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San Carlos Borromeo

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San Carlos Borromeo. Día 4 de Noviembre. - PowerPoint PPT Presentation

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Entre los hombres extraordinariamente activos a favor de la Iglesia y del pueblo, sobresale admirablemente San Carlos Borromeo, un santo que tomó muy en serio aquella frase de Jesús: "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por Mí, la encontrará". Murió relativamente joven porque desgastó totalmente su vida y sus energías por hacer progresar la religión y por ayudar a los más necesitados.

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Respecto al trabajo, hay que consignar que llegó a extremos inauditos. Pasaba largas horas estudiando y escribiendo, siempre de pie, de día y de noche. Se conservan muchos esquemas de sus sermones y muchas de sus cartas. Y además de esa labor oculta, no desmayó jamás en los ministerios pastorales, ejercitados con actividad prodigiosa.

Su gran virtud era la tenacidad y perseverancia.

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Su santidad es, en su suprema sencillez, una gran lección para todos. Se hizo santo por un método viejo y poco complicado: cumpliendo su obligación. Se hace santo por la observancia rigurosa y plenísima de sus deberes, quemando toda su existencia, poco a poco, entre los mil negocios de cada día.

Su espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los otros un gran gozo espiritual, le ganaban los corazones, e infundían en todos el deseo de perseverar en la virtud y de sufrir por ella.

En su escudo, una sola palabra: “Humildad”.

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Nació el día 1.° de octubre de 1538, en el castillo paterno de los Borromeos, situado en las orillas del Lago Mayor (Norte de Italia).

Sus padres se llamaban Gilberto y Margarita, ésta de la ilustre casa de los Médicis.

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Estudió las Humanidades en Milán.

En el otoño de 1552 se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Pavía, donde el 6 de diciembre de 1559 obtuvo el doctorado civil y eclesiástico.

Carlos Borromeo tenía 21 años.

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Cuando no había terminado aún Carlos Borromeo sus estudios, orientados todos hacia la vida eclesiástica, murió su padre, dándole ocasión de lucir su maduro talento en los problemas de la sucesión y testamentaria. No había cumplido aún veinte años, y tuvo que encargarse del gobierno de la familia y la administración de la hacienda, una larga temporada. Y ciertamente sacó ambas a flote, acreditándose de firme organizador y gran carácter.

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El 25 de Diciembre de 1559 fue elegido Papa su tío materno, el cardenal Juan Ángel de Médicis, que tomó el nombre de Pío IV.

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Sin embargo, no estaban todos. Faltaba uno, Carlos, el que más hubiera alegrado el corazón del nuevo Papa en aquel día de regocijo.

Una nube de sobrinos y parientes, venidos de Milán y de Alemania, se apiñaban en torno del nuevo papa, dispuestos a recoger los frutos de aquel encumbramiento.

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Al día siguiente de su coronación, su tío, el papa, mandó a Carlos venir a Roma.

Mientras en Roma sonaban las aclamaciones, Carlos continuaba allá lejos en su castillo de Arona; administrando las tierras que su padre le había dejado en aquel rincón de la Lombardía.

Pronto le llenaría de honores, que Carlos aceptó como responsabilidades.

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A principio de 1560, el nuevo Papa hizo a su sobrino cardenal diácono y, el 8 de febrero, le nombró administrador de la sede vacante de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le confió numerosos cargos.

Carlos fue nombrado legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de Portugal, de los países bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros de Malta y otras más.

Lo extraordinario es que todos esos honores y responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún veintitrés años y era simplemente clérigo de órdenes menores

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Es increíble la cantidad de trabajo que san Carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia, para oír música y para hacer ejercicio.

Pero el cargo más importante que le dio fue el de la administración de los Estados de la Iglesia y el de la Secretaría de Estado.

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Frente a los partidos que dividían la curia y el colegio cardenalicio, Pío IV había querido buscar un confidente seguro y un colaborador activo; y esto es lo que va a proporcionarle la abnegación sin límites, la diligencia perseverante y la inagotable paciencia de su sobrino.

