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Sándwich eléctrico —Pablo Lavilla

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Colección de relatos.

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(…) Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes

y comprendemos que ya no importa.

—Julio Cortázar

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Era una noche gélida. Glacial. Llevaba un mugriento abrigo lleno de jirones insuficiente para arroparme. El vaho que emanaba de mi boca, entre-

abierta por el agotamiento, se congelaba en el aire, salpicando mis roídas bo-tas con un tintineo como si fueran las cristalinas cuentas de una lámpara de

araña. No hay hogar al que volver. Intentaba en vano templarme con mis pro-

pias manos en un abrazo solitario. Y llegué a creer incluso que mis costillas se partirían entre el esfuerzo y los temblores. Pero no quedaba ya calor por allá.

Ni siquiera podía recordar cuánto llevaba durando aquella ventisca. Tal vez siglos. Tal vez no. Apenas se distinguía el sol por el día como una mancha

blanca diluida en aquel cielo gris. Y por la noche las estrellas pendían como témpanos, ajenas a su propia luz. Y yo sin nada que llevarme a la boca. Ni si-

quiera una triste cerilla. Sin refugio al que ir ni techo donde encontrar cobijo. Vagaba renqueante para no morir congelado. Como todos. Como todos los po-

cos que aún vagaban.

Vi una luz más allá. Una luz cálida. Titilante. Y entonces de veras pensé que por fin todo aquello había terminado. Que ya no habría de preocu-

parme más por aquel frío infernal. Que ya no sufriría por la falta de sustento o por los agujeros bajo mis pies. Pero no eran más que mis pupilas cansadas,

que me estaban jugando una broma. Y aquella luz se trataba simplemente de una pequeña hoguera junto a la que se calentaba los viejos huesos otro vaga-

bundo deshecho. Como yo.

—¿Puedo sentarme? —le pregunté.

—Sí, pero no ahí —respondió con voz ronca y congestionada—; he vomi-

tado.

Coloqué unos cartones sobre los restos de bilis que resplandecían a la

luz del fuego y me senté al otro lado. Puse mis manos cerca de las llamas y sentí cómo la escarcha se fundía entre los dedos. Eran unos dedos azules. Mo-

rados. No recordaba que fueran de aquel color la última vez que había repara-do en ellos. La fogata crepitaba rompiendo el silencio de la noche y su aliento

huía con el humo buscando la luna. O quizá alguna otra tierra, lejos de este

frío. O quizá sólo escapaba. El viejo jugueteaba con algo entre los dedos.

—¿Eso es una nuez? —le interrogué.

—No —respondió.

—¿Te la vas a comer? —volví a preguntar.

—No —dijo él.

—¿Me la das? —inquirí entonces.

—No. No. De ninguna manera. No —sentenció.

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—Parece una semilla de baobab. Hace años que no veo una. ¿Me la en-

señas?

—No es ninguna semilla. Ni de baobab, ni de ningún otro árbol. Y por

eso me extraña que hayas podido ver en tu vida algo como esto. Como esto.

Entre su arrugado índice y su arrugado pulgar me mostró la pequeña y

ovalada pieza. Era de madera o algo parecido y unos tenues surcos la atrave-

saban de arriba abajo. Definitivamente no era una nuez. Tampoco resultó ser una semilla. Por la parte inferior tenía un nudo extraño y en la superior, don-

de se encontraban los surcos, una pequeña ranura.

—¿Has probado con un cuchillo? —pregunté.

—¿Cómo dices?

—Que si has probado con un cuchillo —repetí—. Para abrirlo, digo. Por

esa ranura.

—¿Y por qué querría abrirlo?

—No sé. Ni siquiera me has dicho qué demonios es.

—Esto… —empezó a decir, con los ojos perdidos en la fogata tras unos anteojos colmados de arañazos— Esto es… No. No. Esto era mi amigo Wloski.

—Vale —respondí—. Si no me lo quieres contar no hace falta que te burles de mí. Bastante tengo ya con este frío.

—Sabía que no me creerías —contestó él— Por eso nunca se lo conté a nadie. Por eso buscaron a Wloski por todos lados para nunca encontrarle. Es-

tando aquí. En mi bolsillo. Nadie me creería. ¿Para qué iba a contarlo? ¿Para

que se rieran de mí y me tildaran de chiflado? De ninguna manera. No. Con-migo iba a estar mejor. De todas formas, cuando empezó este invierno sin fin,

la gente dejó de preocuparse por nada más que de sí mismos. Y no les culpo. Con este frío es difícil pensar en otra cosa que no sea este frío. Este maldito

frío.

—¿Qué le pasó? —pregunté, entre incrédulo e intrigado.

—Cambió —dijo él—. Se transfiguró sin más.

—Ya. Quiero decir… ¿Cómo?

—Fue hace muchos años. Apenas puedo recordar. Soy viejo ahora —se

disculpó.

—Hombre, nadie se convierte en nuez de un día para otro. Digo yo. Su-

pongo que mostraría antes algún síntoma o algo.

—Amigo, si hubieras conocido a Wloski, sabrías que era un tipo un tan-

to especial. Repleto de cavidades y remolinos. O síntomas, como quieras lla-marlo. Wloski era poeta. Trabajaba en una tienda de reparación de bicicletas y

ahí mismo fue donde yo le conocí. Le conocí. Yo tenía una bicicleta por aquel

entonces y la utilizaba mucho. Muchísimo. Allá donde fuera, iba en bicicleta. Y

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cuando se doblaba la horquilla o se partía un pedal, ahí estaba Wloski para

arreglarlo todo. ¡Y qué bien lo hacía! Pero Wloski era poeta y, mientras sus manos se ocupaban de una bicicleta, su mente iba componiendo poemas que

recitaba para sí. Yo nunca oí ninguno. Tampoco sé si dejó alguno escrito. Ya poco importa. No dudo de su capacidad para hilvanar versos. Pero para mí era

sencillamente Wloski. Mi amigo Wloski. Mi amigo Wloski el que reparaba bici-

cletas. Si hubiera sabido entonces que iba a pasarse tantos años metido en mi bolsillo tal vez me hubiera interesado más por sus poemas. Pero cuando uno

vive despreocupado y dando pedales no se da cuenta realmente de esas cosas.

