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SIete de César Blanco Castro

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Novela con siete historias de terror al mejor estilo Stephen King.

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De

César Blanco Castro

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1º edición: Junio 2009

 

 

 

 

 

 

 

Autor: César Blanco Castro Editor: César Blanco Castro Portada: Olga Rodríguez Depósito Legal: VA-604-2009 ISBN: 978-84-613-3041-6 Código S.C : 0910114671440 Impreso en ESPAÑA

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Índice:

Prólogo Página 7 1.- En San Juan Página 9 2.- En esa curva Página 19 3.- Leila Página 33 4.- La Maquinilla Página 57 5.- Vanesa Página 69 6.- El disco blanco Página 103 7.- Sábado 17 Página 157

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PRÓLOGO Siete son las historias que componen este ejemplar que tiene en las manos. Son historias fantásticas, de suspense, intriga y dolor de barriga que se decía antes.

El escritor Cedric Salter, cuyo odio hacia España y lo español era más que evidente, dijo lo siguiente:

La falta de imaginación de los españoles queda demostrada por el hecho de que no tienen aprensión o nervios antes de entrar a un consultorio dental, como lo tienen los anglosajones, y por el hecho de que no tienen literatura sobre fantasmas.

Bien, no sé cómo serán los dentistas anglosajones para que sus pacientes vayan acojonados, y créanme que no tengo la menor intención de averiguarlo, pero el dentista al que voy yo es bueno y no tengo por qué tener miedo. Y en cuanto a lo de que no tenemos literatura de fantasmas… No seré yo quien lo niegue, será que en España no tenemos tantos fantasmas como en los países anglosajones, tómese fantasma en cualquiera de las acepciones.

Entre las historias que van a leer hay alguna con fantasmas, hay de seres imaginarios y hay en definitiva historias fantásticas con las que pretendo que el lector pase un buen rato e incluso miedo, no tanto como el que sentirían yendo a una clínica dental anglosajona pero si algo para que se sientan inquietos durante un rato.

Les doy las gracias por la elección de este recopilatorio.

César Blanco Castro

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EENN S SAANN J

JUUAANN

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En San Juan

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No medía más de medio metro y no podré quitármele jamás de la cabeza. Todo sucedió la noche de San Juan de hace dos años. No sé por qué me dio por ir a buscar un trébol para que me trajese suerte. Salí de trabajar a eso de las tres y me dirigí a Asturias sin siquiera pasar por casa. A las seis y media más o menos sonó el móvil, paré el coche en la cuneta y lo cogí, era mi madre que me decía que dónde me había metido. La conté que estaba en Asturias. Ella me dijo que si estaba loco, que como me había ido, y más así sin comer. Y justo en ese momento me vino el hambre, mucha, demasiada quizá. Acabé de hablar con ella y arranqué el coche con intención de parar en la primera gasolinera o en el primer pueblo que encontrara para comer. A los diez minutos encontré las dos cosas, una gasolinera a la entrada de un pueblo. Me sentí raro, siempre que iba… venía a Asturias el cielo estaba cubierto y hacía fresquillo. Pero ese día no, ese día hacía demasiado calor, parecía que no había salido aún de Castilla-León, mucho calor. Al salir del coche miré hacia el pueblo, no se veía ningún movimiento en el pero no le di importancia, supuse que estarían en la playa, leí el nombre del pueblo: Soto de Lidia. Miré de reojo por la gasolinera, no había nadie. Eso sí me pareció extraño. Pero como lo que yo quería era comer y no echar gasolina me volví a meter en el coche, abrí las cuatro ventanillas, bajé el volumen de la música, salí despacio de la gasolinera y entré

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en el pueblo. El pueblo estaba... vacío. No había nadie. Al final de la calle principal estaba la playa. Aparqué el coche y me acerqué a mirar...

»¡Nadie! »Sentí un golpe en el hombro derecho, me di la

vuelta completamente asustado y vi a un hombre de unos cuarenta años con la cara sonriente y que a simple vista parecía no tener muchas luces.

»—Qué... ¿no hay naide, eh? —dijo con una gran sonrisa en la cara.

»Tardé en reaccionar pero contesté poniendo la mejor sonrisa de mi repertorio.

»—Pues ya ve que no. »—Es que están pal sotu —lo dijo tan deprisa

que no le entendí. »—¿Qué? —pregunté acercando el oído. »—Qué están pal sotu —repitió algo enfadado

señalando hacia la derecha—, nun ve que ye San Juan, tan pa la hoguera.

»—Ah, ¿y dónde está el soto? »La pregunta pareció enfadar aún más al

hombre que se giró, alzó los brazos y los comenzó a mover muy rápido y muy bruscamente mientras caminaba diciendo:

»—¡Todos los caminos conducen a Roma! »Yo me quedé mirando el mar respirando ese

aroma salado que venía de el y tanta sal, tanta sal, me azuzó el hambre. Así que me giré e intenté ver por dónde andaba el paisano. Cogí el coche y recorrí de nuevo la calle hasta llegar a la gasolinera sin encontrarle.

»En la puerta había un hombre de mediana edad con barba bien arreglada que me hizo un gesto con

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la mano para que me acercara. Paré el coche, bajé y me dirigí despacio a él.

»—¿Es usted el que paró aquí antes? »Yo asentí con la cabeza y contesté que sí. »—¿Que quería?, ¿qué le decía Pepiño? »—Respondo por partes. Querría algo de comer

y —le dije al llegar junto a él—… ¡Qué todos los caminos llevan a Roma!

»Sonreímos y él dijo: »—Pues en el pueblo está todo cerrado, es San

Juan y están todos en el soto —dirigió la mirada hacia la derecha—. Vaya ahí, hay chiringuitos y podrá comer bien y muy barato.

»Miré al pueblo extrañado. »—¿No hay nadie en el pueblo? »Él negó con la cabeza. »—¿Y si os roban? —pregunté sorprendido con

una sonrisa en la boca. »—¿Pero quién va a robar? —dijo muy

rápidamente, abrió los brazos y movió la cabeza como reprendiéndome—... Si están todos en el Soto.

»Tenía tanta hambre que la respuesta me pareció la más lógica del mundo.

»—¡Venga vamos le acompaño! —Me agarró de los hombros, pero justo en ese momento aparecieron dos coches, me soltó y me dijo—. Siga por ese camino y en unos diez minutos habrá llegado al soto, es un sitio precioso.

»Y efectivamente a los diez minutos llegué al soto... y era un sitio precioso. Para llegar a el tuve que andar por un bosque muy espeso, el camino estaba bien marcado... El soto, como supongo que verá cuando llegue, es un sitio muy bonito. Hay una

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leyenda sobre el nombre al respecto que le contarán, yo ahora ni quiero ni puedo hacerlo.

»El soto es un prado junto a una playa rodeado por montes. A la entrada hay una fuente y dentro muchas mesas y bancos de madera. La playa estaba llena de gente, había tres chiringuitos, en el primero pedí comida para un regimiento. En aquella época yo era más fuerte que ahora, más bien gordo me atrevería a decir.

»Llegó la noche, ya había hecho varios amigos y estaba algo, bastante, borracho. Eran las doce menos diez y yo tenía que encontrar el dichoso trébol antes de la medianoche, así que me metí en el bosque.

»Eran las doce menos cinco y yo buscando el trébol. A y cincuenta y nueve me pareció ver uno y me agaché por él, más bien me tumbé en el suelo porque estaba muy borracho.

»Una vez en el suelo me pareció que no se estaba tan mal, así que decidí quedarme así. Miré el trébol, no era de cuatro hojas pero no me importó ya que en ese momento solo quería dormir. Cerré los ojos y dejé de escuchar ruidos durante un tiempo. Me sentí incomodo así que los volví a abrir.

»Me dio un vuelco el corazón... a unos tres metros de donde me encontraba había algo. Al principio pensé que era un perro o algún otro animal del bosque y me asusté pensando que me iba a atacar. Pero me asusté mucho más cuando observé que no era un animal, al menos no uno conocido...

»Me apoyé en el árbol mientras miraba fijamente aquella cosa... No medía más de medio metro, era de una tonalidad grisácea... con algo de

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verde... No sé, un gris averdado... muy raro. La cabeza era redonda, ni ovalada ni nada, redonda como un balón y algo pequeña, los ojos redondos también no tenían pestañas y no paraba de mirarme. Me controlaba.

»El miedo se convirtió en pánico. Y me fui levantando poco a poco apoyándome en el árbol, sin dejar de mirarle a los ojos... ojos que no podía dejar de mirar ni habiéndolo intentado.

»Me controlaba... Eso me controlaba. Al quedarme de pie Eso se quedó un poco asombrado. No se debía esperar que yo fuese tan alto. Casi me pareció verle asustado, pero esa sensación duró muy poco, unos segundos quizá.

»Eso avanzó dos pasos y pude verle más nítidamente ya que durante un buen rato le iluminó la luna... Pánico. Eso seguía mirándome, alzó un brazo. Era anormalmente grande, o eso me pareció a mí, sólo cuatro dedos alargados en las manos. Hizo un gesto con la mano como trazando un círculo y luego mas gestos pequeños, yo creo que estaba haciendo una especie de dibujo… de mí. No sé.

»Oí que se acercaba gente e intenté gritar pero no pude. No pude dejar de mirarle por si se movía y me atacaba. Era pánico lo que realmente sentía. Decidí dar un par de pasos hacia él. Retrocedió dos pasos. Me adentré, equivocadamente, más en el bosque. Le notaba detrás de mí, me daba la vuelta y ahí estaba a tres o cuatro metros escasos de mí, mirándome con esos ojos. Su expresión era la de un bebe poniendo pucheros, miraba fijamente con esos enormes ojos completamente negros. Con la textura de los ojos de los peces, pero negros del todo.

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»Caminé más deprisa, todo lo que en ese estado podía, pero siempre al girarme estaba él, a un par de metros escasos.

»Llevaba más de tres horas caminando cuando tropecé. Me incorporé rápidamente girando hacia atrás... ya no estaba, sonreí, pensé que me había librado de él. Pero al mirar hacia adelante ahí estaba... frente a mí, mirándome fijamente a unos milímetros escasos. La luna volvió a iluminarle y me fijé en su cara, completamente plana. No sobresalía nada... ni lo que supuse era la nariz, dos agujeros diminutos... ni los ojos, que tan juntos asustaban aún mas... ni los labios. Me resultó curioso porque no tenía boca... o al menos en ese momento no se la vi. Yo sudaba, él acercó más su cabeza a la mía y sin esperármelo me empujó con tal fuerza que me levantó unos metros del suelo. Lloré. El pánico es lo malo que tiene, que te hace llorar.

»Eso se acercó a mí y me empujó de nuevo, como diciendo que caminara. Yo no podía moverme y no podía parar de llorar. Eso volvió a golpearme y muchísimo más fuerte, no lo pude evitar y lloré más potentemente, y él volvió a golpearme. Empecé a caminar, avancé unos pasos y vi que Eso había vuelto a ponerse a una distancia de un par de metros de mí. Caminaba llorando, rezaba para que alguien pasase por ahí y me ayudase. Quería que llegase el día y encontrarme en el bosque rodeado de gente mirándome, señalándome y riéndose de mí al estar en el suelo tirado dormido. Rezaba para que estuviese viviendo una pesadilla, la peor de todas las que había tenido en mi vida. Me paré de nuevo para ver donde se encontraba, lo miré con odio,

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cerré los ojos unos instantes y al abrirlos me encontré con un palo que Eso había lanzado y que me dio en la cara haciéndome caer de culo. Me toqué la nariz, estaba sangrando. No lo pude evitar y volví a llorar, temblaba tanto por la fuerza del llanto como por el miedo que tenía. Los llantos me asfixiaban, la sangre al caer se mezclaba con las lágrimas y dejaban en mi boca un amargo sabor metálico.

»Eso se enfadó y comenzó a tirarme piedras, ramas y todo lo que encontraba a su mano, una piedra de gran tamaño acertó de pleno en mi nariz.

»Me levanté y seguí caminando, lo hacía sin ver porque tenía cegados los ojos por las lágrimas y la sangre. Me costaba respirar. Eso seguía detrás de mí, le sentía andar deprisa cada paso mío eran cuatro o cinco suyos.

»Me derrumbé, no podía caminar más, caí de rodillas. Me limpié los ojos como pude y miré hacia atrás. Eso permanecía quieto tenía un leve balanceo en el cuerpo. En un rápido movimiento se colocó frente a mí, me miró de arriba a abajo y sonrió.

»Fue el momento más aterrador de mi vida. Lo que yo creía que era la barbilla era, por así decirlo, su labio superior. La boca ocupaba todo el ancho de su cabeza y en ella decenas de dientes afilados, no como los de Drácula o los de los leones y tigres... eran puntiagudos... afilados, no sé cómo explicarlo. Del susto me levanté, esa sonrisa me heló la sangre. Él saltó al mismo tiempo que yo me levantaba. Abrió la boca completamente, me giré y él quedó enganchado en mi cabeza.

»Por eso le dije que no me lo podía quitar de la

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cabeza desde ese día. Hace hoy un año. Y así estamos desde entonces espalda contra espalda. Desde aquel día vivo en el bosque. En lo alto de la montaña encontré esta cueva, bueno es más una lobera, en la que cabemos solamente él y yo.

»Salgo a cazar o a coger frutas de vez en cuando... vaya, disculpe... perdone que haya empezado a llorar... Pero es que desde entonces le tengo en mi cabeza y cada día que pasa me duele más. Me está tragando, como si fuese una boa, pero sus dientes desgarran mi cabeza y cada milímetro que avanza me desgarra...

»Perdone usted que llore. Pero es que no puedo más, llevo así un año y este dolor es insoportable. Desearía morir. He intentado suicidarme varias veces, pero no me deja...

»¡DIOS QUE DOLOR! »Ve... Ve la sangre. Está avanzando. Ya ha

llegado a las cejas, con suerte dentro de poco no veré nada, o me cubrirá la nariz y entonces moriré asfixiado...

»¡¡¡DIOS QUE DOLOOOOOR!!! »¿Por qué tuve que salir a buscar aquel dichoso

trébol aquella dichosa noche de San Juan?

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Llevaba todo el día viajando. Casi seiscientos kiló-metros había hecho su Laguna desde que salió a las siete de la mañana de Soto de Lidia. Comenzaba a trabajar al día siguiente en Pucela y decidió darse el gustazo de ir a varios sitios porque no sabía cuándo volvería a verlo. Había recorrido media Asturias con sus padres y hermanos. Subieron a Covadonga, fue-ron al puente romano de Cangas de Onís, se baña-ron en la playa de Rodiles y comieron bastante bien en Ribadesella. Dejó a la familia a eso de las ocho y marchó a Valladolid, no quiso ir por la autopista. Ya era tarde cuando decidió parar en Guardo a cenar. Mientras cenaba le vino a la mente el trayecto que había hecho por el puerto de Tarna y se preguntó cómo podrían haber subido por ahí su padre, su abuelo y el resto de personas cuando no existía la autopista. Se quedó pensativo y decidió que ese ca-mino era para la gente a la que le gustaba conducir, no para los que conducen. Pagó la cuenta y pre-guntó al camarero por dónde se iba a Palencia, el camarero sonrió y le dijo:

—Coge aquella calle y recto, recto, recto. Amador sonrió y le dio las gracias. Se dirigió al

coche, la noche era agradable. Pensó en sentarse en una de las terrazas y quedarse a dormir allí ya que estaba muerto de sueño pero sin darse tiempo a re-capacitar arrancó el coche y se puso en marcha, miró la hora en el reloj acababan de dar las once calculó que en una hora poco más estaría en casa.

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Tal como le dijo el camarero condujo durante un buen rato en una carretera recta, recta, recta. Tuvo que hacer un cambio de sentido en una rotonda, volvió a mirar el reloj: las once y diecinueve. Pensó que era extraño no haber visto coche alguno desde que salió de Guardo pero sonrió y dijo en voz alta:

—Mejor. Así voy más tranquilo. Buscó en su bolsillo un paquete de chicles y al sa-

car uno vio a lo lejos, en el arcén, la figura de una chica. Se echó a reír.

—El fantasma de la cuuurva —dijo de modo sarcástico.

Al llegar junto a ella fue disminuyendo la veloci-dad y paró a unos cien metro. La chica caminó hacia el coche sin variar la velocidad de marcha, al llegar al coche agachó la cabeza y sin mirar al conductor preguntó si la podía llevar, que iba a las fiestas de un pueblo cercano. Amador asintió con la cabeza y abrió la puerta.

—¿Cómo te llamas? —preguntó sonriente, miran-do su cara. Ella no contestó— ¿De dónde eres? —Ella siguió sin contestar— Qué calladita.

Amador se sintió incomodo, miró al frente, sacó otro chicle y comenzó a mascar. Ella seguía con la mirada fija al frente. Se fijó en su vestido, era un vestido de verano, blanco con tirantes.

—Hace frío —dijo ella frotándose los hombros. Amador se fijó que el aire acondicionado estaba puesto. Lo quitó y sonrió.

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—Bueno, al menos sabes hablar. Me llamo Ama-dor —tendió la mano, ella siguió mirando al frente—. Tu misma, chica.

La chica giró la cara y miró al conductor de una manera que sintió escalofríos.

—Conduces muy bien —dijo ella, Amador se fijó en sus ojos, violetas y un poco achinados, le pareció preciosa—. Yo también conducía muy bien.

—¿Qué pasa? —preguntó sonriente Amador— ¿Te han quitado el carné?

La chica volvió a poner la vista al frente. A unos quinientos metros había una curva con una pequeña pendiente atravesando un pinar.

—¡No! —aseveró ella muy seriamente— ¡Me maté en esa curva!

Amador se echó a reír a carcajadas. A la chica pa-reció no importarle ya que seguía mirando al frente.

—Y ahora desaparecerás, ¿no? —dijo entre risas. Un extraño hormigueo le recorrió el cuerpo y sin-

tió ganas de parar el coche cuando al mirar hacia su derecha no vio a la joven que lo había estado acom-pañando. Siguió conduciendo hasta que llegó a un camino que entraba al pinar. Allí paró el coche y pu-so el aire caliente ya que tenía el cuerpo helado, del susto pensaba él. Bufó, miró al frente con la mirada perdida, salió del camino y volvió a la carretera. Lle-vaba el coche a veinte quilómetros hora, mirando por ambos arcenes. Al llegar a la zona del desvío,

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volvió otra vez a coger la dirección a Palencia, el marcador del coche no subía de veinte.

Llegó a la curva sin haber visto a la chica, volvió a meter el coche en el pinar y volvió a recorrer el ca-mino. El reloj del coche marcaba ya las doce y vein-tinueve cuando decidió que esa sería su última in-tentona. Si no la veía llamaría al frenopático nada más llegar a casa y que le fuesen a buscar.

Bostezó de una manera exagerada y, al abrir los ojos, en el arcén, a pocos metros estaba ella que caminaba de la misma despreocupada manera de antes. Amador frenó el coche y comenzó a hacer sonar el claxon, ella continuaba caminando. El salió del coche y continuó pitando mientras gritaba:

—¡Oye, tú!... Se mordió los labios y arrancó derrapando. Paró

el coche justo al lado de la chica que rutinariamente agachó la cabeza para hablar con él a través de la ventanilla. Amador abrió la ventanilla en un eviden-te estado de enfado.

—¿Podrías acercarme a… —comenzó a decir ella. —Sí, venga. Sube, sube —ella entró y él de un

modo muy brusco cerró la puerta y arrancó—. Ponte el cinto.

—Voy a las fiestas de… —dijo mientras se ponía el cinturón.

—Sí, sí. Si ya lo sé. Pero he de decirte que eso no se hace.

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Ella giró la cabeza hacia él, su cara era la muestra de la total indiferencia. Él conducía a veinte por hora.

—Porque uno de buena fe coge a una persona pa-ra ayudarla y lo mínimo que espera es que esa per-sona hable un poco, que le dé las gracias al menos y no que desaparezca a la primera de cambio.

Cogió el paquete de chicles, dos le quedaban y se los metió a la boca.

—Caray, que no soy como el del chiste. —¿Qué chiste? —preguntó ella. —El de un hombre que está haciendo autoestop

un día de lluvia y para un coche y al subir se pone a pensar sobre lo que podría hablar con el conductor —hablaba rápido, mirando al frente con el ceño fruncido—. Piensa primero en hablar de fútbol, pero se contesta que no, que igual al hombre no le gusta y le echa del coche —escupió el chicle por la venta-nilla—. Piensa después en hablar del tiempo, pero se contesta que tampoco que lo mismo el conductor lo considera una banalidad y le echa del coche. Piensa por último en hablar de política pero se contesta que no que igual él dice una cosa el conductor otra y le echa del coche. Así que apesadumbrado suspira y dice susurrando:«Pues sí». El conductor frena el co-che bruscamente y le suelta: «Pues no, y el coche es mío y te bajas».

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Amador la miró sonriente esperando una pequeña sonrisa al menos. Ella giró la cabeza al frente, alzó la mano señalando a la curva.

—En esa curva… —Sí, ya sé. Te mataste tú. Pero ahora no te vas a

ir —pestañeó y al abrir los ojos vio que ella ya no estaba—. ¡Mecagüen la…!

Frenó el coche bruscamente y dio marcha atrás. Apuró todo lo que pudo esa velocidad pero tuvo que frenar bruscamente y echarse a la cuneta cuando un coche que venía hacia él le dio las largas. Al mirar el dedo corazón que el joven conductor del otro coche le ofrecía por su ventanilla Amador pudo ver que sentada junto a él iba ella. Arrancó y avanzó hacía el otro coche dándole las largas para que parase. La L puesta en la ventanilla trasera se cayó en el mo-mento que el Ibiza rojo frenó, lo hizo tan brusca-mente que Amador tuvo que adelantarle para no chocarse. El dueño del Ibiza estaba fuera del coche, caminaba hacia el Laguna con unos ademanes de chulo que todo lo puede. Al salir Amador del coche el chaval se quedó parado al ver que era mucho más alto que él.

—¿Estás Loco? —se atrevió a decir con algo de miedo.

—¡Sí!, así que ojito —contestó Amador apartando al chaval mientras se dirigía al coche. Se paró junto a la puerta—. Oye eso de que me dejes siempre con la palabra en la boca me mosquea un poco.

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Ella giró la cara hacia él, su rostro había desapa-recido. Amador y el chico se echaron para atrás asustados. Ella salió del coche, el rostro no se veía pero parecía como si les mirase fijamente a la cara. El chico comenzó a orinarse. Amador miró hacía la calzada y luego a la cara del chico que le miraba a punto de llorar. Amador se encogió de hombros y lanzó un sonoro «¿Qué?». Al mirar hacia la chica había desaparecido. Amador volvió a su coche, rápi-damente lo arrancó y llegó a la rotonda. Miró el re-loj: las cuatro menos cuarto. Los ojos se le cerraban así que decidió parar el coche en un descampado encendió la calefacción e intentó dormir.

Más que sueño fue un duermevela, sentía como comenzaba a llover de una manera suave, sentía el viento que entraba por alguna de las ventanas mal cerradas, sentía como el coche se movía cuando pasó un camión. Y también sentía como si alguien estuviese fuera, mirándole. Abrió los ojos, y al girar la cabeza se incorporó de un brinco, asustado. Fuera del coche un número de la guardia civil le miraba, el agente sonrió al ver la cara de Amador.

—¿Tiene algún problema señor? —preguntó el agente. Amador bajó la ventanilla.

—No, no. Que va —dijo tocándose los ojos en busca de legañas—. Es que estaba cansado y paré a dormir, pero ya marcho.

—No hace falta. Si está bien descanse, no vaya a ser que tenga un accidente —contestó el agente.

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—No, si ya llevo buen rato, además en media hora estoy en casa.

—De acuerdo, señor. Buen viaje. Amador subió la ventanilla, el agente tocó el cris-

tal y volvió a bajarla. —Y que sepa que hizo bien al parar. Amador sonrió medio halagado y medio atontado.

Puso en marcha el coche y vio por el retrovisor, con dificultad ya que llovía, como la guardia civil daba media vuelta y marchaba en otra dirección. Al volver la vista al frente frenó bruscamente. En el arcén de la carretera estaba ella. Cogió una gran bocanada de aire, se arregló el pelo, contó hasta diez y lentamen-te se acercó a ella.

—¿Te puedo llevar a algún sitio? —preguntó en un tono de falsete.

—Sí —respondió ella, que al mirarle quedó sor-prendida—. Voy a las fiestas de un pueblo aquí cer-ca.

—Te llevo, pero seguro que a estas horas ya no habrá nada —dijo Amador sonriendo maliciosamen-te.

—¡Qué bueno hace aquí, fuera tenía frío! —dijo ella sin mover un centímetro de su inexpresiva cara.

Amador paró junto a una nave abandonada, bajó el volumen de la radio y puso los brazos detrás del cuello.

—¡Descansemos aquí un poco! —ella se giró, él se reincorporó rápidamente— No, no pienses mal. Es

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que como está lloviendo, mejor parar. No te voy a hacer nada malo. ¿Cómo te llamas? —Cerró los ojos, ya que el cansancio le vencía.

—Olga. Respondió ella con un tono de inquietud en la voz.

Miró a Amador, parecía dormido, así que le movió bruscamente. Él se despertó asustado al sentir la fría piel de ella.

—¡Caray, que frías tienes las manos! —exclamó mientras se frotaba el brazo con vigor.

—Hace frío fuera —fue la seca respuesta de ella. La lluvia arreció. Él subió el volumen de la música.

