. Pero esto no significa que pretenda sustituir el hechizo del lenguaje
por puestas en escena espectaculares, con vestuario, música, iluminación y
efectos maravillosos. La idea de espectáculo de Artaud no es el encanto
sensorial, sino la violencia sensorial; la noción de belleza nunca aparece en él.
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Lo espectacular no es algo deseable en sí mismo, y Artaud obliga a que la
escena adquiera una extraordinaria austeridad –hasta el extremo de excluir
cualquier cosa que no tenga una función propia28
.
Los cuerpos, el deseo que fluye (pero no la belleza, que pertenece a la
representación y al deseo fluyente) marcan las coordenadas de la propuesta
artaudiana y de su intento por destruir el predominio del lenguaje articulado y su
separación del cuerpo; con ello, el autor pretenderá "volver a hallar una ‘eficacia’
libidinal de la acción teatral: ‘fuerza’, ‘energía de trabajo’, potencia de desplazar los
afectos que procede mediante desplazamientos de unidades bien reguladas"29
.
Artaud logra un teatro del cuerpo, un espectáculo de lo inútil (aquello que no tiene
una función propia, señala Sontag) para reivindicar justamente una metafísica
ajena a los paradigmas occidentales de utilidad, valor, etc. El cuerpo es lo que no
tiene valor en la cultura occidental, lo que se debe esconder y, en esa ocultación,
relegar al espacio de lo sagrado. Artaud modula una concepción de cuerpo que ya
no es la del cuerpo organizado, completo (tampoco su obra será una ‘obra
completa’) a través de la cual embestir contra lo que el propio Artaud llama Dios,
esto es, no sólo la deidad de orden religioso, sino todo aquello que representa el
poder y la unidad, lo que mantiene, incluso, unido al cuerpo y hace de éste una
mera abstracción. En palabras de Deleuze:
Lo que Artaud llama Dios es el organizador del organismo. El organismo es el
que codifica, el que agarrota los flujos, los combina, los axiomatiza. En ese
sentido, Dios es el que fabrica con el cuerpo sin órganos un organismo. Para
Artaud eso es lo insoportable. Su escritura forma parte de las grandes
tentativas por hacer pasar los flujos bajo y a través de las mallas de códigos,
cualesquiera que estos sean; es la más grande tentativa para descodificar la
escritura. Lo que llama la crueldad es un proceso de descodificación. Y cuando
escribe «toda escritura es una porquería» quiere decir que todo código, toda
combinatoria termina siempre por transformar un cuerpo en organismo. Esa es
la operación de Dios30
.
Vemos así cómo la concepción artaudiana de cuerpo, de Dios, conlleva una actitud
estética dentro de su obra. Lo que le llevará a poner en práctica sus propias
teorías durante la etapa final de su vida, llevando al extremo la propuesta poética
con que se había iniciado en los primeros años de formación literaria. Entonces, su
poesía deviene teatro en la medida en que destruye las propiedades del signo y de
su origen textual. El 13 de enero de 1947, a poco más de un año de su muerte,
Artaud ofrecerá una lectura poética-conferencia en la sala Vieux-Colombier ante la
mirada atónita del público. En un ensayo sobre Artaud, el investigador José Luis
Rodríguez García recrea a través de los testimonios recogidos la actuación de
nuestro autor:
Artaud asciende al escenario. Son las nueve de la noche. En el programa se
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había anunciado el recitado de ‘Historia verdadera de Artaud-Mômo’, con tres
poemas recitados por el autor: ‘Retorno de Artaud-le-Mômo’, ‘Centro-madre y
patrón minino’, ‘La cultura india’. Descarnado, retorciéndose incesantemente
las manos, ocultando la encendida expresión de su rostro, cuenta la dilatación
amarga de su aventura terrenal. Cambia el tono repetidamente. Habla, insulta,
ruge durante más de dos horas, denuncia, balbucea, danza pestíferamente
entre las palabras destruidas: se hace el silencio. André Gide sube al
escenario para abrazarle: todo se ha roto. Para unos, la confirmación de la
definitiva locura de Antonin Artaud; para otros, la apoteosis de un ángel cuya
lucidez ha merecido el escarnio del castigo, renovado luchador perseguido
incesantemente por el orgulloso dios-sociedad destronado. Visto para
sentencia31
.
