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SEIS CUENTOS NATURALISTAS (S. XIX) LEOPOLDO ALAS CLARÍN VICENTE BLASCO IBÁÑEZ EMILIA PARDO BAZÁN GUY DE MAUPASSANT RAFAEL BARRETT Vicente Blasco Ibáñez SANCHA Emilia Pardo Bazán LAS MEDIAS ROJAS LELIÑA Leopoldo Alas Clarín ADIÓS, CORDERA Rafael Barrett LOS DOMINGOS DE NOCHE Guy de Maupassant EL COLLAR

SEIS CUENTOS NATURALISTAS (S. XIX) - … · Las gentes de la Albufera le tenían por brujo, y más de una mujer de las que robaban leña en la Dehesa4, al ... Emprendió el camino

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SEIS CUENTOS

NATURALISTAS (S. XIX)

LEOPOLDO ALAS CLARÍN

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

EMILIA PARDO BAZÁN

GUY DE MAUPASSANT

RAFAEL BARRETT

Vicente Blasco Ibáñez SANCHA Emilia Pardo Bazán LAS MEDIAS ROJAS

LELIÑA

Leopoldo Alas Clarín ADIÓS, CORDERA Rafael Barrett LOS DOMINGOS DE NOCHE Guy de Maupassant EL COLLAR

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ Sancha

El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre él y la Albufera una extensa llanura baja cubierta de vegetación bravía, rasgada a trechos por la tersa lámina de pequeñas lagunas. Era el llano de Sancha. Un rebaño de cabras guardado por un muchacho pastaba entre las malezas, y a su vista surgió en la memoria de los hijos de la Albufera la tradición que daba su nombre al llano. Los de tierra adentro que volvían a sus casas después de ganar los grandes jornales de la siega preguntaban quién era la tal Sancha que las mujeres nombraban con cierto terror, y los del lago contaban al forastero más próximo la sencilla leyenda que todos aprendían desde pequeños. Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla apacentaba en otros tiempos sus cabras en el mismo llano. Pero esto era muchos años antes, ¡muchos...!, tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían en la Albufera conoció al pastor: ni el mismo tío Paloma. El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros que pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos, en las mañanas de calma: —¡Sancha! ¡Sancha...! Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba. El mal bicho acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, la ofrecía un cuenco de leche. Después, en las horas de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo1 cortando cañas en los carrizales2 y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil, que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar al compás de los suaves silbidos. Otras veces, el pastor se entretenía deshaciendo los anillos de Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué nervioso impulso volvía a enroscarse. Cuando, cansado de estos juegos, llevaba su rebaño al otro extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo 3 , o enroscándose a sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí caída y como muerta, con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello de la cara con el silbido de su boca triangular. Las gentes de la Albufera le tenían por brujo, y más de una mujer de las que robaban leña en la Dehesa4, al verle llegar con la Sancha en el cuello hacía la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos cómo el pastor podía dormir en la selva sin miedo a los grandes reptiles que pululaban5 en la maleza6. Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro. La serpiente crecía y el pastor era ya un hombre, cuando los habitantes de la Albufera no le vieron más. Se supo que era soldado y andaba peleando en las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió a pastar en la salvaje llanura. Los pescadores, al bajar a tierra, no gustaban de aventurarse entre los altos juncales7 que cubrían las pestíferas8 lagunas. Sancha, falta de la leche con que la regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la Dehesa. Transcurrieron ocho o diez años, y un día los habitantes del Saler vieron llegar por el camino de Valencia apoyado en un palo y con la mochila a la espalda, un soldado, un granadero9 enjuto10 y cetrino11, con las negras polainas12 hasta encima de las rodillas, casaca13 blanca con bombas14 de paño rojo y una gorra en forma de mitra15 sobre el peinado en trenza.

1 flautilla de caña que produce un sonido muy agudo.

2 Sitio lleno de carrizos (plantas largas que se crían cerca del agua y sus hojas sirven para forraje).

3 Perrillo.

4 Zona de la Albufera de Valencia. Se refiere a un terreno amplio, generalmente acotado y por lo común destinado a pastos.

5 Abundaban, se multiplicaban rápidamente.

6 Espesura que forma la multitud de arbustos, como zarzales, jarales, etc.

7 Sitio lleno de juncos altos, al lado del agua.

8 Apestosas.

9 Soldado de artillería que lanza las granadas.

10 Seco.

11 De color amarillo verdoso, enfermizo.

12 Botas altas.

13 Chaqueta larga (propia de soldados antiguos).

Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor, que volvía deseoso de ver la tierra de su infancia. Emprendió el camino de la selva costeando el lago, y llegó a la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses16. Nadie. Las libélulas movían sus alas sobre los altos juncos con suave zumbido, y en las charcas ocultas bajo los matorrales chapoteaban los sapos, asustados por la proximidad del granadero. —¡Sancha! ¡Sancha! —llamó suavemente el antiguo pastor. Silencio absoluto. Hasta él llegaba la soñolienta canción de un barquero invisible que pescaba en el centro del lago. —¡Sancha! ¡Sancha! —volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones. Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio que las altas hierbas se agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas, como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos brillaron dos ojos a la altura de los suyos y avanzó una cabeza achatada moviendo la lengua de horquilla, con un bufido tétrico que pareció helarle la sangre, paralizar su vida. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose a la altura de un hombre, arrastrando su cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo grueso como el tronco de un pino. —¡Sancha! —gritó el soldado, retrocediendo a impulsos del miedo—. ¡Cómo has crecido...! ¡Qué grande eres! E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándolo con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado forcejeó. —¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande para estos juegos. Otro anillo oprimió sus brazos, agarrotándolos. La boca del reptil le acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el bigote, causándole un escalofrío angustioso, y mientras tanto los anillos se contraían, se estrechaban, hasta que el soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en el rollo de pintados anillos. A los pocos días, unos pescadores encontraron su cadáver: una masa informe, con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el irresistible apretón de Sancha. Así murió el pastor, víctima de un abrazo de su antigua amiga.