Ella aunque no lo demostraba en el rostro, estaba bastante inquieta, no cesaba de mirar al frente. Él miró el reloj, marcaba las cinco y cuarto, subió la mirada y se encontró con los ojos de ella.

—Eres preciosa —dijo sin bajar la mirada. Ella se ruborizó.

—Llévame al pueblo… son las fiestas —acertó a contestar Olga.

—Me gustas —Amador cogió su mano. —¿Cómo? —Ella estaba incomoda. Él la soltó rápi-

damente. —La primera vez que te cogí, pensé quedarme

contigo en las fiestas… pero desapareciste así que volví a ver si te encontraba.

—¿Primera vez? —respondió con cierto bochorno.

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—Sí —dijo él asintiendo con la cabeza— Me llevé un buen susto.

El coche arrancó, él miró asombrado. Ella señala-ba al frente con el dedo índice. La radio se apagó y comenzó a salir el aire caliente cada vez con más intensidad. El coche se puso en marcha. Amador cogió el volante pero desistió al ver que no podía hacer nada. Sudaba a mares debido al calor, al ner-viosismo y al miedo que le recorrían el cuerpo.

—La primera vez fue cuando me fijé en tus ojos son los más bonitos que he visto nunca.

El coche hizo un trompo. El agua de la carretera por poco consigue que vuelque. Amador se sujetó al asiento, ella continuaba impasible mirando al frente.

El coche comenzó aumentaba la velocidad: 50 Km/h, 70km /h, 90 Km/H…

—No te he visto sonreír, pero seguro que tu sonri-sa…

Ella se giró hacia él en el mismo momento que cogieron la rotonda a 140km/h. Él sintió ganas de devolver. El coche dio dos vueltas a la rotonda a gran velocidad y al terminar la segunda dio un trompo y se colocó a dos ruedas. Amador se golpeó la cabeza con la ventanilla rompiéndola. Olga per-manecía impasible, inerte e inexpresiva mirando al frente. El coche permaneció a dos ruedas y circulan-do a unos 90 Km/h durante tres minutos. Amador intentaba soltar el cinturón de seguridad pero los

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nervios y la sangre que le cubría los ojos dificultaba el, normalmente, simple proceso.

Varios coches que circulaban en dirección contra-ria daban las largas o pitaban para advertir del mo-do imprudente en que iba el coche. Amador co-menzó a llorar, sentía miedo, un nudo en el estóma-go que se juntaba con el desagradable cosquilleo que se siente cuando algo está a punto de suceder. Olga cogió el chaleco reflectante que colgaba de su asiento y quito la sangre del rostro de Amador. Él gritó al ver a la velocidad a la que iban. Ella soltó el chaleco, señaló al frente y dijo:

—¡En esa curva me maté yo! Amador gritó, el coche pegó un frenazo brusco y

se encabritó con las ruedas delanteras. Volcó en el mismo momento que Amador miró el rostro de ella, que desfigurado parecía mirarle con rabia. Amador cerró los ojos, el coche avanzó unos diez metros bo-ca abajo hasta llegar al terraplén donde la curva hacía una pequeña cuesta. El coche volvió a girar cayendo sobre las ruedas. Amador abrió los ojos, de los ojos de Olga caían lágrimas. Ella le acarició la cara. Amador se giró en la carretera. Dos coches y un camión habían parado y tenían las luces de emergencia. Los conductores se acercaban al coche.

—¡Ay Dios! —pensaba Amador mientras miraba como las lágrimas recorrían las mejillas de Olga— Soy como Bruce Willis en El Sexto Sentido. ¡Estoy muerto!

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La puerta se abrió bruscamente, alguien tiró de su cuerpo hacia atrás.

—¡Respira, está vivo! —dijo el orondo hombre que lo sacó— Llamad a la Guardia Civil —Volvió el rostro hacia Amador y sonrió—. Tranquilo muchacho.

Amador le miraba absorto, volvió la vista al coche y cerró los ojos al ver que ella no estaba. Una se-mana después Amador salía del Hospital. Un mes más tarde volvió a coger el coche. Eran las doce de la noche. Condujo sin excederse en las velocidades que marcaban las señales y a la una menos veinte estaba en la rotonda. Cogió una gran bocanada de aire y comenzó el trayecto despacito, muy despaci-to. A unos cien metros estaba ella, paró a su lado.

—¡Podría llevarme, tengo que ir a una fiesta en el… —Se sorprendió. Amador sonrió al ver el gesto de ella.

—¡Está bien, sube. Te llevo! —abrió la puerta, ella entró sin quitar la vista de la cara de él.

—Hace frío afuera —dijo sin esperar contestación. —Es cierto —él puso el aire en tres—. A ver si con

esto entras en calor. Ella no quitaba la vista de él, él no quitaba la vista

de la carretera. —¿Sabes qué? —Ella negó con la cabeza— ¡Creo

que me gustas! Ella sonrió, un par de lágrimas salieron de sus

ojos nuevamente. El coche continuó avanzando en la noche despacito, muy despacito.

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—Es muy difícil empezar a escribir una historia, y más cuando sabes todo lo que tienes que poner. Quieres contarlo todo tal y como sucedió, momento a momento pero no te viene a la cabeza despacito como quisieras, sino todo de golpe y acabas por no saber qué escribir primero. Podría dejar el principio para el final y escribir el resto y ya una vez escrito todo acabar por el principio. Pero eso es una tontería, me gusta leer lo que escribo y si no tengo el principio. ¿Qué?

Se encogió de hombros y abrió las manos. Leila estaba muy delgada, con la cara cubierta por vendas, sólo se podían ver sus ojos, unos preciosos ojos marrones. El psiquiatra la miraba con los ojos medio cerrados y las manos agarradas como si estuviera rezando, asintió y contestó muy despacio, calculando las palabras.

—Si quiere —Él cerró los ojos e hizo cómo que pensaba—. Si quiere puede contármelo —se señaló con las manos.

Ella dudó, miró al techo y dijo muy secamente. —¡No! —recapacitó— Bueno, sí —hizo un gesto

con la mano para apremiar al psiquiatra a que cogiera un bolígrafo.

»Todo empezó cuando fui a Soto de Lidia a descansar, había tenido un mes muy malo y necesitaba descansar. Pedí las llaves del caserón a mi madre y me fui a pasar unos días. Paré en una gasolinera a repostar y a tomar un café y no sé

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cómo demonios recibí una llamada de Cristina —puso cara de asco—. No es que me llevara muy bien con ella. La conocía desde pequeña pero siempre tenía que ser más que yo y me repateaba. Me dijo con su voz de falsa que se lo había contado mi madre —sopló hacia arriba como tratando de mover un inexistente flequillo y bebió un trago de agua—. ¡Qué falsa sonaba su voz, Dios! El caso es que dijo que iría a verme y aunque no me apetecía nada acepté.

»Llegué al caserón a eso de las dos de la tarde pero no entré. Me fui directa a la playa. El cielo estaba cubierto pero la temperatura era realmente agradable. El mar tan extrañamente calmado que apetecía meterse en el, así que lo hice. Me quité solo los playeros en los que guarde la cartera, las llaves, las gafas y otro par de cosas que tenía en los bolsillos. Me divertí muchísimo, me lo pasé como una enana. Salí después de un cuarto de hora y me dirigí al súper a aprovisionarme bien porque los siguientes tres días no tenía pensado salir más que a la playa. Tuve que llevar el carrito a casa —sonrió y dejó los ojos en blanco por un momento, se puso seria—. Me estoy yendo por las ramas, vayamos al grano... Empezó a llover nada más abrir la puerta de casa. El olor a humedad me tiró para atrás, así que fui abriendo una a una todas las ventanas empecé por las del salón, luego las de la cocina, las del dormitorio de abajo y subí a la parte de arriba.

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»Estaba demasiado oscuro y me dio algo de miedo, así que decidí que haría vida en la parte de abajo. Según bajaba, me fijé que algo pasaba en la pared. La pared estaba forrada con madera y justo en el octavo escalón sobresalía. Me acerqué y sentí un escalofrío. Di golpecitos y uno de ellos sonó hueco, apreté en esa zona y se abrió una pequeña puerta. Dentro había un espejo.

»Saqué el espejo, tenía los bordes de madera sin ningún tipo de adorno mediría más o menos sesenta por treinta, y fui bajando las escaleras de espaldas. Un relámpago iluminó el recibidor y yo que miraba el espejo me asusté al ver una figura en la puerta. Me di la vuelta y allí estaba Cristina.

»—¿Qué haces? —me preguntó sonriendo. »Yo respondí sofocada que acababa de

encontrar ese espejo. Ella se acercó e intentó arrebatármelo. Me eché para atrás y en el forcejeo el espejo cayó al suelo. La miré con rabia pensando que se había roto, pero no. Al levantarlo se abrió y apareció otro espejo y andando un poco en el logré sacar un tercero. Era un espejo tríptico, ósea tres espejos en uno. Le apoyé en la pared y nos quedamos mirándole.

»–Esto si lo vendes, te sacas una pasta. »Dijo ella mientras hacía gestos para resaltar su

figura frente a el. Se ponía de perfil y apretaba el estómago, se recogía el pelo hacia arriba... Como me repateaba eso. Yo por no ser menos hice lo

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mismo, al fin y al cabo soy, era, soy más guapa que ella.

»—No estoy nada mal —dijo sonriéndome maliciosamente a través del espejo.

»Me puse entre ella y el espejo y dije: »—Yo sí que soy guapa. »Ella se echó a reír, me pareció que con tono

despectivo, pero no pude verle la cara porque ya se había metido en el salón.

»—Hacía mucho que no entraba aquí, ¿cómo es que tienes todas las ventanas abiertas?

»Me encogí de hombros y dije que olía raro. Cerramos las ventanas, comenzó a llover con más intensidad así que la invité a quedarse a dormir y a cenar, ya era tarde. Vimos una película que daban por la tele «Don erre que erre» con Paco Martínez Soria… es graciosa, y nos acostamos pronto. Yo dormí en el cuarto de abajo, ella subió.

»Dejé el espejo frente a la cama apoyado en el armario e intenté dormir pero no pude. Sobre la una y media oí una voz que me asustó, era muy lúgubre, sonaba como con eco y decía:

»—Ahora fíjate en ti, como te ves yo me vi. Ahora fíjate en mí como me ves, te verás.

»Me cubrí por completo y no pude conciliar el sueño en toda la noche.

»A las siete me levanté y fui a la cocina a desayunar, hice un poco de ruido y Cristina bajó a los diez minutos. Tenía los ojos rojos y las mejillas

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marcadas por restos de lágrimas. Estaba completamente pálida, con ojeras.

»—¡No puedo más! —sollozó. »Me acerqué rápidamente y la abracé. »—¿Qué te pasa? —pregunté realmente

asustada. »Ella se calló, me miró fríamente y dijo: »—Y ahora fíjate en ti, como te ves yo me vi.

Como me ves, te verás. »Un escalofrío recorrió mi cuerpo y empecé a

llorar, nos sentamos. »—He estado escuchándolo toda la noche, no

paraba de oírlo. La primera vez creí que eras tú gastándome una broma y tiré una almohada hacia dónde me pareció ver una figura. Pero la figura se acercó a mí y volvió a repetirlo y entonces pude verla, era... era… —rompió a llorar y volví a abrazarla.

»Después de desayunar se dio un paseo por la playa y al volver me dijo:

»—Voy a coger el autobús de las doce. Lo siento, no me puedo quedar aquí.

»Se limpió la nariz que goteaba y me dio un beso. La acompañé hasta la parada de autobús y me fui en cuanto ella subió. Volvió a llover.

»Llegué en el mismo momento en que un relámpago alcanzaba de lleno el pararrayos de la casa. Me asusté al intentar dar la luz y ver que nada se encendía pero pensé que igual había sido cosa

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del rayo. Así que encendí una vela y fui hacia la escalera porque en un lateral estaban los fusibles. Al llegar sentí una ligera brisa en la nuca, provenía del hueco donde encontré el espejo, me acerqué a el. Al iluminarlo observé que había un libro, lo cogí y bajé rápidamente. Subí los fusibles y corrí a la cocina. Dejé el libro sobre la mesa y me acerqué al armario donde había dejado el pan de molde y la nocilla el día anterior. Mientras preparaba el tentempié miraba el libro de reojo, con recelo. Me preparé cuatro bocadillos y nada más pegar el primer mordisco abrí el libro. Tenía más de cien años, lo había escrito mi tatarabuelo Amador.

»Contaba que tenía una hija preciosa, pero muy presumida, que se llamaba Rosalía y que en el pueblo había otra muchacha también muy hermosa, Covadonga. Siempre andaban las dos peleando por ver quién era más guapa, quién llevaba mejores vestidos, ya sabe… cosas de mujeres. Un día llegó un joven de Burgos y las dos le pretendieron, pero Rosalía no jugó limpio y empezó a hablar mal de su contrincante y de su familia, llegando estas habladurías a la gente del pueblo que dejó de tratarse con ellos. El padre se suicidó y se llevó consigo a la mujer y a los dos hijos varones al incendiar la casa. Covadonga logró sobrevivir, pero completamente deformada por culpa del incendio. El muchacho regresó a Burgos al poco tiempo de suceder esto. Rosalía seguía presumiendo y se

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pavoneaba cada vez que pasaba por la casa de Covadonga. Un diez de enero encontraron a la joven muerta, colgada de un árbol a la entrada del pueblo. A sus pies había un regalo cuidadosamente envuelto y una nota en que ponía que ese regalo era para Rosalía. El regalo era el espejo que yo había encontrado.

»Al leer esto miré hacia mi habitación, asustada. La luz volvió a irse y me eché a llorar. Afortunadamente la vela seguía encendida en la mesa. La cogí y fui de nuevo a subir los fusibles. Se encendió la luz de la cocina y yo encendí todas las de la planta baja.

»Me acerqué al dormitorio y vi que el espejo seguía de pie apoyado en el armario, pero me entró un escalofrío al mirarlo. Las tripas me rugían así que volví a la cocina. Preparé más bocadillos y seguí leyendo.

»Rosalía aceptó el regalo con mucho gusto. Al abrirlo y ver que era se quedó absorta, y no pudo por menos que alabar su belleza. Subió a su habitación y colocó el espejo. Esa misma noche mi tatarabuelo se despertó por los gritos que su hija daba, preguntó y ella respondió que escuchaba una voz que le decía «Y ahora fíjate en ti, como te ves yo me vi. Y ahora fíjate en mí, como me ves, te verás».

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»Mis tatarabuelos pasaron la noche con ella, asombrándose cada vez que gritaba y les preguntaba si lo habían oído. A la mañana siguiente Rosalía estaba completamente blanca y sangraba por la nariz. El médico vino lo más rápido que pudo y recomendó que reposara y que no se acercasen mucho a ella a no ser que fuera para darle la comida.

»Durante todo el día y toda la noche no pararon los gritos, los lloros, los ruegos. A la mañana siguiente mi tatarabuela Isabel gritó de tal manera que varios vecinos del pueblo que andaban cerca de la casa entraron al temer algo malo. Rosalía parecía un cadáver, totalmente blanca, sin casi carne, con los ojos rojos llenos de lágrimas.

»Miraba hacia la puerta y decía que por favor le parasen, que no podía más. Tres días después murió, la noticia corrió como la pólvora por el condado. Al entierro vinieron familiares de todas partes incluido Alejandro, el hermano de la difunta que vivía en Madrid. Durante el entierro mi tatarabuelo no soltó de la mano a su nieta Caridad, la hija mayor de Alejandro y la niña de sus ojos, y mi bisabuela tenía de la mano al pequeño. Al llegar la noche acomodaron a los niños en el cuarto de la difunta. Los abuelos estuvieron con ellos hasta que se quedaron medio dormidos. De manera sorpresiva Caridad despertó, miró el espejo, se destapó por completo, bajó de la cama y se puso frente a el.

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»—¿Verdad que soy muy bonita? —sonrió pícaramente mirando a su abuelo a través del espejo.

»El abuelo asintió sonriendo. »—¿A que soy la más guapa güelina? »La pequeña llamaba güelu y güelina a sus

abuelos de una manera presumida porque sabía que les agradaba escuchárselo. Isabel cogió del brazo a su nieta, y la acercó a la cama mientras decía que sí, que era la más guapa del mundo. La arropó bien, apagó las luces y salió con su marido de la habitación. No pasaron ni cinco minutos cuando escucharon gritar a la niña. Rápidamente abrieron la puerta de la habitación, la niña estaba en la cama llorando.

»—¡Güeluu! —gritaba, tenía los ojos tapados con las manos.

»El abuelo la cogió en volandas. La niña se aferró a su cuello y no lo soltó. El niño rompió a llorar al ver entrar a su madre que le cogió en brazos.

»—Llevaos al niño, nosotros nos quedamos con ella.

»Los padres volvieron a su cuarto asustados. Los abuelos metieron a la niña en la cama entre los dos. Ella balbuceaba «Y ahora fíjate en ti, como te ves yo me vi. Como me ves, te verás». El abuelo tembló, miró a la niña y se sentó a su lado.

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»La abuela se acostó y la abrazó bien fuerte. Apagaron las luces, a los diez minutos la niña comenzó a gritar y a llorar. Amador agarró con fuerza las sábanas. Isabel la acunaba y besaba mientras decía que se calmase que era todo un mal sueño. La niña se calmaba pero al rato volvía a gritar y a llorar.

»—Güelín haz que se calle. »Y se agarraba a él. Amador abrazaba a la nieta

e intentaba no llorar, lo mismo intentaba la abuela. »Fue una noche muy larga, la niña se

despertaba llorando cada poco y cada vez que preguntaban qué pasaba ella respondía que alguien decía la dichosa frase. Isabel se levantó de la cama a las cinco de la mañana para hacer el desayuno. La nieta estaba abrazada a su abuelo, se miraban de tal manera que el cariño flotaba en el aire.

»La niña estaba pálida, ojerosa, con miedo pero intentaba tener una sonrisa en la cara porque veía a su abuelo triste. Le daba besos en la barba y él sonreía. Cerraron los ojos al tiempo, pero la niña volvió a gritar. Amador se sentó en la cama, con los ojos llenos de lágrimas miró a su nieta que tenía la mirada clavada en la puerta. De reojo miró el espejo del armario, en él se veía reflejada una figura encapuchada. Al mirar hacia el lugar que ocupaba en la habitación pudo distinguir una forma que se acercaba a la cama y pudo escuchar la frase, le pareció un sonido hueco, de ultratumba.

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»En el momento de decir «como me ves te verás» se levantó una caperuza y pudo ver una cara completamente demacrada con carne podrida, la cuenca del ojo izquierdo vacía y un buen pedazo de calavera al aire.

»La niña gritó y se desmayó, el abuelo se levantó furioso hacia la figura. Pero esta desapareció. Amador encendió las velas rápidamente cogió todas las que encontró en la casa y las puso en la habitación. Su hijo se despertó por el ruido y él le mandó que fuera a buscar al cura.

»Al llegar la mañana la habitación estaba llena de gente que rezaba y se asombraba cada vez que la niña conseguía dormir y acto seguido despertaba gritando y llorando. El cura, sin consultar con el obispado, quiso comenzar un ritual de exorcismo, pero se echó a llorar cuando a eso de las siete de la mañana vio como la niña despertó llorando y sangrando de la nariz pidiendo a su abuelo y a su padre que la protegiesen y tuvo que salir de la casa. Isabel estaba en la cocina sentada mirando como hervía la leche y apretando las manos con fuerza cada vez que escuchaba gritar a su nieta.

»A las diez de la mañana el médico salía de la habitación con una expresión en su cara que mezclaba miedo, ira y tristeza. Miró a la madre y a la abuela de la niña, contuvo la respiración, negó con la cabeza y salió de la casa. Isabel entró en la habitación. Al lado derecho de la niña estaba su

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marido, al lado izquierdo su hijo que tenía la cabeza vuelta para no mirar a la niña.

»Se acercó primero al hijo y le dio un beso en la frente, luego a su marido y se le quedó mirando, él no quitaba la vista de la niña que descansaba con los ojos cerrados. Isabel se sentó frente a su marido y apartó el pelo de la cara de la niña para verla, se quedó helada al ver como el pelo que había apartado cayó de la cabeza y que la niña ya no tenía casi cara, era calavera. Rompió a llorar, su hijo se giró asustado al oír como lloraba, miró a Caridad y también lloró. Amador se mordió los labios con tal fuerza que comenzó a sangrar.

»Alejandro cogió la mano de su madre y salieron de la habitación. La niña abrió los ojos e intentó gritar pero ya no tenía voz. Miró a su abuelo y sonriendo le dijo:

»—Te quiero abuelín. »En ese momento Amador lloró porque ya no

notó fuerza en la mano de su nieta. Se puso de rodillas frente la cama, golpeando la cabeza contra el colchón.

»—¡Isabel! —gritó negándole la mirada a su hijo que acababa de entrar— ¡Tu nieta ha muerto!

Leila miró la cara del psiquiatra, estaba completamente trastocado con la historia que acababa de escuchar. Ella carraspeó un poco y se secó los ojos rojos.

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—Todo esto viene escrito en el libro, palabra a palabra. El libro está en la casa, puede ir a mirarlo cuando quiera.

El psiquiatra no podía hablar, no tenía fuerza suficiente en la garganta. Llevaba más de diez minutos sin decir nada, escuchando absorto. Notó la garganta seca y carraspeando dijo:

—¿Le importa si voy por agua? Leila negó con la cabeza. Él se acercó a la

puerta, ella preguntó: —¿Podría traerme un cigarro? No fumo, pero me

apetece. Cinco minutos después ya estaba de vuelta, con

una jarra de agua con hielos, dos vasos, un cenicero, un cigarro y un mechero. Ella cogió el cigarro, dio la primera calada y tosió.

—Joder, si esto sabe a leches —dijo tosiendo aún.

—Pues tírelo —replicó el médico. —No... Éste me lo acabo. Mordía el cigarro con la mirada perdida. El

médico sirvió dos vasos de agua. Cogió el suyo y miró fijamente a Leila.

—¿Qué le pasó a tu amiga? Leila abrió los ojos sorprendida. —En el momento en que leí que mi bis-tía o lo

que hubiese sido murió, me llamó al móvil. Casi ni se la oía. Me dijo que estaba en Llanes, que el autobusero paró el autobús y gritó que se bajase. Y

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me dijo que si podía ir a buscarla. Llovía mucho pero salí corriendo. Cogí el coche y en media hora me planté allí —tragó humo, lo retuvo unos segundos y fue soltándolo lentamente, el médico se sirvió otro vaso de agua.

—Al llegar a Llanes, la llamé para ver dónde se encontraba, ella me dijo que en el mirador de San Pedro, aparqué el coche porque estaba cerca y fui a buscarla. Tardé bastante en darme cuenta de quién era, pasé a su lado al menos tres veces, pero todas ellas creí que era una yonqui... Me di cuenta que era ella por los zapatos, no creo que ninguna yonqui lleve zapatos de tacón tan caros y tan bonitos como los que ella llevaba. La zarandeé un poco, ella abrió los ojos y me sonrió, parecía E.T., estaba demacrada, la nariz con restos de sangre, la cara casi sin carne. Era un puro esqueleto. Alzó los brazos para que la cogiera y eso hice. Sentí asco por lo mal que olía, a vómitos, meados...

»Estuve por dejarla tirada. Fuimos despacio hasta el coche, al abrir la puerta se paró una patrulla de la policía municipal, un chico y una chica. Ella se me puso chula diciéndome que si me ayudaba. Yo empecé a gritar que si no habían visto a esa chica antes y montándoles un buen pollo. Me dejaron por imposible y me metí en el coche. Comenzó a llover de lo lindo, pero tuve que ir todo el viaje con las ventanillas bajadas de lo mal que olía. Al llegar a casa la tiré directamente en la

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bañera, pesaba tan poco que podía moverla de un lado a otro con una sola mano. Ella estaba aturdida, no reaccionaba con nada.

»Mientras la bañaba me contó que en el autobús solo escuchaba la maldita frase y que al mirar por la ventana en una ocasión pudo ver una figura que se quitaba una caperuza, y me describió lo que vio cuando se la levantó. Lo mismo que vio mi tatarabuelo. Gritó de tal manera, que dos niñas que había cerca de ella se pusieron a llorar. El autobusero paró, se acercó a ella y dijo que como gritase otra vez, la bajaba.

»«La próxima a la calle, la próxima a la calle», repetía Cristina mientras la secaba. Al secarla gritó de tal manera que la solté, ella miraba hacia la puerta que estaba abierta y entonces pude ver la figura. Yo también grité y me puse a llorar, cerré los ojos fuertemente y al abrirlos ya no estaba. Cris seguía llorando en el suelo cubierta por la sabana, me levanté y salí de casa corriendo.

»Me quedé junto al coche mirando, empapándome con la tormenta. No pasaron dos minutos cuando a lo lejos vi que alguien se acercaba en bicicleta, se paró junto a mí. Era Pepiño el, por así llamarlo, tonto del pueblo. Se quedó mirando la casa, luego alzó la vista al cielo y lo señaló con la cabeza, yo levante la mía también...

»—Esta noche van a pasar cosas muy raras.

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»Me quedé mirándole pero él se puso en marcha otra vez y desapareció por el camino al soto. Volví a entrar, cogí el bolso que lo tenía tirado en el suelo de la entrada y llamé a la madre de Cristina para que vinieran a buscarla. Ella se puso histérica cuando la dije en que estado se encontraba su hija y más cuando la escuchó gritar diciendo que alguien la ayudara. Colgué y entré al cuarto de baño. Cristina estaba tirada en el suelo aún boca arriba, como una tortuga, intentando levantarse.