»Un día fui a verle para que me cambiara una válvula que se había roto.

Era martes. Lo sé porque aún recuerdo la bolsa de papel llena de brécol que llevaba en la cesta de la bicicleta. Y yo siempre comía brécol los martes. Ahora

ya no como brécol nunca. Me saludó como siempre con una sonrisa pero

aquella vez no me dio la mano como era costumbre entre nosotros. Se chupa-ba un dedo como intentando extraer el veneno que le hubiera inyectado una

víbora. Sonreía. Pero sus ojos brillaban con el fulgor de las lágrimas ahogadas. “Un padrastro”. Me dijo. “Me ha salido un padrastro malvado en un dedo y me

molesta hasta cuando consigo olvidarme de él”. Me enseñó su dedo y efectiva-mente aquello estaba inflamado como un zepelín escarlata. Le dije que no se

preocupara. Que se pasaría en un par de días. O tres, como mucho.

»Precisamente tres días después se me reventó un neumático con un

guijarro especialmente afilado con el que me topé sin querer. Y al ir a reempla-

zarlo por uno nuevo, Wloski me dijo que si no me importaba que lo cambiara yo mismo, pues sentía que sus manos habían crecido descomunalmente y se

habían agarrotado en forma de pinza. El mal del cangrejo, bromeé yo. Y cam-bié el neumático pinchado por uno nuevo que me ofreció. Sus manos parecían

las mismas manos que siempre y no le di mucha importancia. Pero empecé a preocuparme en cuanto mencionó que su cabeza también había crecido y la

sentía enorme, enorme, enorme. Y por entre las rendijas de los oídos y la nariz

se le colaban unos torbellinos galopantes que daban vueltas ahí dentro y hac-ían que perdiera el equilibrio.

»Al cabo de otros tantos días, Wloski dejó de sonreír al saludarme. De hecho, dejó de saludarme. Entonces yo le iba a ver todos los días, pues cada

vez le notaba más ausente. Más abstraído. Pasaba el día sentado en la tienda con los codos sobre el mostrador y apoyando la frente sobre una de sus ma-

nos. Sobre una de sus pinzas. Con los entrecerrados ojos perdidos en sus cuencas. Balbuceaba sinsentidos como que se le había salido la cadena o que

con los brazos endurecidos apenas podía dirigir el manillar. Que necesitaba

un buen engrasado. Que de su garganta pendía una bola de plomo hueca que iba creciendo y creciendo y que aquello era algo que no sabía cómo arreglar.

»Intenté que viera a algún médico pero apenas me dirigía la palabra. Sólo se quedaba ahí mismo. Obnubilado. Y ya.

—¿Y qué pasó entonces? —pregunté.

—No estoy muy seguro. La siguiente vez que fui a verle ya sólo quedaba

esto en su silla —me mostró de nuevo la pequeña y ovalada pieza de madera o algo así—. Esto, a mi entender, es lo que queda de mi amigo Wloski. Y como

ya te dije antes, no se lo conté a nadie. ¿Qué iba a hacer? Nadie lo hubiera

creído. Nadie. No. No. Nadie. Y después llegó este frío y todo el mundo se

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quedó solo. Y yo al menos tengo esto —jugueteó otra vez con Wloski entre los

dedos—. Y aunque no me salude. Ni sonría. Como antes. Ni tenga yo una bici-cleta que pueda repararme. A veces, cuando me duermo tiritando junto al fue-

go. Con Wloski en la mano. Sueño con sus poemas. Sueño con sus poemas. De verdad que lo hago: Sueño con sus poemas. Aunque al despertar… no con-

sigo recordarlos.

Giuseppe Giovalperdi no era un actor cualquiera, o visto de otro modo

tal vez era como todos los demás; Giuseppe soñaba con interpretar a los gran-

des personajes, pero siempre le tocaba hacer el papel de arbusto.

Giovalperdi veía todas esas caras en penumbra desde el fondo del esce-

nario, esas sonrisas, esas lágrimas… pero él no era más que una planta con un disfraz de actor, no era más que un espectador de espectadores.

Caminaba cabizbajo Giuseppe Giovalperdi por la rúa, royendo cada pa-so con las manos en los bolsillos, cuando pateó una lata aplastada que se

amasaba contra el suelo. Así fue como Giuseppe empezó a trabajar en el Circo.

Salvo por el pestazo a cacahuete y el dormir en un lecho de paja, Giu-

seppe nunca había sido tan feliz. Bajo los funambulistas flotando en aristas y

los malabares haciendo que todo oscilase y diese vueltas, bestias y volteretas, llamaradas y flores que escupen agua, un oso, palomitas…

Seguramente a nadie le suene el nombre de Giovalperdi, pues cierta-mente no hizo nada de lo que se dice importante o trascendente. Canturreaba

a los asistentes la cifra de su asiento mientras rasgaba con un ágil movimiento de muñeca practicado una esquina de cada entrada y sonreía con sus labios

maquillados.

A Giuseppe Giovalperdi, como tantos otros antes y tantos más después, le pesaba el mundo. No es que lo odiara, ni mucho menos. Todo lo contrario. A

veces se hace raro el existir; no es más que eso. Y Giuseppe sólo quería soñar, lo que nos pasa a todos.

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Ludomir Siva no recordaba la última vez que se había sentido feliz de veras. Su sonrisa era desconocida por todos (los pocos que alguna vez hubie-

ran coincidido con él), incluso por sí mismo, pues las pocas veces que pudiera haberla esbozado no tenía un espejo a mano para observarla; y en parte era

por eso que no sabía reproducirla.

