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Sistema Bibliotecario de la Suprema Corte de Justicia de la NaciónCatalogación

Primera edición: agosto de 2010

D.R. © Suprema Corte de Justicia de la NaciónAvenida José María Pino Suárez, núm. 2Colonia Centro, Delegación CuauhtémocC.P. 06065, México, D.F.

Prohibida su reproducción parcial o total por cualquier medio, sin autorización escrita de los titulares de los derechos.

Las fotografías que forman parte de la presente investigación jurídico-histórica, se utilizan en términos de lo dispuesto por el artículo 148 de la Ley Federal de los Derechos de Autor, sin fines de lucro, reconociendo expresamente su autoría.

Impreso en MéxicoPrinted in Mexico

La formación editorial y el diseño de la segunda edición de esta obra estuvieron al cuidado de la Direc ción General de la Coordi nación de Compilación y Siste-ma tización de Tesis de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores / [preliminar Comisión del Poder Judicial de la Federación para el Bicentenario del inicio de la Independencia y Centenario del inicio de la Revolución Mexicana ; presentación David Pantoja Morán]. -- México : Suprema Corte de Justicia de la Nación, Dirección General de la Coordinación de Compilación y Sistematización de Tesis, 2010.lviii, 248 p. ; 23 cm.

ISBN 978-607-468-219-9

1. Suprema Corte de Justicia de la Nación – Historia – México – E.U.A. 2. Juicio de amparo – Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación 3. Procedencia del Amparo – Recursos de Amparo 4. Resolución judicial – Siglo XIX – Siglo XX – México 5. Carrillo Flores Antonio, 1909-1986 – Biografía 6. Juristas – Discursos, ensayos y conferencias 7. Facultades jurisdiccionales 8. Constitucionalidad I. México. Comisión del Poder Judicial de la Federación para el Bicentenario del inicio de la Independencia y Centenario del inicio de la Revolución Mexicana, pról. II. Pantoja Morán, David, pról.

POE675S867.20s

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Antonio Carrillo Flores.Fotografía perteneciente al Archivo Histórico de la Universidad Nacional Autónoma

de México. AHUNAM-IISUE.

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LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓNDESDE LA VISIÓN DEANTONIO CARRILLO FLORES

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COMISIÓN byC-PJF

Ministro Guillermo I. Ortiz MayagoitiaPresidente de la SCJN, del CJF y de la Comisión

Ministro José de Jesús Gudiño PelayoMinistro José Ramón Cossío DíazSuprema Corte de Justicia de la Nación

Consejero Óscar Vázquez MarínConsejero Jorge Efraín Moreno ColladoConsejo de la Judicatura Federal

Magistrada Electoral Ma. del Carmen Alanis FigueroaPresidenta de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación

Magistrado Electoral Manuel González OropezaMagistrado Electoral Pedro Esteban Penagos LópezTribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación

Invitados Permanentes

Comisión Organizadora de la Conmemoración del Bicentenario del inicio del Movimiento de Independencia Nacional y del Centenario del inicio de la Revolución MexicanaComisión Especial Encargada de los Festejos del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana del Senado de la RepúblicaComisión Especial de Apoyo a los Festejos del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución de la Cámara de DiputadosComisión de las Celebraciones del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución en la Ciudad de MéxicoSecretaría Ejecutiva de la Asociación Mexicana de Impartidores de Justicia (AMIJ)

Consejo Asesor

Dr. Alfredo Ávila RuedaDra. Eugenia MeyerDr. David Pantoja MoránDr. Ricardo Pozas HorcasitasDra. Elisa Speckman GuerraMtra. María Teresa Franco González SalasDr. Andrés Lira GonzálezDra. Margarita Martínez LámbarryDra. Cecilia Noriega ElíoMtra. Alicia Salmerón CastroDra. Érika Pani Bano

Secretariado de la Comisión BYC-PJF

Lic. Alfredo Orellana MoyaoCoordinador GeneralMtro. Ignacio Marván LabordeEnlace con el Consejo AsesorLic. Juan Manuel Hoffmann CaloSecretario Técnico en la Suprema Corte de Justicia de la NaciónLic. José Rolando Téllez y StraffonSecretario Técnico en el Consejo de la Judicatura FederalLic. Héctor Dávalos MartínezSecretario Técnico en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación

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VII

Contenido

Preliminar ................................................................................ IX

Presentación. Dr. David Pantoja Morán ................................. XIII

Nota explicativa ...................................................................... 3

PRIMERA CONFERENCIA

El modelo: la Suprema Corte Norteamericana: del

Justicia Mayor Marshall (1803) al caso del Presidente

Nixon (1974) ............................................................................ 7

SEGUNDA CONFERENCIA

La Suprema Corte Mexicana: de 1824 al caso de Miguel

Vega y la acusación contra los Magistrados en 1869.

Nacimiento y degeneración del Juicio de Amparo ............. 31

TERCERA CONFERENCIA

La Suprema Corte en la doctrina, la jurisprudencia

y la legislación mexicanas entre 1869 y 1917 ...................... 51

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La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo FloresVIII

CUARTA CONFERENCIALa Suprema Corte a partir de 1917 ....................................... 75

QUINTA CONFERENCIAConclusiones, perspectivas y utopías................................... 99

ANEXOSLa Suprema Corte en México y en los Estados Unidos ....... 125

La Suprema Corte en las reformas sociales de México ...... 145

Apéndice: La Suprema Corte de Washington otra vez

sobre el tapete ........................................................................ 157

La Suprema Corte como Poder y como Tribunal ................. 183

¿Qué son los derechos del hombre? ..................................... 217

Bibliografía .............................................................................. 241

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IX

La conmemoración del Bicentenario de nuestra Indepen dencia y

del Centenario de la Revolución Mexicana nos brinda la opor-

tu nidad de ahondar en el sentido de la serie de acon tecimientos

que dieron origen a estos dos mo vimientos: uno emancipador y

el otro revolucionario.

México nació a la vida independiente desde la gesta iniciada

con el Grito de Dolores del 15 de septiembre de 1810, cuando Miguel

Hidalgo y Costilla convocó al pueblo a con quistar su libertad.

El proceso histórico culminó con la entrada del Ejército Trigarante

a la ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821, al mando del

general Agustín de Itur bide. A partir de ese momento dio inicio una

nueva etapa de nuestra historia, en la cual siempre estuvo pre-

sente la lucha por la justicia. A lo largo del siglo XIX y principios

del XX esta lucha cobró diversos matices, sea por el dife rendo ideo-

lógico de los partidos en pugna o por las corrientes doctrinales

en boga. No todo fue ascenso ni progreso; hubo momentos de crisis

profunda y de retrocesos en este afán por hacer de México una

sociedad libre y más justa. En 1910, estalló una revolución en la que,

tras muchos encuentros y desencuen tros de facciones, caudillos

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La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo FloresX

y sectores de la po blación, logró consolidarse el proyecto de un Estado social de derecho, cuya expresión más acabada fue la Cons- titución de 1917.

La sucesión de los años se ha tornado hoy en centurias, como en su mo men to la de episodios bélicos se tradujo en las dos grandes gestas que definieron la vida de nuestro país. En los últimos dos-cientos años de vida, México, gracias a estos dos acontecimientos, ha dejado su impronta en la historia universal y del continente, y en ocasiones ha sido paradigma para otros pueblos que aspiran a conquis tar y consolidar su libertad y soberanía.

Para la Suprema Corte de Justicia de la Nación la con memo-ración de estos acontecimientos es algo más que una remem-branza del pasado. Es también ocasión para abrir espacios para la reflexión y el diálogo sobre nuestro devenir histórico y sobre el desarrollo y perspectivas de nuestras instituciones de administra-ción de justicia. Asi mismo, es una oportunidad para dar a cono cer al pueblo de México el trascendente papel que han tenido y que han de tener los tribunales del Poder Judicial de la Fede ración en la conformación y consolidación de nuestras instituciones repu-blicanas. Es, en suma, dar cuenta de los caminos de la justicia en México.

Comisión del Poder Judicial de la Federación para el Bicentenario del inicio de la Independencia y

Centenario del inicio de la Revolución Mexicana

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Patio de la antigua Escuela Nacional de Jurisprudencia

1. Antonio Carrillo Flores 4. Ángel Carvajal Bernal 2. Mariano Ramírez Vázquez 5. Miguel Alemán Valdés

3. Andrés Serra Rojas 6. José Cervantes Aguilera 7. David Pantoja Romero

Fotografía perteneciente al Archivo Histórico de la Universidad Nacional Autónoma de México. AHUNAM-IISUE.

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XIII

Presentación

A fin de proporcionar un contexto adecuado a la obra que se presenta en páginas posteriores, parece conveniente ofrecer

al lector un sumario marco de antecedentes que den cuenta de la formación del autor, de su valiosa actuación como servidor pú-blico y de su producción intelectual como jurista y principal mente como el gran experto sobre la Suprema Corte norte americana y como el gran conocedor de la Suprema Corte de Justicia de nuestra Nación.

Don Antonio Carrillo Flores nació en la Ciudad de México el 23 de junio de 1909 y falleció el 20 de marzo de 1986. Se crió en el seno de una familia de mexicanos notables, entre los que des-tacaron de manera especial, su padre don Julián Carrillo, original compositor musical, creador del sonido trece y su hermano el doctor Nabor Carrillo Flores, especialista en mecánica de suelos, quien fuera rector de la UNAM.

El 30 de noviembre de 1920 le fue expedido su certificado de haber concluido la educación primaria superior en la Escuela Pri-

* Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

David Pantoja Morán*

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XIV La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

maria Particular de Infantes, sita en Regina 112, en la Ciudad de México. Cursó en la Escuela Nacional Preparatoria el siguiente ciclo de estudios de los años que van de 1921 a 1924, lo que indica que perteneció a una célebre generación de estudiantes univer-sitarios, muchos de los cuales integraron la primera generación de no militares en el poder en nuestro país. El 14 de febrero de 1925 el profesor José Romano Muñoz, Oficial de Registro, Jefe de la Sección de dicha Escuela, certificó que el alumno en cuestión acreditó sus estudios preparatorios para la carrera de abogado, por lo que se le expidió el pase para la Facultad de Jurisprudencia.

El 1o. de abril de 1926, el aspirante le dirigió una carta al director de esa Escuela, don Aquiles Elorduy, donde solicitaba la inscrip-ción, si aún fuera tiempo, en esa misma institución, explicando que habiendo pretendido estudiar abogacía en Nueva York, ciudad a donde su familia se había domiciliado, se le había indicado que para ejercer tal carrera se le exigía adoptar la nacionalidad estadounidense y que, entonces, prefería continuar sus estudios en México. Apoyaba esta petición, otra misiva personal de don Julián, su padre. El 15 de abril de 1926, el director le notificó que las ins-cripciones se habían cerrado y no se podía atender su petición. Finalmente, el 8 de mayo solicitó nuevamente la inscripción, y le fue concedida el día 12 de ese mes y año, seguramente para el ciclo siguiente.

Hay indicios de que algunos de los profesores con los que cursó asignaturas fueron:

Cosas y sucesiones- Francisco de P. Fernández2o. de Historia del Derecho- Francisco de P. Herrasti

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Presentación XV

2o. de Economía- Pascual Luna y Parra

1o. de Derecho Penal- Antonio Ramos Pedrueza

Derecho público- Eduardo Delhumeau

Obligaciones y contratos- Manuel Borja Soriano, profesor del

que consta la única boleta de calificaciones que obra en el

expediente.

Por otra parte, seguramente deseoso de recuperar el tiempo per-

dido por haber estado fuera del país y por haber estado enfermo,

solicitó exámenes a título de suficiencia, en una carta sin fecha

en la que también pedía le fuera dispensado el pago de dicho

trámite. Esta solicitud quizá también explique la falta de datos de

más profesores con los que hubiera cursado las asignaturas

del plan de estudios, pues quizá sólo las acreditó sin cursarlas.

El 5 de marzo de 1929, desde Nueva York, don Julián, en térmi-

nos amistosos, se dirigió al director Narciso Bassols para reco-

mendarle en su preparación a su hijo Antonio, quien estaba por

recibirse y le pedía presidiera el examen profesional de ser

posible. El 14 de marzo de ese año, el director de la Escuela,

Narciso Bassols, dirigió una carta al rector informándole que se

había constituido jurado para el examen profesional correspon-

diente, que el sínodo estaba integrado por los profesores, como

propietarios: Roberto Esteva Ruiz, Manuel Borja Soriano, Rafael

Rojo de la Vega, Luis Chico Goerne y Mario Souza, y como suplen-

tes: Dionisio Montelongo Jr. y Juventino Martínez y que el examen

tendría lugar el 21 de marzo a las 19 hs. Por carta de 19 de marzo,

el sustentante solicitó reducción en la cuota de pago por dere-

chos de examen profesional.

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XVI La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

Los votos de los sinodales, todos aprobatorios sobre la tesis titulada La norma jurídica internacional. La antinomia con la sobe­ranía del Estado, son bastante escuetos, salvo uno, el del profesor Roberto Esteva Ruiz, quien, por escrito de 20 de marzo de 1929, expresó que otorgaba su voto aprobatorio con reservas a formu-lar en la prueba oral, “porque incurre en grave error al pensar que el principio de coordinación, como base de la norma jurídica entre los Estados, equivale al concepto de la autolimitación del Es-tado”. Agregaba que “el estilo de la tesis corresponde a las vibra-ciones oratorias características del Sr. Antonio Carrillo que se ha distinguido siempre en la Facultad por su elocuencia y entusias-mo en los estudios jurídicos”.

El acta de 21 de marzo de 1929 hace constar la celebración del examen en el aula Jacinto Pallares de la Escuela, y que los sino-dales Roberto Esteva Ruiz, Manuel Borja Soriano, Rafael Rojo de la Vega, Mario Souza y Dionisio Montelongo decidieron aprobarlo por unanimidad. Esto significa que su precoz inteligencia le per-mitió recibirse como abogado sin haber cumplido veinte años.1

Una vez recibido como abogado, inició una brillante carrera como docente en la Universidad Nacional de México. Por oficio 02-2038 del expediente 02/131/3303 de 30 de marzo de 1932, el rector Ing. Joaquín Gallo le nombró, a partir del 26 de febrero de 1932, profesor interino de Teoría General del Derecho en la Facul-

1 Todos los datos anteriores constan en el expediente 19/221/43328 del Archivo Histórico de la Universidad Nacional Autónoma de México. AHUNAM-IISUE. Agra-dezco el eficaz y atento servicio de la Directora del IISUE y del personal de ese Archivo, en particular el de la Maestra Sandra Peña.

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Presentación XVII

tad de Derecho y Ciencias Sociales. El 15 de diciembre de ese año

el Rector Roberto Medellín le hizo saber que el Consejo de la Uni-

versidad le había nombrado, a partir del 7 del mismo mes, profesor

adjunto de dicha materia en la misma Facultad. El 30 de abril de

1936, el director de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales,

Lic. Emilio Pardo Aspe, hizo saber al rector que Carrillo Flores im-

partía el 1er. curso de Derecho Administrativo, a partir del 1o. de

marzo de ese año. El 11 de mayo de 1936, el rector Luis Chico

Goerne le hizo saber que, a propuesta de la Dirección de la Escuela

Nacional de Dere cho, había sido designado profesor de la cá tedra

de Derecho Admi nistrativo. El 29 de abril de 1938, por oficio diri-

gido al secre tario general de la Escuela de Economía, El oficial

mayor de la Universidad, Juan José Bremer, se dio por enterado

que el 15 marzo de ese año había iniciado labores como profesor

de la cáte dra de Instituciones y Operaciones de Crédito. Por ofi-

cio 25-4080, el 28 de febrero de 1938, el rector Gustavo Baz le

notificó que el Consejo Universitario, en la sesión de 16 de febrero

de 1939, le había designado profesor titular de Instituciones y Opera-

ciones de Cré dito, correspondiente al 4o. año de la Escuela de

Economía. El 8 de junio de 1939, el director de la misma Escuela,

Mario Souza, hizo saber al rector que Carrillo Flores se había hecho

cargo, a partir del 1o. de junio de 1939, de la cátedra El Estado y

la vida económica.

Mediante varias peticiones de permisos para ausentarse y de

licencias sin goce de sueldo, tanto en la Escuela de Economía

como en la de Derecho le fueron concedidos, lo que indica que

eran muchos sus compromisos de trabajo en el sector público.

El 21 de julio de 1942, Carrillo dirigió al director de la Escuela

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XVIII La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

de Economía su renuncia a la cátedra Estado y vida económica, por así impo nérselo ocupaciones de carácter extraordinario y pro-puso a Jesús Rodríguez y Rodríguez, a quien consideraba el mejor alumno que había tenido en la Escuela de Derecho.

Obran en su expediente su domicilio, sito en Texas 94, Colonia Nápoles, y su Registro Federal de Causantes CAFA- 090623.

El director de la Facultad de Derecho, Escuela Nacional de Jurisprudencia, Alfonso Noriega Jr, por oficio 711-1210 de 16 de julio de 1943, se dirigió al oficial mayor de la Universidad para hacerle saber que la Academia de profesores y alumnos, en sesión del 5 de julio del mismo año, había invitado a Antonio Carrillo Flores a retirar su renuncia como profesor del Primer curso de Derecho Administrativo, presentada por motivos de trabajo, y el Lic. Carrillo había aceptado solicitar licencia sin goce de sueldo.

Por oficio 00/373 del 14 de de marzo de 1945, el rector Alfonso Caso se dirigió a Carrillo Flores para decirle que, en virtud de las razones expuestas y por tener que hacer un viaje en comisión ofi-cial, aceptaba su renuncia antes que la Junta de Gobierno de la Universidad aceptara la propia del rector. Le agradecía su colabo-ración franca, leal e inteligente como director de la Escuela Nacional de Jurisprudencia y como Presidente de la Comisión de Estatutos.

El 21 de febrero de 1947, el director de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, Facultad de Derecho, Virgilio Domínguez, hizo saber al secretario general de la Universidad que a partir del 1o. de febrero de ese año, Antonio Carrillo Flores reanudaba su labor como profesor titular del Primer curso de Derecho Administrativo.

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Presentación XIX

El 31 de marzo de 1950, el rector Luis Garrido, tomando en con-si deración sus méritos y la propuesta del director de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, José Castillo Larrañaga, le nombró pro-fesor de Derecho Administrativo del Doctorado de esa Escuela.2

Su destacada carrera como docente en la entonces Escuela Nacional de Jurisprudencia, le llevaría a ocupar el cargo de director de agosto de 1944 a febrero de 1945.3 Fue miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM y Rector del ITAM, habiendo reci-bido el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Harvard, en 1970. Fue miembro de la Academia Mexicana de Legislación y Jurisprudencia y del Colegio Nacional.

No sería sino hasta que se expidió la Ley Reglamentaria del Ejercicio Profesional y que se creó la Dirección General de Profe-siones, que gestionó y obtuvo el registro de su título de licenciado en Derecho y que se le otorgó la cédula de ejercicio profesional, según consta en el dictamen de 19 de octubre de 1948, firmado por el director general, Juan Pérez Abreu de la Torre.4

Destacó también en el servicio público, habiéndose desempe-ñado como Magistrado fundador del Tribunal Fiscal de la Federación, director de Nacional Financiera y secretario de Hacienda. Sirvió

2 Todos los datos anteriores obran en el expediente CAFA 112/131/3303 de la Dirección General de Personal de la UNAM. Agradezco el diligente servicio y las aten-ciones brindados por el Director General y la Subdirectora de esa dependencia.

3 El dato sobre su periodo en la dirección se puede ver en Mendieta y Nuñez Lucio. Historia de la Facultad de Derecho, México, UNAM, 1956, p.225.

4 Consta en el expediente V/201.02/3373 de la Dirección General de Profesiones. Agradezco a la Lic. Diana Cecilia Ortega su mediación para obtener estos datos.

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XX La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

igualmente al país en el ámbito externo, habiendo sido embaja-dor en Estados Unidos y secretario de Relaciones Exteriores. Finalmente, pero no menos importante, dirigió el Fondo de Cultura Económica.

Participó en la redacción de reformas a la Constitución concer-nientes a la nacionalización del petróleo y en reformas a leyes sobre diversas materias, como deuda pública, justicia federal, Amparo, sociedades mercantiles, justicia fiscal y otras.5

Fue autor de artículos, libros y conferencias concernientes a diversas ramas del Derecho, entre los que destacan los relativos al Juicio de Amparo, a la justicia federal y particularmente a la Su-prema Corte Norteamericana y a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El lector atento encontrará en las páginas que siguen referencia a esas obras y advertirá que repiten algunos datos e ideas vertidas en “Las Reflexiones del Sesquicentenario” —tema principal de estas líneas— también percibirá que, escritas en diversas épocas, nuestro autor las presentaba bajo nuevos ángulos, añadía más datos o más reflexiones, lo que enriquece y complementa los textos objeto de esta presentación.

Dentro de su vasta producción destaca una breve pero impor-tante obra, en donde se percibe bien la perspicacia del catedrá-ti co de Derecho Administrativo de la Facultad de Derecho de la UNAM y la del jurista experto en la organización y funciones de la Supre ma Corte de Justicia. 6 En la advertencia aclara al lector

5 Fuente: El Colegio Nacional. Miembros, Currículo. 6 Carrillo Flores Antonio, La defensa jurídica de los particulares frente a la adminis­

tración en México, México, Librería de Porrúa Hnos. y Cía., 1939.

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Presentación XXI

que esa obra es producto de la revisión y complementación de un curso de invierno dictado en esa Facultad, en el que se propuso tratar sobre las dificultades de abordar el tema de la defensa de los particulares frente a la administración en México, en virtud de la muy limitada efectividad de la misma, por la ausencia de órganos estatales que reconocieran la necesidad de someter su acción a principios de Derecho Administrativo. Justifica la impor-tancia concedida en la obra a la literatura norteamericana, adu-ciendo que su ensayo es más un inventario de problemas que debían resolverse y que acudir a los autores sajones podría ser de mayor utilidad, por ser doctrina aún en formación, a diferencia de las más maduras y sistematizadas doctrinas francesa o italiana y que para México sería más interesante observar esos esfuerzos de construcción. A ello añade las similitudes que, a su juicio, guardan la estructura constitucional mexicana con la norteamericana, prin-cipalmente en lo referente al mecanismo judicial.

En este trabajo, don Antonio endereza una crítica a la pretensión de concebir el Amparo como una solución única a problemas dis-tintos, concepción que, a la larga, dio lugar a un enorme rezago en la resolución de los asuntos y que ponía en peligro a la misma institución del Amparo. Sólo podría lograrse una reforma eficaz, argüía, si se reflexionaba sobre el propósito de los creadores de la institución, se le comparaba con las pretensiones de ese momento y se separaban los problemas, desechando técnicas incompatibles. Con el Amparo se había pretendido dar al hombre un medio eficaz, rápido, sencillo para la tutela de sus derechos fundamentales, pero cuando ya no se limita a ello, invade otras zonas y se convierte en control de la legalidad de las sentencias; parece imprescindible hacer volver al Amparo a lo que es su razón

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XXII La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

de ser: la defensa de un mínimo de derechos cuidadosamente esco-gidos, para evitar los atentados más brutales del poder público. Todo esto exigiría, en su opinión, una revisión integral del sistema judicial, tanto en lo orgánico como en lo funcional, y a conti-nuación hace un pormenorizado listado de propuestas de cam-bios en la Constitución y en las leyes, entre las que destaca muy particularmente la creación de un Tribunal Federal de Casación. En lo que concierne a la justicia administrativa, propuso entre otras importantes cuestiones: fijar las garantías fundamentales del par-ticular, tanto en lo referente a la forma de proceder de la autoridad administrativa como en lo sustancial de esta actividad; organizar no sólo el contencioso de anulación, sino procedimientos expe-ditos de fijación de responsabilidades a cargo del Estado y a favor de los particulares y la creación de un Tribunal Federal de lo Contencioso.

En la presentación que hiciera de un cursillo dictado en los años veinte por quien fuera el décimo primer presidente de ese alto tribunal estadounidense, Carrillo ya hace gala de su gran conocimiento e interés sobre la Suprema Corte de los Estados Unidos, al citar las obras de grandes Jueces como Haines, Beard, Corwin o Frankfurter.7

En esa presentación, coincide con Hughes en que la en-

comienda verdaderamente propia de la Suprema Corte norte-americana es el control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes y que su característica radica más en la forma audaz

7 Carrillo Flores Antonio, "Pólogo" en Evans Hughes Charles, La Suprema COrte de Estados Unidos, México, FCE, 1946.

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Presentación XXIII

y peculiar como la Suprema Corte entendió esos poderes al respecto, pues, si ésta se hubiera limitado a invalidar leyes no hubiera tenido su labor la trascendencia que tiene en el juego de las instituciones. Pero, resulta que los Magistrados norteameri-canos no se limitaron a eso, sino que aunque el control de la constitucionalidad siempre se busca en referencia a un texto cons-titucional, su verdadero apoyo lo buscaron en ciertos principios que no están en la constitución y que los Jueces extraen del mundo extrajurídico de su propia cultura, de sus convicciones políticas de su concepción acerca de lo que debe la vida social y econó mica de su país.

Por otra parte, menciona que la desconfianza sentida para que la Corte pudiera auto limitarse en el uso de sus atribuciones, había inspirado diversos medios para contenerla. Hamilton en El Federalista, por ejemplo, insinuaba que debía echarse mano del juicio político o impeachment; Marshall, a su vez, proponía se ape-laran ante el Congreso los fallos de la Suprema Corte y Teodoro Roosevelt aconsejaba se revocaran mediante referendum.

Hace una síntesis de las interpretaciones divergentes sobre la naturaleza de la Corte, distinguiendo a quienes, como Hamilton, quieren ver en ella a una institución antidemocrática, si se con-sidera que la esencia de la democracia se mira en el predominio de la voluntad de las mayorías; frente a quienes, como Jefferson, ven en la Suprema Corte la institución más democrática, pues, ella salvaguarda aún contra los excesos de las mayorías.

Le da la razón a Holmes, quien pensaba que las disposiciones constitucionales no son fórmulas matemáticas cuya esencia esté en la forma, sino instituciones orgánicas vivas cuya signifi ca-

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XXIV La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

ción es vital y no formal, y que las vacilaciones, a veces las contra-dicciones francas en las que la Corte ha incurrido, no son sino reveladoras de que, como institución viva refleja las grandes inquietudes de esta época.

En la Revista de la Facultad de Derecho de la UNAM, se publi-caron dos ensayos, que tienen en común, entre otras cosas, que se tratan de exposiciones hechas por D. Antonio ante la Barra de Abogados del Distrito de Columbia y que aquí se publican, por su relación con los temas materia de reflexión del autor. El primero de ellos, presentado cuando todavía era embajador de México en Estados Unidos, empieza por pintar un panorama sobre nuestra institución jurídica más celebrada, el Amparo, señalando la influencia de Tocqueville en el pensamiento de sus creadores y proporcionando una afortunada fórmula que sintetiza los elementos de esa institución, vistos con la lupa del Derecho anglosajón: el habeas corpus, el mandamus y la injuction del dere-cho de equidad, e incluso la injuction provisional. Concluye, des-pués de ricas explicaciones, señalando el carácter de nuestra Corte como tribunal de revisión de la legalidad.8 La otra expo-sición separada de la anterior por cuatro años, contiene una primera parte en la que se reseñan los logros iniciales de la Corte mexicana en su tarea de hacer realidad las instituciones creadas por la constitución de 1917 y añade un apéndice sobre la Corte norteamericana.9

8 Carrillo Flores Antonio, “La Suprema Corte en México y en los Estados Unidos”, en Revista de la Facultad de Derecho de México, México, UNAM, t. IX, julio-diciembre, 1959, núms. 35-36.

9 Carrillo Flores Antonio, “La Suprema Corte en las reformas sociales en México”, seguida de un apéndice “La Suprema Corte de Washington otra vez sobre

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Presentación XXV

Otra obra de nuestro autor, ésta publicada por el Instituto de In-

vestigaciones Jurídicas de la UNAM poco después de su falle-

cimiento, es una compilación de ensayos y artículos varios que, como

su título indica, están dedicados al Derecho Administrativo y al

Constitucional.10 En algunos de ellos están presentes los temas

que siempre acompañaron a don Antonio y sobre los cuales dejó

lecciones perdurables y son los que aquí se comentan por estar

conectados con la preocupación central de esta presentación.

El titulado “El Ejecutivo y las leyes inconstitucionales” versa

sobre si una autoridad administrativa tiene autoridad para

aplicar una ley en sentido formal y material, aun cuando la estime

contraria a un precepto constitucional y, después de un análisis

de la doctrina y jurisprudencia norteamericana, opina que el Eje-

cutivo está obligado a cumplir las leyes del Congreso, incluso si

piensa que son inconstitucionales, ya que lo obliga la protesta

constitucional prestada en los términos del artículo 128. Sin em-

bargo, encuentra una excepción: cuando el precepto constitu-

cional otorga una facultad o impone una obligación a un órgano

del poder y señala el contenido concreto de la facultad o del deber

ser, añadiendo que debe tratarse de un precepto constitucional

de contenido concreto y que además esté encomendado en su eje-

cución y consecuentemente en su interpretación al Presidente o

a los órganos que de él dependen y no al Congreso.

el tapete”, en Revista de la Facultad de Derecho de México, México, UNAM, t. XIV, julio-septiembre, 1964, núm. 55.

10 Carrillo Flores Antonio, Estudios de Derecho Administrativo y Constitucional, México, IIJ-UNAM, 1987.

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XXVI La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

Otro trabajo, digno de mencionarse, incluido en la misma pu-blicación, es el intitulado “El control de la constitucionalidad de las leyes y actos de autoridad en México”, que culmina con planteamientos que se antojan precursores de las reformas a la Constitución que incorporaron, entre otras figuras, la acción de inconstitucionalidad.

En la misma compilación de ensayos se incluye un trabajo más, que tiene relación directa con el tema central que aquí se trata. Se titula “La Suprema Corte de Justicia Mexicana y la Suprema Corte Norteamericana. Orígenes semejantes; caminos diferentes”, y en la advertencia se dice que su redacción la hace por invitación del Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para conmemorar el CLX aniversario de la instalación de ese alto tri-bunal, y que lo hace animado no sólo porque durante su encargo de embajador en Washington había tenido la oportunidad de

seguir de cerca la actuación de la Corte Norteamericana, sino

por haber ya tratado el tema en trabajos diversos.11

Se trata, dice la advertencia, de un ensayo comparativo sobre

las funciones que cumplen la Suprema Corte de Justicia Mexi-

cana y la Norteamericana, y su objeto es el de explicar cómo, a

pesar de haber surgido de textos constitucionales semejantes,

la evolución de los dos cuerpos ha seguido caminos distintos, al

11 Menciona los trabajos ya antes citados aquí, salvo uno, de especial relevancia, porque lo señala como su primer trabajo, lo que da cuenta de lo precoz de su sólida formación jurídica y de su interés por los temas relacionados con nuestra instan-cia jurisdiccional más alta. Se trata de “La jurisprudencia de la Suprema Corte en materia de súplica”, publicado en la revista La Justicia, febrero, 21 de 1931, es decir, cuando tenía veintidós años.

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Presentación XXVII

grado que siempre se ha fracasado cuando se ha pretendido que nuestro Tribunal Supremo tenga como atribución esencial la inter-pretación final de la Ley Suprema, como quisiera Rabasa o lo inten-taran esfuerzos varios que, si bien lograron aliviar las tareas de la Corte, en lo esencial ha quedado intocado un sistema que en la mayoría de los casos hace de esa altísima instancia un tribunal que revisa, a través de un recurso extraordinario, la legalidad de sentencias de tribunales locales y federales, civiles, penales, labo-rales y administrativos, y en segunda instancia la de ciertos actos del Ejecutivo Federal o de cualquier autoridad que amenace dere-chos o libertades fundamentales de la persona humana. Se divide el trabajo en varias partes, una, dedicada a revisar los textos en que se fundaron las dos instituciones; otra, a revisar la evolución de las atribuciones de la Corte Norteamericana; otra más, a revisar lo mismo en la Corte Mexicana y las conclusiones.

En esa primera parte, da una interesante explicación del por-qué difieren el Acta Constitutiva y la Constitución de 1824 respecto de la norteamericana, en lo que concierne al Poder Judicial, y la basa en que los textos mexicanos trataron de resolver un problema espe-cíficamente mexicano, que fue el de lograr un compromiso político entre las antiguas provincias, Nueva Galicia y México, pues sus respectivas Audiencias habían rivalizado durante la Colonia y la rivalidad competencial se mantenía, aunque éstas fueran sustitui-das por la Corte. Por otra parte, señala una diferencia más entre las disposiciones relativas a ambos cuerpos judiciales, a saber: la circunstancia de que no hubiere en la Constitución mexicana de 1824 una disposición que de manera general estableciera la com-pe tencia del Poder Judicial para conocer de todas las controversias derivadas de la aplicación de leyes federales, y lo explica en

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XXVIII La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

razón de que en México, a diferencia de Estados Unidos, no se había sentido la necesidad de crear un Derecho de general aplica-ción para toda la República, pues había heredado la legislación española.

En la segunda parte, donde se revisa la evolución de las atri-buciones de la Corte Norteamericana, como no podía ser menos, su punto de partida y al que dedica una parte considerable es la célebre decisión de 1803 del caso Marbury vs. Madison y, fundado en una amplia bibliografía, afirma que la defensa de la Constitu-ción, incluso anulando la legislación de los Congresos federales y locales y la protección de los derechos humanos, son dos de las funciones esenciales del Poder Judicial. El segundo hito en la evolución lo finca en el caso McCulloch vs. Maryland, que reco no ció para la Federación no sólo las facultades explícitas, sino las implí-citas. Otro caso citado es el de la sentencia Dred Scott vs. Sanford, en donde por primera vez se utilizó la cláusula del debido pro ceso para anular una ley federal, con la particularidad que se declaró inconstitucional una disposición que privaba de su dere cho de propiedad al propietario de un esclavo por el hecho de pasar a un territorio donde la esclavitud estaba abolida. La reso lución en el caso de los rastros de Nueva Orleáns —Slaughter House Cases— entregó a los Estados la última palabra en la apli cación de la enmienda XIV de la Constitución, que declaraba la igual protección legal a los negros, lo que dio como resultado que los Estados surianos mantuvieran muchas de la discrimina cio nes de carácter racial. La bien ganada fama de cuerpo conser va dor de la Corte se mantuvo gracias a lo anterior y a sus decisiones decla-rando inconstitucionales leyes protectoras del trabajo. Empero, esto dio un vuelco durante la presidencia de Franklin Delano

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Presentación XXIX

Roosevelt, quien tuvo serios enfrentamientos con la Corte a pro-pósito de la anulación de su legislación de clara intención social. Ante la presión de la opinión pública, la Corte dio marcha atrás y varios de sus integrantes, incluido su Presidente Charles Evans Hughes, se retiraron y, a partir de ahí, el conservadurismo de la Corte se fue abandonando, como lo demostró la resolución del caso Brown vs. el Distrito de Topeka, que en 1954 declaró incons-titucionales las leyes que autorizaban la segregación racial. Más adelante, una tendencia más atenta a los problemas sociales se fue delineando y de los temas sobre la propiedad se pasó al de las liber tades. Utilizando la noción de “derechos implícitos”, usada por Holmes, la Corte avanzó extendiendo su protección insospecha-damente, como fue el caso Roe vs. Wade, en que la Corte reconoció en 1973 el derecho de una mujer a terminar por propia voluntad, por medio del aborto, un embarazo de no más de tres meses de iniciado.12 Carrillo consigna cambios importantes dados en la Corte con anterioridad. En 1925, por ejemplo, cuando desapareció el writ of error —que como tercera instancia correspondía al recurso español de súplica— y se sustituyó para la mayoría de los casos por el writ of certiorari. Se trata de una revisión llevada por la Corte de manera discrecional, en atención al interés público involucrado y no en interés de los litigantes, cuando existan importantes razo-nes para hacerlo. Otra innovación es la utilización de la acción decla rativa como vía para la definición de problemas constitu-

12 “Derechos de penumbra” o “implícitos”, como los llama Carrillo, son derechos de tal manera obvios que los constituyentes consideraron innecesario formularlos en una forma expresa. Invocando “la intimidad” como Derecho de penumbra, la Corte actuó en este caso como legislatura nacional apenas inferior al Constituyente ordi-nario. De acto jurisdiccional, esta sentencia, según Carrillo, no tiene sino la forma, pues en sentido material es una ley.

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XXX La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

cionales o, en general, de ejercicio de las facultades jurisdiccionales de los tribunales de los Estados Unidos.

La parte que nuestro autor dedica a la evolución del sistema mexicano está llena de observaciones de una gran perspicacia y de un notable conocimiento de la historia de nuestra más alta insti-tución jurisdiccional, lo que arroja luz sobre nuestras instituciones contribuyendo a su comprensión.

A propósito del proceso de centralización sufrido por la justicia y criticado ya antes por Rabasa, Carrillo señalaba que la Suprema Corte, en ese momento, se acercaba paradójicamente más a lo que los gobiernos centralistas habían querido hacer de ella que a lo que habían imaginado los constituyentes de 1824. También parece coincidir con Rabasa en lo que llaman el proceso de dege-neración del Amparo, cuando hasta los más insignificantes asuntos podían ser llevados en revisión o en Amparo directo ante el Pleno de la Suprema Corte.

Señala una diferencia en el papel que juegan la Corte Norteame-ricana y la mexicana, explicada por el diferente funcionamiento de nuestro sistema político, ya que el peso y centralidad del titular del Ejecutivo hacían fácil y frecuentes los cambios en la Consti-tución y así las cuestiones sociales de mayor significación no se encauzaban por los cambios en la jurisprudencia, sino que los decidía el Ejecutivo con la colaboración y eventual control del Legislativo y de la opinión pública. Se debe acotar aquí que, pese a los cambios indudables en el funcionamiento actual del sis-tema político, no se observan cambios en el proceso de reforma a la Constitución que pudieran darle a la Corte un papel seme-jante al de la norteamericana en ese terreno.

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Presentación XXXI

Nuestro autor repite una imprecisión histórica cometida por muchos ilustres juristas, tales como don Felipe Tena Ramírez13 o don Alfonso Noriega, que atribuye a don José Fernando Ramírez el siempre citado voto particular —emitido a raíz de un intento de reforma a la Constitución centralista de 1836— que entrega a los Jueces el examen de la constitucionalidad de las leyes. Esta imprecisión ha sido ya documentalmente aclarada por F. Jorge Gaxiola.14

Pone de relieve algo ya esclarecido por don Felipe Tena Ra-mírez, en el sentido de que el Constituyente de 1824 no dotó a los tribunales federales de competencias para la defensa de los dere-chos humanos, ni de facultades para conocer reclamos contra la inconstitucionalidad de las leyes.

Reconoce en la legislación centralista, no desde el punto de vista político pero sí desde el técnico procesal, el antecedente de lo que el proceso evolutivo real, no la teoría original, hizo del Amparo a partir de 1869 y que culminaría en el artículo 107 de la Constitución, originariamente concebido en 1917.

Se refiere a la diferencia que separa la concepción de Otero sobre el Amparo, pensado como medio de defensa contra los ataques de los Poderes Legislativo y Ejecutivo, de la que se percibe en la

13 “Voto particular del diputado José Fernando Ramírez al proyecto de reformas de las leyes constitucionales”. En Leyes Fundamentales de México. 1808­1957 (Direc-ción y efemérides de Felipe Tena Ramírez), México, Porrúa, 1957, pp. 286-302.

14 Gaxiola F. Jorge, “Los tres proyectos de Constitución de 1842”, en Derechos del pueblo mexicano. México a través de sus Constituciones. Historia constitucional, México, Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, LII Legislatura, T. III, p. 79.

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XXXII La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

fracc. I del artículo 101 (hoy 103), que da a los tribunales fede-rales la potestad de resolver toda controversia que se suscite por leyes o actos de la autoridad que viole las garantías individuales. Sobre ello hace una circunstanciada historia de los avatares de este tema, que pasa por la no admisibilidad del Amparo en los nego-cios judiciales, consignada en el artículo 2o. de la Ley de Amparo de 1869; la declaración de inconstitucionalidad de este artículo en el célebre fallo de la Corte en el caso Vega y, como consecuencia, la previsible proliferación de Amparos en materia judicial. Esta “tarea imposible” de revisar a través del Amparo las decisiones de todos los tribunales de la República, nos relata el autor, la pudo haber evitado la tesis de Vallarta que, sin negar que el Amparo fuese pro-ce dente contra los Jueces, sí exigía que el agravio motivo de la queja fuese un verdadero derecho del hombre y no un mero Derecho Civil, pero estas ideas fueron abandonadas tan pronto como Vallarta dejó la Corte. Posteriormente hubo diversos intentos fallidos para tratar de remediar esa intervención de la Corte, y no fue sino hasta que en 1950 se previó que los Tribunales Colegiados de Circuito se ocuparían de fallar en los Amparos directos o en revi-sión, cuyo conocimiento no se reservara a la Corte. En 1957 se modi ficó la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, encargando al Pleno para conocer de los Amparos en que se dis-cutiera la constitucionalidad de una ley, norma que también ha sufrido ajustes.

Reseña igualmente la evolución sufrida por las facultades de la Corte como tribunal de última instancia en asuntos diversos al Amparo. Desde 1824, la Corte tuvo competencia para conocer de las controversias entre los Estados; durante la vigencia de la Constitución de 1857 y hasta 1950, también de las controversias

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Presentación XXXIII

en que la Federación fuese parte y el artículo 100 de esa misma Cons-titución la hacía tribunal de apelación o de última instancia, esto es, de súplica, en los casos en que su competencia no era exclu-siva. El Constituyente de 1917 le atribuyó competencia para deci-dir las controversias surgidas entre la Federación y un Estado y entre los Poderes de un Estado, cuando no fueran de la compe-tencia del Senado, y definió que la Corte no sería tribunal de apelación para conocer de los juicios derivados de la aplicación de leyes federales, sino de tercera instancia. Y de nueva cuenta da una larga y pormenorizada lista de cambios habidos.

Un apartado es consagrado por don Antonio a la Suprema Corte en la política, y ahí refiere que ésta nació como una corporación cuyas facultades se concibieron como más importantes que las de carácter estrictamente judicial de fallar controversias de orden civil o penal de diversos Estados de la República. Facultades políticas, en efecto, eran conocer las diferencias entre los Estados de la Federación o las causas interpuestas contra el Presidente, Vicepresidente, secretarios del despacho, gobernadores, sena-dores o diputados. El Acta de Reformas de 1847 daba poder político a la Suprema Corte al darle intervención para declarar la nulidad de las leyes de los Estados que se consideraran inconstitucionales. La Constitución de 1857 preveía que el Presidente de la Corte sus-tituyera al Presidente de la República en los casos establecidos en la propia Constitución, norma constitucional que, si bien diera lugar al afortunado arribo al cargo de don Benito Juárez, también se prestaría a los lamentables e ilícitos intentos de Jesús González Ortega y de José María Iglesias El mismo Iglesias protagonizó, como Presidente de la Suprema Corte, otro episodio acerca de facul-tades de ésta en materia política, en el multicitado caso de los

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XXXIV La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

hacendados de Morelos de 1873, al esgrimir la llamada teoría de la incompetencia de origen, pretendiendo que el Amparo era el único camino para que autoridades ilegítimas o usurpadoras cesaran en el ejercicio de funciones que no les competían.

Otro caso más citado, pero éste bajo la vigencia de la Cons-titución de 1917, es el conocido como Amparo Oaxaca, en el que la Federación pidió la nulidad de una ley en la que el Estado de Oaxaca se atribuía la propiedad y jurisdicción de los monumentos arqueológicos. Añade que en el Congreso de Querétaro prevaleció el criterio de encargar al Senado el conocimiento de los con-flictos entre los Poderes de un Estado si se trataba de conflictos de orden político, y a la Suprema Corte si versaban sobre la consti-tucionalidad de sus actos, seguramente influido por la tesis de Vallarta de excluir del conocimiento de la Corte los asuntos polí-ticos. No obstante, evoca casos en que la Corte se pronunció en casos de tal naturaleza, como lo fue el Amparo concedido al gober-nador de Michoacán, Francisco J. Múgica, en marzo de 1923, contra su desafuero y posible aprehensión decretados por el Congreso local, al considerar la Corte que, aunque se trataba de un acto político, conllevaba consecuencias penales, violándose garan-tías en perjuicio del quejoso. O como fue el caso de la ejecutoria de 19 de diciembre de 1927, que desestimó la objeción del Pre-sidente Elías Calles contra la decisión tomada por la Legislatura del Estado de Guanajuato, declarando gobernador a don Agustín Arroyo Ch., ejecutoria en que la Corte señaló que, fuera de los casos previstos en el artículo 76 constitucional, ninguno de los Po-deres Federales podía erigirse en árbitro de cuestiones electo-rales, pues de lo contrario se negaría la soberanía a las entidades federativas.

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Presentación XXXV

En un coloquio sobre Estados Unidos, en el Programa Justo Sierra de la UNAM, hubo otra ocasión para que Carrillo hiciera despliegue de su conocimiento sobre la Corte Norteamericana.11 Ahí señala la inutilidad de buscar en la Constitución de Filadelfia de 1787 algún precepto que atribuyera a la Suprema Corte, como corporación, funciones políticas: nada se dijo, efectivamente, sobre el propósito de otorgarle poderes políticos. La idea provino de los federalistas, y más particularmente de Hamilton, y poste-riormente recogidas por Marshall, quien más tarde iría a presidir la Corte, y tenía como propósito la existencia de un poder central fuerte capaz de construir una nación económicamente unificada y ello a través de la Corte. A esta idea se oponían los republica-nos, a cuya cabeza se encontraba Jefferson. Ya presidiendo la Corte, Marshall dictó en 1803 la celebérrima sentencia en el caso Marbury vs. Madison, por la cual declaró inconstitucional una ley del Congreso, con lo que, sin modificar formalmente la Consti-tución, dio a la Corte la enorme potestad de anular la legislación emitida por el Congreso. Esta decisión fue tanto más importante, explica Carrillo, por cuanto que en el Derecho anglosajón los fallos de los Jueces tienen una eficacia muy superior y sobre todo porque la Corte, al declarar nula o válida una ley, se funda en principios muy generales o en otros que, en ocasiones, ni siquiera figuran en la Constitución.

Tal es el caso del principio del “debido proceso legal” (due process of law), que sirvió de fundamento para anular en 1857, en el caso arriba citado de Dred Scott vs. Sanford, una ley federal

15 Carrillo Flores Antonio, “La Suprema Corte en la constitución real de los Estados Unidos”, en El Colegio Nacional, Miembros, Memoria, México, 1983, PDF.

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XXXVI La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

conocida como “el compromiso de Missouri” (Missouri compro­

mise), al señalar que el Congreso no podía privar de su propiedad

al dueño de un esclavo, sólo por el hecho de que éste hubiere

pasado a un territorio libre de la esclavitud. Fue necesario, entonces,

que mediara la Guerra de Secesión y dos enmiendas constitu-

cionales, la XIII y la XIV, para poder cambiar la tesis de la sentencia

Dred Scott, aboliéndose la esclavitud. ¿Cómo negar, pregunta

Carrillo, que la Corte a más de tribunal sea también un poder

político?

Otros casos importantes, que la erudición de Carrillo traen a

colación, dan cuenta no sólo de lo dilatado de los poderes de la Corte

sino de su rancio conservadurismo. Tal fue el caso de una enmienda

constitucional de 1913, para echar abajo una tesis de la Corte

que en 1894 había declarado inconstitucional el impuesto sobre

la renta por ser una contribución fundada en el monto de los ingre-

sos de las personas y no en el número de habitantes de los diver-

sos Estados de la Unión. Otro más fue el caso, también arriba

citado, de los rastros de Nueva Orleáns, por el que la Corte revirtió

los resultados de la Guerra de Secesión, al declarar que los tribu-

nales locales dijeran la última palabra en la aplicación de la

enmienda XIV, logrando así que los Estados sureños mantu-

vieran muchas de las discriminaciones contra la población negra.

La gran confrontación de 1937 entre el Presidente Roosevelt

y la Corte, porque ésta había anulado la mayor parte de las me-

didas del New Deal, tomadas para superar la gravísima crisis econó-

mica por la que atravesaba esa nación, marcó un giro importante

en las relaciones entre ambos poderes. Ante una opinión pública

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Presentación XXXVII

favorable a Roosevelt, el entonces Presidente de la Corte, Charles Evans Hughes, inclinó a ésta a rectificar esas tesis y auspició el retiro de sus miembros más viejos y conservadores y él mismo se jubiló tres años más tarde.

A partir de este incidente y de la Segunda Guerra Mundial, la posición conservadora de la Corte fue abandonándose, como en el caso, ya igualmente evocado, de Brown vs. el Distrito de Topeka, que en 1945 declaró inconstitucionales las leyes locales, distri ta-les o municipales que autorizaban la discriminación en las escuelas, rompiendo así el viejo principio decimonónico de “iguales, pero separados”, que pretendía que no se quebrantaba la Constitu-ción si se separaba a las personas por razones raciales. El área de trabajo de la Corte pasó del de la propiedad al de la libertad y los derechos civiles, y en 1973, en el ya citado caso Roe vs. Wade, declaró el derecho de una mujer para abortar, por propia voluntad, si el embarazo no tenía más de tres meses.

La posición cautelosa y autorestrictiva mantenida mucho tiempo por la Corte en materia política también varió, y en el caso Baker vs. Carr, de 1962, dispuso la derogación de disposiciones elec-torales que daban ventaja a los habitantes de distritos rurales y, en general, menos poblados y más conservadores, fundándose en el principio del igual valor del voto de cada ciudadano. Pero, sin duda, el caso de mayor repercusión fue la controversia de Estados Unidos vs. Richard Nixon, cuando obligó al entonces Presidente a cumplir con el requerimiento judicial de entregar grabaciones y documentos necesarios para un juicio en el que se incriminaba a sus colaboradores cercanos, y que a la larga lo implicarían y le obligarían a dimitir.

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XXXVIII La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

El documentado trabajo de don Antonio concluye confir man-do la existencia de poderes y funciones del mayor rango político en la Corte Norteamericana, aunque descalifica por equivocada y simplista la tesis de que ello pueda significar “un gobierno de Jueces”.

En otro ensayo, Carrillo Flores dedicó sus afanes a discutir la carencia de competencias de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, fuera del Amparo, para definir en última instancia el Derecho Federal mexicano, al menos en los casos de mayor importancia y trascendencia. En otras palabras, que la Suprema Corte no puede intervenir, sino a través del recurso de Amparo, cuando haya un interés particular lesionado, en las controver sias del orden civil o criminal que se susciten sobre el cumplimiento de leyes federales, no obstante que este tipo de controversias debe-ría ofrecer la oportunidad normal para que esta alta magistra-tura ejerciera sus atribuciones como Tribunal Federal de última instancia.16

En este ensayo ofreció un testimonio personal cuando el autor ocupaba un cargo de abogado en el Departamento de Naciona-lización de Bienes de la Procuraduría General de la República, que se ocupaba de supervisar la acción de los agentes del Ministerio Público Federal en los juicios de nacionalización, por los que se pedía a los tribunales federales se declarara que determinada pro pie dad inmueble había pasado a ser de la Federación, por estar poseída o administrada por alguna asociación religiosa, direc-

16 Carrillo Flores Antonio, “La Suprema Corte de Justicia como Tribunal Federal de última instancia: un testimonio”, en El Colegio Nacional, Miembros, Memoria, 1977, PDF.

