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1 SEÑOR, TU AMIGO ESTÁ ENFERMO Matilde Eugenia Pérez Tamayo Fundación Francisco y Clara de Asís

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SEÑOR,

TU AMIGO ESTÁ ENFERMO Matilde Eugenia Pérez Tamayo

Fundación Francisco y Clara de Asís

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Este es un libro dedicado especialmente a los enfermos y ancianos que tiene como objetivo el ayudarles a comprender y vivir su situación particular. Partiendo de unas palabras de la Carta de San Pablo a los Romanos, invita al lector a acoger su situación como un don de Dios -aunque ello no lo parezca a simple vista- que lo llevará a una mejor relación con Él,

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“Nos alegramos en el sufrimiento, porque sabemos que el sufrimiento nos da la paciencia,

y la paciencia nos hace salir aprobados, y al salir aprobados tenemos la esperanza

y esta esperanza nunca falla” (Romanos 5, 3-5).

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CONTENIDO A LOS ENFERMOS Y ANCIANOS 1. La vida, un don maravilloso

Hay que cuidar la vida 2. La enfermedad y la vejez, límites de la vida

El valor de la ancianidad 3. El sentido de la vida en la enfermedad

Sufrir con paz 4. Jesús y los enfermos

Oración de un enfermo 5. El enfermo y el anciano, otro Cristo

Oración por un familiar anciano o enfermo 6. La rutina de cada día

Derechos de los ancianos y enfermos 7. El milagro que no llega

Santificar el dolor 8. Creer, amar y esperar...

Oración de un anciano 9. La muerte, un paso obligado

El Juicio de Dios 10. Creo en la resurrección de los muertos

Cielo, purgatorio e infierno 11. Orar, medicina para el alma

Testimonio de una enferma 12. Es hora de perdonar y pedir perdón

Las perlas 13. La Confesión, sacramento de la paz

Para una buena Confesión 14. La Eucaristía, alimento para la Vida Eterna

Oración a Jesús en la Eucaristía 15. La Unción de los enfermos, unción de vida

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Oración desde mi enfermedad 16. María, la mejor compañera en tiempos de lucha y de

dolor Oración a Nuestra Señora de los dolores

17. San José, patrono de la buena muerte Oración a San José

18. Al oído de quienes cuidan y acompañan un familiar anciano o enfermo

ORACIONES

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A LOS ENFERMOS Y ANCIANOS

Queridos enfermos y ancianos: Este libro ha sido escrito especialmente para ustedes. Para ayudarles a comprender y a vivir, su situación particular, seguros y confiados en la presencia permanente de Dios que es amor y bondad, a su lado, y con la esperanza puesta en la felicidad que nos aguarda al final de nuestra vida. No es un libro para leer de corrido, sino para gustarlo lentamente, en la medida en que sus fuerzas se los permitan. Un libro para pensar y para orar. Un libro que aspira a ser su compañero de viaje, en este trayecto especialmente difícil de su camino, pero que puede llegar a ser, el más productivo de sus vidas. Tiene muchas oraciones que poco a poco les irán ayudando a sumergirse en Dios y a entregarle con fe y con esperanza, todas sus dificultades y dolores. Oraciones sencillas que todos pueden hacer suyas, expresión sincera y clara de su fe y de su amor. El enfoque general del libro parte de una premisa; unas palabras de San Pablo en su Carta a los Romanos, en las que el apóstol reconoce que para quienes creemos en Dios y en su bondad, cualquier situación de nuestra vida, por difícil que parezca, es don suyo, y puede llevarnos, si nosotros sabemos acogerla, a una mejor relación con Él, a una entrega más profunda a Él, porque como bien sabemos “en todas las cosas interviene Dios,

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para bien de los que lo aman”. (cf. Romanos 8, 28). Aunque algunas veces no lo parezca a simple vista, es una realidad de la que yo misma puedo dar testimonio. Espero que este trabajo que he realizado con amor, sea para ustedes verdadera ayuda en su dolor, y confirme su fe y su esperanza en el Señor Resucitado y en la gloria que nos aguarda junto a él.

La autora

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1. LA VIDA, UN DON MARAVILLOSO La vida es obra de Dios. Él es su Autor, su Creador, su Origen, su Principio, su Dueño y Señor. Dios es el Autor, el Creador de la vida en general, y también, por supuesto, de la vida humana, que es el grado más elevado de vida que conocemos. Por eso decimos que la vida, nuestra vida, es un regalo de Dios, un don que él nos da, y que es participación de su mismo ser, de su existir, de su vida sin fin. Dios nos da la vida y nosotros tenemos que recibirla, acogerla, hacerla crecer, y llevarla a la máxima realización, cada uno según sus posibilidades. Como obra de Dios, nuestro ser, nuestra vida, vale más que cualquier cosa en el mundo. El ser, la vida, de cualquier persona, de todas las personas – hombres y mujeres -, sea cual sea su condición particular y su situación específica. La vida humana es infinitamente valiosa aunque sea débil, aunque esté enferma, y aunque a simple vista parezca que no sirve para nada, que es inútil, que no tiene ningún sentido conservarla. La vida humana es infinitamente valiosa, y por eso se debe proteger y cuidar tanto la vida del niño que apenas empieza a formarse en el vientre de su madre, como la vida del joven que es promesa de futuro; la vida del adulto en la plenitud de sus fuerzas, y la vida del anciano

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que va ya en franco declive. Tanto la vida de quien está enfermo con una enfermedad pasajera, como la de aquel que se acerca a su final. La vida de quien goza de todas sus facultades humanas, físicas e intelectuales, como la de quien padece limitaciones de cualquier tipo. La vida del rico como la vida del pobre; la vida del sabio como la vida del ignorante; la vida de quien tiene prestigio y ha realizado grandes obras, como la de quien es, de alguna manera, un “dolor de cabeza” para la sociedad en la que se desenvuelve. La vida es de Dios y él es el único que tiene poder para darla y también para quitarla, siempre en su debido momento. Sólo Dios tiene poder sobre la vida; nosotros somos simplemente sus depositarios, sus administradores, sus cuidadores; cada uno de su propia vida, y también de la vida de los demás, particularmente de la vida de los más débiles y de quienes están bajo nuestra responsabilidad y cuidado. Decía Juan Pablo II:

“La vida del hombre es un don precioso que hay que amar y defender en cada fase. El mandamiento "No matarás", exige siempre el respeto y la promoción de la vida, desde su principio hasta su ocaso natural. Es un mandamiento que no pierde su vigencia ante la presencia de las enfermedades, y cuando el debilitamiento de las fuerzas reduce la autonomía del ser humano. Si el envejecimiento, con sus

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inevitables condicionamientos, es acogido serenamente a la luz de la fe, puede convertirse en una ocasión maravillosa para comprender y vivir el Misterio de la Cruz, que da un sentido completo a la existencia humana” (Mensaje de Cuaresma 2005 N.2).

HAY QUE CUIDAR LA VIDA

La vida es un regalo de Dios, y como tal, una oportunidad y un compromiso. Por eso, la vida es en sí misma valiosa, y hay que defenderla y cuidarla a como dé lugar. Defenderla y cuidarla para que llegue a ser lo que Dios imaginó al crearla, porque él es el único dueño de la vida, y por ende el único que puede disponer de ella. Hay que cuidar la vida; cada uno la suya propia, y todos, la vida de los demás, sin excluir a nadie. Cuando uno es mayor o está enfermo, cuidar la vida es: Aceptar que se vive un momento particular de la

existencia, que exige una manera especial de ser y de comportarse.

Aceptar las limitaciones propias de este momento, que son diferentes para cada uno.

Visitar el médico con la regularidad que exige la situación en que se está.

Seguir sus indicaciones respecto a lo que se puede

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hacer y lo que se debe evitar, cada uno según sus propias circunstancias.

Tomar los medicamentos que el médico recete, según sus indicaciones.

Alimentarse de manera sana y nutritiva. Hacer totalmente a un lado las costumbres que son

abiertamente perjudiciales para la salud, como beber licor y fumar;

Procurar mantenerse activo, cada uno según sus posibilidades físicas e intelectuales, para no morirse antes de tiempo;

No dejarse obsesionar por el hecho mismo de la enfermedad o de los achaques de la vejez, porque ello significa un nuevo motivo de sufrimiento.

Aprovechar la situación para estrechar los lazos familiares y crecer espiritual y afectivamente.

No se trata, ni mucho menos, de hacer nada extraordinario, nada que signifique prolongar un sufrimiento de manera indefinida, ni de mantener la vida de forma artificial, haciendo gastos escandalosos e inútiles. Es lo sencillo, lo natural, a lo que todos tenemos derecho. Cuidar la vida; la propia y la de los demás, es un modo de agradecer a Dios habérnosla dado. Absolutamente convencidos por la fe, de que nuestra vida humana no termina, sino que se transforma, y que la muerte que un día nos llegará a todos, irremediablemente, es un paso que tenemos que dar, en el momento oportuno, para llegar a la plenitud a la que hemos sido llamados desde el primer instante de nuestra existencia.

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2. LA ENFERMEDAD Y LA VEJEZ, LÍMITES DE LA VIDA

La vida humana es limitada. Lo sabemos de sobra y lo experimentamos a cada paso. Somos criaturas y esta es una de nuestras características esenciales: ser limitados. Muchas y muy diversas son las limitaciones de nuestra vida humana, pero ahora nos interesan dos muy concretas, porque son las que nos tocan más directamente, en este momento particular: la enfermedad y la vejez. Nadie puede escapar a ellas, a no ser que su vida en este mundo sea tan corta, que ni siquiera tenga tiempo de padecerlas. Como límites de la vida, la enfermedad y la vejez nos causan sufrimiento. Un sufrimiento que puede ser mayor o menor, según sus circunstancias, y también según la actitud que tomemos frente a ellas: una actitud de rechazo total, o una actitud de paciencia y aceptación de la realidad que no podemos cambiar, pero sí podemos manejar con optimismo y buena disposición. La vejez es el resultado natural de la vida. Nacemos, crecemos, maduramos y envejecemos. Si no llegamos a la vejez es, simplemente, porque morimos antes de alcanzarla. Y lo mismo ocurre con la enfermedad. Nuestro cuerpo se desgasta y sus capacidades se disminuyen en uno u otro sentido. Algunas veces se puede recuperar y otras no; algunas veces esta recuperación es total y otras sólo parcial; unas veces es una recuperación lenta y otras rápida; en fin.

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Frente a lo que no podemos evitar, la actitud adecuada es la aceptación. “Aceptar” significa, según el diccionario: recibir, aprobar, dar por bueno, admitir, conformarse. Y en el plano espiritual, también: consentir, acoger, asumir. “Aceptar” es un verbo activo, no pasivo, y como tal implica la voluntad. Aceptar la enfermedad y la vejez es:

• Acogerlas y asumirlas con naturalidad, sin darle más importancia de la que en realidad tienen.

• Acogerlas, asumirlas y disponernos a vivir con ellas, sin que su presencia nos mortifique más allá de lo normal, sin que disminuya nuestro gozo de vivir.

• Esforzarnos por darles un significado especial, más allá del que tienen en sí mismas.

• Enfrentarlas como una posibilidad de bien, una oportunidad para crecer espiritualmente.

Aceptar la enfermedad y la vejez abre para nosotros la posibilidad que nos dice el apóstol Pedro en su Primera Carta:

“Vivan alegres, aunque quizá sea necesario que durante un poco de tiempo pasen por muchas pruebas. Porque su fe es como el oro: su calidad debe ser probada por medio del fuego. La fe que resiste la prueba vale mucho más que el oro, el cual se puede destruir. De manera que la fe de ustedes, al ser así probada, merecerá aprobación, gloria y honor, cuando Jesucristo se manifieste de nuevo.” (1 Pedro, 1, 6-7)

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EL VALOR DE LA ANCIANIDAD Mirada desde la fe cristiana, la ancianidad, aparte de ser un hecho natural, una circunstancia propia de nuestra vida en el mundo, es también un momento privilegiado, porque permite que afloren en nosotros diversas capacidades espirituales, diversas cualidades, que representan un aporte significativo a nuestra condición humana, y a la sociedad de la cual formamos parte. Muchas veces unimos la vejez a lo que en lenguaje coloquial llamamos “chocheras”, y nos olvidamos de lo verdaderamente importante. La ancianidad no son enfermedades, achaques y desaciertos; la ancianidad es un cúmulo de experiencias vividas que representan un tesoro de sabiduría, y que nos constituye como verdaderos “maestros y testigos” de quienes están a nuestro alrededor. Además, la ancianidad nos permite, en cierto sentido, dejar a un lado las preocupaciones materiales de la vida, y dedicarnos a enriquecer nuestro espíritu, nuestra relación de intimidad con Dios, en quien se fundamenta nuestro ser, y es razón de nuestra esperanza. Dice un autor cristiano: “La vejez, que debilita el cuerpo, rejuvenece el alma. La felicidad y la alegría del anciano no pueden apoyarse en las fuerzas físicas, sino, principalmente, en los gozos del espíritu, tanto en el plano afectivo como en el intelectual, y en nuestro caso, en el espiritual. Lo más importante

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para nosotros es la concepción cristiana de la ancianidad como antesala del Reino de Dios, como preparación y noviciado para aquella convivencia, aquella residencia no de ancianos, sino de enteramente jóvenes, donde residiremos para siempre...” Nuestra vida, aquí en el mundo, tiene un límite, y es como un capital que vamos gastando día tras día, pero nuestro ser espiritual crece continuamente y se prolongará en la eternidad sin fin. La ancianidad es un tiempo de crecimiento espiritual, en busca de la plenitud, que alcanzaremos en nuestro encuentro con Dios. Un tiempo para cultivar el alma, con buenas lecturas. Un tiempo para hablar con Dios, sin prisas, sin palabras, sin muchas razones, pero sí con mucho amor. Llegar a viejos es un regalo de Dios, una oportunidad inmensa que su amor nos ofrece: para serenar nuestro espíritu y orientar nuestro ser

entero a él; para dejar atrás todo lo que nos ha llevado por caminos

equivocados y rectificar nuestro comportamiento; para renovar nuestra vida entera; para comunicar nuestras experiencias vitales, y enseñar

a otros a vivir, a crecer, a ser lo que tienen que ser. Llegar a viejos es una oportunidad que Dios nos da para poner nuestros ojos y nuestro corazón donde deben estar, mirando hacia donde deben mirar, y ocupándose en lo que deben ocuparse, porque definitivamente es lo más importante.

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3. EL SENTIDO DE LA VIDA EN LA ENFERMEDAD

Aunque el sufrimiento, cualquiera que sea, no es deseable, porque Dios nos creó para que seamos felices y no quiere que nadie sufra, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el sufrimiento no es, de ninguna manera, un sinsentido de la vida. Todo lo contrario. En muchas ocasiones se convierte, contra todos los pronósticos, en un elemento de su valor y de su fuerza. Sin querer "divinizar" el dolor, podemos afirmar que también cuando sufrimos nuestra vida es una gran oportunidad y está llena de posibilidades, muchas de las cuales pueden provenir, aunque parezca raro, del mismo sufrimiento. Y es que el sufrimiento, ya sea físico o espiritual, cuando se mira con sencillez y buen ánimo, le da a la vida humana una nueva dimensión, una dimensión que está más allá de ella misma, que la trasciende, que la eleva a una mayor dignidad, y que puede incluso, llegar a prolongarla, porque le proporciona una finalidad, un para qué. Lo constató personalmente el doctor Víctor Frankl, médico siquiatra judío, que vivió en un campo de concentración nazi, y nos da su testimonio en su libro "En busca de sentido". Después de compartir con muchas personas en los campos de exterminio, durante largos años, observar su comportamiento en circunstancias tan difíciles, y

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finalmente salir de este infierno, el doctor Frankl pudo afirmar que el hombre no puede vivir así, sin más, sino que necesita dar a su vida una razón, un sentido, un propósito, un para qué, aún en medio de las circunstancias más difíciles, si quiere ser de verdad dueño de su destino. Los prisioneros que a pesar de las condiciones extremas de un campo de concentración, mantuvieron sus ideales, no cesaron de pensar en lo que harían cuando salieran de aquel lugar, y trabajaron para conseguirlo, fueron quienes lograron sobrevivir más tiempo, y también quienes, una vez en libertad, pudieron superar más rápidamente las heridas espirituales que les causaron la prisión y las humillaciones de que fueron objeto, y recuperar su vida. Aunque en nuestra sociedad, los enfermos y los ancianos, son considerados como personas débiles, limitadas, e incapaces, es importante que quienes estamos en esta situación, no nos veamos a nosotros mismos así, no nos sintamos así, y por lo tanto, no nos marginemos voluntaria y automáticamente de la realidad en la que estamos inmersos. Aún estamos vivos y tenemos que seguir adelante con entusiasmo y alegría, en la medida de lo posible. Tenemos que darle un sentido especial a nuestra condición actual, una finalidad concreta que nos ayude a no desfallecer, a continuar viviendo, a pesar de las circunstancias y por encima de ellas. Nos lo pide nuestra fe cristiana, nuestra fe en Jesús, que ofreció su vida entera y su propia muerte, por nuestra salvación. Nos lo pide y también nos proporciona las

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herramientas que necesitamos para hacerlo. Si, por ejemplo, le ponemos una intención concreta a nuestros sufrimientos de cada día: a los dolores físicos, a la soledad, a la incapacidad para hacer lo que nos gusta, a los trabajos que causamos a otras personas, al trato que recibimos, y que muchas veces por nuestra sensibilidad enardecida por nuestra misma situación, nos hace sentir mal, es absolutamente seguro que el sufrimiento que todo esto nos causa se verá disminuido enormemente. El propósito, la intención, desvía nuestro pensamiento del dolor mismo, y nos hacen darle más valor a lo que buscamos y deseamos entregándoselos a Dios, que a lo que sentimos en el cuerpo y en el alma.