»La alcé y fuimos a mi habitación. Saqué un chándal y se lo puse, estaba tan delgada que se le caía. La dejé tumbada en mi cama y fui a la cocina a hacerme bocadillos, tenía mucha hambre. Estaba cortando unos cachos de chorizo cuando volvió a gritar, yo me asusté, miré hacia el cuarto y me corté en tres dedos.

»—¡Eres una gilipollas! —la grité con tal fuerza y tal rabia que ella se calló.

»Me envolví los dedos con papel de cocina y entré al cuarto. Ella sollozaba y pedía disculpas, me dio muchísima pena, así que la abracé y estuve acunándola un par de minutos. Me fijé que no le quitaba ojo al espejo así que lo cogí con tal rabia que cayó al suelo y se quebró, no llegó a romperse. Lo lancé desde la puerta hasta más allá de mi coche. Cerré y fui a curarme los cortes. Tardé cinco minutos y volví al cuarto. Al entrar se me encogió el corazón, Cristina estaba muerta con un papel en la

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mano derecha y un lapicero en la izquierda. «LO SIENTO» ponía en el papel… En mayúsculas.

»No sé de dónde saqué las fuerzas, porque solo tenía ganas de tirarme al suelo y llorar, pero me acerqué a la puerta de casa y llamé a la Guardia Civil. Me quedé en el portal de la casa, esperando. Al cuarto de hora llegó el primer coche, media hora después ya había tres. La ambulancia llegó al mismo tiempo que los padres de Cristina. Su madre cayó de rodillas en la entrada de la casa. Yo no podía parar de llorar. Una enfermera me trajo tranquilizante, pero ni con eso.

»Tardaron casi siete horas en llevarse a Cristina. Al sacar el cadáver miré para otro lado y rompí a llorar de nuevo, la madre de Cris que estaba algo más calmada se sentó a mi lado y me abrazó. Estuvimos llorando juntas.

»A las tres y media de la mañana ya no había nadie en casa, seguía lloviendo pero yo no quería entrar y entonces fue cuando lo oí. Tenía los ojos cerrados, estaba medio dormida ya y detrás de mí, o en mi interior más bien, escuché clarísimamente «Y ahora fíjate en ti, como te ves yo me vi. Y ahora fíjate en mí, como me ves, te veras». Me meé. Intenté no abrir los ojos pero no pude, volví a escucharlo por segunda vez y algo me rozó el brazo.

»Algo que estaba helado, pero que quemaba al rozarme. Intenté gritar pero no podía, no me salía nada de la garganta y escuché por tercera vez la

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frase mientras abría los ojos. Entonces sí pude gritar, y de lo lindo, porque al abrirlos me encontré frente a la cara más horrorosa que hubiera podido imaginar.

»Mi tatarabuelo se quedó corto al relatarlo y Cristina debió no contármelo del todo para no tener que recordarlo. Sentí su aliento mientras decía la frase, y un hormigueo me recorrió todo el cuerpo. El grito se me cortó. Ya no podía gritar más, y aquello seguía diciendo la frase, una y otra vez. Entonces hubo un silencio, me levanté sin poder ver porque tenía los ojos llenos de lágrimas y me quedé en medio de la calle, no paraba de llover pero me sentía más segura ahí. Más segura hasta que miré bajo mis pies... El maldito espejo. Las gotas al caer sobre él hacían un ruido más ensordecedor que una bomba. Me quedé inmóvil al ver en la puerta de la casa a la figura que me señalaba con su mano izquierda. Y volví a escuchar la frase. Me tapé los oídos y me tiré de rodillas sobre el espejo que esta vez sí se rompió clavándoseme muchos cachos.

»Caí sobre el costado derecho con las manos en los oídos y las rodillas ensangrentadas. La figura repetía sin cesar la frase. Pero no deprisa sino expirando las palabras y recalcándolas una a una. La figura se acercó a mí, cerré los ojos y dejé de escuchar la frase.

El psiquiatra miraba atónito e incrédulo a Leila que jugueteaba con la colilla del cigarro.

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—¿Cómo es que aún estas viva?, porque eso pasó ya hace un mes... Y por lo que me has contado, la gente no dura más de un día o dos.

Ella se encogió de hombros y abrió mucho los ojos. El psiquiatra entendió con ese gesto que ella no sabía cómo aún estaba viva. Leila miró al frente, dejó la vista clavada en la pared, no movió ningún músculo. El psiquiatra se empezó a impacientar, y se toqueteaba nervioso el bolsillo del pantalón.

Ella parecía no respirar siquiera. Él sacó un paquete de ducados del bolsillo y lo puso sobre la mesa, se quedó mirando el paquete porque mirar a Leila le incomodaba.

—Fumar es malo —dijo Leila, él levantó la mirada y se asustó mas al ver que ella seguía sin moverse—. ¿Quiere saber cómo es que aún sigo viva? Se lo voy a contar... Yo estaba en el suelo llorando, con los ojos cerrados, había dejado de escuchar la dichosa frase así que me levanté, me apoyé en el coche y comencé a rezar. Esperaba que se apareciese el ángel del pueblo, ése que desde pequeña me contaban protegía al pueblo y sus gentes.

»Y entonces sucedió lo que Pepiño había predicho, las cosas raras. En el cielo se formó un claro y se vieron las estrellas, dejó de llover y un viento suave me acarició la cara. El claro se hizo más grande, yo pensé que era el ángel que venía a rescatarme, pero pasó algo más curioso...

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»Luces, como las que he visto en fotos de la aurora boreal. Era precioso y durante un par de minutos me olvidé de todo. Solo pensaba en lo extraño que era ver eso, a esas horas y en Soto de Lidia. Tenía los ojos llenos de lágrimas y aquello me pareció aún más fascinante, y volví a escuchar la frase: «Y ahora...». Las rodillas me tiraron literalmente al suelo, sentí como los cristales me empujaban hacia el espejo «fíjate en mí...»

»Observé mi cara en el espejo roto y entonces me vino a la cabeza una idea. Sentí un dolor muy grande en el estómago, y en los brazos notaba como me estaba quedando sin carne, la sensación era un hormigueo. Yo imaginaba una especie de pastilla efervescente dentro de mí. El dolor se extendió a las piernas, y luego a los brazos. Yo seguía mirándome al espejo, intentando no gritar pero el dolor llegó a la cabeza y cerré los ojos mientras gritaba lo más alto que pude.

»—Como me ves, te verás. »Se hizo de nuevo el silencio y volvió a llover.

Abrí los ojos y me estremecí, mi cara era igual que la de Cristina poco antes de morir, parecía una anoréxica. La figura estaba frente a mí, tumbada en el suelo también. La miré con odio mientras se levantaba la caperuza. El dolor en mi cabeza era insoportable y pegué un cabezazo en el cristal. Volví a escuchar la frase. El dolor fue disminuyendo. La figura ya no estaba. Miré el espejo, estaba

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completamente roto uno de los cachos. Agarré el pedazo más grande, me senté, apoyé la espalda en la pared y haciendo de tripas corazón comencé a rasgarme la cara, las piernas, los brazos... El estómago.

El psiquiatra se quedó pálido, sin saber que decir. Leila se quitaba las vendas lentamente, sin darle importancia a la situación en que se encontraba el hombre.

—¿Puede creer que tenía unos labios muy bonitos? No es por presumir pero eran preciosos y sabían besar... Me los arranqué.

El doctor vomitó cuando vio la cara de Leila. —Yo era guapa, no una belleza, pero sí bien

guapa y ahora, soy esto... Se levantó de la silla. El doctor lloraba. Ella

comenzó a llorar también. —Pero al menos ya no oigo la voz. Ahora sé que

no moriré, eso espero y creo. Ella se sentó otra vez, él se levantó y corrió a la

puerta al llegar ella gritó. —Eh, eh, ¿puedes hacerme otro favor? Él asintió con la cabeza. —Al amanecer, el espejo, no sé cómo, volvió a

su aspecto original. Lo guardé a tiempo, antes que llegara nadie... En el hueco... Junto al octavo escalón. Vaya, cójalo y destrúyalo... Quémelo o haga lo que quiera con él... Pero que no vuelva a matar a nadie.

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Él asintió con la cabeza. Ella alargó la mano hacia el paquete de tabaco, sacó un cigarro, lo dejó en el borde de la mesa y comenzó a ponerse el vendaje. Él salió de la habitación.

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La Maquinilla

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Tenía seis o siete años cuando decidió afeitarse por primera vez. Había visto hacerlo muchas veces, a su padre, a su tío Oscar, a su tío Martín...

Cogió el bote de espuma y apretó dejando salir tanta que la mano desapareció. Se extendió la espuma por la cara sin dejar de mirar el espejo y mientras se la ponía fue alargando la otra mano para coger la maquinilla. Subió la maquinilla despacio, la dejó apoyada en la mejilla izquierda junto a la oreja y al comenzar a bajar la enorme mano de su padre le separó de una manera bastante brusca la maquinilla de la cara. El niño se asustó, el padre al verle no sabía si reír por el aspecto que tenía el niño o reñirle y castigarle para que no lo volviera a hacer. Se decidió por lo último. Se arrodilló y fue quitando la espuma de la cara de su hijo.

—Mira. Afeitarse es muy peligroso. Aún no tienes barba ni pelillos. No vuelvas a coger una maquinilla nunca estando solo… no ves que si te cortas y la maquinilla prueba tu sangre ya no querrá ninguna otra cosa —acabó de limpiarle la cara, dejó la toalla en el suelo y le miró fijamente—. ¡Solo tu sangre! —lo dijo tan fríamente que el niño se quedó paralizado con la mirada fija en la maquinilla que su padre había dejado en el fregadero.

Veinte años después el niño convertido en adulto tenía

una barba enorme que pasaba su oronda cintura, sotabarba según el diccionario. No había cogido la maquinilla ni una sola vez. Durante todo ese tiempo siempre que miraba a la cara de algún hombre le veía con barba o con perilla. Siempre veía las barberías llenas de hombres esperando, pero nunca había querido cortar la suya.

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Tuvo problemas serios cuando hizo la mili y cuando buscó trabajo, pero nunca se tocó la barba. Parecía un místico con esa enorme barba y llamaba mucho la atención verla por encima de trajes cuando iba a bodas o bautizos.

—Aún así —pensaba a menudo—. Hay gente que la tiene más larga que la mía.

Un buen día el niño se echó novia. Ella en lo primero que se fijo fue en su barba y lo primero que le preguntó fue: ¿cuándo te la vas a cortar? Él no la hizo caso y continuó caminando, pero ella le siguió durante toda la tarde.

Otro buen día el niño cumplió treinta años y su madre y su novia le regalaron un equipo completo para el afeitado con una maquinilla de color rojo que le llamó extrañamente la atención.

—Esto es para que te quites esa barba, que ya va siendo hora —dijo su novia sonriendo mientras sostenía en alto un vaso de sidra.

El niño miró a su padre de la misma asustada manera que le había mirado más de veinte años atrás.

Meses después de su cumpleaños el niño aún no se

había afeitado y no habían sido pocas las ocasiones en que tanto su madre como su novia le habían dicho que lo hiciera, que estaría mucho más guapo sin la barba. Pero él no quería, se encontraba a gusto con ella. Llegaron las navidades y con ellas los problemas, los padres de su novia iban a venir a la ciudad para conocerle e iban a celebrar Nochebuena en su casa.

Fue la semana más traumática que tuvo en toda su vida, parecía que se hubieran compinchado las mujeres de su vida. No había día, hora, minuto o segundo en que alguna le

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dijera: «Oye, ¿por qué no te afeitas?» o «Con lo guapo que estarías afeitadín» o «¿Y para qué te regalamos eso?».

Pero puede más la tozudez de muchos que la fuerza de voluntad de uno así que al mediodía del día veintiocho de diciembre el niño se encerró en el cuarto de baño.

Con la mano temblorosa cogió las tijeras y fue cortando despacito, despidiéndose mentalmente de cada trozo. Pasados unos minutos ningún pelo sobresalía de su cara. Se miró en el espejo, parecía que se había quitado varios años de encima, sus ojos dejaron de mirar al espejo y los fijó en la nada mientras pensaba que no hacía falta usar la maquinilla, lo igualaría todo con la eléctrica y no correría el riesgo de cortarse. Unos golpes en la puerta le sacaron de su abstracción. Abrió y se encontró a su madre y su novia sonrientes mirándole como si hubiesen visto algo maravilloso. La novia entornó los ojos y el niño ya sabía que le iba a poner alguna pega.

—Déjate perilla, estarás mejor. Dijo ella mirando a su futura suegra, que asentía con la

cabeza, mientras decía: —Que ganas de darte un besín en la mejilla sin pelos,

como cuando eras pequeño. El niño iba a pegar una voz, pero la cara feliz de su

madre le hizo cambiar de idea. Dio un beso a cada una y cerró la puerta. Puso la maquinilla eléctrica al uno y repasó toda la barba. Acto seguido comenzó a darse espuma como de crío. Sonrió al ver toda su cara blanca, con esa barba falsa parecía Papa Noel.

Ya había llegado la hora, respiró profundamente y sacó del estuche la maquinilla roja. Expulsó el aire despacio y comenzó a afeitar por la garganta. Con sumo cuidado pasaba

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la maquinilla, tardó bastante en ver sin espuma la parte más difícil del afeitado. Continuó con la mejilla derecha. No sabía a qué altura dejarse las patillas pero no se preocupó demasiado ya se lo arreglaría su novia. Cinco minutos después tenía ese lado de la mejilla perfecto.

Movió el cuello de derecha a izquierda, se guiñó un ojo y comenzó con el lado izquierdo. Ya no le temblaba el pulso. Pensaba como había podido tenerle tanto miedo todo este tiempo a hacer algo tan sencillo. Sonreía pensando la cara que iban a poner al verle salir. Ya sólo le quedaba una pasada. Limpió la maquinilla en el agua, la acercó a la mejilla y lo que siempre había estado temiendo sucedió. La maquinilla cortó su mejilla. La tiró en la pila que se llenó rápida y extrañamente de sangre. Abrió la puerta del baño bruscamente con la maquinilla en la mano. Se dirigió a la cocina y la tiró a la papelera mientras decía enojado:

—¿Estáis contentas? Ya me corté. Me voy a trabajar. Su madre y su novia le miraron sorprendidas. El niño

salió del portal, miró serio al balcón desde dónde le observaban con cara preocupada su madre y su novia, y abrió la puerta del coche. Se sentó, quitó con la mano el vaho del cristal y dejó la bolsa con el almuerzo en el asiento del copiloto. Algo le oprimió la garganta, no podía quitar la vista del asiento, un miedo irracional le recorrió el cuerpo y recordó las palabras que su padre le dijo en el cuarto de baño tiempo atrás.

—«…si te cortas y la maquinilla prueba tu sangre ya no querrá ninguna otra cosa» —respiró hondo y comenzó a reír.

¡Qué ridiculez! Lo más probable es que mientras se cambiaba su novia o su madre o alguien cogiera la

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maquinilla, bajase y se la pusiese en el asiento. Al fin y al cabo era el día de los inocentes.

—Una broma un poco pesada —dijo mientras giraba la ruleta para poner aire caliente.

Cogió la maquinilla, salió del coche y miró al balcón. Ellas aún seguían ahí así que alzó la maquinilla sonriente y caminando hacia atrás sin dejar de mirarlas se acercó al contenedor de basura, levantó la tapa con la mano izquierda y con la derecha tiró la maquinilla de una manera ostentosa. Volvió al coche levantando los brazos en señal de triunfo y al abrir la puerta guiñó un ojo y mandó un beso.

Todo el camino fue pensando en lo cruel que había sido esa broma y cada vez que paraba en un semáforo miraba la tirita que tenía en la cara, no sabía si debía quitársela o no. Se la quitó.

Llegó al trabajo, todo el mundo le decía que qué cambiado estaba y le gastaban bromas con su aspecto nuevo. Antonio, un hombre barbudo como todos pero al que todo el mundo respetaba por ser el que más tiempo llevaba en la fábrica y el de mayor edad, se le acercó con el ceño fruncido.

—¿Qué te has hecho?, ¿por qué te has afeitado? —decía mientras movía la cabeza del niño, que agarraba por la barbilla, de un lado a otro. Observaba milimétricamente el afeitado, de repente paró, le apretó fuertemente la barbilla e inspiró profundamente— ¿Qué es esto? —exclamó en voz baja, pero de un modo tan brusco y con un golpe tan fuerte de voz que todos los compañeros callaron y miraron hacia ellos

—Na…na…nada —tartamudeó—. Me he cortado.

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Antonio le miró con rabia, apretó más la barbilla del niño y soltó:

—¿Te has cortado? —miró a todos los compañeros, sonrió y gritó— El niño pequeño se ha cortado, la primera vez que te afeitas y te cortas —soltó una carcajada y le despeinó, la expresión de la cara de Antonio pasó de rabiosa a amistosa en un segundo—. Anda que… vaya inutilón que eres.

Todos rieron. El niño también pero con una sonrisa de preocupación.

Faltaban trece minutos para que dieran las siete, la hora del bocadillo y el niño se encontraba arreglando una máquina. Apretaba tres tornillos y acabado el trabajo. Entre las herramientas que tenía a mano no estaba el destornillador que necesitaba así que sin girarse tanteó en la caja de herramientas, los ojos se le abrieron completamente, tragó saliva y despacio se giró llevando la mirada a su mano parada sobre algo que había reconocido solo con el tacto, volvió a tragar saliva.

Debajo de su mano, entre las herramientas de la caja, estaba la maquinilla. El color rojo le impresionó aun más, porque parecía rojo sangre y le pareció ver restos entre las cuchillas.

Sin dejar de mirar, cogió el destornillador que necesitaba, apretó los tornillos, cogió la maquinilla y la tiró a un contenedor. Recogió la herramienta y se fue corriendo a los vestuarios, abrió el grifo y comenzó a mojarse la nuca, la frente, acabando por poner la cabeza entera en el chorro de agua. El resto de la tarde no habló con ningún compañero y cada vez que pasaba junto al contenedor lo hacía lentamente

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cerciorándose de que la tapa estaba bien cerrada pero sin querer mirar dentro.

Salió el último de la fábrica, el coche estaba solo en el aparcamiento. Al llegar a el rascó con fuerza el hielo que había en la luna delantera, limpió el cristal, miró los asientos y respiró aliviado. Arrancó el coche y lo dejó en marcha calentándose, la luna trasera se descongelaba rápidamente. Subió el volumen de la radio para no oír los latidos de su corazón que estaba acelerado pensando en la maquinilla.

—Viernes —dijo el niño en voz alta—. Hoy es viernes. He quedado. Beberé. Me lo pasaré bien y me olvidaré de todo.

Aceleró el coche dos veces, metió la mano en la guantera para ver si le quedaba algún cigarro de antes de haberlo dejado. La frente se le llenó de sudor frío salió del coche de rodillas con la mano extendida, se levantó y despacito se dirigió a la puerta del copiloto. Una vez abierta metió la mano en la guantera, cogió la maquinilla y la lanzó con rabia, gritando. Cerró la puerta del copiloto. Se miró los pantalones, estaban mojados, lanzó otro grito hacia el lugar dónde había lanzado la maquinilla, se metió en el coche y salió derrapando a gran velocidad.

La puertecilla de la guantera continuó abierta todo el camino. Él miraba de reojo cada poco a la guantera y al asiento del copiloto. El sudor frío no se le había quitado y la frase que le dijera su padre de pequeño le venía una y otra vez a la cabeza. Media hora después había conseguido aparcar el coche. Cerró la guantera, se atusó el pelo y salió del coche hacia atrás con la mirada fija en el asiento del copiloto. Al salir tropezó con una pareja, el chico le miró sonriente señalándole la cara.

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—Deberías haberte echado after-shave —el niño le miró extrañado—. ¡Ahí!, estás sangrando.

El niño se echó para atrás tocándose la zona donde se había producido el corte. Gritó al ver sangre en los dedos índice y corazón. La pareja se asustó y se marchó sin dejar de mirarle. El niño se tocaba la cara ansiosamente y cada vez que lo hacía sangraba más. Se sentó en el suelo, el móvil comenzó a sonar descolgó y con la mirada fija en la nada respondió:

—Estoy fuera, ahora entro –respondió secamente. El bar no estaba muy lleno. Su novia y sus amigos le

esperaban al fondo. Ella se levantó y se movió para que la viera, él saludó y entró al cuarto de baño. Se miró el corte. Según se lavaba la cara entró el hermano de la novia.

—¿Qué te pasa? —el niño le miró y le respondió fríamente.

—Me corté esta mañana y ahora me ha empezado a sangrar otra vez.

El cuñado salió y regresó a los pocos segundos con un paquete de pañuelos de papel y una colonia de bolsillo de alguna de las chicas.

—Toma date esto, escocerá, y luego ponte un cacho de papel.

A los dos minutos salían del cuarto de baño y se dirigían a la barra. Ella le dio un beso y miró preocupada, él pidió una copa y le quitó un cigarrillo a su cuñado, lo fumó de tres caladas, estaba ansioso. Se encendió otro en el momento que le acabaron de servir la copa, la cogió con los ojos cerrados la acercó a la boca y soltó el cigarro y el vaso al tiempo a la vez que gritaba.

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La gente le miraba asustada, él miró al suelo. Entre los restos del vaso estaba la maquinilla, había estado a punto de cortarle el labio… ¿o se lo había cortado? Se miró la mano, había sangre, se giró hacia su cuñado con el labio superior echado hacia delante.

—¿Me he cortado? ¿Me he cortado? —el cuñado negaba con la cabeza—. Tengo sangre en los dedos… ¿Me he cortado?

Su novia le empujó y le gritó que parara, que no se había cortado el labio. El miró al suelo, la maquinilla ya no estaba

—Me voy a casa —gritó llorando y salió del bar ante la mirada atónita de la gente, su cuñado hacía el gesto de estar loco.

El niño corría por la calle nevada, mirando a todos los lados, agarrándose a la gente. Un coche de la policía paró, el agente del lado del copiloto bajó, se ajustó los pantalones y le gritó con buenos modales si le sucedía algo. El niño, con los ojos abiertos como platos, respondió que no. Que quería llegar a casa, dormir y olvidarse de ese horrible día. El agente le dijo que fuera con cuidado, se metió en el coche y desapareció. El niño se sentó en un banco cubierto de nieve, apoyó la mano y se levantó de un saltó. La maquinilla estaba en el banco. Salió corriendo, ya solo le quedaban cien metros para llegar a su edificio. Se paró en la puerta, respiró hondo metió la mano en el bolso del abrigo y al tiempo que sacaba las llaves se quitaba el abrigo. El abrigo yacía en el suelo y se podía entrever en el bolsillo izquierdo la cabeza de la maquinilla.

Abrió la puerta del portal a golpes y cerró mirando el abrigo. Al llegar a casa lo primero que hizo fue ir al baño. Se quitó toda la ropa, lavó su cabeza y sin apagar las luces se

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metió en la cama. Se cubrió la cabeza con la manta y respiró aliviado pensando que al día siguiente habría terminado todo, o que estaba durmiendo y en breve despertaría de una pesadilla.

Cerró los ojos, giró la cabeza y volvió a abrirlos llenos de lágrimas.

Sollozó. A la mañana siguiente la casa del niño estaba llena de

policías. Su cuerpo tapado con una manta y sangre por todas partes. La madre y la novia lloraban en el comedor acompañadas por bastantes familiares. El padre se levantó al ser llamado por un agente de paisano con una enorme barba.

Los dos entraron en el cuarto, el padre no quitó la vista de la cama de su hijo desde el momento en que entró en la habitación.

—¿No le advirtió nunca de los peligros de afeitarse? —preguntó el agente.

—¡Sí! ¡Pero es que esta juventud nunca escucha!.

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—Aún estáis a tiempo de conseguir el fabuloso pre-mio... Un fin de semana en el Palacio Parador de So-to de Lidia para tres personas —La voz que salía de la radio sonaba falsamente alegre, pero Vanesa se acercó para subir el volumen—. Solo deberéis res-ponder a una simple pregunta... ¿Quién escribió El Lazarillo de Tormes?

El locutor soltó una carcajada. Vanesa sonrió y co-gió el teléfono pensando que sería un timo. Sonaron cinco tonos antes de que descolgaran. Una voz feme-nina le preguntó su nombre y dijo que esperase mientras el locutor anunciaba que ya tenían un con-cursante al otro lado. Vanesa se puso nerviosa.

—Buenas noches, ¿cómo te llamas? —dijo el locu-tor intentando parecer serio.

—Andrés —respondieron, Vanesa se entristeció. —Y bien Andrés, ¿sabes la respuesta a la pregun-

ta? Vanesa se dispuso a colgar pero una amable voz

femenina la dijo que esperase. —No, si yo llamaba para decirle a mi novia que la

quiero mucho y que es la mejor, te quiero Gemma. El chico colgó rápidamente. Por el auricular Vanesa

escuchó la voz del locutor. —Buenas noches, ¿tú quieres decirle algo a tu pa-

reja o llamas por el concurso? —Por el concurso —respondió Vanesa tímidamente —Habla un poco más alto, que no te oigo. Vanesa gritó con todas sus fuerzas.