Al día siguiente, André Gide escribirá en el diario Combat:
Jamás me había parecido tan admirable. Sólo subsistía de su ser material la
expresividad […]. La razón huía; no sólo la suya sino la de todos, de todos
nosotros, espectadores de este drama atroz, reducidos al papel de comparsas
malévolos, de seres grises y de cualquieras. ¡Oh!, no, nadie ya, entre la
asistencia, tenía ganas de reír; e incluso Artaud nos había arrebatado el deseo
de reír para mucho tiempo32
.
Artaud es un artista tan admirable como incomprendido. En su práctica poética y
escénica cambia una gramática de signos por una gramática de gestos, como llega
a señalar él mismo: "para mí la cuestión que se plantea es la de permitir que el
teatro recupere su verdadero lenguaje, un lenguaje espacial, lenguaje de gestos,
de actitudes, de expresión y mímica, lenguaje de gritos y onomatopeyas, lenguaje
sonoro en el que todos estos elementos objetivos vendrán a ser signos visuales o
sonoros, pero con tanta importancia intelectual y significación sensible como el
lenguaje de las palabras. Las palabras sólo se emplean ya en las partes detenidas
y discursivas de la vida, como un esclarecimiento más preciso objetivo que surge al
final de una idea"33
. Su conferencia, para unos una mera confirmación delirante de
su locura, es la puesta en práctica de su teoría teatral, una teoría
desproporcionada, combativa, que se construye desde el ejercicio de una violencia
cruel con las formas teatrales heredadas. Artaud ha aprendido del teatro libanés,
como apuntábamos, esa preferencia por un teatro de gestos y no de textos, en
donde el gesto rasga el lenguaje34
, si bien, como se ha señalado a menudo, el uso
del gesto constituye una nueva recodificación de la práctica teatral, que no
mejoraría en nada la codificación de los pulsos semióticos del lenguaje: "así es
como la mutilación de que huye Artaud vuelve a aparecérsele en el jeroglífico
libanés"35
. A través del gesto, sin embargo, Artaud conecta la esencia de lo
humano y de lo divino, se recupera la dimensión sagrada de la obra, se unifica lo
universal y lo ancestral en un conjunto armónico que, a pesar de mostrarse
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esclerotizado hasta el extremo, permite a Artaud el poder retornar a las fórmulas
de expresión más arcaicas, las cuales, sin embargo, ya no se ofrecen bajo la forma
de una sacralidad misteriosa o enigmática, bajo un discurso religioso o de
ascendencia ocultista, sino desde lo que podría definirse como una sacralidad
materialista:
Las creencias se apagan, el gesto exterior del teatro permanece, vaciado de su
sustancia interna trascendente aún, pero en el plano de la imaginación y el
espíritu. Ya no existen poderes ni ideas ocultas detrás de ese gesto, pero
continúa agitándose un substrato poético real, como una repercusión. Las
ideas mueren, pero su reflejo permanece en el estado poético evocado por el
gesto. Es la calidad segunda, el grado segundo del gesto representado por la
poesía en estado puro, que aún posee el derecho de llamarse poesía, pero sin
eficacia mágica real. El arte está al borde de su decadencia36
.