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Jamás el nepotismo había tenido un acierto semejante. Carlos Borromeo había de ser el ojo derecho de Pío IV (como le llamaban en Roma), pero también su brazo fiel, de insuperable eficiencia. Pronto pudo verse que el joven Secretario de Estado poseía un claro juicio y un agudo talento; una tenacidad y capacidad de trabajo que le permitían, por ejemplo, considerar todos los aspectos de un asunto importante durante seis horas seguidas, sin fatigarse.

Y, sobre todo, es de admirar el conjunto de sus virtudes, que más tarde se desplegaron en perfección integral y fulgente.

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En los círculos cortesanos su nombramiento fue casi una decepción, tal vez por la fama de austeridad que había precedido al sobrino; tal vez porque había pocas probabilidades de influir sobre el Pontífice por su medio. No tenía la menor apariencia de aquel tipo de “sobrino” del que estaban acostumbrados en el Renacimiento.

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Su mismo exterior, ni atraía por su hermosura, ni infundía respeto por la majestad. Una tela de este tiempo nos le presenta de rostro imberbe, alta frente, nariz bien desarrollada y ojos abiertos de par en par a la vida. No era un espíritu brillante, y por naturaleza se sentía impelido a esconderse y ocultar su talento. Esta timidez se aumentaba con un defecto de su lengua, que le hacía precipitarse al hablar, y que, a pesar de los esfuerzos, nunca logró dominar por completo.

Su misma reserva podía achacarse a cortedad por la malicia de los cortesanos. En los comienzos de su carrera, los diplomáticos le presentan como un hombre bueno y piadoso, pero poco apto para la vida.

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Pronto pudo verse que estas apreciaciones eran prematuras. Los que trataron a Carlos más de cerca afirman que poseía un juicio claro y un agudo entendimiento. Lo incansable de su meditación suplía lo que tal vez le faltaba de rapidez en la concepción. Su tenacidad le permitía considerar todos los aspectos de un negocio importante durante varias horas.

Esta energía fue, juntamente con la piedad, el rasgo distintivo de su carácter desde los más tiernos años.

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Ya en esta primera etapa de su actuación como dirigente público, aparece ante el mundo católico como un astro de primera magnitud. Se entregó a los asuntos de su cargo con energía prodigiosa. Uno de sus ayudantes escribe que apenas le quedaba tiempo para comer y dormir lo suficiente.

Él mismo confesaba que conservaba su salud, «a pesar de sus infinitos trabajos», y le dolía tener que reservar cinco o seis horas para el sueño.

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Diariamente despachaba durante tres horas con el Pontífice; extractaba y redactaba diversos y delicados escritos; transmitía órdenes a nuncios y legados; asistía a reuniones de Cardenales; se ocupaba muy complejamente de problemas de envergadura internacional.

El trabajo de la correspondencia diplomática era imponente, pero le secundaba muy eficazmente Tolomeo Gallio, antiguo secretario del cardenal de Médicis y luego Cardenal. Con él acudía todas las mañanas a su tío para presentarle los resúmenes de la correspondencia recibida y tomar nota de las respuestas que había que dar.

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Hijo del Renacimiento, amaba las artes, cultivaba la música y tocaba el violonchelo, favorecía con su amistad a Palestrina, jugaba al ajedrez, a la pelota, y era muy aficionado a la caza. No era todavía por estos tiempos el severo asceta que a todos admirará más adelante. Sin embargo, nada reprobable podía reprocharse a su conducta. «Es de una vida inocentísima, escribía un embajador, tanto, que a juzgar por lo que sabe, puede decirse que está libre de toda mancha”.

Era un hombre de gran valor, pero no era un santo.

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En esta época fue cuando leyó a los filósofos y políticos de la Antigüedad que, según él solía decir, le sirvieron maravillosamente para regular sus actuaciones.

Con el fin de ampliar lo más posible su formación literaria, organizó unas veladas, que se hicieron famosas con el nombre de «Noches Vaticanas», por lo selecto de cuantos tomaban parte en ellas.

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Nada malo había en esa conducta; más bien resultaba ella de una elevada ejemplaridad para los eclesiásticos y seglares de la época. Pero no tuvo límites el asombro de todos, cuando vieron al joven Cardenal despojarse repentinamente de todo lo que pudiera significar ostentación o pompa terrena y buscar caminos de santidad.