Transitaba una vida gris en la que apenas tenía ánimos hasta para fruncir el ceño. Se deprimía cuando llovía, también cuando salía el sol, por lo

que siempre se quedaba en casa con las persianas bajadas. Hacía la compra por internet y, cuando el mozo tocaba a la puerta para hacer la entrega, éste

se encontraba con una nota junto a la mirilla que le instaba a dejarla sobre el felpudo y a largarse de ahí. Ludomir había heredado una pequeña fortuna que

le permitía no trabajar y dedicarse por entero a su única afición (si es que se puede llamar así): sentarse en su butaca oliva y mirar fijamente el punto del

rincón donde se juntaban los dos zócalos de sendas paredes con el suelo;

aunque cuando la rutina se volvía insoportable reclinaba el respaldo para ob-servar el blanco del techo. De hecho, no se podría decir que Ludomir Siva fue-

ra un tipo triste, simplemente era aburrido, un coñazo.

Una santera de Panamá, por vicisitudes del destino que serían muy lar-

gas de exponer, llegó un día a casa de Ludomir, y le ofreció un conjuro vudú que le haría ver la vida color de rosa, tan sólo a cambio de su mirada. Ludomir

no pudo decir nada; se distrajo con las profundas pupilas de la santera. Y así,

con su mirada, selló el trato.

Ludomir tenía por costumbre soñar con una pared vacía o cualquier

tipo de superficie lisa, pero aquella noche sucedió algo extraño que le hizo re-volverse entre las sábanas: soñó figuras y formas. Al principio no eran más

que polígonos bien geométricos, pero, a medida que sus ojos lubilubaban bajo los párpados, éstos fueron tornándose curvilíneos, incluso esféricos, y esto

mismo, oh amigos míos, para Ludomir era ya lo último de lo último: soñar en tres dimensiones.

Después de tales ensoñaciones, justo a la mañana siguiente, nuestro

querido Ludomir se levantó con un entusiasmo inusitado. Había cierto brillo salmón claro o quizá clavel o coral en el ambiente y Ludomir salió por la puer-

ta con los pies descalzos y dando saltitos.

El aire fresco acarició su rostro y sintió dos cordeles invisibles tirando

de las comisuras de sus labios hacia el cielo, mas no se preocupó lo más mínimo; cerró los ojos y, por vez primera en su vida, relajó su expresión del

modo más apacible que cabría imaginar.

Con las mencionadas tonalidades, todo cobraba un nuevo sentido para

Ludomir, las cosas dejaban de ser puntos unidos por líneas para convertirse

en fuente de deleite para la contemplación. Los brillos y las sombras le pro-ducían un hormigueo en la coronilla y cada textura hacía tamborilear su

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estómago y el vello de sus brazos se erizaba. Tan en paz sentíase Ludomir, que

se volvió rosa.

La, hasta entonces, monótona vida de Ludomir carecía de tiempo y

nunca aprendió a contarlo; pero se atrevió a pensar que pasó poco rato entre que aprendiera a ver el mundo y se quedara ciego. Sí, amigos míos, Ludomir

no tardó en verlo todo literalmente rosa, como si estuviera envuelto por un

velo fucsia más liso que el techo de su pieza; buceaba en un mar de batido de fresa.

De una persona como Ludomir se podría esperar que después de una experiencia como aquella, se viera desconsolado por haber visto y haber perdi-

do, o cuando menos indiferente, acorde con su acostumbrada actitud; pero Ludomir sentíase feliz en su ceguera rosa, olvidando el vértice del rincón.

Ludomir había aprendido a ver, tan sólo a cambio de su mirada.

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—La trampa del juego —mencionó el viejo Odinoco a modo de despedi-da— es que el tiempo nunca se agota, y uno sólo puede intentar perder su

partida con la mejor puntuación que pueda conseguir.

Las noches en el café Scolivola se habían vuelto de lo más solitarias

desde la muerte de Graziano un año atrás y si uno se quedaba quieto un ins-

tante casi podría percibir el leve eco de las reuniones del Círculo que acá se celebraban; sin embargo ahora sólo se oye el tintineo de las cucharillas y un

distendido bullicio aleatorio e inconexo.

El Círculo era la ocasión perfecta, varias veces por semana, para que

uno fuera quien quisiera ser, algo sacado de las reuniones del Club de la Ser-piente, la montaña de la pitón, los alegres bromistas y los payasos sagrados.

El Círculo era un círculo vicioso, como todos los círculos.

Después de la muerte de Graziano todo aquello perdió el poco sentido

que cualquiera podría encontrarle. La gente dejó de asistir, y ya sólo somos

unos pocos los que nos dejamos caer por aquí de vez en cuando.

Sorbí un poco de la espesa espuma de mi stout y abrí un viejo cuaderno

de cuero por una página en blanco y me puse a rememorar, aún con algunas lagunas, una imaginaria travesía por el desierto.

»Vagaba, una vez más o no sé desde cuándo, por el desierto. Un desierto blanco que no era de arena ni de hielo ni de sal. Un desierto blanco con un

cielo blanco que apenas se distinguía en su encuentro. Un desierto horizontal

donde uno sólo puede caminar hacia allá o acullá y aún así todo permanece lejos. Un desierto donde todo, todo, desaparece, o eso parece.

»Anduve un rato que no sabría determinar y me salieron unas dudas al paso del tamaño de sendos dragones, así que di media vuelta y volví a empe-

zar. Giré unas cuantas veces, hice círculos, volteretas y cabriolas, mas se tuvo que hacer de noche en algún momento aunque no me diera cuenta.

»Tras una o dos eternidades retomé el camino recto, esto es: hacia ade-lante. Y, con una sonrisa revitalizante que encontré enredada en las costuras

del fondo de mi bolsillo, no tardé en avistar en el horizonte un escorpión gi-

gante aparente. Y han oído hablar de los gigantes aparentes, que sólo lo son en la distancia.

»Cuando estuvo lo bastante cerca no era mayor que la palma de mi ma-no y yo, cansado de estar solo, se la ofrecí para que descansara. —Gracias —

me dijo—, hace siglos que nadie se para a saludarme, todos me temen al ver-me tan terrible en la lejanía con estas pinzas y este aguijón; pero yo no deseo

hacer daño a nadie.