5. La obra, el pensamiento
El arte está en decadencia y Artaud va a proclamar una destrucción total de las
formas artísticas. Pensar, decir, escribir, nos dice el autor, son maneras de abrir el
vacío, apariciones de la nada. La materia del pensamiento es esa destrucción del
continuo de la realidad, esa sustitución metafísica de las cosas por su resto
pensable, por su superficie visible, audible, cognoscible, como si de un
excremento se tratara, llegará a decir el autor. La literatura sólo es una trabada
extensión de esa destrucción ontológica que opera en todo pensamiento, y la
escritura un flujo de porquería. Nietzsche37
hablaba de una voluntad de poder: el
poder que opera con cada acción humana supone un falseamiento de lo real para
lograr la supervivencia, la estabilidad de nuestra imagen del mundo, de las
percepciones, de nuestra propia identidad con el firme propósito de aferrarse a la
existencia. Artaud, sin embargo, concibe el teatro como una destrucción de la
destrucción, es decir, como un rechazo a todas las formas de poder, a toda la
inercia horadante del pensamiento humano. Pensar, por lo tanto, no para descifrar
lo real, para llegar a su secreto íntimo, sino para destruir el pensamiento: un
pensamiento que se borra, lo impensable hecho materia del teatro; eso es, en
último término, la crueldad tal y como lo testimonia el autor francés. Crueldad que
quiere transmitir el dolor de pensar lo impensable, puesto que, como afirma
Maurice Blanchot, "es verdad que su pensamiento fue dolor, y su dolor, el infinito
del pensamiento"38
.
De este modo, podemos leer testimonios tan turbadores como el que sigue:
Sufro de una espantosa enfermedad del espíritu. Mi pensamiento me
abandona en todos los grados. Desde el hecho simple del pensamiento hasta
el hecho exterior de su materialización en la palabra. Palabras, formas de la
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frase, direcciones interiores del pensamiento, reacciones simples del espíritu,
estoy constantemente en la persecución de mi ser intelectual. Así, por ello,
cuando puedo asir una forma, por imperfecta que sea, la fijo por temor a
perder todo pensamiento. Sé que soy un ser indigno: esto me hace sufrir, pero
acepto el hecho por temor a no morir enteramente39
.
Escribir, en el caso de Artaud, supone atravesar la obra, pasar de largo, fracturar
un pensamiento que no acababa de nacer, un pensamiento no-edípico, que elude
la representación, que no puede dar con las cosas, y al que sólo le resta dar fe de
la destrucción sobre la que se alza. Frente a Heidegger, que afirmaba la necesidad
de pensar la diferencia ontológica, es decir, la distinción entre el ser, que es la
esencia inasible, y el ente, que es sólo su presencia objetivable, Artaud no acepta
otra metafísica que la física, no consiente en una idea de ser, de lo esencial, en
una ontología, que no pase por hacer hablar a la materia. La experiencia del
hombre es una experiencia de dominación, una experiencia de poder, de captación
de flujos, y no una experiencia basada en la dimensión reversible del pensamiento.
En cierto modo, "el no-pensar que Artaud cava en sí mismo, sólo puede abrirse a
una relación en abismo: ni siquiera puede decirse incapaz de expresar la
incapacidad"40
. Artaud halla una forma de pensar abolida, como señala él mismo
en esta carta dirigida al Doctor Allende, y fechada el 30 de noviembre de 1927:
Siento muerto mi núcleo. Y sufro. Sufro a cada una de mis expiraciones
espirituales; sufro de su ausencia, de la virtualidad en que pasan
infaltablemente todos mis pensamientos, en la que se absorbe y regresa MI
PENSAMIENTO. Siempre el mismo mal. No logro pensar. Comprenda este
hueco, esta intensa y duradera nada. Esta vegetación. Qué espantosamente
vegeto. No puedo avanzar ni retroceder. Estoy fijo, localizado alrededor de un
punto que es siempre el mismo y al que todos mis libros traducen. Pero ahora
he dejado mis libros detrás de mí. No logro superarlos. Pues para superarlos
habría primeramente que vivir. Y yo me obstino en no vivir. He intentado
hacerle comprender cómo. Es que mi pensamiento ya no se desarrolla ni en el
espacio ni en el tiempo. No soy nada. Carezco de mí mismo. Pues frente a lo
que fuere –concepción o circunstancia– no pienso nada. Mi pensamiento no
me propone nada. Es en vano que yo busque. Ni por el lado intelectual, ni por
el lado afectivo o puramente imaginario tengo nada. Estoy sin ninguna especie
de reserva. Sin ninguna especie de posibilidad41
.