• No podemos trabajar y ayudar económicamente a nuestra familia, pero podemos alcanzar para ella bienes espirituales que son infinitamente mayores.

• Alguien que amamos está pasando por un

momento difícil y por nuestra situación no podemos apoyarlo de una manera tangible, pero sí elevar una oración y conseguir la ayuda de Dios para él o para ella.

• Hay una necesidad urgente en nuestro país o en

el mundo... Nosotros podemos ofrecer a Dios las incomodidades que padecemos por nuestra condición, para que dicha necesidad sea satisfecha adecuadamente y lo más pronto posible, por quienes tienen la responsabilidad de hacerlo.

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• También podemos acompañar con nuestros sufrimientos físicos y espirituales, a las personas que, a lo largo y ancho del mundo, padecen a causa de las catástrofes naturales que cada día suceden en cualquier lugar.

• ¿Somos jóvenes y un accidente truncó nuestros

planes profesionales? Entonces podemos proyectar nuestro ser y nuestra vida, más allá de lo material de este mundo, y crecer en espiritualidad, en trato constante con Dios, en ser modelos de paciencia para quienes nos rodean, en ser ejemplo de alegría para nuestros familiares y amigos, en ayudar a otros que se encuentran en nuestra misma situación, en fin.

Cada cual conoce su condición y sabrá encontrar lo que puede hacer para dar significado a su sufrimiento particular. Lo importante es no perder la oportunidad de hacerlo.

SUFRIR CON PAZ

Se puede sufrir con miedo, con rabia, con desesperación. Y también se puede sufrir con valor, con fe, con esperanza... Se puede sufrir con odio, con rencor, con deseos de venganza en el corazón. Y también se puede sufrir con amor, con humildad,

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pacientemente... Se puede sufrir haciendo reclamos, llamando la atención sobre sí mismo, adoptando el papel de víctima, y exigiendo consideraciones y cuidados especiales. Y también se puede sufrir en silencio, con sencillez, sin pedir nada en compensación... Se puede sufrir llorando, quejándose de todo, con amargura, compadeciéndose a sí mismo. Y también se puede sufrir con la sonrisa en los labios, sin quejas ni lamentos inútiles, con el corazón alegre y en paz... Se puede sufrir haciendo a los otros responsables de nuestro dolor. Y también se puede sufrir aceptando y asumiendo el dolor como algo normal, sin acusar a nadie... Se puede sufrir peleando insistentemente contra el dolor, rechazándolo, rebelándose, mirándolo como un castigo inmerecido. Y también se puede sufrir aceptando el dolor como un medio de purificación interior, o pensando en el dolor de otros, infinitamente mayor... Se puede sufrir con la idea de que el dolor es algo negativo, inútil, frustrante, en una palabra, tiempo perdido. Y también se puede sufrir recibiendo el dolor como una oportunidad, aprovechándolo para crecer como personas, espiritualmente, y ofreciéndolo a Dios Padre, en unión de Jesús, por la salvación personal y por la

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salvación de todos los hombres y mujeres del mundo. Cuando se sufre con miedo, con rabia, con desesperación, con odio, haciendo reclamos, exigiendo consideraciones especiales, llorando, quejándose con amargura, haciendo a otros responsables de nuestro dolor, peleando contra él, rebelándonos, mirándolo como un castigo inmerecido, con la idea de que el dolor es inútil y frustrante...

El dolor crece, se hace más pesado, más difícil de soportar, más doloroso, más limitante de lo que es en realidad; algo imposible de comprender y también imposible de aceptar. Cuando se sufre con valor, con fe, con esperanza, con amor, con humildad, pacientemente, en silencio, con sencillez, sin buscar compensaciones, con la sonrisa en los labios, sin quejas ni lamentos, con el corazón en paz, aceptando y asumiendo el dolor como algo normal, sin acusar a nadie, pensando en el dolor de otros, aprovechando el dolor para crecer como personas, y ofreciéndolo a Dios Padre, en unión con Jesús, por la salvación de todos los hombres y mujeres del mundo...

El dolor se suaviza, duele menos, se hace más

fácil de llevar, se puede comprender y aceptar como es, porque adquiere un sentido, una finalidad que va más allá del dolor mismo. Todos tenemos que sufrir. Todos sufrimos. Pero cada uno escoge cómo quiere sufrir.

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(Tomado del libro “Sanar el corazón” de Matilde Eugenia Pérez Tamayo. Ediciones paulinas, Bogotá D.C., 2003, páginas 67-68)

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4. JESÚS Y LOS ENFERMOS

Los cuatro Evangelios nos muestran con toda claridad, en diversos pasajes, la preocupación que Jesús tenía frente a los enfermos y su actitud siempre compasiva con ellos. La mayor parte de sus milagros, tuvo como destinatarios directos a muchas personas enfermas. Jesús curó a la suegra de Pedro que estaba en cama y padecía fiebre; a la mujer que tenía flujo de sangre desde hacía doce años; a la hija de la mujer siro-fenicia que padecía ataques; a Bartimeo que era ciego de nacimiento; al criado del centurión romano; a los diez leprosos que encontró en su camino hacia Jerusalén y a dos ciegos que pedían limosna a la salida de la ciudad de Jericó; a la mujer encorvada que vio en la sinagoga de Cafarnaún; al paralítico que sus amigos descolgaron por el techo de la casa donde él estaba enseñando; al hombre de la mano paralizada; al endemoniado epiléptico; al tartamudo sordo; al paralítico que permanecía cerca de la piscina de Siloé, y a muchísimos enfermos más. Y como si esto fuera poco, revivió a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naín, y a su amigo Lázaro. En el Evangelio de san Lucas leemos:

“Saliendo de la sinagoga entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con mucha fiebre, y le rogaron por ella. Inclinándose sobre ella conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó; ella, levantándose al punto, se puso a servirles. A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo

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él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba.” (Lucas 4, 38-40)

Jesús sentía en lo más profundo de su corazón, que compadecerse de las personas que veía sufrir, era parte importante de su misión de Mesías – Salvador, enviado al mundo por Dios Padre, para luchar contra el mal en todas sus formas, y para vencerlo definitivamente. Fue precisamente esto lo que dijo a los discípulos de Juan Bautista cuando le preguntaron en su nombre, quién era y a qué venía. Nos lo refiere san Mateo en su Evangelio:

“Juan, que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a sus discípulos a decirle: - ¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro? Jesús les respondió: - Vayan y cuenten a Juan lo que oyen y ven: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva...” (Mateo 11, 2-6)

Jesús se compadecía de todos aquellos a quienes veía sufrir por la enfermedad o por la muerte, enjugaba cariñosamente las lágrimas de sus ojos, y con un gesto sencillo o una palabra aparentemente simple pero profundamente elocuente y llena de fe y de confianza en su Padre, cambiaba su dolor en gozo, su tristeza en alegría, movido por su amor y con su poder de Dios.

“Y sucedió que a continuación Jesús se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaban a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un

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muerto, hijo único de su madre que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla, el Señor tuvo compasión de ella, y le dijo: - No llores. Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaba se pararon, y él dijo: - Joven, a ti te digo: Levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre” (Lucas 7, 11-15).

Esta actitud de Jesús nos muestra que el sufrimiento, cualquiera que sea, no es de ninguna manera deseable, y también, que no existe un nexo directo entre el sufrimiento - y más concretamente la enfermedad - y el pecado, como muchos creían en aquel tiempo, y como muchos piensan todavía hoy. Pero Jesús fue más allá. Afirmó en varias ocasiones, que el sufrimiento, cuando es aceptado y vivido con fe, puede convertirse en una bienaventuranza, en un motivo de alegría y esperanza, porque prepara a quien lo padece con fe y con amor, para acoger el Reino de Dios que él vino a instaurar en el mundo, el reinado de Dios en el corazón de cada hombre y de cada mujer y en el mundo entero. Recordemos sus palabras al comienzo del Sermón de la Montaña:

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados... Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos... Bienaventurados serán cuando los injurien y los persigan y digan con mentira toda clase de mal

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contra ustedes por mi causa. Alégrense y regocíjense porque su recompensa será grande en los cielos...” (Mateo 5, 5. 10-12).

Y también dijo, que el sufrimiento es una situación, una circunstancia de la vida de los seres humanos, en la que se revela de modo especial la gloria y el poder de Dios, y su amor infinito por cada uno de nosotros:

“Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta; María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decirle a Jesús: - Señor, aquel a quien tú quieres está enfermo. Al oírlo Jesús, dijo: - Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan 11, 1-4).

Cuatro días después de recibir el mensaje, según nos dice el evangelista, Jesús se dirigió a Betania; cuando llegó encontró que Lázaro ya había muerto, y que, como era costumbre, ya había sido sepultado. Frente a la tumba de Lázaro Jesús lloró por su muerte, porque Lázaro era su amigo, pero luego, ante el asombro de todos los presentes, lo revivió. Esta resurrección de Lázaro desencadenó dos acontecimientos que fueron definitivos para Jesús: en primer lugar, mucha gente creyó en él, y en segundo lugar, como consecuencia de esto, los fariseos y los sumos sacerdotes, confirmaron su decisión de llevarlo a

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muerte (cf. Juan 11). Todo esto que Jesús hizo en su tiempo, lo hace también hoy con cada uno de nosotros. Aunque no podamos verlo ni tocarlo, Jesús está con nosotros, a nuestro lado, en nuestra enfermedad y en nuestra vejez; acompañándonos, guiándonos, protegiéndonos, cuidándonos, fortaleciéndonos. Nos lo dice la fe. No hace falta que realice un milagro y nos cure; muy bueno si éste ocurre - ¡y puede ocurrir! -, pero no es lo importante. Lo realmente importante, lo fundamental es que Jesús está con nosotros y nos comunica su amor y su fuerza para que podamos vivir con paciencia y buen ánimo todos nuestros padecimientos grandes y pequeños, y al hacerlo, vamos preparándonos para el encuentro con Dios, al final de nuestra vida en el mundo.

ORACIÓN DE UN ENFERMO

Señor Jesús, estoy delante de ti, con todos mis sufrimientos y dolores. Tú los conoces y sabes que son mi pan de cada día y cada noche. Es difícil para mí, Señor, vivir en paz y con amor, esta etapa de mi vida. Sentir que a pesar de ella, sigo siendo un ser humano íntegro, y que, por lo tanto, debo aceptarla y acogerla con amor, como parte importante de mi ser.

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Por eso, Señor, acudo a ti, creyente y confiado, para ponerla en tus manos y pedirte que me ayudes a darle un sentido y un valor especiales. El valor y el sentido que tú, dueño de la vida, le has dado, y que yo debo acoger y desarrollar según mi situación personal. Quiero, Señor, que nada de lo mucho que siento y de lo poco que puedo realizar, se desperdicie por mi indiferencia o por mi cobardía. Te entrego, Señor, los sufrimientos de mi alma: los sentimientos de soledad, de miedo, de tristeza, de angustia y de abandono, que me agobian y me hacen decaer hasta el punto de desear la muerte para que todo termine. Te entrego los dolores de mi cuerpo físico, que me ponen en visible desventaja frente a los demás, con todo lo que esto significa para mí, que antes era fuerte y muy capaz. Te entrego los años que he vivido, y todas y cada una de mis realizaciones, lo que antes hacía y ya no puedo hacer, lo que era para mi familia y para la sociedad y ya no soy; y te entrego también los días, meses, o años, que me faltan por vivir, aquí en este mundo. Voy a seguir viviendo con fe y con entusiasmo,

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con alegría y decisión, hasta el último instante de mi vida. Porque estoy seguro de que la vida es un don tan grande, que es imposible poner en ella una mirada sombría. Porque estoy convencido de que si todavía estoy aquí en el mundo, es porque tú lo quieres. Porque sé con absoluta certeza, que lo que me falte por vivir en medio de los míos, es un regalo para ellos y para mí, y una oportunidad para amarte y bendecirte. Amén.

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5. EL ENFERMO Y EL ANCIANO, OTRO CRISTO Sin duda alguna, tener una persona enferma o anciana en nuestro hogar y compartir con ella la cotidianidad, trae para la familia y para cada una de las personas que la conforman, incluyendo al mismo enfermo o anciano, momentos difíciles en todos los sentidos: trabajos, angustias, temores, en muchos casos problemas económicos, en otros dificultades en la convivencia, en fin; todos nosotros podemos confirmarlo. Esto sucede porque la enfermedad y la vejez significan en sí mismas dolor, debilidad, imposibilidad de valerse por sí mismo, limitaciones físicas y mentales, necesidades especiales en todos los órdenes, y ello produce en quien lo padece, sentimientos de frustración e inseguridad, tristeza, angustia, miedo, y una sensibilidad exacerbada que puede dar lugar a momentos y situaciones complicados. Sin embargo, para quienes tenemos fe, para quienes creemos en Jesús de Nazaret, en su amor preferencial por los pobres y los débiles, en su dedicación y su ternura para con los enfermos y con todos los que sufren, y también en su pasión y su muerte salvadoras, estas mismas circunstancias pueden ser - y lo son, aunque suene extraño decirlo -, profundamente enriquecedoras; señales claras y concretas de la presencia permanente, misteriosa pero real, de Jesús resucitado en nuestro mundo y en nuestra historia. Basta que las miremos no con los ojos del mundo, con nuestros ojos humanos que sólo ven las apariencias, sino con los ojos de la fe, con los ojos del corazón, que

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van mucho más allá. Cuántas veces una persona enferma ha hecho – aún sin darse cuenta - que los miembros de su familia, que antes vivían alejados unos de otros, lleguen a unirse por su amor común a ella. Cuántas veces una mamá anciana, ha convocado en torno a su persona débil y limitada, pero llena de calor humano y de amor sincero y profundo, a sus hijos distanciados por acontecimientos sin importancia. Cuántas veces, la enfermedad grave y la muerte prematura de un niño, han hecho que sus padres se necesiten más el uno al otro, y fortalezcan su relación de pareja y su amor conyugal. Dios tiene maneras muy especiales – a veces inusitadas e incomprensibles a primera vista - de decirnos lo que nos quiere decir, de llevarnos por el camino que nos quiere llevar En todos estos casos, Jesús crucificado se manifiesta vivo en la persona del anciano o del enfermo, y se convierte en fuente de gracia y de salvación para quienes viven a su alrededor: una llamada de atención, una ocasión para reparar ofensas, una posibilidad para perdonar de corazón, una oportunidad para mostrar el amor, en fin… Sólo hacen falta tener ojos para ver y oídos para oír, y una fe profunda para creer y actuar en consecuencia. En la Encarnación, Jesús asumió en su propio ser, en su persona, todas nuestras limitaciones, y al hacerlo, les dio un sentido nuevo, las santificó. Por eso podemos decir, que, a pesar del tiempo, Jesús está presente en medio de nosotros y con nosotros, en todas las circunstancias de nuestra vida, particularmente en aquellas que nos

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hacen más débiles y nos causan sufrimiento. Jesús sufre con nosotros en la enfermedad, Jesús padece con nosotros en la vejez, Jesús siente en su corazón delicado todos y cada uno de nuestros dolores, de nuestras angustias, de nuestras penas. Por eso, precisamente, cuando alguien está enfermo, Jesús está en él de un modo especial. Está en él, está con él, lo acompaña en su dolor, padece con él, y simultáneamente, se hace presente para la familia del enfermo o del anciano, comparte su tristeza y le comunica gracias especiales. Es una resonancia de toda su historia de amor con nosotros. Jesús sufre en la persona del enfermo o del anciano, acompaña a sus familiares en su tristeza y en sus miedos, y a la vez, hace posible que de su presencia nazcan gracias particulares para unos y para otros, según las necesidades de cada uno. Esto es lo que debemos ver, lo que debemos mirar cuando convivimos con alguien que sufre, y cuando sufrimos nosotros mismos. La fe en Jesús muerto y resucitado destruye la negatividad del sufrimiento y lo convierte en fuente de vida y de salvación. Tenemos que estar atentos a estas circunstancias para sacar de ellas el provecho debido, para crecer espiritualmente, para hacernos cada vez más humanos y también más cristianos. Recordemos lo que dice San Pablo en su Carta a los Romanos: “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que lo aman.” (Romanos 8, 28)...

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¡Todas las cosas!… incluso el dolor… incluso la muerte… ¡Todo!… desde lo más pequeño hasta lo más grande… Lo que vemos claramente y lo que ni siquiera imaginamos… Es cuestión de mirarlo con los ojos de la fe que son los mismos ojos de Dios, los ojos del amor… Mirarlo, sentirlo, y vivirlo todo con fe, con esperanza, con plena confianza en la bondad y en el amor del Señor. El enfermo y el anciano merecen todo nuestro respeto. Respeto, delicadeza, cuidados espirituales y materiales. Es deber de quienes estamos a su alrededor, tratarlos como trataríamos al mismo Jesús, con total reverencia. Estar pendientes de sus necesidades, en la medida de lo posible, darles todo el amor que necesitan, y disculpar, por qué no, sus indiscreciones y sus reacciones equivocadas, fruto de su situación de debilidad.