(Fragmento perteneciente al primer capítulo de la novela Cañas y barro, 1902).

14

Como distintivos de la casaca militar puesto que era artillero. 15

En forma alargada y en punta. 16

Animales de ganado, vacas, ovejas, etc.

EMILIA PARDO BAZÁN Las medias rojas

Cuando la rapaza17 entró, cargada con el haz18 de leña que acababa de merodear19 en el monte del señor amo20, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro21, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea22, color de ámbar23 oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas. Ildara soltó el peso en tierra y se atusó24 el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto por los enganchones de las ramillas25 que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas26 aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas27, las echó en el pote28 negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz 29 secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente30, haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros31, grises, entre el azuloso de la descuidada barba. Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre32; pero el labriego no reparaba33: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita34: algo de color vivo, que emergía35 de las remendadas y encharcadas sayas36 de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón... —¡Ey! ¡Ildara! —¡Señor padre! —¿Qué novidá37 es esa? —¿Cuál novidá? —¿Ahora me gastas medias, como la hirmán38 del abade39?

17

Muchacha adolescente. Término familiar y coloquial muy utilizado en Galicia. Al presentar al personaje femenino con esta denominación el lector ya sabe que no se trata de una señora o señorita de clase alta, a las que jamás se la denominaría así. 18

Montón atado de hierbas, leña, etc. 19

Coger o robar lo que ve por el campo cuando se vaga por él. 20

Resulta fácil deducir que este “señor amo”, propietario de montes y bosques, es un terrateniente cerca de cuyas tierras se encuentra la vivienda de la rapaza. Se le denomina “amo” para subrayar que la rapaza (y su familia) son gente humilde, pobre, en comparación con aquel. Efectivamente, los terratenientes gallegos del s. XIX pertenecían casi siempre a la nobleza y, por supuesto, eran personas ricas y poderosas. 21

Cortar un trozo de tabaco prensado (venía envuelto en paquetes de papel) y deshacerlo para convertirlo en picadura con la que se lía el cigarrillo. 22

Se refiere a una uña del propio tío Clodio: una uña córnea, o sea, con forma de cuerno (alargada, curva, puntiaguda). 23

Resina fósil, de color amarillo más o menos oscuro, opaca o semitransparente, muy ligera, dura y quebradiza, que arde fácilmente, con buen olor, y se emplea para fabricar cuentas de collares, boquillas para fumar etc. (En este caso se está describiendo el color y el aspecto de la uña del tío Clodio) 24

Se arregló, ordenó. 25

O sea, después de su excursión por el bosque para recoger leña, lleva el pelo lleno de trozos de “ramillas” de árboles y arbustos con los que se ha rozado. 26

Tareas. 27

Coles. 28

Vasija redonda, generalmente de hierro, con barriga y boca ancha y con tres pies, que suele tener dos asas pequeñas, una a cada lado, y otra grande en forma de semicírculo. Servía, como se ve aquí, para guisar en fuego grande de leña. 29

Muy, bastante. 30

Sin gracia ni elegancia ninguna, es decir, descuidadamente. 31

Conducto o agujero por donde se escapan o sumen las aguas. 32

Áspera, desagradable. 33

No le hacía caso a la humareda 34

Una cosa o detalle, antes nunca visto 35

Salía, se destacaba 36

Encharcadas sayas: mojadas faldas 37

Novedad. Evidentemente es un vulgarismo. Los personajes hablan mal porque no tienen educación. 38

(vulgarismo), hermana. 39

Sacerdote con cierto poder dentro de una parroquia.

Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas40 de vivir. —Gasto medias, gasto medias —repitió sin amilanarse41—. Y si las gasto, no se las debo a ninguén42. —Luego43 nacen los cuartos44 en el monte —insistió el tío Clodio con amenazadora sorna45. —¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él46... Y con eso merqué47 las medias. Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados 48 en duros párpados, bajo cejas hirsutas49, del labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado 50 , y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó51 brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba52: —¡Engañosa! ¡engañosa! ¡Cluecas53 andan las gallinas que no ponen! Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña54 guapa y requebrada55, que el padre la marcase56, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba57, que le desgarró los tejidos58. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar59 en ella un sueño de porvenir60. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas61 tantos de su parroquia y de las parroquias circunvecinas62 se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente de la esperanza tardía63: pues que se quedase él... Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho64, que le adelantaba los pesos65 para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias... Y el tío Clodio, ladino66, sagaz67, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía: —Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes... Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas68 manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo69, con que se escudaba Ildara, trémula70. El cachete más violento cayó

40

Con apetencia, con deseos. 41

Sin miedo, sin alarma ante las palabras del padre. 42

A nadie o a ninguno. Nuevo vulgarismo. 43

Entonces es que… 44

Las monedas, el dinero. 45

Ironía, tono burlón con que se dice algo con mala intención. 46

Que no dirá otra cosa él (es decir, como te dirá él mismo). 47

Compré. 48

Encajados, embutidos. 49

Tiesas, duras (como púas o pinchos). 50

Despatarrado. 51

Mover, agitar con violencia y fuerza. 52

Mascullar, hablar fuerte pero confusamente. 53

Se dice de la gallina y de otras aves cuando se echan sobre los huevos para empollarlos (el padre dice que las gallinas llevan días sin poner huevos, es decir, que no se cree lo que acaba de contarle la hija). 54