»Charlamos durante horas, tal vez semanas, y, después de un delicado silencio, me reveló que su veneno era lo único que podría sacarme de ese de-

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sierto. —¡Y me lo dices ahora! —le grité— ¡Llevo siglos andando y de cháchara

con un arácnido cuando podría estar en cualquier otro sitio!

»Confieso que me arrepiento de mi reacción, y es que con la golová

hecha un caldo humeante uno no piensa lo que dice. El escorpión, asustado,

habíame clavado su aguijón, inoculando el veneno y alejándome del desierto. Dejándole otra vez solo.

»Desperté con resaca junto a una barca varada donde dos fumadores de hush se divertían con once onzas de peonzas y dejaban que subiera la marea.

Aparté el cuaderno a un lado y me serví esta servilleta. Apuré la cerveza que quedaba y en mi cabeza mi voz me dijo: Los niños y los borrachos nunca

dicen la verdad. Y escribí sobre sus pechos sospechosos, sobre cuánto la echo de menos.

Y un mochuelo

en cada uno

de los hoyuelos

de su cadera,

la ladera

de los olivos

y el olvido.

Y así nos fuimos,

cada uno por su lado,

juntos.

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Era un martes cualquiera y al día

siguiente sería miércoles, como casi

siempre que empiezan las cosas buenas por aquí. La Tierra cruje en

su rotatorio tic-tac y a mí me zum-ba un oído como cuando se acerca

un enjambre híbrido de esos y la cabeza se embota y se hincha como

la vieja berenjena. Dos caballos

amarillos traqueteaban sobre el asfalto gris de punta a punta del

país atravesando las delgadas lunas sonrientes y los adormecidos cuer-

pos de las ideas desnudas y el alce que eructa. Un tal Vinsentván o

más bien su barbirrojo busto en una maceta decorada y con amapo-

las saliéndole de la quijotera; las

raíces asomaban por abajo, bus-

cando qué, exorbitadas. Es un

chiste conocido: Dos moscas pue-den estar encerradas en una caja

de zapatos y aún así no encontrarse nunca. El ocho tumbado, quiero

decir, infinito. Y hombres con pece-ras por barriga que además sirven

de bombilla. Y ese pez y sus burbu-

jas glub-glub. Mi rostro de un trazo, o eso creo. No estoy en mis cabales.

Los edificios metálicos forman un círculo de ceniza como aquella no-

ria en la que me mareé una vez y seguí dando vueltas sin parar y al

parecer así sigo. No sé. Una suerte de limbo cutre. La neutralidad en

carne y seso.

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Je ne veux pas mourir sans avoir compris pourquoi j’avais vécu.

así pasó este suspiro que es la vida;

siempre pendiente de seis cuerdas de mi a mi para acabar pendiendo

de una sola soga que ahoga con un

nudo que te deja mudo y vacuo ba-jo el larguero y sin rostro. al fin y al

cabo cada gato negro teme la mala suerte más que cualquiera, pues

cuando te repiten muchas veces que eres una cosa corres el riesgo

de creértelo y terminar como uno de

esos cerdos que no son más que boca y estómago sin seso. arder de

vez en cuando es importante, tam-

bién volverse líquido y desparra-marse donde sea. has bebido

suficiente, callan las paredes, mas todo eso no ye más que cuestión de

proporciones.

* * *

desayuné un vistazo por la ventana sin levantarme de la cama y no me moví durante un buen rato. apenas podría asegurar si llegué a dormirme en algún

momento o no, pero no hay duda de que soñé o que alguien que no vi se coló por algún pliegue de mi cerebro y me contó una patraña. estaba increíblemen-

te sobrio entonces, con una mente tan clara y cristalina que efectivamente no distinguía nada entre los reflejos, y por eso no encuentro las palabras. tam-

bién bien despierto me han contado mentiras aún mayores con la vieja mirada seria esperando que las crea y me he tumbado a dormir de la misma manera o

a reír que es lo mismo.

* * *

la noche anterior no me acordaba

ni de mi nombre y vagué haciendo eses preguntándole a la gente por si

alguien me daba alguna pista. ras-gué las desafinadas vibraciones en-

tre mis dedos y otra vez no era más que un espejismo inventado. tanto

tiempo y tan poco. tanta gente ¿y

dónde está con quien quiera com-partirlo? porque al final la luna se

frota los ojos cansada mientras canta el camión de la basura y yo

me encuentro aquí otra vez peleán-dome con cuatro palabras que lue-

go no me dejan dormir. cada vez

que me corto un hilo de la muñeca salen siete nuevos con sus siete

cabezas de un solo ojo y nueve de-dos retorcidos al final de sendos

brazos como cordeles y ya no me

atrevo a tocar nada más por si aca-so. el viejo miedo anónimo lo lla-

man, y los que alguna vez lo han visto hace tiempo que lo han olvi-

dado. con los nudillos de color púrpura y las pestañas colmadas

de polvo y ceniza. así de cansado

nos mira y espera con su paulatina ponzoña entre las espinas de los

rosales para que no nos percatemos de su presencia. un amigo mío que

no soy yo ni nadie que yo conozca se puso a rasgar también por esos

derroteros y al final le salieron unos

callos en los dedos que no le deja-ban sentir nada ni dejarse llevar

por esta articulación que además es un suspiro.

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(…) un hombre respiraba hasta no poder más, se sentía vivir hasta el

delirio en el acto mismo de contemplar la confusión que lo rodeaba y pregun-tarse si algo de eso tenía sentido. Todo desorden se justificaba si tendía a salir

de sí mismo, por la locura se podía acaso llegar a una razón que no fuera esa razón cuya falencia es la locura.

—Julio Cortázar.

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Convenimos lo siguiente: El primero que calzara con calcetines los col-

millos de una morsa, se llevaría como premio este pequeño altavoz. Una ser-pentina de diamantes se derramaba por el sofá y me detuve en una sillita de

playa a la vera de la tortuga y con vistas a un marco en blanco que, de hecho,

no era más que un rectángulo de madera. Los elefantes patinaban en círculos por el respaldo del sofá y aquello parecía una cascada oceánica entre sendos

glaciares como cojines. Yo no hice gran cosa entonces. Tampoco había tocado los bombones de crocanti desde hacía rato; si acaso libaba birra y leía láminas

a la luz liviana de los eslabones que en el fondo eran bombillas. El reloj se de-rritió como en aquella postal y tampoco hice nada al respecto. Como mucho

intentar acomodarme en esta sillita que me está destrozando la espalda.