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Presentación XXXIX

tamente o por interpósita persona, o por haber sido destinada a servir como templo abierto al culto, obispado, seminario o cualquier otro objeto de propaganda o enseñanza de un culto religioso.

Una vez practicadas las investigaciones administrativas, si el Ministerio Público lo consideraba procedente, presentaba su demanda en juicio ordinario ante un Juez de Distrito y normalmente la parte perdidosa interponía recurso de apelación ante el Tribu-nal de Circuito correspondiente. Si el demandado recibía sen-tencia adversa acudía al Amparo, pero si el fallo lo absolvía, el Ministerio Público —desde 1928 en que se dictó la ejecutoria Reynoso— no tenía recurso alguno que hacer valer, pues el Am-paro no procedía, ya que la Federación no podía invocar violación de garantías individuales y se le negaba el recurso de súplica consagrado en la parte final del texto primitivo de la fracción I del artículo 104 constitucional. A Carrillo Flores le parecía que, pese a la defectuosa redacción de esta disposición, había suficientes razones derivadas de nuestra tradición jurídica y de su antece-dente norteamericano para apoyar la idea de que, si la Suprema Corte es el más alto Tribunal Federal, no debía ser ajena a la defi-nición de las cuestiones más importantes del Derecho Federal.

Haciendo una pormenorizada lista de antecedentes constitu-cionales y legales y de opiniones, nuestro autor relata cómo se llegó a la jurisprudencia establecida por la Suprema Corte consis-tente en que bastaba el Juicio de Amparo para que este alto tri-bunal pudiese definir y controlar el cumplimiento del Derecho Federal. De acuerdo a esa jurisprudencia, los juicios en que la autoridad era vencida podían llegar siempre a los tribunales de circuito, pero no a la Suprema Corte, quebrantándose el principio

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XL La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

de igualdad de las partes, fundamental en el Derecho Procesal. Con

todo lujo de detalles, reseña los cambios legislativos y jurispru-

denciales y toda clase de avatares en los que él intervino, con

objeto de modificar esta situación. Finalmente, llega a la conclu-

sión de que sería prácticamente imposible volver a un precepto

tan general como el artículo 100 de la Constitución de 1857, que

establecía a la Suprema Corte como tribunal de apelación o de últi-

ma instancia, y eleva su deseo de que ésta llegara a ser lo que los

tres constituyentes más importantes de nuestra historia habían

querido que fuese: el órgano definidor del Derecho Federal en las

controversias de mayor trascendencia para nuestro sistema jurí-

dico y político.

La breve pero valiosa obra que aquí se presenta, contiene el

ciclo de cinco conferencias que dictara en 1975 don Antonio

con motivo del sesquicentenario de la instalación de la Supre-

ma Corte de Justicia de la Nación. Debe hacerse notar que, en

la nota explicativa, la Comisión Nacional para la Conmemoración

de dicho acontecimiento dice que, con el permiso del autor, de-

cidió publicarlas, pero que las proposiciones que éste formula

son de su personal iniciativa, dejando así claramente formulado su

deslinde frente a éstas.17

La primera conferencia se titula “El modelo: la Suprema Corte

norteamericana. Del Justicia Mayor Marshall (1803) al caso del Pre-

17 Carrillo Flores Antonio, Reflexiones del Sesquicentenario, México, Comisión Nacional para la Conmemoración del Sesquicentenario de la Instalación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, 1975.

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Presentación XLI

sidente Nixon (1974)”, y parte de la idea de que ese tribunal norte-americano sirvió de modelo a nuestra Constitución Federal de 1824, pero puntualiza que fue modelo y no copia fiel. En esta conferencia, el autor logra una afortunada síntesis histórica de la evolución de la Corte, con la cita de los casos, de los Jueces, de sus opiniones y de las reflexiones que todo ello suscitó en Carrillo. De prácticamente todo esto se da cuenta más arriba en la reseña de contribuciones anteriores, por lo que no se vuelve a ello y sólo se haría mención de su conclusión: "...si bien la Su-prema Corte de Estados Unidos no gobierna, es un poder casi omnímodo, que no tiene sino un límite formal: el de ser activado en una controversia real por alguien a quien ella reconozca un interés y dos límites mucho menos precisos: la conciencia de los Magistrados, su noción de lo que es 'razonable', su sentido común, su sensibilidad política, y la fuerza de la opinión pública…”

En la segunda conferencia se propuso explicar cómo y porqué nuestra Suprema Corte, a pesar de la similitud entre los textos constitucionales mexicanos y norteamericanos, ha sido y es cosa totalmente distinta. La titula “La Suprema Corte Mexicana: de 1824 al caso Miguel Vega y la acusación contra los Magistrados en 1869. Nacimiento y degeneración del Juicio de Amparo”. Des taca el hecho de que la Corte haya nacido al mismo tiempo que el Federalismo en los textos de 1824, pero no empezó a funcionar sino hasta el 15 de marzo de 1825, siendo patente en ella la impronta de algunos textos norteamericanos, tanto constitucionales como secundarios, así como la del “Pacto de Anáhuac”, de Prisciliano Sánchez, y algunas reminiscencias coloniales. En el ámbito judi-cial, dice, la Corte prevista en la Constitución de 1824 era conce-bida como un árbitro para asuntos contenciosos entre los

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XLII La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

Estados, como heredera del Consejo de Indias y de la Audiencia de México, pero sin vulnerar la independencia y facultades de los tribunales locales, de acuerdo al artículo 160 de ese ordenamien-to y, en cambio, como Poder, se le hacía responsable del mante-nimiento de la estabilidad política en momentos de crisis, al darle competencia para conocer de las causas contra el Presidente y el Vicepresidente, previa declaración de procedencia, según el in-ciso 1o., fracción 5a. del artículo 137, y al prever que, ante impe-dimento del Presidente y del Vicepresidente, les sustituyera el Presidente de la Corte, de acuerdo al artículo 97. Como contra-partida, debido a que la Constitución, en su artículo 165 confiaba la interpretación de la misma al Congreso General, la Corte no pudo haber desenvuelto un sistema de control constitucional.

Pasa después con premura a una segunda etapa del desa-rrollo de la Corte —comparando el intento de reformas em-prendido por Gómez Farías con la lucha entre jeffersonianos y hamiltonianos—que desemboca en la etapa centralista, y al aludir al Supremo Poder Conservador hace un cuidadoso deslinde frente al desdén y las injustas críticas mostrados por nuestros trata-distas hacia esta figura. Así llega al Acta de Reformas de 1847, que entrega la defensa de los derechos humanos a través del Amparo a la Suprema Corte, pero, en cambio, no le concede el con-trol de la constitucionalidad de las leyes federales y locales. Re salta aquí la memoria de Otero, no tanto por su celebrada fórmula respecto al Amparo, sino por el procedimiento que previó la impugnación de toda ley de los Estados que atacara a la Cons-titución o las leyes federales, por medio de una declaración de nulidad por el Congreso, a iniciativa de la Cámara de Senadores, y viceversa, de toda ley federal reclamada como inconstitucional

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Presentación XLIII

ante la Suprema Corte por el Presidente de la República, por diez diputados, por seis senadores o por tres legislaturas, la que sería sometida por la Corte al examen de las legislaturas para su eventual anulación por la mayoría de éstas. Según Carrillo, este mecanismo no era el adecuado —al enfrentar sin mediación al Congreso con las legislaturas— pero el mérito de Otero, que en cambio destaca, es el de haberse percatado que para la salvaguarda del orden constitucional no era suficiente un mecanismo restringido a la defen sa de los derechos naturales del individuo y que era menester tutelar el interés público nacional o regional.18 Subraya que tanto Rejón como Otero —su hipótesis es que también Arriaga— enten-dían el Amparo como defensa frente a los Poderes Legislativo y Judicial, pero no frente a los Jueces.

Ya pasando a la Constitución de 1857, expresa la convicción de que, al nacer el Amparo, fue concebido como un mecanismo defensivo frente a los Poderes Legislativo y —apenas en forma subordinada— del Ejecutivo, pero definitivamente no del Judicial. Piensa que esta cuestión no estaba en pugna con el artículo 101 de dicha Constitución, pues el 102 señalaba que la sentencia de Amparo no haría declaración general respecto de la ley o acto que la motivare, entonces, preguntaba: ¿cómo se puede hacer una declaración general sobre una sentencia?

Sostiene que, a no ser por la “mitificación” que posteriormente se hiciera del juicio de garantías, hubiese sido natural que tratán-

18 Véase al respecto el documentado trabajo de González Oropeza Manuel, “Pasado y futuro de la anulación de leyes según el Acta de Reformas. (1847-1857)”, en México: Un siglo de Historia Constitucional (1808­1917). (Coords. Cecilia Noriega y Alicia Salmerón), México, Suprema Corte de Justicia de la Nación-Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2009.

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XLIV La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

dose de los Jueces se utilizasen los recursos de la legislación pro-cesal para corregir las violaciones a los derechos del hombre o a las leyes federales, pudiendo llegar eventualmente estos recur-sos al conocimiento de la Corte, pues el artículo 100 de aquella Constitución decía que, salvo algún caso, la Corte sería tribunal de apelación o de última instancia, esto es de súplica o nulidad, según la legislación española. Como no se emitió ley que reglamen-tara dicho artículo, se mantuvo la imposibilidad de que la Corte o un tribunal inferior corrigiera, por medio del recurso de queja, apelación o súplica, una injusticia notoria.

Al contrario de esta ausencia de reglamentación, hubo en cambio dos leyes reglamentarias del Amparo. En el artículo 8o. de la de 1869 se dispuso que no era admisible el recurso de Amparo en negocios judiciales, pero no habían pasado tres meses de vigencia de la ley cuando la Corte declaró inconstitucional este precepto. En efecto, el Tribunal Superior de Sinaloa revocó una sen-tencia del Juez de Culiacán, Miguel Vega, y además lo multó y sus-pendió como Juez y como abogado, por haber fallado en contra del texto expreso de una ley. Al admitir la demanda de Amparo y al haber amparado al licenciado Vega, concluye Carrillo, la Corte cambió el curso de su propia historia.

En la tercera conferencia titulada “La Suprema Corte en la doctrina, la jurisprudencia y la legislación mexicanas entre 1869 y 1917”, empieza por advertir de dos fallas que la Constitución de 1857 cometió en el diseño de la Corte.

Uno es el paso atrás dado por la Constitución, al limitar a seis años el encargo de Ministro de la Suprema Corte, a diferencia de

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Presentación XLV

la de 1824 que lo declaró vitalicio. No podía pasar por alto tam-poco dos graves episodios en la historia de la Corte, cuyo origen se encuentra en un defecto de ingeniería de aquélla Consti-tución, que quiso que el Presidente de la Corte sustituyera en sus faltas al Presidente de la República, lo que entrañaba un incentivo para que aquél pretendiera lograr, por medios no legales, la dicha sustitución. Y si bien esta disposición salvó a las instituciones liberales, como señala Carrillo, pues permitió que Juárez, a raíz del golpe de Comonfort, se encargara interinamente del Ejecutivo y enarbolara la defensa de la Constitución, no evitó los intentos golpistas —aunque frustrados— de Jesús González Ortega y de José María Iglesias. A este propósito, hace cuidadosa descrip-ción de la tesis de “la incompetencia de origen”, en que se fundó Iglesias, y de los casos en que fue invocada, para concluir con Vallarta que una cosa es la competencia de una autoridad y otra la legitimidad de su investidura. Por cierto, no encuentro una crí-tica, que hubiera sido natural que Carrillo enderezara, a propósito del tema de los vicios de diseño, y es la que Justo Sierra hiciera al condenar la politización de la justicia que entrañaba la elección popular de los Ministros de la Corte, prevista en esa misma Cons-titución, por más que fuera indirecta.

Más adelante se refiere al quehacer de la Corte, después de su declaratoria de inconstitucionalidad del artículo 8o. de la Ley de Amparo de 1869, que le costó “echarse encima la tarea imposible” de revisar, a través del Amparo, las decisiones de todos los tribu-nales de la República. Desde luego, hace mención de la —tan criticada por Rabasa— mala redacción del artículo 14 de la Consti-tución de 57, que estableció la exacta aplicación de la ley como garantía y, aunque señala que pudo haberse eludido el problema

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XLVI La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

si su aplicación se hubiera circunscrito a los derechos del hom-bre y aún más, a las controversias derivadas de la aplicación de leyes federales; esto no sucedió así, pese a la autorizada opinión de Vallarta, quien exigía que el agravio motivo de la queja fuese un verdadero derecho del hombre, tesis que a su salida de la Corte fue abandonada.

Hace una larga explicación del porqué se hizo del Amparo un recurso extraordinario cuando, a partir de la declaración de incons-titucionalidad del artículo 8o.de la Ley de 1869, la Corte tuvo que plantearse el problema de si éste tenía o no tal carácter. Siempre se había negado tal carácter en materia administrativa, mas por un corto plazo la jurisprudencia exigió el agotamiento de los recur-sos en materia judicial. Tal criterio fue abandonado en el Código Labastida, cuya fracción V del artículo 779 dispuso —de insensata manera según Carrillo— que no se reputaría consentido un acto por el solo hecho de no interponerse contra él un recurso proce-dente. Fue esta experiencia, dice, la que obligó en 1908 a la adición del artículo 102 de la Constitución para hacer del Amparo, aunque sólo en materia judicial civil y aunque siempre se haya eludido el nombre, un recurso extraordinario. Fundado en la definición de Heller que concibe el acto político como aquel cuya validez no está condicionada al cumplimiento de la ley y en la opinión de Arriaga que sostenía que el único juicio político era el de responsa-bilidad de los altos funcionarios de la Federación, nuestro autor rechaza el carácter de político que se le quería dar al Amparo, cuando a través del artículo 14 lo único a discutir era la aplica ción correcta o incorrecta de la ley secundaria y, cuando salvo conta dos casos, el Amparo podría tener consecuencias polí ticas sin que eso lo convirtiera en juicio político.

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Presentación XLVII

Así, Carrillo habla de un proceso degenerativo del Amparo en lo tocante al fuero judicial federal, a las tareas específicas de los tribunales federales y, dentro de ellos, a las de la Suprema Corte, tornándose la situación todavía más ilógica, a partir de la apro-bación en 1908 del Código de Procedimientos Civiles, que suprimió el recurso de casación, impidiendo así que interviniera la Corte en cualquier caso de aplicación de leyes federales, salvo a través del Amparo por queja de un particular.

Tal anomalía la trató de remediar el Constituyente de 1917, restableciendo el recurso de súplica en materia federal, sin dejar a discreción del legislador ordinario que la Suprema Corte fuera tribunal de apelación o de última instancia, sino que impuso que lo fuese de tercera instancia, es decir, de súplica o “alzada de revista”. Infortunadamente, como señala Carrillo, la redacción fue tan mala que se prestó en un corto lapso a cinco interpretaciones distintas por parte de la Corte, produciendo el absurdo consis-tente en que sólo los comerciantes tuvieran el privilegio de echar mano del recurso, pues la súplica procedía únicamente en los nego-cios mercantiles, según una tesis de 1930, situación que se pro-longó hasta 1933, mediante la eliminación de la súplica del texto constitucional.

Todavía hubo algunos esfuerzos por remediar el problema y en alguno de ellos participó nuestro autor, tratando de otorgar a la Corte la facultad de intervenir, en última instancia, en el cono-cimiento y decisión de las controversias que se suscitaran con motivo de la aplicación de preceptos constitucionales y leyes fede-rales. No fue sino hasta 1946, a través de una reforma de la fracción I del artículo 104 constitucional, que reconoció la constituciona-

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XLVIII La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

lidad de la tribunales administrativos, creados en la Ley de Justicia Fiscal de 1936, que facultó al Congreso para crear un recurso contra los fallos de apelación en los juicios que comprometieran el in-terés público federal, patrimonial o no, así como contra los fallos de los tribunales administrativos.

Ahora bien, esta reforma estuvo en vigor hasta 1967, en que se volvió a reformar el artículo 104 para limitar el recurso ante la Corte sólo contra los fallos de los tribunales administrativos, que el Con-greso podía crear, volviéndose así a la anterior situación. Y así, irónicamente, describe Carrillo que, en ese momento, mientras la jurisdicción de la Corte adolecía de los graves vacíos en sus tareas específicas como Tribunal Federal arriba señalados, la situa-ción de ese alto tribunal se agravaba con la consolidación de las tesis que prosperaron a la salida de Vallarta, consolidación acogida en los artículos 14 y 107 de la Constitución de 1917.

Amén de ciertos cambios y vueltas a regímenes anteriores en cuanto a la inamovilidad de los Ministros de la Corte, relatados en esta conferencia, se da cuenta también del intento llevado a cabo por el entonces Procurador General de la República, don José Aguilar y Maya, para aliviar de lo secundario a la Corte y forta-lecer su jerarquía constitucional y su función reguladora, no de todo el sistema federal, pero sí de una parte importante. Intento frus-trado, por cierto, por la oposición de quien a la sazón presidía la Corte, don Salvador Urbina.

La cuarta conferencia denominada “La Suprema Corte a partir de 1917”, está dedicada a analizar las facultades de la Corte como uno de los tres Poderes, sin omitir aquéllas en las que

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Presentación XLIX

obraba como Tribunal Federal, aunque aclara que éstas quedaron muy reducidas, por todos los avatares reseñados en la tercera conferencia. De entrada, reconoce el autor que, sin haber dejado de ser ni un Poder ni un tribunal, nuestra Corte tenía una actua-ción limitada en los litigios en conexión con los grandes intereses nacionales y que, en cambio, eran mayoría los procedimientos en que, como cualquier tribunal superior o de lo contencioso admi-nistrativo o de casación, se limitaba a revisar la correcta o incorrecta aplicación de la ley o a señalar el Juez competente para conocer de un pleito.

Para los efectos de su análisis, pasa revista a aquellos casos emblemáticos en los que la Corte actuó como Poder para anular la acción de uno de los otros dos.

Alude, en primer término, a la ejecutoria de 19 de noviembre de 1927, recaída a la controversia planteada por el Ejecutivo enca-bezado por don Plutarco Elías Calles, con la que objetó la decisión de la Legislatura local de Guanajuato, que declaraba gobernador a don Agustín Arroyo Ch. El Estado opuso la excepción de incom-petencia, por razón de la materia, y la Corte la consideró fundada, dado que salvo lo previsto por el artículo 76 constitucional, que da potestad al Senado para resolver conflictos políticos graves entre los Poderes de un Estado, ninguno de los Poderes Federa-les podía constituirse en árbitro de cuestiones electorales. Por lo demás, esta tesis cuadraba perfectamente con la fijada por Va-llarta, sosteniendo la carencia de legitimidad del Ejecutivo Federal para impugnar en un juicio la investidura de un gobernador.

Otra sentencia de gran calado fue la dictada en octubre de 1932, que recayó a la controversia planteada por la Federación en

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L La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

contra del Estado de Oaxaca, reclamando la inconstitucionali-dad y nulidad de una ley dictada por el Congreso local, por la que se atribuía el dominio y la jurisdicción sobre los monumentos y vestigios arqueológicos dentro de su territorio. La Ley Orgánica del Poder Judicial de 1934 acogería la tesis contenida en la eje-cutoria aprobada por el Pleno de la Corte, y la incorporaría como precepto en su cuerpo de normas. Los debates a que dio lugar la resolución fueron del interés de nuestro autor. Cita, por una parte, la opinión fundada en Otero, que negaba la competencia de la Corte para conocer de la inconstitucionalidad de una ley local impugnada como invasora de la competencia federal, salvo que la reclamara un individuo particular, pero entonces debía limi-tarse a ampararlo y protegerlo en el caso específico, sin hacer una declaración general, sí se consideraba fundado el agravio. Por la otra, estaba la opinión de la Procuraduría, que sostenía que la Constitución de 1917 daba a la Corte una facultad que no tenía la de 1857, consistente en conocer de los conflictos de la Federación con uno o más Estados. En efecto, los artículos 97 y 98 de la Constitución de 1857 se referían a las controversias sus-citadas entre dos o más Estados o entre un Estado y uno o más vecinos de otro, pero no entre un Estado y la Federación, aunque sí se referían a los juicios en que la Federación fuese parte. Lo que suscita la pregunta de Carrillo: ¿no son acaso las controversias acerca de la constitucionalidad de sus respectivas leyes casos típi cos de conflictos entre la Federación y un Estado? Y de no ser la Suprema Corte, ¿qué Poder conocería de ellos?

Indica Carrillo que, como caso único en su género, la Corte declaró procedente la demanda, pero se limitó a condenar a la ley oaxaqueña como inconstitucional, sin atreverse a anularla. Esta

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Presentación LI

sentencia, complementada con la referida al caso electoral de Gua-najuato y con las leyes del Poder Judicial Federal de 1934 y 1935, le permitieron afirmar que existía una vía para que la Corte ejerciera el control jurisdiccional sobre las leyes, a petición de una entidad afectada y no sólo de un particular, aunque en más de cuarenta años no se volvió a presentar caso alguno. Aventura como hipó-tesis explicativa de este fenómeno de abandono de tal vía, el que no existiere ley reglamentaria que permitiera a la Corte actuar con rapidez, lo que habría conducido a escoger la vía política de la declaración de desaparición de poderes. En el abogado Carrillo no aparece, en cambio, la explicación más plausible, a mi juicio, de la prolongada hegemonía del Presidente y de su Partido en el trasfondo de esa solución política que vulneraba la autonomía de los Estados.

Analiza también, dentro de las tareas de carácter político atri-buidas a la Corte, la que originariamente había conferido el tercer párrafo del artículo 97 constitucional, consistente en averiguar hecho o hechos constitutivos de violación de garantías indivi-duales, violación del voto público o algún otro delito castigado por ley federal, cuando así lo juzgara conveniente, se lo pidiera el Ejecutivo Federal o alguna de la Cámaras de la Unión o bien el gobernador de un Estado. Texto en verdad extraño, comenta nuestro autor, pues si para la protección de las garantías individuales existía el Amparo, para supervisar los procesos electorales esta-ban los órganos competentes, y para la investigación de los delitos estaba el Ministerio Público, ¿cómo explicar que el Constituyente de 1917 hubiere encargado a la Corte esas tareas? Aventura la hipótesis de que quizá don José Natividad Macías redactó ese párrafo del artículo 97 —al menos para las materias no políticas—,

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LII La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

inspirándose en el Derecho anglosajón. También apunta como explicación posible la que brinda Lucio Cabrera, en el sentido de que el artículo 97 era otro indicio de que uno de los objetivos polí-ticos de Carranza era debilitar al Congreso.

Admitiendo que para entonces todavía no existían las condi-ciones para que la Corte tomara en materia política una mayor intervención, como era el caso de la Corte Norteamericana, reco-nocía que su labor en otros campos, en cambio, podía ser muy fecunda, tal como lo había hecho entre 1917 y 1929, en que le correspondió interpretar la nuevas normas de Derecho Social introducidas por la Constitución de 1917. Cita así, a guisa de ejemplo y sabrosas anécdotas aparte, algunas tesis de gran significa ción de esa época, como la que definió que la de 1917 era verdadera-mente “una nueva Constitución”: la que reconoció a las Juntas de Conciliación como auténticos tribunales del trabajo; la que determinó que la propiedad originaria de la nación era una verda-dera propiedad, así como lo era el dominio directo sobre aguas, minas y petróleo; la que hizo posible la Reforma Agraria, al decidir que el Poder Público podía actuar ejecutivamente, sin perjuicio de que sus decisiones fuesen reclamadas judicialmente a poste­riori. Concluye su exposición refiriéndose a una tendencia que califica de peligrosa y que había despuntado a principios de los treinta y que, a su juicio, por fortuna no había continuado, consis-tente en pensar que la eficacia de la acción estatal en materias vinculadas con el proceso revolucionario, como la agraria o la educativa, reclamaban cercenar la facultad revisora de la Corte. Tal fue el caso de la reforma de 1932 que suprimió el Amparo en materia agraria, aunque luego fue restablecido en 1947, y otro fue el que declaró la improcedencia de recurso alguno o del Amparo

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Presentación LIII

contra la revocación de las autorizaciones concedidas a los par-ticulares para impartir educación.

La quinta y última charla la dedicó a extraer algunas conclu-siones de lo expuesto y sugerir cambios.

Subraya en su primera conclusión que, pese a lo que pensa-ron sus forjadores y los juristas que la estudiaron en la segunda mitad de siglo XIX, nuestra Corte es una institución típicamente mexicana, aunque haya tomado el nombre y ciertas normas básicas de vigencia teórica de la Constitución Norteamericana. La explicación de que en el Acta Constitutiva de la Federación de 1824 el Poder Judicial se parezca poco al de la Constitución Norte-americana, reside en que en los textos de aquella se recogió el resultado de un compromiso político que, eludiendo la descon-fianza de las provincias frente al poder, riqueza y extensión de la de México, salvara la unidad, y dado que la Audiencia de Nueva Galicia reclamaba paridad con la de México, se eliminó el artículo 30 del proyecto de Acta Constitutiva —que disponía que todo juicio sería fenecido hasta su última instancia y ejecución de su última sentencia, dentro del Estado en que tuviera su principio, excepto los casos que la Constitución General reservara a la Su-prema Corte de Justicia o a otros tribunales— al ser objetado por Jalisco. A ello habría que agregar la cultura y formación jurídicas de los forjadores de la Corte que, desconocedores de la doctrina y jurisprudencia norteamericana, pensaban que la tarea de los Jueces no era juzgar de la ley, sino juzgar conforme a la ley, y no consi-deraban a la Corte facultada para interpretar la Constitución.

Así pues, concluye Carrillo, estas realidades políticas y cultu-rales dieron lugar a que la Suprema Corte naciese en realidad como

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LIV La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

sucesora de la Audiencia de México y así la concibió la ley de 12 de mayo de 1855, que le encomendó conocer en apelación y en súplica los negocios civiles y penales del Distrito y Territorios Fede-rales y, de manera más bien accesoria, ser árbitro judicial entre los Estados y tribunal de apelación, súplica o nulidad de los litigios civiles, penales y administrativos en que fuese parte la nación, siempre que comprometiesen los intereses generales de la misma. Agrega, como contraste, que de manera poco prudente y errónea, las Constituciones de 1857 y 1917 facultaron a la Corte para resolver todos los juicios en que la Federación fuera parte.

En la segunda conclusión se reseña el proceso natural, casi espontáneo, por el cual la Suprema Corte se convirtiera en la Audien-cia de la República Mexicana y ya no sólo en la Audiencia de la antigua provincia de México, merced a la interpretación que se hiciera del artículo 14 de la Constitución de 1857. Manifiesta su extrañeza porque nunca se hubiese ligado la interpretación de dicho artículo con la fracción I del artículo 97 de la misma Cons-titución, que limitaba la jurisdicción de los tribunales federales, y entre ellos de la Suprema Corte, a las controversias que se susci-taran por el cumplimiento y aplicación de las leyes federales, no de las leyes locales.

En su tercera conclusión endereza una crítica a los constitu-yentes de 1917, no sólo por no haber enmendado la situación existente hasta 1913, sino por haberla consolidado en los artículos 14 y 107, o hacerla más confusa al exhumar el recurso de súplica, sin explicación alguna. A su juicio, el más grave de los errores cometidos en 1917 fue la inclusión de la disposición, en el artículo 107, que obligaba a la Corte a revisar todos los actos de todas

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Presentación LV

las autoridades, no sólo en cuanto a su conformidad con la Cons-titución, sino también con las leyes federales o locales y aun con los reglamentos municipales, bastando la petición del interesado. Algunas reformas intentaron remediar el rezago que se produjo, bien aumentando el número de Ministros o el número de Salas o echando mano del sobreseimiento por inactividad procesal, pero todas fueron insuficientes y, más aún, todas asumieron la irre-versibilidad del centralismo judicial.

La cuarta conclusión la dedica a comentar lo paradójico que resultó, a partir de la ejecutoria Vega de 1869, el desorbitado cre-cimiento de las atribuciones jurisdiccionales de la Corte, frente al cercenamiento de los poderes específicos de esta misma Suprema Corte como Tribunal Federal de última instancia y de que, pese a que había disposición expresa en la Constitución de 1857, deberían correr cuarenta años antes de ser reglamentada, todo para que en 1908 se considerara a la casación una duplicación innecesaria del Amparo judicial y de que fuese finalmente elimi-nada la súplica en 1933.

Este cercenamiento de las facultades de la Corte fuera del Am-paro, comenta en la conclusión quinta, se ha producido también en la órbita de los tribunales inferiores, que no conocen de las controversias que podrían y deberían conocer y en que no procede el Amparo.

Sugiere, en la sexta conclusión, utilizar la legislación y la juris-prudencia norteamericanas para tramitar las controversias, en caso de que se adoptara la instauración de un Tribunal Federal General de lo Contencioso Administrativo.

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LVI La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

Hace un recuento de los logros obtenidos en las reformas cons-titucionales de 1951 y 1967, en la conclusión séptima, los cuales fueron: Acabar con la norma de que todo negocio debía llegar necesariamente a la Corte, bastando la petición del interesado y todo por la falsa idea de que el Amparo es un juicio constitu-cional. Ver en los Tribunales Colegiados de Circuito los órganos adecuados para aliviar a la Suprema Corte en el desempeño de sus tareas. Erigir en norma constitucional la obligatoriedad de la jurisprudencia de la Corte, aunque critica la adopción de requi-sitos arbitrarios para que opere dicha obligatoriedad. Haber acogido, aunque todavía de manera tímida y restringida, la potestad discrecional de la Corte para determinar si un negocio suscita pro-blemas de suficiente interés público para justificar su intervención.

Siendo uno de los tres Poderes y debiendo ser el más alto de los Tribunales Federales, dice en la octava conclusión, el Pleno y las Salas de la Corte se ocupaban mayoritariamente (no obstante), de casos que corresponderían a un tribunal de casación o de ape-lación en materia administrativa o laboral en un país no federal. Y atribuye el carácter secundario de la potestad de la Corte de revisar la constitucionalidad de las leyes federales o locales al hecho de que el proceso de revisión de la Constitución pasó a ser responsabilidad del Ejecutivo y muy limitadamente compar-tida con los Congresos Federal y estatales. Por esta razón formula la aguda observación de que nuestro proceso de reforma consti-tucional se acercaba cada vez más al modelo inglés y se alejaba más y más del norteamericano.

En la novena conclusión abogaba por dotar al Poder Judicial Federal de instrumentos que le permitieran administrar justicia en forma más expedita y con mayor respeto al espíritu de nuestro sistema federal, para lo cual proponía lo siguiente:

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Presentación LVII

— Erigir en norma general y no especial la potestad discrecional de la Corte para decidir si conoce o no de un asunto determinado.

— En sentido inverso, facultar a la Corte para avocarse, a petición de parte o aun de oficio, del conocimiento de cualquier negocio en trámite en cualquier Tribunal Federal, inclusive los labo-rales o los administrativos, cuando en su opinión o en la de un número razonable de Magistrados, la cuestión planteada por su importancia y trascendencia reclamara una pronta decisión.

— La jurisprudencia de la Corte se establecería con una sola ejecutoria y sería obligatoria para todas las autoridades, inclui dos los Congresos; todo ello sin perjuicio de que la Corte pudiese cam-biarla cuando lo estimara oportuno.

— Una vez limitada la jurisdicción de la Corte —expresa nuestro autor—, sería deseable que ella funcionara siempre en Pleno, sin perjuicio de que la Salas examinaran los negocios, para el solo efecto de determinar si su conocimiento en el Pleno estaba justificado.

— El Amparo no procedería contra los Jueces y Magistrados federales, aunque sí procederían los recursos previstos en la legis-lación procesal.

— A fin de respetar el espíritu del nuevo federalismo, sugiere una regla para limitar a un máximo de dos Ministros de la Corte oriundos de la misma entidad federativa y en los Tribunales Co-legiados de Circuito la de designar Magistrados originarios o con larga residencia en la entidades en donde dichos tribunales tuviesen su jurisdicción.

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LVIII La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

En la décima conclusión reitera su convicción de que la Corte no debiera ir más allá de donde ha resuelto llegar en materia polí-tica, al ejercer la facultad concedida por el artículo 97 constitu-cional, aunque no debiera eludir proteger ciertos derechos políticos.

En la undécima conclusión manifiesta su creencia de que es la independencia el dato que mejor debe caracterizar a los Jueces.

Finalmente, en la duodécima y última conclusión, afirma vehemen- temente que donde la Suprema Corte puede jugar un papel de la mayor trascendencia es en lo más valioso y noble del Amparo, a saber, la defensa de los derechos humanos; y se pregunta por qué no luchar para que la tutela de los derechos humanos de los más desvalidos económica, cultural y políticamente, fuese la res-pon sabilidad principal de la Suprema Corte.

Así concluyó Carrillo Flores una erudita exposición en la que no sólo deja la impresión de haber sido precursor de la evolución que ha sufrido nuestra Corte en los últimos años, con rumbo hacia su papel de tribunal constitucional, sino que muestra su preocu pa-ción por esa parte de nuestra población que carece de los medios para acceder a una verdadera justicia.

Ciudad Universitaria, México, junio de 2010

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Patio de la antigua Escuela Nacional de Jurisprudencia

1. Antonio Carrillo Flores 6. José Cervantes Aguilera 2. Alfonso Noriega Jr. 7. Miguel Alemán Valdés

3. Ángel Carvajal Bernal 8. Ernesto P. Uruchurtu 4. Andrés Serra Rojas 9. Mariano Ramírez Vázquez 5. Eduardo Villarreal 10. David Pantoja Romero

Fotografía perteneciente al Archivo Histórico de la Universidad Nacional Autónoma de México. AHUNAM-IISUE.

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3

Nota explicativa

El señor doctor Antonio Carrillo Flores sustentó un ciclo de con-ferencias como un homenaje, según lo explicó en su primera

plática, al Sesquicentenario de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Por este motivo, la Comi sión creada para organizar la cele bración de este hecho, consideró con veniente, con la anuencia del autor, imprimir tales trabajos.

Como fácilmente se advierte, las proposiciones que formula el eminente jurista Carrillo Flores son de su perso nal iniciativa.

Es motivo de especial agradecimiento el esfuerzo desa rrollado por el autor, cuyos profundos conocimientos sobre la materia son ampliamente conocidos.

México, D. F., mayo de 1975LA COMISIÓN

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Lunes 10 de marzo de 1975

El modelo:

La Suprema Corte Norteamericana:

del Justicia Mayor Marshall (1803)

al caso del Presidente Nixon (1974)

PRIMERA CONFERENCIA

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En este mes de marzo se cumple el sesquicentenario de la instalación de la Suprema Corte de Justicia. El breve ciclo que

hoy inicio es mi homenaje a una de nuestras grandes efemérides cons titucionales.

Empezaré por afirmar que la Suprema Corte de Estados Uni-dos, creada por la Constitución aprobada en Filadelfia en 1787, fue el modelo que inspiró a los autores del Acta Constitutiva del 31 de enero de 1824 y de la Constitución Federal de octubre del mismo año y, en grado tal vez mayor, a los constituyentes de 1857. En charlas posteriores, en que voy a ocuparme de esas Cartas Fundamentales, de sus reformas y de la de 1917, tendré ocasión de comprobar este hecho, que por lo demás, nunca han negado ni nuestros legisladores ni los expositores de nuestra doc trina jurí-dica. Puntualizo sólo que hablo de modelo y no de copia fiel.

Ahora bien, que la Suprema Corte de Justicia de la Nación sur-giese, al igual que otras instituciones del fede ralismo mexicano, inspirándose en la de Estados Unidos, no impidió que en el curso de su vida tomara su propia ruta, a tal punto que en este año del sesquicentenario son muy distintas una de la otra. Igual ocurre

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La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores8

con el federa lismo como sistema total y, dentro de él, con la Presi-den cia de la República y con el Congreso.

La explicación, obviamente muy breve, que me propon go hacer en esta noche, sin olvidar por completo los datos jurídicos, es funda-mentalmente política y persigue el propósito de facilitar la tarea posterior, que habrá de cen trarse específicamente en la Suprema Corte Mexicana.1

La Suprema Corte de Estados Unidos —allá no se llama “de Jus-ticia”, cosa que subrayó una vez el Magistrado Holmes— es una creación típicamente norteamericana, aun cuando algunas de sus facultades básicas, como la de hacer la revisión jurisdiccional de la validez de las leyes federales ha tendido a generalizarse, pri-mero en Latinoamé rica y más recientemente en algunos países que tienen cons tituciones rígidas en este Hemisferio, en Europa y en Asia.

Curiosamente, la nación de donde Estados Unidos heredó sus concepciones jurídicas fundamentales, la madre del Derecho Judicial Consuetudinario, o common law, no parece que figurara en el futuro previsible entre aquellas donde los tribunales tuvieran semejante poder. Es inte resante explicar esta paradoja, porque fue Inglaterra la que produjo la idea semilla de lo que don Emilio Rabasa, en un libro clásico, llamó El Juicio Constitucional.2

1 Las ideas que expongo en esta primera conferencia las he desarrollado con mayor amplitud en los siguientes trabajos: “La Suprema Corte en México y en Estados Unidos”, Revista de la Facultad de Derecho de la UNAM; “La Suprema Corte de Washington otra vez en el tapete”, Revista de la Facultad de Derecho de Ia UNAM; “Prólogos a la primera y segunda ediciones” de la obra de Charles Evans Hughes, La Suprema Corte de los Estados Unidos.

2 Rabasa, Emilio, El Juicio Constitucional.

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El modelo: La Suprema Corte Norteamericana... 9

Fue, en efecto, el Juez inglés Edward Coke, quien en 1610, en el caso del Dr. Bonham, sentó el postulado de que: “el common law controle las leyes del Parlamento y algunas veces resuelva que son enteramente nulas, como contrarias a los derechos de los miembros de la comunidad [así tra duzco con cierta libertad la expresión “common right”] y a la razón”.

Igual que en otros casos célebres en la historia de la juris-prudencia, los hechos fueron muy sencillos: el Colegio de Médicos de Londres prohibió el ejercicio de su profesión a Bonham y lo multó. Coke anuló la decisión porque una porción de la multa iría a las arcas del Colegio, quien así se constituía en Juez y parte; cosa contraria a la razón, dijo el Magistrado, aunque la apoyase una ley del Parlamento inglés. Coke incorporo esta tesis en una obra que, a juicio de Roscoe Pound uno de los grandes exposi-tores del Derecho norteamericano, fue “la Biblia de los abogados de la época de la revolución americana”.3 Irónicamente, cuando Coke alcanzaba esa autoridad en Estados Unidos, sus doctri nas la habían perdido por completo en Inglaterra, donde desde 1688 el Parlamento consolidó una autoridad que ningún Juez se atrevería ya a desafiar.

Advertirán ustedes que el titulo de esta conferencia da un punto de partida para la explicación del proceso evolu tivo del sistema americano: el Justicia Mayor Marshall y el año de 1803, y no al Constituyente de Filadelfia ni al año de 1787. Lo hago inten-cionalmente, porque la Constitución, tal como fue aprobada, no como la interpretaron después Hamilton en El Federalista y

3 Pound, Roscoe, “Why Law Day?, Boletín de la Harvard Law School.

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La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores10

Marshall en el célebre caso Mar bury vs. Madison,4 no concedió a los Jueces la facultad de calificar la constitucionalidad de las leyes federales.

Los tribunales federales, escribió por ejemplo Learned Hand, uno de los más ilustres Jueces de este siglo, en un bello libro de 1958,

...derivan todos sus poderes del pueblo de los Estados

Unidos... y entre los concedidos a ellos no se encuentra

potestad alguna para juzgar la va lidez de las decisiones

de otro departamento [o poder, diría mos nosotros en

nuestra propia terminología]... La doctrina de la supremacía

judi cial (agrega), tampoco puede apoyarse en la cláusula

de la supremacía del derecho federal (artículo VI, número

2 de la Constitución de Estados Unidos, equivalente al cono-

cido artículo 133 de la Cons titución mexicana) que si alguna

cosa prueba es que cuando se intentó conceder a los

tribunales la facultad de declarar nulas las leyes que estu-

viesen en conflicto con la Constitución, se consideró nece-

sario otorgar esa facultad de una manera expresa.5

El punto no fue discutido en el Constituyente de Fila delfia, del cual formó parte Alejandro Hamilton, que en él hizo propuestas muy radicales, que no prosperaron, para fortalecer al poder fede-ral, especialmente al Presidente de la República, cargo que pro-ponía fuese prácticamente vita licio, con un veto absoluto sobre

4 1 Cranch, 137, 1803.5 Hand, Learned, The Bill of Rights.

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las leyes del Congreso. De haber encontrado Hamilton la coyun-tura propicia, dice uno de sus biógrafos, John Miller,6 hubiese recomendado inclusive la abolición de los Estados. Derrotado en el Cons tituyente, Hamilton, que presentía bien que sus ideas antidemocráticas no podrían prevalecer por mucho tiempo, busco otro camino. Y en El Federalista, al explicar la nueva Constitución a los neoyorkinos, que todavía no la ratifica ban, expuso, recogién-dola del ambiente cultural de su tiempo, pero ciertamente no de los debates del Congreso, la tesis de que la Suprema Corte estaba facultada para anular las leyes del Congreso Federal que consi-derara contrarias a la Constitución.7 En otras palabras, atribuyó a los Jueces el veto absoluto, que en vano él había pedido para el Presidente de la República en su intervención del 18 de junio de 1787.

El gran mérito del Justicia Mayor Marshall no estuvo, pues en elaborar la tesis, vieja ya entonces de casi dos siglos, sino de controvertirla mediante una sola opinión o sentencia en uno de los pilares del sistema constitucional norteamericano. (Marshall llegó a la Presidencia de la Su prema Corte saliendo de la Secretaría de Estado, cuando el Presidente Adams fue derrotado en 1800 por Tomás Jefferson, que representa en la historia de Estados Unidos el polo opuesto de Hamilton).

No es disminuir la estatura del Justicia Mayor Marshall afirmar que en la sentencia que dio en el juicio Marbury vs. Madison, aparen-

6 Miller , John C., Alexander Hamilton, p. 161.7 Hamilton, Alexander, “El Federalista o la Nueva Constitución”, El Fede ralista, núm.

78, pp. 337-343.

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temente tan lógica y tan sencilla, actuó como jurista, sí, pero acaso como político y correligionario de Hamilton. A esta conclusión lleva recordar los ante cedentes y circunstancias que rodearon el caso: el señor William Marbury fue designado el último día de su man dato por Adams para la modesta posición de Juez de paz de Alexandria, pueblo al que sólo el Potomac separa de Washington. Madison, por instrucciones de Jefferson, se negó a darle pose-sión; mas no era ésa la controversia real sino saber si la Suprema Corte se atrevería a anular una de las primeras leyes del nuevo Con-greso relativa a abolir de hecho los Tribunales de Circuito, que los federalistas, ya derrotados, habían llenado de gentes suyas.8

La confrontación, pues, estaba planteada, pero Marshall, con gran sagacidad política, prefirió anular otra ley de conte nido pura-mente técnico, procesal, que autorizaba a la Corte para conocer directamente, en writ de mandamus, de la petición de Marbury. De ese modo afirmaba el poder de la Corte como suprema defi-nidora de la Constitución, sin obligar a Jefferson o a Madison, su Secretario de Estado, a hacer nada. Jefferson se quedó con sus bate-rías listas, sin poder dispararlas.

No terminó allí la astucia de Marshall. Cuando se discutía un poco después, en enero de 1805, el enjuiciamiento del Magistrado Samuel Chase, cuya indiscreta conducta política habría irritado a los republicanos, como entonces se llamaban los jeffersonianos, el Justicia Mayor, preo cupado por las consecuencias que tendría que el Senado destituyera a uno de sus colegas, propuso que los fallos de la Suprema Corte dictados en materia constitucional

8 Warren, Charles, The Supreme Court in United States History, t. I, caps. 4 y 5.

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fueran apelables ante el Congreso. “Si no tuviéramos —comenta su más famoso biógrafo, Beveridge—, la prueba de la firma de Marshall en una carta indudablemente auténtica, jamás podríamos creer que abrigara semejantes ideas. Tan en directa contradicción están con lo que él razonó en Mar bury vs. Madison; tan comple-tamente destructivas son de la filosofía federalista del control judicial de la legislación”.9 Yo dudo que esa contradicción sea tan grande. Pues con su propuesta Marshall afirmaba que, sólo modificándose la Constitución —proceso muy difícil— podían reducirse los poderes que acababa de conquistar para la Corte.

Lo cierto es que la autoridad del Tribunal Supremo para invali-dar la legislación federal o local que ella consi derara con traria a la Constitución, la ha confirmado con su acep tación y su apoyo de más de 170 años el pueblo de Estados Unidos; quien se ha negado a quitársela aun en épocas de tensiones enormes, como las que precedieron a la Guerra Civil de los sesenta del siglo pasado o a la depre sión econó mica mayor de todos los tiempos, en los treinta del actual. Durante ellas los dos presidentes reconocidos como de mayor estatura en la historia norteamericana: Lincoln y Roosevelt, lucharon frontalmente contra la Su prema Corte y ambos fueron vencidos; aunque su oposición no fuese estéril, sino al contrario, muy fecunda.

Lincoln era apenas un político local, derrotado y olvi dado des-pués de la defensa que de México hizo en el Con greso durante la guerra de 1847, cuando en una campaña para senador ganó pres-tigio nacional con su crítica a la sen tencia tristemente célebre,

9 Beveridge, Albert J., The Life of John Marshall 1916­1919, t. II, p. 178.

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dictada en 1857 por la Corte,10 que anuló cierta ley del Congreso, la llamada “Transacción de Missouri”, que prohibía que un ciuda-dano mantuviese en esclavitud a un hombre en territorios situados al norte de determinada línea geográfica. El argumento del Jus-ticia Mayor Taney, fue que un esclavo fugitivo —Dred Scott— no era una persona sino una cosa, de la que su dueño no podía ser privado sin el debido proceso legal. Aparte de que “las cosas” no pueden iniciar juicios.

Los estudiosos modernos no aceptan ya que la decisión de la Suprema Corte haya sido el factor decisivo, y acaso ni siquiera uno de los factores decisivos, para que estallara la Guerra Civil en 1861, que tuvo causas sociales muy pro fundas; pero sí que esa opi-nión contribuyó a encender los ánimos, al cerrar el camino para la abo lición progresiva y pacífica de la esclavitud. El Presidente Lincoln, que había atacado fuertemente antes, en 1858, a la Su-prema Corte por la sentencia Dred Scott, emitió en 1863 su “Pro-clama de Emancipación”, como una medida de guerra, actuando como Comandante en Jefe de las Fuerza Armadas de la República. Al manumitir a los esclavos sin pagar un centavo a sus dueños, obró, formalmente, al margen de la Constitución. (La enmienda XIII, confirmatoria de la libe ración, se promulgó un año después del fin de la Guerra Civil, en 1865).

La sentencia de Dred Scott no fue la primera que dio a la Su-prema Corte la fama que tuvo hasta hace cuarenta años de institu-ción conservadora, opuesta a los cambios sociales que impusieron la creciente industrialización, los ferrocarriles y el nacimiento del

10 Dred Scott vs. Sanford, 19 How, 393.

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proletariado como una nueva fuerza política. Ya desde 1833 el Magistrado Story, cuyos Comentarios fueron una de las primeras obras que conocieron y manejaron nuestros juristas,11 había escrito que la salvaguardia de la propiedad era tan importante como la de la libertad. La inviolabilidad de los contratos, de las concesio-nes, la libertad de comercio en el vasto territorio norteamericano, habían sido sancionados por la Corte en múltiples casos que no puedo detenerme a citar en una exposición general como esta. La alta magistratura con tribuyó así a hacer realidad el sueño de Hamilton: cons truir aun en contra de la voluntad del pueblo —a quien el soberbio y genial político llegó a llamar esa “gran bestia”— la pujanza económica de Estados Unidos sobre el pri mer mercado común de la historia, protegido del exterior con altos aranceles.

El conservadurismo de la Corte —para usar la palabra con que Alfonso Noriega, titula un libro que comentaré el próximo jueves— era defendido por muchos con el argumento de que a los tribunales toca salvaguardar el orden existente, dejando a los otros poderes del Estado la responsabilidad de cambiarlo o de modificarlo. Tuvo —ese conservadurismo— múltiples expresiones en la segunda mitad del siglo XIX y en el primer tercio del actual. No fue necesaria ya, como en el caso de Dred Scott, otra guerra civil para corregir sus excesos, pero sí, alguna vez, la enmienda de la Constitu ción: cuando el Tribunal Supremo declaró inconstitucional el impuesto sobre la renta (adoptado en Estados Unidos en 1894),12 porque no era un

11 Story, Joseph, Commentaries on the Constitution of the United States, Boston, 1833. En México se hizo una traducción por la Imprenta del Comercio, en 1879.

12 Pollock vs. Farmer Loan and Trust Co. 158. U. S. 601.

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tributo fundado en el número de habitantes de los diversos Es-

tados de la Unión sino en el monto de los ingresos. Para destruir

esta tesis de la Corte hubo que reformar la Constitución en

1913.13

Otro caso célebre del espíritu conservador de la Corte

—anterior al del impuesto sobre los ingresos— fue la deci sión

que dictó en un asunto al parecer insignificante, el de los rastros

de Nueva Orleans,14 cuando con sutiles argumentos jurídicos en-

tregó a los Estados la aplicación de la enmienda 14 de la Consti-

tución, que dio forma a los resultados obte nidos a costa de tanta

sangre en la Guerra Civil. Conforme a esa enmienda

Ningún Estado dictará o pondrá en vigor ley alguna que

restrinja los privilegios o inmunidades de los ciu da danos

de Estados Unidos, ni podrá privar a nin guna persona de

la vida, de la libertad o de la propiedad sin el proceso legal

debido, ni negar a ninguna per sona dentro de su jurisdic-

ción la igual protección de las leyes.

Al dejar que fuesen los tribunales locales quienes dije ran la

última palabra en esta materia, la Corte de hecho hizo posible que

los surianos, vencidos en la guerra, recuperaran el poder econó-

mico y político de sus Estados y mantuvie ran hasta la segunda mitad

de este siglo muchas de las discriminaciones en contra de los

negros.

