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ROBBIE Y OTROS RELATOS-ISAAC ASIMOV ROBBIE —Noventa y ocho... noventa y nueve... cien. Gloria apartó el pequeño antebrazo que tenía delante de los ojos y permaneció quieta un momento, arrugando la nariz y parpadeando ante la luz del sol. A continuación, intentando mirar en todas las direcciones a la vez, se apartó unos pasos cautelosos del árbol contra el cual había estado apoyada. Estiró el cuello para investigar las posibilidades de un grupo de arbustos a la derecha y seguidamente se alejó más a fin de obtener un ángulo mejor para observar su oscuro interior. El silencio era profundo salvo por el incesante zumbido de los insectos y el poco frecuente gorjeo de algún pájaro robusto, que desafiaba el sol de mediodía. Gloria hizo pucheros. —Apuesto a que se ha metido dentro de la casa y le he dicho un millón de veces que esto no es justo. Con los finos labios apretados fuertemente y un severo ceño arrugando su frente, se encaminó decidida hacia el edificio de dos plantas situado después de la avenida. Demasiado tarde oyó el sonido de un crujido detrás de ella, seguido por las claras y rítmicas pisadas fuertes de los pies metálicos de Robbie. Se dio la vuelta para ver cómo su triunfante compañero surgía de su escondite y se dirigía al árbol cabaña a toda velocidad. Gloria gritó consternada: —¡Espera, Robbie! ¡Esto no es justo, Robbie! Me habías prometido que no correrías hasta que te encontrase. Sus pequeños pies no podían en absoluto tomar la delantera a las zancadas gigantes de Robbie. Luego, a tres metros de la meta, el paso de Robbie aminoró de repente hasta simplemente arrastrarse, y Gloria, con un impulso final de salvaje velocidad, lo adelantó sin aliento para tocar primero la bienvenida corteza del árbol. Se volvió con júbilo hacia el fiel Robbie y, con la más baja de las ingratitudes, recompensó su sacrificio echándole cruelmente en cara su falta de habilidad corriendo.

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ROBBIE Y OTROS RELATOS-ISAAC ASIMOV

ROBBIE

—Noventa y ocho... noventa y nueve... cien.Gloria apartó el pequeño antebrazo que tenía delante de los ojos y permaneció quieta un momento, arrugando la nariz y parpadeando ante la luz del sol. A continuación, intentando mirar en todas las direcciones a la vez, se apartó unos pasos cautelosos del árbol contra el cual había estado apoyada.Estiró el cuello para investigar las posibilidades de un grupo de arbustos a la derecha y seguidamente se alejó más a fin de obtener un ángulo mejor para observar su oscuro interior. El silencio era profundo salvo por el incesante zumbido de los insectos y el poco frecuente gorjeo de algún pájaro robusto, que desafiaba el sol de mediodía.Gloria hizo pucheros.—Apuesto a que se ha metido dentro de la casa y le he dicho un millón de veces que esto no es justo.Con los finos labios apretados fuertemente y un severo ceño arrugando su frente, se encaminó decidida hacia el edificio de dos plantas situado después de la avenida.Demasiado tarde oyó el sonido de un crujido detrás de ella, seguido por las claras y rítmicas pisadas fuertes de los pies metálicos de Robbie. Se dio la vuelta para ver cómo su triunfante compañero surgía de su escondite y se dirigía al árbol cabaña a toda velocidad.Gloria gritó consternada:—¡Espera, Robbie! ¡Esto no es justo, Robbie! Me habías prometido que no correrías hasta que te encontrase.Sus pequeños pies no podían en absoluto tomar la delantera a las zancadas gigantes de Robbie. Luego, a tres metros de la meta, el paso de Robbie aminoró de repente hasta simplemente arrastrarse, y Gloria, con un impulso final de salvaje velocidad, lo adelantó sin aliento para tocar primero la bienvenida corteza del árbol.Se volvió con júbilo hacia el fiel Robbie y, con la más baja de las ingratitudes, recompensó su sacrificio echándole cruelmente en cara su falta de habilidad corriendo.—¡Robbie no sabe correr! —gritó con el tono más alto de su voz de ocho años—. Le puedo ganar cuando quiera. Le puedo ganar cuando quiera. —Y cantaba las palabras con un ritmo estridente.Robbie no contestó, por supuesto... no con palabras. Por el contrario, se puso a hacer ver que corría avanzando palmo a palmo hasta que Gloria empezó a correr detrás de él; éste la esquivaba por poco, obligándola a girar en inútiles círculos, con los bracitos extendidos y abanicando el aire.—¡Robbie, estate quieto! —chilló, mientras se reía con sacudidas jadeantes.Hasta que él se volvió de pronto y la cogió en volandas, haciéndola girar de forma que durante un momento ella vio cómo el mundo descendía debajo de un vacío azul y los árboles verdes se estiraban ávidamente boca abajo hacia el infinito. Luego, otra vez sobre la hierba, apoyada contra la pierna de Robbie y todavía agarrando un duro y metálico dedo.Al cabo de poco rato, recobró el aliento. Se retocó en vano el pelo despeinado en una vaga imitación de uno de los gestos de su madre y se volvió para ver si el vestido se había roto.Golpeó con la mano el torso de Robbie.—¡Eres un chico malo! ¡Te voy a pegar!Y Robbie se encogió y se cubrió el rostro con las manos, así que ella tuvo que añadir:

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Isaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 2—No. No lo haré, Robbie. No quiero pegarte. Pero en cualquier caso, ahora me toca a mí esconderme porque tú tienes las piernas más largas y habías prometido no correr hasta que te encontrase.Robbie hizo un gesto de asentimiento con la cabeza -un pequeño paralelepípedo con los ángulos redondos y los extremos inferiores sujetos por medio de un tubo flexible y corto a un paralelepípedo similar pero mucho mayor que servía de torso- y se puso obedientemente de cara al árbol. Sobre sus ojos brillantes descendió una película fina y metálica y desde el interior del cuerpo salió un constante y resonante tic-tac.—Ahora no mires de reojo... y no te saltes ningún número —advirtió Gloria, que corrió a esconderse.Los segundos fueron marcados con una regularidad invariable y, al centésimo, se levantaron los párpados y el rojo brillante de los ojos de Robbie rastrearon el entorno. Descansaron por un momento en una guinga abigarrada que sobresalía detrás de una roca. Avanzó unos pasos y se convenció de que Gloria estaba escondida detrás.Lentamente, permaneciendo siempre entre Gloria y el árbol, avanzó hacia el escondite y, cuando Gloria estuvo completamente a la vista no pudiendo ya siquiera decirse que no había sido vista, él extendió un brazo hacia ella, dando con la otra una palmada a su pierna de forma que sonase. Gloria salió mohína.—¡Has mirado! —exclamó, con gran injusticia—. Además, estoy cansada de jugar al escondite. Quiero cabalgar.Pero Robbie estaba dolido por la injusta acusación, se sentó con cuidado y movió pesadamente la cabeza de un lado al otro.Gloria cambió inmediatamente de tono, por uno más amable y mimoso.—Vamos, Robbie. No quería decir eso de que habías mirado. Dame un paseo.Sin embargo, Robbie no era tan fácil de conquistar. Se puso a mirar fijamente el cielo con porfía y sacudió la cabeza de forma todavía más enfática.—Por favor, Robbie, por favor, dame una vuelta —dijo ella, mientras rodeaba su cuello con rosados brazos y lo abrazaba fuertemente. Luego, cambiando de pronto de humor, se apartó—. Si no quieres, me pondré a llorar. —Y su rostro se preparó distorsionándose terriblemente.Insensible, Robbie prestó escasa atención a esta terrible eventualidad, y sacudió la cabeza por tercera vez. Gloria consideró necesario jugar su triunfo.—Si no quieres —exclamó calurosamente—, no volveré a contarte cuentos, así de simple. Ni uno solo...Ante este ultimátum, Robbie cedió inmediata e incondicionalmente, asintiendo de forma vigorosa con la cabeza hasta que el metal de su cuello zumbó. Con sumo cuidado, levantó a la niña y la colocó sobre sus anchos y planos hombros.Las amenazadoras lágrimas de Gloria cesaron de inmediato y canturreó feliz. La piel metálica de Robbie, mantenida a la constante temperatura de veintiún grados por medio de unas bobinas interiores de alta resistencia, era agradable y acogedora, y el sonido maravillosamente fuerte que producían los talones de ella al chocar contra su pecho mientras saltaban de forma rítmica, era encantador.—Eres una aeronave patrullera, Robbie, eres una grande y plateada aeronave patrullera. Extiende los brazos rectos... Si vas a ser una aeronave patrullera, debes hacerlo, Robbie.La lógica era irrefutable. Los brazos de Robbie eran alas que cazaban las corrientes aéreas y él era una plateada aeronave patrullera.Isaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 3

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Gloria giró la cabeza del robot y la dirigió hacia la derecha. Él se inclinó de lado bruscamente. Gloria equipó la aeronave con un motor que hacia «B-r-r-r» y a continuación con unas armas que decían «Pow-pow» y «Sh-sh-sh-sh-sh». Daban caza a los piratas y entraron en juego los estallidos de la nave. Los piratas caían como moscas.—Dale a otro... Otros dos —gritó ella.Luego:—Más de prisa, chicos —dijo Gloria pomposamente—, nos estamos quedando sin municiones.Apuntó sobre su propio hombro con valor indomable y Robbie era una nave espacial de nariz contundente que se empinaba en el vacío a la máxima aceleración.Corrió a gran velocidad a través del campo despejado hasta el sendero de hierba alta del otro lado, donde se detuvo con una brusquedad que provocó un chillido de su sofocado jinete, y seguidamente la dejó caer sobre la suave y verde alfombra.Gloria respiraba con dificultad, jadeaba y emitía intermitentes susurros exclamativos de:—¡Oh, qué bonito ha sido!Robbie esperó hasta que ella hubiese recobrado el aliento y entonces le estiró suavemente de un rizo.—¿Quieres algo? —dijo Gloria, con los ojos abiertos de par en par con una complejidad aparentemente ingenua que no engañó a su «niñera» en absoluto. Le estiró más fuerte del mechón.—Ah, ya lo sé, quieres un cuento. —Robbie asintió rápidamente—. ¿Cuál?Robbie hizo un semicírculo en el aire con un dedo.La pequeña protestó.—¿Otra vez? Te he contado «Cenicienta» un millón de veces. ¿No estás cansado de oírla...? Es para niños.Otro semicírculo.—Oh, bien —Gloria se preparó, repasó el cuento en su mente (junto con sus propias elaboraciones que eran varias) y empezó—: ¿Estás preparado? Bien... Érase una vez una hermosa niña que se llamaba Ella. Y tenía una madrastra terriblemente cruel y dos hermanastras muy feas y muy crueles y...Gloria estaba llegando al punto álgido del cuento -estaba sonando la medianoche y todo estaba volviendo al original y pobre escenario, mientras Robbie escuchaba tensamente con ojos ardientes- cuando llegó la interrupción.—¡Gloria!Era el tono alto de la voz de una mujer que había estado llamando no una, sino varias veces; y tenía el tono nervioso de alguien cuya ansiedad estaba empezando a transformarse en impaciencia.—Mamá me está llamando —dijo Gloria, no del todo feliz—. Será mejor que me lleves a casa, Robbie.Robbie obedeció con presteza pues en cierto modo había algo dentro de él que consideraba que lo mejor era obedecer a la señora Weston, sin siquiera una pizca de vacilación. El padre de Gloria rara vez estaba en casa durante el día salvo los domingos -hoy, por ejemplo- y, cuando estaba, la madre de Gloria era una fuente de desasosiegos para Robbie y siempre estaba presente el impulso de escabullirse de su vista.Isaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 4La señora Weston los vio cuando aparecieron por encima de la mata de hierba alta que los tapaba y entró en la casa a esperarlos.—Me he quedado ronca de gritar, Gloria —dijo, severamente—. ¿Dónde estabas?

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—Estaba con Robbie —dijo Gloria, con voz temblorosa—. Le estaba contando Cenicienta y me he olvidado de que era la hora de comer.—Bien, es una lástima que Robbie también lo haya olvidado. —Luego, como si esto le hubiera recordado la presencia del robot, se volvió hacia él—. Puedes marcharte, Robbie. Ahora no te necesita. —Y, brutalmente—: Y no vuelvas hasta que te llame.Robbie dio media vuelta para marcharse, pero titubeó cuando Gloria gritó en su defensa:—Espera, mamá, deja que se quede. No he terminado de contarle Cenicienta. Le he dicho que se lo contaría y no he terminado.—¡Gloria!—De verdad, mamá, se quedará tranquilo, ni siquiera te darás cuenta de que está. Puede sentarse en la silla del rincón y no dirá ni una palabra, quiero decir no hará nada. ¿Verdad, Robbie?Robbie, así interpelado, movió una vez en señal afirmativa su maciza cabeza arriba y abajo.—Gloria, si no paras con esto inmediatamente, no verás a Robbie durante una semana entera.La niña bajó los ojos.—¡Está bien! Pero Cenicienta es su cuento favorito y no lo he terminado... Y le gusta mucho.El robot se alejó con paso desconsolado y Gloria contuvo un sollozo.George Weston estaba a gusto. Solía estar a gusto los domingos por la tarde. Una buena y abundante comida a la sombra; un bonito y blando sofá en estado ruinoso para tumbarse; un ejemplar del Times; zapatillas en los pies y el pecho desnudo... ¿cómo podría alguien evitar estar a gusto?Por consiguiente, no apreció nada que entrase su mujer. Después de diez años de vida matrimonial, era todavía tan indeciblemente estúpido como para quererla y no había duda de que siempre estaba contento de verla; sin embargo las tardes de los domingos eran sagradas para él y su idea de la sólida relajación era que lo dejasen en completa soledad por espacio de dos o tres horas. Por lo tanto, posó firmemente su mirada en los últimos informes sobre la expedición Lefebre-Yoshida a Marte (ésta iba a salir de la Base Lunar y podía finalmente ser un éxito) e hizo como si ella no estuviese.La señora Weston esperó con paciencia dos minutos, luego con impaciencia otros dos, y finalmente rompió el silencio.—¡George!—¿Mmmmm?—¡He dicho George! ¿Quieres dejar ese periódico y mirarme?El periódico crujió al caer al suelo y Weston volvió hacia su mujer una cara hastiada.—¿Qué pasa, querida?—Ya sabes lo que pasa, George. Se trata de Gloria y esa horrible máquina.—¿Qué horrible máquina?—Ahora no pretendas que no sabes de lo que estoy hablando. Es ese robot que Gloria llama Robbie. No la deja ni un momento.Isaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 5—Bien, ¿por qué debería hacerlo? Se supone que está para esto. Y de cierto no es una máquina horrible. Es el mejor condenado robot que pueda comprar el dinero y sin duda me ha costado los ingresos de medio año. Sin embargo, lo vale... El condenado es más listo que la mitad del equipo de mi oficina.Hizo un movimiento para volver a coger el periódico, pero su mujer fue más rápida y lo agarró ella.

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—Escúchame, George. No quiero que mi hija esté confiada a una máquina... y no me importa lo lista que sea. No tiene alma y nadie sabe lo que puede estar pensando. Sencillamente un niño no está hecho para que lo cuide una cosa de metal.Weston frunció el ceño.—¿Cuándo has decidido esto? Hace dos años que está con Gloria y no te había visto preocupada hasta ahora.—Al principio era diferente. Era una novedad; me sacó una carga de encima... y estaba de moda hacerlo. Pero ahora no sé. Los vecinos...—Bien, ¿qué pintan los vecinos con esto? Ahora, escucha. Se puede confiar infinitamente más en un robot que en una niñera humana. En realidad, Robbie fue construido con un único objetivo: ser el compañero de un niño pequeño. Toda su «mentalidad» ha sido creada para este propósito. Sencillamente no puede evitar ser leal, encantador y amable. Es una máquina... hecha así. Es más de lo que se puede decir con respecto a los humanos.—Pero algo puede ir mal. Algún... algún... —la señora Weston estaba un poco confusa en lo tocante al interior de un robot—, algún chismecito se soltará, la cosa horrible perderá los estribos y... y... —no pudo cobrar el valor para completar el bastante obvio pensamiento.—No tiene sentido —negó Weston, con un involuntario escalofrío nervioso—. Esto es completamente ridículo. Cuando compramos a Robbie hablamos mucho sobre la Primera Ley de la Robótica. Tú sabes que es imposible que un robot haga daño a un ser humano; que mucho antes de que pueda funcionar mal hasta el punto de alterar la Primera Ley, un robot se volvería completamente inoperable. Es matemáticamente imposible. Además, dos veces al año acude un ingeniero de U.S. Robots para hacerle al pobre aparato una revisión completa. Es más fácil que tú y yo nos volvamos locos de repente a que algo vaya mal con Robbie, de hecho mucho más. Por otra parte, ¿cómo vas a separarlo de Gloria?Hizo otra tentativa inútil hacia el periódico y su mujer lo arrojó con furia a la otra habitación.—¡Se trata precisamente de esto, George! No quiere jugar con nadie más. Hay docenas de niños y niñas con los que debería hacer amistad, pero no quiere. No se acerca a ellos si yo no la obligo. Una niña pequeña no debe crecer así. Tú quieres que sea normal, ¿verdad? Tú quieres que sea capaz de formar parte de la sociedad.—Estás sacando las cosas de quicio, Grace. Imagínate que Robbie es un perro. He visto cientos de niños que antes se quedarían con su perro que con su padre.—Un perro es diferente, George. Debemos deshacernos de esta horrible cosa. Puedes volver a venderlo a la compañía. Lo he preguntado y puedes hacerlo.—¿Lo has preguntado? Ahora escucha, Grace, no te subas por las paredes. Nos quedaremos con el robot hasta que Gloria sea mayor y no quiero volver a hablar de esta cuestión. —Y con esto salió ofendido de la habitación.Dos días después, la señora Weston esperaba por la tarde a su marido en la puerta.—Tienes que escuchar esto, George. En el pueblo hay mal ambiente.Isaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 6—¿Por qué? —preguntó Weston. Se metió en el cuarto de baño y ahogó toda posible contestación con el chapoteo del agua.La señora Weston esperó. Dijo:—Por Robbie.Weston salió, con la toalla en la mano y el rostro rojo y airado.—¿De qué estás hablando?

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—Oh, ha ido creciendo y creciendo. Había intentado ignorarlo, pero no voy a seguir haciéndolo. La mayoría de la gente del pueblo considera que Robbie es peligroso. No permiten que los niños se acerquen por aquí al atardecer.—Nosotros confiamos nuestra hija a este aparato.—Bien, la gente no es tolerante con estas cosas.—Entonces al demonio con ellos.—Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo que hacer las compras allí. Yo tengo que verlos cada día. Y con respecto a los robots actualmente es peor en la ciudad. Nueva York acaba de ordenar que ningún robot debe permanecer en la calle entre la puesta y la salida del sol.—De acuerdo, pero no pueden evitar que nosotros tengamos un robot en nuestra casa. Grace, ésta es una de tus campanas. Lo sé. Pero es inútil. ¡La respuesta sigue siendo, no! ¡Nos quedamos con Robbie!Pero él quería a su mujer -y lo que era peor, su mujer lo sabía. George Weston, al fin de cuentas, no era más que un hombre, pobrecito, y su esposa hizo pleno uso de todos los mecanismos que el sexo más torpe y más escrupuloso ha aprendido a temer, con razón e inútilmente.Diez veces durante la misma semana, él gritó:—Robbie se queda.. ¡y no hay más que hablar! —Y cada vez la frase resultaba más débil e iba acompañada de un gemido más alto y agonizante.Llegó por fin el día en que Weston se acercó a su hija con sentimiento de culpa y le sugirió un espectáculo «maravilloso de visivox» en el pueblo.Gloria aplaudió feliz.—¿Robbie puede ir?—No, querida —dijo, y se estremeció ante el sonido de su voz—, no dejan entrar robots en el visivox; pero se lo puedes contar todo cuando vuelvas a casa —pronunció torpemente las últimas palabras y desvió la vista.Gloria regresó del pueblo rebosante de entusiasmo, pues el visivox había sido en efecto un espectáculo maravilloso.Esperó a que su padre aparcase el coche a reacción en el garaje subterráneo.—Ya verás cuando se lo cuente a Robbie, papá. Le habría gustado más que cualquier cosa... Especialmente cuando Francis Fran estaba retrocediendo mu-y-y despacito, fue a dar con el Hombre Leopardo y tuvo que echar a correr —Se rió de nuevo—. Papá, ¿realmente hay Hombres Leopardo en la Luna?—Probablemente no —dijo Weston, ausente—. Simplemente es divertido hacerlo creer.Ya no podía entretenerse más con el coche. Tenía que afrontarlo.Gloria cruzó el césped corriendo.—Robbie... ¡Robbie!Isaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 7Entonces se detuvo de repente al ver un precioso pastor escocés que la miraba con unos ojos marrones y serios mientras movía la cola en el porche.—¡Oh, qué perro tan bonito! —Gloria subió los escalones a saltos, se acercó cautelosamente a él y le pasó la mano por encima—. ¿Es para mí, papá?Su madre se había reunido con ellos.—Así es, Gloria. Es precioso... suave y peludo. Es muy simpático. Le gustan las niñas pequeñas.—¿Conoce juegos?—Claro. Puede hacer cualquier tipo de trucos. ¿Quieres ver alguno?