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—¡Por el concursooo! —Guau —dijo el locutor—, me has dejado sordo. Vanesa soltó una carcajada. —Y bien, ¿cuál es la respuesta? Vanesa sonrió pícaramente y dijo muy despacio,

creando intriga: —El escritor del Lazarillo fue un tal... Anónimo. El locutor se echó a reír, ella también. —Muy, muy bien, ¿señorita...? Vanesa volvió a reir estrepitosamente. —Vanesa, me llamo Vanesa. Oye, ¿y ya está? ¿Es

mío el premio? —Sí —dijo el locutor mientras sonaba una canción

de Mecano—. Ahora te tomarán los datos y vais cuando queráis, es un sitio muy bonito.

Cinco minutos después Vanesa había colgado a la chica de la radio y estaba llamando a su mejor amiga para que supiera que le había tocado un premio.

A la mañana siguiente las dos entraban en la emi-sora de radio para recoger el premio. La recepcionis-ta felicitó a Vanesa y dijo que esperasen un momento para hablar con el director. Diez minutos después salió el director, un hombre bajito, medio calvo pero con una sonrisa sincera en la cara. Alargó las manos y apretó muy fuertemente las de Vanesa y Marisa, su amiga.

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—Felicidades, y gracias por escuchar nuestra emi-sora. Si no te importa me gustaría que recibieras el premio en directo, en el programa que estamos emi-tiendo ahora.

Vanesa se puso colorada. —¡Qué corte! —dijo en voz baja. El director, siempre sonriente, señaló con la mano

hacia el estudio y exclamó: —Bah, no es nada. Además ahora van a entrevis-

tar a un hipnotizador... Será divertido... Vamos. Las dos chicas se dirigieron al estudio. Poco tiempo

después la ruborizada Vanesa sonreía temerosa cuando el hipnotizador dijo que intentaría una regre-sión con ella. El hombre sacó un reloj del bolsillo de su camisa y comenzó a girarlo mientras hablaba pau-sadamente.

—Fíjate en el reloj. Respira despacio. Ahora el reloj gira, en cuanto pare de girar comenzará a moverse de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Tú deberás seguirlo con la mirada —Vanesa sonrió sin quitar la vista del reloj—, respira más profundo, y concéntrate en mi voz... Solo oirás mi voz, ahora empezaré a contar hasta diez... Cuando llegue a diez cerrarás los ojos y te encontrarás en tu décimo cum-pleaños.

Marisa sonreía mientras se frotaba el lóbulo de la oreja izquierda bastante nerviosa. Vanesa miraba fijamente el reloj. El hipnotizador contaba lentamen-te, al llegar a diez ella cerró los ojos. Su amiga se

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sorprendió mucho. —Bien Vanesa, ¿cuántos años tienes? Vanesa movió la cabeza en todas direcciones con

los ojos cerrados pero como si viese lo que tenía de-lante.

—¿Quién es? —dijo sorprendida. Marisa cogió su mano.

—Soy tu profesor y me han dicho que hoy es tu cumpleaños, ¿es cierto?

Ella asintió con la cabeza y sonrió. —Hoy cumplo diez años. —Hala, diez añazos ya... ¿Te han regalado alguna

cosa? Ella puso pucheros y negó con la cabeza. —No, todavía no. El hipnotizador miró a Marisa y ella puso cara de

no saber qué pasaba. —¿Cómo es que no te han regalado nada? Vanesa puso cara de compungida. —Pues porque estoy en clase aún. Todos rieron. —Cierto, cierto. Bueno Vanesa me voy a despedir,

te dejo que vayas a casa a por los regalos. Cuando chasquee los dedos quedarás dormida.

Chasqueó los dedos y ella dejó caer la cabeza dormida. Marisa escribió en un papel que intentase una regresión a una vida anterior con ella y se lo dio al hipnotizador, éste lo leyó y asintió con la cabeza.

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—Vamos a intentar ahora que Vanesa retroceda aún más en el tiempo. Espero que cuando se despier-te no se enfade mucho.

Se produjo silencio en el estudio, todos tenían la mirada fija en la pobre chica dormida. El hipnotizador puso su mano en la frente de Vanesa, inspiró hondo y muy suavemente comenzó a hablar.

—Vanesa ahora vas a ir más allá, vas a retroceder en el tiempo al momento en que naciste...antes in-cluso de nacer. Ahora estás en el vientre de tu ma-dre, ¿qué sientes?

Vanesa no movió la cabeza que aún la tenía caída con los pelos cubriendo su cara.

—No sé que siento. Marisa carraspeó y bebió un vaso de agua sin qui-

tar la mirada de su amiga. —¿Hace frío... calor? —No sé que es frío… ni calor. El hipnotizador se echó las manos a la cabeza y

subió las cejas a modo de sorpresa al resto de la gente.

—Vamos a intentar ir más allá... Aún no has sido gestada, ni siquiera estas en el vientre de tu madre. ¿Qué ves?

Silencio. —Nada. El hipnotizador bufó sorprendido, se giró hacia Ma-

risa y dijo en voz baja: —¿Qué te parece si lo dejamos?

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Ella asintió con la cabeza en el mismo momento que Vanesa alzó la suya y gritó:

—Dios bendito, ¿qué fice? Todos sintieron un escalofrío que les recorrió el

cuerpo. El hipnotizador tragó saliva dos veces antes de poder hablar.

—¿Qué fice? —negaba con la cabeza, tenía aún la cara cubierta por el pelo, comenzó a llorar— ¿Qué fice, qué fice?

Marisa la cogió una mano y ella se soltó brusca-mente. El hipnotizador bebió su vaso de agua de un trago.

—¿Qué es lo que has hecho...quién eres? —preguntó nada más acabarse el vaso.

Ella se giró hacia él y luego movió la cabeza inten-tando escudriñar a través del pelo donde se encon-traba.

—¿Dónde estoy?, ¿en el infierno? El hipnotizador negó con la cabeza, Marisa colocó

los pelos de su amiga y al ver su cara quiso llorar. Vanesa tenía los ojos rojos con lágrimas y había algo en su expresión que hizo que pensara que no era ella, parecía otra persona. Vanesa se quedó mirándo-la fijamente.

—¿Quiénes sois? —inquirió asustada. El orondo hipnotizador, que sudaba de una manera

descontrolada, se acarició la barba y dijo: —Somos unos amigos. El es Javier, yo me llamo

Carlos y ella es...

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Señaló a Marisa, que tardó en reaccionar y decir su nombre asustada por lo que estaba sucediendo.

—Marisa, yo soy Marisa, ¿No me reconoces? Vanesa la miró y pronunció un no muy seco que

hizo que Marisa comenzara a llorar. Vanesa se volvió a Carlos erguida, puso un ademán muy orgulloso y se acicaló el pelo.

—¿Usted quién es? —preguntó Carlos, ella le miró de arriba a abajo y contestó:

—Mi nombre es María Luisa de Castro Fernández —dijo de un modo altivo.

—¿De dónde es María Luisa? Ella cambió su actitud y se mostró más humilde. —Soy natural de Sigüenza pero al casarme hube

de trasladarme a Soto de Lidia, al palacio de mi ma-rido.

El presentador y Marisa se sorprendieron al escu-char esto.

—¿Por qué lloraba antes? —dijo Carlos. —Porque fice algo que non tien perdón. Se produjo un incómodo silencio y todas las mira-

das fijas en Vanesa. —¿Qué? —¡He cometido suicidio! Todos reaccionaron con sorpresa. Marisa se le-

vantó asustada. Carlos hizo un gesto con las manos para que se sentara.

—¿Por qué se ha suicidado? —Mi esposo ha muerto e non sé qué facer sin él.

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—¿Qué edad tiene María? Ella volvió a ponerse erguida, soberbiosa. —¡Eso non preguntase a una dama! Carlos sonrió. —¿Sabe qué día es hoy? —Es quince de agosto del año mil e trescientos e

seis. Marisa se sorprendió porque el quince de agosto

era el cumpleaños de Vanesa. —Dios bendito ¿qué fice, que fice? —volvió a gritar

y se desvaneció. Carlos se levantó y alzó la cabeza de Vanesa. —Voy a contar hasta tres. Cuando cuente tres te

despertarás y no recordarás nada de lo que ha suce-dido. Uno... Dos... Tres.

Vanesa se despertó, miró a su alrededor. Marisa aún permanecía en pie, el locutor bebía agua bastan-te nervioso y el hipnotizador se encendía un cigarro más nervioso aún. Vanesa sintió miedo y rompió a llorar. Marisa la abrazó y lloraron juntas.

Días después Vanesa se encontraba esperando sentada en un banco frente a la catedral. Un hombre hablaba solo. Vanesa le miraba sorprendida y con una sonrisa de incredulidad en la cara.

—¿Qué pasa? —gritaron en su oído. Vanesa se asustó y miró atrás. Era su hermana

que al ver la cara que se le quedó con el susto echó a reír.

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—¡Que payasa eres! —miró al hombre y le señaló con la cabeza—, ese hombre lleva hablando solo un buen rato... Creo que está jugando a los chinos.

—¿Con quién? —preguntó sonriente su hermana. —¡Él solo! —respondió muy seria Vanesa. Se quedaron calladas unos segundos mirándole y

echaron a reír al tiempo. —Muchas gracias —dijo Cris, su hermana. —¿Por qué? —Por invitarme, me hace falta descansar. Vanesa sonrió. —De nada... Allí viene ésta. Por su izquierda venía Marisa algo despistada con

cara de sueño. —Venga vamos —gritó Cris— que hay muchas co-

sas que comprar— Marisa sonrió y se acercó a ellas.

Vanesa se despertó sobresaltada, miró la hora en el despertador… la una y once. Sonrió pensando que era la hora de Atila, el rey de los «Hunos». Se giró tapándose la cabeza con la manta y cerró los ojos. Sintió una gran presión en la cabeza, alguien la hundía en la almohada.

—¡No digas nada, no hables! La voz, de tonalidad indefinida, sonaba en tono

amenazador casi suspirada, con un leve eco. Vanesa ni abrió los ojos, quien fuera tiraba del brazo derecho hacia atrás y hacía arriba. Cada segundo la fuerza

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con la que apretaba su cabeza y con la que retenía el brazo era mayor, notaba un extraño hormigueo por todo el cuerpo que obstruía su garganta e impedía que se moviera.

Vanesa quería llorar, quería girarse bruscamente y tirar a quien fuera al suelo. Pero no podía. La noche iba pasando. Vanesa inmóvil bajo la manta quería gritar o llorar pero el hormigueo se lo impedía, creyó que iba a asfixiarse. Abrió un ojo y miró la hora… las cuatro y veintisiete.

—¿Crees que vas a poder hacer algo?... ¡Hazlo! Se escucharon unos pasos en el pasillo Vanesa

abrió un ojo y vio luz debajo de la puerta se giró rápidamente y apretó el interruptor…

Nada. En el pasillo se apagó la luz, miró la hora, eran ya

las seis menos diez. Vanesa se quedó de rodillas en la cama mirando la puerta un buen rato. Los ojos los tenía rojos y la cara marcada por las lágrimas, traga-ba saliva con dificultad y su mente permaneció en blanco hasta que por las persianas comenzó a verse la luz del amanecer. En ese momento oyó ruido pro-veniente de la cocina, era su madre que se había le-vantado y puesto la radio. Entonces rompió a llorar. Su madre no tardó ni medio segundo en llegar al cuarto. Cuando su padre y su hermana llegaron Va-nesa estaba en los brazos de la madre llorando como una cría.

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Los tres días siguientes se sucedieron rápidamen-te, sin ningún suceso extraño. Vanesa dormía con las luces dadas y procuraba no estar sola en ningún momento. La noche antes de ir al palacio, su madre se quedo mirándola extrañada, se acercó a ella y se colocó bien las gafas.

—¿Te has puesto lentillas? Vanesa puso cara de extrañada y abrió mucho los

ojos. —No, que va. ¿Por qué lo dices? La madre se frotó los ojos pero en seguida cambió

el gesto extrañado por uno despreocupado. —Es que los tienes negros, y los tuyos son color

miel… pero será cosa de las luces. Sonó el timbre del microondas y la madre se fue a

la cocina. Vanesa se dirigió al baño, acercó los ojos al espejo, miró hacia la cocina y movió la cabeza como reprendiendo a la madre

—¡Están como siempre! —gritó—, ¡creo que estás un poco chocha!

—¡Será eso! —se oyó decir a la madre. Vanesa sonrió, volvió a mirar al espejo y se soltó

el pelo. Tenía la mirada fija en el espejo. Buscó un cepillo, lo cogió y comenzó a peinarse lentamente. La melena le llegaba a media espalda, cada vez que pa-saba el cepillo se sentía más tranquila, todos los pro-blemas y las preocupaciones parecían desaparecer, sentía una gran paz interior.

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—Oye, voy a bajar la basura —dijo su madre mirándola desde la puerta del baño. Vanesa asintió con la cabeza.

Se escuchó un fuerte portazo debido a la corriente de aire que había por la casa y Vanesa se sobresaltó. Se levantó con la mirada perdida y se acercó al co-medor con intención de cerrar la puerta del balcón para que no hubiera corriente. Su padre se había quedado dormido viendo la tele.

Salió al balcón y se agarró con las dos manos a la barandilla. En la calle su madre charlaba con una ve-cina junto al contenedor. Una suave brisa movió len-tamente su pelo, acarició su piel y subió por la espal-da mientras ella cerraba los ojos disfrutando del momento. El cielo estaba cubierto de nubes que por el momento no tenían ninguna intención de descar-gar.

La brisa recorrió sus hombros, ella con los ojos ce-rrados movía la cabeza pausadamente acompañando el recorrido de la brisa. Vanesa sonrió al notar cómo la brisa se transformaba en un par de manos que masajeaban su cuello… era una sensación tan fantás-tica. Las manos dejaron de acariciarla para dañarla. Notaba como apretaban cada vez más fuertemente. No podía resistirse a la presión que desde los hom-bros la empujaba a apoyar la barbilla en la barandi-lla, comenzó a sollozar. Respiraba lentamente, le costaba exhalar el aire y por lo tanto hablar.

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Los ojos los mantenía cerrados ya que en el mo-mento de sentir la presión comenzó a llorar y ahora tenía los parpados pegados. La fuerza empujaba a Vanesa hacia fuera del balcón. El pie derecho se su-bió a la jardinera en la que su madre cultivaba petu-nias pisando alguna de ellas. Pudo abrir los ojos y en un impulso dar un grito.

—¡Papá! ¡Mamá!... El padre se levantó de un brinco sin siquiera abrir

los ojos. La madre desde el contenedor gritaba sin saber que hacer exactamente.

—¡Ay Dios Bendito! Mi hija… Goyo… Goyo… El padre quiso llorar al ver a su hija en ese estado.

Se acercó a ella y en un rápido movimiento la metió dentro del salón y cerró la puerta. El impulso al me-terla hizo que los dos cayesen al suelo. Goyo abrazó a su hija fuertemente, con el corazón roto de oírla llorar. La madre entró alterada junto a la vecina y un par de personas más.

—¿Qué te ha pasado cariño? —dijo mientras ayu-daba al padre a levantarla y dejarla en el sofá.

Los vecinos salieron comentando el suceso. La madre de Vanesa se despidió de la vecina diciéndola que al día siguiente la contaría lo que había pasado. Antes de volver al comedor puso a hervir agua y sacó un par de sobres de un armario, uno de valeriana y otro de tila. Salió a la puerta y vio a Vanesa tumbada en el sofá cogiendo de la mano al padre que estaba sentado en el suelo frente a ella.

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Vanesa

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—¡Gracias papá! El padre asintió con la cabeza. La madre volvió la

vista a la cocina para ver si el agua hervía al girar la cabeza tuvo que mantener un grito de horror, frente a ella algo flotaba en la oscuridad. Algo que sentía que la miraba fijamente. Dio un paso hacia atrás, parpadeó y al abrir los ojos eso ya no estaba ahí. No quería salir al pasillo, sentía que en la oscuridad aún estaba esa figura.

—¡Goyo, Goyo. Enciende la luz del pasillo, por fa-vor! —ordenó.

Goyo miró a su hija que asintió y le soltó de la mano. Lentamente se levantó y anduvo los siete pa-sos que le separaban del interruptor del pasillo.

—¿Te pasa algo cariño? —dijo asomando la cabeza a la oscuridad del pequeño pasillo.

Su mujer no respondió, él puso la mano en el in-terruptor. Vanesa rompió a llorar.

—¿Qué le pasa a la niña? —gritó Isabel. Goyo giró la cabeza, su hija tenía los ojos cerrados

y temblaba. Apretó el interruptor y la luz del pasillo se encendió. Isabel asomó la cabeza y en el mismo segundo que su cuerpo salió de la cocina la luz se apagó y ella gritó al ver la figura a escasos centíme-tros. El marido se asustó al ver a su mujer a través de algo que era como una niebla. Apretó varias veces el interruptor sin conseguir que la luz volviese. Dio dos pasos hasta uno de los cajones del armario don-de guardaban la linterna, al abrirlo levantó la cabeza

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y vio como el interruptor del comedor cambiaba de posición. La habitación quedó a oscuras, él tanteó en el cajón buscando la linterna. Vanesa gritó, él la miró y pudo ver algo frente a ella. Goyo encontró la linter-na la sacó rápidamente y la cambió de mano, el cajón se cerró bruscamente rompiéndole la mano qué reposaba en el. Gritó, el dolor le tiró al suelo. Vanesa e Isabel lloraban, él cogió la linterna del suelo la vol-vió a encender e iluminó hacia la figura. La mesa en la que se encontraba la silueta se movió unos centí-metros y varias figurillas de las estanterías cayeron al suelo.

La luz volvió, Isabel entró corriendo al salón. Su hija se encontraba hecha un ovillo sobre el sofá y su marido en el suelo con la mano colgando. Vanesa al ver a su padre, se tiró al suelo y fue gateando hacia él.

A la mañana siguiente las tres amigas miraban el

embalse de Riaño mientras comían algo. El móvil de Vanesa sonó, ella descolgó, era su madre.

—Hola —dijo masticando deprisa—, ¿qué tal en el pueblo?

La madre estuvo hablando con ella durante diez minutos mientras Cristina y Marisa se ponían crema para el sol en los brazos o mandaban mensajes. Cris sonrió al ver a su hermana colgar y dejar el móvil sobre la mesa.

—¿Qué te contaba?

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Vanesa

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—Cosas. Ya están en el pueblo. A ver si cuando

volvamos la semana que viene está todo más tran-quilo.

Su hermana asintió mientras sorbía por la pajita del refresco. El cielo estaba cubierto de nubes. El único ruido que se oía era el del viento que lo hacía de una manera suave, como meciendo. Vanesa cerró los ojos, dejaba que el viento chocase contra su her-mosa cara y se dividiese para seguir su camino. Se sentía como si no tuviese ningún problema. Le vino a la mente la noche anterior, una calma parecida, una sensación idéntica fue lo que puso su vida y la de sus padres en un gravísimo aprieto. Abrió los ojos altera-da, sus compañeras de viaje estaban echando a un contenedor la bolsa con los desperdicios.

—¿Qué, nos vamos? —preguntó Cristina, mientras abría la puerta del conductor.

Vanesa asintió con la cabeza, se acercó al coche lentamente, volvió a echar un vistazo al agua del embalse y se metió en la parte trasera del vehículo. Al arrancar, la música sonó a todo volumen y asustó a las tres chicas. Marisa bajó rápidamente el volu-men. Vanesa se echó a reír después de decir que eran unas pardillas.

El coche llegó a un stop en la salida del pueblo, la radio comenzó a sonar con interferencias. Cristina apretó un botón y la música de un CD llenó el vehícu-lo. El vehículo que las seguía pitó, Marisa giró la ca-

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beza y se encontró con la puerta trasera abierta. Va-nesa estaba a unos veinte metros en dirección al puente. Pusieron el coche en la isleta y salieron co-rriendo hacia ella. Vanesa estaba ya junto al puente, al borde de la acera, mirando hacia el otro lado.

—¡Ahora… No mires… Pasa al otro lado… Rápido! —todas esas frases las escuchaba Vanesa, sonaban como si viniesen de todos lados, enfrente, a su dere-cha, arriba, detrás— ¡No viene nadie… Adelante… Tienes que hacerlo… Hazlo! —la voz sonaba cada vez más rápida, más alto, más cerca, podía sentir el invi-sible aliento en su cara, en su nuca, en la barbilla— No viene nadie… Hazlo… ¡AHORA!

Ésta última orden asustó tanto a Vanesa que ade-lantó una pierna hacia la carretera. La voz continua-ba sonando, ordenando, volviendo loca a Vanesa que cerró los ojos y dio el paso.

Los pitidos del camión parecían gritos humanos. Pero ni ese ruido ni el del frenazo que estaba reali-zando para no atropellarla sacó a Vanesa de su esta-do de trance. Lo que consiguió que abriese los ojos fue una bofetada de su hermana cuando la depositó a salvo en la acera.

—¿Pero eres idiota? —gritaba asustada y enfureci-da— ¿Qué demonios pensabas?, ¿qué hacías?

Las dos hermanas se pusieron a llorar al mismo tiempo. El camionero se sentó junto a ellas, estaba en un evidente estado nervioso, se secaba el sudor con un pañuelo y no cesaba de preguntar si se en-

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Vanesa

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contraban bien. Marisa lloraba también pero fue al coche rápidamente a por agua para Vanesa.

El palacio se encontraba en lo alto de una ladera,

mirando al mar, a medio camino entre el pueblo y el soto. Edificado a principios del siglo XIV imponía res-peto con su vetusta apariencia, en su exterior se había modificado la parte que daba al mar con una terraza acristalada bajo el torreón para poder disfru-tar de las vistas durante todo el año, pero que afeaba la del castillo.

Las tres chicas disfrutaban del paisaje y miraban sonrientes el que sería su próximo objetivo, la playa. Dos mares completamente distintos se distinguían en menos de cincuenta metros, uno pausado a la dere-cha el de la playa, que parecía querer complacer a la gente que se encontraba en el, y otro completamente encrespado a la izquierda, el que da a los acantilados bajo el palacio, que parecía querer entrar y arrasar con todo.

—¡Vaya faena, acabo de leer que este fin de se-mana vendrán lluvias! —dijo Marisa mientras dejaba desganada el periódico mirando por encima de sus gafas de sol.

—No os preocupéis —dijo el señor Marcelo que comía en la mesa contigua una sopa marinera—, este fin de semana hará calor.

Las tres chicas se miraron sorprendidas y dieron las gracias al señor. Vanesa se levantó para ir al ba-

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ño. Entró en el corredor y miró por las ventanas que daban al precioso patio que también servía de terraza con el buen tiempo.

Alrededor de una fuente con las figuras de varios querubines había mesas recogidas. Apoyó sus manos en el alfeizar de una ventana y miró fijamente la fuente hasta que la imagen se distorsionó, olía a hierbabuena. Movió la cabeza tratando de enfocar de nuevo el patio y vio junto a la fuente la figura de un hombre que parecía mirarla a ella. El olor a hierba-buena se hizo más intenso, parecía como si acabase de ser regada.

El aspecto del hombre la atrajo de inmediato, alto, con una barba cuidada al igual que la melena, y de constitución fuerte. La ropa, como de otra época, que el hombre llevaba fue lo único que consiguió desviar la mirada de Vanesa de los ojos del hombre.

Dos chicas del servicio salieron al patio y comenza-ron a colocar las sillas, otros dos chicos colocaban la vajilla en la mesa. Vanesa se sorprendió al ver que el hombre ya no estaba.

—¿Bajamos a la playa? —preguntó su hermana, provocando una caída debido al susto a Vanesa.

Cristina se rió y ayudó a su hermana a levantarse del suelo.

—¡Son las ocho ya, no podremos bañarnos! —exclamó Marisa compungida.

Cristina se encogió de hombros. —¡Qué más da!, bajamos, nos mojamos los pies y

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subimos a cenar. ¿No te parece hermanita? Vanesa contestó un inaudible sí. La cena se alargó hasta las tres de la mañana gra-

cias a la excelente temperatura y a que se produjo una agradable charla entre la gente de las cuatro mesas que rodeaban la de las chicas y la gente del servicio. En un par de ellas unas veinte personas, casi todos jóvenes, miembros de un partido político, que realizaban una reunión en aquel lujoso lugar. En las otras dos mesas estaban un grupo de chicos de la misma edad que las tres amigas y un par de matri-monios mayores.

—¡Pues vaya suerte tuviste! ¿Y cuál fue la pregun-ta? —curioseó Javier mientras acababa de beber su copa.

Vanesa respondió algo avergonzada mirando pri-mero a todos y bajando la cabeza al responder.

—¿Quién escribió El Lazarillo de Tormes? Casi todos se echaron a reír. Los miembros de las

juventudes socialistas, de alrededor de veinte años, miraban sonrientes pero sin saber por qué los demás reían. Soraya, una chica de ese grupo, se levantó, hizo ver que tenía varios piercings y un tatuaje y preguntó.

—¿Y quién lo escribió? La carcajada fue mayor que la anterior. Soraya se

sentó bastante ofendida. —¿De verdad no lo sabes? —preguntó Marisa di-

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vertida. Soraya respondió con un no bastante agresivo. Los

demás chicos avergonzados respondieron lo mismo con la cabeza.

—El escritor es anónimo —respondió Tomás, otro de los chicos de la misma edad que las tres amigas.

—¿Y ese quién es? —preguntó provocadoramente Soraya.

Las carcajadas fueron tan grandes que algunos huéspedes se asomaron al patio. La chica se marchó empujando a Marisa y al chico que respondió y haciendo que cayera el tercer cubata que éste se to-maba. Los amigos de la chica la siguieron y solo uno se paró a pedir disculpas.

—¡Hay veces que me da miedo estar en el patio! —aseveró Patricia, chica del servicio que bebía una jarra de cerveza con limón.