Artaud es consciente de que no logra poseer su propio pensamiento, lo cual
supondrá un impulso para la original carrera teatral de nuestro autor: frente al arte
como escritura, es decir, como posesión que pone en juego un objeto poseído y un
sujeto que posee, Artaud decide rebelarse y hacer de la obra aprendizaje,
degradación, pérdida, ausencia total e irredimible. La obra no puede ser palabra,
tiene que ser falta de obra, gesto. Y morir a cada momento en ese gesto
irrepetible. Porque, ¿qué mérito habría en dar a la obra la eternidad? ¿Por qué
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perder la voz en el blanco impertérrito de la página? La propuesta artaudiana
constituye una entrega que para darse debe perderse, debe escapar entre los
callejones del tiempo. El arte, entonces, ha de repetirse porque no puede
retenerse, como ocurre en la escena; así, cada pensamiento, se anula en el acto,
se destruye en el gesto, se hace cuerpo. Artaud busca un pensamiento que se
haga carne, que luche por abandonar el fantasma del sentido o los hábitos
vaporosos de la significación. La palabra es un cuerpo, un órgano más, y el
pensamiento queda exento de su duplicidad engañosa porque se salva en la
pérdida, se dignifica en su propia ausencia puesta ahora sobre la superficie de la
piel del actor o en la voz granulada del recitado. El teatro, por tanto, dejaría al
autor la dolorosa experiencia del fluir del pensamiento, de su deslizamiento
inaprensible. Teatro de la crueldad por cuanto tiene de cruel ese dolor que causa la
necesaria pérdida del pensamiento, el desglose de esa duplicidad del pensar,
como si el espejo de la mente se hubiera roto en miles de minúsculos fragmentos;
dispersión, erosión del pensar que se hace obra no por lo que de integridad y
eternidad pueda llegar a tener la literatura, sino por lo que de fragmentario e
inacabado nos ofrece:
El carácter dispersivo de mis poemas, sus defectos formales, el constante
decaimiento de mi pensamiento deben ser atribuidos, no a una falta de
práctica, de dominio del instrumento que manejo, de mi desarrollo intelectual,
sino de un desplome interior de la mente, a una especie de erosión, tanto
esencial como transitoria de mi pensamiento, a la no-posesión efímera de los
logros materiales de mi desarrollo, a la anormal separación de los elementos
del pensamiento: el impulso a pensar, en cada una de las estratificaciones
extremas del pensamiento, incluyendo todos los estados, todas las
bifurcaciones del pensamiento y de la forma. Existe, por tanto, algo que está
destruyendo mi pensamiento, algo que no me impide ser lo que podría ser,
pero me deja, si me permite decirlo así, en suspenso. Algo que me priva de las
palabras que había descubierto, que disminuye mi tensión mental, que
destruye sustancialmente la masa de mi pensamiento según éste evoluciona,
que me roba incluso el recuerdo de los recursos con que nos expresamos y
que traduce con precisión las modulaciones más inseparables, localizadas y
existentes. No insistiré sobre este punto. No es necesario describir mi estado
mental42
.
6. Contra la literatura. Conclusiones
Artaud dio el primer paso para sacar la literatura del libro, para abolir la relación
entre literatura y letra, y recurrió para ello al teatro. Gracias a nuestro autor, hoy
estamos más cerca de abandonar la idea de libro como espacio para la obra. Otros
han seguido su estela: pintadas, poemas visuales, happenings, videopoesía, etc.