ORACIÓN POR UN FAMILIAR ENFERMO

Amado Jesús, unidos en oración, queremos pedirte hoy, que nos des la gracia de verte, escucharte, servirte y amarte, en la persona de nuestro familiar enfermo (o anciano). Haznos, Jesús, sensibles a su sufrimiento físico y a su sufrimiento espiritual, a sus debilidades y sus limitaciones, a sus angustias y sus temores, a sus sentimientos de soledad y de fracaso, a sus desconciertos y sus incapacidades.

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Comunícanos el don de poder ayudarle con generosidad y buen ánimo, con nuestro cariño, con nuestro respeto, y sobre todo, con nuestra atención solícita y delicada a todas sus necesidades. Danos una mirada limpia que nos permita ver tu rostro en el suyo; una mirada cálida que le permita a él, ver en nuestros ojos la sinceridad de nuestras acciones y palabras. Danos, Jesús, un corazón amable y comprensivo, que te ame y te sirva en él y a través de él, con un amor cada vez más sincero y más profundo. Haznos pacientes e inteligentes, para saber enfrentar con sencillez y disponibilidad, sus momentos difíciles. Haznos humildes de tal manera, que seamos capaces hacer caso omiso de sus impertinencias, cuando las tenga. Queremos hacerlo todo con una intención especial: agradecer con nuestro amor y nuestros cuidados, todo lo que de esta persona (papá, mamá, abuelo o abuela, esposo o esposa, hijo o hija, hermano o hermana), hemos recibido a lo largo de nuestra vida;

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todo lo que tú nos has dado a través de ella, y en general, los dones infinitos de tu amor y tu bondad, la salvación y la Vida eterna. Estamos seguros de que tú habitas en su corazón como habitas en el nuestro, y queremos honrar tu presencia viva en él; tu presencia que nos invita a amarte y servirte en los hermanos, de un modo especial en quienes sufren. Amén.

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6. LA RUTINA DE CADA DÍA Una de las quejas más frecuentes cuando estamos enfermos o cuando somos ancianos, es que la vida que vivimos es rutinaria. Todos los días parecen iguales, son iguales. No sucede nada distinto, nada especial. Nada que cambie nuestra realidad, nada que nos dé esperanzas de que muy pronto volveremos a ser lo que éramos antes, a tener las energías que teníamos antes, a hacer lo que hacíamos, a ocupar el lugar que teníamos en la sociedad y en la familia. Y esa rutina nos va insensibilizando, nos va adormeciendo, querámoslo o no, con todas las consecuencias que ello trae para nuestra salud física y para nuestra salud mental. Con lo que significa para nuestra misma condición de enfermos y de ancianos. Rápidamente perdemos el interés, el entusiasmo, la alegría de existir, y nos sumergimos en el desánimo, en la tristeza, en la depresión, grandes enemigos de nuestro bienestar, y que pueden llevarnos incluso al sinsentido de nuestra existencia. En la rutina y por ella, todo va quedando reducido a su más mínima expresión y con gran peligro de desaparecer en el momento menos pensado. La rutina insensibiliza. La rutina paraliza. La rutina destruye lo que encuentra a su paso. ¡Pero nosotros no podemos dejarnos destruir! ¡No podemos dejarnos hundir en el vacío de la nada! ¡Nosotros tenemos que darle sentido y valor a lo que ahora somos, a lo que ahora tenemos! ¡Porque la vida siempre merece la pena vivirse… y

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vivirse lo mejor posible…! Los Evangelios nos cuentan que Jesús predicó 2 años y medio ó 3 años, y en ellos recorrió su pequeño país, alternando la oración, el trato con los discípulos, y el anuncio del Reino de Dios a la gente que encontraba en su camino, con alguna actividad que le permitía subsistir, y que muy seguramente fue la pesca, al lado de Pedro y de Andrés, Santiago y Juan, que eran pescadores. Pero antes de estos tres años Jesús vivió cerca de 30 años en Nazaret, primero junto a sus padres, María y José, y luego, solo con María, trabajando como artesano para procurarse un sustento. Treinta años de oscuridad, de silencio, de rutina, en un pueblito alejado y muy pequeño, que ni siquiera salía en los mapas, y que no se menciona en el Antiguo Testamento. Y lo mismo ocurrió con María. Llevó una vida sencilla, pobre, sin sorpresas, sin grandes obras. Una vida semejante a la de cualquier mujer de aquel entonces, a quien simplemente le correspondía realizar los quehaceres de la casa y atender al esposo y a los hijos. Nosotros, en nuestro tiempo, estamos inclinados a buscar grandes obras, a pretender grandes cosas, a distinguirnos, a conseguir dinero, a tratar de posicionarnos dentro de la sociedad a la que pertenecemos, y hemos olvidado las cosas simples, las cosas sencillas, la rutina de cada día, que también tienen importancia y valor. Por eso cuando nos vemos reducidos en nuestras

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actividades por una enfermedad que llega de repente, o simplemente porque nos hacemos viejos y somos reemplazados por otros, sentimos como si la vida se nos hubiera acabado, como si ya nada tuviera sentido. Entonces perdemos los ánimos y simplemente nos dejamos llevar… No vivimos, “vegetamos”. Jesús y María nos dan una enseñanza importantísima. Cuando ponemos nuestra vida en manos de Dios, cuando la vivimos como él quiere que la vivamos, cuando creemos en su amor y esperamos su misericordia, no interesan las grandes realizaciones. No interesa conseguir poder, dinero, fama. La vida vale por sí misma; porque proviene de Dios; porque es un regalo de Dios, una participación de su misma vida, y todo lo que viene de Dios tiene sentido y valor, aunque parezca pequeño. Nuestra vida, la vida de todos y de cada uno de los hombres y mujeres del mundo… su vida, la de cada uno de ustedes, vale muchísimo… vale mucho más de lo que cualquiera de nosotros puede imaginar, aunque sea una vida débil porque tiene ya muchos años, o una vida limitada por la enfermedad; una vida pobre en realizaciones humanas; una vida que “no produce”, que no sobresale, que no reporta ninguna utilidad, porque es una vida “cansada”, una vida que se consume como una vela encendida. ¿Cómo podemos sacar nuestra vida de enfermos y

ancianos, de la rutina que la destruye? ¿Cómo podemos darle un sentido y un valor, en nuestra

debilidad y con nuestras limitaciones?

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La respuesta es sencilla. Simplemente, viviéndola con conciencia, es decir, haciéndonos conscientes de lo que significa existir, en oposición al no ser, a la nada. Por difícil que sea nuestra vida hoy o haya sido en el pasado, vivir vale la pena. De eso estamos completamente seguros. Vivir nuestra vida con conciencia quiere decir, dándole importancia a cada instante, a cada situación, buena o mala, alegre o triste, y poniéndole también una intención, ofreciéndola por alguien o por algo. Teniendo en la mente y en el corazón la clara certeza de que esta dificultad que atravesamos es pasajera, que por larga que sea, no durará siempre. Un día todo cambiará y alcanzaremos lo que Dios nos prometió: la vida sin fin junto a él… ¡Y eso es mucho más importante que todo lo demás!... Eso da sentido y valor a todo lo que ahora sufrimos, a nuestros dolores, a nuestra tristeza, a nuestra soledad, a los sentimientos de inutilidad y dependencia que experimentamos; en fin. Y sobre todo, podemos sacar nuestra vida de la rutina, disfrutando de lo que todavía tenemos, de lo que todavía gozamos, de lo que todavía somos: poder hablar, poder ver, poder reír, poder cantar, poder escuchar, tener un lugar dónde vivir, tener nuestras necesidades básicas satisfechas, tener una cama dónde descansar; las personas que nos quieren, las visitas que recibimos, la familia. Infinidad de cosas… muchas más de las que a primera vista apreciamos. Cada uno sabrá reconocer aquello de lo que dispone en sus circunstancias particulares y muy propias.

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DERECHOS DE LOS ENFERMOS

Y DE LOS ANCIANOS Los enfermos y los ancianos, tenemos derecho: A ser tratados como personas humanas, hasta el

último instante de nuestra vida. A mantener un sentimiento de esperanza, sea cual

sea nuestra situación particular. A ser cuidados por aquellas personas que sean

capaces de respetarnos como somos. Los enfermos y los ancianos, tenemos derecho: A expresar nuestros sentimientos y emociones frente

a nuestra enfermedad y a nuestra vejez, según nuestra propia manera de ser y de pensar.

A participar en las decisiones que se relacionen con nuestra situación particular, en la medida de nuestras capacidades intelectuales.

A una atención médica continua y suficiente según nuestras necesidades, y sin que ello signifique una prolongación innecesaria y artificial de nuestra vida.

Los enfermos y los ancianos, tenemos derecho: A ser informados del estado en que nos

encontramos, con respeto y de manera progresiva, evitándonos los sufrimientos inútiles.

A rechazar los tratamientos extraordinarios que no garanticen una mejoría de nuestra situación.

A no ser sometidos a tratamientos experimentales o de investigación, sin nuestro pleno consentimiento.

A ser aliviados de nuestros dolores físicos, con las medicinas apropiadas.

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Los enfermos y los ancianos, tenemos derecho: A expresar nuestros miedos, nuestras dudas,

nuestros deseos y necesidades, según nuestra propia manera de ser.

A contar con el apoyo y consuelo necesarios, de parte de nuestros familiares y de las personas que trabajan en la salud.

A prepararnos para la muerte como nos parezca más conveniente y según nuestras creencias religiosas.

A todos los recursos espirituales que puedan ayudarnos en esta etapa especial de nuestra vida.

Los enfermos y los ancianos, tenemos derecho: A morir en paz, con dignidad, y acompañados por

nuestra familia. A que la dignidad de nuestro cuerpo sea respetada

después de nuestra muerte.

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7. EL MILAGRO QUE NO LLEGA

Nos cuenta el Evangelio de San Mateo, que en una ocasión, Jesús se fue hacia la región de Tiro y de Sidón, y que estando allí se acercó a él, abriéndose paso entre la gente que lo seguía, una mujer cananea que gritaba diciendo: “¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está endemoniada”. Pero Jesús siguió caminando y no le respondió nada. Los discípulos viendo que la mujer no se cansaba de gritar y seguía detrás de la multitud, se acercaron a Jesús y le dijeron: “Concédele lo que te pide, porque viene gritando detrás de nosotros”. Pero Jesús les respondió que no había sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel, y aquella mujer no era israelita. De repente, la mujer llegó de nuevo junto a Jesús, y se puso de rodillas ante él insistiéndole en su petición; quería que Jesús obrara un milagro como tantos otros que había realizado, según ella sabía, para que su hija recuperara la salud. Esta vez Jesús no pudo desoír su súplica, y le dijo claramente: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Algo así como: “No vine a sanar y a hacer milagros, sino a quienes pertenecen a mí país, a mi pueblo”. Un respuesta desconcertante para nosotros, pero no para aquella mujer que la entendió perfectamente y supo contestarla: “Sí, Señor, - le dijo ella -, pero también los perritos comen de las migajas

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que caen de la mesa de sus amos”. Ante estas palabras, Jesús ya no tuvo otra cosa qué decir, y con gran cariño le respondió: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas”. Entonces, nos cuenta el Evangelio, desde este momento su hija quedó curada (cf. Mateo 15, 21-28). Todos, en algún momento de nuestra vida, y también, por supuesto, de nuestra enfermedad, hemos pedido a Dios un milagro, una intervención directa suya que nos permita tener lo que nosotros no podemos conseguir por nuestras propias fuerzas. Es absolutamente normal. Sin embargo, los milagros no ocurren todos los días; precisamente por eso lo llamamos milagros; son hechos extraordinarios, salidos de lo común, totalmente inusitados. No suceden todos los días ni a todas las personas, y no podemos exigirlos, ni depender de ellos. Dios hace milagros cuando quiere y a quien quiere, porque él sabe perfectamente lo que nos conviene, lo que es mejor para cada uno de nosotros, según sus propias circunstancias. Recordemos que es un Padre bondadoso que nos ama con un amor que lo supera todo. Jesús se sintió sorprendido y conmovido por la fe y la oración de la mujer cananea, y realizó lo que la mujer deseaba: la curación de su hija. Pero nosotros no podemos pretender que siempre que pidamos algo a Dios, él tenga que concedérnoslo inmediatamente. Dios escucha siempre nuestra oración. Tenemos que estar seguros de ello. Pero realiza sólo lo que nos conviene. Y

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eso que nos conviene puede ser algo distinto de lo que nosotros queremos y pedimos. Si creemos de verdad, si tenemos la certeza absoluta de la bondad de Dios y de su infinito amor por nosotros, tenemos que tener también la plena seguridad de que escucha nuestra oración, y que, suceda lo que suceda, está con nosotros, nos acompaña y nos protege, aunque no sane nuestra enfermedad, o incluso cuando esa enfermedad se complica, se hace más grave, y nos conduce a la muerte. El amor de Dios por nosotros es tan grande, tan profundo, tan fiel, que no necesita que nosotros le pongamos límite ni condiciones, diciéndole lo que consideramos que debemos conseguir de su bondad. Él ve mucho más allá y sabe perfectamente lo que más nos conviene y en el momento en que nos conviene. Es un Padre como ninguno; supera todas nuestras expectativas. Los milagros existen, Dios los realiza, pero él sabe por qué, para qué y a quién los hace. Y no significa que quiera más a quien sana de su enfermedad que a quien no sana; ni que sea más bueno el que recibe un milagro que el que no lo recibe. El plan de Dios con nosotros es un plan de amor, y eso debe bastarnos para estar tranquilos, seguros y confiados.

Dios nos ama mucho más allá de los milagros. Dios nos ama y se compadece de nuestro dolor, de nuestro sufrimiento, como se compadeció del sufrimiento de Jesús, en su Pasión y en su Muerte, y sin embargo no

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hizo ningún milagro para salvarlo de ese suplicio tan grande, porque sabía que era “lo mejor” que podía ocurrir en aquel momento, y Jesús supo entenderlo. Lo podemos deducir de su oración en el Huerto de los Olivos, según nos narran los Evangelios:

“Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lucas 22, 42)

Podemos pedir a Dios que cure nuestra enfermedad, que haga un milagro en nuestro favor. Está dentro de lo legítimo. Pero sea como sea y suceda lo que suceda, se realice el milagro o no, de lo que sí tenemos que estar absolutamente convencidos, es de su amor infinito por nosotros, y aceptar su voluntad, su decisión, con valentía, con buen ánimo y con una gran esperanza.

SANTIFICAR EL DOLOR

La Cruz y la Resurrección de Jesús, vencieron de una vez y para siempre, el dolor que hunde en el abismo sin fondo de la desesperanza; le quitaron su fuerza negativa, su poder sin sentido, su veneno que amarga la existencia, y lo eliminaron de raíz, con todo lo que ello significa. Con su dolorosa Pasión y su ignominiosa Muerte en la cruz, Jesús dio al sufrimiento físico y al sufrimiento espiritual, un nuevo sentido. Dejaron de ser una maldición, un castigo, una derrota, y se convirtieron en fuente de vida, de bendición y de esperanza.

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No se trata – ni mucho menos – de que el sufrimiento, sea valioso en sí mismo; no puede serlo porque esencialmente no es una cosa creada por Dios, y como tal Dios no la quiere. Dios no se alegra con nuestro dolor, sea cual sea; él nos creó para que fuéramos felices siempre; fuimos nosotros, con el pecado, quienes introdujimos el sufrimiento en el mundo por el abuso que hacemos de la libertad. Pero como Dios sabe sacar bienes de los males, cuando aceptamos el dolor, y lo vivimos con fe, seguros y confiados en su amor por nosotros y en su maravillosa bondad, su debilidad se transforma en fortaleza. El dolor aceptado y vivido con fe, ofrecido con amor y con humildad, nos limpia interiormente, nos sana, y es también fuente de salvación para quienes comparten su vida con nosotros, nuestros amigos y nuestros familiares. Cuando unimos nuestro dolor, nuestro sufrimiento, cualquiera que sea – y la enfermedad y la vejez son momentos privilegiados para hacerlo - a los infinitos dolores físicos y espirituales de Jesús en su Pasión y en su Muerte en la cruz, y los ofrecemos a Dios Padre como tributo de amor y de entrega confiada a su Voluntad, Dios Padre acepta nuestra ofrenda y nos bendice, nos comunica su vida, nos cobija con la ternura de su amor, que es siempre un amor creador y salvador. Esta es, precisamente, la finalidad del sacramento de la Unción de los enfermos, y de la Eucaristía llevados hasta su cama: unir al anciano o al enfermo que los recibe con

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fe, con todas sus debilidades y todos los dolores y tristezas propios de la situación particular que vive, a Jesús Crucificado que entrega al Padre su vida, por la salvación del mundo. De esta manera la enfermedad y la vejez, con todo lo que las acompaña: fragilidad, debilidad, incapacidad, limitaciones de todo orden, abandono, soledad, frustración… son santificados, es decir, dejan de ser algo negativo, algo que disminuye, que margina, que empequeñece, para convertirse en algo positivo, enriquecedor, que hace crecer, que proyecta, que trasciende, que engrandece. No es que el dolor, el sufrimiento físico y el sufrimiento espiritual, dejen de ser lo que son, que cambien su condición fundamental o dejen de existir. El dolor sigue doliendo igual, con la misma fuerza, con la misma insistencia, en el mismo lugar; el sufrimiento causa la misma pena, el mismo malestar; pero todo se “siente” de otra manera, se mira de otra manera, con otros ojos. La cruz de Jesús cambia la perspectiva. El amor de Dios lo ilumina todo con una luz nueva que lo embellece. La fuerza de la fe lo hace más liviano, más llevadero. No es que el dolor, el sufrimiento físico y el sufrimiento espiritual, dejen de ser lo que son, que cambien su condición fundamental o dejen de existir. Es que Jesús resucitado es el principio de una nueva manera de mirar el mundo, de una nueva manera de ser y de obrar; de una nueva manera de existir, de una nueva manera de vivir y de amar, que llena el corazón de paz y de alegría, sean cuales sean las circunstancias de la vida.