—Parece como si hubiese alguien aquí. Lo noto y os juro que más de una vez he salido corriendo —sonrió con la mirada perdida.

En el rostro de los contertulios se reflejó la sorpre-sa y la inquietud.

—Aquí ha muerto mucha gente —dijo Isma, otro chico del servicio, que al ver alzarse más de una ceja sorprendida sonrió y comenzó a explicarse—. Ahora no, me refiero a en la antigüedad. Los casos más co-nocidos —prosiguió tras carraspear— fueron los de María Luisa Castro, conocida como la alcarreña, que se suicidó al poco de morir apuñalado en este patio

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su marido Don Bermudo Gismera por unos enviados de un rey moro.

—¿Cómo se suicidó? —preguntó la mujer más ma-yor del grupo.

—Se lanzó al mar. Consiguieron rescatar su cadá-ver y dicen que la enterraron aquí —respondió des-ganado.

Vanesa miró a Marisa que no había quitado la vista de su amiga desde que el muchacho comenzó la na-rración. Cristina atendía a la historia fascinada y mo-vió el vaso hacia Javier para que le rellenase.

—Hay gente que ha visto los fantasmas de los dos. Él aquí abajo —dijo moviendo el vaso por encima de su cabeza para señalar el patio—, y ella por ahí arri-ba.

Miró hacia su izquierda, pero los ojos de su com-pañera se fueron atemorizados hacia el lado contra-rio. Todos los presentes siguieron con la mirada la fachada del patio hasta llegar al lugar que los ojos de la muchacha indicaban. Un grito les sacó a todos de su ensimismamiento.

—¿Pero tú eres idiota? —gritaba Cristina dando palmadas en la espalda de Javier que reía— ¡Qué susto me has dado! El próximo hielo te lo metes por el culito, majo.

La gente sonrió, las dos parejas se despidieron hasta el día siguiente.

—Sí, será mejor que recojamos el chiringuito —dijo amablemente Martín, el jefe del servició.

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Fue una mañana agradable la que pasaron las chi-cas en la playa. Vanesa consiguió olvidar todo lo que durante los últimos quince días había estado suce-diendo. Se tumbó sobre la enorme toalla, cerró los ojos bajo las gafas de sol y se dedicó a relajarse es-cuchando el sonido del mar, entremezclado con la risa de los niños.

A las dos recogieron todo y subieron al palacio a comer. Se sentaron en la misma mesa de la terraza acristalada del día anterior que tenía como vecino al mismo hombre que miraba entusiasmado el horizon-te.

—¡Uno no puede saberlo todo! Miró a Marisa, que no comprendió, y señaló con la

cabeza al exterior. A lo lejos una gran masa de nubes negras avanzaba hasta la costa. La imagen era pre-ciosa, la oscuridad del horizonte y la claridad del pueblo. Cristina se frotó los brazos.

—¡Me está entrando frío mirándolo! —dijo seria. A las cuatro y cuarto Vanesa echaba la siesta, sus

compañeras veían en la tele un programa del corazón y ponían a parir a los presentadores. Marisa se asomó a la ventana tras el primero de los cinco relámpagos que iluminaron la habitación en menos de un minuto y despertaron a Vanesa.

—¡Qué guapo esto, mirad! Las tres miraban el mar embravecido y la lluvia.

Cristina se acercó a la puerta tras oír un par de gol-pes de llamada. No había nadie frente a la puerta,

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pero sí en el corredor. El fantasma de María Luisa miraba hacia el patio,

giró la cabeza y clavó su mirada en los ojos de Cristi-na que salió decida de la habitación cerrando la puer-ta. El fantasma comenzó a andar hacia el lado opues-to al que estaba Cristina. Ésta se sentó en un banco de madera asustada cuando vio desaparecer la figura de la mujer.

—¿A quién esperas ahí? —preguntó sonriente Ma-risa desde la puerta de la habitación.

—A nadie —acertó a decir Cristina con la mirada ausente, pensando en lo sucedido—. A nadie.

A las tres de la mañana abonanzó la tormenta sin que nadie se percatase de ello. Amaneció un día es-tupendo, toda la gente desayunaba en la terraza.

—¡Qué raro se me hace, un domingo y yo desayu-nando pronto y sin resaca! —dijo Javier sonriendo.

—¡Qué pena que lloviera toda la noche, habría es-tado bien bajar al pueblo de fiesta! —exclamó Sora-ya.

—Pues haberlo hecho —dijo Marisa con tono burlón en voz baja sin mirarla mientras untaba mantequilla en una tostada.

Vanesa y Cristina sonrieron. Patricia entró corrien-do en la sala, con la cara pálida, se sentó en una silla y comenzó a llorar. Todos se levantaron para ver qué pasaba. Marisa la llevó un vaso de agua que ella be-bió de un trago.

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—¡ Dios. No entréis al corredor! —decía balbucean-te.

La doble puerta que daba a la terraza comenzó a moverse despacio. Nadie lo percibió ya que se que-daron petrificados al ver como las sillas se habían agrupado junto al ventanal que daba al mar. Un par de platos se pusieron en vertical y comenzaron a gi-rar sobre la mesa. Vanesa se sentó en el suelo junto a la muchacha y se dobló asustada. Cristina fue la primera que vio el movimiento de la puerta al arrodi-llarse para tranquilizar a su hermana, señaló la puer-ta y a medida que la gente miraba hacia ella el mo-vimiento era más violento. Provocando un ruido tan aterrador que algunos se taparon los oídos. El venta-nal estalló en mil pedazos al ser golpeado por las si-llas que cayeron por el barranco. Más platos giraban sobre las mesas y un par de compañeros de Soraya se mearon en los pantalones. Las puertas se abrieron con tal ímpetu que una de ellas cayó al suelo y la otra quedó medio colgada.

Un extraño silencio se adueñó de la sala. La gente aterrorizada esperaba que alguien entrase. Marisa, Javi e Isma cogieron utensilios de las mesas con la inútil intención de defenderse de lo que pudiera en-trar.

Las siete personas que sin querer rodeaban a Va-nesa fueron empujadas con gran fuerza. Cristina chilló al sentir que tiraban de su pelo hacia atrás y gritó un «Dios mío» que hizo sentir lástima a todos.

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Vanesa miró hacia arriba, alargó un brazo como si fuese a recibir ayuda de alguien para levantarse y se incorporó. Salió de la habitación ante la atónita mira-da del grupo. Cristina tardó en levantarse y salió al corredor seguida de Marisa.

Vanesa estaba en el pasillo con las manos levanta-das como apoyadas en un inexistente cristal. Cristina sintió pánico al mirar al patio y ver la triste figura de Bermudo saludando a su hermana.

Vanesa flotaba a veinte centímetros del suelo. Se giró y fue flotando hasta las escaleras. En el corredor la gente miraba fascinada la escena.

—¡Mierda! —gritó Isma golpeándose la frente. To-dos le miraron— ¡La cámara!

Cristina no pudo subir las escaleras ya que algo la retenía al intentar pasar. Marisa señaló el corredor de la segunda planta. Vanesa caminaba por el mirando al patio. Bermudo había desaparecido pero ella mira-ba sonriente, como si él aún estuviese ahí.

—¡Va hacia la torre! —gritó Patricia, señalando a Vanesa— ¡Allí estaba su habitación!

El hormigueo que sentía Cristina en el estómago desapareció y pudo subir las escaleras.

—¿Cuál era su habitación? —gritó desde el corre-dor superior.

—Laaaaa… —Patricia intentaba decirlo, pero el nerviosismo la impedía recordar.

—La suite nupcial —gritó Martín—, en la segunda planta del torreón.

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Vanesa estaba sentada frente a la terraza de la

habitación mirando al mar mientras se peinaba. Giró la cabeza y se miró en un espejo que había sobre una mesita.

—Es mucho lo que le quiero. Non puedo vivir sin él. Espero que lo entiendas —la voz de María Luisa salía por la garganta de Vanesa.

—¿Qué entienda el qué? —respondió Vanesa en un tono normal, como si estuviese hablando con una amiga.

—¡Que me tenga que matar! —respondió ofendida María Luisa.

—¡Pero tú ya estás muerta! —exclamó sorprendida Vanesa.

—¡Yo sí, pero tú no! —los ojos de Vanesa expresa-ron miedo.

El pelo estaba enredado y tiraba con fuerza para deshacerlo. Cristina entró resoplando y se sentó en la cama.

—¡Hola Cris! —saludó Vanesa haciendo un gesto con la mirada a través del espejo.

—¿Quién es? —preguntó María Luisa, asustando a Cristina.

—¿No lo sabes y dices que has estado conmigo to-do el tiempo? Es mi hermana mayor.

—¡Ah! —exclamó indiferente María Luisa. Vanesa se giró y señaló con el cepillo a Cristina— Despídete de tu hermana.

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—¿Qué? —preguntó Cristina levantándose y dando un paso hacia Vanesa.

—En cuanto estemos bien arregladas me lanzaré por la ventana para estar con Bermudo.

—¿Qué? —Cristina dio otro paso. —Él me salvó de ir como tributo. Pagó la recom-

pensa que los moros mauregatos pedían a mi familia. Pero non es esa la razón única por la que le amo. Le amo porque estuvo a mi lado cuando enfermé, por-que recibí su apoyo cuando nuestro hijo Enrique mu-rió. Le amo porque antes de morir sus últimas pala-bras fueron para mí.

—¿Y por qué quieres matar a mi hermana? —Non quiero matalla, pero estoy en este trance

por su culpa. Non sé cómo, ella nos separó. Y quiero volver a estar cerca de él.

Las ventanas de la terraza se abrieron y una co-rriente de aire cerró la puerta de la habitación. Vane-sa salió y respiró hondo. El mar rugía bajo el torreón, parecía que la llamase. Se colocó en la barandilla y cerró los ojos.

—¡Adiós Cristina! —dijo llorando—, despídeme de papá y mamá.

—Ya voy contigo amor —gritó María Luisa—. Ni el cielo ni el infierno podrán separarnos.

—¡Eso es mentira! ¡Vas a pudrirte en el infierno! —gritó llorando Cristina con ira.

Vanesa se giró y la miró con cara de sorpresa. —¿Acaso crees que después de haberte matado y

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de haber asesinado a una persona habrá sitio para ti en el cielo?

Vanesa miraba a su hermana pensativa. Cristina en un rápido movimiento tiró a su hermana al suelo de la terraza mientras gritaba.

—¡Y una mierda vas a matar tú a mi hermana! Se arrodilló sobre Vanesa. Las puertas de la terra-

za se movían con furia. Vanesa comenzó a girar en el suelo y a tener espasmos que buscaban sacarse de encima a Cristina.

—¡Quítate de encima, quítate! —gritaba revolvién-dose Vanesa.

—¡No me da la gana, si quieres pudrirte en el in-fierno hazlo, pero no te lleves a mi hermana!

Cristina cogió del pelo a Vanesa, se levantó y tiró de ella hacia el exterior de la habitación. María Luisa gritaba que la soltase pero Cristina tiraba más fuerte del pelo.

La habitación parecía haber cobrado vida. La cama se movía, salía despedida ropa del armario y de los cajones de las cómodas y la lámpara del techo giraba en sentido contrario a las agujas del reloj.

—¡Cristina, que el pelo es mío! —lloró Vanesa en el momento que salían de la habitación.

Las escaleras estaban débilmente iluminadas por unas lámparas con forma de antorcha, una a cada lado separadas cuatro escalones. A medida que se acercaba a la primera lámpara esta aumentó la in-tensidad lumínica hasta estallar. El susto que se llevó

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Cristina fue tal que a punto estuvo de soltar a su hermana. Continuó bajando y continuaron las lámpa-ras explotando a su paso.

Unas veinte personas esperaban en el corredor de la segunda planta.

—¡Ayúdenme! —gritó Cristina y fueron corriendo hacia ella cuatro personas, Martín, Javi, Isma y Mari-sa—… Cójanla de los pies.

En el patio las mesas y las sillas se fueron amon-tonando junto a la pared formando una escalera ante la estupefacta mirada de algunos clientes.

Martín e Isma cogieron a Vanesa de los tobillos pe-ro al intentar coger las otras dos personas los brazos el cuerpo comenzó a flotar y quedó en horizontal co-mo si de un globo se tratase.

—¡Quiero ir con él! —gritaba María Luisa. —¡Te pudrirás en el infierno! —contestaba Cristina. El cuerpo de Vanesa volaba arrastrando a la gente

que la sujetaba. Cristina intentó que no se moviese agarrando a Martín.

—¡Venga, haced algo! Su nerviosismo y su ímpetu lograron que otras

personas sujetasen a quien sujetaban a Vanesa. Se formó una larga cadena de doce personas. Vanesa llegó a la barandilla. En el patio el espíritu de Bermu-do miraba compungido hacia ella.

—¡No la soltéis por Dios! —farfullaba Marisa. Martín e Isma comenzaron a sentir calor en las

manos y una presión en el estómago que les impedía

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respirar, pocos segundos aguantaron los tobillos de la chica. Vanesa puso los brazos en cruz y cayó al patio. Cristina corrió escaleras abajo en el mismo momento que su hermana se soltó. Corría con los ojos cerrados llenos de lágrimas, seguida de cerca por Marisa que miraba cómo iba cayendo su amiga. Saltaron al patio desde las escaleras. Vanesa aún respiraba con difi-cultad.

Un par de guardias civiles corrían por el corredor. Uno de ellos, el más joven, bastante asustado con el arma en la mano. Se detuvieron junto al grupo que ya se encontraba abajo. El patio se convirtió en un pequeño huracán, las melenas de las chicas se ele-vaban hacia el cielo al igual que algunas plantas y sillas. El espíritu de Bermudo caminaba hacia el cuer-po de Vanesa apareciendo y desapareciendo con cada paso que daba.

—¡Corre, llama una ambulancia! —ordenó el guar-dia civil más viejo.

El joven ni se lo pensó y salió rápidamente. El espíritu del hombre miró hacía la segunda planta, desde allí el espectro de María Luisa se despedía con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué he hecho Dios mío?, ¿qué he hecho? —se escuchaba por todo el palacio— Vuelvo al purgatorio. Perdonad mi comportamiento y rezad por mi alma.

El viento cesó, los objetos fueron cayendo. Una de las sillas sobre el hombro derecho de Cristina. El vie-jo guardia civil entró acompañado de los dos chicos

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Vanesa

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de servicio del hotel, comprobó el pulso de Vanesa, frunció el ceño y se quitó el gorro.

—¡Hay que llevarla rápido a un hospital, pero creo que se repondrá!

Al día siguiente Vanesa descansaba en el hospital acompañada de sus padres, su hermana y Marisa. Tenía escayolada gran parte del cuerpo, su madre la daba de comer la sopa que acababa de traer la en-fermera.

—¡Cristina! —dijo Vanesa tras tragar una cuchara-da, ésta levantó los ojos de la revista que estaba le-yendo y movió la cabeza.

—¡Reza por mí! Cristina tiró la revista al reconocer la voz de María

Luisa. Los padres se asustaron al no reconocer la de su hija. Un agradable olor a hierbabuena recorrió la habitación. Cristina miró hacia un espejo que había junto a la mesilla y vio a María Luisa con el rostro entristecido junto a su hermana. Desapareció y una brisa recorrió la habitación rozando la cara de Cristi-na, que rompió a llorar. La ventana se abrió suave-mente y supieron que aquella brisa era María Luisa.

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El Disco

Blanco

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El Disco Blanco

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—¡Arriba! —dijo en voz queda Daniel al entrar en el ascen-sor. Su aspecto era un poco extravagante, pelo de punta de color entre cano y amarillo chillón, pantalones abombados de color verde y una camisa roja— ¡Arriba! —Volvió a decir algo más alto, pero el ascensor decidió no hacerle caso por segunda vez.

Daniel apretó el único botón que había al lado derecho del ascensor, acercó la cabeza al lugar dónde suponía se encontraba el micro para dar órdenes y repitió en un tono firme pero sin alzar la voz.

—¡Arriba! El ascensor comenzó a subir. Sobre el único botón del

ascensor una pantalla mostraba la planta en que se encon-traba y el nombre de las personas que allí vivían. El ascen-sor subía muy rápido, al llegar a la decimoquinta planta se detuvo. Daniel salió fijándose en que aún no habían puesto su nombre, soltó un pequeño gruñido y sacó la tarjeta para abrir la puerta. Sobre la puerta junto al letrero de la letra «D», una luz verde le indicaba que había llegado correo, sonrió y entró. Al hacerlo, se fijó en la hora y la fecha que se reflejaban en la pared desde un reloj situado sobre una me-sita del recibidor:

«Lunes 17 junio 2025//Hora 03:49//12,5º//Llueve» Abrió la puerta del buzón y cogió con ansia un gran pa-

quete que ocupaba casi por completo el receptáculo cayen-do al suelo el resto de correspondencia. Se sentó junto al balcón, la lluvia golpeaba el cristal con fuerza. Puso el pa-quete en el suelo, abrió un armario que se encontraba junto al balcón y admiró el tocadiscos y los más de cien vinilos que tenía, todos de música de los ochenta del siglo XX.

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César Blanco Castro

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—¡A ver que me han mandado! —dijo con una sonrisa en la boca parecida a la de un niño cuando recibe los rega-los de los reyes.

Los ojos se le pusieron como platos, en la caja había cinco elepés y una docena de singles. Envuelto en una fun-da de plástico un Maxi blanco sin ningún escrito en el. Miró la funda. En letras pequeñas escritas a mano ponía Betty Trouppe.

—¡Internet! —gritó. La pantalla del televisor se encendió y apareció una ven-

tana con un buscador. —Busca Betty Troupe. B… e… t… t… y —en la barra las

letras aparecían según las nombraba Daniel— T… r… o… u… p… p… e…

Aparecieron unos menús: historia, discografía, videos. —¡Historia! El ordenador le contó la historia del grupo. Después pidió

una actuación y sin acabar de verla encendió el tocadiscos y puso el Maxi.

—Apaga internet. La televisión se apagó y la música del disco comenzó a

sonar. Daniel comenzó a alucinar con la canción. La es-cuchó tres veces con la funda en la mano.

—¿Qué escuchas? —preguntó Raquel, su abuela. —Una canción de tu época abuela, ¿no te suena? —La verdad es que no. Pero es que mi época fue muy

extensa —dijo sonriendo—, desde el ochenta hasta el dos mil y pico. Bueno me voy a dormir, bájalo un poco —se acercó a él y le dio un beso—. Hasta mañana cariño.

—Hasta mañana abuela.

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El Disco Blanco

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Daniel levantó la aguja y cambió la cara del disco. Co-nectó la clavija de los cascos y antes de bajar la aguja se percató de tres hojas grapadas en el fondo de la caja donde venían los discos.

Las hojas estaban redactadas con máquina de escribir, comenzó a leer con desgana hasta la tercera línea donde dos palabras llamaron su atención al venir en rojo: «está maldito».

Se descalzó, dejó los pantalones sobre el sofá de masa-jes y siguió leyendo. Le costaba leer, como a casi toda su generación, por lo que tenía que repetir algunas frases en voz baja para poder enterarse mejor.

«La canción no es tan inocente como pueda parecer —continuaba el escrito—. Durante buen rato de ella, y sobre todo al final, unos tambores suenan al ritmo exacto con los que los adoradores de Vanth-Lovitar lo invocaban cada sábado catorce. Sería alargarme mucho el contar cómo descubrí esto, pero el caso es que fui observador de una de estas invocaciones cuando contaba con quince años y des-de entonces no puedo quitarme de encima esos sonidos ni las voces que los acompañaban, que son esas voces que suenan a lo largo de toda la canción. No creo que el grupo supiera siquiera lo que hacía, ni creo que conociesen la existencia de Vanth-Lovitar y sus acólitos. Pero de algún modo ellos, viendo la similitud, se hicieron con la canción y crearon este disco»

Daniel dejó la carta sobre la mesa, se puso los cascos inalámbricos y bajó la aguja del tocadiscos. Mientras se acercaba al cuarto de baño escuchaba unas voces femeni-nas que eran casi idénticas en el timbre a las de la canción pero en mayor número. Diez o doce mujeres cantaban co-

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mo con desgana y parecía que estuviesen recorriéndole el cerebro de arriba a abajo, de izquierda a derecha. Las vo-ces parecía que recorriesen los ojos, la nariz… Parecían viajar gustosas por la frente y cuando él creyó que iban a bajar por la garganta… silencio.

Desde la puerta del baño miró el tocadiscos, éste seguía girando así que pensó que sería el silencio para cambiar de canción. Tenía gran cantidad de maquillaje en la cara, se frotó con fuerza en el mismo momento que los sones de los tambores comenzaban a sonar. Se estremeció. Rápidamen-te y con los ojos medio abiertos y cubiertos por la espuma del jabón se giró, el corazón le latía acompañando los gol-pes de los tambores. Una voz masculina le asustó al sonar por el auricular izquierdo. No decía nada, cantaba lo mismo que las voces femeninas pero una octava más bajo y con una desidia mayor.

Daniel se secó con una toalla pequeña y la tiró al suelo. En ese momento algo llamó su atención… No tenía sombra. Se retorció buscándola. Al mirar al frente, el corazón pare-ció parársele al mismo tiempo que los tambores y la voz se detuvieron en el disco, había alguien en el pasillo. Dio un paso hacia atrás y ese alguien avanzó un paso. Las voces femeninas se unieron a los tambores al acabar el silencio. El momento no pudo ser más inoportuno. Daniel tropezó cayendo al suelo con gran estruendo. Al incorporarse la sombra volvía a estar en su sitio.

Corrió al tocadiscos para levantar la aguja. La música de-jo de sonar. Daniel respiró aliviado y volvió a coger las hojas:

«Sólo un disco se hizo. En la cara A la canción. En la ca-ra B los sonidos que sirven de llamada a seres de Duat

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Dilmún. Seres que no saldrán del disco hasta la llegada de su amo Surmakul pero que harán todo el daño que le sea posible».

—Daniel —dijo su madre mientras le daba una cariñosa toba—, ¿no tienes mañana esa actuación tan importante? —Él afirmó con la cabeza, sorprendido de ver a su madre despierta a esas horas— Pues ve a la cama, no se puede estar en misa y repicando.

Daniel se levantó. No sabía qué le había querido decir su madre pero tenía razón, al día siguiente tenía una actuación muy importante y quería quedar bien.

El concierto comenzaba a las diez de la mañana pero al ser la suya la última actuación programada se dio el lujo de despertar a las once y media. Se cepilló bien los dientes, se duchó y decidió en pocos segundos la ropa que iba a lle-var… ¡algo de los ochenta!. Se colocó los cascos, el sonido de los tambores le produjo una sensación desagradable en el estómago. Miró al tocadiscos, estaba apagado.

—Daniel, ven —una voz de hombre le llamaba desde el altavoz derecho en un tono autoritario.

—Acércate Daniel —una voz femenina le llamaba desde el altavoz izquierdo de una forma seductora.

Lentamente se aproximó al aparato. Las voces continua-ban llamándole, los tambores sonando. Aproximó la cara al plato y este comenzó a girar, la aguja cayó sobre el disco provocando un ensordecedor ruido que asustó a Daniel e hizo que retrocediera dos pasos. Las voces rieron y conti-nuaron incitándole para que se acercara al disco, cosa que hizo ya que su curiosidad era enorme.

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—¡Mira, Daniel! —Las dos voces decían lo mismo con una diferencia de medio segundo una de la otra— ¡Mira el disco Daniel!

Daniel no podía creer lo que veía, en el disco cientos de rostros de cientos de seres con los ojos cerrados movían la boca. Se hizo un silencio absoluto en la casa. Nada se oía por los cascos, nada se escuchaba en la casa ni en la calle. El disco giraba despacio, las caras continuaban abriendo y cerrando la boca, el silencio se hacía cada microsegundo más asfixiante. El ver que las caras parecían hablar o gritar y no escuchar nada era más aterrador que si los estuviese escuchando. Las caras desaparecieron. Daniel se acercó con precaución. Arrimó el rostro hasta quedar a un par de centímetros del vinilo.

—¡BU! Alguien gritó por los cascos en el momento que una

enorme rostro salió del disco. Daniel comenzó a gritar, to-dos los ruidos volvieron de repente. Su madre y su abuela corrieron a ver qué pasaba. Daniel tenía los cascos de la mano, los ojos rojos y el cuerpo totalmente sudado. Su ma-dre le tocó la frente y puso mala cara.

—¡Está ardiendo!, vamos a llevarlo a la cama. Daniel no protestó, pensó que lo que acababa de ver es-

taba provocado por la fiebre y decidió no hacer una mala actuación.

—¡Llamad al grupo, llamad al grupo! —dijo al tiempo que los ojos se le ponían como platos al fijarse que junto al to-cadiscos estaba su sombra.

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—Daniel… Daniel —intentó abrir los ojos al escuchar su nombre de labios de un desconocido—… Abre los ojos Da-niel. Sé que me escuchas.

Daniel se incorporó, miró la hora del reloj había estado durmiendo nueve horas.

—Daniel, aquí estoy. Frente al chico, en la oscuridad, una figura inmóvil le

hablaba de una manera calma, tranquilizadora, susurrante. —¿Quién eres? —preguntó en voz queda, con un más

que evidente tono de terror. —Surmakul. Señor. Rey, Emperador de Duat Dilmún. Daniel se cubrió la cabeza con el edredón, la figura per-

manecía frente a él en la misma postura, no se movió ni un ápice.

—No temas, aún no he llegado. Estoy a varias jornadas de camino. Solo quería conocerte.