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La ocasión fue la muerte de su hermano mayor, Federico, en quien tanto el Pontífice como Carlos veían vinculado el porvenir de la familia. «Este suceso, escribía a los pocos días, me ha hecho comprender toda nuestra miseria y que la verdadera felicidad es la gloria eterna.» Y en una carta al duque de Florencia descubría la actitud de su alma ante aquel golpe, que era el hundimiento de tantas esperanzas: «Dios me ha dado la gracia de inspirarme la resolución muy firme de mirar siempre como un gran bien todo lo que viene de su mano.»

Y decidió hacerse sacerdote para dedicarse por completo a la labor de salvar almas.

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Pío IV en el consistorio del 3 de junio lo elevó al orden de Cardenal presbítero. San Carlos, el 17 de julio de 1563, fue ordenado sacerdote y el 7 de Diciembre del mismo año recibió la consagración episcopal.

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Antes de su ordenación sacerdotal se retiró a la casa profesa de los jesuitas para hacer los Ejercicios bajo la dirección del P. Juan Bautista Ribera, con quien por razón de su cargo de procurador general de la Orden había tenido que tratar muchos asuntos de la Compañía.

En adelante fue el P. Ribera su director espiritual.

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El cambio obrado en su espíritu comenzó pronto a manifestarse al exterior. Renunció a sus diversiones preferidas y fue tal la austeridad de su comportamiento personal que disgustaba a su mismo tío, que llegó a prohibir a los PP. Ribera y Laínez pisar en adelante por el palacio del Cardenal. Pero Carlos no mitigó sus rigores. Su ejemplo, por el contrario, fue arrastrando a otros, e incluso a su mismo tío.

El embajador veneciano Soranzo decía de él que hacía más bien en la corte de Roma que todos los decretos tridentinos juntos.

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Se muestra más severo en el trato de su persona, prohíbe en las reuniones literarias todo asunto que no sea espiritual, suprime juegos y diversiones, reduce el tren de su casa, y ejerce el ministerio de la predicación, cosa inaudita entonces en un cardenal; aumenta el tiempo de la oración y los rigores ascéticos, hasta ayunar a pan y agua un día por semana, y propone dejar la secretaría y retirarse a la Orden rigurosa de los camaldulenses.

Si hasta ahora se había resignado, no sin repugnancia, a hacer concesiones a una manera algo profana de entender la vida, desde este momento todo su afán es desterrar los últimos restos del espíritu mundano.

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Desde el año 1542, el Papa Paulo III había convocado un Concilio Ecuménico para defender la fe católica contra las negaciones protestantes y promover en la Iglesia la reforma deseada por todos.

A Carlos Borromeo le llegó un trabajo mayor por causa del Concilio Tridentino.

Se había escogido la pequeña ciudad de Trento, situada en una de las estribaciones menos elevadas de los Alpes, dentro de Italia, pero muy accesible por el lado de Alemania.

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El Concilio se había suspendido y era necesario iniciarle otra vez para que reformara a la Iglesia Católica y le diera leyes que la mantuvieran fiel y fervorosa, y San Carlos trabajó intensamente y obtuvo que su tío el Papa Pío IV volviera a convocar a los obispos y se continuara con el Concilio.

Como secretario gene-ral de tan importante reunión fue nombrado nuestro santo, y de allí salieron importantísi-mos decretos que le hicieron inmenso bien a la Iglesia y la volvieron mucho más fervorosa.

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Estaba en continuo contacto con los legados pontificios, deshacía las dificultades que sin cesar surgían, intervenía en las cuestiones más arduas, suministraba las cosas necesarias para el sustento de los prelados, fue el intermediario constante entre el Concilio y la autoridad papal...

Ello significó un enorme aumento de trabajo para el Cardenal Secretario, el cual, sin salir de Roma, puede decirse que fue desde entonces el alma de aquella ultima etapa del Tridentino.