Chica joven. 55

piropeada, elogiada por los hombres que alaban sus atractivos. 56

La hiriera dejándole alguna marca en la cara o el cuerpo para siempre. 57

Aro con tejido metálico entrelazado y tupido por donde pasa una semilla, un mineral u otra materia con el fin de separar las partes menudas de las gruesas. 58

La piel. 59

Comenzar, crear algo nuevo. 60

De futuro. 61

Vientre, interior. 62

Tantas personas de su pueblo y de los de otros pueblos vecinos. 63

Indiferente hacia una esperanza (de mejorar su vida) que le llegaba ya tarde (porque se había hecho viejo). 64

Compinche. 65

El dinero, las monedas. 66

Astuto. 67

Agudo, inteligente. 68

Llenas de miedo, aterrorizadas.

sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso71. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor72, en que sin escrúpulo73 la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo74, que fecundó75 con sudores tantos años, a la cual profesaba76 un cariño maquinal77, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera. Salió fuera, silenciosa, y en el regato78 próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía. Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse tuerta. Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza79 y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos80, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa...

69

Manecitas todavía no deformadas por el duro trabajo. 70

Temblorosa. 71

Parecido al terciopelo. 72

Ira, rabia, descontrol animal. 73

Sin pensárselo, sin distinguir el bien del mal. 74

Alquiler para mucho tiempo (se sobreentiendo que lleva tierras del “señor amo”, mencionado antes). 75

Cultivó, hizo brotar cosechas. 76

Por la cual sentía. 77

Sin emociones ni sentimientos pero constante, permanente. 78

Arroyo pequeño. 79

Descanso, placer, diversión. 80

Capaces de trabajar.

EMILIA PARDO BAZÁN “Leliña”

Siempre que salían los esposos en su cesta81, tirada por jacas del país, a entretener un poco las largas tardes de primavera en el campo, encontraban, junto al mismo matorral formado por una maraña de saúcos82 en flor, a la misma mujer de ridículo aspecto. Era un accidente del camino, cepo 83 o piedra, el hito 84 que señala una demarcación, o el crucero 85 cubierto de líquenes86 y menudas parasitarias87. Manolo sonreía y pegaba suave codazo a Fanny.

—Ya pareció tu Leliña... ¡Qué fea, qué avechucho88! En este momento, el sol

la hiere de frente... Fíjate.

La mayordoma les había referido la historia de aquella mujer. ¿La historia? En realidad, no cabe tener menos historia que Leliña. Sin familia, como los hongos, dormía en cobertizos y pajares —¡a veces en los cubiles89 y cuadras del ganado!— y comía..., si le daban «un bien de caridad».

Sin embargo, no mendigaba. Para mendigar se requiere conciencia de la necesidad, nociones de previsión, maña o arte en pedir..., y Leliña ni sospechaba todo eso. ¿Cómo había de sospecharlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba, lela, «leliña»? ¡Ella pedir!

Un can pide meneando la cola; un pájaro ronda las migajas a saltitos... Leliña ni aun eso; como no le pusiesen delante la escudilla de bazofia90, allí se moriría de hambre.

Inútil socorrerla con dinero; a la manera que su abierta boca de imbécil dejaba fluir la saliva por los dos cantos91, de sus manazas gordas, color de ocre92, se escapaban las monedas, yendo a rodar al polvo, a perderse entre la espesa hierba trigal93. Manolo y Fanny lo sabían, porque, al principio, acostumbraban lanzar al regazo94 de la tonta pesetas relucientes... Ahora preferían atenderla de otro modo: con ropa y alimento. El pañuelo de percal 95 amarillo, el pañolón 96 anaranjado de lana, el zagalejo 97 azul de Leliña, se lo habían regalado los esposos. ¡Cosa curiosa! Leliña, indiferente a la comida, gruñó de satisfacción viéndose trajeada de nuevo. Una sonrisa iluminó su faz inexpresiva, al ponerse, en vez de sus andrajos, las prendas de

esos matices98 vivos, chillones, por los cuales se pirran las aldeanas de las Mariñas de Betanzos99, el más pintoresco rincón del mundo...

—¡Hembra al fin!100... —fue el comentario de Manolo.

—¡Pobrecilla! —exclamó Fanny—. ¡Me alegro de que le gusten sus galas101!...

81

Carruaje de cuatro asientos con caja de mimbre cubierta por un toldo y provista de cortinas plegables. 82

Saúco en flor: un arbusto típico de España (ver imagen). 83

Con el sentido de rama de árbol (se sobreentiende, caída en el camino). 84

Mojón o poste de piedra, por lo común labrada, que sirve para indicar la dirección o la distancia en los caminos o para delimitar terrenos. 85

Cruz de piedra que se coloca en los cruces de caminos o en los atrios. 86

Liquen: costra gris, parda, amarilla o rojiza de naturaleza vegetal que cubre piedras y troncos de árboles en lugares húmedos. 87

Plantitas o florecillas que crecen alrededor de piedra y árboles y que obtienen desde otra planta alguna o todas las sustancias nutritivas para su desarrollo. 88

Pájaro de aspecto desagradable y, por extensión, persona desagradable o despreciable por su aspecto o costumbres. 89

Sitios donde los animales, principalmente las fieras, se recogen para dormir (ver imagen). 90

Vasija ancha de media esfera con sobras o desechos de comida. 91

Comisuras. 92

Amarillo oscuro. 93

Hierba trigal: heno blanco, hierba común que crece en los bordes de caminos y carreteras. 94

Cavidad que forma, entre la cintura y las rodillas, la falda de una persona sentada. 95

Tipo de tela de algodón. 96

Pañuelo grande que sirve para abrigarse. 97

O refajo. Falda con vuelo, de tela humilde, que usaban las mujeres de pueblo encima de las enaguas (ver imagen) 98

Variaciones de un mismo color sin que pierda el nombre que lo distingue de los demás. 99

pueblecito de Galicia en la provincia de La Coruña. 100

¡Mujer a fin de cuentas!