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—Un momento. Quiero que Robbie también lo vea... ¡Robbie! —Se detuvo, insegura, y frunció el ceño—. Apuesto a que se ha quedado en su habitación porque está enfadado conmigo por no habérmelo llevado al visivox. Papá, tendrás que explicárselo. Es posible que a mí no me crea, pero lo creerá si se lo dices tú, es así.Los labios de Weston se apretaron. Miró hacia su mujer pero no pudo encontrar su mirada.Gloria se volvió precipitadamente y bajó corriendo la escalera del sótano, gritando mientras se alejaba:—Robbie... Ven a ver lo que me han traído papá y mamá. Me han traído un perro, Robbie.Al cabo de un minuto estaba de vuelta, pequeña niña asustada.—Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde está? —No hubo respuesta, George Weston tosió y de repente le interesó en extremo una nube deslizándose sin rumbo. La voz de Gloria temblaba y estaba al borde de las lágrimas—. ¿Dónde está Robbie, mamá?La señora Weston se sentó y acercó cariñosamente a su hija hacia ella.—No llores, Gloria. Creo que Robbie se ha ido.—¿Se ha ido? ¿A dónde? ¿Dónde se ha ido, mamá?—Lo hemos buscado, buscado y buscado, pero no lo hemos encontrado. Nadie lo sabe, querida. Simplemente se ha ido.—¿Quieres decir que no volverá nunca más? —Sus ojos se habían vuelto redondos por el horror.—Quizá lo encontremos pronto. Seguiremos buscándolo. Y mientras tanto puedes jugar con tu bonito perro nuevo. ¡Miralo! Se llama Lightning y puede...Pero los párpados de Gloria estaban empapados.—Yo no quiero a este perro repugnante... quiero a Robbie. Quiero que me encuentres a Robbie.Su sentimiento se volvió demasiado profundo para hablar y balbuceaba en un lamento estridente.La señora Weston miró a su marido en busca de ayuda, pero él se limitó a arrastrar los pies malhumorado y no dejó de mirar fijamente el cielo, así que ella se inclinó para la tarea de consolar a la niña.—¿Por qué lloras, Gloria? Robbie era sólo una máquina, únicamente una asquerosa máquina vieja. No tenía vida alguna.—¡No era no una máquina! —gritó Gloria, fiera e incorrectamente—. Era una persona como tú y como yo y era mi amigo. Quiero que vuelva. Oh, mamá, quiero que vuelva.Su madre gimió derrotada y dejó a Gloria con su pena.—Deja que llore —le dijo a su marido—. Las penas infantiles nunca duran mucho. Dentro de pocos días, habrá olvidado que ese horrible robot ha existido jamás.Isaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 8Pero el tiempo mostró que la señora Weston había sido un poco demasiado optimista. Es más, Gloria dejó de llorar, pero dejó también de reír y los días que transcurrían la hallaron cada vez más silenciosa y sombría. Gradualmente, su actitud de infelicidad pasiva hizo que la señora Weston se rindiese y todo lo que le impedía ceder era la imposibilidad de admitir su derrota al marido.Luego, una noche, se precipitó a la sala de estar, se sentó y cruzó los brazos, parecía enloquecida.Su marido alargó el cuello para verla sobre el periódico.—¿Qué pasa ahora, Grace?

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—Es la niña, George. Hoy he tenido que devolver el perro. Gloria decía de forma contundente que no podía soportar verlo. Me está llevando a una crisis nerviosa.Weston dejó el periódico y un esperanzador resplandor tomó posesión de su mirada.—Tal vez... Tal vez deberíamos traer de nuevo a Robbie. Se puede hacer, ¿sabes? Puedo ponerme en contacto con...—¡No! —contestó ella, inexorablemente—. No quiero oír hablar de ello. No vamos a ceder tan fácilmente. Mi hija no será cuidada por un robot si hacen falta años para consolarse de su pérdida.Weston volvió a coger el periódico con un aire de disgusto.—Un año así me volvería el cabello prematuramente blanco.—Eres de una gran ayuda, George —fue la gélida respuesta—. Lo que Gloria necesita es un cambio de aires. Es natural que no pueda olvidar a Robbie aquí. Cómo podría si cada árbol y cada piedra le recuerda a él. Realmente es la situación más tonta que jamás he conocido. Una niña languideciendo a causa de un robot.—Bien, basta con esto. ¿Cuál es el cambio que tienes en mente?—Vamos a llevarla a Nueva York.—¡A la ciudad! ¡En agosto! Dime, ¿tú sabes lo que es Nueva York en agosto? Insoportable.—Millones de personas no piensan así.—No tienen un lugar como éste donde ir. Si no tuviesen que quedarse en Nueva York, no lo harían.—Bien, no importa. He dicho que nos marchamos ahora, o tan pronto como podamos disponerlo todo. En la ciudad, Gloria encontrará suficientes cosas interesantes y suficientes amigos para reanimarse y olvidar a aquella máquina.—Oh, Señor —se quejó la mitad más débil—, esas calzadas ardientes.—Tenemos que hacerlo —fue la impertérrita respuesta—. Gloria ha adelgazado dos kilos en el último mes y la salud de mi niñita es más importante que tu comodidad.—Es una lástima que no pensases en la salud de tu niñita antes de privarla de su robot de compañía —murmuró él... para sus adentros.Gloria dio inmediatos signos de mejora cuando se enteró del inminente viaje a la ciudad. Hablaba poco de ello, pero cuando lo hacía era siempre con viva ilusión. Empezó a sonreír de nuevo y a comer casi con su apetito anterior.La señora Weston se felicitó por esta alegría y no perdió oportunidad de mostrarse triunfal con su todavía escéptico marido.—Ya lo ves, George, ayuda a hacer el equipaje como un angelito y parlotea como si no tuviese una sola inquietud en el mundo. Es exactamente lo que yo te había dicho... todo lo que necesitamos es sustituir el interés.Isaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 9—Mmmm —fue la escéptica respuesta—. Eso espero.Los preliminares tuvieron lugar rápidamente. Se hicieron los arreglos oportunos para la preparación del piso de la ciudad y fue contratada una pareja para ocuparse de la casa de campo. Cuando por fin llegó el día del viaje, Gloria era completamente la de antes y por sus labios no pasó mención alguna sobre Robbie.La familia, de muy buen humor, cogió un girotaxi para dirigirse al aeropuerto (Weston habría preferido utilizar su giro privado, pero era de dos plazas sin sitio para el equipaje) y se subieron al avión que estaba esperando.—Ven, Gloria —llamó la señora Weston—. Te he guardado un asiento junto a la ventanilla para que puedas contemplar el paisaje.

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Gloria recorrió el pasillo alegremente, aplastó la nariz contra un óvalo blanco junto al grueso cristal transparente y se puso a observar con una atención creciente mientras la repentina tos del motor empezaba a zumbar detrás en el interior. Era demasiado pequeña para asustarse cuando el suelo desapareció como si hubiese pasado por una escotilla y ella de repente dobló su peso habitual, pero no demasiado pequeña para estar muy interesada. No fue hasta que la tierra se convirtió en un diminuto mosaico acolchado que apartó la nariz y se volvió de nuevo hacia su madre.—¿Llegaremos pronto a la ciudad, mamá? —preguntó, mientras se frotaba la helada nariz y miraba con interés cómo la mancha de humedad que había dejado su respiración en el vidrio se reducía lentamente y desaparecía.—Dentro de aproximadamente media hora, querida —y añadió sin el mínimo rastro de ansiedad—: ¿Estás contenta de que vayamos? ¿Verdad que estarás encantada en la ciudad con todos los edificios, la gente y cosas para ver? Iremos al visivox cada día, a espectáculos, al circo, a la playa y...—Sí, mamá —fue la contestación poco entusiasta de Gloria.El avión pasaba por un banco de nubes en aquel momento y la atención de Gloria fue absorbida por el espectáculo insólito de las nubes por debajo de ella. Luego volvieron al cielo claro y ella se dirigió a su madre con un repentino aire misterioso de secreto conocimiento.—Yo sé por qué vamos a la ciudad, mamá.—¿Lo sabes? —la señora Weston estaba perpleja—. ¿Por qué, querida?—No me lo habéis dicho porque queríais darme una sorpresa, pero yo lo sé. —Por un momento, se perdió en la admiración de su aguda penetración y luego se rió alegremente—. Vamos a Nueva York para poder encontrar a Robbie, ¿verdad? Con detectives.Esta declaración cogió a George mientras estaba bebiendo un vaso de agua, con resultados desastrosos. Se produjo una especie de grito ahogado, un géiser de agua y a continuación un exceso de tos asfixiante. Cuando todo hubo pasado, era una persona empapada de agua, con la cara roja y muy, muy contrariada.La señora Weston guardó la compostura, pero cuando Gloria repitió la pregunta con un tono de voz más ansioso, su estado de ánimo se deterioró bastante.—Tal vez —contestó, secamente—. Y ahora siéntate y estate tranquila, por amor de Dios.Nueva York City del 1988 d. de C., era un paraíso para el visitante, más que nunca en su historia. Los padres de Gloria se percataron de ello y le sacaron el mejor partido.Por órdenes directas de su mujer, George Weston se había organizado para que su negocio prescindiese de él por espacio de aproximadamente un mes, a fin de estar libre para dedicar el tiempo a lo que él llamó «alejar a Gloria del borde de la ruina». Como todo lo que hacíaIsaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 10Weston, esto se desarrolló de forma eficiente, concienzuda y práctica. Antes de que hubiese transcurrido el mes, nada de lo que se podía hacer había sido omitido.La llevaron a la cima del Roosevelt Building, de media milla de altura, para observar con temor reverencial el panorama mellado de los tejados que se mezclaban a lo lejos en los campos de Long Island y la tierra plana de Nueva Jersey. Visitaron los zoos donde Gloria contempló con regocijado temor el «león vivo» (bastante decepcionada por el hecho de que los guardianes los alimentasen con carne cruda, en lugar de con seres humanos, como ella había esperado), y pidió de forma insistente y perentoria ver a «la ballena».

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Los distintos museos fueron blanco de la atención por todos compartida, junto con los parques, las playas y el acuario.La llevaron a una excursión que ascendía medio curso del Hudson con un vapor equipado en la forma arcaica de los locos años veinte. Viajó a la estratosfera en un viaje de exhibición, donde el cielo se volvía de un púrpura intenso, surgían las estrellas y la nebulosa tierra bajo ella parecía un enorme recipiente cóncavo. La llevaron en un barco submarino de paredes de cristal bajo las aguas del canal de Long Island, donde en un mundo verde y oscilante, unas cosas acuáticas pintorescas y curiosas se la comían con los ojos y se alejaban contoneándose.En un nivel más prosaico, la señora Weston la llevó a los grandes almacenes donde pudo deleitarse en otro estilo de país de ensueño.De hecho, cuando el mes había casi transcurrido, los Weston estaban convencidos de que se había hecho todo lo concebible para apartar al ausente Robbie de una vez por todas de la mente de Gloria, pero no estaban completamente seguros de haberlo conseguido.Quedaba el hecho de que allí donde fuese Gloría, mostraba el más absorto y concentrado interés por los robots que pudiesen estar presentes. Por muy excitante que fuese el espectáculo que se desarrollaba delante de ella, o por muy nuevo que fuese para sus ojos infantiles, se volvía instantáneamente si por el rabillo del ojo vislumbraba un movimiento metálico.La señora Weston se desviaba de su camino para mantener a Gloria alejada de todos los robots.Y el asunto alcanzó su cima de intensidad con el episodio del Museo de Ciencia e Industria. El museo había anunciado un «programa especial para niños» donde tenía lugar una exhibición de magia científica a escala de la mentalidad infantil. Los Weston, por supuesto, lo clasificaron en su lista como «rotundamente sí».Estaban los Weston completamente absortos en las hazañas de un potente electroimán cuando la señora Weston de pronto se dio cuenta de que Gloria ya no estaba con ella. El pánico inicial se transformó en decisión tranquila y, después de haberse procurado la ayuda de tres empleados, se inició una búsqueda concienzuda.Sin embargo, no era propio de Gloria vagar a la buena de Dios. Para su edad, era una niña insólitamente resuelta y decidida, en esto tenía todos los genes maternos. Había visto un enorme rótulo en la tercera planta, que decía: «Por aquí al Robot Hablador». Después de haberlo leído para sus adentros y haber advertido que sus padres no parecían tomar la dirección adecuada, hizo lo obvio. Esperó un momento oportuno de distracción de los padres, se apartó sin ruido y siguió el rótulo.El Robot Hablador era un tour de force, un aparato carente de todo sentido práctico, que tenía sólo un valor publicitario. Una vez cada hora, un grupo escoltado se colocaba delante y, con prudentes susurros, hacia preguntas al ingeniero al cargo del robot. Aquellas que el ingeniero decidía eran adecuadas para los circuitos del robot, eran transmitidas al Robot Hablador.Isaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 11Era bastante aburrido. Podía ser bonito saber que el cuadrado de catorce es ciento noventa y seis, que la temperatura en este momento es de 72 grados Fahrenheit y la presión atmosférica de 30,02 pulgadas de mercurio, que el peso atómico del sodio es 23, pero realmente uno no necesita un robot para esto. En particular, uno no necesita una masa pesada y totalmente inmóvil de alambres y bobinas que ocupan más de veinte metros cuadrados.

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Poca gente tenía interés en volver para una segunda sesión, pero había una niña de unos dieciséis años sentada muy tranquila en un banco esperando una tercera. Era la única persona en la estancia cuando entró Gloria.Gloria no la miró. En aquel momento, para ella, otro ser humano no era más que una cosa insignificante. Reservó su atención para aquella enorme cosa con ruedas. Titubeó un instante consternada. No se parecía a ningún robot que hubiese visto jamás.Cautelosa e insegura, alzó su trémula voz.—Por favor, señor Robot, señor, ¿es usted el Robot Hablador, señor?No estaba segura, pero le parecía que un robot que efectivamente hablase merecía mucha cortesía.(Una mirada de intensa concentración cruzó el fino y sencillo rostro de la adolescente. Sacó un bloc de notas y empezó a escribir con rápidas manos). Se produjo un bien engrasado zumbido de mecanismos, y una voz con timbre metálico resonó en unas palabras carentes de acento y entonación.—Yo... soy... el... robot... que... habla... —Gloría se lo quedó mirando tristemente. Podía hablar, pero el sonido parecía provenir del interior de cualquier parte. No existía un rostro al que hablarle.Ella dijo:—Necesito ayuda.El Robot parlante estaba diseñado para responder preguntas, pero sólo para aquellas preguntas que pudiera responder. Estaba muy confiado de su habilidad, y por lo tanto dijo:—Puedo... ayudarle...—Gracias, señor Robot, señor. ¿Ha visto a Robbie?—¿Quién... es... Robbie?—Es un robot, señor Robot, señor.Se puso de puntillas.—Es muy alto, señor Robot, señor, muy alto, y muy agradable. Verá, tiene una cabeza. Me refiero a que usted no la tiene, pero él sí, señor Robot, señor.El Robot parlante había quedado desconcertado.—¿Un... robot?—Sí, señor Robot, señor. Un robot como usted, excepto que no puede hablar, naturalmente y... se parece a una persona auténtica.—¿Un... robot... como... yo?—Sí, señor Robot, señor.La única respuesta a esto, por parte del Robot parlante, fue un errático balbuceo y algún sonido incoherente ocasional. La generalización radical ofrecida, respecto de su existencia, no como un objeto particular, sino como miembro de un grupo general, resultó demasiado para él. Lealmente, trató de abarcar el concepto y se quemaron media docena de bobinas. Empezaron a sonar pequeñas señales de alarma.(En aquel momento, la chica, que aún no había pasado la adolescencia, se marchó. Tenía ya bastante para su primer articulo de Física-1, sobre el tema de «Aspectos prácticos de la Robótica». Este articulo era uno de los primeros que escribiría SusanIsaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 12Calvin referentes a aquel tema). Gloria había aguardado, con una impaciencia cuidadosamente reprimida, la respuesta de la máquina, cuando escuchó el grito detrás de ella de «Allí está», y reconoció aquel grito como perteneciente a su madre.—¿Qué estás haciendo aquí, niña mala? —le gritó la señora Weston, cuya ansiedad se estaba disolviendo al instante en cólera—. ¿No sabes que has asustado casi a muerte a tu mamá y a tu papá? ¿Por qué te escapaste?

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El ingeniero en robótica también había entrado allí atropelladamente, mesándose los cabellos y preguntando quién de todas aquellas personas congregadas había estado estropeando la máquina.—¿No han visto los letreros? —aulló—. No se les permite estar aquí sin ir acompañados.Gloria alzó la voz por encima del jaleo:—Yo sólo he venido a ver al Robot parlante, mamá. Creía que podría saber dónde estaba Robbie, porque los dos son Robots.Y luego, ante el pensamiento de que, de repente, Robbie estuviese junto a ella, estalló en un repentino acceso de llanto.—Y tengo que encontrar a Robbie, mamá. Tengo que encontrarle.La señora Weston reprimió un grito y dijo:—Oh, Dios mío. Vamos a casa, George. Esto es más de lo que puedo soportar.Aquella tarde, George Weston estuvo fuera durante varias horas y, a la mañana siguiente, se acercó a su mujer con algo que se parecía mucho a una pagada complacencia.—He tenido una idea, Grace.—¿Acerca de qué? —fue la lúgubre pregunta carente de todo interés.—Acerca de Gloria.—¿No estarás sugiriendo devolverle el robot?—No, naturalmente que no.—Entonces, adelante. Estoy dispuesta a escucharte. Nada de lo que he hecho parece haber servido para nada.—Muy bien. Esto es lo que he pensado. Debí haberte escuchado. Todo el problema con Gloria es que cree que Robbie es una persona y no una máquina. Naturalmente, no puede olvidarlo. Pero si conseguimos convencerla de que Robbie no era más que una amasijo de acero y de cobre en forma de láminas y cables provistos de electricidad como su jugo vital, ¿cuánto tiempo crees que aún lo añorará? Se trata de una especie de ataque psicológico, si comprendes mi punto de vista.—¿Y cómo planeas hacerlo?—Muy fácilmente. ¿Dónde crees que estuve anoche? Persuadí a Robertson, de «U.S. Robots and Mechanical Men Corporation», para que prepare una visita completa a sus instalaciones para mañana por la mañana. Iremos los tres, y cuando hayamos acabado, Gloria estará por completo convencida de que un robot no es una cosa viva.Los ojos de la señora Weston se fueron abriendo de par en par y algo que se parecía mucho a una repentina admiración, brilló en sus ojos.—Sí, George, es una buena idea.Y los botones del chaleco de George Weston se tensaron.—No tiene importancia —dijo.El señor Struthers era un concienzudo director general y tenía una inclinación natural a la locuacidad. De esta combinación, resultó por consiguiente todo ampliamente explicado, quizásIsaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 13incluso explicado en sobremanera, en cada uno de los diferentes pasos. Sin embargo, la señora Weston no se aburría. De hecho, lo interrumpió varias veces y le rogó que repitiese sus explicaciones en un lenguaje más simple a fin de que Gloria pudiese comprenderlas. Bajo la influencia de esta apreciación de sus poderes narrativos, el señor Struthers se extendió de forma genial y, si ello era posible, se volvió todavía más comunicativo.