13 Enmienda XVI.14 “The Slaughterhouse Cases”, 16 Wall, 36, 1873. Ch. Waren, ob. cit., t. II, cap. 32.

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Muy importantes principios de la nueva legislación social, que la industrialización y la inconformidad obrera arrancaron de los Congresos al apuntar el siglo XX, como los relativos al salario míni-mo y a la prohibición del tra bajo a las mujeres y a los niños, fueron declaradas incons titucionales por la Suprema Corte como viola-torias de la santidad de los contratos; a pesar de la vigorosa opo-sición del jurista más eminente que haya pasado por la Supre-ma Corte, Oliver Wendell Rolmes, quien por más de tres déca das sos tuvo en vano que la Constitución era un documento vivo, cuyo sentido debería de acomodarse a las circuns tancias de cada época. Aparte de que en muchos de esos casos no había incompatibi-li dad lógica entre las leyes apro badas por las legislaturas y los textos constitucionales, sino que los Magistrados hacían jugar su propio concepto de lo “razonable” —de vieja alcurnia en el common law— para destruir normas que chocaban con sus convicciones polí ticas o sociales.15

Así se llegó a la gran confrontación de 1937 entre el segundo Roosevelt y la Suprema Corte que había anulado la mayor parte de las medidas del New deal; aprobadas por el Poder Legislativo, pero obra real del Ejecutivo, que buscaba con ellas superar la tremenda depresión econó mica que afligía a la economía norte-americana.16 Roosevelt no se atrevió a plantear una enmienda

15 “Los años de 1905 a 1932 deben llamarse ‘la era de Holmes’ en la Supre ma Corte. A partir de su voto disidente en el caso Lochner en 1905 hasta su retiro en 1932, el trabajo de la Corte giró alrededor de él, pero fue siempre ‘The Great Dissenter’”. Williams, Terre S., The Supreme Court Speaks, cuarta parte.

16 El caso Schechter Poultry Co. vs. United States, 295 U. S. 495, fallado en mayo de 1935, echó abajo la más importante de las leyes del “Nuevo Trato”, The National Industrial Recovery Act y fue seguido por otros más, Williams, T. S., ob. cit., quinta parte. El mensaje de F. D. Roosevelt aparece en la clásica obra de Hart, Henry M. y Wechsler, Herbert, The Federal Courts an the Federal System, pp. 1397 y ss.

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constitucional para reducir los poderes de los Jueces, pero no ocultó su propó sito de obligar al tribunal a variar el rumbo aumen-tando el número de justicias con hombres ideológica y política-mente adictos al Presidente.

El vigoroso Justicia Mayor Charles Evans Hughes, que había acuñado años antes la célebre fórmula: “Vivimos bajo una Cons-titución, pero la Constitución es lo que la Su prema Corte dice que es”, aceptó el reto de Roosevelt y lo venció. Pero, buen estra-tega político (a punto estuvo de ganar la Presidencia de la República en 1916 luchando contra Wilson), advirtió que precisaba satis-facer a la opinión pú blica, que acababa de reelegir clamorosamente a Roosevelt. Para ello promovió que la Corte rectificase algunas de sus tesis extremas y auspició el retiro de algunos de los Magistrados más viejos y conservadores. Hughes mismo se jubiló tres años después.17

El péndulo empezó a variar al convertirse los Estados Unidos en beligerantes de la Segunda Guerra Mundial, a fines de 1941. Pues si algo subraya el carácter político de la Suprema Corte es que sin que medie una declaración espectacular, como si fuese el resul-tado de un convenio tácito, la más alta jurisdicción norteamericana deja mayor libertad de acción al Ejecutivo y al Congreso en horas de peligro interno o internacional.

Así, en la Guerra Civil, declaró en la ejecutoria Milligan18 que el Presidente Lincoln no había tenido derecho a some ter a juicio

17 En 1941, Hughes, Ch. E., ob. cit., Apéndice 8.18 Ex parte Milligan 4 Wall, 18 (1866).

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militar a un civil que no era residente de nin guno de los Esta dos en rebelión ni prisionero de guerra, pero lo hizo casi dos años des-pués de la rendición del Sur. En la Guerra Mundial número dos, con la celeridad que cuando la necesita es uno de los rasgos más notables de la Supre ma Corte, empleó apenas unos cuantos días en 1942,19 para, interrumpiendo su largo receso veraniego, confir-mar la sentencia de muerte dictada en contra de ciertos espías alemanes descubiertos en territorio de Estados Unidos, que invo-caban el precedente Milligan para que no los juzgara sumariamente una Corte militar, dado que las hostilida des nunca llegaron al continente. También la Corte aprobó una de las medidas más duras, sin duda más injustas, que Roosevelt se creyó obligado a tomar durante la guerra: la confinación a verdaderos campos de concentración de ciudadanos americanos de ascendencia japonesa —los llamados misei— cosa que no había hecho con los de ningún beligerante europeo.20

En asuntos de carácter estrictamente político interno, la Corte fue muy cautelosa hasta hace 15 años y lo sigue siendo en los de orden internacional. Nunca, por ejemplo, aceptó interferir la acción del Poder Ejecutivo ni en el con flicto de Corea ni en el de Vietnam, no obstante que la cuestión le fue planteada no sólo por particulares sino también por autoridades estatales y que ambos susci ta ban una cuestión largamente debatida entre los juristas y los políticos: si el Presidente de la República, actuando como Jefe de las Fuerzas Armadas, puede desentenderse del precepto constitucional que hace de la declaración de guerra una facul tad privativa del Congreso.21

19 Ex parte Quintín 317 U. S. l.20 Koramatsu vs. United States. 323 U. S. 214 (1944).21 Mora vs. McNamara 389 U. S. 934 (1967).

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La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores20

Esta abstención de la Corte en cuestiones de carácter inter-nacional lleva a veces a situaciones muy curiosas, cuando no fran-camente ilógicas, como la ocurrida en un caso que nos interesa a los mexicanos: en 1960 la Suprema Corte, en un litigio entre la Federación y el Estado de Texas, inter pretó el Tratado de Guada-lupe de 2 de febrero de 1848, que fija los limites entre nuestros países, en el sentido de que las tres leguas a partir de la desem-bocadura del Río Bravo que el instrumento señala, da derechos territoriales al Estado de Texas, que como heredero de la Repú-blica del mismo nom bre, reclamaba nueve millas de mar y de tierras sumergidas.22 ¿Puede el tratado tener otro sentido para las relaciones entre Estados Unidos y México, que en aquel enton-ces sólo reclamaba nueve millas de mar territorial, conforme a una ley dictada por el Presidente Cárdenas? Parecería absurdo. Sin embargo así ocurrió: la Corte, dijo que había resuelto una contro-versia entre Estados Unidos y Texas, pero que nada “intimaba” respecto a las fronteras internacionales de México con Estados Unidos, que debían ser materia a negociar entre los represen-tantes de los dos países. (Como sabemos, ahora de hecho ya no se disputa un mar territorial de 12 millas, que México señaló en una ley que promulgó el Presidente Díaz Ordaz; pero formal-mente, al menos que yo sepa, sigue la indefinición, en espera de lo que se resuelva bien en la Con ferencia Internacional sobre el Mar o en acuerdos bilaterales, si llegan a concertarse).

En política interna, en sentido estricto y en política social, la po-sición de la Corte ha variado mucho después de la Se gunda Guerra.

22 United States vs. Louisiana, Texas, Mississippi, Alabama and Florida (10 Original del periodo 1959) fallado el 31 de mayo de 1960. El propósito del Tratado fue —dijo la Corte— “de modo patente establecer una frontera territo rial de tres leguas”.

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El conservadurismo fue abandonado a través de un proceso que culminó durante la gestión del Justicia Mayor Earl Warren, en la histórica decisión Brown vs. el Dis trito de Topeka, en 1954,23 que declaró inconstitucionales todas las leyes locales, distritales o muni-cipales que auto rizaban la discriminación racial en las escuelas públicas. (Hasta entonces el criterio, adoptado a fines del siglo XIX, era que no se quebrantaba la Constitución por el hecho de separar a las personas en razón del color, si el tratamiento que se les daba era sustancialmente igual).24

Como en el caso Dred Scott, sería excesivo afirmar que el agra-vamiento de las tensiones sociales que tuvo lugar a lo largo de la década de los sesenta, fue provocado sólo por la Corte, pero es signi-ficativo que The New York Times eligiese precisamente la ejecutoria Brown y las numerosas que le siguieron, cubriendo diversas áreas de la vida social, para señalar el principio de la que ha llegado a calificarse como una nueva revolución social.

Lo más saliente del trabajo de la Corte, según anotó el Magistrado Frankfurter, pasó desde hace dos décadas del área de la propiedad al de la libertad y otros derechos civiles. Las fórmulas técnicas para hacerlo fueron varias. Entre otras el abandono pro-gresivo de la tesis de los rastros de Nueva Orleans. De esa manera se obligó a muchos Esta dos rezagados a modernizar sus legis-laciones, sobre todo en materia de enjuiciamiento penal, que tanto afecta a los desvalidos.25

23 347, U. S. 483.24 Pleasy vs. Ferguson 163 U. S. 537 (1896).25 Gunther, Gerald and Dowling, Noel T., Cases and Materials on Cons titucional

Law, 3a. parte, cap. 12.

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La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores22

En cuanto al contenido mismo de los derechos y garan tías fundamentales, la Suprema Corte, en forma cada vez más audaz, los ha ido extendiendo mediante lo que ella denomina —siguiendo a Holmes— “Derechos de penum bra”, o “implícitos”, diría yo, para la mejor comprensión del concepto. Son Derechos, se dice, de tal manera obvios que los constituyentes consideraron innecesario formularlos de una manera expresa: de los más importantes entre ellos es el derecho a la privacidad o intimidad de las personas, que obliga al Estado a no dictar leyes ni a tomar decisio nes que inva-dan esa esfera personalísima cuyo respeto exige la dignidad de la persona.26

Fue invocando ese derecho implícito o de penumbra —en que la Corte en realidad actúa como legislatura nacional, apenas inferior en rango al Constituyente ordinario— como la Suprema Corte, en enero de 1973, en el famoso caso Roe, declaró el derecho de una mujer para terminar por su propia y libre voluntad, mediante un aborto, una concepción que no tenga más de tres meses de ini-ciada. Esta opinión es típicamente una ley en sentido material. De acto juris diccional no tiene sino la forma. La sentencia, como era de esperarse, provocó la oposición violenta de la Iglesia y los grupos católicos que han pretendido, hasta ahora sin éxito, revo-carla mediante una enmienda constitucional.27

En el campo estrictamente político los cambios introdu cidos por la Corte misma en sus criterios han sido también impresionantes.

26 “Griswold, penumbras and double standards”, Gunther, G. and Dowling, N. T., Cases and Materials on Constitucional Law, pp. 838-840.

27 Roe vs. Wade, 410 U. S. 113. Acerca de las propuestas de enmienda constitucional véase Gunther, G. and Dowling, N. T., Cases and Material on Individual Rights in Cons­titucional Law. Cases and Material on Constitucional Law, 1974 Supplement, p. 129.

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El modelo: La Suprema Corte Norteamericana... 23

Todavía cuando el Magistrado Hughes escribió su célebre y bello libro sobre la Suprema Corte en 1928, señaló que uno de los gran-des principios que el Tri bunal Supremo había respetado a lo largo de su vida, era el de no intervenir en asuntos de carácter político.28 Ese ilustre jurisconsulto, como otros autores, citaba una contro-versia que surgió en 1841 en el Estado de Rhode Island, cuando dos administraciones se disputaban la gobernación de la entidad. La Corte sostuvo que correspondía al Congreso, al aceptar a los sena-dores del Estado, decidir cuál era el gobierno legitimo, y que esa decisión política no podía obje tarse judicialmente.29

En los últimos tiempos, sin embargo, la Suprema Corte ha sido más y más audaz para incursionar en las activi dades políticas, ya se trate de los procesos electorales o aun del funcionamiento interno del Congreso o de los par tidos, a los que reconoció hace tiempo el carácter de órganos estatales. La tendencia se inició con la ejecutoria Baker vs. Carr, dictada en 1962,30 que resolvió que es principio esencial de un régimen democrático que el voto de un ciu dadano valga tanto como el de cualquier otro; por lo que debían derogarse las disposiciones que regían en distin tos Estados de la Unión Americana que, fijados con criterio geográfico, daban ventaja a los habitantes de los dis tritos rurales, en general menos poblados y más conservadores.

Este proceso avanzó un paso más cuando en 1969 la Corte obligó a la Cámara de Representantes a reconocer a Adam Powell

28 Hughes, Ch. E., ob. cit., cap. 1.29 Luther vs. Borden, 7 Howard, 1, 43.30 369, U. S. 186.

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La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores24

—líder político y pastor de un barrio negro en Nueva York—, el escaño que le había negado, impután dole que había cometido irre-gu laridades en una legislatura anterior. La Corte resolvió que la Constitución sólo fija dos requisitos para la elegibilidad de un dipu-tado: la naciona lidad y el domicilio, y que Powell satisfacía ambos.31

Pero sin duda el más dramático de los fallos que trascen dieron sobre la totalidad del sistema político fue el dictado el año pasado en la controversia Estados Unidos vs. Richard Nixon, cuando la Corte declaró que el entonces Presidente estaba obligado a cum-plir con el requerimiento judicial (sub poenaduces tecum) de un Juez federal para que entregase ciertas grabaciones electromagné-ticas y algunos documentos que, a juicio del Fiscal, eran necesarios en el proceso contra colaboradores cercanos de Nixon.32 Varias cir-cunstancias hacen de este caso uno de los más notables en la larga vida de la Suprema Corte:

—La primera fue la unanimidad del fallo de la Corte y que su autor fuese el Justicia Mayor Burger, designado por el señor Nixon por la confianza que le merecían su filosofía política y convicciones constitucionales;

—Una segunda fue que por primera vez en su historia, la Corte confirmaba un mandamiento cuya desobedien cia convertiría en delincuente al Jefe de la Nación;

31 Powell vs. Mc Cormack, 395 U. S. 486.32 United States vs. Nixon, 418, U. S. en Gunther, G. and Dowling, N. T., Cases and

Materials on Individual Rights in Constitucional Law. Cases and Materials on Constitu­cional Law, 1974 Supplement, p. 89.

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El modelo: La Suprema Corte Norteamericana... 25

—La tercera fue que la Corte resolvió que el “privilegio del Eje-cutivo” que invocaba el Presidente como indispen sable para la marcha ordenada del gobierno, no es abso luto, sino que tiene límites que corresponde fijar a los tribunales. La Corte, sin negar el “privilegio” del Presidente para que no se divulguen las con versa-ciones que tiene con sus colaboradores o con los particulares, dijo que ese privilegio desaparece cuando interfiere con la exigencia supe rior de que un tribunal disponga de los elementos de prueba necesarios para la aplicación de la ley en un juicio penal. El Presi-dente Nixon, que habla ofrecido cumplir una decisión definitiva de la Corte, se vio ase obligado a entre gar las grabaciones que demostraban que había tenido un conocimiento mayor que el que había reconocido hasta entonces sobre los hechos que rodearon la invasión clan destina, en 1972, a las oficinas del Par-tido Demócrata en el edificio de Watergate, y su encubrimiento posterior. Su situación política, ya seriamente demeritada con las inves tigaciones del Senado y el voto acusatorio de la Cá mara de Representantes, se volvió desesperada. Los propios “prín ci-pes de su partido”, como los llamó Newsweek, visitaron a Nixon para informarle que era inútil que intentara ante el Senado —único órgano facultado para juzgarlo— una defensa que tenía perdida y que sólo prolongaría por largos meses la incertidumbre en que venía desenvolvién dose la vida institucional norteamericana. Fue así como, por primera vez en casi 200 años, un Presidente se vio política, no legalmente, forzado a dimitir su investidura;

—Notable fue también que, como en el caso de los espías nazis de 1942, la Corte interrumpiera su receso de verano para dictar su fallo con una celeridad que muestran estas fechas: la decisión del Juez Sirica, que ordenó la presentación de las grabaciones y

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La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores26

documentos, fue del 20 de mayo; el 31 del mismo mes la Suprema Corte aceptó conocer el caso, sustrayéndolo a la jurisdicción de un tri bunal de apelación; la audiencia de alegatos tuvo lugar el 8 de julio y la sentencia se pronunció el 24 del mismo mes. Apenas se necesitaron escasos dos meses para tramitar un caso del que sin duda se hablará tanto como dure la vida constitucional de Estados Unidos. Y es que con forma exquisitamente jurídica la Corte sabía que en realidad estaba interviniendo en una crisis política sin precedente, que la salud de la nación reclamaba que se resolviese sin demora.

Señores:

En este relato, inevitablemente desordenado e incom pleto, he tratado de explicar por qué se ha dicho y se dice con razón que la Suprema Corte ejerce en Estados Unidos funciones políticas del mayor rango, aunque la orientación con la que ha usado esas fun-ciones no haya sido la misma a lo largo de su historia.

Repito que una institución como la actual no fue con cebida por los Constituyentes de Filadelfia. La han modelado las exigen-cias de cada época y la entereza, certera o equi vocada, pero indu-dable, de los hombres que han pasado por ella.

Sin embargo, puntualizo, la Suprema Corte juega un papel funda-mental en el funcionamiento del sistema polí tico norteamericano, pero no gobierna. Es una afirmación equivocada y simplista afirmar que en Estados Unidos existe un “gobierno de los Jueces”. Allá, como en todas partes, el único que puede gobernar es el Ejecu-tivo. Ni si quiera el Congreso puede hacerlo, salvo, me refiero a

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El modelo: La Suprema Corte Norteamericana... 27

Estados Unidos, en circunstancias tan anormales como las que

sucedieron al asesinato de Lincoln o a las que es posible, aun-

que muy improbable, que puedan presentar se en los próximos

meses.

El gobierno requiere unidad de juicio, unidad de volun tad, en

suma, plenitud de mando. Lo que la Suprema Corte sí puede

hacer es obligar al Ejecutivo y al Congreso a some terse a ciertas

normas que para ella encuentra en la Consti tución o que fabrica

en sus fallos.

Pero si bien la Suprema Corte de Estados Unidos no gobier na, es

un poder casi omnímodo, que no tiene sino un límite formal: el de

ser activado en una controversia real por alguien a quien ella reco-

nozca un interés y dos límites mucho menos precisos: la conciencia

de los Magistrados, su noción de lo que es “razonable”, su sentido

común, su sensibilidad po lítica, y la fuerza de la opinión publica,

que a veces le reprocha y sutilmente la detiene si se aparta dema-

siado de cierto sustrato que da unidad a ese mosaico complejo e

inmenso que es la vida social norteamericana.

La existencia de esos límites informales de la autoridad de la Su-

prema Corte es particularmente necesaria cuando supervisa el

funcionamiento de los otros departamentos o poderes. Así, frente

al legislativo, la ha ejercido con gran parsimonia: se presume —ha

dicho siempre— que las leyes del Congreso son válidas, salvo que

sea notorio a su juicio que ellas han infringido la Constitución. Este

princi pio, a juzgar por la sentencia del caso Nixon, también regirá

respecto del “área de privilegio” del Ejecutivo.

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La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores28

¿La restringirá cuando no se trate de un proceso penal en curso? Sólo la Corte, ejerciendo su poder dará la respues ta. Pues si el Con-greso quisiera arrebatarle o reducirle tal poder, ella puede declarar esa ley inconstitucional y no acatarla. Por eso, al margen de consi-deraciones técnicas; el minúsculo caso de Marbury contra Madison, invocado por Burger en el fallo que acabó con Nixon, sigue siendo piedra angular del sistema político norteamericano.

Explicar cómo y porqué nuestra Suprema Corte, a pesar de la similitud de los textos constitucionales, ha sido y es cosa totalmente distinta será materia de las próximas charlas.

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Jueves 13 de marzo de 1975

La Suprema Corte Mexicana:

de 1824 al caso de Miguel Vega

y la acusación contra los

Magistrados en 1869. Nacimiento y

degeneración del Juicio de Amparo

SEGUNDA CONFERENCIA

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31

Me propongo cubrir esta noche un periodo, a mi juicio deci-sivo, en el proceso de formación de la Suprema Corte de

Justicia y en la definición del sitio que en definitiva alcanzaría tanto en nuestra estructura constitucional real como dentro del sis-tema judicial federal. Es un periodo al parecer arbitrario, pues fijo su inicio en el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana de 31 de enero de 1824, y su punto final en la controversia que en 1869 sostuvo la Corte con el Congreso y que llevó a la acusación de los siete Magistrados que votaron la sentencia que amparó al Juez Miguel Vega contra el Tribunal Superior de Sinaloa; que con-sidero, sin hipérbole, el equivalente mexicano del caso de Marbury contra Madison, a que me referí el lunes pasado.

Este episodio, cuya documentación publicó íntegra don Sil-vestre Moreno Cora,1 además de la significación que tuvo al afirmar en Derecho Mexicano la potestad que en Norteamérica reclamó para la Corte Marshall, cosa sin duda positiva, tuvo en cambio trascendencia francamente negativa en otros aspectos,

1 Moreno Cora, Silvestre, Tratado del juicio de Amparo conforme a las sentencias de los tribunales federales, pp. 782 y ss.

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32 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

de que habré de ocuparme a su tiempo. Además, casi coincide con el fin de la gestión presidencial del Benemérito y la ascensión a la Primera Ma gistratura de don Sebastián Lerdo de Tejada, en que ocurrieron sucesos también de enorme importancia, pero de natu-raleza muy diversa.

La Suprema Corte nace, en los textos constitucionales, al mismo tiempo que el Federalismo. El Decreto del Congreso que la creó fue del 27 de agosto de 1824 y el tribunal em pezó a funcionar el 15 de marzo de 1825.2

La forma republicana de gobierno, la división de po deres y el Fede ralismo, fueron las tres decisiones políticas fundamentales apro badas en 1824; pues las demás —las relacionadas con la re-novación de las estructuras sociales y económicas heredadas de la Colonia, incluyendo la sepa ración entre la Iglesia y el Estado, la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la supresión de los fueros— se ven drían a resolver después, en las largas luchas que cubrieron casi 40 años de nuestra historia.

Los promotores del Federalismo estaban resueltos, y lo reco-nocían sin complejos ni reticencias, a seguir el mode lo norteame-

2 “Discurso del Gral. D. Guadalupe Victoria, al cerrar las sesiones del Congreso General el 21 de mayo de 1825”; “Nuestra administración estaba incompleta y como manca, faltando el resorte del Supremo Poder Judicial, que debe dirimir las cues-tiones en grande y proveer a lo que necesitan los territorios y la hacienda de la Federa-ción; pero afortunadamente el 15 de marzo se instaló la Suprema Corte de Justicia: los grandes poderes están en la plenitud de su integridad, y cuando se concluya la ley que determine detalladamente sus atribuciones y procedimientos se habrá desem-brollado el caos en que su falta nos había hundido”. Los Presidentes de México ante la Nación, t. I, p. 42.

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La Suprema Corte Mexicana: de 1824 al caso de Miguel Vega... 33

ricano. Don José de Jesús Huerta, Presidente del Congreso Cons tituyente, al cerrar éste sus sesiones el 25 de diciembre de 1824, dijo: “Yo tengo el atrevimiento (com pañeros míos y muy amados) de compararos con los Legis ladores que, reunidos en Filadelfia, nos indicaron la senda que debíamos seguir en nuestra marcha política”.3

Sin embargo, el Federalismo no fue una imitación extra lógica, como se decía hace 50 años. Por el contrario, su adopción evitó un proceso de desintegración que bien pudo hacer de lo que ahora es nuestra República otra Centro américa, con pérdidas probable-mente mayores de territorio en los años peligrosísimos que prece-dieron a la Guerra Civil Norteamericana que estalló en 186l.

Desgraciadamente era mayor el amor de aquella gene ración ilustre por el Federalismo que el conocimiento de sus compleji-dades operativas. Esto era particularmente cierto tratándose del Poder Judicial, del que sólo se cono cían en México los textos es-cuetos de Filadelfia. Nada de las interpretaciones de Hamilton y Madison y menos aún de las sentencias de Marshall que fueron, como ya expuse, las que en verdad definieron el rumbo y el des-tino de la Suprema Corte Norteamericana. El conde de Tocqueville todavía no escribía su Democracia en América, que tanto habría de influir en Rejón, en Otero, en Ponciano Arriaga y en Melchor Ocampo que, como veremos, tuvo en la forja del Amparo una participación mayor de la que generalmente se le reconoce.4

3 Ibid., p. 34.4 La traducción de Sánchez de Bustamante, hecha en 1836, se reimprimió en

México en 1855, pero se conoció antes.

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En la administración de justicia, tanto federal como local, se había producido una solución de continuidad desde la consuma-ción de la independencia. Don Miguel Domínguez, Presidente en turno del Supremo Poder Ejecutivo, al abrir el segundo Congreso el 8 de noviembre de 1823, decía, re firiéndose a la situación exis-tente a la caída de Iturbide: “La administración de justicia se hallaba quizás en peor estado (que las otras ramas del Gobierno) ...: No hay las audiencias necesarias ni aun Tribunal Supremo de Justicia y por consiguiente es un cuerpo desordenado”.5 Jacinto Pallares relata cómo el Consejo de Indias tuvo que enviar a México nume-rosos “casos de Corte” que estaban sin resolver 20 años después de la separación de España.6

Entre los luchadores del Federalismo, uno muy lúcido, el jalis-ciense Prisciliano Sánchez, en su “Pacto de Anáhuac”, con visión certera, había concebido al Poder Judicial “com puesto de un nú-mero competente de letrados nombrados a propuesta del Senado”, que conocerla fundamental mente de:

1. Los negocios contenciosos entre los Estados, entre éstos y los vecinos de otras entidades, así como de las competen cias entre sus tribunales;

2. De las causas de separación, suspensión y responsa bi lidad de los funcionarios federales, incluyendo a los Secre tarios del Des-pacho, y

3. Los delitos contra la Federación y contra la seguridad nacional.

5 Los Presidentes..., op. cit., t. I, p. 24.6 Pallares, Jacinto, El Poder Judicial, p. 36.

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La Suprema Corte Mexicana: de 1824 al caso de Miguel Vega... 35

Fuera de estos casos excepcionales, todos los asuntos judi-ciales terminarían en los tribunales estatales, sin inter ferencia federal. (Jalisco, como se sabe, era en 1824 de los Estados más celosos de su soberanía).7

Tales ideas influyeron en el Acta Constitutiva. En cuanto a la Constitución de 1824, ésta incorporó además algu nos textos norteamericanos —constitucionales y secunda rios, como los rela-tivos a los Magistrados de Circuito y a los Juzgados de Distrito— y normas impuestas por la ruptura con la Colonia; entre ellos la consulta, pase o retención de las bulas y otros mandatos pontifi-cios. Además dio a la Su prema Corte una facultad de la mayor entidad que nunca ha tenido la de Estados Unidos: conocer de las causas contra el Presidente y el Vicepresidente de la Repú-blica, previa declaración de la Cámara de Representantes de que había lugar a proceder.8

Es interesante señalar otra peculiaridad de la Consti tución de 24: la de hacer al Presidente de la Corte el sus tituto del Presidente de la República, cuando faltasen éste y el Vicepresidente.9 Acaso, adelanto sólo una conjetura, en la concepción de aquellos hom-bres, que habían vivido el sistema político y administrativo de la Colonia y que apenas conocían de manera imperfecta los textos de Filadelfia, el Presidente de la República de alguna forma les parecía heredero del virrey y les resultaba natural que lo supliese

7 El estudio de Prisciliano Sánchez ha sido reproducido por Moreno, Daniel, El Pensamiento Jurídico Mexicano, pp. 31 y ss. En la quinta conferencia vuelvo a tocar este punto.

8 Artículo 137, fracción 5a., inciso 1o. en relación con los artículos 38, 39 y 40.9 Artículo 97.

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el Presidente de la Corte, como el Presidente de la Audien cia de México sustituía en ciertos casos al representante del monarca.

Resulta así que en lo judicial, la Constitución de 1824 funda-mentalmente veía en la Suprema Corte un árbitro para asuntos contenciosos entre los Estados y la here dera del Consejo de Indias y de la Audiencia de México, pero sin lastimar la independencia y facultades de los tribu nales locales que mandaba respetar en un texto categórico (art. 160). En cambio, como Poder, le daba un papel de pri me rísima importancia al hacerla responsable del mante-nimiento de la estabilidad política en horas de grandes crisis. Fue el sistema de sustitución, reiterado esencialmente en 1857, como sabemos, el que llevó a don Benito Juárez a la Presidencia tras el golpe de Estado de Comonfort, y el que, para referirme a otro caso que afectó profundamente a la Corte, originó el conflicto de 1876 entre don José María Iglesias y el Presidente Lerdo, de que hablaré la noche próxima.

En cuanto a facultades que pudieran haber desen vuelto un sistema de control constitucional, la Carta de 1824 sólo incluyó una línea, en un artículo que se ocupa de muchos temas, para dar competencia a la Corte tratán dose de las infracciones “a la Constitución y leyes gene rales”.10 Todo indica, sin embargo, que el precepto se refería nada más a la responsabilidad de los fun-cionarios, pues la potestad de resolver cualesquier duda sobre el sentido de la Constitución se encomendaba al Congreso.11 Por

10 Artículo 137, fracción 6a. parte final.11 Decía el artículo 165: “Sólo el Congreso General podrá resolver las dudas

que ocurran sobre la inteligencia de los artículos de esta Constitución y del Acta Constitutiva”.

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eso, don Felipe Tena Ramírez, en una erudita monografía de 1950, al recordar que la Corte turnó al Congreso el re clamo de unos Magistrados de Oaxaca contra una ley de su Estado, sostiene, con razón, que los constituyentes de 1824 no concibieron el juicio consti-tucional, con la connotación especial que a esa fórmula dio don Emilio Rabasa, y que han respetado sus discípulos.12

Paso ahora a la segunda etapa de nuestra historia judicial. Tomándome grandes libertades en la interpre tación de los hechos, pero no con los hechos mismos, yo diría que lo que en México equivalió, aunque en forma cruenta, a lo que fue en Estados Unidos la lucha entre jeffersonianos y hamiltonianos, se inició diez o doce años después de aprobada la Constitución de 1824, en las refor mas que intentó Gómez Farías y que, como reacción, en la órbita constitucional condujo a la adopción de las Siete Leyes centralistas de diciembre de 1836. Al esclare cimiento del trasfondo ideológico de esa contienda han hecho muy valiosas contribucio-nes, para referirme sólo a la literatura moderna, don Jesús Reyes Heroles y don Alfonso Noriega.13

Este último, en su obra El pensamiento conservador y el conser­vadurismo mexicano, muestra, aunque no lo hago responsable del paralelo, cómo tuvimos nuestra propia versión de Hamilton en Alamán. Sólo que en Estados Uni dos Hamilton actuó a través del Magistrado Marshall, en tanto que don Lucas, hombre de enorme formación histó rica, económica y política, pero no jurídica, hizo

12 Tena Ramírez, Felipe, “El Control de la constitucionalidad bajo la vigencia de la Constitución de 1824”, Revista de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, pp. 31 y ss.

13 Respectivamente, Reyes Heroles, Jesús, El liberalismo mexicano, y No riega, Alfonso, El pensamiento conservador y el conservadurismo mexicano.

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que sus ideas prevalecieran —si bien no por mucho tiempo— a través de don Francisco Manuel Sánchez de Tagle, autor principal de las Siete Leyes.

Ignoro si Alamán o Sánchez de Tagle conocieron los artícu-los de Hamilton en El Federalista o los fallos de Marshall o de Story. En todo caso me parece natural, dentro del juego político de aquel tiempo, que antes que interesarse en las instituciones norteame-ricanas volviesen los ojos a Francia, y que inspirándose en Sieyès inventaran al Supre mo Poder Conservador como órgano que de-fendiese con la Constitución las ideas e intereses tradicionalistas.

Si se desliga la fórmula jurídica de una intención polí tica que no podía prevalecer, pues la historia es irreversible, tiene razón Noriega cuando afirma que nuestros trata distas de Derecho Constitucional, todos ellos de filosofía liberal, han condenado al Supremo Poder Conservador sin un examen cuidadoso. (Rabasa, por ejemplo, le dedica apenas un párrafo despectivo en su Juicio Constitucional).14

El Supremo Poder Conservador ciertamente tenía un vicio radi-cal de origen, pero no todo en él fue negativo, como lo prueba su defensa de la libertad de imprenta o su anulación de la ley que entregaba a los ladrones a la jus ticia militar, con la cual se hizo solidaria a la Suprema Corte. De todos modos, el centralismo, que en la coyuntura del tiempo ligó su suerte a la supervivencia de las estruc turas políticas, económicas, culturales de la Colo-nia, no podía pre valecer. Fue, pues, natural que al restablecerse

14 Rabasa, Emilio, El Juicio Constitucional, p. 231.

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la República Federal, en circunstancias amarguísimas, en 1847, no se pensase ya en el Supremo Poder Conservador —suprimido por las Bases Orgánicas de 1843— y que con mejor información los líderes de la renovación, que indudable mente habían estu-diado a Tocqueville —Otero lo citó ya en un discurso de 1841—,15 en el Acta de Reformas entre gasen a la Suprema Corte la defensa de los derechos del hombre a través del Amparo; aunque no el Con-trol de la cons titucionalidad de las leyes federales o locales.

Es curioso que la generalidad de quienes con razón exaltan a Otero —pues por el momento dejaré a un lado a Rejón, cuya actividad en esta materia se redujo a Yucatán—, recuerden, como si fuese la expresión total de su doctrina, el texto tan conocido relativo al Amparo, siendo así que el mismo instrumento consti-tucional contiene otros precep tos imprescindibles para entender el pensamiento del ilustre jalisciense. Me refiero específica-mente a los artícu los 22 a 24, conforme a los cuales toda ley de los Estados que atacara la Constitución o las leyes federales sería de clarada nula por el Congreso, a iniciativa de la Cámara de Sena-dores; y viceversa, toda ley del Congreso Federal reclamada como inconstitucional ante la Suprema Corte por el Presidente de la Re-pública, de acuerdo con su Minis terio, o por diez diputados, o por seis senadores o por tres legislaturas, seria sometida por el Alto Tribunal al examen de las legislaturas dentro de un mes de plazo. Las legis laturas, precisamente en un mismo día, dentro de tres meses, darían su voto; y si la mayoría se pronunciase en contra de la ley, ella seria anulada previa publicación del resultado de la votación por la Suprema Corte.

15 Del 16 de septiembre de ese año. Otero, Mariano, Obras, p. 5.

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Otero, meritísimo en su concepción del Juicio de Amparo, lo fue también al anticipar que para la salvaguardia del orden constitucional no era suficiente un mecanismo restringido a la defensa de los derechos naturales del indi vi duo; que era indispensable tutelar el interés público nacional o regional; si bien el mecanismo que él ideó evidente mente no era adecuado, pues exponía a la nación a que contendieran, de igual a igual, sin un árbitro entre ellos, el Congreso Nacional por una parte y las legislaturas de los Estados por la otra.16

Precisa además hacer notar que Otero —al igual que lo había hecho Rejón en Yucatán— entendía el Amparo como defensa frente a los Poderes Legislativo y Ejecutivo, pero no frente a los Jueces.

Me atrevo a pensar que en el Constituyente de 1856 don Ponciano Arriaga tuvo la misma concepción. Más aún, el esta-dista potosino tampoco quiso encargar a la Corte el control de la constitucionalidad de las leyes federales fuera del campo de lo que hoy llamamos los derechos huma nos, sino al Consejo de Gobierno, cuerpo que el Congreso no aprobó (artículo 104, fracción I del Proyecto). A don Ponciano preocupaba, sobre todo, según aparece de la amplia y esplén dida exposición que hizo el 16 de junio a nombre de la Comisión que formuló el Proyecto de Carta,

16 En mayo de 1848, recién ratificado el Tratado de Guadalupe, un grupo de dipu-tados, de los que formaba parte don Ponciano Arriaga, pretendió que, con apoyo en el Acta de Reformas, la Suprema Corte pasara a las Legisla turas para examen el Decreto del Senado que había aprobado dicho instrumento, al que tachaban de incons-titucional. La Suprema Corte resol vió que “no había lugar” a dicha petición. Véase Algunos Documentos Sobre el Tratado de Guadalupe y la Situación de México durante la invasión Americana, pp. 248-272.

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el peligro que para los derechos del hombre representaba “la tiranía de los legisladores”.17 Ese discurso, en la parte conducente contiene una verdadera paráfrasis del capítulo VI del libro La Demo­cracia en América, al que cita, y que expone con cla ridad la doctrina original del Amparo:

Será [dijo], un juicio pacifico y tranquilo —Alexis de Tocque-

ville lo había llamado un “debate obscuro”— y un procedimiento

en formas legales que se ocupe de pormenores y que dando

audiencia a los intere sados, prepare una sentencia que, si

bien deje sin efecto en aquel caso la ley de que se apela,

no ultraje ni deprima el poder soberano de que ha nacido,

sino que lo obligue por medios indirectos a revocarla por

el ejercicio de su propia autoridad.

Arriaga eliminó el mecanismo imaginado por Otero para la anu-lación de las leyes federales que invadiesen los respectivos campos de atribuciones de la Nación o de las en tidades, pero no la idea de que debería de existir un pro ce dimiento para contener a la Federa-ción y a los Estados dentro de sus órbitas respectivas, a condición de que mediase reclamación de un individuo particular. Además, siguiendo el modelo norteamericano, la Comisión de Cons titución proponía dar intervención en los juicios de Amparo a los tribunales de los Estados.18

La discusión que tuvo lugar en el Congreso fue muy viva y no pa-rece que los diputados tuvieran mucho entusiasmo por el Amparo,

17 Zarco, Francisco, Historia del Congreso Extraordinario Constituyente, pp. 306 y ss.18 Artículo 102 del Proyecto.

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pues la votación fue de 46 contra 36.19 Don Melchor Ocampo par-ticipó en los debates con entusiasmo y propuso que un jurado popular formado por vecinos donde el quejoso presentase su demanda conociera de los hechos, fórmula que se aprobó20 y que por alguna razón ignorada —de la que se felicitaba don Emilio Rabasa—21 no apareció en el texto definitivo. La idea de Ocampo acerca del Amparo era, con permiso de don Eduardo García Maynez, aristotélica: sin emplear esas palabras veía en el jurado la “regla lesbia”, que en un país de las caracterís ticas de México, defendiera a los hombres de provincia de los rigores de las leyes hechas por los teóricos de la capital.

Afirmo, pues, con profunda convicción, que el Amparo, al nacer, fue concebido fundamentalmente como un meca nismo defensivo frente a los poderes Legislativo y, apenas en forma subordinada, del Ejecutivo, pero no, definitiva mente no, del Judicial ¿No con-traría esto el texto del artículo 101 de la Constitución de 1857, que hablaba de que los tribunales de la Federación resolverían toda controversia que se suscitase por leyes o actos de cualquier autoridad, violatoria de las garantías individuales o de las normas defi nidoras de las competencias de las autoridades nacionales y estatales? Pienso que no, pues en seguida el 102 decía que la sen-tencia de Amparo no haría “declaración general respecto de la ley o acto que la motivare”. Me pregunto: ¿cómo se puede hacer una “declaración general” sobre una sentencia? ¿Tenía sentido reunir a un jurado de vecinos para definir los hechos que un Juez o tribu-nal hubiese te nido por probados?

19 Zarco, F. ob. cit., p. 996.20 Ibid., p. 998.21 Rabasa, Emilio, Ibid., nota 238.

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No digo —sería absurdo— que los legisladores de 1856, o espe-cíficamente que don Ponciano Arriaga o que Ocampo pensaran que los Jueces no estaban obligados a respetar las garantías indi-viduales; tan estaban obligados que a ellos se encargó la salvaguar-dia de esos derechos y ade más resolver todas las controversias derivadas de la apli cación de las leyes federales. Lo que sostengo es que a no ser por la “mitificación” posterior del juicio de garan-tías, hubiera sido natural que tratándose de los Jueces se utili -zasen los recursos de la legislación procesal para corregir las violaciones que cometieran de los derechos del hom bre o, en forma más genérica, de cualesquiera otras leyes federales. Esos recur-sos eventualmente podrían llegar a la Suprema Corte.

En efecto, el artículo 100 de la Constitución de 1857, precepto al que muy poca atención se prestó después de la restauración de la República, decía que salvo cuando la Suprema Corte debiera conocer con jurisdicción privativa, en los demás casos, “sería tri-bunal de apelación o de última instancia”, esto es de súplica o de nulidad, según la legis lación procesal española que en México rigió en materia federal hasta 1897. (No está por demás anotar de paso que era precisamente a través del recurso de nulidad como las Siete Leyes de 36 y las Bases Orgánicas de 43 pensaban lograr la centralización final de la justicia en la Suprema Corte).

Supongamos, para referirme a los casos que imaginó el exal-tado don Miguel Mejía en sus “Errores Constitucionales” (¡él, que llegó a sostener seriamente que el Amparo debería de proceder in-clusive en contra de la Suprema Corte cuando actuase en Salas!) que un Juez en una sentencia ordenase que una persona fuese aprisionada por deudas o que se le diese azotes, palos o tormentos.

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Semejante aten tado no quedaría sin remedio simplemente por-que no proce diese el Juicio de Amparo contra ese arbitrario Juez. La ley reglamentaria del artículo 100 podría fácilmente establecer un recurso —queja, apelación, súplica, “injusticia notoria”, recur-sos previstos en la legislación colonial que seguía vi gente— para que el error fuese corregido por la Suprema Corte, o inclusive por un tribunal inferior a ella. Estoy se guro de que habría compartido esta opinión el jurista que a mi modo de ver entendió mejor el Amparo en esa época formativa: don Ignacio Mariscal.22

¿Por qué no se adoptó esta sencilla, lógica solución? Dejando a un lado causas de naturaleza política y eco nómica, que sin duda jugaron papel importante, por el des cuido con que se miraron, en áreas distintas del Juicio de Amparo, los problemas de la jus-ticia federal: en tanto que en materia local empezó a legislarse inmediatamente des pués del triunfo de la República, el primer Código de Pro cedimientos Federales, el Código Labastida, no se promulgó hasta 1897, cuando la “mitificación” del Amparo era un hecho irreparablemente consumado, para emplear la fórmula sacramental.

Es explicable que poco pudiera hacerse en materia legislativa procesal federal antes de 1867; pero no es expli cable —a no ser por el suceso que ocupará la parte final de esta charla— que los proce-sos civiles y penales si guie ran sometidos por treinta largos años después del triunfo de la República, a la vieja legislación española. Ello a pesar de que hubo dos proyectos de códigos, uno en 1887,

22 “Algunas Reflexiones sobre el Juicio de Amparo”, en Moreno, Daniel, ob. cit., pp. 341 y ss.

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que conozco, y otro anterior de que hablan Vallarta, Pallares y su sarcástico crítico don José María Gutiérrez, y que no he podido encontrar.23

Cosa muy distinta ocurrió, claro, con el Amparo. Resta blecida la República, el Presidente Juárez promulgó dos leyes que lo re-glamentaron. La primera, de noviembre de 1861, se dictó apenas concluida la Guerra de Tres Años, casi sin experiencia y es muy española: la Suprema Corte sólo conocería del Amparo en grado de súplica y esto si las sentencias del Tribunal de Circuito revo-caban a las de pri mera instancia. Fue por eso la segunda ley la pri mera de verdadera importancia. Don Benito la anunció en su men saje al Congreso de 16 de septiembre de 1868 y volvió a ocu-parse de ella en su discurso del 21 de enero de 1869, al día si-guiente de que había promulgado la ley. Don Ma nuel María de Zamacona, en su respuesta al Presidente de la República, dijo: “La Cámara ha tenido, por lo menos, la satisfacción de expedir, refor-mada, bajo las inspiraciones de la experiencia, la más importante de todas las leyes or gánicas, la que sirve de garantía a todas las garantías de la Constitución”.24

Fue, pues, tras de madura reflexión, como aquel libé rrimo Con-greso, que tan cercano estaba aún del Constituyente de 1857, hizo en el artículo 8o. de su ley esta enfática decla ración: “No es

23 La Exposición de Motivos del Código de 1897 habla de que el proyecto formu-lado por la Comisión de la que formaron parte don Ignacio L. Vallarta, don José María Lozano y Emilio Velasco se presentó a la Secretaría de Jus ticia el 23 de marzo de 1889; sin embargo tengo una edición del Semanario Judicial de la Federación, hecha en la imprenta de Guillermo Veraza, de 1887.

24 Los Presidentes..., op. cit., p. 509.

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admisible el recurso de Amparo en negocios judiciales”. Sin embargo, tres meses escasos habían trans currido cuando el 29 de abril de 1869 la Corte, en una reso lución de cinco líneas, sin mayor elaboración, implícitamente declaró inconstitucional el precepto.

En el periódico de legislación y jurisprudencia, El Derecho, corres pondiente al 8 de mayo de 1869, aparecieron los detalles del asunto: el Tribunal Superior de Sinaloa, al re visar una sentencia de don Miguel Vega, Juez de Culiacán, no sola mente la revocó sino que aplicando una norma española, vigente en ese Estado, lo multó y lo suspendió no sólo como Juez sino también como abogado, por “haber fallado en contra del texto expreso de una ley”. Vega ocurrió en Amparo invocando la violación de los artículos 4 y 20 de la Cons-titución, y el Juez de Distrito de Culiacán se negó a abrir el juicio fundándose en el texto de la ley de 1869. La Corte revocó esta deci-sión por mayoría de un voto, dio entrada a la demanda, y el 20 de julio de 1869 amparó al licenciado Vega. Con ello la Suprema Corte cambió para siempre, por lo menos hasta hoy, el curso de su propia historia.

Desafortunadamente el Congreso, mejor dicho su Sección del Gran Jurado, de la que era Secretario Justo Benítez, respon dió al error de la Corte con otro mayor: pretendiendo abrir proceso a los siete Magistrados de la mayoría, cuando lo lógico hubiese sido que dictase una ley que permitiese revi sar, mediante un pro-cedimiento diverso del Amparo, las decisiones de los tribunales locales en casos de atentados como el que sufrió Vega. Semejante ley habría sido perfec tamente compatible con el artículo 100 de la Constitución y habría además permitido aprovechar el rico caudal

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de la jurisprudencia norteamericana, tan cara a los legisladores de 1857. Otro camino, por supuesto, hubiese sido que el Con greso iniciase la modificación de la Ley Suprema.

En cambio, procediendo como lo hizo, la Sección del Gran Jurado provocó que no sólo los siete Magistrados acusados sino todo el cuerpo reaccionase con dignidad y energía. En un documento suscrito por el Magistrado Ignacio Ramí rez y dirigido a los secre-tarios del Congreso, apoyó la nega tiva de los acusados para comparecer ante la Comisión del Gran Jurado, con estas memo-rables y justas palabras:

La Constitución Federal reconoce como principio funda-

mental de nuestras instituciones políticas la independencia

de los supremos poderes de la Fede ración, y tal indepen-

dencia faltaría desde el momen to en que uno de esos

poderes se constituyese en juez de otro. La acusación

infringe este precepto cons titucional con el hecho de pre-

tender que el Congreso se erija en juez de la Suprema

Corte de Justicia. Esta infracción es evidente porque lo

que sirve de materia a la acusación es un acto de dicha

Corte ejercido dentro de la órbita de sus facultades consti-

tucio nales como supremo Poder Judicial de la Federación.

Por eso, repito, para un estudioso del Derecho Consti tucional Mexicano el caso de Miguel Vega contra el Tribunal Superior de Sinaloa debiera de ser, por lo menos, tan cono cido como el de Marbury vs. Madison. Que no lo sea es sólo una muestra de nues-tra proclividad —y no me excluyo— de interesarnos en lo ajeno a veces más que en lo propio.

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El lunes próximo me ocuparé de examinar los acon tecimientos salientes para la vida de nuestra Suprema Corte ocurridos entre 1869 y el día en que al triunfo del Plan de Guadalupe, sus oficinas fueron clausuradas. Tomo el dato de don Francisco Parada Gay pre-cisamente el 14 de agosto de 1914.

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La Suprema Corte en la doctrina,

la jurisprudencia y la legislación

mexicanas entre 1869 y 1917

Lunes 17 de marzo de 1975

TERCERA CONFERENCIA

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Seguiré esta noche la exposición que vengo haciendo acerca de la Suprema Corte de Justicia durante la vigen cia de la Cons-

titución de 1857, aunque tomándome algunas libertades me ocu-paré marginalmente de varios problemas que entran ya dentro de la vigencia de la Constitución de 1917, cuando lo considere estric-tamente indispensable, ya que la exposición próxima estará espe-cíficamente desti nada a la Corte bajo la vigencia de la Carta de Querétaro y sus numerosas enmiendas.

En 1857 se dio un paso atrás en un punto capital para la inde-pendencia judicial, defendida, a pesar de ello, como ya vimos, con gran dignidad por la Suprema Corte: se derogó el texto de 1824, según el cual los individuos del alto cuerpo de justicia “serían per-petuos en sus destinos”. En 1857 se limitó su encargo a seis años, sin que el precepto mereciera el honor de un debate en el Congreso, por una mayoría abru madora.1 Y terminó la vigencia del venerable código sin que se restableciese la inamovilidad por la que lucharon a fines del siglo pasado muy ilustres mexicanos.

1 Zarco, F., ob. cit., Sesión del 24 de octubre de 1856, p. 979.

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Entre ellos Guillermo Prieto, y Justo Sierra, quien en su discurso en la Cámara de Diputados del 12 de diciembre de 1893 pronunció estas enérgicas palabras: “Soy yo quien hace algunos meses dijo que el pueblo mexicano tenía hambre y sed de justicia... el haber firmado la iniciativa en que se consultaba la inde pendencia del Poder Judicial, suprema garantía de los dere chos individuales, no será nunca, no será jamás, un acto de traición a la Constitución de 1857”.2 (Un logro posi tivo de 1917 fue acoger la inamovilidad de los Ministros por un sistema original, progresivo, y mérito del Presi-dente Ávila Camacho, como diré después, restablecerla en 1941).

Que el Presidente de la Suprema Corte fuese hasta 1882 Vice-presidente de la República, salvó a las instituciones libe rales en enero de 1858, pero después fue causa de dos graves crisis: la que provocó durante la guerra de intervención don Jesús Gon-zález Ortega al pretender que don Benito Juárez le entregase el simbólico poder que le quedaba, cuando for malmente termi-naba el mandato para el que fue electo en 1861, y la de 1876 sus-citada por don José María Iglesias.

La de González Ortega no envolvió a la Corte como corpo ración, pues había dejado de funcionar; no así la de Iglesias, que está ligada con la llamada doctrina de la “incompetencia de origen”; aunque en rigor —y aquí discrepo de las ideas expuestas por don Daniel Cosío Villegas en su monumental Historia Moderna de México—3 pudo haberse presentado —en realidad era inevitable que se presentase— indepen dientemente de esa doctrina.

2 Sierra, Justo, Discursos, t. V, pp. 169 y ss.3 Cosío Villegas, Daniel, El Porfiriato. Vida Política Interior, Primera parte, pp. 3-109.