Fanny ansiaba hacer algo bueno; tenía el alma impregnada de una compasión morbosa102, originada por la íntima tristeza de su esterilidad. Diez años de matrimonio sin sucesión, el dictamen pesimista de los ginecólogos más afamados de Madrid y París, pesaban sobre sus tenaces ilusiones maternales. «Ensayen ustedes una vida muy higiénica, aire libre, comida sana...», les ordenó, por ordenarles algo, el último doctor a quien acudieron en consulta. Y se agarraron al clavo ardiendo de la rusticación103, método que si no les traía el heredero suspirado, al menos debía proporcionarles calma y paz. Pero en medio de la naturaleza remozada, germinadora, florida, despierta ya bajo las caricias solares104, la nostalgia de los esposos revistió caracteres agudos; se convirtió en honda pena. Fanny no contenía las lágrimas cuando encontraba a una criatura. ¡Y en la aldea mariñana cuidado si pululaban 105 los chiquillos! A la puerta de las casucas, remangada la camisa sobre el barrigón, revolcándose entre el estiércol del curro106, llevando a pastar la vaca, tirando peladillas107 a los cerezos o agarrándose al juego108 trasero del coche y voceando: «¡Tralla atrás...!»109; en el atrio de la iglesia, a la salida de misa, con un dedo en la boca, en la romería comiendo galletas duras, en la playa del vecino pueblecito de Areal escarabajeando110 al través de las redes tendidas a manera de cangrejillos vivaces... no se hallaba otra cosa: cabezas rubias, ensortijadas, que serían ideales si conociesen el peine; cabezas pelinegras, carnes sucias y rosadas, chiquillería, chiquillería.

—Los pobres, señorita, cargamos de hijos111... Es como la sardina, que cuanta más apañamos112, más cría el mar de Nuestro Señor... —decía a Fanny una pescadora de Areal, la Camarona, madre de ocho rapaces, ocho manzanas por lo frescos113...

La dama torcía el rostro para ocultar al esposo la humedad que vidriaba sus pupilas, y allá dentro, dentro del corazón, elevaba al cielo una oferta114. Quería realizar algo que fuese agradable al poder115 que reparte niños, que fertiliza o seca las entrañas de las mujeres. No permitiría ella aquel invierno que la idiota, la mísera Leliña, tiritase en la cuneta encharcada y helada; apenas soplase una ráfaga de cierzo116, recogería a la inocente, dándole sustento y abrigo, y la Providencia, en premio, cuajaría en carne y sangre117 su honesto amor conyugal... Por eso —al divisar a Leliña cuando cruzaban al pie del enredijo118 de saúcos en flor—, Manolo, confidencialmente, empujaba el codo de Fanny, y una esperanza loca, mística, ensoñadora, animaba un instante a los dos esposos. La idiota no les hacía caso. Ellos, en cambio, la contemplaban, se volvían para mirarla otra vez desde la revuelta. Les pertenecía; por aquel hilo tirarían de la misericordia de Dios.

Fue Manolo el primero que advirtió que los cocheros se reían y se hacían un guiño al pasar ante la idiota, y les reprendió, con enojo:

—¿Qué es eso? ¡Bonita diversión, mofarse de una pobre! ¡Cuidadito! ¡No lo toleraré!

—Señorito... —barbotó119 el cochero, que era antiguo en la casa y tenía fueros120 de confianza—. Si es que... ¿No sabe el señorito?... —y puso las jacas al paso, casi las paró.

—¿Qué tengo de saber? Porque sea lela esa desdichada, no debéis vosotros...

—Pero, señorito.... ¡si es que ya corre por toda la aldea!...

—¿Qué diantres es lo que corre?

101

Ropas elegantes. 102

Enfermiza 103

Rusticación (de verbo rusticar): salir al campo, habitar en él, sea por distracción o recreo, sea por recobrar o fortalecer la salud. 104

remozada, germinadora, florida, despierta ya bajo las caricias solares: renovada, revitalizadora, llenas de flores y despierta bajo el calor del sol (se refiere a la naturaleza en primavera) 105

Abundaban 106

En Galicia lugar cercado adonde se conducen los caballos criados en libertad para enlazarlos y marcarlos con hierro. 107

Piedras pequeñas 108

En un vehículo de cuatro ruedas, conjunto formado por cada par de ruedas, el eje que las une y las demás piezas que le corresponden. 109

Exclamación coloquial en gallego con el significado de “¡Niño atrás!”. El “tralla” era el niño que, para jugar o divertirse, se subía a la parte trasera de un coche de caballos y se daba un paseo breve. Con el grito “¡Tralla atrás!” se avisaba al conductor de que un niño se había montado atrás, irregularmente, en el vehículo. 110

Moviéndose como escarabajos. 111

cargamos de hijos: nos cargamos, llenamos. 112

Pescamos. 113

Reticencia y elisión, es decir: por lo frescos que son. 114

Ofrecimiento. 115

Se refiere evidentemente al poder de Dios. 116

Viento frío del Norte. 117

cuajaría en carne y sangre: convertiría en un hijo… (sinécdoque) 118

Maraña. 119

balbució, dijo entre dientes, atropelladamente y sin pronunciar bien. 120

Derecho, permiso.

