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San Miguel-_loscampesinos del Cibao-Economía de mercado y transformación agraria en Rep. Dom.1880-1960

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Los campesinos deL cibao

Economía de mercado y transformaciónagraria en la República Dominicana

1880-1960

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A mis hijos:Pedro Carlos, Alejandro Joséy Roberto Karlo.Y a mi nieta, Kamil Alejandra.

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Archivo General de la NaciónVolumen CLXXIX

Pedro L. San MIgueL

Los campesinos deL cibaoEconomía de mercado y transformación

agraria en la República Dominicana 1880-1960

Santo Domingo, R. D.2012

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Cuidado de la edición: Área de Publicaciones, AGNCorreción: Juana HachéDiagramación: Rafael R. Delmonte y Juan Francisco Domínguez NovasDiseño de cubierta: Esteban RimoliMotivo de cubierta: Imagen campesina

Primera edición, San Juan, P. R., 1997Segunda edición, Santo Domingo, 2012

© Pedro L. San Miguel

De esta edición:© Archivo General de la Nación (vol. CLXXIX), 2012Departamento de Investigación y DivulgaciónÁrea de PublicacionesCalle Modesto Díaz, Núm. 2, Zona Universitaria,Santo Domingo, Distrito NacionalTel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110www.agn.gov.do

ISBN: 978-9945-074-78-9Impresión: Editora Búho, S. R. L.

Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic

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Índice

ÍndICe de tabLaS, gráfICaS, MaPaS y PLanoS ruraLeS . . . . . . . . . .11abrevIaturaS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15PróLogo a La edICIón doMInICana Ramón Paniagua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17nota a La edICIón doMInICana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .21PróLogo a La edICIón PuertorrIqueña Roberto Cassá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23PrefaCIo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29IntroduCCIón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

CaPÍtuLo ILa formación del campesinado: la historia agraria dominicanaLa Española y la economía azucarera caribeña . . . . . . . . . . 49Del oro al azúcar: la temprana economía colonial . . . . . . . 55Saint Domingue y el campesinado dominicano . . . . . . . . . 62Regiones y espacio: la geografía económica en el siglo XIX 70La estructura agraria: una herencia colonial . . . . . . . . . . . . 83

CaPÍtuLo IIEl Cibao: paisajes y regionesLas subregiones cibaeñas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91Bosque, hato y conuco: patrones de asentamiento . . . . . . . 97

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8 Pedro L. San Miguel

Los caminos de hierro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 102El transporte y la economía de exportación . . . . . . . . . . . 108El «Gran Cibao» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 114

CaPÍtuLo IIIPoblación y uso de la tierra¿Cuántos habitantes? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121Un perfil demográfico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129El uso de la tierra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139

CaPÍtuLo IvComerciantes, intermediarios y campesinosEl capital comercial y las economías campesinas. . . . . . . . 149El comercio de exportación y la élite cibaeña . . . . . . . . . . 154Del Cibao al mercado mundial:las redes comerciales cibaeñas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163Intermediarios y redes comerciales:el control de la producción campesina . . . . . . . . . . . . . . . 175De cómo y por qué mejorar un tabaco «flojo» . . . . . . . . . 194Las transformaciones de la economía campesina . . . . . . . 209

CaPÍtuLo vLa economía rural y el créditoComerciantes-crédito-campesinos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219El crédito en la sociedad cibaeña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223Los ciclos económicos y el crédito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229La economía campesina y el crédito . . . . . . . . . . . . . . . . . 243

CaPÍtuLo vILa tierra y la sociedad campesinaPaisaje rural y estructura agraria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267Cuando reinaban las tierras comuneras . . . . . . . . . . . . . . . 272La comercialización de los terrenos comuneros:los cortes de madera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 280

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La desaparición de los terrenos comuneros . . . . . . . . . . . 293La sociedad rural y la estructura agraria . . . . . . . . . . . . . . 307Las transformaciones del paisaje rural . . . . . . . . . . . . . . . . 319

CaPÍtuLo vIIEl Estado y el campesinadoLa gran transformación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 351Economía de exportación y desarrollo del Estado . . . . . . 353Caminos para la agricultura:el régimen de prestaciones laborales . . . . . . . . . . . . . . . . . 359Más caminos...y agua también:prestaciones y canales de riego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 374Reglamentación agraria y exacción fiscal . . . . . . . . . . . . . . 391Dictadura y campesinado:la política agraria bajo el trujillato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .406

ConCLuSIoneS

Los campesinos del Caribe: una perspectiva cibaeña . . . . . . . . 437

ePÍLogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 463

fuenteS y bIbLIografÍa

Fuentes primarias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 471Fuentes primarias impresas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 475Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 477

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Índice de tablas, gráficas, mapasy planos rurales

tabLaS

3.1. Población de Santo Domingo por región, 1739-1908 ............................................... 1203.2. Población de la República Dominicana por región, 1920-70 ................................................... 1263.3. Población de la provincia de Santiago por color, 1920-50...................................................... 1293.4. Población del municipio de Santiago por sexo....... 1333.5. Población rural del municipio de Santiago por edad y sexo, 1918................................................ 1343.6. Población rural del municipio de Santiago por edad y sexo.......................................................... 1353.7. Población de la provincia de Santiago por edad y sexo, 1970................................................ 1363.8. Uso de la tierra en el municipio de Santiago, 1918 ...................................................... 1383.9. Tierra cultivada en el municipio de Santiago ......... 1413.10. Tierra cultivada en la provincia de Santiago y a nivel nacional .................................. 1423.11. Tendencias del uso de la tierra en la provincia de Santiago................................................ 144

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12 Pedro L. San Miguel

4.1. Fábricas en Santiago, 1916 ....................................... 1594.2. Fábricas de cigarros en Santiago, 1937 .................... 1615.1. Hipotecas y retroventas, 1900-30 .............................. 2245.2. Hipotecas por tamaño de las fincas, 1900-30 .......... 2455.3. Hipotecas por tamaño de las fincas, 1931-45 .......... 2485.4. Hipotecas por tamaño de las fincas, 1946-60 .......... 2486.1. Propiedades de la compañía maderera Espaillat, 1934 ............................................................ 2876.2. Partición de terrenos comuneros en el municipio de Santiago .............................................. 3036.3. Tierra poseída por sucesiones .................................. 3116.4. Propiedades en terrenos comuneros ....................... 3206.5. Pesos de acción en los terrenos comuneros del Potrero y El Cercado ........................................... 3226.6. Pesos de acción en los terrenos comuneros de Hatillo de San Lorenzo ........................................ 3226.7. Patrones de tenencia de la tierra en el municipio de Santiago .............................................. 3286.8. Propiedades de José A. Bermúdez ........................... 3346.9. Precios de la tierra en Santiago ................................ 3416.10. Estructura agraria en la provincia de Santiago, 1950 ...................................................... 3446.11. Estructura agraria en la República Dominicana, 1950 ..................................................... 3446.12. Formas de posesión de la tierra en la provincia de Santiago, 1940...................................... 3456.13. Formas de posesión de la tierra en la provincia de Santiago, 1950...................................... 3457.1. Prestatarios en Jánico, 1938 ...................................... 3757.2. Distribución de tierras en la provincia de Santiago, 1935 ...................................................... 4097.3. Colonias agrícolas en Santiago, 1944 ....................... 418

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Los campesinos del Cibao 13

gráfICaS

1.1. Exportaciones de tabaco, 1822-42 ............................ 691.2. Volumen de los productos de exportación, 1881-1902 ................................................................... 802.1. Valor de las exportaciones desde los puertos del Cibao 1913-30 ........................................ 1083.1. Población rural y urbana de la provincia de Santiago ................................................................ 1324.1. Diagrama de la comercialización de los productos de exportación del Cibao ....................... 1664.2. Exportaciones de tabaco, 1905-60 ............................ 2045.1. Hipotecas en Santiago por mes, 1915-30 ................. 2315.2. Hipotecas en Santiago por mes, 1931-45 ................. 2345.3. Hipotecas en Santiago por mes, 1946-60 ................. 2355.4. Hipotecas rurales por año, 1915-60 ......................... 2375.5. Tendencias de las exportaciones y del crédito ........ 2405.6. Propiedades hipotecadas por tamaño, 1915-60 ...... 2435.7. Tareas hipotecadas, 1915-60 ..................................... 2465.8. Pesos en hipotecas rurales, 1915-60 ......................... 2475.9. Hipotecas y cancelaciones en la provincia de Santiago, 1936-54 ................................................. 2585.10. Precios de los productos agrícolas de exportación, 1905-60 ........................................... 2596.1. Sucesores de Manuel Tavares ................................... 3157.1. Ingresos del Estado dominicano, 1900-60 ............... 401

MaPaS y PLanoS ruraLeS

MaPa 2.1. El Valle del Cibao ............................................... 92MaPa 6.1. Terrenos comuneros en el municipio de Santiago, 1900-30 ................................................. 294MaPa 6.2. Unidades agrarias en el municipio de Santiago, 1900-9 ................................................... 325

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MaPa 6.3. Unidades agrarias en el municipio de Santiago, 1912-18 ................................................. 326PLano 6.1. Gran propiedad junto a propiedades medianas .................................................................... 329PLano 6.2. Campos alargados con las bocas en los caminos ........................................................... 330PLano 6.3. Fragmentación de los campos alargados en pequeñas propiedades ......................................... 331PLano 6.4. Zona de «mosaico» en la que predomina la pequeña propiedad ............................................... 332

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Abreviaturas

AA American AnthropologistAC Asuntos CivilesADC Antiguo Distrito CatastralAGN Archivo General de la Nación (Santo Domingo)AHS Archivo Histórico de SantiagoAlc. S/2 Alcaldía de Santiago, 2da CircunscripciónANJR Archivo Notarial José Reinoso (Santiago)AP Alcaldía de PeñaAS Ayuntamiento de SantiagoASM Archivo de la Secretaría Municipal (Santiago)BM Boletín Municipal (Santiago)BN Biblioteca Nacional (Santo Domingo)C Ciencia (Santo Domingo)CC Cuadernos del CENDIA (Universidad Autónoma de Santo Domingo)CCS Cámara de Comercio de SantiagoCH Conservaduría de Hipotecas (Santiago)CIH Centro de Investigaciones Históricas (Universidad de Puerto Rico, Río Piedras)CS Ciencia y Sociedad(Santo Domingo)DA Dialectical AnthropologyDC Distrito CatastralDec DecisiónEC El Caribe (Santo Domingo)Ecos Ecos: Órgano del Instituto de Historia de la Universidad Autónoma de Santo DomingoEme-Eme Eme-Eme: Estudios Dominicanos (Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, Santiago)ES Estudios Sociales (Santo Domingo)

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Exp. ExpedienteExp. Cat. Expediente Catastralf(s) folio(s)GS Gobernación de SantiagoHAHR Hispanic American Historical ReviewHG Historia y Geografía (Museo Nacional de Historia y Geografía,

Santo Domingo)Hip HipotecasHS Historia y Sociedad (Universidad de Puerto Rico, Río Piedras)IC Investigación y Ciencia (Santo Domingo)JD Joaquin DalmauJEH Journal of Economic HistoryJHG Journal of Historical GeographyJMV José María VallejoJPA Junta Protectora de AgriculturaJPS Journal of Peasant StudiesLARR Latin American Research ReviewLeg(s) Legajo(s)LI La Información (Santiago)Lib(s) Libro(s)MA Ministerio de AgriculturaMen. Cat Mensura CatastralMIP Ministerio de Interior y PolicíaNDC Nuevo Distrito CatastralOp. Cit. Op. Cit.: Boletín del Centro de Investigaciones Históricas (Universidad de Puerto Rico, Río Piedras)parc(s) parcela(s)PC Punto y Coma: Revista Interdisciplinaria de la Universidad del Sagrado Corazón (Santurce, Puerto Rico)Plan. Gen. Plano GeneralPN Protocolos NotarialesRA Revista de AgriculturaRCS Registro Civil de SantiagoRH Revista de Historia (Costa Rica)RPT Registro de la Propiedad TerritorialSA Secretaría de AgriculturaSAI Secretaría de Agricultura e Industriat. tomoTrans. TranscripcionesTT Tribunal de Tierras (Santiago)v. vuelto

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Este libro que presenta el Archivo General de la Nación, es una versión revisada de la tesis doctoral de Pedro L. San Mi-guel en 1987, en Columbia University con el título (traducido al español) Los campesinos del Cibao: Economía de mercado y trans-formación agraria en la República Dominicana 1880-1960.

Pedro es un brillante y notable historiador e intelectual puer-torriqueño, más que conocido, querido y valorado en el medio dominicano, como uno de los nuestros. Sus aportes a la histo-riografía dominicana son relevantes, particularmente a nuestra historia agraria, en cuyo ámbito como en los demás, en térmi-nos generales, aún son escasos los estudios multidisciplinarios que permitan, si no una cabal intelección de los mismos, una aproximación objetiva en términos de rigor académico.

Los prolegómenos del trabajo de Pedro L. San Miguel par-ten de la conceptualización de la noción de campesino, la cual concibe como «problemática», y ciertamente lo es, mucho más en la región del Caribe, donde el impacto de la plantación hizo más tardío y complejo su proceso de conformación en relación con otras áreas de América Latina.

El contexto dominicano lo es aún mucho más por la esca-sa y tardía incidencia de la plantación en la formación social dominicana, que en todo caso es divergente a la del resto del

Prólogo a la edición dominicana

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Caribe, en el sentido de que surge en Santo Domingo en el siglo XvI, en la segunda década y desaparece hacia el último cuarto de la misma centuria, resurgiendo en 1870 en un me-dio donde ya no existía la esclavitud, que es otra particularidad del caso dominicano, en relación con el resto del Caribe.

Estas especificidades son abordadas por San Miguel cuando retoma la noción de «campesinos arcaicos», propuesta por Ray-mundo González, que sitúa los perfiles conformativos del campe-sinado dominicano desde el siglo XvIII, tomando como referente geográfico el Cibao, sin dejar de abordar las particularidades de la división regional que naturalmente determinaba el factor geo-gráfico, que originaba contextos y evoluciones diferenciadas.

San Miguel enfatiza cómo el Cibao y su particular articu-lación económico-social, en torno a la pequeña y mediana propiedad que venían conformándose desde el siglo XvII, se definieron plenamente en el siglo XvIII y se reforzarían a lo largo del siglo XIX a partir de las incidencias dejadas por la ocupación haitiana de 1822-1844, entre las cuales sobresalen la abolición formal de la decadente y laxa exclavitud de Santo Domingo que posibilitó el acceso a la tierra a los libertos e impulsó la agricultura campesina, cimentada en la pequeña y mediana propiedad que de cierta manera obstruyó las posibili-dades al surgimiento de la economía de plantación.

Un aspecto fundamental en este trabajo de San Miguel es el análisis de las relaciones del campesino dominicano, en el con-texto cibaeño, con el mercado, el impacto de la generalización de la economía mercantil y cómo se conformaron las redes comerciales de exportación del tabaco, así como la progresi-va incorporación de los campesinos a la agricultura comercial que generó cambios significativos en la sociedad rural cibaeña.

Otro aspecto nodal que completa esta historia agraria de San Miguel son las tensas y problemáticas relaciones del campesi-nado con el Estado. El autor evidencia de manera exhaustiva cómo el Estado por medios diversos y en diferentes contextos históricos, procuró subordinar al campesinado dominicano,

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Los campesinos del Cibao 19

que tenía un prolongado antecedente de resistencia el cual había permitido sobrevivir al margen del poder estatal y a los sectores sociales económicos y políticos que este representaba.

Nos evidencia el autor, cómo una vez superados los lastres de debilidad que le eran característicos en el siglo XIX al Estado dominicano, de una integración económica de carácter nacio-nal, así como las luchas caudillistas generadas por esa misma fragmentación regional, la progresiva inserción de la economía dominicana a la norteamericana a partir de las últimas décadas del siglo XIX, provoca el surgimiento de una economía de ex-portación que a pesar de fundamentarse en el campesinado, quienes se beneficiaban eran los sectores mercantiles.

Ya en el contexto del siglo XX, a pesar de las variadas formas de resistencias a las nuevas modalidades de exacción estatal durante los regímenes castrenses de Ramón, Mon, Cáceres (1906-1911) y el régimen de la Ocupación Militar Norteameri-cana (1916-1924), se evidenció una progresiva centralización del poder político que posibilitó al Estado dominicano incre-mentar su capacidad de expoliar al campesinado.

El punto culminante de este programa lo implementó el régimen trujillista que no solo amplió aún más la capacidad del Estado de implementar impuestos a los campesinos, sino de encuadrarlos políticamente como base de sustentación del régimen dictatorial.

En síntesis, Pedro L. San Miguel, en un panorámico y fructí-fero recorrido por la historia agraria dominicana nos demues-tra cómo se redefinen y reconfiguran las relaciones y el paisaje agrario en República Dominicana y, en especial, el Cibao a partir de la generalización de la economía de mercado y el fortalecimiento y extensión del poder estatal que propicia la transformación hacia lo que es hoy la economía y la sociedad dominicanas.

raMón PanIagua

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Nota a la edición dominicana

La presente edición de Los campesinos del Cibao es factible gracias al respaldo del doctor Roberto Cassá, quien, además, me honró con el generoso prólogo que escribió para su ver-sión original, publicada en 1997 por la Editorial de la Uni-versidad de Puerto Rico. Ahora, como director del Archivo General de la Nación, el doctor Cassá vuelve a distinguirme al auspiciar una nueva edición de esta obra. Extiendo mi gratitud al departamento de publicaciones del AGN, que ha realizado su tarea con dedicación ejemplar. De igual manera, agradezco a Julio Rodríguez la ingrata –pero eficiente– labor que efectuó digitalizando y corrigiendo los originales del libro. Esta nota estaría incompleta sin los nombres de mis entrañables amigos José Muriente, Lucy Colón, Armando Cruz, Alfredo Torres e Ismael Torres, quienes cotidianamente me brindan su incon-dicional respaldo. Es imposible dar cuenta cabal de todas las formas en que Laura Muñoz resulta crucial en empresas como ésta. ¿Bastará decir que ella, para mí, es imprescindible?

Río Piedras, Puerto Rico/Coyoacán, México D.F.16 de abril-22 de julio de 2011.

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Tengo el privilegio de redactar unas líneas a petición del autor de este libro, historiador puertorriqueño con quien me une un vínculo de amistad desde el momento en que empren-diera la investigación que culminó en esta obra. Me atrevo a hablar a nombre de los historiadores dominicanos, acogiendo este libro como una contribución del más alto valor dentro del acervo bibliográfico con que cuenta el país.

Pedro L. San Miguel, como se podrá ver de inmediato, ha realizado un esfuerzo arduo, coronado exitosamente. Al ha-cerlo, se ha ido perfilando como un verdadero especialista en la historia dominicana. Pero no se trata solo de que sea el primer historiador latinoamericano especializado en nuestro país, sino que cabe destacar que ha obtenido su dominio en una forma estimable para los dominicanos: se ha involucrado vivencialmente entre nosotros, y quienes somos sus amigos lo vemos como un dominicano más, en lo profesional y en lo humano. Aprecio que un componente clave de todo su trabajo ha radicado en conceder atención a los precedentes biblio-gráficos locales, actitud consecuente con su identificación con el medio. A mi juicio, esos detalles confieren la capacidad de penetrar en las médulas de los temas abordados.

Creo que hay una prueba de fuego en la virtud de esta obra, y es que, para quien, como yo, se ha pasado media vida

Prólogo a la edición puertorriqueña

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indagando sobre el pasado de los dominicanos, la generalidad de los nuevos estudios pueden agregar conocimientos, pero difícilmente logran replantear concepciones generales. Sin embargo, este libro, no solo me ha enseñado muchísimo, sino que, más allá, me ha abierto un panorama de intelección cabal de nuestra historia agraria. San Miguel sabe compilar los co-nocimientos acumulados y hacer uso exhaustivo de una vasta documentación, logrando por resultado una panorámica in-tegral del mundo agrario que, además, profundiza en muchas de las temáticas relevantes. Por esto, la obra tiene la utilidad de ayudar al diseño de nuevas líneas de investigación.

Podría pensarse que la familiarización tan exhaustiva con el medio que ha logrado el autor es irrelevante para sus fines, pues su enfoque atiende a recortes estructurales, los cuales serían susceptibles de investigación exclusivamente a través de las fuentes documentales. Pero, ciertamente, un elemento que confiere vigor adicional al conjunto de la argumentación es la combinación de recursos explicativos que, aunque en lo fundamental provienen de fuentes convencionales, están en-marcados en una familiarización vivencial.

San Miguel tiene el mérito de captar la vida de las perso-nas que estudia, y no reducirlas a categorías inhábiles para dar cuenta precisa del hecho social. Y esa dimensión humana se inserta en una lógica explicativa, al estar contextualizada por un riguroso plan analítico. En efecto, nos encontramos delante de una obra en que los términos han sido especifi-cados, logrando una trama teórica que se nutre de avances historiográficos recientes en la materia. El ordenamiento de la explicación responde a un plan estructural, pero de él se deriva el plano de lo social y, con este último, el principio del movimiento social.

La obra, por su nivel de erudición, está delimitada por re-cortes espaciales y temporales. Así, el objeto del estudio es el mundo agrario del municipio de Santiago entre 1880 y 1960. Las razones de la elección están sobradamente justificadas,

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Los campesinos del Cibao 25

porque lo que está en juego es el conocimiento del campe-sinado, y el lugar del estudio constituye la verdadera cuna de esta clase en la República Dominicana y uno de los lugares donde todavía se reproduce significativamente. A partir de Santiago es factible realizar generalizaciones acerca del Cibao, región que constituye el objeto extendido de la investigación. Y como el Cibao es la zona agraria más rica de todo el país, San Miguel puede hacer operaciones comparativas con las restan-tes regiones, a fin de sistematizar su teoría del campesinado dominicano.

En cuanto al horizonte temporal, el trabajo contiene exten-sas consideraciones acerca de la historia agraria precedente, logrando enfoques novedosos sobre la misma, generados por las exigencias de su propio objeto de investigación. Finalmen-te, se concreta un cuadro del mundo agrario que constituirá un puntal para investigaciones relativas a los procesos más re-cientes. Tenemos la suerte de que hoy día Pedro San Miguel esté investigando uno de los aspectos más interesantes, el de los movimientos campesinos posteriores a la muerte de Truji-llo, que tuvieron su epicentro entre 1969 y 1976 aproximada-mente. Estoy seguro de que la riqueza de la trama expuesta contribuirá a alentar otras incursiones en la historia agraria dominicana.

No creo que tenga que extenderme demasiado en la pon-deración del contenido de la obra, ya que la formulación ela-borada por el autor es contundentemente explícita, y porque, adicionalmente, yo me siento solidarizado con el tratamiento. De todas maneras, quisiera introducir alguna consideración personal que me sugiere la lectura.

La categoría campesino, en la forma en que queda especi-ficada, provee de excelentes sugerencias para el tratamiento de este capítulo de la historia agraria. Ante todo porque des-linda analíticamente el grueso de la historia dominicana del modelo alternativo, representado por la plantación. La cate-goría se hace depender históricamente de dos condiciones:

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la relación de los cultivadores con el capital mercantil y con el Estado. No se trata solo de que reivindica la necesidad de que la historia del Caribe se perciba de acuerdo a esquemas más complejos que los supuestos a partir de la generalización de la economía de plantación. Creo que todavía es más importante la forma en que sistematiza la relación de la masa campesina con el capital mercantil y el poder estatal. Es tal la riqueza en la intelección de estas relaciones, que se presenta un panorama omnicomprensivo de la estructura económica y social del país en aquellas décadas de 1880 a 1960, por completo condicio-nada por el sector agropecuario. Evidentemente, Pedro San Miguel no pretende hacer una historia integral. Sin embargo, de su estudio se derivan múltiples claves posibles para el esta-blecimiento de articulaciones entre diversos componentes de la realidad social.

En la República Dominicana, el capital y el poder político reposaron sempiternamente en la explotación de la masa cam-pesina. Esta crucial relación era producto de la escasa forma-ción de capitales en períodos previos, y asumió una poderosa capacidad de autorreproducción. Sería excesivo, por supues-to, afirmar que en esto radica la quintaesencia de la historia dominicana de entonces; pero sin acudir a ello, no se podría entender la calidad de los procesos políticos, a partir de las di-ficultades que encontró el establecimiento de una hegemonía estatal y la formación de una burguesía nacional capitalista. Hasta hoy, sin duda, la vida nacional está sesgada por las re-soluciones que tuvieron las relaciones agrarias como foco de generación de los excedentes en el proceso de desarrollo del capitalismo local. Como se muestra en la investigación, el pre-capitalismo sobre el cual giró la existencia del campesinado tuvo un peso predominante en la región cibaeña hasta las dé-cadas terminales tratadas en el estudio.

Ahora bien, el establecimiento de estas relaciones entre los factores del poder social y la masa campesina comprendía una complejidad de tendencias que es puesta de relieve en forma

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excelente en este texto. El capital mercantil era una condición de surgimiento y reproducción de la clase campesina y, al mis-mo tiempo, por definición, erosionaba, en el largo plazo, sus bases de sustentación.

Algo comparativamente similar cabe observar con relación al Estado, aparato que se sostenía, en última instancia, de los excedentes derivados del producto agropecuario y que, por tal razón, tuvo entre sus líneas de acción más relevantes la de proteger la subsistencia del campesinado. Ahora bien, de la misma manera, la tendencia a la reproducción autárquica de la unidad campesina, por encima de una relación imprescin-dible con el mercado –problema por demás bien situado en este estudio–, concitaba reacciones estatales tendentes a la ob-tención de mayores excedentes. Las mismas se materializaban en dos direcciones: el incremento de la presión tributaria, que incluía trabajo gratuito forzoso para el fomento de las fuerzas productivas, y la protección a la formación de unidades capi-talistas, nacionales o extranjeras, por cuanto se juzgaba que implicaban un incremento notable de los excedentes econó-micos. A la larga, tales exigencias del poder estatal profundiza-rían las tendencias que socavaban la estabilidad de la unidad campesina.

Y, sin embargo, el campesinado seguía subsistiendo, no obstante los importantes niveles de desarrollo capitalista y de urbanización. En 1960 la República Dominicana seguía sien-do, demográficamente, un país de campesinos, no obstante el hecho de que el sector capitalista ya aportara una porción mayoritaria al conjunto del ingreso nacional. El punto al que el libro trata de responder, a ese respecto, es el conjunto de causas que determinaron que, por encima de estas inevitables tendencias a su cuestionamiento, superviviesen las relaciones sociales sobre las que se basaba la vida del campesinado. El panorama que se traza a lo largo de los capítulos centrales de la obra da cuenta de esta lógica compleja, acudiendo a re-cursos novedosos en la historiografía dominicana, dentro de

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los cuales yo subrayaría planos como la vida cotidiana, las im-plicaciones de las relaciones interpersonales, el horizonte lo-cal, los efectos de las mentalidades; en síntesis, el plano de lo micro.

Es patente que aquel mundo que Pedro L. San Miguel interpreta hoy está en vías de extinción. En consecuencia, corresponde comprender cómo se rompió la tendencia a la recomposición constante de esas relaciones agrarias y cómo se desenvuelven estas hoy, cuando la población rural está dis-minuyendo a ritmo vertiginoso. En fin, la dilucidación de qué sucede en el campo dominicano debe ser parte decisiva del diagnóstico del presente y de la proyección del porvenir. Y aunque Pedro San Miguel no se introduce en el problema, todo su enfoque provee de insumos para que esto se efectúe. Desde ese ángulo es desde el que yo encuentro la adicional utilidad política inmediata que tiene su texto.

roberto CaSSá

Profesor EméritoUniversidad Autónoma de Santo Domingo/Director del Archivo General de la Nación.

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Quien no haya pasado por la experiencia de escribir un li-bro pensará que señalar en el prefacio que la obra es pro-ducto del apoyo de muchas personas es un rito carente de contenido. Yo no puedo hablar por otros autores; pero, en mi caso particular, completar este libro hubiese sido imposible sin el auxilio y estímulo de numerosas personas e instituciones. Narrar la historia de su gestación es, en buena medida, res-catar los nombres de aquellos y aquellas que, de una forma u otra, contribuyeron a su elaboración.

En 1983, yo era un estudiante graduado en el Departamen-to de Historia de Columbia University, en Nueva York, gracias a una beca Dorothy Danforth-Compton que me fue concedida entre 1982-86. El año 1983-84 fue intenso y estuvo lleno de sorpresas. En el verano, inicié las lecturas con el fin de cumplir con uno de los requisitos del programa: el ominoso examen comprensivo. Entonces me di cuenta de lo poco que había leí-do y, en consecuencia, de lo poco que sabía sobre la República Dominicana. Mi ignorancia era abismal: me sentí incómodo y, quizás, hasta un tanto avergonzado. No sé qué hubieran hecho otras personas en mi lugar; yo decidí que debía subsanar mi desconocimiento.

Al expresarle a mi tutor el interés que tenía en realizar una investigación sobre la República Dominicana, Herbert

Prefacio a la edición puertorriqueña

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S. Klein, con el entusiasmo que le conocimos muchos de sus alumnos, me apoyó incondicionalmente. Por la confianza que depositó en mí en diversos momentos, le estoy perennemente agradecido. En Columbia conocí a César Mieses, quien ini-ció mi «dominicanización intelectual», y a Frank Moya Pons, quien me orientó sobre las posibilidades de investigación en la República Dominicana. En el otoño de 1983, había escrito un proyecto de investigación sobre el campesinado dominicano. En esos meses, cuando este libro era apenas una propuesta de unas cuantas páginas, Katia M. de Queirós Mattoso, profesora visitante en Columbia, y el finado Carlos Díaz Alejandro me hicieron valiosas sugerencias. Durante el otoño de 1983 hice la primera de muchas visitas a la República Dominicana, cos-tumbre que ya se ha convertido en una necesidad vital. Iróni-camente, desde Nueva York comenzaba, realmente, a conocer el Caribe. Todavía rememoro el viaje en autobús desde Santo Domingo a Santiago. Así entré en el Cibao, mi «objeto de es-tudio». En el verano de 1984 me dirigía entusiasmado hacia la República Dominicana.

El año 1984-85 fue del todo inolvidable. Poder pasar un año investigando en los archivos y bibliotecas es un raro privilegio, el que disfruté gracias a una generosa beca Fulbright-Hays. En Santiago, conocí a Rafael Emilio Yunén quien, desde el prin-cipio, me brindó su amistad y su ayuda. A él, y a Margarita Haché de Yunén, mi más profundo agradecimiento. Aunque me imagino que ellos ya lo saben, no está demás señalar que Diógenes, Margarita, Elfrida, Danny, Anandy y Yasmín Mallol, e Isabel Paulino ocupan un lugar muy especial en mis afectos. Mis gracias también a Danilo de los Santos e Iturbidez Zaldí-var. Formalmente hablando, Manuel de Jesús Martínez fue mi asistente de investigación; en la práctica, fue mucho más que eso. También quiero que conste mi agradecimiento a don Ro-mán Franco Fondeur (q.e.p.d.), entonces director del Archivo Histórico de Santiago, y a su hijo, César Franco, quien conti-nuó con devoción la labor de su padre. El Lic. José Reinoso

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me permitió, generosamente, usar su extraordinario archivo notarial. Durante varios meses, el personal de su bufete tole-ró con humor al «boricua», mientras yo examinaba «papeles viejos». Los empleados del Tribunal de Tierras en Santiago, de la Secretaría Municipal del Ayuntamiento, de la Conservadu-ría de Hipotecas, y del Archivo General de la Nación hicieron más fácil mi investigación; su conversación la hizo agradable. Igualmente, deseo expresar mi agradecimiento al personal de la Colección Dominicana de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, en Santiago, y al de la Biblioteca Nacional.

En la ciudad de Santo Domingo –la Capital, como dicen en el Cibao– conté con el apoyo de numerosos amigos. A Walter Cordero lo conocí una mañana en el Archivo General de la Nación. Desde entonces me beneficié de su inigualable cono-cimiento sobre la historia agraria de la República Dominica-na. Lo mismo debo decir de otros colegas y amigos quienes pusieron a mi disposición sus conocimientos y su experiencia. Entre ellos debo destacar a Orlando Inoa, Jaime Domínguez, Roberto Cassá y Genaro Rodríguez. Mis gracias, también, a Raymundo González, Emilio Cordero Michel, Mu-Kien A. Sang, Antonio Lluberes, Nelson Carreño, Luis Álvarez, Rubén Silié, Emelio Betances, Pedro Juan del Rosario y Wilfredo Lo-zano. Ellos, a lo largo de los años, han hecho de mi apren-dizaje un proceso agradable y estimulante; de paso, me han privilegiado con su amistad.

Luego de pasar un excitante año en la República Domini-cana, regresé a Nueva York a escribir. En la «gran manzana» recibí el apoyo incondicional de mi primo César Figueroa y de su esposa Milly. Durante la redacción de la tesis que sirvió de base a este libro, un grupo de amigos y compañeros de estudio generaron una red de apoyo moral, entre ellos: Sammy Céspe-des, Luis Duany, Ingrid Bircann, Esaúl Sánchez, María Bene-detto y Gabriel Haslip-Viera. Mientras escribía, Félix Matos se convirtió en algo así como mi analista. Espero que esta no sea una cuenta difícil de pagar. Los miembros del tribunal de tesis

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me hicieron una serie de sugerencias y críticas –algunas de las cuales no aprecié en el momento– que me fueron de prove-cho. Mis gracias, pues, a Steve Haber, Laird Bergad, Lambros Comitas y Richard Billows.

En la Universidad de Puerto Rico encontré nuevas fuentes de respaldo. El personal de la Biblioteca Regional de América Latina y el Caribe, y el del Centro de Investigaciones Históricas fueron particularmente útiles. Gracias al Fondo Institucional Para la Investigación del Decanato de Estudios Graduados e Investigación de la UPR, pude realizar varios viajes cortos a la República Dominicana, que me permitieron recabar fuentes adicionales. Igualmente, pude contar con la eficiente ayuda de Mabel Rodríguez Centeno, Juana F. Cabello y Fernando Medina.

Hace ya algún tiempo, Fernando Picó me inició en el mundo fascinante de la historia agraria. Él, más que ninguna otra per-sona, ha contribuido a moldear mi carrera como historiador, aunque –quizás– esta sea una responsabilidad que no quiera asumir. En Como el agua que fluye (Buenos Aires, 1991), Margue-rite Yourcenar dice que «toda existencia ...[es] como el agua que corre, pero en la que únicamente los hechos importantes, en vez de depositarse en el fondo, emergen a la superficie y alcanzan con nosotros la mar». No creo exagerado decir que las enseñanzas, la solidaridad y el aprecio que me ha brindado como maestro, colega y amigo, a través de varias décadas, son parte de las aguas de «la vida» que emergen a la superficie y que me acompañan en mi recorrido hacia el mar.

Mis colegas en el Departamento de Historia de la Univer-sidad de Puerto Rico han constituido una fuente de aliento. Por ello extiendo mi agradecimiento a Wigberto Lugo, Javier Figueroa, Francisco Moscoso, Gonzalo Córdova, Astrid Cuba-no, Jorge Iván Rosa Silva (q.e.p.d.), Luis Agrait, Carlos Pabón, Manuel Rodríguez, José Cruz Arrigoitia y Mayra Rosario. Otros compañeros universitarios compartieron en algún momento mis «disquisiciones cibaeñas». Entre ellos debo destacar a

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Silvia Álvarez, Francisco Scarano, Humberto García Muñiz, Jorge Lizardi, Carlos Altagracia, Walter Bonilla y José Rodrí-guez. Los estudiantes en mis cursos graduados sobre historia agraria del Caribe se merecen un reconocimiento especial: ellos constituyeron una audiencia cautiva que me permitió plantear y refinar algunos de los argumentos que se recogen en estas páginas. Espero, pues, que su sacrificio no haya sido en vano. Carmen Rivera Izcoa contribuyó a brindarme alien-to para terminar este trabajo. Los atinados comentarios de Catherine Legrand me ayudaron a reforzar y aclarar varios argumentos.

Este libro es una versión revisada de la tesis presentada en 1987 en Columbia University con el título «The Dominican Peasantry and the Market Economy: The Peasants of the Ci-bao, 1880-1960». Su traducción al español fue realizada por Agnes Ruiz, María Concepción Hernández, Orlando González y María del Carmen Rosado, graduados del Programa de Tra-ducción de la UPR. Demás está decir que, sin la labor de este competente equipo de traductores, no hubiese sido posible publicar este trabajo. A ellos y a la profesora Sara Irizarry, bajo cuya eficiente supervisión se realizó la traducción, mi agradeci-miento más encarecido. Para su tranquilidad, en el capítulo III empleo el término «relación de masculinidad», tal como me sugirieron la profesora Irizarry y María Concepción Hernán-dez. Quiero aclarar que, debido a la revisión que realicé de todas y cada una de las partes que componen esta obra, es muy probable que las traducciones realizadas por este equipo hayan quedado modificadas. Me temo, igualmente, que mi insistencia en expresar las cosas «a mi manera» –como dice una canción de moda en la década de los setenta del siglo pa-sado– haya desmerecido el correcto y pulcro estilo de dichas traducciones. Con singular sentido didáctico, Jesús Tomé efectuó importantes correcciones. Las impecables gráficas que acompañan al texto fueron elaboradas por Vladimir del Rosario. Los mapas fueron confeccionados en el Laboratorio

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Cartográfico del Centro de Estudios Urbanos y Regionales de la PUCMM, y por el arquitecto Enrique Vivoni Farage, del Archivo de Arquitectura y Construcción de la UPR.

Respecto a los cambios de contenido, debo señalar que, ade-más de la consulta de algunas fuentes que no pude trabajar previamente o de la relectura de otras que había visto muy a la ligera –después de todo, las tesis hay que acabarlas en algún momento–, las investigaciones más recientes de algunos cole-gas me han resultado sumamente valiosas. Tal fue el caso, en especial, de los trabajos de Orlando Inoa, Michiel Baud y Ray-mundo González. Sus estudios sobre el campesinado me han ayudado a reconsiderar algunos aspectos de mi trabajo origi-nal; además, me han facilitado la ampliación y aclaración de varios argumentos que quedaron planteados muy toscamente en la primera versión de este libro. Espero, en todo caso, que lo que haya podido perder en originalidad lo haya ganado en claridad, precisión y profundidad. Uno de estos colegas le adjudica a mi tesis, junto al trabajo de otros investigadores, el mérito de haber contribuido a replantear el estudio de la economía campesina en la República Dominicana. Eso no me corresponde evaluarlo a mí. Pero, si efectivamente he cumpli-do tal fin, creo que me debo sentir más que complacido.

Estas notas, que comencé a redactar en Río Piedras, Puerto Rico, las finalicé en Santiago, República Dominicana. Mi re-torno al Cibao y la revisión final de este libro fueron posibles gracias a una beca de la Fundación Ford y a la ayuda de la Facultad de Humanidades y de la Rectoría de la UPR. La pu-blicación ha sido subvencionada, en parte, por el Decanato de Estudios Graduados e Investigación. La foto de la portada se la debo a Arantxa Toribio. Finalmente, Carlos Altagracia com-partió conmigo la tarea de corregir las pruebas del libro. A ellos también mi agradecimiento.

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La evolución económica del Caribe está llena de contras-tes fascinantes. Pocas regiones en el mundo han sentido los efectos de la agricultura de plantación como las islas del ar-chipiélago. Aún en las ínsulas más pequeñas, la economía de plantación ha dejado su huella imborrable. La caña de azúcar –reina indiscutible de los cultivos de plantación– ha desem-peñado un papel crucial en la delineación de los contornos históricos y sociales de la zona caribeña. La caña ha sido tan determinante en la región, y las consecuencias de su reinado tan duraderas (y a menudo dolorosas), que es muy fácil olvidar que el Caribe no se ha configurado exclusivamente a partir de sus exigentes dictámenes. En efecto, el campesinado caribeño ha desarrollado sus propias estructuras agrarias, usualmente en contraposición a la economía de plantación. Del mismo modo, aunque muchos de los países del Caribe han seguido un patrón similar –determinado por la preponderancia de las plantaciones– algunos se han apartado de la tendencia gene-ral. Tal es el caso de la República Dominicana.

En la República Dominicana no se dio una «revolución azu-carera» hasta las postrimerías del siglo XIX. Por lo tanto, una de las características dominantes del país durante el siglo XX fue la persistencia de su numerosa población campesina.

Introducción

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Todavía en 1960, más del 70% de la población dominicana vivía en áreas rurales. Entre los países latinoamericanos y ca-ribeños, solo Haití y Honduras tenían una población rural mayor. En ese mismo año, la República Dominicana también tenía una de las proporciones más altas de unidades agrí-colas menores de cinco hectáreas.1 Es decir, el país no solo tenía una población rural dominante, sino que era una de las sociedades latinoamericanas donde más predominaba el minifundio.

La existencia de una población rural numerosa no implica que la ruralía dominicana haya permanecido inalterada. Des-de finales del siglo XIX, la agricultura de exportación cobró auge, produciendo cambios significativos en el mundo rural. De acuerdo con algunos estudios, la expansión de los cultivos comerciales significó el desplazamiento de un gran número de campesinos quienes se transformaron en asalariados.2 Sin embargo, a pesar del crecimiento de la agricultura de expor-tación, el campesinado continuó siendo un componente im-portante en la sociedad dominicana. Durante el siglo XX, gran parte de la producción agrícola del país permaneció en manos del campesinado. No obstante, existen pocos estudios sobre la repercusión de la economía de mercado en el campesinado dominicano.

Un rápido examen de los estudios existentes muestra que el campesinado dominicano no siguió un mismo patrón en todo el país. Mientras que en el este los campesinos, en su mayoría, se vieron desplazados por las plantaciones azuca-reras, en otras regiones del país el campesinado participó activamente en la agricultura comercial. Tal fue el caso en

1 Marlin D. Clausner, Rural Santo Domingo: Settled, Unsettled and Resettled (Philadelphia: Temple University Press, 1973), 239-42.

2 Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo en la República Dominicana (1844-1930). Vol. II: El desarrollo del capitalismo en la agricultura (1875-1930) (Santo Domingo: Ediciones Gramil, 1981).

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el Valle del Cibao.3 No obstante, el campesinado del Cibao no quedó incólume ante la expansión de la economía de mer-cado. Por el contrario, varios factores contribuyeron a acen-tuar las diferencias sociales dentro del campesinado. Mientras que a finales del siglo XIX y principios del XX la mayoría de los campesinos eran dueños de sus tierras, a lo largo de la cen-turia pasada, el número de propietarios tendió a disminuir, así como, por el contrario, los arrendatarios y los aparceros fueron aumentando.4 Por lo tanto, además de estudiar la adap-tación del campesinado a la economía de mercado, examino aquellos factores que fomentaron la diferenciación del campe-sinado. En parte, este estudio intenta compensar un vacío en la historiografía dominicana; por otro lado, aspira a contribuir al estudio comparativo del campesinado de Latinoamérica y del Caribe.

He escogido el Valle del Cibao para este estudio debido a la importancia del campesinado en esta región y por su significa-do para la economía nacional. En muchos sentidos, el Cibao es una especie de microcosmos del mundo agrario dominica-no. El Valle del Cibao posee algunas de las tierras agrícolas más ricas del país, además de estar densamente poblado. En el Cibao es posible encontrar tanto propiedades campesinas como latifundios; o campesinos que se dedican a los cultivos

3 Paul Mutto, «Desarrollo de la economía de exportación dominicana, 1900-1930», Eme-Eme, III, 15 (1974): 67-110; Patrick E. Bryan, «La producción campesina en la República Dominicana a principios del siglo XX», Eme-Eme, VII, 42 (1979): 45-51; y Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995).

4 Segundo Censo Tabacalero Nacional (Santiago: Instituto del Tabaco, 1973); y Tercer Censo Tabacalero Nacional (Santiago: Instituto del Tabaco, 1977). Para análisis globales sobre la situación agraria en las décadas recientes: Carlos Dore Cabral, Reforma agraria y luchas sociales en la República Domini-cana, 1966-1978 (Santo Domingo: Taller, 1981); Problemas de la estructura agraria dominicana, 2da ed. (Santo Domingo: Taller, 1982); y Asociación Dominicana de Sociólogos, Problemática rural en República Dominicana: III Congreso de Sociología (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1983).

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comerciales, así como a los cultivos de subsistencia. Casi todos los cultivos principales del país se siembran en el Cibao, tanto en propiedades de campesinos como en latifundios. El café, el tabaco y el cacao, asociados con propiedades pequeñas y medianas en manos de campesinos, todavía se cultivan en él. El Valle del Cibao presenta una diversidad de desarrollos eco-nómicos y sociales que hacen de esta una región de estudio idónea.

Sin embargo, este no es un estudio del Cibao en su totali-dad. El Cibao es «rico y grande» –para citar a Juan Bosch– y presenta tal variedad de desarrollos que sería arriesgado in-tentar sintetizar aquí varios casos particulares. Por lo tanto, he concentrado mi trabajo en el municipio de Santiago, aun-que viendo la común en el contexto general de la economía regional y nacional. En consecuencia, el mismo no es estric-tamente un estudio local ni tampoco regional, sino que oscila entre estos dos polos. Estudiar al municipio de Santiago no fue fortuito. En primer lugar, Santiago está en el mismo co-razón del Cibao, en la «frontera» entre las dos grandes zonas de vida del Cibao: la Línea Noroeste, el Cibao seco y de vege-tación rala, y el Cibao Central, húmedo y con una densa ve-getación. En tal sentido, el municipio de Santiago viene a ser una «muestra» del Cibao en general. En segundo lugar, fue en la común de Santiago donde, durante la época colonial, comenzó a desarrollarse un campesinado orientado hacia el mercado. Por lo tanto, Santiago ha sido, tradicionalmente, el centro de las redes comerciales del Cibao.

El campesinado ha captado la atención de los científicos so-ciales, en especial de los antropólogos y de algunos historiado-res, aunque estos han respondido lentamente al reto lanzado por los primeros.5 Conceptos como «campesino», «campesina-do» y «economía campesina» se discuten apasionadamente en

5 Mitchell A. Seligson, El campesino y el capitalismo agrario de Costa Rica, 2da ed. (San José: Editorial Costa Rica, 1984), 17.

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la literatura existente.6 Sin embargo, todavía no existe un con-senso acerca de estos términos. Las definiciones, en última ins-tancia, son «modelos», es decir, abstracciones de la realidad. En tal sentido, no podemos esperar que una definición pueda dar cuenta de todos y cada uno de los casos específicos en los que se manifiesta el fenómeno u objeto tratado. Las definiciones y los modelos presentan un problema adicional. La realidad

6 Este debate, que se remonta a principios del siglo XX, se originó en las discusiones en torno a las repercusiones del capitalismo en el campesina-do. Entre las obras clásicas, se encuentran: A.V. Chayanov, La organización de la unidad económica campesina (Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1974); V.I. Lenin, El desarrollo del capitalismo en Rusia, 3ra ed. (Buenos Aires: Ediciones Estudio, 1973); y Karl Kautsky, La cuestión agraria, In-troducción de Giuliano Procacci (Buenos Aires: Siglo XXI, 1974). Para algunos de los debates más recientes, ver Jack M. Potter et al., Peasant Society: A Reader (Boston: Little, Brown and Company, 1967); Magnus Mörner, «Terratenientes y campesinos latinoamericanos y el mundo ex-terior durante el período nacional», en: K. Duncan e I. Rutledge (eds.), La tierra y la mano de obra en América Latina: Ensayos sobre el desarrollo del capitalismo agrario en los siglos xix y xx (México: Fondo de Cultura Econó-mica, 1987), 501-30; Mark Harrison, «The Peasant Mode of Production in the Work of A.V. Chayanov», y Judith Ennew, Paul Hirst y Keith Tribe, «Peasantry as an Economic Category», JPS, 4 (1977): 323-36 y 295-322, respectivamente; Héctor Díaz Polanco, Economía y movimientos campesi-nos (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976); René Dumont, Campesinos: Una clase condenada (Caracas: Monte Ávila Editores, 1975); James C. Scott, The Moral Economy of the Peasant: Rebe-llion and Subsistence in Southeast Asia (New Haven: Yale University Press, 1976); Samuel L. Popkin, The Rational Peasant: The Political Economy of Rural Society in Vietnam (Berkeley: University of California Press, 1979); Teodor Shanin, La clase incómoda: Sociología política del campesinado en una sociedad en desarrollo (Rusia 1910-1925) (Madrid: Alianza Editorial, 1983), e ibid. (ed.), Peasants and Peasant Societies: Selected Readings (Middlesex, Ing.: Penguin Books, 1979); Alain de Janvry, The Agrarian Question and Reformism in Latin America (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1983); William Roseberry, «Los campesinos y el mundo», en: Stuart Pla-ttner (ed.), Antropología económica (México: Alianza Editorial y Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991), 154-76; Frank Cancian, «El comportamiento económico en las comunidades campesinas», en: Platt-ner (ed.), Antropología económica, 177-234; y José Luis Calva, Los campesinos y su devenir en las economías de mercado (México: Siglo XXI, 1988).

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social nunca es estática; a veces cambia paulatinamente, otras con rapidez. En cualquier caso, referirse a un concepto tan evasivo como «campesino» presenta problemas específicos para el historiador, el cual se preocupa tanto por la permanen-cia como por el cambio. Por lo tanto, la definición de «campe-sino», en sí misma, debe contener un modelo explicativo de las transformaciones sufridas por las sociedades campesinas.7

La característica esencial del campesinado es su relación con la tierra: los campesinos son habitantes rurales dedicados prin-cipalmente a la agricultura. Sin embargo, el cultivo de la tierra a menudo se asocia con otras actividades económicas, como la crianza de animales, la caza, la pesca, el corte de madera y las manualidades. Según ha señalado Eric Wolf, el objetivo primordial del campesino es la subsistencia; además, busca al-canzar determinado status social, culturalmente definido, den-tro de su comunidad.8 Wolf señala que, a diferencia de otros sectores rurales (por ejemplo, los hacendados o los plantado-res), el campesino busca sostener a su familia, no administrar una empresa, maximizando sus ganancias. Entre otras cosas, los campesinos invierten recursos en fiestas, celebraciones y ceremonias religiosas, y en intercambios de bienes y servicios con sus vecinos, allegados y parientes. El uso de recursos de tal manera puede resultar «irracional» a las personas totalmen-te inmersas en una economía mercantil. Sin embargo, para el campesino forman parte de un entramado de relaciones sociales que sostienen su pertenencia a una comunidad. Y aunque no resulte tan evidente, también forman parte de las estrategias

7 Estos planteamientos están basados en la exposición de: Witold Kula, Teo-ría económica del sistema feudal (Buenos Aires: Siglo XXI, 1974), esp. 3-24. Roseberry, en «Los campesinos y el mundo», critica las visiones estáticas, prevalecientes entre los antropólogos, en los estudios sobre el campesi-nado.

8 Eric R. Wolf, Peasant Wars of the Twentieth Century (New York: Harper & Row, 1973), xiv; y Peasants (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1966), 4-17 y 37-48.

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de supervivencia del campesinado. Los bienes compartidos en las fiestas y las ceremonias se traducen en un mayor prestigio a nivel local. A largo plazo, esto brinda ventajas muy tangibles frente a los miembros de la localidad que rehúyen esas solida-ridades comunales. De igual manera, los servicios y los bienes ofrecidos en tiempo de abundancia, pueden ser reciprocados en momentos de escasez o necesidad.9

Debido a la centralidad de la subsistencia entre los campesi-nos, estos producen buena parte de los bienes que consumen. Según algunos autores –entre los que se destaca Chayanov–, la producción para la subsistencia tiende hacia la autosuficiencia y al aislamiento.10 Esta percepción, prevaleciente en muchas de las obras pioneras sobre el campesinado, ha ido cediendo a medida que se ha roto con los marcos conceptuales y espaciales que delimitaban los estudios de las «comunidades pequeñas», para usar el término popularizado por Robert Redfield.11 Hoy en día el campesinado es visto como un sector social complejo, inmerso en redes económicas y políticas amplias que trascien-den la localidad más inmediata. Como ha destacado William Roseberry, teorías como las del «sistema económico mundial», aunque ajenas inicialmente al estudio del campesinado, con-tribuyeron a resquebrajar el particularismo y el aislamiento en que se concebía a las comunidades rurales.12 En fin, a pesar de producir para la subsistencia, los campesinos no son totalmen-te autosuficientes; mucho menos son ajenos a las relaciones con el «exterior», esto es, con todo aquello que es externo a su comunidad inmediata. Por el contrario, en su intento de

9 Baud, Peasants and Tobacco, 63-72; y James C. Scott, Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance (New Haven: Yale University Press, 1985). Sobre las opiniones divergentes en torno a la economía campesi-na, ver Cancian, «El comportamiento económico».

10 Cancian, «El comportamiento económico», 196-200.11 Robert Redfield, The Little Community/Peasant Society and Culture (Chica-

go: University of Chicago Press, 1965).12 Roseberry, «Los campesinos y el mundo», 157-58.

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ganarse la vida, los campesinos participan activamente en la producción para el mercado. Estas relaciones con el mercado son esenciales para satisfacer muchas de las necesidades de la familia campesina. No obstante, los grados de participación en el mercado varían de una región a otra; en una misma comuni-dad pueden variar de unos campesinos a otros.13 Así, mientras que unos campesinos dedican sus tierras a los cultivos alimen-tarios, otros combinan los mismos con los cultivos comerciales. Pero también hay campesinos que, por carecer de tierras sufi-cientes o adecuadas, tienen que recurrir al trabajo asalariado para complementar sus necesidades básicas. En otras palabras, el campesinado presenta variaciones significativas en cuanto a sus vínculos con el mercado y, en consecuencia, con relación a sus estrategias de supervivencia.

A partir de la producción para el mercado y de las redes comerciales que se derivan de ella, el campesinado se integra a esquemas sociales amplios que trascienden –económica, polí-tica y culturalmente– su comunidad inmediata. De por sí, estos vínculos son una fuente de transformación de las comunida-des rurales. Sobre todo, porque dichas redes surgen con el fin primordial de obtener algún tipo de beneficio de los sectores campesinos. Wolf ha destacado cómo los comerciantes, los usureros y los terratenientes utilizan los vínculos del campesi-nado con el mercado para obtener excedentes económicos.14 Por ejemplo, para los comerciantes, los campesinos constituyen una importante fuente de productos agrícolas susceptibles de ser mercadeados. Para los terratenientes, los campesinos re-

13 Wolf, Peasants, 40-45; Cancian, «El comportamiento económico»; Sidney W. Mintz, Caribbean Transformations (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1984), 132; y «From Plantations to Peasantries in the Caribbean», en: Sidney W. Mintz y Sally Price (eds.), Caribbean Contours (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1985), 139.

14 Wolf, Peasants, 37-49. Ver también: Cancian, «El comportamiento eco-nómico»; Roseberry, «Los campesinos y el mundo»; y Baud, Peasants and Tobacco.

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presentan una fuente de mano de obra. A menudo, las exigen-cias de estos grupos externos atentan contra la subsistencia y la posición social de los campesinos. Pero la misma dialéctica de las fuerzas externas y de los cambios a nivel local –como el crecimiento poblacional y los cambios ecológicos– induce a los campesinos a integrarse cada vez más al mercado. El man-tener un «equilibrio» entre estos requerimientos externos y sus necesidades forma parte central de lo que Wolf denomina el «dilema campesino».15

Usualmente, la penetración de las relaciones de mercado en el campo se ha dado a la par con una mayor injerencia del Estado en la ruralía. Por lo tanto, el campesinado sufre una doble subordinación: a las clases dominantes (en especial a los comerciantes y los terratenientes) y al Estado, el que tam-bién asume una posición extractiva respecto al campesinado. La subordinación del campesinado al Estado lo distingue del «agricultor primitivo», que, como ha señalado Wolf, se ubica fuera de las estructuras estatales.16 Por tal razón, su interac-ción con los demás componentes de la sociedad es inexistente o, a lo sumo, resulta esporádica. Este extrañamiento limita sus posibilidades de mantener vínculos estables con las redes de intercambio que trascienden el ámbito local. El campesi-no, por el contrario, se ha integrado en estas redes; gracias a ellas participa de unos intercambios amplios, que conectan regiones ubicadas a largas distancias. En las economías mer-cantiles, esto implica la participación del campesinado en los mercados regional y nacional, y, en ocasiones, en el mundial.17

15 Wolf, Peasants, 12-7.16 Wolf, Peasants, 2-4. Para una discusión más amplia y actualizada, ver Allen

Johnson, «Horticultores: El comportamiento económico en las tribus», en: Plattner (ed.), Antropología económica, 79-115.

17 Kula, Teoría económica; Roseberry, «Los campesinos y el mundo»; y Fran-ces F. Berdan, «Comercio y mercados en los Estados precapitalistas», en Plattner (ed.), Antropología económica, 116-53.

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La integración del campesinado en el tejido social más am-plio es una de las fuerzas principales en las transformaciones sufridas por las sociedades campesinas. Ante todo, la penetra-ción de la economía de mercado fomenta la monetización de la vida. También crea nuevas necesidades entre los campesi-nos, las que se satisfacen por medio de la compra y la venta de mercancías. Pero esto acarrea una mayor competencia por los recursos económicos y, en consecuencia, una mayor comercia-lización de los bienes esenciales para la economía campesina. Otro de los resultados de la expansión de la economía de mer-cado en la ruralía es el crecimiento de las diferencias sociales entre el campesinado.18 Por lo tanto, el efecto de la economía mercantil sobre las comunidades rurales debe verse tanto a corto como a largo plazo. De otra manera, corremos el riesgo de aceptar que su resultado inmediato se proyecta de forma lineal hacia el futuro; o, que, por el contrario, su repercusión a largo plazo está predeterminada –como una bendición o como una maldición, según la postura ideológica que se adopte– desde sus inicios.19

El campesinado ha existido en la mayoría de las sociedades; sin embargo, no es un sector homogéneo. Wolf ha establecido una diferencia, por ejemplo, entre la «comunidad corporativa cerrada» y la «comunidad campesina abierta». La primera está orientada hacia sí misma y tiene una serie de rasgos étnicos, culturales y económicos que la distinguen y separan del resto de la sociedad. En América, las comunidades cerradas son más características de aquellas regiones, como México y la región andina, donde la población de origen indígena mantuvo una presencia significativa. Aunque modificadas por el proceso de la conquista, en dichas áreas el campesinado retuvo formas comunitarias, de origen precolombino. La segunda está más

18 Lenin, El desarrollo del capitalismo; Kautsky, La cuestión agraria; y Cancian, «El comportamiento económico», 216-26.

19 Roseberry, «Los campesinos y el mundo», 163-68; Cancian, «El compor-tamiento económico», 229-34; y Baud, Peasants and Tobacco, 201-17.

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orientada hacia el exterior y comparte los rasgos culturales esenciales de la sociedad a la que pertenece; es decir, carece de los particularismos culturales que diferencian a los miem-bros de las comunidades cerradas. En Europa, la comunidad campesina abierta fue la respuesta a la creciente demanda de productos que acompañó al capitalismo; en gran medida, este también fue el caso en el Caribe.20 Esta distinción, empero, no debe tomarse como un absoluto. Como ha señalado Frank Cancian, las comunidades campesinas oscilan entre períodos durante los cuales tienden a «cerrarse» y etapas en las cua-les mantienen una mayor apertura hacia el mundo exterior. Esto se debe, ante todo, a que tanto las comunidades cerradas como las abiertas «están sujetas a presiones similares por parte del sistema global».21 Aun las sociedades orientadas hacia el exterior tienen sus propias estructuras y sus códigos sociales particulares, los que desempeñan un papel central en las estra-tegias de supervivencia del campesinado.

Incluso dentro de una misma comunidad campesina exis-ten diferencias entre sus miembros. Por ejemplo, no todos los miembros de una comunidad campesina –abierta o cerrada, para continuar usando los modelos propuestos por Wolf– lo-gran alcanzar el mismo acceso a la tierra. Por tal razón, se puede establecer una jerarquía en cuanto a la propiedad de la tierra; la misma va desde los campesinos con tierra hasta los que poseen poca o ninguna tierra. De hecho, algunos autores se refieren a

20 Eric R. Wolf, «Types of Latin American Peasantry: A Preliminary Discus-sion», AA, 57 (1955): 452-71; Cancian, «El comportamiento económico», 185-90; y Mintz, Caribbean Transformations, 131-34. Para México y el Perú, ver Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, 1519-1810, 6ta ed. (México: Siglo XXI, 1981); Margarita Loera y Chávez, Economía campesi-na en la colonia: Un caso en el Valle de Toluca (México: Instituto Nacional Indigenista, 1981); Steve J. Stern, Peru’s Indian Peoples and the Challenge of Spanish Conquest: Huamanga to 1640 (Madison: University of Wisconsin Press, 1986); y Karen Spalding, Huarochirí: An Andean Society under Inca and Spanish Rule (Stanford: Stanford University Press, 1988).

21 Cancian, «El comportamiento económico», 215.

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una élite campesina, la que se distingue por tener amplio acceso a la propiedad agraria.22 Además, los campesinos se diferencian entre sí por las formas en que logran acceso al suelo: pueden ser propietarios, arrendatarios o aparceros. Usualmente este es-pectro de posibilidades indica diversos grados de desarrollo de las desigualdades sociales en el campo. Entre los campesinos, también suelen existir variaciones significativas con relación al uso de la fuerza de trabajo. En principio, los campesinos se ganan la vida utilizando la fuerza laboral de la familia. Pero esto se consigue solo dentro de límites muy estrictos. En pri-mer lugar, porque los campesinos ocasionalmente recurren al trabajo asalariado para complementar su ingreso. Esta es otra de las formas mediante las cuales los campesinos se insertan en la economía de mercado. Conforme se ensanchan las brechas sociales dentro del campesinado, un creciente número de cam-pesinos encuentra su principal medio de subsistencia en el tra-bajo asalariado. Es decir, la falta de otros recursos –en especial de tierra– obliga a los campesinos a convertirse en asalariados permanentes.23 Por lo tanto, en cualquier sociedad rural pode-mos encontrar un campesinado estratificado a partir de unos factores esenciales, como el acceso a la tierra y su participación en el mercado de trabajo. A menudo, un «continuum cultural» empaña estas diferencias; no obstante, las mismas existen.24

Este libro está organizado en varios capítulos temáticos. El capítulo I reconstruye la evolución general de la historia agra-ria dominicana hasta principios del siglo XX. Intenta mostrar cómo las tendencias de «larga duración» de la historia eco-nómica del país fueron propicias al surgimiento del campe-

22 Cancian, «El comportamiento económico», 226-28.23 Sobre la «diferenciación social» del campesinado: Lenin, El desarrollo del

capitalismo; Cancian, «El comportamiento económico», 215-28; y de Jan-vry, The Agrarian Question, esp. 94-140.

24 Sidney W. Mintz, «The Rural Proletariat and the Problem of Rural Prole-tarian Consciousness», JPS, l (1974): 291-325.

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sinado, especialmente en el Valle del Cibao. En conjunto, los capítulos II y III ofrecen una introducción a la región que es-tudio. Aparte de brindar una información geográfica básica, se incluye una discusión de las tendencias demográficas, de los patrones de asentamiento y de los patrones del uso de la tierra. Estos tres primeros capítulos son de naturaleza introductoria, y tienen la intención de caracterizar al Cibao dentro de la so-ciedad dominicana en general.

Los capítulos siguientes examinan algunos factores que son cruciales para la comprensión de la evolución económica del campesinado del Cibao. El capítulo IV, trata de las relaciones en-tre los campesinos y los comerciantes. En el mismo, examino el papel de los comerciantes en el desarrollo de la economía campe-sina, y algunos de los mecanismos utilizados por los comerciantes para controlar la producción agraria. También sugiero varios de los cambios inducidos por el capital comercial sobre los patrones económicos tradicionales del campesinado. El crédito era uno de los aspectos clave de la relación entre campesinos y comerciantes. Sin embargo, no era una variable independiente en los vínculos entre ellos; por el contrario, el crédito dependía de las coyuntu-ras económicas. Por lo tanto, el capítulo V explora la relación entre el crédito y los ciclos económicos. La sección siguiente, el capítulo VI, enfoca la cuestión de la tierra. En este, discuto la co-mercialización de la tierra como resultado del crecimiento de la economía de mercado. Además, intento identificar los factores principales que definieron la estructura agraria del municipio de Santiago. El capítulo VII, examina las políticas del Estado respec-to al campesinado, en especial durante la ocupación del país por parte de los Estados Unidos (1916-24) y durante el Trujillato. El objetivo de este capítulo es mostrar cómo el Estado intensificó su presencia –en ocasiones de manera contradictoria– en la vida del campesinado. Por último, en las conclusiones retomo los principales argumentos de las secciones anteriores con el fin de discernir las peculiaridades de la evolución de la economía rural del Cibao durante el siglo XX.

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CaPÍtuLo I

La formación del campesinado:la historia agraria dominicana

La eSPañoLa y La eConoMÍa azuCarera CarIbeña

Entre finales del siglo XvIII y comienzos del XIX, ocurrieron importantes cambios económicos y sociales en las colonias es-pañolas del Caribe.1 Por casi dos siglos, Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico parecían estar en un letargo, en comparación con otras colonias caribeñas, las que fueron transformándose como resultado de su relación con el mercado internacional, la agri-cultura de plantación y el comercio de esclavos. Irónicamente, fue justo en estas tres islas donde, a principios del siglo XvI, surgió el primer sistema de plantación en las Américas. La producción de azúcar para la exportación comenzó en la isla de La Española que, como se verá más adelante, pasó por un corto ciclo azucarero durante esa centuria; Puerto Rico y Cuba siguieron su ejemplo. Pero una serie de causas produ-jeron el fracaso de este primer experimento azucarero en las

1 Una versión en inglés de este capítulo fue publicada en: «The Making of a Peasantry: Dominican Agrarian History from the 16th to the 20th Century», Punto y Coma, 11, 1-2 (1990): 143-62.

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Antillas. Por lo tanto, para finales del siglo XvI, la producción de azúcar menguó en las tres islas.2

El siglo XvII presenció el desarrollo de la economía de plan-tación en otras islas caribeñas. Al extenderse, las plantaciones azucareras pusieron en peligro las actividades productivas que surgieron en otras unidades agrarias.3 Este fue el caso, sobre todo, en las islas más pequeñas, donde –como señala Sidney Mintz– la tierra era escasa. Además, en islas como Barbados y San Cristóbal, las condiciones ecológicas no eran tan variadas

2 Para las etapas iniciales de la industria azucarera en el Caribe, ver Eric Williams, From Columbus to Castro: The History of the Caribbean, 1492-1969 (New York: Harper & Row, 1973), 23-57. Los casos específicos de la econo-mía azucarera de La Española, Puerto Rico y Cuba se discuten en: Frank Moya Pons, La Española en el siglo xvi, 1493-1520: Trabajo, sociedad y política en la Economía del Oro, 2da ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1973), 243-68; Mervyn Ratekin, «The Early Sugar Industry in Es-pañola», HAHR, 34 (1954): 1-19; José Chez Checo y Rafael Peralta Brito, Azúcar, encomiendas y otros ensayos históricos (Santo Domingo: Fundación García-Arévalo, 1979), 13-54; Franc Báez Evertsz, La formación del sistema agroexportador en el Caribe (República Dominicana y Cuba, 1515-1898) (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986), 43-56; Ge-naro Rodríguez Morel, «Los orígenes de la economía de plantación en América: La Es pa ñola en el siglo XvI» (Tesis doctoral, Universidad Jaume I, 2009); Salvador Brau, «La caña de azúcar», en: Ensayos (Disquisiciones sociológicas) (Río Piedras: Edil, 1972), 271-94; Juana Gil-Bermejo García, Panorama histórico de la agricultura en Puerto Rico (Sevilla: Instituto de Cul-tura Puertorriqueña y Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1970), 99-113; Elsa Gelpí Baíz, Siglo en blanco: Estudio de la economía azucarera en el Puerto Rico del siglo xvi (1540-1612) (San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2000); Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Las Villas: Universidad Central de Las Villas, 1963), 341-55; Julio Le Riverend, Historia económica de Cuba (Barcelona: Ariel, 1972), 92-8; y Leví Marrero, Cuba: Economía y sociedad, Vol. II: Siglo XVI: La economía (Madrid: Playor, 1974), 305-22.

3 Williams, From Columbus to Castro, 95-135; J.H. Parry y Philip Sherlock, A Short History of the West Indies, 3ra ed. (New York: St. Martin’s Press, 1973), 45-80; Franklin W. Knight, The Caribbean: The Genesis of a Fragmented Na-tionalism (New York: Oxford University Press, 1980), 23-120; y Richard S. Dunn, Sugar and Slaves: The Rise of the Planter Class in the English West Indies, 1624-1713 (New York: Norton, 1973).

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como en las islas mayores, lo que brindaba menos alternati-vas de «adaptación» o de «resistencia» a sus habitantes.4 La conquista de Jamaica, la primera de las Antillas Mayores en brindar todos sus servicios a «Su Majestad el Azúcar», permitió que Inglaterra obtuviera una decisiva ventaja en la producción de azúcar. Hasta el siglo XvIII, Jamaica fue la principal produc-tora de azúcar en el Caribe. Pero la carrera por el dominio del mercado azucarero era muy reñida y pocos lograban mante-nerse en la delantera por un trecho prolongado. En ese siglo, surgió un nuevo gran productor de azúcar: la colonia francesa de Saint Domingue, ubicada en la parte occidental de la isla Española.5 A partir de entonces, La Española desempeñó uno de los papeles principales entre las colonias del Caribe.

No es este el lugar de narrar la historia del surgimiento de esta colonia francesa. El caso es que el siglo XvII fue un pe-ríodo de estancamiento económico en las Antillas hispanas. España confrontó una creciente interferencia por parte de las otras naciones europeas; aventureros franceses comenzaron a poblar la parte occidental de la isla Española.6 Al principio, el

4 Sidney W. Mintz, «From Plantations to Peasantries in the Caribbean», en: Sidney W. Mintz y Sally Price (eds.), Caribbean Contours (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1985), 142; Dunn, Sugar and Slaves, 46-83 y 117-48; y Williams, From Columbus to Castro, 95-110.

5 Dunn, Sugar and Slaves, 149-223; Williams, From Columbus to Castro, 111-35; J.H. Galloway, The Sugar Cane Industry: A Historical Geography from its Origins to 1914 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989); Manuel Moreno Fraginals, El ingenio: Complejo económico social cubano del azúcar, 3 tomos (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1978), 1: 30-2; Her-bert S. Klein, La esclavitud africana en América Latina y el Caribe (Madrid: Alianza Editorial, 1986), 39-50; David Eltis, Economic Growth and the End-ing of the Transatlantic Slave Trade (New York: Oxford University Press, 1987); David Watts, The West Indies: Patterns of Development, Culture and En-vironmental Change since 1492 (Cambridge: Cambridge University Press, 1990); y Stuart B. Schwartz (ed.), Tropical Babylons: Sugar and the Making of the Atlantic World, 1450-1680 (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2004).

6 Juan Bosch, De Cristóbal Colón a Fidel Castro: El Caribe, frontera imperial, 5ta ed. (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1986), 183-262; R.A. Stradling,

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gobierno español se opuso tenazmente a esta intervención en la colonia. Pero poco a poco, los intrusos –quienes en los co-mienzos eran pobladores independientes– pudieron, no solo obtener el apoyo del gobierno francés sino, también, estable-cer importantes empresas económicas. En 1777, mediante el Tratado de Aranjuez, España reconoció la existencia de dos colonias en La Española: Santo Domingo, su propia posesión colonial, y Saint Domingue, la posesión francesa.7

Durante el siglo XvIII, Saint Domingue se convirtió en la más próspera colonia caribeña. En sus plantaciones se producía azúcar, café, algodón y añil. Gracias a la reexportación de estos productos coloniales, Francia pudo mantener una balanza co-mercial favorable. Según algunos estimados, Francia obtenía de Saint Domingue casi tantas ganancias como las que reci-bía España de todas sus colonias en América.8 El origen de

Europa y el declive de la estructura imperial española, 1580-1720 (Madrid: Ediciones Cátedra, 1983); Arturo Morales Carrión, Puerto Rico and the Non Hispanic Caribbean: A Study in the Decline of Spanish Exclusivism, 2da ed. (Río Piedras: University of Puerto Rico, 1971), 13-57; y Cornelio Ch. Goslinga, Los holandeses en el Caribe (La Habana: Casa de las Américas, 1983).

7 Para los pormenores de la división de la isla en dos colonias, véase: José Gabriel García, Compendio de la historia de Santo Domingo, 5ta ed., 4 vols. (Santo Domingo: Central de Libros, C. por A., 1982); Manuel Arturo Peña Batlle, La Isla de la Tortuga, 3ra ed. (Santo Domingo: Taller, 1988), y Ensayos históricos, compilación y presentación de Juan Daniel Balcácer (Santo Domingo: Fundación Peña Batlle, 1989), 47-182; Juan Bosch, Composición social dominicana: Historia e interpretación, 13ma ed. (Santo Do-mingo: Alfa & Omega, 1983), 53-71; Frank Moya Pons, Historia colonial de Santo Domingo, 4ta ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1974), 157-99 y 229-310; Gérard Pierre-Charles, «Génesis de las naciones haitiana y dominicana», en: Gérard Pierre-Charles (ed.), Política y sociolo-gía en Haití y la República Dominicana (México: Instituto de Investigacio-nes Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, 1974), 14-41; y Frank Peña Pérez, Cien años de miseria en Santo Domingo, 1600-1700 (Santo Domingo: Editorial CENAPEC, s.f.), 15-126.

8 Williams, From Columbus to Castro, 240; Eltis, Economic Growth, 36-7; Klein, La esclavitud africana, 45; Emilio Cordero Michel, La Revolución Haitia-na y Santo Domingo, 2da ed. (Santo Domingo: Taller, 1974), 17-23; José

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esta fabulosa riqueza estribaba en los miles de esclavos que cultivaban las tierras. Según Eric Williams, los tres grupos de colonizadores blancos –los hacendados o «grandes blancos», los oficiales reales y los blancos pobres– sumaban unos 40,000. Por su parte, los mulatos y los negros libres –algunos de ellos, dueños de tierras y esclavos, pero carentes de derechos polí-ticos– eran cerca de 28,000. En la base de la pirámide social se encontraba la población esclava, la que sobrepasaba los 450,000. Saint Domingue era, en todos los aspectos, la socie-dad de plantación por excelencia; esta acarreaba, también, los riesgos que una sociedad así presupone.9

Los esclavos haitianos contaban con una larga tradición de lucha y resistencia; en 1791, en medio de los trastornos provo-cados por la Revolución francesa, comenzaron a sublevarse. Lo que comenzó como grupos de esclavos que atacaban, sa-queaban y quemaban las propiedades de los hacendados, cul-minó en la destrucción total de la otrora floreciente colonia y en la creación, en 1804, de la primera república negra en el Nuevo Mundo.10 La Revolución haitiana tuvo profundos efectos

L. Franco, Historia de la Revolución de Haití, 2da ed. (Santo Domingo: Editora Nacional, 1971), 117-48; y D.A. Brading, «Bourbon Spain and its American Empire», en: Leslie Bethell (ed.), Colonial Spanish America (Cambridge: Cambridge University Press, 1987), 140-41.

9 Williams, From Columbus to Castro, 246; Franco, Historia de la Revolución, 149-72; Cordero Michel, La Revolución Haitiana, 25-32; Jean Casimir, La cultura oprimida (México: Editorial Nueva Imagen, 1981), 19-89; y Robert Forster, «A Sugar Plantation on Saint-Domingue in the Eighteenth Cen-tury: White Attitudes towards the Slave Trade», HS, 1 (1988): 9-37.

10 El proceso que llevó a la fundación de la República de Haití ha sido hermosamente narrado en: C.L.R. James, The Black Jacobins: Toussaint L’Ouverture and the San Domingo Revolution, 2da ed. (New York: Vintage Books, 1963). Ver también: Cordero Michel, La Revolución Haitiana, 33-53; Franco, Historia de la Revolución, 149-302; Richard Price (ed.), Maroon Societies: Rebel Slave Communities in the Americas (Garden City, NY: Anchor Books, 1973), 105-48; Eugene D. Genovese, From Rebellion to Revolution: Afro-American Slave Revolts in the Making of the New World (New York: Vin-tage Books, 1981); Carlos Esteban Deive, Los guerrilleros negros: Esclavos fu-gitivos y cimarrones en Santo Domingo (Santo Domingo: Fundación Cultural

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económicos, sociales y políticos en la nueva nación. También tuvo consecuencias de largo alcance para sus vecinos caribe-ños. Para Cuba y Puerto Rico, el colapso de la producción haitiana representó una coyuntura propicia para fomentar sus respectivas economías azucareras. La élite cubana, en particu-lar, se percató de las enormes posibilidades del momento; sus representantes más articulados cabildearon activamente en España con el fin de obtener ventajas para la naciente indus-tria. En Puerto Rico, donde la élite local no era tan poderosa como la cubana, el auge del azúcar, desde sus inicios, estuvo en manos de inmigrantes. Estos, con sus conocimientos y sus conexiones comerciales y financieras, pudieron promover la economía de plantación.11 Para la tercera década del siglo XIX, la producción azucarera estaba en todo su apogeo en ambas islas.

La Revolución haitiana también tuvo grandes consecuencias en Santo Domingo. Sin embargo, a diferencia de Cuba y Puer-to Rico, en Santo Domingo no se desarrolló una economía de plantación basada en la caña de azúcar y la esclavitud. Por el contrario, la característica económica y social predominante de Santo Domingo durante el siglo XIX fue el desarrollo de un campesinado propietario. Para entender la formación y el desarrollo de este campesinado es necesario examinar más de

Dominicana, 1989), 103-201; David Nicholls, From Dessalines to Duvalier: Race, Colour and National Independence in Haiti, ed. rev. (New Brunswick: Rutgers University Press, 1996); y Laurent Dubois, Avengers of the New World: The Story of the Haitian Revolution (Cambridge, Mass.: Belknap Press of Harvard University Press, 2004).

11 Para Cuba: Moreno Fraginals, El ingenio, 1: 15-78; y Franklin W. Knight, «Origins of Wealth and the Sugar Revolution in Cuba, 1750-1850», HAHR, 57 (1977): 231-53. Para Puerto Rico: Francisco A. Scarano, Sug-ar and Slavery in Puerto Rico: The Plantation Economy of Ponce, 1800-1850 (Madison: University of Wisconsin Press, 1984), en especial 79-99; An-drés A. Ramos Mattei, La hacienda azucarera: Su crecimiento y crisis en Puerto Rico (siglo xix) (San Juan: CEREP, 1981); y Pedro San Miguel, El mundo que creó el azúcar: Las haciendas en Vega Baja, 1800-1873 (Río Piedras: Huracán, 1989).

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cerca la evolución histórica de Santo Domingo, especialmente el desarrollo de su economía agraria.12

deL oro aL azúCar: La teMPrana eConoMÍa CoLonIaL

Santo Domingo fue la primera colonia establecida por los españoles en el Nuevo Mundo. Durante las primeras décadas del siglo XvI, su economía se basó principalmente en la minería de placer; el oro era extraído por los indios, que constituían la mano de obra. Además, los indios proveían de alimentos y de otros productos de la tierra, tanto a los españoles como a los trabajadores de las minas. De manera que los centros mineros se convirtieron en focos de crecimiento para la producción agrícola. Este temprano desarrollo tuvo especial importan-cia en el Cibao, la principal región productora de oro en la isla Española. Sin embargo, la rápida merma de la población indígena y el agotamiento de las minas de oro condujeron a una crisis. Para la segunda década del siglo XvI, la producción azucarera substituyó a la extracción de oro como principal ac-tividad económica en La Española.13

El nuevo modelo económico fomentado por España inau-guró el primer «ciclo azucarero» en el Caribe. Como respuesta a la menguante producción de oro, la Corona promovió el cultivo de la caña de azúcar; como resultado de esta política económica, se establecieron varios trapiches en la isla durante la segunda década del siglo XvI. El aumento del cultivo de la caña de azúcar en este siglo fue un fenómeno muy regionalizado.

12 Cfr. Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995), 11-31.

13 Sobre la economía en el siglo XvI: Moya Pons, La Española en el siglo xvi; Rodríguez Morel, «Los orígenes de la economía de plantación»; y Ro-berto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana, 2 vols. (Santo Domingo: Punto y Aparte, 1982-83), 1: 39-63.

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La mayoría de los trapiches estaban en la costa sur de la isla, especialmente alrededor de Santo Domingo de Guzmán, cen-tro comercial y administrativo de la colonia. A pesar de que los datos disponibles no permiten trazar con precisión la evo-lución de la industria azucarera en el siglo XvI, parece ser que la producción llegó a su punto más alto a finales de la séptima década; en adelante, la producción azucarera declinó rápida-mente, llegando a niveles muy bajos. Transcurrieron casi dos siglos antes de que la producción azucarera aumentara nueva-mente.14

Al igual que en otras partes del Caribe, este auge inicial del azúcar en La Española fue posible gracias a la importación de esclavos de África. De nuevo, es muy arriesgado ofrecer cifras exactas de cuántos esclavos había en la isla durante el perío-do de expansión de la producción de azúcar. Pero, con toda probabilidad, para mediados del siglo XvI, un 70% de la pobla-ción total se componía de esclavos y negros libres. Si a esta alta proporción le añadimos el creciente número de mulatos, re-sulta evidente que la población de origen africano componía la mayor parte de los habitantes de la isla. Para entonces, debe recalcarse, los ingenios eran los centros de residencia de la población esclava.15 Sin embargo, el censo que se llevó a cabo durante la incumbencia del gobernador Osario (1606) reflejó que de un total de 9,648 esclavos, solo unos 800 trabajaban

14 Cassá, Historia social y económica, 1: 65-70; Báez Evertsz, La formación del sistema, 43-97; Frank Moya Pons, Historia colonial de Santo Domingo (San-tiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1974), 71-89; y Rafael A. Brugal P., «La producción del azúcar en la zona de Puerto Plata, 1520-1919», Eme-Eme, VII, 39 (1978): 120-36.

15 Moya Pons, Historia colonial, 71-89; Carlos Esteban Deive, La esclavitud del negro en Santo Domingo (1492-1844), 2 vols. (Santo Domingo: Museo del Hombre Dominicano, 1980), 1: 51-102. Sobre la evolución de la pobla-ción, ver Frank Moya Pons, «Nuevas consideraciones sobre la historia de la población dominicana: Curvas, tasas y tendencias», Eme-Eme, III, 15 (1974): 3-28.

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en los ingenios.16 De acuerdo con el censo, la mayor parte de los esclavos (cerca del 70%) eran utilizados en las estancias, propiedades de distintos tamaños dedicadas principalmente a los cultivos de subsistencia. En estas estancias también se co-sechaba el jengibre, que para finales del siglo XvI reemplazó al azúcar como principal cultivo de exportación. Otros 550 esclavos trabajaban en los hatos. Estos datos muestran que, desde mediados del siglo XvI en adelante, ocurrió un cambio importante en el uso de la mano de obra esclava. Mientras que antes la mayoría de los esclavos estaban relacionados con la producción azucarera, para finales de siglo solo una pequeña proporción se utilizaba en los ingenios. Este cambio, proba-blemente, implicó una dispersión de la propiedad de los es-clavos. En 1606, como promedio, había 74 esclavos (ó 66, si no se cuentan los esclavos domésticos) en los 12 ingenios que existían; mientras, en las 430 estancias el número promedio de esclavos era menor de 16. Este cambio en el uso de la mano de obra esclava refleja claramente la evolución de la economía de Santo Domingo durante las últimas décadas del siglo XvI.

Con el desarrollo de las plantaciones, también se multipli-caron las estancias y los hatos, que proveían de alimentos y de ganado. Se sabe, por ejemplo, que en las plantaciones se utilizaba un gran número de animales de carga. Para poder su-plir a sus plantaciones de ganado y alimentos, los hacendados dependían de dos recursos: sus propios hatos y estancias, y los de otros propietarios que se especializaban en estos productos. Dichos propietarios suplían, no solo a las plantaciones sino, también, a los mercados locales y urbanos, como al de la ciu-dad de Santo Domingo. No fue coincidencia que, de acuerdo al censo de Osario, la mayoría de las estancias estuviesen

16 El censo de Osorio ha sido ampliamente comentado por diversos auto-res. Lo siguiente se basa en: Cassá, Historia social y económica, 1: 95-101; Bosch, Composición social dominicana, 37; y Frank Peña Pérez, Antonio Oso-rio: Monopolio, contrabando y despoblación (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1980), 169-80.

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localizadas en la villa de Santo Domingo. Esta ubicación coin-cide con la distribución de la población; más de la mitad de la misma vivía en Santo Domingo.17 Aun cuando los hatos y las estancias se desarrollaron en estrecha conexión con las plan-taciones, el descenso de la economía azucarera no implicó la total desaparición de estas unidades agrarias. Muchas estan-cias se dedicaron al cultivo del jengibre; los hatos, por su lado, eran una fuente importante de cueros. Ambos productos eran exportados a Europa, ya fuese por medio del comercio legal o del contrabando.18 Es decir, con la desaparición de la extrac-ción de oro y de la producción azucarera, los habitantes de Santo Domingo se dedicaron a otras actividades económicas, como la caza de ganado, la agricultura de subsistencia y el co-mercio ilegal.

El contrabando llegó a ser tan importante para los habitan-tes de la isla –en especial para aquellos que vivían lejos de la ciudad de Santo Domingo, el principal puerto de la colonia–, que la Corona decidió despoblar el occidente y la banda del norte de La Española. Esta política produjo la destrucción de varios poblados, el desplazamiento de una gran cantidad de ganado y, como consecuencia, la despoblación de las regiones afectadas. A la larga, las llamadas Devastaciones (1605-6) tu-vieron consecuencias negativas para los intereses de España. Las Devastaciones facilitaron el establecimiento de colonos de otros países europeos, en especial franceses, en la parte occidental de La Española. Estos colonos originaron la pose-sión francesa de Saint Domingue.19 Además, las Devastaciones acentuaron la decadencia económica de Santo Domingo: no

17 Peña Pérez, Antonio Osorio, 172-76; y Cassá, Historia social y económica, 1: 95-9.

18 Moya Pons, Historia colonial, 109-29; Bosch, Composición social dominicana, 33-52 y 73-92; y Peña Pérez, Antonio Osorio, 71-143.

19 Moya Pons, Historia colonial, 109-29; y Peña Pérez, Antonio Osorio, y Cien años de miseria, 15-126.

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es por capricho que al siglo XvII dominicano se le ha llamado el «Siglo de la Miseria».20

Desde el punto de vista de la metrópoli, durante el siglo XvII, la economía de Santo Domingo distaba mucho de ser lucra-tiva. No obstante, los habitantes de la colonia desarrollaron actividades económicas propias. Muchas de estas actividades –el contrabando, por ejemplo– implicaban una resistencia a las políticas imperiales. Esta adaptación a las condiciones de la colonia se llevó a cabo a pesar de las medidas tomadas por España para impedir dichas actividades. Los orígenes del cam-pesinado dominicano pueden trazarse, precisamente, hasta estas formas de adaptación y resistencia. Sobre el particular, es pertinente el análisis de Sidney Mintz acerca de la formación del campesinado caribeño. Según él, a pesar de que, histórica-mente, el Caribe ha estado sujeto a fuerzas económicas y po-líticas que emanan de otros centros, en la región han surgido «patrones de autosuficiencia agraria».

En la mayoría de los casos [estos patrones] están asocia-dos con la formación de un campesinado, es decir, de una clase (o clases) de propietarios rurales que producen una gran parte de los productos que consumen, pero que también venden a (y compran de) mercados más amplios y dependen, en varias maneras, de esferas de control político y económico más abarcadoras. El cam-pesinado caribeño es, en este sentido, un campesinado reconstituido, ya que sus componentes no se originaron como campesinos, sino como esclavos, desertores o fu-gitivos, trabajadores de las plantaciones o lo que fuera, que se convirtieron en campesinos como una forma de resistencia a un régimen impuesto desde el exterior.21

20 Bosch, Composición social dominicana, 73-82; y Peña Pérez, Cien años de miseria.

21 Sidney W. Mintz, Caribbean Transformations (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1984), 132. Énfasis en el original.

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A pesar de que todavía se necesitan investigaciones acerca del campesinado dominicano durante el período colonial, se pue-den rastrear –siguiendo la hipótesis de Mintz– algunas líneas generales sobre su surgimiento.22 En primer lugar, es evidente, en vista de que la población nativa prácticamente desapareció durante las primeras décadas de la colonización, que esta jugó un papel mínimo en la configuración humana del campesina-do. Esto no implica que la población indígena no desempeñase papel alguno en la formación del campesinado dominicano. Por el contrario, parte de la cultura material indígena –técnicas agrícolas, alimentos y demás– sobrevivió a la desaparición física de los nativos. Pero, probablemente, esta «herencia» fue trans-mitida a generaciones posteriores por los africanos y sus descen-dientes, libres o en cautiverio, quienes adaptaron muchas de las técnicas y de las formas de vida indígenas.23

Con el colapso de la economía azucarera, la esclavitud pasó por un período de desintegración, evidente en el número de esclavos utilizados en los ingenios, estancias y hatos para 1606. Por otro lado, en las estancias y los hatos la esclavitud fue menos rígida que en las plantaciones. Aún en el siglo XvIII, cuando los hatos en Santo Do-

22 Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 35-8. Entre las obras que contienen re-ferencias al origen del campesinado dominicano durante la Colonia, se pueden mencionar: Rubén Silié, Economía, esclavitud y población (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976) y «El hato y el conuco: Contexto para el surgimiento de la cultura criolla», en: Ber-nardo Vega et al., Ensayos sobre cultura dominicana, 2da ed. (Santo Domin-go: Fundación Cultural Dominicana y Museo del Hombre Dominicano, 1988), 143-68; Antonio Lluberes, «Tabaco y catalanes en Santo Domingo durante el siglo XvIII», Eme-Eme, V, 28 (1977): 13-26; y Raymundo Gonzá-lez, «Campesinos y sociedad colonial en el siglo XvIII dominicano», ES, XXV, 87 (1992): 15-28.

23 Para una evaluación reciente de la «herencia» de la cultura material in-dígena, sobre todo en los sectores rurales de la República Dominicana, ver Bernardo Vega, «La herencia indígena en la cultura dominicana de hoy», en: Vega et al., Ensayos sobre cultura, 11-53. Por su parte, Deive ha destacado que en los manieles o comunidades de esclavos cimarrones sobrevivieron elementos de la cultura material de los indígenas (Los gue-rrilleros negros, 259-69).

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mingo se revitalizaron como resultado del desarrollo de las planta-ciones en Haití, la esclavitud en ellos continuó teniendo poco pare-cido con la esclavitud en las plantaciones.24 A los esclavos se les per-mitía cultivar sus propias cosechas, las que utilizaban para consumo propio, y para la venta en los mercados locales. Las estancias fueron particularmente propicias a la formación de un campesinado de origen esclavo. Al cultivar cosechas comerciales y cosechas de subsistencia, los esclavos pudieron desarrollar destrezas, téc-nicas y formas de vida campesinas, estando aún en cautiverio; por tal razón, Mintz ha denominado a estos esclavos un «proto-campesinado».25 De acuerdo a Raymundo González, la involución de la economía esclavista dio paso al surgimiento de lo que él ha denominado un «campesinado arcaico». Entre otras cosas, este campesinado se caracterizó por un patrón de asentamiento dis-perso, el cual dificultaba su control por parte de las autoridades coloniales. Además, estos campesinos tenían pocos vínculos con la economía mercantil.26

Las condiciones generales de la colonia durante los siglos XvII y XvIII eran muy favorables para el desarrollo de una eco-nomía de subsistencia.27 La ausencia de fuertes nexos insti-tucionales con la metrópoli y con los mercados europeos, la intensa despoblación sufrida por Santo Domingo y la genero-sidad de la naturaleza isleña explican este hecho. En efecto,

24 Cassá, Historia social y económica, 1: 129; Silié, Economía, esclavitud y pobla-ción; y Deive, La esclavitud del negro, 1: 103-54.

25 Mintz, Caribbean Transformations, 151-52, y «From Plantations to Peasant-ries», 133. Al respecto, el argumento de Juan Bosch de que la economía de las estancias no fue determinante en la sociedad dominicana porque «ningún sector social» emergió de aquella, es harto cuestionable (Com-posición social dominicana, 51).

26 González, «Campesinos y sociedad colonial», 15-21. Baud, por su parte, habla del surgimiento de un «campesinado criollo» (Peasants and Tobac-co, 36.).

27 Juana Gil-Bermejo García, La Española: Anotaciones históricas (1600-1650) (Sevilla: Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1983); y Antonio Gu-tiérrez Escudero, Población y economía en Santo Domingo (1700-1746) (Sevi-lla: Diputación Provincial de Sevilla, 1985).

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su prodigalidad asombró a muchos cronistas. Luis Gerónimo Alcocer, por ejemplo, describió sus abundantes y fértiles valles, ricos en ganado, cerdos salvajes y aves silvestres. Sus ríos, tam-bién, estaban llenos de peces de diferentes clases. En los bos-ques proliferaban los árboles maderables. Las frutas, además de abundantes, eran muy diversas: iban desde las originales del país hasta frutas provenientes de otras latitudes. Por últi-mo, Alcocer hace referencia a la exportación –en cantidades más bien pequeñas– de cultivos comerciales, como el azúcar, el tabaco y el cacao. Otros cultivos se cosechaban solo para sa-tisfacer las necesidades de los isleños; si no se producía más era por causa de lo irregular del comercio de exportación.28 Así, aun en fecha tan temprana –Alcocer escribió su Relación ha-cia 1640– encontramos evidencia del surgimiento incipiente de un campesinado. A pesar de que producía principalmente para satisfacer sus propias necesidades, podía comerciar algún excedente de sus productos. Este comercio, aunque esporá-dico y en pequeña escala, era la forma principal de conseguir aquellos bienes que no podían producirse localmente.

SaInt doMIngue y eL CaMPeSInado doMInICano

Durante el siglo XvIII, el desarrollo de Haití como una eco-nomía de plantación contribuyó, de varias formas, a reactivar la vida económica de Santo Domingo. Saint Domingue se con-virtió en un importante mercado para varios productos que, debido a su especialización en la agricultura de plantación, se producían mínimamente en la colonia francesa. Tal fue el caso, por ejemplo, de las reses, las que tenían gran demanda en Saint Domingue. Los hatos de Santo Domingo se convirtieron

28 Luis Gerónimo Alcocer, «Relación sumaria del estado presente de la isla Española...», en: Emilio Rodríguez Demorizi, Relaciones históricas de Santo Domingo, vol. 1 (Ciudad Trujillo: Editora Montalvo, 1942), 197-267.

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en los grandes suplidores de buena parte del ganado que se usaba en la colonia francesa.29 Según Antonio Sánchez Valver-de, autor de Idea del valor de la isla Española, este comercio con Saint Domingue benefició a la colonia española de dos modos: primero, porque brindó una salida a la producción local; y se-gundo, porque permitió la importación de mercancías desde la colonia francesa. En palabras de Sánchez Valverde:

Una de las especies que tomaban los nuestros por precio de sus animales, eran las herramientas y uten-silios de que carecían y Negros que hacían tanta falta...De esta suerte fuimos poco a poco habilitándonos de esclavos y de utensilios. Empezamos a cultivar la tierra y dimos principio a unos Ingenios y Trapiches tales quales.30

Es decir, la reactivación de la agricultura comercial en Santo Domingo fue otra de las consecuencias de sus relaciones eco-nómicas con Saint Domingue.31 Como vimos, Sánchez Valver-de destacó el establecimiento de algunas haciendas de caña de azúcar. Sin embargo, este resurgir de la producción azucarera fue más bien limitado y no alcanzó el impulso necesario para transformar radicalmente la sociedad dominicana.32 Además de la caña de azúcar, durante el siglo XvIII se fomentaron otros cultivos tropicales –tales como el algodón y el cacao– gracias a la estrecha relación entre las dos partes de la isla. Pero a la larga, el desarrollo del tabaco excedió por mucho la de estos

29 Gutiérrez Escudero, Población y economía, 159-70.30 Antonio Sánchez Valverde, Idea del valor de la isla Española, notas de Emilio

Rodríguez Demorizi y fray Cipriano de Utrera (Santo Domingo: Editora Nacional, 1971), 141.

31 Moya Pons, Historia colonial, 311.32 Moya Pons, Historia colonial, 283-310; Cassá, Historia social y económica,

1: 117-18; Bosch, Composición social dominicana, 93-111; y Silié, Economía, esclavitud y población.

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cultivos, no solo económicamente, sino también por su impor-tancia en la formación del campesinado dominicano. Este fue, en especial, el caso del campesinado del Valle del Cibao, el cual estaba estrechamente relacionado con el cultivo del taba-co, al menos desde finales del siglo XvII. Según Antonio Llu-beres, de 1680 a 1770 la mayor parte del tabaco del Cibao se enviaba a Saint Domingue, a pesar de que se exportaba algo a España.33 Así, como resultado de la demanda de Saint Domin-gue, la producción tabacalera creció en la colonia española durante el siglo XvIII.

La propia Corona española se benefició de este aumento en la producción de tabaco en el Cibao. Hasta la década de los sesenta, del siglo XvIII, el tabaco se exportaba a España en cantidades más bien pequeñas. Pero en esa década se toma-ron medidas para aumentar y regularizar la exportación de las hojas, con las que se suplían las Reales Fábricas de Tabacos en Sevilla. La medida más importante al respecto fue la apertura de una factoría mercantil, que tenía su centro de operaciones en la ciudad de Santiago, cuyo propósito era comprar tabaco de las áreas circundantes.34 De acuerdo con Lluberes, el pri-mer envío de tabaco de Santo Domingo se efectuó en 1770; pero desde el comienzo, el plan confrontó serios problemas. En general, la calidad de las hojas no era el requerido por las Reales Fábricas; en segundo lugar, la transportación era difícil y costosa, lo que limitaba las posibilidades de éxito del plan. Por lo tanto, a pesar de que la factoría funcionó durante 26 años (1770-96), tuvo –según Lluberes– resultados mediocres. Apenas realizó 23 embarques con un promedio de 5,410 arro-bas anuales, menos de la mitad de la cuota asignada a Santo Domingo por las Reales Fábricas. Sin embargo, mientras es-tuvo operando, la factoría garantizó un mercado a los culti-vadores de tabaco y el «afianzamiento de un cultivo de larga

33 Lluberes, «Tabaco y catalanes», 13.34 Ibídem, 14-6.

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tradición» en Santo Domingo.35 Por otra parte, el plan de la Corona para adquirir tabaco en Santo Domingo no detuvo su venta en la parte francesa de la isla.36 Fue este continuo co-mercio con los franceses, y no la factoría comercial española, lo que más promovió el cultivo del tabaco durante el último cuarto del siglo XvIII.

El surgimiento de la República de Haití, como efecto de la revolución de los esclavos, fue un elemento clave en el for-talecimiento social y económico del campesinado dominica-no.37 Luego de tomar el poder en Saint Domingue, Toussaint L’Overture trató de evitar el total colapso de la agricultura comercial. Esta política económica estaba dirigida a mantener los niveles de producción del período prerrevolucionario, lo que, a su vez, permitiría la creación de un Estado fuerte, capaz de repeler cualquier intervención extranjera. Según él, esta política económica garantizaría la autonomía de Saint Domin-gue respecto a Francia, y la libertad obtenida por las masas haitianas. Pero para los ex-esclavos, este plan no resultaba del todo atractivo. En primer lugar, la permanencia de los latifun-dios –aunque fuertemente controlados por el Estado– limitaba el acceso de los libertos a la tierra, impidiéndoles convertirse en cultivadores independientes. Además, los planes de Tous-saint preveían que los libertos laborasen en las plantaciones, un sistema que se asemejaba demasiado al antiguo régimen. Toussaint y sus sucesores pagaron un alto precio por la imple-mentación de estas medidas impopulares, las que, a menudo, provocaron rebeliones.38

35 Lluberes, «Tabaco y catalanes», 14-22. Ver también: Gutiérrez Escudero, Población y economía, 111-13. Una arroba equivale a 25 libras.

36 Sánchez Valverde, Idea del valor, 63-8.37 Jorge Machín, «Orígenes del campesinado dominicano durante la Ocu-

pación Haitiana», Eme-Eme, 1, 4 (1973): 19-34.38 James, The Black Jacobins, 241-88; Cordero Michel, La Revolución Haitia-

na, 49-53; Casimir, La cultura oprimida, 91-110; y Frank Moya Pons, La Dominación Haitiana, 1822-1844, 3ra ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1978), 15-6.

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La presión de las masas llevó a la división de los latifundios en Haití, la que comenzó en el sur del país, bajo el gobierno de Alexander Pétion (1807-18); este ganó apoyo gracias al repar-to de tierra entre el pueblo. La consecuencia más significativa de esta política agraria fue el desarrollo de un campesinado numeroso que sustituyó muchos de los cultivos comerciales del antiguo régimen, especialmente la caña de azúcar, por cultivos de subsistencia. La producción de café sufrió menos que otros cultivos porque los campesinos lo adoptaron como su principal cultivo comercial.39 Como ha dicho James G. Ley-burn: «Cuando Pétion llegó al poder, los individuos de la ple-be del sur de Haití eran siervos con el recuerdo fresco de la esclavitud; cuando murió, eran campesinos».40 El sucesor de Pétion, Jean-Pierre Boyer (1818-26), continuó la misma polí-tica agraria, y logró, luego del colapso del régimen de Henri Christophe en el norte de Haití, extenderla a esa zona del país. Cuando Boyer ocupó la parte española de la isla (1822-44), el centro de su política agraria fue –al menos inicialmente– la distribución de tierra a los campesinos y libertos, y la promoción de la producción campesina.41

39 Moya Pons, La Dominación Haitiana, 18-20; y James G. Leyburn, El pueblo haitiano (Santo Domingo: Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1986), 68-83. Sobre el café en Haití, ver el excelente estudio de Christian A. Girault, El comercio del café en Haití (Santo Domingo: Taller, 1985), espe-cialmente 69-81, 100-2 y 217-21.

40 Leyburn, El pueblo haitiano, 78.41 Moya Pons, La Dominación Haitiana, 20-3, 45-79; Leyburn, El pueblo haitia-

no, 83-94; Machín, «Orígenes del campesinado»; Franklin J. Franco, Los negros, los mulatos y la nación dominicana, 5ta ed. (Santo Domingo: Editora Nacional, 1977), 135-54, y «La sociedad dominicana de los tiempos de la independencia», en: F. Franco et al., Duarte y la independencia nacional (Santo Domingo: Ediciones INTEC, 1976), 11-36; Roberto Cassá, «La sociedad haitiana de los tiempos de la independencia», en: Franco et al., Duarte y la independencia, 39-79; Julio César Rodríguez Jiménez y Rosajilda Vélez Canelo, El precapitalismo dominicano de la primera mitad del siglo xix: 1780-1850 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1980), 107-70; y Roberto Marte, Estadísticas y documentos históricos sobre

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Estas medidas, sin embargo, confrontaron la oposición de sectores poderosos de la sociedad dominicana que, de una ma-nera o de otra, se vieron afectados por ellas. Por ejemplo, al comienzo de su régimen, en 1822, Boyer decretó la abolición de la esclavitud, propinándole un golpe mortal a los pocos, pero políticamente influyentes, esclavistas de Santo Domingo; ante las circunstancias, muchos de ellos decidieron emigrar.42 Junto con la abolición de la esclavitud y la confiscación de las propiedades de aquellos terratenientes que abandonaron el país, la distribución de tierras a los esclavos recién liberados re-forzó el programa campesinista del régimen haitiano en Santo Domingo. La Iglesia católica –propietaria de tierras y recipien-te de censos y capellanías– y los hateros también sufrieron por las medidas del régimen haitiano. Los hateros, en particular, se vieron amenazados, no solo por la posible fragmentación de las grandes propiedades, sino también por la defensa de la agricultura realizada por Boyer. Como parte de sus reformas económicas y sociales, Boyer trató de imponer el cultivo de la tierra, en detrimento de la crianza de ganado; esta medi-da atentaba contra la base material de los hateros. Empero, la oposición de los hateros a estas medidas condujo a Boyer a hacer concesiones; luego de los primeros años de su régimen, cesaron aquellas medidas que les eran más perjudiciales.43

Santo Domingo (1805-1890) (Santo Domingo: Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 6-21.

42 Frank Moya Pons, «The Land Question in Haiti and Santo Domingo: The Sociopolitical Context of the Transition from Slavery to Free Labor, 1801-1843», en: Manuel Moreno Fraginals, Frank Moya Pons y Stanley L. Engerman (eds.), Between Slavery and Free Labor: The Spanish-Speaking Caribbean in the Nineteenth Century (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1985), 181-214; Deive, La esclavitud del negro, 1: 191-230; y Carlos Esteban Deive, Las emigraciones dominicanas a Cuba (1795-1808) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1989).

43 Cassá, Historia social y económica, 1: 182-83; Moya Pons, La Dominación Haitiana, 45-109; y Bosch, Composición social dominicana, 143-52.

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A pesar de que inicialmente Boyer basó su política agraria en la creación y consolidación de un campesinado propieta-rio, para 1825 esto comenzó a cambiar. Motivado por la nece-sidad de obtener fondos para pagar la onerosa indemnización impuesta por Francia a la República de Haití, a cambio del re-conocimiento de su independencia, Boyer trató de desarrollar una sociedad agraria orientada a la exportación: se imponía el modelo de la plantación y la mano de obra servil de origen campesino. Obviamente, esta nueva política –que fue legislada en el Código Rural de 1827– conllevaba la pérdida de autonomía por parte de los campesinos.44

Sin embargo, las tendencias de «larga duración» de la his-toria agraria dominicana, que propendieron al desarrollo del campesinado45 y al fortalecimiento de este sector social du-rante los primeros años de la Dominación, presentaron serias limitaciones al modelo económico impuesto por el Código Ru-ral. Además, tanto en Haití como en Santo Domingo, los cam-pesinos resistieron los intentos del Gobierno por imponer este nuevo orden. Esta resistencia –que se manifestó de diversas maneras, incluyendo la huída a los montes– y el debilitamien-to del Estado haitiano provocaron el fracaso del Código Rural.46 Aún así, la Dominación Haitiana fue crucial en el desarrollo de la sociedad agraria en Santo Domingo, como lo sugieren la

44 Cassá, Historia social y económica, 1: 181; y Moya Pons, La Dominación Haitiana, 63-7.

45 Raymundo González ha empleado el sugestivo término de «un largo siglo campesino», que se inició en el siglo XvIII y se extendió hasta las primeras décadas de la centuria antepasada. «Entre las diez tareas: Un largo siglo XIX campesino», ponencia en el II Seminario sobre Identidad, Cultura y Sociedad en las Antillas Hispanoparlantes, Santo Domingo, RD, 4-6 de junio de 1992; e «Ideología del progreso y campesinado en el siglo XIX», Ecos, 1, 2 (1993): 25-43.