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George Weston, por su parte, tuvo un rapto de impaciencia.—Discúlpame, Struthers —dijo, interrumpiendo en medio de un discurso sobre la célula fotoeléctrica—. ¿No tenéis en la fábrica una sección donde sólo se utilizan robots como mano de obra?—¿Eh? ¡Oh, si! ¡Sí, claro! —dijo el director general, y sonrió a la señora Weston—. En cierto sentido un circulo vicioso, robots que crean otros robots. Por supuesto, no hacemos de ello una práctica general. Por un motivo, los sindicatos nunca nos lo permitirían. Pero podemos fabricar unos pocos robots utilizando exclusivamente robots como mano de obra, sólo como una especie de experimento científico. ¿Sabéis? —y golpeó contra una palma de la mano sus quevedos como para dar más énfasis a su discurso—. Lo que los sindicatos obreros no comprenden, y debo decir que yo soy un hombre que siempre ha simpatizado mucho con el movimiento obrero en general, es que la implantación de los robots, aunque implique cierta confusión al inicio, será inevitable...—Sí, Struthers —interrumpió Weston—, pero con respecto a esta sección de la fábrica de la que hablas, ¿podemos verla? Estoy seguro de que sería muy interesante.—¡Sí! ¡Sí, por supuesto! —El señor Struthers volvió a ponerse los quevedos con un movimiento convulsivo y dejó escapar una ligera tos de desconcierto—. Seguidme, por favor.Estuvo relativamente callado mientras los precedía a través de un largo pasillo y un tramo de escalera. A continuación, cuando hubieron entrado en una gran sala bien iluminada que zumbaba de actividad metálica, se abrieron las compuertas y el flujo de explicación brotó de nuevo.—¡Ya estáis aquí! —dijo con orgullo en la voz—. ¡Solo robots! Hay cinco supervisores que ni siquiera están en esta habitación. En cinco años, esto es desde que empezó este proyecto, no se ha producido ni un solo accidente. Claro que los robots aquí reunidos son relativamente simples, pero...En los oídos de Gloria la voz del director general se había desvanecido hacía rato para convertirse en un murmullo adormecedor. Toda la excursión le parecía bastante aburrida y sin sentido, aunque había muchos robots a la vista. Pero ninguno era remotamente como Robbie, y los examinaba con abierto desprecio.Se percató de que en aquella habitación no había ninguna persona. Luego su mirada se fijó en seis o siete robots que trabajaban acoplados a una mesa redonda situada en el centro de la sala. Era una habitación grande. No podía estar segura, pero uno de los robots se parecía... se parecía... ¡Lo era!—¡Robbie!Su grito atravesó el aire y uno de los robots de la mesa titubeó y dejó caer la herramienta que tenía sujeta. Gloria casi enloqueció por la alegría. Abriéndose paso a lo largo de la barandilla antes de que ninguno de los padres pudiese detenerla, saltó ágilmente al suelo unos metros mas abajo, y corrió hacia su Robbie, con los brazos al aire y el pelo ondeando.Y los tres horrorizados adultos, mientras permanecían petrificados en el pasillo, vieron lo que la excitada niña no vio: un enorme y pesado tractor avanzando ciega y majestuosamente en su marcada trayectoria.Isaac Asimov Relatos de robotsI.E.S. La Aldea de San Nicolás. www.ieslaaldea.com 14Weston necesitó un segundo para reaccionar y el paso de los segundos lo significaba todo porque Gloria no podía ser alcanzada a tiempo. Si bien Weston saltó sobre la barandilla en un salvaje intento, era obviamente inútil. El señor Struthers indicó

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violentamente a los supervisores que parasen el tractor, pero estos eran sólo humanos e hizo falta tiempo para actuar.Sólo Robbie actuó inmediatamente y con precisión.Con las piernas de metal se tragó el espacio entre él y su pequeña ama sobre la que se precipitó desde la dirección contraria. A partir de ahí todo sucedió de golpe. De una brazada Robbie asió a Gloria, sin aflojar su velocidad ni un ápice y, por consiguiente, dejándola sin respiración. Weston, sin comprender todo aquello que estaba pasando, presintió, más que vio, cómo Robbie lo pasaba rozando y se paraba de forma súbita. El tractor cruzó la trayectoria de Gloria medio segundo después de haberlo hecho Robbie, rodó todavía tres metros y llevó a cabo una parada rechinante y larga.Gloria recobró el aliento, soportó una serie de apasionados abrazos por parte de sus padres y se volvió ilusionada hacia Robbie. Por lo que a ella respectaba, no había ocurrido nada, salvo que había encontrado a su amigo.Pero la expresión de alivio de la señora Weston se había transformado en oscura sospecha. Se volvió a su marido, y a pesar de su despeinado e indecoroso aspecto, consiguió una actitud bastante imponente.—Tú has tramado esto, ¿lo has hecho, verdad?George Weston se enjugó la acalorada frente con el pañuelo. Su mano era poco firme y sus labios apenas podían curvarse en una sonrisa trémula y sumamente débil.La señora Weston siguió con sus elucubraciones:—Robbie no fue proyectado para ingeniería o trabajo de construcción. A ellos no les servía. Lo has puesto aquí deliberadamente para que Gloria pudiese encontrarlo. Sabes que lo has hecho.—Bien, lo he hecho —dijo Weston—. Pero, Grace, ¿cómo iba yo a saber que el encuentro sería tan violento? Y Robbie le ha salvado la vida; tendrás que admitirlo. No puedes alejarlo de nuevo.Grace Weston lo consideró. Se volvió hacia Gloria y Robbie y por un momento los vio de forma abstracta. Gloria se había aferrado al cuello del robot de un modo que habría asfixiado a cualquier criatura que no fuese de metal, y lo palmeaba desatinadamente con un frenesí medio histérico. Los brazos de acerocromo de Robbie (capaces de doblar una barra de acero de dos pulgadas de diámetro hasta convertirla en una galleta) rodeaban a la niña cariñosa y amorosamente, y sus ojos brillaban con un rojo intenso, intenso.—Bien —dijo la señora Weston, por último—. Supongo que puede quedarse con nosotros hasta que se oxide.

SSAALLLLYY(Sally, 1953)

Sally bajaba por la carretera que conducía al lago, de modo que le hice una seña con la mano y la llamé por su nombre. Siempre me ha gustado ver a Sally. Me gustan todos, entiendan, pero Sally es la más hermosa del lote. Indiscutiblemente.Aceleró un poco cuando le hice la seña con la mano. Nada excesivo. Nunca perdía su dignidad. Tan sólo aceleraba lo suficiente como para indicarme que se alegraba de verme, nada más.Me volví hacia el hombre que estaba de pie a mi lado.–Es Sally –dije.Me sonrió y asintió con la cabeza.Lo había traído la señora Hester. Me había dicho:–Se trata del señor Gellhorn, Jake. Recordarás que te envió una carta pidiéndote una cita.

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Puro formulismo, realmente. Tengo un millón de cosas que hacer con la Granja, y una de las cosas en las que no puedo perder el tiempo es precisamente el correo. Por eso tengo a la señora Hester. Vive muy cerca, es buena atendiendo a todas las tonterías sin molestarme con ellas, y lo más importante de todo, le gustan Sally y todos los demás. Hay gente a la que no.–Encantado de conocerle, señor Gellhorn –dije.–Raymond J. Gellhorn –dijo, y me tendió la mano; se la estreché y se la devolví.Era un tipo más bien corpulento, media cabeza más alto que yo y casi lo mismo de ancho. Tendría la mitad de mi edad, unos treinta y algo. Su pelo era negro, pegado a la cabeza, con la raya en el centro, y exhibía un fino bigotito muy bien recortado. Sus mandíbulas se engrosaban debajo de sus orejas y le daban un aspecto como si siempre estuviera mascullando... En vídeo daba el tipo ideal para representar el papel de villano, de modo que supuse que era un tipo agradable. Lo cual demuestra que el vídeo no siempre se equivoca.–Soy Jacob Folkers –dije–. ¿Qué puedo hacer por usted?Sonrió. Era una sonrisa grande y amplia, llena de blancos dientes.–Puede hablarme un poco de su Granja, si no le importa.Oí a Sally llegar detrás de mí y tendí la mano. Ella se deslizó hasta establecer contacto, y sentí el duro y lustroso esmalte de su guardabarros cálido en mi palma.–Un hermoso automatóvil –dijo Gellhorn.Es una forma de decirlo. Sally era un convertible del 2045 con un motor positrónico Hennis-Carleton y un chasis Armat. Poseía las líneas más suaves y elegantes que haya visto nunca en ningún modelo, sea el que sea. Durante cinco años ha sido mi favorita, y la he dotado de todo lo que he podido llegar a soñar. Durante todo ese tiempo, nunca ha habido ningún ser humano sentado tras su volante.Ni una sola vez.–Sally –dije, palmeándola suavemente–, te presento al señor Gellhorn.El rumor de los cilindros de Sally ascendió ligeramente. Escuché con atención en busca de algún golpeteo. Últimamente había oído golpetear los motores de casi todos los coches, y cambiar de combustible no había servido de nada. El sonido de Sally era tan suave y uniforme como su pintura.– ¿Tiene nombres para todos sus vehículos? –preguntó Gellhorn.Sonaba divertido, y a la señora Hester no le gusta la gente que parece burlarse de la Granja. Dijo secamente:–Por supuesto. Los coches tienen auténticas personalidades, ¿no es así, Jake? Los sedanes son todos masculinos, y los convertibles femeninos.Gellhorn seguía sonriendo.– ¿Y los mantienen ustedes en garajes separados, señora?La señora Hester le lanzó una llameante mirada.2–Me pregunto si podría hablar con usted a solas, señor Folkers –dijo Gellhorn, volviéndose hacia mí.–Eso depende –dije–. ¿Es usted periodista?–No, señor. Soy agente de ventas. Cualquier conversación que sostengamos aquí no será publicada, se lo aseguro. Estoy interesado en una absoluta intimidad.–Entonces sigamos un poco carretera abajo. Hay un banco que nos servirá.Echamos a andar. La señora Hester se alejó. Sally se pegó a nuestros talones.– ¿Le importa que Sally venga con nosotros? –pregunté.–En absoluto. Ella no puede repetir nada de lo que hablemos, ¿verdad? –Se echó a reír ante su propio chiste, tendió una mano y acarició la parrilla de Sally.

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Sally embaló su motor y Gellhorn retiró rápidamente la mano.–No está acostumbrada a los desconocidos –expliqué.Nos sentamos en el banco debajo del enorme roble, desde donde podíamos ver a través del pequeño lago la carretera privada. Era el momento más caluroso del día, y un buen número de coches habían salido, al menos una treintena de ellos. Incluso a aquella distancia podía ver que Jeremiah se estaba dedicando a su juego favorito de situarse detrás de un modelo algo más antiguo, luego acelerar bruscamente y adelantarlo con gran ruido, para recuperar luego su velocidad normal con un deliberado chirrido de frenos. Dos semanas antes había conseguido sacar al viejo Angus de la carretera con este truco, y había tenido que castigarlo desconectando su motor durante dos días.Lo cual me temo que no sirvió nada, puesto que al parecer su caso es irremediable. Jeremiah es un modelo deportivo, y los de su clase tienen la sangre caliente.–Bien, señor Gellhorn –dije–. ¿Puede decirme para qué desea usted la información?Pero él estaba simplemente mirando a su alrededor. Dijo:–Éste es un lugar sorprendente, señor Folkers.–Preferiría que me llamara Jake. Todo el mundo lo hace.–De acuerdo, Jake. ¿Cuántos coches tiene usted aquí?–Cincuenta y uno. Recogemos uno o dos cada año. Hubo un año que recogimos cinco. Todavía no hemos perdido ninguno. Todos funcionan perfectamente. Incluso tenemos un modelo Mat-O-Mot del 2015 en perfecto estado de marcha. Uno de los primeros automáticos. Fue el primero que acogimos aquí. El buen viejo Matthew. Ahora se pasaba casi todo el tiempo en el garaje, pero era el abuelo de todos los coches con motor positrónico. Eran los días en los que tan sólo los veteranos de guerra ciegos, los parapléjicos y los jefes de estado conducían vehículos automáticos. Pero Samson Harridge era mi jefe y era lo bastante rico como para permitirse uno. Yo era su chofer por aquel entonces.Aquel pensamiento me hizo sentirme viejo. Puedo recordar los tiempos en los que no había en el mundo ningún automóvil con cerebro suficiente como para encontrar su camino de vuelta a casa. Yo conducía máquinas inertes que necesitaban constantemente el contacto de unas manos humanas sobre sus controles. Máquinas que cada año mataban a centenares de miles de personas.Los automatismos arreglaron eso. Un cerebro positrónico puede reaccionar mucho más rápido que uno humano, por supuesto, y a la gente le salía rentable mantener las manos fuera de los controles. Todo lo que tenías que hacer era entrar, teclear tu destino y dejar que el coche te llevara.Hoy en día damos esto por sentado, pero recuerdo cuando fueron dictadas las primeras leyes obligando a los viejos coches a mantenerse fuera de las carreteras principales y limitando éstas a los automáticos. Señor, vaya lío. Se alzaron voces hablando de comunismo y de fascismo, pero las carreteras principales se vaciaron y eso detuvo las muertes, y cada vez más gente empezó a utilizar con mayor facilidad la nueva ruta.Por supuesto, los coches automáticos eran de diez a cien veces más caros que los de conducción manual, y no había mucha gente que pudiera permitirse un vehículo particular de esas características. La industria se especializó en la construcción de omnibuses automáticos. En cualquier momento podías llamar a una compañía y conseguir que uno de esos vehículos se detuviera ante tu puerta en cuestión de unos pocos3minutos y te llevara al lugar donde deseabas ir. Normalmente tenías que ir junto con otras personas que llevaban tu mismo camino, pero ¿qué había de malo en ello?

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Samson Harridge tenía su coche privado, sin embargo, y yo fui el encargado de ir a buscarlo apenas llegó. El coche no se llamaba Matthew por aquel entonces, ni yo sabía que un día iba a convertirse en el decano de la Granja. Solamente sabía que iba a hacerse cargo de mi trabajo, y lo odié por ello.– ¿Ya no me necesitará usted más, señor Harridge? –pregunté.– ¿Qué tonterías estás diciendo, Jake? –dijo él–. Supongo que no creerás que voy a confiar en un artefacto como ése. Tú seguirás a los controles.–Pero él trabaja solo, señor Harridge –dije–. Rastrea la carretera, reacciona de acuerdo con los obstáculos, seres humanos, y otros coches, y recuerda los caminos por los que ha de pasar.–Eso es lo que dicen. Eso es lo que dicen. De todos modos, tú vas a sentarte detrás del volante, por si acaso algo va mal.Es curioso cómo a uno puede llegar a gustarle un coche. En un abrir y cerrar de ojos ya estaba llamándole Matthew, y me pasaba todo el tiempo puliendo su carrocería y comprobando su motor. Un cerebro positrónico está en mejores condiciones cuando mantiene constantemente el control de su chasis, lo cual significa que vale la pena tener el depósito del combustible siempre lleno de modo que el motor pueda funcionar al ralentí día y noche. Al cabo de poco, era capaz de decir por el sonido de su motor cómo se sentía Matthew.A su manera, Harridge empezó a encariñarse también con Matthew. No tenía a nadie más a quien amar. Se había divorciado o había sobrevivido a tres esposas, y había sobrevivido a cinco hijos y tres nietos. De modo que cuando murió, no resultó sorprendente que convirtiera su propiedad en una Granja para Automóviles Retirados, dejándome a mí a cargo de todo, con Matthew como primer miembro de una distinguida estirpe.Así se transformó mi vida. Nunca me casé. No puedes casarte y seguir atendiendo a los automatismos del modo en que debes hacerlo.Los periódicos dijeron que se trataba de algo curioso, pero al cabo de un tiempo dejaron de hacer chistes sobre ello. Hay algunas cosas sobre las que no pueden hacerse chistes. Quizás ustedes no puedan permitirse nunca uno de esos automatismos y quizá nunca lo deseen tampoco, pero créanme, uno termina enamorándose de ellos. Trabajan duro y son afectuosos. Se necesita a un hombre sin corazón para tratarlos mal o permitir que otro los maltrate.Las cosas fueron sucediéndose de tal modo que un hombre que tenía uno de esos automáticos durante un tiempo hacía los arreglos necesarios para que éste fuera a parar a la Granja, si no tenía ningún heredero en quien pudiera confiar para dejárselo con la seguridad de que iba a recibir un buen trato.Le expliqué todo eso a Gellhorn.– ¡Cincuenta y un coches! –exclamó–. Eso representa un montón de dinero.–Cincuenta mil como mínimo por automático, inversión original –dije–. Ahora valen mucho más. He hecho cosas por ellos.–Debe de necesitarse un montón de dinero para mantener la Granja.–Tiene usted razón. La Granja es una organización benéfica, lo cual nos libera de impuestos, y por supuesto cada nuevo automático trae normalmente consigo una donación paralela o un fondo de mantenimiento. De todos modos, los costos siguen aumentando. Tengo que mantener la propiedad en buen estado; hay que construir nuevo asfalto, y conservar el viejo; están la gasolina, el aceite, las reparaciones y los nuevos accesorios. Todo eso sube.–Y usted le ha consagrado mucho tiempo.–Cierto, señor Gellhorn. Treinta y tres años.

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–No parece haberle sacado mucho provecho a todo ello.– ¿De veras? Me sorprende, señor Gellhorn. Tengo a Sally y a otros cincuenta. Mírela.Estaba sonriendo. No podía evitarlo. Sally relucía tan limpia que casi hacía daño a los ojos. Algún insecto debía de haberse estrellado contra su parabrisas o se había posado alguna mota de polvo, ya que en4aquellos momentos estaba atareada en su limpieza. Un pequeño tubo emergió y escupió un poco de Tergosol sobre el cristal. Se esparció rápidamente sobre la película de silicona y las escobillas de goma entraron instantáneamente en acción, barriendo todo el parabrisas y empujando el agua hacia el pequeño canalón que la conduciría, goteando, hasta el suelo. Ni una gotita de agua cayó sobre la resplandeciente capota color verde manzana. Escobillas y tubo de detergente retrocedieron hasta sus alvéolos y desaparecieron.–Nunca vi a un automático hacer eso –dijo Gellhorn.–Apuesto a que no –dije–. Yo mismo se lo he instalado a nuestros coches. Son limpios, ¿sabe? Siempre están repasando sus cristales. Les gusta. Incluso he dotado a Sally con rociadores de cera. Cada noche se abrillanta hasta que uno puede mirarse en cualquier parte de ella y afeitarse con su reflejo. Si puedo conseguir el dinero suficiente, dotaré con ese dispositivo a todas las chicas. Los convertibles son muy coquetos.–Puedo decirle cómo conseguir ese dinero, si le interesa.–Eso siempre me interesa. ¿Cómo?– ¿No le resulta evidente, Jake? Cualquiera de sus coches vale cincuenta mil como mínimo, dijo usted. Apostaría a que la mayoría de ellos supera las seis cifras.– ¿Y?– ¿Ha pensado alguna vez en vender algunos?Negué con la cabeza.–Imagino que usted no se da cuenta de ello, señor Gellhorn, pero no puedo vender ninguno. Pertenecen a la Granja, no a mí.–El dinero iría a parar a la Granja.–Los documentos de constitución de la Granja indican que los coches recibirán atención a perpetuidad. No pueden ser vendidos.– ¿Qué hay de los motores, entonces?–No le comprendo.Gellhorn cambió de postura, y su voz se hizo confidencial.–Mire, Jake, déjeme explicarle la situación. Hay un gran mercado para automáticos particulares si tan sólo sus precios fueran asequibles. ¿Correcto?–Eso no es ningún secreto.–Y el noventa y cinco por ciento del coste corresponde al motor. ¿Correcto? Sé dónde podemos conseguir carrocerías. Se también dónde podernos vender automáticos a buen precio..., veinte o treinta mil para los modelos más baratos, quizá cincuenta o sesenta para los mejores. Todo lo que necesito son los motores. ¿Ve usted la solución?–No, señor Gellhorn.La veía, pero deseaba que él la dijera.–Está exactamente aquí. Tiene usted cincuenta y uno de ellos. Es usted un experto en mecánica automatóvil, Jake. Tiene que serlo. Puede quitar usted un motor y colocarlo en otro coche de modo que nadie se dé cuenta de la diferencia.–Eso no sería ético precisamente.–No causaría usted ningún daño a los coches. Les estaría haciendo un favor. Utilice sus coches más viejos. Utilice ese antiguo Mat-O-Mot.

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–Bueno, espere un momento, señor Gellhorn. Los motores y las carrocerías no constituyen dos cuerpos separados. Forman una sola unidad. Esos motores están acostumbrados a sus propias carrocerías. No se sentirían felices en otro coche.–De acuerdo, eso es algo a tener en cuenta. Es algo a tener muy en cuenta, Jake. Sería algo así como tomar la mente de uno y meterla en el cráneo de otra persona. ¿Correcto? Supongo que no le gustaría, ¿verdad?–No lo creo, no.5–Pero supongamos que yo tomo su mente y la coloco en el cuerpo de un joven atleta. ¿Qué opinaría de eso, Jake? Usted ya no es joven. Si tuviera la oportunidad, ¿no disfrutaría teniendo de nuevo veinte años? Eso es lo que estoy ofreciéndoles a algunos de sus motores positrónicos. Serán instalados en nuevas carrocerías del cincuenta y siete. Las más recientes...Me eché a reír.–Eso no tiene mucho sentido, señor Gellhorn. Algunos de nuestros coches puede que sean viejos, pero están bien conservados. Nadie los conduce. Dejamos que hagan lo que quieran. Están retirados, señor Gellhorn. Yo no desearía un cuerpo de veinte años si eso significara que iba a tener que pasarme el resto de mi vida cavando zanjas sin tener nunca lo suficiente para comer... ¿Qué piensas tú de eso, Sally?Las dos puertas de Sally se abrieron y se cerraron con un chasquido amortiguado.– ¿Qué significa eso? –preguntó Gellhorn.–Es la forma que tiene Sally de echarse a reír.Gellhorn forzó una sonrisa. Supongo que pensó que estaba haciendo un chiste fácil. Dijo:–Hablemos seriamente, Jake. Los coches están hechos para ser conducidos. Probablemente no serán felices si nadie los conduce.–Sally no ha sido conducida desde hace cinco años –dije yo–. A mí me parece feliz.–Permítame dudarlo.Se puso en pie y caminó lentamente hacia Sally.–Hola, Sally. ¿Qué te parecería una carrera?El motor de Sally aumentó sus revoluciones. Retrocedió.–No la incordie, señor Gellhorn –dije–. Puede ponerse un poco nerviosa.Dos sedanes estaban a un centenar de metros carretera arriba. Se habían detenido. Quizá, a su manera, estaban observando. No me preocupaba por ellos. Mis ojos estaban clavados en Sally.–Tranquila, Sally –dijo Gellhorn. Adelantó una mano y pulsó la manija de la puerta. Que no se abrió, por supuesto–. Se abrió hace un minuto –dijo.–Cerradura automática –dije yo–. ¿Sabe?, Sally tiene un sentido de la intimidad muy desarrollado.Soltó la manija, luego dijo, lenta y deliberadamente:–Un coche con ese sentido de la intimidad no debería pasearse con la capota bajada.Retrocedió tres o cuatro pasos, luego, rápidamente, tan rápidamente que ni siquiera pude dar un paso para detenerle, corrió hacia delante y saltó dentro del coche. Cogió a Sally completamente por sorpresa, porque, apenas se sentó, cortó el contacto antes de que ella pudiera bloquearlo.Por primera vez en cinco años, el motor de Sally estaba parado.Creo que grité, pero Gellhorn había girado el mando a «Manual» y lo había fijado allí. Puso de nuevo en marcha el motor. Sally estaba viva de nuevo, pero ya no poseía libertad de acción.