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Por fin, el 4 de diciembre de 1563, cuatro legados del Papa, tres patriarcas, veinticinco arzobispos y ciento sesenta obispos, dieron por concluidas las jornadas conciliares y firmaron los decretos, que aprobó el Pontífice el 26 de enero de 1564.

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la publicación del Catecismo para los párrocos, la revisión de la versión latina de la Biblia, llamada Vulgata, del Misal y del Breviario, la puesta en práctica de las más urgentes innovaciones canónicas.

Todavía cayó sobre el Cardenal Borromeo el duro cuidado de dirigir la ejecución de lo acordado en las deliberaciones:

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El santo predicó en la catedral sobre el texto "Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros". Diez Obispos sufragáneos asistieron al sínodo. Hubo decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre la disciplina y la formación del Clero, sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos.

Milán, que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un estado deplorable. San Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provincial y visitar su diócesis. El pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo.

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Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento del oficio como legado de Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de muerte, donde también le asistió San Felipe Neri.

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Pío IV fallece el 9 de Diciembre de 1565.

Casi un mes después, salió elegido Pío V, el 7 de enero de 1566.

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El nuevo Papa Pío V, pidió a San Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar los oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.

Trató en seguida de reintegrarse a su diócesis, a la que efectivamente llegó el 5 de abril de 1566.

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Aquella ciudad hacía muchos años que no tenía arzobispo y la relajación era muy grande. Pero este hombre era incansable para trabajar, y muy pronto todo empezó a cambiar y a transformarse y mejorar.

Muy pronto y para casi dos decenios, será, como Arzobispo de Milán, el más fervoroso adalid de la reforma tridentina.

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Milán era una diócesis muy importante y muy extensa. Reunía a los pueblos de Lombardía, Venecia, Suiza, Piamonte y Liguria.

Llevaba largo tiempo abandonada por sus pastores.

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Dicen que para con los débiles y necesitados era supremamente comprensivo. Para con sus colaboradores era muy amigable y atento, pero exigente. Y para consigo mismo era exigentísimo y severo.

Lo primero que hizo al llegar a Milán como arzobispo y cardenal, fue vender todos los lujos del palacio arzobispal y regalar ese dinero a los más pobres.

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Habituado a la centralización romana, organiza en su vasta jurisdicción diocesana una red de visitadores que le tienen al corriente del estado de las parroquias .

Su primera diligencia, al llegar, fue reunir en Concilio a los obispos de la provincia eclesiástica, para urgir la implantación de las disposiciones elaboradas en Trento.

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Comenzó en seguida una reorganización de la diócesis, dividiéndola en 12 circunscripciones. Creó el puesto de vicario general, hizo más ágiles los servicios judiciales y cancillerescos, y veló especialmente por la integridad de los funcionarios y la gratuidad de los servicios. Urgió el cumplimiento de lo prescrito en el concilio provincial referente a la redacción de los libros parroquiales y al libro donde se enumeran las casas de la parroquia, con el número y edad de sus habitantes; inmigrantes y emigrantes.

En 1574 dio normas precisas sobre el modo de llevar estos libros y ordenó el envío anual de un ejemplar al arzobispado. En el cuarto concilio provincial mandó que cada párroco hiciera listas nominales de 35 categorías de cristianos de su parroquia. Por éstas y parecidas medidas, San Carlos puede ser considerado como un precursor de la estadística religiosa.

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Sus colaboradores y familiares estaban sometidos a una disciplina casi claustral. Inspirándose en los modelos de San Ignacio, compuso reglas especiales para cada oficio. Los actos piadosos del día confiados a la dirección de un prefecto de espíritu, estaban minuciosamente establecidos.

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Su principal preocupación fue la formación de un clero capaz y virtuoso. Por eso dedicó al seminario su atención preferente. También abrió una casa para vocaciones tardías. Para atender mejor a las necesidades pastorales de la diócesis, fundó la Congregación de Oblatos de S. Ambrosio, sacerdotes al servicio del ordinario, pero de vida común y dispuestos a ir a donde se les enviase.

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Cuidó también de la educación de la juventud y fundó el Colegio Helvético para suizos católicos; el Colegio Borromeo en Pavía; el Colegio de Nobles de Milán; la Universidad de Brera, confiada a los jesuitas, etc.

