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Los pliegues de mis arrugas Los alhelíes me saludaron con sus pétalos bañados en el rocío del alba que se desperezaba en el horizonte. La regadera, tan oxidada como mis rodillas, seguía en el mismo cuarto de donde siempre la tomaba para hidratar a mi única compañía al despertar: el jardín. Geranios, novios, margaritas, bocas de dragón, una orquídea, dos girasoles y tres rosas sonríen a cada mañana en la que las regodeo de gotitas prístinas de líquido mágico. El agua es la machera, sustancia increíble. Se desliza con tanta naturalidad sobre los tallos, las hojas y las flores… y no incomoda, solamente aporta, ayuda, brinda vida, da felicidad. El agua es la machera. Por qué no fui agua, solo agua. Al menos soy agua para este pequeño jardín que se mantendrá vivo mientras yo pueda regarlo. Luego el cielo y sus nubes junto con la lluvia trabajarán de a poco en la supervivencia de estas flores hasta que mueran, como todos algún día tendremos que hacerlo. A mi edad, sin embargo, prefiero no pensar en eso, porque cada día no es una oportunidad más sino una menos. «Ya viví», pienso cada tanto quizá porque creo que ya utilicé gran parte de los recursos a mi alrededor para llegar hasta esta edad y lo único que logré fue engendrar un jardín que ahora es mi única compañía. Ser viejo es una mierda. 21 de enero de 1938. Muere George Méliès, nazco yo. En 1956, cuando vi Viaje a la luna, me enteré de que su efeméride era la misma que la mía. Pensé a mis 18, en mis años mozos, que yo podría ser su sucesor, pero heme aquí, cuidando geranios y alhelíes que me saludan durante cada mañana solitaria y llena de pajaritos que ya no cantan porque mi viejo oído no me permite ya escucharlos. Me hubiera encantado ser como ese viejo visionario. Haciendo cálculos, Méliès murió a los 77, así que solo me quedarían dos años para lograr lo que él hizo antes de morir y luego uno más para despedirme. Y con esta fatiga que me da mientras bajo las escaleras… Creo que mejor espero a Doña M. y mientras tanto sigo regando las margaritas que cada vez parecen agradecer más el agua que se unta de óxido de la regadera. «Algo es algo» pensarían si pensaran, seguramente es lo mismo que yo pensaría. El cigarrillo es un consuelo. El cigarrillo y el café. Cosa deliciosa. Mis dientes, los que aún quedan, se embadurnaron de sus manchas y ahora solo los muestro cuando los pulmones me exigen toser para sobrevivir a esta vida de tabaco y cafeína. Sé que algún día podrá matarme el cigarrillo y el café, pero ese placer es el que me mantiene vivo; aunque también las películas, las conversaciones socialmente obligadas, los juegos y, cómo no, la creación de biografías. De vez en cuando también los libros, cuando no me avergüenza buscarlos. A esta edad, con la visión más difusa que mis propias esperanzas, me atormenta tomar un libro porque sé que me costará terminarlo. Seguir con mi vida a los 75 años no me ha sido fácil. Notar cómo el pellejo se me arruga hasta tornarse irreconocible y observar cómo cada día pierdo tanto cabello como un árbol

Si es que no la cago - Capítulo 1

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Capítulo 1: los pliegues de mis arrugas, del libro Si es que no la cago.

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Los pliegues de mis arrugas

Los alhelíes me saludaron con sus pétalos bañados en el rocío del alba que se

desperezaba en el horizonte. La regadera, tan oxidada como mis rodillas, seguía en el

mismo cuarto de donde siempre la tomaba para hidratar a mi única compañía al despertar:

el jardín. Geranios, novios, margaritas, bocas de dragón, una orquídea, dos girasoles y tres

rosas sonríen a cada mañana en la que las regodeo de gotitas prístinas de líquido mágico. El

agua es la machera, sustancia increíble. Se desliza con tanta naturalidad sobre los tallos, las

hojas y las flores… y no incomoda, solamente aporta, ayuda, brinda vida, da felicidad. El

agua es la machera. Por qué no fui agua, solo agua.

Al menos soy agua para este pequeño jardín que se mantendrá vivo mientras yo pueda

regarlo. Luego el cielo y sus nubes junto con la lluvia trabajarán de a poco en la

supervivencia de estas flores hasta que mueran, como todos algún día tendremos que

hacerlo. A mi edad, sin embargo, prefiero no pensar en eso, porque cada día no es una

oportunidad más sino una menos. «Ya viví», pienso cada tanto quizá porque creo que ya

utilicé gran parte de los recursos a mi alrededor para llegar hasta esta edad y lo único que

logré fue engendrar un jardín que ahora es mi única compañía. Ser viejo es una mierda.