46 Moya Pons, La Dominación Haitiana, 64-7; Marte, Estadísticas y documen-tos históricos, 14-8; Franco, «La sociedad dominicana», 28-31; Cassá, «La sociedad haitiana», 55-68; Leyburn, El pueblo haitiano, 83-99; y Machín, «Orígenes del campesinado».

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distribución de tierra a los libertos y los campesinos sin tierras, y la concesión de títulos de propiedad a los ocupantes de tie-rra que carecían de ellos. El crecimiento de la exportación de tabaco, el principal cultivo comercial del campesinado, tam-bién evidencia la huella del régimen haitiano. Como ilustra la gráfica 1.1, las exportaciones de tabaco de «Haití» –que incluía a la República de Haití, como tal, y a Santo Domingo– aumen-taron notablemente durante este período. Dado que la parte occidental de la isla producía poco tabaco, el grueso de las ex-portaciones correspondía a la región oriental, es decir, a Santo Domingo.

En conjunto, la Revolución haitiana y sus secuelas imposi-bilitaron el surgimiento de una sociedad de plantaciones es-clavistas en Santo Domingo. Este bloqueo histórico reforzó el desarrollo secular del campesinado en el país. La importancia de estos procesos se aprecia al comparar a Santo Domingo con Cuba y Puerto Rico durante este mismo período. Mientras que para comienzos del siglo XIX las plantaciones estaban expan-diéndose en las últimas dos islas, en La Española en general –y en Santo Domingo en particular– la industria azucarera aún estaba sufriendo las consecuencias de la oleada revolucionaria. En esos años, la esclavitud llegó a su fin, y los libertos se con-virtieron en campesinos; muchos hacendados abandonaron la isla y sus propiedades fueron confiscadas y parceladas. Por su parte, en Cuba y Puerto Rico la economía de plantación cobra-ba fuerzas cada día: la esclavitud se vigorizaba; los campesinos eran desplazados de sus tierras; y –al menos en Puerto Rico– una oleada de inmigrantes engrosaba la clase propietaria. En conclusión, mientras que la economía de plantación domina-ba cada vez más a Cuba y a Puerto Rico, en Santo Domingo se experimentaba la expansión del campesinado.47 La ausencia

47 Acerca del desarrollo de la economía de plantación en Cuba y Puerto Rico, véase: Moreno Fraginals, El ingenio; Franklin W. Knight, Slave Society in Cuba during the Nineteenth Century (Madison: University of Wisconsin Press, 1970); Leví Marrero, Cuba: Economía y sociedad. Vol. IX: Azúcar,

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de una economía de plantación permitió a los campesinos utilizar recursos –las tierras, el agua, los bosques, la mano de obra– cuyo acceso, de otro modo, habría sido más limitado. Al menos durante ese período, la «competencia por los recursos» se inclinó a favor del sector campesino de la sociedad.48

regIoneS y eSPaCIo:La geografÍa eConóMICa en eL SIgLo XIX

Pero el desarrollo del campesinado en Santo Domingo duran-te el siglo XIX no fue un proceso homogéneo. Aun en un país tan pequeño como la República Dominicana, las diferencias eco-nómicas regionales ayudaron a moldear distintos patrones de evolución del campesinado. Los estudiosos de la República

ilustración y conciencia (1763-1868) (Madrid: Playor, 1983); Laird Bergad, Cuban Rural Society in the Nineteenth Century: The Social and Economic His-tory of Monoculture in Matanzas (Princeton: Princeton University Press, 1990); Scarano, Sugar and Slavery; Ramos Mattei, La hacienda azucarera; San Miguel, El mundo que creó el azúcar; e Ivette Pérez Vega, El cielo y la tierra en sus manos: Los grandes propietarios de Ponce, 1816-1830 (Río Pie-dras: Huracán, 1985). Para perspectivas comparativas sobre la evolución económica de las Antillas hispanoparlantes, ver Moreno Fraginals, Moya Pons y Engerman (eds.), Between Slavery and Free Labor; Báez Evertsz, La formación del sistema, 83 y sigs.; Manuel Moreno Fraginals, La historia como arma y otros ensayos sobre esclavos, ingenios y plantaciones (Barcelona: Crítica, 1983), 56-117; Roberto Marte, Cuba y la República Dominicana: Transición económica en el Caribe del siglo xix (Santo Domingo: Editorial CENAPEC, s.f.); Luis Martínez-Fernández, Torn between Empires: Economy, Society, and Patterns of Political Thought in the Hispanic Caribbean, 1840-1878 (Athens: Georgia University Press, 1994); y Pedro L. San Miguel, «¿La isla que se repite? Una visión alterna de la historia económica del Caribe hispano en el siglo XIX», en: Crónicas de un embrujo: Ensayos sobre historia y cultura del Caribe hispano (Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Ibe-roamericana, Universidad de Pittsburgh, 2010), 23-44.

48 Sobre las implicaciones de esta «competencia por los recursos», véase: George L. Beckford, Persistent Poverty: Underdevelopment in Plantation Econo-mies of the Third World, 2da ed. (Morant Bay y London: Maroon Publishing House y Zed Books, 1983), 18-29.

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Fuentes: Roberto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana, 2 vols. (Santo Domingo: Punto y Aparte, 1982-83), 2: 19. La fuente del autor es: Baubrun Ardouin, Etudes sur I’Histoire d’Haiti, 2 vols. (Paris: Dezobry, E. Magdaleine et Ce., Libraires-Editeurs, 1860). Frank Moya Pons, en La Dominación Haitiana, 1822-1844, 3ra ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1978), 193, reproduce las cifras, expresadas en libras, para 1822-26 y 1832-42. Aunque a menudo concuerdan, existen diferencias entre las cifras ofrecidas por ambos autores. Sin embargo, aparte del hecho de que la mayoría de las cifras coinciden, ambas series muestran una ten-dencia ascendente.

GRÁFICA 1.1EXPORTACIONES DE TABACO, 1822-42

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Dominicana han identificado tres patrones principales de evo-lución regional durante el siglo XIX. Cada una de estas regiones centró su vida económica en un producto diferente, el cual, a su vez, implicaba formas de producción, de explotación de la tierra y estructuras sociales diversas. Estas tres regiones eran: (1) el Este, dedicado a las formas tradicionales de crianza de ganado; (2) el Sur, cuya actividad económica principal era la producción de madera; y (3) el Norte, o región del Cibao, que se desarrolló en torno a la producción del tabaco.49 Debido a la relativa autonomía económica de cada una de estas regiones, los lazos políticos entre ellas eran frágiles. Esto era especial-mente cierto para el Cibao, ya que las realidades geográficas y la ausencia de medios internos de comunicación lo aislaban del resto del país; el Este y el Sur tenían más vínculos entre sí que con el Cibao.

49 Las diferencias económicas regionales son un tema reiterado en la his-toriografía dominicana. Al respecto, ver Cassá, Historia social y económica, 2: 13-25; Jaime Domínguez, Economía y política en la República Dominicana, 1844-1861 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1977), 33-69; Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo en la República Dominicana (1844-1930), 2 vols. (Santo Do-mingo: Gramil, 1979-81); H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900: Notes for a Historical Sociology (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982); Julio A. Cross Beras, Sociedad y desarrollo en República Dominicana, 1844-1899 (Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 1984), 43-91; Nelson Carreño, Historia económica dominicana: Agricultura y crecimiento económico (siglos xix y xx) (s.l.:Universidad Tecnológica de San-tiago, 1989); Michiel Baud, «Transformación capitalista y regionalización en la República Dominicana, 1875-1920», IC, I, 1 (1986): 17-45, y «The Origins of Capitalist Agriculture in the Dominican Republic», LARR, XXII, 2 (1987): 135-53; y Pablo A. Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cul-tural Dominicana, 1993), 49-65.

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a. El Este: del ganado al azúcar

A pesar de que durante el siglo XIX la crianza de ganado estaba muy generalizada en la República Dominicana, su foco principal era la sección oriental del país, en la provincia de El Seibo. La crianza de ganado tenía una larga tradición, pues durante el período colonial se convirtió en una actividad muy común. Como consecuencia del desarrollo de la economía de plantación en Saint Domingue, se establecieron numerosos hatos a lo largo de la frontera entre las dos colonias. Pero la Revolución haitiana tuvo un efecto negativo en esta actividad económica, debido a que el ganado mermó como resultado de las luchas y las guerras de esos años. Además, los ganaderos de Santo Domingo perdieron su mercado principal a causa de la destrucción de las plantaciones en Haití. Por lo tanto, la ganadería tendió a concentrarse en el Este, donde pudo pros-perar debido a que se adaptaba muy bien a las vastas y poco po-bladas planicies de la región; además, requería poca inversión. Los hatos se caracterizaban por lo primitivo de su explotación económica. De hecho, se prestaba poca atención a la crianza de las reses, las que se dejaban vagar libremente, y una vez al año se reunían, se contaban, y se marcaba el ganado joven. El tipo de ganadería que practicaban los hateros del Este era más bien una actividad extractiva que no guardaba ningún pareci-do con la crianza de ganado, propiamente dicha.50

A pesar de que la economía regional se encontraba estan-cada, los hateros se mantuvieron como un grupo social muy

50 Silié, Economía, esclavitud y población, y «El hato y el conuco»; Baud, «Trans-formación capitalista y regionalización»; Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 61-7; y Samuel Hazard, Santo Domingo, Past & Present; with a Glance at Hayti, 3ra ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1982), 211. Este tipo de ganadería era muy común en América Latina. Al respecto: Ciro F.S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Historia económica de América Latina, 2 vols. (Barcelona: Crítica, 1979); y Arnold Bauer, «Rural Society», en: Leslie Bethell (ed.), Latin America: Economy and Society, 1870-1930 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), 115-48.

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importante durante la mayor parte del siglo XIX. Como dueños de grandes predios de terreno en una sociedad rural, repre-sentaban una de las fuentes de «autoridad social», para utilizar la frase de Juan Bosch.51 Los hateros desempeñaron un papel crucial en la política dominicana, al menos hasta la década de los sesenta. Irónicamente, emergieron como una fuerza polí-tica cuando su poder económico y social llegaba a su fin.52 La disminución de la importancia de la ganadería se refleja clara-mente en el escaso valor de las exportaciones de ganado y de sus derivados durante la década anterior. Según Boin y Serulle Ramia, en 1856 el valor total de estos productos era menos del 5% de las exportaciones del país.53 La falta de mercados, el atraso en las técnicas de crianza y la pérdida de poder político por parte de los hateros contribuyeron a la gradual decaden-cia de la ganadería en el Este; el desarrollo de la agricultura comercial le asestó el golpe de gracia.

Junto a la ganadería, la agricultura de subsistencia desempe-ñó un papel significativo, aunque subsidiario, en la economía del Este. Aun durante el período colonial, cuando los esclavos laboraban en los hatos, los terratenientes permitían a sus tra-bajadores cultivar pequeños predios de tierra para cubrir sus necesidades de subsistencia. Esta práctica continuó durante el siglo XIX, luego de la abolición de la esclavitud. Se puede su-poner, por lo tanto, que con el deterioro de la economía de la región, se incrementó esta tendencia. Sin embargo, la produc-ción campesina en el Este no alcanzó una posición dominante; es decir, no se desarrolló un cultivo comercial que diera base al fortalecimiento del campesinado de la región. Fue la caña de azúcar, fomentada por extranjeros, la que transformó radical-mente la economía y la sociedad del Este.

51 Bosch, Composición social dominicana, 135.52 Bosch, Composición social dominicana, 163-71; Domínguez, Economía y po-

litica, 99-101; y Cassá, Historia social y económica, 2: 24-5 y 39-60.53 Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 66.

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Si bien al comienzo del siglo XIX la Revolución haitiana im-plicó el colapso de la incipiente industria azucarera en San-to Domingo, otro movimiento revolucionario en el Caribe contribuyó a su recuperación. Durante la primera Guerra de Independencia Cubana (1868-78), cientos de cubanos emigra-ron hacia la República Dominicana. Muchos de ellos, benefi-ciándose de su experiencia en la producción azucarera y de las condiciones naturales del país, establecieron haciendas e ingenios. Así se inició la industria azucarera moderna en la República Dominicana. Para 1882, ya estaban funcionando en el país cerca de 30 ingenios.54 A pesar de la gran repercusión que tuvo la industria azucarera en el ámbito nacional, el esta-blecimiento de las plantaciones fue un fenómeno muy regio-nalizado. La mayoría de los ingenios se fundaron a lo largo de la costa Sur, cerca de la capital. Más tarde, la expansión de los campos azucareros ocurrió mayormente hacia el Este. Dicha expansión se llevó a cabo a expensas de la ganadería tradicio-nal de la región, la cual, por lo tanto, sufrió un golpe fatal.55 Así, el Este, que durante el siglo XIX fue la típica región gana-dera de la República Dominicana, durante el siglo XX estuvo dominado por las plantaciones de caña de azúcar.56

54 Bosch, Composición social dominicana, 210-12; Hoetink, The Dominican Peo-ple, 6-10; Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 31-8, 79-95 y 253-59; Carreño, Historia económica, 21-55; Marte, Cuba y la República Do-minicana, 337-439; Báez Evertsz, La formación del sistema, 185-243; Moreno Fraginals, La historia como arma, 56-117; José del Castillo, «La formación de la industria azucarera moderna en la República Dominicana», en: Tabaco, azúcar y minería (Santo Domingo: Banco de Desarrollo Intera-mérica, S.A., y Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 23-56; Jaime Domínguez, Notas económicas y políticas dominicanas sobre el período julio 1865-julio 1886, 2 vols. (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1983), 1: 105-29; y Juan J. Sánchez, La caña en Santo Domingo, 2da ed. (Santo Domingo: Taller, 1972), 27-31.

55 Cross Beras, Sociedad y desarrollo, 76-81.56 Además de las obras mencionadas previamente, ver José del Castillo y

Walter Cordero, La economía dominicana durante el primer cuarto del siglo xx, 2da ed. (Santo Domingo: Fundación García-Arévalo, 1980); Wilfredo

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b. El Sur: maderas y producción campesina

El Sur (que comprende lo que para comienzos del siglo XX eran las provincias de Santo Domingo, Azua y Barahona) tuvo otro patrón durante el siglo XIX. Debido a la abundancia de los bosques, los cortes de madera eran una actividad generalizada en todo el país. Durante la primera mitad del siglo XIX, los cortes se convirtieron en la actividad económica característica del Sur, donde la producción maderera databa del siglo XvIII. Usualmente, los cortes de madera eran financiados por comer-ciantes de la capital que alquilaban –ya fuera del Estado, que poseía grandes extensiones de terreno, o de dueños particula-res– el derecho a cortar los árboles maderables.57 La tarea de cortar y transportar los troncos era desempeñada por equipos de trabajadores, a menudo campesinos de la región, quienes trabajaban a jornal. Luego de hacer flotar los troncos hasta las desembocaduras de los ríos, la madera era embarcada hasta su destino final (principalmente Inglaterra, Francia y los Estados Unidos).58

A pesar de que todavía hace falta un estudio exhaustivo de la producción maderera, parece evidente que era una actividad muy lucrativa. Para mediados del siglo XIX, la madera era el segundo producto de exportación del país –su valor solo era superado por el del tabaco–; según Boin y Serulle Ramia, para el Sur, representaba el 80% de las exportaciones de la región.59

Lozano, La dominación imperialista en la República Dominicana, 1900-1930 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976); Frank Báez Evertsz, Azúcar y dependencia en la República Dominicana (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1978); y Antonio Lluberes, «El enclave azucarero, 1902-1930», HG, 2 (1983): 7-59.

57 Rodríguez Jiménez y Vélez Canelo reproducen varios contratos que ilus-tran las diversas modalidades de los cortes (El precapitalismo dominicano).

58 Domínguez, Economía y política, 33-50; y Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 67-75.

59 Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 68. Hay cifras adicionales de las exportaciones de maderas en: Marte, Estadísticas y documentos históricos, 67-97.

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Los comerciantes, los grandes terratenientes y los funciona-rios del Estado se beneficiaban de las miles de hectáreas de bosques vírgenes que abundaban en el Sur, y que se pudieron explotar gracias a su cercanía a los ríos y las costas. Sin embar-go, el carácter primitivo y expoliador de los cortes restringió su desarrollo a largo plazo. La producción maderera depen-día, ante todo, de la accesibilidad de los árboles y, en segundo lugar, de su cercanía a los ríos para que los troncos pudieran transportarse a los centros de embarque. Pero con la escasez de árboles próximos a los ríos –efecto de la devastación cau-sada por la misma producción maderera–, los cortes tuvieron que trasladarse al interior, lejos de las corrientes fluviales; en consecuencia, su rentabilidad disminuyó. A partir de la dé-cada de los cincuenta, la exportación de madera comenzó a mermar.60

No obstante su influjo en el Sur, la producción maderera no implicó la desaparición del campesinado. Por el contrario, los campesinos eran parte integrante de las actividades que se desarrollaron en torno a la madera, al menos de tres maneras. Primero, los campesinos formaban parte de los equipos que cortaban y transportaban los árboles. Es decir, a través del tra-bajo a jornal, los campesinos de la región se incorporaban a los cortes. En segundo lugar, muchos campesinos realizaban cor-tes por cuenta propia –aunque en pequeña escala–, y vendían los troncos a los comerciantes o a sus agentes. En tercer lugar, una parte de sus cosechas era vendida a las personas dedicadas a los cortes de madera. Por lo tanto, los cortes fueron un ali-ciente a la producción campesina ya que contribuyeron a dina-mizar el mercado regional. La proximidad de la ciudad capital, que era otro mercado importante para los bienes alimentarios,

60 Cassá, Historia social y económica, 2: 17. Aunque la exportación de madera sufrió un descenso general, en 1856 todavía representaba cerca del 34% del valor de las exportaciones del país (Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 68). Hazard ofrece una descripción de un corte y lo llama «rudo» (Santo Domingo, 357).

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contribuyó a reforzar la orientación mercantil del campesina-do del Sur.61 A la larga, el Sur presenció el crecimiento de la agricultura comercial, tanto de la campesina como de la lati-fundista. La renovada industria azucarera dejó su huella, ya que durante el último cuarto del siglo XIX se fundaron varios ingenios en la región.62 Sin embargo, el crecimiento de la pro-ducción azucarera en el Sur, aunque muy significativa, no fue tan absorbente como en el Este, lo cual permitió el desarrollo de las actividades dominadas por el campesinado. Ya que el cultivo de la caña de azúcar se expandió fundamentalmente en las tierras bajas, los campesinos pudieron cosechar cultivos comerciales en otras zonas ecológicas, como las áreas monta-ñosas de la región. Aquí el café se convirtió en el producto campesino principal.63

c. El Cibao: el reino del tabaco

Mientras que para mediados del siglo XIX la crianza de ga-nado predominaba en el Este y la producción maderera carac-terizaba al Sur, el tabaco era rey en el Norte. La producción tabacalera comenzó a desarrollarse en el Cibao, como se co-noce al Norte, a partir del período colonial; y desde entonces se convirtió en el principal cultivo comercial de la región. Aunque dependía de una agricultura en pequeña escala, el tabaco se propagó tanto entre los campesinos del Cibao, que

61 Ver obras citadas previamente. Sobre las diversas formas de articulación del campesinado del Sur con la economía maderera, debo mucho a las apreciaciones de Walter Cordero.

62 Sánchez, La caña en Santo Domingo, 35-40; del Castillo, «La formación», 38-42; Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 32-8; y Carreño, Historia económica, 35-55.

63 Le debo esta información a Walter Cordero, quien, además de estar fami-liarizado con la región, ha investigado a fondo la historia del café en la República Dominicana. Ver también: Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 41-4; y Carreño, Historia económica, 240-50.

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para mediados de siglo era la fuerza motriz de la economía regional. A medida que fueron desapareciendo la crianza de ganado y la producción maderera durante la segunda mitad del siglo XIX, el tabaco se convirtió también en el principal producto de exportación nacional. Hasta el último cuarto del siglo XIX, cuando otros cultivos –como la caña de azúcar y el cacao– lo desplazaron como primer producto de exporta-ción, el tabaco mantuvo esa posición.64

Gracias al tabaco, el Cibao se convirtió en una sociedad de pequeños y medianos cultivadores que gozaban de una mejor condición económica –en especial en las áreas alrededor de Santiago, La Vega y Moca– que sus homólogos en otras regio-nes de la República Dominicana. El Cibao tenía un dinamismo y una organización económica del todo ausente en otras zonas del país. Todavía en la década de los ochenta del siglo XIX, un agudo observador de las realidades nacionales decía:

...hasta hace pocos años, con escepción [sic] del ta-baco en rama, no podíamos exportar otros artículos, sino aquellos que representaban elementos natura-les, obtenidos gratuitamente, con escasa labor del hombre, como las maderas del monte y los cueros de las reses.

De ahí venía la gran superioridad que la región del Cibao alcanzaba sobre el resto de la República; allí se trabajaba... Esto explica por qué el Cibao era lo más rico y potente de la nación.65

64 Véase: Antonio Lluberes, «La economía del tabaco en el Cibao en la segun-da mitad del siglo XIX», Eme-Eme, 1, 4 (1973): 35-60, y «La crisis del tabaco cibaeño, 1879-1930», en: Tabaco, azúcar y minería, 3-22; Cross Beras, Sociedad y desarrollo, 88-90; Domínguez, Economía y política, 54-61, y Notas económicas y políticas, 1: 133-51; Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 48-60; Carreño, Historia económica, 165-218; Baud, Peasants and Tobacco; y José Chez Checo y Mu-Kien Adriana Sang, El tabaco: Historia general en República Dominicana, 3 vols. (Santo Domingo: Grupo León Jimenes, 2008).

65 José Ramón Abad, La República Dominicana: Reseña general geográfico-esta-dística (Santo Domingo: Imprenta de García Hermanos, 1888), 395-96.

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A pesar de su superioridad económica sobre otras regiones del país, la agricultura del Cibao continuaba siendo tradicional; la misma había cambiado poco desde los tiempos coloniales. Victor Place, a finales de la década de los cuarenta del siglo XIX, al observar las atrasadas técnicas de producción de tabaco de los campesinos, concluyó:

Se puede decir que aquí el clima lo hace todo: si la es-tación es favorable, la cosecha es abundante y el taba-co de calidad superior; si la estación no es favorable el tabaco es inferior, si no es que se ha perdido antes de la cosecha... [A]parte de la tala de bosques y [de la construcción de] la trabajosa cerca, para cerrar la plantación, todo se deja a voluntad del clima.66

La producción y el comercio del tabaco generaron una com-pleja cadena económica que se originaba en las tierras culti-vadas por los campesinos y cuyo producto final llegaba a los mercados europeos. Los comerciantes, usualmente por medio de intermediarios locales, hacían avances a los agricultores, quienes les pagaban con tabaco. El tabaco que los interme-diarios obtenían de esta manera se transportaba a la ciudad de Santiago, que se convirtió, como observó Hazard, en el centro comercial de la región; de aquí, el tabaco se enviaba a Puerto Plata, en la costa norte. Este puerto era el principal centro de exportación del Cibao; por tal razón, era el centro de operaciones de las mayores casas mercantiles.67 De esta

66 Victor Place, «Memoria sobre el Cultivo, la Cosecha y la Venta de los Ta-bacos en Santo Domingo» [1849], traducido del francés y reproducido por: Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 186-99. El párrafo que se cita se encuentra en la p. 189.

67 Hazard, Santo Domingo, 324-25; Lluberes, «La economía del tabaco»; Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 50-8; Emilio Rodríguez Demo-rizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo: Editora del Caribe, 1964), 194-98; y Domínguez, Notas económicas y políticas, 1: 133-51.

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manera, a pesar de que el cultivo del tabaco continuó siendo una actividad eminentemente campesina, los comerciantes y los prestamistas se lucraron por medio del crédito y del comer-cio de las hojas.

Para las últimas décadas del siglo XIX, el cacao y el café co-menzaron a propagarse por la región cibaeña. La expansión de estos dos cultivos fue una de las respuestas de los campe-sinos a las condiciones del mercado. Durante las dos últimas décadas de la centuria, en el ámbito internacional, los precios tendieron a favorecer al cacao y al café, mientras se tornaban más difíciles para el tabaco dominicano. Las dificultades de mercadeo confrontadas por el tabaco fueron resultado de las condiciones rudimentarias en que se producía. Estas, a su vez, se reflejaban en la baja calidad de las hojas. Como con-secuencia, los importadores europeos comenzaron, no solo a protestar, sino también a pagar precios más bajos por el tabaco dominicano; también buscaron nuevos suplidores.68

Sin embargo, no todos los campesinos en el Cibao desea-ban hacer esta transición al cultivo del café o del cacao; ni todos estaban, tampoco, en condiciones de realizarla. La poca inversión que requería el cultivo del tabaco, su corto ciclo pro-ductivo y sus requisitos laborales, se avenían muy bien a las condiciones de la economía campesina. Por otra parte, tanto el cacao como el café requerían condiciones ecológicas que no se encontraban en todas las áreas del Cibao. Por lo tanto, el tabaco continuó siendo el principal cultivo comercial cam-pesino en la provincia de Santiago. A pesar de que en Santiago también se producían el cacao y el café, su cultivo se concen-traba en otras provincias del Cibao, especialmente en La Vega y en el llamado Cibao Central.69 No obstante, para finales del

68 Lluberes, «La crisis del tabaco», 11-6.69 Lluberes, «La crisis del tabaco», 16; Boin y Serulle Ramia, El proceso de

desarrollo, 2: 235-48; Hoetink, The Dominican People, 64-9; del Castillo y Cordero, La economía dominicana, 28-31; y Baud, «Transformación capita-lista y regionalización».

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Fuente: Antonio Lluberes, «La crisis del tabaco cibaeño, 1879-1930», en: Tabaco, azúcar y minería (Santo Domingo: Banco de Desarrollo Interamérica, S.A., y Museo de Histo-ria y Geografía, 1984), 17.

GRÁFICA 1.2VOLUMEN DE LOS PRODUCTOS

DE EXPORTACIÓN, 1881-1902(En quintales de 112 libras)

siglo XIX, el tabaco fue desplazado como el principal producto dominicano de exportación (ver gráfica 1.2). La exportación de azúcar, la cual fue insignificante durante la mayor parte del siglo XIX, aumentó durante este período. Como hemos visto, el cultivo del cacao y del café también se expandió. Sin embargo, a diferencia del azúcar, el cacao y el café continuaron siendo, predominantemente, cultivos campesinos.70

70 Patrick E. Bryan, «La producción campesina en la República Dominicana a principios del siglo XX», Eme-Eme, VII, 42 (1979): 29-62.

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El desplazamiento del tabaco como principal producto de exportación del país tuvo no solo consecuencias económicas, sino, también, dimensiones políticas. Como expresa Lluberes, el mismo redefinió la «geopolítica nacional»; como resultado, el «centro político del país» se trasladó del Cibao al Sur.71 Esta transición se evidenció durante la dictadura de Ulises Heu-reaux (1887-99), bajo cuyo gobierno la República Dominicana se integró más a la economía mundial.72 Los ferrocarriles, por ejemplo, se construyeron durante el gobierno de Heureaux. Ellos fueron un factor de peso en la expansión de la produc-ción en el Cibao, especialmente del cacao.

La eStruCtura agrarIa: una herenCIa CoLonIaL

La expansión de los nuevos cultivos de exportación, la cons-trucción de los ferrocarriles y el relativo fortalecimiento del Estado bajo el régimen de Heureaux, afectaron el sistema de tierras de la República Dominicana. A lo largo del siglo XIX, los terrenos comuneros comprendían buena parte de la tierra del país. Estos eran grandes predios de terreno, propiedad común de un número de personas, las que mantenían una especie de sistema corporativo. Los «accionistas» de un terreno comunero tenían amplia libertad en la utilización del suelo, pudiendo emplear una cantidad indeterminada de tierra. En esos predios, no había una distribución exacta de parcelas; y una vez que un condueño abandonaba su predio, este podía ser utilizado por cualquier otro accionista. Tal sistema de posesión de tierras estaba pro-fundamente arraigado en la República Dominicana. Era muy

71 Lluberes, «La crisis del tabaco», 18.72 Hoetink, The Dominican People, 64-137; Cross Beras, Sociedad y desarrollo;

Jaime Domínguez, La dictadura de Heureaux (Santo Domingo: Univer-sidad Autónoma de Santo Domingo, 1986); y Mu-Kien A. Sang, Ulises Heureaux: Biografía de un dictador (Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 1987).

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adecuado a la baja densidad poblacional del país y a las activi-dades económicas que predominaron hasta finales del siglo XIX: la crianza de ganado y la agricultura en pequeña escala.73

Durante la Dominación Haitiana (1822-44), se intentó de-sarrollar en el país la propiedad privada de la tierra.74 Sin em-bargo, este intento tuvo poco éxito, y los terrenos comuneros siguieron dominando la estructura agraria de la República Dominicana. Aunque es imposible saber qué proporción de la tierra del país estaba comprendida bajo este sistema, en 1857 Bonó afirmó que, aparte de la tierra mensurada del Cibao, el resto de las tierras eran mayormente propiedades comune-ras.75 A finales de la década de los ochenta, José Ramón Abad todavía se quejaba de la existencia de estos terrenos comune-ros, los cuales consideraba un obstáculo para el crecimiento de la agricultura.76 Existían otras formas tradicionales de tenencia de tierra, además de los terrenos comuneros. El Estado, por ejemplo, tenía varias propiedades; pero, debido a la ausencia de un catastro, no se conocía su localización precisa ni tampo-co su extensión. Algo similar se puede decir de los sitios, que eran grandes predios dedicados a la crianza de ganado y de cerdos. Según Bonó, los sitios localizados en las praderas y sa-banas se conocían como hatos, mientras que aquellos sitios cu-biertos por bosques y arbustos se conocían como ranchos. Los hatos se usaban principalmente para la crianza de ganado; los ranchos para la cría y caza de cerdos.77 Era bastante común

73 Alcibíades Albuquerque, Títulos de los terrenos comuneros en la República Dominicana (Ciudad Trujillo: Impresora Dominicana, 1961); y Aura C. Fernández Rodríguez, «Origen y evolución de la propiedad y de los te-rrenos comuneros en la República Dominicana», Eme-Eme, IX, 51 (1980): 5-45. Para una discusión más detallada acerca de los terrenos comuneros y del tema de la tierra, véase capítulo VI.

74 Moya Pons, La Dominación Haitiana, 46.75 Rodríguez Demorizi, Papeles de Bonó, 82. Sobre la estructura agraria du-

rante el siglo XvIII, ver Gutiérrez Escudero, Población y economía, 86-97.76 Abad, La República Dominicana, 255-81.77 Rodríguez Demorizi, Papeles de Bonó, 217-20.

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que, a la muerte del dueño de estos sitios, sus herederos man-tuvieran la propiedad sin dividir, utilizando el terreno en co-mún. La mayoría de los terrenos comuneros se originaron en esta práctica. Por lo tanto, no existía una barrera legal absoluta entre un sitio y un terreno comunero. Una propiedad que se mantuviera en manos privadas podía convertirse en terreno comunero si los herederos del dueño original decidían man-tener la propiedad indivisa, haciendo uso común de ella. Con el tiempo, personas ajenas podían tener acceso a la tierra me-diante las compra-ventas y los matrimonios.

Por su parte, las estancias eran propiedades medidas y de-marcadas, dedicadas a la agricultura.78 Las estancias variaban en tamaño y se utilizaban para la cosecha tanto de cultivos de subsistencia como de cultivos comerciales. Según Hazard, el azúcar y la melaza se fabricaban rústicamente en las estancias con trapiche; en otras se cultivaban tabaco, maíz, plátanos y café. Aunque las mismas se encontraban en todas las regiones del país, fue en el Cibao donde, desde muy temprano, proli-feraron las estancias. La intensa colonización de esta región produjo la fragmentación de las grandes propiedades, y, para la séptima década del siglo XIX, las estancias pequeñas y media-nas tendían a multiplicarse en lugares como Santiago y Moca.79

Según florecía la economía de exportación a finales del si-glo XIX, se afianzó la desaparición de las formas de tenencia de tierras tradicionales. Los terrenos comuneros se extinguieron a un ritmo cada vez más acelerado, conforme los empresarios extranjeros y nacionales hacían inversiones en la agricultura. Así, el crecimiento de las plantaciones en el Este fomentó la desaparición de los terrenos comuneros y de los hatos. La ex-pansión de la producción de cacao en áreas como San Francis-co de Macorís y Salcedo, contribuyó al crecimiento de formas modernas de posesión de tierra en una región hasta entonces

78 Rodríguez Demorizi, Papeles de Bonó, 223.79 Hazard, Santo Domingo, 315.

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dominada por las monterías (la caza de cerdos) y los hatos. Durante este período, los inmigrantes cubanos introdujeron los potreros en el país, es decir, la crianza de ganado corralero.80

En las postrimerías del siglo XIX y a principios del XX, el Esta-do dominicano desempeñó un papel más dinámico en la eco-nomía del país. Tuvo, por ejemplo, una participación activa en la construcción del ferrocarril de Santiago a Puerto Plata; también intentó fomentar la agricultura de exportación por medio de concesiones de tierras y de leyes. Durante la presi-dencia de Ramón Cáceres (1906-11) se aprobaron tres leyes para facilitar la expansión de la agricultura comercial: la Ley de registro de títulos, que trató de sanear los títulos de las tierras; la Ley de crianza libre, que impuso restricciones a esta práctica; y la Ley de franquicias agrícolas, que eximió a las maquinarias y las herramientas utilizadas en la agricultura de pagar impuestos.81 Los conflictos políticos y los problemas financieros a principios del siglo XX limitaron el efecto de estas medidas. El saneamien-to de los títulos de propiedad de las tierras, por ejemplo, fue un proceso lento que no se efectuó al mismo tiempo en todo el país. Mientras que en el Este el saneamiento de títulos por parte de las corporaciones azucareras se realizó a principios de siglo –a menudo por medio de falsificaciones–, en Santiago el proceso todavía estaba llevándose a cabo para la década de los cuarenta.82

80 Rodríguez Demorizi, Papeles de Bonó, passim.; Hoetink, The Dominican People, 1-18; Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 119-36; y Gui-llermo Moreno, «De la propiedad comunera a la propiedad privada mo-derna, 1844-1924», Eme-Eme, IX, 51 (1980): 47-129.

81 Domínguez, La dictadura de Heureaux, 103-9; del Castillo y Cordero, La economía dominicana, 40-2; y Baud, Peasants and Tobacco, 147 y sigs.

82 Melvin M. Knight, Los americanos en Santo Domingo (Ciudad Trujillo: Uni-versidad de Santo Domingo, 1939); y Bruce J. Calder, The Impact of In-tervention: The Dominican Republic during the U.S. Occupation of 1916-1924 (Austin: University of Texas Press, 1984), 102-5. En Santiago, los prim-eros registros de saneamiento de títulos que he consultado datan de los inicios de la década de los treinta del siglo XX.

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A pesar de que el Estado promovió la agricultura comer-cial, no logró convertir al campesinado dominicano en una fuente de mano de obra asalariada.83 Durante las décadas de los setenta y de los ochenta del siglo XIX, en las fases inicia-les de expansión de la producción azucarera, los campesinos trabajaban a jornal en las plantaciones como una forma de complementar sus ingresos.84 Sin embargo, según bajaron los sueldos, los campesinos se negaron a trabajar en las plantacio-nes y se retiraron a sus conucos. Los hacendados –siguiendo un expediente bastante común en el Caribe–, en connivencia con el Estado, recurrieron a la inmigración extranjera para satisfacer su demanda de mano de obra. La inmigración de miles de trabajadores desde el Caribe angloparlante (los lla-mados cocolos) y luego de Haití, vino a resolver la escasez de trabajadores en las plantaciones. Las alternativas económicas con que contaba el campesinado dominicano a principios del siglo XX obstaculizaron el crecimiento de un proletariado de origen nacional.85

Entre 1916-24, durante la ocupación estadounidense de la República Dominicana, el Estado pudo, cada vez más, controlar

83 Para una discusión sobre las limitaciones estructurales que confrontó el Estado dominicano, ver Ramonina Brea, Ensayo sobre la formación del Es-tado capitalista en la República Dominicana y Haití (Santo Domingo: Taller, 1983). Sobre el mercado de trabajo en la región cibaeña: Baud, Peasants and Tobacco, passim.

84 Domínguez, Notas económicas y políticas, 1: 116.85 José del Castillo, «La inmigración de braceros azucareros en la Repúbli-

ca Dominicana, 1900-1930», CC, 7 (1978), y «Azúcar y braceros: Historia de un problema», Eme-Eme, X, 58 (1982): 3-19; Patrick E. Bryan, «The Question of Labor in the Sugar Industry of the Dominican Republic in the Late Nineteenth and Early Twentieth Centuries», en: Moreno Fragi-nals, Moya Pons y Engerman (eds.), Between Slavery and Free Labor, 235-51; Andrés Corten et al., Azúcar y política en la República Dominicana, 2da ed. (Santo Domingo: Taller, 1976); y Wilfredo Lozano, Proletarización y campesinado en el capitalismo agroexportador (Santo Domingo: Instituto Tec-nológico de Santo Domingo, 1985), 69-86.

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la vida del campesinado.86 Como se verá más adelante, el ré-gimen militar implementó un número de medidas destinadas a redefinir las relaciones entre el campesinado y la tierra. De igual manera, los campesinos fueron utilizados en la cons-trucción de obras públicas, como las carreteras. Esta política continuó durante la dictadura de Rafael L. Trujillo (1930-61), cuando el Estado aumentó su esfera de acción en la ruralía. Pero, al menos en Santiago, resulta claro que la política agra-ria del régimen no se orientó a desplazar al campesinado. Más bien, por medio de la distribución de tierras a los campesinos, el régimen de Trujillo pudo ganar una significativa base de apoyo en el campo.87

A pesar de los cambios económicos y políticos que ocurrie-ron en la República Dominicana desde finales del siglo XIX en adelante, la economía regional del Cibao mantuvo su articula-ción en torno al campesinado. Para el último cuarto de siglo, el ciclo de auge del tabaco dominicano llegó a su fin. Como resultado de las fuerzas económicas y de las transformaciones políticas, otros productos desplazaron al tabaco como prin-cipal cultivo de exportación del país. No obstante, el tabaco

86 Calder, The Impact of Intervention; Pedro L. San Miguel, «El Estado y el campesinado en la República Dominicana: El Valle del Cibao, 1900-1960», HS, IV (1991): 42-74, y «Exacción estatal y resistencias campesinas en el Cibao durante la ocupación norteamericana de 1916-24», Ecos, 1, 2 (1993): 77-100.

87 Aun luego de la caída de la dictadura, el apoyo que Trujillo logró ganar entre el campesinado continuó desempeñando un papel decisivo en la sociedad dominicana. Durante las décadas de los sesenta y setenta, Joa-quín Balaguer, quien estaba íntimamente identificado con el dictador, encontró en el campesinado una importante base de apoyo. Al respecto, véase: Wilfredo Lozano, El reformismo dependiente (Estado, clases sociales y acumulación de capital en República Dominicana: 1966-78) (Santo Domin-go: Taller, 1985), 28 y 52-3; Carlos Dore Cabral, Reforma agraria y luchas sociales en la República Dominicana, 1966-1978 (Santo Domingo: Taller, 1981); Otto Fernández Reyes, Ideologías agrarias y lucha social en la Repúbli-ca Dominicana (1961-1980) (Buenos Aires: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, 1986); y Roberto Cassá, Los doce años: Contrarrevolución y desarrollismo (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1986), 486-510.

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continuó siendo un importante cultivo campesino, en especial en la provincia de Santiago. Igualmente, el campesinado del Cibao pudo adaptarse a la creciente demanda de cacao y café, y la élite comercial de la región continuó dependiendo de los campesinos como suplidores. La construcción de medios de transportación modernos facilitó esta transición hacia nuevos cultivos, y lejos de socavarla, afianzó la producción campesina para el mercado. Por otra parte, la regionalización de la eco-nomía dominicana evitó los efectos devastadores de las planta-ciones sobre el campesinado cibaeño.

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Capítulo IIEl Cibao: paisajes y regiones

¡Es tan rico y tan grande este Cibaoy son tantos los caminos que lo cruzan!

Juan boSCh

Camino Real

LaS SubregIoneS CIbaeñaS

Fernand Braudel, en su apreciada obra sobre el mundo mediterráneo, lo describe como una región de dimensiones históricas, que se extiende más allá de los límites naturales de dicho mar.1 Para Braudel, el Mediterráneo es un conjunto de varios «mundos mediterráneos», los que interactúan entre sí mediante fuerzas económicas, sociales, políticas y culturales. Aunque cada uno de esos sub-mediterráneos tiene sus propias características, juntos forman algo superior, que no es simple-mente la suma de sus partes. Braudel llamó a este conjunto el «Gran Mediterráneo». El Cibao no tiene la extensión geográfica del mundo mediterráneo. No obstante, también

1 Fernand Braudel, The Mediterranean and the Mediterranean World in the Age of Philip II, 2 vols. Traducción de Sian Reynolds (New York: Harper & Row, 1972), esp. 1: 168-70.

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podemos hablar de un «Gran Cibao», al menos por dos ra-zones: en primer lugar, porque el Cibao comprende varias subregiones cuya interacción ha definido las características sociales y geográficas de la región; y, en segundo lugar, porque el Cibao –como el Mediterráneo de Braudel– ha alcanzado unas dimensiones históricas que han sobrepasado los límites naturales del valle de este nombre. En tal sentido, podemos hablar de un «Cibao histórico», que es más grande que el Valle del Cibao propiamente hablando.

Geográficamente, el Valle del Cibao queda demarcado por las dos cadenas montañosas más importantes del país: la Cor-dillera Central y la Cordillera Septentrional. Ambas se extien-den, casi paralelas, desde el este hacia el oeste en dirección no-roeste (mapa 2.1). La gran llanura interior que se halla entre estas dos cordilleras es el Valle del Cibao. Esta llanura alargada que forma el Cibao se extiende desde la bahía de Samaná, en la costa oriental de la isla Española, hasta la República de Hai-tí, en el oeste, donde se conoce como Plain du Nord. El Valle del Cibao tiene una extensión de unas 140 millas de largo y una superficie de cerca de 2,000 millas cuadradas.2

La existencia de dos sistemas fluviales constituye otro de los rasgos dominantes del Cibao. El primer sistema está formado por el río Yaque y sus afluentes. El Yaque nace en la provincia de La Vega, en las inmediaciones de la Cordillera Central, corre hacia el norte y pasa cerca de la ciudad de Santiago, donde se desvía hacia el noroeste. Después de seguir su curso a lo largo de la llamada Línea Noroeste, el Yaque desemboca en el océano Atlántico, cerca de la ciudad costera de Monte Cristi. El segundo sistema está constituido por los ríos Camú y Yuna y sus respectivos afluentes. Mientras que el Yaque domina la parte occidental del valle, los ríos Camú y Yuna corren casi en línea recta hacia el este, por donde desembocan en la bahía

2 U.S. Government, Area Handbook for the Dominican Republic, 2da ed. (Washington, D.C.: U.S. Government Printing Office, 1973), 13.

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de Samaná. En el siglo XvIII, cuando la Corona española fundó la Factoría Real para comprar el tabaco del Cibao, esos ríos se utilizaron como vías fluviales para transportar las hojas hasta la bahía de Samaná, desde donde se llevaban a la capital.3

Las condiciones climatológicas no son, ni mucho menos, uniformes en todo el Cibao. Los patrones de lluvia, sobre todo, han contribuido a crear dos zonas, claramente identificables: la Línea Noroeste (comúnmente conocida como La Línea), caracterizada por su clima seco; y las regiones húmedas del Cibao Central y del Cibao Oriental. La «frontera» entre estas dos regiones está situada, precisamente, en la provincia de Santiago. Samuel Hazard –miembro de la comisión que fue a la República Dominicana para estudiar la posibilidad de la anexión del país a los Estados Unidos– al viajar de Santiago a Monte Cristi, a principios de la década de los setenta del siglo XIX, fue testigo de las condiciones climatológicas predominan-tes en La Línea. A lo largo de la ruta, Hazard observó las tie-rras secas que bordeaban el Camino Real, que no era sino una vía ancha y polvorienta. El ardiente sol tropical y la aridez del terreno evocaron en el viajero las imágenes de un desierto. Así, Hazard –quien se vanagloriaba de ser amigo del presiden-te del Cornell College–, no tuvo más remedio que amarrarse un pañuelo a la cabeza y ponerse un enorme sombrero de cana, al «estilo dominicano».4

Durante la época colonial, La Línea desempeñó un impor-tante papel en la economía cibaeña, ya que era una de las principales rutas para los productos de la región. Antes de las Devastaciones del siglo XvII, los productos del Cibao, que eran contrabandeados por la Banda del Norte, encontraron salida hasta la costa por La Línea. Las Devastaciones contribuyeron, si no a interrumpir por completo este tráfico, por lo menos a

3 Antonio Lluberes, «Las rutas del tabaco dominicano», Eme-Eme, IV, 21 (1975): 12-3.

4 Samuel Hazard, Santo Domingo, Past & Present; with a Glance at Hayti, 3ra ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1982), 344.

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MAPA 2.1EL VALLE DEL CIBAO

disminuirlo. Monte Cristi, el puerto natural de la Línea, resur-gió durante el siglo XvIII, cuando otra vez se exportaron por allí los productos del Cibao.5 Asimismo, en la cuarta década del siglo XIX, desde La Línea se transportaban a Haití ganado y an-dullos (rollos de tabaco que los campesinos manufacturaban y consumían).6 No obstante, este resurgimiento de Monte Cristi como puerto de embarque fue muy breve; Puerto Plata pronto lo desplazó como el principal del Cibao. La construcción del ferrocarril entre Santiago y Puerto Plata contribuyó a agravar

5 Hazard, Santo Domingo, 99-100. Sobre el comercio dominicano durante el siglo XvIII: Antonio Gutiérrez Escudero, Población y economía en Santo Domingo (1700-1746) (Sevilla: Diputación Provincial de Sevilla, 1985), 197-254.

6 ANJR, PN: JD, 1882, fs. 102v-6v. Ver también: Roberto Marte, Estadísticas y documentos históricos sobre Santo Domingo (1805-1890) (Santo Domingo: Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), passim.

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el atraso de Monte Cristi. Esto fue, también, una de las conse-cuencias de la disminución de la exportación de maderas. Por décadas, esta actividad comercial fue dominada por la podero-sa Casa Jimenes, cuyo propietario, Juan I. Jimenes, fue uno de los caudillos políticos de finales del siglo XIX.7

A comienzos del siglo XX, la Línea Noroeste era una de las zonas más atrasadas y económicamente deprimidas del Cibao. Su principal actividad económica seguía siendo la crianza de ganado; los campesinos también se dedicaban a la agricultura de subsistencia y al cultivo del tabaco, aunque este tipo de cul-tivo se hacía más escaso a medida que uno se alejaba de Santia-go. El mayor obstáculo para el desarrollo de la agricultura en La Línea era la escasez de agua.8 Por eso, la irrigación contri-buyó a sus transformaciones económicas y sociales, sobre todo en el municipio de Mao. A comienzos del pasado siglo, Mao era una pequeña comunidad de criadores de ganado y de agri-cultores de subsistencia. Con la llegada de Luis Bogaert, un ingeniero belga, se iniciaron importantes cambios en la vida social y económica de la común. Bogaert empezó a comprar tierra barata con la idea de cultivar arroz; con el tiempo, abrió varios canales de riego. Todo esto supuso el desplazamiento de los pequeños propietarios y la concentración de la tierra en manos de la familia Bogaert.9 Durante la ocupación esta-dounidense del país (1916-24) y durante la dictadura de Tru-jillo, se extendieron las obras de infraestructura en La Línea –como los sistemas de irrigación y las carreteras–, lo que per-mitió la expansión de los cultivos comerciales.10 Igualmente,

7 H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900: Notes for a Historical Sociology (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982), 52-6; y María F. Gonzá-lez Canalda, «Desiderio Arias y el caudillismo», ES, XVIII, 61 (1985): 30-2.

8 RA, IV, 8 (1908): 132.9 Genaro Rodríguez, «Estructura agraria y desarrollo social en Mao», ES,

XVII, 57 (1984): 67-72.10 Orlando Inoa, Estado y campesinos al inicio de la Era de Trujillo (Santo Do-

mingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1994).

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surgieron algunas plantaciones, como la Compañía Agrícola Dominicana, conocida como La Yuquera debido a que produ-cía almidón de yuca, y la Grenada Company, una subsidiaria de la United Fruit Company. Esta compañía estableció una plantación bananera cerca de la bahía de Manzanillo, en las proximidades de la frontera entre la República Dominicana y Haití.11 Junto con la empresa de Bogaert y las plantaciones de caña de azúcar en Esperanza –en las que el propio Trujillo te-nía intereses–, la Grenada y La Yuquera se encontraban entre las empresas económicas de más envergadura del Cibao.

Al viajar en dirección este a lo largo del Cibao, se pasa de la zona árida de La Línea a las áreas húmedas del Cibao Central y Oriental. El Cibao Oriental –que incluye, a grandes rasgos, las provincias de Samaná, María Trinidad Sánchez, Duarte y Sánchez Ramírez– es una de las regiones más lluviosas del país. Mientras que en el siglo XIX en La Línea predominaba una vegetación espinosa, típica de áreas secas, la vegetación del Cibao Oriental era fundamentalmente boscosa.12 En las partes oriental y central del Valle del Cibao se encuentran algunos de los terrenos más fértiles del país. Esto es así sobre todo en La Vega Real, una zona localizada entre los municipios de San-tiago, Moca, San Francisco de Macorís, Cotuí y La Vega. La riqueza de los suelos de la Vega Real atrajo a un gran número de personas durante el período colonial.13

11 Gustavo A. Antonini, «Processes and Patterns of Landscape Change in the Línea Noroeste, Dominican Republic» (Tesis doctoral, Columbia University, 1968).

12 José Ramón Abad, La República Dominicana: Reseña general geográfico-esta-dística (Santo Domingo: Imprenta de García Hermanos, 1888), 42.

13 Gutiérrez Escudero, Población y economía, 45-58.

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boSque, hato y ConuCo: PatroneS de aSentaMIento

Además de sus suelos fértiles, las devastaciones del siglo XvII también contribuyeron a hacer de La Vega Real y sus alre-dedores el centro de población y de colonización agraria del Cibao. Las devastaciones forzaron a los colonos asentados en las costas del norte y del oeste de la isla a desplazarse tierra adentro, por lo que la frontera de la colonia retrocedió hasta el centro mismo del Cibao. Las respuestas de los habitantes del país a las políticas de la metrópoli contribuyeron a redefinir los patrones de asentamiento en la colonia. Entre otras cosas, los colonos se negaron a aceptar totalmente las áreas asigna-das por el gobierno español como centros de relocalización. Así, muchos se asentaron en la región del Cibao, cerca de la nueva frontera definida por las devastaciones. En consecuen-cia, durante el siglo XvIII, las áreas de mayor población en el Cibao fueron La Vega y Santiago.14 En 1739, Santiago tenía unos 6,500 habitantes y la población de La Vega alcanzó los 3,000; juntos, contaban con casi el 32% de la población total de la colonia.15

Durante el siglo XvIII, además de la agricultura de subsis-tencia, las dos actividades económicas predominantes en este estrecho foco de colonización eran el cultivo del tabaco y la crianza de ganado. Como observó en 1764 Daniel Lescallier, un viajero francés, el único comercio existente en Santiago era el poco tabaco que se cultivaba en los alrededores de la ciudad. Desde Santiago a La Vega, la mayor parte del terreno estaba

14 Véanse, por ejemplo, las varias relaciones, memoriales y noticias sobre la Isla reproducidas en: Emilio Rodríguez Demorizi, Relaciones históricas de Santo Domingo, 4 vols. (Ciudad Trujillo: Editora Montalvo, 1957). Además: Gutiérrez Escudero, Población y economía, 45-8.

15 Cálculo basado en el censo hecho por el arzobispo de Santo Domingo, cuyas cifras están reproducidas en: Frank Moya Pons, «Nuevas considera-ciones sobre la historia de la población dominicana: Curvas, tasas y ten-dencias», Eme-Eme, III, 15 (1974): 23. Para una discusión más abarcadora sobre la evolución de la población cibaeña, ver el capítulo III.

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cubierto de bosques; solamente en las cercanías de La Vega encontró algunos pequeños hatos. Asombrado por el atraso de La Vega, escribió: «Allí no se ve ni una simple cosecha, y toda la riqueza de sus habitantes la constituye el ganado, que se alimenta por su cuenta con el pasto que crece en la sabana circundante, donde es abundante en todas las estaciones del año».16 A pesar de la escasa población del país en general, el área en torno a Santiago y La Vega continuó siendo una es-pecie de polo magnético que atraía colonos y que irradiaba ondas de colonización a lo largo y lo ancho del Cibao. Antonio Sánchez Valverde sostenía que, para la década de los ochenta del siglo XvIII, Santiago tenía unos 26,000 habitantes. Según él, muchos de estos pobladores se encontraban dispersos por toda la región: hacia Monte Cristi, Puerto Plata y La Vega. Estos colonos vivían en los bosques dedicados a la montería, es decir, la cacería de animales.17

En el siglo XvIII, a medida que los colonos que partían de Santiago y La Vega se extendieron por todo el Cibao, la agri-cultura y la crianza de ganado experimentaron una expansión. El reasentamiento en la Línea Noroeste y la colonización en dirección hacia el oeste, estuvieron directamente vinculados con la crianza y el comercio de ganado destinado a Saint Do-mingue. Por su parte, la colonización en torno a Santiago se debió a la expansión del cultivo del tabaco. A comienzos de la séptima década del siglo XvIII, zonas como Licey, Gurabo, Canca, Quinigua, Moca y Jacagua estaban ya claramente iden-tificadas con el cultivo del tabaco.18 Hasta el siglo XX, estas

16 Daniel Lescallier, «Itinerario de un viaje por la parte española de la isla de Santo Domingo en 1764», en: Emilio Rodríguez Demorizi, Relaciones geográficas de Santo Domingo, 2 vols. (Santo Domingo: Editora del Caribe, 1970 y 1977), 1: 118-19.

17 Antonio Sánchez Valverde, Idea del valor de la isla Española, notas de Emilio Rodríguez Demorizi y Fray Cipriano de Utrera (Santo Domingo: Editora Nacional, 1971), 148.

18 Sánchez Valverde, Idea del valor, 67 (nota de Rodríguez Demorizi).

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áreas guardaron una estrecha relación con su cultivo y con la producción campesina en general. El tabaco se desarrolló en una zona bastante definida, localizada a lo largo de la llanura que se extiende al norte de la ciudad de Santiago hacia Moca. Así, a finales del siglo XvIII, la colonización del interior del país se extendió y penetró hacia el Cibao Central, como lo indica la expansión del cultivo del tabaco hasta Moca. Un siglo más tarde, Hazard relataría que, en su viaje desde La Vega a Moca, pasó por campos relativamente poblados, y que a cada lado del camino había terrenos donde se cultivaban tabaco, maíz y plá-tanos, o donde se elaboraban, de forma rudimentaria, azúcar y melazas. Según él, entonces el café crecía prácticamente silves-tre. Unas pocas líneas más adelante, Hazard elogia la fertilidad de los suelos de Moca y la calidad de su tabaco y de su café.19

Durante el siglo XIX, la agricultura comercial continuó ex-tendiéndose por el Cibao Central, especialmente a lo largo de los ríos Camú y Yuna. Esta expansión se debió, en gran medi-da, al auge del café y del cacao en el último cuarto del siglo. El cacao, en particular, contribuyó a la colonización agrícola de esta zona. Aunque este producto se cultivaba en varias partes del Cibao (por ejemplo, en Santiago y La Vega), al igual que en otros lugares de la República Dominicana, tuvo un arraigo es-pecial en las comunes de Salcedo y San Francisco de Macorís.20 Antes del auge del cacao a finales del siglo XIX, San Francisco de Macorís y Salcedo eran simples parajes agrestes, habitados por campesinos, criadores de ganado y monteros. Entonces, San Francisco se caracterizaba por el gran número de cerdos salvajes que rondaban por sus bosques. Por tal razón, la caza era una de las actividades predominantes en la zona; el cazador

19 Hazard, Santo Domingo, 315-16.20 Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo

en la República Dominicana (1844-1930). Vol. II: El desarrollo del capitalismo en la agricultura (1875-1930) (Santo Domingo: Gramil, 1981), 38-44 y 238-42.

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de cerdos –conocido como montero– era el prototipo del ha-bitante de la región.21

La expansión del cultivo del cacao produjo importantes cambios en esta zona. En primer lugar, supuso una transfor-mación en el paisaje rural, ya que una parte de los bosques fue desmontada –seguramente mediante la quema de los árbo-les–22 con el fin de sembrar cacaotales. El escritor dominicano Pedro F. Bonó, en su «Congreso Extraparlamentario», hace referencia a la destrucción de platanales y palmares como resultado de la expansión del cacao. Según él, muchos cam-pesinos abandonaron los cultivos de subsistencia para dedicar sus tierras a este cultivo comercial.23 En segundo lugar, la pro-ducción de cultivos comerciales alteró la economía tradicional y la estructura social. Por ejemplo, hubo un aumento de la población, pues llegaron a la región gentes de otros lugares del país, atraídos por la posibilidad de adquirir tierras en la zona.24 En las últimas décadas del siglo XIX, esta migración interna contribuyó a extender la frontera agrícola a lo largo de las cuencas del Camú y del Yuna, mientras que la crianza de ganado y las monterías fueron quedando relegadas.25

21 Gustavo A. Antonini, «Evolución de la agricultura tradicional en Santo Domingo», Eme-Eme, II, 9 (1973): 100-2. Pedro F. Bonó escribió una novela costumbrista –El montero (Santo Domingo: Julio D. Postigo e Hi-jos, 1968)– que describe la vida de esta ruda gente de monte.

22 Para un breve estudio sobre la técnica de «tumba y quema», ver Robert W. Werge, «La agricultura de tumba y quema en la República Domini-cana», Eme-Eme, III, 13 (1974): 47-56.

23 Emilio Rodríguez Demorizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo: Academia Dominicana de la Historia, 1964), 362.

24 Las cifras sobre población son escasas o se basan en estimados. Por eso, es muy arriesgado tratar de calcular el resultado cuantitativo de la mi-gración en estas áreas. El crecimiento poblacional puede juzgarse, a grandes rasgos, por las varias comunes que se fundaron en el Cibao Cen-tral y Oriental desde finales del siglo XvIII en adelante. Para un examen más detallado de la población cibaeña, ver el capítulo III.

25 La expansión de la agricultura a expensas de la ganadería fue un fenó-meno general a partir de finales del siglo XIX; como es natural, provocó numerosos conflictos entre ganaderos y agricultores. Boin y Serulle

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Aún no existe un estudio abarcador sobre la producción de cacao en el Cibao.26 Una obra reciente sostiene que esta expansión se debió principalmente al establecimiento de grandes plantaciones «capitalistas» de cacao.27 Sin embargo, todo indica que el campesinado tuvo una participación activa –y muchas veces exitosa– en la extensión de la producción de cacao en el Valle del Cibao. Según el estudio de Patrick Bryan sobre la agricultura comercial durante los primeros años del siglo XX, la expansión del cultivo del cacao no supuso la dislo-cación de los patrones agrícolas tradicionales de los campesi-nos.28 Por lo tanto, a pesar de la existencia de plantaciones de cacao, al parecer, el grueso de la producción quedó en manos del campesinado.

Las relaciones laborales en las zonas cacaoteras no eran ca-pitalistas totalmente. Muchos terratenientes lograron obtener trabajadores ofreciéndoles a los campesinos tierras en aparce-ría o arrendamiento, más que desarrollando un sistema de tra-bajo asalariado. El contrato efectuado en abril de 1904 entre Manuel Zenón Rodríguez, presbítero de La Vega, y Felipe Mo-rillo es representativo de estos acuerdos. Zenón Rodríguez era dueño de 18 cordeles de tierra en La Vega, la mayoría de ellos cubiertos de monte virgen. Estas tierras fueron cedidas a Mo-rillo en aparcería por un período de cinco años. Durante este

Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 50-2; y Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995).

26 Lo más que se aproxima a ello es el estudio de Juan Ricardo Hernández Polanco, Producción y comercialización de cacao en el Nordeste de la República Dominicana 1880-1980 (Manuscrito inédito).

27 Me refiero a la obra de Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 38-41.

28 Patrick E. Bryan, «La producción campesina en la República Dominica-na a principios del siglo XX», Eme-Eme, VII, 42 (1979): 30. Ver, también: Nelson Carreño, Historia económica dominicana: Agricultura y crecimien-to económico (siglos xix y XX) (s.l.: Universidad Tecnológica de Santiago, 1989), 221-37.

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lapso de tiempo, Morillo podía sembrar cultivos de subsisten-cia a condición de que devolviera a Zenón Rodríguez todas las tierras deforestadas sembradas de cacao. La cosecha de cacao se dividiría en partes iguales entre ambos.29 Parece que este tipo de arreglo era más común en aquellas áreas que entonces se abrían al cultivo del cacao, y no tanto en las zonas coloni-zadas desde antiguo, como la región central de la provincia de Santiago. En la periferia de la frontera agrícola, donde los trabajadores escaseaban, los terratenientes utilizaron diversas formas de aparcería y de arrendamiento para mejorar sus pro-piedades. Muchas veces, al expirar el término del contrato, los terratenientes intentaban expulsar a los aparceros, y trataban de que estos realizasen nuevos acuerdos con el fin de mejorar otras porciones de tierra.30 A pesar de todo, el ofrecer acceso a la tierra a los campesinos les brindaba cierta seguridad econó-mica. Además, el que los patronos tuvieran que recurrir a este mecanismo es indicativo de que las condiciones del mercado de trabajo no eran del todo desfavorables para los trabajadores.31

LoS CaMInoS de hIerro

La construcción del ferrocarril de La Vega al puerto de Sán-chez, en la bahía de Samaná, intensificó la transformación del Cibao Central y Oriental.32 El ferrocarril de La Vega a Sánchez

29 ANJR, PN: JD, 1904, fs. 42-4v.30 Debo esta información a Walter Cordero. Evsey D. Domar, basándose,

sobre todo, en la experiencia rusa, ha tratado de correlacionar el desarrollo de los sistemas laborales rurales con la relación tierra/trabajo. Véase: «The Causes of Slavery or Serfdom: A Hypothesis», JEH, XXX (1970): 18-32.

31 Esta es una de las variables usadas por algunos autores para explicar la participación política de los campesinos; por ejemplo: John Tutino, From Insurrection to Revolution in Mexico: Social Bases of Agrarian Violence, 1750-1940 (Princeton: Princeton University Press, 1988).

32 Sobre la historia de los ferrocarriles en la República Dominicana: Hoe-tink, The Dominican People, 52-6. El caso particular del ferrocarril La

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–el que contaba con ramificaciones que unían a Salcedo y San Francisco con la vía principal– facilitó el transporte de los pro-ductos agrícolas de la región hasta su puerto de embarque.33 El mismo contribuyó a resolver el problema secular de la insu-ficiencia de los medios de transporte, uno de los factores que habían obstaculizado el desarrollo agrícola de la región. El ferrocarril La Vega-Sánchez fue construido entre 1882 y 1887 por una compañía propiedad de Alexander Baird, un empre-sario escocés. De acuerdo con la concesión original hecha por el Gobierno dominicano para la construcción del ferrocarril, la Empresa de Samaná iba a recibir como compensación la tierra adyacente a ambos lados de las vías. Como la mayoría de esa tierra estaba sin explotar, los funcionarios gubernamentales y los socios de la compañía ferroviaria creyeron que pertenecía al Estado dominicano; pero no era así. Muchas de estas tierras estaban ya en manos privadas y, por ello, el Estado no pudo otorgárselas a la compañía ferroviaria. Aunque algunos terra-tenientes permitieron que el ferrocarril atravesara sus propie-dades sin cobrar por el servicio, en ocasiones la compañía tuvo que compensar a los propietarios por el uso que hacía de las tierras para el tendido de las vías. Así, la compañía no solo vio cómo se desvanecían sus sueños de controlar amplias zo-nas de terreno sino que, también, vio aumentar sus gastos de construcción.34

Vega-Sánchez se trata en: Carmen Amelia Castro y María del Carmen Columna, «Notas sobre Sánchez y el ferrocarril, 1880-1930», Eme-Eme, VI, 36 (1978): 66-87. Información adicional en: Carreño, Historia económica, 205-11; y Michiel Baud, Historia de un sueño: Los ferrocarriles públicos en la República Dominicana, 1880-1930 (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1993), 35-54.

33 Bryan, «La producción campesina», 31-7.34 Jaime de Jesús Domínguez, La dictadura de Heureaux (Santo Domingo:

Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986), 103-9. Planes simila-res fueron intentados en otras regiones de América Latina. Al respecto: Todd A. Diacon, Millenarian Vision, Capitalist Reality: Brazil’s Contestado Rebellion, 1912-1916 (Durham: Duke University Press, 1991).

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Mientras que el ferrocarril de La Vega a Sánchez contribuyó a dinamizar las zonas a lo largo de los ríos Camú y Yuna, el Ferrocarril Central Dominicano (FCD) –de Santiago a Puerto Plata– tuvo efectos similares en la región comprendida entre Moca, La Vega y Santiago. El FCD, que corría a lo largo de la cuenca del Yuna, ayudó a ampliar la frontera agrícola en esta región. El desarrollo de poblados como Villa González y Nava-rrete estuvo relacionado con esta expansión agrícola y con la existencia del FCD.35 A diferencia del ferrocarril La Vega-Sán-chez, el FCD se construyó bajo los auspicios del Estado domi-nicano, en respuesta a las demandas de los poderosos sectores mercantiles de Santiago y Puerto Plata. Estos sectores temían que el establecimiento del ferrocarril de La Vega a Sánchez provocara una merma en sus actividades comerciales, erosio-nando así su poder económico. Por lo tanto, como una medi-da defensiva, procuraron la construcción de un ferrocarril que uniera el Cibao Central con Puerto Plata. El dictador Ulises Heureaux, para lograr el apoyo de los grupos dominantes de la región, obtuvo un préstamo de 900,000 libras esterlinas para la construcción del ferrocarril de Santiago a Puerto Plata. Las obras empezaron en 1890 y, en 1897, el propio Heureaux in-auguró el FCD.36

Como secuela del establecimiento de los ferrocarriles, se formaron varios latifundios en la región cibaeña. Esto ocurrió, sobre todo, en las regiones cercanas a la línea de La Vega a Sánchez donde, como ya señalé, el cultivo del cacao se exten-dió a finales del siglo XIX. Tanto terratenientes extranjeros como locales invirtieron en la producción de cacao. Hubo

35 Para Villa González, véase: Michiel Baud, «La gente del tabaco: Villa González en el siglo veinte», CS, IX, 1 (1984): 101-37. Sobre la importan-cia del FCD en la vida de Navarrete: BM, 27: 866 (4 octubre 1915), 4; y 28: 936 (10 marzo 1917), 3. Cfr. Baud, Historia de un sueño, 55-63, 75-84 y 118-19.

36 Domínguez, La dictadura de Heureaux, 104-8; y Baud, Historia de un sueño, 85-97.

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incluso algunos intentos de cultivar tabaco a gran escala.37 Sin embargo, el establecimiento de los ferrocarriles no detuvo la expansión de la producción campesina en el Cibao. Las com-pañías ferroviarias no se dedicaron a las actividades producti-vas, aunque inicialmente habían mostrado interés en hacer-lo. La Empresa de Samaná no pudo obtener las tierras que esperaba, viendo mermadas así sus posibilidades económicas. Por su parte, la San Domingo Improvement Company –que prestó el dinero para la construcción del FCD– veía al Cibao como un área de posibles inversiones. Intentó, por ejemplo, comprar a Alexander Baird, dueño de la Empresa de Samaná, el ferrocarril de La Vega a Sánchez; pero Baird no aceptó la oferta.38 Como no logró unir ambos ferrocarriles, el interés de la San Domingo Improvement en realizar otras inversiones en el Cibao disminuyó considerablemente. El fracaso de la in-tegración de las empresas ferroviarias y la disminución de sus expectativas económicas contribuyeron a refrenar la prolifera-ción de los latifundios en el Cibao.

Además, los sectores mercantiles tradicionales de la región –cuyo poder económico se basaba en la exportación de los cultivos comerciales– no estaban dispuestos a hacer cambios radicales en sus líneas de abastecimiento. Hasta entonces, los pequeños y medianos productores habían sido capaces de satisfacer la demanda de las casas exportadoras. Aunque al-gunos comerciantes se hicieron agricultores, los exportadores continuaron dependiendo de la producción campesina para satisfacer su demanda de cultivos comerciales. Esta situación también limitó el desarrollo de la agricultura a gran escala en el Cibao. Por último, el Estado no puso en práctica una polí-tica de expropiación masiva de los terrenos del campesinado para facilitar el crecimiento de los latifundios. Una política

37 Bryan, «La producción campesina», 31-40; y Baud, Peasants and Tobacco, 18-22.

38 Domínguez, La dictadura de Heureaux, 109.

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de tal naturaleza, que de por sí hubiese sido una fuente de inestabilidad política y social, habría confligido con las bases del poder económico de la élite comercial de la región. Pocos gobernantes dominicanos se habían arriesgado a socavar las bases de poder de los comerciantes cibaeños. Aquellos que lo habían intentado –como Buenaventura Báez– pagaron caro su osadía.39

En consecuencia, a pesar de su gran repercusión en el Ci-bao, los ferrocarriles, más que a arruinarla, contribuyeron a aumentar la producción campesina de tipo comercial. Por supuesto, el ferrocarril tuvo algunas consecuencias negativas sobre los campesinos cibaeños. Por ejemplo, en algunas áreas, los precios de la tierra subieron al lanzarse los campesinos, los comerciantes y los especuladores a comprar tierra. En 1887, el presidente del Ayuntamiento de Santiago afirmaba que «con la aproximación de los trabajos de la vía férrea el valor de las propiedades tanto urbanas como rurales, aumenta cada día».40 Además, muchas propiedades rurales se vieron afectadas por el tendido de las vías: hubo que destruir cultivos y derribar verjas; también fue necesario eliminar algunas casas. Tal fue el caso en 1906, cuando se extendía la vía ferroviaria de Santia-

39 En 1857, Buenaventura Báez, entonces presidente de la República, in-tentó manipular la emisión monetaria con el fin de beneficiarse per-sonalmente. Sus gestiones agudizaron la crisis económica del Cibao y provocaron un alzamiento contra su gobierno. Este levantamiento contó tanto con apoyo popular como con el apoyo de la élite regional. Ver Roberto Marte, Cuba y la República Dominicana: Transición económica en el Caribe del siglo xix (Santo Domingo: Editorial CENAPEC, s.f.), 267-94; Jaime de Jesús Domínguez, Economía y política en la República Dominicana, 1844-1861 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1977), 139-79; y Mu-Kien A. Sang, Buenaventura Báez: El caudillo del Sur (1844-1878) (Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 1991), 60-3.

40 BM, 3: 36 (31 mayo 1887). Ver también: Bryan, «La producción campesi-na», 34; Castro y Columna, «Notas sobre Sánchez y el ferrocarril», 73-7; y Baud, Historia de un sueño, 140.

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go a Moca. En ocasiones, la compañía del ferrocarril asumía la responsabilidad por los daños ocasionados a las propieda-des de los agricultores. Estos acuerdos, minuciosos y detalla-dos, atestiguan que los agricultores estaban muy al tanto de los perjuicios que podían sufrir con el tendido de las vías. Quedaría por estudiar, de manera sistemática, los conflictos que se desarrollaron entre los agricultores y las compañías ferrocarrileras.41

Otro ejemplo de cómo los ferrocarriles afectaron la econo-mía tradicional del Cibao fue el efecto que tuvieron sobre lo que gráficamente se llamaba la «industria criolla del transpor-te», es decir: las recuas de mulas usadas para llevar los pro-ductos agrícolas de un lugar a otro. Durante el apogeo de la producción de tabaco en el siglo XIX, la mayoría de estas recuas de mulas partía de Santiago en dirección a Puerto Plata.42 La «industria del transporte» –como la denominó Bonó– era una actividad suplementaria para algunos campesinos, quienes, no solamente se dedicaban a acarrear tabaco y otras mercancías por la ruta de Santiago a Puerto Plata, sino que también trans-portaban productos del campo a las ciudades y viceversa.43 Con

41 ANJR, PN: JD, 1906, t. 2, fs. 247-48v. Baud, en Historia de un sueño, ofrece varios ejemplos. Sobre los conflictos causados por la extensión del ferro-carril en otros países de América Latina, ver Diacon, Millenarian Vision; y John H. Coatsworth, «Railroads, Landholding, and Agrarian Protest in the Early Porfiriato», HAHR, 54 (1974): 48-71.

42 Hazard hace referencia a estas recuas de mulas y a los recueros en varios pasajes de su libro (Santo Domingo, 383-84). Cfr. Carreño, Historia económica, 200-5.

43 Una lista de recueros de Santiago hecha en 1886, casi una década antes de la inauguración del FCD, muestra que sobre dos terceras partes de ellos tenían entre 1 y 10 bestias. Solamente 8 de los 131 recueros que aparecen en la lista tenían más de 20 mulas, aunque en conjunto contro-laban un 17% de ellas. También hay ciertos indicios de que, para varias familias, el ser recuero no constituía una actividad suplementaria, sino una actividad económica especializada. Aparentemente, este fue el caso de los Jiménez, de Pontezuela; los Toribio, de Banegas; los Gutiérrez, de Pontezuela; los Checo, de Navarrete; y los Almonte, de Quinigua (ASM,

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el establecimiento del ferrocarril, las recuas de mulas se con-virtieron en un medio de transporte obsoleto, al menos en el comercio entre Santiago y Puerto Plata. Aunque los animales de carga continuaron desempeñando un papel importante en la economía del Cibao, ya no representaban el medio principal de transporte de mercancía hacia los puertos de exportación.44

eL tranSPorte y La eConoMÍa de eXPortaCIón

La «revolución del transporte» que tuvo lugar en el Cibao a partir de las dos últimas décadas del siglo XIX –revolución que marchó a la par con la expansión y la diversificación de la producción de los cultivos comerciales–45 provocó una re-definición de la importancia de los puertos de exportación de la región. Durante la mayor parte del siglo XIX, Puerto Pla-ta había sido el principal puerto de embarque para los pro-ductos del Cibao. Y así fue hasta finales de la década de los ochenta. Como consecuencia de la inauguración de la línea del ferrocarril entre La Vega y Sánchez, y la habilitación de este último como puerto, los comerciantes encontraron una nueva salida para los productos del Cibao. En 1882 y 1883, por ejemplo, Puerto Plata fue responsable de más del 75% de las exportaciones facturadas por los puertos de la región (esto es, el propio Puerto Plata, Monte Cristi y Samaná). Sin embargo, en 1892, cinco años después del establecimiento oficial del ferrocarril que unía La Vega y Sánchez, este puerto exportó más del 40% del valor de las mercancías embarcadas desde el

fascículo suelto sin numeración, 1886).44 R. Emilio Jiménez, Al amor del bohío: Tradiciones y costumbres dominicanas

(Santo Domingo: s.e., 1975), 109-14. El Boletín Municipal de Santiago contiene varias listas de las mercancías importadas y exportadas a través del FCD. Véase, por ejemplo: BM, 17: 424 (20 julio 1904), 1; 17: 429 (16 septiembre 1904), 1-3; y 17: 433 (30 octubre 1904), 2-3.

45 Hoetink, The Dominican People, 52-63.

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Cibao; de hecho, sobrepasó a Puerto Plata en cuanto al valor de los productos embarcados.46 La competencia entre Sánchez y Puerto Plata continuó durante las primeras décadas del siglo siguiente, como puede inferirse de la gráfica 2.1.

Aunque Sánchez no logró desplazar por completo a Puerto Plata como el principal puerto del Cibao, sí se convirtió en un serio rival. Hay varios factores que explican esto. En primer lugar, cuando el cultivo del cacao desplazó al del tabaco como principal producto del Cibao, Puerto Plata, que era el mayor puerto de exportación de las hojas de tabaco, perdió terre-no ante Sánchez, que se convirtió en la salida natural para el cacao que se cultivaba en la cuenca de los ríos Camú y Yuna. En segundo término, Puerto Plata era uno de los principales objetivos de las facciones beligerantes durante las sublevacio-nes armadas y las guerras civiles que azotaron a la República Dominicana a principios del siglo XX.47 En 1913, por ejemplo, Puerto Plata sufrió un bloqueo de dos meses. El bloqueo del puerto tuvo un efecto multiplicador, ya que el Ferrocarril Cen-tral, que transportaba los productos de tierra adentro, dejó de viajar a la ciudad costera.48 El comercio, en general, se vio afectado; algunas veces, la mercancía que originalmente esta-ba destinada a Puerto Plata tenía que desembarcarse en Santo Domingo. Los compradores se atrasaban en los pagos porque el estado de guerra interrumpía las actividades comerciales.49

Además, las guerras civiles tuvieron efectos a largo plazo so-bre el funcionamiento del ferrocarril. La falta de mantenimien-to adecuado causó el deterioro de las vías, de los vagones y de las locomotoras. Así, en noviembre de 1915, el Ayuntamiento

46 Luis Gómez, Relaciones de producción dominantes en la sociedad dominicana, 1875-1975, 2da ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), 66.

47 Sobre los conflictos políticos en este período: Sumner Welles, La viña de Naboth: La República Dominicana, 1844-1924, 4ta ed., 2 vols. Traducido por Manfredo Moore (Santo Domingo: Taller, 1981), 2: 9-205.

48 BM, 26: 773 (31 diciembre 1913), 3-4.49 BM, 26: 801 (8 octubre 1914), 7; y 26: 804 (9 noviembre 1914), 2.

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de Santiago trató de solucionar la crisis ocasionada por la virtual paralización del FCD a raíz de la sublevación más reciente, ocurrida varios meses antes.50 Frente a tales dificul-tades, no debe extrañarnos que los comerciantes trataran de exportar sus mercancías a través de Sánchez, la mejor al-ternativa que tenían debido al pobre servicio del FCD y a la interrupción de las operaciones mercantiles en Puerto Plata.

GRÁFICA 2.1VALOR DE LAS EXPORTACIONES

DESDE LOS PUERTOS DEL CIBAO 1913-30

50 BM, 27: 880 (4 febrero 1916), 3-4. Cfr. Baud, Historia de un sueño.

Fuente: Luis Gómez, Relaciones de producción dominantes en la sociedad dominicana, 1875-1975, 2da ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), 88-9 y 169-70.

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El comercio a través de Sánchez presentó otro atractivo para los comerciantes cibaeños: el mismo se convirtió en un medio para evadir los impuestos de exportación. En las primeras dé-cadas del siglo XX, sobre el comercio pesaban numerosos gra-vámenes. Entre estos impuestos se encontraban los derechos de importación y exportación –pagaderos en los puertos–, los peajes y los impuestos de consumo. Tanto las finanzas muni-cipales como las estatales descansaban sobre estos tributos. El cobro de varios de estos impuestos se arrendaba a particulares, lo que constituía una importante fuente de ingresos para los «rematistas de impuestos».51 En períodos críticos –como los que surgían durante una sublevación–, las rentas municipales disminuían a causa del colapso de las operaciones comercia-les. En tales circunstancias, los ayuntamientos solían aumentar la escala contributiva que pesaba sobre las mercancías. Por ejemplo, en 1904, como consecuencia de la reducción de los ingresos municipales debido a «la última revolución», el Ayun-tamiento de Santiago subió a 15 centavos «el impuesto por cada cien kilos de mercancía traída por el FCD para consumo dentro de la común». De igual manera, se impuso una tasa de 5 centavos sobre cada cien kilos de frutos que vinieran de otras comunes y que fueran a ser exportados por los comerciantes de Santiago.52

En un esfuerzo por esquivar estos impuestos y obligaciones, los comerciantes de Santiago empezaron a utilizar con mayor frecuencia el puerto de Sánchez. Los productos de exporta-ción eran llevados desde Santiago a La Vega utilizando los antiguos medios de transporte, es decir, las recuas de mulas y las carretas. Desde La Vega, los productos se transportaban en ferrocarril hasta Sánchez. Asimismo, los productos importados

51 Para una lista de los impuestos y proventos municipales que se dieron en alquiler, véase: BM, 26: 776 (24 enero 1914), 2.

52 BM, 17: 424 (20 julio 1904), 6.

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destinados a Santiago se llevaban primero a La Vega.53 La eva-sión de impuestos alcanzó proporciones tan alarmantes que el Ayuntamiento de Santiago, en un esfuerzo por controlarla, nombró agentes en Sánchez y en Monte Cristi, a donde los comerciantes también mandaban sus mercancías para la ex-portación.54

Mientras que a finales del siglo XIX el ferrocarril contribuyó a disminuir la importancia de las recuas de mulas, a principios del siglo XX, el desarrollo de nuevos medios de transporte tuvo efectos similares sobre las vías férreas. A partir de la segunda década de ese siglo, los vehículos de motor empezaron a des-empeñar un papel cada vez más importante en el transpor-te de mercancías desde y hacia los puertos de embarque. En 1915, una compañía de camiones ya transportaba carga por la ruta de Santiago a Monte Cristi.55 La élite local, hastiada del deficiente servicio del ferrocarril de Santiago a Puerto Plata, recibió los nuevos adelantos con los brazos abiertos y se mostró dispuesta a contribuir con la expansión de la red regional de carreteras. En esos años, se hicieron planes para la construc-ción o el mejoramiento de las carreteras que unían a Santiago con Monte Cristi, La Vega, San José de las Matas, Moca, Jánico y Guayubín.56

Sin embargo, no fue si no hasta la ocupación estadouni-dense de la República Dominicana (1916-24) cuando se llevó a la práctica un plan de construcción de carreteras a escala nacional. Así, en 1922, quedó al fin inaugurada la carretera que unía Santiago con Santo Domingo, la ciudad capital. La

53 BM, 26: 827 (5 abril 1915), 3; 26: 840 (29 mayo 1915), 2. Para ejemplos concretos de conflictos entre los comerciantes y el Concejo Municipal respecto a los impuestos, véase: BM, 24: 693 (11 enero 1912), 3-4; y 24: 706 (20 abril 1912), 2.

54 BM, 26: 838 (21 mayo 1915), 2-3; y 29: 979 (7 febrero 1918), 3.55 BM, 27: 866 (4 octubre 1915), 3; y 27: 880 (4 febrero 1916), 3-4.56 BM, 26: 825 (23 marzo 1915), 4; 26: 831 (22 abril 1915), 2; 26: 834 (6

mayo 1915), 2; 27: 845 (13 junio 1915), 1; 27: 846 (15 junio 1915), 1; y 27: 849 (9 julio 1915), 3-4.

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Los campesinos del Cibao 113

inauguración de esta carretera marcó un verdadero hito en la historia dominicana, ya que fortaleció las relaciones eco-nómicas, tradicionalmente débiles, entre el Sur y la región del Cibao. Las exportaciones de cacao a través del puerto de Santo Domingo alcanzaron en ese momento cifras significati-vas. El mercado interior se amplió, ya que la red de carreteras contribuyó a evitar la fragmentación económica del país. Los cultivos de subsistencia del Cibao empezaron a consumirse re-gularmente en la Capital, lo cual era bastante raro antes de la inauguración de la carretera Duarte.57 Además, los nuevos medios de comunicación redujeron los costos de transporte.58 Con el tiempo, los camiones desplazaron al ferrocarril como el principal medio de transporte de carga.

La extensión y la modernización de los medios de trans-porte estaban íntimamente relacionadas con la ampliación de la frontera agrícola. Esto es evidente, sobre todo, en la ex-pansión de la producción de cacao por la cuenca de los ríos Camú y Yuna, a partir de finales del siglo XIX. Tal expansión fue posible gracias al establecimiento de los ferrocarriles. Pre-cisamente, el Gran Cibao se fue configurando a partir de ese juego entre las fuerzas económicas, la «tecnología del trans-porte» y los factores geográficos.59 Aquellas zonas donde las

57 Bruce J. Calder, The Impact of Intervention: The Dominican Republic during the U.S. Occupation of 1916-1924 (Austin: University of Texas Press, 1984), 53; Roberto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana, 2 vols. (Santo Domingo: Punto y Aparte, 1982-83), 2: 219-23; y Frank Moya Pons, Manual de historia dominicana, 4ta ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1978), 481.

La construcción de carreteras formó parte del proceso de centralización política y económica en la Capital. Sobre este punto, véase: Rafael E. Yu-nén, La isla como es: Hipótesis para su comprobación (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1985).

58 Baud, Peasants and Tobacco, 30.59 H. Hoetink, «El Cibao, 1844-1900: Su aportación a la formación social de

la República», Eme-Eme, VIII, 48 (1980): 4. Además del trabajo de Hoe-tink, estas apreciaciones se han visto muy influenciadas por Yunén, La isla como es, especialmente, 62-7 y 99-121.

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condiciones naturales eran muy favorables para la agricultu-ra –como la región entre Santiago y Moca– fueron pobladas tempranamente, en ocasiones durante el período colonial. Con el tiempo, estos pobladores –en su mayoría campesinos propietarios– se convirtieron en una fuerza social, la cual, aunque carecía de acceso al poder, no podía ser totalmente obviada por los grupos dominantes y el Estado. A medida que se ampliaba el mercado, los campesinos extendieron su radio de acción, haciendo incursiones en otros cultivos comercia-les –aparte del tabaco–, y dedicando nuevas tierras al cultivo.

eL «gran CIbao»

El Cibao dista mucho de ser una región homogénea. Su geografía, su historia y su economía han interactuado, produ-ciendo diferentes líneas de evolución. En conjunto, el Cibao exhibe una producción agrícola variada, algo poco común por tratarse de un área relativamente pequeña. Además, el campesinado ha desempeñado un papel clave en el desarrollo económico de la región. El campesinado del Cibao ha estado muy ligado a los cultivos comerciales tradicionales, así como a la mayoría de los cultivos de subsistencia. Aun en el cultivo del arroz, que se dio principalmente en fincas grandes, el campesi-nado ha desempeñado un papel como productor directo. Por eso, aunque durante el siglo XX se establecieron varias planta-ciones –por ejemplo, en la Línea y en La Vega, donde aumen-tó el cultivo del arroz a partir de la década de los treinta–, la característica preponderante de la región continuó siendo su economía campesina.

Sin embargo, este no ha sido el único modelo de evolución en el Cibao. En las regiones áridas de la Línea Noroeste, por ejemplo, se pueden encontrar otros patrones de desarrollo económico-social. Hasta principios del siglo XX, aquí predo-minó la crianza de ganado, y el establecimiento de pobladores

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Los campesinos del Cibao 115

no fue tan intenso como en el Cibao Central. Pero en la déca-da de los treinta, cuando la construcción de canales de riego permitió la expansión de la agricultura, el cultivo del arroz en latifundios hizo avances notables. Aunque esto no excluyó por completo al campesinado propietario, sí impuso restricciones al acceso del campesinado a los recursos económicos, como la tierra y el agua.60 Un fenómeno similar ocurrió en los arrozales de La Vega, donde la agricultura de plantación puso límites a los productores campesinos. En lugares como Puerto Plata y Esperanza, donde las plantaciones de caña de azúcar llegaron a desempeñar un papel significativo, los campesinos también confrontaron severas restricciones a sus actividades económicas.

Es erróneo pensar, sin embargo, que estas subregiones o «cibaos menores» sean entidades aisladas e independientes. Al contrario, históricamente ha existido una estrecha relación entre ellas. A finales del siglo XIX, los campesinos de la región de Santiago se desplazaron a San Francisco de Macorís en bus-ca de tierra virgen para el cultivo del cacao. La expansión de la producción cafetalera estuvo relacionada con la migración interna de los campesinos de las tierras bajas a las regiones montañosas del Cibao. Si la situación económica se tornaba muy difícil, los campesinos de Santiago iban a trabajar como jor-naleros a las plantaciones de Puerto Plata.61 En otras palabras, los habitantes del Cibao se desplazaban a lo largo y lo ancho de la región en busca de tierras o de trabajo; otros lo hacían para huir de las autoridades.62 Este continuo trasiego de personas

60 Inoa, Estado y campesinos; y Pablo A. Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cul-tural Dominicana, 1993).

61 AGN, GS, 1939, Leg. 3, 10 abril 1939. En otro caso, Daniel González, alcalde pedáneo, renunció a este cargo, porque, según él, tenía que «tra-bajar fuera de aquí» para cubrir las necesidades económicas de su familia (AGN, GS, Exp. 12 [15], fecha ilegible). Sobre la migración interna en el Cibao: Baud, Peasants and Tobacco, 68-71.

62 Los cuentos de Juan Bosch son muy sugerentes al respecto. Ver Camino real, 3ra ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1983).

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constituyó, por así decirlo, el vínculo primario entre las di-ferentes áreas del Gran Cibao. El montero que perseguía a los cerdos salvajes por los bosques, el traficante que pasaba ganado de contrabando a Haití, los forajidos que huían a las montañas y el campesino que abría un conuco en el bosque, todos ellos contribuyeron, cada uno a su manera, a ampliar las fronteras internas del Cibao.

Aunque este constante flujo de gentes fue importante para la colonización de la región y para establecer vínculos entre las diversas subregiones del Cibao, no fue el único nexo existente entre los varios mini-cibaos. Al respecto, las redes comerciales cibaeñas no fueron menos importante. En efecto, cuando surgían nuevas oportunidades económicas, los campesinos se aprestaban a sembrar cultivos comerciales. Después de haber poblado y acondicionado un sector rural, con toda probabi-lidad, los campesinos tenían que ocuparse ellos mismos de transportar sus productos a los centros de acopio y venta. Pero a medida que aumentaban los pobladores y la producción agrícola, el negociante especializado se hacía imprescindible. Podemos suponer que esto ocurría de diversas maneras. En ocasiones, algún campesino se hacía traficante, quizás con el apoyo de un comerciante citadino; entonces, el campesino se hizo pulpero. Otras veces, las casas comerciales de los centros urbanos, atraídas por la perspectiva de las ganancias, enviaban agentes a establecer contactos en el campo. Tal vez, algunos buhoneros independientes se aventuraban en las zonas rurales trayendo y llevando mercancías.63 El flujo de bienes contribuyó

63 Estas distintas posibilidades son sugeridas por: Rodríguez Demorizi, Pa-peles de Bonó, 194; Bosch, La mañosa, cuyo personaje principal es precisa-mente un negociante; y ANJR, PN: JD, 1915, t. 2, anejo entre fs. 176v-77. Este documento es una carta, enviada por una tal Agustina A. Cruz, al notario Joaquín Dalmau, en la que le solicita ayuda para obtener el di-vorcio de su esposo, Juan «El Turco», quien era un buhonero que había establecido una pulpería en el campo. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 75-8 y 82-94.

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Los campesinos del Cibao 117

al desarrollo de relaciones comerciales, tanto locales como re-gionales. Este tipo de relación, por supuesto, era doble ya que suponía no solo el transporte de los productos agrícolas a los mercados de los pueblos, sino, también, la venta de mercan-cías en el campo. Al aumentar la población y a medida que los campesinos podían contar con algún ingreso en efectivo, el campo empezó a atraer al comerciante –tanto al orgulloso miembro de la élite regional como al humilde buhonero–64 como un mercado potencial para las mercancías que no se producían en la ruralía.

Los pueblos desempeñaron un papel esencial como pun-tos de enlace en el movimiento de mercancías y servicios que entraban y salían de las zonas rurales. Con la expansión de la agricultura comercial, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, proliferaron diminutas aldeas, situadas por lo general a lo largo de las principales vías de comunicación. Algunas de estas aldeas se convirtieron en centros urbanos importantes y servían de puntos de acopio para los productos de sus alrede-dores. Esto supuso una concentración de la riqueza en los pue-blos que pudieron beneficiarse de dichas actividades económi-cas. Aunque hubo una gran cantidad de pequeños y medianos poblados que lograron beneficiarse económicamente gracias a su relación con el campo, fueron las ciudades más grandes –como Santiago y Puerto Plata– las que resultaron más agracia-das debido a estos intercambios. El Cibao era una especie de sistema solar, en el cual Santiago ocupaba la posición central. Los pueblos y las ciudades menores eran como planetas y saté-lites que gravitaban en torno a este centro metropolitano. Los productos de importación y el dinero en efectivo, procedentes de las firmas comerciales establecidas en Santiago, inundaban los pueblos más pequeños. En dirección opuesta, los produc-tos agrícolas fluían hacia Santiago, donde se preparaban para ser exportados.

64 Véase capítulo IV.

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Este papel protagónico en la economía regional tuvo tam-bién una dimensión política: Santiago se convirtió en el centro de poder del Cibao. Las relaciones entre Santiago y los pue-blos más pequeños no estuvieron exentas de conflictos. Era frecuente, por ejemplo, que se suscitasen conflictos por el co-bro de los impuestos y sobre los límites municipales. Muchas veces, los ayuntamientos de los pueblos pequeños se quejaban de que los funcionarios del Ayuntamiento de Santiago reca-daban impuestos indebidamente, afectando sus finanzas.65 En la mayoría de los casos, detrás de estos problemas estaban los intereses opuestos de los comerciantes, quienes, por lo general, eran los que controlaban los ayuntamientos.66 Pero a pesar de todas estas desavenencias, los ayuntamientos del Ci-bao reconocían, de una forma u otra, el liderazgo de Santiago en la región. Santiago, debido a su posición económica dentro del Cibao, pudo mantener su papel hegemónico en la región, aunque ciertos procesos que ocurrieron durante el siglo XX tendieron, al menos durante algunos períodos, a socavar esta posición.

A escala regional, Santiago ejemplifica el papel desempe-ñado por los pueblos en la articulación de los variados cibaos menores. Mientras que los pueblos más pequeños fueron fun-damentales para vincular sus respectivas zonas rurales con la economía de mercado, el grueso de la producción que se lleva-ba a estos poblados, eventualmente, era transportada a Santia-go. Al unir los varios mini-cibaos, forjando un amplio mercado regional, los comerciantes de Santiago lograron absorber el excedente económico de las zonas rurales. Gracias a este mo-saico de relaciones comerciales, el Cibao llegó a convertirse en una realidad histórica, en una región articulada en torno a determinadas actividades económicas y con una configuración

65 Como ejemplos de estos conflictos: BM, 24: 678 (26 julio 1911), 1-3; 24: 680 (18 agosto 1911), 2; y 26: 811 (32 diciembre 1914), 2.

66 BM, 28: 920 (4 noviembre 1916), 1. Sobre los comerciantes citadinos: Baud, Peasants and Tobacco, 127-46.

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Los campesinos del Cibao 119

social particular;67 así llegó a ser algo más que un entorno na-tural. Este proceso histórico, todavía incipiente en el siglo XvIII, se evidenció plenamente a finales del siglo XIX. Al unir la sierra con las tierras bajas, y la árida Línea Noroeste con la húmeda cuenca del río Yuna, el movimiento de mercancías, de dinero y de gentes contribuyó a entrelazar a los diversos «cibaos». A su vez, esto produjo algo mayor: el Gran Cibao.

67 Acerca del concepto de «región», ver Yunén, La isla como es; Hoetink, «El Cibao»; Ciro F.S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Historia económica de América Latina, 2 vols. (Barcelona: Crítica, 1970), 1: 81-9; Carlos Sempat Assadourian, El sistema de la economía colonial: Mercado interno, regiones y espacio económico (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1982); y Juan Carlos Garavaglia, Mercado interno y economía colonial (México: Grijalbo, 1983).

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121

CaPÍtuLo III

Población y uso de la tierra

¿CuántoS habItanteS?

La evolución de la población de la República Dominicana ilustra cómo la geografía y las fuerzas económicas contribu-yeron a la configuración del Cibao.1 Durante el siglo XvIII, la población de Santo Domingo comenzó a recobrarse de la de-presión demográfica del siglo anterior. A juzgar por las cifras disponibles, esta recuperación marchó a un ritmo muy acele-rado. Desde finales de la tercera década hasta 1785, la pobla-ción del país aumentó a una tasa anual de 3.1% (tabla 3.1). No obstante, no todas las regiones crecieron al mismo paso. Así, mientras que en el Este la tasa de crecimiento fue de 2.5% anual, en el Sur fue de 2.8% y en el Cibao alcanzó un 3.5%. Lo poco que se conoce sobre la historia demográfica dominicana

1 Las siguientes observaciones acerca de la evolución demográfica del país han de tomarse con sumo cuidado. La mayoría de las cifras de población no son más que estimados sensatos o cómputos muy rudi-mentarios. Aún en 1883, el cónsul español declaraba que, por falta de datos adecuados, era imposible trazar la evolución demográfica de la República Dominicana. Al respecto, ver Roberto Marte, Estadísticas y documentos históricos sobre Santo Domingo (1805-1890) (Santo Domingo: Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 250. El primer censo nacional se realizó en 1920.

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no permite llegar a conclusiones firmes acerca de las causas de este crecimiento. Para la década de los treinta del siglo XIX, parece que la tasa bruta de nacimientos era uniforme en todo el país; la misma era de 34.5 nacimientos por cada 1,000 ha-bitantes. Por el contrario, la tasa de mortalidad refleja ciertas variaciones de importancia de una región a otra. Por ejemplo, en 1838, en El Seibo, la misma sobrepasó los 16 por mil; en Baní fue de solo 10.2, en la Capital rozaba los 15 por mil, y en San Cristóbal fue tan baja como un 8.4 por mil.2

TABLA 3.1POBLACIÓN DE SANTO DOMINGO

POR REGIÓN, 1739-1908(En por cientos)

Año Cibao TC Sur TC Este TC Población TC

173917851819183818631908

35.643.444.659.448.558.1

-3.5-1.43.42.12.9

59.752.945.530.237.330.1

-2.8-2.0-0.43.82.0

4.73.79.9

10.414.211.8

-2.51.32.14.32.1

30,158119,92571,223

100,086207,700638,000

-3.1-1.51.83.02.5

TC=Tasa de crecimiento.Fuentes: Frank Moya Pons, «Nuevas consideraciones sobre la historia de la población dominicana: Curvas, tasas y tendencias», Eme-Eme, III, 15 (1974): 3-28; Antonio Sán-chez Valverde, Idea del valor de la isla Española, notas de Emilio Rodríguez Demorizi y Fray Cipriano de Utrera (Santo Domingo: Editora Nacional, 1971), 146-52; Roberto Marte, Estadísticas y documentos históricos sobre Santo Domingo (1805-1890) (Santo Do-mingo: Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 53-7; y José Ramón Abad, La República Dominicana: Reseña general geográfico-estadística (Santo Domingo: Imprenta de García Hermanos, 1888), 87.

2 Estos cálculos, al igual que los del próximo párrafo, han sido realizados a partir de: Marte, Estadísticas y documentos, 56. Ver, también: Antonio Gutiérrez Escudero, Población y economía en Santo Domingo (1700-1746) (Sevilla: Diputación Provincial de Sevilla, 1985), 45-75.

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Los campesinos del Cibao 123

En la región cibaeña también se observan diferencias mar-cadas de un lugar a otro en cuanto a sus tasas de mortalidad. Altamira y San José de las Matas tuvieron las tasas más bajas de todo el país (menos de 2 por mil); Samaná, por el contrario, tuvo la cifra más alta, superando las 25 defunciones por millar de habitantes. En otros municipios la tasa de mortalidad ten-dió a oscilar cerca del promedio nacional, que en 1838 fue de 13.3 por mil; entre aquellos se encuentran Santiago (13.0), La Vega (15.9), Moca (11.8) y Puerto Plata (13.2). Tomado en conjunto, en ese año el Cibao tuvo una tasa de mortalidad li-geramente inferior a la del Sur y la del Este. Pero la diferencia no es tan significativa como para explicar los diversos ritmos de crecimiento demográfico a nivel regional. Por lo tanto, es razonable suponer que la tasa de crecimiento poblacional del Cibao –más alta que la de otras regiones del país– guardó relación con las oportunidades económicas que brindaban el tráfico de ganado con la colonia francesa de Saint Domingue y la creciente producción de tabaco.3 Estos factores económi-cos, junto a las favorables condiciones naturales de la región, deben haber inducido a cientos de campesinos a migrar hacia la región cibaeña.

No obstante, como resultado de la interrupción de estas relaciones económicas ocasionadas por la Revolución haitia-na y su secuela, se produjo una disminución de la población de Santo Domingo a finales del siglo XvIII. Aparte de los que murieron en las refriegas, cientos de personas emigraron del país huyendo de los conflictos políticos y sociales que se sus-citaron en ese período.4 Como resultado, entre 1785 y 1819,

3 Véase capítulo 1.4 Frank Moya Pons, «Nuevas consideraciones sobre la historia de la po-

blación dominicana: Curvas, tasas y tendencias», Eme-Eme, III, 15 (1974): 11-2. Como ha señalado Roberto Cassá, las migraciones de este período han sido presentadas de forma dramática por la historiografía tradi-cional, que ha visto en ellas las raíces de los problemas seculares del país. Historia social y económica de la República Dominicana, 2 vols. (Santo

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la población dominicana disminuyó en un 1.5% anual. Este descenso fue más pronunciado en la región Sur (-2% anual) que en el Cibao, donde el descenso fue de 1.4% al año. A dife-rencia de estas dos regiones, en la zona del Este la población aumentó anualmente a un ritmo de 1.3%; en consecuencia, su número de habitantes llegó a alcanzar una décima parte del total del país.

Aparte de sufrir una disminución menor que la del Sur, el Cibao se recuperó más rápidamente de esta crisis demográfica. De 1819 a 1838, la población del Cibao creció a un ritmo de 3.4% anual, mientras que el promedio nacional fue de apenas 1.8%. Además, la población dominicana tendió a concentrarse en el Cibao. A juzgar por las cifras disponibles, para finales de la década de los treinta, cerca del 60% de los habitantes del país se ubicaban en esta región. Durante el período siguiente (1838-1863), la tasa de crecimiento del Cibao experimentó un descenso y llegó a un 2.1% anual, en tanto que el resto del país mostró un crecimiento anual ascendente al 4%.5 Como resul-tado, en el último de estos años, la población del Sur había ascendido al 37% del total, mientras que la cibaeña constituía menos de la mitad.

De la década de los sesenta del siglo XIX hasta comienzos del siglo XX, el Cibao volvió a mostrar un vigoroso crecimiento demográfico, alcanzando una tasa de crecimiento que bor-deaba el 3% anual. Es muy probable que esto se haya debido al impulso experimentado por la economía cibaeña gracias a la expansión de la frontera agraria, resultado del apogeo del cacao y de la construcción de los ferrocarriles. Sin embargo, puesto que a finales del siglo XIX la agricultura comercial tam-

Domingo: Punto y Aparte, 1982-83), 1: 155. Obras recientes ofrecen in-dicios de que la migración fue menor de lo que tradicionalmente se ha pensado. Ver Carlos Esteban Deive, Las emigraciones dominicanas a Cuba (1795-1808) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1989).

5 Cfr. Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995), 14.

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bién se extendió en el Sur y el Este –aunque mayormente por medio de plantaciones cañeras–, en estos momentos resulta arriesgado establecer una conexión directa entre la trayecto-ria demográfica de cada región y su particular evolución eco-nómica. Para hacerlo, habría que conocer los patrones de la evolución natural de la población, así como el efecto de los cambios económicos y de las migraciones. Para finales del si-glo XIX, la inmigración aumentó, aunque, como es común, su repercusión fue muy desigual en las diversas regiones del país.6

A pesar de la irregular evolución de su población, los datos disponibles muestran el destacado papel de la región cibaeña en el poblamiento de la República Dominicana. Al respecto, desde el período colonial, el Cibao tuvo una clara preeminencia frente a las demás regiones del país. En 1739, el Cibao –inte-grado entonces por Puerto Plata, Santiago, La Vega y Cotuí– tenía una población estimada de 10,730 habitantes, es decir, casi un 36% del total de población. Aunque los datos sobre el siglo XIX no muestran un patrón claro –por ejemplo: el 59% de la población vivía en el Cibao, de acuerdo con un cálcu-lo hecho en 1838, mientras que en 1863 se estimó que esta proporción representaba solo un 48%–, es evidente que, para finales de la centuria, más de la mitad de la población estaba asentada en el Cibao. El primer censo nacional corrobora esta tendencia. De acuerdo con él, en 1920, el 56% de los habitan-tes del país vivía en el Cibao; el Sur contaba con el 33%, y el Este tenía solamente un 11% de los habitantes. El Cibao con-taba entonces con una densidad demográfica de 25 habitantes por kilómetro cuadrado, mientras que tanto el Sur como el Este tenían una densidad demográfica de 13 habitantes por kilómetro cuadrado.7

6 Al respecto, véase: H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900: Notes for a Historical Sociology (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982), 19-46.

7 Primer censo nacional de la República Dominicana, 1920, 2da ed. (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1975).

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Hasta mediados del siglo XX, el Cibao continuó siendo la región más poblada del país (tabla 3.2). Sus suelos fértiles permitieron el desarrollo de una numerosa población cam-pesina, la que contó con un crecimiento natural sostenido. En consecuencia, durante el siglo XX, el Cibao tuvo una de las densidades demográficas más altas de la República Domi-nicana. En 1920, exceptuando Monte Cristi y Samaná, todas las provincias del Cibao poseían una densidad demográfica superior al promedio nacional. En provincias como Santiago, Espaillat y Duarte la fertilidad de los suelos propició, de mane-ra particular, la existencia de una agricultura diversificada. El establecimiento de las redes comerciales favoreció, igualmen-te, el poblamiento del Cibao. A finales del siglo XIX, cuando aumentó la producción del cacao y del café, y los ferrocarriles facilitaron el transporte de dichos productos agrícolas, llegó a la región una gran cantidad de nuevos pobladores. Lugares de origen modesto se convirtieron en activos centros de pro-ducción agrícola y vieron aumentar su población. Por ejem-plo, San Francisco de Macorís, fundado en 1774 en torno a una ermita, se convirtió en uno de los principales productores de cacao del país y, con el tiempo, en la cabecera de la pro-vincia Duarte.8 San Francisco es el ejemplo más sobresaliente de varios pueblos que, o bien se desarrollaron, o resurgieron gracias al crecimiento de la agricultura comercial y a la cons-trucción de los ferrocarriles. Así, la interacción que se dio entre un campesinado orientado a la producción comercial, las condiciones naturales favorables, y las oportunidades que brindaban los medios de transporte, propiciaron las altas den-sidades demográficas de las provincias centrales del Cibao.