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Don José María Iglesias inició sus actividades políticas y sus contactos con militares para ocupar la Primera Magis tratura, y así lo narra don Daniel, antes de que el Congre so, el 27 de octubre de 1876, declarase Presidente de la República, para un segundo periodo, a Lerdo de Tejada. El día 1o. de ese mes, cuando sale de la capital al ano che cer rumbo a Toluca, “disfrazado de sacer-dote”, el recono cimiento por el Congreso de la validez de la reelección de don Sebastián era —legal, no políticamente— un acto “futuro e incierto”, que no hubiese justificado que la Corte apli-case la teoría de la “incompetencia de origen”, ni ninguna otra para desconocer al Presidente. Pero es que Iglesias no pro cedía como Magistrado, sino como político convencido, según escribió en uno de sus libros, de que “tenía grandes probabilidades, casi completa seguridad, de ser el sucesor del señor Lerdo en el orden natural de las cosas”.

Semanas después, cuando en la batalla de Tecoac quedó sellado el triunfo de Porfirio Díaz y la derrota militar —no legislativa ni judicial— de Lerdo de Tejada, Iglesias todavía sueña en llegar a un entendimiento decoroso con el caudillo de Tuxtepec. Sus espe-ranzas se desvanecen después de su desairada entrevista con Porfirio Díaz en la hacienda de la Capilla el 21 de diciembre de 1876, y no le queda entonces otra alternativa que marchar al extranjero.4

En los actos que Iglesias llevó a cabo entre el 1o. de octubre y el 21 de diciembre de 1876, ninguna intervención tuvo la Corte.

4 “La actitud del Presidente de la Corte produjo un inmenso desconcierto, de donde surgió el triunfo de la Revolución”, en Sierra, Justo, Evolución Política del Pueblo Mexicano, p. 438.

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No fueron, pues, consecuencia lógica, menos aun necesaria, de las tesis que expuso en su “Estudio Cons titucional de las facul-tades de la Suprema Corte de Justi cia”, de abril de 1874,5 acerca de que el Alto Tribunal tenía potestad para examinar, a través de un Juicio de Amparo, la legalidad de las investiduras de los gober-nantes estatales. Pues ni don Sebastián era gobernante estatal ni ningún fallo lo había declarado ilegítimo.

Cuando Iglesias regresó a México del exilio que él se impuso, trató de justificarse históricamente recordando su folleto de 1874, en que por cierto apoyó una doctrina de la que no era autor original: la “incompetencia de origen” había sido discutida por la Corte, pri-mero rechazándola y después aceptándola, entre 1871 y 1873, antes de que Iglesias llegara a la Presidencia del Tribunal. Por ello y porque la tesis ocupa un sitio innegable en la formación de nues-tro Derecho Constitucional me ocuparé brevemente de ella.

Don José María escribió su estudio —dos años y medio antes de convertirse en “rebelde”— con motivo de lo que él llamó “alarma verdadera o fingida”, que provocó el Amparo concedido a varios hacendados de Morelos en contra de una ley fiscal de fines de 1873 aprobada por el Congreso local del que formaba parte un diputado, Llamas, y promul gada por un Gobernador, Leyva, ambos elegidos con viola ción de las normas aplicables, según la Corte. Y el propósito que Iglesias perseguía, según sus palabras textua-les, era demostrar que el Juicio de Amparo es el camino “único que puede caber para que las falsas autoridades, las ilegitimas, las usurpadoras, cesen en el ejercicio de las funciones que no les competen”.

5 Reproducido en Moreno, Daniel, ob. cit., pp. 203 y ss.

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Nada, absolutamente nada de lo que se discutió en 1857 —o de lo que escribió Tocqueville, inspirador principal, como ya vimos, de Rejón, de Otero, de Arriaga— podía fundar tan desorbitada afir-mación, dolorosamente desconocedora de lo que un tribunal puede hacer en la Constitución real de un país, de cualquier país, no sólo del México de los setenta del siglo pasado. Lo más extraño a no ser por la ceguera que llega a las mentes más lúcidas cuando las toca la ambición política es que Iglesias en su estudio hace uso abun-dante de la literatura norteamericana, e inclusive cita por su nom-bre el caso del Estado de Rhode Island, que mencioné en mi charla inicial.6

Precisamente en ese caso, como expliqué, la Suprema Corte de Estados Unidos resolvió que determinar cuáles son las auto-ridades legitimas de un Estado es un problema polí tico que en 1841, cuando los senadores eran elegi dos por las legislaturas, tocaba resolver al Senado al aceptar a los representantes de la entidad y de ninguna manera al Poder Judicial. Incluso hoy, que la Supre-ma Corte de Estados Uni dos interviene más y más en problemas políticos, como son los relativos a la fijación de los distritos elec-torales, nunca ha llegado a declarar que lo hecho por las legis-laturas irregu larmente constituidas sea nulo. Ha ordenado, sí, a diversas entidades, que deroguen sus leyes para el futuro, para las nuevas elecciones, pero no ha pretendido jamás remover a las que están en ejercicio. (Nixon, como también expliqué, política-mente quedó en posición insostenible después de un fallo de la Corte pero ésta no lo removió, simplemente lo obligó a que entre-gase unas cintas y unos papeles necesa rios en un proceso penal).

6 Ver nota 29.

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Razón tuvo, pues, de sobra, don Ignacio Vallarta para, apenas llegado a la Presidencia de la Corte en 1878, procurar que el Tri-bunal Supremo, en el Amparo pedido por don León Guzmán en contra del Gran Jurado del Congreso del Estado, aprobase, como aprobó, la tesis a partir de entonces indis cutida, de que una cosa es la competencia de una autoridad y otra la legitimidad de su inves-tidura.7 Estuvo también en lo justo Vallarta al poner el peso de su prestigio para lograr la reforma constitucional que terminó con la norma de que el Presidente de la Suprema Corte fuese el susti -tuto legal del Presidente de la República.8

Volvamos ahora a la Corte como Tribunal, después de que con su declaratoria de inconstitucionalidad del artículo 8o. de la ley de 1869, de que me ocupé la vez pasada, se echó encima la “tarea imposible” de revisar a través del Amparo las decisiones de todos los tribunales de la República. La tarea tal vez no hubiera sido imposible si la Corte se hubiese limitado a revisar los fallos judi-ciales en que no todas las leyes locales o federales estuviesen en juego, sino precisamente aquellas que plantearan un proble-ma de incompatibilidad con un texto constitucional. Pero des gra-ciadamente las cosas no ocurrieron así.

El artículo 14 de la Constitución de 1857, como explicó Rabasa en su célebre monografía,9 tenía una redacción muy defectuosa: tra-tando de establecer la garantía de que nadie podría ser privado de sus propiedades y derechos sin ser oído, garantía bien conocida

7 Moreno, Daniel, ob. cit., pp. 257 y ss.8 El texto de la renuncia, fechado el 16 de octubre de 1882; en Vallarta, I. L., Votos,

t. IV, p. 337.9 Rabasa, Emilio, El Artículo 14.

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en nuestro Derecho Colonial, pues figuraba ya en la Novísima Recopilación, dis puso una cosa distinta: que nadie podría ser juz-gado ni sentenciado sino por leyes dadas con anterioridad al hecho y exactamente aplicadas por el tribunal previamente esta-blecido en la ley. La redacción era ciertamente muy mala, pero el problema tenia corrección si el intérprete recordaba que el pre-cepto estaba ubicado en un capítulo que se deno minaba “De los Derechos del Hombre” y, si además ese intérprete ponía en rela-ción el artículo 14 con la fracción I del artículo 97, que solamente confiaba a los tribunales federales conocer de las controversias derivadas de la apli cación de las leyes federales, no de las leyes locales, cuya interpretación y tutela se había considerado privi-legio indudable de la soberanía local desde la Constitución de 1824, y que nada, repito, nada, autorizaba a afirmar que la de 1857 quisiese derogar.

En cuanto al tema de los derechos del hombre, don José María Lozano y don Ignacio Vallarta tuvieron esa noción, naturalmente que en el marco de la filosofía social y política de su tiempo. Es-cribió así el primero:

Esos derechos le corresponden simplemente como

hombre y los ha recibido de la naturaleza misma, con total

independencia de la ley vigente en el lugar de su na-

cimiento. Son derechos naturales e importan las facultades

necesarias para su conservación, para su desarrollo y

perfeccionamiento. No hay que preguntar cuando se trata

de alguno de esos derechos, si el que lo reclama es un

hombre o una mujer, natural, extranjero o transeúnte, mayor

o menor de edad, simple ciudadano o funcionario pú blico;

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58 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

basta que sea hombre, es decir, un individuo de la especie

humana. Tan luego como para juzgar de un derecho, hay

que examinar la condición o manera de ser del que lo tiene

o pretende, debemos creer que no se trata de un derecho

comprendido entre los que la Constitución reconoce como

derechos del hombre, como base y objeto de las institu-

ciones sociales y cuyo uso perfecto garantiza en la forma

que expresa.10

En cuanto a Vallarta, él logró, cuando la presidió, que esta tesis, evidente para su generación, fuese acogida por la Suprema Corte, Se lee así en la sentencia de 4 de junio de 1879, dictada en el Amparo interpuesto por Larra che y Cía. Sucs., representados por el gran opositor de Vallarta, el licenciado Alfonso Lancaster Jones:

Considerando: Que el promovente de este recur so con -

funde, en la argumentación en que apoya su solicitud de

Amparo, los derechos del hombre con los derechos civiles;

que las disposiciones de la ley civil son de un carácter secun-

dario respecto de las de la ley natural. y no siendo materia

de la Cons titución, pueden alterarse a voluntad del legis-

lador, lo que no puede hacerse respecto a los derechos indi-

viduales, de modo que no puede decirse que, por ejemplo,

la época en que concluye la minori dad, los requisitos de las

escrituras públicas, las formalidades que deben observarse

en el registro de las hipotecas, como en el caso que motiva

10 Lozano, José María, Estudio del Derecho Constitucional Patrio, p. 123.

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La Suprema Corte en la doctrina, la jurisprudencia y la legislación... 59

este recurso, sean derechos naturales, y por consi guiente

la infracción de la ley en esta materia no es nunca la viola-

ción de una garantía individual. Que de la consideración

anterior se infiere que siempre que en los negocios judi-

ciales del orden civil se recurra al Amparo federal, no por

falta de aplicación exacta de la ley, sino por violación de

alguna garantía, como por ejemplo, cuando el Juez haya

dado efecto retro activo a la ley que aplique, cuando hubiere

asegu rado el cumplimiento de un contrato poniendo en pri-

sión al deudor, aplicarse el tormento para hacer declarar

a un testigo, etc., el recurso es legítimo.11

Se advierte así que aunque Vallarta, como antes que él Lozano, no negó que el Amparo fuese procedente contra los Jueces, pues ya no era posible hacerlo desde que la Supre ma Corte declaró inconstitucional el artículo 8o. de la ley de 1869, sí exigía que el agravio motivo de la queja fuese un verdadero derecho del hom-bre, y no un mero “Derecho Civil”, usando esta expresión no en el sentido que le dan las mo dernas declaraciones de las Naciones Unidas e Interameri cana de 1948,12 sino en el de su época, y que él explica. Pero al salir don Ignacio de la Corte en 1882, sus ideas fueron abandonadas, aunque siguió repitiéndose, ya sin sentido al guno, que el Amparo “era un recurso constitucional en que sola-mente se trataban cuestiones constitucionales”.

Don Emilio Rabasa, que escribió su tratado sobre el Amparo en 1919, aunque limitó su estudio a la Constitución de 1857,se

11 Vallarta, Ignacio L., El Juicio de Amparo y el writ de Habeas Corpus, p. 139.12 Véase mi conferencia inaugural en El Colegio Nacional “¿Qué son los derechos

del hombre?”, que aparece al final de esta publicación.

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60 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

hizo solidario de una idea que con la interpretación del artículo 14 que prosperó a la salida de Vallarta de la Corte —y que alcanzó carta definitiva de naturaleza en 1917, en Querétaro— perdió todo sentido. A saber, que el Amparo no era sólo un “juicio constitu-cional” sino además “un juicio político”.13

No desconozco que a la interpretación del artículo 14 que triunfó en definitiva llevaron causas muy profundas de carácter eco-nómico, político y cultural, entre estas últimas el auge del positi-vismo filosófico que llevó a Rabasa a escri bir en su monografía de 1906 estas desoladas palabras: “lo malo es que no sabemos cuáles son los derechos natu rales del hombre”.14 A no ser por esas causas, habría sido absurdo, sencillamente absurdo, que la Suprema Corte resta bleciese el centralismo en materia judicial, con una extensión que no soñaron los autores de las Siete Leyes de 1836 ni los de las Bases Orgánicas santanistas de 1853.

Pues, como recordé la vez pasada, tanto aquéllas como éstas hacían de la Suprema Corte, que durante breve plazo perdió hasta su nombre, de origen anglosajón, para tomar el más castizo de “Tri-bunal Supremo”, hicieron de ella cuerpo con competencia para revocar las sentencias definitivas de los tribunales superiores de los departamentos, pero sola mente a través del viejo recurso extra-ordinario de nulidad. (Recurso que en México estuvo en vigor en materia federal hasta que el Código Labastida acabó sustitu-yendo la nuli dad española por la casación, “entre otros motivos, dice la Exposición preliminar, por el muy importante de que la

13 Critico esta tesis en La Justicia Federal y la Administración Pública, pp. 161 y ss.14 Rabasa, Emilio, El Artículo 14, p. 73.

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La Suprema Corte en la doctrina, la jurisprudencia y la legislación... 61

nu lidad sólo remedia, según la ley de 4 de mayo de 1857, las infracciones del procedimiento”.15 Además, agrego yo, debe ría de tratarse de infracciones, infracciones graves, tales como no haber emplazado al demandado, no haber oído al que debiera serlo, no haber abierto a prueba un negocio o haberlo fallado un Juez o tri-bunal incompetente).

En 1869, al declarar la inconstitucionalidad del artículo 8o. de la ley de 20 de enero de 1869, la Suprema Corte tuvo que plan-tearse el problema de si el Amparo era o no un recurso extraordi-nario. Siempre negó que lo fuese en mate ria administrativa, mas por un corto plazo la jurisprudencia exigió el agotamiento de los recursos en materia judicial. Tan saludable, aunque parcial correc-ción al equivocado camino que había tomado la Corte, fue abando-nada en el infortunado Código Labastida, que consagró esta inaudita norma: “No se reputará consentido un acto por el solo hecho de no interponerse contra él un recurso procedente”. Ar-tículo 779, fracción V, parte final. En la Exposición de Motivos, don Luis explicó que ese criterio se aprobó por la comisión “conse-cuente con el principio de que el Amparo es un jui cio”.16 ¡Es lo malo de ser fiel a los principios, aún con sacri ficio del sentido común!

Los distinguidos juristas que redactaron el Código de 1897 lle-garon a tales conclusiones a pesar de que, a diferen cia de los consti-tuyentes de 24, y en cierto sentido todavía de los de 1857, habían tenido acceso y manejaban con soltura los comentarios de Story

15 Labastida, Luis G., “Exposición de Motivos”, en Código de Procedimientos Federales, p. 69.

16 Ibid., p. 104.

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62 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

y de Kent17 a la Consti tución Norteamericana. Con tales elementos no me explico cómo llegaron a la conclusión, cito textualmente el primer párrafo del capítulo 33 de la Exposición de Motivos, que “la materia del Amparo ... por su carácter esencialmente nacio nal no suministra otros precedentes que los principios de nuestro Derecho Público y las enseñanzas de la expe riencia”. ¡Vaya si en 1897 había precedentes útiles para definir el alcance de la juris-dicción federal en materia judicial!

Pues bien, apenas once años después de dictado el Código Labas-tida y dos de que Rabasa escribió su libro sobre el artículo 14, fue ésa experiencia la que obligó a la adición de 1908 al artículo 102 de la Constitución para hacer del Amparo, aunque sólo en materia judicial civil, y aunque siempre se haya eludido el nombre, un recurso extraordinario.

En el dictamen de la Comisión de la Cámara de Diputados que aprobó la enmienda se decía que todo cuanto atañe al Am-paro presenta dificultades, cuya solución “no parece fácil ni rápida”, por el grado de anarquía jurídica a que hemos llegado en materia tan importante. Y sí que era anárquica y caótica la situa-ción. ¿Qué explicación tenía, para señalar una de las mayores contra-dicciones, que en tanto que la casación en materia federal se entregaba al conocimiento de los cinco Ministros de la Primera Sala de la Corte, en cambio, para la revisión de una resolución

17 El propio don José María Iglesias, aunque por desgracia haciendo una traducción equivocada, cita en su estudio sobre las Facultades de la Corte la undécima edición de la obra de James Kent. También Moreno Cora, ob. cit., p. 754, transcribe un párrafo de la obra de Kent, según traducción hecha en México en 1878 por J. Carlos Mexia.

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La Suprema Corte en la doctrina, la jurisprudencia y la legislación... 63

cualquiera de un Juez menor, se requiriese, conforme a un texto termi nante del Código de 1897, la intervención de la Suprema Corte en Pleno? Y no se crea que esto fue una inadverten cia. La Expo-sición de Motivos dice así:

Se confirió a la Corte en tribunal pleno la facultad de cono-

cer del juicio de amparo, teniendo en cuenta que cuando se

trate de corregir una violación de cualquiera de las garantías

individuales, es forzosa la aplicación del texto constitucional

[¿de cuál me pregunto?] y que además las resoluciones que

se dan en ciertos juicios pueden tener un carácter emi nen­

temente político.18

Las sentencias de Amparo ciertamente pueden tener en ciertos casos trascendencia política, pero son los menos. Acto político conforme a la clásica definición de Heller, es aquel cuya validez no está condicionada al cumplimiento de la ley. Luego, por hipó-tesis no puede ser político en el sentido correcto de la palabra, un Amparo cuando a través del artículo 14 lo único que se discute es la aplicación correcta o incorrecta de una ley secundaria. (En México, y me atengo a la exposición de Arriaga de 1856 a que aludí el jueves pasado, no hay más “juicio político” que el de respon-sabi lidad de los altos funcionarios de la Federación. El Amparo podrá tener en contados casos consecuencias políticas, pero eso no lo convierte en un juicio político).

Paralelamente a este proceso degenerativo del Amparo, en lo que toca al fuero federal judicial, a las tareas especí ficas de los tri-

18 Labastida, Luis G., ob. cit., p. 23.

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64 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

bunales federales y entre ellos, de la Suprema Corte, la situación

fue todavía más ilógica a partir de la aprobación del Código Federal

de Procedimientos Civiles de 1908. Pues todavía en el de 1897, como

hemos visto, a través del recurso de casación se daba oportu-

nidad al Tri bunal Máximo de decir la última palabra en las con-

troversias derivadas de la aplicación de leyes federales, función

que categóricamente le encomendaba la Constitución. En 1908,

en cambio, contra la opinión solitaria del jurista chiapaneco don

Víctor Manuel Castillo, la Comisión Redactora dijo que con la exten-

sión que el Amparo había tomado, la casación era inútil ya y la

suprimió.19

De modo que a partir de entonces se creó la situación extra-

ñísima, de que nuestra Suprema Corte, siendo el pri mero y el

más importante de los tribunales federales, no podía intervenir

durante los últimos años en que estuvo vigente la Constitución de

1857 en ningún caso de aplica ción de leyes federales, salvo a

través del Amparo por queja de un particular. Es decir que si, por

ejemplo, en un proceso penal un Tribunal de Circuito declaraba

in cons titucional que una ley castigase el homicidio con pena

corporal o si un Tribunal de Circuito en un juicio diverso del Am-

paro declaraba inconstitucional la ley de aguas, o la de minas o

una ley fiscal, no había manera, después de 1908, para que una

resolución así pudiese ser revisada por la Supre ma Corte de

Justicia.

19 Memoria de la Secretaría de Justicia, 1909, certificación del 12 de noviembre de 1908, p. 301. El texto de la discusión tuvo lugar el 29 de mayo anterior y aparece en las pp. 166-167 de dicha Memoria.

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La Suprema Corte en la doctrina, la jurisprudencia y la legislación... 65

El Constituyente de 1917 intentó corregir ese grave error del

Código de 1908 —así me lo dijo hace más de cuarenta años don

José Natividad Macías— restableciendo el recur so de súplica

en materia federal. Supuesto que el artículo 100 de la Constitu-

ción de 1857 había sido prácticamente ignorado durante medio

siglo, los consejeros jurídicos de don Venustiano Carranza, —pues

en este punto los consti tuyentes no variaron el Proyecto del Primer

Jefe—, pensaron que ya no debía dejarse a la discreción de los

legis ladores ordinarios que la Suprema Corte fuera tribunal de ape-

la ción o de última instancia, sino que impusieron que lo fuese

de tercera instancia, es decir, de súplica o “alzada de revista”, de

acuerdo con la legislación española que los abogados con más

de veinte años de ejercicio profesional conocían bien.20

Desgraciadamente ningún artículo de la Carta Magna tuvo

tan mala fortuna en la Suprema Corte como la fracción I del artícu-

lo 104, que tampoco salió de Querétaro con una redacción muy

feliz, pues quiso abordar tres temas diversos en muy pocas líneas,

a saber:

1. Dar competencia a los Tribunales Federales —a todos ellos—

en las controversias del orden civil o penal, derivadas de la aplicación

de las leyes federales y de los tratados;

20 Así se desprende también del dictamen de la Comisión en que se lee: “El ar-tículo 103 —que fue después el 104— fija la competencia de los tribunales de la Fede-ración según las mismas nociones que inspiraron la orga nización de ese Poder en la Constitución de 1857”’, Diario de los Debates del Congreso Constituyente de 1917, t. II, p. 499. Es decir, que se quiso conservar a la Suprema Corte su carácter de Tribunal Federal de última instancia, que le atribuía el artículo 100 de la Constitución de 1857.

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66 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

2. Dar jurisdicción concurrente a los tribunales de los Estados cuando dichas controversias sólo comprome tiesen intereses par-ticulares, es decir, fundamentalmente en los juicios mercantiles, y

3. Definir —eliminando una de las alternativas que con tem-plaba la Constitución de 1857— que la Suprema Corte seria Tri-bunal de Tercera Instancia en materia federal.

La Corte interpretó esos sencillos preceptos en cinco formas distintas durante los escasos quince años en el que el texto inicial estuvo en vigor: en un sentido en 1917; en otro en 1919; vuelve en 1922 a la jurisprudencia ini cial; la cambia en 1928; vuelve en 1928 a la de 1922; en 1929 —al dividirse la Corte en Salas— regresa a la de 1917, para finalmente en 1930 volver a la tesis de 1919, según la cual la súplica solamente procedía en negocios mercantiles.21

En 1932 el Procurador Emilio Portes Gil, fundado en un estu-dio en que por primera vez se examinó el problema a la luz de sus antecedentes históricos, y de la necesidad de conservar a la Corte su carácter de Tribunal Federal Supremo, hizo un esfuerzo para corregir la anomalía, que se estrelló en la Tercera Sala, y unos meses después, en 1933, a moción del diputado Eugenio Méndez, se rompe el nudo gordiano mediante la eliminación de la súplica del texto constitucional, por cierto con un argumento muy razonable: ¿por qué había de conservarse un fuero privilegiado

21 Véase mi artículo “La jurisprudencia de la Suprema Corte en Materia de Súplica”, Revista La Justicia, febrero de 1931, reproducido en lo sustancia en Nueva Iniciativa Presidencial de reforma a la Fracción I del Artículo 104 Cons titucional, nota 20, pp. 53 y ss.

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La Suprema Corte en la doctrina, la jurisprudencia y la legislación... 67

para los comerciantes a través de un recurso del que solamente ellos podían recibir beneficio, pues la Suprema Corte lo había cerrado a todos los demás, inclusive al Ministerio Público defendiendo el interés nacional?

Tal era la situación cuando —todavía durante la gestión del ex Presidente Portes Gil— se redactó en la Procuraduría, por una comisión de la que fui ponente, la Ley de los Tri bunales Fede rales, de agosto de 1934. En la Exposición de Motivos de la que, aparte de los autógrafos, sólo hay dos ejemplares en poder de don Antonio Martínez Báez, se dice:

El legislador secundario que aborda esta cuestión tropieza

con la rigidez de los artículos 104, 105, 106 y 107 de la Consti-

tución Federal. Especialmente resentirá el grave vacío de

nuestra Constitución en cuanto a otorgar de manera expresa

a la Suprema Corte la facultad de intervenir, en última ins-

tancia, en el conocimiento y la decisión de las controversias

que se susciten con motivo de la aplicación de pre ceptos

cons titucionales y leyes de la Federación.

Fracasado el esfuerzo que a fines de 1932 hizo la Procu-

raduría para que se cambiara la jurispru dencia en materia

de súplica, es innegable que la actitud del Congreso y de

las legislaturas locales al reformar la Constitución, a fines

de 1933, suprimiendo en lo absoluto el recurso de súplica,

era la indicada. En efecto, después de una interpretación

reiterada de más de cinco años, defendida en los tribunales

y acogida ya sin discusión en nuestro medio jurídico, era

tiempo para pensar en lo muy poco probable que resultaba

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68 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

hacer prevalecer una tesis diversa, aun que más conforme

con nuestros antecedentes legis lativos y con la función cons-

ti tucional más importante de la Suprema Corte de Justicia.

Una vez que ha quedado suprimida la súplica, es de

desearse que en lo futuro se consagre en la Consti tución

un precepto equivalente al Artículo 100 de la Carta de 1857

... [En rigor, agregaba la Exposición], la reforma de 1934 no

tiene otro alcance que el de haber quitado a la súplica su

carácter constitucio nal; pero nada se opone a que ese mismo

recurso sea acogido por el Código Federal de Procedimien-

tos Civiles como un recurso ordinario para llegar a la Supre-

ma Corte, que como el más alto de los tribunales federales,

puede y aún debe intervenir en el conocimiento de los

asuntos a que alude el Artículo 104 constitucional.22

El asunto era de interés teórico para los estudiosos del Derecho Constitucional, pero como en otros casos de nues tra historia judi-cial, de un interés muy real y concreto para el fisco, que no podía llegar a la Corte cuando las sentencias de apelación le eran adver-sas. Por eso la Secretaría de Hacienda, a cargo de don Eduardo Suárez, propuso en 1935 al Presidente Cárdenas y al Congreso una solución audaz: restablecer la súplica en una ley ordinaria —la Orgánica de la Tesorería de la Federación— con el argumen-to anti cipado en la Exposición de Motivos de 1934: caía dentro de la potestad del Congreso definir la manera como el más alto de los Tribunales Federales debería de intervenir en las controversias

22 Exposición de Motivos de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación de 27 de agosto de 1934, pp. 8-9.

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La Suprema Corte en la doctrina, la jurisprudencia y la legislación... 69

suscitadas por la aplicación del Derecho Fe deral. La reforma ini-ciada por don Eugenio Méndez sola mente había quitado a la súplica su carácter de camino necesario, pero no impedía que el Congreso lo eligiera entre los diversos caminos posibles. Ni el Procurador Ge-ne ral primero, ni la Corte después, se convencieron. En 1936 la Corte declaró inconstitucional la Ley de la Tesorería.23 Pero no acabó allí la historia: cambió de opinión en 1940 y una vez más, definitivamente, en 1941 con una ponencia de don Gabino Fraga.

Hacienda, mientras tanto, seguía defendiéndose. Con venció en 1937 al Presidente Cárdenas de que se promo viese una reforma al artículo 104 constitucional que no pros peró en el Congreso, a pesar de un brillante dicta men del diputado don José Hernández Delgado, que modificaba y mejoraba la iniciativa. Don Eduardo Suá-rez —magnifico estratega— deja pasar unos años y en 1945 insiste y logra que el Presidente Ávila Camacho proponga una nueva en-mienda para la fracción I del artículo 104 que se aprueba.24 Con ella se alcanzan dos objetivos:

1. Que se reconozca la constitucionalidad de los Tribu nales Ad-ministrativos, creados en 1936 en una ley —la de Justicia Fiscal— cuya constitucionalidad había sido objeta da por el Procurador de la República Silvestre Guerrero, y

2. Que se faculte al Congreso para crear un recurso ante la Corte —no se habló ya de súplica, porque don Eduardo Suárez pensó que el nombre tenía ya mala fortuna— contra los fallos de

23 Ejecutoria de Carlos Degollado, de 4 de diciembre de 1936.24 El texto figura en el folleto citado en la nota 21.

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70 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

apelación en los juicios que comprometieran al interés público federal, patrimonial o no, así como contra los fallos de los tribu-nales administrativos.

La reforma se promulgó a fines de 1946 y estuvo en vigor hasta 1967 en que otra vez se reformó el artículo 104 para limitar el recurso ante la Corte sólo contra los fallos de los tribunales administra-tivos que el Congreso puede crear. (Hemos vuelto así, parcialmente, a la situación que en vano quisieron corregir los constituyentes de 17: si mañana en un proceso penal un Tribunal Unitario de Circuito absuelve a un acusado de cualquier delito fundándose en que es incons titucional la ley aplicada, no hay forma de que el Procurador lleve el asunto al conocimiento de la Suprema Corte. Y no se crea que el supuesto es teórico: hubo una época en que el Tribunal de Circuito de Guadalajara revocaba los autos de formal prisión dic-tados por el Juez de Distrito de Nayarit, por todo tipo de delitos —homicidios, lesiones, robo, etcé tera— cometidos en las Islas Marías, argumentando que no había ley penal constitucional-mente aplicable en las Islas, porque no eran ni Estados, ni Terri-torios, ni eran esos delitos de jurisdicción federal, sino del orden común. La situación, positivamente monstruosa, sólo pudo sal-varse con un “auto acordado” que dictó en 1934 el Pleno de la Corte, a moción del Procurador Portes Gil;25 pero sin que ese “auto acordado” revocase, por supuesto las sentencias del Magistrado de Circuito de Guadalajara.

Irónicamente, en tanto que la jurisdicción de la Corte pre senta los graves vacíos que he señalado en sus tareas específicas como

25 El texto de la resolución del Pleno figura en el Suplemento al Sema nario Judicial correspondiente a 1934.

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La Suprema Corte en la doctrina, la jurisprudencia y la legislación... 71

Tribunal Federal, en otras áreas que ni los constituyentes de 1824 ni los de 1857 quisieron darle: la cen tralización de la justicia, la si-tuación lejos de haberse aliviado en 1917 se había agravado con la redacción que los cons tituyentes de Querétaro dieron a los artículos 14 y 107, que vinieron a consolidar las equivocadas tesis que prospe raron en la Corte a la salida de Vallarta.

Se quiso, cosas ambas muy buenas, volver a la inamo vilidad a partir de 1923 y que la Corte, al igual que en Estados Unidos, fuese más pequeña aunque no tan pequeña como la propuso don Venus-tiano —once Magistrados, sin que formase parte de ella —como antes— el Procurador de la República— y que funcionara siempre en pleno.

En 1928 el candidato triunfante, en realidad Presidente electo, Obregón, ante el alud creciente de negocios pro puso aumentar el número de Ministros y dividir el trabajo de la Corte en Salas, dejando a la Corte en pleno el cono cimiento de los negocios de su jurisdicción exclusiva. Redujo también la garantía de inamo-vilidad al permitir que el Ejecutivo pueda pedir al Congreso la remoción de Magistrados y Jueces, incluyendo la de los Minis-tros de la Corte, “por mala conducta”, aunque no hayan cometido un delito que amerite que la Cámara de Diputados los acuse y el Senado los condene y los separe.

En 1934 el Presidente electo, Cárdenas, propuso y el Con-greso aprobó, volver al sistema de la Constitución de 1857 en cuanto a limitar a seis años la duración del encargo de los Minis-tros y a la creación de una nueva Sala para los asuntos del trabajo. Se acababa con una salvaguardia tradicional de la independencia judicial y se perseveraba en la idea equivocada de aumentar el

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72 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

número de Salas, de frac cio nar a la Corte, en vez de buscar reme-dios de fondo.

Es mérito del Presidente Ávila Camacho haber restable cido la inamovilidad, y de su Procurador, don José Aguilar y Maya, luchar contra la “mitificación” del Amparo, que ame na zaba su super-vivencia. No llevaba un mes el nuevo gobierno cuando el Procurador encargó a don José Hernández Del gado que redactara una ini-ciativa, que no llegó a presentarse por la oposición —-injustificada a mi juicio— de un enérgico Presidente de la Corte, don Salvador Urbina.26 Éste indicó al Presidente de la República que renunciaría si se aproba ba esa iniciativa y se facultaba al Congreso para distri-buir la competencia en Amparo entre los diferentes tribunales fede- rales; reservando al Tribunal Supremo los casos que real mente planteasen cuestiones constitucionales, además de los otros que las leyes ordinarias le encargaran.

Como todos los abogados mexicanos saben, aquella frustrada iniciativa de diciembre de 1940 fue sólo el primer episodio de un esfuerzo de casi veinte años que, tal es al menos mi convicción, no termina todavía, para aliviar a la Su prema Corte de lo secundario y vigorizar su jerarquía cons titucional y su función de reguladora, no de todo el sistema federal, pero sí de una importante porción del mismo, como el propio don Salvador Urbina definió en una sen-tencia clásica, la que dictó en 1927 en un conflicto entre el Pre-si dente Calles y la Legislatura de Guanajuato y en la que la Corte dio la razón a ésta, que derrotó así a aquel vigoroso e ilustre manda-tario de México.

26 El texto del Proyecto figura en La Justicia Federal y la Administración Pública, pp. 323 y ss.

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Jueves 20 de marzo de 1975

La Suprema Corte a partir de 1917

CUARTA CONFERENCIA

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75

En esta charla, dedicada específicamente a la Su pre ma Corte

durante la vigencia de la Constitución de 1917, trataré de pre-

ferencia de las facultades de la Corte como uno de los tres Poderes

de la Unión, sin perjuicio, por supuesto, de aludir a aquellas en

que obra como Tribunal Federal en sentido estricto, si bien estas

últimas han que dado muy reducidas por la infortunada historia

del artículo 104 constitucional.

No desconozco que, en rigor, la Suprema Corte nunca deja de

ser ni un poder ni un tribunal; sin embargo, no son necesarias muy

amplias especulaciones jurídicas, ni volver a temas del pasado

—como el de si la Corte es o no un poder, siendo así que puede

anular la acción de los otros dos— para afirmar que hay litigios o

procedimientos en que la conexión con los intereses nacionales

de la acción de la Su prema Corte es mas estrecha que en aquellos

—y que son con mucho la mayoría— en que como cualquier

tribunal superior o de lo contencioso administrativo, o de casación

—según ha señalado el doctor Fix-Zamudio— se limita a re visar

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76 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

la correcta o incorrecta aplicación de la ley o a señalar al Juez com-

petente para conocer de un pleito.1

¿Cuáles son los litigios de la primera categoría? ¿Cuáles son sus características? En una ejecutoria de 19 de noviem bre de 1927 —a la que aludí al terminar mi tercera exposición— la Su-prema Corte abordó estas cuestiones. Se trataba de una contro-versia planteada por el Poder Ejecutivo, a cargo del entonces Presidente don Plutarco Elías Calles, quien objetó la declaratoria de la Legislatura local de Guanajuato, que declaró gobernador al ciudadano Agustín Arroyo Ch., para el periodo 1927-1931. El Esta-do opuso la excepción de incompetencia por razón de la materia, que la Corte consideró fundada, apoyándose principalmente en opinio nes del Ministro don Salvador Urbina, en el sentido de que fuera de los casos previstos en el artículo 76 constitucional, que da potestad al Senado para resolver ciertos conflictos políticos graves entre los poderes de un Estado, ninguno de los poderes federales, y consecuentemente no la Su prema Corte, puede constituirse en árbitro de cuestiones electorales.

En los debates (del Congreso Constituyente de Queré taro)

se notó claramente, expresa la ejecutoria, la tendencia de

excluir del conocimiento de la Suprema Corte todo lo que

tuviera carácter político definitivo e indudable... Suponer lo

contrario sería despojar a la Corte de sus funciones de

poder regulador entre entidades definidas, para convertirla

1 Desarrollo este punto con más amplitud en “La Suprema Corte como Poder y como Tribunal”, estudio incorporado a La Justicia Federal y la Administración Pública, pp. 299-322.

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La Suprema Corte a partir de 1917 77

en el gran elec tor o árbitro supremo de la función electoral

interna de cada Estado.

La tesis de la Corte, irreprochable dentro de la tradición cons-titucional que fijó Vallarta, llevaba a la consecuencia de que el Ejecutivo Federal carecía de legitimación para impug nar en un juicio la investidura del Gobernador de Gua najuato. (Por una coincidencia, años más tarde, en 1932, Guanajuato volvería a dar ocasión a que se plantearan a la Corte problemas similares a los resueltos en la ejecu toria de 1927, cuando don Ignacio García Téllez inició, como apoderado de los tres poderes locales, una controversia consti-tucional en contra de la resolución de la Comisión Permanente que los declaró desaparecidos. El caso, típica mente político, no llegó a resolverse porque la parte actora presentó desistimiento pocos días después de que la si tuación política nacional varió con motivo de la renuncia del Presidente Ortiz Rubio, en septiembre de ese año).

En otra sentencia clásica, de octubre del mismo año de 1932, la Corte decidió una controversia constitucional también trascen-dental, pero de muy distinta naturaleza. Fijó la tesis, incorporada en un precepto de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 27 de agosto de 1934, reproducido literalmente en la actual,2 según la cual el Supremo Tribunal resolverá

...las controversias que se susciten por leyes o actos de la

autoridad federal que vulneran o restringen la soberanía

de los Estados o por las leyes o actos de las autoridades

2 Artículo 11, frac. II de la Ley de 30 de diciembre de 1935.

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78 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

de Estados que invaden la esfera de la autoridad federal,

cuando sean promovidas por la entidad afectada o por la

Fe de ración, en su caso, en defensa de su soberanía o de los

derechos o atribuciones que les confiera la Constitución.

En la Exposición de la Ley Orgánica de los Tribunales Federales de agosto de 1934, de la que he dicho ya que tuve el honor de ser ponente, se dice que la norma trans crita recoge la tesis que por mayoría de votos aprobó el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en la sen tencia que dictó en la controversia iniciada por la Fede ración en contra del Estado de Oaxaca, reclamándole la inconstitucionalidad y como consecuencia de ella, la nulidad de la ley dictada por dicha entidad, en febrero de 1932, atribu yén-dose el dominio y la jurisdicción sobre los monumentos y ruinas arqueológicas comprendidos dentro de su territorio. (El antece-dente inmediato de esa ley, fue el descubrimiento de la Tumba 7 de Monte Albán, por don Alfonso Caso; la Pro cu raduría General de la República, a cargo de don José Aguilar y Maya, actuó a petición del Secretario de Educación, que lo era don Narciso Bassols).

Los debates que entonces se escucharon en el pala cete de la Avenida Juárez fueron brillantísimos. Don Ricardo Couto impugnó la competencia de la Corte invocando las discusiones que tuvie-ron lugar en el Constituyente de 1857 y la fórmula de Otero: la Suprema Corte no podía, dijo, cono cer de la constitucionalidad de una ley local, impugnada como invasora de la esfera de com-petencia federal, sino a petición de un individuo particular y limitándose, de considerar fundado el agravio, a ampararlo y prote-gerlo en el caso especial, motivo de la queja, sin hacer una decla-ración general, como la que pedía la Federación respecto de la ley

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La Suprema Corte a partir de 1917 79

de Oaxaca. La Procuraduría3 argumentó que la Constitución de 1917 daba a la Suprema Corte una facul tad que no figuraba en la Carta de 1857: conocer “de los con flictos de la Federación con uno o más Estados”. En efecto, los artículos 97 y 98 de la Constitu-ción liberal hablaban de controversias que se suscitan entre dos o más Estados, o entre un Estado y uno o más vecinos de otro, pero no entre un Estado y la Federación; aunque sí se referían a los juicios en que la Federación o la Unión fuese parte. Ahora bien, las controversias acerca de la constitucionalidad de sus respec ti-vas leyes, ¿no son casos típicos de conflictos entre la Fede ración y un Estado? De no ser la Suprema Corte, ¿qué Poder conocería de ellos? Desde luego no el Congreso o el Senado, a los que ningún precepto faculta para dirimir controver sias entre la Federación y los Estados.

Por otra parte, dijeron los abogados del Gobierno, la doc trina del Derecho Constitucional de la primera posguerra había evolucio-nado, y citaron a Kelsen, muy de moda en 1932, y la influencia que tuvo sobre todo en la Constitución Austriaca de 1920. (En aquel en-tonces la doctrina sobre la “Justicia Constitucional”, que tan a fondo ha explorado don Héctor Fix-Zamudio, apenas empezaba a ser co-nocida en México).

El insigne Ministro jalisciense don Francisco H. Ruiz, con la claridad que le era característica, acogió y vigorizó las tesis pre-sentadas por la Federación; sin embargo, es inte resante señalar que aunque la Suprema Corte declaró procedente la demanda, se limitó a condenar la ley oaxa queña como inconstitucional, sin

3 A cargo, cuando concluyó la controversia, de don Emilio Portes Gil.

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80 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

atreverse a pronunciar su nulidad. Ello sirvió al Ministro Couto para comentar, al fundar su voto negativo, en que lo acompa-ñaron cuatro Magistrados, entre ellos el venerable Presidente don Julio García, que la Corte había emitido un dictamen, no un fallo. El caso es, hasta donde sé, único en su género.4

La sentencia Oaxaca, complementada con la de 1927, relativa al caso electoral de Guanajuato y las leyes del Poder Judicial Fe-deral de 1934 y 1935, permiten afirmar que existe una vía para que la Corte ejerza el control jurisdiccio nal de las leyes a petición de la entidad afectada y no de un particular, aunque en más de cuarenta años el caso no ha vuelto a presentarse. (Acaso, es una hipótesis audaz, por que la falta de una ley reglamentaria que per-mita a la Corte actuar con rapidez, ha llevado a que las controversias serias entre la Federación y los Estados hayan tomado el camino político de las declaratorias de desaparición de po deres, asunto que escapa a la materia de este ciclo).

Es curioso que sólo una ley federal haya pretendido re glamen-tar estas controversias judiciales para una materia específica: la de Coordinación Fiscal entre la Federación y los Estados, de diciembre de 1953. En ella se faculta a la Federación y a los Esta-dos para plantear en un juicio consti tucional la invasión de sus respectivas áreas impositivas e inclusive se regula la suspensión de la ley atacada y los efectos de una sentencia de anulación. (Que yo sepa, esta ley nunca se ha aplicado).

4 Tanto la ejecutoria del caso Guanajuato de 1927, como la del caso de Oaxaca, se publicaron en el Suplemento del Semanario Judicial de la Federación, correspondiente a 1932.

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La Suprema Corte a partir de 1917 81

El Código Federal de Procedimientos Civiles, de 31 de diciem-bre de 1942, es omiso acerca de este punto, como en general acerca de muchos otros que interesan a la acción de la Suprema Corte como Poder, pues tampoco regula, digamos, las controver-sias entre Estados o los conflictos entre los poderes de una entidad federativa o las investiga ciones del articulo 97, de que me ocuparé ahora.

La tesis fijada por don Salvador Urbina en el caso de Guana-juato de 1927 es, sin duda, correcta: la acción deci soria del Poder Judicial no puede interferir, ni menos sus tituir, a la de los cuerpos a quienes corresponde calificar los procesos electorales. Ello, em-pero, no puede llevar a desconocer que hay casos en que la Constitución otorga a la Corte tareas de indudable carácter político. El más claro, me parece, es el contemplado en el párrafo 30 del ar tículo 97, precepto que a iniciativa de don Venustiano Carranza aprobó el Constituyente de Querétaro, y tal vez la más importante innovación que aquel histórico Congreso hizo en lo que hace al Poder Judicial de la Federación. Este precepto faculta a la Corte para nombrar a un miembro de la judicatura o aun a designar a uno o varios comisionados especiales,

...cuando así lo juzgue conveniente si lo pidiera el Eje cu-

tivo Federal, o alguna de las Cámaras de la Unión, o el

Gobernador de algún Estado, únicamente para que ave-

rigüe... algún hecho o hechos que constituyan la violación

de alguna garantía individual, la violación del voto público

o algún otro delito castigado por la ley federal.

El día 28 de enero último (1975), la Suprema Corte, en la soli-citud presentada por el señor Alejandro Cañedo Be nítez, quien se

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82 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

ostentó como diputado federal y Presidente del Comité Regional del Partido Acción Nacional en Puebla, volvió a examinar el sen-tido de esta norma que en los últimos treinta años ha ocupado varias veces la atención de nuestro Tribunal Supremo. Y es que el texto es en verdad extraño, pues si bien para la protección de las garantías indi viduales existe el Juicio de Amparo; si para super-visar los procesos electorales están los órganos políticos federa-les y locales competentes, de manera especial los Congresos, y si finalmente para la investigación de los delitos está el Ministerio Público, ¿cómo se explica que, a propuesta del Pri mer Jefe don Venustiano Carranza, el Constituyente de 1917 haya encargado a la Suprema Corte tomar a su cargo en ciertos casos esas mismas tareas, directamente o a través de comisionados especiales, e inclu-sive actuando de oficio?

En el caso Cañedo Benítez, por mayoría de votos, apenas dos Ministros disintiendo, se definieron dos puntos:

1. Que cuando media solicitud del Ejecutivo, de alguna de las Cámaras de la Unión o del Gobernador de algún Estado, la Suprema Corte debe de iniciar la averiguación, y

2. Que cuando no haya esa petición la acción es dis crecional, sin perjuicio de que en ejercicio del derecho de petición, cualquier persona o institución pueda pedir a la Corte que proceda a inves-tigar los hechos, quien está en libertad de atenderla o no.

La Exposición del Primer Jefe, y la actitud general del Constitu-yente, revelan que ni uno ni otro quiso apartarse de la tesis fijada después del lamentable caso de José María Iglesias. Me inclino

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La Suprema Corte a partir de 1917 83

por eso a dar la razón a quienes en la Corte, lo mismo en el pasado inmediato como ahora han sostenido que deben de mediar cir-cunstancias excepcio nales para que el Tribunal Supremo actúe de oficio en las investigaciones sobre “violación del voto público”, cuando que lo natural, lo lógico, tratándose de la función juris-dic cional, es que los Jueces sean activados por quien tenga la legitimación para hacerlo. Así lo sostuvo durante su fecunda gestión don Gabino Fraga; así también lo explicó don Felipe Tena Ramírez en su valiosa monografía sobre el tema y, así, finalmente, lo deci-dió la Corte el 28 de enero.5 Y es que, como indicó el Ministro Eze-quiel Burguete Farrera en su breve intervención, cuando la Corte decide actuar de oficio lo hace mucho más como Poder, usando su discreción política, más que como tribunal. Además, precisa-mente como su acción es política, los Ministros al votar tienen que poner en juego su sensibilidad política o abrir una inves ti-gación previa a la investigación misma, según hizo ver el Ministro don Antonio Rocha; pero sin que él la propusiese, pues por hipó-tesis, cuando algo va a investigarse, es porque los hechos se desco-nocen o son dudosos. Una investigación para determinar si se abre una investigación, sería ya una investigación.

Lo que no debe ser dudoso, así entiendo el sentido de las diferentes decisiones de la Corte, inclusive de la última, es que ella debe considerar que la situación planteada es de tal gravedad que el país no quedaría satisfecho ni el interés nacional protegido con la acción de los órganos que tengan competencia normal en la materia. Tal es, diré de paso, lo que ocurre en los Estados Unidos

5 Me ocupo tambien del tema en “La Suprema Corte como Poder y como Tribunal”, incorporada en La Justicia Federal y la Administración Pública, pp. 305 y ss.

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y en la Gran Bretaña, donde existe la tradición de las comisiones investigadoras: en Estados Unidos, en 1876, varios Jueces de la Suprema Corte aceptaron participar en la comisión que resolvió el grave conflicto suscitado en la elección presidencial de ese año y que estuvo a punto de provocar una nueva guerra civil. Fue tam-bién invocando las inusitadas circunstancias del caso y la nece-sidad de satisfacer inclusive a la opinión mundial, como el Justicia Mayor Warren aceptó presidir la comisión, que llevó su nombre, la cual investigó el asesi nato del Presidente Kennedy en 1963; y fue por razones similares que el Justicia Mayor de Inglaterra fue designado en 1972 para averiguar los sangrientos sucesos que tuvieron lugar en Londonderry, Irlanda del Norte, al chocar el ejér-cito inglés con manifestantes católicos. En el Reino Unido existe además, desde 1921, una ley que regula este tipo de investi ga ciones, las que sólo pueden iniciarse por acuerdo del Parlamento, o diría-mos en lenguaje mexicano, a propuesta conjunta del Gobierno y del Congreso.6

En algunos trabajos he aventurado la hipótesis de que quizá don José Natividad Macías redactó el párrafo tan misterioso del artículo 97, al menos para las materias no políticas, inspirándose en el Derecho anglosajón, pero recordando asimismo —como lo hizo tratándose de la súplica— precedentes españoles, a saber: la potestad que, según explican varios autores (Jacinto Pallares entre otros), tenían las Audiencias de México y de Guadalajara para mandar a uno de sus miembros, que “por turno visi taba todo el terri-torio mexicano para corregir los abusos en la administración”.7

6 Agradezco el dato del ex Embajador de México en Londres, don Vicente Gavito, quien además me proporcionó el texto de la ley.

7 Pallares, Jacinto, ob. cit., p. 30.

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La Suprema Corte a partir de 1917 85

Cierta o no esa hipótesis, me parece obvio que la Cons titución atribuye una facultad a la Corte para que la ejerza actuando con discreción política, si bien con la independen cia, la serenidad, la objetividad propias de un tribunal. Mayor, diría yo, recordando la Exposición de don Venustiano, que la que podría esperarse del Congreso, que —dijo el Primer Jefe— suele dar demasiado peso a los informes que recibe de las autoridades locales.

Acaso, como apunta Lucio Cabrera en su documentada obra sobre el Poder Judicial y el Congreso de 1917, el artículo 97 es otro indicio de uno de los objetivos políticos evidentes del señor Carranza: debilitar al Congreso, cuya acción —el comentario es mío— alguna influencia tuvo para crear el am biente que llevó a la caída del Presidente Madero.8

Cuando la Corte asume la grave responsabilidad polí tica de ordenar una investigación, sin que medie solicitud de los poderes federales o de un gobernador, está revelando que a su juicio la opi-nión nacional no está satisfecha con la actuación de los órganos que tienen competencia normal en la materia. Por eso la sentencia del 28 de enero, muy correctamente aunque de manera implícita, fija otro elemen to: ha de tratarse de un conflicto vivo; pues si bien o mal, los órganos encargados de valorar el resultado de un pro-ceso electoral han terminado su cometido o están a punto de aca barlo, la investigación, como dijo el Ministro ponente Guerrero Martínez, sería inoportuna. Lo cual no implica necesaria mente impunidad, en tanto no prescriba la acción penal por los delitos que puedan haberse cometido.