En el aspecto social, creó obras de beneficencia y de rehabilitación: asilo de arrepentidas, orfanatos, asilos nocturnos, etc.

Pavía

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Recorre todas las parroquias tres veces en visita pastoral, durante su gobierno, imponiéndose a menudo graves fatigas y ascensiones alpinas. Eran muy extensos los territorios de su jurisdicción, que abarcaba también parte de los cantones suizos.

Cuando su cabalgadura no puede pasar adelante, camina a pie, resistiendo largas horas de marcha, cruzando los altos montes de su tierra, trepando por riscos y barrancos, como el más experimentado alpinista.

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San Carlos visitó tres valles alpinos: el de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los anteriores arzobispos habían dejado completamente abandonados y donde la corrupción del clero era todavía mayor que la de los laicos, con los resultados que pueden imaginarse.

El santo predicó y catequizó por todas partes, destituyó a los clérigos indignos y los reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe y las costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los protestantes zwinglianos.

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En ello ayudan al santo Prelado sus propios clérigos, los jesuitas y religiosos de otras órdenes y congregaciones de fundación reciente: teatinos, barnabitas, oratorianos, creados estos últimos por San Felipe Neri, entrañable amigo suyo...

Llamó a Milán a treinta jesuitas para consolidar la Contrarreforma.

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Se dedicó plenamente a la tarea emprendida por la Contrarreforma: promovió cambios en los libros litúrgicos y la música religiosa (él mismo tocaba el laúd y el violoncelo como aficionado), y con este fin encargó a Palestrina la Misa del papa Marcelo.

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San Carlos es el auténtico ideal del obispo reformador y sus medidas legislativas son copiadas, adaptadas, implantadas y urgidas.

En muchos aspectos es decidido antecesor de iniciativas que estimamos modernísimas. Recordemos el "Asceterium" al que el papa Pío XI llamó en la encíclica Menti Nostrae la primera casa de ejercicios del mundo. Hay que tener en cuenta su preocupación por el seminario, y su clara visión de la necesidad de adaptar la formación de los seminaristas a la vida real. Es grande su empeño por la santificación de los seglares y la organización apostólica de los mismos. Aparece la amplitud de espíritu al hablar de las relaciones del clero secular con los

religiosos.

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Los Padres de Trento habían preceptuado colocar rejas en los locutorios de los conventos. Las monjas no se resignaban a ello. Pero san Carlos ordenó poner rejas en los locutorios de las religiosas en toda su diócesis y pidió más severidad y rigor en el cumplimiento de los deberes cristianos.

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San Carlos fundó 740 escuelas de catecismo con 3.000 catequistas y 40.000 alumnos.

Fundó además 6 seminarios para formar sacerdotes bien preparados, y redactó para esos institutos unos reglamentos tan sabios, que muchos obispos los copiaron para organizar según ellos sus propios seminarios.

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San Carlos quiso acabar con una asociación, que se llamaban "Los humillados", que con el pretexto de dedicarse a la vida espiritual se aprovechaban de las limosnas y se dedicaban a una vida escandalosa. Uno de ellos penetra en la capilla del Arzobispo, mientras éste estaba rezando, le dispara un tiro de arcabuz, hiriéndole levemente. El suceso tan sólo sirvió para que aumentase la popularidad del Santo, en el cual todos los buenos veían encarnado el ideal perfecto del Obispo ejemplar.

No faltaron díscolos que resistieron a sus mandatos.

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No se puede comprender, sin embargo, la caridad de San Carlos Borromeo, si no se conoce su relación de amor apasionado con el Señor Jesús", subraya Benedicto XVI.

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En 1575, fue a Roma a ganar la indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán. Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes de peregrinos, algunos de los cuales estaban contaminados con la peste, de suerte que la epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.

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En medio del terror general y mien-tras los pudientes, incluso las auto-ridades, abandonan la población, el Arzobispo permanece en ella, orga-nizando heroicamente los servicios de higiene y las atenciones espiri-tuales, asistiendo personalmente a los apestados, invitando a la ora-ción y a la penitencia, formando juntas de socorro, montando hospitales y lazaretos, recorriendo las calles para dar aliento a todos, confesando, y a veces dando la salud con sólo mirar a las víctimas.