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Se dirigió carretera arriba. Los sedanes seguían todavía allí. Se dieron la vuelta y se apartaron, no muy rápidamente. Supongo que se sentían desconcertados.Uno de ellos era Giuseppe, de la fábrica de Milán, y el otro era Stephen. Siempre estaban juntos. Los dos eran nuevos en la Granja, pero llevaban allí el tiempo suficiente como para saber que nuestros coches simplemente no llevaban conductores.Gellhorn avanzó a toda marcha, y cuando los sedanes se dieron cuenta finalmente de que Sally no iba a disminuir su velocidad, de que no podía disminuir su velocidad, era demasiado tarde para cualquier otra cosa excepto una acción desesperada.La efectuaron, saltando uno hacia cada lado, y Sally pasó a toda velocidad entre ellos como un rayo. Steve atravesó la verja que rodeaba el lago y consiguió detenerse en la blanda hierba a no más de quince centímetros del borde del agua. Giuseppe dio unos cuantos botes por la cuneta al otro lado y se detuvo con un sobresalto.Había hecho que Steve volviera a la carretera, y estaba comprobando los daños que la verja podía haberle ocasionado, cuando volvió Gellhorn.Abrió la portezuela de Sally y salió. Inclinándose hacia atrás, cortó el encendido por segunda vez.6–Ya está –dijo–. Creo que esto le habrá hecho mucho bien.Dominé mi irritación.– ¿Por qué se lanzó por entre los sedanes? No había ninguna razón para ello.–Esperaba que se apartarían.–Eso es lo que hicieron. Uno de ellos atravesó la verja.–Lo siento, Jake –dijo–. Pensé que se apartarían más rápido. Ya sabe cómo son las cosas. He estado en muchos autobuses, pero he entrado en un automático particular tan sólo dos o tres veces en mi vida, y ésta es la primera vez que conduzco uno. Eso se lo dice todo, Jake. El conducir uno me dominó, y eso que soy un tipo más bien impasible. Se lo aseguro, no tenemos que bajar más de un veinte por ciento del precio de tarifa para conseguir un buen mercado, y conseguiremos unos beneficios de un noventa por ciento.– ¿Qué partiríamos?–Al cincuenta por ciento. Y yo corro todos los riesgos, recuérdelo.–De acuerdo. Ya le he escuchado. Ahora escúcheme usted a mí. –Alcé la voz debido a que estaba demasiado irritado para seguir mostrándome educado–. Cuando usted cortó el motor de Sally, le dolió. ¿Le gustaría a usted que le hicieran perder el conocimiento de una patada? Eso es lo que le hizo usted a Sally, cuando cortó su motor.–Vamos, Jake, está usted exagerando. Los automatobuses son desconectados cada noche.–Seguro, y es por eso por lo que no quiero a ninguno de mis chicos y chicas en sus hermosas carrocerías del cincuenta y siete, donde no sé qué trato van a recibir. Los buses necesitan reparaciones importantes en sus circuitos positrónicos cada par de años. Al viejo Matthew no le han tocado sus circuitos desde hace veinte años. ¿Qué puede ofrecer usted en comparación a eso?–Bueno, ahora está usted excitado. Supongamos que piensa en mi proposición cuando se haya calmado un poco, y nos mantenemos en contacto.–Ya he pensado en todo lo que tenía que pensar. Si vuelvo a verle de nuevo, llamaré a la policía.Su boca se hizo dura y fea.–Espere un minuto, viejo –dijo.–Espere un minuto, usted –repliqué– Esta es una propiedad privada, y le ordeno que salga de ella.Se alzó de hombros.

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–Está bien, entonces adiós.–La señora Hester se ocupará de que abandone usted la propiedad –dije– Procure que este adiós sea definitivo.Pero no fue definitivo. Lo vi de nuevo dos días más tarde. Dos días y medio, mejor dicho, porque era cerca del mediodía cuando lo vi la primera vez, y era poco después de medianoche cuando lo vi de nuevo.Me senté en la cama cuando encendió la luz, y parpadeé cegado antes de darme exactamente cuenta de lo que sucedía. Cuando pude ver, no necesité muchas explicaciones. De hecho, no necesité ninguna explicación en absoluto. Llevaba una pistola en su puño derecho, con el pequeño y horrible cañón de agujas apenas visible entre dos de sus dedos. Supe que todo lo que tenía que hacer el hombre era incrementar la presión de su mano para dejarme como un colador.–Vístase, Jake –ordenó.No me moví. Simplemente lo miré.–Mire, Jake, conozco la situación –dijo–. Le visité hace dos días, recuérdelo. No tiene guardias en este lugar, ni verjas electrificadas, ni sistemas de alarma. Nada.–No los necesito –dije–. De modo que no hay nada que le impida marcharse, señor Gellhorn. Yo, si fuera usted, lo haría. Este lugar puede convertirse en algo muy peligroso.Dejó escapar una risita.–Lo es, para alguien en el lado malo de una pistola de puño–La he visto –dije–. Sé que tiene una.–Entonces muévase. Mis hombres están aguardando.–No, señor Gellhorn. No hasta que me diga qué es lo que desea, y probablemente tampoco entonces.7–Le hice una proposición anteayer.–La respuesta sigue siendo no.–Ahora tengo algo que añadir a la proposición. He venido aquí con algunos hombres y un automatobús. Tiene usted la posibilidad de venir conmigo y desconectar veinticinco de los motores positrónicos. No me importa cuáles veinticinco elija. Los cargaremos en el bus y nos los llevaremos. Una vez hayamos dispuesto de ellos, haré que reciba usted una parte equitativa del dinero.Dijo:–Supongo que tengo su palabra al respecto.No actuó como si pensara que yo estaba siendo sarcástico.–La tiene.–No –repetí.–Si insiste usted en seguir diciendo no, lo haremos a nuestra manera. Yo mismo desconectaré los motores, sólo que desconectaré los cincuenta y uno. Todos ellos.–No es fácil desconectar motores positrónicos, señor Gellhorn. ¿Es usted un experto en robótica? Aunque lo sea, sepa que esos motores han sido modificados por mí.–Sé eso, Jake. Y para ser sincero, no soy un experto. Puede que estropee algunos motores intentando sacarlos. Es por eso por lo que tendré que trabajar sobre todos los cincuenta y uno si usted no coopera. Entienda, puede que me quede sólo con veinticinco una vez haya terminado. Los primeros que saque probablemente serán los que más sufran. Hasta que le coja la mano, ¿entiende? Y si tengo que hacerlo por mí mismo, creo que voy a poner a Sally como la primera de la lista.–No puedo creer que esté hablando usted en serio, señor Gellhorn.

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–Completamente en serio, Jake –dijo. Permitió que sus palabras fueran rezumando en mi interior–. Si desea ayudar, puede quedarse con Sally. De otro modo, lo más probable es que ella resulte seriamente dañada. Lo siento.–Iré con usted –dije–, pero voy a hacerle otra advertencia. Va a verse metido en serios problemas, señor Gellhorn.Consideró aquello como muy divertido. Estaba riendo muy suavemente mientras bajábamos juntos la escalera.Había un automatobús aguardando fuera, en el sendero que conducía a los apartamentos del garaje. Las sombras de tres hombres se alzaban a su lado, y los haces de sus linternas se encendieron cuando nos acercamos.–Tengo al tipo –dijo Gellhorn en voz baja–––. Vamos. Subid el camión hasta arriba y empecemos.Uno de los otros se metió en la cabina del vehículo, y tecleó las instrucciones adecuadas en el panel de control. Avanzamos sendero arriba, con el bus siguiéndonos sumisamente.–No podrá entrar en el garaje –dije–. La puerta no lo admitirá. No tenemos buses aquí. Sólo coches particulares.–De acuerdo –dijo Gellhorn–. Llevadlo sobre la hierba y mantenedlo fuera de la vista.Pude oír el zumbido de los coches cuando nos hallábamos aún a diez metros del garaje.Normalmente se tranquilizaban cuando yo entraba en el garaje. Esta vez no lo hicieron. Creo que sabían que había desconocidos conmigo, y cuando los rostros de Gellhorn y los demás se hicieron visibles su ruido aumentó. Cada motor era un suave retumbar, y todos tosían irregularmente, hasta el punto de que todo el lugar vibraba.Las luces se encendieron automáticamente cuando entramos. Gellhorn no parecía preocupado por el ruido de los coches, pero los tres hombres que iban con él parecieron sorprendidos e incómodos. Todos ellos tenían aspecto de malhechores a sueldo, un aspecto que no era el conjunto de unos rasgos físicos sino más bien una especie de cautela en la mirada y una intimidación en su rostro. Conocía el tipo, y no me sentía preocupado.Uno de ellos dijo:8–Maldita sea, están quemando gasolina.–Mis coches siempre lo hacen –respondí rígidamente.–No esta noche –dijo Gellhorn–. Apáguelos.–Eso no es tan fácil, señor Gellhorn –dije.– ¡Hágalo! –gritó.Me quedé plantado allí. Tenía su pistola de puño apuntada directamente hacia mí. Dije:–Ya le he explicado, señor Gellhorn, que mis coches han sido bien tratados desde que llegaron a la Granja. Están acostumbrados a ser tratados de esa forma, y se resienten ante cualquier otra actitud.–Tiene usted un minuto –dijo–. Guarde sus conferencias para otra ocasión.–Estoy intentando explicarle algo. Estoy intentando explicarle que mis coches comprenden lo que yo les digo. Un motor positrónico aprende a hacerlo, con tiempo y paciencia. Mis coches han aprendido. Sally comprendió sus proposiciones hace dos días. Recordará usted que se echó a reír cuando le pedí su opinión. Sabe también lo que usted le hizo a ella y a los dos sedanes a los que apartó de aquella forma. Y los demás saben qué hacer respecto a los intrusos en general.–Mire, viejo chiflado...–Todo lo que yo tengo que decir es... –Alcé mi voz–: ¡Cogedlos!

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Uno de los hombres se puso pálido y chilló, pero su voz se vio completamente ahogada por el sonido de cincuenta y una bocinas resonando a la vez. Mantuvieron su intensidad de sonido, y dentro de las cuatro paredes del garaje los ecos se convirtieron en una loca llamada metálica. Dos coches avanzaron, sin apresurarse, pero sin error posible respecto a su blanco. Otros dos coches se colocaron en línea con los dos primeros. Todos los coches estaban agitándose en sus compartimientos separados.Los malhechores miraron a su alrededor, luego retrocedieron.– ¡No se coloquen contra las paredes! –grité.Aparentemente, aquel había sido su primer pensamiento instintivo. Echaron a correr alocados hacia la puerta del garaje.En la puerta, uno de los hombres de Gellhorn se volvió y sacó una pistola de puño. El proyectil aguja dejó tras de sí un delgado resplandor azul mientras avanzaba hacia el primer coche. El coche era Giuseppe.Una delgada línea de pintura saltó de la capota de Giuseppe, y la mitad derecha de su parabrisas se cuarteó y se cubrió de líneas blancas, pero no llegó a romperse totalmente.Los hombres estaban al otro lado de la puerta, corriendo, y los coches se lanzaron a la noche en grupos de a dos tras ellos, haciendo chirriar sus neumáticos sobre la grava y llamando con sus bocinas a la carga.Sujeté con mi mano el codo de Gellhorn, pero no creo que pudiera moverse de todos modos. Sus labios estaban temblando.–Por eso no necesito verjas electrificadas ni guardias –dije–. Mi propiedad se protege a sí misma.Los ojos de Gellhorn iban fascinados de un lado a otro, siguiendo a los coches que zumbaban en parejas.– ¡Son asesinos!–No sea estúpido. No van a matar a sus hombres.– ¡Son asesinos!–Simplemente van a darles una lección. Mis coches han sido entrenados especialmente en persecuciones a través del campo para una ocasión como ésta; creo que para sus hombres eso va a ser algo mucho peor que una muerte rápida. ¿Ha sido perseguido usted alguna vez por un automatóvil?Gellhorn no respondió.Proseguí. No deseaba que él se perdiera nada de todo aquello.–Serán como sombras que no van a ir más rápidas que sus hombres, persiguiéndoles por aquí, bloqueando su paso por allá, cegándoles, lanzándose contra ellos, esquivándoles en el último minuto con un chirrido de los frenos y un rugido del motor. Y seguirán con eso hasta que sus hombres caigan, sin aliento y medio muertos, resignados a que las ruedas pasen por encima de ellos y aplasten todos sus huesos. Los coches no van a hacer eso. Entonces se darán la vuelta. Puede apostar, sin embargo, a que sus hombres9jamás volverán aquí en toda su vida. Ni por todo el dinero que usted o diez como usted puedan ofrecerles. Escuche...Apreté más fuerte su codo. Tendió el oído.–¿No oye resonar las portezuelas de los coches? –pregunté.Era un ruido débil y distante, pero inconfundible.–Están riéndose –dije–. Están disfrutando con esto.Su rostro se contorsionó, rabioso. Alzó su mano. Seguía sujetando su pistola de puño.–Yo de usted no lo haría –le advertí–––. Un automatocoche sigue aún con nosotros.

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No creo que se hubiera dado cuenta de la presencia de Sally hasta entonces. Había acudido tan silenciosamente. Aunque su guardabarros delantero derecho casi me rozaba, apenas oía su motor. Debía de haber estado conteniendo el aliento.Gellhorn gritó.–No va a tocarle, mientras yo esté con usted. Pero si me mata... Ya sabe, usted no le gusta nada a Sally.Gellhorn volvió la pistola en dirección a Sally.–Su motor es blindado –dije–, y antes de que pueda presionar su pistola una segunda vez, ella estará sobre usted.–De acuerdo –exclamó, y bruscamente dobló mi brazo violentamente tras mi espalda y lo retorció de tal forma que a duras penas pude resistirlo. Me sujetó manteniéndome entre Sally y él, y su presión no se aflojó–. Retroceda conmigo y no intente soltarse, viejo chiflado, o le arrancaré el brazo de su articulación.Tuve que moverme. Sally avanzó junto a nosotros, preocupada, insegura acerca de lo que debía hacer. Intenté decirle algo y no pude. Sólo podía encajar los dientes y gemir.El automatobús de Gellhorn estaba todavía aguardando fuera del garaje. Me obligó a entrar en él. Gellhorn saltó detrás de mí y cerró las puertas.–Muy bien –dijo–. Ahora hablemos juiciosamente.Yo estaba frotándome el brazo, intentando devolverlo a la vida, mientras estudiaba automáticamente y sin ningún esfuerzo consciente el tablero de control del bus.–Es un vehículo restaurado –observé.–¿Ah, sí? –dijo, cáustico–. Es una muestra de mi trabajo. Recogí un chasis desechado, encontré un cerebro que podía utilizar, y me monté un bus particular. ¿Qué hay con ello?Tiré del panel de reparaciones y lo eché a un lado.–¿Qué demonios? –exclamó–. Apártese de ahí.El filo de su mano descendió paralizadoramente sobre mi hombro izquierdo. Me debatí.–No deseo hacerle ningún daño a este bus. ¿Qué clase de persona cree que soy? Solamente quería echarle una mirada a algunas de las conexiones del motor.No necesité examinarlas detenidamente. Estaba hirviendo de furia cuando me volví hacia él.–Es usted un maldito hijoputa –dije–. No tenía derecho a instalar usted mismo este motor. ¿Por qué no se buscó a un robotista?–¿Cree que estoy loco? –preguntó.–Aunque fuera un motor robado, no tenía usted derecho a tratarlo así. Yo jamás trataría a un hombre de la forma en que ha tratado usted a ese motor. ¡Soldadura, cinta y pinzas cocodrilo! ¡Es brutal!–Funciona, ¿no?–Por supuesto que funciona, pero tiene que ser un infierno para él. Usted puede vivir con dolores de cabeza crónicos y artritis aguda, pero no será algo que pueda llamarse vivir. Este vehículo está sufriendo.–¡Cállese! –Por un momento miró a través de la ventanilla a Sally, que había avanzado hasta tan cerca del bus como había podido. Se aseguró de que portezuelas y ventanillas estaban cerradas–. Ahora vamos a salir de aquí, antes de que vuelvan los otros coches –dijo– Y nos mantendremos alejados un cierto tiempo.–¿Cree que eso va a servirle de mucho?–Sus coches agotarán el combustible algún día, ¿no? Supongo que no los habrá transformado usted hasta el punto que puedan reabastecerse por sí mismos. Entonces volveremos y terminaremos el trabajo.10

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–Me buscarán –dije–. La señora Hester llamará a la policía.Ya no se podía razonar con él. Se limitó a conectar el motor del bus. Se puso en marcha bruscamente. Sally lo siguió.Gellhorn lanzó una risita.–¿Qué puede hacer mientras esté usted aquí conmigo?Sally también parecía ser consciente de aquello. Aceleró, nos adelantó y desapareció. Gellhorn abrió la ventanilla contigua a él y escupió por la abertura.El bus avanzaba traqueteante por la oscura carretera, con su motor rateando irregularmente. Gellhorn redujo el alumbrado periférico hasta que solamente la banda fosforescente verde en centro de la carretera, brillante a la luz de la luna, nos mantenía alejados de los árboles. No había virtualmente ningún tráfico. Dos coches nos cruzaron yendo en la otra dirección, y no había nadie en nuestro lado de la carretera, ni delante ni detrás.Yo fui el primero en oír el golpetear de las portezuelas. Seco y cortante en medio del silencio, primero a la derecha, luego a la izquierda. Las manos de Gellhorn se estremecieron mientras tecleaba rápidamente, ordenando mayor velocidad. Un haz de luz brotó de entre un grupo de árboles y nos cegó, otro haz nos ensartó desde atrás, al otro lado de una protección metálica en la otra parte de la carretera. En un cruce, a cuatrocientos metros al frente, hubo un fuerte chirriar cuando un coche se cruzó en nuestro camino.–Sally fue a buscar a los demás –dije–. Creo que está usted rodeado.–¿Y qué? ¿Qué es lo que pueden hacer?Se inclinó sobre los controles y miró a través del parabrisas.–Y usted no intente hacer nada, viejo chiflado –murmuró.No podía. Me sentía agotado hasta la médula. Mi brazo izquierdo ardía. Los sonidos de motores se hicieron más fuertes y cercanos. Pude oír que los motores rateaban de una forma extrañamente curiosa; de pronto tuve la impresión de que mis coches estaban hablando entre sí.Una cacofonía de bocinas brotó desde atrás. Me volví, y Gellhorn miró rápidamente por el retrovisor. Una docena de coches estaban siguiéndonos sobre los dos carriles.Gellhorn lanzó una exclamación y una loca risotada.–¡Pare! ¡Pare el vehículo! –grité.Porque a menos de quinientos metros delante de nosotros, claramente visible a la luz de los faros de dos sedanes en la cuneta, estaba Sally, con su esbelta carrocería atravesada en medio de la carretera. Dos coches surgieron del arcén del otro lado a nuestra izquierda, manteniendo una perfecta sincronización con nuestra velocidad e impidiendo a Gellhorn salirse de su carril.Pero él no tenía intención de salirse de su carril. Pulsó el botón de adelante a toda velocidad, y lo mantuvo fuertemente apretado.–No va a engañarme con ese truco –dijo–. Este bus pesa cinco veces más que ella, viejo chalado, de modo que simplemente vamos a echarla fuera de la carretera como un gatito muerto.Sabía que podía hacerlo. El bus estaba en manual, y el dedo de Gellhorn apretaba fuertemente el botón. Sabía que iba a hacerlo.Bajé la ventanilla, y asomé la cabeza.–¡Sally! –grité– ¡Sal del camino! ¡Sally!Mi voz se ahogó en el agónico chirrido de unos tambores de freno espantosamente maltratados. Me sentí arrojado hacia delante, y oí a Gellhorn soltar el aliento en un jadeo.–¿Qué ha ocurrido? –pregunté.