—Que, perdone la señorita, Leliña está...

Un ademán completó la frase; Fanny y Manolo se quedaron fríos, paralizados, igual que si hubiesen sufrido inmensa decepción. La señora, después de palidecer de sorpresa, sintió que la vergüenza de la idiota le encendía las mejillas a ella, que había proyectado redimirla y salvarla. Bajó la frente, cruzó las manos, hizo un gesto de amargura.

—Eso debe de ser mentira —exclamaba Manolo, furioso—. ¡Si no se comprende! ¡Si no cabe en cabeza humana!... ¡La idiota! ¡La lela! Digo que no y que no...

Marido y mujer, entre el ruido de las ruedas y el tilinteo de los cascabeles de las jacas, que volvían a trotar, examinaron probabilidades, dieron vueltas al extraño caso... ¡Vamos, Leliña ni aun tenía figura humana! ¿Y su edad? ¿Qué años habían pasado sobre su testa greñosa, vacía, sin luz ni pensamiento? ¿Treinta? ¿Cincuenta? Su cara era una pella 121 de barro; su cuerpo, un saco; sus piernas, dos troncos de pino, negruzcos, con resquebrajaduras... ¡Leliña!... ¡Qué asco! Y al volver de paseo, envueltos ya en la dulce luz crepuscular de una tarde radiosa122, viendo a derecha e izquierda cubiertos de vegetación y florecillas los linderos123, respirando el olor fecundo, penetrante, que derraman los blancos ramilletes del vieiteiro124, y a Leliña ni triste ni alegre, indiferente, inmóvil en su sitio acostumbrado, Manolo murmuró, con mezcla indefinible de ironía y cólera:

—¡Como la tierra!...

Fanny, súbitamente deprimida, llena de melancolía, repitió:

—¡Como la tierra!...

No hablaron más del proyecto de recoger a la idiota. Ya era distinto... ¿Quién pensaba en eso? Preguntaron a derecha e izquierda, poseídos de curiosidad malsana, sin lograr satisfacerla. ¿El culpable del desaguisado125? ¡Asús, asús! Nadie lo sabía, y Leliña de seguro era quien menos. No sería hombre de la parroquia, no sería cristiano; algún licenciado de presidio126 que va de paso, algún húngaro de esos que vienen remendando calderos y sartenes... ¡Qué pecado tan grande! ¡Hacer burla de la inocente! El que fuese, ¡asús!, había ganado el infierno...

El verano transcurrió lento, aburrido; comenzaron a rojear las hojas, y Fanny y Manolo, al acercarse a los saúcos, donde ahora el fruto, los granitos, verdosos, se oscurecían con la madurez, volvían el rostro por no mirar a Leliña.

De reojo la adivinaban, quieta, en su lugar. Un día, Fanny, girando el cuerpo de repente, apretó el brazo de su marido, emocionada.

—¡Leliña no está! ¡No está, Manolo!

Cruzaron una ojeada, entendiéndose. No añadieron palabra y permanecieron silenciosos todo el tiempo que el paseo duró. Durmieron con agitado sueño. Tampoco estaba Leliña a la tarde siguiente. Más de ocho días tardó la idiota en reaparecer. Antes aún de llegar al grupo de saúcos, Fanny se estremeció.

—Tiene el niño —murmuró, oprimida por una aflicción127 aguda, violenta.

—Sí que lo tiene... —balbució Manolo—. Y le da el pecho. ¿No es increíble?

Abierto el ya haraposo pañolón de lana, recostada sobre el ribazo128, colgantes los descalzos pies deformes, la idiota amamantaba a su hijo, agasajándole con la falda del zagalejo, sin cuidarse de la humedad que le entumecía los muslos.

—¡Si hoy parece una mujer como las demás! —observó Manolo, admirando.

Fanny no contestó; de pronto sacó el pañuelo y ahogó con él sollozos histéricos, entrecortados, que acabaron en estremecedora risa.

—Calla..., calla... Déjame... No me consueles... ¡No hay consuelo para mí! Ella con su niño... ¡Yo, nunca, nunca! —repetía, mordiendo el pañuelo, desgarrándolo con los dientes, a carcajadas.

El esposo se alzó en el asiento, y gritó:

—Den la vuelta... A casa, a escape129... ¡Se ha puesto enferma la señora!

121

masa muy junta y apretada. 122

Que despide rayos de luz. 123

Márgenes de las propiedades. 124

Saúco en gallego. 125

Destrozo, desastre, maldad. 126

licenciado de presidio: hombre que ya ha cumplido condena y acaba de abandonar la prisión. 127

Tristeza, dolor. 128

montón de tierra con elevación y declive.

LEOPOLDO ALAS ―CLARÍN‖ Adiós, Cordera

Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera. El prao130 Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro131 de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón 132 de conquista, con sus jícaras 133 blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral 134 de Puao 135. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped. Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco136 en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón137, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio. La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos 138; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona139, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio140. Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla141, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter! Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

129

a escape: de inmediato, aprisa. 130

Prado (en expresión popular asturiana) 131

Vía del tren (galicismo adaptado al español) 132

Bandera o estandarte militar o religioso (más largo que ancho) que se utilizaba en las batallas antiguas y que se sigue utilizando en la procesiones actuales. 133

Una jícara es un aislante eléctrico fabricado habitualmente en porcelana o en cristal. Las jícaras se encontraban en postes de tendido eléctrico y de telégrafo. Soportaban los cables, para evitar que éstos los tocaran, reduciendo el riesgo de descarga (ver foto) 134