La travesía duró al menos un buen rato. Naufragamos un Cadillac del

siglo catorce en medio del desierto del Gobi y eso nos palpitó en la cebolla; pe-

ro yo rebusqué en mi bolsillo y encontré un nimbo aterciopelado y cubierto de pelusilla del ombligo, y el otro setenta por ciento era agua como yo, y como

cualquier otro mono. No encontramos morsas por ahí; si acaso algún que otro ñandú turista y montones, montones de tierra. El cielo se curvó entonces, y

nos quedamos panza arriba y, con los pies descalzos, nos soñamos dormidos y buceamos en una sustancia que era yo qué sé qué y amanecimos en un café

de Luanda o Liubliana o tal vez era una pescadería, y decidimos hacer las pa-ces entre los peces y seguir buscando por otro lado.

Pero buscar qué. Lo habíamos olvidado. Hacía frío entonces como

cuando te comes un caramelo de menta con cualquiera de los polos en mente, y fingimos que la realidad no nos mentía demasiado.

¿Sabes? Me tomaré ese café. El azucarero estaba medio lleno de rubíes y zafiros, pero me serví un par de cucharadas de todos modos. Justo delante

un tipo despotricaba contra las estelas químicas mientras solicitaba fuego pa-ra encenderse un cigarrillo haciendo un gesto con los pulgares. Lo llaman geo-

grafía de los estados del pensamiento y está repleta de curvas y bahías. Pero

yo de eso no sé un pimiento apenas.

Alguien gritó «¡El techo es lava!» y los muebles se dieron la vuelta y se

colgaron del tejado y, así, no supe si era yo el que estaba del revés. Y volvimos a fingir que la vida no nos engaña. Y por los pasillos alguien había escrito que

hasta donde la ciencia conoce no es posible imaginar. Y la tinta del rotulador iba conformando surcos oblicuos como un ombligo bíblico por título.

Acordamos no mencionar nada al respecto y nos intercambiamos los sombreros para sellar el trato. A mí algo me chorreó por el hombro de la cami-

sa, pero hice como que no me había dado cuenta y avanzamos a la siguiente

casilla. Un hombrecillo que se había perdido por ahí me dio un dado en blanco y un dardo y una diana; y yo agarré todo con un brazo y con el otro una liana

y salté por la ventana hacia la que había al otro lado.

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Jugamos un rato a que las cosas empezaban por el final y terminaban

por el principio y acabamos por cansarnos de no saber decidirnos. Después jugamos a no hacer nada y más tarde a perder el tiempo. Al final se hizo de

noche y después de día como al principio.

Lu solía llevar una cacerola por

sombrero y un culo velloso como un melocotón color carne pálida. Mas-

ticaba kikos MisterCorn y recorda-ba sus tesoros mientras gritaba por

hobby sentado sobre una caja de plástico rojo de la marca Coca-Cola.

Un día salió a la calle en blanco y

negro de camisa y chaqueta y en calzoncillos a lo Geoff Stern y se

fotografió a sí mismo con algún tipo de artilugio y nos mandó un póster

con la instantánea. Lu se reía de nada y por todo y viceversa. Lu bai-

laba con la vida en un abanico de formas y colores y cuando ésta le

pisaba el pie, Lu seguía bailando.

Lu vivía perdido y feliz como una perdiz. Una vez se bañó en los

charcos de la noche para hacerse unos largos y empapado hasta el

yeyuno siguió bebiendo hasta el desayuno, que fue rico en sobrasa-

da y en las lentejas de la cena. Lu tocaba el theremín y el acordeón y a

menudo un arpa de boca que guar-

daba siempre en el bolsillo del pe-cho de una camiseta de Fido Dido

que nunca se quitaba. En otra oca-sión, Lu fue a depilarse la sobaca a

la peluquería de Nati, entre comi-llas, y le confundieron con una bi-

cicleta a la que se le había salido la

cadena; y Nati se pasó la mañana subiendo y bajando las escaleras

tosiendo y dando tumbos mientras fumaba tabaco rubio. Lu fue a na-

vegar o de pesca con su padre, lle-

naron la cesta con tres coma cator-ce pares de botas, todas ellas del

pie izquierdo; esa noche cenaron una ensalada. La madre de Lu era

una excepcional cantarina en la ducha, aunque su higiene dejaba

un poco bastante que desear; todos

la queríamos mucho a ella también, lamentablemente firmó sin querer

un contrato para cantar en el gran escenario de las nubes, y es tan

estricto que no tiene tiempo para volver. Lu también perdió una pier-

na en un accidente con un yogur, y se hizo implantar un xilófono por

tibia y un cascabel en el tobillo; el

resto del pie era de un muerto. El vecino de abajo de Lu era un gitano

con una especie de brújula tatuada en un lado del pecho que vendía

perfumes en la placeta de los her-manos Arribas y que fumaba tam-

bién tabaco, pero negro; tenía diecisiete hijos, diecisiete, y todos

se llevaban bien. Lu jugaba al Tetris

y al 25, pero nunca pasó del 13. Lu bebía moscatel on the rocks los

días impares con un verde y obser-vaba cómo el sol hacía crecer las

plantas; los días pares las regaba. Cierta vez se vistió de gorila un día

que no era de carnavales y comió

bananas encaramado a las farolas; se lo llevó la perrera y nos cagamos

de la risa. Cuando te sentías triste, Lu aparecía como un mimo y pes-

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caba tus penas con un anzuelo in-

visible y los echaba a la barbacoa de mismo color para hacerse unas

hamburguesas con queso como las de los niños perdidos; con patatas,

refresco, postre y regalo. Cuando

Lu iba a la playa, nadaba como una nutria o una suerte de cocker spa-

niel de pelo liso y surcaba las olas como un pingüino; aunque un día

le cogió una despistado y tragó tan-

ta mar que estuvo cagando líquido

una semana. Volvió a nacer aquel día, pero igual que todos los demás

días. ¿Qué más decir de Lu? Uno siempre se quedará corto hablando

de Lu. Que me alegra haberle cono-

cido; y que espero que no esté muerto, porque ya hace como casi

tres cuartos de hora que no sé nada de él.