Monte Cristi y Samaná representan el otro extremo del espectro. En 1920, estas dos provincias tenían una densidad demográfica baja; aquí las condiciones naturales no son tan favorables como en las regiones anteriores. Monte Cristi des-

8 Hoetink, The Dominican People, 42.

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Los campesinos del Cibao 127

empeñó un papel importante en la economía del Cibao a prin-cipios del período colonial. Pero la despoblación impuesta por la Corona española en el siglo XvII y el clima seco de la provincia retrasaron su desarrollo económico. La población de Monte Cristi no dio señales de recuperación hasta el siglo XX. Samaná, por su parte, era una región apartada del resto del Cibao. Mejor conocida por el potencial de su excelente bahía, Samaná tuvo una escasa importancia económica has-ta finales del siglo XIX.9 Durante un breve período en el siglo XvIII, el tabaco del Cibao se exportó a través de Samaná.10 Pero luego de ese breve interludio, Samaná permaneció como una región económicamente atrasada. La falta de medios de comu-nicación internos y lo accidentado de su terreno –bosques es-pesos, cordilleras abruptas y valles pantanosos– obstaculizaron la integración de Samaná en las principales corrientes econó-micas del Cibao. La construcción del ferrocarril de La Vega a Sánchez contribuyó a activar la economía de la provincia. En esos momentos, tanto campesinos del Cibao Central como in-migrantes del Caribe afluyeron a la región para trabajar en la construcción del ferrocarril y en las grandes fincas de cacao.11

A pesar de todo, en 1920 Samaná aún estaba escasamente poblada. Sin embargo, su participación, cada vez mayor, en la agricultura comercial –sobre todo a partir de la década de los cuarenta– atrajo nuevos pobladores a la provincia. Durante este período, el arroz llegó a ser uno de sus principales cul-tivos. Según el censo de 1950, Samaná fue una de las pocas

9 Véase: Samuel Hazard, Santo Domingo, Past and Present; with a Glance at Hayti, 3ra ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1982), 195-206; y Rafael E. Yunén, «Intrigas diplomáticas para tomar Samaná: 1843-1874», Eme-Eme, I, 3 (1972): 58-88.

10 Ver capítulo I.11 Carmen A. Castro y María del Carmen Columna, «Notas sobre Sánchez y

el ferrocarril, 1880-1930», Eme-Eme, VI, 36 (1978): 78-9; y Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo en la República Dominicana. Vol. II: El desarrollo del capitalismo en la agricultura (1875-1930) (Santo Domingo: Gramil, 1981), 244-46.

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provincias del Cibao que tuvo una migración neta positiva. Al parecer, esta tendencia continuó a lo largo de la década, tanto en Samaná como en la provincia de María Trinidad Sán-chez, una división de la anterior, donde el arroz se convirtió también en uno de los principales cultivos.12

TABLA 3.2POBLACIÓN DE LA REPÚBLICA DOMINICANA

POR REGIÓN, 1920-70(En por cientos)

Año Cibao TC Sur TC Este TC Población TC

1920*1935195019601970

56.052.651.548.744.9

2.53.02.33.01.8

33.134.337.441.545.5

3.73.73.15.03.4

10.913.111.19.89.6

2.24.71.32.42.4

894,6651,479,4172,135,8723,047,0704,009,458

2.93.42.53.62.8

TC=Tasa de crecimiento.*Para calcular la tasa de crecimiento, se tomó como base la población del año 1908.Fuentes: Primer Censo Nacional de la República Dominicana, 1920, 2da ed. (Santo Domin-go: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1975); Anuario estadístico de la República Dominicana, 1936, 2 vols. (Santo Domingo: Editorial El Diario, 1936), 2: 86-98; Tercer censo nacional de población, 1950 (Ciudad Trujillo: Dirección General de Estadística, 1958); Cuarto censo nacional de población, 1960: Resumen general (Santo Domingo: Ofi-cina Nacional de Estadística, 1966); y Quinto censo nacional de población, 1970, 2da ed. (Santo Domingo: Oficina Nacional de Estadística, s.f.).

La expansión de los cultivos comerciales no tradicionales –como el arroz– durante los años cuarenta y cincuenta, fue un factor decisivo en el aumento de la población de varias regiones que, hasta entonces, habían ocupado una posición marginal, como Samaná y Monte Cristi. Dajabón y Santiago Rodríguez –divisiones de Monte Cristi– y Valverde, que anteriormente

12 Para una discusión de la migración interna durante el siglo XX, ver Isis Duarte, Capitalismo y superpoblación en Santo Domingo: Mercado de trabajo rural y ejército de reserva urbano, 2da ed. (Santo Domingo: CODIA, 1980), 188-222.

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Los campesinos del Cibao 129

pertenecía a la provincia de Santiago, también responden a este patrón. A comienzos del siglo XX, Dajabón y Santiago Ro-dríguez, situados en la frontera con Haití, compartían las con-diciones de atraso de Monte Cristi. La economía de la región estaba muy ligada a la de Haití a través del comercio ilegal.13 Durante el trujillato, el régimen inició un programa de «do-minicanización de la frontera» a base del establecimiento de poblados en las provincias aledañas a Haití y del fomento de la agricultura comercial.14 Como consecuencia, la población y la producción comercial aumentaron en estas zonas fronterizas, aunque no lograron alcanzar las densidades poblacionales del Cibao Central.

un PerfIL deMográfICo

¿Cuáles eran los rasgos predominantes de la población del Cibao? Una respuesta cabal a esta pregunta sobrepasa los lí-mites del presente estudio; además, la población cibaeña no es totalmente homogénea. Por lo tanto, examinaré la pobla-ción de Santiago a modo de muestra de los habitantes de la región.

13 Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 246-48.14 Roberto Cassá, Capitalismo y dictadura (Santo Domingo: Universidad Au-

tónoma de Santo Domingo, 1982), 130-31; Frank Moya Pons, Manual de historia dominicana, 4ta ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1978), 520; y Orlando Inoa, Estado y campesinos al inicio de la Era de Trujillo (Santo Domingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1994), 157-80. El plan de «dominicanización de la frontera» fue acompa-ñado de la matanza de miles de haitianos. Sobre este dramático suceso, ver Freddy Prestol Castillo, El Masacre se pasa a pie, 5ta ed. (Santo Domin-go: Taller, 1982); Suzy Castor, Migración y relaciones internacionales (El caso haitiano-dominicano) (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1987); Bernardo Vega, Trujillo y Haití: 1930-1937 (Santo Do-mingo: Fundación Cultural Dominicana, 1988); y José Israel Cuello H. (ed.), Documentos del conflicto domínico-haitiano de 1937 (Santo Domingo: Taller, 1985).

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130 Pedro L. San Miguel

Al igual que en todo el Caribe, la mezcla racial ha desempe-ñado un papel central en la configuración étnica de la pobla-ción del Cibao. El primer censo nacional, realizado en 1920, muestra que más de la mitad de los habitantes de la provincia de Santiago eran mestizos, es decir, mulatos (tabla 3.3). En 1935, este grupo sobrepasaba las dos terceras partes de la po-blación de la provincia. Sin embargo, el censo de 1950 mues-tra un marcado descenso de la población mestiza y negra, y un aumento de blancos. ¿Cómo explicar estos cambios? A partir de mediados de la década de los treinta, el dictador Rafael L. Trujillo impulsó una política orientada a atraer inmigrantes de Europa.15 Esta política era afín a la intentada por otros gobier-nos de Latinoamérica –tanto anteriormente como en esos mis-mos años– con el fin de incrementar la mano de obra destinada a diversas actividades económicas.16 Pero este no era el único propósito del fomento de la inmigración, sobre todo de la eu-ropea. Para muchos gobiernos latinoamericanos, dominados por los sectores criollos más europeizados, la inmigración era un medio de «modernizar» la región. Partiendo de criterios abiertamente racistas y discriminatorios, los sectores política y socialmente dominantes entendían que los componentes afroamericanos e indoamericanos de las poblaciones locales representaban un lastre al «progreso» de Latinoamérica. Con el fin de alcanzar el «progreso», se fomentó la inmigración con el propósito de «blanquear» a la población local.17

15 C. Harvey Gardiner, La política de inmigración del dictador Trujillo (Santo Domingo: Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, 1979).

16 Al respecto, consultar: Nicolás Sánchez-Albornoz, The Population of Latin America: A History (Berkeley: University of California Press, 1974), 146-81, y «Population», en: Leslie Bethell (ed.), Latin America: Economy and Socie-ty, 1870-1930 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), 88-101; Nicolás Sánchez-Albornoz (ed.), Población y mano de obra en América Latina (Madrid: Alianza Editorial, 1985); y Richard Graham (ed.), The Idea of Race in Latin America, 1870-1940 (Austin: University of Texas Press, 1990).

17 Graham, The Idea of Race. En el caso dominicano, este proyecto de «blan-queamiento» hay que verlo como parte de los intentos de «modernizar»

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Los campesinos del Cibao 131

TABLA 3.3POBLACIÓN DE LA PROVINCIA DE SANTIAGO

POR COLOR, 1920-50(En por cientos)

Años Blancos Negros Mestizos Otros Población

192019351950

34.023.749.6

15.16.83.6

50.969.446.8

-0.1*

123,040194,552259,947

TC=Tasa de crecimiento.* Menos de 0.1%.Fuentes: Primer censo nacional, 1920; Anuario estadístico, 1936; Tercer censo nacional de po-blación, 1950.

En el caso particular de la República Dominicana, hubo dos elementos más que contribuyeron a que el Gobierno inten-sificara esta política migratoria: la compleja y difícil relación con Haití, y el asentamiento de haitianos en territorio domini-cano. Durante el trujillato, el antihaitianismo se convirtió en política oficial y, en consecuencia, se tomaron provisiones para erradicar –o al menos limitar– la presencia haitiana en suelo dominicano.18 Tales intentos tuvieron varias dimensiones. Por un lado, durante las décadas comprendidas entre 1930 y 1960, se trató de fomentar la inmigración blanca, proveniente de Europa. Entre otros grupos, se establecieron en el país españo-les, refugiados de la Guerra Civil, y judíos, que habían huido del fascismo.19 En principio, esta política migratoria podría ayudarnos a explicar el cambio en la composición racial de la provincia de Santiago en el período comprendido entre 1935 y 1950. Sin embargo, es improbable que así haya ocurrido. De

al conjunto de la sociedad, especialmente a sus sectores campesinos. So-bre el particular: Baud, Peasants and Tobacco, 147-73.

18 La literatura sobre este asunto es relativamente abundante. Para una sín-tesis y bibliografía, ver Pablo Maríñez, Relaciones domínico-haitianas y raíces histórico culturales africanas en la República Dominicana: Bibliografía básica (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986).

19 Gardiner, La política de inmigración.

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132 Pedro L. San Miguel

acuerdo con C. Harvey Gardiner, a pesar de las cifras oficiales, que mostraban una inmigración de varios miles de personas, la realidad es que esta fue bastante modesta. Además, muchos de los que inicialmente llegaron a la República Dominicana abandonaron el país, ya fuese porque sus expectativas econó-micas y sociales no se materializaron o porque no soportaron la asfixia cultural y política impuesta por la dictadura.20

Pero, independientemente del fracaso real de su política migratoria, el régimen trujillista desarrolló una propaganda inflando sus resultados. Además, en el orden discursivo, la propaganda oficial –sustentada por importantes intelectuales dominicanos– intentó proyectar la imagen de un país de tradi-ción étnico-racial fundamentalmente hispánica. De tal manera se pretendía ocultar el aporte de la población afrodominicana en la construcción de la nación y, en segundo lugar, se resalta-ban las diferencias con el vecino país de Haití, el que, de acuer-do con esta visión, era de origen africano. Así, a una República Dominicana eminentemente blanca, a lo sumo mulata, se opo-nía un Haití abrumadoramente negro.21 Esta mistificación de la composición étnico-racial del país incluyó –como demuestra la

20 Gardiner, La política de inmigración. Para un testimonio de un refugiado español, quien luego abandonó la República Dominicana, ver la novela de Vicenc Riera Llorca, Los tres salen por el Ozama (Santo Domingo: Fun-dación Cultural Dominicana, 1989).

21 Franklin J. Franco, «Antihaitianismo e ideología del trujillato», en: Gé-rard Pierre-Charles (ed.), Problemas domínico-haitianos y del Caribe (Méxi-co: Universidad Nacional Autónoma de México, 1973), 83-109; Meindert Fennema y Troetje Loewenthal, Construcción de raza y nación en República Dominicana (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domin-go, 1987); Jesús M. Zaglul, «Una identificación nacional defensiva: El an-tihaitianismo nacionalista de Joaquín Balaguer –una lectura de La isla al revés», ES, XXV, 87 (1992): 29-65; Andrés L. Mateo, Mito y cultura en la Era de Trujillo (Santo Domingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1993); y Pedro L. San Miguel, «Discurso racial e identidad nacional en la República Dominicana», en: La isla imaginada: Historia, identidad y utopía en La Española, 2da ed. (San Juan y Santo Domingo: Editorial Isla Negra y Editora Manatí, 2007), 59-100.

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Los campesinos del Cibao 133

falsificación del número de inmigrantes– la manipulación de las cifras censales con el fin de inflar artificialmente la propor-ción de blancos y mestizos claros en la población, y disminuir los grupos negro y mestizo oscuro.22 Por tanto, las cifras que aparecen en el censo de 1950 sobre la población blanca están infladas, mientras que la población negra fue disminuida; la población se «blanqueó» estadísticamente, pero las cifras dis-tan de mostrar la realidad.

De lo que no hay duda alguna es del carácter eminentemen-te rural de la población de la provincia de Santiago durante el siglo XX. Como era de esperarse, el municipio de Santiago ha contado con una proporción mayor de habitantes urbanos que la provincia. En 1950, por ejemplo, casi el 75% de los habitantes de la provincia vivía en zonas rurales, mientras que en el muni-cipio de Santiago la población rural alcanzaba solo el 63% del total (gráfica 3.1). Ya para la década de los sesenta, la población urbana del municipio sobrepasó a la rural; en cuanto a la pro-vincia, este fenómeno no se evidenció hasta la década siguiente. Este fue el patrón general de la República Dominicana durante el siglo XX. Aunque la población rural continuó aumentando en el período bajo estudio, lo hizo a un ritmo más lento que la población urbana. Entre 1920 y 1950, la población rural de la provincia aumentó en un 2.1% al año. Por su parte, la pobla-ción urbana creció a una tasa de 4%. Con el paso del tiempo, el ritmo de crecimiento de la población rural fue disminuyendo. Así, mientras que de 1920 a 1935 la población rural aumentó a una tasa anual de 2.7%, durante el período de 1935 a 1950

22 Cassá, Capitalismo y dictadura, 760-68. Esta falsificación es lamentable ya que, en otros aspectos, el censo de 1950 es uno de los más exactos reali-zados en la República Dominicana. Según tengo entendido, los enume-radores del censo de 1950 recibieron instrucciones de incluir a los mula-tos claros entre los blancos. Una interesante discusión de las relaciones raciales en el Caribe, con especial énfasis en la República Dominicana, puede encontrarse en: H. Hoetink, «Race and Color in the Caribbean», en: Sidney W. Mintz y Sally Price (eds.), Caribbean Contours (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1985), 55-84.

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134 Pedro L. San Miguel

esta cifra fue de solo un 1.5%. En el período intercensal 1950-1960, la tasa de crecimiento de la población rural de la provin-cia alcanzó su punto más bajo: solo un 0.1% anual. El éxodo del campo a la ciudad explica, en gran medida, las diferentes tasas de crecimiento de la población rural y de la urbana. Este éxodo sugiere el deterioro de la economía campesina.23

GRÁFICA 3.1POBLACIÓN RURAL Y URBANA DE LA

PROVINCIA DE SANTIAGO

La población urbana ha mostrado una mayor proporción de mujeres que la población rural; esta tendencia se remon-ta, por lo menos, al siglo XIX. Las cifras del municipio de San-tiago, que muestran el patrón de casi una centuria, evidencian

23 Duarte, Capitalismo y superpoblación, 93-262.

Fuentes: Censos 1920, 1950, 1960, 1970; Anuario estadístico de la República Dominicana, 1936.

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Los campesinos del Cibao 135

el predominio numérico de las mujeres frente a los hombres entre 1874 y 1970 (tabla 3.4). Este predominio era resultado de la migración de las mujeres hacia los centros urbanos. En el Santiago preindustrial, a muchas mujeres les resultaba más fácil obtener empleo que a los hombres, tanto en el trabajo doméstico como en las manufacturas de tabaco.24

TABLA 3.4POBLACIÓN DEL MUNICIPIO DE SANTIAGO

POR SEXO

AñosPoblación urbana Población rural

Hombres Mujeres RM Hombres Mujeres RM

1874189318981904191619181935195019601970

2,5323,3894,2985,1166,697

25,59715,29125,22339,66073,260

2,9504,5725,1005,8058,077

26,66818,88431,33545,98081,980

86748488839681818689

------

42,37848,76444,39045,459

------

41,36048,75142,93044,153

------

103101102100

RM=Relación de masculinidad. Esta cifra expresa la proporción de hombres por cada 100 mujeres en una población. Una cifra mayor de 100 indica un exceso de hombres; por el contrario, una cifra menor de 100 muestra un déficit de hombres o, lo que es lo mismo, una mayor proporción de mujeres.Fuentes: Censo de población y datos históricos y estadísticos de la ciudad de Santiago de los Caballeros (Santiago: Tipografía La Información, 1917); «Censo rural de la Común de Santiago», BM, 29: 1020 (23 junio 1919); ASM, «Censo de población, 1935: Santiago» (Copia mecanografiada, 1935); Tercer censo nacional, 1950; Cuarto censo nacional, 1960; y Quinto censo nacional, 1970.

24 Sobre el trabajo femenino en la manufactura del tabaco: Baud, Peasants and Tobacco, 25-6. El predominio de las mujeres en los centros urbanos preindustriales ha sido constatado en otros estudios. Ver, por ejemplo: Silvia Marina Arrom, Las mujeres de la ciudad de México, 1790-1857 (Mé-xico: Siglo XXI, 1988), 129-37; y F. Pou et al., La mujer rural dominicana (Santo Domingo: Centro de Investigación para la Acción Femenina, 1987). De acuerdo a Ester Boserup, este patrón es típico de los países de América Latina. Woman’s Role in Economic Development (New York: St Martin’s Press, 1970), 174-93.

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136 Pedro L. San Miguel

En las zonas rurales, por el contrario, el número de hom-bres y mujeres ha sido más equilibrado. Sin embargo, hay algunos indicios de que incluso en el campo hubo cierto des-equilibrio numérico entre hombres y mujeres a comienzos del siglo XX. Para el conjunto de la población rural del municipio de Santiago, en 1918 la relación de masculinidad era de 96 (tabla 3.5). Esta cifra, aunque ligeramente sesgada, no repre-senta una desviación muy significativa del punto de balance. No obstante, para el grupo de edad de 15-60 años, este índice muestra una población con un déficit importante de hombres. Entre los habitantes de 15-60 años –que componen el grupo trabajador– la relación de masculinidad era de solo 88 hom-bres por cada 100 mujeres.

TABLA 3.5POBLACIÓN RURAL DEL MUNICIPIO DE

SANTIAGO POR EDAD Y SEXO, 1918

Edades Hombres Mujeres RM

0-1415-6061 +

12,72411,8061,068

12,06713,4091,192

1058890

Totales 25,598 26,668 96

Fuente: «Censo rural de la Común de Santiago».

Este índice estaba igualmente sesgado entre la población mayor de 60 años. Estos datos muestran que los desequilibrios numéricos entre la población masculina y femenina se daban en cohortes determinadas. La baja relación de masculinidad en estos grupos de edad sugiere, bien una fuerte inmigración femenina hacia el campo o una emigración masculina fuera del campo. El hecho de que las mujeres tendiesen a emigrar hacia los centros urbanos más que hacia las áreas rurales, su-giere que la sesgada relación de masculinidad en 1918 se de-

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Los campesinos del Cibao 137

bió a una migración masculina de unas zonas rurales a otras. En cualquier caso, estas cifras indican que hombres y mujeres seguían patrones migratorios diferentes.25

TABLA 3.6POBLACIÓN RURAL DEL MUNICIPIO DE

SANTIAGO POR EDAD Y SEXO

Edades1935 1950

Hombres Mujeres RM Hombres Mujeres RM

0-910-1920-2930-3940-4950-5960 +

14,54710,6156,4894,3292,8941,4422,062

14,1139,8576,8774,2782,6341,5592,042

10310894

10111093

101

15,84111,6277,8414,8643,5872,4262,578

15,48211,9708,0574,9593,3452,2832,655

102979798

10210697

Total 42,378 41,360 103 48,764 48,751 100

RM=Relación de masculinidad.Fuentes: «Censo de población, 1935: Santiago»; y Tercer censo nacional, 1950.

Como no hay datos desglosados para principios del siglo XX, se hace difícil establecer lazos más claros entre los grupos de edad y los patrones migratorios. Los datos disponibles de 1935 y 1950, por otro lado, no muestran las relaciones de masculinidad asimétricas observadas en los períodos anteriores (tabla 3.6).

25 Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 68-71. Aparte de las migraciones, el hecho de que se contase por debajo de la cifra real a los hombres, puede ayudar a explicar la baja relación de masculinidad en 1918. Por ejemplo, como los habitantes del campo recelaban sobre los propósitos del censo, debieron de ofrecer información falsa para proteger a los hombres del reclutamiento militar y de las conscripciones laborales. Esto no debe considerarse como una posibilidad muy remota si se tiene en cuenta que tanto el censo rural de Santiago en 1918, como el censo nacional de 1920, se llevaron a cabo durante la ocupación estadounidense del país y en medio de una guerra de guerrillas contra estos. Hay que señalar, sin embargo, que Santiago no fue uno de los focos regionales del conflicto armado.

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138 Pedro L. San Miguel

Hubo, por supuesto, grupos que mostraron un índice desequi-librado; por ejemplo, el grupo de edad de 40-49 años. Pero, de cualquier manera, los desequilibrios entre 1935 y 1950 eran menos pronunciados que los observados en 1918. No hay da-tos relativos a los grupos de edad del municipio de Santiago a partir de 1950.

Sin embargo, las cifras provinciales de 1970 hacen pensar que, entonces, la relación de masculinidad en la población ru-ral estaba empezando a experimentar nuevos cambios. Esto es particularmente cierto entre los grupos de edad de 40 años o más. En estas categorías de edad, la relación de masculinidad denota un exceso de hombres en el campo. En las zonas ur-banas, las mujeres predominan en todos los grupos de edad (tabla 3.7), lo cual no sorprende, dadas las tendencias pre-valecientes desde el siglo XIX. No obstante, a medida que las condiciones económicas del campo fueron cambiando, la pro-porción de hombres en las áreas urbanas tendió a aumentar. Entre 1935 y 1960, la relación de masculinidad en la ciudad de Santiago aumentó de 81 a 86; y en 1970 llegó a 89 (tabla 3.4).

TABLA 3.7POBLACIÓN DE LA PROVINCIA DE SANTIAGO

POR EDAD Y SEXO, 1970

EdadesPoblación urbana Población rural

Hombres Mujeres RM Hombres Mujeres RM

0-910-1920-2930-3940-4950-5960 +

26,11120,09612,7488,8576,2453,7454,035

26,05224,33215,0499,6906,7034,2275,243

100838591938977

36,83727,66313,846

9,8768,1935,3656,731

35,67826,11113,56410,3117,5724,7236,022

10310610296

108114112

Total 81,837 91,296 90 108,511 103,981 104

RM=Relación de masculinidad.Fuente: Quinto censo nacional, 1970.

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Los campesinos del Cibao 139

Lo discutido anteriormente señala la importancia de las mi-graciones internas en la configuración de la sociedad cibaeña. Estas migraciones, lejos de ser un fenómeno reciente, han sido una constante en el Cibao. Mientras se daba una tendencia clara entre las mujeres de emigrar a los centros urbanos, los hombres mostraban la tendencia de moverse de unos sectores rurales a otros. Este patrón está determinado por la vincula-ción predominante de la fuerza de trabajo masculina con la labranza y la crianza de ganado.26 A pesar del hecho de que las migraciones internas no son algo nuevo en el Cibao, hay constancia de que, durante el siglo XX, se produjo un cambio en la dirección de tales migraciones. De manera que, mien-tras Santiago parecía ser un foco de atracción de nuevos po-bladores hasta la década de los treinta, la provincia empezó a experimentar una pérdida neta en el número de migrantes durante la década de los cuarenta.27 Este cambio está asociado con el aumento de la densidad demográfica de Santiago y con las transformaciones económicas, las que han hecho más difícil obtener tierra.

eL uSo de La tIerra

El Cibao ha tenido una de las economías agrarias más varia-das de la República Dominicana. Sin embargo, los datos sobre el uso de la tierra antes de la década de los treinta son escasos y ambiguos. En 1907, el gobernador de la provincia de Santiago declaró que en el municipio había 341,330 tareas de pasto, 317,214 tareas sembradas de frutos menores (i.e. cultivos de subsistencia) y tabaco, mientras que 27,500 tareas estaban de-dicadas al cultivo del café y del cacao.28 Pero el censo rural de

26 Boserup, Woman’s Role in Economic Development, 187-90.27 Tercer censo nacional de población, 1950 (Ciudad Trujillo: Dirección Gen-

eral de Estadística, Oficina Nacional del Censo, 1958), XXIX-XXXvI.28 AGN, MIP, 1907, Leg. 235, 15 enero 1907. Este informe no ofrece datos

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140 Pedro L. San Miguel

Santiago de 1918 muestra un cuadro muy diferente (tabla 3.8). Según este censo, en Santiago había tan solo 93,546 tareas de-dicadas al cultivo del tabaco y 88,901 tareas de frutos menores. Así pues, parece que las cifras de 1907 están bastante infladas y que el censo de 1918, aunque seguramente con errores, es una fuente más confiable que el informe del gobernador, al menos en lo que a las proporciones se refiere.

TABLA 3.8USO DE LA TIERRA EN EL MUNICIPIO

DE SANTIAGO, 1918*

Tareas % del total % de la tierra cultivada

TabacoCacaoCaféCaña de azúcarFrutos menoresYerba de guineaMonte y sabana

93,54623,83013,1257,557

(88,901)261,275696,174

7.92.01.10.6

(7.5)22.158.8

41.210.55.83.3

(39.2)--

Totales 1,184,408 100.0 100* Los datos originales de este censo se han perdido. Para hacer los cálculos, utilicé los resultados del censo publicados en el Boletín Municipal de Santiago. Solo pude localizar una copia del BM donde se publicó el censo, la que, por desgracia, está par-cialmente rota; faltan los datos relativos a los frutos menores en diecisiete secciones rurales. Para lograr una aproximación al total de tierra destinada a frutos menores, calculé el promedio de tareas dedicadas a estos cultivos en todas las secciones para las que hay datos disponibles, es decir 793 tareas. Después, multipliqué este promedio por el número de secciones para las cuales no hay datos disponibles (17) y entonces sumé el resultado (13,481) al número conocido de tareas dedicadas al cultivo de fru-tos menores (75,420). De manera que las 88,901 tareas de frutos menores son una aproximación al número real de tareas dedicadas a ellos.Fuente: «Censo rural común de Santiago, 1918».

La tabla 3.8 muestra la distribución del uso de la tierra en el municipio de Santiago en 1918. Una gran proporción de

desglosados ni para las partidas de «frutos menores/tabaco» ni para las de «café/cacao».

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Los campesinos del Cibao 141

tierra estaba sin cultivar, pues más del 50% era monte o saba-na. De las tierras restantes, más de la mitad estaban dedicadas a la yerba de guinea, un claro indicio de que se destinaban a la crianza de ganado. En segundo lugar, la distribución de la tierra cultivada tiende a indicar el gran peso de la producción campesina en Santiago. Por ejemplo, el tabaco era, con mu-cho, el principal cultivo comercial de la común en cuanto al uso de la tierra (el 19.2% de todo el terreno cultivado); el cul-tivo de frutos menores ocupaba un 18.2% adicional del área cultivada. En comparación con el tabaco y los frutos menores, el café y el cacao ocupaban proporciones muy pequeñas (2.7% y 4.9% de la tierra cultivada, respectivamente).

Por supuesto, existían diferencias significativas en el muni-cipio en lo relativo al uso de la tierra. Aunque el cultivo de tabaco estaba ampliamente extendido en Santiago, había sec-ciones rurales donde ocupaba una proporción mínima de la tierra. Según el censo rural de 1918, en Pastor, una sección rural al sur de la ciudad de Santiago, solo había 73 tareas dedi-cadas al cultivo del tabaco; más del 88% de la tierra explotada se dedicaba a pasto. Este era, empero, un caso excepcional, ya que en la mayoría de las secciones rurales de Santiago el taba-co ocupaba, si no un lugar dominante, por lo menos un puesto significativo. El cultivo del café y del cacao estaba mucho más regionalizado que el del tabaco. Unas cuantas secciones rura-les (19 de 112) contenían más del 76% de la tierra sembrada de cacao en el municipio de Santiago; en casi el 44% de las secciones, no se cultivaba cacao. Algo parecido sucedía con el café, que estaba ausente por completo en más de la tercera parte de las secciones rurales de Santiago. Casi la mitad de las tareas dedicadas al cultivo del grano correspondían a solo nueve secciones del municipio. Por último, el pasto ocupaba proporciones considerables de terreno en muchas secciones, aunque presentaba notables variaciones de una a otra. Había unas cuantas secciones –situadas sobre todo hacia el oeste de Santiago– donde la tierra de pasto sobrepasó las 5,000 tareas.

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Se pueden citar, entre otros, los casos de Quinigua, Hato del Yaque, La Canela, Guayabal de Aciba, Palmar Abajo, Ingenio Arriba y Hatillo de San Lorenzo. No es de extrañar que casi una cuarta parte del ganado vacuno de la común estuviera lo-calizada en estas pocas secciones. Buena parte de este ganado pertenecía a grandes propietarios.

Durante el siglo XX, la producción campesina continuó des-empeñando un papel de primer orden en Santiago, tanto en el caso de los cultivos de subsistencia como en el de los cultivos comerciales. Por ejemplo, en 1940 los productos comerciales que tradicionalmente cultivaban los campesinos –tabaco, ca-cao y café– representaban el 23% de la tierra cultivada de la común.29 Por otra parte, los cultivos de subsistencia –plátanos, guineos, tubérculos, maíz y granos– ocupaban alrededor del 72% de la tierra cultivada (tabla 3.9). Para 1950 y 1960 la pro-porción de tierra cultivada dedicada a los cultivos comerciales fue de 40% y 32%, respectivamente. Mientras, los cultivos de subsistencia disminuyeron, algunos considerablemente. A ni-vel provincial, la relación entre cultivos de subsistencia y cultivos comerciales era similar.

¿Qué comparación puede establecerse entre el uso de la tierra en Santiago y su explotación a nivel nacional? El primer censo dominicano, realizado en 1920, es realmente decepcionante en este aspecto, ya que solo contiene los datos sin desglosar de la tierra cultivada y sin cultivar de cada provincia. De modo que tenemos que confiar en los datos cuantitativos que se em-pezaron a recopilar bajo el trujillato, a partir de los años trein-ta. Estos datos muestran las variaciones en el uso de la tierra de una región del país a otra. Por ejemplo, aunque en 1935 la caña de azúcar suponía un 16% de la tierra cultivada a ni-

29 A menos que indique lo contrario, no incluyo en este análisis la tierra destinada a pasto. Debido a la reconocida deficiencia de los censos domi-nicanos, esas cifras deben tomarse con mucha cautela. Más que ofrecer una imagen totalmente precisa, las mismas son valiosas en la medida que muestran unas tendencias generales.

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vel nacional, y un 20% en 1950, este cultivo era insignificante en la provincia de Santiago (tabla 3.10). El uso de la tierra en Santiago presentaba un pronunciado contraste con el de esas que podemos llamar «provincias azucareras», donde la caña ocupaba por lo menos el 20% de la tierra sembrada, como en Barahona.

TABLA 3.9TIERRA CULTIVADA EN EL MUNICIPIO

DE SANTIAGO(En porcientos)

Tipo de cultivo 1940 1950 1960

Cultivos comercialesTabacoCaféCacaoCaña

Cultivos de subsistenciaPlátanos y guineosTubérculosGranos*

Otros

24.610.68.34.01.7

75.420.324.728.32.1

40.521.613.64.90.4

59.512.512.933.01.1

32.312.115.74.00.5

67.713.031.417.95.4

Total 100.0 100.0 100.0

Miles de tareas 527. 264. 223* Incluye los llamados «cultivos intercalados».Fuentes: BN, Dirección General de Estadística, Sección del Censo, «Censo agrope-cuario, 1940» (Copia mecanografiada, 1940); Cuarto censo nacional agropecuario, 1950 (San Cristóbal: Dirección General de Estadística, Oficina Nacional del Censo, 1955); y Quinto censo nacional agropecuario, 1960 (Santo Domingo: Oficina Nacional de Esta-dística, 1966).

El caso extremo fue San Pedro de Macorís, donde más de la mitad de la tierra cultivada estaba dedicada a la caña de azúcar. Por otro lado, provincias como Duarte, La Vega y Espaillat mos-traban cierta especialización en el cultivo del cacao o el café. En 1935, en esas provincias, el 34%, 20% y 19%, respectivamente, de la tierra cultivada estaba sembrada de cacao. En Azua, Ba-rahona y Espaillat, el 23%, 30% y 27% de la tierra cultivada,

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respectivamente, estaba sembrada de café.30 La provincia de Santiago tenía más tierra dedicada al cultivo de frutos meno-res que la mayoría de las provincias del país. Los campesinos se dedicaban a la agricultura comercial, pero los cultivos de sub-sistencia continuaron desempeñando un papel extraordinario en la economía regional. Más aún, como el policultivo es muy común entre el campesinado dominicano, las cifras relativas a los cultivos de subsistencia representan un mínimo del total de tareas dedicadas a la producción de comestibles.31

TABLA 3.10TIERRA CULTIVADA EN LA

PROVINCIA DE SANTIAGO Y A NIVEL NACIONAL(En porcientos)

1935 1950

Tipo de cultivo Santiago Nacional Santiago Nacional

Cultivos comercialesTabacoCaféCacaoCaña

Cultivos de subsistenciaPlátanos y guineosTubérculosGranos*

Otros

19.07.38.12.70.9

81.014.819.714.132.4

37.61.99.5

10.515.7

62.311.39.1

12.729.2

32.314.314.82.70.5

67.612.414.339.81.1

49.92.1

13.414.320.1

50.014.29.7

23.82.3

Total 100.0 100.0 100.0 100.0

Miles de tareas 927 9,733 635 7,616* Incluye los llamados «cultivos intercalados».Fuentes: Anuario estadístico, 1936; y Cuarto censo nacional agropecuario, 1950.

30 Cfr. Pablo A. Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1993), 54-65.

31 A partir de 1950, los censos hacen una distinción en las entradas de los llamados «cultivos intercalados». Sobre el policultivo, véase: Pierre George, Geografía rural, 6ta ed. (Barcelona: Ariel, 1982), 73-7.

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Los campesinos del Cibao 145

La persistencia de la producción campesina en Santiago a lo largo del siglo XX no debe ocultar los cambios ocurridos en el campo a partir de los años treinta. En primer lugar, la fron-tera agraria, después de alcanzar su tope en 1940, empezó a replegarse (tabla 3.11). A partir de entonces, la tierra bajo cul-tivo comenzó a descender no solo en términos relativos sino, incluso, en términos absolutos. Por el contrario, los pastizales tendieron a extenderse. La disminución de la tierra cultivada frente a la tierra dedicada a pasto fue un proceso general en la República Dominicana durante este período, aunque fue más pronunciado en unas provincias que en otras.32 Este, por otro lado, es un fenómeno típico, que suele acompañar al urbanis-mo. Debido al crecimiento de la población citadina, tiende a aumentar la demanda por los productos lácteos y por la carne, lo que se traduce en una ampliación de la tierra dedicada a la crianza en detrimento de las tierras cultivadas.33 En segundo lugar, la tierra dedicada a cultivos comerciales aumentó, mien-tras que disminuyó el porcentaje de tierra dedicada a cultivos de subsistencia. En 1940, alrededor del 70% de la tierra culti-vada estaba dedicada a los cultivos de subsistencia tradiciona-les del campesinado. Sin embargo, en 1960, este porcentaje había descendido a un 50% de la tierra cultivada. Durante el mismo período, los cultivos tradicionales comerciales del cam-pesinado aumentaron su proporción de un 20% a un 30% del total de la tierra cultivada. Considerando que los cultivos de subsistencia también se expendían en los mercados locales,

32 Cassá, Capitalismo y dictadura, 149-54.33 Sobre los efectos de la «modernización» en la economía campesina, ver

Karl Kautsky, La cuestión agraria (Buenos Aires: Siglo XXI, 1974); B.H. Slicher van Bath, Historia agraria de Europa occidental, 500-1850 (Barce-lona: Península, 1974); Ernest Feder, Violencia y despojo del campesino: La-tifundismo y explotación, 3ra ed. (México: Siglo XXI, 1978); David Grigg, The Dynamics of Agricultural Change: The Historical Experience (London: Hutchinson, 1982); y Alain de Janvry, The Agrarian Question and Reformism in Latin America (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1983).

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estas cifras indican claramente cómo el campesinado fue dependiendo cada vez más del mercado para ganarse la vida.

TABLA 3.11TENDENCIAS DEL USO DE LA TIERRA EN LA

PROVINCIA DE SANTIAGO(En miles de tareas)

Años TierraCultivada % Tierra

de pasto % Total

1935194019501960*

9271,009

634563

56494138

7141,061

913935

44515962

1,6412,0701,5471,498

* Las cifras para este año se vieron un poco afectadas por la creación de la provincia de Valverde, donde la producción de arroz era la actividad dominante.Fuentes: Anuario estadístico, 1936; «Censo agropecuario, 1940»; Cuarto censo nacional agropecuario, 1950; y Quinto censo nacional agropecuario, 1960.

Esta dependencia fue resultado de la incorporación de la República Dominicana a la economía atlántica, tanto me-diante la exportación de sus productos como de la adqui-sición de bienes provenientes del exterior. Igualmente, el crecimiento demográfico ha impulsado cambios en la socie-dad rural dominicana.34 Uno y otro factor hicieron que los campesinos cibaeños se vieran inmersos en un mundo cam-biante, en el cual aumentó la competencia por el control de los recursos productivos, y en el cual se hizo más necesario tener acceso a las redes comerciales y a los servicios presta-dos por los grupos citadinos. Pero en el Cibao, las fuerzas del mercado no provenían, como pretendía Adam Smith,

34 Para una discusión de las relaciones entre los cambios demográficos y las estructuras agrarias, ver David Grigg, Population Growth and Agrarian Change: An Historical Perspective (Cambridge: Cambridge University Press, 1980).

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de una «mano invisible» que movía –por medio de hilos im-perceptibles– los recursos económicos. Todo lo contrario, la creciente comercialización de la ruralía cibaeña fue re-sultado de agentes muy concretos que impulsaron cambios en los sistemas productivos, los patrones de intercambio, el uso y la propiedad de la tierra, y, en consecuencia, en las estructuras sociales.

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CaPÍtuLo Iv

Comerciantes, intermediarios y campesinos

eL CaPItaL CoMerCIaL y LaS eConoMÍaS CaMPeSInaS

La literatura de las Ciencias Sociales, influenciada por la teoría de la dependencia, contiene un buen número de obras acerca de los efectos del mercado internacional sobre la eco-nomía latinoamericana.1 Se ha prestado menos atención al pa-pel del capital comercial en la configuración de las sociedades de América Latina. Existen, ciertamente, unas cuantas obras que han abordado este tema. Sin embargo, la mayoría de ellas se ha concentrado en áreas dominadas por la economía lati-fundista o por la minería.2 El papel de los comerciantes y del

1 Entre las obras de síntesis, se pueden consultar: Celso Furtado, La economía latinoamericana desde la conquista hasta la Revolución Cubana, 3ra ed. (México: Siglo XXI, 1973); Ciro F.S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Historia económica de América Latina, 2 vols. (Barcelona: Crítica, 1979), 1: 105-210; y Leslie Bethell (ed.), Latin America: Economy and Society, 1870-1930 (Cambidge: Cambridge University Press, 1989), caps. 1-2.

2 D.A. Brading, Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810) (México: Fondo de Cultura Económica, 1983); P.J. Bakewell, Minería y sociedad en el México colonial: Zacatecas (1546-1700) (México: Fondo de Cultura Económica, 1976); Ann Twinam, Miners, Merchants, and Farm-ers in Colonial Colombia (Austin: University of Texas Press, 1982); Stanley J. Stein, Vassouras: A Brazilian Coffee County, 1850-1890 (New York: Ath-eneum, 1974); Francisco A. Scarano, Sugar and Slavery in Puerto Rico: The

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capital comercial en un medio predominantemente campesi-no apenas ha comenzado a llamar la atención de los historia-dores. Los estudios existentes muestran cómo el capital comer-cial ha servido de enlace entre las economías regionales y los mercados internacionales; además, han demostrado el papel de los comerciantes como prestamistas.

El capital comercial ha producido cambios significativos en las sociedades rurales; entre otras cosas, ha sido decisivo en el desarrollo de las economías campesinas. Los comerciantes no siempre se han convertido en agricultores y, en muchas ocasiones, han dependido de los campesinos para satisfacer la demanda de productos de exportación, lo que ha propiciado que los campesinos se integren a los sistemas de crédito y mer-cadeo de las firmas comerciales. En cierta medida, así ocurrió en Puerto Rico durante el siglo XIX, según tienden a demostrar las investigaciones recientes. Por ejemplo, en su estudio sobre la economía cafetalera puertorriqueña durante el siglo pasa-do, Laird Bergad encontró que no hubo una tendencia clara, por parte de los comerciantes, a convertirse en agricultores. Así, mientras que los comerciantes corsos en el municipio de Yauco hicieron una temprana transición al cultivo del café, sus homólogos mallorquines en Lares continuaron en su mayoría siendo comerciantes, al menos hasta el alza de precios regis-trada en las décadas de los setenta y de los ochenta.3 Fernando Picó ha establecido, por otro lado, que, a pesar de que el prés-tamo de dinero tuvo como consecuencia un mayor control so-bre la tierra así como «sobre todas las actividades económicas

Plantation Economy of Ponce, 1800-1850 (Madison: University of Wisconsin Press, 1984); Teresita Martínez-Vergne, Capitalism in Colonial Puerto Rico: Central San Vicente in the Late Nineteenth Century (Gainesville: University Press of Florida, 1992); y Laird W. Bergad, Cuban Rural Society in the Nine-teenth Century: The Social and Economic History of Monoculture in Matanzas (Princeton: Princeton University Press, 1990).

3 Laird W. Bergad, Coffee and the Growth of Agrarian Capitalism in Nineteenth-Century Puerto Rico (Princeton: Princeton University Press, 1983), 88-9, 106-8 y 113-16.

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del caficultor», la refacción no siempre conllevó la ejecución de las hipotecas que pesaban sobre las propiedades rurales. Aunque algunos refactores usaban cualquier «resquicio legal» para tomar posesión de la tierra, muchos de ellos se percata-ron de que la rentabilidad de sus negocios no descansaba necesariamente sobre la propiedad de la tierra, sino en el con-trol de la cosecha anual de café.4

Esta relación entre el capital comercial y la economía cam-pesina ha sido detectada en entornos muy diferentes al de las islas del Caribe. Florencia Mallon sostiene que, aunque los campesinos del altiplano peruano no eran ajenos a los «flujos y reflujos» del capital comercial, durante mucho tiempo este fue incapaz de destruir la médula de la autosuficiencia del campe-sinado. Según ella, en el contexto del sistema colonial español, la penetración del capital comercial –y, por consiguiente, de las relaciones de mercado dentro de la sociedad campesina– se produjo a través de canales esenciales para el desarrollo de la vida rural.5 Por su parte, William Roseberry señala que el interés central de los comerciantes de los Andes venezolanos estribaba en que los campesinos les garantizaran un suminis-tro seguro de café. Estas relaciones entre comerciante y cam-pesino se tornaron tan importantes en Boconó, región estu-

4 Fernando Picó, Amargo café (Los pequeños y medianos caficultores de Utuado en la segunda mitad del siglo xix) (Río Piedras: Huracán, 1981), 79. Investiga-ciones posteriores sobre la economía cafetalera puertorriqueña tienden a confirmar la importancia del campesinado en el cultivo del grano. Ver Helen Santiago, «La élite cafetalera de San Sebastián a finales del siglo XIX: Su ascenso y decadencia» (Tesis de maestría, Universidad de Puerto Rico, 1988); y Mabel Rodríguez Centeno, «Atrapados en la depresión: Los caficultores puertorriqueños ante la coyuntura crítica de 1928-1939» (Tesis de maestría, Universidad de Puerto Rico, 1991). Sobre la historio-grafía del café en Puerto Rico, ver Mabel Rodríguez Centeno, «Cafetales de escritorio: Las interpretaciones académicas sobre la sociedad del café en Puerto Rico», Op. Cit., 6 (1991): 11-39.

5 Florencia E. Mallon, The Defense of Community in Peru’s Central Highlands: Peasant Struggle and Capitalist Transition, 1860-1940 (Princeton: Princeton University Press, 1983), 33-4.

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diada por este autor, que los terratenientes fueron opacados por el ascenso del sector mercantil y de un campesinado pro-pietario. En consecuencia, el acceso al capital, y no el control de la tierra, se convirtió en el elemento clave en la estructura de poder en Boconó.6 Entre los países centroamericanos, Cos-ta Rica muestra una estructura económica basada en el cultivo de café, en la que los comerciantes han dependido, en buena medida, de la producción campesina.7 Para Colombia, Mar-co Palacios destaca la existencia de una estructura productiva dual, donde coexisten la producción cafetalera latifundista con el cultivo del grano a pequeña escala. Las condiciones ecológicas en las que se desarrolla el cafeto –cultivo de ladera por excelencia–, la flexibilidad de los pequeños propietarios ante los vaivenes del mercado internacional y la temprana co-lonización de tierras de alto rendimiento, son algunos de los factores que explican la existencia de esta economía cafetalera de base campesina.8 En definitiva, estos ejemplos sugieren que

6 William Roseberry, Coffee and Capitalism in the Venezuelan Andes (Austin: University of Texas Press, 1983), 90 y 94-6. Sobre Colombia, ver también: Nola Reinhardt, Our Daily Bread: The Peasant Question and Family Farming in the Colombian Andes (Berkeley: University of California Press, 1988); Catherine LeGrand, «Comentarios sobre ‘La Costa Rica cafetalera en contexto comparado’, de Lowell Gudmundson», RH, 14 (1986): 41-52, y Frontier Expansion and Peasant Protest in Colombia, 1850-1936 (Albuquer-que: University of New Mexico Press, 1986).

7 Ciro F.S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Centroamérica y la economía oc-cidental, 1520-1930 (San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1986); Carolyn Hall, El café y el desarrollo histórico-geográfico de Costa Rica, 3ra ed. (San José: Editorial Costa Rica, 1982); Mitchell A. Seligson, El campesino y el capitalismo agrario de Costa Rica, 2da ed. (San José: Editorial Costa Rica, 1984); Lowell Gudmundson, «La Costa Rica cafetalera en contexto comparado», RH, 14 (1986): 11-23; y Mario Samper, Generations of Settlers: Rural Households and Markets on the Costa Rican Frontier, 1850-1935 (Boulder, Col.: Westview Press, 1990).

8 Marco Palacios, El café en Colombia, 1850-1970: Una historia económica, social y política, 2da ed. (México y Bogotá: El Colegio de México y El Án-cora Editores, 1983), 431-78. Como evidencian las obras mencionadas, la mayoría de los estudios sobre economías campesinas giran en torno a la

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el capital comercial es capaz de florecer en un medio predomi-nantemente campesino; ahora bien, necesita controlar la pro-ducción campesina para satisfacer las exigencias del mercado.

El Cibao constituye un ejemplo adicional de una economía integrada en el mercado mundial, controlada por comercian-tes, pero en la cual el campesinado continuó desempeñan-do un papel central hasta bien entrado el siglo XX. Al menos desde mediados del siglo XIX, una de las características sobre-salientes del Cibao fue la existencia de un complejo sistema económico que ató al campesinado a los intereses comerciales y manufactureros. Este sistema económico dio pruebas de ser muy flexible ante condiciones variables, pues sobrevivió por más de un siglo. En gran medida, su larga existencia fue re-sultado de la capacidad de acomodo del campesinado ante las transformaciones económicas y sociales sufridas por la región cibaeña. Sin embargo, no se debe obviar que los comerciantes y los empresarios urbanos –muchas veces con el apoyo de las agencias estatales– lograron ejercer un control cada vez mayor sobre la economía rural. Al intensificar su dominio sobre la economía agraria, los comerciantes buscaron adaptar la pro-ducción campesina a los dictados del mercado internacional. A nivel local, los comerciantes han sido los agentes directos, por así decido, del «sistema mundial».9 Por eso, a pesar de las evidentes semejanzas entre las redes comerciales del Cibao durante los siglos XIX y XX, un análisis más profundo muestra que los campesinos sufrieron una pérdida de autonomía a

producción del café. En el Cibao, los campesinos, además de cultivar este grano, se dedicaban al tabaco y al cacao.

9 Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995), 47 y passim. El término es de Immanuel Wallerstein, El moderno sistema mundial: La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI, 2da ed. (México: Siglo XXI, 1979). Sidney Mintz ha hecho una evaluación de las tesis de Wallerstein, especialmente pertinente a las sociedades campesinas, en: «The So-Called World System: Local Initiative and Local Response», DA, 2 (1977): 253-70.

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medida que el sector mercantil extendió su radio de acción en la ruralía. En fin, el capital comercial actuó como un elemento catalizador de los cambios económicos y sociales sufridos por el campesinado cibaeño.

eL CoMerCIo de eXPortaCIón y La éLIte CIbaeña

La ciudad de Santiago, localizada en el mismo corazón de la región tabacalera, fue, desde el siglo XIX, el centro de operacio-nes de las casas comerciales del Cibao. Ya desde entonces, mu-chos de los comerciantes de Santiago dedicados al tráfico de los frutos del país actuaban como agentes de las casas extran-jeras establecidas en Puerto Plata, principal puerto de expor-tación de la región norte de la República Dominicana. Entre otros contemporáneos, Samuel Hazard refiere que el tabaco cultivado en las cercanías de Santiago era almacenado en esta ciudad, donde era empacado. Desde aquí era transportado, a lomo de mula, hasta Puerto Plata, donde se embarcaba para Europa. De esta manera, las hojas de tabaco que se cultivaban en los campos cibaeños seguían su rumbo, a través de una lar-ga cadena de intermediarios, hasta los mercados europeos. El grueso del tabaco dominicano se exportaba a Hamburgo, que llegó a importar más del 90% de las hojas dominicanas. El con-trol de los comerciantes alemanes sobre el tabaco dominicano era tan estrecho que Hazard lo conceptuó como un verdadero monopolio.10

Durante el siglo XIX, una parte significativa del mercadeo y del financiamiento de los productos dominicanos estuvo en

10 Samuel Hazard, Santo Domingo, Past & Present; with a Glance at Hayti, 3ra ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1982), 180 y 324-25; y Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo en la República Dominicana (1844-1930). Vol. 1: El proceso de transformación de la economía dominicana (1844-1875), 2da ed. (Santo Domingo: Gramil, 1980), 53.

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manos de comerciantes asentados en las islas caribeñas de Saint Thomas y Curazao; la primera de estas islas tuvo una importancia capital en el comercio del tabaco. Sin embargo, como los comerciantes de ambas islas actuaban por lo general en representación de comerciantes europeos, el tabaco que llegaba a ellas también era embarcado hacia los puertos del Viejo Mundo. Al surgir otros productos de exportación, con el desarrollo de redes financieras alternas y con la apertura de nuevas rutas de comercio internacional, las relaciones eco-nómicas de la República Dominicana con Saint Thomas y Cu-razao empezaron a languidecer durante el último cuarto del siglo XIX.11

A pesar de ello, a comienzos del siglo XX algunos comer-ciantes de Santiago mantenían aún intereses económicos en Saint Thomas. Por ejemplo, Tomás Pastoriza heredó de An-drés Pastoriza algunas propiedades en dicha isla; Andrés, a su vez, había sido heredero de Salvador Pastoriza, cabeza de una de las principales casas comerciales de Santiago. Aunque la fuente que he utilizado no ofrece detalles sobre los intereses económicos de los Pastoriza en Saint Thomas, esta cadena de herencias sugiere que estos bienes tuvieron alguna importan-cia en los negocios de la familia. De hecho, en 1907, luego de la muerte de Tomás, su viuda y herederos nombraron a Gerolamo Leviti, cónsul de la República Dominicana en Saint Thomas, como su apoderado para administrar los bienes que habían heredado. En otro caso, Sollner & Comp., nombró a A.H. Lockhart, de Saint Thomas, como su representante en la quiebra de la firma Paiewonsky & Comp., la que debía a Sollner la cantidad de 275 pesos.12

11 Jaime Domínguez, Notas económicas y políticas dominicanas sobre el período julio 1865-julio 1886, 2 vols. (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1983), 1: 158-62 y 175-76; y H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900: Notes for a Historical Sociology (Baltimore: Johns Hop-kins University Press, 1982), 87-93.

12 ANJR, PN: JD, 1907, t. 1, fs. 94-4v; y 1911, t. 2, fs. 213-13v.

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Los negocios con la República Dominicana permitieron que empresarios de Saint Thomas lograran acumular capitales de cierta magnitud. En octubre de 1909, pongamos por caso, Fé-lix Mayer –natural de Saint Thomas, propietario y vecino de Guayubín– compareció ante el notario de Santiago Joaquín Dalmau a inscribir un inventario de los bienes de su tío Emi-lio Zeferino Mayer, quien había fallecido en junio de ese año. Con toda probabilidad, el difunto era un negociante de Saint Thomas que, como otros, había adquirido propiedades en la República Dominicana. Entre sus bienes se encontraba una tienda en Guayubín «con existencias por valor de cuatro mil quinientos pesos oro», además de varias casas, localizadas en Guayubín, Monte Cristi y Dajabón. Emilio Mayer tenía depo-sitadas varias cantidades de dinero en al menos tres institucio-nes: 30,000 pesos en Lempek y Comp., 5,000 pesos en C.H. Loinaz y Comp., y 18,000 pesos en un banco de Nueva York. Al momento de su muerte, Mayer poseía en caja 8,000 dólares en efectivo, más 2,500 pesos oro en alhajas. En conjunto, sus bienes ascendían a más de 74,000 pesos oro.13

Gracias al mercadeo y al financiamiento de la producción agrícola se desarrolló una poderosa élite comercial en el Ci-bao, especialmente en Santiago y Puerto Plata. Las relaciones comerciales entre la ciudad de Santiago, principal centro de acopio de la producción cibaeña, y Puerto Plata, puerto de exportación, cimentaron los vínculos entre los sectores mer-cantes de ambas ciudades. Por ejemplo, Augusto Espaillat Sucesores, una de las más importantes firmas comerciales de Santiago, estaba asociada a A.S. Grullón y Comp., de Puerto Plata. La casa Espaillat fue fundada en el siglo XIX, en la déca-da de los setenta, y se dedicaba al comercio de importación y exportación; contaba con dos sucursales para comprar frutos del país: tabaco, café, cacao, cera y miel de abeja, entre otros. Para el año de 1900, se calculó que Espaillat Sucesores exportó

13 ANJR, PN: JD, 1909, t. 2, fs. 253-53v.

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más de 20,000 quintales de tabaco, 6,050 quintales de cacao y 18,000 quintales de café. Aparte de eso, la firma contaba con un almacén de venta al detal donde la mercancía fina alterna-ba con efectos bastos, como artículos de ferretería, chucherías y novedades en general. La firma comercial de Toribio Morel también estaba asociada a Grullón y Comp. Esta última casa, agente de una línea marítima cubana, manejaba un volumen de importaciones y exportaciones de cerca de 1,000,000 de pesos.14

Ya que la principal actividad económica de las casas comer-ciales de Puerto Plata residía en la exportación de los frutos del país, la expansión de su influencia al Cibao Central era in-dispensable para garantizar su acceso a dichos productos. Por este motivo, algunas firmas radicadas en dicho puerto –sobre todo las extranjeras– establecieron lazos con firmas localiza-das en Santiago, las que les suministraban los productos de exportación. Por ejemplo, entre enero y septiembre de 1900, C. Sully Bonelly Comp. compró y remitió a Puerto Plata, a co-misión, 6,000 serones de tabaco, 1,500 sacos de café con 2,400 quintales del grano y 400 sacos de cacao, equivalentes a 560 quintales.15 Sin embargo, las firmas comerciales de Puerto Pla-ta no dependieron exclusivamente de estos arreglos con los comerciantes de Santiago para obtener sus productos de ex-portación. Al contrario, las casas puertoplateñas establecieron sucursales comerciales en Santiago y en otros centros urbanos cibaeños, desarrollando sus propias redes de abastecimiento. Así, J.M. Batlle y Comp., una de las principales firmas comer-

14 Tulio M. Cestero, «Viaje por el Cibao en 1900», Eme-Eme, I, 4 (1973): 120-31. Se puede encontrar más información sobre los comerciantes de Puerto Plata en: Neici M. Zeller, «Puerto Plata en el siglo XIX», Eme-Eme, V, 28 (1977): 27-51; Enrique Deschamps, La República Dominicana: Direc-torio y guía general (Santiago: s.e., 1907); y El libro azul de Santo Domingo/ Dominican Blue Book [1920], ed. facsímil (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976).

15 Cestero, «Viaje por el Cibao», 123.

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ciales de Puerto Plata, fundada en 1879, tenía un almacén en Santiago en la última década del siglo pasado. Batlle y Comp. se convirtió en uno de los más importantes «especuladores» –que era como se denominaba a los comerciantes que trafi-caban con los productos locales– de Santiago.16 CH. Loinaz y Comp., otra de las empresas más importantes de Puerto Plata, contaba en 1900 con sucursales en Santiago, La Vega, Monte Cristi y Guayacanes. Divanna, Grisolia y Comp. –que según el Libro azul eran «poderosos comerciantes y fuertes industria-les», establecidos en Puerto Plata desde el año 1875– también tenían una casa de importación y exportación en Santiago.17

Una de las características de los grupos mercantiles de San-tiago y Puerto Plata era la variedad de sus negocios. No solo se dedicaban al comercio de importación y exportación, sino que también actuaban como intermediarios de firmas comerciales, bancarias o de transporte del extranjero. Este fue un rasgo tí-pico de los sectores mercantiles en el Caribe hasta épocas muy recientes. La ausencia de bancos y de firmas de transporte lo-cales propiciaba que los comerciantes de la región se convirtie-sen en agentes de empresas extranjeras y que actuasen como financistas.18 Por ejemplo, Loinaz y Comp. era representante de la Clyde Steamship Company y de la Santo Domingo Line; J.M. Batlle y Comp. actuaba como agente de la Compagnie

16 El libro azul, 129; y BM, 5: 106 (30 enero 1891), 1.17 El libro azul, 124 y 127; y Cestero, «Viaje por el Cibao», 122 y 130. Datos

adicionales en: Baud, Peasants and Tobacco, 131-33 y 136-39.18 Bergad, Cuban Rural Society, 167-82; Astrid Cubano, «Economía y socie-

dad en Arecibo en el siglo XIX: Los grandes productores y la inmigración de comerciantes», en Francisco A. Scarano (ed.), Inmigración y clases so-ciales en el Puerto Rico del siglo xix (Río Piedras: Huracán, 1981), 67-124; y Annie Santiago de Curet, Crédito, moneda y bancos en Puerto Rico durante el siglo xix (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1989). Según Baud, la importancia de los comerciantes europeos en los países de América Latina se debía a la escasez de capital, lo que daba por resul-tado altas tasas de interés del crédito (Peasants and Tobacco, 130).

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Generale Transatlantique y de la Hamburg-Amerika Linie.19 En 1918, V.F. Thomen –un comerciante de Santiago dedicado a la exportación de frutos del país– pasó una factura de RD$214 a Alberto Campagna en representación de la Muller Schall Comp., de Nueva York.20 En otro caso, José Ferrando, comer-ciante de La Vega, reconoció una deuda de RD$21,714 con Vázquez, Correas y Comp., de Nueva York, representada en Santiago por José Rafael Malagón. Ferrando se comprometió a saldar su deuda en pagos mensuales de 1,000 dólares; como garantía, hipotecó su almacén.21

Algunos de los comerciantes más acaudalados de Puerto Pla-ta llegaron incluso a invertir en empresas manufactureras y agrí-colas de envergadura. No es de extrañar que los empresarios de Puerto Plata realizaran fuertes inversiones en plantaciones de caña; tal fue el caso de los Grisolia y los Ginebra, dueños del Ingenio Mercedes, fundado en 1919. Al año de su estable-cimiento, el ingenio contaba con 500 peones y tenía una de las maquinarias más modernas del país. Rodolfo y Augusto Bentz, considerados los comerciantes más prósperos de Puerto Plata a principios del siglo XX, eran dueños de dos grandes centra-les, al igual que de extensos pastizales. En 1920 se calculó que la firma Bentz Hermanos contaba con un capital de cerca de $1,000,000. Divanna, Grisolia & Comp., compañía especializada en la exportación de tabaco y azúcar, era accionista del Ingenio San Carlos. Además, era propietaria de una fábrica de velas y de un ingenio algodonero. Por su parte, Brugal & Comp., una de las más importantes firmas comerciales de la República, poseía cerca de 40,000 tareas de tierra cultivadas en caña de azúcar, cacao y café. La caña de azúcar y el cacao eran usados como materia prima en la fabricación de ron, azúcar y chocolate.22

19 BM, 25: 724 (19 octubre 1912), 3-4.20 ANJR, PN: JMV, 1918, t. 1, fs. 133-33v.21 ANJR, PN: JMV, 1921, t. 1, fs. 48-8v.22 El libro azul, 120, 124 y 127.

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Al igual que los mercaderes de Puerto Plata, los de San-tiago incursionaron en otros ramos de la economía, además del comercio. Sin embargo, la evidencia disponible tiende a demostrar lo limitada que resultó la participación directa del sector mercantil santiaguero en la manufactura. La imprecisa clasificación del censo urbano de 1916 no ofrece un cuadro claro sobre las manufacturas de Santiago en dicho año. Por ejemplo, el censo consigna la existencia de 99 establecimien-tos «industriales», entre los que sobresalen las tabaquerías (28 del total). También se menciona la presencia de 143 «talleres», fundamentalmente establecimientos artesanales. Entre los ta-lleres había 35 zapaterías, 17 talabarterías, 16 carpinterías y 15 sastrerías. Más adelante hay una lista de «fábricas», en la que aparentemente se incluyen las manufacturas más moder-nas y de mayor envergadura de Santiago (tabla 4.1). De los 75 establecimientos clasificados como tales, 34 se dedicaban al confeccionado de zapatos manualmente; solamente 7 de las llamadas fábricas contaban con algún tipo de máquina de vapor.23

La producción de alcohol fue uno de los sectores industria-les en los que incursionaron algunos comerciantes. A princi-pios del siglo XX había unos cuantos empresarios cuya princi-pal actividad económica era la fabricación de ron. En 1920, Manuel de Jesús Tavárez Sucesores –casa comercial fundada en 1863 y que operaba tanto en el país como en el extranje-ro– contaba con una tradición en la fabricación de ron que se remontaba al siglo XIX.24 J.A. Bermúdez también llegaría a des-tacarse como fabricante de alcohol; en 1897 fundó la fábrica

23 Tanto en la lista de «industrias» como en la de «talleres» se incluyen algunos establecimientos que no eran manufacturas. Por ejemplo, entre los establecimientos industriales hay 14 barberías, mientras que entre los talleres aparecen 6 lavanderías. AHS, Censo de población y datos históricos y estadísticos de la ciudad de Santiago de los Caballeros (Santiago: Tipografía La Información, 1917), 48.

24 El libro azul, 141; y BM, 5: 106 (30 enero 1891), 1.

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de licores La Sin Rival, que contaba con maquinaria moderna y fincas de caña que suplían la materia prima para la industria.

TABLA 4.1FÁBRICAS EN SANTIAGO, 1916

Calzado*Chocolate*LadrillosLicoresBaúlesGaseosasHielo**Sombreros**Cigarrillos**Chocolate**Calzado**Fideos**Camisas

341187432111111

Total 75

* Se añade «a mano».** Se añade «al vapor».Fuente: Censo de población y datos históricos y estadísticos de la Ciudad de Santiago de los Caballeros (Santiago: Tipografía La Informaci6n, 1917), 52.

La incursión de la familia Bermúdez en la fabricación de ron data del siglo XIX. En 1867, Erasmo Bermúdez, comercian-te establecido en Santiago desde principios de esa década, se encontraba entre los empresarios de la ciudad que producían aguardiente.25 Ya que Santiago se encuentra en el corazón de la región tabacalera, era casi natural que, con el tiempo, los co-merciantes se dedicaran también a la manufactura de cigarros y, finalmente, de cigarrillos. Siguiendo a Antonio Lluberes y a Enrique Deschamps, Michiel Baud constata la existencia, en la primera década del siglo XX, de 87 tabaquerías y 25 cigarrerías en el país; de estas, 26 y 6, respectivamente, estaban ubicadas

25 El libro azul, 138; y José Chez Checo, El ron en la historia dominicana. Tomo I: Desde los antecedentes hasta finales del siglo xix (Santo Domingo: Ediciones de Centenario de Brugal & Co., 1988), 182-83.

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en Santiago. La proporción de talleres y manufacturas de ta-baco en el Cibao debió de ser mayor de lo que sugieren estas cifras ya que, como aclara Lluberes, Deschamps no consigna en su Directorio los establecimientos de «pueblos fuertemente relacionados al mundo tabaquero como La Vega, Moca [y] Tamboril».26 En 1937, había en la ciudad de Santiago doce fá-bricas de cigarros, con un promedio de 21 operarios. De estos establecimientos sobresalían la Compañía Anónima Tabacalera (con un promedio de 60 obreros) y la fábrica de Eduardo León Jiménez, que contaba con 75 trabajadores. Los estableci-mientos restantes eran mucho más pequeños, a juzgar por el número de operarios que empleaban (tabla 4.2).

A pesar de estos experimentos industriales, el financiamien-to y el mercadeo de los productos agrícolas continuó definien-do el papel de la élite de Santiago en la economía regional. Ya desde los sesenta del siglo XIX se decía que Santiago era «una ciudad de comerciantes que gobiernan a los comercian-tes inferiores del interior y que a su vez son gobernados por los comerciantes extranjeros de Puerto Plata y San Tomás».27 A principios del siglo XX, Saint Thomas ya había perdido gran parte de la importancia que había tenido para la economía del Cibao; Santiago y Puerto Plata continuaron siendo puntos de enlace decisivos entre los campesinos cibaeños y el mercado internacional. Las redes comerciales que convergían en estos centros urbanos, creadas en torno al acopio de los productos agrícolas del Cibao, constituyeron uno de los agentes princi-pales en la formación histórica del campesinado de la región.

26 Baud, Peasants and Tobacco, 20 y 25-6; Antonio Lluberes, «El tabaco dominicano: De la manufactura al monopolio industrial», Eme-Eme, VI, 35 (1978): 5-8. El Directorio de Deschamps es básicamente una guía empresarial.

27 Emilio Rodríguez Demorizi, Informe de la Comisión de Investigación de los Estados Unidos de América en Santo Domingo (Ciudad Trujillo: Academia Dominicana de la Historia, 1960), 283.

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TABLA 4.2FÁBRICAS DE CIGARROS EN SANTIAGO, 1937

Propietario Trabajadores

Eduardo León JimenesCompañía Anónima TabacaleraModesto ArósteguiJulio V. ArzenoEmilio JorgeSantiago de la CruzEchavarria & AcostaH. SuitzerSamuel MorilloJuan CaimaresDomingo Antonio CaimaresRamón Varona

7560*202018131010101010 3

Total 259

* Promedio anual; el número de operarios podía ser tan bajo como 20 y tan alto como 100.Fuente: AGN, GS, 1937, Exp. 10 [13], 4 de febrero 1937.

deL CIbao aL MerCado MundIaL: LaS redeS CoMerCIaLeS CIbaeñaS

Las redes que vinculaban la producción campesina y las fir-mas comerciales comenzaron a desarrollarse en el siglo XIX.28 Varios contemporáneos hacen referencia a la cadena econó-mica que unía a los campesinos con los comerciantes. Pedro F. Bonó, agudo observador de la vida rural del Cibao duran-te el siglo XIX, describió gráficamente cómo el campesino, bajo la presión de «responsabilidades morales y económi-cas inflexibles», recurría al tendero de la localidad en bus-ca de crédito; este le fiaba artículos y le ofrecía «avances»

28 Sobre el particular: Baud, Peasants and Tobacco, 11-31; Boin y Serulle Ra-mia, El proceso de desarrollo, 1: 48-60; y Nelson Carreño, Historia económica dominicana: Agricultura y crecimiento económico (siglos xix y xx) (s.l.: Universi-dad Tecnológica de Santiago, 1989), 180-94.

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en efectivo. Como garantía del dinero o de las provisiones adelantadas por el pulpero rural, el campesino ofrecía (o quizás el negociante exigía) el producto de su cosecha, es-pecialmente el tabaco. El tendero, que por lo general ca-recía del dinero suficiente para financiar a un gran núme-ro de productores, lo tomaba prestado a los comerciantes citadinos. El comerciante de la ciudad imponía un interés al dinero adelantado al pulpero rural, quien hacía lo pro-pio con las mercancías o el efectivo que daba al campesino como avance.29 El tabaco adquirido por los pequeños nego-ciantes locales era usado para liquidar sus deudas y para ser vendido a los comerciantes de las ciudades. A través de este mecanismo, los exportadores lograban acumular el tabaco necesario para realizar sus envíos a Europa.30 Esta red se ex-tendía a las comunes más importantes del Cibao, como San-tiago, La Vega y Moca. Según Bonó, los pequeños agricul-tores del Cibao preferían al tabaco como cultivo comercial debido a su ciclo corto de producción; a los cuatro meses de haber iniciado la siembra, el campesino podía contar con su cosecha y, en consecuencia, con un producto capaz de ser

29 Emilio Rodríguez Demorizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo: Academia Dominicana de la Historia, 1964), 194. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 75-8.

30 Mi presentación del sistema de financiamiento y mercadeo de los pro-ductos campesinos parte del supuesto, como ha señalado Fernando I. Ferrán, de su enorme similitud con los sistemas actuales. Ferrán ha reali-zado un excelente estudio del complejo económico-social del tabaco do-minicano, desde una perspectiva antropológica, en: Tabaco y sociedad: La organización del poder en el ecomercado de tabaco dominicano (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales y Centro de Investigación y Acción Social, 1976). Ver además: Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 53-5; Carreño, Historia económica, 180-86; y Baud, Peasants and Tobacco. Para una comparación con las redes comerciales del sector cafetalero: Kenneth Evan Sharpe, Peasant Politics: Struggle in a Dominican Village (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1977), 27-39 y 63-75. El sistema dominicano guarda un enorme parecido con el sistema de acopio y financiamiento en el vecino país de Haití. Al respecto: Christian A. Girault, El comercio del café en Haití (Santo Domingo: Taller, 1985).

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intercambiado en el mercado. Al parecer, pocos campesinos se convirtieron entonces en productores especializados de tabaco. No obstante su gran importancia en la economía regional y de ser el principal cultivo comercial de la pro-vincia de Santiago a finales del siglo XIX y principios del XX, para muchos campesinos el tabaco no era sino una cosecha subsidiaria. La producción de la hoja era, a lo sumo, un medio, entre otros, para obtener dinero y mercancías de los tenderos locales.31

Igualmente, había pocos negociantes especializados exclusi-vamente en el comercio del tabaco. Aun las principales casas exportadoras de Santiago traficaban en varios productos, como tabaco, café y cacao.32 Los «especuladores» –comerciantes que exportaban frutos del país o que contaban con vínculos direc-tos con las firmas dedicadas a la exportación, supliéndole los productos–33 solían inmiscuirse en otras actividades mercanti-les, además de la venta de productos en el exterior. En la lista de patentes municipales de Santiago correspondiente al año 1891, aparecen varios comerciantes clasificados como «alma-cenistas» y «especuladores». José Batlle y Comp., por ejemplo, pagó 30 pesos por una patente de almacenista y 125 pesos por una licencia para ejercer la especulación. Ginebra Hermanos,

31 Baud, Peasants and Tobacco, passim.32 Cestero, «Viaje por el Cibao», 120-24. Según Baud, la especialización de

los comerciantes aumentó en el siglo XX, a partir de la década de los veinte. Peasants and Tobacco, 136-39.

33 De acuerdo con la Ley de patentes, los especuladores «compran por su cuenta o la de otros al por mayor, o los exportan por su cuenta o de otros, frutos, maderas o cualesquiera otros objetos que no sean de su cosecha». Aunque esta ley experimentó algunos cambios menores a principios del siglo XX, el concepto básico de especulador no cambió. Se hicieron dis-tinciones, por ejemplo, entre especuladores de primera y segunda clase (que eran los que compraban y exportaban productos por su cuenta) y los especuladores de tercera y cuarta clase (los que compraban pro-ductos pero no exportaban; estos podían, a su vez, vender a los exporta-dores). El texto de la Ley de patentes aparece en: BM, 13: 340 (7 octubre 1900), 3.

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otra de las principales firmas dedicadas a la «especulación de frutos», también eran almacenistas.34

Generalmente, las principales casas comerciales se ubicaban en los centros urbanos, especialmente en Santiago. En enero de 1891, de los 12 especuladores patentados en la común de Santiago, apenas dos estaban ubicados en áreas rurales: Esta-nislao Díaz en Gurabo y Luciano Hernández en Tamboril; el resto se encontraba en la ciudad. Por otro lado, los «corre-dores de frutos» operaban básicamente desde el campo. En el mismo mes de enero, aparecen registrados en Santiago 16 corredores de frutos, de los cuales apenas tres operaban desde la ciudad. Significativamente, dos de los tres participaban en otras actividades comerciales: Cos Benedicto y Toribio Morel eran merceros; el tercero, Agustín Malagón, posiblemente era pariente y socio de Leopoldo Malagón, también dedicado a la venta de ropas y telas. Entre otras áreas rurales, había corredo-res en Licey, Tamboril, Jacagua, Palmar y Quinigua; todas estas secciones se han destacado tradicionalmente por ser produc-toras de tabaco.35 El «corredor», como lo ha definido Ferrán, era un comerciante de escala inferior que operaba con el apoyo financiero de alguna casa exportadora.36 Estos corredores de frutos realizaban la labor de acopio de los productos agrícolas, en este caso tabaco; a su vez, entregaban las cosechas a los especuladores, los comerciantes de la ciudad que financiaban la producción de los cultivos comerciales.37

34 BM, 5: 106 (30 enero 1891).35 BM, 5: 106 (30 enero 1891). Ya que la compra y la venta de frutos de

exportación eran actividades estacionales vinculadas al ciclo productivo, con toda probabilidad los negociantes patentados en este mes no eran los únicos que, a lo largo del año, se dedicaban a ellas.

36 Ferrán, Tabaco y sociedad, 113; y Baud, Peasants and Tobacco, 82 y 85-94. Según la Ley de patentes, los corredores de frutos eran negociantes «de productos que sin tenerlos en depósito ajustan la compra-venta de frutos y maderas del País que no son ni serán de su propiedad». BM, 13: 340 (7 octubre 1900), 3.

37 Ver lista de almacenes de tabaco en Santiago, Moca y La Vega: AGN, GS, 1934, Leg. 9, 31 mayo 1934.

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La dispersión de la producción del tabaco, al igual que las de café y cacao, resultado de ser ante todo cultivos de numerosos pequeños y medianos cosecheros, dificultaba enormemente el establecimiento de redes de comercialización por las casas exportadoras. Así, a pesar de contar con financiamiento ex-terno y de dominar el comercio nacional, para abastecerse de los productos del país, los exportadores tuvieron que recurrir a los intermediarios locales, quienes tenían una relación más directa con los productores. El punto de contacto inmediato con los campesinos solían ser los pulperos. Estos pequeños co-merciantes ocupaban una posición en las comunidades rura-les que facilitaba su desempeño como intermediarios entre el campesinado y el comercio de exportación.

A diferencia de los sectores más altos del grupo mercantil, que solían operar desde las ciudades, los pulperos estaban diseminados mayormente en los campos. En 1891 se emitie-ron en Santiago 135 patentes de pulperías; de estos peque-ños negocios, al menos 57 se encontraban en áreas rurales. Algunas secciones rurales contaban con más de una pulpería: Tamboril tenía 7, Jacagua contaba con 4 y en Marilópez ha-bía 3 pulperías. Debemos suponer, dada la naturaleza de la sociedad cibaeña, que, aun entre las pulperías ubicadas en los poblados, la mayoría de sus clientes eran campesinos. Estos negocios eran modestos centros de expendio, en los que se detallaban sobre todo artículos alimenticios y bebidas. La mo-destia de las pulperías rurales se refleja en el pago de patentes en el año 1891: todas ellas pagaron 5 pesos por su respectivo permiso. Entre las pulperías localizadas en la ciudad, hubo varias que pagaron 10, 12 y hasta 15 pesos por su patente.38 Con sorna –aunque con poca exageración–, el escritor costum-brista R. Emilio Jiménez consideraba que las pulperías rurales eran, en su mayoría, apenas una casa con unos tramos «con botellas vacías o llenas de agua muchas veces, haciendo juego

38 BM, 5: 106 (30 enero 1891).

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GRÁFICA 4.1DIAGRAMA DE LA COMERCIALIZACIÓN DE LOS

PRODUCTOS DE EXPORTACIÓN DEL CIBAO

Fuentes: Fernando I. Ferrán, Tabaco y sociedad: La organización del poder en el economercado del tabaco dominicano (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales y Centro de Investigación y Acción Social, 1976); y Kenneth Evan Sharpe, Peasant Politics: Struggle in a Dominican Village (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1977), 30.

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con otras de aguardiente y ron barato». Los tenderos –añade Jiménez– hacen un mostrador, «una vidriera rústica, [que] lle-nan de dulce, cuelgan baratijas en los tramos, y ya tienen una pulpería».39

Durante el siglo XX, los pulperos continuaron jugando un papel de importancia en el financiamiento y la comercializa-ción de los productos campesinos, aunque, con el correr del tiempo, tuvo lugar una creciente especialización entre los pe-queños negociantes de frutos del país. Además de tener acce-so al efectivo suministrado por las grandes casas comercia-les –recurso fundamental en la economía cibaeña– y de estar geográficamente situados en puntos clave, las otras actividades económicas ejercidas por los pequeños negociantes reforzaban su posición en las comunidades rurales.40 Como tenderos, los pulperos se mantenían activos durante todo el año, vendiendo mercancía en general a la población de las áreas rurales, pres-tando dinero (generalmente a interés) y mercadeando la pro-ducción agrícola de subsistencia de los campesinos. Muchas de sus funciones económicas estaban enmarcadas dentro de lo que podríamos llamar la cultura campesina de la subsistencia. Esta cultura parte del supuesto de que los miembros más afor-tunados de la comunidad deben cooperar a resolver los pro-blemas de sus vecinos y allegados. Así, el compromiso de ven-der su cosecha a determinado negociante estaba determinado no solo por consideraciones económicas sino, también, por razones de amistad, parentesco, confianza, agradecimiento

39 R. Emilio Jiménez, Al amor del bohío: Tradiciones y costumbres dominicanas [1927] (Santo Domingo: s.e., 1975), 297. Se puede encontrar un inven-tario de una pequeña tienda rural localizada en Gurabito en: ANJR, PN: JMV, 1924, fs. 150-51v. Del total de bienes del propietario de esta tienda, ascendentes a 566 pesos, la mayor parte estaba comprendida por tres modestas casas con sus solares y una carnicería. Las existencias de la pulpería apenas sumaban 61 pesos; una buena parte eran, en efecto, bebidas alcohólicas.

40 En todo esto sigo de cerca a Ferrán, Tabaco y sociedad. Cfr. Baud Peasants and Tobacco, esp. 73-94.

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y hasta solidaridad comunal. Los «fiados» de comida, los prés-tamos de urgencia en caso de enfermedad y las prórrogas de los pagos atrasados creaban vínculos más poderosos que las meras transacciones comerciales.41

Aunque la documentación consultada es parca al respecto, los estudios antropológicos disponibles dan cuenta de las com-plejas relaciones entre campesinos e intermediarios. Según el estudio de Fernando Ferrán sobre la economía tabacalera do-minicana, en el ámbito de las áreas rurales, los intermediarios proceden del campesinado. Estos podían ser bodegueros, pe-queños y medianos productores, o miembros destacados de la comunidad (como los alcaldes pedáneos); en muchas ocasio-nes, combinaban estas funciones. El elemento clave estribaba en sus relaciones personales con los miembros de la comuni-dad, que los colocaba en una posición apropiada para mediar entre las casas comerciales y los productores campesinos; en fin, sus relaciones sociales sustentaban su papel económico como mediadores. El campesino cibaeño, aunque inmerso en una economía mercantil, desconfía de lo citadino y, en alguna medida, de la «naturaleza impersonal del comercio». En tal sentido, prefiere tratar con un conocido, en este caso el inter-mediario, con quien comparte una cultura rural y, en muchos casos, con quien se siente vinculado por lazos de parentesco, gratitud, respeto y vecindad.42

41 Baud, Peasants and Tobacco, 114-20. Esta «cultura de la subsistencia» forma parte de lo que varios autores han denominado «economía moral». Al respecto: E.P. Thompson, Tradición, revuelta y consciencia de clase: Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial (Barcelona: Crí-tica, 1979), 62-134; y James C. Scott, The Moral Economy of the Peasant: Rebellion and Subsistence in Southeast Asia (New Haven: Yale University Press, 1976).

42 Ferrán, Tabaco y sociedad, 113-16. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 114-16. Gerrit Huizer, en El potencial revolucionario del campesino en América Latina, 5ta ed. (México: Siglo XXI, 1980), vincula lo que denomina «desconfi-anza campesina» con la «cultura de represión» de los latifundios. El caso del Cibao sugiere otra vertiente de esa actitud: la «desconfianza» hacia

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El estudio de Sharpe sobre los intermediarios de café en una comunidad de la sierra cibaeña –llamada ficticiamente «Jaida Arriba»– demuestra lo crucial de dichos lazos perso-nales en el establecimiento de las redes de suministro del grano.43 En la década de los veinte del siglo pasado se esta-bleció en «Jaida Arriba» una pulpería, donde se vendía lo usual en este tipo de negocio. Su dueño, «Arturo», contó con el apoyo de amigos y parientes en el pueblo; gracias a ellos obtuvo crédito para ampliar sus operaciones. A cambio de los artículos adquiridos en la pulpería, los campesinos de la región le suplían con sus cosechas de plátanos, batatas, maíz, yuca y tabaco. La posición de «Arturo» en la comunidad se fortaleció gracias a su capacidad para ayudar a los campesi-nos a solventar sus problemas de la vida diaria. Sus lazos fami-liares contribuyeron a ganarle respeto y preeminencia en la comunidad; a través del matrimonio, emparentó con varios de los principales cosecheros de café. Su posición en «Jaida Arriba» hizo que muchos campesinos lo hiciesen su compa-dre. Para la década de los treinta, cuando el café se extendió en la Sierra como cultivo comercial, «Arturo» se convirtió en el principal mercader del grano en «Jaida Arriba». En la dé-cada siguiente, obtuvo apoyo financiero de un exportador de Puerto Plata, lo que le permitió ampliar su radio de acción a través de intermediarios menores.

Con el tiempo, «Arturo» tuvo que enfrentar la competen-cia de otros compradores de café. «Pedro», hijo de uno de los mayores cosecheros de café de «Jaida Arriba», logró controlar una buena parte de las cosechas de muchos de los campesinos que se habían asentado recientemente en la sección, quienes no tenían fuertes vínculos con «Arturo». «Pedro» mejoró su

el mercado, representado sobre todo por el comerciante citadino. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 91 y 119-20.

43 Lo siguiente está basado en Sharpe, Peasant Politics, 69-75. Siguiendo la tradición de los estudios antropológicos, todos los nombres usados por el autor son ficticios; por tal razón, los uso entrecomillados.

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posición en la compra de café al establecer una planta para procesar los granos; «Arturo» hizo lo propio. Sin embargo, «Pedro» hizo una serie de malas decisiones, que provocaron su salida del negocio y su emigración a Nueva York. Hubo otros negociantes que se establecieron en «Jaida Arriba» con el fin de adquirir café de los campesinos. El éxito de estos dependió no solo de sus conexiones comerciales y sociales sino, también, del tipo de relación que establecieron con los campesinos. «Manuel», por ejemplo, intentó ocupar el espa-cio dejado por la salida de «Pedro» del negocio. No obstante, su filosofía comercial era muy distinta a la de «Arturo» y «Pe-dro». Mientras que estos eran percibidos como «projimistas» –es decir, sensibles a las necesidades de sus vecinos y clientes, dispuestos, incluso, a transigir en caso de una deuda atrasa-da–, «Manuel» era más calculador en sus negocios. Concedía crédito a partir de criterios más exclusivamente económicos, sin prestar tanta atención a las consideraciones de vecindad y solidaridad. En fin, «Manuel» no actuaba a tono con los principios de la «economía moral» predominante entre el campesinado.

Ferrán, Sharpe y Baud, siguiendo modelos aceptados en el campo de la antropología, consideran que los pequeños nego-ciantes son mucho más que meros intermediarios comerciales. En efecto, el intermediario es también un transmisor cultural (cultural broker). Por su función económica, el intermediario sirve de enlace entre dos mundos: el rural y el urbano. En ocasiones, los comerciantes eran el instrumento de enlace con la burocracia urbana. No pocas veces eran ellos quienes inscribían a los niños nacidos en el campo. El día 13 de mayo de 1917, José Díaz, comerciante de Gurabo, inscribió en el Registro Civil de Santiago a Napoleón Cruz, hijo ilegítimo de Ana Cruz, también de Gurabo. En agosto siguiente, Enrique A. Llenas, comerciante de la misma sección, compareció a inscri-bir a la hija de Emilia Hernández y de Bruno Díaz, ambos de Gurabo. En enero de 1918, José Díaz volvió a inscribir a una

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recién nacida, la hija de Isabel Díaz y Rafael Damián, vecinos de Gurabo al Medio.44 El comerciante rendía, pues, servicios que trascendían sus funciones económicas.

Pero en un sentido más inmediato, era a través de los inter-mediarios como los campesinos se vinculaban a las prácticas del crédito, el préstamo a interés y la especulación con los pre-cios de los productos agrícolas. Igualmente, gracias a ellos los campesinos podían satisfacer necesidades que de otra manera hubiesen quedado insatisfechas; por medio de los comercian-tes, también conocieron productos y desarrollaron nuevos gus-tos y necesidades. En el ámbito de las sociedades campesinas fuertemente vinculadas a la economía comercial, el interme-diario también media entre las tradicionales concepciones y mentalidades campesinas, centradas en el principio de la sub-sistencia, y las nuevas nociones impulsadas por la economía de mercado. Debido a su papel de mediador, el intermediario tiene lealtades compartidas: si quiere mantener su posición, tiene que lograr un equilibrio entre ambos mundos.45 Siguien-do el ejemplo de «Jaida Arriba», atraerse a los cosecheros de café hubiese requerido de «Manuel» una mayor atención a las percepciones de los campesinos sobre sus relaciones con el mercado y con la comunidad en general.

Aunque dentro de límites muy precisos, los comerciantes e intermediarios requerían de la aquiescencia de los campesi-nos para establecer sus redes de intercambio de bienes, dine-ro y servicios. En tal medida, el sistema de comercialización en el Cibao ha sido producto de una adaptación dual: de los campesinos ante las exigencias de los negociantes y de estos frente a los moldes culturales e históricos del campesinado de la región. En más de un sentido, se puede considerar que las redes de comercialización del Cibao surgieron en una ma-

44 RCS, Lib. 45, 13 mayo 1917, no. 360; 24 agosto 1917, no. 607; Lib. 46, 16 enero 1918, no. 70 (micropelículas en CIH, rollo 14).

45 Baud, Peasants and Tobacco, 84-94.

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triz clientelista –típica de sociedades rurales– en la que cada grupo, desde su respectiva posición, recibe «favores» bienes y servicios de los otros sectores.46 El funcionamiento del siste-ma requería de un grado de confianza mutua. La confianza depositada por los campesinos en los intermediarios se mani-festaba de diversas formas, amén de las relaciones económicas en sentido estricto. Estos podían apadrinar a los hijos de los campesinos, como ocurrió de forma particular con «Arturo» en «Jaida Arriba». Este, a pesar de no haber ocupado ningu-na posición oficial en la comunidad, era consultado por los campesinos y contaba con el respeto de los alcaldes pedáneos y de la policía local. Como ha destacado Baud, en ocasiones, las autoridades locales y los intermediarios tendían a ser las mismas personas; los alcaldes pedáneos, por ejemplo, se con-vertían en intermediarios de las casas exportadoras.47 Contar con el apoyo de la comunidad podía, entonces, convertirse en un importante sostén de su posición económica.

Y no se piense que los campesinos estaban totalmente a la merced de las autoridades locales o regionales. De ser necesa-rio, los campesinos podían levantar su voz de protesta en con-tra del nombramiento de determinadas personas, mal vistas en la comunidad, como autoridades locales. En agosto de 1941, por ejemplo, varios vecinos de La Javilla enviaron una carta al gobernador de Santiago, Agustín Acevedo, protestando por la destitución de Vicente Henríquez como alcalde rural y por el nombramiento de Francisco Mayor [sic; posiblemente sea Mayol] a dicho puesto. Los firmantes alegaron que Mayor se aprovechó de su relación con el secretario de la Gobernación para ser nombrado al cargo, a pesar «de que los vecinos de esta

46 Baud, Peasants and Tobacco, 114-16. Julio A. Cross Beras, en Sociedad y desarrollo en República Dominicana, 1844-1899 (Santo Domingo: INTEC, 1984), ha aplicado el modelo de la relación patrón/cliente para explicar las estructuras de poder político en la segunda mitad del siglo XIX.

47 Baud, Peasants and Tobacco, 89. Para un ejemplo: BM, 29: 953 (14 julio 1917), 4.

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sección nunca hemos querido a dicho señor como alcalde». Como alternativa, sometieron al gobernador Acevedo una ter-na «para que sea nombrado un nuevo Alcalde Pedáneo, que nos permita vivir tranquilo[s]».48 Dadas las pocas simpatías que tenía en La Javilla, Mayor, en caso de haberlo intentado, hubiese confrontado serias dificultades en crear una red de suministro de productos agrícolas.

Sería erróneo suponer, empero, que las relaciones entre co-merciantes y campesinos estaban exentas de roces y que entre ellos primaban las solidaridades, fundadas en una cultura rural común.49 A fin de cuentas, como sugiere Ferrán, campesinos y comerciantes ocupaban polos opuestos en un mismo complejo económico-social, en el cual cada sector intentaba maximizar el control de los recursos para su propio beneficio.50 Así pues, las relaciones económicas entre comerciantes y agricultores estaban plagadas de conflictos; las deudas no satisfechas, o las discrepancias en torno al precio o la calidad de los productos agrícolas eran las principales fuentes de disensión.

InterMedIarIoS y redeS CoMerCIaLeS:eL ControL de La ProduCCIón CaMPeSIna

En parte, debido a su poca monta, las transacciones entre los tenderos y los campesinos se realizaban con pocas formali-dades, y la mayoría de las veces no se llevaba un registro oficial de las mismas, aparte de las cuentas que pudiese llevar cada negociante. Los avances ofrecidos por los intermediarios po-dían ser usados tanto con fines productivos como para cubrir necesidades básicas de las familias campesinas. Sin embargo, era común entre los comerciantes pensar que los campesinos

48 AGN, GS, 1940-41, Leg. 118, 19 agosto 1941.49 Baud, Peasants and Tobacco, 114-16.50 Ferrán, Tabaco y sociedad, 157-73.

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no hacían un uso adecuado de los avances, privilegiando el consumo ante los requerimientos estrictamente productivos.51 Y, en efecto, en caso de urgencia, todavía es común que el cam-pesino «cruce» al intermediario, dejando de pagar sus deudas o vendiendo su cosecha a otro intermediario.52 En todo caso, las deudas sin pagar son una característica permanente del sis-tema dominicano de mercadeo de los productos campesinos.

Cuando los cosecheros no cumplían con lo convenido, la primera medida de los acreedores era exigir personalmente a los deudores el cumplimiento de sus obligaciones. Si el campe-sino se negaba a cumplir, ya fuese mediante la entrega de sus cosechas o del pago en efectivo, el negociante recurría a las autoridades para obligarle a satisfacer la deuda contraída. Por ejemplo, en el mes de marzo de 1918, Ricardo Canalda, corre-dor de frutos de Navarrete, se presentó a la alcaldía de Santia-go para obligar a Jesús María Silverio a entregar una cantidad de tabaco en pago de una deuda.53 En otra ocasión, Alberto Asencio, comerciante de Santiago, demandó a Juan Evange-lista Martínez, de El Ranchito. Asencio poseía un pagaré en el que Martínez se comprometía a pagarle 82.89 pesos y 5 quin-tales de tabaco, pero hasta el momento solo había cubierto una parte de dicha obligación, a pesar de haber realizado la cosecha de dicho año.54

Con toda probabilidad, la mayoría de las veces eran los campesinos los que dejaban de cumplir sus compromisos económicos con los intermediarios y comerciantes. Sin em-bargo, en ocasiones los negociantes también incumplían sus acuerdos con los agricultores. Así, en agosto de 1918, Abe-lardo Tavárez reclamó a Ramón Rodríguez el pago de los RD$66 que le debía. Según el testimonio de Tavárez, este le entregó una cantidad de tabaco a Rodríguez, quien entonces

51 AGN, SA, 1928, Leg. 64, 12 febrero 1928.52 Ferrán, Tabaco y sociedad, 119-24.53 AGN, Alc. S/2, AC, No. 3, 14 marzo 1918.54 AGN, Alc. S/2, AC, No. 3, 5 diciembre 1919.

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se desempeñaba como corredor de frutos; pero hasta el mo-mento, Rodríguez no le había pagado el tabaco. Finalmente, Rodríguez admitió su deuda y prometió pagarla cuanto an-tes.55 Otras veces, el motivo de las disputas era la calidad o el acondicionamiento de las cosechas entregadas por los cam-pesinos. En el Cibao es proverbial la historia del campesino que, interrogado por el comerciante, alegó que su tabaco era de «piedra adentro»; este, creyendo que se trataba de una sección rural, comprobó luego que había sido timado al en-contrar que las pacas de tabaco entregadas contenían rocas en su interior.56

Pero las diferencias entre campesinos e intermediarios no eran la única fuente de tensión en las redes comerciales del Cibao. Con frecuencia, los corredores obtenían préstamos de varias firmas comerciales a la vez. Juan Bautista Díaz González, un corredor de frutos de Villa González, contaba con una red de crédito que sobrepasaba la veintena de proveedores.57 Al-fredo González hijo, otro intermediario, contaba al momento de su muerte, ocurrida en 1912, con un activo de sobre 1,000 pesos oro. Entre sus bienes se encontraban una casa en San-tiago (400 pesos), una «casita» (157 pesos), el producto de su pulpería (100 pesos) y algún tabaco (110 pesos). Según las declaraciones de sus herederos, González tenía deudas ascen-dentes a 385 pesos, entre las que se encontraban varias firmas que traficaban en tabaco; por ejemplo, Pastoriza y Comp., La Bandera, y Sollner y Comp. Entre sus acreedores había otros comerciantes, entre ellos varios de origen sirio-libanés, como Abraham Hued, Narciso P. Haché, Sinencio Sahdalá y «Asicle [?] el Turco».58

55 AGN, Alc. S/2, AC, No. 3, 7 agosto 1918.56 Jiménez, Al amor del bohío, 81. Aunque posiblemente apócrifa, esta nar-

ración muestra uno de los trucos usuales empleados por los campesinos en sus tratos con los comerciantes (Baud, Peasants and Tobacco, 84-8).

57 AGN, Alc. S/2, AC, No. 3, 15 junio 1918.58 ANJR, PN: JD, 1912, t. 2, fs. 246-46v y anexo entre fs. 245v-46.

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A pesar de que esta amplitud crediticia aumentaba la capa-cidad de acopio de frutos del intermediario, desde el punto de vista de las casas exportadoras que financiaban la producción, la dispersión de las fuentes de crédito no era del todo desea-ble. En primer lugar, estas relaciones económicas múltiples proporcionaban a los intermediarios cierto grado de autono-mía frente a los especuladores –es decir, los comerciantes que empacaban y preparaban las cosechas para la exportación–. Los corredores como Díaz González estaban en posición de regatear frente a los grandes exportadores de tabaco, pu-diendo vender las hojas de tabaco a cualquiera de ellos. En segundo lugar, los intermediarios en ocasiones no podían pa-gar sus deudas, lo cual representaba otra desventaja para las casas comerciales que financiaban las cosechas. De hecho, así ocurrió en el caso de Díaz González, quien en 1918 tuvo que solicitar de sus acreedores un plazo de seis años para saldar sus deudas. En tales situaciones, se dificultaba el cobro de las deudas; también era necesario hacer acuerdos especiales en-tre los acreedores, amén de que había complicaciones legales adicionales que resolver. Por ejemplo, el 2 de octubre de 1912, Rogelio Batista, siendo deudor de varias firmas –entre ellas: La Habanera, La Bandera, M. Dunoit [?] y Comp., y Malagón Grau y Comp.–, hizo entrega a esta última de los activos de su comercio. Malagón Grau y Comp. se encargaría de liquidar el negocio del deudor, hasta donde alcanzasen los bienes traspa-sados por este; además, el recipiente se comprometió a desistir de la demanda que había levantado contra Batista.59

Algunos intermediarios llegaron a sufrir una merma con-siderable de sus recursos económicos y de sus propiedades como resultado de sus deudas. En noviembre de 1903, Rodol-fo Hernández realizó una «obligación hipotecaria» a favor de Augusto Espaillat Sucesores como resultado de una deuda por 3,000 pesos oro, «provenientes de efectos y mercancías que ha

59 ANJR, PN: JD, 1912, t. 2, fs. 219-19v.

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tomado en [dicha] casa de Comercio». Además de comprome-terse a liquidar su deuda en el lapso de tres años, Hernández ofreció como garantía su establecimiento comercial situado en Tamboril,

...construido de madera criolla y techado de hierro, un gran almacén [de igual construcción], otro alma-cén de madera criolla y techado de cana...fundado todo sobre una área de terreno propio que contiene poco más o menos nueve tareas…60

La hipoteca incluía otras propiedades, entre ellas predios de terreno en Licey Arriba y Tamboril, así como una recua de 25 mulas, 2 caballos y las existencias de su comercio, evaluadas en 6,000 pesos oro. Aunque no siempre se conoce el origen exacto de las deudas, a veces los documentos permiten ras-trearlas hasta el negocio del tabaco. Así, Rafael Malagón, en pagaré emitido a favor de Walter Schulze, señala que su deuda, ascendente a 3,000 pesos oro, provenía de contratos «escritos y verbales... correspondientes a nuestros negocios de tabaco durante el año de 1917».61

Puesto que los exportadores financiaban la producción y la compra del tabaco a través de los intermediarios, el incumpli-miento de estos o de los cosecheros repercutía adversamente sobre las firmas comerciales. Si los campesinos o los intermedia-rios no pagaban el dinero que les era adelantado, las casas co-merciales incurrían en pérdidas en efectivo. En 1928, un comer-ciante de Santiago, V.F. Thomen, en una carta al secretario de Agricultura, hacía alusión a la práctica de los intermediarios de gravar los avances a los campesinos, a pesar de recibir el dinero

60 ANJR, PN: JD, 1903, fs. 170v-72.61 ANJR, PN: JMV, 1921, t. 2, fs. 316-16v. La deuda de Malagón vencía el

30 de diciembre de 1921. Al no hacer el pago correspondiente, Schulze –quien era de Hamburgo– presentó un «protesto de pagaré» el 31 de diciembre.

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libre de interés de las casas comerciales. Sin embargo, en alguna medida Thomen justificaba a los intermediarios señalando que este era un mecanismo empleado por ellos para resarcirse de los préstamos que no serían pagados por algunos campesinos.62 En todo caso, queda implícito en las indicaciones de Thomen que el avance de dinero era una fuente potencial de conflicto entre las partes involucradas. El incumplimiento de alguno de los interesados ponía en peligro el flujo de las cosechas a las casas exportadoras. Por ejemplo, en septiembre de 1919, Felipe Antonio Díaz reclamó a Joaquín Domínguez la entrega de 18 serones de tabaco. El demandante arguyó que en octubre de 1918 había avanzado a Domínguez la cantidad de 123.50 pesos oro para la adquisición de 40 serones de tabaco, a razón de 3 pe-sos el serón. Domínguez, sin embargo, solo entregó 22 serones, alegando que pagó el tabaco a un precio superior al acordado inicialmente con Díaz.63

Para enfrentarse a estos problemas, durante el siglo XX, las firmas comerciales intentaron aumentar su control sobre los intermediarios. Esto se hizo para garantizar, en primer lugar, el pago del dinero que se daba en avance; y, en segundo lugar, para asegurar el flujo de productos a las empresas comerciales. En otras palabras, el control de los intermediarios por parte de las casas comerciales fue un medio para aumentar su poder so-bre los abastecedores del mercado. En consecuencia, aunque, aparentemente, las redes comerciales del Cibao permanecie-ron inalteradas desde el siglo XIX, lo cierto es que experimen-taron cambios significativos durante la pasada centuria.64

62 AGN, SA, 1928, Leg. 64, 12 febrero 1928.63 AGN, Alc. S/2, AC, No. 3, 12 septiembre 1919.64 Para los años 1870-1930, Baud distingue tres períodos en las relaciones

entre campesinos y comerciantes (Peasants and Tobacco, 127-46). Pablo A. Maríñez ha destacado que el intento de los comerciantes por controlar a los campesinos se manifestó en el establecimiento de contratos más rigurosos y exigentes. Ver Agroindustria, Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1993), 9-11.

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A pesar de que la falta de información no permite comparar cómo empresas determinadas, comerciales y manufactureras, trataron de intensificar su dominio sobre el suministro de ta-baco, existen algunos indicios acerca de la estrategia emplea-da por una de las empresas más importantes de Santiago: la Compañía Anónima Tabacalera (CAT). Según Antonio Llube-res, la CAT surgió como resultado de la fusión, en 1914, de dos fábricas tabacaleras: La Habanera, de Santiago, y Nadal y Comp., de Santo Domingo.65 La Habanera se dedicaba prin-cipalmente a la manufactura de cigarros y cigarrillos, aunque también exportaba tabaco en rama. Dicha empresa fue fun-dada en 1901 por Alberto Ramírez y Francisco Pimentel. Más tarde, Pimentel se retiró de la empresa y Ramírez encontró un nuevo socio, Ricardo Sollner, comerciante alemán establecido en Santiago. Con el tiempo, Sollner compró las acciones de Ramírez en La Habanera. Para obtener el dinero que necesi-taba para adquirir la fábrica, Sollner solicitó un préstamo a su padre, Luis Sollner, quien también era comerciante, con sede en Hamburgo. De esta forma, gracias a sus relaciones familia-res, Sollner pudo emprender una exitosa carrera empresarial. Bajo su comando, La Habanera se convirtió en la empresa ma-nufacturera de tabaco más importante de la República Domi-nicana, posición que mantuvo durante gran parte del siglo XX.66

La CAT, como la mayoría de los grandes compradores de tabaco, operaba a base de avances de efectivo que entrega-ba a los cosecheros. Con el desarrollo de la empresa, fue-ron aumentando tanto los desembolsos como el número de cosecheros con que trataba la firma. Todo esto se traducía, por otro lado, en un riesgo mayor de incurrir en pérdidas monetarias. Debido a requisitos productivos, la CAT necesitó establecer mayores controles sobre la calidad de las hojas que

65 Lluberes, «El tabaco dominicano», 8.66 Museo dominicano del tabaco (Santiago: Compañía Anónima Tabacalera,

s.f.), 13; ANJR, PN: JD, 1902, fs. 60-1v; y 1903, fs. 52-5v.

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recibía de los cosecheros; en fin, se hizo imprescindible orga-nizar más racionalmente el financiamiento de la producción campesina.67 En los años veinte del siglo pasado, la compañía ideó un esquema que se basaba, principalmente, en usar a personas de cierto prestigio en las comunidades rurales como intermediarios entre la CAT y los cosecheros de tabaco. En primer lugar, las áreas de producción se dividieron en «zo-nas» y se nombró un «jefe» en cada una de ellas. En segundo lugar, el dinero que se había de dar en avance a los campesi-nos, se entregaba al jefe de zona, quien lo distribuía entre los cosecheros de su área. Al entregar el dinero, se extendía un recibo por el avance; el mismo comprometía al cosechero no solo a pagar el dinero adelantado, sino también a vender su cosecha a la CAT.

Esta red se apoyaba en la influencia personal que tenían los jefes de zona en las comunidades rurales. En el sector rural de Jacagua, por ejemplo, el primer jefe de zona fue Brunel Díaz, hijo de «Quin» Díaz, uno de los más importantes cosecheros de tabaco de la región. Díaz, el padre, había incluso desarrolla-do una variedad de tabaco. En Villa González, la CAT intentó al principio reclutar como jefe de zona a Carlos José Manuel de Peña González, propietario de un gran almacén. Este tenía buenas relaciones con Desiderio Arias, uno de los caudillos políticos de la época, y con Horacio Vázquez, quien llegó a ser presidente del país. Finalmente, se nombró a Santiago Díaz como jefe de zona en Villa González. «Chago» Díaz, como se le conocía, no solo era un gran cosechero de tabaco, sino también ganadero; además, contaba con un gran almacén de tabaco. En La Canela, que a principios del siglo XX era otra de las principales regiones tabacaleras de Santiago, la CAT

67 A menos que se indique lo contrario, la siguiente descripción se basa en información suministrada por Jorge Francisco Carbonell, en entrevista realizada en Villa González el 12 de abril de 1985. Para un ejemplo del tipo de control que se estableció sobre los intermediarios, ver Baud, Pea-sants and Tobacco, 86.

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nombró a «Pachú» de Lora como jefe de zona; cuando este murió, se nombró a «Electico» Moronta. Ambos eran «hijos de cosecheros tradicionales y de personas de mucha prestancia en la zona».

Según mi fuente, existían unas «relaciones paternalistas» entre estos jefes de zona y los campesinos.68 En palabras de Jorge Francisco Carbonell, los campesinos «no movían una hoja, una paja» sin el consentimiento de estos personajes. Los jefes de zona actuaban no solo como intermediarios entre los cosecheros y las empresas económicas de las ciudades, sino, también, como mediadores entre los campesinos y la sociedad en general. En Jacagua y Gurabo, por ejemplo, la gente actua-ba solo «a la sombra» de «Quin» Díaz, «porque «Quin» era el jefe; «Quin» era el individuo que era compadre de Mon Cáce-res», quien fue presidente del país. Los hijos de Díaz eran jefes civiles y militares en Santiago (es decir, caudillos políticos). Por eso, los habitantes del campo recurrían a estos jefes locales para resolver muchos de sus problemas, tanto los económicos como los de otra índole.