Casa rectoral o parroquial, aquella en la que vive el párroco de un pueblo o aldea. 135

Aldea junto a Gijón donde viven los hermanos. 136

El “pino seco” es el palo o poste del telégrafo. 137

herramienta sonora que sirve para regular y afinar instrumentos musicales. Ver este vídeo: http://www.youtube.com/watch?v=stxtqkZzJ-U. O sea, se compara el sonido del diapasón con los sonidos del viento cuando golpea el palo del telégrafo y su tendido de hilos. 138

los animales, en general 139

Matrona, con el sentido de madre de familia (da leche), noble y bondadosa. 140

Poeta latino en cuya obra son frecuentes los cantos elogiosos a la naturaleza y a la vida humana sencilla, equilibrada con aquella. 141

llindarla: (asturianismo) pastorearla, sacarla al campo a comer pasto, hierba.

―El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan lejos!‖ Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe142 de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas143 de gentes desconocidas, extrañas. Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino144 por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto145 silencio de tarde en tarde con un blando son146 de perezosa esquila147. En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz148 parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana149, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo 150 destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla. Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo. En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud151 y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común152, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos153, a los parajes más

142

Cerca o cercado para ganado hecho de estacas altas entretejidas con ramas largas. 143

Especies o tipos 144

Se trata del planeta Venus. 145

Majestuoso, que merece respeto. 146

sonido 147

Cencerro pequeño, en forma de campana. 148

frente 149

Poema épico hindú, escrito en sánscrito, del s. III a. C., atribuido al poeta Valmiki. 150

Imagen de un dios o diosa. 151

Dedicación con interés o afecto 152

las rapadas y escasas praderías del común: los prados, escasos y casi sin hierba, de las tierras comunales, propiedad de todos los vecinos. 153

cerro o monte de poca altura en terreno llano.

tranquilos y menos esquilmados154, y la libraban de las mil injurias155 a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino. En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso 156 para estrar157 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias158 que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación159 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental160, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera: —Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí. Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida 161 del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella162, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz163 inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

* * * Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas164 por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa165 de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia. ―Cuidadla, es vuestro sustento‖, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo166, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. ―Sin duda, mio pá167 la había llevado al xatu168.‖ No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

154

Agotados, empobrecidos 155

Perjuicios, daños 156

caña de maíz con su follaje, que después de separada de la mazorca se guarda en haces para alimento de vacas, toros y bueyes. 157

(asturianismo) cubrir o alfombrar el suelo 158

Ocurrencias, soluciones 159

la cría recién nacida (significado habitual en asturiano) 160

Ternero recién nacido 161

pasta de vaca sufrida: la mejor naturaleza de vaca sufridora 162

arco que se forma al extremo del yugo que se pone a los bueyes, mulas. etc. 163

Parte trasera del cuello 164

Par de vacas que sirven en la labor del campo o en los acarreos. O sea, Antón se da cuenta de que jamás tendrá cuatro vacas. 165

Inspiración, solución, arreglo. 166

Regazo (cavidad que forma, entre la cintura y las rodillas, la falda de una persona sentada) significa aquí, por sinécdoque, ternura, mimo, afecto maternal. 167

(asturianismo) mi padre o mi papá. 168

(asturianismo) toro.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada169 mohínos170, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro. No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma171 del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba172. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal 173 , dando plazo a la fatalidad174. ―No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale.‖ Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias. En el Natahoyo175, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho. El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.

* * *

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio. El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil176 precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle. Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante177 de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo. ―¡Se iba la vieja!‖ —pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. ―Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.‖ Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis178, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera. El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado179, y se sacó a la quintana180 la Cordera. Antón había apurado la

169

corral o cercado delantero de una casa campesina. 170

Tristes, mustios, sombríos. 171

Razón o argumento falso con apariencia de verdad. 172

Resguardarse, protegerse. 173

Plaza tradicional de Gijón donde se hacía feria de ganado. 174

dando plazo a la fatalidad: esperando a que ocurriera lo fatal, lo no deseado, o sea, que alguien le diera lo que pedía por la vaca. 175

Barrio de las afueras de Gijón. 176

Bajo, indigno. 177

Persona que gana una cosa subastada. 178

Expresión latina: “desde el punto de vista de la eternidad”. El sentido aquí es que el tiempo no existía para ella. 179

El comisionado es el encargado del rematante, del que se ha hablado antes. 180

quinta, parcela de campo.

botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes181. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho182, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes183, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo184; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa: —Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes185. —Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas. Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas. —¡Adiós, Cordera! —gritaba Rosa deshecha en llanto—. ¡Adiós, Cordera de mío alma! —¡Adiós, Cordera! —repetía Pinín, no más sereno. —Adiós —contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea.

* * *

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto. De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces. —¡Adiós, Cordera! —gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela. —¡Adiós, Cordera! —vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla. Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo: —La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los indianos. —¡Adiós, Cordera! —¡Adiós, Cordera! Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones... —¡Adiós, Cordera!... —¡Adiós, Cordera!...