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Era una pregunta estúpida. Nos habíamos detenido. Eso era lo que había ocurrido. Sally y el bus estaban a metro y medio de distancia el uno del otro. Con cinco veces su peso lanzado contra ella, no se había movido ni un milímetro. Vaya valor.Gellhorn zarandeó violentamente el interruptor de manual.–Tiene que funcionar –murmuraba una y otra vez–. Tiene que funcionar.11–No de la forma en que conectó usted el motor, experto –dije– Cualquiera de los circuitos puede pasar por encima de los demás.Me miró con una desgarrante ira, y un gruñido brotó de lo más profundo de su garganta. Su pelo estaba pegado a su frente. Alzó el puño.–Éste es el último consejo que va a ser capaz de dar, viejo chiflado.Y supe que la pistola de agujas estaba a punto de ser disparada.Apreté la espalda contra la portezuela del bus mientras observaba alzarse el puño, y entonces la portezuela se abrió y caí hacia atrás fuera del vehículo y golpeé el suelo con un sordo resonar. Oí la puerta cerrarse de nuevo con un chasquido.Me puse de rodillas y alcé la vista a tiempo para ver a Gellhorn luchar fútilmente contra la ventanilla que se estaba cerrando, luego apuntar rápidamente su pistola de puño hacia el cristal. Nunca llegó a disparar. El bus se puso en marcha con un tremendo rugir y Gellhorn se vio lanzado hacia atrás.Sally ya no estaba bloqueando el camino, y observé las luces traseras del bus alejarse por la carretera hasta perderse de vista.Me sentía agotado. Me senté allí, en medio de la carretera, y apoyé la cabeza sobre mis brazos cruzados, intentando recuperar el aliento.Oí un coche detenerse suavemente a mi lado. Cuando alcé la vista, comprobé que era Sally. Lentamente –cariñosamente, me atrevería a decir–, su puerta delantera se abrió.Nadie había conducido a Sally desde hacía cinco años –excepto Gellhorn, por supuesto–, y yo sabía lo valiosa que era para un coche esta libertad. Aprecié el gesto, pero dije:–Gracias, Sally, tomaré uno de los coches más nuevos..Me puse en pie y me di la vuelta, pero diestramente, casi haciendo una pirueta, ella se colocó de nuevo ante mí. No podía herir sus sentimientos. Subí. Su asiento delantero tenía el delicado y suave aroma de un automatóvil que se mantiene siempre inmaculadamente limpio. Me dejé caer en él, agradecido, y con una suave, silenciosa y rápida eficiencia, mis chicos y chicas me condujeron a casa.La señora Hester me trajo una copia de la comunicación radiofónica al día siguiente por la mañana, presa de gran excitación.–Se trata del señor Gellhorn –dijo–. El hombre que vino a verle.Temí su respuesta.–¿Qué ocurre con él?–Lo encontraron muerto –dijo–. Imagine. Simplemente muerto, tendido en una zanja.–Puede que se tratara de algún desconocido –murmuré.–Raymond J. Gellhorn –dijo secamente–. No puede haber dos, ¿verdad? La descripción concuerda también. ¡Señor, vaya forma de morir! Encontraron huellas de neumáticos en sus brazos y cuerpo. ¡Imagine! Me alegra que comprobaran que había sido un bus; de otro modo igual hubieran venido a fisgonear por aquí.–¿Ocurrió cerca de aquí? –pregunté ansiosamente.–No... Cerca de Cooksville. Pero Dios mío, léalo usted mismo ¿Qué le ha ocurrido a Giuseppe?

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Di la bienvenida a aquella diversión. Giuseppe aguardaba pacientemente a que yo terminara el trabajo de reparación de su pintura. Su parabrisas ya había sido reemplazado.Después de que ella se fuera, tomé la trascripción. No había ninguna duda al respecto. El doctor había informado que la víctima había corrido mucho y estaba en un estado de agotamiento total. Me pregunté durante cuántos kilómetros habría estado jugando con él el bus antes de la embestida final. La trascripción no mencionaba nada de eso, por supuesto.Habían localizado al bus, y habían identificado las huellas de los neumáticos. La policía lo había retenido y estaba intentando averiguar quién era su propietario.12Había un editorial al respecto en la trascripción. Se trataba del primer accidente de tráfico con víctimas en el estado aquel año, y el editorial advertía seriamente en contra de conducir manualmente después del anochecer.No había ninguna mención de los tres compinches de Gellhorn, y al menos me sentí agradecido por ello. Ninguno de nuestros coches se había visto seducido por el placer de la caza a muerte.Aquello era todo. Dejé caer el papel. Gellhorn había sido un criminal. La forma en que había tratado al bus había sido brutal. No dudaba en absoluto de que merecía la muerte. Pero me sentía un poco intranquilo por la forma en que había ocurrido todo.Ahora ha pasado un mes, y no puedo apartar nada de aquello de mi mente.Mis coches hablan entre sí. Ya no tengo ninguna duda al respecto. Es como si hubieran adquirido confianza; como si ya no les importara seguir manteniendo el secreto. Sus motores tartajean y resuenan constantemente.Y no sólo hablan entre ellos. Hablan con los coches y buses que vienen a la Granja por asuntos de negocios. ¿Durante cuánto tiempo llevan haciendo eso?Y son comprendidos también. El bus de Gellhorn los comprendió, pese a que no llevaba allí más de una hora. Puedo cerrar los ojos y revivir aquella carrera, con nuestros coches flanqueando al bus por ambos lados, haciendo resonar sus motores hasta que él comprendió, se detuvo, me dejó salir, y se marchó con Gellhorn.¿Le dijeron mis coches que matara a Gellhorn? ¿O fue idea suya?¿Pueden los coches tener ese tipo de ideas? Los diseñadores motores dicen que no. Pero ellos se refieren a condiciones normales. ¿Lo han previsto todo?Hay coches que son maltratados, todos lo sabemos.Algunos de ellos entran en la Granja y observan. Les cuentan cosas. Descubren que existen coches cuyos motores nunca son parados, que no son conducidos por nadie, cuyas necesidades son constantemente satisfechas.Luego quizá salgan y se lo cuenten a otros. Tal vez la noticia se esté difundiendo rápidamente. Quizás estén empezando a pensar que la forma en que son tratados en la Granja es como deberían ser tratados en todo el mundo. No comprenden. Uno no puede esperar que comprendan acerca de legados y de los caprichos de los hombres ricos.Hay millones de automatóviles en la Tierra, decenas de millones. Si se enraíza en ellos el pensamiento de que son esclavos, que deberían hacer algo al respecto... Si empiezan a pensar de la forma en que lo hizo el bus de GellhornQuizá nada de esto suceda en mi tiempo. Y luego, aunque ocurra, deberán conservar pese a todo a algunos de nosotros que cuidemos de ellos, ¿no creen? No pueden matarnos a todos.O quizá sí. Es posible que no comprendan la necesidad de la existencia de alguien que cuide de ellos. Quizá no vayan a esperar.Cada mañana me despierto, y pienso: Quizá hoy...

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Ya no obtengo tanto placer de mis coches como antes. Últimamente, me doy cuenta de que empiezo incluso a rehuir a Sally.

TODOS LOS MALES DEL MUNDO

El mayor complejo industrial de la Tierra se centraba en torno aMultivac... Multivac, la gigantesca computadora que había ido creciendo enel transcurso de medio siglo, hasta que sus diversas ramificaciones seextendieron por todo Washington, D. C., y sus suburbios, alcanzando consus tentáculos todas las ciudades y poblaciones de la Tierra.Un ejército de servidores le suministraba constantemente datos, y otroejército relacionaba e interpretaba sus respuestas. Un cuerpo de ingenierosrecorría su interior, mientras multitud de minas y fábricas se dedicaban amantener llenos los depósitos de piezas de recambio, procurando que nadafaltase a la monstruosa máquina.Multivac dirigía la economía del planeta y ayudaba al progreso científico.Mas por encima de esto, constituía la cámara de compensación centraldonde se almacenaban todos los datos conocidos acerca de cada habitantede la Tierra.Y todos los días formaba parte de los innumerables deberes de Multivacpasar revista a los cuatro mil millones de expedientes (uno para cadahabitante de la Tierra) que llenaban sus entrañas y extrapolarlos para un díamás. Todas las Secciones de Correcciones de la Tierra recibían los datosapropiados para su propia jurisdicción, y la totalidad de ellos se presentabaen un grueso volumen al Departamento Central de Correcciones deWashington, D. C.Bernard Gulliman se hallaba en su cuarta semana de servicio al frentedel Departamento Central de Correcciones, para el cual había sido nombradopresidente por un año, y ya se había acostumbrado a recibir el informematinal sin asustarse demasiado. Como siempre, constituía un montón decuartillas de más de quince centímetros de grueso. Como ya sabía, no se lotraían para que lo leyese todo (era una empresa superior a sus fuerzashumanas). Sin embargo, resultaba entretenido hojearlo.Contenía la lista acostumbrada de delitos previstos de antemano:diversas estafas, hurtos, algaradas, homicidios, incendios provocados,etcétera.Buscó un apartado particular y sintió una ligera sorpresa al descubrirlo,y luego otra al ver que en él figuraban dos anotaciones. No una sino dos.Dos asesinatos en primer grado. No había visto dos juntos en un solo día entodo el tiempo que llevaba de presidente.Oprimió el botón del intercomunicador y esperó a que el solícitosemblante de su coordinador apareciese en la pantalla.—Ali —le dijo Gulliman—, hoy tenemos dos primeros grados. ¿Hayalgún problema insólito?—No, señor.El rostro de morenas facciones y ojos negros y penetrantes mostrabacierta expresión de inquietud.—Ambos casos tienen un porcentaje de probabilidad muy bajo —dijo.—Eso ya lo sé —repuso Gulliman—. He podido observar que ninguno deellos presenta una probabilidad superior al quince por ciento. De todos

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modos, debemos velar por el prestigio de Multivac. Ha conseguido borrarprácticamente el crimen de la faz del planeta, y el público lo considera asípor su éxito al impedir asesinatos de primer grado, que son, desde luego,los más espectaculares.Ali Othman asintió.—Sí, señor. Me doy perfecta cuenta.—También se dará usted cuenta, supongo —prosiguió Gulliman—, queyo no quiero que se cometa uno solo durante mi presidencia. Si se nosescapa algún otro crimen, sabré disculparlo. Pero si se nos escapa unasesinato en primer grado, le irá a usted el cargo en ello. ¿Me entiende?—Sí, señor. El análisis completo de los dos asesinatos en potencia ya seestá efectuando en las oficinas de los respectivos distritos. Tanto losasesinos en potencia como sus presuntas víctimas se hallan bajoobservación. He comprobado las probabilidades que el crimen se cometa yya están disminuyendo.—Buen trabajo —dijo Gulliman, cortando la comunicación.Volvió a examinar la lista con cierta desazón. Tal vez se había mostradodemasiado severo con su subordinado... Pero había que tener mano firmecon aquellos empleados de plantilla y evitar que llegasen a imaginarse queeran ellos quienes lo llevaban todo. De vez en cuando había que recordarlesquién mandaba allí. En especial a aquel Othman, que trabajaba con Multivacdesde que ambos eran notablemente más jóvenes, y a veces asumía unosaires de propiedad que llegaban a ser irritantes.Para Gulliman, aquella cuestión de los crímenes podía ser crucial en sucarrera política. Hasta entonces, ningún presidente había conseguidoterminar su mandato sin que se produjese algún asesinato en un lugar uotro de la Tierra. Durante el mandato del presidente anterior se habíancometido ocho, o sea tres más que durante el mandato de su predecesor.Pero Gulliman se proponía que durante el suyo no hubiese ninguno.Había resuelto ser el primer presidente que no tuviera en su haber ningúnasesinato en ningún lugar de la Tierra. Después de eso, y de la favorablepublicidad que comportaría para su persona...Apenas se fijó en el resto del informe. Éste contenía, según le pareció aprimera vista, unos dos mil casos de esposas en peligro de ser vapuleadas.Indudablemente, no todas aquellas palizas podrían evitarse a tiempo. Talvez un treinta por ciento de ellas se realizarían. Pero el porcentaje disminuíacada vez con mayor celeridad.Multivac había añadido las palizas conyugales a su lista de crímenesprevisibles hacía apenas cinco años, y el ciudadano medio todavía no sehabía acostumbrado a la idea de verse descubierto de antemano cuando seproponía moler a palos a su media naranja. A medida que esta idea se fueseimponiendo en la sociedad, las mujeres recibirían cada vez menos golpes,hasta terminar por no recibir ninguno.Gulliman observó que en la lista también figuraban algunos maridosvapuleados.Ali Othman quitó la conexión y se quedó mirando la pantalla de la cualhabían desaparecido las prominentes mandíbulas y la calva incipiente deGulliman. Luego miró a su ayudante. Rafe Leemy, y dijo:—¿Qué hacemos?—¿A mí me lo preguntas? Es a él a quien le preocupan un par de

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asesinatos sin importancia.—Yo creo que nos arriesgamos demasiado al intentar resolver esto pornuestra cuenta. Sin embargo, si se lo decimos le dará un ataque. Estospolíticos electos tienen que pensar en su pellejo; por lo tanto, creo que si selo decimos no haría más que enredar las cosas e impedirnos actuar.Leemy asintió con la cabeza y se mordió el grueso labio inferior.—Lo malo del caso es... ¿Qué haremos si nos equivocamos? —dijo—.Querría estar en el fin del mundo, si eso llega a suceder.—Si nos equivocamos, nuestra suerte no interesará a nadie, puesseremos arrastrados por la catástrofe general. —Con la mayor vivacidad,Othman añadió—: Pero, vamos a ver, las probabilidades son tan sólo deldoce coma tres por ciento. Para cualquier otro delito, exceptuando quizás elasesinato, dejamos que el porcentaje aumente un poco más antes dedecidirnos a actuar. Todavía puede presentarse una corrección espontánea.—Yo no confiaría demasiado en ello —dijo Leemy secamente.—No pienso hacerlo. Me limitaba a señalarte el hecho. Sin embargo,como la cifra aún es baja, creo que lo más indicado es que de momento noslimitemos a observar. Nadie puede planear un crimen de tal envergadura porsí solo; tienen que existir cómplices.—Multivac no los nombró.—Ya lo sé. Sin embargo...No terminó la frase.Entonces se pusieron a estudiar de nuevo los detalles de aquel crimenque no se incluía en la lista entregada a Gulliman; el único crimen que nuncahabía sido intentado en toda la historia de Multivac. Y se preguntaron quépodían hacer.Ben Manners se consideraba el muchacho de dieciséis años más dichosode Baltimore. Eso talvez podía ponerse en duda. Pero no había duda que erauno de los más dichosos, y de los que se hallaban más excitados.Al menos, era uno de los pocos que habían sido admitidos en lasgraderías del estadio el día en que los jóvenes de dieciocho añospronunciaron el juramento. Su hermano mayor se contaba entre los queiban a pronunciarlo, y por eso sus padres solicitaron billetes para ellos ytambién permitieron que Ben lo hiciese. Cuando Multivac eligió entre todoslos que solicitaron billete, Ben fue uno de los autorizados a sacarlo.Dos años después, Ben sería quien pronunciaría el juramento, pero lacontemplación de su hermano mayor Michael en el acto de hacerlo era casilo mismo para él.Sus padres le vistieron (o le hicieron vestir, mejor dicho) con todo eladorno posible, pues iba como único representante de la familia, y elmuchacho se fue muy ufano, con recuerdos de todos para Michael, el cual sehabía ido unos días antes para someterse a los reconocimientos físico yneurológico preliminares.El estadio se hallaba emplazado en las afueras de la población, y Ben,que no cabía en sí de orgullo, fue conducido hasta su asiento. Por debajo deél distinguió hilera tras hilera de centenares y centenares de jóvenes dedieciocho años (los chicos a la derecha, las chicas a la izquierda), todosprocedentes del distrito dos de Baltimore. En diversas épocas del año secelebraban actos similares en todo el mundo, pero aquello era Baltimore, ypor lo tanto aquél era el más importante. Allá abajo, perdido entre la

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multitud de adolescentes, se hallaba Mike, el hermano de Ben.El joven escrutó las hileras de cabezas, con la vaga esperanza dereconocer a su hermano. No lo consiguió, naturalmente, pero entonces subióun hombre al estrado que se alzaba en el centro del estadio, y Ben dejó demirar para prestar atención.El hombre del estrado dijo por el micrófono:—Buenas tardes, muchachos; buenas tardes, distinguido público. SoyRandolph T. Hoch, y se me ha confiado el honroso encargo de dirigir esteaño los actos de Baltimore. Los jóvenes que van a pronunciar el juramentoya me conocen, por haberme visto varias veces durante los reconocimientosfísicos y neurológicos. La mayor parte de la tarea ya está realizada, peroqueda lo más importante. La personalidad completa de cada uno de ustedesdebe pasar a los archivos de Multivac.»Todos los años, esto requiere cierta explicación para los jóvenes quealcanzan la mayoría de edad. Hasta esta fecha —dijo volviéndose hacia losjóvenes que tenía delante, y desviando su mirada del público—, hasta estafecha, hasta hoy, ustedes no pueden considerarse adultos; Multivac no lesconsidera como individuos adultos, excepto en los casos en que alguno deustedes han sido señalados especialmente por sus padres o por el Gobierno.»Hasta hoy, pues, cuando llegaba el momento de recopilar los datosanuales, eran sus padres quienes llenaban vuestras fichas. Ha llegado ahorael momento para que asuman esta obligación. Es un gran honor, una granresponsabilidad. Sus padres nos han comunicado cuáles han sido vuestrasnotas escolares, qué enfermedades han tenido, cuáles son vuestrascostumbres... Eso, y muchas cosas más. Pero ahora todavía deben decirnosmás aún; vuestros más íntimos pensamientos; vuestros más secretosanhelos.»Resulta difícil hacerlo la primera vez; incluso violento, pero hay quehacerlo. Una vez lo hayan hecho, Multivac tendrá un análisis completo deustedes en sus archivos. Comprenderá vuestras acciones y reacciones.Incluso podrá prever con notable exactitud vuestro comportamiento futuro.»De esta manera, Multivac les protegerá. Si están en peligro deaccidente, lo sabrá. Si alguien se propone hacerles daño, lo sabrá. Si sonustedes quienes traman alguna mala acción, lo sabrá y evitará que ésta secometa, con el resultado que no tendrán que ser castigados por ella.»Con el conocimiento que tendrá de todos ustedes, Multivac podrácontribuir al perfeccionamiento de la economía y de las leyes terrestres, parael bien de todos. Si tienen un problema personal, pueden acudir a Multivaccon él, y Multivac, que les conoce a todos, podrá ayudarles a resolverlo.»Ahora deseo que llenen los formularios que les vamos a facilitar.Mediten cuidadosamente y respondan a todas las preguntas con la mayorexactitud posible. No oculten nada por vergüenza o precaución. Nadieconocerá nunca vuestras respuestas excepto Multivac, a menos que seanecesario conocerlas para protegerles. Y en este caso, sólo las conoceráncontados funcionarios del Gobierno, que poseen autorización especial.»Pudiera ocurrir que deformasen la verdad más o menosintencionadamente. No lo hagan. Nosotros terminaremos por descubrirlo. Latotalidad de sus respuestas debe formar un conjunto coherente. Si alguna delas respuestas son falaces, sonarán como una nota discordante y Multivaclas descubrirá. Si entre ellas se encuentran respuestas falsas, o son falsas

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en su totalidad, crearán un conjunto típico que Multivac reconoceráinmediatamente. Por lo tanto, les aconsejo que digan la verdad y nada másque la verdad.Por último, el acto terminó; los muchachos llenaron los formularios, ylas ceremonias y discursos tocaron a su fin. Por la noche, Ben, poniéndosede puntillas, consiguió descubrir finalmente a Michael, el cual todavía llevabael traje de gala que se había puesto para el «desfile de los adultos».Seabrazaron llenos de júbilo, luego cenaron juntos y tomaron el expreso hastasu casa, ambos llenos de contento después de aquel día memorable.Por lo tanto, no se hallaban preparados para enfrentarse con el cambiototal que encontraron en su casa. Ambos se quedaron helados cuando unjoven de rostro severo, vestido de uniforme y apostado a la puerta de supropia casa, les cerró el paso para pedirles la documentación antes dedejarlos entrar. Una vez dentro, hallaron a sus padres sentados en el salón,con expresión desesperada y la huella de la tragedia impresa en sus caras.Joseph Manners, que parecía haber envejecido diez años desde aquellamisma mañana, miró con ojos asustados y hundidos a sus dos hijos (uno delos cuales todavía llevaba al brazo su flamante toga de adulto) y dijo:—Estoy bajo arresto domiciliario.Ben y Michael se quedaron de una pieza.Bernard Gulliman no podía leer, naturalmente, el voluminoso informe.Leyó únicamente el sumario y quedó más que satisfecho.No había duda que toda una generación ya estaba acostumbrada a queMultivac predijese la comisión de los delitos más importantes. Les parecíanatural que los agentes de Corrección se presentasen en el lugar donde iba acometerse el delito antes que éste pudiera llevarse a cabo. Les parecíanatural también que la consumación del crimen acarrease para su autor uncastigo ejemplar e inevitable. Poco a poco, arraigó el convencimiento queera imposible engañar a Multivac.El resultado de ello, naturalmente, fue que cada vez se planearonmenos crímenes. A medida que las intenciones criminales disminuían y lacapacidad de Multivac aumentaba, se fueron añadiendo ala lista de delitosque el maravilloso instrumento predecía todas las mañanas, otrasinfracciones de la ley de menor cuantía, pero éstas, también, disminuían aojos vistas.Entonces Gulliman ordenó que se realizase un análisis (sólo lo podíarealizar Multivac, naturalmente) de la capacidad que poseía Multivac paraprever las posibilidades de enfermedad. Así, los médicos podrían serllamados con rapidez para visitar y tratar a individuos susceptiblesdevolverse diabéticos antes de un año, o expuestos a sufrir una tisisgalopante o un cáncer.Más vale prevenir...¡Y el resultado del análisis fue favorable!Después le llevaron la lista de los posibles crímenes del día, y entreellos no figuraba ni un solo asesinato de primer grado.Gulliman, que se hallaba de un humor excelente, llamó a Ali Othmanpor el intercomunicador:—Oiga, Othman, ¿cuál es el promedio de delitos que hay en las listasdiarias de la semana pasada, comparado con el promedio de mi primerasemana como presidente?