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Cuando aún me faltaban tres tramos de escaleras por subir para llegar

al club, ya empecé a oír el retumbar de la música a un volumen desmedido. Las noches en el Club del Sándwich Eléctrico eran así, gente de todos los colo-

res apostada en los diversos sofás desvencijados, apoyados por cada esquina, incluso tendidos en los cajones y las rendijas, bañados en una atmósfera de

cerveza y humo con el suelo pegajoso y el inventado pretexto de celebrar tertu-

lias filosofo-culturales donde exponer la distintas expresiones artísticas de la caterva. Pero siempre nos poníamos borrachos demasiado pronto y terminá-

bamos haciéndonos los simios por las paredes mientras unos cuantos tocaban los instrumentos con el bullicio habitual en estas mermeladas.

Sin embargo, al cruzar el umbral después de haber hecho girar en la cerradura mis llaves con el llavero de King-Kong, descubrí que aquella noche

no sería para nada parecida a las demás. Para empezar, no había nadie, y es-

peré un instante a que todos salieran de sus escondites de un salto y corearan al unísono “¡Feliz cumpleaños!”, aunque no fuera tal día (eran cosas nuestras).

Pero, definitivamente, no había nadie. Supongo que el último en salir se habr-ía dejado encendida la minicadena con el álbum de Can en bucle y a todo tra-

po.

Cambié el disco por uno de los Maytals y me senté en una butaca roída

por el espíritu de una rata que habitó aquí años atrás y que nunca hemos vis-to y me puse a ojear un cuaderno de recortes de Krishna Andavolu.

—¿Qué hay de nuevo, viejo? —dijo entonces Manu, que llevaba todo el

rato tumbado en un vetusto diván comiéndose un plátano mientras buscaba figuras en las manchas del techo como quien mira las nubes. Yo pegué un

respingo.

—Joder, Manu, vaya susto —le saludé.

—No te sentí llegar.

—Ni yo a ti —admití—, ¿qué haces?

—No demasiado: inflarme a potasio, a ver qué pasa.

—¿Te estás comiendo mis plátanos?

—¿Son tuyos? —preguntó mientras palpaba la piel del último— Creía

que aquí todo era de todos. Ése era el trato.

—Sí, ya, tienes razón —titubeé—. Pero pienso que no es compartir si

soy yo el que los compra siempre y tú el que se los come. Al menos podrías dejarme alguno, cabrón.

—Bueno, no te pongas así. También soy yo el que pasa la escoba casi todos los días y a ti no te he visto nunca barrer.

—Porque, a diferencia que tú, yo no voy dejando el piso lleno de mierda

—repliqué— ¡Mira cómo está esto, todo lleno de pellejos de plátano!

—¡Que son bananas, capullo!

—¡Ya te daré yo a ti bananas!

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Nos enzarzamos en una pelea de dibujos animados, con una nube gris

incluida de la que salían patadas y puñetazos y una silla que se hacía añicos contra una espalda y una cacerola que hizo clonk en otra cabeza y acabamos

exhaustos, panza arriba, sobre la mugrienta alfombra otomana discutiendo si

la mancha del techo junto a la lámpara de araña descuajeringada era un pe-rrito o un caballo.

—¿Por qué demonios luchábamos? —preguntó Manu en una carcajada.

—No eran demonios, eran bananas—contesté. Y nos echamos a reír.

—¡Mosquis! —exclamó Manu mientras miraba un reloj que tenía gara-bateado en la muñeca con tinta china— ¿Has visto qué hora es? ¡Llego tarde!

—¿Tarde a qué? —respondí, pero Manu no me escuchó porque salió disparado hacia la puerta como una suerte de conejo blanco y sin despedirse.

Se oyó un slisshh acompañado de un “¡Mierda!” seguidos inmediata-

mente por un catapún catapún chispún y después silencio. Fui a ver qué pasa-ba y encontré en el rellano una piel de banana al borde de la escalera, con un

rastro pringoso como si fuera un caracol que hubiera derrapado. Me asomé entonces por el hueco para ver la planta baja y ahí estaba Manu esparcido en

una postura rarísima. Con un brazo para allá y una pierna para acá como un

egipcio contorsionista y el cuello de una lechuza.

—¡Manu! —le grité— ¿Tarde a qué? —volví a gritar, pero ya no respon-

dió.

He tomado por costumbre refu-

giarme en el Sol Naciente cuando no consigo escribir nada, cuando

no se me ocurren historias y empie-zo a dudar de mi capacidad para

tratar con ellas. La primera vez que

oí hablar de este sitio fue en una vieja canción que hablaba de todos

aquellos que se habían perdido en-tre dados y tragos; por aquel enton-

ces me interesaba realmente todo aquello, todos esos falsos héroes de

barra de bar que siempre tenían historias que contar, ese espíritu de

la decadencia que busca redención

en sitios equivocados, ese fondo de cada botella que quema la garganta

y ese “dame de beber, bestia, ¿no ves que me divierte?”

Me fui sumergiendo poco a poco, dejando casi siempre buenas propi-

nas y despertándome tarde al día

siguiente con mala cara y la vieja náusea de ojos rojos. Así me gané el

pálido triángulo en la muñeca, se-ñal de los que suspiran a menudo

con la mirada perdida en un uni-

verso de burbujas y cavilan lángui-

dos y deshechos por entre las espi-rales de un cuaderno garrapateado.

He probado a meditar, y creo que funcionó un rato de veras, pero en-

seguida se me olvidó cómo respirar

y abrí los ojos en otra pieza que era la misma otra pieza de siempre.

