SEMANA DE RODRIGO REY ROSA - · PDF fileNo. 282 enero-marzo/2016 p. 112 SEMANA DE RODRIGO REY ROSA C ierta vez, para elogiar a Juan Villoro, Roberto Bolaño ... mis ejercicios narrativos

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    Cierta vez, para elogiar a Juan Villoro, Roberto Bolao dijo que sus cuentos estn entre los mejores que se es-criben hoy en lengua espaola, solo comparables a los del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa. Lo recordbamos hace unos aos, cuando la Casa de las Amricas dedic su Semana de Autor al narrador y cronista mexicano, y lo retomamos ahora, al dedicar la Semana a la figura y la obra de Rey Rosa, uno de los ms reconocidos narradores latinoamericanos de las ltimas dos dcadas.

    Viajero y traductor, dueo de una peculiar mitologa y ci-neasta de ocasin, Rey Rosa es autor de ttulos con los que ha encontrado eso que suele denominarse una voz propia. Viene del pas y la tradicin de Miguel ngel Asturias y Luis Cardoza y Aragn, de Manuel Galich y Augusto Monterroso, de Mario Monteforte Toledo y Otto Ral Gonzlez, pero tambin del pas y la tradicin de Paul Bowles y Bolao, de Borges y Conrad, de Arguedas y Rulfo; y tambin, claro, del pas de los mayas y de los ultrajados, de los aparecidos y los desaparecidos. Por-que Rodrigo Rey Rosa es un escritor que no se cansa de cruzar territorios y de acercar universos que parecen distantes.

    En 2004 Rey Rosa recibi el Premio Nacional de Literatura Miguel ngel Asturias como reconocimiento a su trayectoria; hace apenas unos meses le fue conferido, por similar razn, el Premio Internacional Jos Donoso. Mucho antes, en 1999, haba integrado el jurado del Premio Literario Casa de las Amricas cuando ambos, el Premio y Rey Rosa, tenan cuarenta aos. Recibirlo en la Casa como protagonista de la Semana de Autor de la que formaron parte los textos que siguen es una confirmacin de aquella apuesta.

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    Hace treinta y seis aos ya que puse pie por primera vez en Tnger. Se parece a Sicilia, con algo de Grecia y del sur de Espaa tambin, sin los camellos, iba pensando, semidormido, con la cabeza pegada a la ventana de un viejo autobs escolar que me llevaba, junto con una cincuentena de estudiantes norteamericanos, del aeropuerto de Boukhalef a la Escuela Americana de Tnger en su direccin de la rue Cristophe Colomb, que hoy tiene el nombre milyunanochesco de Harrn er-Rachid. Alamedas de sauces, lamos y cipreses romanos se sucedan unas a otras a orillas del camino entre pra-dos y colinas; las amapolas asomaban entre el trigo casi maduro, las adelfas anunciaban la humedad en los arroyos secos, y las palmas brillaban bajo el sol con el horizonte azul oscuro del Atlntico a lo lejos. No s por qu, todo esto me causaba una sensacin de bienestar, como si estuviera bajo el efecto de una droga, y ya en aquel somnoliento trayecto en ese autobs des-tartalado, despus del vuelo desde Nueva York, Tnger pareca hacer una promesa de aventuras. La mayora de los estudiantes eran neoyorquinos, pintores o fotgrafos en ciernes, pero en el grupo bamos tambin algunos aspirantes a escritor que que-ramos mostrar nuestro trabajo a un autor cuya imponente obra

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    yo haba comenzado a leer apenas tres o cuatro semanas antes de emprender aquel viaje, pero cuyo nombre los estudiantes pronunciaban con un respeto casi temeroso: Paul Bowles.

    Norman Mailer, el viejo sabelotodo y cascarra-bias, proclamaba en 1959, en su libro Adverti-sements for Myself: Paul Bowles opened the world of Hip. He let in the murder, the drugs, the incest, the death of the Square. Y el cido Gore Vidal, nada fcil en sus preferencias, deca en su introduccin a los Collected Stories, pu-blicados en 1979:

    Los cuentos de Paul Bowles estn entre los mejores que hayan sido escritos por un nor-teamericano [...]. As como Webster vio la ca-lavera debajo del cuero cabelludo, Bowles ha visto lo que se esconde detrs de nuestro cielo protector un interminable flujo de estrellas tan parecidas a los tomos de los que estamos hechos que, al percibir esta terrible infinitud, experimentamos no solamente horror, sino tambin familiaridad.