21 de enero de 1938. Muere George Méliès, nazco yo. En 1956, cuando vi Viaje a la luna,

me enteré de que su efeméride era la misma que la mía. Pensé a mis 18, en mis años mozos,

que yo podría ser su sucesor, pero heme aquí, cuidando geranios y alhelíes que me saludan

durante cada mañana solitaria y llena de pajaritos que ya no cantan porque mi viejo oído no

me permite ya escucharlos. Me hubiera encantado ser como ese viejo visionario. Haciendo

cálculos, Méliès murió a los 77, así que solo me quedarían dos años para lograr lo que él

hizo antes de morir y luego uno más para despedirme. Y con esta fatiga que me da mientras

bajo las escaleras… Creo que mejor espero a Doña M. y mientras tanto sigo regando las

margaritas que cada vez parecen agradecer más el agua que se unta de óxido de la regadera.

«Algo es algo» pensarían si pensaran, seguramente es lo mismo que yo pensaría.

El cigarrillo es un consuelo. El cigarrillo y el café. Cosa deliciosa. Mis dientes, los que aún

quedan, se embadurnaron de sus manchas y ahora solo los muestro cuando los pulmones

me exigen toser para sobrevivir a esta vida de tabaco y cafeína. Sé que algún día podrá

matarme el cigarrillo y el café, pero ese placer es el que me mantiene vivo; aunque también

las películas, las conversaciones socialmente obligadas, los juegos y, cómo no, la creación

de biografías. De vez en cuando también los libros, cuando no me avergüenza buscarlos. A

esta edad, con la visión más difusa que mis propias esperanzas, me atormenta tomar un

libro porque sé que me costará terminarlo.

Seguir con mi vida a los 75 años no me ha sido fácil. Notar cómo el pellejo se me arruga

hasta tornarse irreconocible y observar cómo cada día pierdo tanto cabello como un árbol

pierde a sus hojas en otoño, hace que la angustia se apodere de mí porque siento que no me

bastó la vida pese a que he sobrevivido mucho más que algunos otros. Soy el último en

vida de la promoción 56 del Colegio Teresiano, un logro entre 26 muchachos llenos de vida

con sueños en sepia que se difuminaron como lo añejo con el tiempo.

Abelardo Gutiérrez Morsa, de Bogotá, Colombia. 1938 – 2015. Soy el único que sabe a qué

edad morirá, si es que no la cago antes. Todos mis ascendientes murieron a los 78, desde mi

hermano y mi padre, hasta mi tatarabuelo.

Gerardo Gutiérrez Fernández, 1917 – 1993. Bogotá, Colombia. Padre de tres hijos y esposo

de Mariela Morsa, dueña de la Carnicería Palermo. Ex zapatero, vendedor, lustrabotas,

lechero y en su tiempo libre escritor de historias jamás leídas. Falleció de un infarto de

miocardio un 27 de octubre. Uno solo se muere una vez y mi padre lo hizo aquel día. 55

años y lloré por él. Llorar es algo que he hecho desde siempre. Cómo me habría encantado

ser solo agua y lágrimas para tener alguna razón para existir, como mis hermanos, Tulio y

Yolanda.

Tulio Gutiérrez Morsa, 1935 – 2013. Bogotá, Colombia. Padre de un hijo y esposo de

Graciela Luján, Mariana Pérez y Felicia Coronado. 3, 1, y 2 años respectivamente. Motivos

de los divorcios: infidelidad. Graciela engañada con Mariana, Mariana engañada con

Felicia, y Felicia engañada con Doña M. Un infarto de miocardio se lo llevó para siempre el

7 de febrero de este año. Las tres lo lloraron, aunque aún más Mariana Pérez, madre de

Roberto Gutiérrez Pérez, mi único sobrino. Aún le quedan 30 para llegar a los 78, si es que

no la caga.

Roberto Gutiérrez Pérez, 1965 – 2043, si es que no la caga. Bogotá, Colombia, o quién

sabe. Padre de Tulio Gutiérrez Yepes, hijo de Hilda Yepes, única esposa de mi sobrino.

Diecisiete años de casados, qué rápido se va el tiempo. 58 años tenía yo, lucía radiante, con

mi cadera tan engrasada como el eje de una carreta de ninguna canción triste. En la boda

conocí a Úrsula, hermosa veterana. Mi último buen polvo, y hasta ahí no más. Creo que ya

murió, o quién sabe, tenía un par de años menos que yo.