Preparé algo de café y lié un cigarro de hachís, entonces pensé que hac-

ía tiempo que no me dejaba caer por aquel tugurio del barrio francés

donde el suelo está pegajoso por el bourbon y las moscas practican sus

bailoteos brownoideos que nos ma-

tan de risa.

La anarquía de los pequeños ruidos

en la quijotera y el celofán. Canicas, cajas de cerillas, tonterías. He fa-

bricado un escritorio de madera inventada y joroschó con un

montón de cajones donde guardaré

todas las páginas sinceras que a mí me gusta llamar calcetines. En otro

rincón he puesto un cordel donde Alonzo tiende la ropa con pinzas de

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muchos colores para cuando consi-

ga concentrarme, y es que aquí en el Sol Naciente se me permite hacer

de todo mientras me emborrache y deje propinas.

—Recuerdo hace unas noches —le

dije al mozo tras la barra— pensé en un tipo llamado Franz Flanagan

que cierto día se despertó hecho un flan. No le dio mucha importancia y

se quedó tumbado blando y fofo.

Así de esta forma. Por la tarde ya

no era más que una suerte de nati-lla de carne y seso y al caer la no-

che se escurrió por entre las rendijas y se diluyó en la humedad

de la atmósfera. Supongo que la

moraleja es —bebí un trago de al-go— que cuando uno se siente co-

mo un total pusilánime lo único que puede hacer es levantarse de la

cama. Aunque sea para ir al bar.

* * *

Ha pasado tanto tiempo desde que atravesé por vez primera aquella puerta,

calado hasta los huesos y lleno de frío. Perdí mi brújula un día de esos y ni con este o este sol me oriento. Esa casa junto al río fue la ruina de muchos

otros antes y ahora yo soy uno. Soy mi propia bola con cadena y alguien o yo mismo ha cambiado la cerradura. Me han enseñado que toda esta oscuridad

es necesaria para que nos obliguemos a encender las lámparas y por eso em-piezo a aceptarla. También a veces enciendo las teas equivocadas, pero procu-

ro estar atento, o al menos intento intentarlo. Me he prometido prometerme que no voy a volver a volver a sentir que me siento solo. También me he pro-

metido dejar de repetirme y dejar de repetirme.

Ahora hay una voz que canturrea.

Ché, cebá el mate y a la ventana asomate.

Camino de vuelta paramos en una estación de servicio cerca de Dallas. Chasc dijo: Huevo. Y yo pedí un par de cervezas y unas patatas con ali-oli.

Masticamos las papas a gusto mientras el sol se levantaba entre Cuenca y Al-bacete, y apoyamos sendos codos en la barra metálica mientras digeríamos los

tubérculos y bebíamos la cerveza, limpiándonos de vez en cuando con esas

servilletas horribles que se ponen pringosas y te raspan las aletas de la nariz al sonarte los mocos. Después yo quise pedir otra ronda de birras, pero Chasc

levantó el dedo mientras bajaba la mirada con sonrisa descarada para pedirse un bourbon, así que yo pedí otro. Qué menos, pensé, que sumergirse tranqui-

lamente en un sosegado oasis añejo de barrica de roble. Aún queda mucho viaje de regreso, nos dijimos los dos para nuestros adentros, más vale que dis-

frutemos de este trago. —¿Has mirado la presión de las ruedas? —le dije yo después de un rato. —Están bien seguro, además no las voy a necesitar para

cruzar el charco hasta la Pampa —contestó mientras intentaba pinchar con

un palillo la última patatilla, tan pequeña que resultaba imposible de pinchar. Por poco me atraganto dando otro trago a mi copa de desayuno, pues apenas

lo empecé vi por el rabillo del ojo que Chasc hacía exactamente lo mismo, e intenté tragarme una carcajada empapada en bourbon, pero no funcionó. La

Tierra gira despacio, pensé entonces, las nubes también lo hacen, incluso las estrellas, todo a su manera, pero despacio, y yo no sé porque tantas veces es-

poleo mi trasero para darme prisa por cualquier cosa, si lo que en verdad me gustaría es ser tierra, nube y estrella. Chasc dijo: Atún. Y se pidió un montadi-

to, yo unas aceitunas. Terminé de roer el tercer hueso cuando Chasc me pre-

guntó por la basura. —¿A qué te refieres? —respondí yo— La saqué antes de irnos. Y le dibujé una bolsa de basura con cenefas de tinta azul para ilustrar

el mal olor y un par de moscas revoloteando, todo en una servilleta, servillage

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(o Sir Village). Me gusta tanto el sonido de las cucharillas con las tazas, el bu-

fido de la cafetera y el parloteo o bullicio general de una estación de servicio cualquiera. Tal vez luego compre algo de recuerdo de esta carretera polvorien-

ta, o quizás unas pastas. —Veintitrés puñaladas —dijo Chasc de soslayo— Una por cada vela que se apaga y se me arrugan las comisuras de los párpa-

dos. —No te eches tierra encima aún —musité— y tómate otra copa, piensa en

todo el camino que nos queda de vuelta, hay que estar despiertos ¿Has visto todas esas señales que hay en la carretera? Eso que dicen los viejos: un ojo en

el horizonte, otro en el camino y otro más en el pie.

* * *

El día que llegó la carta, salí a celebrarlo. Estaba cansado ya de los lunáticos de Oakriver y alrededores y el viejo asunto del señor Dood aún me

tenía de los nervios. Mi vida no se dirigía verdaderamente a ningún sitio y mi

rojiza barba seguía creciendo; necesitaba alejarme de todo aquello.

Había tratado de conseguir un puesto en la Cruz Roja, pero mis antece-

dentes profesionales me lo impidieron. Decidí probar suerte en un extraño lu-gar; una granja cerca de Killarney donde se hacía terapia con caballos autistas

o algo así y, para mi sorpresa, me aceptaron.

Al bajar del autobús, me até los cordones. Y así, como fruto de una in-

vocación al rozarse los herretes entre sí como una suerte de baquetas mági-cas, surgió el viejo Paul de entre los charcos.