8 Cabrera, Lucio, El Poder Judicial Federal Mexicano y el Constituyente de 1917, p. 61.

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86 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

¿Que todo esto es teórico? Sí. Pero es que la reflexión final a que me llevan las especulaciones que han tenido lugar en la Su-prema Corte a lo largo de treinta años —don Salvador Urbina se ocupó ya ampliamente del tema en su informe de 1946—, es que la mejoría de los procesos políticos en un régimen democrático es —en contra de lo que pensó ingenua o muy prematuramente Iglesias— también una tarea de orden político: es la ciudadanía quien debe incitar, inclusive presionar a los poderes políticos por excelencia y a los partidos, para que hagan posible la mayor parti-cipación del pueblo en el funcionamiento de la democracia, inclu-sive en la vida interior de los partidos.

Naturalmente a la ciudadanía que se interese en parti cipar, pues los silenciosos no cuentan mucho en política. En suma, me parece —apoyado en las lecciones de nuestra historia— que es irreal, tal vez hasta nocivo, esperar que la Suprema Corte se con-vierta en centro de luchas saludables y necesarias, pero que deben de librarse en otros palenques. (Aclaro que esta opinión, como explicaré en mi última charla, no se refiere necesariamente a las otras investigaciones que prevé el artículo 97).

Que nuestro sistema político no haya alcanzado aún el grado de madurez o de evolución para que la Suprema Corte tome ya, en materia política, la intervención cada vez más audaz que viene llevando a cabo en los últimos diez años la Suprema Corte de Esta-dos Unidos, no impide que, aco modándose a lo que es posible en nuestras propias reali dades, su labor pueda ser muy fecunda en otros campos, como sin duda lo fue en el periodo en todos sentidos tan difícil en que le tocó —principalmente entre 1917 y 1929—, interpretar las nuevas normas de Derecho Social introdu-

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La Suprema Corte a partir de 1917 87

cidas en la Constitución de 1917, por hombres que venían de luchas también sociales. Y lo hicieron en una nación que andaba todavía en búsqueda de su estabilidad política interna, y que estaba en-vuelta en conflictos internacionales de magnitud inusitada.

Ninguna revolución mira con gran confianza o simpatía a los Jueces, sobre todo a Jueces que ella no formó y que consideran que su deber fundamental, como dijo en su his tó rico manifiesto de 1847 don Manuel de la Peña y Peña al asumir la Presidencia de la República, es mirar que el bien público se realice a través del cumplimiento de la ley. La Revolución Mexicana no fue una excepción, como lo de nuncia el hecho de que restableció, sí, la ina-mo vilidad, pero condicionada a un periodo de prueba de seis años en que la primera Corte funcionaría de 1917 a 1919, y la segunda de 1919 a 1923.

Y sin embargo, por una de esas contradicciones fas cinantes de la historia, los constituyentes de 17 sí querían garantizar la inde-pendencia de los Jueces. Fue por ello que suprimieron la Secre-taria de Justicia e hicieron del Procurador de la República, en una copia directa de una vieja ley de Estados Unidos, un Consejero Jurídico del Eje cutivo, pero ya no individuo de la Suprema Corte. Los Ministros, además, no serían designados por el Presidente, sino propuestos por las legislaturas locales y electos por el Congreso.9

La Corte fundamentalmente respondió bien al reto: para no mencionar sino algunas cuantas tesis, entre las muchas de gran significación que fijó en los primeros años de vigen cia de la Carta, me referiré a la que definió, antes de que concluyera 1917, que la

9 Art. 96 del texto aprobado.

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de Querétaro era verdaderamente una “nueva Constitución”; a la que reconoció a las Juntas de Conciliación como auténticos tribunales del trabajo —tema objeto de dos espléndidas mono-grafías de don Narciso Bassols—;10 a la que determinó que la pro-piedad originaria es una verdadera propiedad,11 así como lo es el dominio directo sobre aguas, minas y petróleo,12 y las rela tivas a un texto que hasta 1934 se llamó el Párrafo Décimo del artículo 27, según el cual todas las acciones que a la Nación concedíanse en materia de propiedad territorial y de recursos renovables, deberían de hacerse efectivas por un procedimiento judicial, aunque de naturaleza privile giada. La Suprema Corte se desentendió de ese texto y decidió que el poder público podía actuar ejecutivamente, sin perjuicio de que sus decisiones fuesen reclamadas judi cial-mente a posteriori. Esa tesis fue la que hizo posible —entre otras cosas— la Reforma Agraria.13

A propósito del petróleo, sin duda la decisión más dra mática de la Suprema Corte —hasta la expropiación— fue el fallo que dictó a fines de noviembre de 1927, declarando inconstitucional la ley relativa de 1925, propuesta por el Pre sidente Calles, que si bien reconocía los derechos nacidos antes del 1o. de mayo de 1917, conforme a una jurispru dencia de 1920, limitaba esos derechos

10 La segunda de don Narciso Bassols, “Por fin ¿Qué son las Juntas de Conci-liación y Arbitraje?”, fue publicada por la Revista General de Derecho y Jurisprudencia, t. I, 1930.

11 Ejecutorias dictadas en el Caso Oaxaca, de 1932, y en el juicio contra Adolfo Jiménez y Contreras, en 1934, por la reivindicación de una porción de la antigua Plazuela de los Misterios, en que la Nación no invocó otro título que su propiedad originaria.

12 Ejecutoria “Mercedes”, dictada por el Pleno en 1934 y publicada en el Suplemento del Seminario Judicial de la Federación de ese año.

13 Don Luis Cabrera trató este tema en su estudio sobre la derogación del artículo 10 de la Ley de 6 de Enero de 1915, incorporado en sus Obras Jurí dicas Completas, pp. 169 y ss.

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a 50 años. No obs tante la liberalidad de ese régimen, si se le con-sidera a la luz de los sucesos ocurridos en todo el mundo en los años recientes, las compañías petroleras extranjeras, con apoyo de varias cancillerías, lo atacaron; documentos oficiales mues tran que llegó a discutirse seriamente entre el Ejecutivo y el Senado de Estados Unidos la posibilidad de una acción militar contra nuestro país si no lo derogaba. El Presidente Calles se refirió al conflicto en lenguaje severo, casi sombrío, en su informe al Congreso de septiembre de 1927.

El Gobierno de México, que objetaba el fondo de la reclamación de los petroleros, pero acaso más la forma desconsiderada de los diplomáticos extranjeros, cuando la forma varió consideró pa-triótico —ante el peligro de una invasión— procurar una fórmula de entendimiento. Me con taba en 1933 don Arturo Cisneros Canto, Ministro de la Su prema Corte con quien tuve el honor de colaborar, que el Presidente de la República hizo conocer la situación a varios Magistrados, quienes resolvieron asumir la responsabi li dad histó-rica de hacer la declaratoria de inconstitucionalidad de la Ley del Petróleo, dando una solución institucional al gravísimo conflicto, sin tocar la autoridad moral del Presi dente Calles. Si mi inteligen-cia y mi recuerdo de los hechos que me narró Cisneros Canto es correcta, lo menos que puedo decir es que aquellos Magistrados obraron con alto sentido patriótico; aunque los jóvenes que en-tonces estu diaban en la Escuela de Derecho publicaron un enér-gico editorial, escrito por Manuel Sánchez Cuen en la Revista de Ciencias Sociales que él dirigía, condenando en términos severos la decisión de la Corte.14

14 Eliseo Arredondo, miembro del Comité Directivo de la Revista, prefirió dimitir el modesto empleo que desempeñaba en la Corte, antes que manifestar que no estaba de acuerdo con el editorial.

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Pienso hoy —a diferencia de cuando tenía 18 años— que actuaron justamente los Magistrados, porque en materia inter-nacional la responsabilidad mayor —para su honor o para su desdicha— la lleva y debe llevarla el Presidente de la República. La Suprema Corte no puede desentenderse de nuestra realidad, como tampoco se desentiende de la suya la muy poderosa Suprema Corte de Estados Unidos, según expuse en mi primera charla.

En cambio, cuando se trata de asuntos internos la Supre ma Corte debe de ser muy celosa de su independencia. Por eso, hablo sólo de hechos de conocimiento público. Fue lamentable el caso ocurrido en 1939 cuando por haber dado una interpretación del ar-tículo 27 con la que no estuvieron conformes algunos miembros del Congreso, se preten diera acusarlos y que el conflicto hubiera de resolverse cambiando de adscripción a varios Ministros de la Sala Administrativa.

Por eso, aunque creo que en el fondo estaba equivo cado, me expreso siempre con admiración de don Salvador Urbina, que allá por 1943 o 44 estuvo a punto de pedir al Pleno de la Corte la remoción del Secretario de Hacienda, don Eduardo Suárez, porque éste —apoyado en nuestra mejor tradición jurídica— negaba facul-tades a la Corte para obligarlo a hacer el pago de una deuda no autori za da por el Congreso.15 La intervención conciliadora de ese gran Procurador que fue Aguilar y Maya y una hábil tran sacción concertada con el quejoso, denunciada al Pleno cuando iba a em-pezar a discutir si destituía al Secretario o lo consignaba al Con-

15 En el caso de una queja por incumplimiento de una ejecutoria dictada en un Amparo interpuesto por un señor Durazo.

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La Suprema Corte a partir de 1917 91

greso, evitó la que pudo ser una grave crisis constitucional. Que

don Manuel Ávila Camacho dejara que el asunto llegara a esos

extremos, revela su respeto a la independencia judicial.

Otro caso en el que tuve intervención más directa fue el que se

presentó en 1957, cuando la Sala Administrativa de la Suprema

Corte, en ejercicio indudable de su autoridad pero en forma que

amenazaba gravemente la estabilidad financiera del país, dictó al-

gunas ejecutorias interpretando en forma restrictiva la actual

fracción XXIX del artículo 73 constitucional, que lista las contri-

buciones que son de com petencia exclusiva del Estado Federal.

Según la Segunda Sala, el sentido del precepto era otro: que todo

impuesto no listado en esa fracción era inconstitucional. Así lo

declaró respecto de un tributo de menor importancia, el de aguas

envasadas, pero nada se oponía a que lo hiciese extensivo, diga-

mos al impuesto sobre la renta, creando un verdadero caos

hacendario.

Como titular del Ramo sugerí al ilustre Presidente Ruiz Cor -

tines que promoviese una reforma constitucional. Él rechazó la

solución, pues su política fue que la Carta Magna no debía tocarse

ya durante su periodo. Fue el Presidente que menos reformas pro-

puso, en realidad sólo una, la del voto de la mujer. “Haga usted

cualquier cosa, pero sin tocar la Constitución y salvaguardando

la respetabilidad e independencia de la Suprema Corte”. Fue así

como aproveché la coyuntura para realizar una vieja idea: la de

que los asuntos en que se discute la constitucionalidad de la ley,

sin duda una de las facultades más trascendentales del Tribunal

Supremo, fue sen conocidas por el Pleno y no por las Salas.

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92 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

La solución se aprobó aunque no en los términos pre cisos que sugería la Secretaría de Hacienda, según los cuales las cuestiones de constitucionalidad sólo deberían plantearse, como ocurre en Estados Unidos, cuando los liti gios respectivos no pueden resol-verse sin hacer una declara toria acerca de la validez de las leyes federales o locales.

A pesar del motivo ocasional de la enmienda, de su parte anec-dótica, estoy convencido de que la solución que el Presidente Ruiz Cortines propuso y que el Congreso aprobó en 1957 fue correcta.16

Señores:

La historia de la Suprema Corte a partir de la Restauración de la República en 1867, y de manera especial después de 1917, es un campo vastísimo, en gran parte inexplorado. En la conferencia final de este Ciclo trataré de presentar algunas conclusiones y de explorar perspectivas.

Quisiera ocupar el tiempo que me resta hoy para seña lar una peligrosa tendencia que apuntó a principios de los treinta y que por fortuna no ha continuado: la que afirmaba que la eficacia de la acción estatal en materias estre chamente vinculadas con el pro-ceso reformador o revolucio nario de México, como la agraria y la educativa, reclamaban cercenar la facultad revisora de la Suprema Corte.

16 Sin embargo, en el Diario Íntimo que yo llevaba cuando fui Secretario de Hacienda, registré que el martes 24 de diciembre de 1957 me visitaron, para objetar la iniciativa, “los representantes de las organizaciones de abogados y de las es-cuelas de Derecho”.

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La Suprema Corte a partir de 1917 93

Del primer caso fui testigo menor, pero cercano: don Arturo Cisneros Canto había hecho prevalecer la tesis, modificatoria en realidad del artículo 107 constitucional vigente en 1929, de que el Amparo contra las autoridades administrativas no procedía cuando existía un recurso u otro proceso paralelo de defensa.17 En aplicación de este criterio, la entonces recientemente for mada Sala Adminis trativa sobreseyó miles de Amparos pendientes de decisión en contra de resoluciones agrarias propuestas por los pro pietarios afectados. Tal vez muchos terratenientes abando -naron sus pleitos, pero otros no, y empezaron a promover juicios ordinarios con apoyo en el artículo 10 de la Ley de 6 de Enero de 1915, que daba a los propietarios un año para reclamar judicial-mente las resoluciones agrarias. En esos juicios (yo conocí gran cantidad de ellos, primero como actuario del entonces Juzgado Cuarto de Distrito y des pués como agente del Ministerio Público) se anulaban con frecuencia las resoluciones presidenciales sin que los po blados interesados fueran llamados a juicio. Se les pri-vaba de sus derechos con flagrante y directa violación de la garan-tía de audiencia.

Estas consideraciones, y seguramente otras más impor tantes de orden político, llevaron, no al Ejecutivo sino a un inquieto dipu-tado de profundas convicciones agraristas, don Lauro Caloca, a promover como reforma constitucio nal una enmienda de la Ley de 6 de Enero para acabar con el Amparo en materia agraria. El Pro-curador de la República pidió un dictamen a don Luis Cabrera, autor de la Ley de 6 de Enero de 1915, quien lo dio, muy amplio, y que figura en sus Obras Completas.18 Independientemente de los

17 Hago una exposición de esta tesis y de las críticas doctrinales que le hizo don Trinidad García en La Justicia Federal y la Administración Pública, cap. XIV, pp. 220 y ss.

18 En el mismo estudio a que se refiere la nota 13.

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94 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

ar gumentos de don Luis Cabrera, que eran de orden formal (a su parecer el articulo décimo habría sido un precepto transitorio que dejó de regir en 1917), la presión política fue incontenible, y en el mes de enero de 1932 se promulgó la reforma que supri-mió el Amparo en materia agraria, con firmada en el nuevo texto del artículo 27, aprobado en 1934. En 1947 el Presidente Miguel Alemán, deseoso de alentar la producción agrícola, propuso —y logró, a pesar de protes tas de algunos sectores— que el llamado Constituyente Ordinario restableciese el juicio de garantías en favor de los dueños o poseedores de predios agrícolas o gana-deros en explotación con certificado de inafectabilidad. (El Pre-si dente Echeverría, ante el Congreso, anunció que no pro pondría cam bio de la situación al respecto).

Otro cercenamiento vino en la modificación al artículo 3o. constitucional, de diciembre de 1934, que estableció la “educación socialista” e hizo atribución exclusiva del Estado la enseñanza pri-maria, secundaria y normal. Los particulares podrían ser auto-rizados para impartirla, pero el Estado po dría revocar en cualquier tiempo dichas autorizaciones sin que contra la revocación pro-cediese recurso o juicio alguno. No se mencionaba la palabra Amparo, pero esa era obvia mente la intención del texto, que no se varió en la reforma de 1946 al artículo 3o.

Eliminar en cualquier área de la actividad estatal la revi sión jurisdiccional de los actos administrativos es clara mente una deci-sión política, pues convierte a los actos no revisables en actos polí-ticos, conforme a la definición de Heller que mencioné en charla anterior y que me pa rece obvia: es acto político aquel cuya validez no depende de su conformidad a la norma jurídica que lo rige.

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La Suprema Corte a partir de 1917 95

Aparte de estos cercenamientos de la década de los treinta, la Ley de Amparo conserva otro, tomado de las ideas de Vallarta cuando refutó a Iglesias: el juicio de garan tías es improcedente contra las resoluciones o declaraciones del Congreso Federal (o de las Cámaras que lo constituyen), de las legislaturas de los Estados (o de sus respectivas comi siones o diputaciones permanentes), en elección, suspensión o remoción de funcionarios (en que las Cons-tituciones correspondientes les confieran la facultad de resolver soberana o discrecionalmente).19 No volveré ya al tema de la in-tervención de la Corte en materia política electoral; sólo quisiera comentar, en cuanto a los otros dos cerce namientos, que no hubie-ran sido necesarios, aludo, claro, a necesidad jurídica, a no ser por el proceso degenerativo del Amparo.

No creo que en materia agraria o en materia educativa exis-tiera la alternativa de todo o nada; que en muy pocas ocasiones se presenta en la vida social. El Amparo actual en asuntos admi-nistrativos, punto que apenas he rozado en estas pláticas, es un juicio de nulidad,20 y para lograr lo que en 1932 y 1934 respectiva-mente se buscaba, era sufi ciente conque la nulidad se pronunciase sólo por violaciones graves de la ley, definidas con claridad por el legislador y no por infracciones secundarias.

Creo firmemente que el Juicio de Amparo es la más noble de las instituciones jurídicas mexicanas, la que con or gullo llevó nuestro país en 1948 a Bogotá y a París, logrando que se incorporase en

19 Artículo 73, frac. VIII de la Ley Reglamentaria de los Artículos 103 y 107 de la Constitución, de 30 de diciembre de 1935.

20 Véase La Justicia Federal y la Administración Pública, caps. XIII a XV, pp. 207 y ss.

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96 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

las Declaraciones Interamericana y Mundial de Derechos Huma-nos. Por eso todo esfuerzo que en el foro, o en la cátedra, o en los tribunales, se haga para depurarlo y protegerlo, es una forma de salvarlo. Y lo que pienso del Amparo pienso de la Corte.

Continuaré con este tema en la próxima y final ocasión en que además procuraré presentar sistemáticamente los logros positi-vos de las reformas promovidas en materia judi cial federal en los últimos 25 años, a partir de la enmienda constitucional de 30 de diciembre de 1950, así como de lo que en mi opinión de viejo es-tudioso de estos temas podría hacerse con un sentido realista y conservando lo valioso que hay aún dentro del proceso degenera-tivo que sufrió el Amparo desde la famosa ejecutoria Vega, a saber: que en este México nuestro la función más importante de la Su prema Corte no es la de declarar inconstitucionales las leyes, dado que la Constitución se reforma con gran faci lidad —mi amigo y compañero, el senador José Rivera Pérez Campos, ha computado 233 a partir de su promul gación en 1917— sino, para usar palabras del señor licen ciado Euquerio Guerrero López, Presi-dente de la Suprema Corte, en su discurso del Sesquicentenario, que ella ase gure, naturalmente en la órbita de su competencia, “el fede ralismo y el imperio definitivo de un régimen de seguridad jurí-dica; lo cual a su vez reclama el respeto a los derechos funda-mentales del hombre. Ahora ya no podemos decir, como Rabasa en 1906, que no sabemos cuáles son. Ahora sí sabemos cuáles son, como que con nuestros votos en las Naciones Unidas y en otros foros hemos contribuido a su definición universal, que no excluye por cierto la salva guar dia de lo que es propio y específico de nues-tra persona lidad de nación soberana e independiente.

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Martes 8 de abril de 1975

Conclusiones, perspectivas

y utopías

QUINTA CONFERENCIA

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En esta charla final trataré de fijar algunas conclusiones que se desprenden del breve recorrido que hice en las anteriores

de la historia de la Suprema Corte de Justicia de México, en el marco de nuestra evolución política y constitucional, y también de explorar, paralelamente, algunas perspectivas posibles u opcio-nes de acción política que parecen surgir de las realidades en que actúa esa corporación, usando la palabra tan constitucional y en otro tiempo tan generalizada.

Para mejor ordenar mis conclusiones, voy a exponerlas en forma numerada:

PRIMERA CONCLUSIÓN. La Suprema Corte, a pesar de lo que pensaron sus forjadores y la mayoría de los juristas que la estu-diaron, particularmente en la segunda mitad del siglo XIX, es una institución típicamente mexicana; aunque haya tomado su nom-bre y, sobre todo en la Cons titución de 1857, sus normas básicas —de vigencia teórica, subrayo teórica— de la Constitución Norte-americana de 1787. En la Constitución de 1917 la diferencia es ya evi dente para cualquier estudioso. Insistir en ello es casi perder el tiempo.

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100 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

A la singularidad de la Corte mexicana, como de manera más general a la singularidad del federalismo mexicano, concurrieron causas de muy diverso orden: económicas, políticas y culturales. Dejando por ahora a un lado las de carácter económico, por obvias razones de espacio, y además para respetar la intención general de este cursillo, reiteraré que en 1824 —a diferencia de lo que aconteció después— los sostenedores del federalismo esta-ban preocupados por afirmar al máximo posible la autonomía de las provin cias, salvando así la unidad de la nación, amena-zada por la desconfianza con que algunos de los nuevos Estados —Xalisco, Yucatán, Oaxaca, Zacatecas y aun Querétaro— miraban el poder y la riqueza del entonces enorme Estado de México y de su ciudad capital. Esto era particularmente cierto de Xalisco —con X— que inclusive prefería hablar de Anáhuac y no de México, muy lastimado con la creación del Estado de Colima y que, cuando se discutía la manera de convocar al Congreso Constituyente, a la caída de Iturbide, formuló un largo pliego de propuestas —en las que era trans parente la desconfianza— y cuya seriedad avaloró enviando tropas a sus fronteras.

Para no salirme de mi tema, Nueva Galicia estaba acos tum-brada a que su Audiencia reclamara paridad funda mental con la de México. A los elementos comprobatorios de esta afirmación, que ofrecí en la segunda de estas plá ticas, agregaré un párrafo del dictamen de 15 de diciembre de 1823 de la Comisión de Cons-titución del Congreso de Xalisco, sobre el proyecto de lo que sería el Acta Constitutiva de 1824. Dice así:

Mucho menos puede la Comisión entender por qué (el

proyecto) dice con generalidad que algunos asun tos

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Conclusiones, perspectivas y utopías 101

judiciales de los Estados se reservarán en la Constitución

a la Suprema Corte de Justicia o a otros tribunales, cuando

ninguno de esos negocios deben dejar de concluirse,

aun en última instancia, dentro del territorio de cada

Estado, sino los que versen sobre disputas entre ellos

mismos o que sean rela tivos a los intereses generales de

la Federación.1

Es decir, precisamente aquellos —comento yo— que, de acuerdo con la legislación derivada de la reforma cons titucional de 1967, están reservados a la Corte los juicios en que la Federa-ción es parte.2 La objeción de Xalisco prosperó y se eliminó del Acta el precepto impugnado: es decir, que si el Acta Constitutiva se parece poco a la Cons ti tución de Estados Unidos en lo que toca al Poder Judicial, la razón fue que los textos respectivos reco-gieron el resultado de un compromiso político entre México y Nueva Galicia, principalmente.

En cuanto a las causas de origen cultural, hay que recordar la formación de la generación de juristas que concibió a la Suprema Corte Mexicana. Esa formación era española. Fue una generación posterior, la que actuó en 47 y en 57, quien tuvo acceso a la doc-trina y a la jurisprudencia norteameri canos. No entraba, pues, en la concepción de los legislado res ni de los Magistrados de 1824 y de 1825, que los Jueces hiciesen la ley como hacen el common law los tri bunales an glosajones; para aquellos buenos romanistas, la

1 Muriá, José María, El Federalismo en Jalisco, (1823), p. 64.2 Artículo 77, frac. IV, de la Ley Orgánica del Poder Judicial, Reformada por decreto

de 3 de enero de 1968.

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102 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

tarea de los Jueces no es juzgar de la ley, sino conforme a la ley. Inclu sive vimos ya que durante la vigencia, corta en el tiempo pero real, de la Carta de 24, la Suprema Corte no se conside raba si-quiera facultada para interpretar la Constitución, pues creían que esta facultad —de la que por cierto queda una huella en el artículo 72 de la Constitución de 1917—3 era una potestad legis-lativa y no jurisdiccional.

Es lógico que esas realidades culturales, unidas con los fac-tores políticos que operaron hasta que la unidad de la nación vino a consolidarse, después de las luchas terribles que cubren el periodo de veinte años que media entre la guerra con los Estados Unidos y la Restauración de la República, provocaron que la Suprema Corte naciese en realidad como sucesora de la Audiencia de México. Así la concibió la Ley de 12 de Mayo de 1826, en vigor hasta 1855, que le encomendó conocer en apelación y en súplica de los negocios civiles y penales del Distrito y de los Territorios y, de manera más bien accesoria, ser árbitro judicial entre los Estados y tribunal de apelación, súplica o nulidad de los liti gios civiles, penales y administrativos en que fuese parte la nación, siempre que comprometiesen los intereses generales de la misma. (En esto la Constitución de 1824 y la legislación reglamentaria de 1826 fueron más pruden tes que las Constituciones de 1857 y de 1917, que asignaron a la Suprema Corte, por una copia literal y equivo-cada de los textos americanos, la facultad de resolver todos los juicios en que la Federación fuese parte. Error imperdo nable, casi inconcebible, que hizo correr mucha tinta y consumió estéril-

3 En el inciso f ).

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Conclusiones, perspectivas y utopías 103

mente muchas horas en la Suprema Corte —provocó, por ejemplo, en 1934, en el caso “Mercedes”, tres empates en el Pleno—4 y que no vendría a corregirse sino en las reformas de 1967, en un texto al que me referiré más adelante).

SEGUNDA CONCLUSIÓN. Si las realidades sociales opera-ban en contra de una Suprema Corte al estilo norte americano, fue sólo natural que al consolidarse la Nación y la República en 1867, y después durante el largo porfiriato, por un proceso natural, casi espontáneo, la Suprema Corte se convirtiese en la Audiencia de la República Mexicana y ya no sólo en la Audiencia de la antigua Pro-vincia de México y de los Territorios. El camino para este cambio, tema sobre el cual no insistiré, lo dio la interpretación del artículo 14 de la Constitución de 1857: a no ser porque lo que en verdad se quería era el centralismo judicial, cuando habían desaparecido los peligros de “centroamericación” de 1824, no me explico que nunca se hubiese ligado la inter pretación del artículo 14 con la fracción 1 del artículo 97, que limitaba la jurisdicción de los tribu-nales federales, y entre ellos los de la Suprema Corte, a las con-troversias “que se susciten por el cumplimiento y aplicación de las leyes federales”; no de las leyes locales. Inclusive si según la amarga confesión de Rabasa, se había perdido la noción de los dere-chos del hombre, fuente y origen del Juicio de Amparo, había argumentos técnicos que hubieran limi tado de un modo sencillo e inobjetable la supervisión de la Corte sobre los tribunales esta-tales a aquellos casos en que la ley aplicada fuese una ley federal; dado que es prin cipio fundamental de hermenéutica que los

4 Trato de forma extensa el tema en La Justicia Federal y la Administración Pública, cap. XII, pp. 191 y ss.

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104 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

textos de un código deben de entenderse en relación unos con

otros.5 Y si los Estados son soberanos para dictar sus leyes, deben

también serlo para interpretarlas y aplicarlas; salvo, como es natural,

cuando al hacerlo quebranten un texto consti tucional o una ley

federal.

TERCERA CONCLUSIÓN. Los constituyentes de 1917, tan

visionarios en materia social, en lo que toca a la Supre ma Corte

de Justicia no mejoraron, con una excepción, la si tuación exis-

tente hasta 1913; la consolidaron y le dieron firmeza en los artículos

14 y 107, o la hicieron más confusa, al resucitar el recurso de súplica

sin dejar huella en los dictá menes ni en los debates acerca de por

qué lo hacían. (La mejora excepcional, aunque peligrosa, fue la

relativa a la facultad investigatoria de la Corte, de que me ocupé

con amplitud la vez pasada). El más grave de los errores come tidos

en 1917, sólo parcialmente corregido en las reformas de 1946, 1951

y 1967, fue sin duda el artículo 107, larguísimo e innecesario en

una Constitución, que, casi por 35 años, hizo obligatorio, con

sólo que lo pidiese el interesado, que la Suprema Corte tuviera que

revisar todos los actos de todas las autoridades, no sólo en cuanto

a su conformidad con la Constitución, sino también con las

leyes federales o locales, y aun con los reglamentos municipales.

5 Desgraciadamente don Emilio Rabasa, que sí ligó la interpretación de los textos, llegó a la conclusión extraña, para mí ininteligible, de que “en todos los casos del artículo 97 cuando una de (las partes) es la Federación o un Estado, se discute el dere-cho de estas entidades, pero no su autori dad”. El juicio constitucional, p. 257. Esta tesis contraría toda nuestra tra dición legislativa. En todo caso no tiene actualmente validez alguna frente al artículo 42, fracción I de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Desarrollo el tema con mayor amplitud en La Justicia Federal y la Administración Pú­blica, cap. XI, pp. 179 y ss.

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Conclusiones, perspectivas y utopías 105

El único intento para corregir a fondo esa absurda situación lo hizo en 1922 el Presidente Obregón, pero fracasó en el Congreso, donde se dijo que se levantaría un “clamor nacional” si se pre ten-día devolver a los Estados las facultades por las que, como hemos visto, luchó venturosamente Xalisco en 1823.6

Después ha habido intentos —algunos exitosos— pero siempre con una nota común: considerar un hecho irrever sible el centra-lismo judicial. Primero, en 1929, se volvió a dividir la mayor parte del trabajo de la Corte en Salas y se aumentó el número de Minis-tros a dieciséis, conforme a las propuestas que el mismo General Obregón hizo poco antes de su muerte; después, en 1934, se creó, fundamen talmente por motivos políticos, una nueva Sala para asuntos del trabajo; y cuando aún estos remedios resultaron insu-ficientes para acabar con la pesadilla del “rezago”, se llegó a or-denar el sobreseimiento de los juicios en que los inte resados no renovaran sus gestiones (Esta medida, que nació como un recurso excepcional, de emergencia, alcanzó infor tunadamente rango cons-titucional en las reformas de 1967).

Expliqué ya como el Presidente Ávila Camacho y su Procurador Aguilar y Maya, recogiendo ideas que surgie ron en la doctrina mexi-cana alrededor de 1939,7 quisieron facultar al Congreso para definir

6 El Ejecutivo de la Unión, por conducto del Secretario de Gobernación, D. Gil-berto Valenzuela, envió al Congreso el Proyecto de adiciones y reformas a la Constitución en lo relativo a la administración de justicia de la Federación, el cual es turnado a las Comisiones Unidas Segunda de Puntos Constitu cionales y Segunda de Justicia de la Cámara de Diputados, el 14 de noviembre de 1922 y se da la primera lectura al dictamen de dichas Comisiones el 16 de octubre de 1923, en donde se rechaza el Proyecto.

7 Antonio Carrillo Flores, La Defensa de los particulares frente a la Admi nistración en México, cap. XVI, conclusión 4, inciso A), subinciso b), que dice textualmente: “... de-

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los negocios de Amparo que debían de llegar a la Corte y cuáles

terminar en los tribunales federales inferiores; propuesta que chocó

con la resistencia valerosa, aunque a mi juicio totalmente equi-

vocada, del Presidente Salvador Urbina, que dos veces anunció

que dimitiría si se incorporaba en la Constitu ción lo que él califi-

caba de “distinción absurda en el Derecho Mexicano entre el control

de la constitucionalidad y el con trol de la legalidad”. El vigoroso

Presidente del Tribunal Supremo triunfó en su oposición a don José

Aguilar y Maya, pues el Presidente Ávila Camacho, confor me a su

estilo y temperamento, se mantuvo por encima de la con troversia.

En realidad los proyectos de la Procuraduría de la República en

1940 y 19448 eran muy modestos: busca ban que la Suprema

Corte interviniera de manera necesaria solamente en los casos

que planteasen problemas de cons titucionalidad en sentido

estricto, es decir, en aquellos en que se disputara la validez de una

ley o la compatibilidad de una sentencia, o de un acto administra-

tivo con un texto constitucional específico, no por reenvío de los

artículos 14 y 16; de los otros conocería o no, según lo dispusiera

la legislación ordinaria. Pero sin tocar, como ya dije, el centra lismo

judicial, pues siempre correspondería a los tribunales federales

decir la última palabra en cualquier controversia derivada de la

apli cación de las leyes de los Estados o de los reglamentos

municipales.

bería distribuirse el conocimiento de los Amparos la materia judicial entre los diversos tribunales federales atendiendo a su importancia… ¿Por qué no deben intervenir en algunos otros (Amparos) los Magistrados de Circuito, también con autoridad para dictar sentencias de última instancia o casación?”.

8 Cuyos textos figuran como Apéndices IV y V en La justicia federal y la Administración Pública.

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Conclusiones, perspectivas y utopías 107

La reforma constitucional de 1946 a la fracción I del ar tículo 104, que logró don Eduardo Suárez, indirectamente acabó con uno de los argumentos más fuertes de don Sal vador: que sería contrario a la independencia de la Suprema Corte que una ley del Congreso pudiera ampliar o reducir su competencia. En efec-to, como expliqué en ocasión ante rior, el ilustre ex secretario de Hacienda obtuvo, aunque sólo por algo más de diez años, que se reconociera que el Congreso podría conceder un recurso ante la Suprema Corte contra las sentencias de última instancia de los tri-bunales federales en negocios de interés público y contra los fallos de los tribunales administrativos.

CUARTA CONCLUSIÓN. Paradójicamente, el crecimien to des-orbitado de las atribuciones jurisdiccionales de la Corte través del Amparo judicial (después de la ejecutoria de 1869, en el caso de don Miguel Vega contra el iracundo Tribunal Superior de Sinaloa a que me referí con amplitud en la segunda conferencia), llevó al cerce-namiento de los poderes específicos de la misma Suprema Corte como Tri bunal Federal de última instancia. A pesar de que había un texto expreso en la Constitución de 1857, el artículo 100, pasa-rían cuarenta años antes de que el primer Código de Procedimientos Civiles de la Unión reglamentara esa po testad, que hasta entonces se ejerció conforme a la vieja legislación española; sólo para que diez años después —en 1908— la puerta se clausurara por con-siderar a la casación una duplicación innecesaria del Amparo judi cial. Este error trató de ser corregido en 1917 en un precepto muy defectuoso —la original fracción I del artículo 104— que la Suprema Corte interpretó en jurisprudencias contra dictorias, que hizo y deshizo cinco veces, antes de que la súplica fuera final-mente eliminada de la Constitución en 1933. (Para la historia

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108 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

posterior me remito a lo que dije la vez pasada, inclusive a la opinión que di de cómo en 1967 se dio un paso atrás, al privar por tercera vez en nuestra historia a la Suprema Corte del carácter de Tribunal Federal de última instancia, salvo tratándose de los cuerpos de justicia administrativa).

QUINTA CONCLUSIÓN. El cercenamiento de las facul tades de la Corte, fuera del Amparo; se ha producido tam bién en la ór-bita de los tribunales inferiores, limitados ahora a conocer de procesos penales y —cuando lo quiere el actor— de juicios deri-vados de actos mercantiles, pero no de las controversias de que podrían y deberían conocer y en que no procede el Amparo —porque, digamos, la vio lación de una ley federal no provenga de una autoridad— o no son competentes los tribunales del trabajo o los administrativos existentes, todos ellos de jurisdicción espe-cializada. (A propósito, nada impediría que se estableciera, como muchos hemos sugerido, pero hasta ahora la idea no ha prospera-do, un Tribunal Federal General de lo Conten cioso Administrativo).9

SEXTA CONCLUSIÓN. En caso de que hubiese la deci sión política de hacerlo, ¿cómo se tramitarían las “contro versias” que menciona la Conclusión precedente y a las que por cierto ya se refi-rieron los juristas del siglo pasado, e inclusive un proyecto de Código Procesal, el de 1872? El tema, por su carácter estrictamente téc-nico merece consideración más amplia de la que ahora puedo darle. Por eso me limito a decir que podrían utilizarse la legislación y la jurisprudencia norteamericanas, y por supuesto tam bién las

9 Desarrollo el tema en “El Procedimiento y el Proceso Administrativo después de 1939”, Apéndice I de La Justicia Federal y la Administración Pú blica, pp. 269-284.

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Conclusiones, perspectivas y utopías 109

europeas, acerca de la acción declarativa.10 El Código Procesal Federal de 1942 contempla esta figura en su ar tículo 1o., pero nada se encuentra después que muestre que el legislador tomó en cuenta los problemas específi cos que un juicio declarativo en materia federal plantearía.

SÉPTIMA CONCLUSIÓN. Los logros positivos de las re formas constitucionales de 1951 y 1967, sin duda las más importantes que en materia de Amparo se han efectuado desde 1917 —si se excluye, por supuesto, las que lo su primieron contra ciertos tipos de resoluciones agrarias y educativas, a que me referí en la charla anterior— exami nadas en perspectiva histórica, pueden a mi juicio ordenarse en los siguientes puntos concretos:

a) Acabar con la norma de que todo negocio debía llegar ne-cesariamente a la Suprema Corte con solo que el intere sado lo pidiese, por la falsa idea de que el Amparo es siem pre un “juicio constitucional”, cuando la verdad es que lo es sólo en muy conta-dos casos;

b) Crear la primera de dichas reformas, y vigorizar la se gunda, los órganos adecuados, los Tribunales Colegiados de Circuito, para aliviar a la Suprema Corte del desempeño de una tarea que si Rabasa calificó ya de imposible en 1906, con un México rural de 13 o 14 millones de habitantes, habría sido sencillamente absurda en un país mucho más complejo de casi 60 millones de gentes;

10 La doctrina y la jurisprudencia sobre la “acción declarativa” en materia federal norteamericana son muy amplias. Sólo a manera de ejemplo cito la obra clásica de Borchard, Edwin, Declaratory Judgments y Günther, Gerald y Dowling, Noel T. Cases and Material on Constitucional Law, pp. 69-76 y la bibliografía en la nota 1, p. 69.

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110 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

c) Erigir en norma constitucional la obligatoriedad de la juris-prudencia de la Corte. Desgraciadamente la Ley Re glamen taria de los Artículos 103 y 107 mantuvo el error, que viene del Código de Procedimientos Civiles de 1908, ya duramente criticado por el propio don Emilio Rabasa,11 de exigir cinco ejecutorias del Pleno o de las Salas con una votación especial —catorce Ministros en el Pleno y cuatro Ministros en las Salas— para que los criterios establecidos para la interpretación de la Constitución, leyes o reglamen tos federales o locales, o tratados, sean obligatorios en los tribunales. Don Antonio Martínez Báez, en una erudita mono-grafía, como son todas las suyas, ha criticado el sis tema con muy buenas y variadas razones.12 Yo me limito a señalar que es ilógico exigir precisamente un número mágico de ejecutorias y de votos para que la Suprema Corte contribuya a la formación y a la depu-ración del Derecho Mexicano. Claro que este error no es sino una confirmación más de que todavía no entra en los hábitos men-tales y cul turales de los juristas mexicanos que la jurisprudencia sea una auténtica fuente de Derecho: se hace obligatoria para los Jueces, pero no para los congresos, las autoridades administra­tivas o los particulares. Además me parece absurdo que la juris-prudencia de la Suprema Corte sea obligatoria tratándose de la interpretación de las leyes locales, pues si la facultad legislativa corresponde a los Congresos de los Estados, la potestad para in-ter pretar las leyes en forma obligatoria —que es una manera de legislar— debiera de ser también estatal, y

11 Emilio Rabasa, El juicio constitucional, p. 310. Sin embargo aunque Rabasa critica el requisito de las cinco ejecutorias, no es partidario de la obligatoriedad de la jurisprudencia, p. 333.

12 Antonio Martínez Báez, “Perspectivas de la Nueva Legislación sobre Justicia Federal”, en El Foro.

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d) Otro avance muy positivo de las reformas de 1967 y de su legis-lación reglamentaria de enero de 1968, fue la de haber acogido, aunque de manera tímida y restringida, el único criterio que podrá vigorizar la acción y elevar la jerar quía del trabajo de la Suprema Corte: su potestad discre cional para determinar si un negocio suscita problemas de suficiente interés público —que no es lo mismo que interés estatal— para justificar la interven-ción del Tribunal Supremo. Hasta hoy la discrecionalidad sólo existe para definir si un juicio promovido por la Federación o en contra de ella compro mete los intereses generales del país o si los mismos intere ses están envueltos en una reclamación judicial enderezada en contra de una autoridad administrativa federal”.13

OCTAVA CONCLUSIÓN DE ORDEN GENERAL. La Su prema Corte es sin duda uno de los tres poderes y debiera ser, repito, el más alto de los tribunales federales. Sin em bargo, las estadísticas muestran que la inmensa mayoría de los casos de que conocen el Pleno y las Salas son los que corresponderían a un tribunal de casación o de ape lación en materia administrativa o laboral en un

13 En los Estados Unidos existe esa discrecionalidad desde 1925 para aceptar o rechazar el writ of certiorar y de hecho también para aceptar o negar la apelación. La obra clásica sobre el tema es Hart, Henry M. y Wechsler, Herbert, The Federal Courts and the Federal System, Actualmente se estudia la conveniencia de suprimir o al menos de restringir más la apelación, para que sea a través del recurso discrecional del certiorari como la Corte ejerza su potestad revisora en materia federal y constitucional. La más importante de esas propuestas que incluye la creación de una Corte Nacional de Ape lación, fue elaborada por la Comisión presidida por el eminente Paul a Freund y publicada como Report on the Caseload of the Supreme Court por el Federal Judicial Center, Washington, D.C., diciembre de 1972. La creación de la nueva Corte intermedia no ha sido bien recibida. Sí ha encontrado, en cambio, buena acogida la de extender, inclusive en la apelación, la discrecionalidad de la Suprema Corte. El sistema ha permitido que en 1971 el Alto Tribunal solo haya tenido que resolver en cuanto al fondo 140 negocios. Freund, P.A., ob. cit., tabla IV.

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112 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

país no federal. Es muy pequeño el número de negocios en que la Corte actúa en aquella función reguladora del sistema federal que imaginó don Prisciliano Sánchez y que la su prema corporación recordó en sus clásicas sentencias dictadas en las controversias entre la Federación y los Estados de Guanajuato y Oaxaca de 1927 y 1932, respec tivamente, que estudié en charla anterior.

En efecto, del anexo estadístico el informe correspon diente al año pasado del señor Presidente Euquerio Guerrero López, aparece que de los siete mil negocios en números redondos que entraron, solamente dos fueron juicios fede rales y ni una sola controversia cons titucional. En cuanto a los Amparos en que se discute la cons-titucionalidad de una ley federal o local y que corresponden desde 1958 al Tribunal Pleno, su número fue apenas del 5% del total de los recursos de revisión resueltos por las Salas. A este respecto, reitero que es explicable que en México sea secun daria, no sólo en términos estadísticos sino del funcio namiento de la Constitu-ción real del país, la potestad de la Suprema Corte de revisar la constitucionalidad de las leyes federales o locales: el proceso de revisión de la Constitu ción, de acuerdo con nuestra realidad polí-tica, ha pasado a ser más y más responsabilidad del Ejecutivo, compar tida muy limitadamente por los Congresos Federal y de los Estados.

La Constitución se modifica —no estoy emitiendo un juicio de valor sino constatando una realidad jurídica y polí tica— cuando el Ejecutivo considera que la enmienda está justificada por la nece-sidad de incorporar ciertas normas a los textos de la Ley Suprema. Los datos que ha compilado el senador Rivera Pérez Campos son ilustrativos de esa reali dad; así como también de la importancia

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Conclusiones, perspectivas y utopías 113

que para la cele ridad o lentitud del proceso ha tenido la política seguida por los titulares del Poder Ejecutivo. Recordé ya que hubo un Presidente, don Adolfo Ruiz Cortines, que promulgó dos, pero promovió sólo una reforma constitucional: la que concedió la plena ciudadanía a las mujeres. Con toda la arbi trariedad que implican analogías de esta naturaleza, nuestro proceso de refor-mas constitucionales se acerca más y más, digamos, al sistema inglés y se aleja más y más del modelo norteamericano: la Cons-titución inglesa, como la mexicana, se modifica cuando el gobierno —con el apoyo político de la opinión pública— así lo resuelve; el Parlamento inter viene en la generalidad de los casos sólo para la mayor difusión y solemnidad de la reforma.

No afirmo que los Congresos mexicanos posteriores a 1917, para limitarme a la historia contemporánea, no hayan ejercido en ocasiones su potestad de modificar y aun de desaprobar las ini-ciativas de los Presidentes de la República para cambiar la Cons titución o las leyes; inclu sive en el área tan restringida de las normas relativas a la Suprema Corte, he mencionado que ciertas propuestas del General Obregón en 1922 y del Presidente Ávila Ca macho en 1937 y en 1945, fueron rechazadas. Pero estos casos se han vuelto más y más raros, a pesar de que en otras áreas, como la de la interpelación de los Secretarios de Estado, en los últimos años ha renacido una práctica que de hecho estuvo abolida durante los gobiernos de los Presidentes Alemán, Ruiz Cor-tines, López Mateos y Díaz Ordaz.

NOVENA CONCLUSIÓN. Afirmar, como lo he hecho, que en nuestro país la Suprema Corte no puede ser como en Estados Uni-dos órgano legislativo omnímodo, a través del ejercicio de lo que

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se llama el control de la constituciona lidad de las leyes o justicia constitucional, no significa que no pueda y no deba conservar esa potestad, que puede volverse muy importante cuando en el Palacio Nacional haya presidentes del estilo y convicciones de algunos que he mencionado a lo largo de estas charlas.

Sería utópico volver a las ideas que defendió en 1823 la Co-misión del Congreso de Xalisco en el párrafo que leí al prin cipio de esta charla. Más todavía: al menos en el futuro previsible me parece que sería políticamente muy difícil abandonar el centralismo judicial en que vivimos desde 1869, a pesar de que hay indicios de que un “nuevo federa lismo” —fundado en las realidades econó-micas, que son las que apoyan a las demás— ha fecundado ya la vida mexicana, aunque falta por saber —perdón por la nota demo-gráfica— si el proceso sigue su curso o se interrumpe. Pero lo que sí se puede, más aún yo diría se debe hacer, es dotar al Poder Judicial Federal de instrumentos que le permitan actuar para administrar justicia con un respeto mayor al espíritu, ya que no a la letra de nuestro sistema federal y en forma más expedita, con-forme al ideal que ha figurado siempre en el texto de nuestras Constituciones. Esto reclamaría, pienso yo, unas cuantas, sólo unas cuantas reformas muy concretas:

a) Erigir en norma general y no especial la potestad dis cre -cional de la Corte para decidir si conoce o no de un asunto deter-minado. Si ella resolviera negativamente, el negocio se enviaría a un tribunal inferior competente; salvo que se tratase de una sen-tencia de apelación en materia federal o de un fallo de un tribunal administrativo federal. En estos casos, la negativa de la Corte a intervenir obviamente dejaría firme la sentencia recurrida;

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b) En sentido inverso, dar facultad a la Suprema Corte para avocarse a petición de parte o aun de oficio, del cono cimiento de cualquier negocio en trámite en cualquier Tribunal Federal, inclu-sive los laborales o administrativos, cuando en su opinión o en la de un número razonable de Magistrados, la cuestión planteada por su importancia y trascendencia reclamara una pronta decisión. En la pri mera charla expliqué cómo la Suprema Corte de Estados Unidos resolvió desde su planteamiento hasta su deci sión final, el caso del ex Presidente Nixon en unas cuantas se manas. No cité otros más por exigencias de tiempo, pero ahora puedo recordar otro caso también reciente: una de las controversias más célebres del siglo, la que derivó de la publicación de los papeles secretos relativos a la Guerra de Vietnam, fue tramitada en sólo diecisiete días desde su iniciación en dos Juzgados de Distrito, uno de Nueva York y otro del Distrito de Columbia, hasta su decisión por la Su prema Corte. El fallo fue de seis votos contra tres, en el sen-tido de que el Gobierno no tenía facultad para sus pender la publicación de esos documentos que habían empezado a hacer el New York Times y el Washington Post. (De acuerdo con la tradi-ción americana —tan diferente de lo que Tocqueville dijo que era, equivocando a Rejón, a Otero y a Arriaga— el fallo de la Corte favoreció a muchos otros periódicos que habían recibido la misma prohibición de parte del Pentágono y del ex Presidente Nixon);14

c) La jurisprudencia de la Corte se establecería con una sola ejecutoria; sin perjuicio, naturalmente, de que la Suprema Corte

14 Para los detalles del caso puede verse “La lucha por la Libertad de Prensa en la Suprema Corte de los Estados Unidos”, en Hughes, Ch. E., ob. cit., Addendum de 1o. de julio de 1971.

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pudiese variarla cuando lo creyese opor tuno. La jurisprudencia sería obligatoria para todas las autoridades, inclusive para los Congresos;

d) Así limitada la jurisdicción de la Corte, seria desea ble que ésta funcionase siempre en Pleno; sin perjuicio de que las Salas examinaran los negocios para el solo efecto de resolver si el asunto planteaba, independientemente de su interés económico, problemas cuya importancia y novedad justificaría que cono-ciera de ellos la Suprema Corte en Pleno;

e) De acuerdo con la vieja idea de don Ignacio Mariscal,15 el Amparo no procedería contra los Jueces y Magistrados federales, aunque sí, como es obvio, los recursos que regu lase la legislación procesal, y

f) Para respetar el “espíritu del nuevo federalismo” y como el número de Estados es mayor que el de Ministros, de bería de pro-curarse —al menos como norma de acción política— que en ningún caso más de dos Ministros fuesen ciudadanos de la misma entidad federativa. Y en los Tribu nales Colegiados de Circuito debe-ría de seguirse el criterio de designar siempre Magistrados ori-ginarios o con larga residencia en las entidades en que dichos tribunales tuviesen jurisdicción territorial. Sería deseable también que antes de hacer las designaciones la Suprema Corte formulase

15 “Algunas reflexiones sobre el Juicio de Amparo”, en Moreno, Daniel, ob. cit., Las comisiones... han tenido el buen criterio de agregar... que no habrá Amparo contra los actos de la Suprema Corte; pero aún debería exten derse la prohibición respecto de los actos de cualquier Juez federal, p. 357.

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Conclusiones, perspectivas y utopías 117

ternas, acerca de las cuales podría oír la opinión de los tri bunales superiores y asociaciones o colegios de aboga dos respectivos.

DÉCIMA CONCLUSIÓN. Por las razones que expuse en la segunda y en la cuarta de estas charlas, no creo que fuese prudente que la Suprema Corte debiera ir más allá de donde ha resuelto llegar en materia política al ejercer la facultad que le concede el artículo 97. Pero también creo que —sin perder el sentido de la rea-lidad y midiendo bien sus funciones, que es la regla de oro en la política— no debiera de eludir proteger ciertos derechos políticos —que nadie duda ahora que son derechos humanos— sin caer, por supuesto, en los absurdos extremos de don José María Igle-sias. ¿Por qué en casos estrictamente de orden legal— en que se discuta, digamos, la nacionalidad, la residencia o la edad de un candidato— los tribunales fe derales no podrían, a petición del inte-resado, o de los par tidos políticos o del Congreso respectivo, en un procedimien to brevísimo y antes de que tengan lugar las elecciones respectivas (pues después es no sólo inútil sino nocivo), fijar los hechos, de acuerdo con las ideas que tuvo don Venus tiano Carranza al proponer el críptico párrafo del artículo 97? Confieso, sin em-bargo, que me inclino —como dije la última noche— a pensar que la mejoría de nuestras prác ticas democráticas es responsabi-lidad principal de la ciuda danía, de los partidos políticos y de los otros poderes mucho más que de los Jueces. Pero puede haber casos de “duda legal”, para recordar la clásica fórmula de Rocco, que son provincia natural de los órganos jurisdiccionales.