Soy experto en crear pequeñas biografías. De hecho aquí, en el asilo, me la paso creándole

la historia escrita a quienes me lo piden y sienten que su día está cerca. Eso suele pasar en

la noche, cuando la luz se aleja y el fin de un día menos se acerca. «¡Abelardo, ¡escríbame,

escríbame! Quiero vivir un poco más, así sea en un papel» me dijo Raúl Sastoque un día

antes de morir. Fui yo con el último con quien habló. Me contó su vida. Quedó plasmada en

un librito llamado «Recuerdos» que ya cuenta con un decenar de biografías de personas que

existieron y ahora solo viven en un par de páginas y una lápida descuidada. Yo me encargo,

como con el jardín, de evitar que todos estos viejos mueran en el olvido del que todos

seremos víctimas algún día.

A Yolanda y a Mariela no les he hecho ─ni les pienso hacer─ biografía. Con las mujeres de

la familia es distinto porque con ellas nunca se sabe cuándo morirán, además casi no la

cagan como uno que es hombre. Es probable, de todas maneras, que mi madre ya haya

muerto pero aquí en donde estoy no tengo ni idea de qué fue lo que le pasó. Ella, como yo

ahora, fue víctima de los familiares para los que los viejos son solo un estorbo del cual se

deben encargar los hogares geriátricos acostumbrados a enterrar cuerpos llenos de

recuerdos dentro de los pliegues de las arrugas. Y a mí me quedan 3 años…

Luego de regar con delicadeza cada una de las flores coloridas y alegres que me placen la

vida porque calladas me expresan su agradecimiento por ser su agua, entro al asilo en el

cual resido. «Canitas felices» dice descaradamente en letrero a la entrada de este lugar color

azul desgastado y pintura descascarada. Hogar abandonado a la suerte de la intemperie, con

una gotera nueva cada que llueve, con relevo de enfermeras cada 3 meses ─no porque

mueran, sino porque el olor a viejo moribundo les fastidia─ y con humildad profunda, con

total desprecio de todo lo terreno, como dice aquella novena de Navidad que rezamos ayer,

17 de diciembre. Ya casi es 24, y a los viejos el Niño Dios no nos trae nada. Quizá él ya

esté muy viejo para nosotros y el reuma no lo deje viajar en el trineo con Papá Noel. Quizá

la dirección del ancianato esté errónea y por eso tampoco hayan visitas o lleguen casi

cartas; sí, quizá sea por eso. El asilo «Canitas felices», lugar triste, viejo y olvidado como

sus habitantes.

Cuántas vidas habrán dejado este mundo viviendo en esta casa. Nadie lo sabe, nadie ha

vivido para contarlo. Pepe Ferrer, el más viejo de los viejos cuando yo llegué, era el más

joven cuando se constituyó este hogar. Murió al cabo de dos horas de mi estadía. Qué vida

esta cuando todo alrededor empieza a irse para siempre y solo quedan los recuerdos. Los

que estamos a punto de morir somos solo recuerdos porque ya el futuro es una ficción que

viviendo ya vivimos. Y pues sí, lo único que queda luego de tantos años es esperar, esperar

y esperar, mientras una rutina tácita nos consume lentamente al son de una vitrola con

música que nos mantiene en un pasado sedante de todo dolor presente. «El tiempo pasa y se

nos va la vida, y lo que pasa ya no vuelve más, hay que seguir mirando hacia adelante, sin

mirar atrás…» dice en su canción Rodolfo Aicardi, moderno para algunos de nosotros.

Víspera de Navidad, música infaltable.

El desayuno es lo primero en la rutina. Comemos más pastillas que comida, pero aún así no

sufrimos de hambre. Vaya uno a saber de dónde consiguen el dinero suficiente para

alimentar a 32 ancianos resignados a la pusilanimidad. Afortunadamente nunca falta, antes

de la ración de pastillas, el huevo frito baboso hecho sin muchas ganas y el café con leche

endulzado con aguadepanela. Cada quien se asoma a una ventanilla en la que una planilla le

avisa a los chicos del servicio social qué tipo de medicamentos nos debe ser suministrado.

Nos los controlan, claro, quizá porque aún se apiadan de la agonía que nos consume. A

veces no sé si son crueles o compasivos.

Después del desayuno se avecina la contemplación del paisaje hasta el mediodía en un patio

que solo es podado dos veces al año. El ruido de la cortadora de césped, que nos perturba el

sueño cada seis meses, termina siempre segando la vida de uno de los inquilinos del hogar.

Es como una tradición metafórica de Doña M. y su hoz. Luego de ese olor a pasto que se

expele luego de ser segado sin pudor alguno, la vieja parca se termina llevando a uno de

nosotros. La última fue Yolandita Benjumea. Nunca quiso que yo le escribiera una

biografía.