En la primavera de 1576, se extendió la peste maligna por la ciudad y comarca de Milán.

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Hizo pedir limosna por la ciudad y de su patrimonio vendió los objetos preciosos que le quedaban. Incluso cedió las colgaduras de su palacio para hacer vestidos. Dormía escasamente dos horas para poder acudir personalmente a todas partes, visitaba todos los barrios alentando el ánimo de los que desfallecían, administra-ba él mismo los últimos sacra-mentos a muchos. Despreció el peligro de contagio, y ordenó un triduo de oraciones públicas y procesiones.

El arzobispo comprendió cuál era su deber.

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Muchísimas veces había desafiado la muerte: viajes de noche por los Alpes, entrevistas con sus más mortales enemigos sin defensa alguna, y, sobre todo, contactos durante largas temporadas con los apestados, en especial en la terrible peste de 1576-1577. Sin embargo, la muerte le había respetado hasta entonces, aunque ya se sentía muy debilitado.

.

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El motivo de este cambio se debió a la delicada salud de san Carlos Borromeo que, de esta forma, no se ve ya obligado a atravesar los Alpes para venerar el preciado lienzo sagrado. San Carlos se había comprometido a llevar a Turín la Sábana Santa, si la peste que aquel año asediaba Milán desaparecía, como así sucedió.

Cuando estaba la “Sábana Santa” en Chambery (Francia) tuvo un incendio. De ahí pasó a Turín.

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En el año de 1584, decayó más la salud del santo. Partió en octubre, a Monte Varallo para hacer su retiro anual, acompañado por el P. Adorno, S. J., su confesor. Antes de partir, había predicho a varias personas que le quedaba ya poco tiempo de vida. El 24 de octubre se sintió muy enfermo y el 29 del mismo mes partió de regreso a Milán, a donde llegó el 2 de Noviembre. La víspera había celebrado su última misa en Arona, su ciudad natal.

Muy joven era todavía, pero advertía claramente la realidad de su falta de salud. En 1576 había hecho su testamento.

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La fiebre le estaba consumiendo. Preguntáronle si quería recibir el viático, y él respondió: «All’ hora.» (o alora). En su lengua natal quería decir: Estoy dispuesto.

Murió apaciblemente el día 3 de noviembre, pronunciando estas palabras: «Heme aquí, Señor» (O “Ya voy, Señor”). Tenía 46 años de edad.

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La noticia causó inmenso dolor en todos los sectores de la ciudad y un sentimiento de estupor en el mundo católico.

«Una lumbrera de Israel se ha extinguido», exclamó Gregorio XIII al recibir la noticia de su muerte.

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En 1601, el cardenal Baronio, quien le llamó "un segundo Ambrosio", mandó al clero de Milán una orden de Clemente VIII para que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no celebrasen misa de requiem, sino una misa solemne.

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San Carlos Borromeo fue canonizado por Paulo V el 1 de noviembre de 1610.

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Su cuerpo se conserva incorrupto en la cripta de la catedral de Milán, encerrado en una soberbia caja de plata, regalo de Felipe IV de España.

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El papa Juan XXIII eligió para su coronación, aun sabiendo que esto suponía un gran esfuerzo, el día de la fiesta de san Carlos, queriendo colocar su pontificado bajo el patronato de este gran Santo.

San Francisco de Sales le tuvo una gran devoción y visitó su sepulcro.

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Terminemos, como comenzamos, recordando un gran lema del santo, según

las palabras de Jesús:

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Si amas tu vida, la perderás;

Automático

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Si quieres seguirme,

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pero negando tu cuerpo.

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y, en ti, estoy viviendo.

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Si amas tu vida, la perderás,

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y si la aborreces, te salvarás.

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Si buscas las cosas del mundo,

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Si buscas tan sólo mi vida,

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Que María, que acompañó siempre a san Carlos Borromeo en su apostolado,

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nos acompañe, como a él, a entrar en las moradas eternas.

AMÉN