UNDÉCIMA CONCLUSIÓN. El dato que mejor caracteriza a un Juez es su independencia: en ello coinciden teóricos y prácticos, políticos y técnicos. En noches anteriores men cioné casos en que

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la independencia de la Suprema Corte estuvo en peligro en tiempos pasados —por acción del Congreso, como en 1869, y en 1939 del Ejecutivo, con las reformas que afectaron la inamovilidad, en 1928 y en 1934, o por la ambición política de un Presidente de la Corte, en 1876. Expreso mi esperanza más firme porque en el futuro no se repitan esas dolorosas experiencias. En Estados Unidos —país que nuestros próceres citaron muchas veces al ocuparse de la Corte— hubo un Justicia Mayor, por cierto no de los famosos, Edward White, que cuando uno de los gran des partidos le ofreció la candi-datura a la Presiden cia de la República contestó: “Si yo creyera que ser Presi dente de la República es un honor más alto que ser Justicia Mayor no merecería ocupar un sitial en la Suprema Corte”. ¡Ojalá que en México —en el México de hoy y del futuro, pues nadie puede tocar ya el del pasado— se considere también que no hay dignidad —para un jurista— pública o privada de mayor jerarquía que ocupar un sitial en la Su prema Corte de Justicia!

DUODÉCIMA Y ÚLTIMA CONCLUSIÓN. En México, como en todas partes, los derechos humanos pertenecen tanto al mundo de los valores en sentido ético o filosófico como al de los conflictos sociales. que en algunas partes abierta mente, en otras en forma oculta, se dan en todos los rinco nes del mundo. Hoy ya ni los juris-tas creen que las leyes sean suficientes para garantizar la vigencia de todos los derechos del hombre; apenas de unos cuantos: de los que miran a la acción arbitraria del Estado y de otros centros de poder de las sociedades contemporáneas. El desarrollo “inte-gral y compartido” —para usar la frase en boga— es condición necesaria para la vigencia de muchos de esos de rechos. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que una sociedad pobre, subdesarro-llada, proporcione a todos alimento, educación, albergue, trabajo

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y servicios sanitarios sufi cientes, tal como lo piden las Naciones Unidas? ¿Qué Suprema Corte, en qué país del mundo, puede lograr con una sentencia, o con mil, terminar con la miseria? Pero el hecho de que los tribunales y las leyes no sean omnímodos no impide que puedan y deban dirigir su acción, de prefe rencia en favor de quienes más la necesitan.

Por eso afirmo, cada vez con más honda convicción, que donde la Suprema Corte puede jugar un papel de la mayor trascendencia es en lo que, al margen de degeneraciones y errores técnicos, es lo más valioso y noble del Amparo: la defensa de los derechos huma-nos fundamentales.

A diferencia de lo que aconteció con la generación de Rabasa y todavía con los grandes maestros de hace cin cuenta años de nuestra ilustre Escuela de Jurisprudencia, como don Alfonso Caso y don Narciso Bassols, a cuyas cátedras asistí, las gentes de hoy no tienen justificación para ignorar cuáles son los derechos humanos fundamen tales; porque ellos figuran con gran precisión en declara ciones, convenciones y resoluciones de las Naciones Unidas, varias de las cuales han sido aprobadas con nues tro voto en foros internacionales, mundiales o regionales.16 En 1948 insistimos en que tanto la declaración aprobada en la Finca de Bolívar de Bogotá como en el Palacio de Chaillot de París, reco-gieran sendas fórmulas inspiradas en nuestro ideal del Juicio de Amparo; ¿por qué no luchar para que la tutela de los derechos humanos de los más desvalidos eco nómica, cultural, política-

16 Véase el Apéndice “¿Qué son los Derechos del Hombre?”, Conferencia inaugu-ral que sustenté en el Colegio Nacional el 11 de octubre de 1972.

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mente, sean la responsabilidad capi tal de la Suprema Corte? (Me refiero, insisto, a aquellos derechos susceptibles de ser garantizados por un tribunal). ¿Cómo? Desde luego continuando el proceso ini-ciado en 1951 y adelantado en 1967 para que la Corte sólo conozca de lo esencial y no de lo secundario. Después, completando la cons-trucción de Otero. Para ello hay varios caminos posi bles: uno, el que Ponciano Arriaga incorporó visionariamente en 1847 en la Ley de San Luis Potosí sobre los “procuradores de pobres”; otro, el Ombudsman, que nació en los países nórdicos hace siglo y medio,17 pero que día a día llega a otras áreas geográficas y fun-cionales: a aquellas donde el Estado reconoce que es su respon-sabilidad crear meca nismos para que se defienda a quienes más lo necesitan, sin que sea indispensable siempre la “petición de parte agraviada”, ni un juicio en forma seguido ante un tribunal. ¡Qué lástima, a pesar de la opinión de Rabasa, que se haya elimi-nado la participación directa del pueblo en los proce sos de defensa de los derechos humanos! Tal vez la fórmu la concreta del jurado popular no sea la más adecuada, pero con imaginación pueden hallarse otras para envolver a la co mu nidad, en todos sus niveles, en los agravios cometidos a uno o a varios de sus miembros.

Este fenómeno se está dando en lo internacional, ¿por qué no alentarlo en lo nacional? ¿Por qué los municipios, los Congresos locales, los Tribunales Superiores de los Estados, el Ministerio Pú-bli co o el Congreso Federal, no han de poder investigar, y en la esfera de su poder real y de su competencia, corregir los excesos

17 Puede consultarse Allen, George, El Ombudsman; Fix-Zamudio, Héctor, explicó también la institución del Ombudsman en su monografía “Introducción al Estudio Procesal Comparativo de la Protección Interna de los Derechos Humanos” incluida en Veinte años de Evolución de los Derechos Humanos, pp. 169-273.

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de las autoridades, pero también de los centros de poder real —o grupos de presión— del México actual, llámense partidos, sindicatos, asocia ciones de empresarios, entidades paraestata-les, empresas privadas, nacionales o trasnacionales, e inclusive —respe tando sus libertades— los medios viejos y nuevos de comu nicación? Si el entuerto se endereza sin que la Suprema Corte tenga que intervenir, ¡Qué bien! y si no, el ojo vigilante del Tribunal Máximo tendría que estar listo para hacer llegar su acción protectora allí donde fuera necesaria, sin esperar en todo caso queja del o de los agraviados.

Me anima a presentar esta idea la convicción de que México ha entrado de verdad en un sano periodo en que todo está sujeto a revisión y a duda constructiva. Y pocas cosas más dignas de quedar incluidas en ese proceso de revisión y cambio que la defensa de los derechos humanos de aquellos cuya pobreza: ignorancia o desvalimiento es mayor.

Señores:

Me doy cuenta de que en estas pláticas, especialmente en la de hoy, he planteado más dudas que respuestas. Algunas cues-tiones de carácter estrictamente técnico-jurídico las he tratado en forma muy somera. Espero profundizarlas en exposiciones que proyecto hacer en mi otra casa, la Facul tad de Derecho.

Sólo me resta agradecer a ustedes su presencia. De ma nera muy especial la de los señores Ministros de la Su prema Corte que me han acompañado. Estoy seguro de que ellos me perdo-narán los pecados que he cometido contra la ortodoxia. En mi

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defensa invocaré las palabras de un abogado de Jerez que fue además un gran poeta: “De mis pecados, los más negros están enamorados”. Y yo he hablado por amor a la Suprema Corte de Jus-ticia. Lo cual no es garan tía de acierto. Pues ya Cervantes demostró —en la aventura del muchacho azotado a quien don Quijote pretendió salvar y en realidad condenó a mayores sufrimientos— que también los enamorados de la justicia pueden cometer graves equivocaciones.

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ANEXOS

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I

Agradezco a mi amigo William Roy Vallance la oportunidad que me ha dado para reunirme el día de hoy con mis colegas

los abo gados de la Barra del Distrito de Columbia. He pensado que hallándonos en esta gran ciudad capital nada sería más apro -piado que hablar a ustedes, así sea en forma breve, acerca de las tareas que la Suprema Corte cumple en mi país, México, contrastán-dolas de paso con las que aquí tiene a su cargo la honorable Su-prema Corte de los Estados Unidos.

Porque hay entre ambas más de un rasgo común, empezando por su nombre mismo que la nuestra, al ser creada por los Consti-tuyentes de 1824, tomó de la norteamericana; circunstancia que explica por qué entre todos nuestros cuerpos judiciales la Suprema Corte es la única que no lleva conforme a la tradición española,

La Suprema Corte en México y en los Estados Unidos*

* Exposición hecha por el Embajador de México en Washington, Antonio Carrillo Flores, ante la Sección Interamericana de la Barra de Abogados del Distrito de Columbia, el día 24 de diciembre de 1959.

Texto publicado en la Revista de la Facultad de Derecho de México, México, UNAM, t. IX, julio-diciembre 1959, núm. 36.

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el apelativo de "tribunal". Ahora que examinando con más cui-dado este pequeño asunto del nombre se descubre que la nuestra no es Suprema Corte a secas como la de Washington, sino "Suprema Corte de Justicia". Lo que me hace recordar una anécdota atribuida al Magistrado Holmes cuando impaciente con un novel abogado que invocaba en forma imprecisa considera-ciones de equidad, le amonestó con estas palabras: "Recuerde usted, joven, que esta no es una Suprema Corte de Justicia sino una Corte de Derecho". Entre nosotros el Magistrado Holmes no habría podido decir lo mismo: nuestra Constitución quiere que la Corte Mexicana sea una Corte de Justicia y no solamente de Derecho. De todos modos hay una indudable similitud en los nombres, pero no sólo en los nombres.

Nuestra Suprema Corte, como la de ustedes, es el más alto de los Tribunales Federales y, en tal carácter, tiene el poder de decir la última palabra en la definición de "la ley de la tierra" cada vez que conoce de un "caso" o de una "controversia". Si al fallar cual-quiera de ellos la Corte estima que es necesario dejar de aplicar una ley federal o local porque sea incompatible con la Consti-tución, tiene el poder para proceder así. A diferencia de lo que aquí ocurre, en donde semejante poder no está específicamente concedido a la Suprema Corte, excepto cuando se trata de definir la supremacía del Derecho Federal; en México nuestra Suprema Corte tiene la potestad expresa de ordenar que una ley federal o local no sea obedecida cuando viola las garantías individuales que la Constitución consagra.

Yo diría de manera general que nuestro Poder Judicial Federal tiene todas las facultades que el artículo III de la Constitución Nor-

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La Suprema Corte en México y en los Estados Unidos 127

teamericana otorga al de ustedes. Y al igual que la Suprema Corte de Estados Unidos, la mexicana ejerce su jurisdicción actuando en ciertos casos en forma original o de única instancia y en otros revisando decisiones de tribunales inferiores; si bien, como más adelante explicaré, nuestro sistema se ha desarrollado en forma por completo diferente al norteamericano en lo que toca a las materias sobre las cuales se ejercita la jurisdicción no original o revisora de nuestra Suprema Corte.

Es interesante anotar el hecho de que textos legales que en su origen fueron si no idénticos muy similares, en mi país han dado lugar a interpretaciones enteramente distintas de las norteameri-canas; y lo que quizás es aún más digno de mención es que tales diferencias no fueron el resultado del esfuerzo o las disquisicio-nes de nuestros juristas sino más bien de la diaria presión popular.

La explicación de este fenómeno reclama que tome unos minutos para hablarles de una institución de la que los mexicanos hemos estado siempre orgullosos, de nuestro Amparo. Acaso en una traducción literal al inglés podría yo llamarlo "writ of protection", aunque creo que "Amparo" es en español una palabra mucho más bella y significativa que "protección" en inglés.

Mis compatriotas por casi un siglo han visto en este amado recurso el bastión de sus derechos fundamentales como indivi-duos en contra de cualquier acto o procedimiento de cualquier autoridad, alta o modesta, federal o local, legislativa, administra-tiva o judicial. Del "Amparo" habla el prestigiado diccionario de derecho de Black pero en términos tales que obviamente llevan a concluir que se ocupa de una institución del llamado Derecho

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128 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

"hispanoamericano" que rige en algunos Estados, que es por completo distinta de la nuestra.1 Probablemente la forma más sencilla de explicar a ustedes lo que el Amparo es en México, es repetir el artículo XVIII de la Declaración Americana de los Dere-chos y Deberes del Hombre, aprobada en Bogotá, Colombia, en 1948 por la IX Conferencia Interamericana. Dice así: "Toda per-sona puede ocurrir a los tribunales para hacer valer sus derechos. Asimismo debe disponer de un procedimiento sencillo y breve por el cual la justicia lo ampare contra actos de la autoridad que violen, en perjuicio suyo, alguno de los derechos fundamentales consagrados constitucionalmente".

Es un hecho bien conocido que México jugó un papel impor-tante en la redacción de este texto. Esa es la razón por la cual sigue muy de cerca la teoría de lo que sus creadores pretendieron que el Amparo fuese en mi país, primero en su aparición en el Acta de Reformas de 1847 y después, ya con mayor claridad, en nuestra gran Constitución Liberal del 5 de febrero de 1857.

El término español "Amparo" viene indudablemente de nuestra tradición colonial; pero la idea concreta de hacer del Poder Ju-dicial Federal el guardián de los derechos constitucionales del individuo, se inspira —al menos tal es mi convicción, pues acerca de este punto no estamos de acuerdo todos los abogados mexi-canos— en la exposición que Alejo de Tocqueville hizo de las ins-

1 La edición de 1951, bajo el rubro "Amparo" da esta definición: "en el Derecho his-panoamericano, documento extendido a quien reclama una porción de tierra como una protección entretanto que se ordena un deslinde y se expide el título de posesión por un comisionado con autoridad suficiente".

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La Suprema Corte en México y en los Estados Unidos 129

tituciones políticas norteamericanas en su célebre libro publicado

en los treintas de mil ochocientos.2

Parece extraño y sin embargo es comprensible en el ambiente

cultural de mediados del siglo XIX, que nuestros juristas estu-

diaran las instituciones políticas y jurídicas de ustedes en

Tocqueville más bien que en los escritos de Hamilton, Madison,

Jay o del gran Justicia Mayor Marshall. Aún ahora el sistema

legal anglosajón, especialmente en sus datos técnicos, no es muy

conocido en México, si bien la situación va cambiando; con mayor

razón hace 100 años, cuando el intercambio cultural directo entre

nuestros dos países era prácticamente inexistente.

Pero cualquiera que sea la causa, el hecho cierto es que los

fundadores de nuestro Amparo quisieron dar a nuestro Poder

Judicial Federal en esta materia las funciones que Tocqueville

había explicado en su La Democracia en América que tenía en

los Estados Unidos y para eso imaginaron un procedimiento

legal sui generis que combina elementos similares a los que en el

Derecho anglosajón tienen el habeas corpus, el mandamus y la

injuction del derecho de equidad. Incluso está regulado lo que

corresponde a la injunction provisional o temporal de ustedes y

que permite a los Jueces conceder a la parte quejosa una pro-

tección de emergencia suspendiendo la acción de la autoridad

entre tanto que la sentencia final decide la controversia.

2 En un artículo que se titula "Alejo de Tocqueville, Mariano Otero y el amparo", publicado en El Universal en los primeros días de abril de este año, fundó esta afirmación.

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130 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

Donde nuestro sistema se ha desenvuelto en una forma por com-pleto distinta a la de ustedes es en la amplitud de las fun ciones que nuestras cortes federales cumplen en relación con el capí-tulo de garantías individuales de nuestra Constitución, de lo que ustedes en inglés llamarían nuestro Bill of Rights. Aludo en especial al artículo 14 de nuestra Ley de Leyes que en opinión de uno de nuestros más eminentes juristas de principios de este siglo, don Emilio Rabasa, se inspiró en la cláusula del "debido pro ceso legal" de la enmienda V de la Constitución Norteamericana. La verdad es que nuestro artículo 14, como todos los demás incluidos entre los que definen las garantías del individuo, in cluye en sus disposiciones lo que corresponde también a la enmienda XIV de ustedes; en otras palabras, en México, a diferen cia de lo que ocurre en Estados Unidos, las mismas normas esta blecen la protección de los individuos en contra de la autoridad federal y de los gobiernos estatales.

Debido a circunstancias históricas que no puedo detenerme a analizar, los Tribunales Federales desde el principio de la vida del sistema se vieron sometidos a la constante presión del pueblo de los distintos Estados para examinar a través de nuestra propia y peculiar cláusula del "debido proceso legal", esto es de nuestro artículo 14, si la ley había sido bien aplicada o no por cualquiera de las autoridades del país en el caso origen de la queja o reclama-ción del particular.

El resultado, desde el último cuarto del siglo pasado, es que con muy pocas excepciones cada vez que un particular acude al Amparo por un agravio real o supuesto del Gobierno o de sus agen-tes, ya sean ellos federales o locales o aun municipales, puede

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llegarse hasta la Suprema Corte, que de esa manera se ve obli-gada a decir la última palabra en prácticamente todas los con-troversias judiciales, inclusive aquellas (cosa que no ocurre en Estados Unidos) que no plantean ninguna cuestión específica de derecho federal.

En los últimos años se han propuesto y adoptado algunos re-medios para corregir una situación como la anotada que puede significar para la Suprema Corte lo que el mismo Rabasa llamó "una tarea imposible". En 1928, por ejemplo, se la dividió en Salas, primero en tres: para asuntos penales, administrativos y civiles. En 1935 se creó una Sala más para los asuntos del tra-bajo. En 1951 otra importante reforma se hizo dando autoridad final en ciertos casos (negocios menores de orden civil y penal, así como Amparos administrativos contra autoridades locales) a las decisiones de Tribunales Federales de apelación creados al efecto y estableciendo la caducidad en los negocios civiles o admi-nistrativos cuando los interesados no renueven de tiempo en tiempo su instancia.

Los remedios al parecer no han sido suficientes. Miles y miles de peticiones llegan cada año a la Suprema Corte reclamando una solución que humanamente nuestro máximo Tribunal no pue-de dar siempre con la oportunidad que todos desearían.

El Congreso de mi patria estudia ahora una vez más esta vieja y difícil cuestión, explorando por diversos caminos y a través de varias propuestas, nuevas soluciones para el problema.

Un resultado indirecto de la discusión que está teniendo lugar es el creciente interés de los abogados mexicanos para conocer

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más en detalle el sistema norteamericano y la forma como fun-ciona. Así, la conveniencia de adoptar algunos de los principios de la ley judicial norteamericana de 1925 que dio a la Suprema Corte de este país amplia facultad discrecional para decidir si considera que un caso es de suficiente interés público para ocu-parse de él o no, es ahora un tema que se discute en la prensa, en las reuniones de abogados y en las cátedras.3

No se cuál pueda ser el resultado final de! debate que tiene ahora lugar en México, aunque sí estoy seguro de una cosa: no traerá consigo restricción alguna a los derechos de la persona humana ni limitación a la eficacia protectora de nuestro amado recurso de Amparo.

3 El sistema está explicado brevemente en mi libro La Defensa Jurídica de los particulares frente a la Administración en México, 1939, páginas 169 a 171,de acuer-do con la famosa carta dirigida por el Justicia Mayor Hughes al senador Wheeler el 21 de marzo de 1937, que sigue siendo la exposición clásica en esta materia. Puede además consultarse el excelente tratado de Hart y Wechsler, The Federal Courts and The Federal System, 1953, páginas 1394 a 1422. El rasgo más saliente es que cuatro al menos de los nueve Magistrados deben considerar que la petición plantea un pro-blema de interés general —aunque no necesariamente de orden constitucional— para que se admita el writ of certiorari, que es el recurso a través del cual se ejercita en la gran mayoría de los casos la jurisdicción de apelación de la Suprema Corte. De las peticiones se da trámite aproximadamente al 15% y se rechaza el resto. Así se explica que la Suprema Corte no tenga que dictar sino 120 ejecutorias cada año. A pesar de eso su influencia no se ha mermado como el órgano que rige la vida jurídica del país.

El reciente caso de la huelga del acero lo demuestra: a principios de octubre el Presidente Eisenhower instruyó al Procurador General para que promoviera una "injunction" en contra de las empresas y del sindicato que levantara durante 80 días la prolongada suspensión de labores que dañaba ya "la salud y la seguridad de la nación". El sindicato objetó la constitucionalidad de la ley en que el gobierno fundó su instancia y subsidiariamente que estuviesen comprobados los supuestos para el otorgamiento de la "injunction". Antes de que concluyera octubre habían dictado sus fallos el Juez de Distrito de Pittsburgh, el Tribunal de Apelaciones y la Suprema Corte había dado entrada y había resuelto en cuanto al fondo el certiorari.

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La Suprema Corte en México y en los Estados Unidos 133

Al contrario si, como espero, se alivia a la Suprema Corte Mexi-cana de parte de la apremiante carga que sobre ella pesa, probablemente estará en una posición mejor de cumplir esa deli-cadísima función que la venerable Suprema Corte de Estados Unidos cumple cada día: acotar callada pero constantemente, a través de la decisión de los casos concretos, la frontera entre las garantías del individuo y los derechos de la comunidad; entre la seguridad jurídica que se logra a través del mantenimiento del orden existente y la persecución de la justicia que a veces pide cambios en la estructura social y económica.

Sabemos que en una sociedad moderna la ley no es todo, que hay en ella muchas cosas más; pero sin la salvaguardia de la ley para la dignidad humana, todas esas otras cosas están desti-nadas a llevar una vida precaria, cualesquiera que sean sus realiza-ciones en el mundo espectacular de la técnica y de la ciencia.

II

Notas acerca de la “revisióN Judicial de la coNstitucioNalidad de las leyes”.

Learned Hand, acaso el Magistrado norteamericano que muerto Holmes ha gozado del mayor respeto en este país, a pesar de que nunca formara parte de la Suprema Corte, escribió ha poco un bello y breve libro, The Bills of Rights, recogiendo conferencias que dictó en Harvard. (Harvard University Press, 1958). En él aplica algo que los estudiosos de este problema saben bien, que la Cons-titución Norteamericana no concede a los Jueces —cuando menos de modo expreso— la facultad de calificar la constitucionalidad de las leyes federales.

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134 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

"Los Tribunales Federales, dice, derivan todos sus poderes del pueblo de los Estados Unidos... y entre los concedidos a ellos no se encuentra potestad alguna para juzgar acerca de la validez de las decisiones ni sobre la amplitud de los poderes de cualquier otro 'departamento'. Más aún, el propósito claro fue hacer a los tres separados e iguales cada uno con respecto de las demás como una especie de 'mónadas leibnizianas' mirando cada depar-tamento al Cielo del Electorado, pero sin dependencia recíproca alguna"…"La doctrina de la supremacía judicial tampoco puede apoyarse en la cláusula de la supremacía (del derecho federal, número 2, artículo VI) que si alguna cosa prueba es más bien la tesis de que cuando se intentó conceder a los tribunales la facul-tad de declarar nulas las leyes que estuviesen en conflicto con la Constitución, se consideró necesario otorgar esa facultad de una manera expresa"... "Es obvio que la cláusula estaba dirigida exclu-sivamente en contra de los Estados, para impedir que invadiesen los poderes que habían delegado (a la Federación) y que dejaran de acatar las limitaciones que ellos habían aceptado en sus pro-pios poderes. No puede extenderse semejante autoridad hasta convertirla en una de orden general para decidir otros supuestos de leyes en conflicto con la Constitución: antes deberíamos in-vocar la máxima e x p r e s s i o u n i o u s, e x c l u s i o a l t e r i u s, y concluir que el reconocimiento expreso de dicha auto ridad para un caso demuestra que no existe de manera general" (Páginas 3 a 6).

Hand cita una opinión emitida por Marshall años antes de llegar a la Corte y de adoptar en ella las ideas que Hamilton había expuesto en el número 78 de El Federalista. Como abogado en el pleito Ware vs. Hylton (3 Dallas 199, 211) el Justicia Mayor había

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La Suprema Corte en México y en los Estados Unidos 135

dicho que "la autoridad judicial no tiene el derecho de discutir la validez de una ley a menos que semejante jurisdicción le haya sido dada expresamente por la Constitución"; a no ser, reflexio-naba recordando tal vez a Coke, que "la legislatura hubiese violado evidentemente alguna de las leyes de Dios".

¿Lo anterior significa que Learned Hand critique los principios que la Suprema Corte sentó en 1803 y que han sido desde en-tonces la base de la doctrina de la revisión judicial de las leyes? No. Quiere decir tan sólo que para Learned Hand esos principios no fueron incorporados a la estructura política de Estados Unidos por los Constituyentes de Filadelfia que no tuvieron oportunidad de votar en pro o en contra de ellos, sino por los líderes del Partido Federalista que pensaron, con visión extraordinaria, confirmada por la historia, que era necesario dotar a un órgano, la Suprema Corte, independiente y superior a los Estados (que en muchos puntos estaban divididos por intereses distintos cuando no con-tradictorios), del poder de establecer normas, con o sin la vo­luntad del Congreso Federal, que fuesen el marco o cauce para el desa rrollo de Estados Unidos como una nación económicamente unitaria a pesar de su descentralización política. Sabían, o presen-tían, que sin unidad económica no podía haber industria, ni sin industria, riqueza.

Fue notable la sagacidad con que Marshall, cuando su grupo acababa de ser vencido eligiera, para hacer prevalecer las tesis de Hamilton, un caso —el famoso de Marbury vs. Madison— en que se pedía a la Suprema Corte, con apoyo en una ley categó-rica, que obligara a actuar a un miembro del gabinete de Jefferson. Declarando la ley inconstitucional, se arrogaba el Tribunal Supremo

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un poder inmenso sin colocarse en una posición de conflicto de hecho con el nuevo régimen. ¡Vaya forma de hacer política!

Hamilton no era demócrata, todo lo contrario. Creyó hasta su muerte que el destino de grandeza que esperaba a su país, recla-maba conceder muy escasa participación en el Gobierno al pueblo. Su única intervención en el Constituyente tuvo lugar en la sesión de 18 de junio en que presentó un plan que entre otras cosas pro-ponía que la presidencia de la República fuera prácticamente vitalicia, el Senado compuesto de miembros que ocuparan sus escaños por tiempo indefinido y el Jefe del Ejecutivo tuviese un veto absoluto sobre las leyes del Congreso. "De haber encon-trado Hamilton la coyuntura propicia, sin duda hubiese recomen-dado la abolición de los Estados", dice el último y más distinguido de sus biógrafos (Alexander Hamilton, por John C. Miller, 1959, página 161).

Expuestas con tan brutal franqueza sus ideas no pudieron triun far. Fue entonces cuando en los artículos de El Federalista pensó que los amplios poderes que las tradiciones judiciales de la colonia reconocían a los Jueces, podrían servir los propósitos que lo animaban. "De esta convicción brotó uno de los actos más audaces y significativos de la carrera de Hamilton: el intento de hacer a la Suprema Corte de Estados Unidos la expositora de una ley superior que restringiese por igual a las mayorías populares y a los Estados impidiéndoles rebasar sus poderes constituciona-les". (John C. Miller, obra citada, página 201).

Es innegable la profunda relación que media entre el sistema del common law anglosajón y la versión norteamericana del control

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La Suprema Corte en México y en los Estados Unidos 137

judicial de la constitucionalidad de las leyes. En el número corres-pondiente a diciembre de 1958 del Boletín de la Escuela de Derecho de Harvard, Roscoe Pound, cuya autoridad en el campo acadé-mico es equivalente a la de Learned Hand en la judicatura, publicó un precioso artículo intitulado "Why Law Day?", en que figura este párrafo:

"La segunda instituta de Coke, con su comentario sobre la Carta Magna y los viejos casos expositivos del common law, fue nada menos que una biblia para los abogados de la época de la revolución americana y del siglo siguiente y fijó esta doctrina (la de Coke) en nuestra "legal polity". (¿Cómo traducir "legal polity"? De atenerme a la definición de Webster yo diría: "en los principios legales de nuestra Constitución").

El postulado que Coke sentó en el caso del doctor Bonham, resuelto en 1610, y que Corwin considera que es incuestiona ble-mente "fons et origo" del sistema norteamericano, dice: "El common law controla las leyes del Parlamento y algunas veces resuelve que son enteramente nulas como contrarias al common right y a la razón". Así como el common law alude a lo que llamamos derecho objetivo, obviamente la expresión "common right" tiene que ver con los derechos subjetivos de los miembros de la comu-nidad británica, tal como los iba definiendo la prudencia de los jefes apoyándose en ocasiones en las viejas costumbres y en otras siendo las sentencias mismas la fuente de la norma y consi-guientemente del Derecho. (Como en el pleito del doctor Bonham contra el Colegio de médicos de Londres, que no lo dejaba ejercer su profesión, en que Coke estimó nula la decisión,que multaba al querellante porque la corporación sancionadora participaba en

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el beneficio, lo que la erigía en juez y parte, situación contraria a la razón a pesar de que estuviese apoyada en un acto del Par-lamento Inglés).

Las ideas de Coke no tuvieron gran significación en Ingla terra. Fue en Estados Unidos donde la alcanzarían muy grande. La causa la explica Pound con su habitual sencillez: "En Inglaterra, desde 1688 el Parlamento alcanzó la autoridad absoluta que los reyes estuardos habían buscado para ellos. En Estados Unidos con-forme al sistema (polity) de nuestras constituciones escritas tanto estatales como federal, el legislativo, el ejecutivo y el judicial por igual, han de obrar de acuerdo con la ley de la tierra; en ninguna parte reside un poder ilimitado, absoluto, salvo el del pueblo sobe-rano cuando actúa de la manera prescrita por las enmiendas de la Constitución… De tiempo en tiempo las legislaturas han pre-tendido que como representantes especiales del pueblo su posición corresponde a la del Parlamento en la Gran Bretaña, pero nuestro sistema (polity) se asemeja más al de Inglaterra antes de 1688 que al que rige ahora en la Gran Bretaña".

No resisto a hacer una cita final del antiguo decano de Harvard: "La razón, dijo Coke, el oráculo de nuestro common law, 'es la vida de la ley'; no, el common law mismo no es otra cosa que la razón. Yo diría que el derecho, y consiguientemente el common law como un sistema de derecho, es la experiencia desarrollada por la razón y la razón sometida a la prueba de la experiencia".

Conceptos paralelos desarrolla el venerable Holmes en su clásico tratado The Common Law: "Las consideraciones que los Jueces casi nunca mencionan —o pidiendo excusas cuando lo

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La Suprema Corte en México y en los Estados Unidos 139

hacen— son precisamente las raíces secretas de donde la ley extrae todos los jugos de la vida... La ley es administrada por hombres aptos y experimentados que saben demasiado para sacri-ficar el sentido común a un silogismo". "La vida del derecho no es la lógica sino la experiencia". (Páginas 36 y 1.)

Si hemos de creer, pues, a Pound y a Holmes, cuando Coke afirmó que la potestad legislativa estaba subordinada al respeto de los derechos subjetivos y de la razón, no estaba refiriéndose ni a los unos ni a la otra como entidades abstractas. Hay una cita suya en que aclara que él no se refirió a la razón natural, sino a una razón "artificial", entrañablemente unida al oficio del juz-gador. No hablaba de la razón como lo hace un filósofo o como un lógico, sino como un Magistrado que venía de la política y que estaba batallando para limitar la prerrogativa del Rey y los fueros de los tribunales eclesiásticos.

¿Hasta qué punto el ejercicio adecuado del Poder Judicial de revisión de las leyes reclama esa utilería, esa inmersión del Magis-trado en las tradiciones y costumbres del pueblo, en sus luchas y en sus conflictos? ¿No será acaso eso lo que le ha faltado siempre o casi siempre a la Suprema Corte Mexicana para que entre noso-tros el control judicial de las leyes alcanzara desde el punto de vista social y político la significación que ha tenido en Nortea-mérica? ¿Si el common law fue "fons et origo" del control de la constitucionalidad y son todavía hoy sus concepciones capitales —principalmente la idea de "lo razonable"— las que lo nutren y le dan vida, con qué ingredientes puede sustituirse el vacío en un sistema como el nuestro? Creo que esa es la cuestión capital que los estudiosos del Derecho mexicano tenemos que plantearnos

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cada vez que intentemos reconsiderar el problema de la función que toca cumplir a nuestra Suprema Corte al examinar la constitu-cionalidad de las leyes.

Porque una cosa es indudable: quien piense que cuando un tribunal aborda el examen de la constitucionalidad de la ley actúa en un campo de pura lógica jurídica manejando los elementos que le dan los textos en conflicto, está haciendo en la mayoría de los casos un planteamiento muy restringido. Es claro que puede acontecer que ahí donde el texto constitucional diga que la autoridad tiene 72 horas para dictar una resolución venga una ley secundaria a tratar de fijar un plazo distinto. Pero esos casos son los menos en número y los de más pequeña importancia. Si a eso se redujera el control judicial de las leyes no habría tenido en ninguna parte trascendencia alguna. La importancia real de los problemas de constitucionalidad o constitucional de las leyes, es que en la gran mayoría de los casos no son de lógica jurídica. Lo que normalmente provocan, y de ahí su gravedad, es la con-frontación de posiciones diferentes con respecto a problemas de orden social o político, a veces ligados a concepciones más o menos abstractas de justicia o de equidad, en otras con temas más concretos pero que de todos modos reciben el impacto de controversias vivas que rebasan el campo jurídico. Cuando los Jueces condenan una ley como inconstitucional generalmente no es porque desde un punto de vista lógico la consideren incompatible con un texto constitucional, pues éstos están redac-tados en forma de tal manera abstracta que resisten múltiples y variadas interpretaciones, sino porque optan en favor de la pos-tura que creen mejor acerca de la cuestión debatida y en contra de aquella en que se apoyó la ley de que están juzgando.

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La Suprema Corte en México y en los Estados Unidos 141

Para esta opinión toman en cuenta muchas circunstancias, inclusive los cambios ocurridos en la estructura social, en el pro-greso de la ciencia o en la opinión. Así, para citar solamente el caso más célebre de los últimos tiempos, la ejecutoria Brown vs. Board of Education of Topeka, que en 1954 declaró inconstitu-cional la discriminación racial en las escuelas públicas de los Estados, variando un precedente de fines del siglo XIX, se apoyó capitalmente en que las ciencias sociales, especialmente las de la educación, han demostrado que aunque todos los servicios téc-nicos sean iguales, los niños de color sufren con su apartamiento una depresión psicológica que les impide su desarrollo normal.

Hace algunos meses —concretamente el 30 de marzo— la Suprema Corte de Justicia norteamericana dictó una sentencia (Bartkus vs. Illinois). en la que figura el siguiente concepto del Magis trado Frankfurter: "Las decisiones dictadas con apoyo en la cláusula del debido proceso exigen un escrutinio profundo e ín timo de los principios fundamentales de nuestra sociedad. El sis-tema jurídico angloamericano no está basado en revelaciones tras-cendentales sino en la comprobación que los tribunales puedan hacer de la mejor manera posible de cuál es la conciencia social. Esta comprobación debe hacerse usando toda la disciplina ad-quirida por los tribunales para esta tarea y ha de estar rodeada por las mejores salvaguardias en cuanto a desinterés o a impar-cialidad". O dicho en otras palabras, la Corte confiesa que en esta materia los Jueces actúan como voceros de la conciencia general; por eso su función, en tales casos, es mucho más política que jurídica.

Ha habido épocas en que, sin duda con gran fidelidad a lo más profundo del pensamiento de Hamilton, la Suprema Corte de

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Estados Unidos usó su inmenso poder para anular leyes en que los cuerpos legislativos empezaban a recoger las inquietudes y las inconformidades en contra de los rasgos más brutales de lo que fue en su comienzo "la revolución industrial". Esa época pasó ya definitivamente. Ahora más bien lo que hace que se hable en ella de un grupo liberal y de un grupo conservador, es la distinta actitud de sus componentes al definir hasta dónde los derechos personales pueden restringirse por lo que de una manera muy lata se llamarían consideraciones de seguridad o de orden.

El tema es de un interés extraordinario pero no es mi intento abordarlo. Simplemente he querido insistir —pues el punto está de sobra explorado en la literatura— acerca de que lo verdadera-mente significativo en las tareas de la Suprema Corte Ameri-cana en cuanto órgano de control de la constitucionalidad de las leyes, no está en la aplicación de principios de lógica jurídica, esto es, no está en lo jurisdiccional en sentido estricto, sino en la función política que con tanto valor puntualizó el Magistrado Frankfurter en el párrafo transcrito de la sentencia Bartkus vs. Illinois. Y que cuando los mexicanos nos hemos planteado el mismo problema a veces no nos hemos detenido lo suficiente a preguntamos: ¿De verdad queremos que la Suprema Corte Mexicana cumpla la misión que Hamilton previó para ella? ¿En caso de que quisié-ramos darle esas funciones la Suprema Corte podría cumplirlas? ¿Cuáles serían las normas o directrices superiores de la acción política que así desempeñaría? La última interrogación es a mi juicio la más difícil de contestar, particularmente en un país en pro-ceso de transformación social.

No trato de negar, porque sería simplemente desconocer los hechos de nuestra realidad, que la Suprema Corte Mexicana exa-

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mi na a través de distintos procedimientos la constitucionalidad de las leyes tanto federales como locales. Más aún, como lo he dicho ante los abogados de esta ciudad, sus facultades son inclu-sive más claras que las concedidas a la norteamericana. Lo que sugiero, y espero poder abordar en trabajo más amplio, es que, des-vinculada de las tradiciones del common law y de las circuns-tancias históricas tan peculiares que explican el sistema norteamericano, nuestra Corte en general ha abordado los pro­blemas de constitucionalidad simplemente como cuestiones de lógica jurídica. Más aún, el eminente Rabasa la alentó a ello cuando escribió: "El Juicio constitucional, venido a México sin antecedentes, no trajo consigo las preocupaciones del criterio formado por una doctrina anterior. No obstante la pobreza de nuestra práctica, puede ya asegurarse que no incurrirá la Corte en el error de fundar en principios generales, independientes de los preceptos positivos de la Constitución, sus fallos contra las leyes ni contra los actos de gobierno. Aun el más avanzado de los desa-ciertos hasta hoy cometidos (la doctrina de la incompetencia de origen), pretendió fundarse en el texto de la Constitución. La su-premacía judicial podría, pues, desenvolverse en México tan ampliamente como el régimen lo requiere sin peligro de caer en la degeneración que en los Estado Unidos se le achaca cuando se dice que el gobierno americano es una oligarquía ejercida por un grupo de togados".

Lo capital del sistema le ha sido, pues, ajeno y acaso esa sea una de las razones, aunque no la única, que expliquen que la Su-prema Corte nuestra haya acabado por ser en la abrumadora mayoría de los casos un tribunal, o mejor dicho un grupo de tri-bu nales de revisión de legalidad y apenas en situaciones muy

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excep cionalmente un auténtico Tribunal Constitucional. Es posi-ble, aunque yo no lo pienso así, que el proceso no sea ya reversible. Aun en este supuesto, podría pensarse en sistemas más lógicos que los actuales para que el pueblo mexicano tenga una justicia expedita como lo manda el artículo 17 de la Constitución.

Dicha cuestión, de inmenso interés público, es por completo dis tinta de la que he abordado en estas cuartillas y habré de dejarla para otra oportunidad.

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Me alegra mucho estar una vez más con los miembros de la Sección de Relaciones Interamericanas de la Barra de

Abogados del Distrito de Columbia, gracias a la sugestión de mi amigo, su Secretario General, señor Roy Vallance.

Hace cuatro años, en una reunión similar a ésta, hablé de las funciones de la Suprema Corte en México comparándolas con las que desempeña la Suprema Corte de Estados Unidos. Mi pro-pósito hoy, desenvolviendo ideas que presenté hace algunos meses en la Universidad de Georgetown, es ocuparme princi-palmente del papel que ha jugado nuestro más alto Tribunal en el largo y difícil proceso de las reformas sociales y económicas de mi país.

Ante todo debo recordar que en México los derechos personales están garantizados en contra de los actos o proce dimientos de cual-quier autoridad, alta o baja, federal o local, legislativa, administra-

La Suprema Corte en las reformas sociales de México*

* Exposición hecha por el Dr. Antonio Carrillo Flores ante la Barra de Abogados del Distrito de Columbia, el día 28 de abril de 1964.

Texto publicado en la Revista de la Facultad de Derecho de México, México, UNAM, t. XIV, julio-septiembre, 1964, núm. 55.

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tiva o judicial, por un medio de defensa (writ), el de Amparo, que hasta donde sé, tiene una órbita más amplia que los proce-dimientos que en otros países existen con propósito similar.

Nuestra Suprema Corte, como la de ustedes, es el principal Tribunal Federal y como tal, tiene la última palabra en la inter-pretación y aplicación de las leyes nacionales y, además –cosa distinta de lo que ocurre en Estados Unidos–, de las leyes locales, civiles y penales, al revisar las sentencias de los tribunales de los Estados. Si al resolver una controversia la Corte considera nece-sario dejar de aplicar, como incompatible con la Constitución, una ley federal o local, tiene el poder de hacerlo. Más aún, a dife ren-cia de lo que ocurre en Norteamérica, donde ese poder no está expresamente concedido, excepto al fijar la Constitución la supre-macía de la ley federal, nuestra Suprema Corte tiene la autoridad específica para declarar que una ley federal o local no debe ser obedecida en un caso concreto si a su parecer viola los derechos de un individuo, garantizados por nuestra ley suprema, o quebran-ta en su perjuicio la esfera de competencia de las autoridades de la Federación o de las estatales.

No sería exacto decir que nuestra Suprema Corte ha cumplido una función de importancia comparable a la que ha desempe-ñado la de Estados Unidos al hacer la revisión judicial de las leyes federales y locales. Muchas razones explican el fenómeno. Las prin-cipales son de carácter histórico, económico y político: en Estados Unidos tocó a la Corte disciplinar a un grupo de entidades que traían una larga tradición de independencia. No fue ese el caso en México. Pero también ha influido el hecho de que nuestro sis-tema legal, que en sus líneas generales sigue las tradiciones here-

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dadas del Derecho romano, no reconoce a los Jueces poderes tan amplios como en los países anglosajones (common law). En estos países cuando se habla de la “ley” se piensa principal-mente en la decisión judicial. Nosotros concebimos a la ley como obra de las asambleas parlamentarias y no entra en nuestros hábi-tos mentales asociar a los tribunales con la tarea de “hacer la ley”, sino con la de interpretarla y cumplirla. De ahí que inclusive cuando la Suprema Corte declara en una sentencia que una ley es inconstitucional, tomamos al pie de la letra el texto que dice que la sentencia no trasciende sobre la vigencia de la norma, fuera del caso singular que fue resuelto. Así entendió y explicó el sistema norteamericano el Conde de Tocqueville y así lo acogió Mariano Otero en el Acta de Reforma de 1847, aunque ustedes y yo sabemos que el sistema en Estados Unidos no funciona de esa manera: cuando la Suprema Corte declara que una ley es inconstitucional, ésta queda muerta, definitivamente muerta, salvo que la Corte revoque su sentencia, cosa que solamente ha ocurrido una vez, o venga una reforma constitucional posterior (casos de la esclavitud y del impuesto sobre la renta).

Lo anterior no significa que nuestra Suprema Corte no se haya hecho sentir, a veces de una manera decisiva, en el proceso de modelar nuestras instituciones sociales en los últimos cincuenta años.

Como la mayor parte de ustedes probablemente sabe, nues-tra Constitución de 1917 incorporó, después de una amarga y sangrienta lucha, los principios que los líderes populares de aquel tiempo creyeron necesarios para destruir la estructura feudal que prevalecía en el campo y establecer el marco que hiciera

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posible elevar el nivel de vida general. La tierra tenía que ser distribuida tomándoIa de los latifundios vecinos. Por otra parte, una serie de derechos muy concretos para el trabajador indus-trial y urbano fueron establecidos, tales como el de no poder ser separado de su trabajo sin causa justificada y sin indemnización, el de disfrutar de un salario mínimo, el de no trabajar como regla general más de ocho horas diarias, el de formar sindicatos, la par-ticipación de utilidades, el seguro social y otros. Para resolver las controversias a que estos derechos dieran lugar, se crearon Juntas de Conciliación y Arbitraje.

La ejecución de algunas de las nuevas normas no reclamaba la iniciación de procedimientos contenciosos, pero de otras sí. De allí que inmediatamente después del restablecimiento del orden constitucional, en mayo de 1917, nuestra Suprema Corte tuviese que decidir si los derechos que de aquellas normas derivaban podían hacerse efectivos a través de la acción de las autorida-des administrativas o si era necesario, según los intereses afec-tados con la nueva legislación pensaban y exigían, que se iniciara en cada caso un largo y formal procedimiento judicial. De haber prevalecido este último punto de vista, las reformas sociales tan urgentemenle necesitadas se hubieran pospuesto tal vez por muchos años, haciendo más difícil para el país acomodarse en paz al nuevo orden de cosas. Debido a que los Magistrados de la Suprema Corte reconocieron con prudencia y al mismo tiempo con valor, porque abandonaban ideas muy arraigadas en ellos, que pertenecían a otra generación, la autoridad de la Administra-ción para actuar con rapidez, ejecutivamente, fue posible, por ejemplo, que México cumpliese la primera Reforma Agraria en América Latina.

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Unos años más tarde la Suprema Corte, de una manera pa-triótica y realista, rectificó la acción tanto del Congreso como del Presidente en ciertas áreas que hasta fines de la década de los veintes fueron materia de discusión, no siempre cordial, con las cancillerías de Estados Unidos y de Europa. La Corte, por ejem-plo, en dos históricas ocasiones, decidió que los preceptos de la nueva Constitución relativas al petróleo no podían interpretarse en el sentido de que perjudicaran los derechos de los dueños de terrenos que antes de 1917 habían ejecutado actos positivos enca-minados a la explotación de ese recurso, que una legislación de fines del siglo XIX, equivocada y contraria a nuestras más viejas tradiciones, había declarado que correspondía no a la Nación, sino a los propietarios privados de la tierra. Esas sentencias hicieron posible que el Gobierno resolviese honorablemente aquellas contro-versias de carácter internacional.

Cuando se dictó el segundo de los históricos fallos, estoy hablando de noviembre de 1927, era yo un estudiante en nuestra venerable Escuela de Jurisprudencia. Recuerdo vivamente cómo mis compañeros y yo pensamos que la Suprema Corte estaba equivocada y en nuestra Revista el Director, Manuel Sánchez Cuen, publicó un editorial criticando muy duramente a nuestro Tribunal Supremo. Nuestra crítica desde el punto de vista téc-nico era correcta. Pero con el beneficio de quien puede apreciar las cosas muchos años después de que ocurrieron y con la sere-nidad que viene con la edad y la experiencia, confieso que ahora veo en aquel acto de la Suprema Corte una manifestación más del sentido común y la prudencia que mi país ha mostrado a lo largo de su dramática historia. México tuvo que transigir en 1927, pero más tarde, con su economía diversificada y fortalecida y su cré-

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dito internacional totalmente rehabilitado, pudo establecer y consolidar completo control nacional no sólo sobre el petróleo, sino sobre otros recursos naturales.

Vivimos en Latinoamérica y en realidad en todo el mundo un periodo de cambios y de esperanzas, de oportunidades y de peli-gros. Por eso, normas que hace cuarenta, veinte o inclusive menos años eran aceptadas como necesarias, son ahora ma-teria de controversia. Esto es cierto, entre otras que podría citar, de las leyes que en algunos países en proceso de desarroIlo se dictaron en el pasado con la mira de alentar inversiones, tanto extranjeras como nacionales, para promover el desa rrollo económico.

El fenómeno también se da en los países desarrollados en relación con otros problemas. Huésped de Estados Unidos en los últimos cinco años, e interesado en el estudio de sus institu-ciones políticas, muy especialmente en el de la más singular de todas, la Suprema Corte, he podido seguir las nuevas orienta-ciones que su Tribunal Supremo ha fijado, apartándose de criterios que había seguido por mucho tiempo, tratándose de la garantía de no sufrir discriminaciones por raza o color y acerca del derecho de la ciudadanía a participar cada hombre o mujer con un voto en los procesos electorales.

Determinar cuáles de los principios y leyes que por una razón en Estados Unidos y por otra en los países que están desarrollán-dose son considerados por ciertos grupos como privilegios que deben extinguirse por ser contrarios a nuestra presente concep-ción de la justicia y de la igualdad, es tarea delicada en extremo,

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según el Justicia Mayor Warren advertía en su discurso de Indiana el domingo pasado.

Nuestro Tribunal Supremo, por las razones históricas, políticas y culturales a que aludía antes, no ha estimado prudente, por lo menos hasta hoy, intervenir en todos los campos en que el de Wa-shington ha hecho sentir su acción. (En alguno, el de la discri-minación racial, su acción sería innecesaria, pues el problema entre nosotros no existe). Debo, sin embargo, declarar que nues-tra Suprema Corte no es ajena a esa tarea constante de con-frontar las leyes dictadas en el pasado, con las circunstancias y problemas del presente.

Hace unos meses ocurrió un caso típico. Los bancos en México han gozado por décadas de una posición especial. Pueden cobrar sus deudas en caso de quiebra, sin necesidad de someter como los demás acreedores, sus reclamaciones a los síndicos. Este prin-cipio fue atacado ante la Suprema Corte como constitutivo de un privilegio indebido, de aquellos que nuestra Constitución prohíbe. Los debates, que a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, en México tienen lugar en público, ocuparon destacadamente la atención de la prensa. Al final, la Corte, por una reñida votación de diez, en contra de nueve, decidió en favor de la validez de la ley bancaria. Pero el hecho de que la votación fuese tan reñi-da y las discusiones tan animadas, centró la atención pública acer ca del problema de si es justificado mantener en favor de los bancos una situación que obviamente no necesitan ya. Se ha crea-do así un clima que estoy seguro llevará a modificar de alguna manera una vieja regla que no se conforma con el concepto que ahora tenemos de la igualdad. Hace cuarenta años, quizás hace

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todavía veinte, la norma era útil, tal vez hasta necesaria. Hoy un sistema bancario diversificado, fuerte y complejo, manejado a un alto nivel de eficiencia profesional, puede, sin daño para nadie, someterse a las mismas leyes que en materia de cobro de deudas rigen para todos.