Luego viene el almuerzo. Tal cual como el desayuno: como entrada pastillas y como

almuerzo un plato de comida hecho sin mucha delicadeza. A cambio del huevo al desayuno

nos sirven arroz, a cambio del café nos sirven sopa transparente con un par de verduras que

casi ni se notan. «Toca empelotarse para ver las papas en la sopa» dice siempre Bernarda

Silva, ama de casa que en su tiempo fue muy exigente al cocinar. Tenía una exquisita sazón

─cuenta ella─ hasta que la vejez la mandó a un lugar en donde no era necesario prender el

fogón de leña. De postre, una siesta que nos hace olvidar que los días siguen pasando hasta

que nos llegue Doña M. A eso de las tres de la tarde viene el momento de jugar ajedrez,

parqués, dominó, damas, dados, o lo que sea, mientras unos cuantos solo observan la

ventana y se abrigan conforme el sol se oculta. El atardecer lo observamos algunos

nostálgicos con una tertulia sobre algún hecho histórico compartido, y es entonces cuando

uno piensa que es necesario socializar para no enloquecer. De pronto al compartir

momentos se da uno cuenta de que sigue en la misma realidad y no se ha perdido en un

espacio y tiempo distinto. Eso pienso yo al menos, no sé si los demás hablen conmigo por

alguna otra razón. Por ejemplo, un día cualquiera, hablamos del Bogotazo como si fuera un

rompecabezas al que se le fuerzan las piezas para que encajen de alguna forma, y no porque

no lo hayamos vivido, sino porque no nos acordamos muy bien de los detalles. Y

conversamos sobre cómo mataron a Jorge Eliécer Galán (¿o Gaitán?) ese 9 de abril de 1948

─de las fechas me encargo yo, soy bueno recordándolas─ y cada uno hace su aporte: uno

cuenta cómo observó al Che Guevara pasando a su lado entre los disturbios, otro comenta

cómo su madre lo tomaba de la mano para huir del caos en el que la ciudad se había

convertido, otro viejo aporta que en la radio un locutor alborotaba a los manifestantes

incitando a la rebelión, mientras que uno más sale de la nada a decir que su padre había

dicho que todo estaba planeado. Cualquier otro murmura con sinceridad dudosa que Juan

Roa Sierra era familiar lejano suyo y luego uno más sale con su comentario conservador

que raya con aquel que es liberal y comienza una especie de disputa arcaica entre palabras

recalcitrantes de política y bipartidismo malsano. Al cabo de un momento se calman como

viejos testarudos que solamente pelean para mantener firme esa personalidad que los ha

llevado a sobrevivir luego de tantas arrugas. «Aquí sobrevive el más fuerte, y la fuerza para

algunos está en la terquedad» decía Porfirio Umaña con una sensatez propia de aquellos a

los cuales se les recuerda por sus sabias palabras. 1928-2012.

La cena era lo último que nos quedaba del día. Luego de la dosis final de medicamentos,

una mezcla de arroz con huevo y algo delicioso entre esa mezcolanza malhecha hacía que

la sazón se asociara con un manjar particular para uno. Los viejos aprendemos a valorar las

cosas pequeñas. Las luces se apagan luego del último bocado y cada quien para su

habitación, no sin antes ver la telenovela del momento en el televisor social rodeado de

sofás y mecedoras acogedoras de sueños finales. Más de uno se había quedado dormido

para siempre viendo «laberintos de amor», «a toda pasión», «camino a la felicidad» o

cualquier otra serie romántica del momento. Muchos otros, no obstante, solo se quedaban

dormidos hasta el otro día, y para distinguir entre un para siempre y un hasta mañana, solo

bastaba con tomar el «bastón de la vida» ─ubicado siempre al lado del televisor─ y picar la

nariz del susodicho. Si se reacomodaba, todo bien. Si la nariz estaba acartonada, dura, y no

había movimiento alguno, había que llamar a una enfermera. Era terrible tomar el «bastón

de la vida», pero había que hacerlo.

Finalmente, a eso de las 8:30 p.m., los pocos que quedamos despiertos nos vamos a dormir

a nuestras respectivas camas. Es un suplicio reencontrarnos con la almohada. Llega un

momento en el cual ese pedazo acolchado ya no te pregunta nada, ni siquiera te juzga, y es

ahí cuando comprendes que tu vida está terminando. Dormir es una cosa terrible para

nosotros los viejos. No saber si vamos a despertar, no saber si nos levantaremos con menos

fuerzas, no saber si ese será nuestro último día, eso es espantoso. Pero por suerte yo aún

sigo despertando, y mientras no la cague, seguiré pensando en regar mi jardín con

constancia hasta que me lleguen los 78.