* * *

181

Inoportunas, no venían a cuento. 182

(asturianismo) estiércol o excremento del animal. 183

Esfuerzos, trabajos. 184

paralización, inmovilidad corporal, atontamiento del ánimo. 185

acá vos digo; basta de “pamemes”: ¡aquí os digo!, ¡basta de pegos! (pamemes (asturianismo): tonterías, cosas sin importancia, pegos)

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía186 la guerra carlista. Antón de Chinta era casero187 de un cacique188 de los vencidos189; no hubo influencia para declarar inútil190 a Pinín, que, por ser, era como un roble. Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera191, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche192 de tercera multitud de cabezas de pobres quintos193 que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas194 de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían. Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano: —¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera! —¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma!... ―Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón195 para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.‖ Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían196 los castaños, las vegas y los peñascos... ¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte. —¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera! Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte. En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante: —¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

1893

186

Estaba en pleno desarrollo. Es decir, Pinín tiene que ir a hacer el servicio militar, que entonces era teóricamente obligatorio para todos los jóvenes españoles. Como había guerra contra los carlistas, hacer el servicio militar significaba ir a la guerra. 187

El campesino que cuida de una casa o propiedad rural de un rico cuando este no vive en ella. 188

En la España del s. XIX, persona que en un pueblo o comarca controlaba casi todo el poder político. 189

Los vencidos de las llamadas “guerras carlistas” fueron precisamente los carlistas, que luchaban contra los realistas, es decir, contra el ejército del joven rey de España Alfonso XII. Clarín se refiere aquí sin duda a la llamada 3ª Guerra Carlista (1872-1876), que tuvo un cierto impacto en las cuencas mineras de Asturias (Gijón, Langreo, etc). 190

no hubo influencia para declarar inútil… No fue posible buscar influencias (o sea, “enchufes” o recomendaciones) para evitar que Pinín fuera a la guerra. Tengamos en cuenta que durante la segunda mitad del s. XIX los hijos de nobles y clases pudientes quedaban exentos de hacer el servicio militar si pagaban al Estado por no ir o si pagaban a jóvenes pobres para que les sustituyeran. La única forma en que un chico pobre se librara de la guerra era que él o su familia fuera “protegido” por algún personaje con mucho poder político. A finales del s. XIX, la tercera guerra carlista, y luego las de Marruecos, Cuba y Filipinas fueron auténticos mataderos de trabajadores y campesinos jóvenes. 191

Abertura (desmonte) hecha en el terreno (dejando taludes a ambos lados) para que pase por ella una vía de tren, camino, carretera, etc, 192

vagón 193

Jóvenes que, por edad cumplida, estaban obligados a hacer el servicio militar. 194

Entre hermanos (tanto realistas como carlistas eran españoles) 195

Carne de cañón: soldados a los que se expone, sin consideración ninguna, a peligro de muerte. 196

Rebotaba como eco en…

RAFAEL BARRETT Los domingos de noche

—Y Usted, ¿no nos cuenta ninguna proeza amorosa, señor Martínez? El famoso financista197 sacudió, con el meñique ensortijado de brillantes, la ceniza del magnífico veguero198, sonrió con ese desdén que da a su grasiento rostro una expresión de desencanto fatuo y nos dijo: —Les contaré mi primera aventura. Era yo entonces estudiante y mi familia me pasaba a Madrid una renta de veinte duros al mes, gastos pagados. Las facturas de alojamiento, ropa, libros, matrículas, se abonaban allá. Los veinte duros eran para el bolsillo. No había modo de aumentarlos porque mi padre entendía de negocios tanto como yo. Mi presupuesto estaba distribuido así: cuatro reales diarios para café, propina incluida; dos de billar, entretenimiento imprescindible; uno de tranvía, término medio; tres de teatro, diversión que pagábamos a escote199 los de la pandilla. El resto era consagrado al amor. En aquellos tiempos compraba el amor hecho200, como las camisas y los zapatos. Ahora me lo encargo todo a la medida. Devoraba con delicia, por extraño que les parezca, folletines de Escrich, y novelones de Dumas y Sué y soñaba con raptos y escalamientos, desafíos a la luz de la luna y frases generosas201. Una madrugada, en lugar de acostarme después de la sesión del "Levante"202 donde nos reuníamos, me dio por vagar solo, a semejanza de Don Quijote, buscando doncellas que desencantar a lo largo de las calles solitarias. Hacía frío. Mis pasos eran sonoros sobre las aceras lisas y relucientes. Las estrellas encaramadas hasta lo alto del espacio, centellaban más que de costumbre a través del aire inmóvil y seco. Había poesía en mí y fuera de mí, o por lo menos tal me parecía. Con todos mis libros en la cabeza me hallaba dispuesto a redimir definitivamente a la primera pecadora que pasase. Y de pronto, saliendo de una bocacalle, cruzó delante de mí una mujer. Caminaba de prisa, sin mirar a ningún lado; iba como una máquina. Llevaba el mantón clásico de la madrileña del pueblo, el pelo libre, la enagua203 crujiente. "La seguí. Nuestros pasos repetían sus ecos iguales, cada vez más próximos. Noté que tenía la cara muy blanca. Los faroles, a intervalos, iluminaban esa palidez como los relámpagos iluminan un paisaje triste. Ya muy cerca, casi tocándola, balbucí a mi perseguida las majaderías que ustedes saben. No hizo caso. Insistí. Nada. Volví a insistir. Yo no me resignaba a renunciar a mi aventura. Entonces da media vuelta y clava los ojos en mí. Unos ojos negros, de un negro absoluto, sin fondo. Y con una voz sorda, una voz sin timbre204, como desteñida, me pregunta: —Quieres venir conmigo, ¿verdad? —Sí. —Vamos. —Y nos fuimos por callejuelas que yo no había visto nunca. La mujer había cambiado de rumbo. Nos metíamos en los barrios bajos. No decíamos una palabra. Yo tenía miedo y orgullo, al estilo de los héroes. Acompañaba a la dama misteriosa, y me prometía terribles voluptuosidades205. Se detuvo delante de una puerta larga y angosta. Sacó una pesada llave. Abrió. —¡Entra!