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El promedio había descendido, según se pudo comprobar, en un ochopor ciento; sólo le faltaba eso a Gulliman para sentirse el más dichoso de losmortales. No se debía para nada a él, desde luego, pero sus votantes no losabían. Se congratuló por su suerte, que le había llevado a ocupar lapresidencia en el momento oportuno, durante el apogeo de Multivac, en unmomento en que la enfermedad también podría colocarse bajo su mantoprotector.Esto favorecía extraordinariamente la carrera política de Gulliman.Othman se encogió de hombros.—El jefe está muy contento —dijo.—¿Cuándo hacemos estallar la bomba? —dijo Leemy—. El hecho deponer a Manners en observación sólo ha conseguido elevar lasprobabilidades. El arresto domiciliario no ha hecho más que incrementarlas.—Ya lo sé, hombre —dijo el otro, con impaciencia—. Lo que no sé espor qué.—Tal vez se deba a los cómplices, como tú dijiste. Al darse cuenta queManners está detenido, el resto de la banda tendrá que actuar en seguida ola intentona fracasará.—Mirémoslo desde otro lado. Con Manners a buen recaudo, los demáspondrán pies en polvorosa y tratarán de esconderse. Además, ¿por quéMultivac no nos da los nombres de los cómplices?—¿Se lo decimos a Gulliman?—No, todavía no. Las probabilidades son todavía de un diecisiete comatres por ciento. Aún podemos hacer algo.Elizabeth Manners dijo a su hijo menor:—Vete a tu cuarto, Ben.—Pero, ¿qué pasa, mamá? —preguntó Ben con voz quebrada, alcontemplar aquel extraño final de un día tan glorioso.—¡Por favor, Ben, obedéceme sin preguntar!El muchacho se fue a regañadientes. Salió al vestíbulo y empezó a subirla escalera, haciendo el mayor ruido posible. Luego descendió sigilosamente.Mike Manners, el primogénito, el que había llegado hacía pocas horas asu mayoría de edad y era el gozo y la esperanza de la familia, dijo con untono de voz que reflejaba el que empleara suhermano:—¿Qué pasa?Joe Manners repuso:—Pongo al cielo por testigo que no lo sé, hijo mío.No he hecho nada.—De eso estamos todos convencidos —dijo Mike, mirando estupefacto asu padre, pequeño y de aspecto bondadoso—. Deben haber venido porquepensabas hacer algo.La señora Manners le interrumpió con enojo:—¿Qué quieres quepensase tu padre que pueda provocar semejante..., semejante desplieguede fuerzas? —Describió un amplio círculo con el brazo, para abarcar lospolicías que rodeaban la casa, y prosiguió—: Cuando yo era niña, el padrede un amigo mío que trabajaba en un banco fue llamado una vez, y ledijeron que no pensase más en aquel dinero. Pensaba robar cincuenta mildólares. No llegó a cometer el robo: sólo lo pensó. En aquellos tiempos nomantenían estas cosas en secreto, como hoy; todo el mundo se enteró, y asíes como yo lo supe. —Frotándose las gordezuelas manos con lentitud,prosiguió—: Lo que quiero decir es que se trataba de cincuenta mil dólares...

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Una cantidad muy respetable. Sin embargo se limitaron a llamarlo porteléfono. ¿Qué podía estar planeando tu padre, para requerir la presencia deuna docena de policías, que han rodeado la casa?El cabeza de familia dijo, con voz triste y quejumbrosa:—No planeaba ningún crimen, ni el más pequeño e insignificante... Selos juro.Mike, lleno de la sabiduría consciente de un nuevo adulto, dijo:—Tal vez sea algo subconsciente, papá; una forma de resentimientohacia tu jefe.—¿Hasta tal punto que me hiciese desear matarlo? ¡No!—¿Y no quieren decirte de qué se trata?Su madre les interrumpió de nuevo:—No, no quieren. Ya se lo hemos preguntado. Les dije que, con susimple presencia, estaban perjudicando enormemente nuestra reputación enel barrio. Lo menos que podían hacer era decirnos de qué se trataba paraque pudiéramos defendernos y ofrecer explicaciones.—¿Y ellos no quieren?—No quieren.Mike permanecía de pie, con las piernas separadas y las manos metidasen los bolsillos. Muy inquieto, dijo:—Verás, mamá..., es que Multivac no se equivoca nunca.Su padre, desesperado, golpeó con el puño el brazo del sofá.—Les repito que no planeo ningún crimen.Abrieron sin llamar y entró en la sala un hombre uniformado, queandaba con paso firme y decidido. Su cara tenía una expresiónimperturbable y oficial.—¿Es usted Joseph Manners? —preguntó.El cabeza de familia se puso en pie.—Yo soy. ¿Podría usted decirme qué desean de mí?—Joseph Manners, queda usted detenido por orden del Gobierno. —Yexhibió brevemente su carnet de oficial de Correcciones—. Tengo querogarle que me acompañe.—¿Por qué motivo? ¿Qué he hecho?—No estoy autorizado a decírselo.—Pero no pueden detenerme por planear un crimen, aun admitiendoque lo estuviese planeando. Para detenerme tengo que haber hecho algo. Delo contrario, no pueden. Es contrario a la ley.El oficial no atendía a razones.—Le ruego que me acompañe.La señora Manners soltó un grito y se dejó caer en el sofá, llorandohistéricamente. Joseph Manners no fue capaz de transgredir el código que lehabía sido impuesto durante toda su vida, resistiéndose a obedecer lasórdenes de un oficial, pero al final se hizo el remolón, obligando a la gentedel Gobierno a tener que utilizar la fuerza para arrastrarlo fuera de lahabitación.Mientras se lo llevaban, Manners gritaba:—Pero, ¿qué he hecho? ¿Por qué no quieren decírmelo? Si al menos losupiese... ¿Es un asesinato? ¿Se me acusa de tramar un asesinato?La puerta se cerró tras ellos, y Mike Manners, pálido como la muerte yque de pronto había dejado de sentirse adulto, miró a la puerta y luego a su

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madre, anegada en llanto.Ben Manners, oculto tras la otra puerta y sintiéndose de pronto muyadulto, apretó los labios fuertemente y pensó que él sabía exactamente loque había que hacer.Lo que Multivac le arrebataba, Multivac lo devolvería. Ben recordabaperfectamente las ceremonias que había presenciado aquel mismo día.Había oído cómo aquel llamado Hoch hablaba de Multivac y de todo cuantoésta podía hacer. Podía dirigir el Gobierno, y también ayudar a un simpleparticular que fuese a ella en busca de consejo.Cualquiera podía pedir ayuda a Multivac, y Ben se disponía a hacerlo. Nisu madre ni su hermano se darían cuenta que se iba; además, le quedabatodavía algún dinero de la cantidad que sus padres le habían dado paraaquel día memorable. Si después notaban su ausencia y ésta lespreocupaba, qué se le iba a hacer. En aquel momento, su padre era quienmás contaba.Salió por la parte trasera y el agente apostado a la puerta le dejó pasar,tras examinar brevemente su documentación.Harold Quimby dirigía la sección de quejas de la subestación Multivac deBaltimore. Se consideraba a sí mismo un miembro de la rama másimportante del servicio civil. En ciertos aspectos tal vez tuviese razón, y losque le oían hablar de ello hubieran debido ser de hierro para no sentirseimpresionados.Por un lado, decía Quimby, Multivac se dedicaba principalmente ainvadir la intimidad. Durante los últimos cincuenta años, la Humanidad habíatenido que acostumbrarse a la idea que sus pensamientos e impulsos másíntimos ya no podían mantenerse en secreto, y que ya no existían recónditospliegues del alma donde podían esconderse los sentimientos. A cambio deesto, había quedar algo a la Humanidad.Naturalmente, los hombres obtuvieron paz, prosperidad y seguridad,pero eso eran abstracciones. Los hombres y mujeres concretos necesitabanalgo personal como recompensa por su renuncia a la intimidad, y loobtuvieron. Al alcance de cualquier habitante del planeta se encontraba unaestación Multivac a cuyos circuitos se podían someter libremente toda clasede problemas y preguntas, con una libertad y sin prácticamente limitaciónalguna. A los pocos minutos, el maravilloso instrumento facilitaba lasrespuestas adecuadas.En cualquier instante del día o de la noche, cinco millones de circuitosindividuales entre el cuatrillón o más que poseía Multivac, podían dedicarse aatender aquel programa de preguntas y respuestas. Éstas no erannecesariamente infalibles, pero sí enormemente aproximadas casi siempre, ylos que acudían a Multivac tenían una fe absoluta en sus respuestas.Y en aquellos momentos, un joven de dieciséis años, de expresiónansiosa, avanzaba lentamente con la cola de hombres y mujeres queesperaban. Todos los semblantes de los que formaban la colase hallabaniluminados por distintos grados de esperanza, temor o ansiedad, e inclusoangustia, mientras se aproximaban lentamente a Multivac. Pero era siemprela esperanza la que predominaba.Sin levantar la mirada, Quimby tomó el formulario impreso,debidamente cumplimentado, que el recién llegado le tendía y dijo:—Cabina 5-B.

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—¿Cómo tengo que hacer la pregunta, señor?Quimby levantó entonces la mirada, con cierta sorpresa. Por lo general,los muchachos que aún no habían alcanzado la mayoría de edad no hacíanuso de aquel servicio. Amablemente le dijo:—¿Es la primera vez que vienes a Multivac, muchacho?—Sí, señor.Quimby le indicó el modelo que tenía sobre su mesa.—Tendrás que utilizar esto. Mira, funciona exactamente igual que unamáquina de escribir. No escribas la pregunta mal, sobre todo; hazlo pormedio de esta máquina. Ahora vete a la cabina 5-B, y si necesitas ayuda,oprime el botón rojo y se presentará un empleado. Por ese corredor,muchacho, ala derecha.Vio como el joven se alejaba por el corredor, hasta perderse de vista, ysonrió. Multivac no rechazaba a nadie. Naturalmente, no podía descartarseun pequeño porcentaje de preguntas triviales: gente que hacía preguntasindiscretas acerca de sus vecinos o preguntas desvergonzadas sobrepersonalidades eminentes; estudiantes que trataban de adivinar lo que lespreguntarían sus profesores, o de divertirse a costa de Multivac haciéndolepreguntas paradójicas o absurdas...Multivac podía atender todas aquellas preguntas sin necesidad deayuda.Además, cada pregunta y cada respuesta quedaban archivadas paraconstituir una pieza más en el conjunto de datos sobre la Humanidad engeneral y sus representantes individuales en particular. Incluso las triviales eimpertinentes ayudaban a la Humanidad, pues al reflejar la personalidad delque las hacía, permitían que Multivac aumentase su conocimiento de loshombres.Quimby volvió su atención hacia la persona siguiente en la cola, unamujer de mediana edad, desgarbada y angulosa, con la turbación reflejadaen el semblante.Ali Othman medía la oficina a grandes pasos, y sus tacones resonabancon golpes sordos y desesperados sobre la alfombra.—Las probabilidades siguen aumentando. En este momento son delveintidós coma cuatro por ciento. ¡Maldición! Hemos detenido a JosephManners, y las probabilidades siguen aumentando.El sudor corría a raudales por su cara.Leemy dejó el teléfono en su soporte.—Todavía no ha confesado. Le han sometido a la Prueba Psíquica, perono han descubierto la menor huella de crimen. Es posible que diga la verdad.—¿Entonces, es que Multivac se ha vuelto loca? —dijo Othman.Otro teléfono se puso a sonar. Othman se apresuró a cerrar lasconexiones, contento de aquella interrupción. En la pantalla apareció la carade un oficial de Correcciones, el cual dijo:—¿Tiene que darnos algunas nuevas instrucciones, señor, respecto a lafamilia de Manners?¿Debemos permitirles que vayan y vengan a su antojo,como han hecho hasta ahora?—¿Qué quiere usted decir, con eso de «como han hecho hasta ahora»?—Las primeras órdenes que recibimos se referían al arresto domiciliariode Joseph Manners. Nada se decía en ellas del resto de la familia, señor.—Pues hágalas extensivas al resto de la familia, en espera de recibir

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nuevas órdenes.—Pero es que ése es el problema, señor. La madre y el hijo mayor nohacen más que pedir noticias del pequeño. Éste ha desaparecido, y sumadre y su hermano piensan que también le han detenido, y piden que losllevemos a la jefatura para aclarar la suerte del muchacho.Othman frunció el ceño y preguntó casi en un susurro:—¿El pequeño? ¿Cuántos años tiene?—Dieciséis, señor —repuso el agente.—Dieciséis, y se ha ido. ¿Sabe usted adónde?—Le dejaron salir, señor. No había órdenes de retenerle.—No se retire. Un momento. —Othman suspendió momentáneamente lacomunicación, se llevó ambas manos a la cabeza, y gimió—: ¡Estúpido demí!Leemy le miró, sorprendido.—¿Qué demonios te pasa?—Este individuo tiene un hijo de dieciséis años —dijo Othman con vozahogada—. Por lo tanto, es un menor de edad, y Multivac no lo registra porseparado, sino formando parte de la ficha de su padre. —Miró furioso aLeemy—. Hasta cumplir dieciocho años, un joven no tiene ficha separada enMultivac, sino que sus datos figuran en la de su padre... Eso lo sabecualquiera. ¿Cómo pudo habérseme olvidado? Y a ti, pedazo de alcornoque,¿cómo pudo habérsete olvidado también?—¿Quieres decir entonces que Multivac no se refería a Joe Manners? —preguntó Leemy.—Multivac se refería a su hijo menor, y éste se nos ha escapado. Apesar de tener la casa rodeada de policías, él ha salido con toda tranquilidady se ha ido a realizar ve a saber qué infernal misión.Conectó de nuevo el circuito telefónico, al extremo del cual todavíaesperaba el oficial de Correcciones. Aquella interrupción de un minuto habíapermitido que Othman recuperase el dominio de sí mismo, asumiendo denuevo su expresión fría y segura. (Hubiera sido altamente perjudicial parasu prestigio representar una escena ante los ojos de un policía aunque esohabría aliviado considerablemente su mal humor.)—Oficial —dijo entonces—, trate de localizar al muchacho que hadesaparecido. Si es necesario, movilice usted a todos sus hombres. Másadelante les daré las órdenes oportunas. De momento sólo ésta: encontraral muchacho a toda costa.El oficial contestó:—Sí, señor.La conexión se interrumpió. Othman dijo:—Dígame cómo están las probabilidades, Leemy.Cinco minutos después, Leemy comunicó:—Han bajado a un diecinueve coma seis por ciento. Y siguen bajando.Othman dejó escapar un largo suspiro.—Por fin estamos sobre la buena pista.Ben Manners tomó asiento en la cabina 5-B y tecleó lentamente: «Mellamo Benjamín Manners, número MB-71833412. Mi padre, Joseph Manners,ha sido detenido, pero no sabemos qué crimen tramaba. ¿Podemos ayudarlede algún modo?»Se dispuso a esperar la respuesta de la máquina. A pesar que sólo tenía

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dieciséis años, ya sabía que aquellas palabras estaban dando vueltas enaquellos momentos por el interior del aparato más complicado creado por lamente humana; sabía también que se barajarían y se coordinarían un trillónde datos, y que a partir de ellos Multivac extraería la respuesta másadecuada.Oyó un clic en la máquina y surgió de ella una tarjeta. Sobre la mismase veía impresa una respuesta, una larga respuesta. Decía como sigue:«Toma el expreso a Washington, D. C., inmediatamente. Desciende enla parada de la avenida de Connecticut. Verás una salida especial sobre laque se lee «Multivac» y ante la que hay unos guardias. Di a uno de ellos quellevas un recado para el doctor Trumbull, y te dejará entrar.«Te encontrarás entonces en un corredor. Síguelo hasta encontrar unapuerta sobre la que se lee «Interior». Entra y di a los guardias de dentro loque has dicho a los de fuera; lo mismo. Éstos te franquearán el paso. Sigueentonces...»Las instrucciones continuaban por ese tenor. Ben no veía que aquellotuviese nada que ver con lo que había preguntado, pero su fe en Multivacera absoluta. Salió corriendo, para tomar el expreso a Washington.Los oficiales de Correcciones consiguieron seguir la pista de BenManners hasta la estación de Baltimore, donde llegaron una hora despuésque éste la hubiera abandonado. El sorprendido Harold Quimby se sintióverdaderamente aturrullado ante el número e importancia de los hombresque fueron a verle con relación a aquel muchacho de dieciséis años queandaban buscando.—Sí, un muchacho de esas señas —dijo—, pero ignoro adónde fuecuando salió de aquí. Yo no podía saber que lo andaban buscando. Aquírecibimos a todo el mundo. Sí, puedo conseguir una copia de la pregunta yla respuesta.Los oficiales de Correcciones televisaron las dos fichas a Jefatura sinperder un instante.Othman las leyó, puso los ojos en blanco y se desmayó. Consiguieronhacerlo reaccionar casi enseguida. Con voz débil, dijo a Leemy:—Que detengan a ese chico. Y que me saquen una copia de larespuesta de Multivac. Ahora ya no hay escapatoria. Tengo que ver aGulliman inmediatamente.Bernard Gulliman nunca había visto a Ali Othman tan perturbado. Alobservar la expresión trastornada del coordinador, sintió que un escalofrío lerecorría el espinazo.Con voz trémula y entrecortada, preguntó:—¿Qué quiere usted decir, Othman? ¿Qué significa eso de..., de algopeor que un asesinato?—Mucho, muchísimo peor que un asesinato.Gulliman estaba muy pálido.—¿Se refiere usted al asesinato de un alto funcionario delGobierno?(Incluso cruzó por su mente la idea que pudiese ser él mismoquien...)Othman asintió:—No un funcionario del Gobierno. El funcionario del Gobierno porexcelencia.—¿El secretario general? —aventuró Gulliman con un murmullo

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ahogado.—Más que eso; mucho más. Nos enfrentamos con un complot paraasesinar a Multivac.—¡CÓMO!—Por primera vez en la historia de Multivac, la computadora nos hainformado que es ella misma quien está en peligro.—¿Por qué no me informaron de ello inmediatamente?Othman no mintió demasiado al responder:—Como se trataba de un caso sin precedentes, señor, estudiamos lasituación antes de atrevernos a redactar un informe oficial.—Pero Multivac se ha salvado, ¿verdad? Dígame que se ha salvado.—Las probabilidades han descendido a menos de un cuatro por ciento;prácticamente ya no hay peligro. Estoy esperando el informe definitivo de unmomento a otro.—Traigo un recado para el doctor Trumbull —dijo Ben Manners alhombre instalado sobre un alto taburete, y que accionaba cuidadosamente loque parecían los mandos de un crucero estratosférico, enormementeampliados.—Muy bien, Jim —dijo el hombre—. Adelante.Ben echó una mirada a sus instrucciones y se apresuró a seguiradelante. Encontraría una diminuta palanca que tenía que bajarcompletamente, en el instante en que un indicador mostrase una luz roja.Oyó una voz agitada a sus espaldas, luego otra, y de pronto doshombres lo sujetaron por los codos. Notó como sus pies se levantaban delsuelo.Uno de sus captores dijo:—Acompáñanos, muchacho.La cara de Ali Othman no se iluminó de manera apreciable al recibir lanoticia, aunque Gulliman dijo con gran alegría:—Si tenemos al chico, Multivac se ha salvado.—Por el momento.Gulliman se llevó una mano temblorosa a la frente.—¡Qué media hora he pasado! ¿Se imagina usted lo que significaría ladestrucción de Multivac, aunque fuese por breve tiempo? Se hundiría elGobierno; la economía se paralizaría. Sería de unos efectos másdevastadores que un... —Alzó de pronto la cabeza—. ¿Qué quiere usteddecir con eso de«por el momento»?—Ese muchacho, Ben Manners, no tenía intención de hacer daño. Él ysu familia deben ser puestos inmediatamente en libertad e indemnizados porlas molestias que les hemos causado. Él se limitaba a seguir lasinstrucciones que le dio Multivac para ayudar a su padre, y lo ha conseguido.Su padre ha sido puesto en libertad.—¿Insinúa usted que la propia Multivac ordenó al muchacho que bajaseuna palanca en un momento en que tal acción quemaría tal cantidad decircuitos que haría falta un mes de trabajo para repararlos? ¿Insinúa ustedacaso que Multivac proponía su propia destrucción para ayudar a un solohombre?—Mucho peor que eso, señor. Multivac no sólo dio esas instrucciones aBen, sino que eligió a la familia Manners porque Ben tenía un extraordinarioparecido con uno de los mensajeros del doctor Trumbull, y por lo tanto