No sería justo afirmar que corresponde al Poder Judicial la mayor responsabilidad en la promoción o el afianzamiento de las refor-mas sociales. En Estados Unidos es mi impresión que la Suprema Corte ha tenido que asumir ese papel debido a la vetusta organi-zación del Congreso y a que éste, lejos de ser entre ustedes vocero de la “voluntad general”, según la concepción de los teóricos de la Revolución Francesa, ha sido y es en realidad órgano para la composición entre los múltiples intereses, regionales, profesio-nales o de otro orden, que concurren a formar la compleja malla de la vida norteamericana. Lógicamente el Congreso se paraliza cuando la transacción no es posible. La Corte ha tenido entonces que actuar, substituyendo de hecho a los poderes a quienes la Constitución encarga la función legislativa, esto es, al Congreso y en cierta medida al Presidente; ha corregido, pues, un vacío en la estructura política norteamericana. La Suprema Corte en Esta-dos Unidos es, en materia política, un poder substituto pero omní-modo. En México no existe esa deficiencia de poder. Es, pues, natural que las oportunidades abiertas a la Corte sean en ese aspecto más limitadas; son en cambio mayores como órgano de control de la legalidad, pues la órbita de la acción federal es mucho mayor que en Estados Unidos y el sistema de defensas jurídicas en el orden local es muy incompleto.

Hay muchos que en México sostienen que nuestra Suprema Corte debiera ser aliviada de su presente tarea de tener que decidir

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tantas controversias sin importancia, para dejarlas, como en Estados Unidos, a los tribunales inferiores. Debido a razones que no podría yo analizar ahora, y que también son de carácter histó-rico, nuestra Suprema Corte, a pesar de las limitaciones que se introdujeron en su jurisdicción en 1951, aún hoy está obligada a revisar miles de decisiones dadas por los tribunales locales en casos civiles y penales que no suscitan ninguna cuestión de Derecho Federal si afectan, así sea indirectamente, el interés pú-blico. En Estados Unidos, como ustedes saben, no más de cien opiniones se emiten cada año, sin contar naturalmente las opi-niones disidentes o las decisiones que se reducen a rechazar los recursos o a resolverlos invocando simplemente precedentes establecidos en otros casos. En México en 1963 nuestra Suprema Corte dictó casi ocho mil sentencias, si bien es verdad que ella actúa en la mayor parte de los casos a través de sus cuatro salas. Sólo en tratándose de funciones muy importantes, como la de deci-dir acerca de la validez de las leyes locales o federales, la Corte interviene en Pleno con la posible participación de sus veintiún miem bros titulares,

Quienes pensamos que el trabajo de la Suprema Corte debiera ser aliviado de la carga innecesaria que la agobia, creemos que así podría desempeñar mejor –dentro del marco más reducido de nuestras propias tradiciones jurídicas y políticas– la deli cada función que la Suprema Corte norteamericana cumple cada se-mana, de señalar callada pero constantemente, a través de la deci-sión de los casos concretos, la línea que separa las prerrogativas del individuo y las exigencias del bien público.

Además la Corte, pienso yo, podría entonces ejercer con más eficiencia una función muy peculiar que nuestros constituyentes

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le dieran y que no es de carácter jurisdiccional en sentido estricto, sino gubernativa de orden superior: averiguar, a petición del Ejecu-tivo, del Congreso Federal, del Gobernador de algún Estado o aun motu proprio, “algún hecho o hechos que constituyan la violación de alguna garantía individual, o la violación del voto público, o algún otro delito castigado por la ley federal”. Hasta ahora esta función ha ocupado una posición más bien secundaria en el tra-bajo de nuestra Suprema Corte. Creo, sin embargo, que con el desarrollo del país, que es un hecho indudable que a todos nos enorgullece, con las comunicaciones, con la elevación general de los patrones morales y culturales, esta tarea investigadora de la Suprema Corte, que los constituyentes pusieron con tanta visión y audacia, puede y debe llegar a ser un instrumento muy importante para vigorizar la vigencia de las normas que garantizan el respeto a las libertades y derechos fundamentales del individuo.

En el pasado, cuando inevitablemente el país sufría recaídas en la violencia, como parte de su proceso de acomodamiento al orden nuevo que trajo la Revolución, no habría sido quizás pru-dente que la Suprema Corte hubiese tratado de enfrentarse a situaciones derivadas de circunstancias muy por encima de su poder. En cambio, el México nuevo que hemos alcanzado a ver es, como reiteradamente ha dicho nuestro Presidente, don Adolfo López Mateos, perfectamente compatible, en su desarrollo y en su tranquilidad, con el respeto general y cotidiano de las liber-tades y derechos garantizados en la Constitución.

Yo iría más lejos. Sigo pensando, como lo dejé anotado en un libro que escribí de joven, hace veinticinco años, que México tal vez debiera ya revisar el concepto mismo de la amada institución

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del Amparo, para acomodarlo a las realidades de una sociedad industrializada y compleja. Cuando el Amparo se concibió, hace más de un siglo, sus creadores pensaron que era suficiente con asegurar la protección en contra de los actos de las autoridades tanto federales como locales. Ahora es obvio que se han for-mado muchos núcleos de poder social fuera de las fronteras tradicionales del Gobierno. En este país, donde el fenómeno se da también y seguramente con mayor gravedad que en México, hay procedimientos, como la “injunction”, que ofrecen una res-puesta a muchos de los casos que tengo en mente.

No quiero terminar esta exposición ante ustedes sin indicar, como una opinión que no pretende ser general, y mucho menos oficial, que espero que en el futuro, al mismo tiempo que se restrinja la jurisdicción de nuestra Suprema Corte, que la obliga a intervenir en muchos asuntos menores, se amplíen las fun-ci ones clásicas del Amparo, de manera de convertirlo en un ins-trumento que salvaguarde los derechos personales cuando éstos sean violados o desconocidos por la acción o la omisión de cuando menos algunos de esos centros de poder social carac terísticos de los tiempos actuales. Algunos de esos centros inclusive están ligados con el Estado, pero no se definen como autoridades en el sentido tradicional, si bien tienen de hecho po deres mayores que los de muchas autoridades.

Agradezco una vez más, la oportunidad que se me ha dado para presentar estas reflexiones en la atmósfera cordial del Club de Abogados de Washington.

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I

El papel histórico de la Suprema Corte en nuestro sistema de Gobierno se enfrenta ahora a la más grave amenaza en

una generación”, dice un editorial reciente de The New York Times.1 Y agrega: “hablando con franqueza, la Corte actual es en parte responsable del problema que la aflije, por las reformas sociales que ha pretendido llevar a cabo en forma precipitada y con dema-siado celo”. En esta posdata me propongo exponer algunos ante-cedentes y hasta aventurar una opinión sobre estos temas, con una reflexión al final acerca de la Suprema Corte Mexicana.

No es un hecho desconocido en la vida de Estados Unidos que la Suprema Corte sea el centro de un gran debate nacional; pero es novedoso que el problema no haya tenido esta vez como causa principal la negativa de la Corte a reconocer validez a leyes fede-rales o locales, sino la reacción que desde hace diez años vienen provocando algunas nuevas normas –los juristas anglosajones

Dedicado a los amigos fraternales que tengo entre los Ministros de la Suprema Corte de México.

La Suprema Corte de Washington otra vez sobre el tapete

1 9 de agosto de 1964.

Apéndice

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dirían “leyes”– establecidas por los Jueces en el marco de fórmulas muy generales de la Constitución: normas que, además, alcanzan de inmediato, pues una sola sentencia las fija, jerar-quía superior a las que emanan del Congreso, a quien está formalmente encargada la función legislativa. (La misma se vera apreciación del Times parecería hecha más bien respecto de la acción de un gobierno o de un parlamento, que de un tri bu-nal). En 1937 le vinieron a la Corte sus dificultades por ir muy despacio, “en calesa”, dijo Roosevelt, quedándose atrás de los otros poderes; hoy, en cambio, por ir “muy de prisa” a juicio de los opositores, anticipándose al Congreso Federal y a las legis-laturas locales con su acción materialmente legislativa, aunque judicial desde el punto de vista formal.

La diferencia es seria tanto política como técnicamente, por-que cuando alguien legisla, no puede limitarse a enunciar prin-cipios abstractos; tiene además que dictar las reglas substantivas y de procedimiento que tales principios reclaman muchas veces para su eficacia y cumplimiento. La Corte norteamericana así lo comprende y no ha soslayado esa responsabilidad, aun a sabien-das de que al proceder así asume u obliga a los tribunales infe-riores a asumir el ejercicio abierto de funciones de otros poderes, cuando encuentra que esa es la única manera efectiva de hacerse obedecer.

Dos casos ocurridos en las últimas semanas bastan para ilustrar esta situación. La Corte ordenó la reapertura de las es-cuelas públicas de uno de los cantones de Virginia cuya clausura había autorizado la Legislatura del Estado, antes que someterse a la decisión de 1954 que declaró inconstitucional la segre ga ción

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racial.2 Ahora bien, una orden no es suficiente para restable cer un servicio público, se requiere dinero. Así lo entendieron los Jueces y ordenaron a las autoridades locales decretar y cobrar los impuestos que fuera necesario. Es admirable el valor y con-gruencia de la actitud, ¿pero al llegar a ese extremo, la Corte actuará todavía en función judicial, esto es, declarando el Dere-cho en un conflicto entre partes?

El 15 de junio de este año, como culminación de un proceso que empezó en 1962,3 cuando se definió que los votantes tienen un derecho, justiciable ante los Tribunales Federales, para impug-nar la manera como los Congresos de los Estados señalan los Distritos electorales, la Corte resolvió que la igualdad ante la Ley, garantizada por la enmienda 14, obliga a las Legislaturas a fijar dichos Distritos de manera que tengan todos aproximadamente el mismo número de votantes, terminando así con el tradicional desequilibrio que ha existido en favor de las zonas rurales por más de 150 años. La Corte encargó a los Jueces Federales de Distrito que examinaran la situación existente en los Estados afec-tados —Alabama, Nueva York, Colorado, Maryland, Virginia y Delaware— y que resolviesen acerca de cómo y cuándo deberían llevarse a cabo las elecciones para diputados y senadores locales si las Legislaturas no procedían con diligencia. “Para conceder o negar remedio inmediato (esto es, comento yo, para intervenir o

2 En sus primeras decisiones acerca de este problema la Corte dijo que espe-raba que las autoridades locales procederían a efectuar la integración “con deli-berada (prudente) rapidez”. Después de 10 años de maniobras dilatorias es comprensible la impaciencia de los Magistrados.

3 Baker et al vs. Carr et al 369 U. S. 186, resuelto el 26 de marzo con opinión de Brennan con enérgicas opiniones disidentes de Frankfurter y Harlan.

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no en el proceso electoral), dijo el Justicia Mayor Warren en el caso de Alabama, un tribunal puede y debe tomar en cuenta la proxi-midad de una elección y la mecánica y las complejidades de las leyes electorales de los Estados y obrar conforme a los principios generales de la equidad. Respecto a la oportunidad del remedio, un tribunal está en capacidad, actuando razonablemente, de no exigir cambios precipitados que desorganicen el proceso elec-toral”. Repito: ¿no es esta tarea típicamente gubernativa?

Cuando empezaba a ponerse en marcha el complicado proceso, el líder de la minoría republicana del Senado, Dirksen, pro-puso una ley, que apoyaron muchos demócratas, especialmente del sur, para que durante un periodo no menor de dos ni mayor de cuatro años no tuvieran los Estados que cumplir la sentencia de la Corte. La idea era dar tiempo para que pudiese tramitarse entre tanto una reforma constitucional que permitiera a los Estados in-tegrar una de sus asambleas legislativas con criterio diverso de la población si así lo resolvía la mayoría de los electores. De haberse aprobado esa propuesta (que Dirksen mañosamente planteó como una adición a la Ley de Asistencia Económica al Exterior, para obligar al Presidente Johnson a optar entre no tener ley en esta importante materia o hacerse solidario de la desobediencia a la Corte) el problema constitucional habría cobrado gravedad inusitada, pues sólo una vez antes, en el periodo más violento de la Reconstrucción que siguió a la Guerra Civil, en 1869, se dio el caso de que el Congreso dictase una ley para retirar un asunto del conocimiento de la Corte;4 pero ahora la situación habría sido

4 Ex parte McCardle, 7 Wall. 506.

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más seria pues no se pretendía que el alto tribunal cesara de inter-venir en una controversia, sino que las Legislaturas no cumplie-sen con un fallo ya dictado.5

II

En el último decenio la Suprema Corte ha impreso a su propia función modificaciones muy trascendentales, no de forma sino de fondo, no de técnica, sino de orientación. Desde el punto de vista de la técnica procesal, en efecto, ningún cambio verdadera-mente importante ha tenido lugar después de 1925, cuando se estableció que el Tribunal ejercería su acción revisora como regla general a través del recurso de certiorari, que él concede discre-cionalmente si así lo acuerdan cuatro al menos de sus nueve Magistrados.6

5 Cuando termino de dictar estas notas, agosto 18, todavía no se sabe cómo vaya a resolverse este problema. La Comisión de Reglamentos de la Cámara de Dipu-tados, que tiene un poder casi omnímodo para decidir acerca de la legislación que pasa a ser discutida y votada por la asamblea en Pleno, decidió dar curso a una pro-puesta conforme a la cual se quitaría jurisdicción a la Suprema Corte y a todos los otros Tribunales Federales para conocer de controversias derivadas de la fijación de los dis tritos electorales por las legislaturas de los Estados. En cierto sentido esta propuesta va todavía más lejos de la que hizo el Senador Dirksen.

Los comentarios de la prensa liberal —The New York Times y The Washington Post, por ejemplo— han sido muy severos en contra de las dos iniciativas. Para el propósito concreto de explicar a los lectores mexicanos los orígenes y el desarrollo del actual debate sobre la Suprema Corte, basta con lo que se ha dicho y las conclusiones y observaciones que hago no se modifican cualquiera que sea la decisión que final-mente dicte el Congreso.

6 El criterio para el otorgamiento del certiorari sigue siendo hoy fundamental-mente el que expuse en 1939 en mi libro sobre La Defensa de los Particulares frente a la Administración en México, apoyándome en la carta que el Justicia Mayor Hughes dirigió en 1937 al Senador Wheeler y de que se habla más adelante en el texto de estas notas.

Quienes tengan interés en conocer en detalle cómo procede la Corte norteame-ricana para conceder o negar el certiorari pueden consultar las diversas exposiciones

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En casos contados, de los cuales el más importante es el de las controversias en que está atacada la validez constitucional de una ley local o federal, la revisión se hace a través del recur-so de apelación, cuyo otorgamiento teóricamente no es discre-cional. Sin embargo, la flexibilidad del sistema norteamericano es tal, que aun tratándose de la apelación la Corte puede, cuando así lo cree prudente, aceptar el recurso y resolverlo de plano, si a su juicio es obvio que debe conformarse o revocarse la decisión im pugnada, ya sea porque existan precedentes claros dictados por la propia Suprema Corte o por otras razones, como la notoria debilidad de los agravios expuestos.

Este extraordinario sistema permite reducir las miles de peticiones que llegan a la Suprema Corte cada año, a menos de 150 en que finalmente emite fallos con opiniones razonadas de los Magistrados.

Y para los escépticos que puedan pensar que sólo favorece a los ricos, hay que recordar cómo uno de los casos más impor-tantes de los últimos años, Gideon vs. Wainright, de que se hablará después, lo planteó un viejo vagabundo, que recuerda a nuestro Pito Pérez o a algunos personajes de los poemas de Yeats, sin más conocimientos de derecho que los que adquirió en sus pro-

recogidas en la obra clásica de Hart y Weschler, The Federal Court and the Federal System, 1953, pp. 1397 y ss.; puede leerse también con provecho: Tom C. Clark, Some Thoughts on Supreme Court Practice, conferencia pronunciada el 13 de abril de 1959 en la Escuela de Derecho de la Universidad de Minnesota, transcrita en sus partes esenciales en Allan F. Westin The Autobiography of the Supreme Court, 1963, p. 291. Hay dos libros muy recientes escritos por periodistas abogados que “cubren la fuente de la Corte” (James E. Clayton The Making of Justice, 1964 y Anthony Lewis Gideon’s Trumpet, 1964) ambos de muy amena lectura para el aficionado a estas cosas.

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pias dificultades con la justicia y que escribió su petición a la Corte a mano, a lápiz, desde la prisión de Raiford, Florida, en que estaba recluido.7

Hasta la gran controversia del año de 1937, suscitada por las propuestas de Franklin Roosevelt para ampliar el número de indi-viduos de la Corte cuando algunos de sus componentes hubiesen llegado a la edad de retiro,8 la doctrina accesible a un estudioso extranjero era casi unánime al valorizar la acción de la Suprema Corte: a lo largo de la historia norteamericana, ella había ejer cido su enorme poder más bien frenando, limitando, la legislación federal y la local, particularmente la primera, cuando trataban de introducir reformas en materia económica o social incompati-bles con las ideas que, a juicio de los Magistrados, eran esenciales para el mantenimiento de una vida común ordenada y justa.9

Al obrar con esa orientación general, la Suprema Corte de Washington había sido fiel a las ideas del hombre que más que ninguno otro influyó en la primera y crucial etapa de su vida: Alexan der Hamilton, cuyo pensamiento convirtió en ley el gran Justicia Mayor Marshall. Esos dos gigantes de la historia política y constitucional norteamericana, como el Partido Federalista en

que militaron, pensaban que era indispensable conceder al Tri-

7 Lewis, ob. cit., p. 4 B. Además la Corte designó como defensor de Gideon ante ella al jefe de uno de los bufetes más importantes de Washington, quien natural-mente actuó sin cobrar honorario alguno.

8 El texto del mensaje de Roosevelt al Congreso en Hart y Weschler, ob. cit., p. 1397.9 En una monografía que escribí para El Trimestre Económico y que se publicó en

uno de los números de esa revista correspondientes a 1938, recogí y me hice eco de aquellas opiniones.

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bunal Supremo facultades prácticamente irrestrictas para disci-

plinar a los Estados y someterlos a la autoridad nacional; pero

ello en la medida en que para ambos era claro que Estados Unidos

no era una democracia sino una república (con la connotación de

estos términos que explicó Madison en El Federalista), gobernada

por autoridades de poderes limitados que se ejercitarían dentro

de la órbita de la filosofía liberal y de los dogmas y princi pios del

common law; entre ellos, muy particularmente, la santi dad de los

contratos y la jerarquía e inviolabilidad del derecho de propiedad.

Era indispensable que hubiese una autoridad federal capaz

de impedir que se crearan trabas al comercio entre los Estados o

que de alguna manera las entidades federativas desconociesen

la validez de sus obligaciones contractuales; mas de ahí no se seguía

que la Federación pudiese, a través de sus propias leyes, seguir

una política que no respetase aquellos dogmas y principios.

Cuando el Magistrado Story (1811-1845) dijo que la propiedad era

un derecho más importante que la libertad, estaba propagando no

sólo una convicción personal, sino institucional. En 1857, en la

célebre decisión Dred Scott, 19 How. 393, el Justicia Mayor Taney

anuló la “transacción de Missouri” tan trabajosamente lograda

en el Congreso en 1820 y más difícilmente confirmada en lo esen-

cial después de la guerra con México, en 1850, que prohibía a la

Federación extender la esclavitud a los nuevos territorios al norte

del paralelo 36.30, con el argumento de que una ley federal no

podía disponer que un esclavo que cruzara esa línea quedase

manu mitido sin quebrantar el texto constitucional que manda no

privar a una persona de sus propiedades sin compensación y sin

el debido proceso legal. Con estas ideas el valeroso y terco jurista

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La Suprema Corte de Washington otra vez sobre el tapete 165

era leal a los principios con que, a pesar de la generosa decla-ración de su preámbulo, se había redactado la Constitución de Filadelfia.

El conflicto verdadero, sin embargo, no habría de presentarse en forma realmente aguda sino en los últimos años del siglo XIX y primeros 30 del siglo actual, cuando el desarrollo urbano e in-dustrial, con todas sus consecuencias, como la formación de los grandes monopolios, la organización sindical y la ampliación del voto, puso de manifiesto la necesidad de que la Federación y los Estados interviniesen en materias nuevas con normas regula-doras de la vida social que tenían, algunas de ellas, un parentesco más cercano con el programa del Manifiesto Comunista que con La Riqueza de las Naciones.

En 1895 la Suprema Corte10 declaró nula la ley que creó en Es-tados Unidos el impuesto sobre la renta, afirmando que era un tributo directo que no se había fijado en forma proporcional a la po-blación, como exige el artículo I, sec. 9 de la Constitución. Parte de la llamada legislación social fue condenada también a princi-pios del siglo, a pesar de la resistencia solitaria y elegante del “Yanqui del Olimpo”, Oliver Wendell Holmes, Jr., que negaba que la Constitución hubiese erigido en dogma las ideas de Herbert Spencer.11

Y no que Holmes creyese que estaba dando una quijotesca batalla por la justicia. Al contrario, alguna vez escribió con aristo-crática arrogancia: “He dicho muchas veces a mis hermanos (así

10 Pollock vs. Farmer’s Loan and Trust Co. 157 U. S. 429.11 Voto disidente en Lochner vs. New York (198 U. S. 45)

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se llaman unos a otros los Jueces conforme a la tradición anglo-sajona) que yo odio a la justicia; con esto quiero decir que sé que si un hombre empieza a hablar de ella es porque por una razón o por otra no puede o no quiere pensar en términos legales”.12 Hol-mes, al negar derecho a sus “hermanos” para anular la legis-la ción social de los Estados que no se conformase con las ideas que aquellos tenían acerca de la santidad de los contratos, estaba simplemente exponiendo una tesis que, admitidas sus premisas, era absolutamente irreprochable; a saber, que no es en los tribu-nales sino en 105 parlamentos, y no en la contienda judicial entre partes acerca de sus intereses respectivos, sino en el foro abierto de la política y en la confrontación de los partidos, donde debe deci-dirse cuáles son las modificaciones necesarias para mantener ese equilibrio sutil y transitorio con que el derecho va acotando los territorios que se disputan los grupos sociales en luchas que forman la malla de la historia.

Retirado Holmes, Felix Frankfurter, quizás el más ilustre de sus prosélitos, diría que “la verdadera fe democrática no espera de la Corte la imposible tarea de asegurar una democracia vigo-rosa, madura, capaz de defenderse a sí misma, tolerante; sino que pone la responsabilidad de armonizar la firmeza con la tole-rancia sobre el pueblo y sus representantes, que es donde en verdad reside”.13

Cuando Roosevelt presentó en 1937 su plan para “empaque-tar”14 a la Suprema Corte, provocando el debate constitucional

12 Carta al Dr. Wu, 1929, citada en James E. Clayton, ob. cit., p. 123.13 Carta al Magistrado Stone, en Clayton, ob. cit., p. 38.14 Uso la palabra porque la acepta el Diccionario de la Academia con una conno-

tación similar al “packing” inglés que emplea la literatura americana.

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La Suprema Corte de Washington otra vez sobre el tapete 167

más profundo desde la Guerra Civil, sólo fue vencido en aparien-cia. El Justicia Mayor de aquel tiempo, Hughes, al mismo tiempo que se pronunciaba en contra de la propuesta en su célebre carta al senador Wheeler15 (a quien ya retirado tuve la oportunidad de conocer en Washington y oírle narrar las circunstancias que pre-cedieron a esa carta), lograba, en el secreto de las discusiones de la Corte, que ésta cambiara su rumbo, abandonando la hosti-lidad con que había recibido y estaba anulando varias de las medidas de la política del “Nuevo Trato”. La postura de Holmes dejó en adelante de ser heterodoxa y pasó a ser la “ley”.

La Segunda Guerra Mundial postergó muchas de las grandes cuestiones de orden interno y la renovación natural del personal de la Corte trajo el ingreso en ella de hombres que habían llegado a la edad adulta ya en pleno siglo XX. Esos y otros factores, como el cambio radical que se operó en las concepciones de las tareas del Estado en materia económica, parecía que finalmente habían encauzado al Tribunal Supremo en la ruta augusta y tranquila de órgano definidor del Derecho, lejos de las controversias que en el pasado lo enfrentaron con Jefferson, con Jackson, con Lincoln y con los dos Roosevelt.

Nada más equivocado. El 17 de mayo de 1954 el Justicia Mayor Warren, que llevaba menos de un año de presidir a la Corte, leyó la opinión en el caso de Brown vs. Board of Education16 declarando inconstitucional la segregación racial en las escuelas de los Es-tados. Esa sentencia abrió mucho más que un nuevo debate: pren-

15 El texto completo aparece en Hart y Wechsler, ob. cit., p. 1399.16 347, U. S. p. 483.

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dió una mecha revolucionaria que todavía no se apaga y que ha provocado ya, así en la antigua Confederación como en el Norte, manifestaciones pacíficas y violentas, motines con derramamien-to de sangre, asesinatos, intervención del Ejército y quizás hasta un reagrupamiento de las fuerzas políticas de Estados Unidos.

En ese clima los problemas de la regulación de la propiedad han dejado de ser la preocupación fundamental de la Corte o el criterio para caracterizar las corrientes de opinión que dividen a sus miembros. “Ayer el área activa de nuestras preocupaciones tenía que ver con la ‘propiedad’, hoy con la libertad”, dijo Frank-furter desde 1955.17

Dos personajes hasta hace poco tiempo personalizaron las posturas opuestas: el propio ex profesor de Harvard y consejero de Franklin Roosevelt que mantuvo, hasta su retiro en 1962, la tradición de Holmes de que la Corte no ha de pretender substituir con su criterio el de las asambleas legislativas, salvo en casos de notoria arbitrariedad; en el otro extremo el viejo Hugo Black, el pri mero de los Jueces nombrados por el mismo Roosevelt, comba-tido en 1937 por sus conexiones de juventud con grupos racistas de Alabama y ahora el más audaz de los “activistas”, que postulaba el carácter “absoluto” de los derechos personales. “Naturalmente, escribió en 1960, que para decidir si se concede la protección constitucional a un derecho en particular hay que poner en la balanza intereses en pugna. Creo, sin embargo, que los autores de la Constitución lo hicieron ya cuando redactaron sus textos:

17 Self willed judges and the Judicial Function, conferencia parcialmente incluida en An Autobiography of the Supreme Court, editada por Alan F. Westin, 1963, p. 441.

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La Suprema Corte de Washington otra vez sobre el tapete 169

apre ciaron los riesgos involucrados y resolvieron que ciertos de-rechos debían garantizarse aun corriendo esos riesgos. Los tri-bunales no tienen ni el derecho ni la autoridad para revisar esa decisión original ni por tanto de hacer una diferente evaluación de la importancia de los derechos consignados en la Constitución. Cuando existe un conflicto de valores en el campo de las liberta-des individuales protegidas por la Constitución, este documento lo resuelve y la política que así fija no puede cambiarse sin una reforma constitucional hecha por el pueblo de la manera estable-cida por el pueblo… Por mi parte pienso que nuestra Constitución, con su garantía absoluta de los derechos individuales, es la mejor esperanza para las aspiraciones de libertad que alientan los hom-bres dondequiera”.18

III

Hasta la Guerra Civil nadie discutió que las 10 primeras enmiendas de la Constitución, prácticamente contemporáneas a la Carta de Filadelfia, consagraban garantías en contra de la Federación y de sus autoridades y no en contra de las autoridades estatales, cuya acción, consiguientemente, no podía ser controlada por las autoridades judiciales de la Federación. Terminado el conflicto, y después de un proceso cuya legitimidad es todavía motivo de discusiones académicas entre los eruditos, el Congreso, en 1868, declaró aprobada la enmienda 14 cuya sección primera dice: “Nin gún Estado hará o podrá aplicar ninguna ley que reduzca los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los Estados Uni-

18 Madison Lecture, en Westin, ob. cit., p. 397.

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dos; ni ningún Estado privará a ninguna persona de la vida, de la libertad o de la propiedad sin el debido proceso legal; ni negará a ninguna persona dentro de su jurisdicción la igual protección de las leyes”.

La interpretación que del texto transcrito hizo la Suprema Corte por una mayoría de cinco votos contra cuatro en los célebres casos de los rastros de Nueva Orleans, resueltos en 1873 (16 Wallace 36), es una de las más trascendentales en la vida del tribunal, pues de haber sido resueltos en forma distinta, la historia del sistema federal americano habría tomado otro rumbo, en forma similar a como entre nosotros cambió el carácter de nuestro federalis-mo la interpretación del artículo 14 constitucional. Los surianos vencidos plantearon a través de un antiguo Magistrado de la Corte que había dejado su sitial para ir a pelear con los Confede-rados, Campbell, que los nuevos textos colocaban la protección de todos los privilegios e inmunidades de los ciudadanos bajo la salvaguardia de la Justicia Federal y alegaban que la Legislatura de Lousiana había creado ilegítimamente un monopolio sobre los rastros de la ciudad en favor de cierta empresa. Detrás de esta tesis latía, como generalmente acontece, una postura política. Era la época de la Reconstrucción, cuando el Norte trató al Sur como tierra conquistada y los Gobiernos de los Estados que se habían rebelado o eran militares o estaban bajo el control de elemen tos que habían eliminado por completo del mando a la vieja aristocracia feudal, y Campbell se proponía “a través de la ju ris-dicción total de los Estados Unidos que quedara constatada la existencia de un solo pueblo, de manera que cada miembro del im-perio entienda y aprecie este hecho constitucional: sus privilegios e inmunidades no pueden ser disminuidos por la autoridad local”.

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La Suprema Corte de Washington otra vez sobre el tapete 171

En una sentencia admirable como esfuerzo de sutileza jurí-dica, el Magistrado Miller negó que el propósito de la enmienda 14 hubiera sido convertir en privilegios o inmunidades justicia-bles en los tribunales de la Nación derechos diversos de aquellos específicamente enunciados como garantías frente a la Federa-ción, en los textos de la Constitución y de sus enmiendas. Los pri-vilegios o inmunidades de que tradicionalmente habían go zado los ciudadanos de los Estados, reclamables frente a sus propias autoridades y en los tribunales locales, deberían conservar ese ca-rácter y continuar siendo, a pesar de la enmienda citada, campo vedado para la autoridad judicial federal. Con esta tesis los surianos perdieron los rastros,19 pero ganaron un principio de enormes consecuencias, que habrían de manifestarse cuando recupera-ran, como recuperaron, el control político del sur después de 1876: Estados Unidos seguiría siendo una Federación en que el poder mayor sobre los ciudadanos, el poder de policía, sería local, sin que su ejercicio pudiese ser controlado por la autoridad ju-dicial federal, excepto en los casos en que específicamente estuviese involucrado un texto de la Ley Suprema.

Poco después, en 1883, la Suprema Corte declaraba incons-titucional la Ley Federal de los Derechos Civiles de 1875, que es en muchos sentidos antecedente de la que aprobó el Congreso en sus sesiones de este año y firmó el Presidente Johnson el 3 de julio. El argumento fue por lo demás muy sencillo: es verdad, dijo el Magistrado Bradley, que ningún Estado puede dictar o aplicar

19 Aun esta pérdida fue temporal, pues la ley que creaba el monopolio fue dero-gada. Por impugnación de la empresa que había gozado del privilegio el caso llegó también a la Corte, la que sostuvo la validez de la ley revocatoria en 1884, 111 U. S. 746.

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leyes que reduzcan los derechos o inmunidades de los ciuda-danos, pero la prohibición no rige para los particulares; la Federa-ción no puede, pues, obligar a éstos a que traten igual a blancos y a negros. Y por lo que hace a la acción gubernamental propia- mente dicha, en 1896, en el caso Plessy vs. Ferguson (163 US 537) se resolvió que no era inconstitucional que una ley de Lousiana determinase que las personas de color viajaran en los ferro-carriles en sitios “iguales pero separados”, tesis que sería la ley hasta mayo de 1954.

Paralelamente, el alcance de la garantía del debido proceso legal, que figura tanto en la enmienda 5a. como en la enmienda 14a., y rige consecuentemente tanto contra la Federación como contra los Estados, sufría serios cambios a lo largo del siglo XIX: de ser en su origen, en Inglaterra, garantía de simple legalidad, se convertía en Norteamérica en 1856, en garantía de que la forma de proceder de la autoridad ha de ajustarse a ciertos patrones de justicia (ejecutoria Murray’, Leessee vs. Hobocken Land and Im-provement, 18 How. 272, dictada con opinión del Magistrado Curtis) y poco después en garantía ya no sólo de cierta forma de proceder, sino de fondo o sustancial.20 Fue la Suprema Corte de Nueva York la que en la sentencia Wynehamer vs. People, 13, N. Y. 373, anuló por primera vez una ley local dándole al concepto una connotación sustantiva y no simplemente procesal. En materia federal cuando Taney lo invocó como “dictum” en su opinión, ya men-cionada, del caso Dred Scott, inició la ruta que llevó a la Corte a

20 En La Defensa Jurídica de los Particulares frente a la Administración en México, pp. 75 y ss., expuse esa evolución apoyado en la literatura que conocía entonces, particularmente la clásica obra de Mott, Due Process of Law, 1926.

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afirmar su potestad para considerar inconstitucionales aquellas leyes de la Federación o de los Estados que introduzcan cambios en la vida social que, en opinión de los Jueces, quebranten de manera grave esa noción de lo razonable tan vaga, pero tan cara al sistema anglosajón.21

En el campo de los “derechos civiles” por más de medio siglo el tribunal dejó en libertad a los Estados para actuar, ejerciendo más bien su control, como ya quedó dicho, sobre las regulacio nes de la propiedad, aunque sería inexacto pensar que ese control tuvo siempre un signo conservador, pues en varias ejecutorias el tri-bunal sancionó la legitimidad de las nuevas atribuciones esta-tales que imponía el desarrollo económico. Precisa recordar, como ejemplo, la histórica Munn vs. Illinois (94, U. S. 113), cuando revita-lizando viejas tradiciones del common law, se resolvió que quien destina su propiedad a un uso que beneficia a la comunidad crea un derecho en favor de la propia comunidad, cuyo ejercicio toca al Estado organizar, aunque respetando la “utilidad razonable” del propietario. Esta sentencia es la piedra angular en que des-cansa la regulación gubernamental de los servicios públicos.

IV

Uno de los grandes cambios de las épocas recientes es producto del esfuerzo constante, aunque siempre lento y cauteloso, de la Su-prema Corte para ejercer su autoridad, rectificando la tesis de la

21 En “La Suprema Corte en México y en los Estados Unidos”, Revista de la Facultad de Derecho de México, t. IX, núms. 35-36, pp. 147 y 148, expongo las ideas de Holmes y Roscoe Pound acerca de “lo razonable”.

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sentencia sobre los rastros de Nuevo Orleans, en el sentido de obligar a los Estados y a sus tribunales a que, al aplicar sus pro-pias leyes, respeten a las personas los mismos derechos que les están garantizados frente a los órganos de la Federación.

Tal vez el fallo más comentado en este orden fue dictado el 18 de marzo de 1963 (372 U. S. 335), cuando revocando un precedente confuso de veinte años antes, se reconoció a los acusados indi-gentes el derecho a que los Estados les proporcionen un defen-sor; garantía que en materia federal figura específicamente en la enmienda 6a. (según estimaciones que acaba de hacer la Barra Americana de Abogados, de los 300,000 acusados en todos los tribunales la mitad no tiene recursos para pagar un defensor pri-vado).22 Este caso ha dado ocasión a todo un libro reciente y muy elogiado sobre la Suprema Corte, el ya citado de Anthony Lewis, cuyo título sugestivo de La Trompeta de Gedeón (Gideon’s Trum­pet) juega con el nombre del quejoso.

También en el campo del enjuiciamiento criminal destacan por su trascendencia las sentencias Mallory vs. United States (34.1 U. S. 449), de 24 de junio de 1957 y Dollree Mapp vs. Ohio (367 U. S. 643) de 19 de junio de 1961. En la primera la Corte resol-vió que la confesión no hace prueba contra el acusado si fue obtenida después de largos interrogatorios y sin que las autori-dades lo hubiesen consignado con razonable oportunidad; en el segundo decidió que tampoco tienen eficacia cualesquiera otras

22 Nuestro gobierno ha tomado ya pasos encaminados a procurar que los mexi-canos recluidos en las prisiones y sujetos a proceso por los tribunales de Estados Unidos reciban los beneficios que resulten de los liberales y justicieros criterios estable-cidos por la Suprema Corte.

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La Suprema Corte de Washington otra vez sobre el tapete 175

pruebas obtenidas ilegalmente, ya sea porque faltase el mandamien-

to judicial, la orden de cateo o por otro motivo. Hasta la sentencia

DoIlree Mapp este principio había sido ya enunciado como una

garantía obligatoria en materia federal desde 1914 (Weeks vs. U. S.

236 U. S. 383) pero no en el orden local. Mantener dos normas con-

tradictorias sobre el mismo problema, dijo el Magistrado BIack,

es olvidar “que la Constitución y el sentido común no están en

guerra”.

Anoto de paso que la función revisora de la Corte en asuntos

penales ha dado lugar a algunas de las exposiciones de mayor

interés y más ilustrativas acerca de la Suprema Corte. Y es que

cuando va de por medio la vida o libertad de los hombres, como

que cobran un sentido más claro las fórmulas que lentamente ha

venido construyendo la justicia federal americana para lograr ese

difícil equilibrio entre el respeto a los derechos individuales por

una parte, las exigencias del bien público por la otra y, como una

tercera piedra de toque, la estructura federal del país. “La aplica-

ción de los principios constitucionales, escribe Barrett Pretty-

man Jr., (Death and the Supreme Court 1961, página 302), es un

proceso evolutivo precisamente porque no hay dos casos exac-

tamente iguales y el grado de diferencia entre ellos es tan difícil

de medir. Por eso una mayoría de los Jueces repetidamente ha

vuelto a la justicia (fairness) como concepto rector. El 'debido pro-

ceso' se viola, ellos dicen, si la conducta de la policía, del fiscal

o de la corte ha sido tan injusta como para conmover la concien-

cia de la humanidad. La dificultad, naturalmente, radica en que lo

que conmueve a la conciencia de un hombre puede no conmover

a la de otro”.

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V

Excedería con mucho la extensión que razonablemente puede tener este apéndice, si tratara de referirme ya no a todos, pero ni siquiera a la mayoría de las tesis que contribuyeron a crear el ambiente actual de controversia que rodea al Supremo Tribunal de Estados Unidos. En el curso de estas notas, aunque no en forma sistemática, varias han sido ya citadas. Mencionaré unas cuantas más: las sentencias que declararon inconstitucional pri-mero, en 1962, (Engel vs. Vitale) la lectura de oraciones prepa-radas por las autoridades educativas y después, en junio de 1963 (Murray et al. vs. Curlett et al), hasta la de los textos mismos de la Biblia en las escuelas públicas de los Estados, como contraria a la neutralidad que el Estado debe mantener en las relaciones del hombre con la religión; la de junio de 1964 que anuló la ley que prohibía conceder pasaportes a los miembros del Partido Comunista; las que han venido limitando en diversas formas los poderes de investigación del Congreso, principalmente en cuanto a exigir que las preguntas que se haga sean pertinentes a los pro pósitos legislativos de la investigación, tal como éstos hayan sido claramente precisados en el acuerdo que la ordene. (Wat kins vs. United States, 354, U. S. 173).23

¿A qué conclusión llega uno después de revisar, frente a los problemas de hoy, la historia fascinante de la Suprema Corte nor-te americana? A lo menos yo, a ésta: no es exagerado afirmar que

23 En mi libro ya citado de la Defensa Jurídica de los Particulares, desenvuelvo con cierta amplitud la opinión que niega que como regla general el Juicio de Amparo sea un juicio político.

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el Tribunal está en camino de erigirse, si no es que se ha erigido ya, en autoridad omnímoda, aunque su competencia esté condi-cionada siempre por dos elementos: la acción o inacción de otros poderes y la oposición mediante recurso judicial, de una persona con interés (standing) justiciable en una controversia real.

Apenas queda una área que la Suprema Corte no ha tocado sino para fijar criterios limitativos de su propia jurisdicción: el de las relaciones y la política internacionales. En ella todavía a veces el tribunal deja que la ley y el sentido común sigan de pleito, como cuando resolvió que la frontera marina de Texas se adentra nueve millas en el Golfo de México conforme al Tratado de Gua-dalupe, pero no así la frontera marina (las aguas territoriales) de Estados Unidos.

Sólo que después del caso Baker, que declaró que un votante tenía un derecho justiciable para impugnar la división territorial hecha por un Estado para fines electorales, no puedo dejar de com-partir las dudas que expresó Frankfurter en su opinión disidente, de si la Corte no estará abandonando, con su incursión en un campo que notoriamente es más de la política que de la justicia, saluda-bles criterios que la autolimitaban. El ex secretario de Estado y distinguido jurista, Dean Acheson, heredero también de la tradi-ción de Holmes, comentaba no hace mucho, cuando le pregunté su opinión sobre el tema, que nunca una legislatura local puede dejar de rectificar una redistribución distrital si hay auténtico interés y presión de la ciudadanía. ¿No hubiese sido más razonable, agregó, que el señor Baker y los demás quejosos en vez de elevar su demanda a una de las Cortes de Distrito de Tennessee, pro-movieran su lucha en el seno de los partidos, en mítines, por la prensa o por la televisión?

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Es cierto que la frontera que separa el “agravio directo” del “agravio indirecto”, para usar la tecnología de nuestro Amparo, el derecho subjetivo del “reflejo de derecho” de JeIlinek o el “interés jurídicamente protegido” del “interés simple” de la doc-trina del Derecho Administrativo, no es siempre tan precisa como fuera de desearse; pero no cabe duda que en alguna parte tiene que trazarse la línea, si no se quiere llegar eventualmente a que toda la acción estatal pueda ser detenida judicialmente al arbitrio o capricho de cualquiera, dado que al fin de cuentas todos los ciudadanos tienen interés en la buena marcha de las ins-tituciones públicas.

En justicia debe también reconocerse que si las legisla-turas locales, en este como en varios otros problemas, hubiesen actuado con oportunidad, oportunidad que en ciertos casos fue de décadas, el Tribunal no se habría visto llevado a pisar los deli-cados terrenos a que ha llegado. Combatida y todo, la intervención de la Corte ha sido acicate para que Estados Unidos se enfrente con problemas que los poderes de origen electoral habían venido eludiendo.

VI

Comentario final:

En Estados Unidos la inacción del Congreso Federal, parali-zado por muchos años por los representantes de los Estados que integraron la Confederación, explica la revolución judicial que inició el caso Brown. En México, evidentemente nuestra Suprema Corte no podría desempeñar, ni serviría ningún propósito cons-

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La Suprema Corte de Washington otra vez sobre el tapete 179

tructivo que desempeñase en el supuesto téorico que pudiera hacerla, la función de poder omnímodo aunque sustituto. Entre otras razones, porque nuestro sistema político, cualesquiera que sean las críticas que se le hagan, no sufre similar vacío o parálisis de autoridad. Los Jueces no pueden gobernar, ni en el México de hoy tiene ya sentido definir al Amparo como “un juicio político”, aun cuando excepcionalmente cumpla la función política de que me ocupé en el discurso preinserto.

Pero precisamente porque en México no falta autoridad que aborde un problema social que demande la intervención del Estado (que lo es, generalmente, a pesar del artículo 124 cons-titucional la autoridad federal), nuestra Suprema Corte, y de un modo más general nuestros Tribunales Federales, podrían jugar, en el área intelectualmente más modesta pero trascendental y nobilísima de tutelar la vigencia de los derechos humanos garan-tizados por la Constitución, un papel, a su manera, tan impor-tante como el que el Tribunal Supremo de Estados Unidos viene cumpliendo en esa misma área.

Nuestra tradición constitucional, a diferencia de la norteame-ricana, nunca ha puesto en duda la potestad de la justicia federal para controlar la acción de los Estados que pueda ser violatoria de garantías ni colocado en compartimientos estancos las garan-tías del individuo frente al orden jurídico local y las que lo protegen frente al orden jurídico federal. El trabajo laborioso que la Corte norteamericana ha tenido que hacer para definir, v. g. que un procesado ante un tribunal local tiene derecho a un defensor, en México lo cumplió desde hace más de cien años el Constituyente de 1856.

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180 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

Quiero ofrecer dos sugestiones concretas:

a) Nuestra Corte, como expliqué a los abogados de Washington, tiene a su disposición, en el artículo 97 constitucional, un ins-trumento de que no dispone la de este país y que puede emplear con mayor vigor para proteger a los más humildes, a los Gideons de nuestras cárceles; y

b) Nuestro Tribunal Máximo tiene un vasto territorio que recon-quistar cuando revise, como espero que llegue a hacerla, algunas tesis, no elaboradas por sus actuales integrantes, que han quita-do toda eficacia real a ciertas garantías individuales, como la que prohíbe que las personas sean aprehendidas sin orden judicial, excepto en los casos expresamente fijados en el artículo 16, o la que manda que ninguna autoridad administrativa deje de con-signar a un detenido en el plazo máximo de 24 horas.

La prosperidad sin precedente de Norteamérica no ha extin-guido las áreas geográficas y sociales de la miseria; antes las ha vuelto más notorias e intolerables. Esa es una de las razones que explican el empeño de la Corte en obligar a los Estados y tam-bién a la Federación a respetar a sus Gideons y Mallorys. ¿Por qué en México nuestro Máximo Tribunal no ha de poder desempeñar función parecida, correctora, en lo posible, de los contrastes y desi-gualdades inevitables en el proceso de desarrollo económico, por lo demás, y básicamente admirable, que los mexicanos han impreso a su patria desde que se logró la estabilidad política?

En el fondo de estas reflexiones, producto de la confronta ción entre la realidad ajena y el recuerdo propio, que es la cotidiana

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La Suprema Corte de Washington otra vez sobre el tapete 181

tarea del ausente, está una convicción que he dejado registrada en otros papeles: lo más valioso del Derecho no es fabricar normas de justicia o de lógica irreprochable, sino hacerlas vivir. Y supuesto que elaborar leyes de todas las jerarquías no es en México em-presa difícil, la función de la Suprema Corte jamás será verdadera­mente trascendental en la esfera del control de la constitucionalidad —sin perjuicio, repito, de que de vez en cuando puedan darse casos como los que menciona el texto que precede a estas notas— sino en aquello que animó a quienes nos legaron la generosa insti-tución del Amparo: la defensa de los derechos fundamentales del hombre, especialmente del moral, económica o políticamente desva lido, empeño más de amor, y de valor, que de ciencia jurídica profunda.

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La Suprema Corte como Poder y como Tribunal*

Señor Presidente

Señores Académicos

Señores:

1. Reitero a esta venerable Institución mi agradecimiento por

el honor que me hizo al designarme como Académico de Número

y la tolerancia que conmigo tuvo permitiéndome una larga vacatio,

como diría don Virgilio Domínguez.

2. Ocupo el sitial que correspondió primero a mi maestro, don

Adolfo Valles y después al jurista tabasqueño don Manuel An-

drade. Aquél, sabio en el más alto sentido de la palabra, recibió

en vida un reconocimiento excepcional como una de las muy

pocas personas en quienes no halló sino virtudes que elogiar un

hombre de genio, pero no siempre ecuánime en sus juicios: don

José Vasconcelos. El segundo, don Manuel Andrade, después de

ejercer con dignidad la judicatura en su tierra natal, vino a la ca-

* Discurso pronunciado por el Dr. Antonio Carrillo Flores ante la Academia Mexi-cana de Jurisprudencia y Legislación el día 22 de junio de 1972.

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pi tal a promover con tesón, continuado dignamente por su hijo, la tarea de difundir, en muy pulcras ediciones, lo más importante de la legislación patria, empezando por la Constitución misma. No voy a ahondar en lo que con tanta erudición trataron el propio don Virgilio y don Antonio Martínez Báez en la noche del 3 de mayo último.1 Me limito a decir que la obra que inició don Manuel Andrade fue y es un servicio público, no en el sentido restrin-gido que le dan los cultivadores de esa árida disciplina que tanto amo, sino en el más amplio y sencillo de lo que es útil a la comunidad.

3. Azares de mi destino me alejaron por muchos años del cultivo sistemático del Derecho. Durante ese lapso hubo, sin embargo, un campo en que tuve oportunidad, a veces como asesor, en otras como funcionario con responsabilidad propia y en algunas más como sim-ple estudioso, de seguir reconsiderando ideas que acerca de las funciones del Poder Judicial Federal y más específicamente de la Suprema Corte de Justicia, he dejado expuestas en muchos trabajos, a lo largo de cuatro décadas, a partir de uno que recién salido de las aulas publiqué en la revista La Justicia, en febrero de 1931. La exposición que someto hoy a ustedes bajo el título de “La Suprema Corte Mexicana como Poder y como Tribunal”, es fruto de estudios y meditaciones.

4. Tanto la Constitución de 1824 como la de 1857 y la vigente de Querétaro, han concebido a la Suprema Corte como algo más que un tribunal: es el órgano rector, y por ende el más represen-

1 En su discurso de ingreso, don Virgilio Domínguez propuso que la difusión de las leyes fuera más amplia, aprovechando incluso en la radio.

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tativo, de uno de los tres Poderes a través de los cuales el pueblo ejerce su soberanía. Y la dicotomía que establece el enunciado de mi discurso tiene una significación puramente instrumental, para entender y sistematizar mejor el sitio y las tareas de ese cuerpo dentro de nuestra estructura constitucional y política; “pues reco nozco que la Suprema Corte siempre actúa como poder, aun en los casos en que desempeña funciones estricta-mente jurisdiccio nales controlando la correcta aplicación de la ley en asuntos que sólo indirectamente miran al interés público. He querido nada más subrayar que hay situaciones en las cuales desempeña una misión especialmente delicada: intervenir, a tra-vés de la aplica ción de normas jurídicas, en conflictos que tocan a la totalidad de nuestro sistema de gobierno. Es verdad que aun en el pleito más pequeño entre particulares el tribunal que conoce de él participa en el ejercicio de una noble e importante tarea esta-tal: mantener o restablecer el orden y buscar la realización de la justicia; pero es también verdad que hay litigios o procedimientos en que la co nexión con los intereses nacionales es más estrecha.

5. ¿Cuáles son ellos? ¿Qué características tienen? En una eje-cutoria de 19 de noviembre de 1927 la Suprema Corte abordó estas cuestiones. Se trataba de una controversia planteada por el Poder Ejecutivo, a cargo entonces del vigoroso Presidente don Plutarco Elías Calles, quien objetó la declaratoria de la legislatura local de Guanajuato que declaró gobernador al ciudadano Agustín Arroyo Ch., para el periodo 1927-1931. El Estado opuso la excep-ción de incompetencia por razón de la materia, que la Corte con-si deró fundada apoyándose principalmente en opiniones del Ministro don Salvador Urbina, en el sentido de que fuera de los casos previstos en el artículo 76 constitucional, relativo al Senado,

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ninguno de los Poderes federales, y consecuentemente no la Supre-ma Corte, puede constituirse en árbitro de cuestiones netamente electorales, como son las relativas a la renovación de la guberna-tura de un Estado, pues “lo contrario —dijo—, sería la negación de toda soberanía de las entidades federativas”. “En los debates [del Congreso Constituyente de Querétaro] se notó claramente —agrega la ejecutoria—, la tendencia de excluir del conocimiento de la Suprema Corte todo lo que tuviera carácter político defini-tivo e indudable ... Suponer lo contrario sería despojar a la Corte de sus funciones de poder regulador entre entidades definidas, para con vertirla en el gran elector o árbitro supremo de la función electoral interna de cada Estado.”