El ejemplo de la CAT demuestra cómo, para perfeccionar su control sobre el campesinado, los sectores económicos citadi-nos se valieron de las redes sociales preexistentes en la ruralía.69 Trataron, por ejemplo, de penetrar en el campo a través de las personas influyentes de la localidad. En tal sentido, se puede sostener que el capital comercial contribuyó a acrecentar las diferencias entre los sectores más acomodados del campo (ya fuesen grandes terratenientes, «campesinos ricos», o peque-ños y medianos comerciantes) y el grueso del campesinado,

68 Para un análisis más detallado: Baud, Peasants and Tobacco, 82-92.69 Gavin Smith ha señalado que, en sus intentos por controlar la mano de

obra y las tierras de las comunidades campesinas andinas, los hacenda-dos han recurrido a las relaciones de reciprocidad y a las instituciones propias de dichas comunidades. Ver Livelihood and Resistance: Peasants and the Politics of Land in Peru (Berkeley: University of California Press, 1991), 29-58.

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que carecía de las relaciones personales y económicas con que contaban los anteriores. Al ofrecer nuevas oportunidades económicas al intermediario, el capital mercantil contribuyó a fortalecer la posición económica y política de este, acentuan-do sus diferencias sociales con el resto de la población rural.70

El sistema mercantil ideado por la CAT siguió el patrón general que habían adoptado las redes comerciales que se habían desarrollado hasta entonces. Sin embargo, en el nuevo esquema, los intermediarios estaban bajo el control directo de la empresa. Primero, porque no se desempeña-ban como corredores autónomos que pedían dinero pres-tado a fuentes diversas, las que, muchas veces, competían entre sí. El dinero que se entregaba al jefe de zona no era un préstamo, por lo que este no tenía que pagar intereses; se suponía, a la vez, que los agricultores recibieran este di-nero libre de gravamen. El intermediario, en vez de tener que cobrar al campesino intereses usurarios para obtener una ganancia, recibía una comisión basada en la cantidad de tabaco que comprase para la CAT. Para esta empresa, lo más importante estribaba en lograr un acceso constante y estable a las hojas de tabaco y no tanto especular con los préstamos concedidos a los corredores o a los cosecheros. En fin, este sistema contribuía a eliminar una de las princi-pales fuentes de conflicto entre el productor y el interme-diario, lo que usualmente redundaba en la desorganización o la ruptura de los canales de abasto de las hojas de tabaco.

Para las casas comerciales, el control del suministro de los pro-ductos de exportación era de vital importancia. Obviamente, mientras más productos lograsen acopiar las firmas exportado-ras, mayores serían sus ganancias. Pero, además, el control de las cosechas permitía a las firmas comerciales pagar sus deu-das, tanto con firmas nacionales como con empresas foráneas. Por ejemplo, el 23 de abril de 1912, Pastoriza y Comp., casa co-

70 Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 78-82 y 101-8.

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mercial de Santiago, realizó una obligación hipotecaria a favor de Gillespie Bros. y Comp., con sede en Londres y Nueva York, representados en la República Dominicana por C.H. Loinaz y Compañía. En dicho acto, Gillespie Bros. extendió a Pastoriza un «crédito comercial» de 8,000 pesos oro. Por su parte, la firma deudora se comprometió a realizar tres envíos de frutos al año, «y en caso de que no aparezcan estos, con giros de bue-nas firmas al crédito de giros de cinco mil pesos». Es decir, en primera instancia, Pastoriza debía pagar 5,000 pesos oro de la deuda contraída con frutos del país; de no ser así, tendría que obtener giros aceptables al acreedor para solventar su deuda. Esta no era, sin embargo, la única dificultad que confrontaría Pastoriza y Comp. de verse imposibilitada de hacer las debi-das remesas de productos. Pastoriza, en garantía del crédito extendido, hipotecó una hacienda de cacao en la común de La Vega, con más de 10,000 matas en estado productivo y que además tenía sembradíos de café, frutos menores y pasto.71 En fin, de confrontar dificultades en lograr un suministro ade-cuado de frutos para cumplir con los acuerdos con Gillespie, Pastoriza debería incurrir, en el mejor de los casos, en trámites adicionales, con sus consecuentes costos, para conseguir los giros necesarios para pagar su deuda. En el peor de los casos, la compañía perdería una propiedad de cierto valor.

Aunque las casas exportadoras contaban con una posición estratégica que les permitía manipular el mercadeo y el finan-ciamiento de los productos, estas tenían que competir entre sí por las cosechas de los campesinos. En el nivel más bajo, el de las comunidades rurales, la competencia entre las firmas co-merciales por el control de los productos agrícolas se traducía en una relativa diversidad de fuentes de crédito para los pro-ductores rurales. La competencia entre las firmas abría un res-

71 ANJR, PN: JD, 1912, t. 1, fs. 91-1v. Del total de 8,000 dólares, 3,000 serían usados por Pastoriza para la adquisición de provisiones, «a precios del mercado, comisión e intereses recíprocos, según costumbre». La hipo-teca incluyó una segunda propiedad, de menor envergadura.

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quicio que los campesinos aprovechaban para evitar depender por entero de una sola fuente de crédito. Esta situación creó una atmósfera de desconfianza mutua entre comerciantes y campesinos. Incluso, algunos sectores comerciales dudaban que fuese posible establecer un esquema regular para finan-ciar la producción de los agricultores. Esos «escépticos» –como se les llama en un documento–, sostenían que los campesinos gastarían el dinero adelantado en el consumo y en actividades no relacionadas con la producción de tabaco, o que defrauda-rían a los prestamistas, al vender la cosecha a otra empresa, lo cual era una situación común.72 Amén de poner en tela de jui-cio la capacidad de los campesinos para pagar los préstamos, algunos comerciantes consideraban que el uso improductivo del dinero frustraba el propósito de los avances, es decir, el control de las cosechas.

Además, las casas exportadoras no constituían la única fuen-te de crédito para los campesinos. Cuando los campesinos ne-cesitaban dinero, podían solicitarlo a los pulperos –quienes no tenían que estar comprometidos con empresas específicas–, a los miembros de su propia parentela, a los amigos o allegados (por ejemplo, a los compadres), o a patronos o caudillos loca-les.73 Aunque a veces estas fuentes de crédito representaban a las casas exportadoras, el campesino prefería tratar con ellas en lugar de negociar directamente con estas últimas. Había, también, un grupo de comerciantes de mediano nivel, quienes

72 AGN, SA, 1933, Leg. 169, 24 octubre 1928. Es evidente que prestar dine-ro a los campesinos tenía un significado distinto para los diversos grupos de prestamistas. Para los exportadores, el avance de efectivo constituía ante todo una forma de garantizar la producción de tabaco y, en conse-cuencia, su acopio de la hoja. Para los usureros propiamente hablando, el objetivo principal era obtener una ganancia gravando el préstamo de dinero con altos intereses. Por supuesto, ambos objetivos podían coinci-dir en una misma persona o empresa.

73 Solicitar crédito a diferentes fuentes era una práctica muy generalizada todavía en el siglo XX, según demuestran estudios recientes. Ferrán, Ta-baco y sociedad, 86-97.

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actuaban de forma más o menos independiente, establecidos en las zonas rurales. Estos comerciantes contaban con sus pro-pias redes mercantiles y hacían tratos con los cosecheros de tabaco por su propia cuenta. Tal era el caso, por ejemplo, de Jorge Carbonell, inmigrante mallorquín establecido en Villa González. Además de cosechar la hoja él mismo, Carbonell compraba tabaco a los campesinos para abastecer su tabaque-ría, para revenderlo a las grandes empresas (sobre todo a la Compañía Anónima Tabacalera) y para exportarlo. Por media-ción de un agente, Carbonell exportaba anualmente entre 300 y 500 quintales de tabaco a una fábrica de Palma de Mallorca. Aparte de adelantar dinero a los cosecheros para cubrir los costos de producción, Carbonell poseía una tienda mixta don-de los campesinos adquirían a crédito comestibles, ropa y otras mercancías. Al acabar la temporada de la recolección de las hojas de tabaco, los cosecheros llevaban su producto al alma-cén, donde se pesaba y se liquidaban las deudas pendientes. Esta era una práctica común en la época. Según mi informan-te, para los comerciantes que solían llevar a cabo «negocios serios con los campesinos», la norma era comprar «al precio del momento» al hacer la entrega; había, sin embargo, quie-nes pagaban precios mucho más bajos fijados de antemano. Otros comerciantes cobraban intereses sobre las deudas de los cosecheros, los que eran restados del precio de la cosecha.74

Asimismo, para vender sus productos y conseguir crédito, los campesinos recurrían a sectores informales. Por ejemplo, vendían sus productos a compradores que no contaban con la patente requerida por las autoridades para ejercer el oficio de tratantes de frutos del país. Con sobrada razón, los negocian-

74 Carbonell emigró de Mallorca a Puerto Rico, de donde probablemen-te salió después de la ocupación de la isla por los Estados Unidos. De Puerto Rico llegó a Cuba, dedicándose al negocio del tabaco en Pinar de Río; más tarde se trasladó a la República Dominicana (Entrevista con Carbonell). Datos adicionales sobre Carbonell y empresarios similares a él en: Baud, Peasants and Tobacco, 98.

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tes debidamente autorizados denunciaban a las autoridades a aquellos tratantes que se dedicaban a comprar las hojas sin con-tar con la respectiva patente. Por ejemplo, en agosto de 1901 se informó al Ayuntamiento que un tal Eduardo Tonelli, que no contaba con la patente municipal, estaba comprando tabaco en la sección rural de Jicomé. El denunciante señaló también que en «esos mismos lados» había varios pulperos que estaban com-prando tabaco, a pesar de carecer de la patente exigida por la ley.75 Lo que ocurría en Jicomé no era, por supuesto, un hecho aislado. Se trataba de una situación común que afectaba tanto las finanzas municipales como los intereses económicos de mu-chos comerciantes e intermediarios. Años más tarde, en 1906, la proliferación en el campo de negociantes sin patente alcanzó proporciones alarmantes. Como consecuencia, el Ayuntamiento de Santiago, controlado mayormente por comerciantes, intentó acabar con la compraventa ilegal de tabaco. Cuando el Ayunta-miento se vio impotente para perseguir a los comerciantes ile-gales, pidió al gobernador de la provincia que sancionase a los transgresores.76 Poco podían lograr las autoridades, empero, sin el apoyo de los campesinos mismos. Así, en 1917, en su intento por controlar la venta de productos agrícolas a negociantes que no contaban con la debida autorización, el síndico de Santiago manifestó su intención de exonerar a los alcaldes pedáneos del pago de la patente para ejercer la compra de frutos, con el fin de que estos desplegasen una mayor actividad en la persecución de los violadores de la ley.77 El propósito evidente de esta medi-da era lograr un apoyo más amplio entre los sectores rurales a las disposiciones oficiales.

La persecución de estos comerciantes sin licencia tomó ri-betes étnicos con la entrada en escena, a principios del pasado

75 BM, 14: 365 (28 agosto 1901), 3. En el mismo año de 1901 se notificó que en Las Lavas había varios especuladores «sin estar provistos de patentes». BM, 14: 366 (17 septiembre 1901), 3.

76 BM, 18: 493 (20 mayo 1906), 4.77 BM, 29: 953 (14 julio 1917), 4.

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siglo, de un grupo de buhoneros árabes, quienes, según un portavoz del establishment empresarial de la ciudad de San-tiago, causaban perjuicios considerables a los comerciantes regulares debido «al sistema de negocio que [el comerciante árabe] tiene en los campos».78 Estos buhoneros –denominados árabes, turcos o sirios– se establecieron en las principales co-munes del Cibao, llevando mercancías a lomo de mula a las co-munidades rurales. Y aunque no tuviesen un interés particular en dedicarse al tráfico de productos agrícolas, es evidente que sus actividades comerciales representaban una alternativa eco-nómica para los campesinos. En efecto, la presencia de estos buhoneros árabes amenazaba a los comerciantes ya estableci-dos, de dos maneras por lo menos. Primero, dichos buhoneros lograron asegurarse una fracción del mercado rural. En abril de 1902, el comisario de Santiago informaba al Ayuntamiento el decomiso de «unas cargas de mercancías que unos árabes llevaban para el campo sin estar provistos de patentes».79 Se-gún Orlando Inoa, los árabes solían ofrecer sus mercancías en términos muy favorables: visitaban casa por casa, sus precios eran más bajos que los del comercio regular y realizaban las ventas a plazos. Además, lo variado de sus mercancías les ganó popularidad entre los sectores trabajadores.80 En segundo lu-gar, al interferir en los esquemas tradicionales de mercadeo y de crédito, los árabes contribuían a aflojar las ataduras que los comerciantes, los especuladores y los usureros mantenían sobre los campesinos. Eran tales lazos los que obligaban al campesino a vender sus cosechas a determinadas firmas o a pagar las deudas contraídas con ellas. Por tales razones, los comerciantes establecidos en Santiago –tanto los dominicanos

78 BM, 16: 410 (30 diciembre 1903), 4.79 BM, 14: 383 (20 de abril 1902), 5. El Cibao no fue la única región del país

donde se sintió la presencia de estos inmigrantes. Sobre el particular, ver Orlando Inoa, «Los árabes en Santo Domingo», ES, XXIV, 85 (1991): 35-58.

80 Inoa, «Los árabes en Santo Domingo», 42-6.

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como los extranjeros–, con la cooperación de las autoridades municipales y provinciales, intentaron detener lo que ellos consideraban prácticas comerciales «ilegales» y «abusivas».

En primer lugar, trataron de evitar la proliferación de los negociantes árabes, obligándolos a obtener la patente munici-pal que los autorizaba a ejercer la buhonería; entre las paten-tes para ejercer el comercio, esta era una de las más caras. En un intento por evitar incurrir en tal gasto, en 1901 Abraham Sahdalá pidió que, «siendo muy pobres los árabes que salen con mercancías tanto a la población como a los campos», se les permitiese ejercer el comercio con la patente de comisionista. Sin embargo, esta petición fue denegada.81 Conscientes de la acogida que tenían estos buhoneros entre la población rural, en 1911 el Ayuntamiento de Santiago acordó ofrecer a los alcaldes pedáneos y a los inspectores de Agricultura una recompensa de 25 pesos oro por cada infractor a la Ley de patentes que captu-rasen.82 En segundo lugar, los poderosos sectores comerciales de Santiago pusieron varios obstáculos para impedir el ascenso económico de los comerciantes árabes. Para ello, trataron de limitar la presencia de los negociantes árabes en los mercados. A tales efectos, se intentó regular el tipo de mercancías que es-tos vendían en los mercados urbanos; también se bloqueó su acceso a los puestos disponibles en los mercados públicos. El Ayuntamiento de San Francisco de Macorís, en un esfuerzo por perseguir a los comerciantes árabes, llegó incluso a sugerir que el presidente de la República debería ordenar que solo los ciu-dadanos dominicanos pudieran ejercer el oficio de buhonero.83

Los árabes resistieron estos ataques como mejor pudieron y recurrieron a distintas artimañas para burlar las medidas que, contra ellos, tomaron las autoridades, en combinación con los sectores comerciales de Santiago y de otras comunes. Por ejem-

81 BM, 14: 363 (20 de abril 1901), 3; y 14: 364 (21 agosto 1901), 1.82 BM, 23: 663 (20 de abril 1911), 4.83 BM, 14: 364 (21 agosto 1901), 2; 20: 566 (23 noviembre 1907), 1; y 20:

576 (8 febrero 1908), 3.

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plo, cuando se ordenó a la policía que requiriera la patente a los buhoneros, los que no tenían tal permiso empezaron a realizar sus incursiones a los campos de noche, cuando podían pasar más inadvertidos al vigilante ojo de la ley. Algunos árabes se mu-daron de Santiago, estableciéndose en las aldeas y las comuni-dades campesinas, donde su presencia no era tan resentida. En algunos de estos pequeños poblados, las autoridades comunales les extendían la patente de comisionista; amparados en este sub-terfugio, continuaban realizando sus negocios.84

A principios del siglo XX, como indican estos ejemplos, varios intereses comerciales, de diversos niveles y envergadu-ra, competían por el mercado rural cibaeño. Los pequeños comerciantes independientes, los pulperos, y los buhoneros, al igual que las casas exportadoras y sus agentes, intentaban expandir su participación en dicho mercado. No para todos, sin embargo, este acceso tenía el mismo significado. Para los pulperos y pequeños detallistas, la población campesina repre-sentaba, ante todo, la posibilidad de realizar algunas ganancias a base del expendio de artículos de primera necesidad; el prés-tamo usurario de pequeñas sumas de dinero era un atractivo adicional del mercado rural. Pero para los comerciantes cuya principal actividad económica era el tráfico de los frutos de exportación, tener acceso al mercado rural era, primordial-mente, un medio para controlar la producción agrícola. En cualquier caso, ambos sectores querían asegurar su participa-ción en las redes comerciales cibaeñas.

Los ejemplos anteriores sugieren, también, que los campe-sinos trataban de lograr acceso a diversos canales de crédito y

84 En el BM de Santiago hay alguna información relacionada con los buho-neros árabes y con los conflictos que surgieron a raíz de sus actividades comerciales. Entre muchos otros: BM, 14: 363 (9 agosto 1901), 3; 14: 364 (21 agosto 1901), 1-2; 15: 399 (14 febrero 1902), 5; 14: 383 (20 abril 1902), 5; 14: 385 (15 mayo 1902), 4 y 6-7; 16: 410 (30 diciembre 1903), 3-4; 16: 411 (13 enero 1904), 4; 16: 414 (10 febrero 1904), 3-4; 17: 444 (18 febrero 1905), 4; 18: 502 (18 julio 1906), 4; 20: 566 (23 noviembre 1907), 1; 20: 576 (8 febrero 1908), 3; y 23: 663 (20 abril 1911), 4.

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de mercadeo. Esta era una de sus estrategias para mantener la mayor autonomía posible frente a las fuerzas del mercado, re-presentadas por los prestamistas y los comerciantes. Al contar con diversas fuentes de crédito y de bienes –que competían entre sí–, los campesinos se protegían mínimamente del po-der de los comerciantes y de las fluctuaciones del mercado. Aunque inmersos en un contexto cultural en el que la confian-za y el contacto personal eran vitales en la realización de los tratos comerciales, los campesinos se adaptaron a los sistemas impuestos por la economía mercantil, buscando aprovechar aquellos resquicios que les permitían contrarrestar los elemen-tos más nocivos de las nuevas relaciones económicas.

Para los comerciantes era vital obtener un acceso regular y estable a la producción campesina. Los comerciantes de Santiago, para lograr tal fin, emplearon estrategias individua-les, como el sistema de zonas impuesto por la CAT; también realizaron esfuerzos colectivos. A finales de la década de los veinte y principios de los treinta, la Cámara de Comercio de Santiago, órgano corporativo del empresariado local, diseñó un sistema de crédito para proporcionar dinero en efectivo a los campesinos. Este dinero estaba destinado a la construcción de ranchos de tabaco, donde son colgadas las hojas para ser secadas, después de la cosecha. Aunque el Gobierno propor-cionó los fondos para los préstamos, la Cámara de Comercio estuvo a cargo de ejecutar el plan. Los préstamos se concedían en pequeñas cantidades que iban de 10 a 100 pesos. En total, se repartieron unos 20,000 pesos entre algo más de 500 cose-cheros de tabaco.85

Según Luis Carballo, secretario de la Cámara de Comercio de Santiago, el plan tuvo un éxito rotundo. Los campesinos, en abrumadora mayoría, no solo usaron apropiadamente los avances –es decir, en realidad emplearon el dinero en la

85 AGN, SA, 1933, Leg. 169, 24 octubre 1928. Cfr. Baud, Peasants and To-bacco, 193.

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construcción y la reparación de los ranchos de tabaco– sino que, además, pudieron pagar sus préstamos a tiempo. Esto, decía Carballo, desmentía la opinión generalizada de que «todos los pillos están en el campo». Carballo concluyó su informe señalando que se había demostrado que los agricul-tores estaban preparados para recibir pequeños préstamos a corto plazo, como refacción para sus cosechas, con un interés anual moderado de 8% para cubrir los gastos y las posibles pérdidas.86

A pesar del éxito aparente del plan y del optimismo de Car-ballo, algunos comerciantes se mostraron reacios a prolongar-lo durante los años siguientes. Cuando en 1928 se consultó al exportador V.F. Thomen sobre el sistema de crédito para la construcción de ranchos, este respondió que los préstamos debían ser concedidos ese año en particular porque «el clima ha sido muy favorable para el cultivo de tabaco,..., y sería una pena que [la cosecha] se perdiese [como el año pasado] por falta de ranchos». En otras palabras, Thomen estaba a favor de conceder los préstamos ese año porque la cosecha prometía ser abundante y de buena calidad, lo cual debería redundar en grandes beneficios para los comerciantes. Pero, a pesar de su alusión a los «muchos enemigos del tabaco» –la maleza, los gusanos, el granizo, las sequías y el exceso de lluvias, entre otros–, y de su mención de las fatigas pasadas por los «pobres cosecheros para salvar su cosecha», Thomen se oponía a que se continuase dicho programa en los años subsiguientes.87 Es de suponer que Thomen no consideraría establecer un plan de tal naturaleza en un año malo: es decir, de precios bajos o malas cosechas; era entonces, sin embargo, cuando los cam-pesinos tenían más necesidad del dinero. De hecho, este siste-ma de crédito se interrumpió a comienzos de la década de los

86 AGN, SA, 1933, Leg. 169, 24 octubre 1928, 20 marzo 1928 y 18 octubre 1928.

87 AGN, SA, 1928, Leg. 64, 12 febrero 1928.

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treinta, cuando la caída de los precios produjo una crisis en el sector exportador.88

Fue, sobre todo, en sus intentos por mejorar la calidad de los productos de exportación donde se nota un mayor esfuerzo concertado por parte de los comerciantes del Cibao. Desde el siglo XIX, uno de los principales problemas de los productos de exportación era su baja calidad. A causa de esto, los productos dominicanos confrontaban inconvenientes en los países im-portadores, que se traducían en precios bajos e, incluso, en su rechazo por los compradores. Aunque estos problemas aque-jaban al café y al cacao, también, eran endémicos con respecto al tabaco. En consecuencia, con la ayuda de las autoridades locales y nacionales, los comerciantes intentaron mejorar la calidad de los cultivos comerciales de la región, especialmente del tabaco.89

de CóMo y Por qué MeJorar un tabaCo «fLoJo»

La mala calidad del tabaco dominicano era el resultado de una serie de factores, tanto internos como externos. En primer lugar, es necesario subrayar las condiciones tecnológicas en las que se producía el tabaco dominicano. Hazard, en el siglo XIX, señalaba que no podía decirse que el tabaco del país fuese de primera ca-lidad; por el contrario, pensaba que, en general, era de inferior calidad y que todo él era «flojo». Esto, sin embargo, no se debía a que el suelo fuese inapropiado para su cultivo, sino sencillamente a la falta de cuidado y conocimiento por parte de los cosecheros. Según él, el cosechero dominicano era muy distinto al cubano,

88 Sobre el colapso del crédito en la década de los treinta, ver el capítulo V.89 Antonio Lluberes, «La crisis del tabaco cibaeño, 1879-1930», en: Tabaco,

azúcar y minería (Santo Domingo: Banco de Desarrollo Interamérica, S.A., y Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 3-22. Sobre el café y el cacao: Carreño, Historia económica, 219-50; y Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 95-9.

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quien pasaba noches enteras en vela contra los gusanos que ata-caban las matas de tabaco. El veguero cubano, además, podaba las plantas cuidadosamente y a su debido tiempo; gracias a estos cuidados y precauciones, lograba obtener un tabaco perfecto, de amplia aceptación en el mercado internacional.90

Las diferencias observadas por Hazard entre cosecheros cu-banos y dominicanos no se habían alterado en lo fundamental a principios del siglo XX. De acuerdo con los grupos dominan-tes, el descuido, el atraso y la ausencia de regularidad tendían a dominar la producción del tabaco dominicano. Los informes de las décadas comprendidas entre 1920 hasta 1950 son cons-tantes en señalar una serie de prácticas que limitaban las posi-bilidades de exportar un tabaco de mejor calidad. Por lo tanto, motivados por lo que Baud ha denominado la «lucha por el progreso», comerciantes y funcionarios del gobierno intenta-ron modernizar las técnicas de producción del campesinado.91 Para Luis Carballo, secretario de la Cámara de Comercio de Santiago, la producción de tabaco estaba lastrada por lo que denominaba «los vicios del cultivo», problemas que se habían agravado durante los últimos años; quizás con exageración, alegaba que entonces se preparaba el tabaco peor que hacía 40 años.92 Al pormenorizar las prácticas de los cosecheros que

90 Hazard, Santo Domingo, 185.91 Baud ofrece un análisis sobre los problemas técnicos que, de acuerdo a

las autoridades y a los comerciantes, aquejaban al tabaco dominicano. Lo que sigue debe mucho a: Peasants and Tobacco, 174-98.

92 Sobre las opiniones de Carballo y sobre su destacado papel en la economía tabacalera del Cibao, ver Baud, Peasants and Tobacco, 191-95. Baud alude a varios escritos de Carballo, entre ellos: «Disertación sobre tabaco leída por el Señor Luis Carballo R.... [agosto 1934]». A menos que se indique lo contrario, mis citas provienen de una copia de este documento proveniente de la Cámara de Comercio de Santiago que me facilitó Danilo de los Santos, quien preparaba una historia de esta insti-tución. El profesor de los Santos me brindó copias de varios documentos de la CCS, incluso de una Cartilla para los agricultores sobre el cultivo del tab-aco (Santiago: Imprenta «La Información», 1942), escrita por Carballo, en la que se detallan las recomendaciones hechas en su «Disertación».

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perjudicaban al tabaco, Carballo destacó la falta de selección de las semillas, creciendo en los conucos «todas las variedades posibles, malas y buenas». Carballo abogaba, entonces, por la siembra de los tipos de tabaco más apropiados. Para suplir el mercado externo, se debía sembrar particularmente la varie-dad de tabaco denominada «amarillo parado» –uno de los va-rios tipos del tabaco criollo–93 por ser «el que da más clase y el preferido por los compradores». Según él, esta variedad debía convertirse en el estándar de los tabacos de exportación.

Como ha destacado Baud, los sectores mercantiles favorecían varios cambios en las técnicas productivas de los cosecheros. A contrapelo de las preferencias de los expertos, los campesinos solían iniciar los trasplantes de las matitas de tabaco desde los canteros a los conucos entre los meses de enero y febrero. Car-ballo, por ejemplo, abogaba porque dicha labor se realizara en-tre mediados de noviembre e inicios de diciembre. Esta siembra temprana presentaba, desde su punto de vista, tres ventajas: 1) en los meses de «invierno», debido a la poca radiación solar, se desarrollarían hojas más apropiadas, con la debida textura, peso y color; 2) en los meses de noviembre y diciembre las llu-vias eran más regulares y apropiadas para el crecimiento de las plantas; y 3) al realizarse una cosecha temprana, se evitaba que el tabaco estuviese todavía en el campo en abril y mayo, meses propensos a fuertes aguaceros, granizadas y ataques de insectos que ponían en peligro la cosecha. Las recomendaciones de Car-ballo se extendían a los cuidados que debían darse a las plantas mientras crecían, al proceso de recolección de las hojas, a su secado en los ranchos y a su ulterior procesamiento y manejo para la venta, tanto localmente como en el extranjero.

De forma particular, destacaba la necesidad de hacer una adecuada clasificación de las hojas según sus características y con el uso que se les daría en la elaboración del produc-to final. En síntesis, Carballo abogaba por una «mejor y más

93 Sobre la clasificación del tabaco, ver Baud, Peasants and Tobacco, 225-29.

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cuidadosa preparación de los tabacos de parte de los cose-cheros». Esto no solo redundaría en la obtención de mejores precios por los campesinos sino, también, en una mayor capa-cidad del tabaco dominicano de enfrentar la competencia en el mercado internacional.94

Un segundo factor que afectaba a la calidad de las hojas dominicanas era el hecho de que estaban destinadas en su mayoría a fabricantes europeos de productos de tabaco bara-tos. Hasta la década de los sesenta, en República Dominicana se producían dos grandes variedades de tabaco: el de olor, usado en la fabricación nacional de cigarros y cigarrillos, y el criollo, exclusivamente para la exportación.95 En ambos casos, los exportadores y elaboradores exigían una adecuada clasifi-cación de las hojas, dependiendo del uso que se les diese en la manufactura. Las hojas más finas eran usadas como capas y capotes en la confección de cigarros; las hojas de inferior calidad eran usadas como tripa y picadura en la elaboración de cigarros, cigarrillos y tabaco de pipa. Eran precisamente estos últimos tipos de hojas los que dominaban la producción nacional. Pero esta demanda no propendía al mejoramiento de las técnicas de producción, ni incentivaba el mejoramiento de la hoja dominicana.

Además, tanto cosecheros como especuladores incurrían en una serie de prácticas que contribuían a empeorar la situación. Era común, por ejemplo, que en los fardos desti-nados a la exportación se incluyese «tabaco nuevo», es decir, sin el suficiente grado de maduración y secado; otras veces se incluían hojas podridas, o se embarcaba tabaco indebidamen-

94 Baud, Peasants and Tobacco; y Carballo, «Disertación sobre tabaco», y Cartilla.

95 Baud, Peasants and Tobacco, 225-29. También: Carballo, Cartilla, 2-3; Culti-vo del tabaco negro en la República Dominicana, 2da ed. (Santiago: Secretaría de Estado de Agricultura, Departamento del Tabaco, 1982); y Zonificación y tipificación del tabaco negro en la República Dominicana (Santiago: Instituto del Tabaco de la República Dominicana, 1978).

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te fermentado.96 Muchas veces el tabaco era tan malo que las casas exportadoras y los compradores europeos se negaban a recibirlo.97 Sin embargo, la ausencia de incentivos económicos (como por ejemplo, el escaso crédito y los precios bajos) no animaba a los campesinos a mejorar la calidad de su tabaco. A pesar de las quejas, las casas exportadoras se mostraban reacias a contribuir a que el tabaco dominicano mejorase, pagando precios más altos a los cosecheros; o, al menos, muchos cose-cheros entendían que el diferencial de precio no compensaba sus esfuerzos por producir una hoja de mejor calidad.98 En fin, el monopolio de los exportadores extranjeros sobre el tabaco dominicano no propendía a mejorar su condición.99 En con-secuencia, desde las últimas décadas del siglo XIX, la venta del tabaco del país confrontó una serie de contratiempos, que se reflejó en una prolongada depresión de los precios, interrum-pida solamente entre 1915-20.100

Con el nuevo siglo, mejorar la calidad del tabaco se convir-tió en una de las mayores preocupaciones de las autoridades, tanto nacionales como regionales. La mejora del producto nacional formaba parte del impulso dado en esos años a la

96 Baud, Peasants and Tobacco, passim. Ejemplos adicionales de las prácticas de los campesinos en el manejo del tabaco se encuentran en: BM, 14: 379 (14 marzo 1902), 6 y 7; 14: 383 (20 abril 1902), 8; y 14: 386 (31 mayo 1902), 7-8.

97 Lluberes, «La crisis del tabaco». En marzo de 1902 se anunció con alarma que de Alemania se había reembarcado tabaco dominicano por ser im-posible venderlo y que, en consecuencia, varias firmas alemanas habían cerrado sus créditos en el país. BM, 14: 379 (14 marzo 1902), 6.

98 Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 133-44.99 Lluberes, «La crisis del tabaco», 21-2.100 Baud, Peasants and Tobacco, 219-23. Sobre las condiciones económicas a

principios del siglo XX, ver José del Castillo y Walter Cordero, La economía dominicana durante el primer cuarto del siglo xx, 2da ed. (Santo Domingo: Fundación García-Arévalo, 1980); Bruce J. Calder, The Impact of Interven-tion: The Dominican Republic during the U.S. Occupation of 1916-1924 (Aus-tin: University of Texas Press, 1984), esp. 67-72; y Luis Gómez, Relaciones de producción dominantes en la sociedad dominicana, 1875-1975, 2da ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), esp. 73-94.

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economía exportadora.101 Por ejemplo, el Ayuntamiento de Santiago impuso la llamada Ley de frutos de exportación, apro-bada inicialmente en 1894, que tenía como objetivo crear un sistema de control de calidad de los productos destinados al mercado exterior.102 Sin embargo, la efectividad de esta medi-da fue muy reducida porque algunos comerciantes no la cum-plían, y por el hecho de que la ley era, más que nada, una ini-ciativa local impulsada por el Ayuntamiento de Santiago.103 En 1902, el Inspector de Frutos denunció que unos comerciantes de Las Lagunas (la actual Villa González) estaban exportando productos en «malas condiciones».104 Más aún, la inspección de frutos levantó una fuerte oposición por parte de comer-ciantes y cosecheros, por lo que el gobernador de la provincia tuvo que solicitar al Ayuntamiento de Santiago la derogación de la ley. Según el Boletín Municipal de Santiago, el gobernador actuó en tal sentido «por convenir así a la paz pública».105 En todo caso, la Ley de frutos, abolida en 1917, duró muy poco y tuvo una débil repercusión en la práctica.

Las décadas de los veinte y de los treinta fueron un período de cambios en la economía del tabaco;106 estos cambios, en última instancia, fueron impulsados por las transformaciones del mercado. Localmente, los grandes elaboradores deman-daron un producto de calidad superior al tradicionalmente producido por los campesinos. La CAT, por ejemplo, empezó a usar tabaco de olor en la fabricación de cigarrillos. En gran

101 Baud, Peasants and Tobacco, 174-98.102 BM, 14: 383 (20 abril 1902), 8; 14: 386 (31 mayo 1902), 7; y 15: 393 (15

septiembre 1902), 7. Para una discusión más detallada sobre la inspec-ción de frutos: Baud, Peasants and Tobacco, 187-91.

103 Baud, Peasants and Tobacco, 189-90.104 BM, 14: 386 (31 mayo 1902), 7-8; y 15: 387 (26 junio 1902), 3.105 BM, 15: 389 (12 julio 1902), 4. En 1917 la Asociación de Agricultores y

Ganaderos pidió al Ayuntamiento la puesta en vigor de la Ley de frutos, que había sido aprobada en 1894. BM, 29: 962 (16 septiembre 1917), 4-5.

106 Michiel Baud, «La gente del tabaco: Villa González en el siglo veinte», CS, IX, 1 (1984): 118.

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medida, el sistema de zonificación establecido por la compa-ñía fue una manera de controlar la calidad del tabaco que se compraba a los campesinos.107 Tal sistema le permitía adecuar la producción campesina a sus exigencias, garantizando su su-ministro de tabaco de olor. Probablemente lo mismo ocurrió con la Tropical Tobacco Company, subsidiaria de Cullman Bros., es-tablecida en Santiago a principios de la década de los treinta.108

Mejorar la calidad del tabaco dominicano se convirtió en una necesidad urgente en vísperas de la depresión mundial que empezó en la década de los veinte. A nivel internacional, el tabaco dominicano se enfrentaba a la competencia de otros países productores de la hoja. Durante este período, la Repú-blica Dominicana competía con países como Java, Sumatra y Brasil, además de Cuba –que ocupaba un puesto destacado en este renglón, no tanto por el volumen de sus exportaciones, sino por la excelente calidad de su tabaco–. Según un infor-me de 1936 sobre el tabaco, varios países europeos estaban promoviendo dicho cultivo en sus colonias. Muchas veces, este tabaco podía servir, al igual que el dominicano, de materia prima a las industrias europeas, llegando, en consecuencia, a desplazarlo en los mercados metropolitanos. Así, entre 1925 y 1935 las exportaciones de tabaco descendieron de más de 22,000,000 de kilos a cerca de 7,000,000; el valor del taba-co exportado bajó de $2,765,484 en el primer año a apenas

107 Entrevista con Carbonell. En un informe de 1926, se dice que la Compa-ñía Anónima Tabacalera había seleccionado el tabaco de olor tipo «Su-matra» como el más apropiado a sus necesidades; para ese año –refiere el informe–, la semilla de dicho tabaco «está ya muy difundida en nuestras zonas tabacaleras» (CCS, Informe de Luis Carballo, Secretario General de la Cámara de Comercio, Industria y Agricultura de Santiago, 16 abril 1926. Subrayado añadido). Había quienes opinaban que este tipo de ta-baco no era idóneo para la República Dominicana (Baud, Peasants and Tobacco, 186).

108 Nancie González, «El cultivo del tabaco en la República Dominicana», C, II, 4 (1975): 27.

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$291,291.109 Ante esta situación, los comerciantes y las auto-ridades hicieron esfuerzos adicionales por mejorar la calidad del tabaco de exportación. La falta de una clasificación ade-cuada de las hojas y la ausencia de uniformidad, debido a la gran variedad de tabacos cultivados, eran dos de las principa-les quejas de los compradores europeos con relación al tabaco dominicano.110 Todavía en la segunda década del siglo la falta de uniformidad lastraba la exportación de tabaco del Cibao.111 Para mediados de la década de los veinte, se comenzaron a ver los primeros resultados positivos en la unificación de las variedades de tabaco, tanto del de olor como del criollo. El es-tablecimiento de una serie de semilleros permitió controlar las variedades de tabaco sembradas por los cosecheros. Estos se-milleros contaron con el auspicio de la Cámara de Comercio, de los empresarios de la provincia de Santiago y de agencias gubernamentales. Como resultado de la labor en estos semille-ros, en el año de 1926 se repartieron sobre 4,000,000 de pos-turas de tabaco. La distribución de posturas fue especialmente

109 AGN, SA, 1936, Leg. 265, 13 julio 1936. Para comparaciones con las islas de Cuba y Puerto Rico, ver José Rivero Muñiz, Tabaco: Su historia en Cuba, 2 tomos (La Habana: Instituto de Historia, Academia de Ciencias de la República de Cuba, 1965); y Juan José Baldrich, Sembraron la no siembra: Los cosecheros de tabaco puertorriqueños frente a las corporaciones tabacaleras, 1920-1934 (Río Piedras: Huracán, 1988).

110 Baud, Peasants and Tobacco, 184-87. En 1901 el Ayuntamiento de Santiago intentó brindar mayor uniformidad en el cultivo, distribuyendo semillas de tabaco del tipo «amarillo punta de lanza», una de las tantas variedades del tabaco criollo. Años más tarde, en 1906, se intentó la siembra de 15 ó 20 tareas con tabaco proveniente de Cuba, con el fin de distribuir las semillas entre los cosecheros de la comarca. Ver BM, 14: 367 (25 septiem-bre 1901), 4; 17: 424 (20 julio 1904), 5; y 19: 508 (2 septiembre 1906), 3-4.

111 En 1918 uno de los regidores del Ayuntamiento de Santiago, comercian-te de la plaza, se quejaba de la venta del tabaco denominado «criollito»; otro miembro del Ayuntamiento volvía a proponer la unificación del tabaco a partir de la distribución de semillas de la clase conocida como «amarillo parado». BM, 29: 1004 (15 noviembre 1918), 19-20; y 29: 1005 (9 diciembre 1918), 17-8.

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acertada ese año ya que, debido a la escasa cosecha del año anterior, los agricultores se encontraban relativamente cortos de semilla. Siguiendo la política de unificación de la produc-ción, se repartieron semillas de la variedad de tabaco «amari-llo parado».112

Uno de los propósitos de estos establecimientos era fo-mentar la creación de semilleros particulares. Así, en 1927 se celebró un concurso entre los cosecheros con el fin de seleccionar los mejores semilleros de tabaco, con premios en metálico y en implementos agrícolas. En dicha compe-tencia participaron 122 semilleros, con un total de 1,011 canteros. No obstante, todavía el uso de semilleros era bas-tante limitado entre los campesinos de la región. En con-secuencia, se amplió el programa de semilleros oficiales «para suplir de posturas a los agricultores que por cualquier causa no pudiesen hacer sus semilleros». La distribución de posturas superó considerablemente la realizada el año ante-rior; en 1927 se repartieron más de 7,000,000 de posturas. Para la cosecha de 1927-28, las expectativas de la Cámara de Comercio eran más altas todavía. La inscripción para el concurso de ese año aumentó a 229 semilleros con un total de 1,532 canteros. Ante el aumento de semilleros particu-lares, se pensaba que se podría disminuir el número de los oficiales, aunque estos no debían desaparecer del todo. La experiencia de ese año, cuando un temporal causó graves destrozos en los semilleros particulares, previno contra tal posibilidad. La salvación de los cosecheros fueron los semi-

112 Baud, Peasants and Tobacco, 191. Como demuestra este autor, desde su fundación, la CCS asumió como una de sus misiones fundamentales el mejoramiento agrícola de la región. Con tal propósito, desarrolló cam-pañas a favor del uso del arado, del mejoramiento de los cultivos (espe-cialmente del tabaco) y del desarrollo de nuevos productos agrícolas. Ver también: CCS, [Historia de la Cámara de Comercio, Industria y Agricul-tura de Santiago de los Caballeros], c.1932; y Memoria que la Directiva de la Cámara de Comercio, Industria y Agricultura de Santiago presenta a la Asamblea General, 1926 (Santiago: Imprenta L.H. Cruz, 1927), 20-l.

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lleros oficiales, gracias a los cuales se pudieron rehacer los destruidos por el mal tiempo.113

A pesar del optimismo de muchas de las declaraciones ofi-ciales, los resultados de estos años fueron un tanto ambiguos. Para la cosecha de 1928-29 el concurso de semilleros no se efectuó debido a que la mayoría de los semilleros inscritos –180 en total– fueron severamente afectados por un temporal.114 La naturaleza, en efecto, interfería con frecuencia con los planes de los sectores empresariales. En el año agrícola 1930-31, a pe-sar de haberse repartido más de 30,000,000 de posturas de los semilleros oficiales, la cosecha fue «una de las más pobres que hemos tenido» debido al exceso de lluvias y a las granizadas.115 Aunque no del todo desalentadores, los intentos de unifica-ción de las variedades de tabaco de exportación y de consumo nacional tampoco avanzaban con la celeridad deseada por las autoridades y los sectores mercantiles. En 1936 se decía:

...nuestro tabaco de exportación ha sido y lo es todavía, pésimo. Nuestro «tabaco criollo» es malo. A este respecto se han llamado siempre a engaño tanto nuestros pro-ductores como los especuladores menores... Nuestro tabaco de exportación no responde a ninguna clasifica-ción de variedad, pues las clasificaciones que aquí se ha-cen (por el tamaño y el estado de las hojas) no la tienen en cuenta [en los países compradores]. En todos los

113 CCS, Memoria que la Directiva de la Cámara de Comercio, Industria y Agricul-tura de Santiago presenta a la Asamblea General, 1927 (Santiago: Imp. La Información, 1928), 18-23. Baud ha señalado que, precisamente, uno de los propósitos del establecimiento de los semilleros era disminuir la posibilidad de que se malograsen las cosechas (Peasants and Tobacco, 190).

114 CCS, Memoria que la Directiva de la Cámara de Comercio, Industria y Agricul-tura de Santiago presenta a la Asamblea General, 1928 (Santiago: Imp. La Información, 1929), 25-6.

115 CCS, Memoria que la Directiva de la Cámara de Comercio, Industria y Agricul-tura de Santiago de los Caballeros presenta a la Asamblea General Ordinaria, 1931 (Santiago: Imp. La Información, 1932), 26-7.

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conucos crecen, mezcladas las variedades siguientes, bien distintas entre sí: «amarillo parado», «amarillo punta de lanza» y «jagua» las cuales degeneran en varias subvariedades como lo son el «lengua de vaca» y el «ore-ja de burro»por la constante hibridación.116

Para entonces, otros factores impulsaron a comerciantes y funcionarios a mejorar el tabaco dominicano. Las crecientes dificultades encaradas en los países europeos –primero, por las restricciones a la importación de materia prima dictadas por Alemania y, luego, por la Guerra Civil en España– motivó la bús-queda de nuevas variedades de tabaco, más apropiadas para ga-nar terreno en el reñido mercado internacional. Se experimen-tó, por ejemplo, con variedades como el Cuban Shade o tabaco «cubano».117 Sin embargo, todavía no había unanimidad sobre los tipos de tabaco más apropiados a las condiciones del país. En el informe anual de la Cámara de Comercio de Santiago, se insistía en la necesidad de tomar en consideración las diferen-cias ecológicas del Cibao. La diversidad de suelos y la variedad climatológica de la región hacían inoperante la unificación del cultivo del tabaco. Para la zona medianamente húmeda –com-puesta por algunas secciones de las provincias de Santiago, La Vega y Moca–, era necesario «un tabaco de buen desarrollo, de fina calidad para capas y de buen rendimiento». Por el contra-rio, las zonas secas de Santiago a Monte Cristi y Puerto Plata, requerían plantas de rápido desarrollo y gran resistencia a las sequías.118 Las expectativas de la Cámara de Comercio eran que, para la cosecha de 1938-39, se pudiesen repartir semillas y pos-

116 AGN, SA, 1936, Leg. 265, 13 de julio 1936. Subrayado en el original.117 CCS, «Memoria que a la Asamblea General Ordinaria de la Cámara de

Comercio, Industria y Agricultura presenta el Presidente de la Junta Di-rectiva 1936».

118 CCS, «Memoria que a la Asamblea General Ordinaria de la Cámara Ofi-cial de Comercio, Industria y Agricultura del Cibao presenta el Presi-dente de la Junta Directiva, 1937».

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turas tomando en consideración estos factores. Irónicamente, en dicho año agrícola el programa de semilleros oficiales tuvo que ser suspendido por falta de fondos.119

El estallido de la guerra en Europa daría al traste con mu-chos de los planes de fomento del tabaco diseñados por los sectores mercantiles junto a las agencias oficiales. La brutal caída de las exportaciones de tabaco paralizó el cultivo de la aromática hoja. Los informes periódicos de las agencias ofi-ciales durante la primera mitad de la década de los cuarenta muestran el estado de postración en que se encontraba la pro-ducción tabacalera. Ya en agosto de 1940 se habla de la situa-ción ruinosa de los precios debido a las pocas posibilidades de embarque del tabaco.120 A pesar de las condiciones imperantes en esos años, las autoridades y los comerciantes, a través de la Cámara de Comercio, continuaron con algunos de sus pro-gramas, como la creación de semilleros y la distribución de posturas y semillas.121

Con el fin de la guerra y la apertura de los mercados euro-peos, la exportación de tabaco se recuperó espectacularmente (gráfica 4.2). Aunque para la década de los cincuenta se había logrado una mayor uniformidad en las variedades cultivadas, no se habían resuelto del todo los graves problemas de calidad que tradicionalmente habían aquejado al tabaco dominicano. Entre los compradores, el principal atractivo de la hoja del país era su baratura; su calidad adolecía por varias razones. Primero, porque su secado no era el más adecuado. En efecto, en los ranchos donde eran secadas, las hojas de tabaco eran apelotonadas en sartas, lo que impedía un secado uniforme. En segundo lugar, durante la fermentación, el tabaco era humedecido en exceso, aumentando las probabilidades de ser atacado por el moho o de pudrirse. Tercero, algunas de las

119 AGN, GS, 1939, Leg. 3, 10 febrero 1939.120 AGN, GS, 1940, Leg. 27, 30 agosto 1940.121 AGN, GS, 1942, Leg. 146, s. f.

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técnicas de cultivo de los cosecheros impedían el desarrollo adecuado de las hojas. Finalmente, la falta de clasificación de estas –resultado de la práctica de los campesinos de «arrancar todas las hojas a la vez y enmanillarlas en las sartas», sin tomar en consideración su estado de madurez ni el tamaño de las mismas– también contribuía a desmerecer el tabaco de Repú-blica Dominicana entre los importadores.122

GRÁFICA 4.2EXPORTACIONES DE TABACO, 1905-60

122 AGN, MA, 1956, Leg. 715, 10 mayo 1955.

Fuentes: Fernando I. Ferrán, Tabaco y sociedad: La organización del poder en el economercado del tabaco dominicano (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales y Centro de Investigación y Acción Social, 1976); y Kenneth Evan Sharpe, Peasant Politics: Struggle in a Dominican Village (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1977), 30.

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A juzgar por las quejas de los comerciantes, en la década de los cincuenta hubo una merma en las hojas de mejor calidad, mientras aumentó la proporción de hojas inferiores. En 1955 se hace referencia «al poco porcentaje que vienen dando las cosechas del tabaco de olor [de hojas] de las clases CaPa y CaPo-te». Según el documento de marras, la causa de este fenóme-no era el agotamiento de los suelos donde se cultivaba dicho tabaco, por lo que se recomendaba su abono.123 Igualmente, el tabaco de exportación se veía lastrado por un aumento en las hojas de baja calidad. En 1956, la Compañía General de Tabacos, una de las principales firmas exportadoras, se que-rellaba ante el Instituto de Defensa del Tabaco por la enorme «cantidad de hojas sueltas que los compradores de tabaco se ven obligados a adquirir de los cosecheros».124 Del tabaco ad-quirido de los cosecheros, las firmas comerciales se veían for-zadas a comprar tanto como un 40 por ciento de tales hojas. El representante de la CGT alegaba que, de no poder dispo-ner de estas hojas, los cosecheros incluso se negaban a vender el resto de su tabaco a las casas comerciales. Según él, se debía desalentar la venta de hojas sueltas, sobre todo suprimiendo la política gubernamental de garantizar un precio mínimo a los cosecheros de tabaco, política que –decía– alentaba

123 CCS, «Memoria de la Cámara de Comercio de Santiago, 1955». Para la cosecha de 1954-55, la proporción de capas y capotes de tabaco de olor fue de menos del 12%. Se consideraba que esta proporción era insufi-ciente para satisfacer la demanda de la industria nacional del tabaco.

124 AGN, MA, 1956, Leg. 715, 10 enero 1956. Dichas hojas eran residuos que no habían podido ser incorporados en ninguna de las clasificacio-nes convencionales por ser de pésima calidad o por haber sufrido daños considerables.

El problema de la inadecuada clasificación de las hojas de tabaco había sido un perenne dolor de cabeza para las casas comerciales. Para resolver este problema, las firmas exportadoras empezaron a reclasificarlas des-pués de recibirlas de manos de los cosecheros e intermediarios, quienes solían prestar poca atención a tal aspecto. Al hacer esto, los exportadores podían cumplir más cabalmente con las exigencias de empaque y calidad de los compradores internacionales (Baud, «La gente del tabaco», 118).

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la producción de tabaco malo. La supresión del precio míni-mo favorecería, en cambio, «al buen cosechero», el que pros-peraría, mientras que los «cosecheros malos» tendrían que mejorar su producto o desaparecerían. Es decir, la mano in-visible del mercado actuaría en pro «de la calidad del tabaco dominicano».

A pesar de las quejas, para la década de los cincuenta los sectores comerciales del Cibao habían logrado ajustar mucho mejor la producción campesina a las exigencias del mercado mundial.125 El fortalecimiento del Estado a partir de la década de los treinta viabilizó una serie de medidas de difícil imple-mentación a comienzos del siglo. La distribución de semillas a los campesinos se hizo usual a partir de entonces. Durante esos años, empezaron a ponerse en práctica medidas ideadas a principios de siglo, pero que tuvieron entonces un efecto limitado. Así, la inspección de frutos, que se había estrellado contra los particularismos y el poco alcance de las autoridades locales, fue puesta otra vez en vigor durante la dictadura de Trujillo.126

El éxito de tales medidas, sin embargo, se vio obstaculizado por las dificultades que confrontó la economía de exportación dominicana durante la década de los treinta. Las inestables condiciones del mercado internacional repercutían en pre-cios bajos y en cosechas sin vender. En la segunda mitad de la década de los cuarenta, la exportación de tabaco empezó a recuperarse de la prolongada crisis que se inició en la década de los veinte. Esta recuperación inauguró una nueva etapa en

125 Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 213.126 AGN, GS, 1936, Leg. 2, Exp. 2, 31 octubre 1936. La Cámara de Comer-

cio, bajo la supervisión de la Secretaría de Agricultura, desarrolló, año tras año, una «campaña del tabaco» orientada a garantizar una buena cosecha de la hoja. Aunque estas campañas empezaron antes de 1930, su continuación durante las décadas siguientes fue posible gracias a la es-tabilidad política existente durante la dictadura. Ver Baud, Peasants and Tobacco, 192-93; AGN, GS, 1929, Leg. 9, 1 marzo 1929; y SA, 1938, Leg. 347, 5 septiembre 1938.

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la economía tabacalera dominicana. Como resultado del alza de los precios, aumentaron las exportaciones de tabaco, sobre todo al finalizar la Segunda Guerra Mundial; lo mismo suce-dió con el café y el cacao. La expansión del crédito rural fue una de las consecuencias de esta bonanza, como se verá en el capítulo siguiente. Los precios altos y el crédito representaban unos poderosos incentivos que alentaron a muchos coseche-ros a mejorar sus técnicas de producción y, en consecuencia, la calidad de su tabaco.

LaS tranSforMaCIoneS de La eConoMÍa CaMPeSIna

En más de un sentido, el capital mercantil desempeñó un papel decisivo en el desarrollo de una economía campesina estrechamente vinculada con la economía de mercado. Por ejemplo, cuando la CAT estableció su sistema de zonificación, se esforzó por atraer a los pequeños productores de tabaco. Los jefes de zona, quienes tenían un conocimiento de primera mano sobre los habitantes de sus respectivas secciones, daban avances de dinero a campesinos que no contaban con otras fuentes de crédito. Estos, por tal razón, no podían cultivar cantidades apreciables de tabaco, a pesar de ser vistos como «cumplidores», es decir, dignos de confianza.127 Ahora bien, este desarrollo de la economía rural acarreó cambios impor-tantes para el campesinado. En primer lugar, los campesinos se fueron haciendo cada vez más dependientes del mercado para satisfacer sus necesidades básicas. Los cultivos comercia-les tendieron a desplazar a los cultivos de subsistencia y a la crianza de animales como las principales actividades del campesinado. Esta ha sido una tendencia general de la eco-nomía dominicana durante el siglo XX; pero al financiar los cultivos de exportación, los comerciantes contribuyeron de

127 Entrevista con Carbonell.

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forma directa a instar a los campesinos a comercializar sus ac-tividades productivas.

Con el financiamiento de la agricultura de base campesina, el comerciante obtuvo un mayor control sobre aspectos clave de la economía rural. Los prestamistas, por lo general, exigían a los agricultores un colateral, que era la cosecha en la mayoría de los casos. En agosto de 1924, Domingo Hernández prestó 255 pesos oro a Amadeo Pérez, agricultor de Guazumal; como garantía, Pérez ofreció una cosecha de tabaco valorada en 300 pesos oro. Muchas veces los campesinos tenían que empeñar sus cosechas «a la flor», lo que mermaba su valor en el mercado. En noviembre de 1923, por ejemplo, Luis Abreu hipotecó una cosecha de tabaco sin recoger, con un valor estimado de 90 dó-lares; sin embargo, solo recibió 54 dólares en efectivo, lo que representa apenas el 60 por ciento del valor de la cosecha.128 Los préstamos concedidos sobre las cosechas proporcionaban al acreedor una doble ganancia. En primer lugar, los presta-mistas obtenían un beneficio al imponer un interés sobre el dinero adelantado (por lo general, el 1 por ciento mensual, aunque podía ser más alto aún); y, en segundo lugar, ganaban cuando vendían las cosechas, adquiridas a un costo inferior a su valor real, al precio del mercado.

Además de las cosechas, también se hipotecaban las tierras. En 1909, Isaías Torres, agricultor de Jicomé, contrajo una deuda de 260 pesos con el comerciante de Navarrete, Alberto Asencio. Como garantía del préstamo, Torres hipotecó varios conucos que poseía en Esperanza.129 Aunque en este caso con-creto el deudor no tuvo problemas para satisfacer su deuda, no siempre sucedía así. Por ejemplo, Nicolás Sosa hipotecó 12 tareas a favor de Manuel Antonio Valverde, comerciante resi-dente en la ciudad de Santiago, para garantizar un préstamo de 50 pesos. El préstamo, notariado el 18 de diciembre de 1918,

128 AGN, AP, Lib. 3, 1923-24, 11 agosto 1924 y 23 noviembre 1923.129 ANJR, PN: JD, 1909, t. 1, 9 febrero 1909, fs. 31v-3v.

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vencía en julio de 1919; pero la hipoteca no fue cancelada hasta junio de 1920.130 No todos los agricultores podían pagar sus deudas, y, por eso, perdían las propiedades hipotecadas. José Dolores Liz, pongamos por caso, hipotecó dos predios a favor de Manuel de Jesús Tavares, comerciante de Santiago; el préstamo, otorgado en noviembre de 1912, vencía en agosto de 1913. Liz no liquidó su deuda a tiempo y sus propiedades fueron embargadas; posteriormente intentó pagar la deuda, pero Tavares no aceptó el pago.131 El Registro de la Propiedad Territorial contiene evidencia adicional de la pérdida de fincas que sufrieron los propietarios rurales a causa de sus deudas. José A. Bermúdez, uno de los más poderosos empresarios de Santiago, adquirió varias propiedades por medio de las retro-ventas, un tipo de hipoteca. De esta forma, en 1907 obtuvo cuatro cordeles de Ana Peralta y catorce cordeles de tierra de Vicente Toribio.132 El endeudamiento, por tanto, permitía a los acreedores adquirir tierras a expensas de los agricultores. En este sentido, el crédito, aunque posibilitaba un mayor gra-do de comercialización de la producción rural, se convirtió en una fuente potencial de dificultades para el campesinado.

Hubo casos en los que las deudas constituyeron un meca-nismo usado por los acreedores con el fin primordial de acu-mular tierras. En la lista municipal de patentes de 1917, Ureña Hermanos aparecen clasificados como especuladores en fru-tos, lo que indica que se dedicaban al negocio de productos

130 ANJR, PN: JMV, 1918, t. 4, 18 diciembre 1918, fs. 732-32v.131 TT, DC 3 (ADC 120), Dec. 12 (4 junio 1943), parcs. 284 y 290. Aun cu-

ando Liz continuó ocupando la tierra, Tavares se la vendió a José Durán Liz, quien la reclamó como suya ante el TT en 1943.

132 AS, CH, RPT, Lib. A, 1912-13, Nos. 61 y 66, 4 noviembre 1912. Es suma-mente difícil calcular con cuánta frecuencia los prestamistas recurrían a las deudas sin pagar para obtener las propiedades ofrecidas como garantías. Muchas veces, el Registro de la Propiedad no ofrece detalles sobre la naturaleza de las transacciones mediante las cuales los bienes raíces cambiaban de dueño. Son bastante frecuentes anotaciones impre-cisas, como «acto auténtico», «traspaso» y «acto bajo firma privada».

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de exportación.133 Además, Emilio y Arturo figuraban entre los prestamistas más conspicuos de Santiago; gracias a su intensa actividad, los Ureña se convirtieron en propietarios de varias fincas en la zona rural de Santiago.134 También había presta-mistas –fundamentalmente usureros– cuyas ganancias prove-nían ante todo de los intereses cobrados sobre los préstamos concedidos. Para estos, una segunda fuente de beneficios es-taba constituida por la especulación con las tierras incautadas a los que no podían pagar sus deudas. Tal era seguramente el caso de James Palmer, fotógrafo de Santiago, y del médico José Eldón, quienes también aparecen como activos prestamistas, y que, a comienzos del siglo, acumularon varios predios de tierra en la común de Santiago.135

Sin embargo, las grandes casas comerciales de Santiago no tenían un interés especial en forzar la expropiación del cam-pesinado. Naturalmente, los comerciantes adquirían tierras a través de diversos medios y, a menudo, se convertían en dueños de grandes propiedades. En 1914, la firma Augusto Espaillat Sucesores era propietaria de cientos de hectáreas de bosque en San José de las Matas y en Jánico.136 La Compañía Anónima Tabacalera, por su parte, era dueña de casi 200 hectáreas de tierra en Sabana Grande y Hato del Yaque.137 En 1918, Ansel-mo Copello, uno de los socios principales de la CAT, tenía unas 170 hectáreas que había comprado a Manuel O. Ariza, comer-ciante de Peña.138 Con todo, son bastante escasas las pruebas de

133 BM, 29: 53 (21 julio 1917), 1.134 AS, CH, RPT, Lib. B, 1913-14, No. 1127, 15 julio 1913 y No. 1150, 2 agosto

1913; Lib. F, 1916-17, Nos. 7101-2, 1 diciembre 1916; Lib. H, 1915-17, Nos. 8455-56, 6 noviembre 1917 y Nos. 8832-38, 28 noviembre 1917.

135 ANJR, PN: JD, 1905, t. 1, 8 febrero 1906, fs. 16-6v; 22 febrero 1906, fs. 37-7v; t. 2, 1 agosto 1906, fs. 185-85v; 13 septiembre 1906, fs. 231-31v; 1909, t. 2, 1 junio 1909, fs. 128-29v; AS, RPT, Lib. G, No. 7587, 19 mayo 1917, No. 7609, 4 junio 1917 y No. 7646, 18 junio 1917.

136 AS, CH, RPT, Lib. C, 1914-15, Nos. 1702-58, 14 abril 1914.137 AS, CH, RPT, Lib. F, 1916-17, No. 6229, 4 septiembre 1916.138 AS, CH, RPT, Lib. J, 1917-18, No. 992, 4 octubre 1918.

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la acumulación de tierras por parte de estas compañías debido al endeudamiento de los agricultores. Más importante aún, a pesar de que los comerciantes de Santiago llegaban a conver-tirse en terratenientes, seguían dependiendo del campesinado para satisfacer su demanda de cultivos de exportación.

Aunque los comerciantes no se convirtieran en productores, ejercían una influencia directa sobre el campesinado debido a su estratégica posición en la economía de exportación del Cibao; incluso, fueron capaces de imponer nuevas condiciones de producción al campesinado.139 Estas exigencias tenían un efec-to directo sobre los recursos económicos y humanos de los sec-tores campesinos. Si en el siglo XIX –y todavía en gran medida en las primeras décadas del siguiente–, los campesinos podían contar con el producto de sus cosechas en cuatro meses, las nuevas prácticas conllevaron una extensión del ciclo producti-vo del tabaco. Y no se trataba únicamente de la ampliación del ciclo productivo: las exigencias con relación a la preparación de los suelos, los semilleros y el trasplante, junto a las demás atenciones a que debía ser sometido el tabaco mientras estaba en el campo, durante la cosecha o cuando se acondicionaba en los ranchos, conllevaron una intensificación de las activida-des productivas. Todo esto se traducía, en última instancia, en jornadas de trabajo más intensas y en una mayor necesidad de mano de obra. Por otro lado, el acondicionamiento y cuidado de los tabacales requería gastos adicionales, por ejemplo: en abonos, pesticidas y en mejoras a los ranchos de tabaco. Es decir, las crecientes exigencias productivas forzaban a los cam-pesinos a buscar nuevas fuentes de financiamiento debido a sus limitados recursos monetarios.

Además, la alteración del ciclo productivo del tabaco inter-fería con otras actividades de los campesinos, especialmente

139 Baud, Peasants and Tobacco, 173-83. Ver, además: Carballo, Cartilla; y CCS, Memoria, 1926, 18-20; CCS, Cuestionario sometido por el Sr. William E. Dunn, Agente Especial de Emergencia del Gobierno, a las Cámaras de Comercio del País, 24 marzo 1932.

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con el cultivo de frutos de subsistencia. En Santiago al menos, era muy común que los terrenos tabacaleros fuesen emplea-dos, en rotación o mediante el cultivo intercalado, en la siem-bra de maíz.140 Todavía en la década de los treinta se indicaba que los cosecheros de tabaco solían sembrar sus tierras de este grano entre agosto y septiembre; luego de la cosecha de maíz, que tenía lugar entre noviembre y enero, se sembraba el ta-baco. Dicha práctica contribuía de forma directa a retrasar la siembra de tabaco hasta los meses secos de enero en adelan-te.141 La coincidencia de los ciclos agrícolas de ambos cultivos imponía una doble exigencia sobre el campesino: de mano de obra y de tierra. Aunque el maíz solía sembrarse intercalado con el tabaco, esta práctica no era favorecida por los comer-ciantes.142 Para los cosecheros con suficiente tierra, para quie-nes era viable mantener campos separados para los respectivos cultivos, los requisitos productivos de los sectores comerciales probablemente no resultaban tan onerosos. Pero para los cam-pesinos con poca tierra, estas presiones limitaban sus opciones de supervivencia. Seguramente muchos campesinos tuvieron que reducir sus siembras de maíz, al igual que las de otros cul-tivos de subsistencia, con el fin de concentrarse en los cultivos comerciales. En términos de la fuerza de trabajo, brindar el cuidado exigido al tabaco podía conllevar, igualmente, dismi-nuir la atención prestada a los cultivos de subsistencia, o jorna-das de trabajo más intensas para los miembros de las familias campesinas.

140 Ver la discusión sobre los patrones en el uso de la tierra en el capítulo VI. Además: Pedro L. San Miguel, «The Dominican Peasantry and the Market Economy: The Peasants of the Cibao, 1880-1960» (Tesis doctoral, Columbia University, 1987), 331 y 335-37; y Baud, Peasants and Tobacco, 60-3.

141 Carlos E. Chardón, Reconocimiento de los recursos naturales de la República Dominicana [1939] (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1976), 216; y CCS, Cuestionario sometido por el Sr. Dunn.

142 Baud, Peasants and Tobacco, 177.

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La generalización del sistema de zonas tabacaleras también tuvo un efecto directo sobre el campesinado cibaeño. Para la década de los treinta, todavía se consideraba que la totalidad de la provincia de Santiago, a excepción de las lomas, era apta para el cultivo del tabaco. Y, en efecto, permitiéndolo las con-diciones atmosféricas, la planta se sembraba en buena parte de la región.143 No obstante, a medida que se trató de mejorar la calidad del tabaco con el fin de adecuarlo a los dictados del mercado, hubo una mayor preocupación por los suelos en que se cultivaba, intentándose hacer las siembras en las tierras más apropiadas a las diversas variedades de tabaco. Aunque de ma-nera incipiente, ya para las tres décadas comprendidas entre 1920 y 1950 las firmas compradoras habían identificado zonas idóneas para la cosecha de varios tipos de tabaco; en estas re-giones, la injerencia de las casas tabacaleras era más directa. En ocasiones, la mayor presencia de los comerciantes en estas zonas era motivada por la especialización de los campesinos en el cultivo del tabaco, resultado a su vez de condiciones ecológi-cas particulares. En Villa González, por ejemplo, parece que la relativa aridez de la región limitaba la expansión de la produc-ción de cultivos de subsistencia. Aquí todavía se siembran maíz y otros productos de subsistencia, además de tabaco, a través de la rotación de cultivos. En esta región, al igual que en toda la Línea Noroeste, la agricultura de subsistencia no ha sido tan va-riada como en otras regiones del Cibao. Por el contrario, aquí las condiciones ecológicas han propiciado una mayor especiali-zación en la siembra de tabaco.144

En otras partes del Cibao, por el contrario, la ecología fa-voreció la agricultura mixta. Lugares como Licey, Moca y San Víctor han contado, por lo general, con una agricultura más diversificada que Villa González. Incluso en secciones rurales

143 CCS, Cuestionario sometido por el Sr. Dunn. Sorprendentemente, el abarcador estudio de Chardón presta poca atención a los tipos de suelos en que se cultivaba el tabaco (Reconocimiento, 216).

144 Baud, «La gente del tabaco».

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enclavadas en las montañas, como Pedro García, donde el café ha tenido una posición predominante, pero donde las condiciones ecológicas son muy favorables, los campesinos continuaron practicando una agricultura diversificada. Sin embargo, a medida que se ha puesto más interés en los suelos y en las zonas de cultivo, se ha fomentado la especialización de los cosecheros.145 Esto ha provocado el abandono del cultivo del tabaco por aquellos campesinos que no tenían acceso a terrenos adecuados, según los criterios de las firmas tabacale-ras. La zonificación tabacalera prevaleciente hoy en día es, en fin, un resultado histórico, producto de las presiones ejercidas por comerciantes y funcionarios gubernamentales sobre los campesinos. En el Cibao, la «mano invisible» de Adam Smith ha adoptado manifestaciones nada etéreas.

Muchas veces, los campesinos pensaban que los requisitos de los comerciantes respecto a la calidad del tabaco no siempre se reflejaban en el precio que les pagaban por sus cosechas.146 Para obtener mejores precios, los campesinos en ocasiones en-frentaban a los comerciantes; por ejemplo, podían retener sus cosechas hasta que los precios subieran.147 En otras ocasiones, los campesinos intentaban engañar a los comerciantes con relación a la calidad de su tabaco; o sencillamente no paga-ban sus deudas. Todavía durante la década de los cincuenta, a pesar de todas las regulaciones existentes, muchos campe-sinos se aferraban a estas prácticas, que las autoridades y los comerciantes lamentaban.148 Pero estas estrategias eran efec-tivas, como mucho, solo a corto plazo. A la larga, la posición privilegiada de los comerciantes en la economía tabacalera les permitía derrotar o socavar las resistencias campesinas.

Además, las alternativas del campesinado frente a los comerciantes tienen un límite muy preciso, definido por las

145 Zonificación y tipificación.146 Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 182.147 AGN, SA, 1931, Leg. 117, 17 agosto 1931.148 AGN, MA, 1956, Leg. 714, 26 junio 1956; y Leg. 715, 10 mayo 1955.

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exigencias del mercado y por su capacidad de adaptación a ellas. Durante buena parte del siglo XX, el campesino cibaeño pudo seguir produciendo tabaco negro debido, precisamente, a la demanda del mercado, sobre todo de los compradores en Europa. Sin embargo, las condiciones cambiantes del merca-do internacional a partir de la década de los cuarenta produje-ron la transformación gradual de la economía tabacalera de base campesina, del todo patentes a partir de la década de los sesenta. Como los compradores a nivel internacional han exigido un tabaco de mejor calidad, los comerciantes de la Re-pública Dominicana intentaron que la producción de los cose-cheros respondiese a este requisito. El campesinado del Cibao, en buena medida, se adaptó a estos cambios. Sin embargo, un número cada vez mayor de campesinos se quedó rezagado en este intento de adaptación a las condiciones del mercado. Para los campesinos más pobres, las alternativas fueron particular-mente reducidas. Ellos no solo vieron limitarse sus fuentes de crédito sino que la escasez de otros recursos –sobre todo la tierra– les ha hecho muy difícil lograr esta transición. Durante la década de los cincuenta, la tierra se hizo más inaccesible; en consecuencia, un número cada vez mayor de cosecheros de ta-baco tuvo que depender del arrendamiento y de la aparcería, en lugar de la plena propiedad, para lograr acceso al suelo.149 Para muchos, la falta de dinero constreñía sus posibilidades de obtener mano de obra y de adquirir insumos.

Las nuevas condiciones en el mercado mundial, evidentes ya en los años cincuenta, impulsaron cambios adicionales en la economía tabacalera cibaeña durante las décadas siguien-tes. El aumento en el consumo de cigarrillos, junto a la rela-tiva disminución en el uso de cigarros, conllevó una mayor

149 El Censo Tabacalero de 1963 muestra que alrededor del 25 por ciento de las fincas de tabaco estaban en arrendamiento, usufructo y otras formas de tenencia. Instituto del Tabaco de la República Dominicana, «Primer censo tabacalero nacional, 1963: Datos preliminares» (Mimeografiado, 1963).

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demanda de tabacos rubios.150 Esto, acompañado de nuevas técnicas de fabricación de cigarrillos que tendían a ahorrar materia prima, presagiaba alteraciones en la estructura del co-mercio mundial de tabaco que implicarían –según un docu-mento de la época– una «competencia más enconada a largo plazo». Ante tales perspectivas, los exportadores y los funcio-narios del Gobierno se aprestaban a la lucha. Desde finales de la década de los cincuenta, se iniciaron nuevos experimentos con otras variedades de tabaco, como el tipo «Virginia» y el «Burley». A nivel mundial, la producción de tabaco de la varie-dad «Virginia» había tomado ímpetu a partir de la década de los treinta; para finales de la década de los cincuenta ya se cul-tivaba en Haití. Según Jean Stubbs, Cuba, en apenas dos años (1956-58), quintuplicó su producción de tabaco «Burley».151 Sin embargo, por las técnicas de elaboración requeridas y por los costos de producción que conllevaba, la propagación de dicha variedad anunciaba el surgimiento de un nuevo tipo de agricultor, de corte empresarial, distinto al tradicional campe-sino tabacalero dominicano.152

150 AGN, MA, 1960, Leg. 1289, 23 junio 1961.151 AGN, MA, 1960, Leg. 1289, 22 enero 1960, 18 febrero 1960, y 17 y 26

septiembre 1960; y Jean Stubbs, Tabaco en la periferia: El complejo agro-in-dustrial cubano y su movimiento obrero, 1860-1959 (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1989), 60.

152 La nueva situación, que implicó una mayor diferenciación social entre los cosecheros de tabaco, es constatada en el estudio de Ferrán, Tabaco y sociedad.

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CaPÍtuLo v

La economía rural y el crédito

CoMerCIanteS-CrédIto-CaMPeSInoS

El primero de julio de 1918, Francisco Estrella, residente en La Ceibita, una sección rural del municipio de Santiago, concurrió con Eliseo Pérez, vecino de López, a la oficina del notario José María Vallejo. Estrella se declaró deudor de Pé-rez por la cantidad de «sesenta pesos oro americano», los que había recibido en calidad de préstamo. Por esta cantidad, Es-trella debía pagar, por el lapso de un año, un interés de 4% mensual. El monto mensual de este interés –es decir, 2.4 pesos oro– debía ser pagado «en la morada del acreedor». Como era de rigor en estos casos, el deudor comprometió «sus bienes presentes y futuros» al saldo de esta deuda.1

Los términos de este contrato son sumamente elocuentes sobre el tejido económico y social en el que se desenvolvía el campesino cibaeño. En primer lugar, hay que notar la cantidad de dinero envuelta: aunque no era una gran cantidad de di-nero, 60 pesos no eran nada despreciables para un campesino dominicano de principios de siglo. En una zona de tierras de regular calidad, con dicha suma se podían comprar, a 5 pe-sos cada una, 12 tareas de tierra. Si en vez de comprar tierras

1 ANJR, PN: JMV, 1918, t. 2, fs. 345-45v.

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optaba por adquirir animales, el campesino tenía varias alter-nativas para invertir sus 60 pesos. Por ejemplo, podía comprar 2 «vacas madres», a 30 pesos por cabeza; 3 novillos, valorado cada uno en 20 pesos; ó 30 becerros, a razón de 2 pesos. Si su preferencia era la crianza de cerdos, con sus 60 pesos podía adquirir 10 puercos grandes, 15 regulares ó 20 pequeños. Los intereses que Estrella debía pagar a Pérez tampoco resulta-ban poca cosa para un campesino de la época. A razón de 4% mensual, en un año, Estrella tendría que pagar a su acreedor un total de 28.8 pesos oro. Es decir, los intereses pagados eran equivalentes al valor de 14 becerros, o de 4 cerdos grandes; o de 7 cerdos regulares o de 14 pequeños.2 ¿Cuántos campesinos podían, en apenas un año, aumentar sus bienes de tal manera? Seguramente muy pocos.

El ejemplo ofrecido es aleccionador: probablemente nin-gún otro elemento de la economía de mercado resulta tan contradictorio para el campesinado como el crédito. Los cam-pesinos necesitan dinero en efectivo tanto para promover sus actividades productivas como para adquirir artículos de con-sumo. Pero, debido a lo escaso de sus recursos monetarios, usualmente tienen que tomar dinero prestado y adquirir a crédito buena parte de los bienes que consumen. Por lo tan-to, los campesinos recurren a diferentes fuentes de crédito; generalmente son los notables locales o los habitantes de las ciudades los que cumplen este papel. Como muestra el caso de Estrella, aunque a corto plazo el crédito permite a los campe-sinos afrontar necesidades perentorias –ya sean productivas o de consumo–, a largo plazo, tiende a drenar sus recursos. Así, el crédito hace que los campesinos queden atados a los comer-ciantes y prestamistas, lo que tiende a socavar su autonomía económica.3

2 Sobre los precios de las tierras, ver el capítulo VI. Los precios de los ani-males se obtuvieron en: ANJR, PN: JMV, 1918, t. 1, anejo entre fs. 9v-10.

3 Al respecto, ver Florencia E. Mallon, The Defense of Community in Peru’s Central Highlands: Peasant Struggle and Capitalist Transition, 1860-1940

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Los prestamistas se benefician de diversas formas de sus relaciones económicas con los habitantes de la ruralía. Por ejemplo, es común que cobren intereses –generalmente eleva-dos– por el dinero que prestan a los campesinos. En Santiago, en muchos de los préstamos concedidos a los agricultores, el interés estipulado oficialmente era de 1% mensual. Sin em-bargo, era común que el interés efectivo superase por mucho esta cifra.4 Asimismo, por medio del crédito, los comercian-tes logran controlar la producción agraria. Para los sectores mercantiles, sobre todo para los orientados a la exportación, el crédito forma parte crucial de las complejas redes econó-micas que los vinculan a los productores. Por otro lado, con frecuencia, el crédito ha propiciado la adquisición de tierras por los grupos mercantiles; el otro lado de la moneda es, por supuesto, el desposeimiento de los campesinos. En fin, el cré-dito ha sido uno de los mecanismos principales mediante los cuales el campesinado ha quedado inmerso en la economía de mercado.

Sin embargo, pocas investigaciones han intentado evaluar –desde una perspectiva histórica– el efecto del crédito sobre las economías campesinas. Al igual que en el caso de los co-merciantes, en América Latina y el Caribe, el crédito ha sido estudiado principalmente en economías mineras o en regio-nes dominadas por los latifundios.5 De manera particular, hay

(Princeton: Princeton University Press, 1983); Laird W. Bergad, Coffee and the Growth of Agrarian Capitalism in Nineteenth-Century Puerto Rico (Prin-ceton: Princeton University Press, 1983); Fernando Picó, Amargo café (Los pequeños y medianos caficultores de Utuado en la segunda mitad del siglo XIX) (Río Piedras: Huracán, 1981); y William Roseberry, Coffee and Capitalism in the Venezuelan Andes (Austin: University of Texas Press, 1983).

4 Walter Cordero et al., Tendencias de la economía cafetalera dominicana, 1955-1972 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1975), 44.

5 Además de los trabajos citados en la nota 2 del capítulo IV, ver Eric Van Young, Hacienda and Market in Eighteenth-Century Mexico: The Rural Economy of the Guadalajara Region (Berkeley: University of California

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pocos estudios que planteen la relación existente entre el cré-dito y los ciclos económicos. Esta ausencia tiende a producir una imagen unidimensional y monocromática del crédito. En efecto, generalmente el crédito es visto solamente como un mecanismo de desposesión del campesinado. No obstante, el crédito, lejos de ser un elemento invariable en la relación entre comerciantes y agricultores, está definido por las con-diciones específicas del mercado. Estas condiciones, medibles a través del estado de las exportaciones, constituyen, por así decirlo, el marco de las relaciones económicas entre produc-tores y comerciantes. En este capítulo intento, precisamente, realizar una aproximación a este problema. Con este examen pretendo arrojar luz sobre los factores que determinan, en coyunturas económicas particulares, las relaciones entre los sectores mercantiles y los campesinos.

Press, 1981); Enrique Florescano (ed.), Haciendas, latifundios y planta-ciones en América Latina (México: Siglo XXI y CLACSO, 1975); Eugene L. Wiemers, Jr., «Agriculture and Credit in Nineteenth-Century Mexi-co: Orizaba and Cordoba, 1822-71», HAHR, 65 (1985): 519-46; Richard P. Hyland, «A Fragile Prosperity: Credit and Agrarian Structure in the Cauca Valley, Colombia, 1851-87», HAHR, 62 (1982): 369-406; Linda Greenow, «City and Region in the Credit Market of the Late Colonial Guadalajara, Mexico», JHG, X (1984): 263-78, y «Spatial Dimensions of the Credit Market in Eighteenth-Century Nueva Galicia», en: David J. Robinson (ed.), Social Fabric and Spatial Structure in Colonial Latin America (Syracuse: Department of Geography, Syracuse University, 1979), 227-79; y María Isabel Bonnin, «Los contratos de refacción y el decaimiento de la hacienda tradicional en Ponce, 1865-1880», Op. Cit., 3 (1987-88): 123-50. Varios historiadores de las sociedades rurales latinoamericanas han estudiado el crédito, principalmente, como un medio de obtención de mano de obra. Como muestra, ver Arnold J. Bauer, «Rural Workers in Spanish America: Problems of Peonage and Oppression», HAHR, 59 (1979): 34-63.

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eL CrédIto en La SoCIedad CIbaeña

En la sociedad rural dominicana, el crédito adquirió diver-sas formas, aunque usualmente se trataba de préstamos a corto plazo de sumas pequeñas. Estos préstamos tenían el propósi-to de refaccionar a los agricultores; con el dinero recibido, sufragaban los costos de las cosechas y adquirían bienes de consumo. Popularmente, estos préstamos eran denominados «avances» ya que generalmente los mismos se daban como un adelanto antes de la cosecha. Aunque de poca monta, el pago de los préstamos era garantizado con la cosecha o con una propiedad. Por ejemplo, en noviembre de 1923, Luis Abreu, de Canca, tomó prestado RD$54.00 a Julián M. Haddad. Como garantía de dicho préstamo, Abreu ofreció su cosecha de ta-baco –la que no había sido recogida al momento en que se realizó el préstamo–, valorada en RD$90.00. En otro caso, Juan Francisco Morel comprometió su cosecha de café, tasada en RD$50.00, por los RD$36.00 que recibió en préstamo de José Elías Sem. Mientras que en el primer ejemplo el término del préstamo fue de nueve meses, en el segundo fue de dos meses.6

Este tipo de préstamo conllevaba pérdidas considerables para los cosecheros, ya que el avance en efectivo era siempre mucho menor que el valor real de la cosecha. Más aún, existen pruebas de que, cuanto menor era el valor estimado de la cose-cha, mayor era la diferencia entre este y la cantidad adelantada al agricultor. Así, en un grupo de préstamos efectuados entre 1923 y 1924, para aquellos que fueron garantizados con cose-chas valoradas en más de 100 pesos, los avances representaron el 68% del valor de la cosecha. Sin embargo, en los casos en los que el valor de la cosecha fluctuó entre 31 y 99 pesos, el dinero adelantado alcanzó el 58% del valor de la misma; y en los prés-tamos de menos de 30 pesos, los avances representaron solo

6 AGN, AP, Lib. 3, 1923-24.

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el 53% del valor estimado de la cosecha.7 Esto sugiere que, proporcionalmente, sobre los campesinos más pobres recaía una carga económica más pesada que sobre los productores que se encontraban en una posición más desahogada.

Generalmente las transacciones económicas entre los pres-tamistas y los agricultores eran de carácter privado; es decir, no se registraban públicamente ni se notariaban. Por lo tan-to, la evidencia sobre las transacciones crediticias informales o privadas es escasa. Parece que solo en casos excepcionales –como cuando el préstamo era por una cantidad considerable, o cuando el acreedor se hallaba muy endeudado– se registra-ban formalmente estos préstamos. Aunque la mayoría de los préstamos no se inscribían, tanto los archivos notariales como otras fuentes documentales contienen un buen número de este tipo de transacciones, mayormente escrituras hipotecarias, que se pueden utilizar para obtener un cuadro de las tendencias generales del crédito en la región cibaeña, de forma particular en el municipio de Santiago.

Los dos tipos principales de préstamos garantizados por una propiedad eran las hipotecas y las retroventas, que, de hecho, son un tipo de hipoteca. Estrictamente hablando, la diferencia entre la hipoteca y la retroventa estriba en que, en esta última, la propiedad es vendida bajo el entendido de que el dueño original tiene el derecho de volver a adquirirla dentro de un período determinado. Si el dueño original no readquiere la propiedad, esta pasa a ser, con toda la fuerza de la ley, del com-prador. Así, la retroventa conlleva el intercambio de una pro-piedad (o del título de la misma) por una determinada suma de dinero; esta suma es el equivalente de un préstamo.8 Por lo

7 AGN, AP, Lib. 3, 1923-24. Este legajo contiene varios contratos de présta-mos hechos en Peña, de noviembre de 1923 a noviembre de 1924.

8 En Puerto Rico, en el siglo XIX, se practicaba este tipo de transacción con frecuencia. Laird W. Bergad, «Hacia el Grito de Lares: Café, estrati-ficación social y conflictos de clase, 1828-1868», en: Francisco A. Scarano

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tanto, en la práctica, en ambas transacciones el dueño de una propiedad recibe dinero prestado y ofrece la misma como ga-rantía. La diferencia principal entre ambas estriba en que, en la hipoteca, el dueño retenía la propiedad, mientras que, en la retroventa, se suponía que pasase a manos del comprador, por lo menos hasta el vencimiento del contrato.

Sin embargo, no siempre ocurría así. En muchas retroven-tas, el dueño original conservaba el derecho a explotar la pro-piedad; a cambio, debía pagar un canon de arrendamiento. Es decir, en tales casos, el dueño original, al igual que en una hipoteca, no se desprendía de la propiedad, reteniendo el uso de la misma. Esta práctica hacía que las diferencias efectivas entre la hipoteca y la retroventa fuesen aún menores. Por ejemplo, en 1903, Toribio y Onofre Caba vendieron con pacto de retro (como se solía estipular) una estancia, ubicada en la sección rural de Quinigua. Toribio y Onofre tenían seis meses para readquirir la propiedad. Durante ese período, se com-prometían a pagar 4 pesos mensuales como canon de arren-damiento.9

Aunque en la mayoría de los casos el contrato de retroventa no especificaba si la propiedad sería arrendada al dueño ori-ginal, es muy probable que así ocurriese frecuentemente. En consecuencia, para todos los efectos prácticos, la retroventa funcionaba igual que una hipoteca. El arrendamiento de la propiedad al dueño original garantizaba que este permanecie-ra en posesión de la misma, como ocurría en una hipoteca re-gular. Por otro lado, la renta mensual equivalía a los intereses que se pagaban en una hipoteca.

A pesar de las similitudes, parece que las cantidades de dinero en las retroventas tendían a ser algo menores que las envueltas en las hipotecas. De las transacciones registradas

(ed.), Inmigración y clases sociales en el Puerto Rico del siglo xix (Río Piedras: Huracán, 1981), 150-51.

9 ANJR, PN: JD, 1903, fs. 75-5v. Para otros casos, ver 1906, t. 1, fs. 171-71v y 226-26v.

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ante los notarios Joaquín Dalmau y José María Vallejo entre 1900 y 1930 se desprende que, en el caso de las hipotecas, el préstamo promedio fue de 1,114 pesos, mientras que en el de las retroventas fue de solo 646 pesos (tabla 5.1). Más aún, en este grupo de transacciones las retroventas predominan, proporcionalmente hablando, en aquellos casos en los que las cantidades envueltas eran menores de 300 pesos. De hecho, más de la mitad de las retroventas involucraron no más de esta cantidad de dinero; solo una cuarta parte de las hipotecas rea-lizadas pertenecía a este rango. Por el contrario, las hipotecas predominan en los préstamos de más de 300 pesos: sobre tres cuartas partes del total de hipotecas correspondían a este gru-po. Esta relación entre hipotecas y retroventas, y la cantidad del préstamo, sugiere que las últimas eran consideradas como un compromiso más informal que las primeras. También su-giere que los agricultores que realizaban retroventas eran pro-pietarios de menos recursos que los que realizaban hipotecas.

TABLA 5.1HIPOTECAS Y RETROVENTAS, 1900-30

(En pesos)

HIPOTECAS RETROVENTAS

N % Pesos % N % Pesos %

1-300301-1,0001,001+

163121

244531

2,42918,76554,575

32572

603325

512821

10,48019,33646,439

142561

TOTALES 68 100 75,769 100 118 100 76,255 100

Fuente: ANJR, PN: JD y JMV, 1900-30.

La práctica de realizar préstamos de dinero y de registrarlos como compra-ventas de tierra era otra situación bastante co-mún en la región cibaeña. En esencia, la transacción realizada, denominada «venta simulada», era un préstamo hipotecario

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en el cual el acreedor retenía, al igual que en la retroventa, la posesión de la propiedad, aunque se registrase como una venta real. Por qué se hacía así, no queda claro de la documentación consultada; en todo caso, eran poco frecuentes. Primero, por-que existían otras opciones para obtener préstamos a cambio de una propiedad; y segundo, porque la naturaleza ambivalen-te de la transacción propiciaba, más que con los otros tipos de transacción, conflictos entre las partes involucradas.

Un ejemplo particularmente intrincado de estos conflictos es el de la transacción realizada, en 1929, entre Arturo Ureña y José Mercedes Rodríguez.10 En 1936, Ureña presentó ante el Tribunal de Tierras de Santiago una reclamación sobre un te-rreno de 108 hectáreas, localizado en Hatillo de San Lorenzo. Esta propiedad fue reclamada, igualmente, por Pascual Mon-tero. Para avalar su reclamo, Ureña presentó al tribunal un acto notarial, fechado el 13 de septiembre de 1929, según el cual Rodríguez le había vendido dicha propiedad por $1,305. Por su parte, Montero sometió otro documento similar, del 13 de febrero de 1933. De la evidencia que desfiló ante el tribu-nal, se determinó que Ureña había recurrido previamente a los Tribunales Ordinarios para lograr que Rodríguez le pagase la cantidad de $1,305 más intereses, alegando que la transac-ción realizada entre ellos había sido, realmente, un préstamo. Sin embargo, Rodríguez negó que se hubiese realizado tal ven-ta simulada. El Tribunal de Primera Instancia falló a favor de Ureña. Este fallo, sin embargo, fue apelado por Rodríguez en 1933. Y, en efecto, la Corte de Apelación decretó que, por re-ferirse a una propiedad agraria, el caso debía pasar al Tribunal de Tierras.

Ante el TT, Ureña presentó los siguientes documentos: 1) el acto de compra-venta inscrito por él y Rodríguez en 1929; 2) un contrato de arrendamiento, de la misma fecha que el anterior,

10 TT, DC No. 3 de la Común de Santiago (ADC 120/2), dec. 3 (20 enero 1937), parc. 219.

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realizado entre ellos; y 3) «la opción de re-compra» otorgada por Ureña, el mismo día, a Rodríguez. Además, Ureña alegó que Rodríguez, a pesar de aparentemente haberle vendido la finca en litigio, continuó ocupando la misma. Finalmente, el tribunal determinó que la transacción entre Rodríguez y Ure-ña había sido «un préstamo con garantía inmobiliar» y no una venta. Con relación a la transacción entre Rodríguez y Mon-tero, decretó que se trató de una «venta simulada», realizada con la aparente intención de alterar el fallo de los tribunales, evitando la adjudicación de la propiedad a Ureña. Es decir, Rodríguez hizo dos ventas simuladas, con propósitos distintos. En 1929, realizó una venta simulada con Ureña; esta fue, real-mente, un préstamo. La segunda venta simulada, realizada con Montero en 1933, tuvo el propósito de evitar que la propiedad fuese adjudicada a Ureña o, al menos, de retrasar la decisión del tribunal, introduciendo un elemento adicional en la litis. De hecho, de los testimonios presentados se desprendió que Rodríguez y Montero eran parientes, y que la transacción en-tre ellos se efectuó luego de que el primero fuese apercibido legalmente a pagar su deuda con Ureña.

El préstamo hipotecario no era del todo ajeno a los agri-cultores cibaeños durante el siglo XIX. No obstante, entonces, esta práctica se encontraba poco extendida. En 1881, Pedro F. Bonó destacaba la «falta de seguridades mutuas» en los présta-mos que hacían los comerciantes a los cosecheros de tabaco.11 Los registros disponibles tienden a confirmar las apreciacio-nes de Bonó: entre 1885 y 1909 apenas se inscribieron once préstamos hipotecarios en la Conservaduría de Hipotecas de Santiago.12 Para finales de la década de los años veinte, entre los comerciantes de Santiago todavía se debatía si los campesi-nos de la región podían responder adecuadamente –desde su

11 Emilio Rodríguez Demorizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo: Academia Dominicana de la Historia, 1964), 197.

12 AS, CH, Hip., Lib. C, 1870-1905; y Lib. D, 1907-15.

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perspectiva, por supuesto– al crédito sistemático.13 Y lo cierto es que los campesinos evitaban, en la medida de lo posible, el hipotecar sus propiedades. Por eso, su primera estrategia al solicitar crédito era la de ofrecer sus cosechas como garantía. La hipoteca era el último recurso al cual recurrían cuando no tenían otro medio de garantizar el pago de los préstamos en que incurrían, o cuando la garantía ofrecida por el campesi-no no resultaba aceptable para el prestamista. Los campesi-nos eran igualmente cuidadosos al solicitar dinero prestado. Primero trataban de obtener préstamos de otros campesinos –parientes, vecinos o amigos–, o de los miembros de la comu-nidad que se encontrasen en una mejor situación económica. Estos préstamos, que podían constar de efectivo o de produc-tos, eran comunes y se hacían de manera privada e informal. Solo cuando no se lograba obtener dinero de estos allegados y conocidos, los campesinos recurrían a fuentes externas de crédito.14

LoS CICLoS eConóMICoS y eL CrédIto

Como es de esperarse en una sociedad rural, las necesidades de crédito de los productores y la disponibilidad del mismo

13 AGN, SA, 1928, Leg. 64, 12 febrero 1928; y 1933, Leg. 169, 24 octubre 1928, 20 marzo 1928 y 18 octubre 1928. Cfr. Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Ten-nessee Press, 1995), 193.

14 Sobre el crédito en una comunidad campesina cafetalera en la República Dominicana, ver Kenneth Evan Sharpe, Peasant Politics: Struggle in a Domi-nican Village (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1977), especial-mente 63-75. Sobre el mismo asunto en el sector tabacalero: Fernando I. Ferrán, Tabaco y sociedad: La organización del poder en el ecomercado de tabaco dominicano (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales y Centro de Investigación y Acción Social, 1976). Estos estudios resaltan la importancia de las relaciones personales entre prestamistas y deudores. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 91.

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dependen fundamentalmente de las fluctuaciones estaciona-les de la actividad agrícola. Las variaciones mensuales de los préstamos reflejan, sobre todo, el ciclo productivo de los prin-cipales cultivos comerciales. Otros factores –como los precios de las exportaciones y el clima– también pueden incidir sobre las fluctuaciones estacionales de los préstamos. En la Repúbli-ca Dominicana, a principios del siglo XX, las periódicas crisis políticas, que solían quebrantar las actividades comerciales, incidían sobre la disponibilidad de financiamiento para las ac-tividades agrícolas. Finalmente, las epidemias y las plagas que suelen atacar a las cosechas también afectaban a las actividades económicas, restringiendo el flujo de dinero a manos de los agricultores.15 Sin embargo, en condiciones normales, el ciclo productivo, el precio de los productos agrícolas y el clima son los factores determinantes del ritmo de la economía rural en general y del crédito agrícola, en particular.16

Conocer la relación entre el crédito y los cultivos específicos no siempre resulta fácil. En primer lugar, porque, a pesar de lo extendido del crédito rural, la documentación existente refe-rente al municipio de Santiago es limitada o, al menos, parcial. Por ejemplo, generalmente no existen indicios sobre lo que se cultivaba en las tierras hipotecadas. Tampoco hay estadísticas mensuales de la producción agrícola local y de los precios, los que podrían utilizarse para precisar las fluctuaciones estacio-nales de los principales indicadores económicos. La diversifi-cación agrícola del Cibao, irónicamente, también contribuye a opacar la relación entre actividades productivas específicas y la evolución del crédito. Es decir, en una región de economía muy

15 Para una discusión sobre el efecto de las «calamidades» y de la guerra sobre las sociedades agrarias, véase: Witold Kula, Problemas y métodos de la historia económica, 2da ed. (Barcelona: Península, 1974), 521-69.

16 Para ejemplos de situaciones adversas provocadas por las condiciones climatológicas: Pedro L. San Miguel, «The Dominican Peasantry and the Market Economy: The Peasants of the Cibao, 1880-1960» (Tesis doctoral, Columbia University, 1987), 334-45. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 64.

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especializada, se puede presuponer que el grueso del crédito rural se orienta hacia el producto dominante y que, en conse-cuencia, su ciclo productivo marca las fluctuaciones mensuales de los préstamos. Esta no era, precisamente, la situación de la región cibaeña, que contaba con una economía rural bastan-te diversificada. En consecuencia, resulta un tanto arriesgado suponer que las oscilaciones del crédito eran determinadas exclusivamente por un cultivo. Por lo demás, la economía cibaeña sufrió cambios significativos durante el siglo XX, lo que se reflejó en la evolución del financiamiento de las acti-vidades agrícolas. A pesar de estos inconvenientes, es posible identificar las tendencias generales del crédito en Santiago y su relación con los ciclos económicos.

Por ejemplo, para las primeras décadas del siglo XX, se puede discernir un patrón de crédito ligado al ciclo productivo del ta-baco, principal cultivo de exportación del municipio de Santia-go en esos años. Dicho patrón se puede observar en la gráfica 5.1, la cual muestra el número de hipotecas por mes para los años 1915-30.17 Según esta gráfica, a principios del siglo XX, el punto estacional más alto en el número de préstamos te-nía lugar durante los últimos meses del año, de septiembre a noviembre. En estos meses, se otorgaba una tercera parte de todos los préstamos concedidos entre 1915-30. Este aumento en el número de préstamos coincidía con el inicio del ciclo de producción del tabaco. En efecto, a medida que se acercaba la temporada de lluvia, los campesinos empezaban a preparar el terreno donde sembrarían las semillas de tabaco. La siembra

17 El análisis siguiente está basado en la documentación de la Conservadu-ría de Hipotecas del municipio de Santiago. La CH es una institución en la que se registran las hipotecas, así como otras transacciones de bienes inmuebles. Aunque la CH incluye datos tanto sobre propiedades rura-les como urbanas, la muestra analizada se refiere solo a las primeras. Igualmente, puesto que el examen de esta fuente pretendía recoger datos sobre el crédito, mi análisis se ha basado solo en las hipotecas que claramente tuvieron su origen en un préstamo. Por ejemplo, no incluí hipotecas que se referían a la compra a plazos de una propiedad.

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como tal no se iniciaba sino después que terminaba el Norte de las Mercedes, las lluvias que marcaban el comienzo del ci-clo de producción del tabaco. Puesto que ocurrían retrasos en las lluvias, este patrón sufría cambios significativos de un año al otro.18 Con los preparativos de la siembra, aumentaba la necesidad de dinero por parte de los cosecheros. Los comer-ciantes, por su lado, ávidos de atar a los productores, lanzaban a sus representantes e intermediarios a realizar avances entre los campesinos.

La actividad crediticia disminuía en los meses de diciembre y enero. De hecho, en ellos el número de préstamos era más bajo que el promedio mensual del período 1915-30, que en mi mues-tra fue de 23 préstamos por mes. En estos meses, ya se había realizado buena parte de las siembras, y los campesinos espera-ban ansiosos la cosecha. Durante el mes de febrero, el número de préstamos volvía a aumentar, alcanzando niveles similares a los del trimestre de septiembre a noviembre. Aparentemente, este auge correspondía a la fase final del ciclo productivo: la cosecha, el secado del tabaco en los ranchos, y la preparación de

18 A pesar de que se recopiló información sobre más de un millar de prés-tamos hipotecarios, por diversas razones (información incompleta o du-dosa, por ejemplo) la muestra analizada en esta sección del capítulo se redujo a 905 casos. De estos, un 31.2% corresponde al período de 1915-30; otro 12.7% se refiere a los años 1931-45; y el restante 56.1% data del período de 1946-60.

Ferrán, Tabaco y sociedad, 67-8; Nancie González, «El cultivo del tabaco en la República Dominicana», C, II, 4 (1975): 36; y Michiel Baud, «La gente del tabaco: Villa González en el siglo veinte», ES, IX, 1 (1984): 114.

El ciclo productivo del tabaco ha sufrido ciertos cambios importantes durante el siglo XX. Esto ha sido resultado no solo de la introducción de nuevos tipos de tabaco sino, también, de la presión proveniente de las agencias oficiales para obligar a los campesinos a comenzar la siembra temprano. Al respecto: AGN, SA, 1934, Leg. 194, 26 agosto 1934; Baud, Peasants and Tobacco, 176-84; y capítulo IV. Seguramente, los préstamos incluidos en la muestra analizada corresponden a aquellos agricultores que más relaciones tenían con la economía formal y que, en consecuen-cia, habían intentado ajustar su ciclo de producción a los requisitos de las casas comerciales y de los organismos oficiales.

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IAG

O P

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915-

30

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te: A

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las hojas para la entrega a los comerciantes.19 A partir de marzo, el crédito languidecía como resultado de dos factores. Primero, al concluir el ciclo productivo del tabaco, las casas comerciales y los intermediarios no tenían mayores incentivos para ofrecer dinero prestado a los agricultores. En segundo lugar, en ese mo-mento, luego de varios meses de espera, los agricultores comen-zaban a recibir el dinero por su tabaco. Al entregar sus cosechas, los campesinos liquidaban sus deudas y, frecuentemente, obte-nían un balance en efectivo. Por lo tanto, entonces contaban con algunos recursos propios con los que enfrentar sus nece-sidades. En pocas palabras, en dichos meses, disminuían tanto la oferta como la demanda de dinero prestado. Esta coyuntura de relativo bienestar solo representaba un breve alivio para los campesinos. Hasta agosto, se realizaban pocos préstamos; con la llegada de septiembre, recomenzaba el ciclo.

La gráfica 5.2, correspondiente a los años 1931-45, mues-tra una versión alterada del patrón descrito anteriormente. Durante este período de tiempo, la economía de exportación dominicana pasó por uno de sus momentos más nefastos; el tabaco fue uno de los productos más afectados por esta depre-sión. Por lo tanto, el crédito alcanzó niveles sumamente bajos. Según mi muestra de hipotecas, el promedio de préstamos por mes fue de apenas 10. Otro de los aspectos que evidencia esta gráfica es que el patrón mensual de préstamos hipotecarios estaba sufriendo alteraciones durante los años 1931-45. Por ejemplo, en esta gráfica no hay un aumento significativo en el número de inscripciones hipotecarias a partir de septiembre; el pico de hipotecas corresponde a los meses de noviembre y diciembre. Igualmente, la gráfica carece del pico correspon-diente al mes de febrero. Aunque durante el resto del año la curva de la gráfica sigue un patrón muy similar al del primer período, estas diferencias sugieren cambios de importancia en la economía rural cibaeña.

19 Ferrán, Tabaco y sociedad, 68.

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En efecto, en los años treinta y la mitad de los cuarenta ocu-rrieron modificaciones significativas en la tasa mensual de ins-cripciones hipotecarias. Estos cambios se evidencian al compa-rar la gráfica 5.2 con la 5.3, correspondiente a los años 1946-60. En esta última gráfica se observa un aumento en el número de hipotecas en el mes de agosto. Por el contrario, durante los dos períodos anteriores (es decir: 1915-30 y 1931-45), en agosto se registró el menor número de hipotecas. Por otro lado, la inscripción de hipotecas en diciembre aumentó espectacular-mente durante los años 1946-60. Este patrón contrasta con el del primer período, cuando en el mes de diciembre el número de hipotecas, descendía significativamente respecto a los me-ses anteriores. Parece ser que estos cambios fueron resultado de la creciente importancia de otros productos agrícolas en la economía de Santiago, aparte del tabaco. Tal fue el caso, por ejemplo, del arroz y el café, cuya importancia en la economía del municipio aumentó durante el último período. En otras palabras, las transformaciones en el ciclo estacional del cré-dito fueron resultado, ante todo, de los cambios que sufrió la economía rural cibaeña a mediano plazo. Estas transforma-ciones resultan más evidentes si se analizan las tendencias del crédito a largo plazo.

Como ya mencioné, no existen registros de gran parte de las transacciones de crédito efectuadas durante los años estudia-dos. Sin embargo, utilizando la información disponible en la Conservaduría de Hipotecas, he podido establecer, al menos de manera esquemática, la evolución del crédito en Santiago. En la gráfica 5.4 se puede ver la evolución anual de las hipote-cas rurales. Aunque de un año a otro el número de hipotecas podía variar considerablemente, se pueden deducir algunas coyunturas económicas basándose en esta gráfica.

Veamos, por ejemplo, los años comprendidos entre 1915 y 1924. Dicho período fue uno de los más erráticos en cuan-to al número de hipotecas registradas. Estas fluctuaciones anuales ocurrieron no solo debido a causas estrictamente

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económicas –como las variaciones en los precios de las ex-portaciones–, sino, también, a factores extra-económicos. El inicio del siglo XX se caracterizó por las guerras civiles y, entre 1916 y 1924, por la ocupación de las fuerzas estadouniden-ses. La inscripción de hipotecas aumentó debido a medidas gubernamentales, como la Ley de impuesto territorial (1919) y la Ley de registro de la propiedad (1920).20 Es muy probable que la primera ley haya incrementado la necesidad de dinero en efectivo entre los propietarios. Asimismo, como resultado de la incertidumbre surgida a raíz de las leyes sobre la tierra, tanto los prestamistas como los deudores se apresuraron a re-gistrar sus transacciones. Por último, los precios ascendentes de los tres productos principales de exportación del Cibao –es decir: el tabaco, el cacao y el café– agilizaron el mercado de dinero y, como consecuencia, aumentó el número de hi-potecas. Esto fue así sobre todo entre 1915 y 1920, cuando el precio del tabaco aumentó luego de varios años de haberse mantenido muy bajo.

Sin embargo, alrededor de 1920, las condiciones econó-micas empezaron a cambiar. A partir de este año, el precio del tabaco comenzó a caer y alcanzó niveles sumamente bajos hasta principios de la década de los cuarenta. De hecho, este período fue crítico para los cosecheros de tabaco, puesto que los precios no solo eran ruinosos, sino que, además, el crédito languideció. Tan desesperada llegó a ser la situación de la eco-nomía tabacalera, que algunos oficiales del Gobierno llegaron a proponer que se erradicase dicho cultivo y que se sustituyese por otros productos. Como si fuera poco, los fenómenos natu-rales contribuyeron a empeorar la situación de los cosecheros. Así, en el año 1931, las lluvias, los vientos y el granizo echaron a perder una parte de la cosecha de tabaco. Debido a los pre-cios bajos y a la pobre calidad de la cosecha, todavía en agosto

20 Sobre este período: Bruce J. Calder, The Impact of Intervention: The Domini-can Republic during the U.S. Occupation of 1916-19124 (Austin: University of Texas Press, 1984).

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de dicho año había agricultores que mantenían su tabaco en los ranchos, esperando que la situación mejorase.21

Durante esta crisis económica, la Cámara de Comercio de Santiago intentó diferentes medios para financiar la produc-ción de tabaco, aunque con éxitos mediocres.22 En estos años, incluso se trató de implementar un «plan de valorización» del tabaco. El mismo conllevó, entre otras cosas, la creación de un monopolio estatal para la compra, elaboración y exportación de tabaco. Este plan tenía como propósito romper con el con-trol que las firmas ubicadas en Europa ejercían sobre el tabaco dominicano. A nivel local, el plan de valorización pretendía garantizar un precio mínimo a los cosecheros; este precio de-bía, al menos, cubrir los gastos de producción.23 A pesar de los esfuerzos del Gobierno, las exportaciones de tabaco no mejo-raron durante la década de los treinta.