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(Tomado del libro “El Pan de la Vida”, de Matilde Eugenia Pérez Tamayo, publicado por la Fundación Francisco y Clara de Asís, Medellín, 2005, páginas 72-73)

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8. CREER, AMAR Y ESPERAR... La vida cristiana se puede resumir en tres palabras: CREER, AMAR Y ESPERAR. CREER. La fe es el marco de referencia y también el principio, el fundamento, de nuestro ser y de nuestro obrar; de lo que somos, de lo que pensamos, de lo que decimos, y de lo que hacemos como cristianos y católicos que somos. AMAR. El amor es el motor que nos mueve, la fuerza que nos impulsa, la luz que nos guía en cada actividad que emprendemos, y también en el trato constante con Dios, a quien reconocemos como Señor de nuestra vida, y con las personas que comparten su vida con nosotros. ESPERAR. La esperanza es la certeza que tenemos de que nuestro ser y nuestra vida están proyectados a la eternidad, donde alcanzarán su plenitud. Todo lo que anhelamos y buscamos aquí y ahora, lo encontraremos un día, más o menos cercano o lejano, en la Vida eterna con Dios, nuestro principio y también nuestro fin. Siendo lo que es, una circunstancia especial de nuestra vida humana, la enfermedad representa, sin duda, junto con la vejez, un momento privilegiado, una ocasión particular para vivir nuestra fe en Dios, en su bondad infinita y en su amor misericordioso por todos nosotros; nuestro amor a los demás; y los anhelos de eternidad que nos animan. Profundicemos un poco en esto.

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CREER Por la fe sabemos que Dios no quiere que los seres humanos suframos; es nuestro Padre y nos ama. Pero es muy claro, nos lo demuestra la Historia de la Salvación y también nuestra historia particular, que Dios sabe sacar bienes de los males, y que es capaz de hacer que algo que se ve en un primer momento, como una circunstancia dañina porque causa sufrimiento, se convierta, para quien lo padece y también para las personas que lo rodean, en motivo y lugar de bendiciones especiales. Cuando somos dóciles a la acción del Espíritu Santo en nosotros, somos capaces de encontrar a Dios en todas las situaciones que vivimos, incluyendo las más difíciles, como pueden ser la enfermedad con todas sus consecuencias y la vejez con las suyas. Y vivir esos acontecimientos, esas circunstancias, de una manera distinta a como las viven las personas que no tienen fe, o que sienten a Dios muy lejos de su corazón. No necesitamos hacer cosas extraordinarias; cosas que puedan parecer heroicas; Dios no nos exige eso. Se trata simplemente, de hacer lo ordinario, lo cotidiano, lo de cada día, con sencillez, con humildad, y sobre todo, con nuestro corazón y nuestro pensamiento puestos en Dios, seguros de su amor, seguros de que pase lo que pase, y estemos como estemos, Dios siempre quiere lo mejor para nosotros, porque es nuestro Padre y nos ama más que nadie.

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Creer es, en la enfermedad y en la vejez, saber descubrir en todo lo que nos sucede, la presencia amorosa de Dios a nuestro lado. Hacer todo lo que esté en nuestras manos para no dejarnos vencer por la tristeza ni por el desánimo. Aprender a mirar y a vivir nuestros dolores y nuestras limitaciones, como un medio para estrechar nuestra relación con Jesús crucificado. Creer es, en la enfermedad y en la vejez, no preguntarnos más “¿por qué yo?”, “¿por qué a mí?”, sino más bien, ¿”para qué a mí?”. Vivir sin angustias esta etapa crucial de nuestra vida, aunque no suceda el milagro que pedimos. Abandonarnos en las manos de Dios, con absoluta confianza en su amor providente. AMAR La novedad del Mensaje que Jesús vino a traernos, es el amor. En primer lugar, el amor que Dios siente por cada uno de nosotros; en segundo lugar, el amor con que nosotros debemos amarnos unos a otros. Benedicto XVI nos dice en su Encíclica “Dios es Amor” algo muy importante. “Lo que nos va a salvar – afirma – no son las “teologías”, sino el amor”. No se trata de saber mucho de Dios, de tener muchas ideas en la cabeza, de saber muchas verdades y poder explicarlas. Ni tampoco de relacionarnos con Dios de una manera aislada de la realidad que vivimos. Sino de amar a la manera de Dios; de parecernos a Dios en su amor.

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¿Cómo ama Dios?... Como ama Jesús que es su Hijo, su imagen, su Palabra. ¿Cómo ama Jesús?... El Evangelio nos lo muestra en hechos concretos, y nos recuerda sus palabras: “Nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos; ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando” (Juan 15, 13-14). El amor de Jesús es un amor sin límites; un amor hasta el extremo. ¿Amar a quién?... A las personas con quienes convivimos, pero de una manera especial, amar a las personas más desprotegidas, a las más necesitadas de la sociedad, con quienes Jesús se identifica siempre. Amar con amor activo y efectivo. De palabras y de obra. Con iniciativa, con creatividad. Siempre hay alguien cerca de nosotros que necesita que lo amemos con un amor especial. Amar con un amor misericordioso, del corazón, a pesar de las miserias del otro, para ayudarlo a salir de ellas. Aún cuando estemos enfermos y seamos ancianos, podemos y debemos amar. Al final de nuestra vida, Dios nos juzgará por el amor, pero no tenemos por qué tener miedo, porque él mismo es amor, misericordia infinita. Dios nos conoce personalmente y nos entiende. Sabe de qué somos capaces. Además, para él lo realmente importante no son los resultados de nuestras acciones, sino el interés que pongamos en ellas, la intención con que las realicemos, la generosidad.

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Nunca es tarde para amar. Todavía estamos a tiempo para llenar nuestra vida de amor, aunque sea con pequeñas acciones, con el ofrecimiento de nuestra vida, de nuestras circunstancias, de nuestros dolores. ESPERAR La verdadera fe nos conduce a la esperanza; o mejor, la fe y la esperanza van unidas, se soportan mutuamente. Porque creemos, esperamos; y viceversa, porque esperamos podemos decir que también tenemos fe. La esperanza, podríamos decir, proyecta nuestra fe a la eternidad. La esperanza nos dice claramente, que aunque nuestras circunstancias de hoy no son favorables, y el fin de nuestra vida en el mundo puede estar muy cerca, todo esto que experimentamos hoy, todo esto que nos limita y nos asusta, será superado ampliamente por lo que vendrá, por la felicidad que un día, por bondad infinita de Dios, alcanzaremos, muy por encima de cualquier expectativa que tengamos. Para los seres humanos es absolutamente imposible vivir sin esperanza. Y también lo es, morir sin esperanza. La esperanza da sentido a la vida y también a la muerte. Dejar de esperar, dejar de tener una esperanza viva y palpitante, es señal de muerte inminente, de batalla perdida, de fracaso total.

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Perder la esperanza es dejarse vencer por el pesimismo, mientras que mantenerla, aún en las circunstancias más difíciles, es caminar hacia un fin claro y determinado: la vida eterna y feliz con Dios. Vivir esperanzados es la única manera de vivir de verdad, en todas las circunstancias de la vida, y muy especialmente, cuando estamos en un momento difícil, cuando atravesamos una circunstancia dolorosa, como son la enfermedad y la vejez. Jesús resucitado es el fundamento de nuestra esperanza. Su resurrección nos muestra con toda claridad, que nuestra vida humana, no termina, sino que se transforma, y que esa transformación de la vida es sin duda para mejor, porque es su plenitud. La oración constante es el mejor remedio, la mejor medicina contra el desespero y la desesperanza. Una oración que no tiene que ser de muchas palabras, pero que sí debe llevar consigo una entrega absoluta y confiada a la Voluntad de Dios… Vivir con esperanza y en la esperanza es la mejor manera de enfrentar y superar la enfermedad y los achaques de la vejez, porque la esperanza nos da seguridad y confianza en el amor infinito de Dios por nosotros, que es siempre un amor salvador, un amor que nos conduce a la plenitud de nuestro ser.

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ORACIÓN DE UN ANCIANO

Señor Jesús, amigo de los niños y de los jóvenes, de los hombres y de las mujeres, enséñame a envejecer. Enséñame a envejecer sin que los años se conviertan para mí en una carga que no puedo soportar. Enséñame a envejecer con amor en el corazón, con alegría, con fe y con esperanza. Enséñame a envejecer con la frente en alto, dignamente, con paz. Enséñame, Señor Jesús, a vivir la ancianidad con entusiasmo, libre de prejuicios, sin quejas ni lamentos inútiles, sin parar de crecer interiormente. Enséñame, Señor Jesús, a vivir la ancianidad con el corazón puesto en Dios que me dio la vida y me mantiene en ella. Enséñame, Señor Jesús, a vivir la ancianidad con amor,

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amando y dejándome amar, dejándome cuidar, agradeciendo con amor cada gesto, cada palabra, cada favor. Enséñame, Señor Jesús, a vivir la ancianidad con humildad, sin desesperarme por lo que no puedo hacer, por lo que antes era y ahora no soy, por lo que representaba para mí mismo y para los demás y ahora no represento. No permitas, Jesús, que me pierda a mí mismo por no saber acoger con corazón dispuesto, lo que es la ley de la vida, y que aunque las apariencias digan otra cosa, es un momento especial, porque me da la posibilidad de compartir contigo. Amén.

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9. LA MUERTE, UN PASO OBLIGADO

Todos tenemos que morir. Lo sabemos desde que tomamos conciencia de nuestro ser y de nuestra vida. La muerte es el final de la vida en el mundo, y el comienzo de la eternidad sin fin. Nuestra vida en la tierra está medida por el tiempo, y en su curso vamos cambiando, envejeciendo. Finalmente, aparece la muerte como terminación normal de la vida, aquí en el mundo. En este sentido, la muerte es algo natural, que surge como consecuencia del desgaste físico, de la debilidad propia de la materia que nos constituye. La certeza de nuestra mortalidad sirve para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para vivir. El Eclesiastés, libro del Antiguo Testamento, nos dice:

“Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, mientras no vengan los días malos, y se echen encima años en que dirás: «No me agradan»” (Eclesiastés 12, 1)

Pero nuestra fe cristiana, va mucho más allá de esta consideración de la muerte como un hecho simplemente natural. La fe nos enseña que la muerte es una consecuencia del pecado, que lo afecta todo, incluyendo la misma naturaleza. Nos lo dice el libro de la Sabiduría, también en el Antiguo Testamento:

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“No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera... Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, lo hizo imagen de su misma naturaleza; más por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sabiduría 1, 13.14a.; 2, 23.24.)

Y San Pablo en su Carta a los Romanos:

“El salario del pecado es la muerte; pero el don gratuito de Dios, la vida eterna en Cristo Jesús Nuestro Señor” (Romanos 6, 23).

Jesús sufrió la muerte, propia de la condición humana, y se angustió frente a ella, pero la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. Los evangelios nos dan su testimonio:

“Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: ‘Mi alma está triste hasta el punto de morir; quédense aquí y velen’. Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. Y decía: “¡Abbá, Padre! todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Marcos 14, 33-36).

Esta obediencia de Jesús transformó, para quienes creemos en él, la maldición de la muerte, en promesa de vida eterna y feliz a su lado.

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Gracias a la muerte de Jesús, nuestra muerte tiene un sentido positivo, un aspecto nuevo que hay que considerar con atención. San Pablo nos lo da a entender así cuando afirma:

“Para mí la vida es Cristo y morir una ganancia” (Filipenses 1, 21).

Esta transformación de la muerte, realizada por la muerte de Jesús, se expresa claramente en el Prefacio de la Misa de Difuntos:

“Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.

En la muerte Dios nos llama a él. Por eso los cristianos podemos experimentar un deseo semejante al de San Pablo, que decía:

“Deseo morir y estar con Cristo” (Filipenses 1, 23). Pero debemos estar preparados adecuadamente para cuando llegue el momento final de nuestra vida en la tierra, y la mejor forma de hacerlo es llevar una vida digna de nuestra condición de cristianos, hijos muy amados de Dios y seguidores fieles de Jesús. Una vida en la que Dios sea el centro, y todas nuestras acciones sean sinceras, justas. Una vida en la que el amor a Dios y a los demás, sean la prioridad.

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No es necesario hacer cosas muy grandes, muy importantes, para morir santamente; lo único que hace falta es realizar las pequeñas cosas de cada día con el corazón puesto en Dios y para su gloria. Y nunca es tarde para comenzar a hacerlo, porque el amor de Dios siempre nos está esperando.

LA MUERTE Y EL JUICIO

La muerte pone fin a nuestra vida en el mundo, como tiempo abierto a la aceptación o al rechazo de Jesús y de su mensaje de salvación. Una vez muertos, no tenemos otra oportunidad. La muerte nos sitúa frente a Dios, y llega el momento del examen, el juicio sobre la vida, y después del juicio, el premio o el castigo merecido por nuestras obras. El Nuevo Testamento habla del juicio, refiriéndose principalmente al encuentro final con Cristo en la Segunda Venida, al final de los tiempos, pero también asegura repetidamente, la retribución inmediata a cada uno después de su muerte, según su fe y sus obras. Recordemos las palabras de Jesús al Buen ladrón: “Yo te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43).

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CÓMO SE REALIZARÁ ESTE JUICIO PARTICULAR

San Agustín y santo Tomás enseñan que no se trata de un proceso judicial externo, sino de un proceso espiritual. En presencia de la verdad absoluta de Dios, se nos manifestará la verdad de nuestra vida, y nosotros veremos claramente si hemos ganado o si hemos perdido. Entonces, según el caso, entraremos en la vida bienaventurada del cielo, o en las tinieblas del alejamiento de Dios, el infierno.

EL JUICIO UNIVERSAL Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, hablan del final de los tiempos, cuando se manifestará Dios plenamente, con toda su gloria y santidad. En el Antiguo Testamento, los profetas se referían al “día del Señor”, y lo anunciaban como el día del juicio de Israel, en el que Dios castigaría a su pueblo por su pecado. En el Nuevo Testamento, el “día del Señor” pasa a ser el “día de Jesucristo”, porque Dios le entregó a su Hijo el juicio, y le confió la consumación de la salvación. Este día final se mostrará que Jesucristo es, desde el comienzo, quien da sentido al mundo y a la historia, tal como leemos en el Apocalipsis: “Yo soy el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin; al que tenga sed, yo le daré del manantial del agua de la Vida, gratis” (Apocalipsis 21, 6). Como Jesucristo es la norma original y definitiva, al final

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todas las cosas serán medidas por él y en él. Él ha sido constituido por Dios “Juez de vivos y muertos” (Hechos de los Apóstoles 10, 42). Este juicio de Jesucristo el último día, aparece en el Nuevo Testamento con imágenes grandiosas, que nos dan a entender cómo al final, cada persona recibirá de Cristo Juez, el sitio y la valoración que le corresponden. En el Evangelio de San Juan leemos: “No se extrañen de esto: llega la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán, los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Juan 5, 28-29). Ya desde esta vida, elegimos, con nuestra manera de proceder, el lugar que obtendremos en el Juicio del último día. Jesús nos lo dice con claridad: “El que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas... Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Juan 3, 18.19.21.). ¿Cuándo será este Juicio Universal? No lo sabemos. Jesús no nos lo reveló. Recordemos sus palabras: “De aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre... Velen, pues, porque

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no saben qué día vendrá su Señor” (Mateo 24, 36.42.). Velar significa estar alerta, preparados. Vivir cada día como si fuera el último. Con nuestro amor y nuestra esperanza puestos en Dios, que sabrá darnos lo que merecimos por nuestras obras: la acogida que hayamos dado al Evangelio, y el amor que hayamos brindado a nuestro prójimo.

UN CIELO NUEVO Y UNA TIERRA NUEVA Pero hay algo más. Para quienes creemos en Jesús, la promesa de la Segunda Venida del Señor es esperanza de salvación plena, de liberación de todas las angustias y adversidades de la vida presente, el final de la muerte y de la corrupción. La Iglesia alcanzará su forma perfecta, y llegará la plenitud del Reino de Dios. Esta renovación misteriosa y total que transformará la humanidad y el mundo por la presencia de Jesús en toda su gloria, aparece en la Sagrada Escritura bajo la expresión “un cielo nuevo y una tierra nueva”, que emplea san Juan en el Apocalipsis: “Ví un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado y el mar ya no existe...Y escuché una voz potente que decía: ‘Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará con ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni dolor, porque lo de antes ha pasado’. Y el que está sentado en el trono dijo: ‘Mira, todo lo hago nuevo’” (Apocalipsis 21, 1.3.5.).

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10. CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

La resurrección de los muertos fue revelada por Dios al pueblo de Israel, de una manera progresiva. Los fariseos y muchos contemporáneos de Jesús esperaban la resurrección, y Jesús mismo habló de ella muy concretamente, en diversas ocasiones. En una de ellas dijo:

“Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no han leído en el libro de Moisés en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: ‘Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob’? No es un Dios de muertos, sino de vivos” (Marcos 12, 26-27).