    Esa tarde, despus de una ligera refaccin en el comedor comn de la escuela y el discurso inaugural de algn profesor, los estudiantes fuimos designados a nuestros dormitorios, y creo que todos dormimos. El sueo que tuve durante mi primera siesta tangerina me pareci un buen presagio, aunque no fue particularmente placentero. Fue un sueo claro, y un cuarto de siglo ms tarde lo recuerdo vivamente. Fue un sueo del tipo que yo llamara de la presencia invisible, una clase de sueo que experimento con alguna frecuencia. Se trata de una escena es-ttica. El soador se encuentra en un cuarto idn-tico al cuarto en el que duerme. El sueo replica

    fielmente las circunstancias, la realidad del dur-miente. Pero de pronto hay una incongruencia: sin llegar a ver o a or nada extrao, el soador sabe que no est solo en el cuarto. Hay alguien ah, fuera de su campo de visin, en completo silencio. El soador se siente observado. Quiere volverse, hacer frente a la presencia, que podra ser hostil. Le faltan fuerzas para darse la vuelta (duerme contra la pared), e intenta abrir los ojos, pero tampoco logra levantar los prpados. En-tonces se da cuenta de que suea. Quiere gritar, pero ningn sonido sale de su boca se oyen a lo lejos las cigarras, el canto de un muecn, el silbar del viento. Por fin despierta, abre los ojos, se da la vuelta. El cuarto, en efecto, es idntico al del sueo. No hay nadie ah. Y sin embargo...

    Una tarde dos o tres das despus del aterrizaje, vimos por primera vez a Paul Bowles. Vena acom-paado de un marroqu alto, de cabeza redonda y erguida, un poco calvo. Atravesaban la gramilla de juegos que se extenda entre las aulas de la Escuela Americana y la residencia estudiantil, en uno de cuyos salones se llevara a cabo el supuesto taller de escritura. A sus setenta aos Bowles era un hombre delgado, con el pelo per-fectamente blanco, y de su frente se levantaba un mechn rebelde que brillaba un poco bajo el sol de las tres. Los dos caminaban deprisa pero muy dignamente. No recuerdo el atuendo del marroqu, que era el chofer y hombre de con-fianza de Bowles. El norteamericano vesta en diferentes tonos de beige y blanco, y llevaba unos anteojos de sol, con montura de carey oscuro y lentes negros, que le daban un aire distante y moderno, y haba en l una sequedad mineral, casi metlica pienso hoy. Present con cierto descorazonamiento que mis primeros intentos narrativos con su tono arcaizante un tono que

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    sin duda acusaba (o que yo quera que acusara) la influencia de Jorge Luis Borges no podran gustarle a este existencialista de lnea dura, como haba odo que se referan a Bowles mis colegas mayores.

    Creo que fue durante la primera sesin, pero pudo ser una semana ms tarde, cuando Bowles aclar que l no se consideraba un maestro, y que no crea que se pudiera ensear a escribir ficcin a nadie. Si haba accedido a dar este taller a pesar de su escepticismo, era porque el director de la escuela logr convencerlo de que haba gente dispuesta a pagar dinero para que l leyera unos manuscritos y emitiera su opinin sobre ellos, y eso era todo lo que se propona hacer. Y agreg que no lo habra hecho si no fuera porque en aquel momento ese dinero le caa muy bien, pues no era ni mucho menos un hombre rico. Alguien debi de preguntarle si no se haba enriquecido con sus libros. Lo cierto es que Bowles asegur que el xito literario de un libro (la nica clase de xito que deba importarle a un escritor serio) no poda asegurar ganancias monetarias, y aunque los libros a veces daban para vivir, no solan enriquecer a la gente que los escriba. Si alguno de ustedes est aqu porque cree que yo puedo ensearle a escribir best-sellers y que con eso va a ganar dinero, est en el lugar equivocado, se sonri.

    Para nuestros discursos de presentacin, nos pidi que incluyramos, adems del lugar de nacimiento y el tiempo que llevbamos de escri-bir en serio, nuestros autores o libros favoritos. No recuerdo a qu autores mencion adems de Borges, pero s recuerdo que a Bowles esto le llam la atencin. El que yo fuera guatemalteco, adems, hizo que al terminar la clase se me acer-cara para decirme en espaol que l haba viajado

    por Guatemala y por Mxico, y que si el ingls no era mi lengua materna, que escribiera en espaol, que l no tena dificultad para leerlo. Borges era tambin un autor de su predileccin, agreg, y lo lea en espaol y, como me enterara ms tarde, l haba hecho la primera traduccin de un cuento de Borges al ingls.1

    En la prxima sesin Bowles propuso que, en vez del saln de la residencia estudiantil, como lugar de reunin usramos su apartamento, que estaba cerca de la escuela. Ah podra ofrecer-nos una taza de t mientras discutamos nuestro trabajo, nos dijo, y creo que nadie se opuso a la idea. El chofer, que se llamaba Abdelouahaid, podra llevar a los ms viejos (la mayora de mis colegas de taller rebasaban la cincuentena) de la escuela al inmueble Itesa; los ms jvenes podamos ir a pie.

    El inmueble Itesa donde Bowles haba vivido desde los aos cincuenta y donde vivi hasta dos semanas antes de su muerte en 1999, a los ochen-ta y ocho aos estaba en las faldas de una colina entre terrenos baldos que recordaban el campo, con cabras y ovejas pastando aqu y all, pero un campo amenazado por las casas y edificios que brotaban ya por todos lados como una plaga de hongos. Era un edificio de factura italiana con suaves y amplias escaleras de mrmol que databa de los aos cincuenta. El apartamento de Bowles, a cuya puerta llam por primera vez una tarde a inicios del temible y santo mes de Ramadn, estaba en el cuarto y ltimo piso. Aunque ahora otros edificios ha