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La literatura está hoy más al borde de la quiebra que nunca, quiebra que es, sin
embargo, su principal motor, su condición esencial, su estado. La literatura, como
intuyó Artaud muy tempranamente, surge por esa autodestrucción y halla su futuro
en la mutilación de sus formas. Y todo ello, gracias a algunas de las intuiciones
que en los años 20 o 30 llevaron a Antonin Artaud a subirse a un escenario para
gritar. Se trata de destruir el Texto, su lógica, su enfermiza recurrencia a la verdad,
su condición sacralizada y legislativa, con el fin de sacralizar ahora nuevamente el
cuerpo, el gesto, el movimiento y la voz. El Texto, todo texto, es considerado
palabra verdadera, ley de Dios, está escrito a fuego para la historia, funda,
consolida, deroga, establece, unifica. Artaud exige acabar con el juicio de Dios y
retomar esa muerte nietzscheana de la deidad: "la muerte de dios es la muerte de
esa substancia a la que llamamos espíritu; la muerte del hombre entendido como
substancia/espíritu/conciencia/yo, es la verdadera muerte de dios: no hace falta
dios cuando reina la materia, el cuerpo, el acto"43
. Sin el peso opresivo de esa
amalgama de Dios-razón-ley-lenguaje, la aventura artaudiana puede ahora
liberarse del poder, de la ontología del reflejo que duplica lo real, de la metafísica
de la presencia que sólo entiende la realidad como creaciones fantasmáticas. El
arte ya no será el mismo; el teatro artaudiano encuentra un nuevo cauce por el que
fluir que "no se vincula al teatro, no se inscribe dentro de una historicidad propia al
‘género teatral’, sino que se inscribe en el espacio abierto de la revolución total. El
teatro de la crueldad es el acto revolucionario"44
.
Acaso Artaud quiso destruir la literatura, pero no por ello echarla al fuego, sino
hacerla parte de sí, escribir una escritura que destruye, escribir con sangre, como
diría Nietzsche, escribir con el cuerpo, con el grito, el jadeo, con cada uno de los
músculos sobre la página de la escena. La destrucción de la literatura que opera
en la producción artaudiana es la consagración de su teatro: Artaud se alza contra
la condición archivística de la literatura: ni el museo-biblioteca, ni el documento-
libro. La obra de Artaud ha de morir con él, ya que constituye sólo una gestualidad,
una vibración en la voz. El teatro encuentra su más pura esencia en esta abolición
de las formas de fijación que operan en la cultura occidental. El teatro es aquello
irrepetible, su dimensión estética depende de esa pérdida, de esa falta de obra
que lo recorre. La propuesta escénica artaudiana está vinculada a la destrucción. Y
es por ello que, a pesar del tiempo que pasa sobre su obra, el hecho de que la
producción artaudiana constituya una destrucción de sus límites, una
reivindicación del cuerpo y un forcejeo del pensamiento consigo mismo, dota a su
poética teatral de una total actualidad. La propuesta artaudiana es una propuesta
válida para la escena del siglo XXI, enfangada aún en las formas clásicas de la
representación y en un ingenuo psicologismo de gesto conservadurista. Artaud nos
previno con varias décadas de antelación de los problemas que aún hoy se palpan
en la escena contemporánea, y contra todos ellos edificó su teatro de la crueldad,
un teatro para la reflexión, alzado contra el poder (contra todo poder) con el fin de
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lograr una liberación total del ser humano, víctima de sus propios prejuicios, de
sus propias limitaciones, de sus propias leyes –de su escritura.
Jorge Fernández Gonzalo
Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, es además poeta, ensayista ytraductor. En calidad de poeta es autor de cinco poemarios por los que ha recibido diferentes galardones. Ensu trayectoria como ensayista ha publicado Filosofía zombi (Finalista del premio Anagrama 2011), La muertede Acteón (2011, Editorial Eutelequia) y próximamente, en la misma colección, Pornograffiti. Cuerpo ydisidencia (2013). Colabora además con diversas revistas sobre literatura y pensamiento, y ha traducidorecientemente la obra de Baudelaire Las flores del mal (Lapsus Calami, 2012).