—¿Po… por qué? —preguntó en un tono de voz casi in-audible.

—Porque tú eres el que ha lanzado la señal, Daniel. Tú eres el que me muestra el camino por dónde poder entrar a tu mundo y ampliar mis dominios —respondió en un tono comprensivo.

—¿Eres un demonio? —Ajajaja —rió Surmakul sin elevar el volumen—. ¿Un

demonio?, Yo soy «EL» demonio, Daniel —calló al notar que esa respuesta hizo que Daniel se cagase de manera literal—. Por así decirlo.

Daniel tenía los ojos cubiertos de lágrimas y la garganta tan oprimida que parecía le estuviesen estrangulando.

—Mi reino no es de este mundo —lanzó una carcajada—, parafraseando a vuestro Mesías. No soy el demonio que tú

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crees. Pero todos mis seguidores en esa dimensión en la que resides así lo creen y me hace mucha gracia. Me invo-can creyendo que soy vuestro Belcebú, vuestro Satanás, vuestro… Lo que sea. Y no. Soy solo un rey que quiere am-pliar sus dominios y lo conseguiré gracias a ti. Pronto nos veremos amigo Daniel. Gracias.

La figura permanecía frente a él. Pasados unos minutos Daniel se atrevió a sacar la mano y encender la luz. La figu-ra desapareció en el mismo segundo que se iluminó la habi-tación. Con el rabillo del ojo captó un extraño movimiento bajo su mesa que hizo que mirase. Su sombra estaba en el suelo, se puso en pie. La sombra se le acopló y fue corrien-do al baño.

Al día siguiente se encontraba mucho mejor. Bebía un zumo de naranja recién exprimido por su madre cuando Óscar, un amigo del grupo, le llamó para decirle que iba a ver cómo se encontraba.

—¡Daniel! —su madre le llamaba desde el salón— ¿Cuándo piensas apagar el tocadiscos?

Daniel miró a través de la puerta, su madre se encontra-ba junto al aparato, el plato giraba con el disco blanco en-cima. Daniel cerró los ojos y deseó que no estuviesen las caras, que no pasase nada extraño que asustase a su ma-dre.

—Bueno cariño, me voy —dijo su abuela mientras besa-ba a su madre. Las dos se dirigieron a la cocina—. Os voy a echar mucho de menos —sonrió, dio una palmada y le guiñó un ojo a su nieto—. Pero creo que tengo que irme a casa.

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—Ya sabes mamá que aquí puedes quedarte el tiempo que quieras.

—Sí, lo sé hija. Pero he de arreglarla, pasar la escoba y dejarla bien para cuando vayáis vosotros.

—Eso es cierto —dijo Daniel mientras se levantaba para dar un beso a su abuela.

—Bajo con la abuela, entre las dos llevaremos mejor to-do esto. Estate atento por si llama tu padre.

Daniel asintió, abrió la puerta, dio otro beso a su abuela y se acercó al tocadiscos. El plato giraba aunque el brazo estaba colocado en su sitio, se puso los cascos para ver si se escuchaba algo. Nada, sólo el ruido del plato girando.

—Daniel —la voz de Surmakul le sobresaltó—. ¡Estoy más cerca de lo que pensaba!

Miró al disco, grotescas caras surgían de él. Adquirían forma en tres dimensiones y se deshacían al tiempo que se creaba otras. El coro de mujeres comenzó a cantar, fuera llovía con intensidad. Daniel retrocedió alternando la mirada entre su sombra y el tocadiscos. Llegó a la pared donde colgaban las dos espadas de El Cid que compraron en una visita a Burgos y cogió la Tizona. Sonó el timbre de la en-trada alterando a Daniel que observaba atónito como las cabezas cobraban las formas más terroríficas que pudiera imaginarse.

—¡Puerta! —gritó, la puerta se entreabrió. Daniel se giró para ver quién entraba, el coro dejó de

cantar y se encontró con su sombra que puesta frente a él parecía observarle. Movió la cabeza hacia el lado izquierdo de la sombra para tener a la vista la puerta del salón y la sombra realizó el mismo gesto. Dio un paso hacia delante, la sombra hizo lo mismo. El miedo se apoderó de Daniel.

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—Oye Daniel, mira a quién me he encontrado —gritó su madre desde el pasillo abriendo la puerta por completo—. A este grupito tuyo —la sombra despareció de la vista de Daniel, por lo que éste respiró aliviado—. Espero que no me deis mucha…

Se quedó con la boca abierta, las otras cuatro personas que entraron con ella miraban sorprendidos hacia Daniel. Él no quería darse la vuelta, pero lo hizo. Su sombra se encon-traba allí, detrás de él, sacando la clavija de los auriculares. El coro de mujeres se unió a las voces masculinas y a los tambores en el preciso instante que Daniel tropezó mientras corría hacia la puerta del salón. La sombra se quedó quieta frente al tocadiscos. Daniel se sentó en el escalón que daba al salón mirando aterrado a su madre y a esa oscura parte de él mismo.

La sombra se partió en dos hasta la cintura, como cuan-do se parte un papel, dejando ver como el disco blanco gi-raba moldeando una figura terrorífica de nariz afilada y ore-jas puntiagudas que parecía blandir en su mano derecha un puñal. Al dar dos vueltas, la blanca figura se introdujo en el disco dando paso a otra figura de rostro chato y alas como de murciélago. La figura miraba hacia el techo con aire alti-vo, plegó las alas y emitió un inaudible bufido.

—¿Qué demonios —dijo su madre mientras daba dos pasos bajando el peldaño del salón— es eso?

La figura desapareció acompañada de los sonidos de los tambores. En la superficie del disco volvieron a formarse los cientos de caras de la noche anterior. Óscar se acercó al tocadiscos.

—Y éste disco tan chulo —dijo junto al aparato mirando hacia Daniel—, ¿de dónde lo has sacado?

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Una enorme cabeza salió del vinilo y arrancó la de Óscar en una milésima de segundo. La madre salió corriendo de la casa, seguida de los amigos.

Daniel inspiró hondo, al mismo tiempo sus pupilas se agrandaron tanto que el iris era imperceptible. El disco se tiñó de rojo durante unos segundos, pero la sangre desapa-reció rápidamente al repartirse entre las cabezas que conti-nuaban moviendo la boca sin emitir sonido alguno. El cuer-po de Óscar tardó en caer y cuando lo hizo el golpe asustó de tal manera a Daniel que gritó como no lo había hecho nunca. La madre y los amigos entraron para cogerle, pero en el momento que todos estuvieron en la casa la puerta se cerró, las persianas se bajaron y las luces se apagaron.

—Daniel, ¿qué has hecho? —gritó aterrorizada la madre mientras se sentaba en un rincón.

—Yo nada mamá. Te lo juro… Es el disco. —Eso ya lo hemos visto —chilló Susana, la cantante del

grupo. Las voces femeninas comenzaron a entonar su monóto-

no y aterrador «Ah». Una luz surgió del disco y comenzó a formarse una figura. Llevaba una túnica con amplias man-gas y un cuello grande y fino que salía hacia atrás. La enorme melena y la barba le daban el aspecto de un místico pero el hecho de no tener definidas las formas, solo el color blanco del disco, lo hacía aterrador. Comenzó a mover la boca y su voz se escuchó en los altavoces, era grave con un tono dulce.

—Me llamo Oya-ksul, soy avanzado de mi señor Surma-kul que me envía para decir que pronto estará aquí —el disco seguía girando—, y ordena que un par de vosotros

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vengáis a nuestro mundo como emisarios de buena volun-tad del vuestro.

—No esperará que nos acerquemos al disco después de lo que ha pasado —exclamó Rodrigo, el batería del grupo.

—Bah, nimiedades —respondió el místico en tono indife-rente—. Dos de vosotros han de acercarse aquí y ser con-ducidos a nuestro mundo. Por las buenas… o por las malas.

La figura volvió a introducirse en el disco del que se es-cuchaban de una manera más aterradora las voces y los golpes.

—Quedémonos aquí. ¿Qué va a pasar? ¿Va a venir el tocadiscos hasta nosotros? —dijo Rodrigo en un tono que mezclaba preocupación con sarcasmo.

La luz se encendió y frente a él se encontraba la sombra de Daniel que le agarró, con la parte interior del codo, del cuello.

Rodrigo gritaba pidiendo ayuda, los amigos tiraban de él pero cada tirón suyo era contestado con uno el doble de fuerte por parte de la sombra. Al llegar a la mitad del salón desistieron en la ayuda. Rodrigo les insultaba y les llamaba cobardes. La sombra colocó la mano derecha del joven so-bre el disco, el muchacho comenzó a gritar al sentir un ex-traño calor que se transmitía de la palma al resto del cuer-po. La piel de Rodrigo fue metiéndose en el disco lentamen-te como si fuese absorbida. La madre de Daniel vomitó al ver cómo Rodrigo seguía pidiendo ayuda sin piel. Susana se desmayó ante la visión de su amigo sin piel. Daniel cerró fuerte los ojos. Rodrigo giró la cabeza y dijo en tono solem-ne.

—Abre los ojos Daniel, mírame.

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Los músculos fueron entrando en el disco, a cada milí-metro que entraba Rodrigo gritaba más fuerte. El dolor era indescriptible y lo sufrían también los amigos que aunque no miraban, escuchaban.

—Daniel. ¡Mírame! —gritó en tono amenazante— Abre los ojos Daniel y mírame.

La música seguía sonando. Daniel se arrastró hasta la puerta de la cocina con la mirada fija en el cuerpo medio deshecho de su amigo. La casa volvió a quedarse a oscu-ras. La calavera de Rodrigo resplandecía con la blanqueci-na luz que salía del tocadiscos y parecía no perder de vista a su amigo. Las voces del disco callaron.

—¡Algo se mueve por el suelo! —vociferó la madre de Daniel, los tambores dejaron de sonar, se produjo un silen-cio aterrador— Algo me ha tocado la pierna y se arrastra por el suelo.

—¡Dios Santo!, quiero salir de aquí —gritaba Elena que hasta ese momento había permanecido junto a la puerta intentando abrirla sin éxito. Comenzó a golpearla con fuer-za—. ¡Socorro! ¿Alguien me oye? Socorro.

Un golpe seco dirigió la mirada de todos al escalón. Lo que había rozado a la madre de Daniel era el cuerpo de Susana que golpeó el bajo suelo del salón de manera bruta. La voz de la chica gritando, pidiendo ayuda se introdujo en los cuerpos de los allí presentes y los recorrió rápidamente como millones de punzantes gotas de escarcha. Los tres temblaban.

—Ayudadme, ayudadme —gritaba mientras intentaba agarrarse a una mesilla de cristal. Todo lo que había sobre la mesa cayó al suelo—. No quiero morir.

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El cuerpo se veía en el suelo gracias a la luz del disco. Susana pasó de la posición horizontal a la vertical en un pestañeo. Ella no paraba de gritar. La piel se desprendió de su cuerpo y la visión de los músculos con la luz del disco era aún más aterradora. Daniel se acercó a la puerta de entrada del piso. Cuando el cuerpo de Susana desapareció por completo dentro del disco volvió la luz y frente a Daniel su sombra que parecía observarle con actitud de reproche. Daniel gritó. La madre de Daniel gritó. Elena gritó. La som-bra cogió por los pelos a Daniel y tiró de él, que opuso es-casa resistencia. Allí se sentó a su lado y señaló hacia el disco con su brazo izquierdo. Comenzó a formarse de nue-vo la figura de Oya-Ksul.

—Daniel. Damas —decía mientras su torso salía del dis-co—, no teman por lo que acaban de ver, sus compañeros no han muerto. Están aquí…

El cuerpo ya estaba completamente formado, tenía la mano izquierda perpendicular al pecho a modo de señal de paz.

—… con nosotros. Acercaos y vedlo. La sombra se levantó y dio una colleja a Daniel para que

se levantara pero éste estaba absorto y no hizo caso, por lo que la sombra volvió a agarrarle de los pelos. Le llevó hasta el disco y una vez Daniel estuvo allí la sombra se dirigió flotando hacia su madre a quien agarró del pelo también.

—Vamos Daniel, no temas —dijo en un tono tranquiliza-dor Oya-Ksul—. Nada malo te ocurrirá… ni a tus amigas.

La madre llegó gritando con la voz ronca de todo el es-fuerzo que había hecho. La sombra la dejó y al girarse para ir por Elena se encontró con ella. La sombra volvió a los pies de Daniel recobrando su función original.

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—Mirad, mirad dentro del disco. Los tres asomaron la cabeza. A través de Oya-Ksul pu-

dieron ver un campamento en el claro de un bosque. Era de noche, el cielo completamente estrellado y había una gran algarabía. Extraños seres danzaban alrededor de hogueras y los coros, formados por humanos que llevaban argollas en cuello y tobillos, permanecían callados. Presidiendo una de las grandes hogueras, una mesa en cuyo centro se encon-traba un ser con ojos en las alas, a su izquierda Rodrigo y Susana reían. El ser alado levantó una calavera, la de Óscar, y soltó una parrafada que ninguno de los tres pudo escuchar. Los demás seres levantaron sus jarras, copas y utensilios que les servían para beber y brindaron.

—¡Por Daniel! —dijo Rodrigo a través del altavoz iz-quierdo.

—¡Por Daniel! —se escuchó decir a Susana por el alta-voz derecho.

—Mi señor Surmakul me ordenó decirte que está muy cerca ya —dijo Oya-Ksul mientras desaparecía.

Los tres continuaron mirando el disco, ya que el campa-mento no desapareció. Los seres eran aterradores, había de todas las alturas. Los había con enormes alas, que mos-traban majestuosamente para vanagloriarse delante de sus compañeros. Los había con un solo ojo que parecía estar mirando fijamente a Daniel y a su madre.

Un enorme ser, de constitución parecida a la de un rino-ceronte pero sin cuerno y con rostro humano era conducido a la fuerza hasta la mesa por quince seres que no llegaban al metro de altura. El alado se frotó las manos complacido, los seres sujetaron al animal con unos grilletes y se alejaron haciendo reverencias a la mesa. Con un pequeño movi-

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miento de las alas se elevó y quedó de pie sobre la mesa. Miró detenidamente al animal frotándose la barbilla. El ani-mal lo miraba a él con verdadero terror y parecía pedir cle-mencia con los ojos. El ser alado dio un salto hacia arriba, sacando la espada y al caer cortó un trozo del lomo del animal que gritaba espantado. El ser alado comía el cacho de carne con verdadero placer llenándose el rostro y las manos de sangre. Dio un enorme cuchillo a Susana que pareció dudar al principio pero que de una manera atroz acertó a cortar un cacho del rostro del animal, que tumbado en el suelo no cesaba de emitir gritos. Rodrigo hundió el cuchillo en el animal y, arrancada la carne, comió con la misma avidez que el ser alado. Una vez hubieron saciado el apetito, trajeron otros tres animales de la misma raza y los ataron de la misma manera que a su compañero para caer instantes después sobre ellos.

Daniel, su madre y Elena estaban sentados en el sofá, el disco continuaba girando. Eran las 19:47. De vez en cuando se formaba alguna figura en el disco que parecía observar al trío como si fuesen animales de exposición. En el exterior las nubes desaparecieron dando paso a un esplendoroso sol.

—Seguro que será una tarde estupenda para estar en las terrazas —pensó Daniel en voz alta.

Su madre le miró indiferente y Elena se fue a la cocina volviendo al poco con una botella de agua. Dani cogió los folios, pasó con desdén los dos primeros y fijó la atención en el segundo párrafo del tercero.

«Aquella noche todo estaba preparado para la llegada de Vanth-Lovitar, ocho mujeres y ocho hombres vestidos con

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túnicas se balanceaban arrodillados mientras movían los brazos al son de los tambores. Yo estaba escondido tras la cortina del escenario. Hizo su aparición Ramón. Portaba el disco blanco. Un círculo de luz azul comenzó a formarse mientras una voz hosca, muy grave con fuerte acento afir-maba ser Vanth-Lovitar, emisario de Surmakul, a quien pre-cedía con intención de averiguar cómo era nuestro mundo y prepararlo para que su llegada y estancia fueran lo más gratas y provechosas posibles».

—Daniel, Daniel. La voz de Surmakul se escuchaba cerca, tan cerca que

Daniel giró la cabeza pensando que lo tenía a la espalda. Su madre se acercaba a la terraza acompañada de Elena

—Abre la puerta, Daniel. De un brinco se puso en pie con la espada en actitud de-

fensiva, miró a su madre y descubrió que eso último tam-bién lo había escuchado ella. Las voces del disco volvieron a sonar en el mismo momento que se formaba en el la figu-ra del ser alado.

—Acércate a la puerta y ábrela Daniel —dijo Surmakul de una manera sarcástica.

Elena se sobresaltó y con la cabeza dijo que no. Daniel movió la suya afirmando para tranquilizarla.

—Estamos todos aquí Daniel. Nos lo pasaremos muy bien —exclamó una irónica voz femenina—. Ábrenos chico.

La sombra de Daniel, pegada a sus pies, comenzó a moverse. Daniel perdió el equilibrio y casi cayó, pero se agarró al sofá y resistió los tirones que le daba la sombra. Las dos chicas se acercaron a él y le agarraron cada una de una mano. Fuera las voces de varias personas pedían en tono burlón a Daniel que abriera la puerta golpeándola vio-

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lentamente. Daniel chillaba de dolor ya que la sombra cada vez tiraba de él con más fuerza y su madre y Elena hacían todo lo posible para que no se lo llevase. Lentamente la sombra movía a los tres. Daniel cayó al suelo acompañado por su madre y amiga que no lo soltaron en ningún momen-to. En el disco el ser alado desplegó las alas y alzó los bra-zos con gran ímpetu.

—Daniel, por Dios. ¿Qué es todo esto? —balbuceaba la madre con los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas.

Daniel soltó las manos de su madre y amiga y como si de un resorte se tratara se puso en posición vertical. La sombra hizo un pequeño esfuerzo para acercarle a la puerta y Daniel se golpeó con fuerza contra ella. Lentamente puso la mano sobre la manilla y fue bajándola hasta escuchar el clic que tanto le molestaba y que se había prometido arre-glar un día de estos. Alguien empujó con fuerza la puerta y tiró a Daniel con el impulso. Entró en primer lugar un hom-bre de unos treinta años con un corte de pelo elegante y una sonrisa apaciguadora en la cara que le tendió la mano. Daniel se incorporó, el hombre le apretó los mofletes con ambas manos y le besó la frente.

—Muchas gracias, Daniel —era la voz de Surmakul. Da-niel inspiro hondo—. Ya te dije que estaba cerca —dijo guiñándole un ojo. Hablaba de prisa pero pronunciando todas y cada una de las palabras—. Trae eso, puedes hacerte daño.

Cogió la espada por el filo y se la arrebató. En un rápido movimiento la lanzó hacia atrás y quedó clavada sobre el tocadiscos.

»Y aquella hermosa señora de ahí será tu madre —soltó los mofletes de Daniel y extendió la mano cortésmente

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mientras avanzaba hacia ella—. Encantado señora, no sé si su hijo le ha hablado de mí. Aunque lo dudo. ¡Ha sido todo tan rápido! —la madre le miraba turbada— ¡Ups! —exclamó al ver el cuerpo sin cabeza de Óscar— Parece que empezó la fiesta sin mí.

Tras él entró un grupo compuesto por quince personas, siete hombres y ocho mujeres. Todos sonrientes y con una actitud de soberbia que se reflejaba en su mirada. Una de las chicas apretó los mofletes de Daniel, que miraba absorto a Surmakul, y le giró la cabeza. Le lamió la mejilla izquierda, Daniel creyó que el piercing que tenía la chica en la lengua le había cortado. Ella movió la lengua enseñándoselo de una manera agresiva. Todos los chicos tenían el pelo rapa-do a los lados, y pendientes en distintas partes de la cara: nariz, pestaña, orejas, labios. Menos uno que tenía la cara completamente cubierta por piercings. Camisetas con la A de anarquía o con el rostro del Che eran lucidas por algu-nos de los miembros del grupo.

—En las hojas —dijo Daniel en voz queda y titubeando— dice que… que la gente esperaba a Vanth-Lovitar y que éste iba a ser quien viniese a la tierra.

—Hojas, ¿qué hojas? —dijo sonriente Surmakul que se encontraba junto al tocadiscos y que poco a poco iba cam-biando el aspecto.

Su cara ya no parecía humana y había adquirido una temible tonalidad rojiza. Sus ojos tenían ahora la pupila ver-tical y tornó verde su color. Guardaba la compostura y su tono era educado.

—Esas hojas —señaló con la cabeza. Surmakul cogió los folios amarillentos y leyó con interés

el primero, riendo a carcajadas en algunos momentos. Son-

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riente tiró los papeles al suelo y señaló al disco donde la figura alada se encontraba arrodillada con la cabeza gacha en señal de pleitesía.

—«Él» es Vanth-Lovitar y, efectivamente, «él» debía haber venido aquí hace más de cuarenta años. Pero por un pequeño problema acabe yo en este lugar —dijo alzando los brazos y moviendo la nariz como si olisquease algo desagradable.

—¿Qué problema? Preguntó temeroso Daniel que miraba cómo su madre

estaba siendo molestada por tres acompañantes de Surma-kul. Éste se dio cuenta, gritó sus nombres y ellos se tiraron al suelo aterrados.

—La curiosidad —sonrió mientras ofrecía su mano a la de la madre de Daniel que la cogió aliviada—. «Mi» curiosi-dad más bien. Era la primera vez que realizábamos la con-junción y yo… estúpido de mí. Metí la nariz donde no debía.

—Majestad —el joven con todos los piercings se arrodilló frente a él y agachó la cabeza—. Deberíamos comenzar.

—Sí, sí. Es cierto. Daniel ven aquí —Daniel se acercó—. Pon la mano sobre el disco.

Agarró fuertemente la mano del muchacho y la clavó en el disco. La sangré fluía lentamente y se iba distribuyendo por el disco.

—Quietecito. No te muevas, ¿eh? El grupo se arrodilló y comenzó a balancearse lentamen-

te al son de los tambores que sonaban por los altavoces. Los chicos a la derecha, las chicas a la izquierda. Surmakul paseaba entre ellos contando en voz alta.

—Ocho chicos y…

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De un salto se plantó frente a Elena que se encontraba junto a la puerta. Ella se asustó, él la cogió del pelo y la llevó arrastras junto al tocadiscos colocándola la primera del grupo femenino.

—Ocho chicas. ¡Perfecto! Daniel no podía dejar de mirar cómo la sangre salía de

su mano, cada segundo se encontraba más débil y sentía como si cientos de lenguas acariciaran su mano. Una leve brisa recorrió la habitación. Surmakul cerró los ojos e inspiró fuertemente, complacido. Daniel se sostenía la muñeca derecha, la piel se estaba quedando completamente pálida, ante la mirada desesperada de su madre. Surmakul se quitó un talismán que llevaba al cuello y lo dejó en el suelo.

—Aar garum simó sinié, aar garum simó sinié —declamaba mientras cortaba la espalda de los jóvenes con la uña del dedo índice de la mano derecha y recogía cinco gotas de sangre con la misma uña de la mano contraria.

—¿Qué haces? —gritó Daniel. —Dum simnió Kadul. Mosot capengoa —abrió los ojos y

miró colérico a Daniel mientras depositaba la sangre en el talismán—. Abrir la puerta Daniel.

Un rayo de luz azulado salió del talismán. De los ojos de Surmakul desaparecieron las pupilas e iris y comenzaron a brillar con una luz roja aterradora

—Mantén tu mano ahí Daniel. Necesitamos tu sangre pa-ra la transformación —hablaba de un modo muy teatral—. No morirás, no temas. Ninguno morirá. En mi mundo conti-nuaremos vivos.

—Eso díselo a Óscar —replicó sarcástico Daniel.

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—¿Quién es Óscar? —miró al suelo y cayó en cuenta rápidamente— Ah. Sigue vivo. Mira —movía las manos son-riente—. Mira en el disco.

Susana y Rodrigo reían a mandíbula batiente. Entre ellos la cabeza de Óscar hablaba y parecía ser la causa de las risas al estar contando algo gracioso.

—Ves Daniel, todos están vivos en mi mundo y tú tam-bién lo estarás. A mi lado. Tú y yo juntos gobernaremos este estúpido planeta y solo necesito… ¡Tu Sangre!

La madre de Daniel no emitía sonido alguno, no podía, y se limitaba a sujetar a su hijo para que no cayese. Alargan-do la pierna derecha consiguió alcanzar una silla y penosa-mente la atrajo hacia ellos. Surmakul seguía declinando las palabras con los ojos cerrados.

—Vamos a sentarnos cariño —dijo la madre amorosa-mente.

—Formaremos una cadena cuyo primer eslabón será Daniel. Al ser el primero que «tocó» el disco, a él corres-ponde el honor de invitar a mis soldados para que puedan entrar a este mundo —se arrimó al disco—. Y cuyo final, y a la vez también principio, seré yo.

Sacó la mano de Daniel y clavó la suya con gran ímpetu salpicando la cara de la madre con sangre añil. Acto segui-do colocó la de Daniel sobre la suya y continuó declinando las mismas estrofas.

—Mamá, me voy… Daniel puso los ojos en blanco y se desvaneció. La ma-

dre sentó a su hijo en la silla y le acarició la cabeza. Caminó hacia la cocina y preparó en una bandeja una taza de leche con cacao y unas galletas. En el salón el grupo estaba uni-

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do por las manos. Todos menos Elena tenían la cabeza gacha y los ojos cerrados y se balanceaban.