Jesús asocia la fe en la resurrección a la fe en su propia persona, como Hijo de Dios. Por eso afirma:

“Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que cree en mí, no morirá jamás” (Juan 11, 25).

Y llegó incluso a anunciar su propia resurrección a los apóstoles, aunque ellos no entendieron sus palabras:

“Miren que subimos a Jerusalén y el Hijo del hombre será entregado... lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles... lo matarán y al tercer día resucitará” (Marcos 10, 33-34).

La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente

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respaldada por los encuentros de los apóstoles con Jesús resucitado. Nosotros resucitaremos como él, con él y por él. ¿CÓMO RESUCITAN LOS MUERTOS? La fe en la resurrección sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento. Creemos que vamos a resucitar porque Jesús nos lo enseñó así, y su resurrección es prenda de nuestra propia resurrección, pero no sabemos cómo será. San Pablo nos habla de un “cuerpo espiritual”, un “cuerpo de gloria”. En la Carta a los Filipenses nos dice:

“Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transformará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas” (Filipenses 3, 20-21)

Y en la Primera Carta a los Corintios precisa:

“Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano,... se siembra corrupción, resucita incorrupción..., se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual... es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad” (1 Corintios 15, 35-37.42.44.53)

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Estos dos textos nos hablan de una corporeidad nueva, transformada y transfigurada por el Espíritu de Dios, y también de una identidad esencial, no material, del cuerpo. No podemos hacernos una idea concreta de cómo sucederá esta transformación. Sólo sabemos que nosotros, nuestro mundo y nuestra historia, serán los mismos, pero de una manera totalmente distinta y renovada. RESUCITADOS CON CRISTO ¿Cuándo tendrá lugar la resurrección? El Evangelio de san Juan nos lo dice por boca del mismo Jesús:

“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene Vida eterna y yo lo resucitaré el último día” (Juan 6, 54).

La resurrección de los muertos está íntimamente unida a la Parusía de Cristo, a su Segunda Venida, al final de los tiempos. San Pablo dice a este respecto:

“El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un Arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo, resucitarán en primer lugar” (1 Tesalonicenses 4, 16).

Sin embargo, los cristianos podemos decir en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo, por la gracia del Espíritu Santo que recibimos en el Bautismo, y que nuestra vida es una participación en la muerte y en la resurrección de Jesús.

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“Sepultados con Cristo en el Bautismo, con él también han resucitado por la fe en la acción de Dios, que lo resucitó de entre los muertos... Así, pues, si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba donde está Cristo a la diestra de Dios... Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también ustedes aparecerán gloriosos con él” (Colosenses 2, 12; 3, 1.4.).

CIELO, PURGATORIO E INFIERNO

Cuando hablamos del CIELO, parece que resuenan en nuestros oídos, ecos de concepciones propias del mundo antiguo, según las cuales el “cielo” está situado encima de la tierra, más allá del firmamento. Sin embargo, este concepto de “cielo” y su localización “arriba”, es sólo una imagen de la plenitud del hombre y del estado de perfecta felicidad. El “cielo” es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del ser humano, el estado supremo de dicha. El “cielo” es la unión eterna del hombre con Dios. “Vivir en el cielo” es estar con Cristo. Jesús mismo lo dijo: “Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los llevaré conmigo, para que donde esté yo, estén también ustedes” (Juan 14, 3). Inspirándose en el Antiguo Testamento, el libro del Apocalipsis describe la bienaventuranza del cielo con

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imágenes insuperables. “Por eso están delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario; y el que está sentado en el trono, extenderá su tienda sobre ellos. Ya no tendrán hambre ni sed; ya no los molestará el sol ni bochorno alguno. Porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apocalipsis 7, 15-17). Según otras expresiones de la Sagrada Escritura, la bienaventuranza del cielo consiste en ver a Dios “cara a cara”. San Pablo afirma: “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido” (1 Corintios 13, 12).

Y san Juan dice: “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Juan 3, 2). La visión de Dios significa, según la fe de la Iglesia, toda la abundancia de su vida y de su amor, y nos descubre su misterio inescrutable como plenitud del sentido de nuestra vida. La visión de Dios es participación en la bienaventuranza de Dios, y consumación de nuestro propio ser de hombres en Jesucristo y en el Espíritu

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Santo. Es participación consumada en la vida trinitaria de Dios. ¿Cómo será todo esto? No lo sabemos con exactitud, ni podemos representarlo gráficamente, porque nuestra capacidad es muy limitada. Sólo podemos repetir las palabras de san Pablo: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios prepara para los que lo aman” (1 Corintios 2, 9). La bienaventuranza del cielo incluye la unión con Jesús, con María, con los ángeles y los santos, y con los familiares y amigos, y comprende también el gozo que suscita la belleza de todas las obras de Dios en la naturaleza y en la historia, y el triunfo de la verdad y del amor en la vida de todos los seres humanos. La intensidad del gozo celestial corresponderá al premio que se recibe, y cada uno recibirá el premio que se merece. Todos alcanzarán la plenitud según sus propias capacidades, y todos encontrarán la verdadera paz. Jesús mismo nos lo dice: “El Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mateo 16, 27).

LA PURIFICACIÓN FINAL O EL PURGATORIO La palabra PURGATORIO significa “estado de purificación”. La Iglesia nos enseña que las personas

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que mueren en gracia, es decir, en amistad con Dios, pero lejos del ideal de perfección que Dios mismo nos pide, aunque están seguros de su salvación eterna, sufren después de su muerte una purificación, que les permite obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. Generalmente cuando se habla del “purgatorio” se hace mención del fuego, como elemento que realiza la purificación. Sin embargo, este fuego es una imagen, un símbolo que debe entenderse como la fuerza purificadora y santificadora de la santidad y la misericordia de Dios. Después de la muerte, el fuego del amor de Dios purifica y transforma, ordena, limpia, cura y completa, todo lo que en el momento de la muerte era imperfecto. El sufrimiento que el hombre padece en este estado de purificación, es, precisamente, sentir que todavía no puede gozar completamente del amor y la bondad de Dios. La oración por los difuntos presupone la fe en que el ser humano tiene todavía una posibilidad de purificarse en el más allá. En virtud de la comunión de los santos, los fieles que todavía vivimos en la tierra, podemos apoyar a los difuntos en su purificación, con la oración, la limosna, las buenas obras, la penitencia, y sobre todo, con la celebración de la Eucaristía.

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EL INFIERNO

Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separado de él para siempre, por propia y libre elección. Este estado de auto-exclusión definitiva de la comunión con Dios, es lo que se designa con la palabra INFIERNO. Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se apaga”, reservado para quienes rehúsan creer y convertirse, hasta el final de su vida, y anuncia en términos fuertes que quienes obran así, irán al “fuego eterno”. “El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mateo 13, 41-42). Estas palabras de Jesús tienen un sentido metafórico que es necesario entender. El infierno no es un lugar de horribles torturas, ni un fuego en el sentido estrictamente real. El fuego que Jesús menciona es el fuego devorador de la santidad de Dios, frente al mal, la mentira, el odio y la violencia. Así como el cielo es Dios mismo en cuanto poseído para siempre, el infierno es la pérdida absoluta de Dios, su ausencia.

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La esencia del infierno consiste en la exclusión definitiva de la unión con Dios por culpa propia. Es la experiencia del fracaso total de la existencia; dolor y desesperación sin límites y para siempre. Las enseñanzas de la Iglesia sobre el infierno no pretenden asustarnos. Su finalidad es hacernos caer en la cuenta de que es preciso que consideremos las consecuencias de nuestros actos, y que es urgente que nos convirtamos. Son un llamamiento a la responsabilidad con que debemos ejercer nuestra libertad, siguiendo las enseñanzas de Jesús: “Entren por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espacioso es el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; pero ¡qué estrecha es la puerta y qué angosto es el camino que lleva a la vida, y son pocos los que lo encuentran” (Mateo 7, 13-14).

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11. ORAR, MEDICINA PARA EL ALMA La oración es un elemento imprescindible en la vida del cristiano católico. En la oración, en el diálogo con Dios, nuestra vida espiritual crece, madura y se fortalece. La oración trae para nosotros grandes y numerosos beneficios. La oración:

• Nos pone en contacto directo con Dios, principio y fin de nuestra existencia, y da sentido a nuestras obras de cada día.

• Nos permite crecer en el conocimiento y en el amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

• Nos ayuda a descubrir la Voluntad de Dios, lo que él quiere que hagamos en las diversas circunstancias de nuestra vida.

• Nos une vitalmente a Jesús. La oración:

• Nos comunica paz, seguridad, confianza. • Nos da fuerzas para luchar contra el mal. • Nos ayuda a soportar con paciencia las

dificultades y las penas. • Nos enseña a superar las tentaciones.

En la oración:

• Aprendemos a tratar a Dios como Padre amoroso, rico en misericordia.

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• Recibimos la fuerza del Espíritu Santo que nos conduce a preferir y buscar el bien y la verdad.

• Llenamos nuestro corazón con los sentimientos de Jesús que nos permiten mirar el mundo con sus ojos y actuar como él, en favor de nuestros hermanos.

• Dios nos comunica sus gracias para ser en el mundo: luz que ilumine a los demás, sal que les dé sabor, y levadura que fermente la masa y haga crecer el Reino de Dios en el mundo.

Es perfectamente claro, que orar, con todo lo que ello implica de esfuerzo mental, sicológico y espiritual, puede ser muy difícil para los enfermos y los ancianos, por la situación particular en la que se encuentran, con sus limitaciones, sus debilidades, sus dolores físicos y espirituales, sus anhelos y deseos, y sus frustraciones. Sin embargo, y aunque parezca contradictorio, la oración es también lo único que puede, en muchos momentos, salvarnos de la desesperación, de la soledad, del abandono que sentimos en nuestro corazón, cuando vivimos estas circunstancias difíciles. Por esto, precisamente, Dios que es Padre, y como tal nos conoce y nos ama, no exige de nuestra oración de enfermos o de ancianos, muchas ideas ni muchas palabras; solamente nos pide que tengamos mucha fe, mucha humildad, y mucho amor; una certeza absoluta de su bondad, de su amor por cada uno de nosotros, y de su cercanía, y un deseo profundo de entregarnos a él, totalmente convencidos de que él mismo es nuestra

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salud y nuestra fuerza y que sólo en él está nuestra paz. En la enfermedad y en la vejez oramos fundamentalmente con la vida. Entregándonos a Dios, humildemente, confiadamente, amorosamente, totalmente. Poniendo en sus manos de Padre amoroso, lo que somos y lo que tenemos, lo que sufrimos y lo poco que podemos gozar, los dolores físicos y los dolores del alma; la soledad, el miedo, la turbación, la angustia, las incomodidades, y en general todo lo que es causa de mortificación; siempre, en unión con los sufrimientos de Jesús en la cruz y absolutamente convencidos de lo que ya hemos mencionado antes: Dios sabe sacar bienes de los males, transformándolos en dones y gracias para nosotros mismos, para nuestros familiares, y para el mundo entero. Una buena manera de orar en la enfermedad y en la vejez, que seguramente está al alcance de todos, es el empleo de las jaculatorias. Pequeñas frases que podemos repetir una y otra vez a lo largo del día, sin grandes esfuerzos, y que, aunque parezcan simples, nos unen íntimamente con Dios. Lo único necesario para que ello ocurra es que salgan de nuestro corazón, y que estén motivadas por nuestra fe. ¡Dios mío, te amo!, ¡Señor, recibe mis dolores físicos y espirituales!, ¡Aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad!, ¡Tú eres, Señor, mi alegría!, ¡Virgen María, acompáñame y ayúdame!... y otras semejantes, son oraciones que llegan al corazón amoroso de Dios y obtienen para nosotros muchas bendiciones. Aparte de esto, también están las emisoras de radio y los

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canales de televisión, que tienen en su programación, la Santa Misa, el rezo del Rosario y otras prácticas piadosas, realizadas precisamente, con el objetivo primario de acompañar a quienes sufren, y ayudarles a mantenerse unidos a Dios, en quien está puesta nuestra esperanza. ¡Aprovechémoslos!

TESTIMONIO DE UNA ENFERMA

Soy Luisa. Ciega desde los 5 años, tengo 91, vivo en una residencia para ancianos, y aparte de mi ceguera padezco una enfermedad dolorosa y terminal. Desde la infancia y la juventud di muestras de tener una personalidad fuerte, definida y constante. Soy creyente, de fe profunda. Mi capacidad intelectual es bastante buena. En mi juventud fui profesora en un colegio de bachillerato. No tengo familia, y por eso vivo en una residencia desde que me jubilé como maestra. Aunque me siento bien en el lugar donde estoy, y he sido tratada con consideración y respeto, hoy la vida para mí es en cierto sentido “un martirio”. Comprendo que Dios me ha conducido y puesto en este lugar y lo acepto de buen grado. La unión permanente con el Señor me da fuerzas para vivir tranquila y en paz, a pesar de todas las dificultades que tengo por mi situación. Conozco mis valores y mis defectos, y sé que tengo gran capacidad de diálogo con las personas, que me mantiene abierta a relacionarme con ellas con facilidad.

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Cuando podía hacerlo colaboraba con el personal de la institución en diversas actividades que podía desempeñar, como acompañar a quienes estaban enfermos en sus camas y se sentían solos. Todo lo hacía desde mi calidad de cristiana comprometida. Desde que me diagnosticaron la última enfermedad, vivo enraizada en mi fe en Dios, que no me ha abandonado nunca ni me abandonará. De él recibo todas las fuerzas que necesito para mantenerme alegre y fortalecer el ánimo de quienes se sienten tristes por mí. Jesús Eucaristía es mi gran compañero; siempre que me es posible participo en la Misa que se celebra en la residencia y lo recibo en la Comunión. Esta unión con Dios me ha ayudado siempre, en todas las dificultades físicas y morales, y me ha llevado a sentir la necesidad de ayudar a quienes se cruzan en mi camino en todo lo que me sea posible, aunque parezca muy pequeño. Mi estado de ánimo y mi actitud ante mi grave enfermedad fueron, por la misericordia de Dios, de humildad, espíritu de penitencia y esperanza, evolucionando desde un abatimiento y depresión, muy a pesar mío, hacia una mayor comprensión del misterio del dolor; desde una simple resignación humana y cristiana hacia una completa aceptación lúcida y amorosa de lo que Dios permitió para mí. Abrazada a la pesada cruz que estoy cargando, he pensado muchas veces no sólo en mi sufrimiento, sino en el dolor de la humanidad que sufre, muchos de cuyos

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miembros no tienen ni una brizna de fe ni de esperanza en su dolor. Me siento profundamente agradecida con Dios por haberme regalado la fe y la confianza, sin las cuales, muy seguramente, no podría soportar con equilibrio y paz mi enfermedad y los sentimientos de inutilidad y de dependencia que la acompañan. Cada vez me ocupo más de Dios, porque como no realizo ya los trabajos de antes le rezo más y le pido fuerzas para llevar mi enfermedad, y sobre todo mis dolores, que algunas veces son tan fuertes que me deprimen. Mi enfermedad vivida en fe, me muestra que Cristo vive en mi vida de una manera especial, y que me llama a no detenerme en las cosas de aquí abajo. La enfermedad ha sido el camino que Dios ha usado conmigo para llevarme cada día a un mayor conocimiento de él y a una mayor unión. Por esto le doy gracias infinitas. (Tomado del libro “¡Sáname, Señor Jesús!, del Padre Ciríaco Izquierdo Moreno. Ediciones Paulinas, Bogotá D.C., 2003, páginas 255-257.

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12. ES HORA DE PERDONAR Y PEDIR PERDÓN La enseñanza fundamental de Jesús es el amor, y junto con el amor, el perdón, que es su expresión privilegiada. En el lenguaje corriente, “perdón” y “perdonar”, significan, como explica el diccionario, remitir una deuda o injuria. Y “remitir” significa dejar, aplazar, suspender, conmutar, rebajar. En el “lenguaje cristiano”, que va más allá, “perdón”, “perdonar” quieren decir: olvidar, indultar, borrar, absolver. Cuando Dios perdona nuestros pecados, nuestras faltas contra su amor, borra de su corazón de Padre nuestras acciones equivocadas y nuestras omisiones; las olvida definitivamente y para siempre; nos absuelve, nos indulta, y además de eso, nos regenera, nos reconstruye, nos da una nueva vida, nos salva. El amor de Dios que se hace constantemente, para nosotros, perdón, destruye nuestro pecado y nos “re-crea” en el bien. Cuando nosotros perdonamos a alguien, lo que tenemos que hacer, siguiendo el ejemplo que Dios nos da, es borrar totalmente, definitivamente, de nuestra mente y de nuestro corazón, todo rastro de odio, de resentimiento, de rencor, frente a esa persona y frente a la ofensa que de ella recibimos; nos reconciliamos, es decir, restauramos – en la medida de lo posible – la relación que perdimos a causa de la ofensa, y renovamos, damos nueva vida, al amor que nace en nuestro corazón y que ilumina todos nuestros actos.

