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Salomón Gomez Dávila Inclinado sobre el pretil de piedra, el monarca insomne y solitario parece contemplar la vanidad de un nuevo día. ¿No es él, luego, el amo de las inútiles victorias? ¿No es el señor de las cenizas? ¿No repiten los sabios la amarga ciencia de sus años? ¿Quién proclamó más duramente la vana pompa de las cosas? El viejo rey medita desde la terraza dominante: “¡Ah! Vanidad, vanidad, divina astucia en que refugio la plenitud colmada de mi ser. Mi compasivo corazón te inventa para proteger a los hombres de la intolerante visión de la dicha. “En la humillada penumbra de sus vidas sólo pueden morar porque enseñé mi falsa y dulce ciencia. Incapaz de colmarlos con las riquezas de mi vida, mi alma generosa los consuela con su elocuencia que refuta todos los esplendores de la tierra. ¡Ah! Que mi sombra sobre el mundo opaque la belleza que hiere sus corazones despojados. ¡Ah! que en el postrer instante, sobre el mortuorio lecho, el vuelo de mis dichas aletargue mi agonía con la exultación de sus alas”. -El viento de la aurora disipa la sofocación nocturna, y de los valles vecinos se elevan lentamente las nieblas matutinas. Una tenue claridad invade el cielo, donde muere el límpido fuego de los astros. Todo yace aun postrado en el silencio de la noche. La ciudad aprieta los cubos de sus casas sobre la desigualdad de las colinas y prolonga el relieve de sus sombras hasta la dura vertical de las murallas. Adosado al. templo inconcluso, el palacio extiende la opacidad de sus jardines y la oquedad blanca de sus patios entre las densas masas de los callados aposentos. Los guardias se adormecen asidos a sus lanzas. Al oriente las montañas arrojan sus bandadas de buitres que suben en perezosas espirales y deslizan su vuelo ávido y lento, en el aire transparente y quieto, hacia las acumuladas inmundicias de las plazas. Un humo espeso asciende de las ascuas de nocturnos sacrificios.

Salomón

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Salomon Gomez Davila

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SalomnGomez DvilaInclinado sobre el pretil de piedra, el monarca insomne y solitario parece contemplar la vanidad de un nuevo da.No es l, luego, el amo de las intiles victorias? No es el seor de las cenizas? No repiten los sabios la amarga ciencia de sus aos? Quin proclam ms duramente la vana pompa de las cosas?El viejo rey medita desde la terraza dominante: Ah! Vanidad, vanidad, divina astucia en que refugio la plenitud colmada de mi ser. Mi compasivo corazn te inventa para proteger a los hombres de la intolerante visin de la dicha.En la humillada penumbra de sus vidas slo pueden morar porque ense mi falsa y dulce ciencia. Incapaz de colmarlos con las riquezas de mi vida, mi alma generosa los consuela con su elocuencia que refuta todos los esplendores de la tierra. Ah! Que mi sombra sobre el mundo opaque la belleza que hiere sus corazones despojados.Ah! que en el postrer instante, sobre el mortuorio lecho, el vuelo de mis dichas aletargue mi agona con la exultacin de sus alas.-El viento de la aurora disipa la sofocacin nocturna, y de los valles vecinos se elevan lentamente las nieblas matutinas. Una tenue claridad invade el cielo, donde muere el lmpido fuego de los astros.Todo yace aun postrado en el silencio de la noche.La ciudad aprieta los cubos de sus casas sobre la desigualdad de las colinas y prolonga el relieve de sus sombras hasta la dura vertical de las murallas.Adosado al. templo inconcluso, el palacio extiende la opacidad de sus jardines y la oquedad blanca de sus patios entre las densas masas de los callados aposentos.Los guardias se adormecen asidos a sus lanzas.Al oriente las montaas arrojan sus bandadas de buitres que suben en perezosas espirales y deslizan su vuelo vido y lento, en el aire transparente y quieto, hacia las acumuladas inmundicias de las plazas.Un humo espeso asciende de las ascuas de nocturnos sacrificios.Todo descansa an; pero cuando nazca el bullicio y la algazara, una compasin repentina suspender las labores incipientes de los hombres, turbados ante el anciano inmvil en el esplendor de la maana, sobre la alta terraza luminosa.