La luz azul que salía del disco les recorría uno a uno y sus cuerpos comenzaban a cambiar. Todos gritaban de dolor. Elena que no sabía que pasaba gritaba con verdade-ro terror. Los demás, que ya lo tenían asumido, gritaban de placer.

—¡Hijo mío! —dijo la madre mientras besaba dulcemente la cabeza de Daniel que la miraba sin verla.

Las orejas de todos iban quedando puntiagudas. Las pie-les tornaban verdes, rojas y naranjas y los dientes afilados.

—¡Dentro de poco estaréis todos preparados para entrar en mi reino! —dijo sonriendo Surmakul.

El talismán comenzó a agitarse en el suelo, todas las puertas y ventanas de la casa reventaron. La madre miró a Surmakul que pareció inquietarse. Lentamente se acercó al objeto, que flotaba a un metro del suelo y del que salía una espiral azul por la que una vez realizada la transformación entraría el grupo. Ni Daniel ni Elena, que le tenía cogido de la mano, habían comenzado la transformación. Elena hizo el gesto de gritar aunque era inútil ya que su garganta esta-ba cansada de lo mucho que gritó al ver las transformacio-nes de los otros. Su oreja izquierda se estiraba hasta que-dar en punta. La madre de Daniel se puso frente al ta-lismán, alargó la mano derecha en un momento que se le hizo eterno lo cogió y salió corriendo. El talismán quemaba su carne.

—¿Qué esperáis? ¡Cogedla imbéciles! —gritó Surmakul sacando la mano del tocadiscos y empujando a Daniel de un golpe que lo sacó a la terraza.

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La madre de Daniel bajaba las escaleras de dos en dos o de tres en tres. Intentaba gritar pero tenía la garganta se-ca y desistía en el mismo momento que comenzaba. Saca-ba una ventaja de dos pisos al grupo perseguidor que se escuchaba cercano gracias al eco que había en las escale-ras.

—Señora, voy por usted. —La voz del chico con todos los piercings era más aterradora desde que mutó.

Los gritos del grupo perseguidor cada vez más cercanos eran acompañados por los sonidos de los tambores y el coro de voces femeninas que parecían haber salido del dis-co.

—Señora, mire hacia arriba —gritó el ser. La madre se detuvo y miró hacia arriba. El ser puesto en

pie en la barandilla se lanzó por el hueco. Ella asustada volvió a correr. El ser pasó a su lado cayendo por el hueco.

—¡Ya es mía! —gritó sonriente, ella se detuvo. El siguió cayendo, su cara cambió la sonrisa por la incredulidad. El ser continuó su descenso gritando asustado— ¡Es imposi-ble, no puede ser!

—Jajaja, no sabe volaaar —se escuchó gritar a una de las perseguidoras con un tono de voz chirriante.

La madre tropezó y cayó rodando un bloque de escale-ras.

—Era algo sencillo. No podía ser más sencillo. Alguien encontraría el disco, lo pondría y yo podría volver a mi mundo y comenzar la conquista de este maldito lugar —exclamaba irritado Surmakul desde el marco de la puerta de la terraza—. Estoy profundamente —cogió a Daniel del cue-

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llo y lo dejó colgando fuera de la terraza. Daniel se estre-meció al ver la distancia que había entre sus pies y el firme de la calle y se orinó—… irrri —soltó a Daniel—… tado.

La madre se levantó rápidamente, tenía sangre en las piernas. Y la mano derecha, con la que sujetaba el talismán, estaba completamente carbonizada. El grupo estaba a la vista, a poco más de cien metros de ella. La madre cerró los ojos, se mordió los labios y lanzó el talismán por el hueco de las escaleras.

—¡El talismán! —gritó uno de los seres, que se lanzó tras el objeto olvidándose que no sabía volar. La madre salió del hueco de las escaleras y se metió en el pasillo de la planta quince. Los seres dejaron de molestarla y bajaron tras el talismán.

Surmakul miraba a Elena con indiferencia. Ella arrodilla-da observaba cada movimiento, cada gesto que él hacía con verdadero terror.

—Oya-Ksul, daan mor vicú.1 —gritó y en el disco apare-ció la figura de Oya-Ksul.

—¿Señor? —preguntó calmado y sin dejar de mirar a los ojos de Surmakul.

—Desde aquí no podemos hacer nada para ir hacia allá de momento —abofeteó a Elena—. ¿Se ha abierto el círculo para que vosotros podáis entrar?

—Sí, señor. —¿Y a qué estáis esperando?

1 Oya—Ksul, reclamo tu presencia.

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Daniel tenía los ojos abiertos. Cada segundo veía acer-carse más el suelo. Una bocanada de aire le elevó unos metros y pasó por el balcón de su casa ante la atónita mira-da de quien le había lanzado. Una especie de remolino co-menzaba a formarse bajo él haciéndole girar en el sentido de las agujas del reloj acompañando el movimiento del re-molino. El estómago se le hizo trizas y comenzó a devolver. El remolino desapareció y quedó un vórtice completamente negro.

Daniel volvió a caer, esta vez sí cerró los ojos. Surmakul miraba la escena complacido apoyado en la barandilla de la terraza. Tras él Elena que con los ojos llenos de odio cami-naba portando la Tizona.

Del vórtice surgió un enorme dragón rojo de Kun. Daniel abrió los ojos para ver como se acercaba hacia él abriendo la boca. Sobre su lomo un ser lo dominaba con violentos movimientos.

El dragón aleteó y elevó a Daniel unos metros. Daniel sonrió pensando si eran golpes de buena o mala suerte los que le impedían tocar el suelo. El dragón se colocó frente al balcón donde Surmakul tenía cogido el filo de la espada con una mano y el brazo de Elena con la otra. Surmakul cogió impulso, giró y lanzó a la chica fuera. Ella se quedó mirando alucinada el dragón mientras pasaba a su lado y según caía hacia el suelo. Daniel con más fortuna cayó en el lomo del animal. El vórtice se cerró en el momento que un segundo dragón propiedad de la raza Cavasga, dos veces mayor que el que esperaba frente al balcón, lo atravesó y poco antes que Elena llegara a el.

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—Poco tengo para comenzar a conquistar. ¡Porrokatu cuní!2 —gritó Surmakul lanzando la espada al lomo del dragón de Kun que rugió de dolor.

María, la madre de Daniel, caminaba mirando hacia atrás por el oscurecido pasillo. Se veía luz por debajo de las puer-tas y se escuchaban respiraciones de gente aterrorizada tras ellas. La puerta del ascensor se abrió lentamente. Con los ojos cerrados María rezó para que no saliese de su in-terior ningún monstruo. Al abrirse por completo sonrió, el ascensor estaba vacío. Tras ella había estado un ser cami-nando a cuatro patas sin hacer el más mínimo ruido. Cami-naba haciendo puente, la cabeza, girada, mantenía la verti-cal y miraba sin perder detalle de lo que María hacía. María sonriente se dispuso a entrar en el ascensor en el mismo momento que a su espalda el ser se puso en postura erecta y colocó la cabeza haciendo crujir las vértebras de una ma-nera aterradora. María cerró los ojos, trago saliva y entró en el ascensor inspirando hondo y apretando el único botón.

—¡Primera planta! —dijo afónica. La puerta del ascensor comenzó a cerrarse pero la

monstruosa mano llena de ampollas del ser detuvo el pro-ceso.

—¡Señora —sonrió mostrando unos dientes blancos bien cuidados—, no va a ir a ningún sitio!

Un ruido de gas sonó a su izquierda. El ser miró y la puerta de una vivienda salió despedida con gran fuerza em-pujándolo contra la pared. Salieron los habitantes del piso

2 ¡Destrozadlo todo!

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gritando, envueltos en llamas, los padres y dos hijos. María sintió nauseas ante el olor a carne quemada y apretó con ansia el botón al ver como la pequeña se acercaba hacia ella pidiendo ayuda. El resto de vecinos salían de sus casas en dirección a las escaleras gritando y huyendo de la visión de las personas en llamas.

El ser empujó la puerta con furia, esta cayó sobre el pa-dre que se retorcía en el suelo. María apretó con más inten-sidad el botón, pero al no funcionar el ascensor se lanzó al suelo sin mirar. El ser saltó hacia ella con infructuoso resul-tado. El pecho del pequeño latía débilmente los otros ya estaban muertos. María entró en la casa de los quemados, sabía que hacía poco habían sido padres y quería ver si el bebé vivía. El ser volvió a saltar esta vez con más suerte, María cayó al suelo en el mismo momento que veía como en el exterior un dragón se defendía del ataque de otro más grande. El llanto del bebé puso una sonrisa en la cara del monstruo que de un salto se plantó delante de la puerta que daba al cuarto de baño.

El dragón de Kun se posicionó para defenderse de una nueva batida de su atacante. Las garras extendidas y el cuerpo formando una C. Daniel trataba de agarrarse para no caer. El dragón Cavasga lanzó una llamarada que im-pulsó al de Kun hacia la fachada del edificio destrozándola por completo. Daniel aprovecho para saltar del dragón y se escondió con celeridad tras un sofá. Miró hacia atrás, la puerta de la vivienda estaba abierta. La tele estaba encen-dida, y en la cocina algo hervía.

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Fuera el dragón Cavasga tenía cogido por el cuello al de Kun que alzando la cola y sacando un triple aguijón intentó un ataque. El dragón Cavasga no dejaba de soltar fuego sobre su adversario que movía la cola cada vez con menos ímpetu. Daniel corrió a la cocina, abrió el frigorífico y sacó unos papeles en los que iba envuelto Jamón serrano y cho-rizo, lo comió con avidez. El dragón de Kun consiguió hacer blanco en el ojo de su enemigo que aulló de tal manera que todos los cristales en un radio de medio kilómetro reventa-ron. Daniel abrió el grifo para ver si corría el agua, al com-probar que sí puso la mano ensangrentada bajo el chorro y comenzó a limpiarla. El agua caía a través del agujero, Da-niel sintió nauseas al verlo y cogió una servilleta para tapar-lo. Fuera el dragón de Kun volaba a gran velocidad escu-piendo llamaradas de fuego a su enemigo mientras prepa-raba nuevos golpes con el triple aguijón. Daniel salió al pa-sillo, miró el número sobre el ascensor: PISO 10.

María lanzaba cosas al ser que hacía carantoñas al

bebé. Éste, ignorante del peligro que se le avecinaba, reía. —¡Di José Luis. A ver di José Luis! El ser hablaba con el tono estúpido de hablar bebes. Una

lámpara le alcanzó en la espalda produciéndole cierta mo-lestia, se giró y exclamó indignado:

—¡Señora, ya está bien! Movió el cuello a derecha e izquierda haciendo crujir las

vértebras y caminó hacia ella lentamente. —Dentro de poco, yo seré uno de los amos de todo esto

— inspiró fuertemente después de darse unos golpes en el pecho—. Y créame cuando la digo que no llegará a verlo.

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Agarró a la madre por la cabeza y la levantó. Ésta pata-leaba y agitaba las manos intentando liberarse. Fuera co-menzó a llover con intensidad y el agua entraba a capricho del viento. El ser miraba al exterior asustado, soltó a la ma-dre y retrocedió. Una ráfaga de viento introdujo agua por buena parte de la destrozada habitación. El ser salió de la vivienda. María respiró hondo unas cuantas veces se le-vantó y se acercó lentamente al cuarto de baño donde el niño sonriente movía las manos jugando con algún amigo imaginario. Ella sonrió, sacó al niño del agua y comenzó a secarlo con la mirada perdida pensando en su hijo.

—Señora —gritó José Luis—. No creo que llueva por siempre. Aquí la espero.

Ella ni se inmutó. Miró en derredor y al localizar la ropa del bebé comenzó a ponérsela.

Daniel caminaba lentamente, estaba sin fuerza y aún le brotaba sangre de la mano. Los sonidos del disco blanco se escuchaban cercanos, como si hubiese un disco en cada vivienda. El pasillo de la planta estaba a oscuras, rendijas de luz salían de las deshabitadas viviendas cuando el viento hacía mover alguna puerta. Daniel abrió la puerta de las escaleras. Apoyada en la barandilla en actitud provocativa estaba la transformación de la chica que le lamió.

—¡Te esperaba! —dijo en tono sarcástico. —¡Lo dudo! —replicó en voz baja Daniel mientras cami-

naba apoyado en la pared con la cara completamente páli-da.

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—Veo que sangras —dijo ella mientras jugaba con un bastón de madera que tenía talladas varias caras y en cuyo mango lucía una trabajada calavera—. Yo puedo ayudarte.

El chico se detuvo, la miró de arriba abajo y sonrió. —¡Lo dudo! Ella dio dos pasos y cogió a Daniel por la mano, de un

modo brusco arrancó el vendaje que la cubría y miró el sue-lo a través del agujero.

—Observa —dio tres toques con la calavera sobre la mano y los músculos y la piel fueron regenerándose, él mi-raba atónito—. Ves, no era gran cosa. Eso sí es gran cosa.

Señaló la escalera, un hombre corpulento tenía cercena-das las piernas y solo un brazo con el que intentaba intro-ducir las tripas que le colgaban.

—No está muerto porque no quiero. Es más divertido verlo así —lamió la calavera del bastón y andando hacia atrás con una sonrisa pícara exclamó—. Tal y como estarás tú dentro de unos segundos —hizo un gesto con la mirada indicando a Daniel que mirara al individuo.

—¡Lo dudo! Daniel salió corriendo ante la mirada de sorpresa de ella.

Subió por la escalera, pisó las tripas del hombre, que no se dio cuenta y continuó con su inútil tarea, miró hacia atrás y ella no estaba. Siguió corriendo hasta alcanzar el rellano del piso superior, allí ella le recibió con una patada en la boca que hizo que él retrocediese unos cuantos escalones.

—Voy a matarte guapín. Es más… Ya estás muerto. —¡Lo dudo! Dani escupió sangre y dientes y corrió hacia ella que

saltó y se agarró al techo. Él tropezó pero no cayó por lo que siguió corriendo.

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—Tropezar y no caer es avanzar camino —dijo mientras escupía de nuevo sangre.

Ella tiró con fuerza del techo y según caía lanzó el cacho que tenía en las manos hacia él que se agachó unos se-gundos para continuar corriendo en cuanto el trozo de techo reventó contra la pared.

Surmakul caminaba visiblemente alterado de un lado al otro de la habitación. Los tambores y los coros seguían so-nando y en el disco la figura de su avanzado se mantenía inmóvil, inexpresiva, moviendo los ojos para seguir el mo-vimiento de su señor.

Fuera el dragón de Kun esperaba victorioso órdenes. Surmakul evitaba mirar su cuerpo completamente chamus-cado que emitía vapor por el contacto de la lluvia con el.

—¿Por qué tardan tanto esos imbéciles?, ¿tan difícil es quitarle el talismán a esa señora? —golpeó el acuario y decenas de peces cayeron al suelo junto con el agua.

Surmakul cerró los ojos y se sentó en el aire con los bra-zos estirados cogiendo y soltando aire lentamente. La oscu-ridad que le proporcionaba el tener los ojos cerrados fue transformándose en una claridad difusa, sintió que avanza-ba por la habitación, salía al pasillo y flotando bajaba un par de pisos por las escaleras. Vio a Daniel esquivando a su súbdita. Vio al señor fuerte recogiendo inútilmente sus tri-pas. Continuó descendiendo, iba más deprisa y lo que veía le gustaba cada vez más: cuerpos de personas aplastados en la huida, sangre fluyendo de esos cuerpos y cayendo como cascada por el hueco de las escaleras.

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Proseguía la marcha, escuchando de una manera distor-sionada gritos. Gritos de terror, de súplica y también gritos de furia, de euforia. Sonrió al ver de donde provenían. Abrió los ojos y salió corriendo al balcón, saltó sobre el dragón y golpeando en el lado derecho del animal éste hizo un rápido picado.

José Luis, el ser con los piercings, miraba desde la puer-ta cómo llovía en el exterior y cómo el viento metía esa llu-via en el interior. No sabía muy bien por qué pero la presen-cia del agua le daba miedo. Un sexto sentido le avisó que se alejara de allí. El dragón de Kun pasó a gran velocidad e introdujo agua hasta los pies del chaval mutado y comenza-ron a quemársele. Él gritó y se tiró al suelo sobre el cadáver del padre, que explotó por la fuerza con que éste cayó. La puerta de las escaleras se abrió y apareció ella, que se re-lamió y avanzó flotando hacia José Luis de manera paralela al suelo con el bastón pegado a su costado derecho.

—¡Ya eres mío, José Luis! —dijo al llegar sobre él. —¡Lo dudo Rosita! Ella le miró sorprendida, los ojos se le abrieron como pla-

tos al sentir como la mandíbula de su compañero salía des-pedida de la boca y arrancaba de un mordisco parte de su pecho izquierdo.

José Luis agarró a la sorprendida muchacha y continuó desgarrando la carne hasta llegar al corazón. La muchacha balbuceaba mientras José Luis apoyado en su costado iz-quierdo partió el corazón en dos para comerlo degustándolo con los ojos cerrados.

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—Ahora tu poder pasa a mí, Rosita. Pronto yo seré el más poderoso del grupo —dijo con una sonrisa maliciosa, relamiéndose con los ojos aún cerrados.

—¡Lo dudo! —exclamó Daniel mientras introducía vigo-rosamente el bastón de la muchacha por el ojo derecho de José Luis.

Éste gritaba, mientras entre espasmos intentaba extraer el bastón. María miró por la puerta y sonrió al ver vivo a su hijo, sostenía al bebé que dormitaba tranquilo.

—Mételo aquí —Daniel la miró sin comprender—. Tu hazme caso, tráelo aquí.

Daniel empujó el bastón con fuerza y notó como rompía el cráneo y tocaba el suelo, empujando el palo como una fregona movía al aterrado y cada vez más violento ser. Un relámpago iluminó la estancia. El ser se agarró al marco de la puerta, María dejó al bebé en el suelo sobre unos almo-hadones que no estaban quemados y cogió un gran cuchillo jamonero con el que realizó cortes en el brazo del ser, que se revolvía cada vez con más fuerza. Un remolino llenó de lluvia la habitación y del cuerpo del monstruo comenzó a salir humo, soltó el marco por el dolor que le produjeron las cientos de gotas al contacto con su cuerpo y dejo de hablar al ver que su fin había llegado. Con facilidad Daniel llevó el cuerpo del desganado monstruo hasta el borde del edificio y lo lanzó a la calle.

—¡Menos mal que no le clavé la calavera! —dijo con una débil sonrisa, su madre le abrazó y le besó como si hiciese mil años que no lo veía—. Tengo hambre mamá. Hazme un bocadillo… pero con ese cuchillo no.

La madre lanzó el cuchillo a la calle.

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—Vayamos a casa antes que esto se ponga peor –dijo María acunando al bebé.

En la quinta planta del edificio se estaba produciendo una matanza desde que el grupo de seres se encontró con la marea de gente que huía de la pelea entre los dragones. Los vecinos intentaban zafarse de ellos pero no podían, habían formado un sólido muro y nadie conseguía sortearlo, a no ser saltando por el hueco, cosa que intentaron varias personas, pero aún así uno de los seres al que le brotaron alas como de murciélago se lanzaba por las personas que saltaban o trataban de trepar para escapar de ellos.

Algunas personas comenzaron a subir o se escondieron en las viviendas de la quinta planta. Pero los seres los se-guían y masacraban donde los encontrasen sin entrar en distinciones de edad o sexo. Todos eran desmembrados y desposeídos de su más preciada posesión, su corazón.

Pero cuanta más gente mataban más ansias les entra-ban de ser los únicos y comenzaron a matarse los unos a los otros. La voz les decía que solo uno sería el preferido de Surmakul, sólo uno gobernaría con el señor. Todos querían ser ese uno.

La lluvia cesó dando paso a un maravilloso cielo con nu-bes anaranjadas. El sol comenzaba a ponerse y María y Daniel miraban desde las ruinas de su casa la escena. El disco había dejado de emitir sonidos, aunque las caras se-guían apareciendo y desapareciendo. Sin duda para mirar qué ocurría en este mundo. María mecía el bebé tarareán-

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dole una deliciosa nana inventada por ella. Daniel dormitaba despreocupado, con la espada que había quedado cerca de él.

—Me da miedo —dijo Daniel. —¿El qué? —pregunto la madre sin mirarle. —El saber que se va a acabar el mundo y estar aquí pa-

rados sin hacer nada, sin que me preocupe lo más mínimo. —¡Qué profundo! —dijo su madre girándose y mirándole

sonriente— No te preocupes, lo que tenga que ser, será. Tú ahora descansa.

El bebé despertó, miró a María, luego a la habitación y comenzó a llorar. María se levantó y se acercó a la cocina con él en brazos para darle algo de comer. Daniel se arrimó a la terraza y fijó la vista en la calle. Abajo el dragón lanza-ba llamas sobre coches y personas que pasaban por el lu-gar. Cuatro helicópteros del ejército se acercaban veloz-mente por el norte. Por distintas calles aparecían coches de la policía e incluso camiones militares.

—Mamá, mamá. Mira el jaleo que hay aba… Se giró y vio en la puerta un monstruoso ser anaranjado

y a su madre con el bebé en brazos frente a él, sin poder moverse.

El disco volvió a emitir los sonidos de los tambores, el ser parecía excitarse más cada segundo. La madre retroce-dió un par de pasos sin dejar de mirar a los ojos amarillen-tos del ser, que extendió dos de sus cuatro brazos y se agarró al marco de la puerta moviendo la cabeza hacia un lado como la mueven los perros cuando prestan atención a sus amos. Dani avanzó hacia el ser con la espada fuerte-mente sujeta por ambas manos, al llegar junto a su madre la apartó. Con un gesto de la cabeza la indicó que se aleja-

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se. Ella se apartó un par de pasos. El ser comenzó a balan-cearse cogiendo velocidad, en el cuarto balanceo se soltó golpeando a Daniel en el estómago con ambas piernas y empujándolo hacia la terraza. Daniel volvió a escupir sangre y se preguntó si aún le quedaría algo dentro. El ser avanza-ba hacia él con una sonrisa demoníaca, Daniel le miraba con el mismo tipo de sonrisa en su rostro.

El ser cogió a María por el pelo y la levantó medio metro. El bebé cayó al suelo y rompió a llorar, el monstruo le dio un suave taconazo y lo mandó hacia atrás.

—Mira bicho —dijo Daniel en plan chulo—. Suelta a mi madre o…

—¿O? —replicó el ser con una voz grave cavernosa. —No podrás defenderte de eso que tienes que detrás.

Surmakul caminaba con el talismán en las manos. Or-denó al dragón que dejase de echar fuego y se sentó en un banco junto a un estanque. El dragón aprovechó para beber en el. Las fuerzas de seguridad permanecían quietas, a la espera.

—Quiero ocho hombres y ocho mujeres —manifestó Surmakul gritando al gentío que le miraba temeroso. Cerró los ojos y habló en voz baja—. Quiero que me traigas el tocadiscos aquí.

La orden sonó en la cabeza de Daniel que observaba sonriente y complacido la lucha a muerte entre los dos monstruos. Uno de los cuales, el que había cogido a su madre, colgaba del borde de la terraza mirando hacia abajo

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con pánico. Daniel se puso una gabardina negra, fue a la cocina con una increíble calma, salió con el carro de la compra de su madre y metió en el el tocadiscos, los altavo-ces y la espada.

—¡Ven! La madre cogió al bebé, que sonreía y no la soltaba el

dedo índice, lo metió en una canastilla y siguió a su hijo. La música del disco seguía sonando. Daniel llamó al ascensor que tardó en llegar. Al abrirse la

puerta cinco personas se encogieron asustadas al creer su fin cercano. Una chica joven se echó a llorar, Daniel la miró con desprecio. La puerta del ascensor se cerró en el mismo momento que el monstruo naranja salió despedido por la puerta de la vivienda.

El ascensor se abrió en la primera planta. María sentada en una esquina miraba a su hijo aterrorizada, tenía sangre en el rostro y alguna parte del cuerpo, lo mismo que el bebé. Daniel abrió del todo la boca y lamió la sangre que tenía alrededor. En el suelo los cuerpos de cuatro personas yacían muertos, la quinta tenía violentos espasmos que duraron unos pocos segundos. Daniel alargó el brazo y ayudó a su madre a levantarse.

—No temas mamá, esto lo hago porque venía en los fo-lios.

Sacó los folios, medio rotos ya, del bolsillo izquierdo de la gabardina y se los entregó.

—¿Qué pone?, no he traído las gafas —sonrió dulce-mente y fue correspondida con otra sonrisa por su hijo.

—Siéntate ahí y lee, en la segunda hoja. No salgas a no ser que te lo diga. ¿De acuerdo mamá?

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La besó en la frente e hizo carantoñas al bebé, acto se-guido clavó la espada en un enorme macetero que había a la derecha del pasillo. Ella asintió con la cabeza, se sentó y comenzó a rezar en voz baja mientras su hijo salía por la puerta silbando una canción de la infancia. María dejó al bebé a sus pies y meció la canastilla. Alisó los papeles, ins-piró hondamente y leyó con dificultad la hoja. En el segundo párrafo encontró lo que su hijo no quiso contarla, al acabar de leerlo rompió a llorar. Tenía miedo por su hijo, había perdido el alma y puede que pronto la vida.

«Traté dos veces de escuchar la cara B del vinilo. La primera no pude librarme de las voces del enviado hasta pasadas cinco semanas. Y un par de veces sus seguidores dieron conmigo pero pude evitarlos. La segunda vez salió del disco una figura que se identificó como Oya-Ksul que me contó la profecía del elegido. Un ser de este mundo que podrá acabar con el enviado y librar ambos mundos del mal y de la tiranía. Pero para ello debía matar. Debía conseguir almas. Porque para acabar con ese mal, hace falta mal».