Una de las consecuencias de la depresión de las exportacio-nes de tabaco fue la caída del crédito agrícola. Como puede verse en la gráfica 5.5, la curva que representa el principal in-vertido en hipotecas en Santiago está claramente relacionada con la exportación de tabaco, aunque ello no significa que su producción fuese lo único que determinaba la disponibilidad de crédito. Al contrario, esta gráfica sugiere que el aumento en la producción y la exportación de café frenó parcialmente la caída del crédito ocurrida después de 1920. Esto se evidenció sobre todo durante el período entre 1926 y 1940. No obstante, la década de los treinta y la primera mitad de la de los cua-

21 AGN, SA, 1931, Leg. 117, 17 agosto 1931 y 30 octubre 1931.22 AGN, SA, 1936, Leg. 265, 13 julio 1936; y 1933, Leg. 169, 24 octubre

1928; y Baud, Peasants and Tobacco, 193.23 Sobre este plan de valorización, ver Pedro L. San Miguel, «Crisis

económica e intervención estatal: El plan de valorización del tabaco en la República Dominicana», Ecos, II, 3 (1994): 55-77; AGN, SA, 1934, Leg. 197, 26 marzo 1934; 6 abril 1934; 30 abril 1934; y s.f. Este último docu-mento es un borrador del «Proyecto de ley sobre creación del monopo-lio fiscal del tabaco». Años antes, durante la ocupación estadounidense, se había intentado un plan similar (Baud, Peasants and Tobacco, 134-36).

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renta se caracterizaron por precios bajos que propiciaron un mercado de dinero raquítico. Al menos en Santiago, el crédito llegó a su nadir a principios de la década de los cuarenta. El estallido de la Segunda Guerra Mundial contribuyó a retrasar la recuperación de las exportaciones dominicanas a Europa.24

Durante la posguerra, a medida que los precios y las ex-portaciones se recuperaron, el crédito aumentó una vez más. En esta etapa, hubo cambios en las fuentes de crédito, que también incidieron sobre la tendencia ascendente del mer-cado de dinero. En efecto, la fundación del Banco Agrícola e Industrial (conocido inicialmente como Banco Agrícola e Hipotecario), en 1945, contribuyó al fortalecimiento del cré-dito agrícola, al aumentar la oferta de dinero disponible a los productores. Según César Herrera, hasta entonces, «la des-concertante condición jurídica de los predios rústicos» había impedido la creación de una institución bancaria destinada a financiar la producción agrícola. De acuerdo con él, el BAI estaba orientado, precisamente, a ofrecer préstamos a corto plazo, «directamente o por medio de sociedades cooperativas o juntas de crédito agrícola».25 Por supuesto, el papel desem-peñado por el BAI debe verse dentro del contexto general de la economía dominicana de la posguerra, la cual se caracterizó por un crecimiento vigoroso.26 En consecuencia, el crédito en

24 Sobre la economía dominicana durante la guerra, ver Roberto Cassá, Capitalismo y dictadura (Santo Domingo: Universidad Autónoma de San-to Domingo, 1982), 41-54; César A. Herrera, Las finanzas de la República Dominicana, 3ra ed. (Santo Domingo: Ediciones Tolle, Lege, 1987); Luis Gómez, Relaciones de producción dominantes en la sociedad dominicana, 1875-1975, 2da ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), 97-175; y Bernardo Vega, Trujillo y el control financiero norteamericano (Santo Domingo: Funda-ción Cultural Dominicana, 1990), esp. 373-569.

25 Herrera, Las finanzas, 439-40. Ver, también: Pablo A. Maríñez, Agroin-dustria, Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Do-mingo: Fundación Cultural Dominicana, 1993), 52.

26 Para una discusión sobre las coyunturas económicas durante el siglo XX, ver Cassá, Capitalismo y dictadura, 21-80.

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Los campesinos del Cibao 243

Santiago, según lo refleja el número de hipotecas, llegó enton-ces a niveles sin precedentes.

En síntesis, el crédito guardaba una relación directa con el nivel de exportación de los productos agrícolas. A principios de siglo, las fluctuaciones en la exportación del tabaco eran el factor determinante de la disponibilidad de crédito en Santia-go. Por tal motivo, la crisis en la economía tabacalera a finales de la década de los veinte se reflejó en el descenso de las hi-potecas, a su vez un reflejo de la precaria situación crediticia. Sin embargo, a medida que el café se extendió en la provincia, comenzó a desempeñar un papel más importante en la evolu-ción del crédito. Así, a pesar de la reducción en los precios del tabaco, durante la década de los treinta la caída del crédito fue amortiguada por el aumento en las exportaciones del café. No obstante, con el colapso de los precios y de las exportaciones de tabaco –además de la reducción en la producción de café–, los préstamos alcanzaron su punto más bajo a principios de la década de los cuarenta. Durante la posguerra, llegó a su fin la crisis de la economía de exportación. Como resultado del alza de los precios, tanto las exportaciones de café como las de tabaco tuvieron un gran apogeo en la segunda mitad de la dé-cada de los cuarenta. En los años cincuenta, las exportaciones de café, en particular, alcanzaron niveles nunca antes vistos. Como consecuencia, el crédito rural aumentó en esos años.

La eConoMÍa CaMPeSIna y eL CrédIto

Una cosa es identificar las tendencias del crédito rural y su relación con las exportaciones; otra, muy distinta, es deter-minar cómo esas tendencias incidían sobre el campesinado. Debido a que en muchas ocasiones los campesinos se veían forzados a hipotecar sus propiedades, es necesario inquirir qué efecto produjo el crédito sobre el acceso del campesinado a la tierra. Nuevamente, esta no es una tarea fácil, ya que la

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244 Pedro L. San Miguel

documentación consultada no ofrece indicios que permitan distinguir con precisión entre las propiedades campesinas y las de otros sectores sociales. No obstante, presumiendo que exis-te una relación directa entre el tamaño de las fincas y el tipo de propietario, a continuación se examina la evolución de las hipotecas y su relación con el tamaño de las fincas y con la can-tidad de dinero prestado. De tal manera se pueden inferir con cierta precisión los efectos del crédito sobre el campesinado.

La gráfica 5.6, que presenta la evolución de las propiedades rurales hipotecadas según su tamaño, muestra ciertas tendencias referentes al movimiento hipotecario.27 Su aspecto más sobre-saliente es el aumento considerable de fincas pequeñas y me-dianas (de hasta 300 tareas) hipotecadas a partir de la década de los cuarenta. A principios del siglo XX, el número de estas fincas hipotecadas sobrepasaba el de las propiedades grandes; pero esta brecha aumentó en la década de los cincuenta. En gran medida, el aumento en el número de propiedades hipo-tecadas de hasta 300 tareas fue un reflejo del establecimiento del BAI en Santiago, el cual dirigió buena parte de sus recursos al financiamiento de los pequeños y medianos productores. De hecho, la mayoría de las hipotecas registradas en la Con-

27 Se deben hacer unas advertencias respecto a esta gráfica. En primer lugar, aunque muestra el número de propiedades hipotecadas por tamaño, se debe tener presente que un propietario podía incluir más de un terreno en la misma transacción. Por lo tanto, la gráfica incluye más propiedades que el número de hipotecas realizadas. En segundo lugar, las cifras incluyen solo las propiedades de tamaño conocido. El número de propiedades de tamaño desconocido es especialmente alto antes de la década de los treinta; de ahí en adelante, su número disminuyó. Esto fue resultado del saneamiento de títulos, que tomó auge en Santiago precisa-mente en esa década. Por lo tanto, la gráfica tiene un mayor grado de precisión después de 1930 que antes de esta fecha. Por último, no todos los terrenos pequeños pertenecían a los campesinos, pues, a menudo, los grandes propietarios hipotecaban varias fincas a la vez, que podían incluir predios pequeños. Por ende, la gráfica no pretende ser absoluta-mente precisa; debe ser vista como una aproximación a una tendencia general.

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servaduría de Hipotecas durante la década de los cincuenta se hicieron a nombre del BAI. En alguna medida, esta política financiera favoreció a los pequeños y medianos productores. Sin embargo, los sometió a nuevas presiones económicas ya que, para obtener dichos créditos, los agricultores se veían for-zados a comprometer sus fincas.

Se puede obtener un cuadro de esta situación comparando el número de tareas hipotecadas de acuerdo con el tamaño de las propiedades. Según lo demuestra la gráfica 5.7, la propor-ción de tareas hipotecadas comprendidas en fincas de hasta 300 tareas (alrededor de 18 hectáreas) aumentó de manera considerable durante la posguerra, en particular a partir de 1954. En otras palabras, en esos años, aumentó el número de fincas pequeñas y medianas hipotecadas; igualmente, aumen-tó el riesgo de que sus dueños las perdiesen como resultado de las ejecuciones hipotecarias.

¿Qué proporción del crédito, según la documentación de la CH, se destinaba a la pequeña y la mediana propiedad? El examen del volumen de dinero prestado permite acercar-nos a esta cuestión. La gráfica 5.8 muestra las fluctuaciones anuales del total de dinero en hipotecas; sus tendencias con-cuerdan con las coyunturas económicas discutidas anterior-mente. Es decir, un período de expansión a principios de siglo que luego comenzó a demostrar indicios depresivos en la segunda mitad de la década de los veinte, y que se convirtió en una verdadera crisis en los años cuarenta. Por último, la gráfica evidencia claramente el auge económico del perío-do de posguerra. En otro aspecto, la gráfica también indica la evolución de los préstamos de menos de 500 pesos en el municipio de Santiago. Tanto el aumento de los préstamos menores de 500 pesos durante la década de los cincuenta, como el aumento en el número de propiedades pequeñas hipotecadas en esta década, sugieren que en esos momentos estaban ocurriendo cambios importantes en el mercado de dinero. Un análisis más detallado de la evolución del crédito

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Los campesinos del Cibao 249

según la cantidad de los préstamos demostrará algunos de dichos cambios.

Las tablas 5.2, 5.3 y 5.4 (correspondientes a los años 1915-30, 1931-45 y 1946-60, respectivamente) resumen los datos re-lacionados con las cantidades de los préstamos. He dividido las hipotecas en cuatro categorías de acuerdo a la cantidad de dinero prestada. En cuanto al número de préstamos, los de la primera categoría (préstamos menores de 500 pesos) predominaron en los tres períodos. Sin embargo, estos prés-tamos solo representaron una parte reducida del total de di-nero prestado. Durante los dos primeros períodos, solo el 7% del dinero prestado correspondió a esta categoría. A partir de 1945, los préstamos más pequeños llegaron a representar un 14% del total.

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250 Pedro L. San Miguel

TABLA 5.2HIPOTECAS POR TAMAÑO DE LAS FINCAS

1900-30

Tamaño Finca* N % Pesos %

1-500501-1,0001,001-5,0005,001 +

11359

10220

3820357

40,37646,971

240,832216,069

79

4440

TOTALES 294 100 544,248 100

TABLA 5.3HIPOTECAS POR TAMAÑO DE LAS FINCAS

1931-45

Tamaño Finca* N % Pesos %

1-500501-1,0001,001-5,0005,001 +

4831288

422724 7

14,05423,77676,74294,838

7113745

TOTALES 115 100 209,410 100

TABLA 5.4HIPOTECAS POR TAMAÑO DE LAS FINCAS

1946-60

Tamaño Finca* N % Pesos %

1-500501-1,0001,001-5,0005,001 +

2441509519

4830193

88,655118,354210,227200,230

14193433

TOTALES 508 100 617,466 100 * En tareas. Los por cientos han sido redondeados Fuente: ANJR, PN: JD y JMV, 1900-30.

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Los campesinos del Cibao 251

Por su lado, la segunda categoría de préstamos muestra un patrón diferente. En este caso, el total prestado aumentó, no solo del segundo al tercer período, como en el caso de la ca-tegoría anterior, sino también del primer al segundo perío-do. Entre 1945 y 1960, la proporción correspondiente a este grupo de préstamos llegó al 19% del total de dinero prestado en esos años. En resumen, la proporción de dinero prestado en las dos primeras categorías aumentó considerablemente en el último período. Para entonces, ambos grupos comprendie-ron una tercera parte del total prestado. Las tablas también demuestran que, durante el segundo período –que podemos identificar con los años de la depresión–, hubo un aumento relativo en el dinero destinado a los préstamos mayores. En ese período, estos préstamos absorbieron más del 45% del total; no obstante, esta tendencia revirtió a partir de 1946. Durante el tercer período, el dinero correspondiente a la última cate-goría (préstamos sobre los 5,000 pesos) disminuyó de alrede-dor de un 45% a un 32%, lo que representó de todas maneras una proporción significativa.

Tanto los datos sobre el tamaño de las propiedades hipote-cadas, como los de las cantidades de los préstamos, sugieren que, durante la década de los cincuenta, ocurrieron cambios importantes en el flujo de dinero orientado a la producción agrícola. A pesar de que los préstamos mayores continuaron representando el grueso del dinero prestado, los préstamos de hasta 500 pesos aumentaron durante este período. Esta ten-dencia se debió, en primer lugar, al alza en los precios de los productos de exportación, y en segundo lugar, a las medidas adoptadas por el BAI para facilitar el crédito a los productores agrícolas.

Aunque un análisis más profundo del papel que desempeñó el BAI sobrepasa los límites de este estudio, es pertinente decir algunas palabras sobre él. Desde su fundación, el BAI –patro-cinado por el Gobierno dominicano– estuvo estrechamente relacionado con los intereses económicos de Rafael L. Trujillo.

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Según Roberto Cassá, el dictador usó los recursos del Banco para promover sus negocios personales.28 Por ejemplo, cuando una de las empresas de Trujillo confrontaba problemas econó-micos, esta era «vendida» al Banco, el cual, luego de convertirla de nuevo en una empresa productiva, la «revendía» a Trujillo. Del mismo modo, el Banco era una fuente de dinero efectivo para financiar los negocios del dictador. Estas manipulaciones explican el sesgado patrón de crédito del Banco. Así, de los 48 millones de pesos que el BAI otorgó en préstamos entre 1945 y 1956 para el desarrollo industrial, casi 40 millones se concedie-ron durante el año 1954.29 Con toda probabilidad, este hecho estuvo vinculado con los planes del dictador para aumentar su control de la industria azucarera. No es, pues, exagerado decir que el BAI –como ha señalado Cassá– fue uno de los principales medios de acumulación de riquezas del dictador, y que, de una manera u otra, estuvo dirigido al financiamiento del imperio económico de Trujillo.

Por tal razón, la política crediticia del BAI fue sumamente sesgada. De los 78 millones de pesos que prestó el Banco entre 1945 y 1956, sobre 50 millones se concedieron en solo dos años (entre 1953 y 1955). Además, gran parte de los recursos diri-gidos a la agricultura se invirtieron en la producción de arroz, uno de los sectores agrícolas capitalistas de mayor expansión durante el trujillato.30 Estos datos señalan que la política fi-nanciera del BAI estaba orientada a fomentar principalmente actividades económicas que no eran propias del campesinado.

Sin embargo, a nivel local, el BAI contribuyó a fomentar actividades tradicionales del campesinado –como el cultivo de tabaco y la crianza de cerdos–, así como a financiar otras

28 A menos que se indique lo contrario, los siguientes comentarios sobre el BAI se basan en: Cassá, Capitalismo y dictadura, 455-64.

29 21 años de estadísticas dominicanas, 1936-1956 (Ciudad Trujillo: Dirección General de Estadísticas, 1957), 185.

30 Orlando Inoa, Estado y campesinos al inicio de la Era de Trujillo (Santo Do-mingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1994).

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Los campesinos del Cibao 253

actividades económicas que, aunque no eran completamente nuevas en la región, estaban en expansión en esos años; tal fue el caso de la producción de café y de arroz.31 Es decir, en pleno apogeo de los precios y de las exportaciones, nuevas fuentes de crédito abrieron sus puertas a los productores rurales. Por lo tanto, la política crediticia del BAI trajo como consecuen-cia una mayor integración del campesinado a la economía de mercado en calidad de productores de frutos de exportación y de suplidores de materia prima para la industria. En este senti-do, fue influyente para lograr una de las políticas económicas clave durante el trujillato.32

Pero gran parte de los campesinos continuó dependiendo de las fuentes tradicionales de crédito, según lo demuestra Fe-rrán en su estudio sobre el tabaco. Los vínculos personales y económicos entre los campesinos y los prestamistas tradicio-nales –como el pulpero, los intermediarios de las casas expor-tadoras y los patrones locales– no permitieron un resultado mayor del BAI sobre el crédito rural. Además, los requisitos burocráticos del Banco limitaron sus efectos sobre el campesi-nado.33 A pesar de que, a partir de finales de la década de los cuarenta, el número de hipotecas inscritas a nombre de los

31 Varios de los préstamos otorgados por el BAI durante la década de los cincuenta se hicieron en forma de «créditos» disponibles para fomentar la crianza de cerdos. Ver, por ejemplo: AS, CH, Hip., Lib. 5, 1955, 18 enero 1956; Lib. 6, 1956, 8 agosto 1956; y Lib. 7, 1956, 25 enero 1957. Por otro lado, el vínculo entre el crédito y la producción de café es sugerido por el gran número de propiedades hipotecadas en este período en Pe-dro García, una de las principales secciones productoras de ese grano en Santiago. AS, CH, Hip., Lib. 5, 1955, 9 septiembre 1955; Lib. 6, 1956, 12 junio 1956; 25 julio 1956; y 20 agosto 1956. Respecto a la expansión del arroz: Inoa, Estado y campesinos.

32 Para discusiones sobre las políticas económicas del Estado respecto al campesinado durante el trujillato, ver capítulo VII; Inoa, Estado y campesi-nos; Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales; y Pedro L. San Miguel, «El Estado y el campesinado en la República Dominicana: El Valle del Cibao, 1900-1960», HS, IV (1991): 42-74.

33 Ferrán, Tabaco y sociedad, 86-97.

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prestamistas tradicionales disminuyó, estos retuvieron el con-trol de un porcentaje muy alto del crédito rural.34 De hecho, es muy probable que el BAI haya contribuido a fortalecer la posi-ción de estos grupos en la economía agraria. Finalmente, para el creciente número de campesinos sin tierras, el BAI no sig-nificó una alternativa, pues carecían de propiedades con que garantizar los préstamos. Por lo tanto, fueron los campesinos acomodados los que más se beneficiaron del BAI. Debemos suponer que parte del dinero obtenido por ellos fue usado, realmente, en suministrar crédito usurario a los campesinos. Así, a la larga, la política crediticia del Banco fue un estímulo adicional a la diferenciación social del campesinado y al forta-lecimiento del sector de «campesinos ricos».35

A menudo, los campesinos contraían deudas de las que no podían librarse. Esto conllevaba la ejecución de las hipotecas y, por ende, propendía a la peonización del campesinado.36 Sin embargo, al igual que otros aspectos de la economía de mercado, el crédito presentaba dos caras al campesinado. Por un lado, el crédito envolvía a los campesinos en una serie de relaciones económicas complejas que podían tener por resul-tado la pérdida de su autonomía económica y, a la larga, la se-paración de su fuente principal de sustento, es decir, la tierra. Por otro lado, el acceso al dinero en efectivo, que a menudo podían obtener solo mediante préstamos, constituía un aspecto

34 San Miguel, «The Dominican Peasantry», 190-91; y Ferrán, Tabaco y sociedad.

35 Sobre el crédito agrícola, ver Cordero et al., Tendencias de la economía cafetalera, 44-9; y Raúl Parmenio Díaz, «Financiamiento en el sector agrí-cola», en: Asociación Dominicana de Sociólogos, Problemática rural en República Dominicana: III Congreso de Sociología (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1983), 95-131.

36 Por ejemplo: ANJR, PN: ]MV, 1924, fs. 103-4; y 1927, t. 1, fs. 76-7. Utilizo el término «peonización» para sugerir que el desarraigo del campesinado de los medios de producción no fue absoluto. Al respecto: Fernando Picó,

Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo xix: Los jornaleros utuadeños en vísperas del auge del café, 3ra ed. (Río Piedras: Huracán, 1983).

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fundamental para la economía campesina. El acceso al dinero era más crítico aún para los campesinos que participaban en la agricultura comercial, como ocurría con buena parte del campesinado de Santiago. En tal sentido, a pesar del riesgo implícito, el crédito jugó un papel crucial en la reproducción de la economía campesina cibaeña.

Al comprometer sus propiedades para tomar dinero presta-do, los campesinos tenían que considerar varios factores que afectaban a sus cosechas y, por ende, a su capacidad de pago. Los precios y las condiciones climatológicas eran dos elemen-tos clave para determinar el éxito económico de un campesino –el cual se tenía que medir, a menudo, a base de la posibili-dad de obtener unas pocas ganancias y de pagar sus deudas–. Existían otros factores incidentales que, con frecuencia, impe-dían que el campesino pudiese cumplir con sus compromisos económicos. Una muerte en la familia, por ejemplo, acarreaba gastos repentinos e inesperados. En 1909, Félix y María Feli-pa García hicieron un préstamo para sufragar los gastos de la enfermedad, del velorio y del entierro de su padre y de un hermano; pero como no tenían dinero para pagar esta deuda, tuvieron que vender la finca que su difunto padre poseía en Ja-cagua. En ocasiones no había siquiera la posibilidad de tomar dinero prestado y la única alternativa era la venta inmediata de la propiedad.37 Sin embargo, tales sucesos afectaban a sec-tores más o menos amplios del campesinado solo en ocasiones extraordinarias, como durante el brote de una epidemia o de una plaga. Por lo tanto, hay que ver tales acontecimientos en el contexto de los factores generales –principalmente las fuerzas del mercado y el clima– que definían las coyunturas económi-cas. Estos últimos dos factores eran los que determinaban, en gran medida, si los campesinos podrían pagar sus deudas sin mayor percance.

37 ANJR, PN: JD, 1909, t. 1, fs. 37-7v; y 1906, t. 1, fs. 104-4v. Para otros ejem-plos de sucesos particulares que llevaron a la venta de propiedades rura-les, ver ANJR, PN: JD, 1906, t. 2, fs. 276-77v; 1909, t. 2, fs. 260-60v; 1912, t. 2, fs. 142-42v; y PN: ]MV, 1918, t. 1, fs. 119-19v.

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Al respecto, los datos sobre las cancelaciones de las deudas y las ejecuciones hipotecarias permiten entrever la relación en-tre estos dos elementos y la capacidad de pago de los campesi-nos. Aunque se suponía que las cancelaciones de hipotecas se registrasen –tanto en los archivos notariales respectivos como en la CH–, a menudo ni el deudor ni el acreedor se moles-taban en realizar dicha diligencia. Por tal razón, los registros de las cancelaciones hipotecarias son un pobre indicador del bienestar económico del campesinado.38

A pesar de estas limitaciones, los pocos datos disponibles pueden arrojar alguna luz sobre la relación entre el crédi-to, las coyunturas económicas y la capacidad de pago de los campesinos. En primer lugar, es evidente que el crédito seguía las tendencias económicas –medidas a base de los precios de las exportaciones– muy de cerca. En tiempos de expansión económica, los comerciantes y los prestamistas estaban dispuestos a ofrecer financiamiento a los produc-tores rurales; entonces, el dinero fluía a los campos con relativa facilidad. Pero cuando la economía se estancaba, los prestamistas temían arriesgar su dinero en préstamos a los campesinos.39 Era en las épocas de recesión económica cuando los campesinos sufrían mayores penurias financie-ras. Entonces las casas comerciales podían manipular más fácilmente la situación para forzar a los campesinos a vender sus cosechas a precios bajos. El crédito también disminuía. Así ocurrió, por ejemplo, a partir de finales de la década de los veinte, cuando sobrevino una larga depresión en el precio del tabaco.40

38 Los archivos judiciales, por ejemplo, podrían ser una gran fuente para el estudio de las ejecuciones hipotecarias.

39 Esta relación es sugerida no solo por las tendencias de las hipotecas y los precios, sino, también, por los testimonios de los comerciantes, Ver AGN, SA, 1928, Leg. 64, 12 febrero 1928.

40 Sobre esta crisis: AGN, SA, 1936, Leg. 265, 13 julio 1936.

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En segundo lugar, parece ser que la cancelación de las deudas guardaba una relación directa con la expansión del crédito (gráfica 5.9). Dicha relación se evidencia en la década de los cincuenta, cuando el saldo de las hipotecas, expresado en miles de pesos, aumentó significativamente. Como se ha visto, este fue un período de expansión económica, en el que los precios del café, el cacao y el tabaco subieron. A medida que los precios aumentaron y el dinero llegaba a manos de los productores agrícolas, los campesinos se encontraron en una mejor situación para pagar sus deudas. Hasta qué punto esta si-tuación evitó la desposesión del campesinado, es una pregunta que no se puede contestar del todo en este momento. Es muy probable, sin embargo, que haya traído cierto alivio a algunos sectores del campesinado.

Pero, a medida que las tendencias económicas cambiaban de un período de expansión a otro de depresión, disminuía la capacidad de los campesinos de pagar sus deudas y de evitar, en consecuencia, la pérdida de sus fincas. Los cam-bios en las condiciones económicas durante la década de los cincuenta dan prueba de ello. Mientras que a principios de dicha década los precios subieron, a mediados de la misma comenzaron a caer (gráfica 5.10). El precio del café, que lle-gó a su punto más alto entre 1954 y 1957, cayó gradualmente de ahí en adelante. El precio del cacao siguió un ritmo irre-gular luego de haber llegado al tope en 1954. Por su parte, el precio del tabaco siguió un camino muy distinto al del cacao y el café. A diferencia del café, el precio del tabaco no subió para luego caer repentinamente; y de manera contraria al caso del cacao, no presentó alzas y bajas extremas de un año a otro. Luego de un aumento súbito desde 1941 hasta 1945, el precio del tabaco comenzó a bajar después de la Segunda Guerra Mundial, aunque de forma gradual. A principios de la década de los cincuenta, su precio se recuperó, aun cuan-do no alcanzó los niveles del café y del cacao. En general, el

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precio del tabaco fue bastante estable durante esa década, algo que no sucedió con el café y el cacao.

Tan pronto los precios del café y del cacao comenzaron a caer o presentaron cierta inestabilidad, los cosecheros con-frontaron dificultades para pagar sus deudas. Y no fueron solo los pequeños productores los que sintieron la penuria impues-ta por las condiciones del mercado. Muchos de los grandes productores también confrontaron serios problemas econó-micos y se atrasaron en sus pagos.41 La caída de los precios no fue la única dificultad que afrontaron los cosecheros durante la década de los cincuenta. En varias regiones del país, los co-secheros de café y cacao confrontaron un estancamiento en la producción, relacionado directamente con el ciclo vegeta-tivo de los cafetos y los cacaotales. Como se sabe, tanto el café como el cacao son plantas perennes cuya producción dura va-rios años. En ambos casos, luego de ser sembrados, transcurre un período de tiempo bastante largo (entre 4 y 5 años) en lo que los arbustos entran en plena producción. Luego, las plan-tas pueden producir por un período de hasta 25 años.42 Sin embargo, a medida que las plantas envejecen, su rendimiento va mermando, lo que afecta tanto al volumen de la producción como a la calidad de las cosechas. De no reemplazarse los ar-bustos envejecidos, la merma en la producción puede llevar al cosechero a una situación precaria e, incluso, a la ruina.43

41 AGN, MA, 1956, Leg. 711, 20 junio 1956.42 Acerca de la producción del café y del cacao, ver José Ramón Abad, La

República Dominicana: Reseña general geográfico-estadística (Santo Domin-go: Imprenta de García Hermanos, 1888), 354-57; y Carlos E. Chardón, Reconocimiento de los recursos naturales de la República Dominicana (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1976), 134-88.

43 Sobre la edad de los cafetos en la República Dominicana, ver Cordero et al., Tendencias de la economía cafetalera, 24-6. En su estudio clásico sobre la economía cafetalera de Brasil, Stanley J. Stein subraya cómo el envejeci-miento de los cafetos contribuyó a empeorar la situación económica de los productores, que de por sí ya era precaria. Ver Vassouras: A Brazilian Coffee County, 1850-1890 (New York: Atheneum, 1974), especialmente 213-49.

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Una situación de esta naturaleza se desarrolló en la Repú-blica Dominicana a finales de la década de los cincuenta. En esos años, los cosecheros, los comerciantes y los funcionarios gubernamentales comenzaron a manifestar su preocupación acerca de los efectos del envejecimiento de los arbustos sobre la producción. En 1959, el director general de Agricultura seña-ló que, en las zonas bajas del Cibao, muchos de los cafetos eran muy viejos, ya que habían sido de los primeros en haber sido sembrados. Por ende, el valor de sus cosechas era muy bajo, tanto por su volumen como por su pobre calidad. Basándose en esto, recomendó que los arbustos viejos debían ser removi-dos y que, en su lugar, se debían sembrar cultivos de subsisten-cia.44 La producción de cacao también sufrió una disminución debido al envejecimiento de las plantas. Además, los ataques de las ratas y de los pájaros carpinteros a los cacaotales alcan-zaron niveles alarmantes. Al parecer, a medida que empeoraba la situación económica, se les hizo más difícil a los cosecheros controlar el ataque de estas plagas, lo que contribuía aún más a disminuir las cosechas y, en consecuencia, a producir más pérdidas.45

A finales de la década de los cincuenta, las condiciones eco-nómicas cambiaron en detrimento de los cosecheros de cacao y café. La bonanza que tuvo lugar al principio de la década fue refrenada por la caída de los precios y la disminución en el rendimiento de los arbustos. Aunque los precios perma-necieron mucho más altos que en la época anterior al auge, se debe tener presente que, precisamente, durante los años

44 Según Viñas, los cafetales en la zona mencionada no ocupaban grandes extensiones de tierra ya que las plantaciones más grandes se encontra-ban en las regiones montañosas del país. AGN, MA, 1956, Leg. 1148, 6 noviembre 1959.

45 AGN, MA, 1956, Leg. 711, 20 junio 1956. Warren Dean ha destacado cómo las plagas y el envejecimiento de los árboles de caucho en Brasil se combinaron para afectar la extracción de látex. Ver Brazil and the Struggle for Rubber: A Study in Environmental History (Cambridge: Cambridge Uni-versity Press, 1987).

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de alza de los precios, los agricultores recurrieron al crédito para impulsar sus actividades económicas. En otras palabras, la caída de los precios fue precedida por un período de gran endeudamiento; de hecho, no fue sino hasta después de 1957 cuando se vio una tendencia descendente en la concesión de préstamos. A medida que la coyuntura económica cambiaba de signo, los términos del crédito se hicieron más rigurosos; incluso, muchos de los grandes productores tuvieron dificulta-des para enfrentar la crisis.

Al estudiar los efectos del crédito sobre la economía campe-sina, resulta evidente que el mismo no puede verse aislado del conjunto de factores que afectan a la economía rural. Por el contrario, el crédito tiene que analizarse dentro de una coyun-tura económica dada, la cual puede ser favorable o desfavorable para los productores agrícolas. Son estas coyunturas económi-cas las que determinan, en buena medida, la capacidad de pago de los campesinos y, por ende, su capacidad de evitar la pérdida de sus tierras. Pero aun en estas condiciones más o menos favo-rables, los comerciantes y los prestamistas explotan al campe-sinado; tampoco evitan del todo que los campesinos sufran la pérdida de sus tierras. Por el otro lado, el acceso al crédito no es una garantía absoluta de que los campesinos podrán mantener su posición como propietarios. Al contrario, hay pruebas que demuestran la pérdida de tierras por los campesinos a causa de sus deudas.46 Debido a que los grandes comerciantes operaban a través de intermediarios, fueron los prestamistas de las comu-nidades rurales quienes más se beneficiaron de la pérdida de tierras por los campesinos. Es probable que fuesen los pequeños y los medianos comerciantes, así como los sectores rurales aco-

46 Por ejemplo, Emilio y Arturo Ureña, y James y William Palmer, quienes se contaban entre los prestamistas más conspicuos de principios de siglo XX, lograron acumular muchos predios de tierra en diversas secciones rurales debido a la incapacidad de los deudores de cumplir con los tér-minos de los préstamos. AS, CH, RPT, Lib. A, 1912-13; y Lib. H, 1915-17.

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modados, más que los grandes comerciantes, quienes acumula-ron las tierras que perdieron los campesinos.

Hubo comerciantes que se hicieron propietarios de tierras gracias a las ejecuciones hipotecarias, aunque, posiblemente, esto fue más común en los sectores del café y del cacao que en el del tabaco. Ocurrió así, al menos, por dos razones principa-les. En primer lugar, porque los largos ciclos de producción del cacao y del café ponían a los productores en una situación muy frágil en tiempos de precariedad económica. Luego de esperar pacientemente varios años por recoger su primera cosecha, un cosechero de cacao o de café podía ver desvane-cerse todas sus expectativas debido a una baja en los precios o debido a condiciones climatológicas desfavorables. De modo contrario al café y al cacao, el tabaco tiene un ciclo producti-vo corto y los cosecheros de tabaco reciben los beneficios de su trabajo unos meses después de haber realizado la siembra. Además, si la cosecha se malograba o si los precios no eran favorables, las deudas contraídas no eran tan pesadas como en el caso del café y el cacao.

En segundo lugar, puesto que el cacao y el café son cultivos perennes, las fincas cultivadas de estos productos adquieren un valor económico mayor que las cultivadas de tabaco. De-bido a su corto ciclo de vida, el tabaco debe ser plantado año tras año. Los cacaotales y los cafetales, por el contrario, repre-sentan una mejora permanente del terreno y, por lo tanto, una inversión a largo plazo que aumenta el valor de las tierras. En consecuencia, los comerciantes y los prestamistas tenían un in-centivo adicional para ejecutar las hipotecas de las fincas de ca-cao o de café. Por esto, no resultaría sorprendente encontrar que, entre los comerciantes y los prestamistas que financiaban la producción de café y de cacao, existiese una mayor propen-sión a convertirse en agricultores que entre aquellos que se dedicaban a financiar el tabaco.47

47 Debo esta idea a Walter Cordero, quien ha estudiado a fondo la historia

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A principios del siglo XX, los comerciantes apremiaban a los campesinos a que dedicaran el dinero prestado a aspectos directamente vinculados con la producción agrícola. Aunque era normal que los cosecheros dedicaran una parte de los avances al consumo, los comerciantes tenían interés en que el grueso del dinero prestado se invirtiese en mejorar las tie-rras de cultivo, en la construcción y la mejora de los ranchos de tabaco, y en otras fases de la producción, el manejo, y el transporte de las cosechas. Eran los campesinos más pobres quienes dedicaban una mayor proporción del crédito obte-nido al consumo; los campesinos más acomodados podían dedicar una mayor proporción del crédito a la producción. Dada esta correlación, es muy probable que, a lo largo del siglo XX, haya aumentado la propensión del campesinado a usar una mayor tajada del crédito obtenido en la producción y que, en consecuencia, haya disminuido la parte del mismo destinada al consumo. La prueba disponible sugiere que las presiones de los comerciantes y de las agencias de gobierno contribuyeron a alterar el uso del crédito por parte de los campesinos. Estas presiones aumentaron a raíz del auge de los precios y de las exportaciones después de la Segunda Gue-rra Mundial.48

Tal como ocurrió en otros lugares de América Latina,49 el crédito contribuyó a la reproducción de la economía campesi-

agraria dominicana. Al respecto, también hay que considerar los niveles de precios de estos cultivos, que tienden a ser más altos para el cacao y el café que para el tabaco. Los niveles de precios de los productos agrícolas juegan un papel determinante en las opciones productivas de los campesinos, como muestra el caso de la coca en América del Sur. Ver Edmundo Morales, Cocaine: White Gold Rush in Peru (Tucson: University of Arizona Press, 1989).

48 Ver capítulo IV; Ferrán, Tabaco y sociedad; Cordero et al., Tendencias de la economía cafetalera; Díaz, «Financiamiento en el sector rural»; Sharpe, Peasant Politics; y Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales.

49 Véase, particularmente: Mallon, The Defense of Community; Picó, Amargo café; y Roseberry, Coffee and the Development of Capitalism.

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na cibaeña. Como el dios Jano, para el campesinado, el crédito –expresión de la economía mercantil– tenía dos caras.50 Por un lado, propiciaba su producción mercantil; pero por el otro, sometía a los campesinos a nuevas presiones que, a la larga, socavaban su autonomía económica. Al contraer deudas, los campesinos se colocaban en un equilibrio precario. Cuando los precios caían, o el clima afectaba a las cosechas, o los mer-cados se saturaban, el crédito mostraba a los campesinos su otra cara: la acumulación de deudas y la siempre presente, y además temida, posibilidad de perder sus tierras.

50 La metáfora de las «dos caras» de la economía de mercado proviene de: Elizabeth Fox-Genovese y Eugene D. Genovese, «The Janus Face of Merchant Capital», en: Fruits of Merchant Capital: Slavery and Bourgeois Property in the Rise and Expansion of Capitalism (New York: Oxford Univer-sity Press, 1983), 3-25.

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CaPÍtuLo vI

La tierra y la sociedad campesina

PaISaJe ruraL y eStruCtura agrarIa

Cuando Samuel Hazard visitó la República Dominicana en el siglo XIX a principios de la década de los setenta, el país todavía conservaba muchos de los rasgos de la época colonial. Al viajar a lomo de mula desde la ciudad capital hasta Puerto Plata, Hazard observó extensas tierras fértiles, prácticamente despobladas y poco cultivadas. La campiña estaba compuesta mayormente de bosques vírgenes y praderas en las que el ga-nado pastaba tranquilamente.1 Solo en La Vega, Moca y San-tiago encontró regiones de mayor densidad poblacional a las observadas por él en su trayecto hacia el norte del país. No sin cierto asombro, Hazard comenta favorablemente en su obra sobre las fincas entre Moca y Santiago, donde la agricultura se encontraba más desarrollada que en cualquier otra parte del país. En esta región, las viviendas eran mejores y el cultivo de la tierra se encontraba más desarrollado. Empero, incluso allí

1 Samuel Hazard, Santo Domingo, Past & Present; with a Glance at Hayti, 3ra ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1982), 274-318. Para un estudio reciente sobre el paisaje rural en la República Dominicana durante el siglo XIX, ver Roberto Marte, Cuba y la República Dominicana: Transición económica en el Caribe del siglo xix (Santo Domingo: CENAPEC, s.f.), 17-36.

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notó una ausencia total de trabajo organizado y de una pro-ducción agrícola sistematizada. Picado por la curiosidad, Ha-zard preguntó sobre el precio de las tierras; y nuevamente las peculiaridades de la vida rural dominicana le sorprendieron. Según le informaron, por cerca de 5,000 pesos oro se podían comprar sobre 1,000 acres de tierra desmontada, ideales para la agricultura comercial, de la arcilla más rica, similar a la de las espléndidas tierras de Mississippi. Hazard pensó que una adquisición de este tipo sería una verdadera ganga.2

Además de una escasa población y de sus extensas tierras sin explotar, la estructura agraria de la República Dominicana también llamó la atención de los extranjeros. Tal fue el caso, en particular, de los llamados terrenos comuneros. Aunque la falta de información no permite saber qué proporción de la totalidad de las tierras del país eran ocupadas por los terrenos comuneros, los testimonios de la época sugieren que, a media-dos del siglo XIX, una porción considerable se encontraba bajo este sistema. Según Pedro F. Bonó, aparte de las propiedades deslindadas del Cibao, la mayoría de las tierras restantes eran terrenos comuneros.3 Dada la naturaleza de este sistema, en el cual la tierra era compartida por varios condueños, sin que existiese un sistema de propiedad absoluta ni una delimitación exacta de los predios, muchos contemporáneos pensaban que la desaparición de los terrenos comuneros era un requisito in-dispensable para lograr la modernización de la agricultura en la República Dominicana.4 Por ejemplo, la modernización de

2 Hazard, Santo Domingo, 319-20.3 Emilio Rodríguez Demorizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo:

Academia Dominicana de la Historia, 1964), 82.4 Esta ideología de la modernización comenzó a manifestarse desde fina-

les del siglo XIX, aunque adquirió fuerza en las primeras décadas del XX. Ver Raymundo González, «Ideología del progreso y campesinado en el siglo XIX», Ecos, 1, 2 (1993): 25-43; y Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995), 147-73. La situación agraria de la República Dominicana en el siglo XIX no era privativa de este país; en América Latina en general, la

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la estructura agraria propiciaría las inversiones en la agricul-tura. José Ramón Abad propuso que se obligase a los dueños de los terrenos comuneros «al deslinde amigable o legal» cada vez que se hiciese una venta o traspaso.5 Así, a partir de finales del siglo XIX, se tomaron varias medidas con el propósito de lograr el deslinde de los terrenos comuneros. Estas medidas culminaron con la Ley sobre división de terrenos comuneros de 1911. La misma expresaba el interés del Estado dominicano en desarrollar un régimen de tierras más a tono con el creci-miento de una agricultura de exportación moderna. Al calor del surgimiento de los latifundios dedicados a la exportación de frutos agrícolas, las tierras comuneras fueron cediendo en algunas regiones del país, sobre todo en aquellas áreas donde se hicieron amplias concesiones de tierra a los inversionistas extranjeros.6 No obstante, al comenzar el siglo XX, los terrenos comuneros todavía constituían un elemento fundamental de la ruralía dominicana.

A pesar de la gran importancia de los terrenos comuneros en la sociedad dominicana, en pocas investigaciones se ha tratado de estudiar su evolución histórica. Aún se ignora mu-cho del origen de este sistema peculiar de tenencia de tierras. Igualmente, se desconoce qué efecto tuvo su desaparición en la configuración del mundo rural dominicano. Usualmente se

estructura agraria padecía de cierto arcaísmo. Para análisis, ver Arnold Bauer, «Rural Society», en: Leslie Bethell (ed.), Latin America: Economy and Society, 1870-1930 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), 115-48.

5 José Ramón Abad, La República Dominicana: Reseña general geográfico-es-tadística (Santo Domingo: Imprenta de García Hermanos, 1888), 255-65.

6 Marte, Cuba y la República Dominicana, 337-439; Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo en la República Domini-cana, 1844-1930. Vol. I: El proceso de transformación de la economía domini-cana, 1844-1875, 2da ed. (Santo Domingo: Gramil, 1980), 131-36; Marlin D. Clausner, Rural Santo Domingo: Settled, Unsettled, and Resettled (Phila-delphia: Temple University Press, 1973), 114-30; y H. Hoetink, The Do-minican People, 1850-1900: Notes for a Historical Sociology (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982), 6-18.

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ha considerado que la reducción de los terrenos comuneros fue resultado, principalmente, de la interferencia del Estado, determinada en gran medida por los intereses extranjeros deseosos de obtener grandes extensiones de terreno. Según este punto de vista, los terrenos comuneros desaparecieron a medida que se convertían en «propiedad privada moderna», sobre todo, en plantaciones azucareras.7 No obstante, este pa-trón, predominante en los grandes llanos del este de la Re-pública Dominicana, no fue homogéneo. Hasta el momento, se ha prestado poca atención a la reducción de los terrenos comuneros en otras regiones del país y a los procesos especí-ficos que, paulatinamente, socavaron las formas tradicionales de uso y de tenencia de tierras.

Uno de los propósitos de este capítulo es, precisamente, arrojar luz sobre la evolución de los terrenos comuneros en el Cibao, específicamente en la provincia de Santiago. Este aná-lisis regional, además de posibilitar un examen más detallado del proceso de desaparición de las tierras comuneras, permite matizar las interpretaciones predominantes sobre este asunto. En efecto, en el Cibao, la desaparición de los terrenos comu-neros fue impulsada no solo por las medidas puestas en vigor por el Estado, sino, ante todo, debido a la comercialización de la tierra, concomitante con el desarrollo de la economía de mercado. A largo plazo, el crecimiento de la economía mer-cantil llevó a la acumulación de tierras por parte de empre-sarios urbanos y grandes terratenientes, lo que restringió las oportunidades económicas del campesinado. Estos cambios

7 Guillermo Moreno, «De la propiedad comunera a la propiedad privada moderna, 1844-1924», Eme-Eme, IX, 51 (1980): 47-129. Ver, además: Mel-vin M. Knight, Los americanos en Santo Domingo: Estudios de imperialismo americano (Ciudad Trujillo: Universidad de Santo Domingo, 1939), 137-52; Pablo A. Maríñez, Resistencia campesina, imperialismo y reforma agraria en República Dominicana (1899-1978) (Santo Domingo: CEPAE, 1984), 23-43; y Bruce J. Calder, The Impact of Intervention: The Dominican Republic during the U.S. Occupation of 1916-1924 (Austin: University of Texas Press, 1984), 91-114.

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en la estructura agraria cibaeña comenzaron a manifestarse con particular intensidad entre las décadas finales de la an-tepasada centuria y las primeras del siglo XX. En definitiva, la comercialización de la sociedad dominicana dio lugar a una creciente competencia por la utilización y la propiedad de re-cursos –como las tierras, los bosques y las aguas– que los cam-pesinos no siempre pudieron ganar.8

Debido a la presencia de un campesinado numeroso y activo en la producción para el mercado, la definitiva desaparición de los terrenos comuneros en el Cibao ocurrió de formas muy particulares. La misma participación del campesinado en la economía mercantil produjo el surgimiento de un sector cam-pesino relativamente acomodado, capaz de adquirir tierras a expensas de sus vecinos menos afortunados. Así, junto a la acumulación de tierras por parte de los empresarios citadinos y de los hacendados, se dio un proceso de adquisición de tie-rras por los campesinos acomodados, a expensas de los agri-cultores más pobres. Pero ni la acumulación ni la fragmenta-ción de las tierras fueron procesos unidireccionales. Mientras unas propiedades aumentaban en tamaño, numerosas fincas se fragmentaban debido a la repartición de las herencias. En consecuencia, durante las primeras décadas del siglo XX, la es-tructura agraria cibaeña, en contraposición a las tendencias en otras regiones del país, continuó caracterizándose por la exis-tencia de un campesinado con acceso directo a la tierra y vin-culado al mercado como productor. No fue sino hasta pasada la década de los cuarenta cuando la escasez de tierras tendió a agudizarse en el Cibao. Aun entonces, en algunas zonas siguió existiendo un fuerte campesinado de nivel medio.

Los terrenos comuneros eran extensiones de tierra de ta-maño indefinido, aunque usualmente eran bastante grandes,

8 El concepto de la «competencia por los recursos» entre campesinos y terratenientes proviene de: George L. Beckford, Persistent Poverty: Under-development in Plantation Economies of the Third World, 2da ed. (London y Morant Bay: Zed Books y Maroon Publishing House, 1983).

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poseídas en conjunto por un grupo de personas que formaban una «asociación de propietarios», según la definición de Alci-biades Albuquerque. A pesar de su nombre, estos terrenos no pertenecían a toda la comunidad. Por el contrario, para poder utilizar o explotar parte de un terreno comunero era necesa-rio tener «acciones» en él. Estas acciones, usualmente expre-sadas en «pesos de acción», daban a los poseedores el derecho de ocupar y de trabajar cualquier porción del terreno, siempre y cuando no estuviese en explotación ni fuese ocupada por otro de los accionistas. El término «pesos de acción» se ori-ginó en el período colonial, cuando el valor de las tierras era mínimo y, por ende, resultaba oneroso medir las propiedades, sobre todo las de gran extensión; así, en muchas ocasiones se desconocía su tamaño exacto. En consecuencia, se adoptó la práctica de referirse a los derechos que se tenían sobre deter-minada propiedad con atención a la fracción del valor que se poseía sobre ella y no atendiendo a su tamaño. Por lo tanto, con el fin de expresar un derecho sobre un terreno comunero, se aludía a los «pesos» que componían el mismo (su supuesto valor original) y a los «pesos de acción» de los condueños, que eran proporciones del valor total. Al igual que cualquier otra propiedad, las acciones sobre los terrenos comuneros podían venderse, permutarse, traspasarse o ser dejadas en herencia.9

Cuando reInaban LaS tIerraS CoMuneraS

Diferentes factores explican la inexistencia de un sistema de propiedad privada absoluta en la República Dominicana en la centuria decimonónica. Primero, la escasa población del país

9 Alcibíades Albuquerque, Títulos de los terrenos comuneros en la República Do-minicana (Ciudad Trujillo: Impresora Dominicana, 1961), 28; y Aura C. Fernández Rodríguez, «Origen y evolución de la propiedad y de los ter-renos comuneros en la República Dominicana», Eme-Eme, IX, 51 (1980): 5-45.

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desde finales del siglo XvI hasta el siglo XIX; segundo, la limitada producción mercantil durante buena parte de dicho perío-do, reflejo del atraso económico de la colonia; y, finalmente, el surgimiento de una sociedad rural sobre la cual el Estado y las estructuras económicas formales ejercían muy poco control.10 Como resultado, existía escasa presión sobre la tierra, la que carecía de un gran valor en el mercado; muchas veces el costo de medir y registrar legalmente un terreno superaba su valor nominal. Debido a las condiciones económicas y demográficas existentes, la tierra resultaba abundante y barata.

El uso de la tierra se correspondía con las condiciones des-critas. La ganadería extensiva, típica de las sociedades de fron-tera de baja densidad poblacional y de tierras abundantes, se convirtió en la actividad económica predominante en el Santo Domingo colonial.11 Tal y como se practicaba en Santo Domingo, la ganadería se asemejaba más a las actividades ex-tractivas que a la crianza sistemática y regular; en realidad, las reses y los cerdos eran cazados, no criados.12 La agricultura se encontraba, también, en un lamentable estado de postración, además de carecer de una clara orientación hacia el mercado. A causa de la poca población, de la existencia de unos centros

10 Para una discusión más detallada, ver el capítulo I.11 Este tipo de crianza era bastante común en las regiones económica-

mente periféricas del mundo colonial en las Américas. Tal fue el caso en el Caribe español durante los siglos XvII y XvIII, en el interior de Argen-tina y Brasil, y en el norte de México. Véase: Ciro F.S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Historia económica de América Latina, 2 tomos (Barcelona: Crítica, 1979), 1: 212-14; James Lockhart y Stuart B. Schwartz, Early Latin America: A History of Colonial Spanish America and Brazil (Cambridge: Cam-bridge University Press, 1985); Caio Prado, The Colonial Background of Modern Brazil (Berkeley: University of California Press, 1971); y Francois Chevalier, Land and Society in Colonial Mexico: The Great Hacienda (Berke-ley: University of California Press, 1972).

12 Sobre la crianza en Santo Domingo durante el período colonial: Rubén Silié, Economía, esclavitud y población (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976), 19-74.

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urbanos que a duras penas merecen tal calificativo, de me-dios de comunicación totalmente inadecuados y de relaciones comerciales con el exterior harto irregulares, la producción agrícola de Santo Domingo contaba con un mercado muy res-tringido.13 Esta situación comenzó a cambiar paulatinamente durante el siglo XvIII, cuando la producción comercial renació en Santo Domingo debido a la influencia de la colonia france-sa de Saint Domingue. Sin embargo, aun entonces, los rasgos estructurales de la sociedad rural dominicana durante los dos siglos anteriores permanecieron básicamente inalterados: la población continuó siendo muy escasa y la tierra siguió siendo abundante. Lejos de escasear, la tierra constituía el recurso más abundante de la colonia. No fue sino a finales del siglo XIX cuando estas características empezaron a alterarse, aun-que gradualmente, y de manera muy diferente en cada región del país.14

Fue en el contexto económico y social de los siglos colonia-les cuando surgieron los terrenos comuneros. Independiente-mente de su origen institucional y de su expresión legal, este particular régimen agrario sobrevivió durante siglos debido a que la escasa población del país y su débil comercialización no hacían perentoria la división de las propiedades. Debido a la poca mano de obra disponible, resultado de los pocos ha-bitantes de la colonia, la crianza se convirtió en la actividad económica predominante. El acceso comunitario a los recur-sos –los suelos, las aguas, los bosques y los pastos– facilitaba la crianza y la cacería de animales. Además, en ausencia de una

13 Sobre las pobres condiciones económicas de Santo Domingo durante los siglos XvII y XvIII, ver Silié, Economía, esclavitud y población; Frank Peña Pérez, Antonio Osorio: Monopolio, contrabando y despoblación (Santiago: Uni-versidad Católica Madre y Maestra, 1980), y Cien años de miseria en Santo Domingo, 1600-1700 (Santo Domingo: CENAPEC, s.f.)

14 Hoetink, The Dominican People; Marte, Cuba y la República Dominicana; y Michiel Baud, «Transformación capitalista y regionalización en la República Dominicana, 1875-1920», IC, I, 1 (1986): 17-45.

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población capaz de colonizar la totalidad del territorio y de suplir la mano de obra necesaria para desarrollar una econo-mía agrícola de cierta envergadura, el sistema de tierras comu-neras generaba una relativa concentración de los habitantes del país, evitándose así una mayor dispersión. Finalmente, los terrenos comuneros no constituyeron un obstáculo absoluto al desarrollo de la agricultura. Una vez que un accionista des-montaba y ocupaba un pedazo de tierra, los otros ocupantes debían respetar su reclamo sobre dicho terreno.

Según fuentes de la época, existía una especie de derecho consuetudinario, que establecía los derechos y las obligacio-nes de los accionistas. Por ejemplo, un accionista podía ocu-par cualquier predio de tierra, e incluso toda la tierra que no estuviese ocupada, sin importar el tamaño, siempre y cuando no interfiriese con los terrenos que ya estaban en explotación por otros copropietarios. Empero, existían unas áreas de uso común; en éstas, la ausencia de segregación posibilitaba que los condueños empleasen libremente los recursos disponibles. En caso de que se hubiesen enajenado derechos específicos, como el de disponer de los árboles maderables, los accionistas tenían que reconocer los mismos a las personas que los hubie-sen adquirido. Por otro lado, si un accionista quería conservar sus derechos sobre la tierra, tenía que continuar usándola, ya fuese cultivándola, dedicándola al pastoreo o meramente ha-bitándola. Sin embargo, si

...una persona sale de su casa y abandona su tierra durante más de un año, y la casa se quema y desapa-recen las mejoras, otra persona puede ocuparla y con-siderarla suya. Esto no es una ley [escrita], pero es ya una costumbre en este país...15

15 Emilio Rodríguez Demorizi, Informe de la Comisión de Investigación de los Estados Unidos de América en Santo Domingo en 1871 (Ciudad Trujillo: Aca-demia Dominicana de la Historia, 1960), 583-84.

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El derecho consuetudinario que regía el uso de los terrenos comuneros también regulaba su venta. Cuando un accionis-ta quería vender parte de sus acciones, tenía que ofrecerlas primero a los demás condueños del terreno comunero. En el caso de que ninguno de ellos quisiera comprar dichas accio-nes, entonces el interesado podía venderlas a alguien de afue-ra.16 Obviamente, esta práctica buscaba mantener la armonía entre los propietarios, evitando la intrusión de accionistas que viniesen a alterar el uso de los recursos ya convenido por los ocupantes de los terrenos comuneros.

En resumen, los terrenos comuneros no solo permitían la la-branza, sino que además servían de reserva de recursos natura-les para los copropietarios. Los terrenos comuneros permitían la existencia de conucos (pequeños predios cultivados indivi-dualmente) destinados a la subsistencia y a la producción mer-cantil en pequeña escala. Las tierras comuneras se ajustaban a las actividades productivas del campesinado, basadas en la agricultura itinerante y en la crianza libre.17 En segundo lugar, las áreas no ocupadas de las tierras comuneras eran una gran fuente de abastecimiento de alimentos –por ejemplo: frutas, pescado y animales de caza– para las familias campesinas, ade-más de suministrar una serie de materias primas, empleadas por los campesinos con diversos fines. Los campesinos utili-zaban muchos de estos recursos en la elaboración de bienes para uso directo de la familia: las viviendas y buena parte del mobiliario y de la utilería doméstica eran fabricados con los recursos disponibles en los terrenos comuneros. En la lucha por la supervivencia, el bosque, el llano, el palmar, el río y la maleza servían de complemento al conuco campesino.

Durante el período colonial se acostumbraba mantener in-divisas las propiedades, aunque los condueños retuviesen sus derechos sobre la tierra, avalados por la posesión de los pesos

16 Rodríguez Demorizi, Informe de la Comisión, 344.17 Abad, La República Dominicana, 381.

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de acción.18 La historia del sitio de La Peñuela desde finales del siglo XvII hasta mediados del XIX, ilustra esta práctica. La Peñuela, ubicado en Santiago, perteneció originalmente a Nicolás Francisco Chávez, quien además era propietario del sitio de Esperanza; no se sabe cómo Chávez obtuvo estas tie-rras.19 No obstante, en 1696 Antonio Rodríguez Páez compró ambos sitios a Chávez. Según declaración realizada en 1857, «[Rodríguez] Páez compró desde El Buey hasta Maymon, y desde la cumbre hasta el río Yaque, con ganados y accesorios por la suma de [800 pesos]». A pesar de la imprecisión de esta descripción, hay indicios –sobre todo su prolongación de «la cumbre» al Yaque– de que se trataba de un terreno de gran extensión.

Rodríguez Páez vendió desde El Buey hasta Arroyo Seco a doña Sebastiana María de Mercado en el año 1732. Esta se-ñora tuvo dos matrimonios: el primero con José Tapia y el se-gundo con Matías Eusebio Molina. Al morir en 1750, doña Sebastiana dejó una cuarta parte del sitio a sus hijos del primer matrimonio: Isidro Merced y Juan Merced de Tapia. A los hi-jos de su segundo matrimonio (Gregorio, Felipa y Bernarda

18 Mis comentarios sobre el origen y la evolución de los terrenos comune-ros se basan en: Albuquerque, Títulos de los terrenos comuneros; Fernández Rodríguez, «Origen y evolución»; Moreno, «De la propiedad comunera»; Hoetink, The Dominican People, 1-18; Clausner, Rural Santo Domingo; Boin y Serulle Ramia, El desarrollo del capitalismo, 1: 119-36; Jorge Valdez, Un siglo de agrimensura en la República Dominicana (Santo Domingo: Ediciones Tres, 1981); y John Geffroy y Margaret Vásquez Geffroy, «El sistema del hato y la organización familiar del campesino dominicano», Eme-Eme, III, 18 (1975): 107-36.

19 La siguiente historia la he obtenido en: ANJR, PN: JD, 1900, fs. 153-57v. Este documento es una transcripción de un «historial del sitio de la Pe-ñuela» levantado originalmente por Teodoro Estanilao Heniken el 1ro de noviembre de 1857. Este historial fue elaborado a partir de los testi-monios de los condueños, apoyados y confrontados «con varias piezas auténticas y fehacientes». Debido al deterioro del documento original, fue depositado y notariado en el protocolo de Joaquín Dalmau a instan-cias de Agustín de Vargas, uno de los condueños de La Peñuela.

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Molina) legó las tres cuartas partes restantes de la propiedad. Siguiendo la costumbre prevaleciente entonces, a cada rama de los herederos de doña Sebastiana se le asignó una sección del sitio. Debido a la extensión de la propiedad legada y a la inexistencia de marcas delimitando la misma, las referencias usadas para describir las diversas secciones son muy impreci-sas. Por ejemplo, Rincón Largo fue asignado a los Tapia, «des-de La Quebrada del Hato viejo de Pontón hasta La Quebrada de la Puerta». Gregorio Molina recibió una parte de Rincón Grande, de la «Quebrada de la Puerta, hasta La Cruz de la Sabana»; de aquí al «cerrito de la Cruz», correspondió a Fe-lipa Molina; y a su hermana Bernarda, desde el último punto «hasta partir con Cañedo». Estas descripciones, a pesar de sus deficiencias, muestran la antigua práctica de emplear los acci-dentes del terreno como puntos de referencia para designar las propiedades.

Al quedar dividida la herencia de doña Sebastiana en dos ra-mas –la de los Tapia y la de los Molina–, lo que antes era conside-rado un solo patrimonio se fraccionó en dos, cada uno siguien-do una descendencia patrilineal. Así, a pesar de las herencias, las ventas y los traspasos sufridos por las tierras de los Molina, no hay indicios de que sus hermanos maternos, Isidro y Juan Tapia, lograsen acceso a ellas. Más aún, a finales de la década de los cincuenta del siglo XIX, la parte de los Tapia había pasado íntegramente a otras manos. Para entonces, la propiedad fue evaluada en 400 pesos, siendo sus dueños: T.E. Heniken (quien poseía 250 pesos), Rosa de Vargas (25 pesos), Manuel Jiménez (25 pesos) y la Sucesión de José Vargas (100 pesos).

Por su lado, los Molina retuvieron sus tierras en un grado mucho mayor que los Tapia, por lo menos hasta la segunda generación a partir de doña Sebastiana. La sucesión de Gre-gorio Molina ilustra este proceso. De acuerdo con las eva-luaciones realizadas a mediados del siglo XIX, a la herencia materna de Gregorio Molina en La Peñuela se le adjudicó un valor de 1,380 pesos. Aunque resulta imposible saber cuál era

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el significado exacto de esta cifra, es muy probable que repre-sente el valor aproximado de su propiedad en ese momento, equivalente a la cuarta parte del legado de doña Sebastiana a los hijos habidos de su segundo matrimonio. En cualquier caso, a la muerte de Gregorio, su viuda, María de Ureña Va-lerio, heredó una cuarta parte de la propiedad, esto es 330 pesos. Cada uno de sus tres hijos heredó 350 pesos en dicha propiedad.

A partir de esta generación, el control de los Molina sobre La Peñuela comenzó a desintegrarse. La viuda de Gregorio vendió 200 de sus 330 pesos a Luis Gutiérrez y legó el resto a su hijo Ma-tías. Gracias a esta herencia, Matías llegó a poseer 480 pesos del total de 1,380 en que se había evaluado La Peñuela al dividirse el legado de su padre. Sin embargo, para 1857 Matías contaba con apenas 30 pesos en La Peñuela ya que vendió el resto a Romualdo Marte (200 pesos), Francisco Genao (100 pesos), Joaquín del Ro-sario (100 pesos) y Matías Jiménez (50 pesos). Algo similar ocu-rrió con la parte de Sebastiana Molina, hermana de Matías. A los 350 pesos de acción que heredó de su padre, se añadió la misma cantidad que obtuvo su hermano Marcos, quien vendió su parte a Manuel Jiménez, casado con Sebastiana. Es decir, Sebastiana llegó a poseer 700 pesos en La Peñuela. De estos, vendió 300 a Pablo Fernández, 200 a Tomás Pérez y los restantes a Jacinto y Juan Núñez.

Con el correr del tiempo, el entramado de ventas, herencias y matrimonios contribuyó a que un número cada vez mayor de personas tuviera acceso a las tierras de La Peñuela. Aunque el documento de marras no ofrece las fechas en que ocurrieron las diversas transacciones y traspasos, hay algunos indicios de que durante la primera mitad del siglo XIX aumentó el núme-ro de propietarios. Para 1857, cuando se hizo el historial del sitio, había varios clanes familiares asentados en La Peñuela; además de los Molina, sobresalían los Jiménez, los Pérez y los Rodríguez. Con la presencia de estas parentelas, la posesión de los Molina fue reduciéndose. Con todo, en 1897 Pedro

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Molina, bisnieto de doña Sebastiana María de Mercado, ven-dió 10 pesos de acción en La Peñuela a Agustín de Vargas. Otro aspecto que resalta de la historia de esta propiedad es la creciente importancia –a medida que transcurre el tiempo– de la compra como medio para adquirir derechos de posesión. De hecho, parece que varios de los condueños intentaron acu-mular el mayor número posible de acciones mediante la com-pra. Sin embargo, tanto las compra-ventas como las herencias contribuyeron al fraccionamiento de la propiedad legal de La Peñuela, tendencia predominante durante el siglo XIX. A pesar de este aumento en el número de copropietarios, todavía en 1900 el lugar permanecía indiviso.

El ejemplo de La Peñuela ilustra los cambios sufridos por la propiedad de origen colonial. Y aunque no hay criterios exac-tos para vincular las transformaciones que sufrió este sitio en particular con los cambios por los que atravesó la República Dominicana, la creciente fragmentación de esta propiedad sugiere que, en el siglo XIX, los factores que hicieron posible la existencia de los terrenos comuneros comenzaron a variar. De acuerdo con Hoetink, el crecimiento poblacional, la expan-sión de la economía de mercado en el campo, la diferenciación social del campesinado y las políticas económicas del Estado atentaron contra la permanencia de los terrenos comuneros.20

La CoMerCIaLIzaCIón de LoS terrenoS CoMuneroS: LoS CorteS de Madera

El aumento en la comercialización de los recursos natura-les desempeñó un papel fundamental en la reducción de los terrenos comuneros; el efecto de la producción maderera es un ejemplo de ello. Los cortes de maderas, bajo el control de los comerciantes establecidos en las ciudades, eran muy comunes

20 Hoetink, The Dominican People, 6-18.

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en la República Dominicana. A principios del siglo XX, a San-tiago llegaban maderas de muchas áreas circundantes. Del norte, llegaban a través del Ferrocarril Central Dominicano, al igual que por la carretera de Monte Cristi; del sur y del este, arribaban por los caminos de La Vega y Moca; y de las lomas, por los caminos de San José de las Matas y Jánico. Las aguas del Yaque eran usadas, también, como vía de transporte de los troncos; a las orillas de dicho río había localizados varios ase-rraderos.21 Entonces, el área de las lomas –en torno a San José de las Matas y Jánico– era la principal fuente de suministro de maderas a Santiago. Así, cuando en 1914 –en medio de uno de los tantos levantamientos armados de la época– las «fuerzas re-volucionarias» ocuparon el camino de Las Matas, el mercado de maderas fue completamente suspendido entre los meses de abril a octubre debido a la ausencia de mercancía.22

Había dos formas principales de adquisición de las made-ras. En algunos casos, los propietarios de las tierras o de las acciones en un terreno comunero vendían directamente a un comerciante los troncos de los árboles, luego de tumbarlos. Por ejemplo, en mayo de 1894, Mencía Gómez y Andrés Abe-lino Fermín vendieron a Thomen y Compañía, por 240 pesos fuertes, 600 palos amarillos, «tumbados, propios para la ex-portación». En agosto de ese mismo año, José Isaías Jiménez vendió a la misma compañía 3,500 troncos de palo amarillo, espinilla y caoba localizados en el sitio comunero del Rancho de la Estancia del Yaque; la venta se realizó por la cantidad de 75 pesos oro.23 Otras veces se vendían los árboles antes de ser tumbados. Francisco Betancourt y Cayetana Gómez, vecinos del Palmar, vendieron a Thomen y Compañía, el primero, 200 palos amarillos localizados en 20 cordeles de tierra que poseía; y Cayetana, 12 palos de espinilla y 67 palos amarillos ubicados

21 BM, 29: 995 (5 agosto 1918), 4-5.22 BM, 27: 852 (22 julio 1915), 2.23 ANJR, PN: JD, 1894, fs. 104-5 y 177-77v.

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en sus 12 cordeles de tierra.24 En ocasiones, surgían interme-diarios entre los propietarios de las tierras y las grandes firmas elaboradoras de madera o las casas comerciales que las mer-cadeaban. Así, en enero de 1899, José Ramón Gómez realizó un acuerdo con varios de sus vecinos en la sección del Palmar para explotar los árboles maderables localizados en sus pro-piedades. En virtud de dicho acuerdo, Gómez fue autorizado a realizar cortes de caoba, cedro y espinilla, pudiendo vender los troncos a quien mejor le pareciese. Gómez se comprometió, luego que hubiese vendido las maderas, «a pagarle los troncos que a cada uno correspondían...a proporción de los cordeles que cada uno tenga». Para poder realizar los cortes, se autorizó a Gómez a abrir carriles en el terreno con el fin de sacar las maderas.25

La compra de los troncos o de los árboles en pie a una gran cantidad de pequeños y medianos propietarios de tierra re-sultaba inconveniente para los comerciantes; la dispersión de los árboles conllevaba costos adicionales en el acarreo de los troncos. Por ende, los comerciantes preferían adquirir los de-rechos sobre el corte de áreas relativamente extensas. La exis-tencia de los terrenos comuneros, muchos de ellos plenos de bosques vírgenes, ofreció a los comerciantes una rica fuente de maderas. Fue práctica común que los comerciantes adqui-riesen los derechos de cortar los árboles existentes en los terre-nos comuneros, conservando los propietarios la posesión del suelo. Hay evidencia del siglo XIX de que en el municipio de Santiago se realizaba este tipo de transacción en la década de los setenta. Así lo demuestra la ratificación de venta he-cha por María Gómez, viuda de Andrés Abelino Fermín, y Fito Fermín, su hijo, sobre el derecho de explotar las maderas de caoba de sus terrenos en el Palmar, realizada por don Andrés a favor de Benedicto Almonte, cerca del año 1878.26

24 ANJR, PN: JD, 1894, fs. 195v-96v.25 ANJR, PN: JD, 1899, f. 27.26 ANJR, PN: JD, 1898, fs. 24-4v.

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En la última década del siglo XIX, J.I. Jimenes y Compañía, de Monte Cristi, realizó numerosas adquisiciones de los de-rechos de explotación de las maderas de los terrenos comu-neros localizados en la provincia de Santiago. Entre el 4 y el 20 de abril de 1894, esta casa comercial notarió no menos de siete transacciones en las que se le cedía el derecho de explotación de las maderas localizadas en diversas propieda-des. Por ejemplo, José María Reyes Aybar vendió el derecho de explotar 4 cordeles de campeche en Banegas. Reyes había vendido la propiedad a un tercero, pero se había reservado el derecho sobre los árboles de campeche, el cual traspasó a la mencionada casa comercial. En otro documento, Juan Ortiz, de Navarrete, vendió a Jimenes y Compañía el derecho sobre el palo amarillo y el campeche, en virtud de 400 pesos de acción de terreno que poseía en Villa Nueva; esta venta se realizó por 80 pesos fuertes.27 Otro comerciante, Domingo Fe-rreras, hizo varias adquisiciones similares en estas fechas. Por 15 pesos fuertes, compró los derechos de corte del campeche correspondientes a 100 pesos de acción en Villa Nueva, Nava-rrete; en esta misma común adquirió los derechos de corte de otros 98 pesos de acción.28

Debido a la ausencia de límites precisos entre las propie-dades, a los legítimos dueños se les dificultaba la explotación de los árboles maderables ubicados en ellas. Con el fin de ob-viar tal obstáculo, un grupo de vecinos podía traspasar a un empresario el derecho a explotar las maderas, evitándose de tal manera las desavenencias que podían surgir entre ellos debido a la imprecisión de los lindes de las propiedades. Al menos así actuaron varios vecinos de Estancia del Yaque, quie-nes cedieron a J.I. Jimenes y Comp. el derecho de explotar las

27 ANJR, PN: JD, 1894, fs. 73-4 y 78v-9. Las demás transacciones realizadas por J.I. Jimenes y Com. en el mes de abril se encuentran en este mismo protocolo en los fs. 79-82v y 89-90v.

28 ANJR, PN: JD, 1894, fs. 90v-1. Otros ejemplos de las transacciones de Ferreras en: 87v-8v y 103-4.

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maderas en dicho sitio con el fin de evitar los conflictos entre sí debido a la ausencia de límites entre sus respectivos pre-dios.29 El estado de indefinición de los límites de los diversos sitios y propiedades era una fuente de conflicto aun entre las grandes empresas madereras. Por ejemplo, Domingo Ferreras, de Santiago, presentó una demanda judicial en contra de J.I. Jimenes en torno a unas acciones sobre el campeche en el sitio de Navarrete. Esta litis se resolvió fuera del tribunal gracias a un acuerdo entre las partes. En el mismo, Ferreras y Jimenes y Comp. permutaron sus respectivos derechos sobre la explota-ción –el primero– del campeche de Navarrete, y –el segundo– del de la sección de Banegas.30

Todavía en el siglo pasado, varios comerciantes estaban di-rectamente ligados a la producción de madera. En Santiago, la compañía maderera más importante era el Aserradero La Fe, de Espaillat Sucesores. La casa Espaillat era una firma co-mercial que participaba en varias empresas manufactureras.31 El Aserradero La Fe, localizado en las márgenes del Río Ya-que, fue adquirido por los Sucesores de Espaillat, en 1902, por compra a Sebastián Emilio Valverde. La venta, por la canti-dad de 10,000 dólares, incluyó los derechos de Valverde sobre una fábrica de hielo anexa al aserradero.32 Para suplir materia prima a su aserradero, Espaillat Sucesores adquirió terrenos boscosos, particularmente en las comunes vecinas de San José de las Matas y Jánico. Estas comunes eran ricas en pinares y se encontraban entre las principales suplidoras de madera a Santiago.33 Aprovechando los recursos forestales de la región,

29 ANJR, PN: JD, 1894, fs. 72-3.30 ANJR, PN: JD, 1894, fs. 113v-15.31 El libro azul de Santo Domingo/Dominican Blue Book [1920] (Santo Domingo:

Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976), 140; BM, 5: 106 (30 enero 1891), 1; 29: 953 (14 julio 1917), 6; ANJR, PN: JD, 1898, fs. 24-4v; y 1902, fs. 111-12v y 140-40v.

32 ANJR, PN: JD, 1902, fs. 111-12v.33 BM, 14: 383 (20 abril 1902), 2; 18: 485 (22 marzo 1906), 1; 27: 852 (22 julio

1915), 2; y 29: 995 (5 agosto 1918), 4-5. Una extraordinaria descripción

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la escasa comercialización de la zona y la abundancia de tierras baratas (buena parte compuesta por terrenos comuneros), Es-paillat Sucesores logró acumular cientos de hectáreas de bos-ques vírgenes. Según el Registro de la Propiedad Territorial de Santiago, entre noviembre de 1906 y junio de 1907 Espaillat Sucesores adquirió de Eladio Jiménez alrededor de 90 pesos de acción en Los Montones, San José de las Matas.34 Sin em-bargo, en comparación con otras adquisiciones, esta última resultó bastante modesta. En otro caso, Espaillat Sucesores obtuvo de Eliseo Morales más de 1,000 pesos de acción en las secciones rurales de Los Montones y Senobí.35

La adquisición de terrenos comuneros por la firma Espai-llat realmente alcanzó grandes proporciones. En 1910, Eliseo Espaillat y Clark M. Votaw –un estadounidense– registraron 36 escrituras de terrenos comuneros localizados, al menos, en 18 diferentes secciones rurales de Monte Cristi y en la sección de Mao Adentro, en Santiago. Al inscribir estas escrituras, los declarantes señalaron que el cincuenta por ciento de dichos terrenos pertenecían a unos inversionistas estadounidenses residentes en el estado de Texas. A pesar de todo, Augusto Espaillat poseía una parte considerable de estos terrenos; en una nota de 1918 se consigna la existencia de 28 títulos perte-necientes a la firma.36 Aunque no hay otra evidencia que vin-cule a esos estadounidenses con alguna empresa maderera, es muy probable que, dados sus lazos con los Espaillat, estas

de San José de las Matas a principios del siglo XX se encuentra en: AGN, SAI, 1919, Leg. 12, 22 enero 1919. Para una evaluación de los bosques en la República Dominicana, véase: Carlos E. Chardón, Reconocimiento de los recursos naturales de la República Dominicana (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1976), 281-303.

34 AS, CH, RPT, Lib. B, 1913-14, Nos. 1057, 1061, 1068 y 1069. El «número» corresponde a la inscripción.

35 AS, CH, RPT, Lib. B, 1913-14, No. 1056. Para otros ejemplos de adquis-ición de tierras por Espaillat Sucesores, ver AS, CH, RPT, Lib. C, 1914-15, Nos. 1702-1758; y Lib. J, 1917-18, Nos. 692-94, 697 y 700-2.

36 ANJR, PN: JD, 1910, t. 1, fs. 140-40v y anejo.

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compras estuviesen relacionadas con el establecimiento de la Gulf Stream Lumber Corporation, una empresa existente en los años veinte y que, aparentemente, operaba desde Monte Cristi.37

Enrique Ferroni, un italiano, también tenía vínculos con Espaillat Sucesores, aunque su papel en el negocio maderero de la compañía no está claro; al parecer, era un socio o una es-pecie de agente de la compañía. De todos modos, Ferroni par-ticipó activamente en la adquisición de terrenos comuneros y en la compra de derechos de corte de árboles. El 9 de enero de 1907, Ferroni compró a Manuel Ramón Viñas, del municipio de Moca, «el derecho de corte y explotación bajo cualquier forma de la acción de las maderas que le corresponden a un derecho de [525] pesos de terreno comunero», localizado en la jurisdicción de Sabaneta. La venta incluyó el derecho de es-tablecer las maquinarias, los ranchos, las casas, y las cercas para animales, y el de abrir los carriles necesarios para el corte de las maderas. Estas mejoras debían realizarse con la anuencia de los vecinos del lugar. Igualmente, Ferroni se comprometió a que los cortes no se aproximarían a más de 15 varas castella-nas de las viviendas ubicadas en el lugar donde se realizarían. Viñas, el vendedor, se reservó el derecho de cortar árboles en su propiedad, aunque no podía vender los troncos a terceras personas. La venta del derecho a las maderas se hizo por un espacio de 20 años, a razón de 40 centavos oro por cada peso de acción de terreno. En Monción, Ferroni adquirió el dere-cho sobre los pinares correspondientes a los 512 pesos de ac-ción de terreno comunero propiedad de la Sucesión Aranda. Al igual que en el caso anterior, se permitía establecer todas las edificaciones y las máquinas, y abrir los caminos requeridos para el corte y el acarreo de los troncos.38

37 ANJR, PN: JMV, 1924, fs. 129-29v y anejo entre fs. 129v-30.38 ANJR, PN: JD, 1907, t. 1, fs. 5-5v y 57-7v. El 4 de junio de 1907, Ferro-

ni compró 110 pesos de terreno comunero en Hato Viejo, jurisdicción de Jarabacoa. Aunque no se alude a cortes de madera, la existencia de

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Ferroni realizó transacciones parecidas en lugares tales como Jarabacoa, Santiago, Jánico y San José de las Matas. En una sola transacción, adquirió acciones al menos en ocho sitios comuneros que habían pertenecido al matrimonio de Luisa Gerez y Capitán Gutiérrez [sic]. Entre éstas se encontra-ban: 800 pesos de acción en Babosico, 760 en Las Mesetas, 642 en Los Pilones, 500 correspondientes a Janey y 100 en Yaque Arriba. La propiedad de estos terrenos se remontaba, por lo menos, a los albores del siglo XIX.39 Sin embargo, muchas de las tierras obtenidas por Ferroni fueron transferidas a Augusto Espaillat Sucesores en 1914.40 Aunque el sistema de pesos de acción no nos permite obtener cifras exactas de cuánta tierra acumularon Ferroni y Espaillat Sucesores, lo cierto es que las transacciones incluían, literalmente, miles de hectáreas. En el registro de una sola compra, hecha en 1917, Espaillat Suce-sores reclamó el derecho de propiedad sobre dos kilómetros cuadrados en la sección rural de Ciénaga Rica, en San José de las Matas.41

Los Espaillat continuaron en la producción de madera por varias décadas; para los años treinta, todavía se dedicaban a ella. Según se muestra en la tabla 6.1, en 1934 la compañía Espaillat poseía aún vastos predios de tierra en San José de las Matas, Jánico y Mao. Para entonces, otros grupos econó-micamente poderosos incursionaron en la producción de madera, como lo sugiere el hecho de que Bermúdez Indus-trial y el dictador dominicano Rafael L. Trujillo comenzasen a adquirir tierras en las secciones rurales de San José de las Matas.42 De acuerdo con Jesús de Galíndez, miembros directos

enormes bosques en dicha localidad hacen presumir que tal era el fin de dichas compras (ver fs. 54-5v del protocolo citado).

39 ANJR, PN: JD, 1907, t. 1, anejo entre fs. 42v-3.40 AS, CH, RPT, Lib. C, 1914-15, Nos. 1702-58.41 AS, CH, RPT, Lib. H, 1915-17, No. 9061.42 AS, CH, RPT, Lib. N, 1930-39, Nos. 9282, 9296-97, 9300, 9320, 9343, 9355

y 9368.

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o colaterales de la familia Trujillo se apoderaron «de extensas porciones de bosques» en las regiones montañosas del país. Muchas de estas adquisiciones, a pesar de haberse realizado por medios fraudulentos y hasta violentos, finalmente fueron legitimadas.43

La acumulación de terrenos comuneros propulsada por la industria maderera tuvo efectos múltiples sobre el mundo ru-ral. En primer lugar, privó del acceso a la tierra a cientos de campesinos. Igualmente, contribuyó al agotamiento de cier-tos recursos que desempeñaban un papel significativo en la economía campesina. La venta de madera era una actividad complementaria para muchos campesinos, quienes acudían a los mercados urbanos con el fin de disponer de su produc-to. De acuerdo con uno de los regidores del Ayuntamiento de Santiago, la producción de madera criolla –en la que los campesinos participaban activamente– era adecuada para sa-tisfacer la demanda de la provincia y de las provincias aleda-ñas. A principios del siglo XX, la producción campesina de ma-deras contribuía –según dicho funcionario– a mantener «viva la competencia local».44 No obstante, el expendio de maderas por los campesinos fue disminuyendo como resultado del cre-ciente dominio de esta actividad por los grandes productores.

Irónicamente, algunas de las medidas de modernización del entorno urbano contribuyeron al surgimiento de un monopo-lio en la venta de maderas criollas. Con el fin de proteger el puente sobre el río Yaque –inaugurado en 1918– y las calles de Santiago, el Ayuntamiento de la ciudad estableció el mercado de maderas en la orilla opuesta de dicho río. Así se evitaba que el arrastre de los troncos dañase las calles. Sin embargo, varios vecinos se quejaron porque esta medida propendió a la mono-polización de la venta de maderas, lo que afectaba tanto a los

43 Jesús de Galíndez, La Era de Trujillo: Un estudio casuístico de dictadura his-panoamericana (Buenos Aires: Editorial Americana, 1958), 131.

44 BM, 27: 876 (29 diciembre 1915), 2-3.

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*En cordeles.SJM=San José de las Matas Stg.=Santiago Jan.=JánicoFuente: AS/CH, RPT, Lib. N, 1930-39, No. 9016.

TABLA 6.1PROPIEDADES DE LA COMPAÑÍA MADERERA

ESPAILLAT, 1934

Hectáreas Pesos deAcción Localización

19,837.74

287.44

417.88

1,402.71

17.20

130.97

12*

58849635222010

852560

1,383822853

100

760311519

2,032

20

296

Los Montones, SJMLas Carreras, SJMJamamú, SJMPalera, SJMYerba Buena, SJMGuama, SJMSabana Iglesia, Stg.Magua, SJMCelestina, SJMLa Diferencia, SJMEl Rubio, SJMCañafístola, SJMSuy, SJMDon Juan, SJMInoa,SIMPico Alto, Jan.Las Mesetas, Jan.Guanajuma, Jan.Jagua, Jan.Janey, Jan.Yaque, Jan.Marmolejos, Jan.Mao, MaoMao Adentro, MaoFrancisca López, Mao

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compradores como a los campesinos; estos se veían forzados a vender su producto «al único comprador».45 El incremento en las importaciones de madera extranjera –no necesariamente de mejor calidad que la criolla, aunque sí de mejor termina-ción– contribuyó, también, al desplazamiento de los producto-res campesinos del mercado local.46

Sobre todo, la producción maderera a gran escala produ-jo, a la larga, transformaciones significativas en el equilibrio ecológico de las áreas afectadas por tal actividad. Por ejemplo, la tala excesiva de árboles redundó en la desaparición de los bosques. Evidentemente, los campesinos mismos fueron par-tícipes del desmonte indiscriminado. Además del corte de ár-boles con el fin de vender las maderas, algunas de las prácticas agrícolas de los campesinos contribuyeron a la desaparición de los bosques. Ya a finales del siglo XIX, José Ramón Abad trona-ba contra el sistema de la roza que, como el comején –decía– era «un pequeño instrumento de destrucción que hace ruinas inmensas».47 Estas prácticas campesinas, empero, hay que ubi-carlas en su contexto. Muchos campesinos, despojados de sus tierras o coartados de obtener propiedades en áreas cultivables debido a la acumulación del suelo, se veían forzados a buscar refugio en las lomas. Con el fin de emprender alguna actividad agrícola, tenían que limpiar el suelo, destruyendo la vegeta-ción natural. No pocas veces, las tierras desmontadas por los campesinos eran poco propicias para el cultivo. Tal situación

45 BM, 29: 1001 (11 octubre 1918), 16.46 BM, 27: 881 (10 febrero 1916), 3.47 Abad, La República Dominicana, 381. Ver, también: «Plan para la repobla-

ción de bosques (1924)», Suplemento Listín Diario (25 mayo 1985), 5-6. Debo esta última referencia a Rafael E. Yunén. Mis apreciaciones sobre los cambios ecológicos provocados por las empresas madereras deben mucho a conversaciones con Yunén y con Walter Cordero. También me han resultado fundamentales las consideraciones de Yunén sobre la cons-titución del «espacio», la «degradación de la tierra» y la «periferización del campo» en La isla como es: Hipótesis para su comprobación (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1985).

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era común, por ejemplo, en los pinares de San José de las Ma-tas. Allí, los campesinos tenían un «desmedido afán» por hacer conucos en las tierras ocupadas por los pinares, a pesar de que las mismas eran poco aptas para la agricultura. El resultado era la existencia de numerosos «tabucos» –es decir, pequeños predios abandonados–, en los que, además, se habían talado los pinos.48

No obstante, la destrucción de los bosques alcanzó niveles mucho mayores debido a la participación de los comercian-tes y de los empresarios urbanos en los cortes de madera. Los grandes aserraderos fueron responsables por la destrucción de cientos –y posiblemente de miles– de hectáreas de bosques, como sugieren los ejemplos de las empresas mencionadas anteriormente. Tan evidente llegó a ser la destrucción de las reservas forestales del país que, para la década de los treinta, la misma Cámara de Comercio de Santiago clamaba por el establecimiento de controles sobre la tala indiscriminada. En particular, abogaba por la prohibición de explotar las maderas en los sitios comuneros que no estuviesen mensurados. De tal forma –alegaba– se pondría coto a la práctica de «tumbar ár-boles de madera en cualquier cantidad».49

Las empresas madereras provocaron cambios de envergadu-ra en determinadas áreas de la República Dominicana. Algunas de estas alteraciones fueron plenamente advertidas por los con-temporáneos. Por ejemplo, en 1906, L. Cristóbal Perelló desta-có, en un artículo publicado en El Diario, los efectos desastrosos producidos por la Casa Jimenes en Monte Cristi. Alegaba el susodicho articulista que esa casa comercial, interesada en la explotación del campeche, había obtenido del Gobierno un

48 CCS, «Memoria que a la Asamblea General Ordinaria de la Cámara de Comercio, Industria y Agricultura de Santiago presenta el Presidente de la Junta Directiva, 1936».

49 CCS, Memoria que la Directiva de la Cámara de Comercio, Industria y Agricul-tura de Santiago de los Caballeros presenta a la Asamblea General Ordinaria, 1931 (Santiago: Imprenta La Información, 1932), 19.

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permiso para canalizar el río Yaque con el fin de desecar los terrenos donde se encontraban los árboles maderables. De tal forma se facilitaría la extracción de los troncos de campeche desde las áreas de corte. Mas el resultado de dicho proyecto fue totalmente pernicioso. Las tierras circundantes a la zona canalizada, que mantenían su feracidad gracias al sedimento acumulado debido a los desbordamientos periódicos del río, perdieron este medio de renovación natural. Como si fuera poco, la canalización también hizo desaparecer el riego natu-ral, proporcionado por las aguas del Yaque. En pocas palabras, concluye el articulista, la canalización del Yaque «dejó sin vida, y en la mayor miseria» las áreas aledañas. Mientras perduró la explotación maderera, Monte Cristi conoció cierta prosperi-dad. Pero en los momentos en que Perelló escribió su artículo, en 1906, predominaban la miseria y la decadencia económi-ca.50 Debemos deducir que la destrucción de los bosques como resultado de las actividades de las casas comerciales, junto a medidas como las descritas por Perelló, incidieron sobre el pa-trón de lluvias en la Línea Noroeste, contribuyendo a que éstas escaseasen. Esta sería otra de las maneras en que el avance de la economía comercial habría afectado las alternativas de sub-sistencia de los campesinos.

Con el avance de la economía de mercado, las condiciones que habían hecho posible la existencia de los terrenos comu-neros comenzaron a desvanecerse y, por ende, estos perdieron su razón de ser. Por un lado, la acumulación de tierras implicó un mayor control, por parte de los grandes propietarios, sobre los recursos fundamentales de la economía campesina. Junto al relativo agotamiento de los recursos, esto significó un incre-mento en la competencia por obtener esos bienes, que cada vez se hacían más escasos. A medida que los recursos escasea-ban, aumentaba su valor económico. Así ocurrió, por ejemplo, con las palmas, las cuales recibían una variedad de usos entre

50 L. Cristóbal Perelló, «La Linea [sic.] Noroeste», El Diario (9 abril 1906), 2.

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las familias campesinas. Su tronco era utilizado para la cons-trucción de casas y utensilios de uso doméstico; las hojas se empleaban para techar las casas rurales y los ranchos de taba-co, además de usarse en la confección de canastas, sombreros y otros artículos. Por último, el fruto de las palmas formaba parte del alimento destinado a los cerdos. Las palmas eran tan importantes que –de acuerdo a un testimonio del siglo XIX– un palmar representaba «una adición esencial para toda casa».51 Sin embargo, lo que muchos consideraban como un recurso fundamental para todo hogar rural, se hizo cada vez más esca-so debido a la acumulación y a la destrucción de los palmares. A finales de la década de los veinte, una de las dificultades en la construcción de los ranchos de tabaco era, precisamente, la escasez de la madera y de las pencas provenientes de las pal-mas. Muchos campesinos, en vez de obtener estos materiales en sus fincas –como ocurría con anterioridad–, tenían que comprarlos; su adquisición era especialmente difícil en el este y el sureste de la provincia de Santiago.52 En definitiva, la des-aparición de los terrenos comuneros aumentó las dificultades que confrontó el campesinado cibaeño para lograr acceso a los recursos de la tierra.

La deSaParICIón de LoS terrenoS CoMuneroS

La creciente comercialización de los recursos rurales no fue un proceso etéreo, ajeno a los intereses de grupos sociales con-cretos. Ya vimos el decidido interés de los sectores mercantiles en las áreas boscosas, fuente de maderas para el mercado. A medida que la tierra y sus recursos intrínsecos aumentaban en valor, hubo sectores urbanos que abogaron por el debido

51 Informe de la Comisión, 290-91. Ver, también: Antonio Sánchez Valverde, Idea del valor de la isla Española, notas de Emilio Rodríguez Demorizi y Fray Cipriano de Utrera (Santo Domingo: Editora Nacional, 1971), 56-7.

52 AGN, SA, 1933, Leg. 169, 20 marzo 1928.

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deslinde de los terrenos comuneros. Existen varios ejemplos que demuestran ese interés de los habitantes de las ciudades en la privatización de la tierra. Por ejemplo, en 1907, Manuel Batlle, un comerciante de Santiago, compró a José María Ma-dera 100 pesos de acción en el lugar de Rafael Arriba. Ya que retuvo 5 pesos de acción en ese lugar, Madera se comprometió a ubicarse, luego de que se realizase la mensura y partición de dicho sitio, «en la parte de arriba de las tareas» que le corres-pondiesen a Batlle. Esta petición de Batlle se originó en su deseo de unir los terrenos adquiridos en Rafael Arriba con una estancia que ya poseía en la sección de Rafael Abajo. Luego de hacer la compra a Madera, Batlle inició gestiones para lograr la división del sitio de Rafael Arriba. Al realizarse la «medida geométrica», correspondieron a Batlle, en equivalencia de los pesos de acción comprados a Madera, 388.5 tareas del total de 2,300 de las que se componía dicho sitio.53 En otro caso, en 1911, Arismendy Peralta, un hacendado residente en la ciudad de Santiago, presentó una solicitud al Tribunal de Pri-mera Instancia para que se midiese el terreno comunero de Buena Vista, del cual era accionista. De hecho, previamente, otro hacendado, Joaquín Minaya, había pedido judicialmente, en 1908, la mensura de Buena Vista. Cuando finalmente se deslindó dicho sitio comunero, en 1917, Peralta obtuvo sobre 40 hectáreas de tierra que correspondían a los 80 pesos de acción que poseía.54

Sin embargo, la reducción de los terrenos comuneros no ocurrió solo como consecuencia de la interferencia de los em-presarios urbanos. Al incrementarse el valor de las tierras y al aumentar las oportunidades económicas en el Cibao, miem-bros del campesinado intentaron acumular tierras y garantizar la privatización de su uso. Desde finales del siglo XIX, los accio-nistas estaban cada vez más dispuestos a medir y deslindar los

53 ANJR, PN: JD, 1910, t. 1, fs. 26-6v, 30-30v y 43-4.54 ANJR, PN: JD, 1917, t. 1, fs. 124-24v y anejos.

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terrenos comuneros. Hubo terrenos comuneros que fueron deslindados, no como consecuencia de la presión ejercida por el Estado o por algún accionista de origen urbano, sino como resultado de la decisión autónoma de la mayoría de sus accionistas. Hay varios casos que ilustran este fenómeno. Por ejemplo, en junio de 1898, concurrieron a la residencia de Juana de Dios Cabrera, localizada en la sección del Rancho de la Estancia del Yaque, varios de los condueños de este lugar. Los presentes declararon al notario Joaquín Dalmau que de-seaban «cesar del estado de indivisión en que viven». A tal fin, solicitaron al agrimensor Lorenzo Casanova que procediera a la mensura del sitio y a su distribución, a la luz de los pesos de acción correspondientes a cada condueño.55

Igualmente, en el año 1901 la «mayor parte de los condue-ños de Hatillo de San Lorenzo Abajo» –tal como reza el docu-mento notarial– acordaron mensurar y dividir este sitio. En ese momento, realizaron una mensura provisional, ejecutándose en 1910 la entrega definitiva de las tareas de tierra que corres-pondía a cada dueño.56 Como ilustra este ejemplo, era práctica común hacer divisiones provisionales entre los condueños de un terreno comunero. Es probable que se recurriese a esta práctica con el fin de abaratar los costos que conllevaba una mensura formal, realizada por un agrimensor, y legalizada ante los tribunales de justicia. También era un medio de solventar el estado de indivisión en lo que se completaban los trámites burocráticos y legales que implicaba el reparto definitivo de los terrenos. Estas divisiones provisionales, por supuesto, estaban sujetas a ajustes y alteraciones en el momento de la «división geométrica», realizada por un agrimensor. Era común, por ejemplo, que los copropietarios de un terreno comunero, al realizar su partición, establecieran una especie de período de transición, durante el cual cada uno continuaría disfrutando

55 ANJR, PN: JD, 1898, fs. 85-6.56 ANJR, PN: JD, 1901, fs. 178-79v; y 1910, t. 1, fs. 85-5v.

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MAPA 6.1TERRENOS COMUNEROS EN EL MUNICIPIO

DE SANTIAGO, 1900-30

Fuentes: ANJR, PN: JD, 1900-15; y JMV, 1918-30.

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de las siembras que tuviese desarrolladas en ese momento y que se encontrasen, por causa de la división, en terrenos de otro de los propietarios. Así, los dueños del Platanal, al realizar la partición provisional en 1897, acordaron concederse un pla-zo de 3 años «para disfrutar de estos trabajos»; a su vencimien-to, se debía dejar libre el terreno al dueño que le correspondía de acuerdo a la división geométrica.57

El problema de los límites entre las propiedades rústicas era uno de los más acuciantes en la República Dominicana a principios del siglo XIX. Aun en aquellas áreas donde habían desaparecido los terrenos comuneros, era frecuente que los linderos quedasen delimitados por accidentes del terreno y no por cercas. Esta imprecisión era motivo de múltiples dis-putas; es más, existía la impresión de que buena parte de las litis presentadas en los tribunales de justicia se originaba en los conflictos en torno a los límites de las propiedades. En ocasio-nes, sin embargo, surgían arreglos privados con el fin de evi-tar estos pleitos. Juan de la Cruz, Carlos Díaz, Vicente Ureña, Justiniano Rodríguez y Eusebia Ureña, todos de la sección de los Amacelles, llegaron a un acuerdo, en 1901, estableciendo como límite de sus propiedades un arroyo. Por este medio, querían evitar el surgimiento de una litis, costosa para todas las partes, amén de preservar las «buenas e inalterables rela-ciones de amistad y vecindario» que los unían.58 Este acuerdo evidencia que, no obstante los cambios que se estaban dando en la ruralía, todavía los vínculos de solidaridad basados en la vecindad y los lazos comunitarios operaban activamente entre el campesinado.

Estos lazos de solidaridad incidieron sobre la estructura agra-ria, de manera particular, sobre la evolución de los terrenos comuneros. En efecto, a pesar de la marcada tendencia hacia la división de los terrenos comuneros, en ocasiones, no todos

57 ANJR, PN: JD, 1897, fs. 236-37v.58 ANJR, PN: JD, 1901, fs. 162-62v.

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los accionistas estaban dispuestos a deslindar las propiedades, prefiriendo mantenerlas indivisas. En 1898, por ejemplo, As-cencio y Compañía intentó forzar la subdivisión del sitio de Mejía. A la firma del acuerdo notariado concurrieron 77 co-propietarios, quienes declararon que no se oponían al deslin-de del terreno que correspondía a dicha compañía, pero que ellos continuarían «viviendo en comunidad como hasta hoy han vivido por convenir a sus intereses». Otros condueños, au-sentes en ese momento, coincidieron con esta posición.59 Ese mismo año, Juan de Lora, uno de los mayores copropietarios de Buena Vista, manifestó su deseo de terminar el «estado de indivisión» y requirió a los otros accionistas su concurso para efectuar la mensura del sitio. Unánimemente, estos expresa-ron que, aunque no se oponían a la mensura y el deslinde de las tierras correspondientes a Lora, ellos preferían mantener la propiedad mancomunada, ya que jamás habían «tenido la menor interrupción ni discordia». Prudentemente, añadieron que, dado que era Lora el interesado, ellos no realizarían nin-gún pago que acarrease el deslinde de su predio. A raíz de estos acuerdos, se procedió a la correspondiente mensura.60 Unos años antes, en 1894, cuando una parte de los condueños de Hatillo de San Lorenzo decidió deslindar el lugar, los que vivían en Hatillo Abajo prefirieron mantener sus tierras como comuneras.61

En otro caso, los accionistas de Mejía, Navarrete y Agua He-dionda, ante el interés de Eugenio González –un propietario residente en la ciudad de Santiago– porque se realizara la di-visión de esos terrenos comuneros, decidieron comprarle sus acciones, impidiendo de esta manera la fragmentación. Luego de que González aceptara vender sus derechos sobre tales te-rrenos por la suma de 2,000 pesos, se realizó una especie de

59 ANJR, PN: JD, 1898, fs. 226-27v.60 ANJR, PN: JD, 1898, fs. 202-3v.61 ANJR, PN: JD, 1894, fs. 140v-41v.

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suscripción con el fin de recolectar el dinero necesario para la compra de las referidas acciones. En total, hubo 92 contri-buyentes, de los cuales la inmensa mayoría aportó 11 pesos; hubo siete personas que contribuyeron con menos de esta cantidad.62 Estas cifras sugieren que el grueso de los copropie-tarios de este terreno eran simples campesinos, interesados en retener la propiedad comunera.

No obstante, debido a la mayor injerencia estatal en definir las relaciones de propiedad, los accionistas fueron perdiendo su capacidad de oponerse al deslinde de los terrenos comune-ros. A partir de finales del siglo XIX, se propulsaron medidas para estimular la agricultura de exportación. Dichas medidas favorecieron sobre todo a los grandes terratenientes y a los campesinos acaudalados. A tono con esta tendencia, se apro-baron varias medidas legales que propiciaron el surgimien-to de un régimen de plena propiedad sobre la tierra. Hasta 1911, los terrenos comuneros se dividían entre los accionistas siguiendo los principios definidos por el Código Civil sobre la partición de herencias. Es decir, no existía una legislación destinada específicamente a lograr la mensura y el deslinde de la propiedad comunera. Esto contribuía a dilatar los proce-dimientos y, en muchas ocasiones, a que las particiones realiza-das fuesen impugnadas en los tribunales. Con el fin de agilizar el deslinde, en ese año, el Congreso Nacional aprobó la Ley so-bre división de terrenos comuneros, que reglamentó la segregación de los mismos. La nueva ley establecía unos procedimientos y fijaba plazos determinados para ejecutarlos; de esta forma se pretendía poner coto a las impugnaciones legales.

Finalmente, con el propósito de levantar un catastro de las propiedades rústicas, en 1912 el Congreso aprobó la Ley de registro de la propiedad territorial. La inscripción, de por sí, no brindaba validez legal a los títulos; sin embargo, según Jorge Valdez, dificultó la inscripción y la venta de títulos falsos. En

62 ANJR, PN: JD, 1899, fs. 118-19 y anejo.

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efecto, en virtud de la nueva legislación, se prohibió la venta de terrenos cuyos títulos no estuviesen debidamente inscritos. En última instancia, ambas leyes intentaban terminar definitiva-mente con los terrenos comuneros, los cuales, según muchos, obstaculizaban el desarrollo de las empresas agrícolas moder-nas. La promulgación de la Ley de registro de tierras durante la ocupación estadounidense, en 1920, fue la culminación de las leyes anteriores. Esta ley creó el Tribunal de Tierras, cuya fun-ción principal era legalizar los títulos de propiedad.63

¿Qué efectos tuvieron estas medidas sobre el mundo rural cibaeño? Esta pregunta debe ser contestada en un doble pla-no: en cuanto a sus efectos a corto y a largo plazo. A corto pla-zo, la nueva legislación creó una oleada de inscripciones; los empresarios urbanos, los hacendados y los campesinos –todos interesados en validar sus títulos– se presentaron a la oficina de Registro de la Propiedad Territorial. En términos genera-les, el documento inscrito debía suministrar la siguiente infor-mación: 1) los nombres del propietario actual y del otorgante del título; 2) el tamaño y la localización de la propiedad; y 3) el tipo de transacción que había originado el título registrado. Obviamente, existía una diversidad considerable entre los do-cumentos inscritos. En primer lugar, había una variedad nota-ble entre las unidades usadas para referirse a la extensión de las propiedades. Entre otras, se emplearon el cordel, la tarea y los pesos de acción, referentes a los terrenos comuneros. A veces no se especificaba unidad alguna y se señalaba meramen-te que se trataba de «una estancia», de «un terreno propio» o de «un cuadro de terreno». Existe, igualmente, cierta vague-dad en torno al medio de adquisición del terreno. Hay una buena cantidad de propiedades cuya posesión se originó en la compra-venta; en menor número, aparecen las retroventas

63 Valdez, Un siglo de agrimensura, 78-96; Calder, The Impact of Intervention, 106-10; y Baud, Peasants and Tobacco, 152-53.

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y los «cangeos».64 Independientemente de la vaguedad o im-precisión de muchas de las inscripciones, el conjunto de ellas tiende a indicar la presión que sintió la población dominicana por avalar la posesión de la tierra como resultado de la nueva legislación.

Y no era para menos. En diversas regiones del país, hubo personas y empresas que se sirvieron de la estructura legal para reclamar derechos de propiedad sobre grandes predios de terrenos comuneros. De acuerdo con el agrimensor Vicente Tolentino R., la falsificación de títulos de terrenos comuneros había alcanzado «alarmantes proporciones».

Sitios hemos visto –señala Tolentino–, que en su origen no debiendo constar de más de dos mil acciones...y que a la hora de realizarse el cómputo de los títulos arrojaron una suma de 8, 10, 16 y hasta 20 mil acciones.

Esta situación, concluye, perjudicaba especialmente a los campesinos, quienes veían disminuir considerablemente las porciones de tierra que debían corresponderles.65

Debido a que el saneamiento de los títulos de propiedad fue un proceso que tomó décadas, el fraude respecto a los terrenos comuneros fue una situación común. Por ejemplo, en agosto de 1927 se inscribió en una notaría de Santiago un «acto bajo firma privada» según el cual Mercedes Curiel de Requena ven-dió a G. Alfredo Morales acciones sobre terrenos comuneros localizados en distintos lugares: San Francisco de Macorís, La Vega, Moca, Puerto Plata y Azua. Sin embargo, el Juzgado de Primera Instancia había emitido una declaración en la que se señalaba que el documento registrado era «presumiblemente

64 Estas observaciones están basadas en las inscripciones contenidas en: AS, CH, RPT, Lib. A, 1912-13.

65 Vicente Tolentino R., «Editorial. Terrenos comuneros», LI (30 de abril 1917).

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falso». A causa de ello, ordenó que se realizase una investiga-ción con el fin de determinar su autenticidad.66 Irónicamente, a pesar de que las medidas legales pretendían regular el régi-men de tierras, las mismas generaron un ambiente propicio al fraude, la especulación y el surgimiento de conflictos relacio-nados con la propiedad. Aun así, la falsificación de títulos fue más aguda en las regiones poco pobladas del país y donde la economía campesina no estaba tan desarrollada como en la provincia de Santiago. Así ocurrió en el este de la Repúbli-ca Dominicana, donde las corporaciones azucareras pudieron acumular enormes extensiones de tierra mediante títulos de propiedad falsos.67

En medio de esta vorágine de títulos falsos, incluso quienes ya habían deslindado sus propiedades y legalizado su posesión tuvieron que defender sus tierras frente a los intentos de despojo y usurpación. En 1911, varios propietarios en El Palmar tuvieron que litigar la petición de Ramón Campos, propietario también en esta sección rural, de medir el sitio como si fuese un terreno comunero. Según la parte demandante, El Palmar no era un terreno comunero y, por lo tanto, Campos no tenía derecho alguno a solicitar el deslinde.68 Otras veces, el deslinde mis-mo originaba los conflictos. A menudo surgían desacuerdos al ponerse las marcas que separaban una propiedad de otra. Así ocurrió cuando los copropietarios de Cuesta Cabrón de-cidieron deslindar dicho sitio. En la mensura, alegadamente, invadieron el sitio de Hatillo de San Lorenzo, al cual no tenían derecho alguno.69 Esto provocó la reacción de los copropieta-rios de este último sitio en defensa de sus tierras.

Más allá del influjo de dichas leyes en la fragmentación de los terrenos comuneros, las mismas deben comprenderse en

66 ANJR, PN: JD, 1927, t. 2, fs. 166-67v y anejo.67 Albuquerque, Títulos de los terrenos comuneros, 51-5; Calder, The Impact of

Intervention, 102-10; y Baud, Peasants and Tobacco, 155.68 ANJR, PN: JD, 1911, t. 2, fs. 324-24v.69 ANJR, PN: JD, 1912, t. 1, fs. 83-3v.