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Fecha de recepción 27 de diciembre de 2012
Fecha de aprobación 20 de enero 2013
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1 Sontag, Susan. Aproximación a Artaud. Lumen, Barcelona, 1976, pp. 11-12.2 Pellegrini, Aldo. «Artaud, el enemigo de la sociedad», en ARTAUD, Antonin. Van Gogh, el suicidado de lasociedad. Argonauta, Buenos Aires, p. 7.3 Deleuze, Gilles; Guattari, Félix. El antiedipo. Barral, Barcelona, 1973.4 Artaud, Antonin. El teatro y su doble. Instituto del Libro, La Habana, 1969, p. 12.5 Ibíd., p. 17-18.6 Ibíd., p. 190.7 Ibíd., p. 10.8 Ibíd., p. 80.9 Ibíd., p. 231.10 Ibíd., p. 74.11 Ibíd., p. 203.12 Ibíd., pp. 203-204.13 Ibíd., p. 200.14 Del Barco, Óscar. «Prólogo», en ARTAUD, Antonin. Textos revolucionarios. Calden, Buenos Aires, 1972,pp. 24-25.15 Foucault, Michel. Historia de la locura en la época clásica. Fondo de Cultura Económica, México, 1997,Tomo II, p. 301.16 Sontag, Susan. Op. cit., p. 34.17 Cortázar, Julio. Obra Crítica / 2. Alfaguara, Madrid, 1994, 153.18 Artaud, Antonin. Op. cit., p. 6.19 Deleuze, Gilles; Guattari, Félix. Op. cit.20 Dumoulié, Camille. Nietzsche y Artaud: por una ética de la crueldad. Siglo XXI, México, 1996, p. 141.21 Scarpetta, Guy. «La dialéctica cambia de materia», en SOLLERS, Philippe, Artaud. Pre-Textos, Valencia,1977, p. 237.22 Ibíd., p. 236.23 BROOK, Peter. El espacio vacío: arte y técnica del teatro. Península, Barcelona, 1986.24 LYOTARD, Jean-François. Dispositivos pulsionales. Fundamentos, Madrid, 1981, pp. 89-97.25 KRISTEVA, Julia. «El sujeto en proceso», en SOLLERS, Philippe. Artaud. Pre-Textos, Valencia, 1977, p.83.26 Rodríguez García, José Luis. Mirada, escritura, poder. Bellatierra, Barcelona, 2002, p. 242.27 LYOTARD, Jean-François. Op. cit., p. 92.28 Cfr. SONTAG, Susan. Op. cit., p. 29.29 Cfr. LYOTARD, Jean-François. Op. cit., p. 93.30 DELEUZE, Gilles. Derrames: entre el capitalismo y la esquizofrenia. Cactus, Buenos Aires, 2005, p. 93.31 Rodríguez García, José Luis. Antonin Artaud. Barcanova, Barcelona, 1981, p. 148.32 Apud. Rodríguez García, José Luis. Ibíd., pp. 148-149.33 Cfr. Artaud, Antonin. Op. cit., p. 200.34 KIEFFER, Anna. Antonin Artaud: Uma poética do pensamento. Universidade da Coruña, Coruña, 2003, p.75.35 Cfr. LYOTARD, Jean-François. Op. cit., p. 93.36 Cfr. ARTAUD, Antonin. Op. cit., p. 190.37NIETZSCHE, Friedrich Wilhelm. La voluntad de poder. Edaf, Madrid, 2000.38 BLANCHOT, Maurice. La conversación infinita. Arena Libros, Madrid, 2008, p. 378.39 Cfr. ARTAUD, Antonin. Op. cit., pp. IX-X.40 DUROZOI, Gérard. Artaud, la enajenación y la locura. Ed. Guadarrama, Madrid, 1975, p. 72.41 ARTAUD, Antonin. Textos revolucionarios. Calden, Buenos Aires, 1972, p. 39.42 PIÑERA, Virgilio. «Artaud, fundador de una nueva vanguardia», en ARTAUD, Antonin. El teatro y su doble.Instituto del Libro, La Habana, 1969, p. X.43 Cfr. DEL BARCO, Óscar. Op. cit., p. 24-25.44 Ibíd., p. 22.
Revista Observaciones Filosóficas - Nº 14 / 2012
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