El grupo de dieciséis personas permanecía arrodillado

mirando con verdadero terror a Surmakul y de reojo la pelea que protagonizaban los dos monstruos en la fachada del edificio.

—¡Daniel, Daniel! Has de saber que todo cuanto tú ves, yo veo y que todo lo que haces yo lo sé —hablaba Surma-kul sin girarse a ver cómo Daniel se acercaba a él con paso firme y sin dejar de mirarle—. Soy como tu sombra, es más —se giró, alzó la mano derecha moviendo los dedos como haciendo magia—… ¡Soy tu sombra!

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La sombra de Daniel se irguió y le tiró de la oreja dere-cha.

—Y sé también —sonrió malévolamente—. ¡Lo que pien-sas!

Daniel cayó de rodillas frente a Surmakul. El disco co-menzó a sonar con el coro y los tambores. El grupo cerró los ojos y se balanceó lentamente.

—¡Vosotros dos! —gritó de tal manera que una buena parte de los edificios colindantes se quedaron sin fachada—¡Dejad de pelear y postraos ante mí, igual que Daniel!

Se elevó unos metros, extendió los brazos, echó la ca-beza para atrás y la volvió a poner bien en un rápido y vio-lento movimiento.

—Y dentro de poco todos ustedes. Se echó a reír, su risa sonaba como procedente de cua-

tro voces distintas. —Entonces —gritó Daniel dirigiéndose a Surmakul, al

tiempo que le lanzaba una enorme piedra—, sabrás que soy el elegido.

Éste se giró para mirar al muchacho y la piedra le acertó en todo el rostro rompiéndole la nariz y haciéndole sangrar profusamente.

—¿De verdad lo crees? Surmakul bajó como una bala colocándose frente al mu-

chacho y golpeándole en la nariz. El chico cayó al suelo en el mismo momento que los dos monstruos se colocaban junto a su señor.

—En la hoja, en la hoja lo pone —sollozó Daniel. Surmakul rió, cogió al muchacho de la mano y lo llevó a

rastras hasta el tocadiscos. —Necesito tu mano otra vez, chaval.

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Colocó la mano sobre el plato y la clavó. La sangré vol-vió a alimentar a los seres del disco.

—Vosotros dos, vigilad que nadie se acerque al talismán. Los monstruos miraron a la gente que se congregaba en

la zona, bufaron y consiguieron meter miedo a todos los presentes. El dragón flotó unos metros y escupió fuego cre-ando nuevamente el pánico.

—Si hay algo que he aprendido de las películas, libros y series con los que me he estado entreteniendo en este mundo tuyo es que los malos que explican las cosas, los que se entretienen hablando con el mocín acaban mal. Y… Jajajá… ¡Qué demonios!... ¡Te contaré! Al fin y al cabo no veo a nadie más poderoso que yo por aquí.

Colocó su mano sobre la de Daniel, cerró los ojos y mo-vió la cabeza siguiendo el ritmo de una melodía que solo él escuchaba en su cabeza.

—Supongo que habrás leído El Señor de los Anillos o visto Mátrix. O al menos habrás oído hablar de ellas, ¿no?

Daniel asintió con la cabeza. La visión de la sangre le hizo sentir débil y trató de apoyarse en algo. El grupo reci-bió la luz azulada y comenzó a transformarse.

—¡Yo también! —sonrió—, y el pelele que me robó el disco seguro que también. ¡Qué papanatas sois los huma-nos! —hizo el gesto de las comillas con la mano derecha— Todo me lo inventé. Todo fue una burda historia que inventé para que el pelele me devolviese el disco. Pero tuvo la mala idea de morirse antes. Y el disco desapareció. Y yo temí. Porque, ¿quién escucha vinilos ahora?

Surgió el vórtice del talismán. Unas ondas azules eran la cabeza de un enorme remolino que giraba con virulencia.

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Los monstruos se colocaron cada uno a un lado del remoli-no.

—Pero apareciste tú, y ese inusitado cariño por los ochenta… Y he de reconocer que en algo sí fuiste más inte-ligente que yo. El maldito internet te consiguió lo que yo llevaba buscando décadas. ¡E increíblemente en buen es-tado! —cogió a Daniel por los mofletes y le movió la cabe-za— Pero ya nada más Daniel. Ni hay un elegido, ni vas a ganarme, ni vas a estar junto a mí cuando haya conquistado este dichoso planeta. Es más… ni tus amigos están vivos. Mira el disco.

El disco estaba cubierto de sangre y su mano impedía la visión total de la escena, pero bajo su mano se veía algo completamente distinto. No había bosque, era una tierra árida atravesada por un río de lava. Las estrellas habían desaparecido del cielo. Y miles de extraños seres mons-truosos se mezclaban con seres enanos de un color negro total que parecían humanos. Tenían la mirada vacía, cami-naban lentamente y ni un sólo pelo cubría su cuerpo.

—Y también te mentí en otra cosa —su cuerpo tomó un color rojo fuerte, las uñas quedaron completamente negras y se alargaron—… SÍ soy el «demoñoooo» —acercó mucho la cara e hizo los gestos que se hacen para asustar a los niños pequeños—. Bueno, uno de ellos.

Los seres del disco danzaban alrededor de hogueras, entrenaba con espadas, hachas y arcos. Atacaban feroz-mente grandes animales despedazándolos con la boca. Los que parecían más humanos continuaban con su penoso deambular por las arrasadas tierras.

—Míralos bien, Daniel, ya que deberás pasar a través de esa cosa de ahí y traer a dieciocho de mi mundo. Dieciocho

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de mis mejores guerreros, que se postraran ante mí antes de que yo te coma el corazón, la llave para volver a mi mundo —sonrió, pero Daniel no quitaba la vista del disco, y Surmakul se indignó—. Bueno, es igual. Dentro de poco podré valerme de vuestros recursos para comenzar la con-quista de los reinos del infierno. Gracias a ti, Daniel.

El muchacho sentía ganas de llorar y de vomitar cada vez que el demonio le recordaba directa o indirectamente que todo ocurría por su culpa.

—¡Vete al infierno! —gritó con los ojos rojos de la ira, el demonio lo agarró de la cara y lo alzó.

—Haré algo mejor… Lo traeré aquí. Pero antes entrarás tú.

El grupo de dieciséis se transformó por completo. Los monstruos que guardaban el vórtice se relamieron y al ir a dar un paso hacia sus posibles víctimas Surmakul les detu-vo con un gesto de la mano. Acercó la cabeza al oído de Daniel y le dijo en voz baja:

—Dieciocho personas hacen falta para el gañin o guar-dián del vórtice, mira —elevó la cabeza y gritó—. Gañin, Kaal mur dirú bengoa kalerriá3.

Un zumbido procedente del remolino inquietó a los monstruos que lo guardaban. El zumbido se hizo más inten-so, era cómo si millones de abejas se acercasen.

—Él fue quien arrancó la cabeza a tu amigo y a quien ofrecimos de aperitivo a los otros dos. De la cabeza yo no sabía nada, créeme —dijo haciéndose el ofendido.

3 Gañin, te ofrezco en sacrificio estos demonios.

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Los dos monstruos miraban el vórtice con verdadero te-mor. El grupo de dieciséis gritaba al comprobar cómo les había dejado la transformación. La gente se apartaba cada vez más. Una enorme mano blanca agarró al monstruo de la cabeza y lo elevó unos metros, segundos después la ca-beza que decapitó a Óscar apareció abriendo la boca y en-gulléndolo. El otro monstruo intentó escapar pero otra mano lo atrapó e impidió la huida. El monstruo se mordía revol-viéndose, pero de nada le sirvió porque en el mismo segun-do que su rival despareció en la boca del gañin comenzó a ser devorado. La cabeza del gañin era de dimensiones des-comunales, una larga melena azulada cubría sus orejas y la nariz parecía sacada de un tebeo. Lentamente fue devoran-do al grupo de los dieciséis que eran atacados ferozmente por el dragón si intentaban huir.

—¿Ves, Daniel?... Saca la mano ya si quieres. En cuanto el gañin se coma a estos dieciséis infelices comenzará el armagedón. Ni trompetas, ni ángeles, ni hijos de lucifer en-gendrados por humanas. Yo, Surmakul, dueño y señor de uno de los reinos del infierno, comenzaré el juicio final.

El cielo se cubrió de nubes y del vórtice surgió lentamen-te una espesa niebla que causaba angustia en la gente, que huía aterrorizada. Las fuerzas de seguridad se retiraban.

Las nubes se iluminaban con relámpagos salidos del in-fierno. Surmakul disfrutaba con eso, volaba persiguiendo a la gente y matando a todos cuantos encontraba. El dragón hacía lo mismo en dirección contraria a la de su amo.

Daniel, desfallecido, se arrastraba hacia la puerta del edificio donde su madre le esperaba arrodillada.

—¿De qué te sirvió matar a esas personas, cariño? —le dijo al sentirle en su regazo.

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El último miembro del grupo desapareció despedazado por los afilados dientes de el gañin que entró en el remolino dando un grito que heló, literalmente, la sangre de todos cuantos le escucharon. La tierra tembló y una enorme grieta se abrió bajo el vórtice.

—Dios te salve María, llena eres de gracia… María rezaba con los ojos cerrados acariciando la cabe-

za de su hijo y acunando al bebé con el otro brazo. Daniel giró la cabeza enfadado. Una figura avanzaba por la niebla en dirección a ellos. Caminaba despacio. María abrió los ojos y dejó de rezar en voz alta. Daniel por el contrario cerró los suyos. La figura se detuvo. Era la sombra del muchacho que agachó su negra cabeza hasta colocarla a la altura de la de Daniel. La niebla parecía conseguir que los gritos de la gente, el ruido del fuego quemando edificios y la música del disco blanco se escuchasen atenuadas haciendo pensar a la gente que el peligro estaba lejos y creando mayor para-noia al hacerles temer la llegada. La sombra se introducía en el cuerpo de Daniel que se agitaba y gritaba pidiendo a su madre que lo impidiese.

—¡Tráeme al muchacho sombra! —la grave voz de Sur-makul atemorizó a María.

—Mamá, ayúdame —exclamaba entre llantos Daniel. La madre lloraba también y miraba a todos lados deses-

peradamente. El dragón introdujo la cabeza en el portal. El bebé rompió a llorar y María lo acunó con desinterés. La sombra cubría cada vez mayor parte del cuerpo de Daniel y éste sentía como si le estuviesen incinerando. La madre se levantó, se acercó al macetero y arrancó la espada. Se acercó al canastillo y alejó al bebé de una patada. Su hijo la miraba sin poder verla ya que las lagrimas cubrían sus ojos.

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—Ni en mil vidas podré perdonarme. Alzó la espada y cortó el cuello de su hijo. La poca fuer-

za que empleó en el primer ataque la obligó a realizar el movimiento una segunda y una tercera vez. María cayó llorando al suelo al ver la cabeza de su hijo colgar por un pequeño cacho de carne del resto del cuerpo.

—Mamá, el corazón. María se estremeció al escuchar a su hijo, levantó la ca-

beza y vio como su hijo movía los ojos y la boca con pas-mosa facilidad. Se levantó y antes que el dragón expulsase una llamarada clavó la espada en el corazón de Daniel. Fuera se hizo el silencio, el dragón se retiró. En el silencio el sonido de unas pisadas indicaban que alguien caminaba lentamente hacia ella. Sintió un hormigueo en el estómago cuando fue levantada del suelo con una sola mano por Surmakul.

—¡Estúpida mujer! —miró el cadáver de Daniel—, ¿sabe lo que ha hecho? No podré entrar en mi mundo. Pero nada impide que haga un infierno de éste donde vive.

La niebla desaparecía lentamente, se introducía en el vórtice dejando ver el desolado terreno envuelto en llamas y los cientos de cadáveres y personas heridas que en tan corto espacio de tiempo habían provocado Surmakul y su dragón.

—Yo… y ese dragón somos más poderosos que cual-quiera de vuestros ejércitos. Y aunque no pueda volver a mi reino, nada impide que de el venga mi gente. En cuanto eso se cierre ordenaré que abran otro desde allí y entren.

Lanzó a la madre con fuerza y ésta fue a caer junto al to-cadiscos. La pierna derecha se le partió en tres cachos y un chorro de sangre brotó de su boca. Abrió los ojos con difi-

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cultad. El remolino iba disminuyendo de tamaño. Bajo él la cadena del talismán colgaba del borde de la grieta balan-ceándose. María se acercó arrastrándose hasta el borde, cogió el colgante con la mano izquierda que comenzó a quemarla. La grieta se cerraba haciendo un ruido enloque-cedor. A medida que se cerraba, subía lava del interior de la tierra a gran velocidad. Surmakul se acercaba lentamente hacia María.

—Señora María deme eso —estiró la mano como un pe-digüeño—. Tengo poder sobre los dieciséis elementos. El aire, el agua, la tierra, el fuego y, y —golpeó al dragón arrancándole un colmillo –… Los otros doce.

María se puso en pie con el talismán bien cogido con las dos manos carbonizadas. El crepitar de la lava se hacía cada vez más intenso. María cerró los ojos y se dejó caer de espaldas en la grieta. Surmakul avanzó hacia ella gritan-do un NO de pánico.

—Ainén4. ¿Es que en este maldito planeta han visto to-dos El Señor de los Anillos?

Durante medio minuto no hubo persona en el planeta que no sintiera un extraño estremecimiento, incluyendo al demonio y al dragón. Todos se tiraron al suelo con una ma-no en la cabeza y otra en el estómago, una sensación pare-cida a la que se siente cuando sales de la piscina te tumbas en la toalla y cierras los ojos ampliada por mil. Los pájaros atontados caían al suelo. El resto de animales hizo lo mis-mo que los seres humanos, tumbándose en el suelo y aque-llos que podían cubriéndose la cabeza. Durante ese medio

4 Maldición

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minuto el sol se desplazó. Tras ese medio minuto la gente miraría al norte para ver anochecer.

El vórtice detuvo su desaparición y se quedó del tamaño de una caja de galletas. La lava brotó como un geiser y fluyó durante los tres minutos que tardó en desaparecer la grieta.

Surmakul se levantó y lleno de ira montó a lomos del dragón. Este dio tres pasos destrozando el tocadiscos y echó a volar. Volaron bajo y lento y al encontrarse con gen-te el dragón volvió a escupir fuego creando nuevamente el caos. Surmakul bajó del dragón al ver como bajo ellos se formaba un remolino negro. A unos quinientos metros sobre la fachada del ayuntamiento se formaba otro de color rojo. Voló hacia el lugar donde se encontraba su vórtice, el co-razón le palpitó al ver que estaba creciendo y que a unos quinientos metros a su izquierda se estaba formando otro de color verde. Se elevó todo lo que pudo y se estremeció al ver como bajo sus pies se estaban abriendo los dieciséis vórtices de los dieciséis reinos del averno. El dragón volaba hacia él a gran velocidad como huyendo. Los remolinos destruían los edificios cercanos, asolando las tierras y aca-bando con la vida de todas las personas que allí se encon-traban. Surmakul extendió el brazo para agarrarse al dragón en el momento que éste pasase a su lado, pero el dragón agarró fuertemente el brazo entre los dientes y volvió al suelo arrastrando al demonio con él.

Mientras descendían Surmakul veía como de los vórtices salían seres de los distintos reinos haciendo de avanzadilla. Más de diez mil demonios y distintos seres formaron un enorme círculo en el que se aposentó el dragón que resistía los golpes que su presa le asestaba.

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—Dijo nuestro padre que ni lo intentases, que ni se te ocurriera venir aquí sin su permiso.

Una voz estrepitosa, muy aguda, surgió del vórtice ne-gro.

—Convinimos esperar al momento adecuado para co-menzar la batalla. Para lo que han quedado en llamar Ar-magedón —expuso una voz femenina bastante sensual desde el vórtice rojo.

—Pero tu dichosa curiosidad, tu arrogancia, tu egolatría, tu «querer ser el mejor»… El primero. Nos ha metido en un embrollo con fácil… con bastante sencilla solución —aseveró una afeminada voz que salió del vórtice azul.

—¡Mentís! —gritó Surmakul bastante nervioso señalando con el brazo libre en todas direcciones— He hecho aquello que todos queríais. Lo que todos anhelabais y hablabais en secreto.

Los quince reyes salieron de los respectivos vórtices y caminaban hacia su hermano prisionero lentamente.

—¡No mentimos! Y aunque ciertamente deseamos que llegue el momento no podemos dejar de cumplir las normas. Hay leyes, muchacho. —Un enorme demonio del mismo color de la lava pronunciaba estas palabras de una manera soberbia. Caminaba con paso marcial llevando el mentón en alto y mirando de reojo sin mover la cabeza a su alrede-dor—. Está escrito cuándo y cómo será —sonrió maléfica-mente—. También está escrito cómo solucionar este nimio problema.

—¿Cómo? —exclamó Surmakul asustado. —Dragón, eranzi5 —gritó Nergal el demonio de lava.

5 Arranca

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Negra sangre brotó del brazo en el momento que el dragón lo cercenó. Surmakul cayó arrodillado, llorando.

—¡Cobarde! —Nergal, que al ser el más veterano hacía las veces de líder, acarició la cabeza de Surmakul—… y estúpido —sonrió—. Extremadamente estúpido. Hiletari6. Si en algún momento desde que llegaste y se te dio poder, te hubieses acercado por el monte Irkalla a leer el Numabocu lo sabrías.

Todos los reyes reían ante la mirada temerosa de Sur-makul. Algunos le pisaban la mano en que se apoyaba, otros le escupían o le propinaban patadas. Sufrió durante un buen rato todo tipo de vejaciones.

—¿Me lo voy a perder? —Dijo en un tono lastimero Sur-makul mirando a los ojos de Nergal que sonreía con verda-dero placer empuñando una mandoble negra y roja.

—¡Doi!7 —formuló Nergal mientras cortaba la cabeza de su desdichado hermano.

La cabeza rodó hasta los pies de Vanth-Lovitar que re-cién salido miraba con verdadera ansia y gozo. Extendió las alas y cogió la cabeza con las dos manos.

—¡Tú! —exhaló Surmakul. —Ya sabes que has de hacer —dijo la demonio del vórti-

ce rojo. Vanth-Lovitar afirmó con la cabeza, abrió la boca hasta

dejarla del tamaño de la cabeza de su antiguo jefe y la en-gulló. La algazara que se formó hizo temblar a la gente de todo el planeta. El cielo se iluminó y se juntó el día con la noche y dieciséis ángeles observaban.

6 Llorona 7 Exacto

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—¡En cien días volveremos! —las voces de los dieciséis demonios sonaron al unísono, repartiéndose por todos los rincones del planeta.

—¡En cien días el juicio comenzará! —las voces de die-ciséis ángeles sonaron al unísono, repartiéndose por todos los rincones del planeta.

Los demonios volvieron a los vórtices seguidos de sus gentes. El cielo recuperó las estrellas y una temible tranqui-lidad se adueñó del planeta.

Nadie habló durante tres días. Después todos lloraron, hombres y animales.

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Sábado 17/Mayo/2008 19:55

Marco dice: ¿Qué tal estás, hace mucho que no te conectas?

Marga dice: Sí, es que he estado de vacaciones. ¿Qué tal te va? Marco dice: Bueno, bien. No me quejo, aquí andamos perdiendo el tiempo. Marga dice: Voy a estar poco, he entrado a mirar el correo simplemente. Marco dice: Bueno, vale. Marga dice: Es que he quedado a las ocho. Marco dice: Pues date prisa que son ya y cincuenta y nueve. Marga dice: Jajaja. Vaya manía más tonta tienes de adelantar el reloj ocho minutos. Yo tengo y cincuenta y uno. ¿Ha pasado algo en estos minutos? Marco dice: � No, nada interesante. Marga dice: Ah, bueno.

…………………………………………………………………

Sábado 17/Mayo/2008 20:00

Marco dice: Ostraas, lo que ha pasado. ¿Lo has visto? Marco dice: EOOOOOO. Marco dice: � Marco dice: Bueno, ahora vengo voy a hacer una foto. Marga dice: Perdona estaba al teléfono. ¿De qué hablas loco?

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……………………………………………………………………… Sábado 17/Mayo/2008 20:01

Marga dice: Oye, ¿qué dices qué ha pasado? Marco dice: ¿No has visto lo del cielo? Marga dice: No, que va. ¿Qué ha pasado? Marco dice: Un meteorito, está pasando un meteorito. Lleva ya sobrevolando un par de minutos. Va hacia donde tú vives. Marga dice: Espera que voy a mirar. Marga dice: Oye, que no se ve nada. Marga dice: Oyeeee, ¿estás por ahí? Marga dice: Marquitos, ¿te estás quedando conmigo? Marco dice: Nononono en serio, estaba viendo la tele. Ahora mismo pasa sobre Zaragoza.

…………………………………………………………………

Sábado 17/Mayo/2008 20:03

Marga dice: Oye, vete a la mierda que en la tele no dicen nada. Marco dice: Lo estoy viendo, sale en directo. Esta sobre la basílica. Marga dice: La basílica se ve desde mi casa y no veo nada encima de ella. Vete a la porra. Marco dice: :| Marga dice: Voy a prepararme que van a llegar ya mismo.

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Sábado 17/Mayo/2008 20:05

Marga dice: Ay Dios, estoy cagada. Lo estoy viendo, se acerca por la Basílica. Marga dice: Marcos, marquitos, ¿estás por ahí? Marco dice: ¡Ha caído en Barcelona! Marga dice: ¿Qué? Marco dice: Que ha caído en Barcelona. Se ha llevado media ciudad en la caída y ha acabado a un kilómetro o así en el mar. Marga dice: ¡No jodas!, como puede ser si le estoy viendo acercarse. Marga dice: Oye, ¿qué pasa? Marga dice: Marcooos. Marco dice: Estaba viendo la tele, dicen que se espera un maremoto en todo el mediterráneo. Marco dice: Han entrado otros dos, algo más pequeños pero aún así acojona verlos.

…………………………………………………………………

Sábado 17/Mayo/2008 20:08

Marga dice: Estoy contándoselo a mis amigos de Barcelona y mi madre está llamando a mi tía, pero no se lo creen. Marcos dice: Pero si el meteorito ya cayó. Marga dice: No, ellos dicen que no. Marcos dice: Joer, eran las 20:04 de mi reloj.

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Marga dice: Ay Dios, que se han cortado las comunicaciones. Marco dice: ¿Qué? Marga dice: Que mi madre estaba hablando con mi tía y se ha cortado de repente. Marco dice: Pero si ya había caído. Marco dice: Oye. Marco dice: Oye, ¿estás ahí?

…………………………………………………………………

Sábado 17/Mayo/2008 20:10

Marco dice: Marga, ya cayó el segundo. En Hernani. Marco dice: El tercero caerá cerca por lo que parece. Marco dice: Bueno, creo que no es momento para seguir hablando. Marga dice: Pero de dónde sacas esas cosas. Si esos dos aún están por el cielo. Marco dice: No acaba de caer ahora mismo. En Guipúzcoa. Marga dice: Es imposible.

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Sábado 17/Mayo/2008 20:11

Marco dice: En Lasarte se ha estrellado. Marga dice: ¿El otro?

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Marco dice: Sí, el otro. Marga dice: Un seg. Marco dice: Vale Marco dice: La onda del primero se ha tragado media costa mediterránea y aun han de volver las olas para España. Marga dice: Para ya un poco. Por favor. Marco dice: Vale, perdona.

…………………………………………………………………

Sábado 17/Mayo/2008 20:12

Marga dice: ¿Cómo has podido saberlo? Marco dice: ¿El qué? Marga dice: Lo de los meteoritos. Marco dice: Asteroides Marga dice: ¿Qué? Marco dice: Asteroides, lo acaban de decir en la tele. Marco dice: Del tipo C, según parece. Marga dice: Te está leyendo mi hermano y está flipando. Marco dice: Pero por qué. Marga dice: Porque hablas de algo que no ha pasado aún. Marco dice: Pero como que no. A las ocho y diez cayó el de Hernani y al minuto el de Lasarte. Marga dice: Si ahora mismo son y ocho. Marco dice: Que va, son y doce. Marco dice: Y trece en estos momentos.

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Marga dice: Entonces dentro de sesenta segundos, más o menos, dices que caerá el otro. Marco dice: No, digo que hace tres minutos, más o menos, cayó el segundo. Marga dice: ¡Joder que raro! Marcos dice: Sí.

…………………………………………………………………

Sábado 17/Mayo/2008 20:14

Marco dice: ¿Ha pasado algo? Marga dice: No está aquí mi hermana, se ha puesto a llorar. Soy Ramón. Marga dice: ¿Cómo lo sabías? Marco dice: Porque lo he estado viendo. Marga dice: Pues es rarísimo tío. Marco dice: Sí. Oye cierro esto que voy a ir a la calle a ver qué pasa. Marga dice: Vale tío. Yo también. Marco dice. Cuida a tu hermana. Marga dice: Sip.

Marco cierra sesión. Marga cierra sesión.

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España, 1811. Un misterioso pueblo envuelto en niebla es la clave de un pavoroso enigma que debe desentrañar un grupo de soldados españoles liderados por el capitán Lequerica. Sucesos extraños y macabras fuerzas del más allá consiguen que el lector se meta de lleno en una historia terrorífica y se pierda en un 

pueblo del que nunca más podrá salir. 

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