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podría meterse impunemente en Multivac sin que nadie le pusiese reparos.—¿Y por qué fue elegida esa familia? ¿Y para qué?—Verá usted, el muchacho nunca se habría visto obligado a hacer lapregunta que hizo si su padre no hubiese sido detenido. Y su padre jamáshabría sido detenido si Multivac no le hubiese acusado de tramar su propiadestrucción. Fue Multivac quien inició la sucesión de acontecimientos quecasi condujeron a la propia destrucción de Multivac.—Pero eso no tiene pies ni cabeza —dijo Gulliman con vozquejumbrosa.Se sentía pequeño y desvalido, y casi se puso de rodillas para suplicar aOthman, a aquel hombre que había pasado casi toda su vida junto aMultivac, que devolviese la tranquilidad a su ánimo.Pero Othman no lo hizo. En cambio, le dijo:—Éste ha sido el primer intento realizado por Multivac en este sentido,que yo sepa. Hasta cierto punto, estaba muy bien planeado. Supo elegir lafamilia. Tuvo buen cuidado en no distinguir entre padre e hijo, a fin dedespistarnos. Sin embargo, demostró que todavía no pasa de ser unaaficionada. No pudo anular sus propias instrucciones, que la obligaron acomunicar la probabilidad de su propia destrucción, la cual se hacía mayor acada paso que dábamos por la pista falsa. Tuvo que registrar forzosamentela respuesta que dio al muchacho. Cuando tenga más práctica,probablemente aprenderá las artes del engaño, a ocultar ciertos hechos, ano registrar otros. A partir de ahora, todas las instrucciones que décontendrán tal vez las semillas de su propia destrucción. Eso nunca losabremos. Y por más cuidado que tengamos, un día Multivac conseguiráburlarnos. Creo, señor Gulliman, que usted será el último presidente de estaorganización.Gulliman aporreó furioso su mesa.—Pero, ¿por qué, pregunto yo? ¿Por qué hace eso? ¿Qué le ocurre? ¿Nopodemos repararla?—No lo creo —repuso Othman, dominado por una calladadesesperación—. Nunca había tenido en cuenta tal posibilidad. Sin embargo,ahora, al pensarlo, estoy convencido que hemos llegado al fin, precisamenteporque Multivac es demasiado buena. Multivac se ha hecho tan complicadaque sus reacciones ya no son las propias de una máquina, sino las de un serviviente.Gulliman le miró antes de decirle:—Está usted loco. Pero..., ¿y qué si fuese así?—Durante más de medio siglo Multivac ha tenido que cargar con todaslas preocupaciones de la Humanidad. Le hemos pedido que velase por todosnosotros, por todos y cada uno de nosotros. Le hemos confiado todosnuestros secretos; le hemos hecho absorber nuestra maldad y defendernosde ella. Cada uno de nosotros acudimos a ella con nuestras aflicciones,aumentando su enorme fárrago. Y ahora nos proponemos hacer cargartambién a Multivac, a esta criatura viva, con el fardo de la enfermedadhumana. —Othman se interrumpió un momento, antes de proseguir conexcitación—:Señor Gulliman, Multivac está harta de cargar con todos losmales del mundo.—Esto es una locura. Una completa locura —masculló Gulliman.—En ese caso, permítame que le demuestre algo muy importante.

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Vamos a hacer una prueba.¿Me permite usted que utilice la línea de Multivacque tiene en su despacho?—¿Para qué?—Para hacer una pregunta a Multivac que nadie le ha hecho jamás.—Supongo que no le será perjudicial —preguntó Gulliman, alarmado.—No. Pero nos dirá lo que deseamos saber.El presidente vaciló un momento. Luego dijo:—Adelante.Othman se dirigió a la terminal que Gulliman tenía sobre la mesa. Susdedos teclearon diestramente, formando la pregunta: «Multivac, ¿qué es loque deseas?»El momento que transcurrió entre pregunta y respuesta les parecióinterminable, pero Othman y Gulliman no se atrevían ni a respirar.Se oyó un clic y surgió una tarjeta. Muy pequeña. Sobre ella, con letrasmuy claras, se hallaba la respuesta:«Deseo morir.»

SUFRAGIO UNIVERSAL

Linda, que tenía diez años, era el único miembro de la familia queparecía disfrutar al levantarse.Norman Muller podía oírla ahora a través de su propio coma drogado ymalsano. Finalmente había logrado dormirse una hora antes, pero con unsueño más semejante al agotamiento que al verdadero sueño.La pequeña estaba ahora al lado de su cama, sacudiéndole.—¡Papaíto! ¡Papaíto, despierta! ¡Despierta!—Está bien, Linda —dijo.—¡Pero papaíto, hay más policías por ahí que nunca! ¡Con coches ytodo!Norman Muller cedió. Se incorporó con la vista nublada, ayudándosecon los codos. Nacía el día. Fuera, el amanecer se abría pasodesganadamente, como germen de un miserable gris..., tan miserablementegris como él se sentía. Oyó la voz de Sarah, su mujer, que se ajetreaba enla cocina preparando el desayuno. Su suegro, Matthew, carraspeaba conestrépito en el cuarto de baño. Sin duda, el agente Handley estaba listo yesperándole.Había llegado el día.¡El día de las elecciones!Para empezar, había sido un año igual a cualquier otro. Acaso un pocopeor, puesto que se trataba de un año presidencial, pero no peor endefinitiva que otros años presidenciales.Los políticos hablaban del electorado y del vasto cerebro electrónico quetenían a su servicio. La prensa analizaba la situación mediante ordenadoresindustriales (el New York Times y el Post-Dispatch de San Luis poseían cadauno el suyo propio) y aparecían repletos de pequeños indicios sobre lo queiban a ser los días venideros. Comentadores y articulistas ponían de relievela situación crucial, en feliz contradicción mutua.La primera sospecha de que las cosas no ocurrirían como en añosanteriores se puso de manifiesto cuando Sarah Muller dijo a su marido en lanoche del 4 de octubre (un mes antes del día de las elecciones):

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—Cantwell Johnson afirma que Indiana será decisivo este año. Y ya esel cuarto en decirlo. Piénsalo, esta vez se trata de nuestro estado.Matthew Hortenweiler asomó su mofletudo rostro por detrás delperiódico que estaba leyendo, posó una dura mirada en su hija y gruñó:—A esos tipos les pagan por decir mentiras. No les escuches.—Pero ya son cuatro, padre —insistió Sarah con mansedumbre—. Ytodos dicen que Indiana.—Indiana es un estado clave, Matthew —apoyó Norman, tanmansamente como su mujer—, a causa del Acta Hawkins-Smith y todo eseembrollo de Indianápolis. Es...El arrugado rostro de Matthew se contrajo de manera alarmante.Carraspeó:—Nadie habla de Bloomington o del condado de Monroe, ¿no es eso?—Pues... —empezó Norman.Linda, cuya carita de puntiaguda barbilla había estado girando de uno aotro interlocutor, le interrumpió vivamente:—¿Vas a votar este año, papi?Norman sonrió con afabilidad y respondió:—No creo, cariño.Mas ello acontecía en la creciente excitación del mes de octubre de unaño de elecciones presidenciales, y Sarah había llevado una vida tranquila,animada por sueños respecto a sus familiares. Dijo con anhelantevehemencia:—¿No sería magnífico?—¿Que yo votase?Norman Muller lucía un pequeño bigote rubio, que le había prestado unaire elegante a los juveniles ojos de Sarah, pero que, al ir encaneciendopoco a poco, había derivado en una simple falta de distinción. Su frenteestaba surcada por líneas profundas, nacidas de la inseguridad, y en generalsu alma de empleado nunca se había sentido seducida por el pensamientode haber nacido grande o de alcanzar la grandeza en ninguna circunstancia.Tenía mujer, un trabajo y una hija. Y excepto en momentos extraordinariosde júbilo o depresión, se inclinaba a considerar su situación como uninadecuado pacto concertado con la vida.Así pues, se sentía un tanto embarazado y bastante intranquilo ante ladirección que tomaban los pensamientos de su mujer.—Realmente, querida —dijo—, hay doscientos millones de seres en elpaís, y en lances como éste creo que no deberíamos desperdiciar nuestrotiempo haciendo cábalas sobre el particular.—Mira, Norman —respondió su mujer—, no son doscientos millones, losabes muy bien. En primer lugar, sólo son elegibles los varones entre losveinte y los sesenta años, por lo cual la probabilidad se reduce a uno porcincuenta millones. Por otra parte, si realmente es Indiana...—Entonces será poco más o menos de uno por millón y cuarto. Noapostarías a un caballo de carreras contra esa ventaja, ¿no es así? Anda,vamos a cenar.Matthew murmuró tras su periódico:—¡Malditas estupideces!Linda volvió a preguntar:—¿Vas a votar este año, papi?

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Norman meneó la cabeza y todos se dirigieron al comedor.Hacia el 20 de octubre, la excitación de Sarah había aumentadoconsiderablemente. A la hora del café, anunció que la señora Schultz, quetenía un primo secretario de un miembro de la asamblea, le había contadoque «todo el papel» estaba por Indiana.—Dijo que el presidente Villers pronunciaría incluso un discurso enIndianápolis.Norman Muller, que había soportado un día de mucho trajín en elalmacén, descartó las palabras de su mujer con un fruncimiento de cejas.—Si Villers pronuncia un discurso en Indiana —dijo MatthewHortenweiler, crónicamente insatisfecho de Washington—, eso significa quepiensa que Multivac conquistará Arizona. El cabeza de bellota ése no tendríaredaños para ir más allá.Sarah, que ignoraba a su padre siempre que le resultaba decentementeposible, se lamentó:—No sé por qué no anuncian el estado tan pronto como pueden, y luegoel condado, etcétera. De esa manera, la gente que fuese quedandoeliminada descansaría tranquila.—Si hicieran algo por el estilo —opinó Norman—, los políticos seguiríancomo buitres los anuncios. Y cuando la cosa se redujera a un municipio,habría un congresista o dos en cada esquina.Matthew entornó los ojos y se frotó con rabia su cabello ralo y gris.—Son buitres de todos modos. Escuchad...—Vamos, padre... —murmuró Sarah.La voz de Matthew se alzó sin tropiezos sobre su protesta:—Mirad, yo andaba por allí cuando entronizaron a Multivac. Élterminaría con los partidismos políticos, dijeron. No más dinero electoraldespilfarrado en las campañas. No habría otro don nadie introducido apresión y a bombo y platillo de publicidad en el Congreso o la Casa Blanca.¿Y qué sucede? Pues que hay más campaña que nunca, sólo que ahora lahacen en secreto. Envían tipos a Indiana a causa del Acta Hawkins-Smith yotros a California para el caso de que la situación de Joe Hammer seconvierta en crucial. Lo que yo digo es que se han de eliminar todas esasinsensateces. ¡Hay que volver al bueno y viejo...!Linda preguntó de súbito:—¿No quieres que papi vote este año, abuelito?Matthew miró a la chiquilla.—No lo entenderías. —Se volvió a Norman y Sarah—. En un tiempo, yovoté también. Me dirigía sin rodeos a la urna, depositaba mi papeleta yvotaba. Nada más que eso. Me limitaba a decirme: ese tipo es mi hombre yvoto por él. Así debería ser.Linda dijo, llena de excitación:—¿Votaste, abuelo? ¿Lo hiciste de verdad?Sarah se inclinó hacia ella con presteza, tratando de paliar lo que muybien podía convertirse en una historia incongruente, trascendiendo alvecindario.—No es eso, Linda. El abuelito no quiso decir realmente votar. Todo elmundo hacía esa especie de votación cuando tu abuelo era niño, y tambiénél, pero no se trataba realmente de votar.Matthew rugió:

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—No sucedió cuando era niño. Tenía ya veintidós años, y voté porLangley. Fue una auténtica votación. Quizá mi voto no contase mucho, peroera tan bueno como el de cualquiera. Como el de cualquiera —recalcó—. Ysin ningún Multivac para...Norman intervino entonces:—Está bien, Linda, ya es hora de acostarte. Y deja de hacer preguntassobre las votaciones. Cuando seas mayorcita, lo comprenderás todo.La besó con antiséptica amabilidad, y ella se puso en marcha, renuente,bajo la tutela materna, con la promesa de ver el visor desde la cama hastalas nueve y cuarto, si se prestaba primero al ritual del baño.—Abuelito —dijo Linda.Y se quedó ante él con la mandíbula caída y las manos a la espalda,hasta que el periódico del viejo se apartó y asomaron las espesas cejas yunos ojos anidados entre finas arrugas. Era el viernes 31 de octubre.Linda se aproximó y posó ambos antebrazos sobre una de las rodillasdel viejo, de manera que éste tuvo que dejar a un lado el periódico.—Abuelito —volvió a la carga la pequeña—, ¿de verdad que votastealguna vez?—Ya me oíste decir que sí, ¿no es cierto? ¿No irás a creer que cuentobolas?—Nooo... Pero mamá dice que todo el mundo votaba entonces.—Pues claro que lo hacían.—¿Cómo podían hacerlo? ¿Cómo podía votar todo el mundo?Matthew miró gravemente a su nieta y luego la alzó, sentándola sobresus rodillas. Por último, moderando el tono de su voz, dijo:—Mira, Linda, hasta hace unos cuarenta años, todo el mundo votaba.Pongamos que deseábamos decidir quién había de ser el nuevo presidentede los Estados Unidos... Demócratas y republicanos nombraban a surespectivo candidato, y cada uno decía cuál de los dos quería. Una vezpasado el día de las elecciones, se hacía el recuento de votos de laspersonas que deseaban al candidato demócrata y las que deseaban alrepublicano. Y el que había recibido más votos se llevaba la palma. ¿Lo ves?Linda asintió.—¿Cómo sabía la gente por quién votar? —preguntó—. ¿Se lo decíaMultivac?Las cejas de Matthew se fruncieron, y adoptó un aspecto severo.—Se basaban tan sólo en su propio criterio, pequeña.La niña se apartó un tanto del viejo, y éste volvió a bajar la voz:—No estoy enojado contigo, Linda. Pero mira, a veces llevaba toda lanoche contar..., sí, hacer el recuento de lo que opinaban unos y otros, aquién habían votado. Todo el mundo se impacientaba. Por ello se inventaronmáquinas especiales, capaces de comparar los primeros votos con los de losmismos lugares en años anteriores. De esta manera, la máquina preveíacómo se presentaba la votación en su conjunto y quién sería elegido. ¿Loentiendes?—Como Multivac —asintió ella.—Los primeros ordenadores eran mucho más pequeños que Multivac.Pero las máquinas fueron aumentando de tamaño y, al mismo tiempo, ibansiendo capaces de indicar cómo iría la elección a partir de menos y menosvotos. Por fin, construyeron Multivac, que puede preverlo a partir de un solo

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votante.Linda sonrió al llegar a la parte familiar de la historia y exclamó:—¡Qué bonito!Matthew frunció de nuevo el entrecejo.—No, no tiene nada de bonito. No quiero que una máquina decida loque yo hubiera votado sólo porque un chunguista de Milwaukee dice queestá en contra de que se suban las tarifas. A mí tal vez me hubiese dado porvotar a ciegas sólo por gusto. O acaso me hubiese negado a votar enabsoluto. Y tal vez...Pero Linda se había escurrido de sus rodillas y se batía en retirada.En la puerta tropezó con su madre, quien llevaba aún puesto el abrigo.Ni siquiera había tenido tiempo de quitarse el sombrero.—Apártate un poco, Linda —ordenó, jadeante aún—. No me cierres elpaso.Al ver a Matthew, dijo, mientras se quitaba el sombrero y se alisaba elpelo:—Vengo de casa de Agatha.Matthew miró a su hija con aire desaprobador y, desdeñando lainformación, se limitó a gruñir y recoger el periódico.Sarah se desabrochó el abrigo y continuó:—¿A que no sabes lo que me ha dicho?Matthew alisó el periódico con un crujido, para proseguir la lecturainterrumpida por su nieta.—Ni lo sé ni me importa.—¡Vamos, padre...!Pero Sarah no tenía tiempo para enfadarse. Necesitaba comunicar aalguien las noticias, y Matthew era el único receptor a mano a quienconfiarlas.—Joe, el marido de Agatha, es policía, ya sabes, y dice que anoche llegóa Bloomington todo un cargamento de agentes de la secreta.—No creo que anden tras de mí.—¿Es que no te das cuenta, padre? Agentes de la secreta... Y casi hallegado el momento de las elecciones. ¡En Bloomington!—Acaso anden en busca de algún ladrón de bancos.—No ha habido un robo en ningún banco de la ciudad hace muchosaños... ¡Padre, eres imposible!Y Sarah abandonó la habitación.Tampoco Norman Muller recibió las noticias con mayor excitación, almenos perceptible.—Bueno, Sarah, ¿y cómo sabía Joe, el marido de Agatha, que setrataba de agentes de la secreta? —preguntó con calma—. No creo queanduviesen por ahí con el carnet pegado en la frente.Pero a la tarde siguiente, cuando ya noviembre tenía un día, Sarahanunció triunfalmente:—Todo Bloomington espera que sea alguien de la localidad el votante.Así lo publica el News, y también lo dijeron por la radio.Norman se agitó desasosegado. No podía negarlo, y su corazóndesfallecía. Si Bloomington iba a ser alcanzado por el rayo de Multivac, ellosupondría periodistas, espectaculares transmisiones por video, turistas ytoda clase de..., de perturbaciones. Norman apreciaba la tranquila rutina de

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su vida, y la distante y alborotada agitación de los políticos se estabaaproximando de un modo que resultaba incómodo.—Un simple rumor —rechazó—. Nada más.—Pues espera y verás. No tienes más que esperar.Según se desarrollaron las cosas, el compás de espera fueextraordinariamente corto. El timbre de la puerta, sonó con insistencia.Cuando Norman Muller la abrió, se vio frente a un hombre de elevadaestatura y rostro grave.—¿Qué desea? —preguntó Norman.—¿Es usted Norman Muller?—Sí.Su voz sonó singularmente opaca. No resultaba difícil averiguar, por elporte del desconocido, que representaba a la autoridad. Y la naturaleza desu súbita visita era tan manifiesta como inimaginable le pareciese hastaunos momentos antes.El hombre mostró su documentación, penetró en la casa, cerró la puertatras de sí y dijo con acento oficial:—Señor Norman Muller, en nombre del presidente de los EstadosUnidos, tengo el honor de informarle que ha sido usted elegido pararepresentar al electorado norteamericano el martes día 4 de noviembre delaño 2008.Con gran dificultad, Norman Muller logró caminar sin ayuda hasta subutaca, en la cual se sentó con el rostro pálido y casi sin sentido, mientrasSarah traía agua, le frotaba asustada las manos y le cuchicheaba apretandolos dientes:—No vayas a desmayarte ahora, Norman. Elegirán a otro...Cuando por fin logró recuperar el uso de la palabra, Norman murmuró asu vez:—Lo siento, señor.—¡Bah! No tiene importancia —le tranquilizó el visitante. Todo rastro deformalidad oficial parecía haberse desvanecido tras la notificación, dejandosólo un hombre abierto y más bien amistoso—. Es la sexta vez que mecorresponde comunicarlo al interesado y he visto toda clase de reacciones.Ninguna de ellas se ajustó a la que vieron en el video. Saben a lo que merefiero, ¿verdad? Un aire de consagración y entrega, y un personaje quedice: «Será para mí un gran privilegio servir a mi país...» Toda esa serie decosas...El agente rió para alentarles. La risa con que Sarah le acompañó tuvoun acento de aguda histeria. El agente prosiguió:—Permaneceré con ustedes durante algún tiempo. Mi nombre es PhilHandley. Les agradeceré que me llamen Phil. Señor Muller, no podráabandonar la casa hasta el día de las elecciones. Usted, señora, informará alalmacén de que su marido está enfermo. Puede salir a hacer la compra, perohabrá de despacharla con la mayor brevedad posible. Y desde luego,guardará una absoluta reserva sobre el particular. ¿De acuerdo, señoraMuller?—Sí, señor. Ni una palabra —confirmó Sarah, con un vigorosoasentimiento de cabeza.—Perfecto, señora Muller. —Handley adoptó un tono muy grave alañadir—: Tenga en cuenta que esto no es un juego. Por lo tanto, salga sólo