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el contexto específico de la evolución del Cibao. La mensura y el deslinde de los terrenos comuneros formaban parte de una tendencia de larga duración que había ya socavado las formas tradicionales de tenencia de tierras. Era común, por ejemplo, que los poseedores de pesos de acción de tierras comuneras registrasen sus títulos ante un notario. Y aunque estas inscrip-ciones no brindaban la misma protección que ofrecía una legitimización estatal, ofrecían una garantía mínima ante cual-quier intento de transgresión. Así se desprende de la lectura de estas certificaciones, realizadas antes de la aprobación de la Ley de registro de la propiedad. Por ejemplo, en 1909 compareció ante el notario Joaquín Dalmau el señor Guillermo Polanco, de Navarrete, por sí y en representación de sus seis hermanos. Según Polanco, su padre había comprado, hacía 70 años, 50 pesos de acción en el sitio de Aguacate, habiéndole otorgado el vendedor la escritura en ese momento. Como consecuencia de un pleito incoado por varios condueños del lugar contra Fructuoso Jiménez, en el año 1862, la escritura fue depositada en la Procuraduría de Santiago. No obstante, en un incendio ocurrido en 1863, durante la Guerra de Restauración, dicho documento desapareció. A pesar de carecer de título alguno –añade Polanco– su familia continuó ocupando dichas tierras. Ante la ausencia de un documento que avalase esa posesión, el declarante concurrió ante el notario con el fin de dejar cons-tancia escrita de su historia; así, presumía él, sus descendientes podrían garantizar su propiedad.70

En Santiago, el proceso de subdivisión de los terrenos co-muneros se inició antes de la promulgación de las leyes men-cionadas. Los terrenos comuneros en Hatillo de San Lorenzo representan un claro ejemplo de esta tendencia. En 1894 los accionistas de Hatillo de San Lorenzo solicitaron la mensura de dicho sitio, aunque la decisión de deslindar la tierra no fue unánime. Mientras que los accionistas de Hatillo Arriba

70 ANJR, PN: JD, 1909, t. 1, fs. 153-53v.

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deseaban terminar con la propiedad común, los de Hatillo Abajo expresaron su deseo de continuar viviendo como hasta entonces. El notario público a cargo, Joaquín Dalmau, pro-cedió a la mensura del sitio y a la distribución de la tierra, a tono con tal reclamo. Debido a que la distribución de las propiedades podía no coincidir con las porciones de tierra cul-tivadas hasta ese momento por cada uno de los propietarios, los accionistas de Hatillo Arriba se dieron un término de cinco años para beneficiarse de las cosechas que ya tenían. Durante este lapso, los propietarios que tenían labranzas en las propie-dades de otros debían reducirlas hasta que se limitasen a su respectivo terreno. Unos años más tarde, en 1901, los dueños de Hatillo Abajo también decidieron poner fin a su propiedad común. Es decir, aunque el lugar de Hatillo se midió y se des-lindó definitivamente en 1910, el proceso que llevó a su segre-gación se inició en la última década del siglo XIX.71 Además, la iniciativa provino de los mismos condueños del sitio y no de un extraño o de alguna entidad gubernamental.

Un caso más llamativo aún es el de la Loma de la Cruz, en el municipio de San José de las Matas. Todo parece indicar que, originalmente, dicho lugar perteneció a un tal José Ureña; a su muerte, pasó a manos de su sucesión. Pero sus herederos, en 1802, realizaron una subdivisión del sitio, aunque expre-saron su deseo de mantener las buenas relaciones «de vecin-dad y parentela con que siempre han vivido en este lugar». Aparentemente, esta subdivisión prevaleció por décadas: en 1872, Manuel Ureña, labrador de Gurabo, solicitó, amparado en el documento de partición de 1802, que se le expidiese un «amparo de posesión». Sin embargo, este deslinde –u otro que se hizo posteriormente– fue anulado, al menos parcialmente, por sentencia del tribunal de Santiago. En concreto, el tribu-nal revocó la línea divisoria entre el sitio de la Loma de la Cruz

71 ANJR, PN: JD, 1894, fs. 139v-41v y anejo; 1901, fs. 178-79v; y 1910, t. 1, fs. 85-5v.

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y el de Ciénaga Rica; «desde entonces, quedaron sin límite que reconocieran las partes». Finalmente, entre septiembre y no-viembre de 1915, se realizó la mensura de la Loma de la Cruz, la cual tenía más de once kilómetros cuadrados de extensión.72

TABLA 6.2PARTICIÓN DE TERRENOS COMUNEROS EN EL

MUNICIPIO DE SANTIAGO

Localización Fecha

Hatillo de San LorenzoPlatanalRancho de la Estancia del YaqueBuena Vista*AngosturaRafael ArribaBuena Vista*Cuesta CabrónPotrero y CercadoLas CharcasCanabacoa

1894-19231897-1900189818981900-1819101911-171912?19141917?1918?

Tal como sugieren los ejemplos anteriores, las leyes agrarias aprobadas durante las primeras décadas del siglo XX no fue-ron la razón principal de la desaparición de los terrenos co-muneros. A pesar de que incidieron de manera decisiva en el proceso, el hecho es que estas leyes fueron la culminación de una tendencia que, al menos en la provincia de Santiago, da-taba del siglo XIX. De los once terrenos comuneros cuya fecha de deslinde pude determinar, al menos seis fueron medidos o

72 ANJR, PN: JD, 1915, t. 2, fs. 202v-4v y anejo.

*Aparentemente, se refiere a dos porciones de terrenos comuneros ubicados en la misma sección rural.Fuentes: ANJR, PN: JD, 1900-15; JMV, 1918-30; El Diario, 16: 7070 (16 febrero 1918).

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deslindados antes de la aprobación de las leyes agrarias. A lo sumo, estas leyes aceleraron el proceso de desaparición de los terrenos comuneros. En tal sentido, las leyes sobre la segrega-ción de las tierras comuneras reflejaban un proceso que, con variados grados de intensidad, estaba ocurriendo en diversas regiones del país. Aunque los escasos estudios regionales no permiten establecer una conexión firme al respecto, podemos asumir que la desaparición de los terrenos comuneros se inició en aquellas áreas de la República Dominicana donde primero –y con más intensidad– se entronizó la economía comercial. Es probable que, en estas áreas, el aumento del precio de las tierras y la necesidad de titular las fincas con el fin de obtener crédito, hayan propiciado la división de las tierras comuneras. Por el contrario, en las regiones más retraídas a la economía mercantil, la propiedad comunera perduró hasta bien entrado el siglo XX.

De mis indicaciones anteriores sobre la acumulación de tierras por parte de los empresarios urbanos, parece despren-derse que la mayor parte del campesinado fue destituido cuan-do la burguesía urbana, los hacendados y los campesinos aco-modados tomaron el control de las tierras. Y, sin lugar a dudas, los sectores acomodados –tanto urbanos como rurales– se be-neficiaron, en toda la nación, de los terrenos comuneros. Per-sonajes casi legendarios, como Ramón «Mamón» Henríquez –hacendado del Cibao, de origen campesino, quien, según Robert Crassweller, se convirtió en el hacendado más grande del país–, y «Juancito» Rodríguez, otro propietario acaudala-do del Cibao, son ejemplos conspicuos de la acumulación de tierras propiciada por el control de los terrenos comuneros.73

73 Robert D. Crassweller, Trujillo: La trágica aventura del poder personal (Barce-lona: Bruguera, 1968), 226 y 248. Los negocios de estos dos interesantes personajes todavía permanecen inexplorados. La familia Trujillo tam-bién se aprovechó de las tierras comuneras para acumular posesiones. Ver Gilberto de la Rosa, Petán: Un cacique en la Era de Trujillo (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, s.f.)

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Ya anteriormente hice referencia a la adquisición de áreas de bosques por la familia Espaillat con el fin de elaborar madera; buena parte de ellos estaban localizados en terrenos comune-ros. Más aún, en ciertas regiones del país, las corporaciones extranjeras, sobre todo las plantaciones azucareras en el este, aumentaron sus propiedades a expensas de los terrenos comu-neros.74 Sin embargo, aunque la concentración de tierras al-canzó proporciones enormes, no todas las regiones del país su-frieron el mismo grado de acaparamiento. El Cibao en general –y la provincia de Santiago en particular– padeció un menor grado de concentración de la propiedad territorial que otras zonas de la República Dominicana. El antiguo poblamiento de la región y la existencia de un campesinado activo en la economía mercantil actuaron como un muro de contención al surgimiento de una estructura agraria predominantemente latifundista.

SoCIedad ruraL y eStruCtura agrarIa

Otros rasgos de la sociedad rural dominicana vedaban la des-titución y la erradicación total del campesinado. Por ejemplo, los patrones de división de las herencias contribuían a la distri-bución de la propiedad entre el campesinado. Aunque entre el campesinado dominicano el hombre tiene ciertos privile-gios sobre la mujer con respecto al control de la tierra,75 esta se heredaba de forma más o menos equitativa, sin distinción de sexo. Varias particiones hereditarias así lo de muestran. Al morir Manuel Tavares, quien poseía 80 pesos de acción en el sitio de Las Charcas, cada uno de sus tres hijos, incluyendo su hija María de la Cruz, recibió la tercera parte de esos derechos. Algo similar ocurrió al repartirse la herencia de Pedro López

74 Calder, The Impact of Intervention, 91-114.75 Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 115.

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y Juliana Brito, compuesta de algo más de 1,446 tareas en Los Cacaos, Tamboril. Este total fue dividido entre los once herederos, a razón de 131.54 tareas por persona; en este caso, al igual que en el anterior, las mujeres recibieron la misma cantidad de tierra que los varones. Las ocho hijas de Juan José Díaz y Julia Díaz, de la sección rural de Gurabo, recibieron, al dividirse las 242 tareas que legaron sus padres, la misma canti-dad de tierra que sus tres hermanos: 22 tareas.76 Los ejemplos presentados también muestran otro elemento del sistema de herencias: los hijos heredaban por igual, independientemente de su edad. En caso de haber un menor de edad entre los suce-sores, algún pariente o tutor asumía la responsabilidad sobre su legado. Sin embargo, no existía, al menos formalmente, un régimen hereditario basado en la primogenitura, la último-genitura o cualquier otro medio de privilegiar a uno de los hermanos.77

Este sistema de herencia, relativamente democrático, era subrayado por la costumbre de mantener las tierras indivisas luego de la muerte del propietario. En algunos casos, la pro-piedad era mantenida indivisa por los herederos meramente como una etapa transitoria, en lo que se realizaba la división de la herencia recibida. Pero, en otras ocasiones, el mantener un terreno sin fragmentar constituía una estrategia para retener

76 Estos casos provienen, respectivamente, de: ANJR, PN: JMV, 1918, t. 2, anejo entre fs. 246v-47, fs. 379-79v, y t. 3, fs. 431-32. Entre los once he-rederos de López y Brito –en el segundo ejemplo presentado–, había 4 mujeres. Una de ellas, Juana Antonia, era de apellido Pérez, a diferencia de los restantes herederos, todos apellidados López. El documento no explicita la relación de Juana Antonia con los López.

77 Sobre la existencia de estos sistemas en diversas sociedades, ver Peter Laslett (ed.), Household and Family in Past Time (Cambridge: Cambrid-ge University Press, 1978); Robin Fox, Sistemas de parentesco y matrimonio, 4ta ed. (Madrid: Alianza, 1985); Robert McC. Netting, Richard R. Wilk y Eric J. Arnould (eds.), Households: Comparative and Historical Studies of the Domestic Group (Berkeley: University of California Press, 1984); y Martine Segalen, Historical Anthropology of the Family (Cambridge: Cambridge Uni-versity Press, 1988).

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usos y prácticas que beneficiaban a la parentela. Efectivamente, muchas propiedades permanecían indivisas y funcionaban como un tipo de propiedad colectiva, que permitía a todos los miembros de la familia beneficiarse de ella. Estas «sucesiones» son –de acuerdo a Geffroy y Vásquez Geffroy– «asociaciones de parientes varones», que pueden formar una o varias fami-lias, aunque residiendo y compartiendo la tierra heredada.78 Una de las funciones principales de la propiedad común era, precisamente, garantizar el acceso de los descendientes a la tierra. La propiedad común, a su vez, lograba mantener uni-dos a los miembros de la parentela. Para el campesino, los vín-culos familiares eran una fuente importante de apoyo social y económico. Esta práctica se remonta a la época colonial y, probablemente, dio origen a los terrenos comuneros. A pesar de los cambios sufridos por la ruralía dominicana a partir de entonces, la copropiedad por miembros de un mismo linaje o parentela siguió existiendo en la República Dominicana du-rante el siglo XX.

La propiedad corporativa de las parentelas tenía importan-tes repercusiones sobre el mundo rural. En primer lugar, esta práctica hacía que la posesión de la tierra se encontrase mu-cho más difundida de lo que sugieren las cifras obtenidas de la documentación oficial. En otras palabras, la propiedad legal o formal no coincidía con la posesión efectiva; y, de hecho, esta última estaba menos sesgada que la primera, aunque esto sea difícil de demostrar cuantitativamente. Pongamos como ejemplo a la Sucesión López-Brito. Legalmente hablando, sus 1,446 tareas tenían un solo propietario: la sucesión. Pero di-cha sucesión se componía de 11 herederos; por lo tanto, la posesión efectiva de esas tierras se encontraba menos concen-trada de lo que parecía.79 Y este no era un caso excepcional.

78 Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 115. Las observaciones siguientes provienen, en buena medida, de lo expuesto por estos auto-res. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 102.

79 ANJR, PN: JMV, 1918, t. 2, fs. 379-79v.

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Los diversos testimonios sobre la estructura agraria atestiguan, en efecto, que un gran número de propiedades eran poseídas por una «sucesión»; así ocurre con las particiones de las tierras comuneras. El caso de la Loma de la Cruz, ya citado, es muy elocuente al respecto. Como vimos, las cifras indican que la mayor parte de las tierras de este sitio pertenecían a un pu-ñado de propietarios; pero estas cifras distorsionan un tanto la realidad. De las 1,100 hectáreas que abarcaba el lugar de la Loma de la Cruz, más del 57% no pertenecía a individuos pro-piamente hablando sino a sucesiones. Más aún, de las 5 gran-des propiedades, 3 eran de sucesiones: una, de 118 hectáreas, pertenecía a la Sucesión de José Ramón Ureña; otra, de 108 hectáreas, a la de Altagracia Ureña; y la mayor de todas –de 353 hectáreas– a la Sucesión de Juan E. Ureña.80

En su trabajo sobre la organización familiar del campesino dominicano, Geffroy y Vásquez Geffroy presentan un inte-resante ejemplo de una propiedad –en un municipio en las faldas de la Cordillera Central, llamado «Hatillo» por los auto-res– que era explotada por una sucesión. En él se palpa, muy gráficamente, cómo la posesión de la tierra se distribuía entre los miembros de una sucesión. La persona que originó esta sucesión en particular, «Gelo», obtuvo sus tierras por herencia materna. «Gelo» murió alrededor de 1945; una década más tarde falleció su esposa.81 A pesar de estos decesos, para me-diados de la década de los setenta, la propiedad permanecía indivisa. Los hijos de «Gelo» eran nueve: seis mujeres y tres

80 ANJR, PN: JD, 1915, t. 2, fs. 203-4v. Se pueden encontrar otros numero-sos ejemplos de «sucesiones» en el RPT y en los documentos del TT.

81 Los autores señalan que «Gelo murió hace 30 años y que su esposa lo hizo hace 20 años». Dado que el artículo fue publicado en 1975, esto hace suponer que los decesos ocurrieron cerca de los años indicados (Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 117). Lo que aparece a continuación, a menos que se indique lo contrario, proviene de este artículo. Como es tradicional en los estudios antropológicos, todos los nombres propios de personas y lugares empleados por los autores son ficticios. Por tal razón, los uso entrecomillados.

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hombres. Todos eran adultos entre las edades de 38 y 59 años, y tenían hijos. Menos dos de ellos, todos vivían en «Hatillo», en las tierras de la sucesión. De los dos ausentes, un varón residía en otra sección rural del municipio, y una mujer se había mu-dado para la cabecera de la provincia. Los otros siete herma-nos permanecían en las tierras de la sucesión; a excepción de dos hermanas que convivían en la misma casa, cada uno tenía su propia residencia. A pesar de que «Gelo» tuvo varios hijos ilegítimos, lo que era de conocimiento general, estos no eran considerados parte de la sucesión; ninguno de ellos había he-cho una reclamación sobre las tierras que fueron de su padre. Los hijos ilegítimos de «Gelo» no eran los únicos parientes pe-riféricos a la sucesión. En tierras aledañas, que pertenecieron originalmente al abuelo de «Gelo», estaban establecidas varias unidades domésticas vinculadas, aunque remotamente, con la sucesión. Tanto los descendientes directos de «Gelo» como los miembros de estos otros grupos domésticos eran conscientes de sus ancestros comunes. Y aunque a veces surgían conflictos entre ellos –sobre todo por el control del agua–, sus relaciones tendían a ser amigables.

Este caso muestra cómo la práctica de mantener las tierras como una «sucesión» actuó como un freno contra la despose-sión inmediata del campesinado. Aunque esta forma de tenen-cia de tierras existía en terrenos de todo tamaño, los datos de la tabla 6.3 sugieren que había más probabilidades de que las propiedades mayores fuesen las que perteneciesen a una suce-sión. En el caso de las fincas de menor tamaño, esta situación era más remota. Puesto que los hacendados y los campesinos acaudalados, por lo general, tenían más de una familia, tam-bién los hijos nacidos fuera del matrimonio se convertían, en ocasiones, en reclamantes de las propiedades de los padres.82 Anteriormente se vio, en el caso de la sucesión de «Gelo»,

82 Sobre las relaciones sociales y familiares en el Cibao, ver Baud, Peasants and Tobacco, 116-23.

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que sus hijos ilegítimos no interfirieron con las tierras de sus medio-hermanos. Sin embargo, uno de los nietos de «Gelo», hijo ilegítimo de una de sus hijas, intentó obtener derechos sobre las tierras de su padre natural, localizadas en la sección rural donde se ubicaba la sucesión de «Gelo».83

Otras veces, los hijos ilegítimos eran oficialmente reconoci-dos, lo que les abría las puertas a la herencia legal. Finalmente, había ocasiones en que los hijos ilegítimos o sus progenitoras recibían donaciones especiales, sucedáneas de los derechos legítimos. ¿Era, por ejemplo, Juana Antonia Pérez de Hernán-dez –una de las herederas del matrimonio compuesto por Ju-liana Brito y Pedro López– hija ilegítima de este? El documen-to no lo indica, pero el hecho de que todos los otros sucesores fuesen hijos del matrimonio y, en segundo lugar, de que Juana Antonia recibiese la misma cantidad de tierras que ellos, así lo hace suponer.84 Hay, por supuesto, ejemplos más claros que este; nuevamente, la historia de la parentela de «Gelo» sirve de muestra. Así, una mujer, «Tana», recibió tierras del abuelo de «Gelo», donde vivía y trabajaba junto a sus ocho hijos. Este caso es particularmente interesante ya que el padre de los hijos de «Tana» –todos ilegítimos– era, no el donante, sino un yerno de este, casado con una de sus hijas. Pese a que esta cesión no fue legalizada, la misma era respetada por los miembros de la parentela, posiblemente en deferencia a la decisión del abuelo, pero también por un sentido de solidaridad y justicia hacia esa parienta lejana.85 De no haber sido por esta cesión –debemos imaginarnos–, «Tana» y sus hijos hubiesen quedado totalmen-te desamparados, lo que hubiese propiciado su miseria, la mi-gración o su total dependencia de algún otro propietario.

83 Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 121.84 ANJR, PN: JMV, 1918, t. 2, fs. 379-79v.85 Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 118.

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TABLA 6.3 TIERRA POSEÍDA POR SUCESIONES*

Tareas Tareas rango

% tareas

Tareas en sucesiones

%del rango

1-100101-300301-800801-1,5001,501-3,0003,001 +

7584,8779,3477,959

10,2819,437

21122192422

01,9473,5225,0213,4425,664

01018251829

TOTALES 42,659 100 19,596 100

Empero, la práctica de mantener las tierras en «sucesión» no podía perdurar indefinidamente. Los mismos cambios económicos y sociales ocurridos en la República Dominicana durante el siglo XX indujeron su gradual desaparición. El au-mento poblacional ha dado por resultado el incremento del número de reclamantes sobre las tierras heredadas. Es decir, cada generación se enfrentaba, tendencialmente, al espectro de un patrimonio cada vez más reducido.86 El creciente valor de las tierras ha incentivado, igualmente, la parcelación de las tierras heredadas. También debe haber aumentado la tensión

86 Para ejemplos, en otras áreas del Caribe, de este proceso, ver M.G. Smith, «The Transformation of Land Rights by Transmission in Carriacou», en The Plural Society in the British West Indies (Berkeley: University of Califor-nia Press, 1974), 221-61; Edith Clarke, «Land Tenure and the Family in Four Selected Communities in Jamaica», en: Michael M. Horowitz (ed.), Peoples and Cultures of the Caribbean: An Anthropological Reader (Garden City, NY: The Natural History Press, 1971), 201-42; y Fernando Picó, Li-bertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo xix: Los jornaleros utuadeños en vísperas del auge del café, 3ra ed. (Río Piedras: Huracán, 1983).

*Inc1uye datos sobre: Rafael Arriba, Buena Vista, Angostura y Loma de la Cruz, esta última en San José de las Matas. Los porcientos han sido redondeados.

Fuentes: ANJR, PN: JD, 1901, fs. 40v-2v; 1910, t. 1, fs. 43-4; 1915, t. 2, fs. 203-4v; y 1917, t. 1, fs. 124-24v.

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–siempre presente– entre los derechos legislados y los reivin-dicados a base del parentesco y el linaje. Las antiguas solidari-dades, aunque no desaparecieron del todo, se aflojaron. Por ejemplo, en 1935, Genaro Toribio cuestionó el derecho que te-nían Manuel Ramón Pérez y sus hermanos, hijos ilegítimos del padre de Genaro, a ocupar una porción de tierra en Banegas. Estas tierras fueron cedidas a Manuel y sus hermanos por su mismo padre, hacía 30 años, y habían sido ocupadas por ellos de manera pacífica hasta el momento. Su derecho, fundado en la sangre más que en la ley, no había sido cuestionado. De hecho, durante las vistas del tribunal, Ana Rita Toribio declaró a favor de Manuel y sus hermanos, y en contra del reclamo de su medio-hermano Genaro.87

Las herencias permitieron a muchos campesinos lograr ac-ceso a la tierra. Es probable que, durante el siglo XIX y prin-cipios del XX, para la mayoría de los campesinos, la herencia constituyese el medio más común de obtener tierra. Las he-rencias recurrentes, sin embargo, fueron un arma de doble filo; a la larga, contribuyeron a la fragmentación de las propie-dades. Esto, por supuesto, afectó a los sectores rurales de todos los estratos. El caso de Ana Ventura Núñez ilustra el proceso de fragmentación de las propiedades como resultado de las herencias. Cuando doña Ana murió, en 1912, tenía 258 tareas en Las Palomas y sobre 1,700 tareas en Matanzas y El Guano. Además, poseía 88 cabezas de ganado, 21 cerdos y varias bes-tias de carga. Evidentemente, doña Ana estaba lejos de ser una

87 TT, DC 144 [NDC 4], Exp. Cat. No. 144/1, 1ro diciembre [22 marzo 1935], parc. 71. Otros ejemplos de conflictos entre miembros de la familia y los parientes políticos con respecto a las propiedades se en-cuentran en: TT, DC 120, Exp. Cat. No. 120/1, 3 diciembre [16 julio 1935], parc. 63; DC 144 [NDC 4], Exp. Cat. No. 144/3, 3 diciembre [12 julio 1938], parc. 178; y DC 4 (ADC No. 144/3), 4 diciembre [5 mayo 1939], parc. 217.

Debo a mis conversaciones informales con Manuel Martínez, Rafael E. Yu-nén, Walter Cordero y Diógenes Mallol ideas de mucho valor respecto a la relación entre la tenencia de tierras y los grupos familiares campesinos.

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campesina pobre; por el contrario, se puede considerar como un ejemplo de lo que, en ese momento, era un propietario rural acomodado. Al morir doña Ana, sus bienes fueron dividi-dos en dos «lotes», cada uno evaluado en cerca de 5,400 pesos. El primer lote fue heredado por su viudo, Juan Castillo, y el segundo por «sus sucesores» –que aunque no se identifican, podemos suponer que fueron sus hijos–.88 Menos afortunados fueron los hijos de Antonio Martínez –Justiniano, Andrés, Emi-lio e Higinia–, quienes tuvieron que dividirse entre los cuatro las 126 tareas que les legó su padre.89 Algo similar ocurrió con las 242 tareas de tierra que formaban el patrimonio de la Suce-sión de Juan José Díaz y Julia Díaz. Al dividirse entre sus once vástagos, correspondieron a cada uno apenas 22 tareas.90

A menudo, combinando las herencias y las compras de tie-rras, un descendiente del propietario original lograba concen-trar en sus manos, al menos en parte, el patrimonio familiar. La evolución del legado de Manuel Tavares, propietario de 80 pesos de acción –que equivalían a 1,996 tareas– de un terreno comunero, ejemplifica esta situación. Como puede observarse en la gráfica 6.1, cada uno de los tres hijos de Tavares heredó el equivalente a 665 tareas. Sin embargo, María de la Cruz le ven-dió sus tierras a su sobrino Alejandro. Otro de los herederos, también llamado Manuel, le vendió sus acciones a su hermano Pedro, quien se convirtió, así, en dueño de dos tercios de las tierras que una vez pertenecieron a su padre. Posteriormen-te, Pedro aumentó sus tierras mediante compra; al morir, su propiedad sobrepasaba las 2,300 tareas. Sin embargo, la pro-piedad de Pedro se fragmentó a su muerte. A cada uno de sus hijos vivos (Manuel, «Perico», Cristina y Claudina) le tocaron 388 tareas de tierra. Por su parte, el legado correspondiente a las difuntas Victoria y María Dolores fue distribuido entre sus

88 ANJR, PN: JD, 1912, t. 1, fs. 3v-4v.89 ANJR, PN: JD, 1915, t. 1, fs. 35-5v.90 ANJR, PN: JMV, 1918, t. 3, fs. 431-32.

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respectivos hijos. La suerte de estos primos fue desigual: mien-tras que cada uno de los tres hijos de la segunda heredó 129 tareas, los cinco vástagos de Victoria heredaron apenas 77.5 ta-reas. Nuevamente, la demografía de las familias incidía sobre la propiedad de la tierra. Lo que se perfilaba –en el contexto cibaeño– como el núcleo de una propiedad de respetable ex-tensión, se fragmentó en una serie de fincas medianas y pe-queñas. En la generación subsiguiente, Alejandro, uno de los tataranietos de Manuel Tavares, logró concentrar parte de la propiedad original de sus antecesores. Mayormente mediante la compra, Alejandro se adjudicó la posesión de alrededor de un 43% de las tierras que habían pertenecido a don Manuel.91

Como demuestra este ejemplo, la tendencia hacia la con-centración de las tierras a menudo era refrenada por el sis-tema de herencias. Y aunque algún miembro de la parentela volviese a reconstituir el patrimonio familiar, esto no impedía, de manera absoluta, una nueva fragmentación en la siguiente generación.92 Por supuesto, determinados sectores del campe-sinado se encontraban en una mejor posición para enfrentar esta tendencia. Hay indicios, por ejemplo, de que las familias campesinas ejercían ciertas estrategias con el fin de evitar la total dispersión de la propiedad. La misma venta de las tierras heredadas a algún pariente –generalmente un hermano– indica que existía alguna predisposición a evitar una mayor fragmentación. En ocasiones, esa aquiescencia iba más lejos aún: alguno de los herederos podía traspasar su legado, gra-

91 ANJR, PN: JMV, 1918, t. 2, anejo entre fs. 246v-47.92 Para estudios más abarcadores sobre la herencia en sociedades campesi-

nas, ver Emmanuel Le Roy Ladurie, The Peasants of Languedoc (Urbana: University of Illinois Press, 1976), 84-97; y James R. Lehning, The Peasants of Marlhes: Economic Development and Family Organization in Nineteenth-Century France (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1980). Teodor Shanin, comentando a A.V. Chayanov, ha destacado la relación entre demografía y economía campesina. Al respecto, consultar su obra La clase incómoda: Sociología política del campesinado en una sociedad en desa-rrollo (Rusia 1910-1925) (Madrid: Alianza Editorial, 1983).

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GRÁFICA 6.1SUCESORES DE MANUEL TAVARES

Nota: Cantidades en paréntesis representan propiedades heredadas, mientras que aquellas en corchetes son propiedades compradas. Cantidades sin unidad indicada representan tareas. Todas las cantidades han sido redondeadas al entero más cercano. Un signo de interrogación significa una persona desconocida.

tuitamente, a uno de sus hermanos. También se hacían ventas por pequeñas sumas de dinero que, en la práctica, equivalían a una cesión. Usualmente, eran los hombres quienes salían be-neficiados con estas prácticas. Después de todo –como explicó una de las hijas de «Gelo» al ceder su herencia a su hermano– «eso del cultivo se le deja a los varones».93

93 Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 117-18 y 126.

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Mientras que las herencias llevaban a la fragmentación de la propiedad agraria, la adquisición de tierras por parte de los campesinos acaudalados y de los terratenientes tenía el efecto opuesto. No era raro que un legado familiar pasase, a veces casi íntegramente, a manos de un terrateniente. El destino de las tierras dejadas en herencia por Ramón García lo ilustran. García legó a sus descendientes poco más de 37 hectáreas de terreno en el sitio de Buena Vista. De estas tierras, no menos de 21 hectáreas fueron compradas por Arismendy Peralta, según consta en un documento notariado del año 1918. Suerte simi-lar corrieron las 26 hectáreas que poseyó Antonio Acosta en el mismo lugar de Buena Vista. Varios de sus nietos vendieron su legado a Peralta, quien terminó siendo el propietario de cerca de la mitad de las tierras que había poseído don Antonio.94

Por supuesto, la evolución de la estructura agraria no es un fenómeno aislado, que puede entenderse exclusivamente a partir de una sola variable –trátese de las herencias y las soli-daridades campesinas, las coyunturas económicas o las fluctua-ciones demográficas–. Así, aunque el avance de la economía mercantil propendía a una mayor comercialización de la tierra, las prácticas sociales del campesinado cibaeño contribuyeron a disminuir –ya que no a detener– el ritmo de la desposesión. El poder –y en función de qué propósitos se ejerce– también juega un papel determinante en definir la estructura agraria. En la República Dominicana, durante el trujillato, el Estado ejerció una influencia igualmente ambivalente con respecto a la tenencia de la tierra. Por un lado, benefició a sectores de grandes propietarios, por lo general íntimamente asocia-dos al régimen de Trujillo. Por el otro, implantó un programa de distribución de tierras entre el campesinado y, en algún sentido, intentó fortalecer la producción campesina.95 En defi-

94 ANJR, PN: JMV, 1918, t. 3, fs. 478-80v.95 Al respecto, ver el capítulo VII; y Orlando Inoa, Estado y campesinos (Santo

Domingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1994).

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nitiva, la sociedad rural cibaeña oscilaba entre estas tendencias contrapuestas, las que, a la larga, contribuyeron a hacer de la región un lugar en el que el campesinado, atrincherado en la pequeña y la mediana propiedad, siguió jugando un papel fundamental. En cuanto a la configuración de la estructura agraria, ni la concentración ni la fragmentación de la tierra fueron procesos lineales y sin contrapesos, al menos hasta la década de los cuarenta.

La tranSforMaCIón deL PaISaJe ruraL

La estructura agraria cibaeña ha estado lejos de ser unifor-me; por el contrario, en la región han coexistido condiciones muy variadas.96 El municipio de Santiago es una muestra de los diversos componentes del paisaje rural del Cibao. Gracias a su ubicación –en la región de transición entre las zonas húmeda y seca del Cibao–, y a su evolución económica y demográfica, en Santiago se han entrecruzado, con particular fuerza, los diver-sos factores que han contribuido a definir la estructura agraria de la región.

Ahora bien, ¿cómo evolucionó la estructura agraria del Ci-bao durante el siglo XX? De manera particular, ¿cómo, a partir de la desaparición de los terrenos comuneros, quedó configu-rado el paisaje rural? Esta es una pregunta difícil de contestar, pues los datos cuantitativos disponibles ofrecen una imagen un tanto difusa sobre la tenencia de la tierra; en particular, no permiten un análisis diacrónico. Es más, lo fragmentado de la información ni siquiera permite construir un cuadro sobre la estructura agraria para un año en particular.97 Finalmente, la

96 Para una presentación más detallada, ver capítulo II.97 En 1918, el Ayuntamiento de Santiago contrató con los señores Alfredo

Rojas y Armando Lora el levantamiento de un censo rural de la común. Este censo debía incluir una selección –hogar por hogar– de las tierras cultivadas y de las incultas. Y, en efecto, se efectuó, y sus resultados fueron

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heterogeneidad entre las unidades empleadas para referirse a las propiedades rurales limita las posibilidades de seguir con certeza los cambios en los patrones de posesión de la tierra. Los sistemas utilizados iban desde el preciso sistema métrico hasta el difuso y vago peso de acción. A pesar de las dificulta-des existentes, combinando los diversos testimonios a la mano –incluyendo algunos planos rurales–, podemos identificar los rasgos fundamentales de la estructura agraria de Santiago.

Un punto de partida para conocer la formación agraria del municipio de Santiago es determinar las diferencias existen-tes en el control formal de los terrenos comuneros, expresado en los pesos de acción. Como he dicho anteriormente, en los terrenos comuneros regía un sistema de copropiedad, expre-sado en los susodichos pesos. Empero, estos pesos de acción no conllevaban un régimen de propiedad absoluta. En con-secuencia, más que expresar un dominio efectivo y absoluto, la propiedad de determinados pesos de acción implicaba, en el contexto de la creciente privatización de la tierra, un potencial: la posibilidad de llegar a poseer, de forma plena, determinada cantidad de tierra. Por tal razón, el ser propieta-rio de una mayor cantidad de pesos de acción de un terreno comunero brindaba ventajas obvias en el momento en que se realizaba la mensura y la «división geométrica», para emplear la gráfica expresión de la época.

Los documentos referentes a la mensura de los terrenos comuneros contienen algunos datos precisos sobre la propie-dad de la tierra. Al iniciarse el proceso de deslinde de un sitio comunero, se recopilaban los títulos de pesos de acción del mismo; eran estos títulos los que brindaban derechos sobre la tierra. Luego, se establecían los linderos de todo el sitio con el fin de determinar su tamaño y, por ende, de establecer el total

publicados en el BM. No obstante, los originales del censo han desapare-cido. El contrato entre Rojas y Lora y el Ayuntamiento se encuentra en: ANJR, PN: JMV, 1918, t. 3, fs. 567-67v. Los resultados del censo aparecen en BM, 29: 1020 (23 junio 1919).

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Los campesinos del Cibao 321

de tierra que habría de ser distribuida entre los condueños. Finalmente, se hacía la distribución de la tierra, proporcional-mente, de acuerdo a la cantidad de acciones o pesos que tenía cada uno de los copropietarios. Al respecto, hay que recalcar que el peso de acción, por ser una unidad ficticia, no tenía una equivalencia universal en una unidad agraria real –como la hectárea o la tarea–. Por el contrario, la equivalencia de un peso de acción, expresada en tareas o hectáreas, era determi-nada para cada terreno comunero. Puesto que los terrenos comuneros variaban en tamaño –que fluctuaba desde apenas unos cientos de tareas hasta vastas extensiones de miles de ta-reas–, el equivalente real en tierras de un peso de acción oscila-ba grandemente de un terreno comunero a otro. Unos pocos ejemplos ilustran este principio. En el sitio de Rafael Arriba, mensurado en 1910, cada peso de acción tuvo una equivalen-cia de 3.7 tareas. Sin embargo, en la Loma de la Cruz, en el municipio de San José de las Matas, el equivalente de cada peso de acción fue de más de 16 tareas.98 Es decir, en el caso hipotético de que un accionista tuviese 100 pesos de acción en el primer lugar, al realizarse la mensura y el deslinde, le habrían correspondido 370 tareas; pero en la Loma de la Cruz, por esa misma cantidad de pesos de acción, habría obtenido más de 1,600 tareas.

Gracias a los documentos de mensura, he podido recopilar información precisa correspondiente a un puñado de terrenos comuneros. Aunque pocos, estos datos nos permiten obtener una imagen más clara y minuciosa sobre la distribución de la tierra en los sitios que, hasta el momento del deslinde, habían sido terrenos comuneros. Según la tabla 6.4, las propiedades que llegaban a las 100 tareas (el 18% del total) controlaban poco más del 2% de la tierra. En el otro extremo del espectro, las 7 propiedades más grandes (10% del total) controlaban el 46% de las tierras. Entre estos dos extremos había 50 fincas

98 ANJR, PN: JD, 1915, t. 1, anejo entre fs. 115v-116, y t. 2, fs. 203-4v.

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(alrededor del 72% de la totalidad) que abarcaban cerca del 50% de las tierras. En otras palabras, lejos de demostrar la exis-tencia de una sociedad rural igualitaria –al menos en lo que a la propiedad de la tierra se refiere–, estos datos muestran des-equilibrios muy marcados. En algunos casos, las cifras sugieren desigualdades considerables.

TABLA 6.4PROPIEDADES EN TERRENOS COMUNEROS*

Tareas Número de fincas % Tareas %

1-50 51-100 101-300 301-800 801-1,5001,501-3,0003,001 +

48

2418852

61235261173

112646

4,8779,3477,959

10,2819,437

**2

1122182422

TOTALES 69 100 19,596 100

Por ejemplo, en 1915, en la Loma de la Cruz, al hacerse la distribución de la tierra, había 23 propietarios. De estos, 18 recibieron menos de 30 hectáreas de terreno cada uno. Los restantes cinco propietarios obtuvieron, en conjunto, cerca de 870 hectáreas, lo que representa el 79% de la tierra compren-dida en dicho sitio. A pesar de su total imprecisión respecto al tamaño real de las propiedades, los datos de otros terrenos co-muneros, registrados en pesos de acción, tienden a confirmar las diferencias en el control de la tierra en tales sitios (tablas 6.5 y 6.6).

*Incluye propiedades en: Rafael Arriba, Buena Vista, Angostura y Loma de la Cruz, esta última en San José de las Matas. Los porcientos han sido redondeados.**Menos del 1%.Fuente: Ver tabla 6. 3.

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Los campesinos del Cibao 323

Ante la ausencia de censos agrarios, las unidades utilizadas en los documentos de compra-venta de tierras pueden servir para inferir, de forma aproximada, los rasgos definitorios de la estructura agraria en la común de Santiago.99 Durante la primera década del siglo XX, las unidades agrarias que con más frecuencia aparecían en estas transacciones eran el peso de acción, el cordel y la tarea. De las tres, la tarea es la única con una medida específica: equivale a 1/16 de hectárea. El peso y el cordel, por el contrario, son imprecisos y vagos. Por su naturaleza, los pesos no sirven para hacer una comparación de la tenencia de tierra. A lo sumo, se pueden usar para medir la importancia relativa de los propietarios en un mismo sitio o terreno comunero. El cordel, tal y como se utilizaba en el Ci-bao, también era poco preciso. Aparentemente, en ocasiones se utilizaba como una unidad de superficie; en otras, como una unidad lineal para medir la «boca» del terreno. En efecto, entre 1900 y 1930, en un gran número de ventas de tierras, se hace referencia a los «cordeles de boca» de las propiedades. A juzgar por estos documentos, tales cordeles de boca represen-taban la longitud de uno de los lados del terreno, a menudo el que quedaba adyacente a una carretera o a un camino.100 Al igual que el peso de acción, el cordel de boca no permite conocer la extensión de las propiedades.

99 El siguiente análisis se basa, sobre todo, en los documentos de compra-venta de tierras y los referentes a la división de los terrenos comuneros provenientes del ANJR. También han sido muy útiles los expedientes del TT, especialmente los planos de las diversas secciones rurales de Santiago.

100 Baud, Peasants and Tobacco, 98.

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TABLA 6.5PESOS DE ACCIÓN EN LOS TERRENOS

COMUNEROS DEL POTRERO Y EL CERCADO

Pesos N % Pesos %

1-2526-5051-100101-500Más de 501

8151481

173330182

113636

1,2081,877

848

214264018

TOTALES 46 100 4,682 100

Fuente: ANJR, PN: JD, 1914, t. 1, fs. 63-3v.

TABLA 6.6PESOS DE ACCIÓN EN LOS TERRENOS

COMUNEROS DE HATILLO DE SAN LORENZO

Pesos N % Pesos %

1-2526-5051-100101-500

3515176

4820239

606595

1,3301,180

16163632

TOTALES 73 100 3,711 100

Fuente: ANJR, PN: JD, 1894, anejo entre fs. 140v-41.

A principios del siglo XX, el uso de estas unidades estaba bastante regionalizado en las diferentes secciones rurales de Santiago. Por ejemplo, la tarea, la unidad agraria más exac-ta, solía emplearse en aquellas transacciones que implicaban tierras localizadas en el este del municipio. Según se puede observar en el mapa 6.2, así ocurría en las secciones rurales de Jacagua, Gurabo, Pontezuela, Peña (Tamboril), Licey, Ca-nabacoa y Uberal. El uso del cordel, que era muy frecuente en Santiago, predominaba en las secciones norte y oeste del

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Los campesinos del Cibao 325

municipio. Finalmente, el peso de acción se encontraba prin-cipalmente hacia el oeste y el sur de la común. Obviamente, esto es indicativo de la existencia de terrenos comuneros en esta zona; según fueron divididos los mismos, el peso de ac-ción tendió a desaparecer en las compra-ventas de tierra.

¿Qué nos indican estas diferencias sobre la estructura agra-ria de Santiago? En primer lugar, sugieren que en las secciones donde la tarea era la unidad agraria más común, predomina-ban las fincas de tamaño pequeño y mediano. Esta zona com-prendía una faja que comenzaba justo en los límites del norte de la ciudad de Santiago y se extendía hacia el este, en direc-ción a Moca. Esta área es una de las regiones de más antiguo asentamiento y uno de los núcleos principales de la coloniza-ción agrícola del Cibao. En segundo lugar, también indican que, en las secciones oeste y sur de Santiago, había una con-centración de tierra mayor que en la parte este del municipio. Los planos rurales de la común de Santiago –provenientes del Tribunal de Tierras– así tienden a confirmarlo. Estos planos muestran que, en oposición a las zonas en las que predomina-ba el minifundio –donde las fincas se amontonaban formando un anárquico mosaico–, hacia el oeste de Santiago, el paisa-je rural era dominado por unas fincas alargadas, que corrían del llano a las lomas. Estos campos alargados producían una sensación de amplitud, ausente en las secciones rurales donde las pequeñas propiedades se apiñaban. Los campos alarga-dos tenían su origen en la costumbre de medir los terrenos a partir de sus «bocas». Así, al dividirse las propiedades por las herencias o las ventas, los adquirientes mantenían su acceso a los caminos principales. Y, efectivamente, estas largas franjas de tierra contaban con una «boca», la que usualmente se encontraba en un camino. Con frecuencia, estas franjas de terreno se extendían, como ha sugerido Baud, hasta las lomas o hasta un río.101

101 Baud, Peasants and Tobacco, 98, y «La gente del tabaco».

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326 Pedro L. San Miguel

Entre las zonas de «mosaico» y las de los campos alar-gados, se encontraban áreas intermedias, en las cuales se combinaban, heterogéneamente, elementos típicos de los dos patrones anteriores. En estas áreas, parece ser que los campos alargados habían predominado anteriormente. Sin embargo, aunque visibles todavía, estos campos estaban atra-vesando por un proceso de fragmentación, el que contribuía a transformar el paisaje rural y a redefinir los patrones de posesión de la tierra.102 Durante las décadas de los treinta y de los cuarenta, eran plenamente patentes estos rasgos del mundo rural de Santiago.

Cada uno de estos paisajes rurales se traducía en un patrón distinto de posesión de la tierra. Para detectar con mayor pre-cisión estos patrones, he agrupado por tamaño las propieda-des de varias secciones rurales (tabla 6.7). El primer patrón lo vemos en las secciones rurales de Gurabo y Pontezuela. En estas secciones, las propiedades entre 1 y 200 tareas represen-

102 Estos comentarios se basan en el examen de los planos de las secciones rurales localizados en el TT de Santiago. Algunos de estos planos han sido parcialmente reproducidos aquí. Los planos se hicieron para ser utilizados en las vistas celebradas por el tribunal con el fin de adjudicar los títulos de propiedad. A pesar de la riqueza y singularidad de esta fuente, se deben hacer unas advertencias. Aunque la mayoría de los pla-nos se hicieron en la década de los treinta –cuando aparentemente ocu-rrió la mayor parte del saneamiento de títulos en Santiago–, muchos de estos se hicieron varios años después. Hay secciones rurales cuyos planos datan de la década de los sesenta. En consecuencia, de ninguna manera presentan un cuadro de la estructura agraria de la totalidad del munici-pio de Santiago en un momento dado. Por otro lado, aparentemente no existen planos de las mismas secciones rurales que se hayan hecho en distintos períodos. A pesar de tales limitaciones, estos planos han sido de gran importancia para mi investigación, puesto que ofrecen información sobre la tenencia de tierra, ausente en otras fuentes. Un estudio deta-llado sobre la tenencia de tierra en la República Dominicana no puede prescindir de esta extraordinaria fuente.

Los testimonios orales recogidos por Baud tienden a confirmar los pro-cesos de transformación del paisaje rural delineados aquí (Peasants and Tobacco, 301).

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Los campesinos del Cibao 327

MAPA 6.2UNIDADES AGRARIAS EN EL

MUNICIPIO DE SANTIAGO, 1900-9

Fuente: ANJR, PN: JD, 1900-18.

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328 Pedro L. San Miguel

MAPA 6.3UNIDADES AGRARIAS EN EL

MUNICIPIO DE SANTIAGO, 1912-18

Fuente: ANJR, PN: JD, 1900-18.

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Los campesinos del Cibao 329

taban la vasta mayoría de las fincas; también comprendían la mayor parte de las tierras. Las fincas medianas (entre 201 y 800 tareas) también tienen cierta relevancia en estas seccio-nes; pero los grandes latifundios eran inexistentes, al menos en la muestra presentada. El segundo modelo de estructura agraria (representado por Las Charcas y Quinigua) muestra un cuadro diferente. Aunque también abundaban las peque-ñas propiedades, éstas ocupaban una porción de tierra muy modesta, un contraste marcado con la situación de Gurabo y Pontezuela. Como en estas últimas dos, las fincas media-nas ocupaban gran parte de las tierras; pero a diferencia de ellas, en Las Charcas y Quinigua las propiedades mayores de 800 tareas eran muy importantes. Hatillo y Hato del Yaque, finalmente, representan los casos extremos de acumulación de tierras. En dichas secciones, los dos primeros tipos de pro-piedad constituían sobre un 90% del total de las fincas, pero ocupaban solo el 27% de las tierras. En este caso, la tenencia de tierra estaba muy concentrada y unas pocas propiedades ocupaban mucho más de la mitad de las tierras.

Durante las décadas de los treinta y de los cuarenta, las gran-des propiedades en Santiago comprendían tanto latifundios tradicionales como propiedades de reciente formación. Entre los latifundistas tradicionales se encontraban, entre otros: la familia Genao en Angostura, Benito Polanco en Aguacate de Navarrete, y Julio Castillo, quien poseía tierras en El Ingenio, Quinigua y Banegas.103 A menudo, estas propiedades tradicio-nales apenas eran explotadas, por lo que su valor económico era muy bajo. Además, muchos de estos terrenos pasaron por un proceso de fragmentación, como resultado de las heren-cias y ventas sucesivas. A pesar de todo, para la década de los cuarenta todavía predominaban en el municipio los latifun-dios tradicionales; aunque sus propietarios habían adquirido

103 ANJR, PN: JD, 1900, fs. 132v-33v; 1909, t. 1, fs. 153-53v; y 1912, t. 2, fs. 139-41v.

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tierras mediante la compra, parece que muchos de sus dueños las habían heredado.

TABLA 6.7PATRONES DE TENENCIA DE LA TIERRA

EN EL MUNICIPIO DE SANTIAGO

Sección1-200 201-800 801-2,000 2,000 +

N T N T N T N T

GuraboPontezuela**Las CharcasQuiniguaHatillo***

9397617870

627315209

73

301821

3827524718

--

946

--

333317

----

3

----

56

N=Propiedades en el rango T=Tareas en el rango*Las cifras absolutas de propiedades y tareas para cada una de las secciones de la tabla son, respectivamente: Curabo (N=148, T=9,320); Pontezuela (N=200, T=8,039); Las Charcas (N=44, T=12,151); Quinigua (N=56, T=7,869); y Hatillo (N=205, T=92,956).**Inc1uye propiedades en las secciones de Pontezuela, Sabaneta de las Palomas, Li-monal y Hato Mayor.***Inc1uye propiedades en Hatillo y Hato del Yaque.Fuentes: TT, Men. Cat., Plan. Gen.

Los mayores latifundios del municipio constituían un nuevo tipo de finca, que comenzó a surgir a principios del siglo XX –sin llegar a convertirse en dominantes– y que pertenecían a una nueva casta de propietarios. Ejemplo típico de este sector de propietarios era José A. Bermúdez, quien pertenecía a una familia de comerciantes que, en 1897, fundó una gran fábrica de licor, llamada La Sin Rival. Según El libro azul –especie de directorio de negocios del país–, para 1920, la fábrica estaba equipada con maquinaria moderna, operada por electricidad y gasolina. Además, Bermúdez poseía otras propiedades urbanas y rurales, que incluían una plantación de azúcar en Banegas, aproximadamente a trece kilómetros de la ciudad de Santiago. Esta plantación comprendía 6,000 tareas sembradas de caña

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Los campesinos del Cibao 331

PLA

NO

6.1

: Gra

n p

ropi

edad

jun

to a

pro

pied

ades

med

ian

as.

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332 Pedro L. San Miguel

PLA

NO

6.2

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Los campesinos del Cibao 333

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334 Pedro L. San Miguel

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Los campesinos del Cibao 335

–irrigadas por el río Yaque–, edificios y maquinaria para la pro-ducción de azúcar y melaza.104 Según lo demuestra la tabla 6.8, Bermúdez llegó a acumular grandes extensiones de tierra de-bido a la adquisición de varias propiedades. Además de dedi-carse a la producción de ron, Bermúdez también invirtió en la crianza de ganado y en empresas agrícolas, como la produc-ción a gran escala de plátanos. A principios de la década de los treinta, su finca de plátanos en Banegas era considerada como la más importante de su tipo en el país.105 Los herede-ros de Bermúdez siguieron su ejemplo. Para la década de los cincuenta, José Ignacio, uno de los hijos de Bermúdez, tenía una vaquería en Villa González. Frank Bermúdez, otro de sus descendientes, se dedicaba al cultivo de plátanos en Banegas. Ambas fincas se contaban entre las mejores de la República Dominicana.106

No obstante, la mayor concentración de tierras en el muni-cipio de Santiago durante las décadas de los treinta y los cua-renta la logró la Compañía Agrícola Dominicana. La Yuquera, como mejor se le conocía, era una subsidiaria de la Corn Pro-ducts Company que se estableció en Quinigua, a finales de la década de los veinte, con el propósito de producir almidón de yuca. La CAD fue una de las agroindustrias más importan-tes de la República Dominicana en las décadas de los treinta y los cuarenta. Para 1929, era propietaria de cerca de 20,000 tareas, que entonces eran preparadas para ser cultivadas; ade-más, contaba con una fábrica donde se elaboraba el almidón. En esos momentos, La Yuquera empleaba sobre 800 trabaja-dores y era uno de los principales patronos en la provincia de Santiago.107

104 El libro azul, 138-39.105 AGN, SA, 1931, Leg. 125, 22 enero 1931.106 AGN, MA, 1958, Leg. 1022, s.f. Véase, también: AGN, GS, 1942, Leg. 152,

4 julio 1941.107 AGN, GS, 1929, Leg. 4, 31 diciembre 1929. Esta empresa corresponde al

modelo «agroindustrial» estudiado en: Pablo A. Maríñez, Agroindustria,

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336 Pedro L. San Miguel

TABLA 6.8PROPIEDADES DE JOSÉ A. BERMÚDEZ

Hectáreas Localización Medio de adquisición

Año de adquisición*

16.65

7.509.04

18.12216.23

144.82

1.615.65**

Banegas

QuiniguaBanegasBanegasBanegas yEstancia delYaqueBanegas

BanegasBanegas

5 compras1 transferencia1 transaccióncompracompracompra14 compras1 retroventa

8 compras1 retroventa1 permuta

compracompra

1916, 19261932, 1933

1927192419271906, 19071908, 191119121906, 19071908, 19091910, 1911191319061935

*Se refiere a las fechas de inscripción de las transacciones. En ocasiones, la transac-ción había ocurrido años antes que la inscripción.**Bermúdez tenía un «derecho de paso» sobre esta propiedad, con el fin de estable-cer un canal de riego, desde el año 1919.Fuentes: TT, DC 144 [NDC 4], Exp. Cat. No. 144, Dec. 1, [6 abril 1935]; DC 4 (ADC 144/2), Dec. 3, [14 marzo 1939]; DC 2 (ADC 126/4), Dec. 1, [13 marzo 1941]; DC 4 (ADC 144/1), Dec. 2, [8 agosto 1935]; DC 4 (ADC 144/1), Dec. 5 [13 noviembre 1936].

La Yuquera adquirió sus tierras principalmente mediante la compra; las propiedades adquiridas generalmente eran de gran tamaño. Por ejemplo, en 1929 compró sobre 279 hectá-reas a doña Tomasina Martínez de Estrella Ureña, y alrededor de 105 hectáreas a Manuel Antonio Valverde. Mediante varias compras que se efectuaron entre 1929 y 1932, adquirió otras

Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1993).

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Los campesinos del Cibao 337

500 hectáreas en Hato del Yaque y Hatillo de San Lorenzo. Gracias a estas transacciones, La Yuquera se hizo de varias pro-piedades, una de éstas de una extensión de 1,860 hectáreas. Juntas, sus fincas comprendían cerca de 50,000 tareas, locali-zadas mayormente en Quinigua, Hato del Yaque y Hatillo de San Lorenzo.108 Tres factores explican el interés de la compa-ñía en estas tierras en particular. Primero, en estas secciones la tierra no estaba tan fraccionada como en otros lugares, lo que facilitó su concentración. Segundo, en sitios como Hato del Yaque, Hatillo y Quinigua la tierra era más barata que en otras secciones rurales de Santiago. Y, por último, el hecho de que las autoridades tuviesen planes de construir un canal que irrigaría las tierras áridas de estas secciones rurales, lo que contribuiría a incrementar su productividad, aparte de valori-zarlas. Este proyecto de irrigación, que se inició en la década de los veinte, se culminó durante el trujillato.109

El establecimiento de La Yuquera tuvo varias implicaciones para el campesinado de la región. La CAD acumuló grandes extensiones de tierras, lo que llevó al desplazamiento de un gran número de campesinos e impidió que otros pudiesen au-mentar sus propiedades. Pero, por otro lado, esta empresa se convirtió en un importante mercado para la producción de yuca de los campesinos. En efecto, aunque la compañía conta-ba con tierras propias dedicadas al cultivo de la yuca, también dependía de la producción de los campesinos para satisfacer su demanda de materia prima. No está claro por qué se im-plantó dicho sistema. Sí es evidente que, a finales de la década de los treinta, la compañía intentó incorporar, literalmente, a miles de campesinos en calidad de colonos. Estos eran co-secheros que, bajo contrato, se comprometían a vender sus cultivos a La Yuquera. Por ejemplo, en 1938, Charles Ridgway,

108 TT, DCN 3 (ADC 120/1), 1ro diciembre [24 enero 1935], parcs. 42-3, 87, 119, 125, 186, 205 y 216; Men. Cat., Plan. Gen., 1ra parte, DC 120 (NDC 3), [1930-34?]; y Men. Cat., DC 161, parcs. 1-56, 23 diciembre 1939.

109 Sobre el particular, ver capítulo VII; e Inoa, Estado y campesinos, 121-50.

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a nombre de la CAD, pidió permiso al secretario de Agricul-tura para firmar contratos con los colonos de Villa Trina, una de las colonias agrarias auspiciadas por el Estado dominicano. En otro caso, La Yuquera contribuyó con dinero y maquinaria para la construcción de una carretera con el fin de facilitar el transporte de la producción de los campesinos a su fábrica en Quinigua. Según el gobernador de la provincia, a lo largo de dicha vía, la compañía tenía de 4 a 5,000 colonos cultivando yuca.110 Aunque no existen cifras sobre cuánta yuca suminis-traban a la fábrica, esta evidencia sugiere que los campesinos aportaban una proporción considerable de la materia prima utilizada por la CAD.

Esto no significa, de manera alguna, que las relaciones entre La Yuquera y los colonos fuesen ideales; al contrario, a menu-do, surgían conflictos entre ellos. Así, mientras la CAD se va-nagloriaba de la seriedad de sus negocios con los campesinos, estos opinaban de forma muy distinta. De hecho, los coseche-ros se quejaban de que algunas de las prácticas de La Yuquera les perjudicaban. En una carta dirigida al gobernador de la provincia, varios cosecheros dejaron entrever, de manera muy sutil, que La Yuquera cometía fraude en el pesaje de la yuca. De igual manera, se quejaban de los precios que la compañía les pagaba por su producto y de la tardanza en las compras de yuca. Al dilatar la adquisición de la yuca –argüían dichos campesinos–, se ponía en peligro la labranza de otras cose-chas. Es muy probable que tales prácticas se hicieran más frecuentes cuando La Yuquera comenzó a confrontar pro-blemas de mercado y de costos de producción, a finales de la década de los treinta. Durante la Segunda Guerra Mundial, la República Dominicana emergió como país exportador de almidón debido a la paralización de la producción en Java, principal exportador del mismo a los Estados Unidos antes del conflicto bélico. Pero después de la guerra, cuando se resta-

110 AGN, SA, 1938, Leg. 341, 19 mayo 1938.

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Los campesinos del Cibao 339

bleció la exportación de almidón de Java, La Yuquera no pudo afrontar la competencia y, con el tiempo, tuvo que cerrar sus operaciones.111

La Yuquera representa los grados superiores de acumula-ción de tierras durante el siglo XX en Santiago. Esta empresa también exhibe uno de los rasgos de muchas empresas agro-exportadoras en la República Dominicana: lo que podemos llamar la integración vertical del campesinado a su estructura productiva. Es decir, los campesinos eran integrados en la in-dustria, en calidad de proveedores de materia prima, la que se exportaba como tal o se procesaba en el país. Este modelo económico constituía el patrón dominante entre las firmas ex-portadoras de café, tabaco y cacao. Empresas manufactureras como la Compañía Anónima Tabacalera, habían dependido por décadas de la producción campesina para obtener su materia prima. El propio Trujillo, a partir de la década de los treinta, utilizó este modelo de integración del campesinado a la economía de mercado. En palabras de Pablo Maríñez, su objetivo era «someter la producción agropecuaria a las necesi-dades del capital industrial o agroindustrial».112

Pero el funcionamiento de dicho modelo económico im-plicaba que el campesinado debía permanecer vinculado a

111 AGN, GS, 1941, Leg. 116, 15 octubre 1941; y 1940-41, Leg. 122, 9 enero 1941. Las cifras sobre la exportación de almidón se pueden encontrar en: Roberto Cassá, Capitalismo y dictadura (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1982), tabla IV-8. Parece ser que, luego de cerrar operaciones, muchas de las tierras de la CAD fueron ocupadas por campesinos.

112 Maríñez, Resistencia campesina, 88; Cassá, Capitalismo y dictadura, 81-154; José R. Cordero Michel, Análisis de la Era de Trujillo (Informe sobre la Repúbli-ca Dominicana, 1959), 5ta ed. (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1987), 58-61; y Frank Moya Pons, Empresarios en conflicto: Políticas de industrialización y sustitución de importaciones en la República Do-minicana (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales, 1992), esp. 23-71. El fomento del cultivo de maní es uno de los ejemplos más sobresalientes de la integración de la producción campesina a una industria. El maní era la materia prima en la elaboración del aceite.

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la tierra. Por ende, Trujillo implantó una serie de programas agrarios para garantizar la permanencia del grueso del campe-sinado en los campos.113 Este no es el lugar para discutir dete-nidamente la política agraria durante el trujillato.114 Se debe tener presente, sin embargo, que, mediante una combinación de incentivos económicos (como la distribución de tierras) y medidas represivas, el dictador dominicano trató de evitar la desarticulación total de la sociedad campesina. Tales medidas respondieron no solo a motivos económicos sino, también, a razones políticas. Ciertamente, no todos los sectores del cam-pesinado se beneficiaron de programas como la distribución de tierras. Por el contrario, campesinos de todo el país sufrie-ron el proceso opuesto, esto es, la pérdida de sus propiedades, a menudo por fraudes cometidos por el mismo dictador o por aquellos que gozaban de su respaldo. Tal fue el caso de los muchos campesinos que fueron expropiados para aumentar las tierras del dictador en el municipio de San Cristóbal; o la situación de los campesinos de Bonao que fueron sacados de sus tierras por las manipulaciones de «Petán» Trujillo, herma-no del dictador.115

Sin embargo, el campesinado del municipio de Santiago no sufrió un despojo masivo. Más bien parece que, en términos generales, el campesinado del municipio salió beneficiado de las políticas agrarias implantadas durante las décadas de los treinta y los cuarenta. Además, a pesar de la gran acumulación de tierras por parte de compañías como la CAD, la integra-ción vertical del campesinado como suplidor de materia pri-

113 Maríñez, Resistencia campesina, 87-8, y Agroindustria, Estado y clases sociales, 39-49.

114 Para un análisis más detallado sobre el influjo del Estado en el campesi-nado y el de las políticas agrarias durante el trujillato, ver el capítulo VII.

115 Los detalles sobre la formación del emporio trujillista se pueden encon-trar en: Cassá, Capitalismo y dictadura, particularmente 421-97; Crasswell-er, Trujillo, 138-62 y 263-71; y Galíndez, La Era de Trujillo. Sobre «Petán» Trujillo, ver de la Rosa, Petán, 71-9 y 137-42.

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ma evitó, hasta cierto punto, que ocurriera una desposesión súbita del campesinado, tal y como ocurrió, anteriormente, en el este del país. La expansión de la frontera agraria durante las primeras décadas del siglo XX también contribuyó a frenar la desposesión; al aumentar la tierra disponible, disminuyó la presión sobre ella.

Aceptando que los precios de la tierra reflejan su escasez relativa, examinándolos podemos obtener unos indicios sobre la presión del suelo en distintos períodos.116 A pesar de lo in-completo de los datos, estos sugieren que los precios eran más altos en aquellas secciones rurales donde la tierra estaba más fragmentada (tabla 6.9). Este era el caso de secciones como Li-cey, Jacagua y Gurabo, que cuentan con algunas de las me-jores tierras del municipio, además de estar ubicadas cerca de la ciudad de Santiago, que constituye el mercado regional más importante. En estas secciones han predominado las fincas de tamaño pequeño y mediano, caracterizadas por la diversidad de sus cultivos. Desde principios del siglo XX, los precios de la tierra en estas secciones rurales eran altos. Según inventarios registrados en los archivos notariales, en 1918, cada tarea en

116 Esta aproximación requiere, empero, algunas aclaraciones. Primero, la falta de uniformidad de las unidades agrarias limita el cálculo de los precios hasta la década de los treinta, cuando disminuyó el uso de las unidades agrarias menos exactas. En segundo lugar, el precio de las tie-rras varía ampliamente según una serie de factores, como los tipos de suelo, la cercanía a las vías de comunicación y los mercados, y la dis-ponibilidad de agua. Por lo tanto, un precio promedio puede resultar muy engañoso debido a lo aleatorio del mercado de tierras. Y, tercero, debido a las dificultades presentadas en las fuentes originales –como el de las unidades imprecisas–, es verdaderamente imposible construir una serie de precios cuya curva indique con exactitud sus fluctuaciones. En definitiva, solo existe un corto número de precios utilizables, referentes a unas pocas secciones rurales. No obstante, tomando ciertas precaucio-nes –como ofrecer los promedios por sección rural, en vez de presentar un promedio general–, estos precios se pueden utilizar como un índice aproximado de la escasez de tierras. Es decir, mientras más alto el precio, mayor la presión sobre la tierra, resultado de su escasez relativa.

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Jacagua valía 5 pesos; en Gurabo se valoraba en 10 pesos la ta-rea.117 El promedio para todo el municipio oscilaba entre uno y dos pesos la tarea.

En Hatillo y en Hato del Yaque ocurría todo lo contrario: aquí la tierra tenía un valor muy bajo. Pero sus suelos no eran tan buenos como los de las secciones mencionadas anterior-mente; la propiedad, por otro lado, tampoco estaba tan frag-mentada. A principios del siglo XX, la existencia de terrenos comuneros en Hatillo y Hato del Yaque contribuyó a mante-ner los precios bajos. Tan pronto se ocuparon y se deslinda-ron los terrenos comuneros, los precios comenzaron a subir. Esta tendencia puede ser que haya tomado más fuerza con la construcción de canales de irrigación, a partir de la década de los veinte. Simultáneamente, la expansión de la agricultura comercial, como fue el caso de la producción de arroz, contri-buyó al aumento de los precios de la tierra.

La expansión de la frontera agrícola durante las décadas de los treinta y los cuarenta tuvo efectos contradictorios sobre el mercado de tierras en Santiago. Gracias a esta expansión, se logró una mayor disponibilidad de tierras marginales; pero esto significó una valorización de dichos suelos. En 1939, el Instructor de Agricultura de Santiago sostenía que el arren-damiento de tierras había aumentado cuatro veces en algunas secciones rurales del municipio. Según él, entonces los arren-datarios pagaban tanto como RD$2.00 por tarea, cuando antes se pagaba solo RD$0.50 por tarea.118 Aunque no hay evidencia que vincule directamente estos precios con algún cultivo en especial, es razonable pensar que fueron más altos en las zonas dedicadas a los cultivos comerciales. Sin embargo, no fue sino hasta después de 1945 cuando aumentaron los precios de la tierra considerablemente. Si partimos del supuesto de que el

117 ANJR, PN: JMV, 1918, t. 1, anejo entre fs. 9v-10; y 1918, t. 2, anejo entre fs. 233v-34.

118 AGN, GS, 1939, Leg. 7, 15 septiembre 1939.

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Los campesinos del Cibao 343

precio de la tierra es indicio de la escasez relativa de ésta, parece ineludible concluir que la presión sobre ella no comenzó a ser un problema serio hasta la década de los cuarenta. El período entre los albores del siglo y esa década se distinguió por la expansión de la frontera agraria y por la capacidad del campesinado de adquirir tierras.

TABLA 6.9PRECIOS DE LA TIERRA EN SANTIAGO

(Pesos/tarea)

Sección 1900 1915 1930 1945 1960

LiceyJacaguaGuraboLas CharcasPontezuelaGurabitoHatillo de San LorenzoHato del YaqueLa DelgadaEl Ingenio

2.50-

5.26-------

5.996.24

--

7.642.50

-1.46

--

7.327.097.062.32

-5.012.171.835.002.60

25.009.66

-3.889.25

-2.56

---

11.3618.0070.0011.95

--

6.15-

12.6517.81

Fuentes: ANJR, PN: JD, 1900 y 1915; y JMV, 1930; AS, CH, Trans., 1945 y 1960.

A pesar de los grados de acumulación que lograron em-presarios como la familia Espaillat, la familia Bermúdez y La Yuquera, hasta la década de los treinta, los campesinos de San-tiago pudieron contar con un gran acceso a la tierra. Estos grandes propietarios no penetraron los pilares regionales de la economía campesina, como las secciones rurales al este de Santiago. Por supuesto, las empresas agrarias latifundistas tu-vieron efectos de gran envergadura sobre el campesinado. Ya he mencionado las repercusiones ecológicas de la deforesta-ción. La acumulación de tierras también afectó a los campe-sinos, aun cuando no ocurriese en secciones dominadas por ellos. La misma restringió las posibilidades de extensión de la

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propiedad campesina y, al concentrar los recursos, limitó las actividades económicas del campesinado. Estas restricciones llevaron a los campesinos a una sobre-explotación de la tie-rra, contribuyendo así a la degradación del ambiente.119 Estas prácticas degradadoras hay que aquilatarlas a la luz de las cre-cientes restricciones confrontadas por los sectores campesinos para adquirir tierras. El latifundio, aunque no alcanzó en San-tiago la magnitud adquirida en otras regiones del país, tuvo efectos muy palpables sobre la economía campesina.

La concentración de tierras y la interrupción de la expan-sión de la frontera agraria en la década de los cuarenta, junto con el crecimiento poblacional, aumentaron la presión sobre la tierra; el alza en los precios así lo demuestra. Estos proce-sos paralelos tuvieron otra consecuencia: el crecimiento del minifundio. A principios del siglo XX, existía una distribución desigual de las tierras en Santiago; incluso había una marcada desigualdad en cuanto a la posesión formal en los terrenos comuneros. En fin, el minifundio siempre existió en la sociedad rural de Santiago; sin embargo, hay indicios de que aumentó durante el siglo XX. El desarrollo del minifundismo fue resul-tado de las sucesivas fragmentaciones hereditarias y de las di-versas restricciones que ha confrontado el campesinado para lograr acceso a la tierra. Entre estos factores hay que contar la acumulación de tierras. Así, para la década de los cincuenta, en la provincia de Santiago, los peldaños más bajos de la sociedad rural controlaban una pequeña proporción de la tierra.120 En

119 Yunén, La isla como es, 68-9.120 Aunque se han realizado varios censos agropecuarios en la República

Dominicana durante el siglo XX, los datos confiables sobre la tenencia de tierras son verdaderamente escasos. No fue sino hasta 1950 cuando se registraron en estos censos, de manera sistemática, las cifras sobre la tenencia de tierras. El censo agropecuario de 1960 también incluye tales datos. Sin embargo, el censo de 1950 es mucho más detallado que el otro, además de ser más exacto que el de 1960. También, las categorías de los tamaños de las fincas en ambos censos no son totalmente compa-rables. Por lo tanto, opté por utilizar los datos del censo de 1950, pues

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Los campesinos del Cibao 345

1950, la mayoría de las fincas en la provincia comprendía me-nos de 160 tareas (alrededor de 10 hectáreas). En este aspecto, no existían diferencias significativas entre las cifras regionales y las nacionales, aunque en Santiago las fincas más pequeñas mantuvieron un mayor control de las tierras (tablas 6.10 y 6.11). En conjunto, las cifras referentes a las fincas más peque-ñas demuestran la presencia abrumadora del minifundio en la República Dominicana. Durante el trujillato, la distribución de pequeños predios, que usualmente comprendían unas po-cas tareas, contribuyó a fortalecer dicha tendencia.121

Entre los propietarios altos y medios, encontramos diferen-cias importantes entre las cifras regionales y las nacionales. Mientras que a nivel nacional, los propietarios de fincas de 161 a 1,600 tareas (alrededor de 20 a 100 hectáreas) controlaban aproximadamente un tercio de las tierras de cultivo, en San-tiago contaban con un 48% de la tierra. Estas cifras nos per-miten apreciar la existencia de un campesinado de nivel me-dio, que controlaba un por ciento significativo de las tierras. Al contrastar las cifras nacionales y las locales, se observa, ade-más, un marcado contraste entre las fincas más grandes. En las cifras nacionales, las propiedades que sobrepasaban las 1,600 tareas comprendían un 43% de la tierra, mientras que en la provincia de Santiago solo abarcaban el 22% de las tierras de cultivo. En otras palabras, la acumulación de tierra en Santiago se encontraba muy lejos de alcanzar los grados extremos que reflejan las cifras nacionales. Este hecho subraya el papel des-empeñado por los propietarios de nivel intermedio en Santia-go. Entre estos grupos encontramos a los campesinos que más se beneficiaron de las políticas agrarias del régimen trujillista.

es más confiable que el de 1960. Una última observación: los datos del censo de 1950 se refieren a la provincia, no al municipio de Santiago.

121 Ver capítulo VII; Inoa, Estado y campesinos; Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales, 43-4; y Pedro L. San Miguel, «El Estado y el campesinado en la República Dominicana: El Valle del Cibao, 1900-1960», HS, IV (1991): 42-74.

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346 Pedro L. San Miguel

TABLA 6.10ESTRUCTURA AGRARIA EN LA

PROVINCIA DE SANTIAGO, 1950

Tareas Fincas % Miles deTareas %

0-8081-160161-320321-800801-1,6001,601-8,0008,001 +

21,9933,6432,1811,224

36416812

74.312.3

7.44.11.20.5

*

507.0395.7494.9595.2383.0482.9203.0

16.612.916.219.412.515.86.6

TOTALES 37,488 100.0 3,061.7 100.0

*Menos de 0.1%.Fuente: Cuarto censo nacional agropecuario, 1950 (San Cristóbal: Dirección General de Estadística, Oficina Nacional del Censo, 1955).

TABLA 6.11ESTRUCTURA AGRARIA EN LA

REPÚBLICA DOMINICANA, 1950

Tareas Fincas % Miles detareas %

0-8081-160161-320321-800801-1,6001,601-8,0008,001 +

209,40732,86417,2899,7783,2491,791

342

76.212.06.33.51.20.70.2

5,061.63,573.73,910.64,733.53,554.05,476.8

10,712.5

13.79.6

10.512.89.6

14.829.0

TOTALES 274,720 100.0 37,022.7 100.0

Fuente: La misma que en la tabla 6.10.

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Los campesinos del Cibao 347

TABLA 6.12FORMAS DE POSESIÓN DE LA TIERRA EN LA

PROVINCIA DE SANTIAGO, 1940

Formas de posesión Fincas % Miles detareas % Tamaño

promedio

PropiedadAdministraciónColonato

21,7652,4871,464

84106

2,153.0476.395.7

79183

9919165

TOTALES 25,716 100 2,725.0 100 106

Fuente: BN, Dirección General de Estadística Nacional, Sección del Censo, «Censo agropecuario, 1940» (Mecanografiado, 1940).

TABLA 6.13FORMAS DE POSESIÓN DE LA TIERRA EN LA

PROVINCIA DE SANTIAGO, 1950

Formas de posesión Fincas % Miles detareas % Tamaño

promedio

PropiedadAdministraciónColonatoArrendamientoAparceríaOtras*

18,040555348290

1,2039,275

612114

31

1,757.8155.512.516.536.4

1,083.5

575

****1

35

97280365730

117

TOTALES 29,711 100 3,062.2 100 103

*Incluye otras formas de posesión, posesiones mixtas y sin identificar.**Menos del 1%.Fuente: Cuarto censo nacional agropecuario.

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348 Pedro L. San Miguel

Por muy reveladoras que sean estas cifras, muestran un cua-dro parcial del mundo rural. Las cifras sobre las formas de tenencia de tierra completan el panorama, y presentan algu-nas de las transformaciones principales que han ocurrido en la campiña cibaeña (tablas 6.12 y 6.13). Estos datos constatan la disminución en las tierras explotadas por sus propios dueños, y el crecimiento de otras formas de tenencia de tierras.

En 1940, por ejemplo, más de un 84% de las fincas eran explotadas por sus propietarios; una década después, esta cifra se había reducido a un 61% de las fincas. Mientras tanto, se ha-bían desarrollado otras formas de tenencia de tierras, algunas de ellas en el marco de las colonias subsidiadas por el Estado. Aunque las categorías de los distintos censos no son totalmen-te comparables, es evidente que, para 1950, había disminuido el número de propietarios que explotaban sus propias tierras mientras que los colonos, los arrendatarios y los aparceros au-mentaron.

La prueba presentada apunta hacia unas transformaciones profundas que, para la década de los cuarenta, estaban en operación en la región del Cibao. Para entonces, la situación de recursos abiertos que prevalecía a principios del siglo XX estaba cambiando de forma acelerada. El extenso ciclo de fácil acceso a la tierra –que comenzó en la época colonial y que se extendió hasta principios de la década de los cuarenta–, lle-gaba a su fin. Como resultado, se perfiló una nueva relación entre el campesinado y la tierra. A un ritmo ascendente, los campesinos, ante las dificultades de lograr la plena propiedad, tuvieron que recurrir a otras formas de tenencia de tierras. Así, a pesar de la configuración del paisaje rural –el cual daba la impresión de un campesinado libre de presiones por parte de un sector latifundista–, durante la década de los cincuenta, un mayor número de campesinos se vieron privados de convertir-se en propietarios. Entre los sectores más pobres del mundo rural se encontraba una proporción ascendente de campesi-nos sin tierras y de minifundistas; muchos se convirtieron en

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Los campesinos del Cibao 349

colonos o aparceros para lograr acceso a la tierra. Debido a su situación económica, sumamente precaria, estos campesinos estaban a merced de los sectores sociales más altos. La agri-cultura comercial brindó muchas oportunidades económicas al campesinado cibaeño; pero, a largo plazo, produjo una so-ciedad rural más estratificada y de crecientes desigualdades.122

122 Sobre la estructura agraria después de 1960, ver Carlos Dore Cabral, Prob-lemas de la estructura agraria dominicana, 2da ed. (Santo Domingo: Taller, 1982), y Reforma agraria y luchas sociales en la República Dominicana, 1966-1978 (Santo Domingo: Taller 1981); Víctor Livio Cedeño, La cuestión agraria (Santo Domingo: s.e., 1975); Asociación Dominicana de Sociólo-gos, Problemática rural de la República Dominicana: III Congreso de Sociología (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1983); y Frank Moya Pons (ed.), Los problemas del sector rural en la República Dominicana (Santo Domingo: FO-RUM, 1982).

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351

CaPÍtuLo vII

El Estado y el campesinado

La gran tranSforMaCIón

Una de las características distintivas de la expansión de la economía de mercado ha sido la creciente injerencia del Es-tado sobre la sociedad rural. Ambos fenómenos están tan re-lacionados que pueden concebirse mejor como dos aspectos de un mismo proceso.1 Esta creciente hegemonía del poder central se evidencia sobre todo en su capacidad de controlar los recursos fundamentales de las sociedades agrarias: la tierra y la fuerza de trabajo. En América Latina y el Caribe, las po-líticas estatales usualmente han estado orientadas, a través

1 Sobre el particular: Karl Polanyi, The Great Transformation: The Political and Economic Origins of Our Time (Boston: Beacon Press, 1957); Eric R. Wolf, Peasants (Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall, 1966); Barrington Moore, Jr., Social Origins of Dictatorship and Democracy: Lord and Peasant in the Making of the Modern World (Boston: Beacon Press, 1970); James C. Scott, The Moral Economy of the Peasant: Rebellion and Subsistence in Southeast Asia (New Haven: Yale University Press, 1976); Joel S. Migdal, Peasants, Politics, and Revolution: Pressures toward Political and Social Change in the Third World (Princeton: Princeton University Press, 1977); Jeffery M. Paige, Agrarian Revolution: Social Movements and Export Agriculture in the Underdeveloped World (New York: The Free Press, 1978); y Jonathan Bark-er, Rural Communities under Stress: Peasant Farmers and the State in Africa (Cambridge: Cambridge University Press, 1989).

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352 Pedro L. San Miguel

del despojo sistemático y de la peonización del campesinado, hacia el fortalecimiento del sector latifundista.2 A veces, sin embargo, se ha intentado desarrollar una economía mercantil de base campesina, aunque controlada por los sectores domi-nantes y el Estado.3 Al quedar inmersos en una economía más comercializada, los campesinos son más susceptibles de sufrir nuevos reclamos por parte del Estado. A pesar de ser fortale-cido en su base productiva, en la medida en que aumenta su dependencia de un poder central que regula y dirige, una de las consecuencias de tal política ha sido la pérdida de auto-nomía del campesinado. La República Dominicana muestra claramente la estrecha relación entre el fortalecimiento del Estado y su mayor injerencia en la sociedad rural; también ilustra los intentos del aparato estatal en sostener, al menos en ciertas regiones del país, una economía mercantil de base eminentemente campesina.

2 Entre otros, ver Enrique Florescano (ed.), Haciendas, latifundios y plan-taciones en América Latina (México: Siglo XXI y CLACSO, 1975); Ernest Feder, Violencia y despojo del campesino: Latifundismo y explotación, 3ra ed. (México: Siglo XXI, 1978); George L. Beckford, Persistent Poverty: Under-development in Plantation Economies of the Third World, 2da ed. (Morant Bay y London: Maroon Publishing House y Zed Books, 1983); Manuel Moreno Fraginals, La historia como arma y otros estudios sobre esclavos, inge-nios y plantaciones (Barcelona: Crítica, 1983), 56-117; Alain de Janvry, The Agrarian Question and Reformism in Latin America (Baltimore: Johns Hop-kins University Press, 1983); y Arnold Bauer, «Rural Society», en: Leslie Bethell (ed.), Latin America: Economy and Society, 1870-1930 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), 115-48.

3 De Janvry, The Agrarian Question, 182 y sigs.; T. Lynn Smith (ed.), Agra-rian Reform in Latin America (New York: Alfred A. Knopf, 1965); Rodolfo Stavenhagen (ed.), Agrarian Problems & Peasant Movements in Latin America (Garden City, NY: Doubleday & Comp., 1970), 97-368; y Jean Le Coz, Las reformas agrarias: De Zapata a Mao Tsé-tung y la FAO (Barcelona: Ariel, 1976), esp. 143-203.

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Los campesinos del Cibao 353

eConoMÍa de eXPortaCIón y deSarroLLo deL eStado

Durante el siglo XIX, el Estado dominicano era fundamen-talmente débil. La intervención extranjera, las guerras civiles, una economía altamente regionalizada, el caudillismo político y la ausencia de medios de comunicación, son algunas de las razones que explican su fragilidad.4 Estos factores atentaban contra el surgimiento de una economía nacional integrada y contra los recursos financieros del poder central. A finales del siglo, a medida que la agricultura de exportación prosperaba, el Estado dominicano se fortaleció, logrando extender su in-fluencia a través del país. Para entonces, productos como el azúcar, el cacao y, en menor grado, el café, desplazaron al ta-baco como principal producto de exportación. El crecimiento de estos cultivos tuvo no solo consecuencias económicas sino, también, dimensiones políticas; como resultado, según expre-sa Antonio Lluberes, ocurrió una redefinición de la «geopolíti-ca nacional».5 En efecto, en las últimas décadas del siglo ocurrió una reestructuración de poder entre las diversas regiones del país. En consecuencia, el Cibao, que tradicionalmente había

4 H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900: Notes for a Historical Socio-logy (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982), 94-111; y Julio A. Cross Beras, Sociedad y desarrollo en República Dominicana, 1844-1899 (Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 1984).

5 Antonio Lluberes, «La crisis del tabaco cibaeño, 1879-1930», en: Taba-co, azúcar y minería (Santo Domingo: Banco de Desarrollo Interamérica, S.A., y Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 11-6. Ver, además: Nelson Carreño, Historia económica dominicana: Agricultura y crecimiento eco-nómico (siglos xix y xx) (s.l.: Universidad Tecnológica de Santiago, 1989); Franc Báez Evertsz, La formación del sistema agroexportador en el Caribe: República Dominicana y Cuba, 1515-1898 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986), 145-243; Roberto Marte, Cuba y la República Dominicana: Transición económica en el Caribe del siglo xix (Santo Domingo: CENAPEC, s.f.); Rafael E. Yunén, La isla como es: Hipótesis para su comprobación (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1985); y Michiel Baud, «Transformación capitalista y regionalización en la Re-pública Dominicana, 1875-1920», IC, 1, 1 (1986): 17-45.

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sido la región económicamente preponderante del país, per-dió esta posición, sobre todo frente a los nuevos centros azu-careros que surgieron entonces.6 Políticamente, el poder de los nuevos sectores exportadores se manifestó en una mayor influencia sobre las medidas fiscales y económicas del Estado dominicano.

El traslado de los centros económicos y políticos del país tuvo su expresión en la dictadura de Ulises Heureaux (1887-99) quien, irónicamente, inició su carrera como miembro del Partido Azul, tradicional representante de los intereses del Ci-bao.7 Bajo Heureaux, la República Dominicana aumentó su participación en el mercado internacional; también cambia-ron sus formas de integración en la economía mundial. Hasta entonces, la producción campesina había predominado en la economía de exportación; a partir de ese momento, el sector de plantación se haría cada vez más dominante. Además, el establecimiento de empresas modernas, como la industria azu-carera y los ferrocarriles, aumentó la dependencia del capital externo.8 En pocas palabras, Heureaux fue el artífice del Estado

6 Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995), 11-31.

7 Roberto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana, 2 vols. (Santo Domingo: Punto y Aparte, 1982-83), 2: 159-66. Para análisis más detallados de la dictadura de Heureaux: Juan I. Jimenes Grullón, Sociolo-gía política dominicana, 1844-1966, 2 vols. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1982), 1: 202-442; Jaime de Jesús Domínguez, La dictadura de Heureaux (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986); y Mu-Kien A. Sang, Ulises Heureaux: Biografía de un dictador (Santo Domin-go: Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 1987). Resulta igualmente sugerente la aproximación más teórica de Ramonina Brea en Ensayo sobre la formación del Estado capitalista en la República Dominicana y Haití (Santo Domingo: Taller, 1983), 95-145.

8 Hoetink, The Dominican People, 64-93; Carreño, Historia económica, 96-102 y 205-11; César Herrera, Las finanzas de la República Dominicana, 3ra ed. (Santo Domingo: Ediciones Talle, Lege, 1987), 117 y sigs.; José del Casti-llo y Walter Cordero, La economía dominicana durante el primer cuarto del si-glo XX, 2da ed. (Santo Domingo: Fundación García-Arévalo, 1980), 19-43; Wilfredo Lozano, La dominación imperialista en la República Dominicana,

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dominicano que emergió del auge de los nuevos sectores de exportación. En gran medida, él representó lo que, para Amé-rica Latina, Halperin Donghi ha denominado la «madurez del orden neocolonial».9 El surgimiento de un vigoroso sector de plantaciones, la subyugación política del norte del país a los intereses de la Capital y el fortalecimiento del Estado contribu-yeron a transformar los contornos económicos y políticos de la República Dominicana. A pesar de estos cambios, el campe-sinado siguió dominando varias actividades productivas, que continuaron expandiéndose durante el siglo XX.

Durante el siglo XIX, el Estado tuvo un influjo relativamente tenue sobre el mundo rural, al menos en lo que al régimen de tierras se refiere. A finales de esa centuria, las autoridades estatales tomaron algunas medidas para redefinir la estructu-ra agraria del país. Entonces se intentó liberar la tierra de las formas jurídicas que definían a los antiguos tipos de propie-dad; por ejemplo, se dieron los primeros pasos para demarcar los terrenos comuneros. Igualmente, se trató de promover la agricultura comercial mediante la concesión de tierras a inver-sionistas nacionales y extranjeros, y de la otorgación de títulos de propiedad a los ocupantes de tierras estatales, siempre y cuando estas fuesen cultivadas o usadas productivamente.10 Sin embargo, el resultado de esta política fue muy desigual.

1900-1930 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976); Franc Báez Evertsz, Azúcar y dependencia en la República Dominica-na (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1978); y Antonio Lluberes, «El enclave azucarero, 1902-1930», HG, 2 (1983): 7-59.

9 Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América Latina, 2da ed. (Madrid: Alianza, 1970), 280-355. Para obras más recientes sobre este período, ver Marcello Carmagnani, Estado y sociedad en América Latina, 1850-1930 (Barcelona: Crítica, 1984); y Leslie Bethell (ed.), Latin Ame-rica: Economy and Society, 1870-1930 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989).

10 Carreño, Historia económica, 26; Hoetink, The Dominican People, 1-18; Baud, Peasants and Tobacco; y Jorge Valdez, Un siglo de agrimensura en la República Dominicana (Santo Domingo: Ediciones Tres, 1981), 22-69.

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En el último cuarto del siglo, hubo un considerable desarrollo en el cultivo de la caña de azúcar, especialmente en Puerto Plata, San Pedro de Macorís, Santo Domingo, Baní y San Cris-tóbal.11 Pero otras regiones del país mantuvieron sus bases tradicionales de producción, fundamentalmente campesinas.

En la provincia de Santiago, por ejemplo, se realizaron va-rias concesiones de tierra al amparo de estas medidas. Nicolás López recibió tierras estatales en Jacagua; al momento de de-positar el documento de cesión en la notaría, lo que hizo en 1900, López llevaba más de 30 años de posesión «pacífica y no interrumpida».12 Ramón Almonte, de Jacagua Arriba, y José Paulino Domínguez, de Gurabo, también se beneficiaron de la «ley sobre la concesión gratuita de los terrenos del Estado» del 7 de julio de 1876. El terreno de Domínguez, a pesar de ser descrito como «muy quebrado y cenagoso», contaba con bue-nas labranzas; el de Almonte, tenía café, caña y otros cultivos.13 Eduardo Domínguez, otro de los beneficiarios de tal política, al parecer recibió varias donaciones de terrenos en 1881, aun-que, como dice uno de los documentos, ocupaba los mismos hacía «muchos años».14 Estos ejemplos sugieren, empero, que varios de los que se beneficiaron de las concesiones estatales habían estado ocupando las tierras antes de que se efectuara la cesión formal. Es decir, lo que hicieron las autoridades fue legitimar una ocupación de facto que se había dado al margen de las disposiciones legales. Probablemente, este patrón fue general en todo el país; de acuerdo con José Ramón Abad,

11 Hoetink, The Dominican People, 6-18; Carreño, Historia económica, 23-56; Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo en la República Dominicana, 1844-1930. Vol. II: El desarrollo del capitalismo en la agricultura, 1875-1930 (Santo Domingo: Gramil, 1981), 32-8, 138-49 y 234-67; y José del Castillo, «La formación de la industria azucarera mo-derna en la República Dominicana», en: Tabaco, azúcar y minería, 23-56.

12 ANJR, PN: JD, 1900, fs. 91v-2v.13 ANJR, PN: JD, 1882, fs. 16-6v y 171-71v.14 ANJR, PN: JD, 1882, fs. 166v-67v y 168-69v.

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para 1883 solo un puñado de personas había obtenido títulos de propiedad sobre las antiguas tierras estatales.15

Aunque no totalmente ajeno a las demandas del poder central, durante el siglo XIX el campesinado dominicano no estuvo sujeto a muchas de las presiones que sus homólogos tuvieron que sufrir en otros lugares del Caribe. Esto fue así, por ejemplo, con los impuestos que padeció el campesinado en Puerto Rico debido a las exigencias fiscales del gobierno co-lonial español. Entre otras cargas, la población puertorrique-ña tenía que pagar el «subsidio», contribución sobre la renta derivada de las actividades agrícolas, pecuarias, industriales y comerciales. Además, los sectores más desposeídos del cam-pesinado fueron sometidos a leyes contra la «vagancia», que impulsaron el trabajo compulsorio.16 Esta situación contrasta con la del campesino dominicano, que no estuvo sujeto, siste-máticamente, a esa clase de tributación ni a semejantes leyes laborales durante el siglo XIX. Aunque en varios momentos se buscó aumentar tanto el poder contributivo del Estado como su capacidad de reglamentación del trabajo, estos intentos no dieron por resultado un sistema regular de exacción fiscal o la-boral. Bajo el régimen haitiano, pongamos por caso, el Código Rural impuesto por el presidente Jean Pierre Boyer pretendió crear un sistema de trabajo compulsorio en las grandes propie-dades. Sin embargo, tanto la resistencia de las masas haitianas como la de los campesinos dominicanos dieron al traste con tal política.17 Es muy probable, igualmente, que muchas de las

15 José Ramón Abad, La República Dominicana: Reseña general geográfico-esta-dística (Santo Domingo: Imprenta de García Hermanos, 1888), 262.

16 Labor Gómez Acevedo, Organización y reglamentación del trabajo en el Puerto Rico del siglo xix (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1970); Fer-nando Picó, Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo xix: Los jornaleros utuadeños en vísperas del auge del café, 3ra ed. (Río Piedras: Huracán, 1979), esp. 115-30; y Pedro San Miguel, El mundo que creó el azúcar: Las haciendas en Vega Baja, 1800-1873 (Río Piedras: Huracán, 1989), 124-69.

17 Frank Moya Pons, La Dominación Haitiana, 1822-1844, 3ra ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1978), 45-79.

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medidas fiscales tomadas por el gobierno español durante el período de la Anexión (1861-65) hayan incitado el desconten-to entre el pueblo dominicano contra la intervención, espe-cialmente entre la población rural.18

Por otro lado, los intentos de imponer un régimen de cor-vée sobre las masas campesinas con el fin de mejorar la red vial del país tropezaron con enormes dificultades. La apatía de las autoridades, reflejo de la misma debilidad del Estado, unida a la resistencia de los campesinos, hicieron que este sistema de «prestaciones personales» tuviese poco alcance y que, en consecuencia, la construcción y la reparación de los caminos y las carreteras continuasen siendo iniciativas priva-das o, a lo sumo, de los ayuntamientos.19 Más por incapacidad que por falta de voluntad, el Estado dominicano no pudo, en la antepasada centuria, promover –en palabras de Ramonina Brea– «una disciplina social que posibilitara la subordinación de la fuerza de trabajo en torno a una dominación abstracta e impersonal».20

No fue sino hasta principios del siglo XX cuando el campe-sinado dominicano comenzó a sentir de forma más directa este tipo de medidas. Las leyes agrarias aprobadas a principios del siglo pretendían transformar las bases de la tenencia y del uso de la tierra, tanto por parte de los campesinos como de

18 Sobre el particular: Juan Bosch, La Guerra de la Restauración, 3ra ed. (San-to Domingo: Editora Corripio, 1984), 63-71; Jaime de Jesús Domínguez, La anexión de la República Dominicana a España (Santo Domingo: Univer-sidad Autónoma de Santo Domingo, 1979); Luis Álvarez, Dominación colo-nial y guerra popular, 1861-1865 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986), y Secuestro de bienes de rebeldes: Estado y sociedad en la última dominación española, 1863-1865 (Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 1987); y Pedro L. San Miguel, La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana (Santo Domingo: Ar-chivo General de la Nación, 2011), 33-43.

19 Emilio Rodríguez Demorizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo: Academia Dominicana de la Historia, 1964), 206-16.

20 Brea, Ensayo sobre la formación, 127.

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los latifundistas tradicionales. La demarcación de los terrenos comuneros, por ejemplo, implicó la asignación de predios de-terminados, lo que suscitó el abandono de prácticas agrícolas tradicionales, como la agricultura itinerante y el uso común de los bosques. El reordenamiento del sistema agrario tenía como fin la plena entronización de un régimen de propiedad priva-da, a tono con los intentos de modernización de la agricultura dominicana. Los proyectos de modernización del régimen de tierras tomaron nuevos bríos bajo la ocupación estadouniden-se entre 1916-24. La noción de la tierra como una mercancía era el elemento subyacente a las nuevas leyes agrarias. Aunque esta noción no era extraña en la sociedad dominicana, no era predominante del todo en la ruralía a principios del siglo XX.21 Pero la tenencia y el uso de la tierra no fueron los únicos as-pectos de la vida campesina sobre los cuales el Estado hizo patente su presencia; otros elementos de la vida rural también se afectaron con las acciones del poder central. Tal fue el caso con la fuerza de trabajo, elemento fundamental en la creación de la infraestructura económica del país.

CaMInoS Para La agrICuLtura:eL régIMen de PreStaCIoneS LaboraLeS

A pesar del tendido de los ferrocarriles en el Cibao du-rante el último cuarto del siglo XIX, a principios de la pasada centuria la falta de caminos adecuados representaba aún un gran obstáculo al desarrollo de la economía regional.22 Con

21 Para un análisis más detallado de los cambios en la estructura agraria, ver el capítulo VI.

22 Para una evaluación de las comunicaciones internas hasta la década de los treinta, ver Juan Ulises García Bonnelly, Las obras públicas en la Era de Trujillo, 2 tomos (Ciudad Trujillo: Impresora Dominicana, 1955), 2: 273-94; y Orlando Inoa, Estado y campesinos al inicio de la Era de Trujillo (Santo Domingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1994),

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frecuencia, comunes tan cercanas como Santiago y Moca veían reducir su intercambio por lo inadecuado de los caminos que las comunicaban; a finales de 1901 se hacían gestiones para «hacer carretero» el camino entre dichos municipios.23 En ese mismo año, varios vecinos de Navarrete solicitaron al Ayunta-miento de Santiago que se abriese un camino carretero entre ese caserío y la estación del ferrocarril, por lo «indirecto e in-adecuado» del existente, empeorado por la creciente de un arroyo cercano. Dicha petición fue reiterada meses más tarde por Ramón Asencio «a nombre del gremio comercial del case-río de Navarrete».24 La mayoría de los caminos eran inadecua-dos para el uso de carretas, permitiendo a lo sumo el paso de animales. Todavía para finales de la década de los treinta los habitantes de muchas de las secciones rurales cercanas a la ciu-dad de Santiago tenían que «sacar sus frutos a lomo de animal por no haber tráfico para vehículos por el mal estado de estos caminos».25 Los terrenos pantanosos, la existencia de nume-rosos ríos y quebradas, además de la topografía, dificultaban el transporte y las comunicaciones; igualmente hacían más laboriosas la construcción y la conservación de los caminos.26 Frecuentemente, muchos de los adelantos logrados a costa de infatigables esfuerzos eran cancelados por los embates de la naturaleza. Así, en 1910 se hacía referencia a un temporal, ocurrido en noviembre de 1909, que había echado a perder las principales arterias de comunicación de Santiago.27

Para los comerciantes establecidos en Santiago, era vital mantener comunicación con las ciudades costeras de Puer-to Plata y Monte Cristi; igualmente importante resultaba

108-13. García Bonnelly también resalta la fragmentación política que propiciaba el lamentable estado de los caminos y las carreteras.

23 BM, 14: 375 (22 enero 1902), 1.24 BM, 14: 376 (30 enero 1902), 3; y 14: 380 (21 marzo 1902), 6.25 AGN, GS, 1939, Leg. 7, 11 febrero 1939.26 BM, 17: 434 (8 noviembre 1904), 4; y 29: 984 (22 abril 1918), 6.27 BM, 23: 637 (27 julio 1910).

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mantener acceso a las diversas secciones rurales de donde provenían los frutos de la tierra. En palabras del síndico de Santiago en 1910:

...no podemos permitir por más tiempo que el pro-ductor no pueda... traer sus frutos al mercado por el mal estado de los caminos, o que tenga que emplear doble tiempo del que necesita cuando lo hace...28

En vista de que el mal estado de los caminos constituía un serio obstáculo al transporte de los productos agrícolas, la su-peración de esta limitación se convirtió en una de las metas primordiales de las élites comerciales cibaeñas. A este propósi-to, se recurría a los organismos de poder local y regional para que contribuyesen a solventar dicho problema. En 1903, con el auspicio del Ayuntamiento de Santiago, se hacían esfuerzos por construir un camino hacia Puerto Plata, pasando por la sección de Pedro García, localizada al norte de la ciudad de Santiago.29 Pero en ocasiones los esfuerzos de las comunes no bastaban y se recurría al poder central. En 1915, cuando el Ayuntamiento de Monte Cristi solicitó al de Santiago su coo-peración para hacer transitable la carretera entre ambos muni-cipios, este último contestó que se dirigiría al Poder Ejecutivo en busca de apoyo. Y, en efecto, días más tarde se recibió una comunicación del presidente de la República en que se or-denaba al secretario de Fomento su gestión en la reparación de dicha carretera.30 Sin embargo, las solicitudes de los ayun-tamientos no siempre obtenían resultados tan favorables. En junio de 1903 se pidió al gobierno central que se destinase a carreteras en Santiago el producto del impuesto de las loterías

28 BM, 22: 626 (5 marzo 1910).29 BM, 15: 403 (9 mayo 1903), 3. Todavía en 1918 se seguía trabajando en

este proyecto. BM, 29: 988 (25 mayo 1918), 8.30 BM, 26: 825 (23 marzo 1915), 4; 26: 831 (22 abril 1915), 2; y 26: 834

(6 mayo 1915), 2.

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locales. El ministro de Interior y Policía contestó, empero, que no se podía acceder a tal petición ya que dicho impuesto había sido destinado a otros fines.31 En otras palabras, la debilidad financiera del Estado limitaba su papel en la construcción y el mantenimiento de la red vial del país.

No debe extrañamos, entonces, que a principios de la cen-turia, gran parte de la responsabilidad en el mantenimiento de los caminos continuase recayendo directamente sobre la ciudadanía. A veces, algún potentado local tomaba la inicia-tiva en la construcción o la mejora de los caminos. En 1918, pongamos por caso, el Ayuntamiento de Santiago reembolsó RD$144.90 a Nicolás de Peña, quien obviamente no era un mero campesino, por los gastos en que incurrió en la mejo-ra del camino de Jacagua.32 Pero, a menudo, las iniciativas en tal sentido provenían de los vecinos de las diversas secciones rurales, interesados en mantener los caminos en condiciones transitables. Por ejemplo, en 1904 los residentes de Pontezuela manifestaron su deseo de cooperar en la desecación de unos pantanos que afectaban el camino entre Tamboril y la ciudad de Santiago. En tales ocasiones, los habitantes del campo po-dían organizar «juntas de trabajo» para laborar en los caminos locales; o se podían hacer colectas de dinero para sufragar los gastos de las obras.33

Fue el campesinado quien a la larga cargó con el peso en la construcción de los caminos. En efecto, la Ley de caminos autorizó a los ayuntamientos a utilizar a la población mascu-lina en la construcción y la reparación de las vías de comuni-cación. Esta ley, aprobada en marzo de 1907, formó parte de un abarcador programa de obras públicas iniciado, bajo tutela

31 BM, 16: 406 (6 agosto 1903), 4; y 16: 408 (17 noviembre 1903), 3.32 BM, 29: 978 (30 enero 1918), 1-2.33 BM, 17: 434 (8 noviembre 1904), 4; y 27: 866 (4 octubre 1915), 4.

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estadounidense, durante la presidencia de Ramón Cáceres.34 De acuerdo con la misma, todo hombre entre las edades de 18 a 60 años estaba obligado a realizar «prestaciones personales» un día por trimestre. Aunque la ley se enmendó en los años siguientes, su fundamento (esto es, el trabajo forzoso en las carreteras y los caminos) permaneció inalterado hasta la déca-da de los veinte. Varias de las enmiendas a la ley impusieron condiciones más severas aún. Según la ley original, los «pres-tatarios» podían librarse del trabajo compulsorio pagando 25 centavos por cada día de servicio (esto es, un peso anualmen-te). En 1918, el Gobierno de ocupación aumentó este pago a dos pesos por año. De igual manera, la enmienda de 1918 estableció que, a requerimiento del inspector de Caminos, los prestatarios tendrían que rendir cuatro días de trabajo conse-cutivos. Esta provisión se apartaba del espíritu original de la ley, la cual obligaba a los prestatarios a trabajar solo un día por trimestre.35

Durante sus primeros años de existencia, las autoridades confrontaron serios problemas en hacer cumplir la ley, no solo en lograr que la población cumpliese con las prestaciones en trabajo sino, también, en que pagase el impuesto de exonera-ción. Hasta entonces, tanto las autoridades municipales como las provinciales habían sido incapaces de implantar de lleno la ley. Por ejemplo, para aplicar la ley, la Gobernación de Santia-go consideró necesario realizar un empadronamiento de los hombres de la provincia;36 sin embargo, no hay indicios de que se llevase a cabo. Ante la inefectividad de la Ley de caminos, los trabajos continuaron dependiendo de los peones asalariados y no tanto del sistema de prestaciones en trabajo. A pesar de que los prestatarios laborasen en las carreteras, su disponibilidad

34 Inoa, Estado y campesinos, 111-15; y Bruce J. Calder, The Impact of Interven-tion: The Dominican Republic during the U.S. Occupation of 1916-1924 (Aus-tin: University of Texas Press, 1984), 49.

35 BM, 21: 593 (10 septiembre 1908), 1-2; y 29: 1001 (11 octubre 1918), 1.36 BM, 21: 594 (29 septiembre 1908), 3.

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para trabajar dependía, en gran medida, de la influencia de los notables locales entre el campesinado más que de la coac-ción directa de las autoridades estatales. Debemos suponer que gracias a su influencia y a algún incentivo económico, como el pago de las comidas diarias, estos miembros de la élite rural podían lograr la movilización de los prestatarios. Aunque las órdenes al respecto pudiesen originarse en el poder municipal o estatal, sobre estos notables locales recaía la responsabilidad inmediata de reclutar a los prestatarios y hasta de organizar los trabajos. Los alcaldes pedáneos, usualmente pertenecientes a la élite campesina, jugaron un papel central en tal sentido; otras veces era un gran propietario quien asumía tal encomienda. J. A. Bermúdez, un importante hacendado de Santiago, gestionó en 1912 la cooperación de los vecinos de El Ingenio y áreas aledañas, ya fuese en trabajo o en dinero, para acondicionar los caminos de la sección.37

A partir de 1911 se renovaron los esfuerzos por aplicar el impuesto de caminos; sin embargo, tanto por desidia como por las dificultades envueltas, tales intentos fueron poco fruc-tíferos.38 Aparte de los problemas burocráticos, uno de los obstáculos en la implantación de la Ley de caminos fue la re-sistencia que esta confrontó. Para Teodoro N. Gómez, quien estaba a cargo de la recaudación del impuesto de caminos, la aplicación de la ley se convirtió en un verdadero rompeca-bezas cuando varios hombres rehusaron pagar el impuesto y además se negaron a trabajar.39 Esta renuencia tanto a tributar como a laborar era frecuente. En otras ocasiones, cuando los prestatarios alegaban estar disponibles para trabajar, no había ninguna vía en construcción, siendo innecesarios sus servicios en ese momento. Y aunque a veces ocurriese así efectivamente, hay indicios de que este alegato era uno de los subterfugios

37 BM, 19: 528 (22 enero 1907), 1; 20: 578 (22 febrero 1908), 2; 27: 842 (3 junio 1915), 3; y 24: 714 (lro julio 1912), 4.

38 BM, 24: 676 (5 julio 1911), 4; y 28: 924 (22 noviembre 1916), 2.39 BM, 24: 679 (10 agosto 1911), 4.

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usados por los campesinos para evadir el trabajo compulsorio. El 7 de noviembre de 1911, por ejemplo, el recaudador del impuesto notificó al ayuntamiento:

...hace unos 15 días que el cobro se ha hecho imposi-ble, porque todo el mundo dice que quieren ver co-menzados el arreglo de los caminos, unos para traba-jar personalmente... y otros para ver que se están in-virtiendo los fondos en lo que la Ley lo determina…40

No fue sino hasta el período de la ocupación estadouniden-se de la República Dominicana (1916-24) cuando comenzó a implantarse de manera más efectiva la Ley de caminos. Al res-pecto, hubo una coincidencia entre los esfuerzos de los gru-pos dominantes a nivel regional y los planes del Gobierno de intervención. Así, en 1917, justo cuando el Gobierno Militar diseñaba un programa para ampliar la red de carreteras a ni-vel nacional, la Asociación de Agricultores y Ganaderos, una organización de hacendados, solicitó a las autoridades de la provincia una postura más enérgica en la aplicación de la ley.41 Los sectores dominantes del Cibao trataron, en la medida de lo posible, de que los planes del poder central coincidiesen con los suyos; tal fue el caso, por ejemplo, con la construcción de la carretera a Puerto Plata, obra de primordial interés para los sectores comerciales.42 A tono con las nuevas posibilidades, el regidor del Ayuntamiento de Santiago, José Pichardo y Pi-chardo, propuso establecer una política discriminatoria en la aplicación de la ley, de manera que el grueso del trabajo reca-yese sobre las masas campesinas. Según él, la cuota de exone-ración debía recaudarse solamente entre la población urbana, mientras que a los campesinos debía exigírseles los cuatro días

40 BM, 24: 690 (9 diciembre 1911), 3. He mantenido la grafía original.41 Calder, The Impact of Intervention, 49-54; y BM, 28: 948 (9 junio 1917), 4-5.42 BM, 29: 999 (14 septiembre 1918), 13-17; y 29: 1003 (20 octubre 1918), 6-7.