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Para Jesús, y también, por supuesto, para Dios, el perdón, como el amor, no se puede medir, hay que perdonar siempre y perdonar de corazón, como Dios perdona todas nuestras infidelidades, todos nuestros pecados. La medida del perdón al otro es el perdón con el que nos perdona Dios, y el perdón de Dios es ilimitado, infinito, completamente gratuito. Nos lo enseña Jesús:

“Sean compasivos, como su Padre es compasivo. No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de sus vestidos. Porque con la medida con que midan se les medirá” (Lucas 6, 36-38)

“Amen a sus enemigos y rueguen por los que los persiguen, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si aman a los que los aman, ¿qué recompensa van a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludan más que a sus hermanos, ¿qué hacen de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Ustedes, pues, sean perfectos como es perfecto su Padre celestial” (Mateo 5, 44-48)

Si somos cristianos, tenemos que mantener el corazón abierto al perdón, para darlo y también para recibirlo, en todos los momentos y circunstancias, pero de una manera especial, cuando por algún hecho particular,

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pensamos que el fin de nuestra vida en el mundo puede estar cerca, como ocurre cuando estamos enfermos y cuando somos ancianos. Cuando somos capaces de perdonar nos parecemos a Dios que perdona siempre nuestras culpas y pecados. Cuando somos capaces de pedir perdón, nos parecemos a Jesús que entregó su vida por nosotros, para alcanzarnos el perdón de Dios. El perdón, igual que el amor, es un don gratuito de Dios, una gracia que Dios nos da y que nosotros tenemos que pedir con insistencia, del mismo modo que pedimos el don de la fe, o el don del amor. Por el perdón alcanzamos la paz interior que todos necesitamos y buscamos; la paz que en cierto sentido, alivia nuestros dolores y destruye nuestras penas. La paz que nos da fuerzas y ánimo para seguir adelante con nuestra vida. Dicen los sicólogos y también los médicos, que muchas de las enfermedades que padecemos, son producidas, en gran medida, o al menos agravadas, por cuestiones del espíritu; sentimientos negativos, odios, rencores, que se prolongan indefinidamente, y que se van enquistando, hasta que finalmente repercuten en el cuerpo, porque los seres humanos somos una unidad; nuestro cuerpo y nuestro espíritu, están íntimamente unidos y se influyen mutuamente, tanto en lo positivo como en lo negativo. Teniendo en cuenta esto, es importante entonces, que nos detengamos un momento a pensar, y que llevemos nuestros pensamientos a las acciones. Estamos viviendo un momento privilegiado para perdonar a quienes nos

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han hecho algún daño, y también para pedir perdón por el mal que hemos causado a otros; de esta manera podremos para vivir en paz, sin rencores ni remordimientos, este tiempo tan especial de nuestra vida en el mundo, y enriquecernos espiritualmente. El amor y el perdón que damos y recibimos, nos ayudan a vivir con mayor sentido la etapa de la vida que estamos viviendo, y también nos prepara de la mejor manera, para nuestro encuentro con Dios. No es fácil perdonar; al menos no lo es tanto como quisiéramos, o como nos gustaría que fuera. Pero sí es posible, y más que posible, es necesario y es urgente, particularmente en nuestro tiempo, cuando parece que el odio, la venganza, la violencia, van ganando un lugar importante en el mundo, en las sociedades de aquí y de allá, y por el contrario, la tolerancia, la fraternidad, la solidaridad, el buen entendimiento entre los hombres y los pueblos, están pasando a un segundo plano. El perdón es algo que no se debe ni se puede posponer, porque cada día que pasa sin que lo busquemos, sin que trabajemos para hacerlo realidad, es un día más de dolor, de sufrimiento, y ya sabemos lo que puede significar un día en la vida de una persona que está enferma o de alguien que sufre por cualquier motivo.

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LAS PERLAS

Las perlas son productos del dolor; el resultado de la entrada de una sustancia extraña o indeseable en el interior de la concha de la ostra, como un parásito o un grano de arena. ¡Las perlas son heridas curadas! En la parte interna de la concha de la ostra se encuentra una sustancia lustrosa llamada nácar. Cuando un grano de arena penetra en ella, las células de nácar comienzan a trabajar y cubren el grano de arena con una y otra capa, sucesivamente, para proteger el cuerpo indefenso de la ostra, de cualquier daño que pueda ocurrirle. Como resultado de todo esto, una linda perla se va formando. Una ostra que no fue herida de algún modo, no puede producir perlas, porque las perlas son heridas cicatrizadas. - ¿Te has sentido herido por el engaño y rechazado por

alguien a quien tú amabas? - ¿Te has sentido herido por palabras crueles o duras de

alguien? - ¿Tus ideas o tus acciones han sido rechazadas o mal

interpretadas? - ¿Has sufrido los duros golpes del prejuicio? - ¿Haz recibido el intercambio de la indiferencia? - ¿Sientes que haz sido traicionado en el amor? - ¿Has sido víctima de la injusticia en cualquier sentido? ¡Entonces produce una perla!... Cubre tus heridas con varias capas de amor… ¡Perdona de corazón a quien te ha hecho mal!

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Desgraciadamente, son pocas las personas que se interesan por hacer esto. La mayoría de la gente aprende sólo a cultivar resentimientos, dejando las heridas abiertas, alimentándolas con varios tipos de sentimientos pequeños y pensando sólo en lo que sucedió, o en la persona que las dejó o las lastimó y, por lo tanto, no permiten que las heridas de su alma cicatricen. Así, en la práctica, lo que vemos son muchas "ostras vacías", no porque no hayan sido heridas, sino porque no saben perdonar, comprender, dejar el pasado atrás y transformar el dolor en amor, y el amor en paz, en tranquilidad del alma, y por qué no, también en salud del cuerpo… Una sonrisa, una mirada, un gesto, la mayoría de las veces, habla más que mil palabras... ¡Ya es hora! ¡Empieza a producir perlas en tu vida!

(Adaptado de Internet)

13. LA CONFESIÓN,

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SACRAMENTO DE LA PAZ Jesús instituyó el Sacramento de la Penitencia, como un sacramento sanador, un sacramento que restaura, que regenera, que renueva, la vida de Dios en nosotros, su presencia en nuestro corazón, perdida por el pecado. Toda la predicación de Jesús fue una constante llamada a la conversión, al cambio de vida, a volver por los caminos del bien y de la verdad. El Evangelio nos da claro testimonio de ello:

"Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Marcos 1, 14-15).

La Iglesia, que recibió del mismo Jesús la misión de guardar y anunciar su mensaje de amor y de salvación, repite con insistencia este llamado a la conversión, y lo hace en un primer momento a quienes no conocen todavía al Señor y su Evangelio. En este caso, el Bautismo es el lugar principal, de esta primera y fundamental conversión a Dios. Por la fe en el Evangelio y por el Bautismo, renunciamos al mal y conseguimos la salvación, que consiste, esencialmente, en el perdón de todos los pecados que hemos cometido, y en el don de la vida nueva, la vida de hijos de Dios, en Cristo Jesús. Pero esta primera conversión no es suficiente, porque los seres humanos somos débiles e inclinados al mal. Se hace necesaria entonces una segunda conversión, que a

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su vez exige una permanente renovación, una constante purificación del corazón. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para la Iglesia en general, y para cada uno de nosotros en particular. En ella la gracia de Dios atrae nuestro corazón contrito y deseoso de cambio y purificación, y nos mueve a responder a su amor misericordioso que nos ha amado desde siempre, y que continúa amándonos a pesar de nuestras infidelidades. Confesarnos es estar dispuestos a mantenernos en esta tarea, en esta actitud del corazón y de la vida entera. La costumbre, y más que ella, la lógica de la vida cristiana, nos indica que el Sacramento de la Penitencia debe preceder al Sacramento de la Eucaristía, como un elemento importante de su preparación, es decir, que para recibir dignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor es necesario, si se ha cometido pecado grave, haberse acercado antes al sacerdote para confesarse y recibir la absolución, que él nos da en el nombre de Jesús. Acercarse dignamente al Sacramento de la Penitencia exige hacerlo con plena conciencia de lo que este sacramento es y de lo que realiza en nosotros, y también con conciencia y claridad sobre nuestros pecados, dolor de haber ofendido con ellos a Dios y a la comunidad cristiana a la que pertenecemos, y propósito de hacer todo lo que esté a nuestro alcance para evitar volver a caer en el mal. Cuando nos acercamos a recibir el Sacramento de la Penitencia con un corazón sinceramente arrepentido y

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dispuesto a cambiar, conseguimos – como efecto de la reconciliación con Dios - la paz y la tranquilidad de la conciencia, un profundo consuelo espiritual, y la restitución de la dignidad de hijos suyos, herida por el pecado, y también, por supuesto, de todos los bienes que de esta dignidad se derivan. Como efecto de nuestra reconciliación con la Iglesia, el Sacramento de la Penitencia restaura o repara nuestra comunión fraterna con quienes viven a nuestro alrededor, y con todos los demás miembros suyos, cercanos y lejanos. Esto hace que, por la “comunión de los santos”, seamos fortalecidos con el intercambio de bienes espirituales entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, ya vivan todavía en el mundo o gocen de la felicidad eterna en el cielo. La confesión, cuando se celebra dignamente, produce en el penitente, una verdadera "resurrección espiritual". Para quienes están enfermos o son ancianos, la Confesión es muy importante, porque les permite, no sólo mantener su conciencia en paz, lo que en sí mismo es ya un gran don por las circunstancias en las que se encuentran, sino que además, en ella y por ella, Dios les comunica gracias muy especiales, que les ayudan a soportar con paciencia y dignidad el momento que viven y las dificultades que constantemente se les presentan. Es necesario que quienes tienen en su familia un enfermo o un anciano, se interesen en buscar la manera de que, en la medida en que la situación lo haga posible, el enfermo o el anciano tengan la posibilidad de acceder

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a este sacramento y a sus consuelos, con la frecuencia que lo requieran. Muchas veces, más de las que creemos, una buena confesión obra verdaderos milagros, en todos los sentidos; la presencia del sacerdote al lado del enfermo o del anciano, su palabra sencilla y veraz, y todo lo que su figura evoca en quien tiene fe, es, además de portadora de la gracia del sacramento, imagen clara y muy diciente del amor de Dios, que sin duda hace más llevaderos sus sufrimientos.

PARA UNA BUENA CONFESIÓN

Como nos enseñaron cuando éramos pequeños, una buena Confesión tiene 5 pasos o momentos claves: Examen de conciencia: A solas con tu conciencia, pero

sin angustias ni temores, miras tu vida y buscas en qué le has fallado a Dios y en qué le has fallado a las personas que te rodean. La finalidad es encontrar la raíz del pecado para arrancarla.

Dolor de los pecados: Frente a la bondad y a la

santidad de Dios, y a su amor infinito por ti, te reconoces débil y pecador, y te arrepientes por haber olvidado, cuando pecaste, de todo lo que Dios es, lo que te ha dado, y el amor que te tiene. Este arrepentimiento es absolutamente indispensable para que la Confesión sea efectiva.

Propósito de conversión (o de la enmienda): Es

consecuencia directa del dolor de los pecados.

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Decides cambiar de vida, convertirte, y vivir de acuerdo con el amor que Dios nos ha dado en Jesucristo su Hijo y nuestro Salvador. Este propósito de conversión debe abarcar todos los pecados que descubriste en el examen de conciencia, y en general, tu vida entera, tus pensamientos, tus palabras, tus acciones, tus actitudes y tus omisiones, lo bueno que dejaste de hacer.

Confesión de boca: Delante del sacerdote que

representa a Jesús, te acusas del mal que has hecho. No puedes callar ningún pecado por vergüenza o por miedo. Recuerda que es Jesús mismo quien te escucha, y él te ama tanto que dio la vida por ti. Debes llamar al pecado por su nombre, sin tratar de disimularlo. No puedes acusar a otros. Tienes que especificar las circunstancias especiales del pecado. Cuando se trata de pecados graves, es necesario que digas cuántas veces lo hiciste. Debes ser muy sencillo para decir tus pecados y para responder al confesor.

Satisfacción (o cumplimiento de la penitencia): Lo

más pronto posible después de confesarte, cumples la penitencia que te impone el sacerdote, para “reparar” al menos simbólicamente, tu pecado, y para mostrar tu deseo sincero de convertirte y cambiar. Tu vida honesta, tu oración, tus limosnas, y por supuesto, el ofrecimiento de tus dolores y angustias propios de tu enfermedad y tu vejez, también son penitencia por los pecados.

Ten siempre presente en tu mente y en tu corazón, que

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una buena Confesión devuelve la paz a los corazones heridos y agitados.

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14. LA EUCARISTÍA, ALIMENTO DE VIDA ETERNA

Jesús instituyó el Sacramento de la Eucaristía, en su última Comida de Pascua con los discípulos. En ella realizó anticipadamente, y de manera incruenta, es decir, sin derramamiento de sangre, su dolorosa Muerte en la cruz, y su gloriosa Resurrección, y dio a los apóstoles el mandato de hacer lo mismo que él estaba haciendo; repetir su acción para prolongar su presencia viva y permanente en el mundo, a través del tiempo, y en todos los lugares de la tierra. En el Evangelio de San Lucas leemos:

"Llegó el día de los Ázimos, en el que se había de inmolar el cordero de Pascua; Jesús envió a Pedro y a Juan, diciendo: ‘Vayan y preparen la Pascua para que la comamos...’ fueron... y prepararon la Pascua. Llegada la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo: ‘Con ansia he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer; porque les digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios...’ Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: ‘Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por ustedes; hagan esto en recuerdo mío’. De igual modo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: ‘Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por ustedes’" (Lucas 22, 7-20).

Los apóstoles y los primeros cristianos fueron fieles a la orden dada por Jesús. Así nos lo cuenta el libro de los

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Hechos, que nos refiere el nacimiento de las primeras comunidades, alrededor de la Eucaristía:

Los creyentes "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones..." (Hechos de los apóstoles 2, 42).

Desde aquel tiempo y hasta nuestros días, la celebración de la Eucaristía es el anuncio del Misterio Pascual de Jesús – su dolorosa Pasión, su ignominiosa Muerte en la cruz, y su gloriosa Resurrección de entre los muertos -, y lo será hasta que Jesús vuelva al final de los tiempos, como creemos y esperamos. La presencia de Jesús en el Pan y en el Vino consagrados por el sacerdote, según el poder que le confiere el Sacramento del Orden, es una presencia especial, que eleva a la Eucaristía por encima de los demás sacramentos. Jesús Eucaristía es tan real como el Jesús de Galilea que curaba enfermos, hablaba con los apóstoles y enseñaba en la sinagoga, multiplicó los panes y los peces, calmó la tempestad y perdonó a María Magdalena. Tan real como el Jesús que fue acusado por los doctores de la ley y los fariseos, juzgado por Pilatos, y clavado en la cruz. Tan real como el Jesús que resucitó de entre los muertos al tercer día y se apareció glorioso a sus amigos. Tan real, tan vivo y verdadero como el Jesús que está en el cielo, resucitado y glorioso, a la derecha del Padre.

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En la Eucaristía, Jesús nos da como alimento de nuestra vida espiritual, el mismo Cuerpo que entregó por nosotros en la cruz, y la misma Sangre que derramó al ser crucificado, para el perdón de nuestros pecados y de todos los pecados de la humanidad; su vida entera como Dios y como hombre. En la Eucaristía se anticipa para nosotros algo de la gloria y de la felicidad que un día tendremos en el cielo, donde viviremos la presencia permanente de Dios con nosotros, y podremos mirarlo cara a cara, tal cual es. Participar en la Eucaristía y recibir la Comunión, tiene como efecto, es decir, como fruto principal para nosotros, la unión íntima con Jesucristo, según él mismo nos lo dijo:

"Quien come mi Carne y bebe mi Sangre, habita en mí y yo en él" (Juan 6, 56).

Esta unión íntima con el Señor es la fuente de la unión de los cristianos en un único cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, a la cual pertenecemos por el Bautismo. Todo lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la Comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. Recibir a Jesús en la Eucaristía, conserva, acrecienta y renueva en nosotros, la vida de la gracia, que es la misma Vida de Dios en nosotros. La Comunión también nos purifica de los pecados cometidos y nos preserva de futuros pecados, en

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particular, de los pecados graves. Cuanto más participamos en la vida de Jesús y más progresamos en nuestra relación con él, más difícil se nos hará romper con su amistad por el pecado mortal. La Comunión fortalece la caridad, que en la vida ordinaria tiende a debilitarse. La presencia viva de Jesús, renueva nuestro amor y nos hace capaces de arraigarnos en el amor de Dios, amando a los demás. La Eucaristía nos une íntimamente con Jesús, y esa unión trae para nosotros el compromiso de hacernos, como él, servidores de los otros, especialmente de los más necesitados, reconocer el rostro de Cristo en todos ellos, y vivir consciente y activamente el Mandamiento del Amor en nuestras actitudes diarias.

Cuando recibimos la Comunión estando enfermos, con enfermedad grave o con los achaques que trae consigo la ancianidad, no vemos que sucedan acontecimientos extraordinarios – hechos milagrosos que puedan ser noticia en los periódicos o en la televisión -, pero sabemos, estamos perfectamente seguros, absolutamente convencidos, de que Jesús viene a nuestra vida, con todo su amor y su poder de Dios; con toda su fuerza salvadora, para llenarnos con su presencia y purificarnos con su bondad, en la última etapa de nuestra vida en el mundo, y de esta manera prepararnos para nuestro encuentro definitivo con Dios, su Padre, cuando llegue la muerte, de modo que alcancemos con él la verdadera Vida.