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en caso de que le sea absolutamente preciso y, cuando lo haga, la seguirán.Lo siento, pero estamos obligados a actuar así.—¿Seguirme?—Nadie lo advertirá... No se preocupe. Y será sólo durante un par dedías, hasta que se haga el anuncio formal a la nación. En cuanto a su hija...—Está en la cama —se apresuró a decir Sarah.—Bien. Se le dirá que soy un pariente o amigo de la familia. Si descubrela verdad, habrá de permanecer encerrada en casa. Y en todo caso, su padreserá mejor que no salga.—No le gustará nada —dudó Sarah.—No queda más remedio. Y ahora, puesto que nadie más vive conustedes...—Al parecer, está muy bien informado sobre nosotros —murmuróNorman.—Bastante —convino Handley—. De todos modos, éstas son por elmomento mis instrucciones. Intentaré, por mi parte, cooperar en la medidade lo posible y no causarles molestias. El gobierno pagará mimantenimiento, así que no supondré ningún gasto para ustedes. Cadanoche, seré relevado por alguien que se instalará en esta habitación. Nohabrá problemas de acomodo para dormir. Y ahora, señor Muller...—¿Sí, señor?—Llámeme Phil —repitió el agente—. Estos dos días preliminares antesdel anuncio formal servirán para que se acostumbre a ver su posición.Preferimos que se enfrente a Multivac en un estado mental lo más normalposible. Descanse tranquilo e intente tomarse todo esto como si se tratasede su trabajo diario. ¿De acuerdo?—De acuerdo —respondió Norman. De pronto, denegó violentamentecon la cabeza—. ¡Pero yo no deseo esa responsabilidad! ¿Por qué yo?—Muy bien, vayamos al grano. Multivac sopesa toda clase de factoresconocidos, billones de ellos. Pero existe un factor desconocido, y creo queseguirá siéndolo por mucho tiempo. Dicho factor es el módulo de reacción dela mente humana. Todos los norteamericanos están sometidos a la presiónmoldeadora de lo que los otros norteamericanos hacen y dicen, de las cosasque a él se le hacen y de las que él hace a los demás. Cualquiernorteamericano puede ser llevado ante Multivac para determinar latendencia de todas las demás mentes del país. En un momento dado,algunos norteamericanos resultan mejores que otros a tal fin. Eso dependede los acontecimientos del año. Multivac le seleccionó a usted como al másrepresentativo del actual. No el más despejado, ni el más fuerte, ni el másdichoso, sino el más representativo. Y no vamos a dudar de Multivac, ¿no esasí?—¿Y no podría equivocarse? —preguntó Norman.Sarah, que escuchaba impaciente, le interrumpió:—No le haga caso, señor. Está nervioso... En realidad, es muy instruidoy ha seguido siempre las cuestiones políticas de cerca.—Multivac toma las decisiones, señora Muller —respondió Handley—. Yél eligió a su esposo.—¿Pero seguro que lo sabe todo? —insistió Norman tercamente—. ¿Nopodría haber cometido un error?—Pues sí. No hay motivo para no ser franco. En 1993, el votante

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seleccionado murió de un ataque dos horas antes del instante fijado paranotificarle su elección. Multivac no predijo aquello. Le era imposible. Unvotante puede ser mentalmente inestable, moralmente improcedente,incluso desleal. Multivac no puede conocerlo todo sobre todos, si no se leproporcionan los datos. Por eso, siempre se seleccionan algunos candidatosmás. No creo que tengamos que recurrir a ninguno de ellos en esta ocasión.Usted está en buen estado de salud, señor Muller, y ha sido investigado afondo. Sirve.Norman ocultó el rostro entre las manos y se quedó inmóvil.—Mañana por la mañana se encontrará perfectamente bien —intervinoSarah—. Tiene que acostumbrarse a la idea, eso es todo.—Desde luego —asintió Handley.En la intimidad del dormitorio, Sarah Muller se expresó de distinta ymás enérgica manera. El estribillo de su perorata era el siguiente:—Compórtate como es debido, Norman. Parece como si intentaraslanzar por la borda la suerte de tu vida.Norman musitó desesperado:—Me atemoriza, Sarah. Todo este asunto...—¿Y por qué, santo Dios? ¿Qué otra cosa has de hacer más queresponder a una o dos preguntas?—Demasiada responsabilidad. Me abruma.—¿Qué responsabilidad? No existe ninguna. Multivac te seleccionó, ¿no?Pues a él le corresponde la responsabilidad. Todo el mundo lo sabe.Norman se incorporó, quedando sentado en la cama, en súbito arranquede rebeldía y angustia.—Se supone que todo el mundo lo sabe. Pero no lo saben. Ellos...—Baja la voz —siseó Sarah en tono glacial—. Van a oírte hasta en laciudad.—No me oirán —replicó Norman, pero bajó en efecto la voz hastaconvertirla en un cuchicheo—. Cuando se habla de la Administración Ridgelyde 1988, ¿dice alguien que ganó con promesas fantásticas y demagogiaracista? ¡Qué va! Se habla del «maldito voto MacComben», como siHumphrey MacComben fuese el único responsable por las respuestas que dioa Multivac. Yo mismo he caído en eso... En cambio, ahora pienso que elpobre tipo no era sino un pequeño granjero que nunca pidió que le eligieran.¿Por qué echarle la culpa? Y ya ves, ahora su nombre está maldito...—Te portas como un niño —le reprochó Sarah.—No, me porto como una persona sensible. Te lo digo, Sarah, noaceptaré. No pueden obligarme a votar contra mi voluntad. Diré que estoyenfermo. Diré...Pero Sarah ya tenía bastante.—Ahora, escúchame —masculló con fría cólera—. No eres tú el únicoafectado. Ya sabes lo que supone ser el Votante del Año. Y de un añopresidencial para colmo. Significa publicidad, y fama, y posiblementemontones de dinero...—Y luego volver a la oficina.—No volverás. Y si vuelves, te nombrarán jefe de departamento por lomenos..., siempre que tengas un poco de seso. Y lo tendrás, porque yo tediré lo que has de hacer. Si juegas bien las cartas, controlarás esa clase depublicidad y obligarás a los Almacenes Kennell a un contrato en firme, a una

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cláusula concediéndote un salario progresivo y a que te aseguren unapensión decente.—Pero ése no es exactamente el objetivo de un votante, Sarah.—Pues será el tuyo. Si no te crees obligado a hacer nada ni por ti ni pormí, y conste que no pido nada para mí, piensa en Linda. Se lo debes.Norman exhaló un gemido.—Bien, ¿estás de acuerdo? —le atosigó Sarah.—Sí, querida —murmuró Norman.El 3 de noviembre se publicó el anuncio oficial. A partir de entonces,Norman no se encontraba ya en situación de retirarse, aun en el caso dereunir el valor necesario para intentarlo.Sellaron su casa, y agentes del servicio secreto hicieron su aparición enel exterior, bloqueando todo acceso.Al principio, sonó sin cesar el teléfono, pero fue Phil Handley quienrespondió a todas las llamadas, con una amable sonrisa de excusa. Al fin, lacentral pasó todas las llamadas al puesto de policía.Norman pensó que de ese modo se ahorraba no sólo las alborozadas (yenvidiosas) felicitaciones de los amigos, sino también la pesada insistenciade los vendedores que husmeaban una perspectiva y la artera afabilidad delos políticos de toda la nación... Quizás hasta las amenazas de muerte de losinevitables descontentos.Se prohibió que entrasen periódicos en la casa, a fin de mantenerle almargen de cualquier presión, y se desconectó amable pero firmemente latelevisión, a pesar de las indignadas protestas de Linda.Matthew gruñía y se metía en su habitación; Linda, pasada la primeraracha de excitación, hacía pucheros y lloriqueaba porque no le permitíansalir de casa; Sarah dividía su tiempo entre la preparación de las comidaspara el presente y el establecimiento de planes para el futuro, en tanto quela depresión de Norman seguía alimentándose a sí misma.Y la mañana del martes 4 de noviembre del año 2008 llegó por fin. Erael día de las elecciones.El desayuno se sirvió temprano, pero sólo comió Norman Muller, y aunél de manera mecánica. Ni la ducha ni el afeitado lograron devolverle a larealidad, ni desvanecen su convicción de que estaba tan sucio por fueracomo sucio se sentía por dentro.La voz amistosa de Handley hizo cuanto pudo para infundir ciertanormalidad en el gris y hosco amanecer. La predicción meteorológica habíaseñalado un día nuboso, con perspectivas de lluvia antes del mediodía.—Mantendremos la casa aislada hasta el regreso del señor Muller.Después, dejaremos de estar colgados de su cuello.El agente del servicio secreto vestía ahora su uniforme completo,incluidas las armas en sus pistoleras, abundantemente tachonadas de cobre.—No nos ha causado molestia alguna, señor Handley —dijo Sarah conbobalicona sonrisa.Norman se echó al coleto dos tazas de café bien cargado, se secó loslabios con una servilleta, se levantó y dijo con aire decidido:—Estoy dispuesto...Handley se levantó a su vez.—Muy bien, señor. Y gracias, señora Muller, por su amable hospitalidad.El coche blindado atravesó con un ronquido las calles vacías. Siempre lo

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estaban aquel día, a aquella hora determinada.Handley dio una explicación al respecto:—Desvían siempre el tráfico desde el atentado que por poco impide laelección de Leverett en el 92. Habían puesto bombas.Cuando el coche se detuvo, Norman fue ayudado a descender por elsiempre cortés Handley. Se encontraba en un pasaje subterráneo, junto acuyas paredes se alineaban soldados en posición de firmes.Le condujeron a una estancia brillantemente iluminada. Tres hombresuniformados de blanco le saludaron sonrientes.—¡Pero esto es un hospital! —exclamó Norman.—No tiene importancia alguna —replicó al instante Handley—. Se debesólo a que el hospital dispone de las comodidades necesarias...—Bien, ¿y qué he de hacer yo?Handley inclinó la cabeza, y uno de los tres hombres vestidos de blancose adelantó.—Yo me encargaré de él a partir de ahora, agente.Handley saludó con desenvoltura y abandonó la habitación.El hombre de blanco dijo:—¿No quiere sentarse, señor Muller? Yo soy John Paulson, calculadorjefe. Le presento a Samson Levine y Peter Dorogobuzh, mis ayudantes.Norman estrechó envaradamente las manos de todos. Paulson erahombre de mediana estatura, con un rostro de perenne sonrisa, y unevidente tupé. Usaba gafas de montura de plástico, de modelo anticuado.Mientras hablaba, encendió un cigarrillo. Norman rehusó el que le fueofrecido.—En primer lugar, señor Muller —dijo Paulson—, deseo que sepa que notenemos prisa alguna. En caso necesario, permanecerá con nosotros todo eldía, para que se acostumbre al ambiente y descarte la idea de que se tratade algo insólito, para que olvide su aspecto... clínico. Creo que sabe a quéme refiero.—Sí, desde luego —contestó Norman—. Pero me gustaría que todohubiese terminado ya.—Comprendo sus sentimientos. Sin embargo, deseamos exponerle conexactitud el procedimiento. En primer lugar, Multivac no está aquí.—¿Que no está?Aun en medio de su abatimiento, había deseado ver a Multivac, del quese decía que medía más de kilómetro y medio de largo, que tenía una alturaequivalente a tres pisos y que cincuenta técnicos recorrían sin cesar loscorredores interiores de su estructura. Una de las maravillas del mundo.Paulson sonrió.—En efecto, no es portátil —confirmó—. De hecho, se encuentraemplazado en un subterráneo, y pocos son los que conocen el lugar preciso.Muy lógico, ¿verdad?, ya que supone nuestro supremo recurso natural.Créame, las elecciones no constituyen su única función.Norman pensó que el hombre de blanco se mostraba deliberadamenteparlanchín, pero de todos modos se sentía intrigado.—Me gustaría verlo...—No lo dudo. Mas para ello se necesita una orden presidencial,refrendada luego por el departamento de seguridad. Sin embargo, nosmantenemos en conexión con Multivac por transmisión de ondas. Cuanto él

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diga puede ser interpretado aquí, y cuanto nosotros digamos le serátransmitido. Así que, en cierto sentido, nos hallamos en su presencia.Norman miró a su alrededor. Las máquinas y aparatos que había en laestancia carecían de significado para él.—Permítame que se lo explique, señor Muller —prosiguió Paulson—.Multivac posee ya la mayoría de la información necesaria para decidir todaslas elecciones, nacionales, provinciales y locales. Únicamente necesitacomprobar ciertas imponderables actitudes mentales y, para ello,recurriremos a usted. No podemos predecir qué preguntas formulará,aunque cabe en lo posible que no tengan mucho sentido para usted..., nisiquiera para nosotros en realidad. Tal vez le pregunte qué opina sobre larecogida de basuras en su ciudad o si considera preferibles los incineradorescentrales. O bien, si tiene usted un médico de cabecera o acude a laseguridad social... ¿Comprende?—Sí, señor.—Pues bien, pregunte lo que pregunte, usted responderá como mejor leplazca. Y si cree que ha de extenderse un poco en su explicación, hágalo.Puede hablar durante una hora si lo juzga necesario.—Sí, señor.—Una cosa más. Hemos de emplear algunos sencillos aparatos queregistrarán automáticamente su presión sanguínea, las pulsaciones, laconductividad de la piel y las ondas cerebrales mientras habla. Lamaquinaria le parecerá formidable, pero es totalmente indolora... Ni siquierala notará.Los otros dos técnicos se atareaban ya con relucientes y pulidosaparatos, de ruedas engrasadas.—¿Desean comprobar si estoy mintiendo o no? —preguntó Norman.—De ningún modo, señor Muller. No se trata en absoluto de detecciónde mentiras, sino de una simple medida de la intensidad emotiva. Porejemplo, si la máquina le pregunta su opinión sobre la escuela de supequeña, quizá conteste usted: «A mi entender, está atestada». Mas ésasson sólo palabras. Por la manera en que reaccionen su cerebro, corazón,hormonas y glándulas sudoríparas, Multivac juzgará con exactitud con quéintensidad se interesa usted pon la cuestión. Descubrirá sus sentimientos,los traducirá mejor que usted mismo.—Jamás oí cosa igual —manifestó Norman.—Estoy seguro de que no. La mayoría de los detalles de Multivac sonsecretos celosamente guardados. Cuando se marche, se le pedirá que firmeun documento jurando que jamás revelará la naturaleza de las preguntasque se le formularon, como tampoco sus respuestas, ni lo que se hizo ocómo se hizo. Cuanto menos se conozca a Multivac, menos oportunidadeshabrá de presiones exteriores sobre los hombres que trabajan a su servicio ose sirven de él para su trabajo. —Sonrió melancólico—. Nuestra vida resultabastante dura...—Lo comprendo.—Y ahora, ¿desearía comer o beber algo?—No, gracias. Nada por el momento.—¿Alguna otra pregunta que formular?Norman meneó la cabeza en gesto negativo.—En ese caso, usted nos dirá cuando se halle dispuesto.

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—Ya lo estoy.—¿Seguro?—Por completo.Paulson asintió. Alzó una mano en dirección a sus ayudantes, quienesse adelantaron con su aterrador instrumental. Muller sintió que surespiración se aceleraba mientras les veía aproximarse.La prueba duró casi tres horas, con una breve interrupción para tomarcafé y una embarazosa sesión con un orinal. Durante todo ese tiempo,Norman Muller permaneció encajonado entre la maquinaria. Al final, teníalos huesos molidos.Pensó sardónicamente que le sería muy fácil mantener su promesa deno revelar nada de lo que había acontecido. Las preguntas ya se habíanreducido a una especie de vagarosa bruma en su mente.Había pensado que Multivac hablaría con voz sepulcral y sobrehumana,resonante y llena de ecos. Ahora concluyó que aquella idea se la habíasugerido la excesiva espectacularidad de la televisión. La verdad ledecepcionó en extremo. Las preguntas aparecían perforadas sobre una cintametálica, que una segunda máquina convertía en palabras. Paulson leía aNorman estas palabras, en las que se contenía la pregunta, y luego dejabaque las leyese por sí mismo.Las respuestas de Norman se inscribían en una máquina registradora,repitiéndolas para que las confirmara. Se anotaban entonces las enmiendasy observaciones suplementarias, todo lo cual se transmitía a Multivac.La única pregunta que Norman recordaba de momento era unaincongruente bagatela:—¿Qué opina usted del precio de los huevos?Ahora todo había terminado. Los operadores retiraron suavemente loselectrodos conectados a diversas partes de su cuerpo, desligaron la bandapulsadora de su brazo y apartaron la maquinaria a un lado.Norman se puso en pie, respiró profundamente, se estremeció y dijo:—¿Ya está todo? ¿Se acabó?—No, no del todo —respondió Paulson, sonriendo animoso—. Hemos depedirle que se quede durante otra hora.—¿Y por qué? —preguntó Norman con cierta acritud.—Es el tiempo preciso para que Multivac incluya sus nuevos datos entrelos trillones de que ya dispone. Sepa usted que existen miles de alternativas,algo sumamente complejo... Puede suceder que se produzca algún rarodebate aquí o allá, que algún interventor en Phoenix, Arizona, o bien algunaasamblea en Wilkesboro, Carolina del Norte, formulen alguna duda. En talcaso, Multivac precisará hacerle una o dos preguntas decisivas.—No —se negó Norman—. No quiero pasar de nuevo por eso.—Probablemente no sucederá —trató de tranquilizarle Paulson—. Rarasveces ocurre... De todos modos, habrá de quedarse pon si acaso. —Ciertotonillo acerado, un tenue matiz, asomó a su voz—. No tiene opción, ya losabe. Debe quedarse.Norman se sentó con aire fatigado, encogiéndose de hombros.—No podemos dejarle leer el periódico —añadió Paulson—, pero siquiere una novela policíaca, o jugar al ajedrez..., cualquier cosa en fin queesté en nuestra mano proporcionarle para que se entretenga, dígalo sinreparos.

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—No deseo nada, gracias. Esperaré.Paulson y sus ayudantes se retiraron a una pequeña habitación,contigua a la estancia en que Norman había sido interrogado. Y éste se dejócaer en un butacón tapizado de plástico, cerrando los ojos.Tendría que aguardar a que transcurriese aquella hora lo mejor posible.Bien retrepado en su asiento, poco a poco fue cediendo su tensión. Surespiración se hizo menos entrecortada y, al entrelazar las manos, noadvirtió ya ningún temblor en sus dedos.Tal vez no hubiese ya más preguntas. Tal vez hubiese acabado de mododefinitivo.Y si todo había terminado, ahora vendrían los desfiles de antorchas ylas invitaciones para hablar en toda clase de solemnidades. ¡El Votante delAño!Él, Norman Muller, un vulgar empleado de un almacén de Bloomington,Indiana, un hombre que no había nacido grande ni había realizado jamásacto alguno de grandeza, se hallaría en la extraordinaria situación deimpulsar a otro a la grandeza.Los historiadores hablarían con serenidad de la Elección Muller del año2008. Ése sería su nombre, la Elección Muller.La publicidad, el puesto mejor, el chorro de dinero que tanto interesabaa Sarah, ocupaban sólo un rincón de su mente. Todo ello sería bienvenido,desde luego. No lo rechazaba. Pero, por el momento, era otra cosa lo quecomenzaba a preocuparle.Se agitaba en él un latente patriotismo. Al fin y al cabo, representaba atodo el electorado. Era el punto focal de todos ellos. En su propia persona, ydurante aquel día, se encarnaba todo Estados Unidos...Se abrió la puerta, despertando su atención y despabilándole porcompleto. Durante unos instantes, sintió que se le encogía el estómago.¡Que no le hicieran más preguntas!Pero Paulson sonreía.—Hemos terminado, señor Muller.—¿No más preguntas, señor?—No hay ninguna necesidad. Todo ha quedado completamente claro.Será usted escoltado hasta su casa y volverá a ser un ciudadanoparticular..., en la medida en que el público lo permita.—Gracias, muchas gracias. —Norman se sonrojó—. Me preguntaba...¿Quién ha sido elegido?Paulson meneó la cabeza.—Tendrá que esperar al anuncio oficial. El reglamento se muestra muysevero al respecto. No podemos decírselo ni siquiera a usted. Supongo quelo comprende...—Desde luego.Norman parecía embarazado.—El servicio secreto tendrá dispuestos los papeles necesarios para quelos firme usted.—Sí.De pronto, Norman se sintió orgulloso, lleno de energía. Ufano yarrogante. En este mundo imperfecto, el pueblo soberano de la primera ymayor Democracia Electrónica habla ejercido una vez más, a través deNorman Muller (a través de él), su libre derecho al sufragio universal.