Llevaba una cazadora polar granate y una caracola colgando del cuello.

Sus botas se veían nuevas y al caminar se notaba que le hacían daño, pero lo que no había cambiado en él era esa expresión autocomplaciente, esa mirada

callada, esa sonrisa perdida.

Tomamos unas pintas de Murphy’s en el Paco’s y nos pusimos al día

tras el otoño. Él me habló de sus escritos entre comillas y yo le hice un bos-quejo de mi ensayo sobre cómo el kétchup cambió el devenir de los tiempos.

Pagó Paul la cuenta y maldijo: —Desde que no está Paco aquí ponen unos pre-

cios de locos.

Subimos por las humedecidas calles mientras recordaba aquella vez, no

hacía demasiado, que Paul me llamó para una consulta. Estaba él en un pue-blecito cerca del mar pasando unos días con Szyslak, un misterioso agente al

que ya conocía de otros episodios. Aquel día lo pasé bordeando la costa desde Greenbay en mi vieja moto bajo el sol, y por la noche nos fuimos a la playa a

beber cerveza y a contar historias. Pasamos las horas obnubilados y subió la marea. Y del vapor de nuestros alientos se formó tal niebla que ya no recuerdo

cómo conseguimos volver.

Paramos en otro mar donde Paul se pidió la cerveza del urogallo y yo una copa, nos sirvieron pipas y las masticamos mientras elucubrábamos acer-

ca del propósito de la noche.

—Como en los viejos tiempos, Howie-ho —dijo él, y me lo pintarrajeó en

la cartera. Rompió una servilleta en pedazos y se fabricó un puzzle mientras yo iba a mear y, después, anotó algo en su cuaderno y se fue al baño. Volvió

con la cara empapada. —Cómo pasa el tiempo —dijo, o le dije. Yo qué sé.

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—Vamos a tomarnos un chupito de los del ciervo y con hierbas

—respondió el otro.

Bebimos sendos tragos y entonces Paul me habló de un sueño que se le repetía en el que compartía un jacuzzi con los ángeles de Charlie y la rubia era

cuentacuentos, la oriental era fotógrafa y la pelirroja era poetisa.

—Y tú —dijo cuando terminó— ¿psicoligas? —Sólo las mentes —respondí—. Rollo Platón.

Paul defendió el uso recreativo de la marihuana como dos veces creativo y nos quedamos mirando a la gente con cara de pantera y nos sentimos zorros

y chacales.

Tuve hace tiempo un paciente, un tal Apolo Slondo, que ingresó con un

ataque de risa al oír el pedo de un niño en Vondelpark. Le escaneamos cientos

de veces el cerebro y en todos salía con una Venus de Willendorf alojada en la glándula pineal.

Por la pantalla de la televisión apareció Pepe Colubi afirmando que le daba asco su propio semen y decidimos que aún teníamos trece pecados por

cometer aquella noche y cambiamos de bar para empezar el via crucis.

Bebimos más cerveza y yo, tomando asiento en el diván, confesé mi

problema. Y es que cuando voy borracho veo el tocar culos demasiado gratifi-cante y, no sé, no puedo contenerme. Lo malo que pueda salir de tal situación

merece la pena en comparación con lo bueno, que es, de hecho, palpar nalga.

Me puede. Es más que un hobbie. Soy adicto. Lo admito. De lo peor. Pero me gusta.

Una noche, por aquí cerca, nos encontramos a Marla bailando con su vestido de novia hecho retales y el rimmel corrido por sus mejillas. Village ten-

ía la sonrisa del joker pintada y se movía sin tocar el suelo. Marla y yo nos besamos aquella noche, y ahora ella está lejos.

Estuvimos callados un buen rato mientras bebíamos nuestras botellas.

Paul me enseñó entonces una foto en la pared en la que salía el mismo bar y nosotros aparecíamos en ella con cerveza en la mano mirando una foto en la

pared que era la misma foto que mirábamos en ese momento en la realidad y todo aquello formó un bucle y un montón de etcéteras y nos mareamos y cam-

biamos de bar.

—Howard Gilliam —comenzó a narrar Paul mientras el fresco viento de

la noche nos mecía— natural de Langostinas, La Pola. Un poquitín más pa’ allá, metido pa’ las montañas. Se doctoró en psicología por la Univerza v Ljubl-jani con dudosas calificaciones. Desde entonces ha protagonizado varios de los

más descabellados capítulos de la historia de la perversión médica en el pre-sente siglo. Llegando incluso a ser cómplice del ocultamiento de un cadáver a

espaldas de las autoridades. Dicen que se comió su propia mano mientras es-peraba en la cola para un kebab. Otros dicen que nació con cola.

Me entró un hipo cósmico y nos fuimos por donde los gatos negros y la calle oscura. Paul me enseñó una foto de dos rubias. Una era yo, la otra un

tipo que conocía.

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En la puerta del Rocket me encontré con una colega psicóloga y me

sentí enamorado, pero nos quedamos Paul y yo bebiendo sentados junto a un barril y por los altavoces Robert Plant cantaba Babe, I’m gonna leave you. Y

Paul decía que se lo iba a pasar teta, aunque fuera a morir pobre y yo tiré sin querer mi cerveza y me di cuenta de que ya no me atrevía a enamorarme.

Seguimos trasegando en bares y recordé a otro paciente, un hombre

topo que se había tirado desde un puente entre Buda y Pest y había aterrizado en un árbol. Cuando lo rescataron los bomberos estaba colgando de una rama

como un koala y haciendo ruidos de mapache con seis cuerdas vocales.

Hay un asunto que me mosquea y es que todos estos casos en los que

me he visto envuelto guardan una misteriosa relación. No sabría decir qué es, pero sé que está ahí. Necesito verlo todo desde otra perspectiva, alejarme por

un tiempo. Por eso me voy con los caballos autistas.

—¿Qué hora ye? —Las cuatro y veinte.

—Eso explica esta humareda. —Ya… bueno, me marcho.

—Vale. Si fuera tú y estuviera aquí conmigo, yo también me marcharía.