197

Banquero. 198

Puro grueso y largo. 199

A escote: pagando cada uno la parte que le corresponde en un gasto común. 200

O sea, frecuentaba el mundo de la prostitución. 201

Es decir: leía muchas novelas románticas, que le habían hecho creer que el amor era una pasión incontrolable, por el que hacer auténticas locuras. 202

Nombre del café donde se juntaba de tertulia con los amigos. 203

Prenda interior femenina, actualmente poco utilizada, similar a una falda y que se lleva debajo de esta. Cuando la enagua está limpia y planchada, parece que el tejido cruje. 204

Timbre: sonoridad especial de la voz de cada persona. 205

terribles voluptuosidades: maravillosos placeres sexuales.

Entré. —¡Sube! —dijo la voz desteñida, más fúnebre aún en aquel momento. Y subimos las escaleras empinadas. Un piso. Dos. Tres. Cuatro. Me ahogaba en la oscuridad; y una angustia rara se apoderaba de mí. —Aquí es —dijo la mujer. Sentí un brazo rozarme, otra llave rechinar en una cerradura, y el gemir de unos goznes206. —¿Tienes fósforos? —Sí. —Entra y enciende. Entré. Pero apenas lo hago cierra la puerta, da dos vueltas a la llave y me deja solo allí dentro. Estupefacto, oigo que baja rápidamente las escaleras, que cierra también la puerta de la calle y que huye, sí, ¡huye como una condenada! Aturdido, enciendo un fósforo. Entre un catre viejo y una mesa desastIllada207, con los ojos abiertos de par en par y la mandíbula caída, enseñando el agujero negro de la boca, estaba tendido el cadáver de un hombre, encharcado en sangre. Fue tal mi horror que no grité. Me quedé como una estatua y el fósforo se me apagó entre los dedos. No atinaba a encender otro. Mis pies resbalaban en aquello pegajoso, enorme, que me parecía llenar el mundo. Yo no sé cuánto tiempo estuve allí, ni cómo descubrí una claraboya208 por donde me escapé al tejado, ni cómo no me maté entre las tejas, ni cómo fui a parar a una buhardilla209, donde vivía un zapatero que se llevó un susto mayúsculo, aunque menor del que yo traía, ni cómo le convencí de que me dejara salir a la calle, al reino de los vivos, ¡al paraíso! Cuando lo conseguí, amanecía". Martínez calló satisfecho y ninguno de nosotros dijo nada. —¿Pero la mujer? —preguntó uno al fin. —Aquel crimen no se puso nunca en limpio. —¿Usted no declaró? —¡Dios me libre! Jamás me he metido en esas cosas; y desde aquella noche no he vuelto a leer una novela. Y Martínez se rió pesadamente, haciendo palpitar su vientre de banquero inquebrable.

206

Bisagra metálica de una ventana o puerta. 207

Que pierde astillas de madera, o sea, en mal estado. 208

Ventana abierta en el techo o en la parte alta de las paredes. 209

Vivienda o cuarto de un edificio situados inmediatamente debajo del tejado con techo en pendiente. Antiguamente eran viviendas de gente muy pobre.

GUY DE MAUPASSANT El collar

Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.

No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.

Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.

La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.

Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: ―¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!‖, pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.

No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!

Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.

Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.

—Mira, mujer —dijo—, aquí tienes una cosa para ti.

Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:

―El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio.‖

En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:

—¿Qué haré yo con eso?

—Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!… Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.

Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:

—¿Qué quieres que me ponga para ir allá?

No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:

—Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito…

Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.

El hombre murmuró:

—¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?

Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:

—Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.

Él estaba desolado, y dijo:

—Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?

Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.

Respondió, al fin, titubeando:

—No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.

El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.

Dijo, no obstante:

—Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.

El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:

—¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.

Y ella respondió:

—Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.

—Ponte unas cuantas flores naturales —replicó él—. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.

Ella no quería convencerse.

—No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.

Pero su marido exclamó:

—¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.

La mujer dejó escapar un grito de alegría.

—Tienes razón, no había pensado en ello.

Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro. La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:

—Escoge, querida.

Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:

—¿No tienes ninguna otra?

—Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.

De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.

Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.

Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:

—¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.

—Sí, mujer.

Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.

Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.

Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.

Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.

Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.

Loisel la retuvo diciendo:

—Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.

Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.

Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.

Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.

Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.

La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.

Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:

—¿Qué tienes?

Ella se volvió hacia él, acongojada.

—Tengo…, tengo… —balbució – que no encuentro el collar de la señora de Forestier.

Él se irguió, sobrecogido:

—¿Eh?… ¿cómo? ¡No es posible!

Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.

Él preguntaba:

—¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?

—Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.

—Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.

—Debe estar en el coche.

—Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?

—No. Y tú, ¿no lo miraste?

—No.

Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.

—Voy —dijo— a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.

Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.

Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.

Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.

Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.

Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.

—Es menester —dijo— que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.

Ella escribió lo que su marido le decía.

Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.

Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifestó:

—Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.

Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.

El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:

—Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.

Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.

Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.

Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.

Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.

Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.

Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:

—Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.

No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?

La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían… Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.

Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.

Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.

El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.

Y vivieron así diez años.

Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.

La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.

¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!

Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.

Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.

Se puso frente a ella y dijo:

—Buenos días, Juana.

La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:

—Pero…, ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse…

—No. Soy Matilde Loisel.

Su amiga lanzó un grito de sorpresa.

—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! …

—¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias…. todo por ti…

—¿Por mí? ¿Cómo es eso?

—¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?

—¡Sí, pero…

—Pues bien: lo perdí…

—¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!

—Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.

La señora de Forestier se había detenido.

—¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?

—Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.

Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:

—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!… ¡Valía quinientos francos a lo sumo!…