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de prestaciones laborales requeridos por la ley.43 Aunque no hay prueba directa sobre si se adoptó esta sugerencia, existen claros indicios de que, a partir de entonces, las autoridades asumieron una posición mucho más estricta en la imposición de la Ley de caminos. Los informes al Ayuntamiento sobre los trabajos efectuados son uno de esos indicios; las noticias sobre la oposición a la ley resultan igualmente elocuentes.

Efectivamente, en los meses siguientes, las noticias sobre la resistencia a la ley comenzaron a abrumar a las autoridades. En octubre y noviembre de 1917, Gregorio Rozón, Pedro E. Núñez, Carlos Biery [sic.], Felipe Lantigua, Saint Hilaire Faint, Gregorio Santana y Félix Domínguez fueron juzgados por in-fracción a la Ley de caminos, siendo condenados a prisión y a pagar cuatro pesos de multa.44 Aunque tanto los sectores urba-nos como los habitantes del campo se opusieron a la ley, en la ruralía la resistencia fue mucho más notable. Manuel de Jesús Lluveres, el inspector de Caminos, informó que en el año de 1917 muchos prestatarios no rindieron sus servicios, «especial-mente en el campo, donde uno puede contar por cientos los que rehusaron matricularse, evadiendo el pago del peso [de exoneración], o el trabajo».45 Este, de hecho, se convirtió en un problema endémico. En abril de 1918, el tesorero munici-pal de Santiago estimó que por lo menos 1,777 individuos no acataron la ley; probablemente, esta cifra representaba cerca de un 10% del total de hombres que debían cumplirla.46 En otro momento, el síndico informó a los regidores municipales que solo 1,600 personas se habían matriculado para trabajar y que la recaudación del impuesto apenas alcanzó 3,500 pesos.

43 BM, 28: 948 (9 junio 1917), 4-5.44 BM, 29: 972 (8 diciembre 1917), 8; y 29: 986 (11 mayo 1918), 8.45 BM, 29: 978 (30 enero 1918), 4.46 Este porciento se ha calculado a partir de la población masculina rural de

16-60 años. Ver «Censo rural de la Común de Santiago...», BM, 29: 1029 (23 junio 1919); y Primer censo nacional de República Dominicana, 1920, 2da ed. (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1975).

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Según él, estas cifras estaban muy alejadas del número de hombres que debían cumplir con la ley.47 De acuerdo con mis cálculos, estas cifras representan un grado de evasión de más del 80%.

¿Cuáles fueron las razones específicas para la oposición del campesinado a la Ley de caminos? A pesar de que la poca in-formación sobre el particular impide contestar esta pregunta cabalmente, existen indicios sobre algunas de las insatisfaccio-nes de los campesinos. En primer lugar, esta ley contenía un elemento relativamente nuevo en la República Dominicana: un sistema estatal de trabajo compulsorio. Anteriormente, el campesinado había padecido diversos tipos de exacción por parte del Estado. Tal era el caso de las confiscaciones y las levas que el campesino dominicano sufrió durante las guerras civiles que aquejaron al país durante el siglo XIX y a principios del XX.48 A pesar de resultar humana y económicamente onerosos, el reclutamiento militar y las confiscaciones carecían de la regu-laridad impuesta por el sistema de prestaciones exigidas por la Ley de caminos. Durante las postrimerías del siglo XIX se intentó establecer un sistema de prestaciones laborales con el fin de mejorar las vías de comunicación del país. Sin embargo, estos intentos no crearon un régimen estable de trabajo compul-sorio.49 Es decir, debido a la aplicación de la Ley de caminos comenzó a generalizarse en el país una forma adicional de ex-plotación del campesinado; precisamente la innovación con-tribuyó a crear su malestar.

En segundo lugar, no eran solamente las características ge-nerales de la ley lo que incomodaba a los campesinos; su apli-cación en concreto por parte de las autoridades y las priorida-des establecidas por ellas también causaban descontento entre

47 BM, 29: 987 (21 mayo 1918), 6; y 30: 1054 (15 diciembre 1920), 8.48 Una de las mejores descripciones al respecto se encuentra en la novela

de Juan Bosch, La mañosa, 10ma ed. (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1982).

49 Rodríguez Demorizi, Papeles de Bonó, 206-17.

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el campesinado. El desasosiego de los campesinos comenzaba con los registros a que eran sometidos para determinar si lle-vaban consigo la «cédula de rescate», esto es, el certificado que garantizaba su cumplimiento con la ley.50 Las quejas aumenta-ban cuando los residentes de un municipio, por no contar con dicho documento mientras se encontraban en otra común, eran obligados a inscribirse nuevamente como prestatarios en el municipio donde habían sido aprehendidos sin su cédula.51 Las condiciones de trabajo eran, también, causa de malestar entre los prestatarios. De acuerdo con la enmienda a la ley de 1918, los prestatarios debían pagar 50 centavos para eximirse de un día de trabajo. Sin embargo, cuando laboraban en los caminos, la partida asignada para su alimentación apenas su-maba 10 centavos diarios. El pago en metálico del impuesto de caminos, un tipo de tributación directa que engrosaba las arcas del Estado y de los Ayuntamientos, fue otra forma de exacción a que quedó sometida la población. Además, el im-puesto de exoneración era verdaderamente oneroso para un gran número de campesinos. En 1918, con dos pesos se podía comprar un ternero o un cerdo pequeño, lo que para muchos campesinos no era una inversión insignificante.52 Aunque una buena parte de los afectados pagaba la cuota de exoneración, muchos optaban por trabajar en vez de pagar dicho impuesto, especialmente los habitantes de la ruralía.53

Las respectivas prioridades de las autoridades y de la élite urbana, por un lado, y las de los habitantes del campo, por el otro, también eran una fuente de conflictos. Mientras que los primeros preferían la mejora de las carreteras principa-les, para los últimos la prioridad residía en la apertura y la reparación de los caminos rurales, los que ofrecían salida a

50 BM, 29: 989 (8 junio 1918), 3.51 BM, 29: 992 (30 junio 1918), 5.52 BM, 30: 1055 (31 diciembre 1920), 21. Estos precios fueron obtenidos de un

inventario localizado en: ANJR, PN: JMV, 1918, t. 1, anejo entre fs. 9v-10.53 BM, 31: 1069 (30 junio 1921), 5.

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sus productos agrícolas. En 1918, por ejemplo, el Inspector de Caminos notificó al síndico de Santiago que varios alcaldes pedáneos habían solicitado el arreglo de las vías en sus res-pectivas secciones rurales. Añadió que los pedáneos se veían imposibilitados de emplear el servicio de prestaciones ya que los habitantes de esas secciones, por haber cumplido con lo exigido por la ley, se negaban a trabajar gratuitamente. A pesar de haber varios caminos obstruidos, no se tomaron medidas concretas para resolver tal situación, aparte de hacer una vaga recomendación al inspector, debido a que la reparación de dichas vías no estaba prevista en los planes del Ayuntamien-to.54 Para los campesinos, mantener los caminos que permitían la salida de sus productos tenía un significado más inmediato que el establecimiento de un sistema de carreteras en gran escala. Resulta, pues, totalmente comprensible la petición de los vecinos de Palo Alto, quienes en abril de 1918 pedían que se hiciese «transitable siquiera para animales» el camino a San-tiago; para ellos, la imposibilidad de llevar sus productos a la ciudad conllevaba la pérdida de las cosechas.55

En ocasiones, los habitantes de una sección rural se nega-ban rotundamente a trabajar en otros lugares. Así, en 1923, la Junta Pro Camino Carretero de El Limón se opuso al em-pleo de los prestatarios de esa sección en los trabajos de la sección de El Túnel.56 Esta última queda en el tramo de la ca-rretera, entonces en construcción, de Santiago a Puerto Plata. Obviamente, para las autoridades y para la élite mercantil de Santiago, terminar la carretera a Puerto Plata era prioritario; los residentes de El Limón tenían otra visión de las cosas. Ade-más, cumplir con el requisito de trabajo impuesto por la Ley de caminos a menudo conllevaba esfuerzos y sacrificios que las autoridades solían pasar por alto. Tal era el caso con el tiempo

54 BM, 29: 984 (22 abril 1918), 5-6.55 BM, 29: 987 (21 mayo 1918), 6.56 BM, 32: 1114 (13 abril 1923), 5.

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y la energía consumidos en el ir y venir a los lugares de traba-jo designados por las autoridades. Aunque la mayoría de las veces la ejecución de las labores se asignaba a los prestatarios de las áreas cercanas, no había garantía de que esto ocurriese así siempre. En fin, la insensibilidad de las autoridades ante las implicaciones específicas de la ley sobre la vida y las condi-ciones de trabajo de los campesinos sometidos al servicio de prestaciones resaltaba su naturaleza opresiva.57

Los términos de la ley se hicieron más agobiantes durante la crisis económica de comienzos de la década de los veinte. La fuerte sequía que afectó al Cibao, junto a la depresión de los precios de los frutos de exportación, produjo una crisis gene-ral; tan amplia fue la misma que todavía en 1927 se hacía alu-sión al «desequilibrio del año 1920».58 En un informe de 1922, uno de los regidores del Ayuntamiento de Santiago expresó que la mayoría de los campesinos de la común estaban aban-donando sus hogares, «buscando otros lugares donde puedan conseguir el sustento». Ante las condiciones prevalecientes, se argumentó que era necesario reducir en un 50 por ciento tan-to el impuesto de caminos como el impuesto territorial; ade-más, se sugirió al Gobierno Militar que abrogase el «servicio prestatario».59 El Gobierno de ocupación, ante la oposición a la Ley de caminos, suspendió su aplicación temporeramente en 1919, aunque fue restablecida en 1920.60 Frente al incumpli-

57 Es nuevamente Juan Bosch quien nos ha dejado, en su obra narrativa, un vívido testimonio del enfurecimiento de los campesinos con el trabajo obligatorio en los caminos. Ver su cuento «Forzados», en Camino Real, 3ra ed. (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1983), 47-52.

58 CCS, [Carta de varios propietarios de Santiago al secretario de Estado de Hacienda y Comercio sobre el Impuesto Territorial], 24 de noviembre de 1927.

59 BM, 32: 1106 (10 febrero 1923), 6.60 AHS, Memoria que al Honorable Ayuntamiento de Santiago presenta el Regidor

C. Sully Bonnelly en su calidad de Presidente de la Corporación correspondiente al año 1920 (Santiago: Imprenta C. Sully Bonnelly Hijo & Co., 1921), 14. La abolición del impuesto de caminos se decretó en la «Orden Ejecutiva No. 285». BM, 29: 1019 (5 junio 1919), 47.

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miento generalizado, las autoridades trataron de disuadir a los infractores, por medio de anuncios de prensa, para que aca-tasen la ley.61 Sin embargo, la crisis económica impuso límites adicionales a la efectividad de la Ley de caminos.

Junto a la resistencia del campesinado, la crisis obligó al Go-bierno Militar a contemporizar y a realizar algunos cambios en la ley; los problemas fiscales que padecía el Gobierno fueron, seguramente, factores adicionales en impulsar esta reforma.62 De cualquier manera, en 1923 el impuesto de caminos se re-dujo a un peso. Esta enmienda trajo algún alivio a los campe-sinos, a pesar de que eliminó la opción de trabajar; es decir, al suprimir el sistema de prestaciones laborales, el impuesto de caminos se convirtió exclusivamente en una tasa moneta-ria. Aunque, en principio, la disminución del impuesto en un cien por ciento favoreció a los sectores rurales, en la práctica amplios sectores del campesinado se afectaron negativamente. Este cambio debió resultar particularmente desfavorable para los campesinos más pobres, quienes, por contar con menos re-cursos, seguramente solían laborar para cumplir con la ley. La difícil coyuntura económica en la década de los veinte hacía más dificultoso el pago del impuesto. Al contraerse los precios y al disminuir el cultivo de las tierras por la sequía existente, se redujeron igualmente las posibilidades de trabajo de los campesinos. La oferta de empleo era tan limitada que, cuando surgía alguna oportunidad de trabajo, aparecían candidatos en exceso.63

Los planes del Gobierno para construir una red nacional de carreteras y para mejorar las principales vías de comunicación a nivel regional también influyeron en la decisión de mone-tizar el impuesto de caminos, eliminando las prestaciones en trabajo. Esta alteración en la Ley de caminos propició una mayor

61 BM, 30: 1054 (15 diciembre 1920), 8.62 Calder, The Impact of Intervention, 77-81.63 BM, 33: 1151 (20 febrero 1925), 28-9.

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concentración de recursos en la construcción y la reparación de los caminos y las carreteras que las autoridades considera-ban más importantes. Las dificultades en aunar contingentes adecuados de trabajadores habían aquejado constantemente al programa de obras públicas del Gobierno Militar.64 En consecuencia, el cobro en efectivo permitía la asignación de partidas presupuestarias para la contratación de peones, en vez de tener que depender de los prestatarios, reacios, la mayoría de las veces, a cumplir cabalmente con las exigencias laborales impuestas por las autoridades. En junio de 1924, después de la monetización del impuesto de caminos, se soli-citaron 100 peones para trabajar en el camino de San José de las Matas, presentándose muchos más de los requeridos; ante tal situación, se esperaba aumentar a 150 el número de traba-jadores contratados.65 Igualmente, parece que la satisfacción del impuesto de caminos en dinero contribuyó a aumentar la eficiencia en la administración de la ley. A pesar de reconocer su impopularidad, uno de los miembros del concejo munici-pal de Santiago señalaba, en tono favorable, que en 1927 la recaudación había ascendido a 11,457 pesos.66

Las nuevas condiciones existentes a partir de la enmienda a la Ley de caminos no terminaron las discrepancias entre los campesinos y las autoridades. En primer lugar, el interés de los campesinos en dar mantenimiento a los caminos vecinales continuó estando en contradicción con las prioridades de los organismos gubernamentales. A finales de la década de los veinte, el gobernador de la provincia de Santiago seña-laba que los caminos vecinales se encontraban en completo abandono debido a que los fondos provenientes del impues-to de caminos se habían empleado en la apertura y el mante-

64 Sobre la construcción del sistema de carreteras, ver Cassá, Historia social y económica, 2: 219-23; y Calder, The Impact of Intervention, 49-54.

65 BM, 33: 1151 (20 febrero 1925), 28-9.66 BM, 36: 1191 (25 junio 1928), 10-11.

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nimiento de los «caminos carreteros».67 En segundo lugar, las autoridades siguieron insistiendo en que el impuesto, según establecía la enmienda, fuese satisfecho en efectivo y no en trabajo. Así, en mayo de 1923, vecinos de Canabacoa, Areno-so, Colorado y Licey solicitaron al Ayuntamiento los servicios de los prestatarios de esas secciones para la reparación de la carretera de Moca a Santiago. Sin embargo, el Ayuntamiento se negó, alegando que el sistema de prestaciones había sido eliminado y que el impuesto debía pagarse en dinero.68 Para contravenir esta disposición de la ley, a veces los campesinos reclamaban que ya habían trabajado en un proyecto deter-minado, y por consiguiente, rehusaban pagar el impuesto. Ya que el trabajo era un hecho consumado, ante situaciones como esta, las autoridades solían aceptar tales alegaciones y eximir a los campesinos del pago del impuesto. Al menos tal fue el caso de algunos vecinos de Salamanca, quienes se ne-garon a pagar el impuesto arguyendo que habían reparado el camino del Alto de Ana Luisa; a pesar de sus reservas, las autoridades de Santiago aceptaron esta alegación.69

Aunque con altibajos, entre el año de su aprobación (1907) y mediados de la década de los veinte, el impuesto de caminos adquirió vigencia, pagado en efectivo o rendido en trabajo, con-virtiéndose en un elemento más de presión sobre la población ru-ral. Las dificultades de las autoridades en implantar dicho sistema tuvieron dos fuentes principales. Primero, las mismas limitaciones de los organismos estatales y, en segundo lugar, la oposición de la población, sobre todo de los sectores campesinos, a las exigencias del poder. En medio de la crisis económica de la década de los veinte, la evasión contributiva del campesinado fue, en sí misma, un elemento debilitante del Gobierno estadounidense de ocupa-ción. Dado que los sectores dominantes pretendieron que el peso

67 AGN, GS, 1929, Leg. 4, 31 diciembre 1929.68 BM, 33: 1117 (2 mayo 1923), 11-2.69 BM, 33: 1150 (20 enero 1925), 49-50.

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de la ley recayese sobre la población rural, la resistencia a ella fue particularmente enérgica en el campo. Este ha sido un factor que siempre ha constreñido las posibilidades del poder estatal en el Tercer Mundo.70 Al negarse a aceptar sin más ni más los dictados del poder central, el campesinado dominicano contribuyó a re-definir el alcance de las disposiciones estatales, aminorando en alguna medida los rigores de la explotación.

La Ley de caminos inauguró nuevas exigencias estatales sobre la fuerza de trabajo y las rentas del campesinado. En tal sen-tido, el régimen intervencionista jugó un papel fundamental. No obstante, bajo el trujillato (1930-61) este control alcanzaría sus grados más altos. Como es conocido, el dictador Rafael L. Trujillo basó muchos de los proyectos estatales y de sus pro-pias empresas en la explotación del campesinado. Una de las principales formas de explotación del campesinado durante el trujillato fue el uso de su fuerza laboral en las obras públicas. En este sentido, el dictador continuó una política que, como he señalado, se inició anteriormente. Sin embargo, el fortale-cimiento del Estado le permitió racionalizar el uso de la fuer-za de trabajo del campesinado y poner en vigor un programa sistemático de obras públicas. Entre otras cosas, el Gobierno diseñó un abarcador programa de riego que, en gran medida, descansó sobre los hombros de los campesinos.

MáS CaMInoS... y agua taMbIén:PreStaCIoneS y CanaLeS de rIego

El empleo de los campesinos como prestatarios declinó a par-tir de 1923. Sin embargo, había quienes reclamaban el restable-cimiento del «antiguo sistema de las prestaciones».71 Así, en la

70 James C. Scott, Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance (New Haven: Yale University Press, 1985), 31.

71 AGN, GS, 1929, Leg. 4, 31 diciembre 1929.

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primera mitad de la década siguiente se continuó con el empleo de prestatarios en las obras públicas; al menos tal fue el caso con varios de los caminos reparados en Santiago en esos años.72 A mediados de la década, esta tendencia aumentó cuando Tru-jillo restableció enérgicamente el empleo de los prestatarios. La puesta en práctica de tal medida tenía como fin dinamizar el programa de construcciones y obras públicas del régimen. Este vasto programa pretendía dotar al país de la infraestructura necesaria para el pleno desarrollo de su potencial productivo, especialmente de su sector agrícola, puntal de la economía na-cional. A tal efecto, se diseñó un ambicioso plan que abarcaba, entre otras cosas, la extensión de las vías de comunicación inter-nas, la ampliación de los sistemas de riego, la construcción de muelles y puertos, y el rediseño urbanístico.73 Siguiendo estas pautas, en noviembre de 1935 Trujillo ordenó al gobernador de la provincia de Santiago que estableciese un plan para la cons-trucción de carreteras, caminos y canales de riego; las obras de mayor urgencia debían iniciarse inmediatamente. Este plan se pondría en vigor usando «el valioso concurso de la prestación de trabajo», esto es, el trabajo obligatorio de la población civil, sobre todo de los campesinos.74

El trabajo compulsorio permitió al Estado trujillista comple-tar la red de carreteras nacionales iniciada entre 1916-24 por el gobierno de ocupación.75 Asimismo, el uso de los prestatarios continuó desempeñando un papel central en la extensión y el

72 AGN, GS, 1934, Leg. 5, 1ro agosto 1934.73 Inoa, Estado y campesinos, 105-52; y García Bonnelly, Las obras públicas, es-

pecialmente el tomo segundo. Aunque informativa, esta obra es apologé-tica del régimen trujillista. Ver, también: Pablo A. Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1993).

74 AGN, GS, 1935, Exp. 5, 28 noviembre 1935; e Inoa, Estado y campesinos, 105-52.

75 Roberto Cassá, Movimiento obrero y lucha socialista en la República Domini-cana (Desde los orígenes hasta 1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1990), 353, n. 22.

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mantenimiento de los caminos vecinales y de las carreteras mu-nicipales y provinciales. En agosto de 1936, el gobernador de Santiago, Manuel Batlle, envió una circular a los alcaldes pedá-neos de Matanzas, Palo Amarillo, La Jagua, Los Ciruelos, Cas-tillo, San José Adentro, Angostura y Baitoa ordenándoles que movilizaran a los habitantes de sus respectivas secciones para la reparación de la carretera Baitoa-Santiago. Según el funcio-nario, esa carretera era necesaria «para que [los agricultores] puedan traer sus cosechas con la mayor facilidad a la Ciudad».76 El número de prestatarios que laboraban en estos proyectos au-mentó sustancialmente bajo el régimen dictatorial. El alcalde pedáneo de La Herradura, una sección rural de Santiago, in-formó al síndico municipal que solo el día 2 de mayo de 1936 habían concurrido a los trabajos de la carretera entre esa sec-ción y El Naranjo 1,070 prestatarios.77 En el segundo semestre de 1938 asistieron a los trabajos de caminos del municipio de Jánico cerca de 11,918 prestatarios (tabla 7.1). De acuerdo con Orlando Inoa, el trabajo compulsorio de los campesinos abara-tó significativamente el costo de construcción de las carreteras.78

Pero fue, ante todo, la construcción de sistemas de riego lo que más impulsó el Gobierno en la provincia de Santiago. Este era un antiguo anhelo de la élite santiaguera, que veía cómo una parte sustancial de los terrenos de la provincia eran desa-provechados por la escasez de agua; esto era así especialmente en las tierras que daban hacia la Línea Noroeste. En la Memo-ria del Ayuntamiento de Santiago correspondiente a 1918, se señala la necesidad de aumentar la disponibilidad de agua en Hato del Yaque, Hatillo de San Lorenzo y áreas aledañas, donde las cosechas se perdían por la escasez del líquido. Por ende, se propuso que se realizase un estudio sobre la posibilidad de irrigar dichos terrenos a través de la perforación de pozos arte-

76 AGN, GS, 1936, Leg. 3, Exp. 4, 12 agosto 1936.77 AGN, GS, 1936, Leg. 6, Exp. 9, 3 mayo 1936.78 Inoa, Estado y campesinos, 116.

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sianos, y se aprobó un presupuesto de RD$4,000 para atender tal proyecto.79 Durante la década de los veinte se había inicia-do, de forma restringida, la construcción de canales de riego en la provincia por empresarios particulares. En la común de Valverde, por ejemplo, se construyó el Canal Mao-Gurabo. Inicialmente este canal era de propiedad privada y contaba, en 1930, con una capacidad de 960 litros por segundo. Poste-riormente fue ampliado y mejorado por el Estado; en 1936 su capacidad había aumentado a 5,000 litros y para la década de los cincuenta alcanzaba los 8,000 litros por segundo.80

TABLA 7.1PRESTATARIOS EN JÁNICO, 1938

Mes Prestatarios

JulioAgostoSeptiembreOctubreNoviembreDiciembre

3252,5002,5312,4022,0702,090

TOTAL 11,918

Fuente: AGN, GS, 1939, Leg. 13, 30 diciembre 1938.

También hubo un auspicio estatal a la extensión del riego en la provincia de Santiago, especialmente bajo la presidencia de Horacio Vásquez. Pero la inestabilidad política del período, unida a las enormes proporciones económicas de dicha obra, impidieron su culminación.81 Hasta 1929 se hallaban irrigadas

79 AHS, Memoria que al Honorable Ayuntamiento de Santiago presenta el Regidor Presidente Don C. Sully Bonnelly correspondiente al ejercicio del año 1918 (San-tiago: Tipografía de J.M. Vila Morel, 1919), 15.

80 García Bonnelly, Las obras públicas, 2: 219. En esta obra hay una present-ación de la política estatal de riego.

81 Inoa, Estado y campesinos, 126-27; AHS, Memoria del año 1918, 15; y AGN, GS, 1929, Leg. 4, 31 diciembre 1929.

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por este sistema apenas 1,900 tareas. Con la extensión del área bajo riego en las secciones de Hato del Yaque y Los Almáci-gos, se esperaba que dicha cifra aumentara, según cálculos oficiales, a 22,000 tareas. Esta ampliación era indispensable, de acuerdo con el gobernador de la provincia, para la vida económica de Santiago y para la protección del «pequeño propietario rural». Un obstáculo adicional para lograr tal fin lo constituyó –en palabras del gobernador– la «imposibilidad de obtener personal suficiente para poner en inmediatas con-diciones productivas una extensión tan grande de terreno».82 En otras palabras, la falta de mano de obra representaba un obstáculo en la construcción de un sistema de riego que per-mitiese aumentar la capacidad agrícola de las tierras cibaeñas. Fue el trabajo compulsorio lo que permitió la culminación de este proyecto, tan ansiado por la élite de Santiago.83 Así, como en tantos otros planes, la élite no pudo alcanzar su meta sino hasta el advenimiento de la dictadura.

Siguiendo instrucciones emanadas directamente de la Pre-sidencia de la República, el gobernador de la provincia de Santiago solicitó a las autoridades rurales que enviaran a los prestatarios de sus respectivas secciones a trabajar en el canal La Herradura-Amina.84 En agosto de 1936, por ejemplo, el go-bernador ordenó a los alcaldes pedáneos de Las Palomas, Las Palomas Arriba, Sabaneta de Las Palomas, Limonal Abajo y Limonal Arriba que enviaran, cada uno, de 25 a 30 hombres, todos los viernes, a trabajar en el canal. Tal pedido se hizo también a los alcaldes de Licey Arriba y Canca. En este caso, el gobernador advirtió que se castigaría «de alguna manera» a los que no cumpliesen con la orden.85 Dos meses más tarde, el síndico de Peña informaba que el día 20 de octubre había asistido a los trabajos de dicho canal acompañado de más de

82 AGN, GS, 1929, Leg. 4, 31 diciembre 1929.83 Inoa, Estado y campesinos, 127-42.84 Inoa, Estado y campesinos, 127-28.85 AGN, GS, 1936, Leg. 3, Exp. 4, 27 agosto 1936; y Leg. 4, 18 junio 1936.

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700 prestatarios de esa común. Añadía en su comunicación que todos los martes iban regularmente prestatarios de Peña a laborar en esa obra. Por su parte, el síndico de San José de las Matas había informado que en abril de ese mismo año habían concurrido 818 hombres, de distintas secciones rurales de la común, a la construcción del riego.86

Pese al uso de trabajadores asalariados en las obras públicas, la evidencia disponible muestra la importancia del trabajo de los prestatarios frente al de los jornaleros. En enero de 1939, por ejemplo, se emplearon 8,199 trabajadores en las obras pú-blicas en la provincia de Santiago, de los cuales cerca del 91 por ciento eran prestatarios. Casi siempre, los trabajadores a jornal eran empleados en las ciudades, especialmente en San-tiago. En ese mismo mes, todos los trabajadores que laboraron en la capilla del cementerio y en el Parque Imbert (278 y 50, respectivamente) eran jornaleros. Por el contrario, el grueso de los prestatarios –campesinos en su mayoría– eran utilizados en las áreas rurales, especialmente en los caminos vecinales, en las carreteras intermunicipales y, por supuesto, en los ca-nales de riego. Entre el 2 y el 17 de enero, cerca de 100 pres-tatarios y 60 jornaleros trabajaron en el Camino de Naranjo. En la construcción de las carreteras de Jánico, se emplearon fundamentalmente a prestatarios; durante ese período, 1,477 prestatarios trabajaron en dichas carreteras.87

Las autoridades recurrieron a diversas estrategias para atraerse a los campesinos, haciendo que cumpliesen con el trabajo en las obras públicas. Se destacaron, por ejemplo, los beneficios que acarrearía la mejora de los caminos, lo que permitiría a los campesinos sacar sus cosechas a los centros

86 AGN, GS, 1936, Leg. 2, Exp. 2, 31 octubre 1936; y Leg. 6, Exp. 9, 1ro mayo 1936.

87 AGN, GS, 1939, Leg. 6, 20 enero 1939. Este expediente contiene varios informes similares; todos muestran la misma tendencia, esto es, el uso abrumador de los prestatarios en las obras públicas.

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de expendio.88 Los funcionarios estatales encargados de la organización de los trabajos públicos hasta intentaron calcar prácticas típicas entre los sectores rurales como un medio para lograr su aquiescencia al sistema de prestaciones. En efecto, entre los campesinos era común que, de necesitarse el auxilio de los allegados para realizar un trabajo –levantar una cosecha o construir una casa, por ejemplo– el beneficiado supliese la comida a los que brindaban su esfuerzo.89 Mientras se rendían las prestaciones, se distribuían raciones de comida, posible-mente siguiendo el patrón típico de las juntas de trabajo veci-nales. Las raciones de comida, vistas por las autoridades como un obsequio, eran acompañadas a veces por la distribución o la rifa de otros bienes, como implementos agrícolas, ropa y hasta pequeñas sumas de dinero.90 Más aún, aunque las racio-nes distribuidas estaban muy lejos de ser «suculentas comidas» –como las describe un documento oficial–, en ocasiones los prestatarios pudieron lograr que cumpliesen algunos requisi-tos mínimos. Así, en febrero de 1942, los prestatarios en la carretera Zalaya-Sabana Iglesia se quejaron de que sus racio-nes incluían casabe en vez de plátanos. En vista de la relativa abundancia de estos, se ordenó a los encargados de dicha obra que se satisficiese la exigencia de los trabajadores.91 Es proba-ble que, en tiempos de extrema escasez, laborar por la comida diaria o por minúsculos donativos pudiese atraer a los sectores más empobrecidos del campesinado.92

Igualmente, se trataron de emplear elementos de la cultura rural con el fin de hacer propaganda entre el campesinado

88 AGN, GS, 1936, Leg. 3, Exp. 4, 12 agosto 1936.89 R. Emilio Jiménez, Al amor del bohío: Tradiciones y costumbres dominicanas

[1927] (Santo Domingo: s.e., 1975), 76-9.90 Inoa, Estado y campesinos, 131 y 141; y AGN, GS, 1936, Leg. 8, Exp. 13, s.f.

Para otros ejemplos, ver Orlando Inoa, «Trabajo prestatario y agricultura de riego: El trabajo forzado del campesinado al inicio de la Era de Tru-jillo», Última Hora (23 mayo 1992), 16-7.

91 AGN, GS, 1942, Leg. 152, 2 febrero 1942.92 Para ejemplos en otro contexto: Scott, Weapons of the Weak, 12 y 93.

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sobre los proyectos del Gobierno, de forma especial en pro de los trabajos del riego. Eulogio García, alias «Coquito», pro-clamado «compositor popular», era transportado en tren a través del Cibao; en sus paradas, se reunía a la población y se leían décimas a favor del régimen.93 Estas actividades, de tono festivo, tenían el propósito de exaltar los ánimos, creando un ambiente positivo en torno a los planes del gobierno. En su visita a Altamira, en septiembre de 1936, «Coquito» instó a los vecinos a participar en una «fiesta en Hatillo San Lorenzo la cual se celebrará con el pico y la pala, en la gigantesca Obra de Riego». Con optimismo, esperaba poder lograr la movilización de al menos 1,000 hombres, que debían ser transportados en el ferrocarril; se hacían «los preparativos para pasar tres dias allá».94 Como muestra este ejemplo, en su búsqueda de apoyo, el régimen trujillista empleó la cultura popular como un me-dio de penetrar entre el campesinado, buscando aceptación para sus proyectos.

Estos intentos de ampliar su hegemonía en el campo no im-pidieron en absoluto la oposición a tales planes. Para muchos campesinos, la comida, los regalos y los premios no constituían ningún incentivo, material ni moral, y, en consecuencia, se ne-gaban «al trabajo disiendo que ello no Van aganar ninguna Ra-ción». A José Díaz, el alcalde pedáneo de su sección fue a con-minarlo a trabajar bajo tales condiciones; el interpelado «dijo que nian atrujillo yva el atrabajarle».95 Como sucedió cuando se implantó por primera vez, el trabajo forzoso enfrentó una intensa resistencia entre el campesinado. Ya en 1934 el síndi-co de Peña se quejaba ante la Gobernación Provincial porque los prestatarios de Monte Adentro se negaban a laborar en la carretera de Guazumal. De los 28 prestatarios asignados a esa

93 Inoa, «Trabajo prestatario«, 17.94 AGN, GS, Leg. 7, Exp. 12, 8 septiembre 1936. Subrayado mío; he man-

tenido la grafía original.95 AGN, GS, 1939, Leg. 3, 13 [?] septiembre 1939. He mantenido la grafía

original.

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tarea el día 1ro de agosto, solo 9 se reportaron al trabajo. En las secciones de Aguacate del Limón, La Cumbre y El Túnel –se informó en 1939– los vecinos también se negaron a trabajar en la «obra del camino carretero».96

Pero fue, sobre todo, el trabajo en la construcción del sistema de riego lo que provocó una amplia oposición por parte de la población rural.97 La envergadura de este proyecto, que exigía miles de brazos provenientes de toda la provincia, extremó las demandas laborales sobre la población campe-sina; a esta obra podían concurrir más de 3,000 prestatarios en un solo día.98 Sin embargo, al iniciarse los trabajos, cerca de 1936, se observó un reducido flujo de prestatarios a dicha obra. En consecuencia, se ejerció más presión sobre las auto-ridades rurales para que «conminasen» a los vecinos de sus respectivas secciones a concurrir al trabajo del riego. El 23 de abril de 1936, pongamos por caso, se presentó una queja al gobernador de Santiago sobre la desidia mostrada por algunos alcaldes pedáneos, quienes enviaban un número reducido de prestatarios a las obras de canalización. Como reacción a esta disconformidad, al día siguiente el gobernador envió una cir-cular a los alcaldes recriminándoles su «falta de cooperación», e instándoles a que cumpliesen con su obligación «para que aumente el número de prestatarios [en] dichos trabajos».99

Mientras duró el sistema de prestaciones para el trabajo del riego, hasta principios de la década de los cuarenta, no cesa-ron los informes sobre la resistencia al mismo. Esta vez, sin embargo, las autoridades estaban mejor preparadas para im-poner los reglamentos y reprimir a los «rebeldes». Entre otras

96 AGN, GS, 1934, Leg. 5, 1ro agosto 1934; y 1939, Leg. 3, fecha ilegible.97 Para una discusión más abarcadora: Inoa, Estado y campesinos, 121-50.98 AGN, GS, 1936, Leg. 8, Exp. 13, s.f. De acuerdo con Inoa, el trabajo en

los canales de riego conllevó el empleo de millones de hombres/días de trabajo (Estado y campesinos, 149-50).

99 AGN, GS, 1936, Leg. 8, Exp. 14, 23 abril 1936; Leg. 3, Exp. 4, 24 abril 1936; e Inoa, «Trabajo prestatario», 17.

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cosas, el gobernador provincial recibía numerosos y detallados informes sobre los que se resistían al trabajo como prestatarios. Por ejemplo, el 24 de abril de 1936, el gobernador Manuel Batlle comunicó a Manuel Elías Fernández, Juan Fernández, Emilio Grullón, Arismendi Grullón, Benedicto Encarnación, Carlos M. Tavárez y Rafael Grullón, todos de Guayabal, que había recibido informes en el sentido de que se habían negado a asistir a la construcción del canal de riego La Herradura-Amina. Cecilio Batista Blanco, Manuel Cayetano y Ramón Luis María Batista, entre otros vecinos de Monte Adentro, también se negaron a ir a trabajar, lo que fue notificado a las autorida-des provinciales.100

Las reprimendas, persecuciones y amenazas con el temi-do Ejército Nacional eran algunas de las medidas represivas tomadas en tales casos. Cuando la resistencia al trabajo com-pulsorio amenazaba con provocar interrupciones en las obras públicas, los funcionarios civiles no vacilaban en recurrir a las fuerzas armadas.101 El caso de Rafael Liranzo ilustra claramen-te lo anterior. De acuerdo con un oficial de la policía, Liranzo no solo rehusó trabajar sino que realizó propaganda «para que los hombres no asistan a los trabajos del Riego»,102 lo que seguramente constituía una ofensa mucho más seria que su renuencia a laborar. Como respuesta a su cuestionamiento a la autoridad, Liranzo fue arrestado. En otro caso, ante la opo-sición al trabajo de vecinos de La Búcara, se pidió una lista de los rebeldes con el fin de enviar un pelotón del ejército a apre-henderlos.103 Sin embargo, las intervenciones de las fuerzas

100 AGN, GS, 1936, Leg. 4, 24 abril 1936; y 1939, Leg. 3, s.f. Para otros ejem-plos: Inoa, Estado y campesinos, 134, y «Trabajo prestatario», 17.

101 Inoa, Estado y campesinos, 135-37.102 AGN, GS, 1936, Leg. 3, Exp. 5, 17 noviembre 1936. Aparentemente, este

no fue un caso aislado; en 1939, el síndico de San José de las Matas, en una carta al general José Estrella, también menciona la «propaganda…contra los trabajos» (AGN, GS, 1939, Leg. 6, 9 diciembre 1939).

103 AGN, GS, 1937, Exp. 12 [15], 6 diciembre 1937.

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armadas en los conflictos que surgían en las obras públicas, a veces eran vistas por los funcionarios civiles como contra-producentes. Así, cuando la policía arrestó, amarró y propinó una golpiza a Antonio Castillo (el informe oficial apenas hace mención de «algunos pescozones»), el síndico de Jánico solici-tó al gobernador de la provincia que detuviese tales prácticas, consideradas por él como abusivas, debido a que podían afec-tar adversamente la «buena organización» de los trabajos.104 Dada la naturaleza del régimen trujillista, dictatorial y aboca-do a maximizar la expoliación de las masas, el terror ejercido contra la población trabajadora continuó siendo un elemento crucial de su relación con el campesinado. Como ha destacado Inoa, los encarcelamientos, la intimidación y las penalidades fueron aspectos centrales del trabajo prestatario.105

Según Roberto Cassá, con el fin, de ejercer mayor presión sobre la población rural, fueron aumentadas las funciones coercitivas de los alcaldes pedáneos.106 Sobre estos funcio-narios recaía, en primera instancia, la responsabilidad de la concurrencia de los prestatarios a los trabajos, designando los vecinos de sus secciones que debían cumplir con las órdenes superiores y velando por su cumplimiento. Así, el 6 de diciem-bre de 1937 el gobernador de Santiago escribió al alcalde de la Búcara en torno a la ausencia de los prestatarios de esa sección en la construcción del canal de riego; se le ordenó a dicho funcionario enviar a la Gobernación una lista de los «rebeldes para hacerlos prender».107 En ocasiones, los alcaldes pedáneos ejercieron competentemente sus funciones represivas. Por ejemplo, Marcelino Santana, alcalde pedáneo de Monte Aden-tro, informó al gobernador que había convocado la asistencia de 47 hombres para trabajar en la carretera Matanza-Puñal,

104 AGN, GS, 1941, Leg. 114, 18 septiembre 1941.105 Inoa, Estado y campesinos.106 Cassá, Movimiento obrero y lucha socialista, 353.107 AGN, GS, 1937, Exp. 12 [15], 6 diciembre 1937. Más ejemplos en: Inoa,

Estado y campesinos, y «Trabajo prestatario», 17.

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pero que solo habían asistido 36. En consecuencia, pedía el apoyo del ejército para someter a los reacios, «no solo por esta obra sino por el futuro», añadiendo «necesito Castigar lo má revelde para ejemplo del resto».108

Las funciones represivas de los alcaldes pedáneos no de-jaron, sin embargo, de crear situaciones de tensión y hasta contradictorias. Al convertirse en agente de coacción del po-der central, el alcalde pedáneo sufría presiones considerables, propias de la función que cumplía como mediador entre el Estado, un elemento que puede considerarse como externo, y la comunidad inmediata a la que pertenecía. No se puede descartar, en consecuencia, que la «desidia» que se achacaba a los pedáneos, con frecuencia ocultase una defensa velada de la comunidad ante las exigencias estatales. Francisco Bisonó, alcalde pedáneo de La Atravesada, intentó justificar el incum-plimiento de los habitantes de esa sección en los trabajos del riego arguyendo:

...muchos de los hombres que antes vivían en la sec-ción ahora se han trasladado a trabajar a otra parte y es el motivo por el cual no concurre mayor número [de prestatarios].

La defensa de Bisonó no paró ahí. Añadió que en ocasio-nes los prestatarios de La Atravesada se habían quedado en el trabajo del canal hasta dos días seguidos, «debido a que son buenos piqueros».109 La lógica de su argumento radicaba en que esos días de trabajo extra compensaban las ausencias de otros momentos. En otro caso, el pedáneo de una sección de San José de las Matas contestó que no había cumplido con el pedido de enviar trabajadores a determinada obra porque en esos mismos días tuvo que satisfacer un pedido previo para

108 AGN, GS, 1939, Leg. 3, 18 enero 1939. He mantenido la grafía original.109 AGN, GS, 1936, Leg. 8, Exp. 14, 27 abril 1936.

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el arreglo de la carretera Jánico-Las Matas.110 Al realizar una función fiscalizadora sobre los pedidos del Gobierno, este pe-dáneo pudo evitar que las demandas del poder regional au-mentasen las cargas de trabajo que ya tenían que soportar los habitantes de su sección.

A veces los alcaldes pedáneos se convirtieron en objeto di-recto de la represión estatal. Un tal Luis M. de Veras, de El Limón, solicitó en 1939 al gobernador de Santiago el envío de una patrulla del Ejército Nacional con el fin de «ejemplarisar y correjir los reverdes» de El Aguacate y La Cumbre, quienes proceden de una manera «inrresidente» e «insopoltable», negándose a trabajar en los caminos. La situación era parti-cularmente grave, de acuerdo con Veras, debido a que los pe-dáneos de dichas secciones «no contribuyen con el servicio». En consecuencia, se envió una lista de «los Nombrados… para que sean yevados a ese despacho afin de que usted le de una correpcion».111 Los pedáneos que eran vistos como incapaces o poco complacientes con las exigencias de las autoridades estatales eran removidos de sus cargos, siendo sustituidos por otros «de mejor voluntad y disposición».112

No pocos pedáneos debieron sufrir una crisis de lealtad; al menos tuvieron que enfrentar exigencias que interferían con la vida normal de las comunidades rurales, tanto con las lealtades de los campesinos como con sus rencillas, disputas y conflictos. Después de todo, la vida de estos funcionarios estaba entretejida con la de sus subalternos en virtud de las relaciones de vecindad y los lazos familiares; también estaban inmersos en las estructuras de poder local, al igual que en sus conflictos y rivalidades. Severo Infante, alcalde pedáneo de Jacagua Adentro, tuvo que enfrentarse a una difícil situación en el año de 1937 al confrontar la oposición al trabajo de uno

110 AGN, GS, 1940-41, Leg. 118, 17 [?] agosto 1941.111 AGN, GS, 1939, Leg. 3, 20 enero 1939. He mantenido la grafía original.112 AGN, GS, 1939, Leg. 3, fecha ilegible.

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de los habitantes de dicha sección. El hombre que se resistía a trabajar, dice gráficamente Infante, «priva en oso» –esto es, era un bravucón–. Aunque, por supuesto, no era esta la ra-zón por la cual no había procedido en contra del ofensor, se defiende el pedáneo ante las autoridades superiores. Se trata-ba, más bien, de que quería evitar una fatalidad, sobre todo siendo el rebelde «un hombre muy afamiliado y culla familia los pueden acompañar en cualquier caso». Ante tal situación, Infante requirió la presencia de una pareja de guardias que lo auxiliasen a someter al susodicho «oso». En este caso –finaliza el angustiado pedáneo–, sigue las instrucciones impartidas por el general José Estrella, quien

...no has dicho a nosotros los Alcalde que cuando en la secciones aparecen hombre que quieran dar malos ejemplos y cean contrarios a la ley que ellos tienen una fuerza armada para auciliarnos, por que nosotro los alcalde desalmado solo con un colín somo igual que cualquier otro hombre.113

Este ejemplo muestra, en primer lugar, que en el ámbito de la comunidad inmediata, las relaciones familiares y de ve-cindad podían brindar cierto grado de protección, al menos frente a los funcionarios de menor rango. En segundo lugar, sugiere que los pedáneos, al convertirse en el brazo castigador

113 AGN, GS, 1937, Exp. 12 [15], s.f., citado por Inoa, «Trabajo prestatario», 17. He mantenido la grafía original. El general José Estrella fue, entre la década de los treinta y la siguiente, uno de los personajes más podero-sos y tétricos de la dictadura trujillista. Ejerció gran poder, sobre todo en la región norte del país, y ocupó varios cargos de importancia, espe-cialmente el de «comisionado especial del gobierno»; como tal, fue una especie de procónsul del dictador en dicha área, aunque posteriormente cayó en desgracia. Sobre este personaje, ver Robert D. Crassweller, Tru-jillo: La trágica aventura del poder personal (Barcelona: Bruguera, 1968), 197 y sigs.

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del Estado en su entorno más cercano, no podían abstraerse del todo de las relaciones locales de poder. El «oso» que de-nunció Infante probablemente era miembro de una familia de cierto relieve en Jacagua. La apelación al poder Estatal, representado por la guardia y por el general Estrella, era un medio para fortalecer su propia posición –después de todo, un pedáneo armado con un colín es igual a cualquier hombre– y alterar así la relación de fuerzas en la comunidad.

Los campesinos recurrieron a la solidaridad de parientes, veci-nos y amigos para protegerse de los rigores del régimen de trabajo forzado; igualmente, emplearon otros medios. El más común, por supuesto, era negarse categóricamente a trabajar. Esta negativa podía basarse en el avanzado estado de las construcciones, lo que hacía innecesario –según los prestatarios– sus servicios. El mudar-se a otras regiones, ya fuese dentro o fuera de su circunscripción municipal, era otro de esos recursos; esta era, efectivamente, una especie se fuga solapada. Incluso se recurrió a buscar excusas médi-cas para evitar asistir al trabajo. Así, en 1936, el médico Federico A. Rojas advirtió a los alcaldes pedáneos que no expediría más certifi-cados de salud a ninguna persona con el fin de librarlos del trabajo exigido por las leyes.114 Los más pudientes lograron eximirse del trabajo mediante pagos en metálico. En efecto, en junio de 1939 se determinó que los individuos que, por su condición económica o social no deseasen trabajar en las obras públicas, podían librar-se de cumplir con tal requisito por medio de pagos, que serían empleados en la manutención de los prestatarios.115 Aun así, hubo quien no aceptó tales condiciones. Epifanio Peña, comerciante, y Claudio Peralta, agricultor, ambos de la sección de Pedregal en San José de las Matas, le comunicaron personalmente al alcalde pedá-neo «que ellos no iban, ni mandaban al trabajo».116

114 AGN, GS, 1937, Exp. 12 [15], 6 diciembre 1937; 1936, Leg. 8, Exp. 14, 27 abril 1936; y Leg. 4, Exp. 6, 6 septiembre 1936.

115 AGN, GS, 1939, Leg. 3, 20 junio 1939 y 19 agosto 1939; e Inoa, Estado y campesinos, 137-39.

116 AGN, GS, 1939, Leg. 6, 9 diciembre 1939.

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Durante la dictadura trujillista, el fortalecimiento del Esta-do le permitió intensificar su explotación de las masas campe-sinas.117 El empleo de miles de hombres en las obras públicas es el más elocuente ejemplo de su creciente capacidad de ob-tener fuerza de trabajo de la población. Por lo tanto, durante el trujillato aumentaron los motivos de insatisfacción contra el trabajo obligatorio. La represión misma era, desde luego, una de las causas principales del descontento. Aparte de las golpi-zas, las amenazas, las torturas y los encarcelamientos, las cua-drillas de trabajadores eran sometidas a una estricta vigilancia para evitar las fugas. La suerte de los que eran encarcelados por el incumplimiento con el sistema de prestaciones era más tenebrosa aún; los presos, usados igualmente en las construc-ciones del Gobierno, padecían un régimen de virtual escla-vitud. Las tareas realizadas en las obras públicas eran suma-mente pesadas y las condiciones de trabajo muy deplorables. Sobre los campesinos recaía la responsabilidad de reportarse al alba a los lugares de trabajo asignados por los funcionarios; las jornadas eran de 14 horas y las raciones de comida solían ser insuficientes; la atención médica era nula.118

Pero los prestatarios no fueron los únicos afectados direc-tamente con el trabajo obligatorio; algunos patronos también sufrieron algún perjuicio con dicho sistema. Así ocurrió cuando sus trabajadores eran requeridos para laborar en alguna de las obras públicas. El caso de Polín Rojas, un patrono de Arro-yo Hondo, ilustra esta situación. Aparentemente, Rojas era un terrateniente y tenía un número de peones laborando en su propiedad. Rojas se presentó ante el alcalde, solicitándole que, en caso de que sus trabajadores fuesen requeridos como prestatarios, se le notificase con antelación «para él resolver su ayuda a la obra», presumiblemente pagando en efectivo. Así

117 Para una discusión sobre el particular: Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales; y Roberto Cassá, Capitalismo y dictadura (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1982), 723-35.

118 Cassá, Movimiento obrero, 353.

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podría «redimir las gentes que tiene en su parte».119 En otras palabras, las prestaciones en las obras públicas conllevaban un drenaje de trabajadores que podía afectar al mercado laboral, causando una relativa escasez de mano de obra. No debe ex-trañarnos, entonces, que a veces los patronos intentasen redi-mir a sus peones del servicio de prestaciones. Es posible que, en ocasiones, peticiones como esta fuesen efectuadas por los patronos ante las autoridades a instancias de los trabajadores mismos. De ser así, tendríamos una forma adicional usada por los campesinos para liberarse del trabajo compulsorio. Es decir, los campesinos trataban de manipular a los potentados locales con el fin de amortiguar el efecto de las exigencias laborales impuestas por el Estado; en tales casos, su relación privada con los patronos mediaba su relación pública con el poder.

Los campesinos tenían razones para buscar la protección de sus patronos. Debido al sistema de prestaciones, los fun-cionarios públicos aumentaron sus posibilidades de obtener ventajas personales a costa de los campesinos; por ejemplo, requiriéndoles dinero para «librarlos» del trabajo. En 1936, el general José Estrella, máxima autoridad del Gobierno en el Cibao, atendió personalmente una querella en el sentido de que funcionarios de Jánico estaban incurriendo en tal práctica. El juez alcalde de dicho municipio, uno de los in-volucrados, alegó que, si bien era cierto que había recibido dinero en efectivo, lo había hecho porque algunos prestata-rios que vivían en lugares remotos preferían pagar antes que perder 3 ó 4 días laborando en las obras públicas. El juez añadió que el dinero recibido había sido empleado en la con-tratación de sustitutos. Aunque finalmente se concluyó que todo había sido un malentendido, hay una probabilidad muy alta de que esta práctica fuese bastante común.120 De igual manera, se solía exigir «trabajo a los campesinos a beneficio

119 AGN, GS, 1937, Exp. 12 [15], 26 noviembre 1937.120 AGN, GS, 1936, Leg. 4, Exp. 6, 6 septiembre 1936; y Leg. 6, s.f.

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de intereses de particulares», en palabras del gobernador de Santiago.121 Es decir, el sistema de trabajo compulsorio per-mitió el aumento de la extorsión del campesinado a través de la exacción, por parte de funcionarios civiles y militares, de trabajo gratuito y de bienes.

Aunque tales prácticas eran consustanciales a la naturaleza extorsionadora del régimen trujillista, cuando ellas amena-zaban con socavar su hegemonía, o cuando interferían con las prioridades gubernamentales, el Estado podía intervenir, intentando restablecer el «orden». Tales acciones transmitían toda una simbología del poder, que tendía a afirmar su domi-nio sobre la sociedad: ante los excesos de los particulares, tan-to de los potentados locales como de los burócratas, el Estado se presentaba como un ente autoritario pero capaz de estable-cer y mantener sus reglas. Ante las clases subordinadas, y sobre todo frente al campesinado, el Estado se proyectaba como un organismo dispuesto a enfrentar a los poderosos, poniendo coto a sus excesos y desmanes. En alguna medida, el mensaje era que el Estado, aunque fuerte y exigente, era necesario.122

regLaMentaCIón agrarIa y eXaCCIón fISCaL

El impuesto sobre la propiedad constituye un ejemplo adi-cional del creciente papel del «Estado como reclamante», para usar el término de Scott.123 A diferencia de la Ley de cami-nos, que se aprobó antes de la ocupación estadounidense de la República Dominicana, la Ley de impuesto territorial fue un

121 AGN, GS, 1941, Leg. 115, 5 enero 1941.122 Este argumento me ha sido sugerido por la lectura de Steve J. Stern,

Peru’s Indian Peoples and the Challenge of Spanish Conquest: Huamanga to 1640 (Madison: University of Wisconsin Press, 1986); y Karen Spalding, Huarochirí: An Andean Society under Inca and Spanish Rule (Stanford: Stan-ford University Press, 1988).

123 Scott, The Moral Economy, 91-113.

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producto del régimen intervencionista y formó parte de una abarcadora reorganización del sistema tributario del país. Uno de los fines de la ley de impuestos sobre la tierra era la creación de un sistema tributario que permitiera que el peso de las contribuciones recayese sobre los que más se benefi-ciaban de la riqueza nacional. En consecuencia, se establecie-ron unas normas contributivas escalonadas, de acuerdo con el tamaño de las propiedades. Las fincas de no más de 2,000 tareas de extensión pagarían 0.5 por ciento de su valor; las que excediesen esta cifra, pero que no superasen las 10,000 tareas, tributarían el uno por ciento; y a las propiedades que sobrepasasen las 10,000 tareas se aplicaría un impuesto del 2 por ciento de su valor estimado. Además, las mejoras perma-nentes a las tierras pagarían el 0.25 por ciento de su valor. Ya que en el país todavía existían muchos terrenos comuneros, los propietarios de los títulos de dichas tierras tendrían que pagar cinco centavos por cada «peso de acción». A pesar de que estas tasas puedan parecer moderadas, hay indicios de que los estadounidenses esperaban que las contribuciones efectivas resultasen mayores.124

De acuerdo con el estudio de Calder sobre la ocupación estadounidense, los propósitos del nuevo sistema tributario eran modernizar las antiguas estructuras fiscales y desarrollar nuevas fuentes de ingresos.125 Otro de los fines ulteriores del impuesto sobre la propiedad era alterar el régimen contribu-tivo, eliminando una serie de tasas municipales; el producto del nuevo impuesto vendría a sustituir las rentas abolidas. Por ejemplo, se eliminó el impuesto municipal sobre mercancía importada, al igual que los gravámenes que pesaban sobre los productos en tránsito de una municipalidad a otra, incluyen-

124 Calder, The Impact of Intervention, 110-13. El impuesto territorial fue es-tablecido por la «Orden Ejecutiva» No. 282 del Gobierno Militar. Mis citas provienen de: BM, 29: 1019 (5 junio 1919), 1-48. Sobre la noción de «peso de acción», referente a los terrenos comuneros, ver capítulo VI.

125 Calder, The Impact of Intervention, 73-5.

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do el de peaje.126 Pero sobre todo, se buscaba disminuir la de-pendencia del Estado de los ingresos aduanales, aumentando las rentas internas. En la medida en que el Gobierno central obtuvo un mayor control de las rentas públicas, el nuevo ré-gimen tributario también fue debilitando las bases institucio-nales de poder de las élites regionales (los Ayuntamientos, por ejemplo). Desde cierta perspectiva, estas reformas tenían miras que pueden considerarse como modernizantes y hasta progresistas. Por ejemplo, al depender menos de los impues-tos sobre el comercio exterior y más de las rentas internas, las finanzas estatales adquirirían mayor estabilidad. Sin embargo, al establecer el nuevo sistema, el régimen militar se enfren-tó a las formas de tributación tradicionales, aceptadas por la mayoría de la población. Igualmente, no se ponderaron las especificidades de la economía y la sociedad dominicanas, lo que provocó un repudio generalizado a dicho impuesto.

Pero no fue únicamente el peso contributivo que tuvieron que soportar los campesinos lo que motivó la impopularidad del impuesto sobre la propiedad; se trató también del efecto que tuvo sobre las estrategias de supervivencia del campesina-do. En su brillante estudio sobre la sociedad rural vietnamita, Ja-mes Scott ha resaltado que los impuestos que más drenaban los recursos económicos del campesinado eran aquellas tasas fijas, que no guardaban relación con su capacidad de pago y que, en consecuencia, atentaban contra su subsistencia.127 El impuesto territorial era un gravamen de tal naturaleza. Aunque en princi-pio se estableció una contribución escalonada, que pesaba más sobre los grandes propietarios, lo cierto es que el impuesto, al representar una proporción del valor de las fincas, se convertía en una tasa invariable, que debía ser satisfecha tanto en los años buenos como en los malos. En otras palabras, si la mitad de la cosecha se perdía o si el ingreso se reducía en un cincuenta

126 BM, 29: 1019 (5 junio 1919), 47-8.127 Scott, The Moral Economy, 93.

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por ciento debido a una baja en los precios de los productos agrícolas, el campesino tenía que pagar exactamente la misma proporción en impuestos, a base del valor de su propiedad. Bajo tal sistema contributivo, en períodos de escasez y limitaciones, el Estado se tragaba una proporción mayor, no menor, de los ingresos de la población rural.

Se podría argumentar que la antigua estructura contributiva de la República Dominicana, en la cual los municipios grava-ban excesivamente los productos de consumo interno, también amenazaba, en épocas de crisis, el bienestar del campesinado. Y el argumento no deja de tener validez: una disminución en el ingreso hacía que los peajes, las sisas y las alcabalas municipales pesasen más sobre los gastos de las familias campesinas. Los es-tudios históricos sobre las sociedades preindustriales muestran que era precisamente en épocas de crisis, al disminuir las exis-tencias, con el azote de las pestes o al mermar las rentas, cuando tales tasas eran más resentidas. Si a estos factores se sumaba un gobierno depredador, ansioso por aumentar sus rentas incre-mentando los impuestos sobre el consumo, era muy común que el descontento generase explosiones sociales que alteraban el orden prevaleciente.128 En fin, hay una amplia prueba sobre la

128 Scott, The Moral Economy. Las causas de las rebeliones populares, espe-cialmente de los grupos campesinos, es motivo de amplia discusión en las obras históricas; por supuesto, no todos los autores le dan igual im-portancia al peso de las contribuciones. Para diferentes opiniones: Eric R. Wolf, Peasant Wars of the Twentieth Century (New York: Harper & Row, 1973); Charles, Louise y Richard Tilly, The Rebellious Century, 1830-1930 (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1975); Roland Mousnier, Furores campesinos: Los campesinos en las revueltas del siglo xvii (Francia, Rusia, China) (Madrid: Siglo XXI, 1976); Henry A. Landsberger (ed.), Rebelión campesina y cambio social (Barcelona: Crítica, 1978); Samuel Popkin, The Rational Peasant: The Political Economy of Rural Society in Vietnam (Berkeley: University of California Press, 1979); John Tutino, From Insurrection to Rev-olution in Mexico: Social Bases of Agrarian Violence, 1750-1940 (Princeton: Princeton University Press, 1986); y Steve J. Stern (ed.), Resistance, Rebel-lion, and Consciousness in the Andean Peasant World: 18th to 20th Centuries (Madison: University of Wisconsin Press, 1987).

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indignación mostrada por los sectores populares ante los gravá-menes que lastraban los artículos de consumo.

Sin embargo, en las sociedades preindustriales, general-mente existían consensos sobre lo que se consideraban nive-les contributivos «tolerables». Además, la población campesi-na podía ejercer algún control sobre los grados de exacción ejercidos por el Estado a través de los impuestos sobre el consumo. En caso de que su ingreso monetario disminuyese, el campesino podía retraerse del mercado, limitando o eli-minando totalmente la adquisición de bienes prescindibles. Proporcionalmente al menos, los impuestos sobre el consu-mo eran un elemento fluctuante en los presupuestos de los hogares campesinos. El impuesto territorial, por el contrario, constituía una carga fija, que tenía que ser satisfecha inde-pendientemente de las coyunturas económicas. Más aún, ya que el impuesto se fijaba a base del tamaño de las fincas y no según el ingreso real de sus dueños, con toda probabilidad la ley no resultó del todo exitosa en gravar adecuadamente a los propietarios que más ingresos obtenían, tal y como pre-tendía la ley.129 En la Memoria del Ayuntamiento de Santiago correspondiente al año 1920 se hace una crítica al impuesto territorial que coincide, en líneas generales, con la argumen-tación anterior. Según ella, tal sistema de tributación no se ajustaba a la realidad dominicana, «dado el estado de pobre-za de nuestro país». Por tal razón –se añade–, «no ha sido posible establecer dicho impuesto directo sobre la renta».130

El impuesto sobre la propiedad estuvo acompañado por otras medidas legales que afectaron la tenencia de tierra, como la Ley de registro de la propiedad territorial, y por la implementa-ción de la Ley de caminos. El impuesto de caminos implantó un régimen de corvée (servicio oneroso obligatorio) que captaba

129 Según Calder, el Gobierno Militar pretendía establecer un impuesto sobre la renta pero la crisis económica que afectó al país a partir de 1920 lo impidió (The Impact of Intervention, 74).

130 AS, Memoria 1920, 4-5.

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fuerza de trabajo del campesinado. Por su parte, la inscripción de las propiedades y la división de los terrenos comuneros posibilitó una mayor comercialización de las tierras, además de constituir un medio para poner en ejecución los nuevos esquemas contributivos del Estado. Trabajo, ingresos y tierras fueron tenazmente asediados por el Estado en sus intentos por consolidar su dominio sobre el territorio y la población dominicanos. En pocos momentos de la historia del país se habían sentido tantos intentos, por parte del poder central, de abarcar aspectos tan variados de la ruralía. Por lo tanto, al evaluar los efectos del impuesto territorial hay que considerar no solo su repercusión económica inmediata sino, también, las incertidumbres y las presiones que generó, junto a otras medidas, entre la población rural.

Cualquiera que fuese el efecto económico del impuesto territorial, los testimonios disponibles muestran que en-frentó la oposición de una amplia gama de sectores sociales, que iban desde los campesinos hasta los grandes propieta-rios. En consecuencia, a pesar de los esfuerzos de las auto-ridades locales por imponer el nuevo sistema contributivo, la recaudación del impuesto encaró serias dificultades. En noviembre de 1920, el síndico del Ayuntamiento de San-tiago tuvo que realizar una reunión con las «autoridades rurales» (presumiblemente los alcaldes pedáneos) para lla-marles la atención sobre «los deudores del campo», quie-nes no habían satisfecho el impuesto sobre la propiedad.131 Aunque inicialmente el impuesto territorial confrontó un tipo de resistencia pasiva, con el tiempo, grupos de propie-tarios empezaron a adoptar posiciones más organizadas en su contra. Así, en noviembre de 1921, el Ayuntamiento de Santiago, en una sesión extraordinaria, recibió una comi-sión que representaba a los terratenientes del municipio. De acuerdo con esta comisión, las actividades comerciales,

131 BM, 30: 1052 (26 noviembre 1920), 9.

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manufactureras y agrícolas se encontraban paralizadas de-bido a la crisis económica que afectaba al país. Entre las causas de dicha situación, se destacó la depreciación de los frutos de exportación, principal sostén de la economía re-gional. Dadas las severas condiciones imperantes, la comi-sión concluyó que los propietarios no estaban en el deber, ni podían pagar el impuesto territorial. Los portavoces de los propietarios –que seguramente defendían, ante todo, a los grandes terratenientes de Santiago– agregaron que el impuesto territorial representaba «una violación a sus dere-chos y un atentado contra la riqueza pública y privada del pueblo dominicano».132

Con el fin de paliar la crisis, la Cámara de Comercio y el Ayuntamiento de Santiago sugirieron al Gobierno Militar que estableciese un plan de compra de tabaco. Este plan fue acogido favorablemente por el encargado de la Secretaría de Hacienda y Comercio, aunque señaló que para poderlo imple-mentar era indispensable que se cumpliese con el impuesto territorial.133 Pero a medida que la crisis económica se agudi-zaba, los propietarios se volvían más renuentes a cumplir con dicho impuesto; en consecuencia, la evasión contributiva llegó a alcanzar niveles alarmantes. En un informe sobre las finanzas municipales, en 1923, el síndico de Santiago señaló que, hasta noviembre de ese año, había un total de 510,000 pesos oro, originados en el impuesto sobre la propiedad, que no habían sido pagados.134 Esto significa que, en promedio, cada uno de los cerca de 72,000 habitantes de Santiago debía al fisco unos 8 pesos. Como punto de comparación, valga señalar que, en el

132 La comisión estaba compuesta por: Eliseo Espaillat, Ulises Franco Bidó, Dr. Ramón de Lara, Arturo Ferreras, Rafael Muñoz, Luis Martínez, Ra-fael Valerio, Rafael J. Espaillat, Manuel R. de Luna, Emilio Almonte, Ra-fael Estrella Ureña, Lic. Emiliano Bergés y Alberto Asencio. BM, 31: 1084 (15 diciembre 1921), 3-4.

133 Baud, Peasants and Tobacco, 135-36; y BM, 31: 1076 (23 septiembre 1921), 8-9.134 BM, 33: 1132 (21 noviembre 1923), 6.

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año 1920, el ingreso del Ayuntamiento de Santiago, que era la segunda ciudad del país, fue de 400,000 pesos.135

Además de lo pesado que resultaba desde el punto de vis-ta económico, había otras razones que hicieron de este un tributo particularmente detestable. En primer lugar, la Ley del impuesto territorial establecía que, después de efectuadas las de-claraciones sobre el valor de las propiedades, las autoridades podían realizar retasaciones con el fin de determinar el monto a pagar. Igualmente, se fijaban multas y recargos por hacer declaraciones falsas o por dejar de satisfacer el impuesto. Tales penalidades se convirtieron en causa adicional del desconten-to generado por el impuesto. Por ende, en junio de 1921 se so-licitó que fuesen suprimidos tales recargos y que los deudores al fisco pagasen «netamente el valor de dicho impuesto».136 Al parecer, las tasaciones hechas por los encargados del cobro del impuesto eran particularmente onerosas y, en consecuencia, se convirtieron en foco de las peticiones hechas al Gobierno Militar. En la Convención de Ayuntamientos del Cibao, ce-lebrada el 18 de noviembre de 1921, se pidió expresamente que tal práctica fuese suprimida y que se aceptasen las decla-raciones de los propietarios, ofreciéndose a los deudores y los morosos un período de gracia para satisfacer sus deudas.137 En segundo lugar, la recaudación misma del impuesto sometió a la ciudadanía a vejámenes y violencias. Por lo tanto, en dicha convención se requirió a las autoridades estatales que se elimi-nase el «cobro compulsivo del impuesto».138

Sin embargo, el Gobierno Militar mantuvo una posición fundamentalmente intransigente. El gobernador militar seña-ló que, debido a la aguda crisis por la que atravesaba el Tesoro Nacional –producto de la contracción económica que vivía el país–, no era posible «ninguna modificación en cuanto a la

135 Primer censo nacional, 143; y AHS, Memoria 1920, 4-5.136 BM, 31: 1069 (30 junio 1921), 10-11.137 BM, 31: 1084 (15 diciembre 1921), 12.138 BM, 31: 1084 (15 diciembre 1921), 12; y 32: 1094 (1ro agosto 1922), 14.

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manera de efectuar los pagos», ni en las retasaciones hechas por las autoridades.139 Las medidas represivas y punitivas esta-blecidas por la ley aumentaron aún más el malestar producido por ella. Además de definir penalidades y multas, la ley esta-blecía un procedimiento de embargo de propiedades, que se aplicaba en caso de no ser satisfecho el gravamen. Calder alega que, en efecto, hubo propiedades que fueron confiscadas y subastadas por las autoridades. Esto aumentó el clima de vio-lencia asociado al cobro del impuesto sobre la propiedad.140

El Ayuntamiento de Santiago, haciendo eco a las querellas de los terratenientes, expresó su desacuerdo con las nuevas leyes contributivas impuestas por el régimen militar. Aparte de que los hacendados estaban representados en los concejos mu-nicipales, los Ayuntamientos tenían sus propias razones para resentir los cambios efectuados por la reforma contributiva, de la que el impuesto territorial no era sino un aspecto. Otro ele-mento importante de la reforma fiscal fue la supresión de un sinnúmero de impuestos municipales indirectos. Este fue el caso, por ejemplo, de varias tarifas a las importaciones, de los peajes por el transporte de mercancías de una a otra común y de algunos impuestos sobre el consumo. En sustitución de las rentas abolidas, los Ayuntamientos habrían de recibir una cuarta parte de los ingresos generados por el impuesto territo-rial.141 No obstante, una de las consecuencias inmediatas pro-ducidas por estos cambios fue la disminución de los ingresos de los Ayuntamientos. De acuerdo con la Memoria del Ayunta-miento de Santiago de 1920, como resultado de los cambios en el sistema de tributación establecido por el Gobierno Militar, el ingreso del municipio se redujo de 400,000 a solo 280,000 pesos.142 Otros Ayuntamientos también experimentaron una

139 BM, 32: 1086 (13 enero 1922), 3-4.140 Calder, The Impact of Intervention, 112; y BM, 32: 1094 (1ro agosto 1922), 14.141 «Orden Ejecutiva» No. 285, «Orden Ejecutiva» No. 282, en: BM, 29: 1019

(5 junio 1919).142 AHS, Memoria 1920, 4-5.

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reducción en sus rentas como consecuencia de la reforma con-tributiva y de la crisis económica.

Por consiguiente, varios Ayuntamientos trataron de presen-tar un frente común ante el Gobierno Militar para solicitar que se revocara el impuesto territorial, o que al menos se apla-zara indefinidamente la recaudación «hasta que las condicio-nes materiales del país permitan a los propietarios cumplir esa obligación».143 Ya hemos visto que esa fue una de las peticiones hechas al Gobierno por la Convención de Ayuntamientos. Y que a pesar del tono transigente de esta petición, el goberna-dor militar se negó a hacer cambios sustanciales en el pago del impuesto. A lo único que accedió fue a revisar las multas y los recargos que pesaban sobre los propietarios que tenían atrasos en el pago del impuesto.144

La presión para que el Gobierno de ocupación aboliera el impuesto territorial aumentó en los meses siguientes. En mar-zo de 1922, una vez más, un grupo de propietarios solicitó la eliminación del impuesto. Miguel A. Feliú, uno de los regido-res del Ayuntamiento de Santiago, abogó por la restitución de los antiguos impuestos locales. De acuerdo a Feliú, el cobro del impuesto sobre la tierra era muy difícil, no solo por la crisis eco-nómica general, sino, también, por el proceso «irregular» y «vio-lento» de la recaudación misma.145 Para superar la resistencia de los propietarios y de los concejos municipales, el Gobierno Militar decretó que, a partir del año fiscal 1922-23 los ingresos del impuesto territorial se asignarían a los Ayuntamientos y se-rían destinados a la educación pública. Obviamente, esta era una maniobra del Gobierno para hacer cumplir el pago del gravamen.146 A pesar de esto, en octubre de 1923 el síndico de Santiago informó que todavía no se había recaudado gran parte

143 BM, 31: 1083 (10 diciembre 1921), 9.144 BM, 31: 1084 (15 diciembre 1921), 12.145 BM, 32: 1094 (1ro agosto 1922), 14.146 BM, 32: 1101 (30 diciembre 1922), 18; y Calder, The Impact of Intervention,

112.

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del impuesto sobre la tierra, señalando que la crisis económica obstaculizaba el pago.147

Parafraseando una vez más a Scott, puede decirse que el Go-bierno de intervención intentó estabilizar los ingresos estatales a costa de los habitantes del campo.148 Al igual que el impues-to de caminos, la Ley de impuesto territorial representó un claro distanciamiento de las prácticas tributarias que prevalecían en la República Dominicana. En ambos casos se prefirió la tribu-tación directa frente al sistema de tributación indirecta, que había predominado en el país hasta entonces. Este cambio conllevó una alteración en la proporción entre los ingresos aduanales y las rentas internas, que se tradujo en un aumen-to de los ingresos del Estado. Con las nuevas medidas, sobre la población dominicana recayó un mayor peso en el sosteni-miento del aparato estatal. Ya que entonces la población del país era abrumadoramente rural, la lógica del nuevo sistema tributario implicó que el campesinado tuvo que soportar una creciente carga contributiva.

La falta de información cuantitativa no permite calcular el efecto económico de este impuesto sobre los propietarios, especialmente cuán oneroso resultó para los campesinos. No obstante, hay que considerar que este impuesto vino a sumarse a una serie de tributos que, a principios de siglo, comenzaron a pesar, cada vez más, sobre la población dominicana. Durante el siglo XIX, las rentas del Estado dependieron, abrumadora-mente, de las cargas impuestas al comercio de exportación e importación. A excepción de unos pocos años, en el último cuarto de dicha centuria las rentas aduanales representaron más del 95 por ciento de los ingresos totales del Estado.149 Con el nuevo siglo, las rentas internas comenzaron a ascender; esta tendencia, muy débil hasta 1905, se fortaleció a partir de 1906

147 BM, 33: 1132 (21 noviembre 1923), 6.148 Scott, The Moral Economy, 94.149 Luis Gómez, Relaciones de producción dominantes en la sociedad dominicana,

1875-1975, 2da ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), 69.

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(gráfica 7.1). Para 1910, todas las formas de tributación inter-na ya representaban una cuarta parte de los ingresos estatales. De este último año al 1916 hubo una tendencia a la baja, que revirtió a partir de 1917. En 1918 el Estado dominicano ob-tuvo una tercera parte de sus ingresos de las rentas internas y alcanzó un 43 por ciento en 1920. Durante el período de la ocupación estadounidense, el crecimiento de esta proporción fue particularmente impresionante. Al iniciarse el régimen de ocupación, menos de una quinta parte de los ingresos del Esta-do provenían de los tributos internos; al marcharse los marines en 1924, cerca del 60 por ciento de dichos ingresos corres-pondían a las rentas internas. En vista de esta tendencia y de las intenciones del Gobierno Militar en establecer una con-tribución sobre la renta, puede considerarse que el impuesto territorial constituyó un paso inicial en el proceso de creación de un régimen fiscal basado fundamentalmente en las rentas internas, disminuyendo la dependencia del Estado de los in-gresos aduanales.150 Esto, por supuesto, era favorable para el aparato estatal; pero para el pueblo dominicano implicó una mayor carga contributiva.

Aunque el repudio del campesinado al impuesto territorial no se tradujo en un movimiento articulado, su abarcadora oposición fue lo suficientemente enérgica como para provocar serias inquietudes al Gobierno de intervención. Las medidas fiscales del régimen causaron tal inconformidad entre los pro-pietarios rurales que la resistencia a dicho gravamen contribuyó a preparar el ambiente para la campaña nacionalista en contra de la ocupación estadounidense. Esta oposición fue particular-mente intensa en la parte norte del país.151 Así, en marzo de 1922, la Junta Directiva de Santiago del Partido Restaurador,

150 Calder, The Impact of Intervention, 72-5.151 Calder, The Impact of Intervention, 112-13; y CCS, [Carta del secretario de

Estado de Hacienda y Comercio sobre el pago del Impuesto sobre la Propiedad Territorial], 11 octubre 1927. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 158-59.

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«en representación de un numeroso grupo de munícipes», soli-citó la supresión del impuesto sobre la propiedad y el restableci-miento de los «antiguos impuestos locales».152 A pesar de ser un movimiento predominantemente urbano y de su inicial indife-rencia hacia los reclamos de la población rural, eventualmente los nacionalistas dominicanos tuvieron que tomar en conside-ración la oposición a las medidas tributarias del Gobierno. La oposición al impuesto territorial, que contribuyó a su fracaso, aceleró la crisis del régimen interventor. Lo reconociese o no, la intelectualidad nacionalista que luchó por el retiro de las fuer-zas de ocupación se nutrió de la inconformidad generada por la política tributaria del Gobierno Militar, especialmente fuerte en el campo. En cierta forma, los nacionalistas se encontraron en la cresta de una ola que se originaba en la ruralía.153

Hacia finales de la ocupación, la crisis económica que azotó al país y la oposición al impuesto territorial hicieron que este cayese en desuso. Al reconstituirse el Gobierno nacional, en 1924, este restableció la mayoría de los impuestos abolidos por el Gobierno Militar, además de crear otros. En 1927, el Go-bierno dominicano intentó acrecentar sus rentas, aumentan-

152 BM, 32: 1094 (1ro agosto 1922), 14.153 Las interpretaciones sobre el retiro de las fuerzas estadounidenses de

la República Dominicana han destacado principalmente al movimiento nacionalista de base urbana, o los movimientos armados de base rural en diversas partes del país, sobre todo en la región del Este. Por otro lado, se ha prestado poca atención a las formas menos conspicuas de resistencia popular al régimen de intervención. Ver, por ejemplo: Calder, The Impact of Intervention, 115-237; Manuel Rodríguez Bonilla, La Batalla de la Bar-ranquilla (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1987); María Filomena González, Línea Noroeste: Testimonio del patriotismo olvidado (San Pedro de Macorís: Universidad Central del Este, 1985), y Los gavilleros, 1904-1916 (Santo Domingo: Archivo General de la Nación, 2008); Pablo A. Maríñez, Resistencia campesina, imperialismo y reforma agraria en República Dominicana (1899-1978) (Santo Domingo: CEPAE, 1984); y Michiel Baud, «The Struggle for Autonomy: Peasant Resistance to Capitalism in the Dominican Republic, 1870-1924», en: M. Cross y G. Heuman (eds.), Labour in the Caribbean: From Emancipation to Independence (London: Warwick University Caribbean Studies, 1988), 120-40.

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do el cobro del impuesto territorial. Sin embargo, este intento confrontó la firme oposición de la población. En una comu-nicación al secretario de Estado de Hacienda y Comercio, un grupo de comerciantes y grandes propietarios de Santiago se quejó de los altos niveles impositivos que sufría el pueblo do-minicano. Argüían los firmantes que dichos impuestos habían aumentado sobremanera entre 1916 y 1927; en consecuencia, consideraban inoportuno el cobro del impuesto territorial.154 Aunque entre 1921-27 el impuesto territorial fluctuó entre el 2 y el 3 por ciento de los ingresos estatales, la creciente carga contributiva que pesaba sobre el pueblo dominicano, especial-mente onerosa para las masas campesinas, hacía contraprodu-cente el intento de renovar su cobro.

El impuesto territorial fue finalmente abrogado en 1935, a instancias de Rafael L. Trujillo.155 No obstante, la derogación del impuesto territorial fue compensada con el establecimiento de otras contribuciones, como el de la «cédula de identidad», que era realmente un impuesto sobre el ingreso, e impuestos como los que se fijaron sobre la producción de arroz.156 Por lo tanto, en los más de treinta años del régimen trujillista, los ingresos del Estado continuaron dependiendo mayormente de las rentas internas. Entre 1935 y 1946 la proporción de in-gresos estatales provenientes de las tasas y las contribuciones internas fue particularmente alta; en el primero de estos años fue del 72 por ciento, llegando a alcanzar el 89 por ciento en 1946. Este patrón fue resultado no solo de la naturaleza depre-dadora del Estado trujillista sino, también, de la caída de las exportaciones en esos años, lo que incrementó la importancia relativa de las rentas internas. Con la recuperación de las expor-taciones, después de la Segunda Guerra Mundial, aumentaron

154 CCS, [Carta de varios al secretario de Estado de Hacienda y Comercio], 14 septiembre 1927.

155 Joaquín Marino Incháustegui, Historia dominicana, 2 vols. (Ciudad Tru-jillo: Impresora Dominicana, 1955), 2: 162.

156 Inoa, Estado y campesinos, 186-92.

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las rentas aduanales y, en consecuencia, las rentas internas recuperaron los niveles prebélicos.157 De todas maneras, la preponderancia de las rentas internas frente a los ingresos aduanales se convirtió en un elemento permanente de la es-tructura fiscal del Estado dominicano a partir de la ocupación estadounidense. Este fue otro de los mecanismos de exacción del poder estatal con respecto a las masas campesinas.

Aunque muchos de los planes para explotar a los campesi-nos implantados bajo el trujillato fueron un legado de la ocu-pación estadounidense, los proyectos del dictador no fueron una mera copia de las políticas del régimen intervencionista. Más bien, Trujillo urdió sus propios esquemas, orientados, en primer lugar, a aumentar y perfeccionar la expoliación del campesinado; y, en segundo, a garantizar la estabilidad política en el campo. De hecho, ambos aspectos no eran sino los lados opuestos de una misma moneda. A pesar de que las demandas del Estado sobre el campesinado aumentaron durante el tru-jillato, por otro lado el régimen desarrolló un sinnúmero de programas para ganarse la aquiescencia de los sectores cam-pesinos. Por eso, las políticas del régimen conllevaron tanto medidas paternalistas y «pro campesinas» como el uso abierto de la represión. El examen de algunos de los programas es-pecíficos de la dictadura muestra la naturaleza de la política estatal hacia el campesinado.

dICtadura y CaMPeSInado:La PoLÍtICa agrarIa baJo eL truJILLato

Para poder explotar a la población rural, ya fuese mediante el uso de su fuerza de trabajo o de la exacción fiscal, era ne-cesario, ante todo, garantizar la reproducción de la economía campesina. Fue el campesinado, en efecto, «el blanco sobre

157 Gómez, Relaciones de producción, 101.

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el que se asentó la dominación económica trujillista».158 Más aún, durante la dictadura de Trujillo la explotación del cam-pesinado se convirtió en una política coherente. Esta política no solo implicó el uso de su fuerza de trabajo, sino también la integración de los campesinos en la economía de merca-do como productores de cultivos de exportación y de materia prima para suplir al incipiente sector industrial. Con esto en mente, se diseñó un amplio programa agrario que incluía dos elementos centrales: 1) prevenir la migración masiva de los campesinos a las áreas urbanas; y 2) la distribución de tierras a los campesinos desprovistos de ella. Estos dos aspectos estaban estrechamente relacionados ya que el reparto de tierra era un medio de evitar la emigración de la ruralía de los campesinos desposeídos.

La política del régimen con respecto al campesinado con-llevó mucho más que la creación de una fuente de mano de obra a ser explotada por el Estado y por los patronos rurales.159 De hecho, durante el trujillato se implantó un tipo de reforma agraria. Este programa incluía varios aspectos, y pretendía, en última instancia, integrar a los campesinos en las corrientes principales de la economía de mercado. Para alcanzar sus me-tas, el Gobierno inició lo que llegó a conocerse como la «polí-tica de las diez tareas», que consistió en suplir un mínimo de tierra a aquellos campesinos que carecían de ella. A través del reparto de tierra se buscaba fortalecer la producción campesi-na, lo que prevendría la emigración de la población rural a los centros urbanos. El fomento de la producción de víveres fue parte de la política económica diseñada durante los primeros

158 Cassá, Capitalismo y dictadura, 725.159 Inoa, Estado y campesinos. La política del régimen se evidencia claramente

en una serie de artículos periodísticos publicados por Ramón Marrero Aristy, con el título de «La posición del trabajador», en 1945. Ver La Opinión, 5754-5788 (9 agosto-18 septiembre 1945). Agradezco a Raymun-do González y Roberto Cassá el haberme suministrado copia de estos artículos.

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años de la dictadura, conocida como el Plan Trujillo.160 Otra de las vertientes de este plan fue la «campaña del arado», cuyos objetivos principales eran fomentar el uso de este implemento agrícola y aumentar la producción de los campesinos más po-bres. Este programa vino acompañado de otras medidas que buscaban mejorar la producción campesina. Tal fue el caso, por ejemplo, del establecimiento de granjas agrícolas modelo, de la distribución de semillas y de la difusión de nuevas técni-cas de cultivo.161 Con estas medidas se esperaba aumentar los grados de autosuficiencia del campesinado y, en última ins-tancia, de la economía nacional. Con los mismos propósitos, el régimen fomentó la producción de víveres para el mercado interno, además de los cultivos de exportación, y favoreció lo que se podría denominar la integración vertical del campesi-nado en la industria, como suplidor de materia prima.162

La implementación y la supervisión de este amplio progra-ma agrícola recayeron directamente sobre las Juntas Protecto-ras de la Agricultura.163 Estos organismos, adscritos a la Secre-taría de Estado de Agricultura, contaban con representación en las más importantes secciones rurales; estaban compuestos

160 Carlos E. Chardón, Reconocimiento de los recursos naturales de la República Dominicana (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1976), 13-8. Este informe sobre los recursos del país fue originalmente redactado en 1939. Como reconoce el autor, el Plan Trujillo ya había sido dado a conocer en la prensa. Ver también: Inoa, Estado y campesinos, 155-96; y Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales.

161 AGN, SA, 1938, Leg. 324, 31 diciembre 1937.162 Cassá, Capitalismo y dictadura, 124-31 y 277-307; Maríñez, Agroindustria,

Estado y clases sociales, 9-11 y 31-3; y Frank Moya Pons, Empresarios en con-flicto: Políticas de industrialización y sustitución de importaciones en la Repúbli-ca Dominicana (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales, 1992), 23-71. Como muestran Inoa y Baud, muchas de estas políticas habían sido ensayadas, con éxitos mixtos, antes de la ascensión de Trujillo al poder. Ver, respectivamente: Estado y campesinos y Peasants and Tobacco.

163 Inoa, Estado y campesinos, 84-5; y Maríñez, Agroindustria, Estado y clases so-ciales, 43-4.

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por miembros destacados de la población del campo. Para el año 1935, todos los miembros de las juntas seccionales de La Villanueva, La Atravesada, Guanábano y Estancia del Yaque, entre otras, fueron identificados como agricultores. Ello su-giere que estas personas eran fundamentalmente de origen campesino, aunque seguramente la mayoría pertenecía a los estratos más acomodados del campesinado. Por otro lado, a nivel comunal estas juntas eran dominadas por las élites mu-nicipales, como los grandes propietarios y comerciantes. En noviembre de 1935, la subjunta de Villa Bisonó (Navarrete) contaba entre sus miembros a dos hacendados, un comercian-te-agricultor y tres comerciantes-hacendados. En las juntas sec-cionales, también podía haber miembros de las élites rurales. A la junta seccional de El Aguacate pertenecían Aurelio Pérez (agricultor y alcalde pedáneo de dicha sección), Manuel Peña (comerciante), Domingo Durán (agricultor) y Santana Disla (tablajero).164

Una de las principales funciones de las Juntas Protectoras de la Agricultura fue la repartición de tierra. La distribución de tierra fue particularmente significativa a mediados de la dé-cada de los treinta. Según un informe preliminar correspon-diente a 1935, en ese año fueron distribuidas en las provincias de Barahona, Azua, Hato Mayor, Monte Cristi, Puerto Plata y Santiago más de un millón de tareas entre aproximadamen-te 37,000 agricultores, lo que representa un promedio de 35 tareas.165 La mayor parte de estas tierras fue repartida en las provincias de Azua y Santiago; en la primera provincia se dis-tribuyó un tercio de las tierras, mientras que a Santiago corres-pondió una cuarta parte del total. De los terrenos repartidos en esta última provincia, el grueso de los mismos pertenecía al municipio de San José de las Matas (tabla 7.2). Aunque el documento de marras no detalla el número de beneficiados

164 AGN, SA, JPA, 1935, Leg. 5, 28 noviembre 1935.165 AGN, SA, JPA, 1935, Leg. 6, 22 noviembre 1935.

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por municipio, las casi 300,000 tareas repartidas a nivel provin-cial fueron distribuidas entre 8,657 agricultores. El programa de reparto de tierras continuó durante los años subsiguientes. Por ejemplo, en octubre de 1936 el mismo Trujillo ordenó la entrega de 12,000 tareas, distribuidas entre 1,200 agricultores del municipio de Valverde.166

En 1936 la Junta de Santiago informó al gobernador que hasta septiembre de ese año había repartido 228,101 tareas entre 7,820 agricultores de la provincia. Esto representa un promedio de 29.2 tareas por agricultor, casi el triple de las 10 tareas fijadas como mínimo por el Gobierno.167 Hacia finales de la década, el celo de las autoridades en el reparto de tierras mostró una notable disminución. Según el informe anual de la Cámara de Comercio del Cibao, para 1939 el total de tierras repartidas fue de apenas 4,600 tareas, las cuales se distribuye-ron entre 101 agricultores. Al año siguiente el total de tierras asignadas a los 105 beneficiados fue de 1,923 tareas, esto es, tan solo 18 tareas por agricultor.168

166 AGN, GS, 1936, Leg. 5, Exp. 7, 6 junio 1936; y Leg. 4, Exp. 6, 4 octubre 1936.

167 AGN, GS, 1936, Leg. 2, Exp. 2, 3 noviembre 1936.168 AGN, GS, 1939, Leg. 3, 14 diciembre 1939; y 1940, Leg. 63, s.f. No queda

claro si estas cifras corresponden a toda la región del Cibao o a la pro-vincia de Santiago únicamente. En cualquier caso, denotan una merma considerable con relación a los años anteriores.

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TABLA 7.2DISTRIBUCIÓN DE TIERRAS EN LA

PROVINCIA DE SANTIAGO, 1935

Localización Tareas %

San JoséValverdeSantiago*JánicoPeñaNavarrete

102,55271,11038,82332,32830,42424,135

34.323.813.010.810.18.0

*Además de las tierras repartidas en Santiago, incluye las tareas correspondientes a La Canela, Licey, Baitoa, Las Lagunas y Gurabo.Fuente: AGN, SA, JPA, 1935, Leg. 6, 22 diciembre 1935.

Otra de las labores primordiales de las Juntas de Agricultura era fomentar el cultivo de víveres e impulsar la diversificación de la producción agrícola. Los informes de las Juntas contie-nen abundantes detalles sobre el particular. Por ejemplo, en la segunda mitad de la década de los treinta, se efectuó una cam-paña a favor de la siembra de guineo. A este propósito, se iden-tificaron los terrenos más apropiados para este cultivo; además, se ofrecieron indicaciones a los agricultores sobre los métodos adecuados de siembra, corte y transporte. Buena parte de la producción de guineos se exportaba al mercado estadouniden-se. Sin embargo, también se fomentó la producción de frutos menores para abastecer el consumo local; entre estos sobresa-lieron la yuca, el maíz, el arroz, las batatas, los plátanos y los fri-joles.169 En el contexto de los años treinta, cuando la República Dominicana vivía una profunda crisis motivada por la caída de sus exportaciones, el reparto de tierras y el fomento de la pro-ducción para el mercado interno contribuyeron a atemperar el

169 AGN, GS, 1939, Leg. 13, 4 marzo 1939, 3 abril 1939, 5 mayo 1939 y 1ro julio 1939.

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azote de la depresión. Lo mismo se puede decir de los intentos por diversificar las exportaciones, patente en los empeños por aumentar la producción de frutas, como el guineo y la piña.

En el fondo, la esencia de dichos programas estribaba en mantener al campesinado adscrito a la tierra. En consecuen-cia, el Gobierno inició una serie de medidas para aumentar la tierra disponible para repartir entre los habitantes del campo. Esto se llevó a cabo a través de una combinación de medidas que incluían la identificación y la mensura de las tierras perte-necientes al Estado, la expansión de la frontera agrícola (gra-cias a la irrigación y el desmonte, por ejemplo) y, finalmente, mediante la confiscación de tierras a propietarios particulares. Se pensaba, por ejemplo, que la irrigación de las tierras del Cibao contribuiría a disminuir la migración de los campesinos en tiempos de sequía, como solía ocurrir.170 Aunque el dicta-dor, y sus parientes y allegados retuvieron para sí una parte de dichos terrenos, no menos cierto es que una porción de estos se distribuyó entre el campesinado.

La irrigación de tierras áridas fue uno de los medios prin-cipales para la expansión de la frontera agraria. En el Cibao, por ejemplo, se ampliaron los canales de riego en la Línea Noroeste, una de las áreas más secas de la región. El riego estuvo íntimamente vinculado con el incremento de la pro-ducción de arroz, cuya expansión durante el trujillato fue realmente impresionante. Entre 1930 y 1940 la producción de este grano permitió satisfacer la demanda nacional; en esa década, su producción prácticamente se cuadruplicó. El au-mento fue de tal magnitud que la República Dominicana pasó a ser un exportador de dicho grano.171 A diferencia de otros productos alimentarios, el cultivo del arroz estaba altamente

170 AGN, GS, 1936, Leg. 5, Exp. 7, s.f. y 2 enero 1936; Inoa, Estado y campesi-nos; y Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales.

171 Cassá, Capitalismo y dictadura, 146-49 y Cuadro No. II-27; 21 años de es-tadísticas dominicanas, 1936-1956 (Ciudad Trujillo: Dirección General de Estadísticas, 1957), 68; e Inoa, Estado y campesinos, 196-203.

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concentrado en un pequeño grupo de hacendados. Junto a la caña de azúcar, el arroz fue uno de los casos sobresalientes de agricultura latifundista durante el trujillato. La concentración del cultivo de arroz se detecta claramente en Valverde, uno de los principales municipios arroceros en la República Domini-cana. En 1942, menos de un 7 por ciento de los agricultores de arroz cultivaban más de dos terceras partes de las tierras sembradas de dicho grano. Luis L. Bogaert C. x A., nada más, tenía sobre 30 por ciento de las tierras arroceras de Valverde. Al otro lado del espectro, aquellos agricultores que contaban con no más de 100 tareas cultivadas de arroz (quienes cons-tituían un 75 por ciento de todos los cosecheros del grano), apenas contribuían con un 7 por ciento de la tierra sembrada de este producto.172

El control de los grandes productores era más marcado aún debido a que varios de ellos eran molineros, los cuales adquirían, procesaban y distribuían el arroz cultivado por los pequeños y los medianos cosecheros; tal era el caso de Bogaert y Compañía.173 A pesar de todo, el riego y la expansión del cultivo del arroz brindaron cierto respiro a los agricultores cibaeños, abrumados por la falta de mercados en dichas dé-cadas, primero como resultado de la depresión y luego por la guerra en Europa. Por ejemplo, la habilitación del canal Herradura-Amina permitió la incorporación de nuevas tierras a la siembra del grano. En el año 1944, la zona arrocera de la provincia de Santiago fue ampliada en 9,000 tareas, gracias a los terrenos irrigados por el canal Presidente Trujillo. Ese año también hubo un aumento en la producción promedio por tarea debido a una preparación de los terrenos más adecuada,

172 AGN, GS, 1942, Leg. 156, 7 octubre 1942. De acuerdo con Inoa, en general, el cultivo de arroz se distinguía por el predominio de fincas de tamaño mediano; el caso de Valverde (Mao) era –según él– excepcional (Estado y campesinos, 204-6).

173 AGN, SA, 1931, Leg. 1, 11 mayo 1931. Sobre los molineros: Inoa, Estado y campesinos, 192-93.

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al uso de abonos y a un mejor mantenimiento de los canales de riego.174

A pesar de la clara conexión entre el riego y el latifundio arrocero, la distribución de tierras irrigadas permitió a algunos campesinos –y alimentó las expectativas de muchos más– aban-donar sus actividades marginales e integrarse a los sectores más dinámicos de la economía nacional. Cuando César Blas Olivo, de Guayubín, solicitó 100 tareas junto al canal de Navarrete, afirmó que estaba cansado de labrar en las lomas, donde no podía cosechar nada. Bernardo Bueno, de Santiago Rodríguez, lamentaba su extrema pobreza y el tener que sobrevivir de los «pequeños negocios» que realizaba en «este medio apartado y de poco movimiento». Es decir, Bueno pretendía moverse de la región fronteriza con Haití, donde la actividad comercial era relativamente escasa, a las regiones irrigadas del Cibao, que se fueron incorporando a las corrientes principales de la econo-mía comercial. Para otros, la tierra distribuida representaba una alternativa a la total desposesión y al trabajo asalariado. Félix Gómez, de Valverde, aseguró que este era el único medio que tenía para adquirir tierras. En una petición de 100 tareas, más dramática aún, Emenegildo Veras, también del municipio de Valverde, señaló que él era un pobre trabajador, «que solo ten-go el amparo de mis manos encallecidas por el trabajo en los campos de labranza ajenas [sic] y, no tengo una pulgada de tie-rra para trabajar». Onofre Torres, quien se había desempeñado como fogonero en un aserradero, en Jarabacoa, ganando un jornal que apenas alcanzaba para cubrir a medias sus necesida-des, solicitó ayuda para obtener 200 tareas, añadiendo que las mismas le «permitirían solucionar mi problema de vida».175

Otros solicitantes, por el contrario, hicieron alusión a sus recursos como medio para validar sus peticiones. Felicia La-

174 AGN, GS, 1942, Leg. 146, s.f.; y MA, 1944, Leg. 8, 31 diciembre 1944.175 AGN, MA, 1947, Leg. 38, No. 285, 12 abril 1947; No. 251, 21 abril 1947;

No. 234, 20 marzo 1947; No. 253, 14 abril 1947; y No. 246, 17 abril 1947.

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jara vda. de Pichardo pidió 200 tareas, amparándose en que tenía recursos económicos para «poner rápidamente en esta-do de cultivo dicha parcela»; además, mencionó que contaba con la ayuda de sus hijos varones. Juan Sebastián Reyes, quien solicitó la misma cantidad de tierra, también alegó que tenía medios para poner en producción dicho predio, en caso de serle concedido.176

Pero no fueron únicamente los campesinos pobres los que se beneficiaron de las tierras irrigadas. Los notables locales, los funcionarios del Gobierno y los oficiales de las fuerzas arma-das usaron sus contactos personales para obtener tierras;177 y sus peticiones solían recibir respuestas extraordinarias y rápi-das. El 3 de mayo de 1947, Simón Díaz Díaz, miembro de una de las familias de agricultores más prominentes de Santiago, solicitó 60 hectáreas de tierra irrigada para la siembra de arroz y otros cultivos menores. Estos terrenos le fueron otorgados, el 27 de mayo, «de acuerdo con las instrucciones expresas del ilustre Jefe del Estado». En otro caso, Carlos R. Fermín, un ofi-cial retirado del ejército, solicitó 500 tareas, contestándosele que su petición sería atendida cuando se iniciase el reparto de tierras. Félix Hermida, general de brigada y jefe de la Policía Nacional, solicitó 1,000 tareas en Boca de Mao. El día 23 de junio de 1947, se le notificó que dichos terrenos le serían otor-gados por concesión de Trujillo.178

Los mismos campesinos, acostumbrados a la política del clientelismo, y conscientes de su efectividad,179 solicitaban a sus protectores que mediasen a su favor. Así, Gilberto Arocena recurrió a Manuel de Jesús Checo, teniente coronel del Ejér-cito Nacional, para que solicitase 300 tareas a su nombre. Ra-món A. Tavares, a pesar de haber hecho él mismo la petición,

176 AGN, MA, 1947, Leg. 38, No. 289, 10 abril 1947; y No. 284, 11 abril 1947.177 Inoa, Estado y campesinos, 86-101.178 AGN, MA, Leg. 3 8, No. 219, 3 mayo 1947; No. 191, 25 septiembre 1947;

y No. 252, 23 junio 1947.179 Baud, Peasants and Tobacco, 114-16.

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hizo constar en la misma que contaba con el respaldo de Vir-gilio Trujillo, hermano del dictador, y de los Bisonó, una de las familias más influyentes de Navarrete.180 Como sugieren estos ejemplos, además de su fin económico, el reparto de tierras durante el trujillato formaba parte de un complejo sistema de control social y político que incluía la otorgación de bienes y favores a cambio de adhesión al régimen.

La colonización interna desempeñó un papel fundamental en la expansión del fondo agrario durante el trujillato. Los esfuerzos del Estado se dirigieron, sobre todo, a la coloniza-ción de aquellas regiones marginales hacia donde el flujo es-pontáneo de campesinos era más bien escaso. En la región fronteriza con Haití, donde se estableció un buen número de estas colonias, hubo también un interés político, encaminado a lograr la «dominicanización de la frontera».181 Para poner en vigor este programa, el Gobierno estableció un número de co-lonias agrícolas en las cuales la tierra se otorgaba en usufructo a los colonos. En estas colonias, el Estado retenía un gran con-trol sobre la producción, el financiamiento de las actividades agropecuarias y el mercadeo de los productos. Los colonos re-cibían herramientas, viviendas y otros bienes que usualmente escaseaban en el campo. Evidentemente, el propósito de las colonias era instituir un campesinado estrechamente vincula-do tanto al mercado interno como al externo.182

Varias de estas colonias fueron establecidas en el Cibao. En el municipio de Santiago, por ejemplo, la colonización fomen-tada por el Estado impartió un gran impulso al sector rural de Pedro García, ubicado en la Cordillera Septentrional. Hasta la década de los treinta, Pedro García permaneció como una de las áreas más aisladas del municipio, a pesar de contar con

180 AGN, MA, Leg. 38, No. 228, 14 mayo 1947; y No. 300, 21 julio 1947.181 Cassá, Capitalismo y dictadura, 130; Bernardo Vega, Trujillo y Haití: 1930-

1937 (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1988), 132-33.182 Cassá, Capitalismo y dictadura, 130-31; Inoa, Estado y campesinos, 157-80; y

Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales, 39-65.

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excelentes terrenos. A principios de siglo se había intentado fomentar la colonización de la región. En 1906, por ejemplo, el ministro de Hacienda contrató a un agrimensor para reali-zar la mensura de dicha sección rural, donde había una gran extensión de tierra de propiedad estatal.183 Aunque para esa fecha en Pedro García se había asentado un número de ocu-pantes sin título, la falta de caminos apropiados constituía un serio impedimento al pleno desarrollo económico de la sec-ción. Para superar este aislamiento, en 1918 uno de los regi-dores del Ayuntamiento de Santiago recomendó la apertura de un camino que conectara a Pedro García con esa ciudad. Según el regidor Espaillat, con buena comunicación, las fami-lias pobres de las tierras bajas migrarían a esa «rica sección», y los productos agrícolas se podrían transportar fácilmente a la ciudad.184 Espaillat fue más lejos, e ideó un plan de coloniza-ción que incluía hacer propaganda entre los campesinos que trabajaban en suelos marginales, llamando su atención sobre la fertilidad de las tierras de Pedro García; además, la sección sería mensurada, las parcelas debidamente demarcadas, y se distribuirían herramientas a crédito entre los campesinos que se asentasen en la región. A principios de la década siguiente, cuando varias sequías azotaron las tierras bajas del Cibao, se consideró que la migración de los campesinos a las lomas contribuiría a aumentar la producción de bienes de subsisten-cia; igualmente, se pensaba que en esta región se debía fomen-tar el cultivo del café.185

No fue sino hasta la década de los 30 cuando la sección rural de Pedro García incrementó su potencial agrícola, gracias al activo papel asumido por el Estado en la colonización interna

183 ANJR, PN: JD, 1906, t. 2, fs. 326-26v; y BM, 21: 595 (19 octubre 1908), 1.184 BM, 29: 986 (11 mayo 1918), 3; y 29: 1000 (30 septiembre 1918), 10.185 BM, 29: 1014 (19 abril 1919), 8-9. Espaillat sometió su propuesta a la

Cámara de Comercio de Santiago en 1922. Debo a Danilo de los Santos una copia de este documento y la de un informe agronómico sobre la sección de Pedro García.

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del país. Hacia 1935 se continuó con la distribución de tierras entre los campesinos; también se abrieron caminos y se alentó la agricultura.186 En 1940 la colonia contaba con cerca de 400 colonos y comprendía alrededor de 72,000 tareas, de las cuales 38,000 se encontraban en explotación. De esta última cifra, el 32 por ciento se dedicaba al café, que era el principal producto comercial en la región montañosa. Otro 34 por ciento se sem-braba de frutos menores, como arroz, yuca y plátanos.187 Aun-que el proceso de asentamiento en el país continuó durante los años cuarenta, luego de una fase inicial de expansión, el número de colonos y el de tierra bajo cultivo permaneció rela-tivamente estable durante las próximas dos décadas.188

De las colonias del Cibao, Pedro García fue una de las más exitosas, tanto en su fomento agrícola como en atraer pobla-dores. Para finales de 1944, Pedro García contaba con algo más de 50,000 tareas bajo cultivo; a pesar de que el número de colonos era de solo 342, el de habitantes sobrepasaba los 3,000. No obstante, una proporción indeterminada de dichos pobladores habitaba en Pedro García antes de que esta sec-ción rural fuese declarada colonia estatal.189 En todo caso, el programa de colonización estatal vino a fortalecer un proceso de asentamiento que se había venido dando al menos desde principios del siglo XX. El éxito de otras colonias fue más mo-desto que el de Pedro García. Entre las colonias correspon-dientes al Distrito Agrícola de Santiago, se encontraban la de Hato del Yaque, la de Jaibón y la de Los Almácigos. En Hato del Yaque, por ejemplo, tanto el número de colonos como el de tierra cultivada eran muy reducidos; lo mismo ocurría en Los Almácigos (tabla 7.3). Jaibón, por otro lado, fue algo más

186 AGN, SA, JPA, 1935, Leg. 6, s.f.; GS, 1936, Leg. 3, Exp. 4, 22 agosto 1936; SA, 1938, Leg. 370, 8 marzo 1938; y GS, 1939, Leg. 13, 30 noviembre 1939.

187 AGN, GS, 1940, Leg. 27, 20 mayo 1940.188 AGN, MA, 1954, Leg. 288, s.f.189 AGN, GS, 1936, Leg. 3, Exp. 4, 22 agosto 1936.

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exitosa en cuanto al número de colonos establecidos en ella. Pero el tareaje cultivado era relativamente bajo, en compara-ción con el de Pedro García. En esta última colonia, el prome-dio de tareas por colono era muy superior al de los otros tres establecimientos. Mientras que en Pedro García esta cifra se aproximaba a las 150 tareas, en Los Almácigos y Hato del Ya-que apenas rondaba las 15; en Jaibón era de cerca de 27 tareas.

No obstante estas cifras –un tanto decepcionantes–, al eva-luarlas hay que considerar las expectativas que la distribución de tierras generó entre el campesinado. Para muchos cam-pesinos pobres, la mera posibilidad de obtener tierras en las colonias estatales se convirtió en un elemento de adhesión al régimen. En alguna medida, se concebía al programa estatal como un medio para contrarrestar el proceso de desposesión.