Jesús Eucaristía es para todos los cristianos, pero de

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una manera especial para quienes lo reciben en su enfermedad y en su vejez, promesa y garantía de una vida sin fin, esperanza de Resurrección y de Vida Eterna con Dios; él mismo lo dijo con toda claridad:

“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene Vida Eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Juan 6, 54)

ORACIÓN A JESÚS EN LA EUCARISTÍA

¡Qué misterio tan maravilloso y sobrecogedor! Un pedazo de pan y un poco de vino,. y en ellos, por la fuerza de tus palabras repetidas por el Sacerdote, y por la acción de tu Espíritu Santo, tu presencia real y amorosa, hecha "comida y bebida de salvación" para todos nosotros. Ni la mente ni el corazón llegan a comprenderlo;. apenas sí, pueden aproximarse con temor y temblor a contemplarlo. ¿Qué sería del mundo y de cada uno de nosotros, sin la Eucaristía? Imposible pensarlo. y mucho menos vivirlo. Un pequeño pedazo de pan y un poco de vino, y en ellos, Jesús resucitado puesto a nuestra disposición,

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sometido a nuestra indiferencia, a nuestra ignorancia de los grandes misterios, a nuestra irreverencia. Un pequeño pedazo de pan y un poco de vino, y en ellos, Jesús resucitado, que es la Vida, que nos transforma, que nos llena de la fuerza de Dios. La Eucaristía es el gran milagro de la Vida, de la verdadera Vida. Es la misma Vida de Dios que se nos comunica, que se nos entrega, que nos une con nuestros hermanos, que nos hace crecer, que fortalece nuestra propia vida, para que cada día seamos mejores hijos de Dios, más fuertes y capaces de luchar contra el mal. Señor Jesús: Ayúdame a sentir y gustar, cada día con más intensidad, tu presencia eucarística. Ayúdame a valorar el misterio profundo de generosidad y de entrega que ella encierra. Ayúdame a comprender que cuando te recibo, estoy recibiendo Contigo a todos mis hermanos, para amarlos, para ayudarlos, para comprenderlos, para llevarlos a Ti. Amén.

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15. LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS,

UNCIÓN DE VIDA Nos dicen los Evangelios, que una de las actividades de Jesús, a lo largo de su vida pública, fueron los milagros que realizó, como signos de la llegada del Reino de Dios, y muy particularmente, sus milagros en favor de los enfermos. Jesús anunciaba la buena noticia de la salvación, y confirmaba sus palabras con los milagros que hacía, gran parte de los cuales fueron, precisamente, curaciones de enfermos de todas las edades y de distintas dolencias. En el Evangelio de San Mateo leemos:

“Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino, y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mateo 4, 23)

Todas estas curaciones que Jesús realizaba anunciaban una curación más radical: la victoria definitiva del bien sobre el mal, su propia victoria como Mesías de Dios, sobre la muerte y el pecado. Pero Jesús fue aún más allá, comunicó a los apóstoles su poder sanador; San Marcos nos lo cuenta así:

“Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos... Y, yéndose de allí, predicaron que se

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convirtieran: expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban" (Marcos 6, 7.12.13).

Después de la Resurrección, Jesús confirmó la misión de los apóstoles en el mundo, con los signos que ellos realizaban invocando su nombre. En el libro de los Hechos leemos:

“Había un hombre tullido desde su nacimiento, al que llevaban y ponían todos los días junto a la puerta del Templo llamada Hermosa para que pidiera limosna... Al ver a Pedro y Juan que iban a entrar en el Templo, les pidió una limosna. Pedro fijó en él la mirada, juntamente con Juan, y le dijo: ‘Míranos... No tengo plata ni oro; pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo el Nazareno, ponte a andar’. Y tomándolo de la mano derecha lo levantó. Al instante cobraron fuerzas sus pies y tobillos, y de un salto se puso en pie y andaba...” (Hechos de los Apóstoles 3, 2-8).

La Iglesia primitiva tuvo un rito propio en favor de los enfermos, según nos lo refiere el apóstol Santiago en su Carta:

“¿Está enfermo alguno de ustedes? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y lo unjan con óleo en nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados” (Santiago 5, 14-15).

La Tradición de la Iglesia ha reconocido en este rito, el

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origen del Sacramento de la Unción de los enfermos, como una unción que fortalece la vida espiritual y también – en algunos casos - la vida física, y que además, une muy íntimamente a quien la recibe, con Jesús crucificado y con su sufrimiento que nos salva y nos da la vida.

Los signos y acciones simbólicas empleados en el Sacramento de la Unción de los enfermos están íntimamente relacionados con las acciones de Jesús y con las acciones de los apóstoles en la Iglesia primitiva. La “materia” del sacramento – como se dice de los signos sacramentales - es el Óleo de los enfermos, que es aceite de oliva, bendecido especialmente por el obispo, para ese fin. De la misma manera que lo hacía Jesús cuando le llevaban un enfermo para que lo curara, y como luego lo hicieron los apóstoles, el sacerdote ora por el enfermo o ancaino, y lo unge con el óleo sagrado, en la frente y en las manos, haciendo la señal de la cruz, a la vez que pronuncia la fórmula sacramental: “Por esta santa unción, y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad”. El poder del Espíritu Santo hace eficaz la oración y las palabras del sacerdote, unidas a su fe, a la fe del enfermo o anciano y de sus familiares, y a la fe de la Iglesia Universal. La Unción de los enfermos comunica a quien lo recibe

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una gracia especial de consuelo, de paz y de ánimo, que lo ayuda a vencer las dificultades propias de su enfermedad, o de la fragilidad de la vejez. Además de dar la salud del alma, puede también producir la salud del cuerpo, si esa es la Voluntad de Dios. En segundo lugar, la Unción de los enfermos perdona al enfermo sus pecados, si éste no ha recibido el Sacramento de la Penitencia, por un motivo grave, como sería por ejemplo, un estado de inconciencia, una gran debilidad, la incapacidad para hablar con claridad, en fin. Y en tercer lugar, la Unción de los enfermos permite al enfermo, unirse muy íntimamente, con su enfermedad y con todos sus sufrimientos físicos y morales, a la Pasión y a la Muerte de Jesús. En este sentido, su enfermedad adquiere un valor nuevo que la supera, y se hace participación en la obra salvadora de Jesús, para bien propio y para bien de toda la Iglesia. De esta manera, el Sacramento de la Unción de los enfermos se constituye como una preparación inmediata para dar el paso definitivo de esta vida mortal y caduca, a la Vida eterna que no tendrá final. Como sucede con todos los sacramentos, la Unción de los enfermos exige también, en la medida de lo posible, por las condiciones particulares de quien la recibe, la disponibilidad interior para acogerla. La gracia del sacramento obra en quien lo recibe, según esta disponibilidad y apertura a la acción amorosa de Dios.

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DESDE MI ENFERMEDAD

Señor Jesús, amigo y compañero de los que sufren. Te alabo desde mi enfermedad. Estoy débil, Señor, cada día más débil. Me siento cansado, triste, apesadumbrado; sin entusiasmo para nada, sumergido en un silencio que algunas veces me asusta, pero que no soy capaz de superar porque no tengo fuerzas. La enfermedad que padezco ha acabado con todo lo que era, con lo que hacía, con mis sueños y mis esperanzas. Ahora vivo casi sin darme cuenta. Los días pasan lentos y monótonos; no sucede nada que pueda cambiar la situación... Al contrario, cada vez me siento más pobre, más limitado, más abatido por la fuerza extraña y contundente de mi enfermedad, que también ha tocado a los míos. Muchas veces, Señor, no me siento capaz ni siquiera de esbozar una sonrisa, o de decir una palabra… Apenas sí, respiro, asiento con la cabeza a lo que me preguntan,

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recibo unos cuantos bocados de comida, respondo con mi mirada triste, y nada más… Quisiera hablar contigo, Señor, decirte muchas cosas que pasan por mi mente, confiarte otras que siento en mi corazón, pero es tanta mi debilidad, que no tengo las fuerzas necesarias para pensar con coherencia, y mucho menos, para expresar lo que pienso y lo que siento… ¡Y la situación seguirá empeorando!... Es lo que preveo. Por eso hoy, Jesús, amigo y compañero de mi sufrimiento, quiero decirte, desde lo más profundo de mi ser, que me acompañes en este difícil momento de mi vida, porque quiero vivirlo contigo, pegado a tu cruz, en perfecta conformidad con la Voluntad del Padre… Que mis dolores físicos y espirituales se conviertan en oración profunda de amor y de alabanza, aunque mis labios no puedan pronunciar una palabra. Jesús, te alabo, te bendigo, y te doy gracias por el amor que me has dado… El palpitar de mi corazón te lo repetirá, hasta el último instante de mi vida en el mundo… Después, todo será distinto… porque podré mirarte cara a cara… Es mi deseo más grande. Mi más profunda esperanza. Amén.

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16. MARÍA, LA MEJOR COMPAÑERA EN TIEMPOS DE LUCHA Y DE DOLOR

Cuando reflexionamos sobre el dolor humano y cuando lo sentimos en carne propia, podemos acudir con total confianza a María, porque ella tiene mucho que decirnos y también mucho que enseñarnos al respecto. Los Evangelios nos muestran con lujo de detalles, cómo su vida de mujer sencilla, de madre, y también de creyente, estuvo oscilando siempre, como nos sucede a todos, entre las alegrías y las penas, el más grande gozo y los más crueles sufrimientos. El anuncio del ángel llenó el corazón sencillo y joven de

María de la alegría de sentirse especialmente amada por Dios, al haber sido elegida para ser la madre de su Hijo, Jesús.

Pero también le exigió el sacrificio de ver sufrir a José, que no sabía lo que había pasado, hasta que el ángel de Dios se lo reveló en un sueño.

El nacimiento de Jesús en Belén le dio la enorme alegría

de poder acunar a su hijito en sus brazos, estrecharlo contra su corazón, y sentir en él la ternura inefable de Dios.

Pero la pobreza y el frío del pesebre llenaron su alma de tristeza porque hubiera querido que su niño naciera en un lugar más acogedor.

La visita de los pastores y de los reyes de oriente, a

Jesús recién nacido, el cariño que le mostraron, sus regalos, y todo lo que dijeron de él, llenó el corazón de María de gozo y esperanza.

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Pero muy pronto supo que Herodes lo buscaba para matarlo, y ella y José, tuvieron que salir huyendo de su tierra y de su pueblo, temerosos y adoloridos.

Evadir el cerco de Herodes y salvar a Jesús de la

muerte, fue un alivio inmenso. Pero el asesinato de los niños inocentes, produjo en su

corazón de madre una herida muy honda. Cuando Jesús tenía doce años, María y José

emprendieron alegres su camino a Jerusalén, para celebrar con él la gran fiesta de la Pascua.

Pero cuando regresaban a Nazaret, ambos sufrieron el dolor de no encontrarlo entre sus amigos y conocidos, y tuvieron que volver a la ciudad.

Al tercer día tuvieron la dicha enorme de encontrarlo en uno de los patios del Templo, hablando con los doctores de la ley,

pero su alegría se vio oscurecida y su fe probada por la respuesta desconcertante de Jesús: "¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (Lucas 2, 49).

Vinieron luego dieciocho años de silencio y oscuridad

para Jesús, en Nazaret, que fueron una prueba para la fe de María. Todo era corriente, ordinario; no sucedía nada que confirmara lo que había dicho el ángel en la anunciación.

María era feliz teniendo a Jesús en casa, pero a medida que pasaba el tiempo, los vecinos comenzaron a hacer comentarios, porque Jesús no se casaba como era la costumbre en aquel tiempo.

Un día de estos dieciocho años murió José, y María que

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lo amaba entrañablemente, quedó sola con Jesús. Y un nuevo sufrimiento llegó a su vida, cuando Jesús,

consciente de su misión, y preparado para asumirla, salió en busca de Juan el Bautista. Nunca es fácil para una madre asumir que sus hijos dejen el hogar para empezar a vivir su propia vida.

Cuando Jesús empezó a predicar y la gente lo seguía

entusiasmada, la gran noticia llegó a oídos de María y su corazón saltaba de alegría.

Pero algunas veces llegaban también malas noticias: los fariseos y los doctores de la ley no estaban contentos con Jesús, y buscaban a toda costa desprestigiarlo.

Un día alguien fue a buscar a María para contarle que

Jesús venía camino de Nazaret. Ella previó que iría a la sinagoga y fue corriendo para verlo y oírlo; estaba muy orgullosa de él,

pero su dolor fue inmenso cuando Jesús tuvo que salir huyendo porque iban a tirarlo por el precipicio, para que muriera en el abismo.

Su corazón de madre le avisó el peligro que acechaba a

Jesús y la proximidad de su pasión y su muerte. Un día sin saber por qué, sintió la necesidad imperiosa de ir a Jerusalén; estaba muy cerca la fiesta de la Pascua. Lo encontró en el Templo, hablando a quienes querían escucharlo.

Pero con tristeza vio cómo en un rincón, algunos fariseos y algunos doctores de la ley, murmuraban entre sí. Su corazón le dio un vuelco en el pecho. Jesús tendría problemas; era evidente.

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Entonces, María no se fue de la ciudad. No podía dejar solo a Jesús. Cuando le avisaron que lo habían hecho prisionero, una espada traspasó su corazón y se quedó clavada en él causándole un dolor infinito. No pudo estar en el juicio que le hicieron las autoridades religiosas judías y las autoridades romanas.

Después, cuando Jesús ya había sido crucificado, Juan fue por ella para llevarla a su lado. Verlo clavado en la cruz le causó el dolor más grande de su vida, pero permaneció allí en silencio hasta que lo vio morir, y luego, cuando lo bajaron de la cruz y lo colocaron en sus brazos, besó su rostro una y mil veces, y sus lágrimas corrieron por todo el cuerpo lacerado de Jesús, lavando sus heridas.

Una vez sepultado Jesús y sellada su sepultura, María

sintió una paz profunda en su corazón, y la esperanza llenó su alma. Dios era el dueño de su vida y también de la vida de Jesús, y sabía bien por qué había permitido que todo ocurriera como ocurrió.

El domingo amaneció con una luz nueva, más brillante,

más limpia... Y el corazón de María se llenó de alegría. Los Evangelios no nos dicen nada al respecto, pero es apenas obvio que Jesús se le apareció primero que a las mujeres que fueron al sepulcro. ¡Estaba vivo de nuevo! ¡Dios Padre lo había resucitado!...

Entonces María nunca más volvió a estar triste. La

alegría, la paz de Dios, llenaron completamente y para siempre su corazón.

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En todas las circunstancias de su vida, María supo descubrir el amor tierno y delicado de Dios; un amor que la protegía de todos los peligros, sin evitárselos; un amor que la guiaba por el camino que debía seguir para realizar a cabalidad la misión que él mismo le había encomendado, aunque muchas veces ese camino era estrecho y escarpado; un amor que la fortalecía y la llenaba de valor, de generosidad, de paciencia, de humildad, de fidelidad, de paz interior, sin hacer su vida más fácil y cómoda; un amor que hacía crecer su fe, su esperanza, su mismo amor. Por eso, precisamente, María es, para todos los que sufren, que en definitiva somos todos los seres humanos, la mejor compañera, y también la mejor maestra. Si acudimos a ella en medio de nuestras penas y dolores, estamos seguros de poder enfrentarlos con fe y con amor, con valor y decisión; absolutamente convencidos del amor providente de Dios, que siempre quiere nuestro bien, aunque a primera vista no lo parezca, porque puede transformar nuestro dolor en gracia. Vivamos esta etapa especial de nuestra vida, de la mano de María. Ella sabrá acompañarnos en nuestros sufrimientos y guiarnos a la Casa del Padre. María es auxilio y consuelo seguro.

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ORACIÓN

A NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES

Madre de los dolores, Virgen del sufrimiento, Señora de la pasión y de la cruz. Con mi corazón adolorido, unido al tuyo, te pido que me des el dulce regalo de estar conmigo y acompañarme en esta etapa tan difícil de mi vida. Tú que fuiste testigo de los horribles sufrimientos de tu Hijo Jesús, en la cruz, ayúdame a soportar con amor y entereza de ánimo, todos los dolores físicos y emocionales, derivados de mi situación de enfermedad (o de vejez), que estoy padeciendo, y que tantas veces me hacen perder la paciencia y las ganas de seguir viviendo. Alcánzame de Dios la gracia que tú tuviste, de seguir creyendo en medio del dolor y a pesar de él, porque muchas veces siento que mi fe flaquea y que mi esperanza ya no existe. Ayúdame a aceptar con amor y sin reproches, todo lo que he perdido a causa de mi situación; lo que antes hacía y ya no puedo hacer; lo que antes era para mi familia y mis amigos, y ya no soy; lo que antes me hacía sentir satisfecho y orgulloso de mí mismo.

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Ayúdame a valorar adecuadamente este momento doloroso de mi vida, y a aprovecharlo al máximo para acercarme con más intensidad a Dios, de quien me he alejado tantas veces por el pecado, pero a quien siempre he amado con corazón sincero, en medio de mis debilidades y mis limitaciones, y a pesar de ellas. Madre de los dolores, Virgen del sufrimiento, Señora de la pasión y de la cruz. Sé tu mi fuerza. Sé tú mi refugio. Sé tú mi consuelo y mi auxilio. Amén.