Algunas de las solicitudes de tierra hechas por los campesi-nos demuestran esta percepción; también sugieren la forma en que los campesinos manipulaban el discurso oficial para alcanzar sus metas. Las frecuentes alusiones a la prole que quedaba desheredada u ociosa por carecer de tierra, eran una manera solapada de utilizar el discurso dominante, que pretendía fomentar la laboriosidad de los habitantes de la ruralía, para ganar la buena voluntad de las autoridades y obtener los predios solicitados. Así, en su petición por un predio de tierra, Elía [sic] Echevarría alegaba que deseaba «encaminar» a sus hijos «por el camino de la agricultura, de una manera más amplia y propicia». Juan María Batista, de Cuesta Colorada, solicitó 200 tareas aduciendo que contaba con 10 hijos, pero que no tenía dónde ponerlos a trabajar.190

190 AGN, MA, 1947, Leg. 38, No. 205, 3 marzo 1947; y No. 302, 27 de mayo 1947.

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TABLA 7.3COLONIAS AGRÍCOLAS EN SANTIAGO, 1944

PG LA HY J

Total tareasTareas cultivadasNo. colonosNo. habitantes

57,34850,493

3423,319

1,8841,300

101295

44722415

112

6,8486,685

249899

PG=Pedro García LA=Los Almácigos HY=Hato del Yaque J=JaibónFuente: AGN, MA, 1944, Leg. 8, 31 diciembre 1944.

El caso de Pedro García ilustra la colonización promovida por el Estado a partir de la década de los treinta. También ejemplifica una de las más importantes adaptaciones del cam-pesinado cibaeño a los cambios económicos del período. El asentamiento de los campesinos en las regiones montañosas les permitió involucrarse en actividades económicas en expan-sión. Tal fue el caso con la producción de café, la cual, a pesar de sufrir de precios bajos durante los años treinta, comenzó a recuperarse lentamente durante la Segunda Guerra Mundial, y prosperó rápidamente luego de finalizada esta. La colonia de Jamao, en el cercano municipio de Moca, constituye otro ejemplo de esta adaptación del campesinado al cultivo del café en las regiones altas del Cibao. En 1937, Jamao contaba con más de 138,000 tareas cultivadas, especialmente en café y fru-tos menores.191 Algo parecido puede decirse sobre las tierras arroceras fomentadas en el Cibao como resultado de la expan-sión del regadío.

Otro de los medios empleados por el Estado para aumentar la tierra que se iba a repartir a los campesinos fue la captación de terrenos de los grandes propietarios. Por ejemplo, según la «ley de aguas», los propietarios cuyas tierras iban a ser irriga-das, debían entregar a las autoridades una cuarta parte de las

191 Cassá, Capitalismo y dictadura, Cuadro No. II-25.

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mismas en retribución por el beneficio que obtendrían con el riego.192 Sobre todo, se confiscaban tierras baldías con el fin de distribuirlas, aumentando así la superficie bajo cultivo. En 1935 se repartieron 3,000 tareas en Navarrete, anteriormente pertenecientes a Tácito E. Cordero; igual cantidad de tierras se distribuyó en la sección de La Herradura, obtenidas por las autoridades de Enerio Gómez.193 En áreas de poca densidad poblacional, donde había enormes concentraciones de terre-nos incultos en pocas manos, el programa de reparto de tierras se convirtió en un incentivo para la migración interna. Desde Cotuí, la Junta Comunal Protectora de la Agricultura informó en 1936 que existían más de 100,000 tareas de terreno virgen disponibles para ser distribuidas. Debido a que la mayoría de los habitantes de dicha común ya estaban «posesionados», se sugirió que se asentasen en dichas tierras a los «desocupados» de Santiago que hubiesen solicitado terrenos.194

En ocasiones, entre los campesinos sin tierra surgieron ex-pectativas con relación a propiedades determinadas. Oscar Peña, de Santiago, solicitó que se le concediesen las 40 tareas de tierra entregadas por un tal Damico [?] Marrero en virtud de la «ley de cuota parte», como también se conoció a la ley de aguas. Por su parte, Alberto Mercado, de Guatapanal, pidió que se le concediesen en colonato las 94 tareas obtenidas por el Gobier-no de José Taveras mediante esa legislación. Mercado adujo que era un arrendatario y que en ese año se vencía su contrato, por lo que quedaría sin terrenos donde trabajar.195

Las medidas tomadas por el Gobierno para obtener y distribuir tierras no dejaron de acarrear problemas. Por

192 Inoa, Estado y campesinos, 94-101. De acuerdo con este autor, los cam-pesinos se beneficiaron mínimamente de estas tierras, yendo a parar la mayor parte de ellas a manos de la claque trujillista, de los funcionarios y los militares, y de los sectores rurales más acomodados.

193 AGN, GS, 1935, Exp. 5, s.f.194 AGN, GS, 1936, Leg. 7, Exp. 12, 26 febrero 1936.195 AGN, MA, 1950, Leg. 112, 20 mayo 1950; y Leg. 113, 10 septiembre 1950.

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ejemplo, J. Francisco Asencio se quejó ante el gobernador de Santiago porque sus propiedades en Mao habían sufrido daños, causados por los colonos asentados en las 3,000 ta-reas que había repartido el Gobierno. Según él, le habían robado alambres y miles de espeques; además, se habían abierto brechas en sus fincas, «invadiéndolas los transeún-tes». Como si fuera poco, los colonos establecidos en sus antiguas propiedades lo habían hecho de forma ilegal, ya que no contaban con los documentos debidos.196 Este caso sugiere, entre otras cosas, que algunos campesinos, aprove-chando el espacio ofrecido por las políticas estatales, inten-taron adelantar sus exigencias más allá de lo previsto por las autoridades. Otros fueron más cautelosos y trataron de canalizar sus demandas a través de las vías aceptadas. Así, un grupo de campesinos sin tierra de San José Adentro orga-nizó una cooperativa y recabó el apoyo del Gobierno en la compra de una propiedad en La Vega. Sin embargo, en vez de concedérsele el préstamo de $12,000 que solicitaron, se les ofreció tierra del Estado. Dicha oferta fue rechazada por los cooperativistas aduciendo que, en ese caso, tendrían que abandonar su lugar de residencia y «olvidar los propósitos de la Cooperativa de Crédito a que pertenecen». Finalmen-te, se sugirió a esos campesinos que remitieran su petición al Banco de Crédito Agrícola e Industrial.197

Como resultado de los programas estatales, a veces surgían conflictos entre los aspirantes a ocupar determinados terrenos. En 1944 se tuvo que suspender la venta de unas tierras esta-tales ubicadas en Hatillo de San Lorenzo debido a que esta-ban «ocupadas por terceras personas en calidad de colonos». Estos colonos ya habían realizado inversiones en esa parcela, además de que habían solicitado su compra a las autoridades. En efecto, el 22 de noviembre de 1943, Héctor A. Méndez

196 AGN, GS, 1940-41, Leg. 119, 19 febrero 1941.197 AGN, MA, 1954, Leg. 288, 17 abril 1954.

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Saint-Hilaire y J. Antonio Reyes habían solicitado la compra del susodicho terreno. Alegaban en su petición que estaban en posesión de ese predio, «por recomendación del Honora-ble Presidente Trujillo», desde hacía varios meses y que habían invertido sobre $1,200 para ponerlo en condiciones producti-vas.198 Por otro lado, las medidas estatales no dejaron de afec-tar negativamente a sectores campesinos. Román de Vargas es-cribió al mismo Trujillo indicándole que su anciano padre, un octogenario, tenía una finca de cerca de 80 tareas dedicadas a la crianza de animales. Debido a la ley de cuota parte, su padre debía entregar una porción de su propiedad. Ya que las tierras irrigadas eran declaradas zonas agrícolas, al cederse dicha por-ción de la finca a otra persona, serían tumbados los árboles de la misma, afectándose negativamente la crianza de animales de «este pobre anciano que solo cuenta con esta poquita de tierra para su sustento».199

La expansión de la frontera agraria y el reparto de tierras entre el campesinado –ya fuese en usufructo o en plena pro-piedad– formaron parte central de la política de fortaleci-miento de la agricultura dominicana durante la dictadura trujillista. Hasta cierto punto, esta política previno la total desposesión del campesinado. Con pocas excepciones, la producción de víveres para el mercado interno continuó predominantemente en manos de los campesinos. Aun en el arroz, cuya producción estaba más concentrada que la de otros cultivos, había una producción campesina de alguna importancia. Pero esto era así sobre todo en el arroz de seca-no; en el caso del grano que se cultivaba bajo riego, la produc-ción estaba más concentrada en los grandes propietarios.200 Esta es, por supuesto, una situación típica: los cultivos de baja renta tienden a predominar entre los pequeños productores;

198 AGN, MA, 1944, Leg. 8, 5 enero 1944 y 22 noviembre 1943.199 AGN, MA, 1950, Leg. 112, 20 marzo 1950 y 20 mayo 1950.200 Inoa, Estado y campesinos.

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mientras que los sectores rurales más acomodados dominan los productos de mayor rentabilidad. En la República Domi-nicana, no obstante, el campesinado continuó jugando un papel estelar en la producción de cultivos comerciales como el tabaco, el café y el cacao.

Aun el establecimiento de manufacturas durante el trujilla-to descansó en gran medida sobre la producción campesina. Varias de dichas industrias dependían del campesinado para el suministro de su materia prima. Tal fue el caso de la Yuquera, una subsidiaria de la Corn Products Company establecida en el Cibao con el fin de producir almidón de yuca, que era expor-tado al mercado estadounidense. En 1940, luego de una déca-da de operaciones, la Yuquera elaboraba 13,800,000 libras, lo que representaba menos del 4 por ciento del almidón de yuca exportado desde Java, el principal productor mundial, a los Estados Unidos.201 A pesar de lo modesto de estos resultados, el establecimiento de esta compañía en un campo de Santia-go tuvo importantes repercusiones para los campesinos del Cibao. Para finales de la década de los treinta, la CAD había incorporado como suplidores de yuca a un número considera-ble de campesinos. De acuerdo con el gobernador de Santiago en 1937, en el trayecto entre Matanzas-Puñal-Burende, la CAD contaba con cerca de 5,000 suplidores. Otros testimonios refieren la influencia que ejercía la Yuquera en diversas sec-ciones del Cibao. Agricultores de Moca, Jamao, San José de las Matas, Jánico, Esperanza, Luperón, Imbert, Pedro García y Puerto Plata, entre otras comunes, sembraban yuca para la CAD.202 El interés de la compañía en aumentar el número de suplidores la llevó a cooperar con las autoridades en la cons-trucción de carreteras y en el fomento del cultivo de dicho tubérculo en las colonias estatales. La colonia de Jamao, por

201 AGN, GS, 1940-41, Leg. 122, 9 enero 1941; y Maríñez, Agroindustria, Es-tado y clases sociales, 87-8 y 93-5.

202 AGN, GS, 1937, Exp. 10 [13], 5 abril 1937; y 1949, Leg 27, 6 septiembre 1940.

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ejemplo, hizo del cultivo de yuca para la CAD una de sus prin-cipales actividades agrícolas.203

La elaboración de aceite representa otro ejemplo de este patrón. Como resultado del establecimiento de una industria productora de aceite, empresa en la cual el mismo Trujillo es-taba involucrado, el Estado fomentó activamente el cultivo de maní, que era su materia prima. La promoción de dicho cul-tivo incluyó el hacer propaganda entre el campesinado, alen-tando la siembra de maní, y el reparto de semillas. Aunque la «campaña del maní» tuvo un comienzo vacilante, durante la posguerra la producción de este grano mostró uno de los aumentos más extraordinarios de la agricultura dominicana. Mientras que entre 1940-44 la producción promedio de maní fue de algo más de 6,000 kilos, en el quinquenio siguiente al-canzó los 9,500, llegando a sobrepasar los 20,000 kilos en los años de 1950-54.204

Además de sus políticas económicas, la intervención del Es-tado en el campo se sintió de muchas otras formas. Durante el trujillato, el Estado aumentó su intervención como media-dor entre los diversos sectores sociales. Al respecto, la política agraria del régimen actuó en ocasiones como un catalítico, ya que su implementación suscitó tensiones entre los campesi-nos y los grandes propietarios. Este fue, por ejemplo, el caso de nueve campesinos sin tierra que invadieron la propiedad de Melchor González, en Valverde –alegadamente siguiendo órdenes de Trujillo–, y que posteriormente fueron desaloja-dos. Los campesinos desahuciados le escribieron a Trujillo, solicitándole que enviara un «militar de confianza» a zanjar la disputa ya que los oficiales civiles se habían abanderado con

203 AGN, GS, 1940-41, Leg. 122, 9 enero 1941; SA, 1938, Leg. 341, 19 mayo 1938; y GS, 1940, Leg. 27, 5 agosto 1940.

204 Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales, 95-7; AGN, SA, 1938, Leg. 324, 31 marzo 1938; GS, 1940, Leg. 59, 12 abril 1941; y 1941, Leg. 108, 30 junio 1941. Las cifras de producción de maní son reproducidas en Cassá, Capitalismo y dictadura, tabla II-4.

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los terratenientes.205 Las disputas por el control de las aguas o por el acceso a los caminos eran frecuentes en la ruralía; de no resolverse a base de consensos locales, era frecuente recurrir a las autoridades estatales para que estas dirimiesen los conflictos. Y las decisiones a veces podían favorecer a los campesinos.206

Los campesinos también apelaban a las autoridades en caso de que surgiesen disputas con las firmas comerciales y manufactureras a las que vendían sus cosechas. En 1941, por ejemplo, varios agricultores escribieron al gobernador de la provincia de Santiago alegando que la Yuquera incurría en prácticas nocivas para los cosecheros; por lo tanto, recabaron su intervención en este asunto. Con relación a esta empresa en particular, el Gobierno intentó que aumentase el precio pagado a los cosecheros por la yuca cultivada.207 En otra oca-sión, el secretario de Agricultura intervino en una disputa en-tre los cosecheros de tabaco de Luperón, en Puerto Plata, y los compradores de la hoja.208 Aunque no había garantías de que las soluciones a las discrepancias favoreciesen a los cam-pesinos –como en el caso anterior, en el cual los cosecheros finalmente tuvieron que vender su tabaco al precio impuesto por las firmas comerciales–, el hecho de que tales peticiones se realizaran es un indicio de la efectividad del régimen en pro-yectar (e imponer) la imagen del Estado como árbitro social. Y ese poder no siempre se ejercía en contra de los campesinos. Así, para mediados de la década de los cincuenta, las firmas ta-bacaleras se quejaban de la gran «cantidad de hoja suelta que

205 AGN, GS, 1935, Exp. 5, 8 marzo 1935; y 1936, Leg. 7, Exp. 12, s.f.206 Para algunos ejemplos: AGN, GS, 1936, Leg. 4, Exp. 6, s.f.; Leg. 3, Exp.

4, 20 enero 1936; 1939, Leg. 13, s.f.; 1940-41, Leg. 122, 10 enero 1941; y 1942, Leg. 152, s.f.

207 AGN, GS, 1941, Leg. 116, 15 octubre 1941; Leg. 107, 9 junio 1941; y 1939, Leg. 3, 14 diciembre 1939.

208 AGN, MA, 1956, Leg. 715, 12 diciembre 1955, 14 enero 1956 y 20 enero 1956.

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los compradores… se [veían] obligados a adquirir de los cose-cheros». De acuerdo con ellas, esto era resultado de la política del régimen de garantizar un precio mínimo a los cosecheros de tabaco, lo que alentaba la venta de hojas de baja calidad.209

Independientemente de lo demagógico que resultase la postura mediadora del régimen trujillista, esta constituyó uno de sus mecanismos principales para legitimar la hegemonía del Estado sobre la sociedad, en particular sobre el campesina-do.210 La distribución de tierras, el fomento de la producción campesina, la apertura de caminos y la facilitación de crédito se dirigieron, en primera instancia, a viabilizar el modelo eco-nómico impuesto por la dictadura. En este modelo, las em-presas del tirano tenían un papel central. Pero estas medidas también contribuyeron, junto a cierta imagen paternalista pro-yectada por el régimen –la cual no disminuía en nada su posi-ción autoritaria y represiva–,211 a crear una base campesina de apoyo al Estado. No en balde la propaganda oficial presentaba a Trujillo como «el mejor amigo de los hombres de trabajo del campo» y como «protector del campesinado», adjudicán-dole al dictador los adelantos de la agricultura dominicana.212 Al respecto –como ha destacado Orlando Inoa–, el Partido Dominicano y las Juntas Protectoras de Agricultura jugaron un destacado papel como agentes de mediación entre el régimen trujillista y las masas campesinas.213

209 AGN, GS, 1956, Leg. 715, 10 enero 1956.210 Maríñez, Resistencia campesina, 73-94.211 Para sugestivas discusiones sobre la relación entre el paternalismo y la

represión, ver Eugene D. Genovese, Roll, Jordan, Roll: The World the Slaves Made (New York: Vintage Books, 1976), esp. 3-7 y 661-65; y Elizabeth Fox-Genovese y Eugene D. Genovese, Fruits of Merchant Capital: Slavery and Bourgeois Property in the Rise and Expansion of Capitalism (Oxford: Oxford University Press, 1983), passim.

212 Maríñez, Resistencia campesina, 77-8. Como ejemplos de la propaganda hecha entre los campesinos a favor del régimen, ver AGN, GS, 1936, Leg. 7, Exp. 12, 26 septiembre 1934 y 8 septiembre de 1936.

213 Inoa, Estado y campesinos, 70-6.

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A pesar del innegable crecimiento de varios renglones de la agricultura durante el trujillato, un análisis más abar-cador de este período muestra importantes fisuras en la sociedad rural. En primer lugar, no todos los campesinos pudieron obtener tierras estatales. El síndico de Valverde señalaba en 1942 que en esa común había muchos hom-bres que no tenían tierra y que vivían «constantemente tra-bajando como jornaleros».214 En segundo lugar, aun cuan-do los campesinos producían tanto víveres como cultivos comerciales en las tierras que se les otorgaban, a menudo eran incapaces de subsistir meramente de los ingresos que obtenían de sus predios. En ocasiones, la cantidad de tierra distribuida a los campesinos no era suficiente para sostener a una familia; seguramente tal fue la situación de buena parte de los campesinos que recibieron el mínimo de 10 tareas establecido por la política oficial. Otras veces los campesinos recibían tierras marginales, lo que también representaba un lastre para la economía de las familias campesinas. Para los campesinos que recibieron predios mínimos o inadecuados, el terreno asignado apenas cum-plía la función de conucos de subsistencia. Por lo tanto, muchos de los campesinos que recibieron tierras estatales tuvieron que complementar su ingreso de otras formas. Aunque en ocasiones podían arrendar tierras adicionales o cultivar conucos en aparcería, la insuficiencia de los pre-dios asignados llevó a estos campesinos a buscar trabajo como jornaleros. Para sintetizar, la política de las 10 ta-reas contribuyó al desarrollo de una «fuente de trabajo semiproletario», para usar el término de Alain de Janvry.215 A largo plazo, el programa de repartición de tierras contri-buyó al avance del minifundismo, y a proveer a la naciente

214 AGN, GS, 1942, Leg. 156, 14 septiembre 1942.215 De Janvry, The Agrarian Question, 84. Maríñez ha destacado este aspecto

de la reforma agraria trujillista. Ver Agroindustria, Estado y clases sociales, 43-4 y 106-9.

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burguesía agraria y a los campesinos ricos con una mano de obra barata.216

Como ha señalado Pablo Maríñez, los latifundistas usaron el programa estatal de repartición de tierras como un medio para atraer a los campesinos hacia áreas donde confrontaban dificultades para satisfacer su demanda de mano de obra, o hacia regiones donde deseaban realizar mejoras a sus propie-dades a expensas del trabajo de los campesinos. Por ejemplo, el 24 de noviembre de 1953 el periódico El Caribe publicó un anuncio en el cual se manifestaba la disposición del Gobierno para distribuir tierras. De acuerdo con dicha nota, en los luga-res donde no hubiera terrenos estatales, los solicitantes debían indicar en sus peticiones los nombres de aquellos terratenien-tes que poseyesen tierras vírgenes de forma que el Gobierno pudiese hacer arreglos con estos propietarios «para donar la tierra a los solicitantes».217 Pero cuando las peticiones comen-zaron a ser contestadas, quedó demostrado que muchas de las expectativas de los campesinos eran erróneas. Miguel Paula solicitó un predio «porque pensó que el gobierno iba a regalar la tierra»; sin embargo, se le ofreció convertirse en colono (es decir, aparcero) en la hacienda de Joaquín Ortega. Eleuterio Vásquez, quien también creyó que la tierra se distribuiría en propiedad, afirmó que él había sido uno de los colonos de Ortega pero que no deseaba continuar siendo su aparcero.218 Con toda probabilidad, Ortega, un gran terrateniente de San Francisco de Macorís, intentó usar como carnada la oferta gu-bernamental con el fin de crear una fuerza laboral compuesta por colonos. Los colonos desmontarían y cultivarían de café sus tierras, ubicadas en el sector rural de Naranjo Dulce.219

216 Cfr. Wilfredo Lozano, Proletarización y campesinado en el capitalismo agro-exportador (Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 1985), 87-142.

217 El Caribe (24 noviembre 1954).218 AGN, MA, 1954, Leg. 278, 9 marzo 1954.219 AGN, MA, 1954, Leg. 278, 10 febrero 1939.

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Durante el trujillato, el Estado y las clases dominantes au-mentaron su capacidad de explotación del campesinado. Esto se logró a través de diversos medios que incluían, entre otros, la imposición de tributos a los campesinos y el uso de su fuerza de trabajo en obras públicas; también conllevó su empleo en empresas privadas. Por ejemplo, ante la perspectiva de no po-der realizar la zafra del Ingenio Monte Llano, de Puerto Plata, por falta de braceros, E.J. Kilbourne solicitó en 1939 la conni-vencia de las autoridades para obtener los 1,000 trabajadores que necesitaba. Por órdenes de Trujillo, se comunicó al gober-nador de Puerto Plata y al general Estrella que proporciona-sen a Kilbourne «toda la ayuda posible para obtener braceros dominicanos que realicen los trabajos necesarios para la zafra» en dicho ingenio.220 Pero, sobre todo, implicó la extracción de excedente de los campesinos en la «esfera de la circula-ción». Para lograr tal fin, empero, era necesario mantener a los campesinos como productores directos. En gran medida, la política económica del régimen trujillista se dirigió a crear un campesinado funcional para dicho modelo. Además de sus evidentes propósitos económicos, esto constituyó uno de los fundamentos de la estabilidad política del régimen.

Sin embargo, las políticas campesinistas del régimen no impidieron la diferenciación social del campesinado; por su-puesto, este no era uno de sus fines. Más bien, las medidas tomadas durante el trujillato se orientaron a mantener y aun a ampliar las diferencias económicas y sociales existentes en-tre el campesinado dominicano. Tal fue el caso del trabajo semiproletario que se desarrolló gracias a la repartición de pequeños predios entre los sectores más pobres del campesi-nado. A pesar de que estos minifundistas pudieran verse a sí mismos como propietarios, su acceso a la tierra era realmente limitado; de forma creciente, tuvieron que depender del tra-bajo asalariado o de la aparcería para, a duras penas, ganarse

220 AGN, MA, 1939, Leg. 6, 8 febrero 1939 y 10 febrero 1939.

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la vida. En todo caso, constituían un grupo social en transición que ya no representaba al tradicional campesino propietario del Cibao de principios de siglo.221 Resulta elocuente que, a pe-sar de los intentos por evitarlo, los campesinos continuarán su éxodo a las ciudades durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta. En 1942, por ejemplo, se celebró una reunión de los gobernadores de las provincias del Cibao donde se planteó que los campesinos continuaban abandonando sus trabajos agrícolas, yéndose a vivir a los poblados, donde se convertían en «parásitos y vagos».222 En la década siguiente, la migración campesina aumentó, impulsando al dictador a exigir que se tomasen medidas para evitar dicho éxodo.223

Hasta en las colonias auspiciadas por el Estado aumentaron las diferencias económicas y sociales.224 A principios de la dé-cada de los cincuenta, la transferencia de propiedades en las colonias agrícolas alcanzó tales proporciones que las autorida-des llegaron a preocuparse seriamente. A menudo los colonos pobres transferían las mejoras de sus predios a los agricultores más prósperos.225 Más adelante, cuando el Gobierno decidió vender las parcelas en las colonias agrícolas, muchos colonos no pudieron adquirirlas por falta de recursos. Luis Madera, de Valverde, transfirió 45 tareas con sus mejoras a Ramón A. Peña

221 Richard Frucht, «A Caribbean Social Type: Neither Peasant nor Proleta-rian», en: Michael M. Horowitz (ed.), Peoples and Cultures of the Caribbean (Garden City, NY: The Natural History Press, 1971), 190-97; y Sidney W. Mintz, «The Rural Proletariat and the Problem of Rural Proletarian Consciousness», JPS, 1 (1974): 291-325.

222 AGN, GS, Leg. 152, 2 mayo 1942.223 Incháustegui, Historia dominicana, 2: 375. Sobre el proceso de migración

del campo-ciudad, ver Isis Duarte, Capitalismo y superpoblación en Santo Domingo: Mercado de trabajo rural y ejército de reserva urbano, 2da ed. (Santo Domingo: CODIA, 1980). Maríñez señala que el éxodo hacia las ciuda-des aumentó en la década de los cincuenta (Agroindustria, Estado y clases sociales, 108). Los documentos citados sugieren que desde inicios de la década de los cuarenta este proceso se estaba acelerando.

224 Inoa, Estado y campesinos, 157-80.225 AGN, MA, 1950, Leg. 112, 23 noviembre 1950.

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Fernández. Aunque Madera invirtió todo su dinero en esa parcela, obtuvo –según sus palabras– «muy poca cosa» debido a la escasez de agua. Algo similar le ocurrió a Ramón Emilio Ferreira, quien se vio obligado a transferir 100 tareas de tierra al mismo Peña Fernández. Otras veces los campesinos fueron víctimas de cuantiosas deudas. Hasta aquellos que contrajeron deudas con parientes y allegados tuvieron en ocasiones que ceder sus predios a estos.226 Aunque no se puede descartar que tales transferencias fuesen una estrategia de los campesinos para evitar la desposesión total, tales traspasos testimonian, de por sí, las diferencias económicas que existían entre el cam-pesinado. Es decir, independientemente de su relativo éxito económico, las medidas estatales no pudieron detener las cre-cientes diferencias sociales en el campo. Las formas de parti-cipación del campesinado en la economía agraria se volvieron más complejas y variadas a medida que su acceso a recursos como la tierra y la fuerza de trabajo se tornaba más desigual.

Sin embargo, el modelo económico-social de la dictadura distó mucho de pretender lograr un despojo absoluto del campesinado dominicano, con el fin ulterior de adelantar el proceso de formación de un proletariado rural, carente de todo acceso a la tierra. En más de un sentido, la dictadu-ra trujillista representó un esfuerzo por imponer un mode-lo de organización social que conllevaba la existencia de un campesinado plenamente integrado, de formas diversas, a la producción mercantil.227 Por ello, su política agraria no se puede comprender exclusivamente a partir de la dicotomía campesino/proletario, tan cara a determinados estudios sobre el campesinado. Tampoco se puede entender solamente en el sentido de la explotación del campesinado por una camarilla dominante: para el campesinado dominicano, el trujillato fue

226 AGN, MA, 1950, Leg. 113, 16 febrero 1950, 24 agosto 1950, 2 octubre 1950, 9 octubre 1950, 10 octubre 1950, y 18 octubre 1950.

227 Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales.

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mucho más que la implantación de un modelo económico di-rigido al enriquecimiento de un despiadado dictador. Aunque la dictadura diseñó sus propios planes y proyectos, muchas de las características sobresalientes de la Era de Trujillo fueron una prolongación de tendencias de largo plazo, presentes en la sociedad dominicana al menos desde inicios del siglo XX. Al respecto, la relación del campesinado con lo que Carlos Marx denominó su «laboratorio natural» –esto es, la tierra– es un caso ejemplar.

Uno de los principios fundamentales de la política agraria durante el trujillato fue la vinculación del campesinado a la tierra. Para alcanzar esta meta, el Estado puso en vigor una política que comprendía un programa campesinista, acom-pañado de medidas represivas y de un dirigismo económico estatal. A través de la expansión de la frontera agraria, del es-tablecimiento de las colonias agrícolas y de la venta de tierras, el Estado contribuyó a frenar la total separación del campe-sinado de la tierra. Pero a medida que el Estado afianzaba su posición como árbitro de la sociedad, fue capaz de imponer límites a la relación de los campesinos con la tierra. En otras palabras, una de las características dominantes de la Era de Trujillo fue la creciente capacidad del Estado en hacer cumplir una política económica, a la vez que definía las relaciones de propiedad. Este principio ya era evidente décadas antes; su ex-presión legal fueron las leyes agrarias aprobadas a principios del siglo. Económica y socialmente, esta tendencia se manifestó en las crecientes dificultades encaradas por el campesinado para controlar y expandir sus recursos de forma autónoma, sin que mediase la presencia estatal. Por ejemplo, mientras que hasta principios del siglo XX el campesinado había ocupado el suelo de manera fundamentalmente espontánea e indepen-diente, a partir de la década de los treinta, la colonización de tierras vírgenes, el establecimiento de nuevos asentamientos y la explotación del suelo fueron regulados cada vez más por el Estado.

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Algo similar puede decirse acerca de la creciente capacidad del Estado de expoliar a los campesinos gracias al uso de su fuerza de trabajo. Como han expuesto Brea y Baud, a princi-pios del siglo XX, los intentos por controlar la fuerza laboral de la población dominicana fueron acompañados por una serie de medidas que pretendían regular las prácticas sociales, religiosas y el ocio de los sectores rurales.228 Estos propósitos del poder se evidencian en sus esfuerzos por regular las fiestas rurales, o en su represión de determinadas prácticas religiosas, como el vudú.229 Durante el trujillato, esta percepción quedó plasmada en el discurso oficial en pro del trabajo y del campe-sinado; su contraposición fue la condena del ocio y del vago. El noble propósito de fomentar la agricultura quedó vincu-lado, en este discurso, a los esfuerzos del gobernante, quien pretendía encarnar, en última instancia, los ideales patrios. Las décimas de Eulogio «Coquito» Carda, encargado de cantar loas al régimen, ilustran esta visión:

Visité la Poblaciónde Altamira y me fijéque allí a distancia se véen muy buena condición,la agricultura en porción

228 Brea, Ensayo sobre la formación; y Baud, Peasants and Tobacco, 165-71.229 BM, 27: 853 (26 julio 1915), 1-2; 27: 854 (29 julio 1915), 1; y 29: 986 (11

mayo 1918), 8. Otros ejemplos en Baud, Peasants and Tobacco, 168-69. En el caso del vudú, también se daba el elemento de estar asociado a Haití, lo que aumentaba más aún el prejuicio contra él. Ver Carlos Este-ban Deive, Vodú y magia en Santo Domingo (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1988), esp. 163-70. Hay una vasta literatura sobre las percepciones dominicanas respecto de Haití. Ver Pablo Maríñez (ed.), Relaciones domínico-haitianas y raíces histórico culturales africanas en la República Dominicana: Bibliografía básica (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986); y Pedro L. San Miguel, «Discurso racial e identidad nacional en la República Dominicana», en: La isla imaginada: Historia, identidad y utopía en La Española, 2da ed. (San Juan y Santo Domingo: Editorial Isla Negra y Ediciones Manatí, 2008), 59-100.

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toda con comodidadfrutos en balbaridadpresentan los cosecherosallí son todos sinceros.con Dios, Patria i Libertad.

Los miembros del gran Pobladoson todos cooperadores,i así los agricultorespermanecen desvelados,tumbando por todos ladosmontes con facilidadpor darle vitalidada la gran agriculturai a Trujillo la figurade Dios, Patria y Libertad.230

Tales medidas respondían a los esfuerzos del poder central por encuadrar a la población, especialmente a la de origen campesino, dentro de moldes económicos, políticos y cultu-rales que estuviesen más a tono con la lógica del mercado y con las particulares exigencias del régimen trujillista. Por esto, aunque durante el trujillato el campesinado dominicano continuó siendo muy numeroso, se encontró en una posición harto distinta a la de sus antepasados. Primero, porque la si-tuación de «recursos abiertos» prevaleciente a principios del siglo XX había cambiado radicalmente para la década de los cincuenta. A medida que la República Dominicana acrecentó su participación en la economía de mercado, la tierra se tor-nó cada vez más en un recurso preciado y limitado.231 Para el

230 AGN, GS, 1936, Leg. 7, Exp. 12, 8 septiembre 1936. He mantenido la grafía original. Ver, también: Andrés L. Mateo, Mito y cultura en la Era de Trujillo (Santo Domingo: Librería la Trinitaria e Instituto del Libro, 1993), 205-7.

231 Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 211-17.

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creciente número de pequeños propietarios, esto se tradujo en una pérdida de flexibilidad económica en la medida en que disminuyó su capacidad de subsistir a base de sus predios y del trabajo familiar; igualmente, mermaron sus posibilidades de expandir sus tierras. El Estado, por otro lado, aumentó su po-sición como «reclamante». También fue capaz de imponer las reglas del juego, distribuyendo recursos y dirigiendo las ener-gías de la sociedad. A corto plazo, este mayor control permitió al régimen imponer sus políticas económicas; a largo plazo, conllevó una mayor subordinación del campesinado al Estado, con su consecuente pérdida de autonomía.

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ConCLuSIoneS

Los campesinos del Caribe:una perspectiva cibaeña

Durante el siglo XIX, la sociedad rural en la República Domi-nicana retenía muchas de las características que adquirió duran-te el período colonial. Tal era el caso con la estructura agraria. La mayoría de las tierras del país permanecían vírgenes; de los pocos miles de hectáreas que se encontraban bajo explotación, una parte considerable era dedicada a la ganadería extensiva y a la agricultura en pequeña escala. Mientras que la tierra era abundante, la población, por el contrario, era escasa. En más de un sentido, la República Dominicana continuaba siendo una región de frontera. La debilidad del Estado no era sino otra ex-presión de la naturaleza fronteriza de la sociedad dominicana. Tales condiciones enmarcaron el surgimiento del campesinado dominicano, en el período colonial.1

Pero para finales del siglo XIX, estas características estructu-rales comenzaron a transformarse. La población aumentó sig-nificativamente, se colonizaron nuevas tierras, la agricultura

1 Raymundo González, «Campesinos y sociedad colonial en el siglo XvIII dominicano», ES, XXV, 87 (1992): 15-28; «Ideología del progreso y cam-pesinado en el siglo XIX», Ecos, 1, 2 (1993): 25-43; y Bonó, un intelectual de los pobres (Santo Domingo: Centro de Estudios Sociales P. Juan Montalvo, SJ, 1994).

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comercial se expandió y el Estado se fortaleció. La agricultura de plantación, la que había estado ausente hasta entonces, creció a partir del último cuarto de la centuria. La expansión de las plantaciones azucareras tuvo repercusiones profundas sobre el pueblo dominicano; sin embargo, no conllevó la total erradicación del campesinado.2

El tardío desarrollo de la economía de plantación en la Re-pública Dominicana minimizó la «competencia por recursos» entre los sectores latifundistas y el campesinado. Por siglos, la ausencia de esta competencia permitió al campesinado desa-rrollarse libre de trabas. En tal sentido, la República Domini-cana muestra un patrón de evolución histórica distinto al de otros países caribeños, donde la economía de plantación se entronizó en épocas anteriores.3 En segundo lugar, a pesar del crecimiento de la economía de plantación en la República Do-minicana en el último cuarto del siglo XIX, su carácter regiona-lizado impidió la total ruptura de la economía campesina. Por un lado, las plantaciones se establecieron en áreas de escasa población; por el otro, no penetraron en los bastiones regio-nales del campesinado dominicano, como el Valle del Cibao.4 En ese período, debido al aumento de la demanda mundial por cacao y café, el campesinado cibaeño encontró alternativas económicas ante la crisis que aquejaba al sector tabacalero. Su adaptación a estos cultivos permitió a los campesinos mantener

2 Roberto Marte, Cuba y la República Dominicana: Transición económica en el Caribe del siglo xix (Santo Domingo: Editorial CENAPEC, s.f.), 337-439; y H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900: Notes for a Historical Sociology (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982).

3 Philip D. Curtin, The Rise and Fall of the Plantation Complex: Essays on At-lantic History (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1990); y J.H. Galloway, The Sugar Cane Industry: A Historical Geography from its Origins to 1914 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989).

4 Michiel Baud, «The Origins of Capitalist Agriculture in the Dominican Republic», LARR, XXII, 2 (1987): 135-53; y «Transformación capitalista y regionalización en la República Dominicana, 1875-1920», IC, 1, 1 (1986): 17-45.

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su vínculo con la economía mercantil y, en consecuencia, mu-chos pudieron evitar el trabajo asalariado en las plantaciones.5 Siguiendo un patrón observado en diversas regiones caribe-ñas, el campesinado dominicano se atrincheró en las zonas ecológicas donde pudo desarrollar sus actividades productivas sin la interferencia de las plantaciones.6

Que Santo Domingo contase, a principios del siglo XIX, con unas estructuras económicas poco inclinadas hacia la agricul-tura de gran escala no explica, de forma exclusiva, el creci-miento del campesinado y la ausencia de plantaciones a lo largo de casi todo el siglo. Al respecto, una breve comparación con la isla de Puerto Rico, cuyas características económicas a fi-nales del siglo XvIII eran muy semejantes a las de Santo Domin-go, resulta sumamente esclarecedora. Para entonces, Puerto Rico, al igual que Santo Domingo, contaba con una economía basada en la ganadería del hato y en la producción para la subsistencia.7 No obstante, en unas cuantas décadas, Santo Do-mingo y Puerto Rico desarrollaron estructuras económicas y sociales sustancialmente distintas. Mientras que en el primero continuaron dominando el hato y la economía campesina, en el segundo país la ganadería hatera tendió a desaparecer y el campesinado fue empujado hacia el interior. En Puerto Rico, en las zonas costeras, la caña de azúcar se apoderaba de las

5 Patrick E. Bryan, «La producción campesina en la República Domini-cana a principios del siglo XX», Eme-Eme, VII, 42 (1979): 29-62.

6 George L. Beckford, Persistent Poverty: Underdevelopment in Plantation Econo-mies of the Third World, 2da ed. (Morant Bay y London: Maroon Publishing House y Zed Books, 1983), 18-29; y Sidney W. Mintz, Caribbean Transforma-tions (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1984), 131-56.

7 Juana Gil-Bermejo García, Panorama histórico de la agricultura en Puerto Rico (Sevilla: Instituto de Cultura Puertorriqueña y Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1970); y Pedro L. San Miguel, «¿La isla que se repite? Una visión alterna de la historia económica del Caribe hispano en el siglo XIX», en: Crónicas de un embrujo: Ensayos sobre historia y cultura del Caribe hispano (Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Universidad de Pittsburgh, 2010), 23-44.

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mejores tierras, y la plantación se erigía en la estructura domi-nante.8 Esta transformación fue, en última instancia, producto de los cambios económicos que se operaron en el mercado azucarero mundial a raíz de la ruina de Haití, provocada por la revolución de los esclavos. Pero, además, el Estado colonial jugó, en el caso de Puerto Rico, un papel crucial en crear condiciones institucionales apropiadas para la expansión de la economía de plantación. En Santo Domingo, por el contra-rio, la debilidad del Estado, junto a las consecuencias sociales y económicas de la Revolución y de la ocupación haitianas, coadyuvaron al fortalecimiento de la sociedad campesina.

A largo plazo, el temprano surgimiento de una economía campesina vinculada al mercado fue, en sí mismo, un impe-dimento al acaparamiento de las tierras por un sector de lati-fundistas. El tabaco, el cacao y el café –cultivos idóneos para la producción en pequeña escala– brindaron a los campesinos del Cibao un relativo acceso a la economía monetaria. Como han probado varios autores, la naturaleza de estos cultivos ha propiciado el surgimiento de economías campesinas orienta-das hacia el mercado.9 Refiriéndose a uno de estos cultivos, William Roseberry ha demostrado que las estructuras econó-micas y sociales que surgieron al extenderse su labranza de-pendieron, en gran medida, de las estructuras existentes «antes

8 Francisco A. Scarano, Sugar and Slavery in Puerto Rico: The Plantation Econ-omy of Ponce, 1800-1850 (Madison: University of Wisconsin Press, 1984).

9 Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Las Villas: Uni-versidad Central de Las Villas, 1963); Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995); y Lowell Gudmundson, «La Costa Rica cafetalera en con-texto comparado», Revista de Historia, 14 (1986): 11-23; y el ensayo de Robert A. Manners, «Tabara: Subcultures of a Tobacco and Mixed Crops Municipality», y el de Eric R. Wolf, «San José: Subcultures of a Traditional Coffee Municipality», en: Julian H. Steward, et al., The People of Puerto Rico: A Study in Social Anthropology, 2da impresión (Urbana: University of Illinois Press, 1966), 93-170 y 171-264, respectivamente.

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de la llegada del café».10 Algo similar se puede decir de la situa-ción del Cibao en el siglo XIX. Como ya hemos visto, el vínculo del campesinado con el tabaco databa de los tiempos colonia-les. Luego, en el siglo XIX, con el despegue de las exportacio-nes del café y el cacao, el campesinado cibaeño adoptó estos nuevos cultivos. Lejos de encontrarse en la situación de otros grupos campesinos, los habitantes del Cibao no sufrieron una súbita irrupción de la economía mercantil. Por el contrario, ella fue extendiéndose por la región mediante un proceso gra-dual que estuvo lejos de provocar las radicales alteraciones del orden rural que han sufrido los campesinos en otras partes del globo.11 La gradualidad de este proceso propició la adaptación paulatina del campesinado cibaeño a las alteraciones induci-das por la economía mercantil.

La expansión de los medios de comunicación fortaleció, en-tre finales del siglo XIX y principios del XX, la orientación mer-cantil del campesinado cibaeño. Gracias al establecimiento del ferrocarril, primero, y de la apertura de carreteras, más tarde, el campesinado pudo participar activamente en la producción para la exportación, al igual que en la producción para el mer-cado interno.12 De hecho, la existencia de algunos mercados

10 William Roseberry, «Hacia un análisis comparativo de los países cafetale-ros», RH, 14 (1986): 26.

11 Eric R. Wolf, Peasant Wars of the Twentieth Century (New York: Harper & Row, 1973); y Jeffery M. Paige, Agrarian Revolution: Social Movements and Export Agriculture in the Underdeveloped World (New York: The Free Press, 1978).

12 Debido al influjo de la economía de exportación sobre las economías latinoamericanas y caribeñas, se ha prestado poca atención al desarrollo del mercado interno. Entre las obras que tocan el tema se encuentran: Mintz, Caribbean Transformations, 180-224; Enrique Florescano, Precios del maíz y crisis agrícolas en México, 1708-1810 (México: El Colegio de México, 1969); Carlos Sempat Assadourian, El sistema de la economía colonial: Mer-cado interno, regiones y espacio económico (Lima: Instituto de Estudios Perua-nos, 1982); y Juan Carlos Garavaglia, Mercado interno y economía colonial (México: Grijalbo, 1983). Para la República Dominicana en particular: Nelson Carreño, «El mercado interno como elemento de integración de

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urbanos fue fundamental en el surgimiento temprano del campesinado cibaeño. La ciudad de Santiago, en particular, constituyó una salida para los bienes de su hinterland.

Junto a la agricultura comercial y la de subsistencia, la crian-za de animales y la elaboración de manualidades jugaron un papel crucial en la economía campesina. La diversificación económica era una de las tantas estrategias empleadas por el campesinado para protegerse de las fluctuaciones del merca-do; lo mismo se puede decir de las diversas maneras en que las familias campesinas empleaban la capacidad de trabajo de sus miembros.13 Usualmente, la especialización conllevaba una pérdida de flexibilidad económica. No obstante, para poder desarrollar esta estrategia de supervivencia, los campesinos de-bían mantener su acceso a la tierra, al agua y a los bosques. Las formas tradicionales de posesión y uso de la tierra, como los terrenos comuneros, facilitaban el acceso de los campesinos a tales recursos.

A medida que la economía de mercado se extendió por la ru-ralía dominicana, los recursos necesarios para la reproducción de la economía campesina sufrieron un proceso de valoriza-ción.14 A principios del siglo pasado, algunas actividades econó-micas indujeron a los hacendados y a los empresarios urbanos a apropiarse de la tierra. El caso de los bosques no es sino el ejem-plo más llamativo de este proceso. Al igual que los demás secto-

la sociedad dominicana, 1844-1925», ponencia en el Segundo Congreso Dominicano de Historia, Santiago, RD, octubre de 1985; y Douglas G. Norvell y R.V. Billingsley, «Traditional Markets and Marketers on the Ci-bao Valley of the Dominican Republic», en: Michael M. Horowitz (ed.), Peoples and Cultures of the Caribbean: An Anthropological Reader (Garden City, NY: The Natural History Press, 1971), 391-99.

13 Pedro L. San Miguel, «The Dominican Peasantry and the Market Econ-omy: The Peasants of the Cibao, 1880-1960» (Tesis doctoral, Columbia University, 1987), 323-49.

14 Para otros ejemplos, además del de la tierra, ver Luis A. Crouch, «The Development of Capitalism in Dominican Agriculture» (Tesis doctoral, University of California-Berkeley, 1981).

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res de la sociedad cibaeña, los campesinos intentaron aumentar su dominio sobre la tierra. A la larga, la competencia por los recursos se definió cada vez más en relación con la economía de mercado; es decir, la tierra se transformó en una mercancía. La desaparición de los terrenos comuneros fue una de las princi-pales expresiones de la comercialización del suelo. El Estado, al intentar regular la propiedad agraria, contribuyó a aumentar la competencia por la tierra. No obstante, la existencia de amplias áreas sin colonizar y la resistencia de los mismos sectores rurales a las interferencias estatales, hicieron que el proceso de privati-zación de la tierra fuese muy desigual.

Las leyes sobre la tierra, de principios del siglo XX, repre-sentaron la culminación de un prolongado esfuerzo por re-glamentar la estructura agraria. Estas leyes expresaban, ante todo, los intentos del Estado por lograr una modernización de la estructura agraria que permitiese, a su vez, la expansión de las inversiones, tanto de capital nacional como foráneo, en la agricultura. Desde finales del siglo XIX, se venía dando una coincidencia entre las fuerzas económicas y las gestiones del Estado en promover una mayor integración de la economía dominicana al mercado mundial. Además, la titulación de las tierras ofreció a las autoridades gubernamentales medios para obtener mayores ingresos. También creó una coyuntura propi-cia para que los sectores sociales que controlaban la «palabra escrita» la utilizasen para usurpar las propiedades campesinas a través del documento apócrifo y de la mentira consagrada por la escritura.15 Pero en la República Dominicana, los efectos de esta expansión estuvieron matizados por las peculiaridades

15 En sus estudios sobre el Puerto Rico decimonónico, el historiador Fer-nando Picó ha recalcado la importancia del dominio de la cultura es-crita en el surgimiento de un nuevo orden económico-social que iba en detrimento de los campesinos y los trabajadores rurales. Ver Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo xix: Los jornaleros utuadeños en vísperas del auge del café, 3ra ed. (Río Piedras: Huracán, 1983); y Al filo del poder: Subalternos y dominantes en Puerto Rico, 1739-1910 (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993).

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regionales. En las zonas del Cibao donde la economía comer-cial campesina era más antigua y firme, es probable que estas leyes contribuyesen a fortalecer la pequeña y la mediana pro-piedad, más que a socavarla. Al registrar sus tierras, amplios sectores del campesinado santiaguero brindaron un resguar-do a sus propiedades. En fin, aunque las leyes y ciertas activi-dades, como los cortes de madera, propendieron hacia el aca-paramiento de las tierras, otras actividades económicas, sobre todo las vinculadas a la exportación de los productos agrícolas tradicionales, contribuyeron a sostener la propiedad agraria de pequeña escala.

Por lo tanto, para el Cibao, resulta erróneo suponer que es-tas transformaciones culminaron en una total separación del campesinado de la tierra y que, en consecuencia, este pasó a constituir una masa de proletarios, tal como sugieren varios estudios sobre la historia económica de la República Domini-cana.16 En primer lugar, estos estudios no ponderan adecua-damente las múltiples alternativas con que siguió contando el campesinado dominicano, a pesar de los cambios económicos que ocurrieron en el país a finales del siglo XIX. El modelo de la desposesión del campesinado resulta apropiado para el este de la República Dominicana, donde las plantaciones alcanza-ron un papel predominante, pero resulta inapropiado para el resto del país. La preponderancia de este tipo de explicación no debe extrañarnos. En América Latina y el Caribe, debido al desmedido hincapié en el estudio de las modalidades latifun-distas de la economía, con frecuencia, los campesinos han sido concebidos meramente en función del desarrollo de mercados laborales para satisfacer la demanda de los terratenientes.17

16 Sobre todo: Boin y Serulle Ramia, El desarrollo del capitalismo, esp. 1: 129-96.17 Como ejemplos: Kenneth Duncan e Ian Rutledge (compiladores), La

tierra y la mano de obra en América Latina: Ensayos sobre el desarrollo del capi-talismo agrario en los siglos xix y xx (México: Fondo de Cultura Económica, 1987), esp. 9-29; y Ernest Feder, Violencia y despojo del campesino: Latifundis-mo y explotación, 3ra ed. (México: Siglo XXI, 1978).

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Pero, sobre todo, este modelo presume que el campesinado fue un espectador pasivo en el surgimiento de la economía de mercado en la ruralía. La evolución del Cibao durante el siglo XX muestra, por el contrario, que el campesinado intentó ajustarse a los cambios inducidos por las fuerzas del mercado, representadas en la ruralía cibaeña por los sectores mercanti-les y por los agentes estatales. Como ha argumentado Thomas Holt acerca de Jamaica en el siglo XIX, los patrones de asen-tamiento y las actividades económicas de la población rural sugieren que las acciones de los campesinos formaban parte de sus estrategias de supervivencia y de reproducción social.18 En tal sentido, no eran exclusivamente un reflejo de fuerzas económicas impersonales o producto de las políticas estatales. Al igual que en Jamaica, el campesinado dominicano estuvo lejos de florecer en zonas remotas, alejadas de los principales canales de la economía comercial. El campesino dominicano, como el jamaiquino, se estableció en áreas donde podía com-binar la agricultura de subsistencia con la producción para el mercado y hasta con el trabajo asalariado. De las regiones do-minicanas, ninguna llenaba estos requisitos tan bien como el Cibao. Aquí, como en la región de Cochabamba en Bolivia, en la de Boconó en Venezuela, en los Andes centrales en Perú, y en la región central de Costa Rica, los campesinos recurrieron a la producción mercantil como parte de una compleja red de relaciones y actividades orientadas, en primera instancia, a la supervivencia, y, en segunda instancia –aunque intrínsecamen-te vinculada a lo anterior–, a la reproducción de un tipo de vida en particular.19

18 Thomas C. Holt, The Problem of Freedom: Race, Labor, and Politics in Jamaica and Britain, 1832-1938 (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1992), 146-68.

19 Ver, respectivamente: Brooke Larson, Colonialism and Agrarian Transfor-mation in Bolivia: Cochabamba, 1550-1900 (Princeton: Princeton University Press, 1988); William Roseberry, Coffee and Capitalism in the Venezuelan Andes (Austin: University of Texas Press, 1983); Florencia E. Mallon, The

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Ciertas formas de inserción del capital comercial en el Cibao también contribuyeron a la reproducción de la eco-nomía campesina. Con el aumento de la demanda de ta-baco en el exterior, hacia la década iniciada en 1840, los comerciantes que se dedicaron a la exportación recurrie-ron a la producción campesina. Al vincular a los campesinos con el mercado y al financiar sus actividades productivas, los comerciantes constituyeron un elemento determinante en la relativa estabilidad económica del campesinado cibae-ño. Esta estrecha unión con el capital comercial es lo que, en última instancia, ha definido la decidida orientación de ese campesinado hacia la producción mercantil. Al iniciarse el siglo XX, uno de los rasgos distintivos del Cibao era esta relación entre comerciantes y campesinos. Los comercian-tes, conscientes de su relación con el campesinado cibaeño, intentaron reforzar la producción campesina. Tanto indi-vidual como colectivamente, el sector mercantil impulsó, sobre todo a partir de la década de los veinte, varios progra-mas orientados en tal dirección. Los gobernantes, conscien-tes del poder económico y político de los comerciantes del Cibao, colaboraron en estos programas; además, trataron de no dislocar las redes económicas creadas entre ellos. En muchos sentidos, las políticas estatales fueron coincidentes con las medidas impulsadas por los comerciantes. El Estado colaboró con los comerciantes tanto por razones económi-cas como por razones políticas.

Por supuesto, la relación campesino/comerciante está plagada de contradicciones. Debido a su vínculo con los comerciantes, el endeudamiento, la pérdida de autonomía y el riesgo de la desposesión penden como una espada de Damocles sobre los campesinos. Pero en el Cibao –al igual

Defense of Community in Peru’s Central Highlands: Peasant Struggle and Capi-talist Transition, 1860-1940 (Princeton: Princeton University Press, 1983); y Mario Samper, Generations of Settlers: Rural Households and Markets on the Costa Rican Frontier, 1850-1935 (Boulder, Col.: Westview Press, 1990).

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que en el sector cafetalero puertorriqueño del siglo XIX–20 la clave del éxito económico de los comerciantes estribaba en su acceso a los productos de exportación. Hubo comer-ciantes que se convirtieron en agricultores; pero los grandes exportadores continuaron dependiendo de los campesinos para abastecerse de los cultivos comerciales. Dadas las in-certidumbres de la agricultura de exportación, sujeta a los cambios climatológicos al igual que a las fluctuaciones del mercado, los comerciantes incluso optaron por mantenerse alejados de la producción como una estrategia para com-partir los riesgos económicos con los campesinos.21 Por lo demás, hasta la década de los veinte, los esfuerzos de los comerciantes por incidir sobre las prácticas productivas de los campesinos cibaeños tuvieron poco éxito. En dicha dé-cada, los comerciantes y los gobernantes aunaron esfuerzos para mejorar la calidad de los productos agrícolas; la caída de los precios y la subsecuente crisis económica limitaron el resultado de tales intentos.

Uno de los rasgos distintivos de la relación entre cam-pesinos y comerciantes ha sido su larga permanencia. Esta relación fue producto de las estrategias de los co-

20 Fernando Picó, Amargo café: Los pequeños y medianos caficultores de Utuado en la segunda mitad del siglo xix (Río Piedras: Huracán, 1981).

21 Al respecto, hay que hacer algunas aclaraciones. En primer lugar, ya que los comerciantes no eran un grupo homogéneo, he evitado referirme a ellos como una clase. En segundo lugar, cuando hablo de la exigüidad del fenómeno del «comerciante que se convierte en agricultor», me re-fiero ante todo a los escalafones más altos del sector de comerciantes de Santiago. Entre los sectores medios y bajos de los mercaderes, fue más pronunciada la tendencia a convertirse en agricultores. Esto no es sor-prendente ya que eran esos negociantes los que tenían un contacto más directo con el campesinado. Muchos de ellos vivían en el campo o eran de extracción campesina. Ver Fernando I. Ferrán, Tabaco y sociedad: La organización del poder en el ecomercado de tabaco dominicano (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales y Centro de Investigación y Acción Social, 1976); y Kenneth Evan Sharpe, Peasant Politics: Struggle in a Dominican Village (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1977).

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merciantes respecto del campesinado y de la capaci-dad de este para adaptarse a los cambios económicos y a las exigencias de los primeros. Así, cuando los pre-cios del tabaco descendieron a finales del siglo XIX, muchos campesinos se dedicaron al cultivo del cacao o del café; y cuando los precios de estos cultivos cayeron a su vez en las décadas de los treinta y los cuarenta de la pasada centuria, los campesinos pusieron mayor interés en los cul-tivos de subsistencia. Con el auge de los precios después de la Segunda Guerra Mundial, los campesinos, nuevamente, reorientaron sus esfuerzos hacia los cultivos comerciales. A finales de la década de los cincuenta, debido a la situación crítica confrontada por el cacao y el café, muchos coseche-ros abandonaron esos cultivos y, en su lugar, sembraron fru-tos menores.

El surgimiento de un poderoso sector de comerciantes en Santiago tuvo efectos abarcadores sobre la región cibaeña. Varios comerciantes se convirtieron en terratenientes y en grandes productores, incluso de cultivos típicamente cam-pesinos. Debido a la escala y a la naturaleza de las empresas auspiciadas por los comerciantes, usualmente tales empre-sas han tenido consecuencias que han trascendido sus mi-ras económicas inmediatas. Tal fue el caso de la producción de maderas, que conllevó la destrucción de vastas zonas de bosques. Junto a la acumulación de recursos, la degrada-ción de la naturaleza ha sido uno de los factores principa-les de la creciente pérdida de flexibilidad económica del campesinado dominicano. Los campesinos, por supuesto, han sido partícipes de la expoliación del medio ambiente. En la medida en que han ido perdiendo opciones de sub-sistencia, como resultado de fuerzas económicas y sociales sobre las que ejercen un control exiguo, los campesinos se han visto forzados a aumentar su saqueo del ambiente para ganarse la vida. En la República Dominicana, como

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en otras partes del planeta, la «danza de las mercancías provocó una crisis ecológica» –para citar a Eric Wolf– cuyas implicaciones apenas comienzan a ser reconocidas.22

Los comerciantes contribuyeron en otras formas a las trans-formaciones sufridas por la ruralía cibaeña. La extendida pre-sencia del capital comercial en la economía rural de Santiago ha sido un factor significativo en el proceso de diferenciación social del campesinado. El surgimiento de un sector de inter-mediarios de origen campesino es un ejemplo al respecto. Con el fin de aumentar su control sobre el campesinado, las firmas comerciales han dependido de intermediarios provenientes de los sectores más acomodados de la población rural. Entre estos intermediarios encontramos hacendados y pequeños y medianos negociantes; también encontramos «campesinos ricos». Las relaciones entre estos intermediarios y el capital co-mercial han sido cruciales en el fortalecimiento de este sector de propietarios rurales acomodados. Las ganancias obtenidas por los intermediarios, gracias a sus funciones como corre-dores y comerciantes, realzaron más aún su posición en las comunidades rurales. Sus ingresos, sus comisiones y su acceso al crédito les brindaban obvias ventajas a la hora de adquirir tierras. Económica y socialmente, su posición aventajaba por mucho la del campesino promedio.23

En sí misma, la alianza de los intermediarios con los sectores externos, usualmente de base urbana, constituía una fuente de poder y prestigio social en las comunidades rurales. Por lo tanto,

22 Wolf, Peasant Wars, 280. Mis observaciones sobre las implicaciones ecológicas de la economía de mercado en la República Dominicana han sido influenciadas por: Rafael E. Yunén, La isla como es: Hipótesis para su comprobación (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1985); y Fernando Picó, «Deshumanización del trabajo, cosificación de la natura-leza: Los comienzos del café en el Utuado del siglo XIX», en: Francisco A. Scarano (ed.), Inmigración y clases sociales en el Puerto Rico del siglo xix (Río Piedras: Huracán, 1981), 187-206.

23 Ferrán, Tabaco y sociedad; Sharpe, Peasant Politics; y Baud, Peasants and Tobacco.

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estos intermediarios se convirtieron en mediadores entre las casas comerciales y los campesinos; también sirvieron como eslabones entre estos y la sociedad en general, incluyendo las fuentes regionales y nacionales de poder. En otras palabras, los vínculos de los intermediarios con los sectores urbanos trascendieron sus fines económicos, actuando, también, como mediadores sociales. Al brindar a los intermediarios recursos, conexiones y conocimientos (sobre las condiciones del mer-cado, los precios y las técnicas, por ejemplo) que no estaban a disposición del campesinado en general, las redes comerciales contribuyeron a aumentar más aún las brechas existentes en la ruralía entre los sectores acomodados y los campesinos pobres.

El Estado, a medida que incrementó su presencia en el cam-po, jugó un papel similar. Todavía a principios del siglo XX, el dominio que el Estado ejercía sobre la ruralía dominicana era bastante precario. Durante las primeras décadas del siglo, se realizaron varios esfuerzos por cambiar esta situación. Entre 1916-24, durante la ocupación estadounidense, la impronta es-tatal se dejó sentir con mayor contundencia. Sin embargo, aun entonces, los planes estatales chocaron con las prácticas, los hábitos y las costumbres de la población rural; las medidas gu-bernamentales tuvieron un éxito parcial. Lejos de concebirse como un resultado neto, las leyes y las medidas estatales deben percibirse como proyectos, como propuestas de dominación, cuyo éxito dependió, en buena medida, de la capacidad del Estado de ejercer la coerción y de lograr consensos.24 Durante el trujillato, se multiplicó la capacidad coercitiva del Estado dominicano. Como ha señalado Roberto Cassá, durante la dictadura, el poder estatal se volcó contra el campesinado. Fue, precisamente, el campesinado la materia prima a partir de la cual el régimen trujillista intentó construir su modelo de sociedad. Entre otras cosas, los proyectos del régimen se

24 Pierre Vilar, Economía, derecho, historia: Conceptos y realidades (Barcelona: Ariel, 1983), 106-37.

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encaminaron a incrementar la capacidad productiva de la agricultura dominicana. A tal fin, se trató de modernizar y re-gular la producción campesina; también se intensificó el uso de la mano de obra rural, tanto en proyectos estatales como en empresas privadas.25 La distribución de pequeños lotes de terreno constituyó un intento de vincular a los sectores más pobres del campesinado a la tierra, lo que propició el surgi-miento de una fuente de mano de obra barata.

No obstante, las políticas estatales tuvieron un efecto contra-dictorio sobre la economía campesina del Cibao.26 Por un lado, el Estado obtuvo cierto éxito en perfeccionar sus mecanismos de exacción fiscal y laboral sobre el campesinado. Igualmente, consiguió, en alianza con los sectores empresariales, adecuar mucho mejor la producción campesina a las exigencias del mercado externo. Es decir, lejos de proponerse el trastoque de la economía cibaeña, el régimen trujillista orientó sus políticas hacia el perfeccionamiento de los canales de explotación del campesinado a través de la circulación de mercancías y de la exacción fiscal y laboral. El riego, la distribución de tierras, la colonización, la concesión de crédito y la creciente tecnifica-ción, fueron algunos de los medios para lograr tal fin. Muchas de estas políticas tendieron a favorecer a los sectores medios y altos del campesinado, sobre todo en aquellas regiones donde fue viable su inserción en la agricultura comercial.

El fortalecimiento material de la economía cibaeña tuvo evi-dentes propósitos políticos. A principios de siglo, el Estado do-minicano, en busca del apoyo de los sectores empresariales ci-baeños, alentó la modernización de la economía de la región.

25 Roberto Cassá, Capitalismo y dictadura (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1982), y Movimiento obrero y lucha socialista en la República Dominicana (Desde los orígenes hasta 1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1990); y Orlando Inoa, Estado y campe-sinos al inicio de la Era de Trujillo (Santo Domingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1994).

26 Cfr. Baud, Peasants and Tobacco; e Inoa, Estado y campesinos.

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A pesar de que muchos miembros de la élite cibaeña eran terratenientes, sus sectores más poderosos se ubicaban entre los comerciantes exportadores. En esos años, la debilidad del Estado, y la coincidencia de intereses entre el campesinado y la élite, propiciaron la persistencia de una economía agraria basada en la pequeña producción más que en la existencia de un sector latifundista.27 Aunque con cambios importantes, la situación continuó siendo muy similar luego de 1930. Para explicar este fenómeno, es necesario considerar, en primer lugar, las posibilidades de adaptación del campesinado a los cambios sufridos por la República Dominicana a partir de en-tonces. Como ya hemos visto, los campesinos, aunque cada vez más sometidos a las fuerzas estatales, continuaron disfrutando de una amplia capacidad de acomodo y, aunque de forma li-mitada, de resistencia cotidiana. También es necesario ponde-rar las estrategias económicas de los grupos empresariales, los cuales estuvieron muy lejos de intentar una erradicación de la economía campesina.

Pero, sobre todo, es imprescindible tomar en cuenta la es-tructura de la sociedad local y, en consecuencia, las formas de inserción del poder estatal en la región cibaeña. Al respecto, el concepto de «hegemonía» nos puede ayudar a comprender las relaciones entre el Estado y el campesinado. No es este el lugar de realizar una exposición detallada sobre el particular. Sí vale la pena destacar que la hegemonía –al menos en su sentido gramsciano– conlleva tanto la coerción como la «organización del consenso o de la obediencia de las clases subordinadas». Este consenso, en la medida en que pretende instaurarse sobre el conjunto de la sociedad, debe incorporar los «intereses de las clases subordinadas».28 Por tal razón, el consenso articulado

27 Baud, Peasants and Tobacco.28 José Rodríguez, «Sobre Gramsci» (Manuscrito inédito, 1992), 13 y 19.

Agradezco al profesor Rodríguez que me haya suministrado una copia

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desde el Estado –aunque adopte formas autoritarias–, además de sus elementos ideológicos y discursivos, «posee siempre un sustento material... El Estado asume así... una serie de medidas materiales positivas para las clases populares, incluso si estas medidas constituyen otras tantas concesiones impuestas por la lucha de las clases dominadas».29

Eugene Genovese ha dicho que los sectores dominantes «nacen y se desarrollan en relación con la clase o clases a las que específicamente domina».30 Desde este punto de vista, hay que considerar los programas agrarios del trujillato no solo en función de sus implicaciones económicas sino, también, como parte de su proyecto de dominación sobre el conjunto de la sociedad dominicana. En él, el dictador asumió el papel del implacable pero benefactor gobernante, atento a los reclamos de las masas campesinas. En un sentido, Trujillo asumió la re-presentación del campesinado en el aparato estatal.

Todavía está por estudiarse a fondo en qué medida los pro-gramas agraristas del régimen trujillista recogieron las reivin-dicaciones de los sectores campesinos. Algunos de los ejem-plos examinados sugieren que los campesinos, aprovechando el discurso oficial en pro del desarrollo de la agricultura, lo utilizaron para integrar demandas propias a los programas estatales. Al constituir la inmensa mayoría de la población do-minicana, el campesinado representaba un enorme potencial de base de apoyo político. Por tal razón, el dictador intentó convertir a la ruralía en un bastión de su régimen en contra de cualquier foco de oposición.31 En su intento, combinó las

de este trabajo, al igual que otras referencias sobre el concepto de la hegemonía.

29 Nicolas Poulantzas, Estado, poder y socialismo (México: Siglo XXI, 1980), 30-1, citado por: Otto Fernández Reyes, Ideologías agrarias y lucha social en la República Dominicana (1961-1980) (Buenos Aires: CLACSO, 1986), 13.

30 Eugene D. Genovese, Esclavitud y capitalismo (Barcelona: Ariel, 1979), 18.31 El análisis más exhaustivo del régimen trujillista se ofrece en: Cassá, Ca-

pitalismo y dictadura.

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concesiones con las medidas represivas. El campesinado, por su parte, al utilizar la retórica oficial para validar sus propios reclamos, contribuyó a legitimar al régimen.

Aunque el régimen trujillista se caracterizó por ser dictato-rial, a nivel discursivo se estableció una clara distinción entre el campesino trabajador y cumplidor, por un lado, y el «vago» y disoluto, por el otro. En consonancia con estas imágenes, la represión estatal directa se volcó contra aquellos campesinos que violaban la ética del trabajo definida desde el poder. Le-jos de sentir que la violencia del régimen se dirigía contra la totalidad del campesinado, amplios sectores de la población rural entendían que se orientaba, más bien, contra campesi-nos en particular, incapaces o poco dispuestos a obedecer las normas estatales. En cuanto se percibían como actos de violen-cia con orígenes y objetivos específicos, las medidas represivas no socavaban, necesariamente, la legitimidad del régimen. En cierto sentido, pueden haber contribuido a reforzarla.32 Las penalidades a los vagos y los disolutos eran el precio que te-nían que pagar y tolerar a cambio de las medidas estatales que favorecían al campesinado como sector. Por supuesto, la práctica estatal operaba sobre todo en el ámbito de las imágenes. En realidad, hasta los campesinos que cumplían con las exigen-cias y las disposiciones estatales sufrieron las persecuciones y las arbitrariedades del régimen, incluyendo el despojo de sus tierras. Sobre el conjunto del campesinado, el régimen tru-jillista ejerció una «represión estructural»,33 originada en el carácter clasista de su dominación y en la naturaleza despótica del régimen.

32 Esta interpretación de la violencia del régimen trujillista me ha sido sugerida por la lectura de: La Era de Trujillo: Décimas, relatos y testimonios campesinos (Santo Domingo: MUDE, 1989); y Todd A. Diacon, Millenar-ian Vision, Capitalist Reality: Brazil’s Contestado Rebellion, 1912-1916 (Dur-ham: Duke University Press, 1991), esp. 30-2.

33 El término es sugerido por Luisa Paré, según citada en: Blanca Rubio, Re-sistencia campesina y explotación rural en México (México: Era, 1987), 28 n. 4.

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Este modelo de relación entre el poder estatal y las ma-sas campesinas tiene paralelos en varios países de América Latina. Las relaciones del campesinado mexicano con el Es-tado posrevolucionario presentan el caso más conocido de un sistema autoritario que ha logrado manipular un discurso campesinista para configurar un poder sobre el conjunto de la sociedad. Aunque represivo, el Estado mexicano ha man-tenido un alto grado de legitimidad entre el campesinado, sobre todo a partir de la década de los treinta.34 El régimen velasquista en el Perú, a raíz del golpe militar de 1968, ofre-ce un ejemplo más de un gobierno autoritario dispuesto a incluir reivindicaciones campesinas en su programa. Desde el punto de vista de las autoridades, este era un medio para institucionalizar los reclamos agraristas, poniendo límites a las posibilidades de la extensión de los movimientos campe-sinos autónomos.35 Pero es Nicaragua, bajo el somozismo, el país que presenta rasgos más parecidos con la República Do-minicana durante el trujillato. Como ha demostrado Jeffrey Gould, el somozismo desarrolló prácticas de carácter populis-ta, sobre todo en sus años iniciales, que apelaban tanto a los sectores obreros como al campesinado. Aunque, finalmente, las luchas de los sectores trabajadores llevaron hasta el límite de sus posibilidades este populismo de corte autoritario, el somozismo fue capaz, por décadas, de articular las deman-das de obreros y campesinos con su proyecto político.36 No

34 Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución Mexicana: La formación del nuevo régimen, 14ta ed. (México: Era, 1985); Arturo Warman, ...Y veni-mos a contradecir: Los campesinos de Morelos y el Estado nacional (México: SEP/CIESAS, 1988); y Roger Bartra, Campesinado y poder político en México (México: Era, 1988).

35 José Luis Rénique, Los sueños de la sierra: Cusco en el siglo xx (Lima: Centro Peruano de Estudios Sociales, 1991), 243-316; y Gavin Smith, Livelihood and Resistance: Peasants and the Politics of Land in Peru (Berkeley: Univer-sity of California Press, 1989), esp. 194-217.

36 Jeffrey L. Gould, To Lead as Equals: Rural Protest and Political Consciousness in Chinandega, Nicaragua, 1912-1979 (Chapel Hill: University of North

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por eso la capacidad coercitiva del régimen somozista dejó de jugar un papel fundamental en su relación con las clases subalternas.

Los casos anteriores nos permiten replantear el problema de la relación entre las masas rurales y el Estado dominicano durante el trujillato. En el Cibao, la vital presencia del campe-sinado contribuyó a definir las medidas impulsadas, de forma autoritaria, desde el Estado. Entre ellas, hubo muchas condu-centes a vitalizar las actividades económicas del campesinado. Políticamente, tales proyectos resultaron funcionales ya que aumentaron la capacidad del régimen trujillista de atraerse a los sectores campesinos. Pero, a la larga, la madeja de relacio-nes económicas y sociales urdidas por la agricultura comercial, el capital mercantil y el Estado desembocaron en un proceso de transformación de la sociedad rural cibaeña.

A lo largo de este trabajo he discutido que la existencia de un sector comercial dedicado a la exportación de los produc-tos campesinos fue un factor determinante en la superviven-cia de la economía campesina. Este sector de comerciantes se constituyó en una fuerza política durante el siglo XIX; por tal razón, los gobernantes dominicanos tuvieron que tomar en consideración sus intereses. En buena medida, las políticas estatales se orientaron, en las primeras décadas del siglo XX, a fortalecer la producción campesina. Tanto el aparato esta-tal como los comerciantes tenían mucho que ganar con esta política: los comerciantes, porque sus ingresos aumentarían con el incremento de las exportaciones y con la mejora de su calidad; y el Estado, porque crecerían sus rentas gracias al cobro de impuestos sobre el comercio exterior. La coinci-dencia de estos intereses se patentizó claramente durante los años de la ocupación estadounidense. En esos años, tomaron nuevos bríos los intentos de los comerciantes por lograr la modernización de la economía rural. En el Cibao, buena par-

Carolina Press, 1990), 15-6 y 292-95.

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te de tales esfuerzos se dirigieron a regular ciertos aspectos de la producción campesina.

El éxito de tales planes dependió, en buena medida, de las condiciones económicas imperantes y de sus efectos sobre la sociedad dominicana. A pesar de que tanto las autoridades es-tatales como los comerciantes trataron de mejorar la calidad de los productos de exportación durante las décadas de los veinte y los treinta, muchos de sus esfuerzos se estrellaron contra las realidades del mercado internacional, que no favorecían las exportaciones.37 En esta coyuntura, el crédito rural descendió de forma estrepitosa; como es usual, el campesino se dedicó a los cultivos de subsistencia. La política del gobierno truji-llista, empeñado en lograr la autosuficiencia alimentaria del país, contribuyó al incremento de la producción de bienes de consumo; por medio de la ampliación del mercado interno, los campesinos suplieron parcialmente la caída de las exporta-ciones. El fomento de varias agroindustrias, que se abastecían de la producción campesina, también brindó ciertas oportu-nidades económicas a los campesinos cibaeños.38 Aun así, es probable que, en conjunto, en esos años, el nivel de vida de los campesinos haya descendido. Igualmente, las oportunidades existentes no fueron disfrutadas de manera similar por todos los estratos del campesinado. Las políticas «campesinistas» del trujillismo, urdidas en función de la acumulación, eran, de por sí, incapaces de evitar el empobrecimiento del conjunto del campesinado.

La década de los cuarenta marcó un hito en la historia eco-nómica dominicana. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, las exportaciones ascendieron espectacularmente; esta expan-sión conllevó una mayor comercialización de la economía

37 Pedro L. San Miguel, «Crisis económica e intervención estatal: El plan de valorización del tabaco en la República Dominicana», Ecos, II, 3 (1994): 55-77.

38 Pablo A. Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1993), 52.

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campesina. El auge de las exportaciones propició cambios sig-nificativos en el modelo económico imperante hasta entonces. A nivel nacional, el modelo económico tendió a gravitar, cada vez más, en torno a la producción latifundista. Ya hemos tenido ocasión de ver que la producción de arroz, tan importante en varios municipios del Cibao, estaba más concentrada que el cultivo de otros bienes dirigidos al mercado interno. Aunque su repercusión fue desigual a lo largo y lo ancho del territorio nacional, el fomento del latifundio tuvo implicaciones directas sobre el campesinado cibaeño. Al aumentar la concentración de la tierra en otras regiones del país, y al brindarse más apoyo estatal a las agroindustrias, sobre el Cibao recayó una mayor responsabilidad en la producción de bienes alimentarios. De-bido a que, en esos años, aumentó la proporción de personas que se dedicaban a otras actividades, lo dicho anteriormente implicó –como ha señalado Maríñez– que sobre los pequeños productores del Cibao recayó «la presión de la producción de cultivos alimenticios».39

En varias zonas del Cibao, estas presiones se sintieron me-nos que en otras regiones. En Santiago, la base de su econo-mía agraria, fundada en la relación entre los comerciantes y los agricultores, contuvo la disgregación del campesinado. Algunas medidas estatales también contribuyeron a sustentar a ciertos sectores del campesinado, sobre todo al dedicado a los cultivos comerciales. En el caso del tabaco, el Gobierno estableció precios mínimos a los cuales los comerciantes y elaboradores debían comprar las hojas. Aunque estaban en desacuerdo con dicha política, los empresarios tuvieron que atenerse a los dictámenes del régimen. Este ejemplo ilustra cómo el Estado trujillista, por razones políticas, intentó con-trarrestar las fuerzas del mercado. Empero, las regulaciones estatales podían afectar negativamente a los agricultores. Así, a los cosecheros de café y de cacao se les prohibió, en la dé-

39 Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales, 57-9.

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cada de los cincuenta, el talar sus arbustos para dedicarse a otros cultivos. Debido a la baja de precios y a las plagas que afectaron a estos cultivos en dicha década, muchos cosecheros recurrieron a la tala de sus cafetales y cacaotales para evitar la ruina total. Desde el punto de vista del Gobierno, medidas de esta índole ponían en peligro su política de fomento de las exportaciones. Aunque los ejemplos mencionados afectaban, el primero, a los comerciantes y elaboradores, y, el segundo, a los cosecheros, ambos muestran las contradicciones de las políticas económicas del Estado trujillista. También sugieren que, en la década de los cincuenta, el Estado, para sostener sus políticas económicas, adoptó una postura cada vez más regula-dora y, en ocasiones, hasta represiva.

En los años cincuenta, las políticas económicas estatales comenzaban a mostrar sus fisuras. Hacia finales de la década de los cuarenta, disminuyó el ritmo del reparto de tierras y la frontera agrícola tendió a estancarse. Por otro lado, el fo-mentalismo estatal no impidió que las fuerzas del mercado hicieran su labor de zapa, produciendo evidentes diferencias económicas entre los agricultores, incluso entre los asentados en las colonias estatales. Además, a medida que se extendió la agroindustria, la distribución de tierras se orientó, cada vez más, a garantizar el suministro de mano de obra a las grandes empresas agrícolas, más que a fortalecer las bases de la eco-nomía campesina.40 Esto se logró mediante la concesión de pequeños predios en las áreas circundantes a las agroindus-trias. En la década de los cincuenta, se evidenciaron muchas de las contradicciones de los programas económicos impulsa-dos por el Estado. Hacia finales de la década, se hizo patente el grado de desposesión que venía sufriendo el campesinado en varias regiones del país. De hecho, es probable que hayan aumentado los conflictos en las zonas rurales. Al menos entre los campesinos que arrendaban tierras, se incrementaron las

40 Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales, 106-20.

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quejas contra los desmanes de los propietarios. Ante los re-clamos de los arrendatarios, el Gobierno anunció, en 1960, una disminución en los precios de los arrendamientos y un masivo reparto de tierras entre el campesinado.41 Al calor de los sucesos internacionales, como la efervescencia causada por la Revolución cubana, y de las tensiones sociales internas, a partir de la década de los sesenta, el «problema agrario» –eu-femismo que oculta la suerte del campesinado– se convirtió en uno de los temas centrales del debate político en la República Dominicana. Pero, entonces, la caída de la dictadura trujillista y las condiciones económicas imperantes brindaron nuevas to-nalidades al debate y a las luchas sociales en torno a la tierra. Todavía estamos por descubrir cuánto de los conflictos y de las luchas campesinas que se desataron a partir de los años sesenta se originaron en la época anterior. También nos resta por aquilatar cómo las luchas campesinas han contribuido a definir la sociedad dominicana del presente.42

En más de un sentido, la evolución histórica del campesina-do cibaeño ofrece un ejemplo de las posibilidades de adapta-ción y de acomodo de los pequeños y medianos productores a los cambios propulsados por las fuerzas del mercado y por el poder. Esto es algo que no debemos menoscabar, sobre todo porque se trata de las acciones que han realizado miles de

41 LI, XLIV: 14012 (4 enero 1960), 1 y 5; y EC, XII: 4306 (8 febrero 1960), 1.42 Carlos Dore Cabral, Reforma agraria y luchas sociales en la República Do-

minicana, 1966-1978 (Santo Domingo: Taller, 1981); y Pablo A. Maríñez, Resistencia campesina, imperialismo y reforma agraria en República Dominicana (1899-1978) (Santo Domingo: CEPAE, 1984). Hago algunas sugerencias al respecto en: «Las luchas campesinas en la República Dominicana du-rante el siglo XX», en: El pasado relegado: Estudios sobre la historia agraria dominicana (Santo Domingo/San Juan: Librería La Trinitaria/ FLAC-SO-Sede Santo Domingo/ DEGI-UPR, 1999), 163-202; «Un libro para romper el silencio: Estado y campesinos al inicio de la Era de Trujillo, de Orlando Inoa», ES, XXVII, 98 (1994): 83-98; y La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana (Santo Domingo: Archivo General de la Nación, 2011).

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hombres y mujeres de escasos recursos económicos y carentes de poder político. Desde este punto de vista, es una historia de éxito; por más de una razón, es admirable. Pero, como ha di-cho Steve Stern acerca de los pueblos indígenas del Perú, este éxito, irónicamente, también conlleva una dosis de tragedia.43 Para sobrevivir en un mundo en transformación, los campesi-nos del Cibao se vieron compelidos a adoptar las prácticas, los estilos, los valores y las formas discursivas y culturales apare-jadas a las nuevas relaciones económicas, sociales y políticas. Sobre el camino, tuvieron que abandonar viejos estilos de vida, con sus peculiares formas de conflicto y de solidaridad. Sobre la marcha, contribuyeron a la creación de otras formas de con-vivencia, que se juzgan superiores o inferiores a las existentes anteriormente dependiendo de la postura ideológica de cada cual. La paradoja del éxito reside en que, en su intento por reproducir sus estilos de vida, los campesinos del Cibao fueron agentes de transformación de aquello que, por generaciones y tan arduamente, habían luchado por mantener.

43 Steve J. Stern, Peru’s Indian Peoples and the Challenge of Spanish Conquest: Hua-manga to 1640 (Madison: University of Wisconsin Press, 1986), 158-83.

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Epílogo

A cada acción, a cada desenlace de una colisión le corresponde un determinado terreno común a ambos antagonistas, aun cuando esta «comunidad» sea la de una enemistad mortal en el ambiente social: explotador y explotado, opresor y oprimido pueden poseer un suelo común de esta especie sobre el que libran su lucha...

georg LukáCS

La novela histórica

Como al mes de llegar a Santiago para realizar la investiga-ción que originó este libro, un amigo, profesor universitario, me invitó a asistir a una actividad en el Instituto Superior de Agricultura. Se trataba de un seminario sobre la economía ta-bacalera del Cibao. Mi amigo, agudo como pocos, me señaló: «Apreciando de cerca la situación actual podrás comprender mejor la información que recogerás de los documentos». Por supuesto, no se equivocó.

Al seminario asistieron representantes de diversos sectores interesados, por razones variadas, en la economía tabacalera dominicana. Había empresarios, intermediarios, técnicos y fun-cionarios de varias agencias gubernamentales, figuras del mun-do académico santiaguero, periodistas y, por supuesto, dirigen-tes campesinos. Entre todos ellos, yo era un espectador que re-cogía impresiones y escuchaba comentarios. Hoy día, mientras

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escribo estas líneas, me percato de que, inconscientemente, me esforzaba por identificar las líneas de un argumento, de una trama. El seminario duró todo el día; en él se ventilaron numerosos problemas del sector tabacalero dominicano. En general, la actividad se desarrolló en un clima de cordialidad. Sin embargo, ante mí se escenificaba un intenso drama, cuyos hilos perdidos iría descubriendo en los meses subsiguientes a medida que examinaba los vetustos documentos notariales, los planos y los expedientes del Tribunal de Tierras, las parcas inscripciones de la Conservaduría de Hipotecas, las olvidadas páginas del Boletín Municipal, y los polvorientos legajos del Archivo General de la Nación.

Y este drama contaba con personajes de carne y hueso. Re-cuerdo, por ejemplo, un hombre alto y corpulento, blanco aunque quemado por el sol. Según me enteré cuando nos divi-dieron en pequeños grupos de trabajo –ambos coincidimos en el mismo grupo–, este señor era un productor de tabaco rubio, en las zonas de más reciente incorporación a este tipo de cul-tivo. Quedé perplejo: esa no era la imagen que yo tenía de un cosechero cibaeño de tabaco. El señor de marras vestía una guayabera –o chacabana, como llaman en la República Domi-nicana a esta pieza de vestir– blanca, impecablemente limpia y planchada. En uno de los bolsillos superiores de su guayabera lucía un cigarro de calidad. Sus manos anchas eran, evidente-mente, las de un hombre acostumbrado al trabajo duro. Sin embargo, no me parecieron las manos de alguien que tuviese que cultivar la tierra, ni empacar o enmanillar hojas de tabaco. En una de ellas, lucía una sortija grande de oro, de las que se usan como símbolo del bienestar económico. Era una sortija grosera, de mal gusto, de esas que usan algunos hombres con el propósito, también, de amedrentar a un posible agresor. La joya era ofensiva tanto por la vanidad burda que representaba como por el machismo ostentoso que simbolizaba.

En el seminario, participaron funcionarios del Gobierno, sobre todo de agencias vinculadas con el agro dominicano. Había, obviamente, miembros del Instituto del Tabaco, con

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sede en Santiago. En las discusiones que se generaron, me pa-reció distinguir dos posturas entre estos funcionarios. Algunos –aparentemente los de más alto rango– expresaban una gran preocupación por el estado de las exportaciones de tabaco, por la demanda en los países compradores de la hoja, o por las divisas generadas por las exportaciones. Por el contrario, entre los funcionarios de menor rango, se evidenciaba una mayor inquietud por las condiciones de vida de los cosecheros: por el decreciente tamaño de sus conucos, las desfavorables condi-ciones de crédito, los bajos precios del tabaco, o el aumento en el costo de los insumos agrícolas. Mi impresión fue que estos funcionarios –muchos de ellos jóvenes agrónomos y técnicos agrícolas–, quizás por su contacto más directo con los cam-pesinos, hablaban un lenguaje más apegado a los problemas cotidianos de los cosecheros de tabaco. A ellos no les impor-taban tanto las divisas generadas por las exportaciones y sí los ingresos, cada vez más reducidos, del cultivador de tabaco.

Entre los actores del drama que se desarrollaba en el ISA se encontraban –¿cómo podían faltar?– representantes de los sectores exportadores de tabaco. De hecho, el principal ora-dor del seminario fue un miembro de una de las familias em-presariales de más prosapia en la región cibaeña. Su mensaje, ofrecido en la tarde, como acto cumbre del seminario, fue de tono conciliador. Abogó por la búsqueda de soluciones armo-niosas a los diversos problemas y conflictos que se dirimieron a lo largo del día. Hoy, si yo tuviese que mostrar cómo se cons-truye un discurso con pretensiones hegemónicas a partir de intereses contrapuestos, creo que usaría como ejemplo el ofre-cido en aquella tarde calurosa en el ISA. Me encontraba, sin duda alguna, ante un «discurso orgánico» –parafraseando a Gramsci–. Por supuesto, nunca tuve duda alguna de a qué lado se inclinaban, realmente, las preferencias del orador de marras. Aun así, consideré extraordinaria su capacidad para acoplar ese juego de «luces, reflejos y contraluces» –como

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dice una colega historiadora– que constituyen las prácticas discursivas.

En todo drama subyacen ideas, conflictos y tensiones, pero, sobre todo, grandes pasiones que el autor intenta plasmar en su obra. Son los personajes del drama los que vivifican y dan fuerza a los conflictos recogidos en la pieza dramática. Su in-tensidad, ha dicho Georg Lukács,

...depende precisamente de la profundidad de las relaciones internas entre los personajes centrales del drama y la colisión concreta de los poderes histó-rico-sociales, es decir: depende de si estos hombres están comprometidos con su personalidad íntegra en el conflicto presentado. Si el punto central de su pasión trágica coincide con el momento social decisivo de la colisión, entonces... puede recibir su personalidad una plenamente desarrollada y rica plasticidad dramática.1

Es de esperarse que, en el desarrollo de un drama, nos iden-tifiquemos con algunos de sus personajes. Yo siempre me he inclinado por las figuras débiles u oprimidas: es, quizás, un inveterado respeto hacia la dignidad humana que –creo– comencé a desarrollar gracias a las influencias de mi abuelo materno, un antiguo cosechero de tabaco en Puerto Rico. Si los historiadores –al igual que los novelistas– tenemos «fan-tasmas» y «demonios» interiores, estoy convencido de que el viejo Delfín Sánchez contribuyó a que yo creara los míos.

De todos los «personajes» que «actuaron» en el drama del ISA, mi favorito fue un dirigente campesino. Este campesino era un mulato alto, de unos 40 años. Su atuendo, a diferencia del agricultor acomodado al que hice referencia anteriormente, denotaba un origen modesto. Si la memoria no me falla, vestía

1 Georg Lukács, La novela histórica, 2da ed. (México: Era, 1971), 134.

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un pantalón oscuro y una camisa azul marino de manga larga. Aunque limpia, la camisa tenía algunas pequeñas manchas; se-guramente, aquella era una de sus mejores piezas de vestir, de las de «bajar a Santiago».

Pero lo que realmente me impresionó fue su disposición a levantar su voz ante un coro de funcionarios y representan-tes de los sectores exportadores, quienes se empeñaban en transmitir un mensaje poco favorable a los campesinos. La tónica dominante de este mensaje era que las condiciones del mercado internacional –de manera particular, la decreciente demanda de tabaco negro y el aumento en la demanda de tabacos rubios– hacía cada vez más difícil mantener al sector tabacalero tradicional del Cibao. Como en un drama, en el ISA, las fuerzas anónimas en torno a las cuales giraba la socie-dad cibaeña tomaban cuerpo. Y aquel campesino –al igual que en el mejor drama clásico–, se sentía identificado plenamente con una de las partes envueltas en el conflicto. Mejor aún: él era el drama, la tragedia de la realidad cibaeña. A través de él, se expresaban los reclamos de un sector social que cada vez era menos capaz de contrarrestar las fuerzas que propendían hacia la marginación del campesinado tradicional cibaeño. No obstante, sus palabras y actitudes evidenciaban lo que en otro lugar he llamado una «vocación campesina».2 A pesar de todo, había dignidad y orgullo en sus palabras: había verticalidad y total ausencia de servilismo. Aquel día de agosto de 1984, el ISA fue el escenario mínimo de un drama mucho más abarca-dor, y que tenía múltiples expresiones cotidianas a lo largo y lo ancho de la región cibaeña. En él, los campesinos del Cibao eran, sin duda alguna, los actores principales.

Manuel Martínez –quien, como he dicho en el Prefacio, era mi asistente de investigación pero, además, fue mi maestro sobre incontables cuestiones cibaeñas– me narró y mostró

2 Pedro L. San Miguel, «Campesinado y agricultura comercial en el Valle del Cibao, República Dominicana: 1900-1960», ES, XXII, 75 (1989): 119-39.

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otros escenarios de este drama. En Moca, de donde es oriundo Manuel, era usual ver a los campesinos pobres –los que ape-nas contaban con un pequeño cuadro de terreno en el cual levantar una rústica vivienda– rondar por las pulperías rurales, sobre todo durante las tardes. Allí se detenían a conversar con los demás parroquianos o con el dueño del pequeño estable-cimiento comercial. Con frecuencia, el dueño de la pulpería estaba emparentado con varios de los campesinos que se de-tenían a conversar en su negocio; también era propietario de 200 ó 300 tareas de las mejores tierras de la sección rural.

Al amanecer, algunos de esos campesinos pobres solían pe-dir a su pariente, el dueño de la pulpería, que le dejara «echar un día» en su finca, desyerbando, «chapeando» los plátanos o realizando cualquier otra labor que le permitiera ganar el sus-tento diario. Luego de lograr un arreglo laboral, el «echa días» intentaba realizar su tarea lo más rápido posible. Entre otras razones, deseaba completar su labor prontamente para, tem-prano en la tarde, escuchar por radio su programa favorito o, quizás, ver algún programa televisivo. Tanto en un caso como en otro, lo más probable es que lo hiciese en casa de un vecino o pariente acomodado, o en la pulpería, donde a veces había un radio que podía disfrutar la clientela. Antes de marcharse a su casa, luego de terminar su labor, el campesino recibía su paga por el trabajo del día, quizás junto a varios plátanos o alguna yuca. Pero antes de abandonar la finca en la cual había laborado, el campesino se cambiaba su «muda de trabajo» por una «muda» limpia. De igual manera, envolvía su «colín» en un saco o, a lo sumo, en papel de periódico. Si era posible, de regreso a su hogar, evitaba caminar por la carretera principal y optaba por transitar por la parte trasera de las fincas. En su trayecto, se encontraba con otros campesinos quienes, como él, trataban de ocultar –o al menos de disimular– su condición de «echa días». Para este campesino, como para sus compa-ñeros de ruta, resultaba difícil aceptar su posición como un miembro pobre y cada vez más marginal de la comunidad. Su

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visión del mundo estaba permeada por los valores del campe-sinado propietario del Cibao, aunque, para él, ser campesino, realmente, tenía un significado muy distinto al que había teni-do para sus antecesores.

Era ese orgullo, y la centenaria historia del campesinado de la región, lo que subyacía en las actitudes y las palabras del diri-gente campesino en el ISA, el cual, ante los señores del dinero y el poder, se arrogó la defensa de una forma de vida. ¿No resi-de en este compromiso el núcleo de la «pasión trágica», como proclama Lukács? Este drama –tanto como el de un príncipe medieval consumido por la duda, o el de dos jóvenes amantes separados por odios ancestrales– nos brinda elementos para comprender, y quizás para mejorar, la condición humana.

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Fuentes y bibliografía

fuenteS PrIMarIaS

Las fuentes para el estudio de la historia agraria dominicana se encuentran sumamente dispersas. Por lo tanto, he explo-rado tanto archivos locales como nacionales. El Tribunal de Tierras (TT), el Archivo de la Secretaría Municipal (ASM), el Archivo Notarial José Reinoso (ANJR) y la Conservaduría de Hipotecas (CH) –localizados en la ciudad de Santiago– re-sultaron ser los más productivos a nivel local. El TT contiene expedientes sobre litigios y títulos de propiedad, además de numerosos planos de la ruralía de Santiago. Estos documentos –inexplorados hasta entonces– me permitieron obtener un pa-norama de la estructura agraria de Santiago durante el siglo XX. En el ASM, entre otras cosas, consulté el Boletín Municipal, en el que se publicó el censo rural de Santiago de 1918. Además, del BM obtuve información de diversa índole referente a la vida económica, social y política del municipio de Santiago y del Cibao en general. Aunque fragmentaria, esta información me brindó pistas valiosas que, junto a las obtenidas en otras fuentes, resultaron ser sumamente útiles. Por su parte, los pro-tocolos notariales contienen escrituras, testamentos, compra-ventas, hipotecas y otras transacciones relacionadas con la tierra. Algo similar se puede decir de los documentos de la

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CH; de esta última fuente obtuve la mayor parte de los datos sobre el crédito rural. Mucha de la información referente a los terrenos comuneros proviene de los protocolos notariales, aunque el TT y la CH me suplieron datos adicionales. En el Archivo General de la Nación (AGN) examiné numerosos le-gajos, primordialmente de la Gobernación de Santiago y de la Secretaría de Agricultura. En esta documentación obtuve información acerca de las condiciones económicas prevale-cientes tanto a nivel local como a nivel nacional, y sobre las políticas agrarias estatales.

A pesar de su variedad, estas fuentes presentan un número de inconvenientes: la falta de continuidad es uno de ellos. La documentación localizada en el AGN sufre particularmente de esta limitación. Además, mucha de la documentación con-sultada muestra solo una visión parcial del campesinado y de la estructura agraria. Por ejemplo, la información cuantitativa disgregada sobre el tamaño y la producción de las fincas es sumamente escasa. A pesar de que en la República Domini-cana se han hecho varios censos agrarios, aparentemente los datos originales han desaparecido. Parece ser que tampoco existen registros alternos que pudieran compensar esta defi-ciencia (censos fiscales, por ejemplo). Por lo tanto, para co-nocer la organización de las propiedades campesinas, hay que depender, mayormente, de aproximaciones derivadas de los datos agregados contenidos en los censos publicados o en los documentos no publicados disponibles en los archivos. Pero aun esta estrategia presenta dificultades ya que los datos de los censos nacionales no fueron registrados de manera uniforme; ni siquiera los censos de 1950 y 1960 son enteramente com-parables. Por último, no conté con acceso a los documentos internos de las casas comerciales, lo que limita nuestro cono-cimiento sobre las relaciones entre estas y el campesinado. A pesar de estas dificultades y limitaciones, la documentación consultada es lo suficientemente rica como para trazar aspec-tos cruciales de la economía agraria.

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Hubo otras fuentes que consulté menos sistemáticamen-te. Examiné algunos periódicos en la Biblioteca Amantes de la Luz, en Santiago, y en el Archivo Histórico de Santiago. Igualmente, pude obtener copias de varios documentos pro-venientes de la Cámara de Comercio de Santiago gracias a la generosidad de Danilo de los Santos. Entre estos documentos se destacan varios informes de la CCS, algunos de ellos im-presos y otros mimeografiados. También hay algunos docu-mentos técnicos sobre el cultivo del tabaco e informes sobre las condiciones económicas en diversos períodos. A pesar de ser relativamente pocos, los documentos de la CCS me fueron sumamente útiles. En las notas se ofrecen las referencias más significativas, tanto de la información proveniente de los pe-riódicos como de los documentos de la CCS. Finalmente, se emplearon algunos datos provenientes del Registro Civil de Santiago, obtenidos de las micropelículas de dichos documen-tos localizadas en el Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.

A continuación, ofrezco un listado de las fuentes más signi-ficativas en mi investigación.

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Archivo General de la Nación

Alcaldía de Peña: Lib. 3, 1923-24.Gobernación de Santiago: 1929, 1935-37, 1939-42.Ministerio de Agricultura: 1947, 1950, 1954, 1956, 1958-59.Ministerio de Interior y Policía: 1907.Secretaría de Agricultura: 1928, 1931-36, 1938.Secretaría de Agricultura e Industria: 1919.

NOTA: Se puede ver un desglose de los expedientes consulta-dos en: Pedro L. San Miguel, «The Dominican Peasantry and the Market Economy: The Peasants of the Cibao, 1880-1960» (Tesis doctoral, Columbia University, 1987), 375.

Archivo Notarial José Reinoso (Santiago)

Protocolos Notariales: Joaquín Dalmau, 1882, 1894, 1898-1917.Protocolos Notariales: José María Vallejo, 1918-30.

Ayuntamiento de Santiago

Conservaduría de HipotecasHipotecas: 1905-60.Registro de la Propiedad Territorial: 1912-18, 1925-39.Transcripciones: 1935, 1940, 1945, 1950, 1955, 1960.

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Biblioteca Nacional

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Los campesinos del Cibao 475

Tribunal de Tierras (Santiago)

Planos referentes a los distritos catastrales: 2 (ADC 126), 3, 4 (ADC 144), 6, 9, 11, 36, 120, 140, 158, 161.

Expedientes de los Distritos Catastrales: 2, 4 (ADC 144), 120, 144.

NOTA: Para un listado completo de estos planos y expedien-tes, ver San Miguel, «The Dominican Peasantry», 376-78.

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Vol. XVII Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (1680-1795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007.Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia

fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. Fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación 511

Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo xvii. Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894). Tomo I. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894). Tomo II. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino, traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVII Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo I. Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLIX Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo II, Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. L Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo III. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

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512 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. LI Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LII Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIII Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIV Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LV Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVI Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVII Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVIII Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIX Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LX La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961). Tomo I. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXI La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961). Tomo II. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXII Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXIII Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXIV Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXV El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXVI Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXVII Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación 513

Vol. LXIX Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras (Negro), Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXV Obras, tomo I. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXVI Obras, tomo II. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXVII Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista, Santo Domingo, D. N., 2009.

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514 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XC Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCI Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIII Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIV Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCV Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCVI Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón Antonio, (Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIX Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. C Escritos históricos. Américo Lugo, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CI Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CII Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. María Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CIII Escritos diversos. Emiliano Tejera, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CIV Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CV Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CVI Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CVII Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 1983-2008. Consuelo Varela, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación 515

Vol. CVIII República Dominicana. Identidad y herencias etnoculturales indígenas. J. Jesús María Serna Moreno, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CIX Escritos pedagógicos. Malaquías Gil Arantegui. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CX Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación. Compilación de Natalia González, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXI Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el régimen de Trujillo en el exterior. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXII Ensayos y apuntes pedagógicos. Gregorio B. Palacín Iglesias. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXIII El exilio republicano español en la sociedad dominicana (Ponencias del Seminario Internacional, 4 y 5 de marzo de 2010). Reina C. Rosario Fernández (Coord.), edición conjunta de la Academia Dominicana de la Historia, la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXIV Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXV Antología. José Gabriel García. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXVI Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República Dominicana. José Forné Farreres. Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXVII Historia e ideología. Mujeres dominicanas, 1880-1950. Carmen Durán. Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXVIII Historia dominicana: desde los aborígenes hasta la Guerra de Abril. Augusto Sención (Coord.), Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXIX Historia pendiente: Moca 2 de mayo de 1861. Juan José Ayuso, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXX Raíces de una hermandad. Rafael Báez Pérez e Ysabel A. Paulino, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXI Miches: historia y tradición. Ceferino Moní Reyes, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo I. Octavio A. Acevedo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXIII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo II. Octavio A. Acevedo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXIV Apuntes de un normalista. Eugenio María de Hostos. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXV Recuerdos de la Revolución Moyista (Memoria, apuntes y documentos). Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

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516 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. CXXVI Años imborrables (2da ed.). Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, edición conjunta de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXVII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo I. Compilación de Alejandro Paulino Ramos, edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXVIII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo II. Compilación de Alejandro Paulino Ramos, edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXIX Memorias del Segundo Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXX Relaciones cubano-dominicanas, su escenario hemisférico (1944-1948). Jorge Renato Ibarra Guitart, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXXI Obras selectas. Tomo I, Antonio Zaglul, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXII Obras selectas. Tomo II. Antonio Zaglul, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXIII África y el Caribe: Destinos cruzados. Siglos xv-xix, Zakari Dramani-Issifou, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXIV Modernidad e ilustración en Santo Domingo. Rafael Morla, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXV La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana. Pedro L. San Miguel, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXVI AGN: bibliohemerografía archivística. Un aporte (1867-2011). Luis Alfonso Escolano Giménez, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXVII La caña da para todo. Un estudio histórico-cuantitativo del desarrollo azucarero dominicano. (1500-1930). Arturo Martínez Moya, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXVIII El Ecuador en la Historia. Jorge Núñez Sánchez, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXIX La mediación extranjera en las guerras dominicanas de independencia, 1849-1856. Wenceslao Vega B., Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXL Max Henríquez Ureña. Las rutas de una vida intelectual. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXLI Yo también acuso. Carmita Landestoy, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXLII Memorias de Juanito: Historia vivida y recogida en las riberas del río Camú. Reynolds Pérez Stefan, Santo Domingo, D. N., 2011.

Page 517: San Miguel-_loscampesinos del Cibao-Economía de mercado y transformación agraria en Rep. Dom.1880-1960

Publicaciones del Archivo General de la Nación 517

Vol. CXLIII Más escritos dispersos. Tomo I. José Ramón López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXLIV Más escritos dispersos. Tomo II. José Ramón López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXLV Más escritos dispersos. Tomo III. José Ramón López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXLVI Manuel de Jesús de Peña y Reinoso: Dos patrias y un ideal. Jorge Berenguer Cala, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXLVII Rebelión de los capitanes: Viva el rey y muera el mal gobierno. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXLVIII De esclavos a campesinos. Vida rural en Santo Domingo colonial. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXLIX Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1547-1575). Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CL Ramón –Van Elder– Espinal. Una vida intelectual comprometida. Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CLI El alzamiento de Neiba: Los acontecimientos y los documentos (febrero de 1863). José Abreu Cardet y Elia Sintes Gómez, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CLII Meditaciones de cultura. Laberintos de la dominicanidad. Carlos Andújar Persinal, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CLIII El Ecuador en la Historia (2da ed.). Jorge Núñez Sánchez, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLIV Revoluciones y conflictos internacionales en el Caribe (1789-1854). José Luciano Franco, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLV Cuba: la defensa del Imperio español (1868-1878). José Abreu Cardet, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLVI Didáctica de la geografía para profesores de Sociales. Amparo Chantada, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLVII La telaraña cubana de Trujillo. Tomo I. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLVIII Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. II: 1501-1509. Fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLIX Tesoros ocultos del periódico El Cable. Compilación de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLX Cuestiones políticas y sociales. Dr. Santiago Ponce de León, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXI La telaraña cubana de Trujillo. Tomo II. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012.

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518 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. CLXII El incidente del trasatlántico Cuba. Una historia del exilio republicano español en la sociedad dominicana, 1938-1944. Juan B. Alfonseca Giner de los Ríos, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXIII Historia de la caricatura dominicana. Tomo I. José Mercader, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXIV Valle Nuevo: El Parque Juan B. Pérez Rancier y su altiplano. Constancio Cassá, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXV Economía, agricultura y producción. José Ramón Abad. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXVI Antología. Eugenio Deschamps. Edición de Roberto Cassá, Betty Almonte y Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXVII Diccionario geográfico-histórico dominicano. Temístocles A. Ravelo.Revisión, anotación y ensayo introductorio Marcos A. Morales, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXVIII Drama de Trujillo. Cronología comentada. Alonso Rodríguez Demorizi. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXIX La dictadura de Trujillo: documentos (1930-1939). Tomo I, volumen 1. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXX Drama de Trujillo. Nueva Canosa. Alonso Rodríguez Demorizi. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012

Vol. CLXXI El Tratado de Ryswick y otros temas. Julio Andrés Montolío. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXXII La dictadura de Trujillo: documentos (1930-1939). Tomo I, volumen 2. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXXIII La dictadura de Trujillo: documentos (1950-1961). Tomo III, volumen 5. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXXIV La dictadura de Trujillo: documentos (1950-1961). Tomo III, volumen 6. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXXV Cinco ensayos sobre el Caribe hispano en el siglo xix: República Dominicana, Cuba y Puerto Rico 1861-1898. Luis Álvarez-López, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXXVI Correspondencia consular inglesa sobre la Anexión de Santo Domingo a España. Roberto Marte, Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. CLXXVII ¿Por qué lucha el pueblo dominicano? Imperialismo y dictadura en América Latina. Dato Pagán Perdomo, Santo Domingo, D. N., 2012.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación 519

CoLeCCIón JuvenIL

Vol. I Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007Vol. II Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. III Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos. Santo

Domingo, D. N., 2007. Vol. IV Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá. Santo Domingo,

D. N., 2008.Vol. V Padres de la Patria. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008.Vol. VI Pensadores criollos. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008.Vol. VII Héroes restauradores. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2009.Vol. VIII Dominicanos de pensamiento liberal: Espaillat, Bonó, Deschamps (siglo xix). Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2010.

CoLeCCIón CuadernoS PoPuLareS

Vol. 1 La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. 2 Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. 3 Voces de bohío. Vocabulario de la cultura taína. Rafael García Bidó.Santo Domingo, D. N., 2010.

CoLeCCIón referenCIaS

Vol. 1 Archivo General de la Nación. Guía breve. Ana Féliz Lafontaine y Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. 2 Guía de los fondos del Archivo General de la Nación. Departamentos de Descripción y Referencias. Santo Domingo, D. N., 2012.

Vol. 3 Directorio básico de archivos dominicanos. Departamento de Sistema Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2012.

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Los campesinos del Cibao, de Pedro L. San Miguel, se terminó de imprimir en los talleres de Editora Búho, S. R. L., en enero de 2013, Santo Domingo, R. D., con una tirada de 1,000 ejemplares.