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17. SAN JOSÉ, PATRONO DE LA BUENA MUERTE

Los cristianos hablamos muy poco de san José. Casi podríamos decir que lo tenemos en el olvido, lejos de la mente y del corazón, a pesar de que es un personaje clave en la vida de Jesús y de María, a quienes decimos amar. Sin duda que Dios que escogió a María para ser la madre de su Hijo encarnado, también escogió a José para que fuera su esposo, y de acuerdo con las costumbres de Israel, el padre legal de Jesús; y también, que, en vista de la misión que quería encomendarle, lo preparó con dones y con gracias especiales que él supo recibir y hacer fructificar. José es para nosotros hoy, cristianos católicos del siglo XXI, modelo de fe y de confianza en Dios, modelo de humildad y de entrega amorosa al servicio de la Voluntad divina, y modelo de oración callada y de vida interior profunda; algo que es muy importante, de una manera especial en este tiempo de ruido y dispersión. De la biografía de san José sabemos muy poco; mucho menos de lo que sabemos de la biografía de María. En ninguna parte existen documentos ciertos y seguros que nos permitan afirmar con exactitud cuándo y dónde nació José, quiénes fueron sus padres, cómo conoció a María, a qué edad se casó con ella, en qué trabajaba, cuántos años vivió, dónde y cómo murió, en fin. Los únicos datos precisos con los que podemos contar son los que aparecen en los Evangelios de Lucas y de Mateo, y en el

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Evangelio de Juan, que apenas lo menciona. Por ellos sabemos:

1. Que José era descendiente de David, el rey de Israel a quien Dios había prometido que de su descendencia nacería el Mesías-Salvador. Nos lo cuenta San Lucas en el relato de la anunciación.

2. Que su padre se llamaba Jacob o Helí, porque hay disparidad de criterios en las genealogías de Jesús que traen los Evangelios de Mateo y de Lucas.

3. Y que era carpintero en Nazaret, según dice claramente Mateo en su Evangelio, cuando refiere el episodio de la visita de Jesús a la sinagoga de su pueblo; la gente que lo escuchaba asombrada decía: "¿De dónde le vienen esa sabiduría y esos milagros? ¿No es este el hijo del carpintero?” (Mateo 13, 55).

Por otra parte, los evangelios no nos transmiten tampoco ni una sola palabra de José. Siempre que se refieren a él, lo hacen de modo indirecto y en cierto sentido distante, quitándole así todo protagonismo, y dándole apenas un lugar secundario en la historia de Jesús. ¿Cuántos años tenía José cuando se desposó con María? No lo sabemos; no hay forma de precisarlo. Las representaciones artísticas y religiosas casi siempre nos lo muestran como una persona mayor, un anciano en comparación con María; sin embargo, los evangelios no dicen nada al respecto, y podemos deducir que si lo callan, es porque evidentemente no había nada especial qué precisar; María y José eran una pareja normal, dos jóvenes aptos para casarse y formar una familia

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semejante a todas las familias de aquel tiempo. Además, teniendo en cuenta la misión que Dios mismo le confió, al lado de Jesús y de María, como su protector y proveedor, José tenía que ser un joven vigoroso, con todas las capacidades físicas, mentales y emocionales para enfrentar su tarea particular, y las situaciones especiales que se derivaban de ella. ¿Qué hacía José para ganarse la vida? ¿En qué trabajaba? La Tradición, fundamentada en el Evangelio, afirma que el oficio de José era el de carpintero, pero por lo que se conoce de las costumbres y necesidades de aquel tiempo, los llamados carpinteros eran más bien artesanos, con algunos conocimientos de construcción. De los textos evangélicos y del lugar que Dios mismo le dio al lado de María y de Jesús, podemos deducir que san José era, sin duda, un hombre sencillo, humilde, sin pretensiones de grandeza; un hombre "justo", como dice san Mateo; recto, bondadoso, temeroso de Dios, cumplidor de la Ley, en una palabra, un buen israelita. En su humildad y su sencillez, José nunca tuvo un papel protagónico en la vida de Jesús ni en la vida de María; pero ello no significa que no haya cumplido a cabalidad su misión, o que esa misión no haya sido importante. Al contrario, José fue siempre y en todo el esposo que necesitaba María: fiel, amoroso, sincero, tierno y delicado, respetuoso, compañero, protector; y fue también el papá que necesitaba Jesús: correcto en su conducta, comprensivo, cariñoso, responsable, atento a sus necesidades materiales y espirituales, modelo y

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guía. Y algo muy importante: como sucede con todos nosotros, de la imagen de padre bondadoso que representó José para Jesús, él pudo formarse la imagen de Dios como su Padre, su “abbá”, su “papacito”… José cuidó y protegió a Jesús en sus primeros años de vida, con gran esmero y dedicación, y le enseñó con la palabra y con el ejemplo, todo lo que los padres enseñan a sus hijos. José enseñó a Jesús a ser honesto, a cumplir sus deberes para con Dios, a respetar a las demás personas, fueran quienes fueran, a colaborar en lo que le era posible a todas las personas que necesitaban su ayuda en un momento determinado, a participar en la vida de su comunidad, a respetar la autoridad, a ser un buen israelita, cumplidor de la Ley, a desempeñar un oficio, y demás cosas por el estilo. Y fue también el esposo ideal para María, siempre atento a sus necesidades, siempre respetuoso, comprensivo y cariñoso, dispuesto a todos los sacrificios por ella, para protegerla, para ayudarle en lo que fuera necesario, para consolarla y fortalecerla en sus momentos de debilidad, en sus momentos de tristeza, en las situaciones difíciles de su vida, y en aquellas en las que la vida de Jesús o su integridad estaban en peligro. ¿Cuántos años vivió José al lado de Jesús y de María en su casita de Nazaret? ¿A qué edad murió José? Imposible saberlo. Lo único que podemos deducir de los textos evangélicos es que cuando Jesús salió de Nazaret para comenzar su vida pública, ya José había muerto.

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Esta deducción la confirmamos de alguna manera: 1. Con el hecho de que los evangelios no lo

mencionan para nada, ni en esta ocasión, ni en ningún momento de la vida pública de Jesús, y en cambio sí lo hacen una que otra vez con María;

2. Y porque Jesús, estando ya en la cruz, confió el cuidado de María, su madre, a su discípulo Juan; si José hubiera estado vivo, esta recomendación sobraba, lo mismo que si María hubiera tenido otros hijos, como sostienen algunos.

José murió, muy seguramente, antes de que Jesús empezara su vida pública, y su muerte fue una muerte tranquila y feliz, arropado por el amor limpio y profundo de María y de Jesús. Por eso en la Iglesia lo invocamos, entre otras cosas, como el Patrono de la Buena muerte. San José es para nosotros hoy, modelo exquisito de fe y de confianza en Dios, de entrega amorosa a su servicio, de humildad, de paz y de silencio interior. Una fe, una humildad, un silencio, activos y conscientes; una fe, una humildad, un silencio amorosos, llenos de disponibilidad, de entrega a Dios; una fe, una humildad, un silencio de escucha, de aceptación, de acatamiento de la Voluntad de Dios; una fe, una humildad, un silencio alegres y acogedores. La fe, la humildad, el silencio de José nos ponen de presente, que la paz del alma, el amor y la esperanza, son frutos maduros de nuestra entrega generosa y confiada a Dios, a su amor sin límites, y a su Voluntad para con nosotros.

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Encomendémonos a san José en la situación particular que vivimos hoy: la enfermedad, la soledad, la vejez con sus múltiples limitaciones, y pidámosle que nos ayude a soportar todos nuestros padecimientos físicos y espirituales, con dignidad, seguros de que Dios está con nosotros, y que teniéndolo a él nada nos falta.

ORACIÓN A SAN JOSÉ

Querido San José, tú que fuiste el esposo fiel de María y el padre amoroso de Jesús, escucha mi oración. Lleno de confianza en ti y en tu cercanía a Dios, quiero pedirte hoy, desde mi enfermedad (o desde mi vejez), que me consigas la gracia de tener una buena y santa muerte, una muerte tranquila y esperanzada, rodeado del amor de mi familia, como la tuviste tú, al lado de María y de Jesús, que te amaban profundamente. A pesar de mi fe sincera y profunda, siento temores que quisiera borrar de mi mente y de mi corazón, para avanzar con entusiasmo y alegría, hacia mi encuentro con Dios.

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No sé por qué, cuando pienso en la muerte, la mente se me nubla, los ojos se me llenan de lágrimas, y quisiera salir corriendo para escaparme de ella, aunque sé muy bien que no podré hacerlo, porque es ley de la vida que un día tendremos que morir. Necesito desesperadamente tu socorro, para seguir adelante, sin miedos inútiles, desprendido de todo y de todos, al encuentro con mi Señor y mi Dios, que es Dios de vivos y no de muertos, confiado en su amor clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad. Por eso acudo a ti, implorando tu ayuda, seguro de que escucharás mi súplica, y la atenderás con amor. Amén.

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AL OÍDO DE QUIENES CUIDAN Y ACOMPAÑAN UN FAMILIAR ENFERMO O ANCIANO

La enfermedad y la vejez son límites de la vida, por esta razón, el enfermo y el anciano son personas susceptibles, con los sentimientos y las emociones a flor de piel, y hay que saber tratarlos con delicadeza, para evitarles y evitarnos malos ratos. Todas las personas que sufren deber ser tratadas con infinita consideración y cariño, viendo en sus rostros el rostro de Cristo sufriente, que implora nuestro amor. Ser pacientes frente el familiar enfermo y/o anciano, es un don que hay que pedir a Dios todos los días, sobre todo cuando la situación se prolonga. Todo enfermo, sea cual sea su enfermedad, siempre tiene una esperanza de curarse, y recuperar su vida de antes. Es inútil e inhumano, destruir esta esperanza. Si es inviable, ella misma se deshará entre la niebla. Los padres ancianos y/o enfermos, están mejor en su propia casa, en medio de su familia y su ambiente natural, aún cuando haya menos recursos, que en un asilo. Todo lo que se haga con amor y con respeto, por los padres enfermos y/o ancianos, será recompensado con largueza, por Dios y por la vida. No hay por qué relegar a los ancianos y enfermos al

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último rincón de la casa. Todavía están vivos y tienen derecho a participar en la vida de la familia. Evitemos toda clase de peleas y discusiones frente a nuestro familiar anciano y/o enfermo. Repercuten significativamente en su salud, aunque no nos lo parezca. Cuando tenemos un familiar enfermo y/o anciano, con una enfermedad grave o con muchos años, tenemos que estar conscientes de que la muerte puede estar próxima, y comenzar nuestro proceso de desprendimiento, para que cuando llegue el momento, no sea traumático. Hay que tener sentido de la realidad, y no buscar para nuestros familiares enfermos, tratamientos que les causan más dolor, pero que no mejorarán de manera significativa su salud, y sólo les prolongarán la vida innecesariamente. Muchas familias han recuperado la unidad perdida por cualquier circunstancia, cerca al lecho de sus padres ancianos o enfermos. Si es nuestro caso, aprovechemos la oportunidad. El perdón es profundamente sanador tanto para los enfermos como para los que aparentemente gozamos de buena salud. Es muy importante saber buscar para nuestros enfermos y/o ancianos, la atención espiritual que necesitan en su situación particular. Acudir a la parroquia para pedir la visita del sacerdote que celebre para ellos los sacramentos de la Confesión y la Unción de los enfermos, y les lleve la Eucaristía. Respetando, eso sí,

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tanto las normas de la Iglesia, como la conciencia de la persona, porque a nadie se le puede obligar a hacer lo que no quiere en este sentido. Orar en familia por el enfermo y junto al enfermo, es una buena manera de estrechar los lazos que nos unen y profundizar nuestra fe en el amor providente de Dios por nosotros, que nos cuida y acompaña siempre, pero de una manera especial en los momentos de dolor. Tengamos presente siempre, en nuestra mente y en nuestro corazón, que todo lo que hagamos con amor a una persona que sufre en el cuerpo o en el alma, es a Jesús a quien lo hacemos (cf. Mateo 25, 40), y él sabrá recibirlo y recompensarlo con generosidad.

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ORACIONES 1.ORACIÓN DE ABANDONO (Charles de Focauld) Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea te doy las gracias, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal de que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No te pido nada más, Padre. Te confío mi alma. Te la doy con todo el amor de que soy capaz, porque te amo y necesito entregarme a ti, sin limitación ni medida, porque tú eres mi Padre. 2. ORACIÓN PARA ANTES O DESPUÉS DE LA COMUNIÓN (San Ignacio de Loyola) Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. Oh buen Jesús, llámame. Dentro de tus llagas escóndeme. No permitas que me separe de Ti. Del enemigo malo, defiéndeme. A la hora de mi muerte llámame. Mándame ir a Ti Para que con tus santos te alabe y te bendiga.

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Por los siglos de los siglos. Amén. 3.ACTO DE CONTRICIÓN (Para preparar la Confesión) Jesús, mi Señor y Redentor, yo me arrepiento de todos los pecados que he cometido hasta hoy. Me pesa de todo corazón, porque con ellos ofendí a un Dios tan bueno. Propongo firmemente no volver a pecar. Y confío en que por tu infinita misericordia, me has de conceder el perdón de mis culpas, y me has de llevar a la vida eterna. Amén. 4. CREDO Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos; subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica,

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la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la Vida eterna. Amén. 5. MAGNÍFICAT ó CANTO DE MARÍA Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia - como lo había prometido a nuestros padres - en favor de Abrahán y su descendencia por siempre. 6. ORACIÓN DE SAN FRANCISCO DE ASÍS Señor, haz de mí un instrumento de tu paz; donde haya odio, siembre yo amor; donde haya ofensa, ponga yo perdón; donde haya discordia, ponga yo armonía,

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donde haya error, ponga yo verdad, donde haya duda, ponga yo la fe; donde haya angustia, ponga yo esperanza, donde haya tinieblas, ponga yo la luz; donde haya tristeza, ponga yo alegría. ¡Maestro!, concédeme que no busque ser consolado, sino consolar; que no busque ser comprendido, sino comprender, que no busque ser amado, sino amar; porque dando, recibo; perdonando es como Tú me perdonas, y muriendo resucito a la vida eterna. Amén. 7. ORACIÓN AL ESPÍRITU SANTO Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu, Señor, y se renovará la faz de la tierra. Oh Dios, Tú instruyes los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo; concédenos ser fieles a tus inspiraciones, para discernir lo que es recto y bueno, y gozar siempre de la alegría de su consuelo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén. 8. ORACIÓN DE LA MAÑANA Señor, Dios Omnipotente, que me has hecho llegar al comienzo de este día,

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fortaléceme hoy con tu poder, para que no caiga en pecado, y todos mis pensamientos, palabras y obras sean conformes con tu Voluntad. Te lo pido por Jesucristo Nuestro Señor. Amén. 9. OFRECIMIENTO DEL DÍA Divino Corazón de Jesús, por medio del Corazón Inmaculado de María, yo te ofrezco las oraciones, obras y sufrimientos de este día, para reparar las ofensas que te hacen y por todas las intenciones por las que Tú te inmolas continuamente en el Altar. Te las ofrezco, en especial, por las intenciones del Papa y de la Iglesia en este mes. Amén. 10. ORACIÓN DE LA NOCHE Dios Padre de bondad y de amor, te doy gracias por haberme conservado la vida en el día de hoy; te suplico que me la conserves también durante esta noche; me preserves del pecado y de todo mal. Para agradarte, voy a tomar este descanso, y hago intención de amarte, alabarte y darte gracias, tantas veces cuantas respire, como lo hacen los ángeles y santos en el cielo.

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Amén. 11. ORACIÓN A SAN JOSÉ San José, esposo de María y padre legal de Jesús, enséñame a vivir en humildad como viviste tú, y alcánzame la gracia de una buena muerte, de la mano de Jesús y de María. Amén. 12. ACTO DE FE, ESPERANZA Y CARIDAD Dios mío, Trinidad Santa – Padre, Hijo y Espíritu Santo -, creo firmemente en ti, en tu bondad y en tu amor, y en todo lo que nos has revelado a lo largo de los siglos, pero de una manera especial, en la persona de Jesús, nuestro Señor y Salvador. Dios mío, Trinidad Santa – Padre, Hijo y Espíritu Santo -, espero en ti y en tu promesa de salvación y de vida eterna, para todos los hombres y mujeres del mundo, de todos los tiempos y lugares. Dios mío, Trinidad Santa – Padre, Hijo y Espíritu Santo -, te amo con todo mi corazón, quiero crecer en tu amor cada día de mi vida, y por tu amor quiero amar a todas las personas que se crucen en mi camino. Amén. 13. EL SEÑOR ES MI PASTOR (Salmo 22) El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas

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y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término. 14. ORACIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS Corazón de mi amado Jesús, confío y confiaré siempre en tu bondad; y , por el corazón de María, tu Madre, te pido que nunca desfallezca en esta confianza, a pesar de todas las contrariedades y de todos los sufrimientos que padezca. Espero que siendo tú mi consuelo en la vida, seas también mi refugio a la hora de mi muerte, y mi gloria por toda la eternidad. Amén. 15. ORACIÓN A MARÍA Santa María, Madre de Dios, dame un corazón de niño, puro y cristalino como una fuente.

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Un corazón sencillo que no saboree las tristezas; un corazón grande para entregarse, tierno en la compasión; un corazón fiel y generoso que no olvide ningún bien, ni guarde rencor por ningún mal. Un corazón manso y humilde, que ame sin pedir recompensa; que se goce al desaparecer en el corazón de tu Hijo. Un corazón grande e indomable, que con ninguna ingratitud se cierre, y con ninguna indiferencia se canse. Dame, Madre mía, un corazón deseoso siempre de la gloria de Jesucristo, herido de su amor con una herida que sólo cure el cielo. Amén. 16. LETRILLA DE SANTA TERESA Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta; sólo Dios basta.