6. La tesis de la Corte, irreprochable dentro de la tradición cons-titucional que fijó Vallarta, y que acogió el proyecto de Có digo Procesal Federal de 1887, llevaba implícita esta otra idea: el Ejecu-tivo Federal tampoco tenía competencia para pretender desco-nocer, invocando vicios del proceso electoral, al Gober nador de Guanajuato. Por una coincidencia, años más tarde, en 1932, Gua-najuato volvería a dar ocasión a que se plantearan a la Corte problemas similares a los resueltos en la ejecutoria de 1927, cuando don Ignacio García Téllez inició, como apoderado de los tres Poderes locales, una controversia constitucional en contra de resolución de la Comisión Permanente que los declaró desapa-recidos. El caso no llegó a resolverse porque la parte actora presentó desistimiento pocos días después de que la situación política nacional varió con motivo de la renuncia del Presidente Ortiz Rubio.

7. En otra sentencia clásica, de octubre del mismo año de 1932, la Corte decidió otra controversia constitucional, fijando una tesis

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que alcanzaría reconocimiento legal en un precepto de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 27 de agosto de 1934, reproducido literalmente en la actual. Según él, el Supremo Tribunal resolverá “las controversias que se susciten por leyes o actos de la auto-ridad federal que vulneran o restringen la soberanía de los Estados o por las leyes o actos de las autoridades de Estados que invaden la esfera de la autoridad federal, cuando sean promovidas por la entidad afectada o por la Federación, en su caso, en defensa de su soberanía o de los derechos o atribuciones que les confiera la Cons-titución” (artículo 11, fracción II, de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación).

8. En la exposición de la Ley Orgánica de los Tribunales Fede-rales de agosto de 1934, de la que tuve el honor de ser ponente, se dice que la norma transcrita recoge la tesis que por mayoría de votos aprobó el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en la sentencia que dictó en la controversia iniciada por la Fede-ración en contra del Estado de Oaxaca, reclamándole la incons-titucionalidad, y como consecuencia de ella la nulidad de la ley dictada por dicha entidad, en febrero de 1932, atribuyéndose el dominio y la jurisdicción sobre los monumentos y ruinas arqueo-lógicos comprendidos dentro de su territorio. (El antecedente inme-diato de esa ley, fue el descubrimiento de la Tumba 7 de Monte Albán, por don Alfonso Caso y la Procuraduría General de la República, a cargo de don José Aguilar y Maya, actuó a petición del Secretario de Educación que lo era don Narciso Bassols.)

9. Los debates que entonces se escucharon en el palacete de la Avenida Juárez fueron brillantísimos. Don Ricardo Couto impugnó la competencia de la Corte invocando las discusiones que tuvie-

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ron lugar en el Constituyente de 1857 y la fórmula de Otero: la Suprema Corte no podía, dijo, conocer de la constitucionalidad de una ley local, impugnada como invasora de la esfera de com-petencia federal, sino a petición de un individuo particular y limitándose, de considerar fundado el agravio, a ampararlo y prote-gerlo en el caso especial motivo de la queja, sin hacer una declara-ción general, como la que pedía la Federación respecto de la ley de Oaxaca. La Procuraduría argumentó que la Constitución de 1917 daba a la Suprema Corte una facultad que no figuraba en la Carta de 1857, la de conocer “de los conflictos de la Federación con uno o más Estados”. En efecto, los artículos 97 y 98 de la Constitu-ción liberal hablaban de las controversias que se suscitan entre dos o más Estados, o entre un Estado y uno o más vecinos de otro, pero no entre un Estado y la Federación,2 aunque sí se referían a los juicios en que la Federación o la Unión fuese parte. Ahora bien, ¿las controversias acerca de la constitucionalidad de sus respec-tivas leyes no son casos típicos de conflictos entre la Federación y un Estado? ¿De no ser la Suprema Corte, qué poder conocería de ellos?

10. Por su parentesco con algunas otras funciones que la Cons-titución le atribuye, parecería que pudiese ser el Senado, pero ni las fracciones V ni la VI del artículo 76, que se refieren a situa cio-nes de conflicto en un Estado, mencionan sus controversias con la Federación. Por otra parte, dijeron los abogados del gobier-no, la doctrina de Derecho Constitucional de la primera posguerra había evolucionado, gracias sobre todo a la influencia de Kelsen,

2 El proyecto presentado por Arriaga contenía un texto, la parte final del artículo 102, que no fue aprobado.

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que se hizo sentir desde la Constitución austriaca de 1920 y nada se oponía a que la Corte interpretara el artículo 105 a la luz de estas nuevas aportaciones de la ciencia jurídica.

11. El insigne Ministro jalisciense don Francisco H. Ruiz, con la claridad que le era característica, acogió y vigorizó las tesis presen-tadas por la Federación; sin embargo, es interesante señalar que aunque la Suprema Corte declaró procedente la demanda, se limitó a condenar la ley oaxaqueña como inconstitucional, sin pro-nunciar su nulidad. Ello sirvió al Ministro Couto para comentar públicamente, con cierta ironía, que la Corte había emitido un dicta-men, no un fallo. El caso de Oaxaca es, hasta donde sé, único en su género.

12. La sentencia Oaxaca, complementada con la de 1927 rela-tiva al caso electoral de Guanajuato y las leyes del Poder Judicial Federal de 1934 y 1935, permiten afirmar que existe una vía para que la Corte ejerza el control jurisdiccional de las leyes a petición de la entidad afectada y no de un particular, aunque después de 1932 no se haya seguido. Es curioso que sólo una ley federal haya pretendido reglamentar esa vía en una materia específica: la de Coordinación Fiscal entre la Federación y los Estados, de diciem-bre de 1953. En ella se faculta a la Federación y a los Estados para plantear en una controversia constitucional la invasión de sus respec-tivas áreas impositivas e inclusive se regula la suspensión de la ley atacada y los efectos de una sentencia de anulación.

13. El Código Federal de Procedimientos Civiles de 31 de diciem-bre de 1942 es omiso acerca de ese punto, como en general acerca de muchos otros que interesan a la acción de la Suprema Corte

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como poder, pues tampoco regula, digamos, las controversias entre Estados o los conflictos entre los Poderes de una entidad federativa o las investigaciones del artículo 97, de que me ocu-paré después.

14. La explicación de esta inercia legislativa toca a las realida-des más profundas de nuestra vida política, y apenas de manera secundaria es de carácter técnico-jurídico. Ello, sin embargo, no libera a los profesionales del derecho de suscitar en toda ocasión propicia, y creo que lo es una exposición en esta Academia, la nece-sidad de que las leyes reglamentarias de los textos constitucionales relativos al Poder Judicial de la Federación, y especialmente a la Suprema Corte, doten a ésta de los instrumentos adecuados para que cumpla las tareas que le corresponden dentro de nuestro sistema de gobierno.

15. La coyuntura actual es particularmente propicia, una vez que las reformas promovidas por el Presidente Alemán en 1950, complementadas por las que se llevaron a cabo en el régimen del Presidente Díaz Ordaz, vinieron a aliviar la carga que pesaba sobre la Corte al acabar, espero que para siempre, con la idea de que todo Amparo debería de llegar a ella con sólo que algunas de las partes lo desease. (Error en que por cierto no incurrió la primera Ley de Amparo, la de 1861.)

16. La lucha que hubo que librar no fue fácil. En el Presidente Urbina, por tantos títulos eminente, la reforma tuvo un opositor vigoroso que frustró dos intentos; uno casi desconocido, hecho por el procurador Aguilar y Maya en 1940, iniciado apenas el gobier-no del Presidente Ávila Camacho, y otro en 1944 y 1945. Hoy no se

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discute ya que son cosas distintas el control judicial de la cons-titucionalidad de las leyes y la revisión de la legalidad de las senten-cias y de los actos administrativos; pero don Salvador varias veces calificó esa distinción de “absurda en Derecho Mexicano”.

17. Primero la creación, en 1917, de la justicia laboral, des-pués la tesis sobre la necesidad de agotar los recursos u otros medios de defensa en materia administrativa, que don Arturo Cis-neros Canto hizo prosperar en 1929, a pesar de objeciones tan serias como las que presentó el maestro don Trinidad García, fundadas en las normas constitucionales entonces en vigor, y que preparó el establecimiento de los Tribunales de lo Contencioso-Administrativo, iniciado en 1936 con el Fiscal de la Federación que hizo el Presidente Cárdenas a propuesta del secretario de Hacienda, don Eduardo Suárez; todo ello, unido al nacimiento de los Tribunales Colegiados de Circuito, a los que se ha con-fiado en gran medida el control último de la “legalidad”, han venido creando un panorama ciertamente más complejo pero más pro-misorio para que en algún futuro no lejano la Suprema Corte haga de sus tareas como poder regulador que tan bien definió ella en 1927, el centro de su interés.

18. En 1957 el Congreso, por iniciativa del Presidente Ruiz Cor-tines, quien aceptó una sugestión que le hice como secretario de Hacienda, decidió encomendar al Pleno de la Suprema Corte la revisión de los Amparos en que se discute la constitucionalidad de las leyes locales o federales. Después, en 1967 y 1968, se acogió el criterio de la discrecionalidad para que ciertos negocios lleguen a la Suprema Corte y otros terminen en los Tribunales Cole-giados de Circuito. Existen ya mecanismos para que el Tribunal

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Máximo cuide la uniformidad de la jurisprudencia. Creo, pues, que el terreno está preparado para que se intente lo que —me refiero a la tarea legislativa— no ha vuelto a hacerse en México desde 1887: un esfuerzo sistemático y de fondo, que persiga algo más que acabar con el rezago de la Corte; que avance “sin pausa y sin prisa”, revisando los textos constitucionales y la legislación procesal relativos al Poder Judicial de manera de conservar todo lo bueno de nuestras tradiciones para atender a nuestras pecu-liares necesidades, pero que aproveche las enseñanzas del derecho comparado y las construcciones de los jóvenes juristas mexicanos.

19. Las tesis fijadas por don Salvador Urbina en el caso de Gua-najuato son sin duda de las más importantes que la Corte haya sentado bajo la vigencia de la Constitución de 1917. La acción decisoria del Poder Judicial no puede interferir, ni menos susti tuir, a la de los cuerpos a quienes corresponde calificar los procesos electorales. Ello, empero, no puede llevar a desconocer que hay casos en que la Constitución otorga a la Corte tareas de indu-dable carácter político. El más claro me parece el contemplado en el párrafo 3o. del artículo 97, precepto que a iniciativa de don Venustiano Carranza aprobó el Constituyente de Querétaro, y tal vez la más importante innovación que aquel histórico Congreso hizo respecto al Poder Judicial de la Federación. Él faculta a la Corte para nombrar a un miembro de la judicatura o aun a designar a uno o varios comisionados especiales, “cuando así lo juzgue conve-niente, si lo pidiera el Ejecutivo Federal, o alguna de las Cámaras de la Unión o el Gobernador de algún Estado, únicamente para que averigüe ... algún hecho o hechos que constituyan la viola-ción del voto público o algún otro delito castigado por ley federal”.

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20. Don Salvador Urbina, en el informe que como Presidente

de la Suprema Corte rindió en diciembre de 1946, se ocupó amplia-

mente de las discusiones tenidas en el Pleno sobre este tema

desde el restablecimiento de la inamovilidad en 1941 y de las muy

diversas opiniones de los Ministros acerca de la inteligencia de

un precepto aparentemente extraño. Pues si para la protección

de las garantías individuales existe el Juicio de Amparo; si para

controlar los procesos electorales están los órganos locales y fe-

derales competentes de manera muy especial los Congresos

federal y estatales; y si finalmente la investigación de los delitos

es tarea específica de la Policía Judicial y del Ministerio Público,

¿cómo se justifica que la Suprema Corte tome a su cargo alguna

de esas tareas, directamente o a través de comisionados espe-

ciales, inclusive actuando de oficio?

21. Todas las leyes orgánicas de los Tribunales Federales

dictadas a partir de 1917 se han limitado a reproducir el texto cons-

titucional, por lo que la Corte no tenía otra guía para su exégesis

que el texto mismo y las palabras del Primer Jefe. En medio de la

gran variedad de opiniones, pareció formarse hace veinticinco

años consenso alrededor de lo que al discutirse uno de esos

casos expresó el maestro don Gabino Fraga, a saber: que la cir-

cunstancia de que la Constitución solamente obligue a la Corte

a practicar o a ordenar la práctica de las investigaciones que le

pidan el Presidente de la República, algunas de las Cámaras o un

Gobernador, revela que ha de tratarse de hechos o situaciones

graves y excepcionales; pues sería ilógico que para lo ordinario

se pidiese al Tribunal Supremo que cumpliese faenas que son

atribución propia de otras autoridades.

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22. Coincido con ese criterio: como representante por antono-masia de uno de los tres Poderes, la Suprema Corte puede, y acaso debe, ordenar tales investigaciones si considera que la situación planteada es de tal gravedad que el país no quedaría satisfecho ni el interés nacional protegido con la acción de los ór-ganos que tengan competencia normal en la materia. Tal es, diré de paso, lo que ocurre en los Estados Unidos y en la Gran Bretaña, donde existe la tradición de las comisiones investigadoras: en Estados Unidos, en 1876, varios Ministros de la Suprema Corte aceptaron participar en la comisión que resolvió el grave con-flicto suscitado en la elección presidencial de ese año y que estuvo a punto de provocar una nueva guerra civil; fue también invocando las inusitadas circunstancias del caso y la necesidad de satisfacer inclusive a la opinión mundial, como el Justicia Mayor Warren aceptó presidir la comisión que llevó su nombre, que investigó el asesinato del Presidente Kennedy en 1963, y fue por razones similares como el Justicia Mayor de Inglaterra fue designado hace pocos meses para averiguar los sangrientos sucesos que tuvieron lugar en Londonderry, Irlanda del Norte, al chocar el ejército inglés con manifestantes católicos. En el Reino Unido existe además, desde 1921, una ley que regula este tipo de investigaciones, las que sólo pueden iniciarse por acuerdo del Parlamento.3

23. En algunos trabajos he aventurado la hipótesis de que quizá don José Natividad Macías redactó el párrafo tan misterioso del artículo 97 inspirándose en los antecedentes anglosajones,

3 Debo el dato y el texto de la ley a don Vicente Sánchez Gavito, distinguido jurista y actual Embajador de México en Londres.

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que él conocía muy bien, pero recordando asimismo —como lo hizo tratándose de la súplica, a que después voy a referirme— precedentes españoles que he comentado con Alfonso Noriega; a saber: la potestad que tenían las audiencias de México y de Gua-dalajara para mandar inspectores a todas las provincias del Virreinato.

24. Cierta o no esa hipótesis, me parece obvio que la Cons-titución atribuye una facultad a la Corte en su carácter de uno de los tres Poderes de la Unión, para que la ejerza actuando con dis-creción política, si bien con la independencia, la serenidad, la objeti vidad propias de un tribunal. Ello explica que practicada la investigación, la Corte no pueda hacer nada más que dar a conocer sus resultados y ponerlos en conocimiento de la auto-ri dad competente, sin dictar una sentencia. Así se entiende también que pueda proceder inclusive de oficio, cuando es carac-terístico de la función jurisdiccional actuar a petición de parte interesada.

25. Algún Ministro, en los debates de los años cuarenta, hizo ver que lo limitado de las atribuciones de la Corte en esta materia la colocaba en una posición disminuida, cuando no francamente desairada. No lo pienso así, pues dada la naturaleza política de la intervención, la fuerza de ella deriva, por una parte, del hecho mismo de que la Suprema Corte estime que la gravedad de una situación justifica que ella la mande averiguar, y por la otra, el conocimiento público de los resultados de la investigación debe generar, por mecanismos también políticos y no jurídicos, que se tomen por quien corresponda las medidas a que haya lugar, según las circunstancias.

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26. Dicho lo anterior, agrego: no me parece en cambio obvio, aunque reconozco que ello me pone en discrepancia con muy eminentes publicistas mexicanos de ayer y de hoy, que la Corte ejerza funciones políticas cada vez que resuelve acerca de la legalidad de un acto de autoridad, así sea en un Juicio de Am-paro: juzgar acerca de la legalidad de la sentencia de un tribunal o de una multa impuesta por un funcionario administrativo por la violación de un reglamento, no es un acto político, a no ser que el concepto de lo político se lleve tan lejos que pierda su sentido propio. Anular, en cambio, una resolución del Presidente de la República o del Gobernador de un Estado sí puede ser un acto de trascendencia política, independientemente de que la anula-ción se produzca o no en un Amparo. Por eso desde hace muchos años escribí que entre los elementos de la definición del Amparo, como realidad y no como ideal o evocación histórica, ya no debe figurar el que sea un juicio político, expresión que convendría reservar —como Hamilton dejó escrito en El Federalista y Pon-ciano Arriaga en el dictamen con que presentó el proyecto de Constitución en 16 de junio de 1856— para los procedimientos que regula el Título IV de la Constitución cuando se acusa penal-mente a los altos funcionaros de la Federación.

27. Un órgano del Estado actúa políticamente —tal es mi con-vicción— cuando se apoya en consideraciones o razones de interés o de bien público, tal como él las aprecie y sin que la validez de su decisión dependa de su conformidad con normas jurídicas preexis­tentes. Esta concepción del acto político, nada original, no es in-compatible con un Estado de derecho, ya que es la Constitución misma o las normas que de ella emanan, las que en ciertos casos autorizan al órgano a obrar así, como ocurre en México en otro

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La Suprema Corte como Poder y como Tribunal 197

tipo de contiendas que, por su conexión directa con el estudio

del sitio de la Suprema Corte en nuestro sistema constitucional,

quiero mencionar: el de las controversias que pueden suscitarse

entre los Poderes de un Estado. Cuando son de carácter político

o cuando se interrumpe el orden constitucional mediante un con-

flicto de armas, toca conocer de ellas al Senado de la República,

según el artículo 76, fracción VI, de la Carta fundamental; pero si

los conflictos entre esos Poderes versan sobre la constitucio-

nalidad de sus actos y no han provocado un conflicto de armas,

la competencia corresponde a la Suprema Corte conforme al

artículo 105.4 Pocos años después de promulgada la Constitu-

ción, el Tribunal Máximo conoció de una controversia entre los

Po deres del Estado de Hidalgo que me ha narrado mi maestro

Eduardo Suárez, provocó un empate en el Pleno de nuestro Tri-

bunal Máximo. En los últimos treinta años, según datos que ama-

ble mente me proporcionó mi entrañable compañero y amigo, el

Ministro don Ezequiel Burguete, nuestro Tribunal Supremo ha cono-

cido y resuelto tres controversias de este orden; una en 1941 entre

los Poderes de Nayarit, otra en 1943 entre los del Estado de México

y la última en 1947 entre los del Estado de Jalisco.

28. ¿Por qué en un caso la Constitución ha querido que co-

nozca el Senado y en otro la Corte? Porque hay coyunturas en que

la solución es posible a través del cumplimiento estricto de la ley

y otras en cambio, cuando la paz pública está amenazada o fran-

4 Reflexión parecida puede hacerse respecto de los conflictos de límites, de que conoce la Corte cuando son contenciosos o el Congreso para sancionar convenios entre los Estados (artículo 73, fracción IV).

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camente se ha interrumpido, en que el interés supremo de resta-blecerla justifica que la solución la busque un órgano político por excelencia, como es la Cámara de Senadores, aunque esa solu-ción reclame tomar decisiones no previstas o inclusive contrarias a las leyes. Incidentalmente diré que el mismo criterio se aplica en el ámbito internacional: el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, cuando interviene en problemas en que está compro-metida la paz o la seguridad, no está sujeto a las normas jurí-dicas y ni siquiera está obligado a proceder de acuerdo con sus propios precedentes: si la paz reclama, porque las situaciones polí-ticas sean diferentes, tomar decisiones distintas a las que en una situación anterior se han dictado, el Consejo de Seguridad puede hacerlo.5

29. De los preceptos constitucionales citados hasta aquí y de otros, se desprende que la Constitución concibe a la Suprema Corte como un órgano que como regla general, para repetir la célebre fórmula del Presidente De la Peña en su manifiesto de Querétaro de 1848, recordada por don Justo Sierra, debe procurar el bien público a través del cumplimiento de la ley, y que sólo en situa-ciones excepcionales puede actuar políticamente, en sentido estricto; esto es, tomando decisiones motivadas principalmente por el interés nacional. Pero aun en esos casos ello no significa autorización para que la Corte viole la ley; simplemente, a mi juicio, para que no se considere obligada a proceder de acuerdo con los precedentes por ella establecidos sino atendiendo a las peculiaridades del caso que confronte.

5 Esta tesis la ha fundado nada menos que un jurista tan “puro” como Kelsen.

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30. La aventura más audaz en que la Suprema Corte se ha visto envuelta en materia política a lo largo de su historia fue sin duda aquella a que la llevó don José María Iglesias en 1876, como conse-cuencia de la llamada teoría de la “incompetencia de origen”, que brotó alrededor de 1870. Naturalmente que no voy a relatar ese epi-sodio. Sólo diré que don José María Iglesias, que no inventó la tesis, pero que la acogió con la pasión que caracterizaba a los gran-des patricios de la época, por una triste ironía, lejos de contribuir al progreso de nuestra naciente democracia, al negar legitimidad a la investidura de don Sebastián Lerdo de Tejada, en realidad ayudó a consolidar el éxito militar de don Porfirio Díaz. En honor de Iglesias debe anotarse, empero, que no quiso ser puente entre las instituciones constitucionales vencidas y el caudillo triunfador.

31. Bien hizo, pues, Vallarta —según escribí en una carta a don Daniel Cosío Villegas, que con gran amplitud se ha ocupado del tema,6 cuando hace cinco años me distinguió solicitando mi opi-nión sobre los aspectos jurídicos de la controversia —en enterrar para siempre la desorbitada teoría de la “incompetencia de origen”. Y no, como muy bien dilucidó Rejón, porque razones lógicas militen en contra de que los derechos políticos se garan-ticen a través de procedimientos judiciales. En Estados Unidos, país del que por fuerza hay que hablar tratándose de nuestra Suprema Corte y sus funciones (aunque no se comparta el parecer de don Jacinto Palllares, de que la mexicana sea hija de la de Washington), desde hace más de 10 años se inició una corriente jurisprudencial, cada vez más audaz, que ha obligado a los Estados a modificar

6 En su monumental Historia Moderna de México, tomo VIII, p. 3 ss.

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Constituciones, leyes y distritos electorales, de manera de buscar la efectividad del principio cardinal de la democracia de que cada hombre tenga un voto que valga tanto como el de cualquier otro hombre al elegir a sus representantes o gober-nantes. Hace tres años la Corte inclusive declaró ilegítima una decisión de la Cámara de Representantes que se negaba a aceptar en su seno a un candidato triunfante, acusado de graves irregularidades en su ejercicio como diputado en una legislatura anterior y hace apenas unos días un Juez de California ordenó que se mantuviesen abiertas por tres horas más las urnas de San Francisco en las elecciones primarias del Partido Demócrata.7

32. No. No son razones lógicas, o mejor dicho, no son argumen-tos de lógica jurídica los que militan en México en contra de la participación de los Jueces en los procesos políticos. Es que el fenó-meno político corresponde al dominio de las ciencias naturales, de las que estudian el poder como una realidad social —“el poder es un hecho”, enseñó uno de los grandes maestros de mi gene-ración, León Duguit, y aunque sin usar la frase, como tal lo trata Max Weber en su clásico Tratado—, en tanto que el derecho corresponde, según bellamente escribió Radbruch, a ese mundo intermedio “entre el polvo y las estrellas”, que es el de la cultura. No es deber ser puro, pero tampoco define relaciones causales. Acercar la realidad de la política al ideal del derecho es nobilísima y urgente tarea, pero nada se aventaja sustituyendo con una ley,

7 En otro caso más reciente, de julio de este año, la Corte sobreseyó (stayed) en una demanda para anular una decisión de la Comisión de credenciales del Partido Demócrata ante la inminencia de la Convención y la novedad del problema, pero reservándose el derecho de examinar en el futuro si cae o no dentro de su competencia conocer de la controversia.

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y menos con una sentencia, lo que debe ser fruto de un esfuerzo colectivo, largo y tenaz.

33. He mencionado ya diversos tipos de asuntos en que me parece claro que la Suprema Corte actúa como “poder regulador”, para usar la fórmula del caso Guanajuato de 1927. Quisiera orga-nizar y completar mi exposición con una lista en que he procurado incluir todos los casos que a mi juicio entran en esa categoría:

1) declaratorias de inconstitucionalidad de una ley o de un tratado,2) controversias entre la Federación y un Estado, entre dos Estados o entre los Poderes de un Estado,3) otros juicios en que la Federación sea parte siempre que sean de importancia trascendente para los intereses de la Nación,4) reconocimiento de validez o declaración de nulidad de actos de la Administración Federal, que sean también de importan-cia trascendente,5) competencias entre los tribunales locales o entre éstos y los federales,6) casos relativos a agentes diplomáticos o consulares,7) investigaciones de las que menciona el artículo 97 cons-titucional, y8) separación de un funcionario federal o local por incumplimiento de una sentencia de Amparo o consignación del mismo al Gran Jurado si el responsable tiene fuero conforme a la Constitución.

34. El Amparo, como sistema general de control de la legali dad, no está incluido en la lista por razones que ofrecí antes y, ade-más, porque después de las reformas de 1967 y 1968 en la mayoría de los casos la Corte ya no conoce de él.

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35. Si se compara esa lista con los textos constitucionales —y dejando a un lado situaciones secundarias para el objeto de mi examen, como las controversias relativas al derecho marítimo y alguna otra, se advertirá una omisión importante: no incluyo el que debiera ser el tipo más general de negocios del orden fede-ral, que viene de la Constitución Norteamericana y que, si bien con algunas variantes, ha figurado en las Cartas de 1824, 1857 y 1917: las controversias que se susciten por el cumplimiento y apli-cación de las leyes federales.

36. ¿Por qué? Porque la Suprema Corte, conforme al texto actual de la fracción I del artículo 104 solamente puede actuar como Tri-bunal Federal de última instancia al revisar, en los casos que las leyes lo dispongan, las sentencias de los Tribunales Administra-tivos Federales, de competencia nacional o circunscrita al Distrito y Territorios Federales. Esta situación, realmente anómala en un sistema federal, es el resultado de un largo proceso del que me he ocupado en otros papeles y que parecía haber terminado bien, después de una lucha de más de 30 años, con las reformas de 16 de diciembre de 1946, que estuvieron en vigor hasta que empezaron a regir las del 25 de octubre de 1967.

37. De ese cercenamiento a la Suprema Corte de la que debiera ser la más importante de sus facultades como tribunal, no son responsables los Congresos Constituyentes. Desde luego no el de 1857, que en un texto categórico y sencillo, el artículo 100, dispuso que de las controversias mencionadas en la fracción I del artículo 97, de la que se ocuparon con mucha amplitud los más eminentes juristas del siglo XIX, la Suprema Corte conocería como Tribunal de Apelación o de última instancia —esto es, de súplica—

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conforme a la graduación que la ley hiciera de las atribuciones de los Tribunales de Circuito y de Distrito.8

38. Todavía en el proyecto de Código de Procedimientos Fe de-rales de 1887, la facultad de la Corte para conocer como tribunal de súplica de los casos más importantes derivados de la aplica-ción de las leyes federales estaba cuidadosamente regulada, en la forma casuística usual del Derecho Federal de la época, pero al mismo tiempo con el exquisito respeto que se tenía al principio de que todo asunto administrativo que se volviera contencioso debía referirse a la justicia federal. Aquel proyecto mencionaba así los juicios relativos a: vías de comunicación, naturalización y ciuda-danía, impuestos y patentes, además, claro, de los procesos por delitos federales.

39. En el Código de 1897 el viejo recurso español de la súplica se sustituyó en materia federal por la casación francesa, pero respetando la jurisdicción de la Corte definida en el artículo 100 de la Constitución de 1857. Fue el Código de 1908 el que, contra el único voto del jurista chiapaneco don Víctor Manuel Castillo, suprimió todo recurso ante la Corte en materia federal con el argumento muy repetido después: que el Amparo era suficiente y todo otro camino o vía que se abriese sería una duplicación innecesaria.

40. A nadie se le ocurrió recordar la tesis tan sabia y sencilla-mente expuesta por don Ignacio Mariscal en su opúsculo de 1878:

8 Sobre este problema versaba mi artículo publicado en La Justicia en 1931, que cito en el párrafo 3.

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que supuesto que la Constitución quería una ley que definiese si la Corte debía de ser en materia federal tribunal de apelación, de súplica o de casación, lo que resultaba innecesario era el Amparo contra los Jueces y Magistrados federales. Ya era muy tarde. Todo lo relativo al juicio de garantías se había vuelto intocable, casi sagrado.

41. En 1917 don José Natividad Macías que, como dije, conocía muy bien tanto nuestras tradiciones españolas como el sistema nor-teamericano, trató de corregir el error de 1908 y logró que se resta-bleciera el recurso de súplica para la materia federal. La Corte, por desgracia, según lamentaba poco antes de su muerte el jurista guanajuatense, no entendió el precepto: cinco veces cambió su jurisprudencia entre 1917 y 1927. Al final, resolvió que el recurso sólo procedía en los juicios mercantiles, es decir, en aquellos que por su carácter accesorio dentro de la jurisdicción federal, el Cons-tituyente dispuso que a elección del actor pudieran tramitarse ante la justicia local.9 En 1933 el Congreso pensó que reducida a la materia mercantil, la súplica no tenía razón de ser y la su-primió en la primera de las reformas que sufrió la fracción I del artículo 104.

42. Ocurrieron después muchas cosas, de todas las cuales fui testigo cercano, cuando no participante. No voy a mencionar sino dos: la iniciativa del Presidente Cárdenas de 1937, para resta-blecer la súplica en asuntos de interés público, que fracasó, y la del Presidente Ávila Camacho, de 1945, que prosperó, tal vez

9 En 1932 el procurador Portes Gil hizo un último esfuerzo, que no tuvo éxito, para que se variara esa jurisprudencia.

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porque ya no usó el nombre de la súplica, de tan ilustre abolengo, pero que se había vuelto de mal agüero, sino el de “revisión” para el recurso que autorizó al Congreso a establecer en contra de los fallos federales de segunda instancia en asuntos de interés pú-blico y contra las sentencias de los tribunales administrativos creados por leyes federales, siempre que gozarán de plena autonomía.

43. Solamente la rama hacendaria de la Administración se inte-resó en que el Congreso legislara en esa materia y así se explica que en las reformas de 1967, el recurso ante la Corte en materia federal solamente se regule como sistema de control de los tribu-nales administrativos. Tal vez se pensó que en todos los otros campos basta con el Amparo, lo cual es inexacto. ¿Quién puede pedir Amparo cuando un tribunal de circuito o el superior de un Estado absuelve a un procesado considerando inconstitucional la ley que lo castiga? ¿Quién si un tribunal resuelve —como el de cir-cuito de Guadalajara lo hizo repetidas veces en 1934—, que no hay ley penal aplicable en las islas que forman parte del territorio nacional?

44. Ahora, cuando ha desaparecido la norma que obligaba al Pleno de la Corte a conocer de todos los juicios en que la Federa-ción es parte ¿no sería lógico que alguna de las Salas pudiese conocer en apelación de algunos de esos juicios en lugar de que la Nación deba pedir Amparo por violación de sus garantías indi-viduales? ¿No es raro, cuando menos, afirmar que la Federación tenga derechos del hombre? ¿No sería lógico que hubiese recur-sos ordinarios que permitiesen al Tribunal Supremo intervenir en ciertos casos de derecho marítimo, que seguramente se presen-

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tarán en el futuro, ya que México cuenta al fin con una flota? ¿O en los asuntos que interesen a diplomáticos y a cónsules?

45. Nada puede, ni debe hacerse, que lesione al Juicio de Amparo en lo que tiene de auténticamente valioso y mexicano, y que alcanzó reconocimiento internacional en las declaraciones Interamericana de Bogotá de 1948 y Mundial de París del mismo año: es indispensable no sólo mantener, sino vigorizar, un siste-ma sencillo, eficaz, para la defensa judicial de los derechos del hombre.

46. En el mundo que vivimos —y esto no es novedad, hace poco lo exponía magistralmente don Héctor Fix-Zamudio en su tesis doctoral— ya no se discute que hay ataques o agravios a los derechos del hombre que derivan de entidades, organizaciones o grupos que no forman parte del aparato del Estado.10 En conse-cuencia, manteniendo el Amparo contra la autoridad, debiera hacerse extensivo respecto de esas otras entidades, organizacio-nes o grupos. Lo cual no es tan heterodoxo como parece: hace casi treinta años la Corte amparó al Diario de Yucatán en realidad contra un partido, por actos en cuya ejecución negaban haber intervenido las autoridades de ése Estado.

47. En tanto que México decide si se adhiere o no a las diver-sas convenciones internacionales sobre derechos humanos, un paso inmediato podría ser llevar a nuestra legislación interna los derechos humanos de nuevo tipo, incorporados después de la Se-

10 Plantee la cuestión en mi libro La defensa jurídica de los particulares frente a la Administración en México, 1939.

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gunda Guerra Mundial en las declaraciones ya citadas de 1948: tales como el de tener una nacionalidad, el de fundar una familia, el de acceso a las informaciones y otros más.

48. Complementada la lista de los derechos humanos, el relati-vo a la legalidad, que más que en el artículo 14, me parece recogido en el artículo 16 constitucional, y que es sin duda fundamental para toda persona en un Estado de derecho, no tendría porqué tutelarse a través de un proceso único, sino de tantos juicios o recursos como las circunstancias o la naturaleza de las posi bles violaciones hicieren aconsejables. Así, para volver a citar el punto que exploró don Ignacio Mariscal: ¿qué sentido tiene que sea a través de un Juicio de Amparo y no de un sistema de recursos como los Tribunales Federales, controlen a otros Tribunales Federales? ¿No es inexplicable, por ejemplo, que un Juez de distrito conozca de un Amparo contra el auto de formal prisión dictado por otro Juez de distrito, en lugar de que sea el correspondiente tribunal de circuito el que en apelación revise lo hecho por el inferior? ¿Y no llega al absurdo que un Juez de distrito pueda revocar, a través del Amparo, la decisión de un Magistrado de circuito con tal que corresponda a otra jurisdicción territorial?

49. Si los Estados son soberanos para dictar sus leyes en las materias no reservadas a la Federación, no parece que deba acep-tarse como un dato permanente de nuestro sistema federal que la aplicación e interpretación de sus leyes sea tarea en que digan la última palabra los Tribunales Federales. Cuando en 1922 el Presi-dente Obregón trató de acabar con esta situación, se dijo que se levantaría una protesta nacional si se suprimiese el Amparo ante la justicia federal en contra de las decisiones de los tribunales

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locales. Parece, a juzgar por lo que hace pocos días se dijo en la Convención de las Barras de Abogacías, que la situación sigue siendo la misma y que por un periodo todavía largo habrá que con servar esa anomalía; pero creados y arraigados ya los Tri-bunales Colegiados de Circuito, creo que debería darse un paso adelante respecto de las reformas de 1951 y de 1967 para esta-blecer que será en esos tribunales donde, como regla general, sin perjuicio de la excepción que señalo adelante, concluyan los Am-paros promovidos contra los tribunales locales, civiles, penales, administrativos o laborales.

50. El proceso de integración de la justicia administrativa de-bería complementarse con la creación de un Tribunal Federal de lo Contencioso-Administrativo; así lo propuse en el año de 1939 en un libro de juventud.11 Como es muy amplio el territorio nacional, podría pensarse en que el Tribunal Federal de lo Contencioso, no tuviese como sede única la Ciudad de México, sino que en sitios estratégicamente elegidos funcionasen sus distintas Salas, sin perjuicio de que periódicamente se reuniesen en algún lugar de la República para uniformar su jurisprudencia y ocuparse de otros asuntos que fuese de interés que abordaran todos los Magistrados o al menos los Presidentes de las Salas. Naturalmente que, como no es materia de esta exposición, me limito a apuntar la idea central sin pasar a consideraciones que corresponden a un tratamiento especializado de lo contencioso-administrativo. Como tampoco me ocupo de la necesidad de organizar el contencioso de responsabilidad, perdido hoy en una olvidada y muy imperfecta ley del 30 de diciembre de 1941.

11 Citado en la nota al párrafo 46.

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51. La Suprema Corte dentro del panorama que en líneas tan

generales he bosquejado, podría pasar a ser, como lo quiso el Cons-

tituyente de 1917 y acaso el de 1857, aunque otra cosa dispusieran

las leyes secundarias del siglo pasado y de principios de éste, un

tribunal compuesto por un número menor de Magistrados que ahora

y que siempre funcionase en Pleno.

52. Debería, como ya intimé, reconocerse la potestad indis-

cutida de la Suprema Corte para revisar las decisiones sobre incons-

titucionalidad, muchas de las cuales no tienen ahora forma de

llegar a ella, según lo puso de manifiesto don Mariano Azuela, si

bien antes de que la Suprema Corte se pronunciara acerca de la

validez o invalidez de una ley federal o local, debería darse siem-

pre oportunidad a la entidad interesada para hacer la defensa de

la misma.

53. Debería, además, concederse al Tribunal Supremo potes-

tad discrecional para revisar cualquier resolución de los Tribunales

Fede rales —incluyendo los administrativos o los locales— no sus-

cep tible de corregirse a través de un recurso, cuando a juicio de

la Corte planteara una cuestión importante relacionada con la Ley

Suprema de la Unión, tal como la define el artículo 133 constitu-

cional. ¿Que habría miles de peticiones? Cierto, pero otros tribuna-

les del mundo, como la Suprema Corte de Estados Unidos y la

Cámara de los Lores de la Gran Bretaña, han perfeccionado

técnicas muy sencillas para dar curso sólo a aquellas instancias

que susciten ese tipo de cuestiones. Pues se partiría de este

supuesto: las partes ya fueron oídas y el Tribunal Máximo inter-

vendría solamente en razón del interés público comprometido.

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54. Así como pienso que la Suprema Corte debe poder revisar siempre las declaraciones de inconstitucionalidad hechas por otros tribunales, me parece carente de toda justificación que se requieran cinco ejecutorias para que se fije la jurisprudencia de la Corte, lo mismo tratándose de cuestiones de constituciona-lidad que de cualesquiera otras. Una sentencia debería ser suficiente, independientemente de la mayoría de votos con que se hubiese aprobado.

55. Además considero, como lo han expresado algunos ju-ristas, y vuelvo a citar a don Héctor Fix Zamudio, que la fórmula de Otero ya cumplió su cometido. Aparte de que se construyó sobre un error de Tocqueville: no es cierto que en Estados Unidos las leyes inconstitucionales mueran “por los golpes redoblados de la jurisprudencia”. Mueren por un solo fallo y solamente una enmienda constitucional puede revitalizarlas. En México debe-ríamos aspirar a lo mismo: las decisiones de la Suprema Corte declarando inconstitucional una ley, cualquiera que fuera el pro-cedimiento dentro del cual se hubieran dictado, deberían de comunicarse a los respectivos Congresos, publicarse en el Diario Oficial y de inmediato dejar de tener vigencia en el punto con creto como si hubiesen sido derogadas. La notificación al Congreso respectivo tendría por objeto dar a éste la oportunidad de corregir la irregularidad señalada por la Corte, en caso de que ello fuese posible, o que pudiese legislar acerca de los problemas que la deci-sión judicial eventualmente creara.

56. Naturalmente que todo esto supondría la revisión de los textos constitucionales, de la legislación de Amparo, de la Ley Or-gánica del Poder Judicial de la Federación y muy particularmente

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del Código Federal de Procedimientos Civiles, tan lamentable-mente omiso en materias fundamentales, como ya indiqué. Esa revisión debería de respetar el derecho irrestricto de la Suprema Corte para ejercer sus funciones sin temor a presiones políticas de ningún orden. Por fortuna sólo en dos casos en el curso de su historia se ha pretendido enjuiciar a los altos Jueces por sus inter-pretaciones constitucionales, en 186912 y 1939, y en ambos el intento no prosperó, aunque en el segundo —lo cual fue triste— se cambiara de adscripción a los Ministros acusados en el Con-greso. Naturalmente que la Corte puede equivocarse, pero lo único que debe hacerse entonces es modificar, para el futuro, la ley y, si es necesario, la Constitución misma.

Señores Académicos:

57. Cuando hace ya más de un cuarto de siglo, dos Procura-dores de la República, don José Aguilar y Maya y don Francisco González de la Vega, iniciaron el proceso sobre el que avanzarían más tarde las enmiendas de 1967, se puso de manifiesto la ambi-valencia con que los estudiosos de nuestra Suprema Corte miran a la de Estados Unidos.

58. No se puede negar lo que es evidente: que desde el Esta-tuto Provisional de 1824, hasta las reformas ya citadas de 1967, es sencillamente imposible entender a nuestro más alto tribunal, como también a los de varios países de Latinoamérica y de Asia, si se olvida que el modelo nos vino de Filadelfia. Por otra parte, y acaso por eso mismo, los mexicanos defendemos lo que nuestros

12 Moreno Cora, en su Tratado sobre el juicio de amparo, se ocupó de ese caso.

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juristas mayores, Otero, Rejón, Ramírez, Lozano, Vallarta, Ma riscal, Labastida, Pallares, Rabasa, Castillo Velasco, José Natividad Macías —menciono sólo a los muertos— y, naturalmente, los Cons-tituyentes de 1857 y de 1917 incorporaron, como cosa propia, a nuestras instituciones. El sistema norteamericano está de tal manera vinculado con la historia y hasta con la geografía de Es-tados Unidos, que pretender copiarlo sería sencillamente absurdo. Ése fue el pecado que, además por no conocer bien el sistema ni medir sus fuerzas —error imperdonable en política— cometió don José María Iglesias en una experiencia trágica, que no puede ni debe repetirse.

59. Ahora bien, entre la copia y el desdén, sea por acto deli-berado, sea por reacción subconsciente de viejos agravios, me parece que hay un término medio razonable que es el que esta noche he tratado de defender ante ustedes.

60. ¿Por qué callar que el sistema actual no es el resultado de un estudio sistemático y cabal de las tareas que nuestras diver-sas Constituciones han querido dar a la Suprema Corte sino, después del proyecto de 1887, el resultado de simples ajustes empíricos? ¿Cómo no lamentar que un artículo tan claro, tan sencillo, como el artículo 100 de la Constitución de 1857 nunca en-trara en vigor? ¿Cómo explicar que siendo la Suprema Corte la expresión más alta del Poder Judicial Federal, no exista ningún recurso o procedimiento que le permita definir el derecho federal, salvo cuando se lesiona un interés privado?

61. Es un mérito que los abogados mexicanos jamás podrán negar al Presidente Miguel Alemán, el que éste, si bien trabajando

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sobre terreno abonado por su predecesor, haya acabado con la increíble rigidez de los textos de 1917, que obligaban a la Suprema Corte a conocer en revisión hasta de la legalidad de una multa de $2.00, impuesta por la infracción a un reglamento administrativo. (Ofrezco el dato porque conocí al quejoso,13 quien obtuvo, por cierto, sentencia favorable.)

62. Un gran avance de las reformas de 1967 y de 1968 fue aceptar para el Amparo el elemento de la discrecionalidad al definir la competencia de la Suprema Corte. Recordaré dos textos al res-pecto: la Ley Orgánica del Poder Judicial, reformada para ajustarla al nuevo texto del artículo 105 constitucional, fija como criterio para que la Suprema Corte tramite en única instancia juicios en que la Federación es parte, que el Tribunal Pleno los considere de importancia trascendente para los intereses de la Nación, des-pués de oír el parecer del Procurador General de la República; y el mismo concepto utiliza dicha ley para atribuir a la Segunda Sala de la Suprema Corte el conocimiento del recurso de revisión en Amparo administrativo contra autoridad federal de compe-tencia nacional. Disposición similar rige para la revisión en contra de las decisiones del Pleno del Tribunal Fiscal de la Federación. Claro que estas normas tienen un antecedente obvio en el writ of certiorary norteamericano; particularmente la segunda, pues la pri-mera lo tiene también en el Código Labastida, de 1897. Pero, como decía don Luis Cabrera, “¿sí y qué?” ¿Qué otro camino que no sea el de la discrecionalidad puede hacer compatible la existencia de una sola Suprema Corte con una población que ahora es de

13 Mi padre, Julián Carrillo, que siempre fue un terco defensor de sus derechos. Lo patrocinó mi primo José Reyes Romero.

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cincuenta millones de habitantes, y que puede ser de cien en el año 2OOO?

63. Eso en lo que toca a la Suprema Corte como tribunal. En lo que se refiere a sus funciones como poder, o más específica-mente a sus funciones en que lo jurisdiccional va fundido con lo político, quiero reiterar lo que tengo escrito en muchos papeles: no es posible, ni de serlo sería conveniente, que nuestra Suprema Corte cumpliese las tareas que la de Washington desempeña de sustituir a los Congresos dando solución, a través de decisiones que de judiciales sólo tienen la forma, a las grandes controver-sias de orden social.

64. El sistema no fue por cierto obra del Constituyente de 1787 sino de Alexander Hamilton, que derrotado en la Convención de Fila-delfia, lo hizo triunfar con la cooperación del gran Justicia Mayor John Marshall, quien proclamó la supremacía de la Corte sobre el Congreso en la célebre sentencia de Marbury vs. Madison. De esa manera el Partido Federalista, políticamente vencido desde 1800, logró que algunas de sus tesis fundamentales prevalecieran por treinta años más. Los resultados inmediatos fueron espléndidos para Estados Unidos: Marshall y sus sucesores crearon, así lo han escrito numerosos estudiosos de la materia, el primer mercado común de ámbito continental dando el marco institucional para el sorprendente desarrollo económico de Norteamérica. Los efectos mediatos no fueron siempre tan buenos: a mediados del siglo XIX, otro Justicia Mayor, Taney, en un fallo a favor de la esclavitud, el de Dred Scott, combatido por Abraham Lincoln, colocó la últi-ma gota que derramaría la sangre de la Guerra Civil. Esa sangre no fue estéril, pues llevó a la aprobación de la Enmienda 14, que

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todavía está rindiendo frutos, aunque aún no logre desterrar de hecho muchas formas de discriminación. Más tarde, por cin cuen-ta años la Corte sería defensora de la propiedad, de la libertad de contratación y enemiga de la legislación protectora de los desva-lidos; en cambio, después de la Segunda Guerra Mundial, durante la presidencia del Justicia Mayor Warren, la Corte dictaría una copiosísima legislación —uso la palabra intencionalmente— de sentido igualitario o libertario, obligando a actuar a Congresos divididos o paralizados por el predominio en ellos de los conser-vadores sureños.

65. Todo esto, que he dibujado tan sumaria y tan desordena-damente, nada tiene que ver con México. Nuestros problemas son radicalmente distintos: aquí no necesitamos que la Corte se con-vierta en poder omnímodo, sustituto de la inacción de los otros Poderes. Aquí la cuestión más viva desde 1876, salvo durante muy breves periodos, ha sido la necesidad de vigorizar a los Poderes Legislativo y Judicial.

66. ¿Qué funciones de carácter político podría desempeñar en la realidad mexicana la Suprema Corte como uno de los tres Poderes a través de los cuales el pueblo ejerce su soberanía, ahora que está más desahogada que hace veinte años y cuando todavía se la puede aliviar más? (Eliminando, por ejemplo, para atri buirle competencia, el dato del valor, en pesos y centavos, del interés de los negocios, que nada tiene que ver con la importancia jurídica o social de las cuestiones planteadas).

67. Ésa es la preocupación que he traído a ustedes. A lo largo de esta exposición he apuntado algunas sugestiones, pero no pre-

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tendo haber dado todas, ni siquiera las más importantes de las respuestas. Por lo demás, reconozco que la tarea es fundamen-talmente de orden político, aunque al final la forma tengan que darla los juristas; gran tarea política cuya urgencia he querido subrayar en esta hora mexicana de reflexión, de revisión y por tanto de esperanza.

México, D. F., a 22 de junio de 1972

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Los derechos del hombre están, me atrevo a afirmarlo, en la raíz de todos los problemas capitales de nuestro tiempo. Como

ustedes habrán advertido, el título de mi conferencia inaugural lleva implícita una convicción: pregunta qué son esos derechos, pero no duda de su existencia.

Uno de los juristas más eminentes que nuestro país ha dado, don Emilio Rabasa, escribió en 1906 estas palabras: “Lo malo es que no sabemos cuáles son los derechos natu rales del hombre”.1 Hizo su confesión en el contexto de una tesis estrictamente jurí-dica, combatiendo la interpretación de José María Lozano y de Ignacio Vallarta sobre el artículo 14 de la Constitución de 1857, pero ella ponía de manifiesto un escepticismo filosófico y político muy generalizado en ese tiempo. La idea de que un hombre no tiene otros “dere chos” que aquellos que le otorgan la sociedad en que vive y las normas jurídicas que la rigen, era compartida, desde que Gabino Barreda y sus discípulo dieron el tono de la vida intelectual mexicana, con algunas variantes, por la genera li-

* Conferencia inaugural pronunciada por el Dr. Antonio Carrillo Flores en su ingreso a El Colegio Nacional el 11 de octubre de 1972.

1 Rabasa, Emilio, El Artículo 14.

¿Qué son los derechosdel hombre?*

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dad de los cultivadores de la ciencia del Derecho hasta fines de la década de los veinte de este siglo. Todavía en esa doc trina se formó mi generación.

Lamentaría ser mal interpretado. No niego, antes afirmo con toda precisión, que una función primaria del Derecho Positivo, en su más alta expresión jerárquica, las normas constitucionales, es definir cuáles son los derechos de las per sonas en lo que toca a sus libertades e intereses fun damentales, a su dignidad, a su parti-cipación en la vida política, a su desenvolvimiento educativo y a su seguridad y bienestar materiales. En ese sentido, la pregunta que da título a esta conferencia puede contestarse con sencillez y corrección diciendo que los derechos del hombre —incluidos, claro está, dentro de esta expresión genérica, aunque algunas em-piezan a protestar, las mujeres y los niños— son aquellos que reconoce el orden jurídico de un país deter minado, dándoles nor-malmente un rango especial, bien sea por las normas que los defi-nen o por los sistemas que se establecen para su salvaguardia.

Esta respuesta, sin embargo, no sería correcta desde el punto de vista que más me interesa: el de los derechos, que aunque todavía no lo son conforme a los textos de las leyes, han alcan-zado o van alcanzando reconocimiento en la con ciencia de los pueblos o sectores importantes de ellos; pero no una conciencia pasiva o contemplativa sino, si se me per mite la expresión, una con-ciencia militante, no en un sentido bélico, claro, sino en el de volun-tad de luchar, de asumir riesgos por una causa en que se cree.2

2 El caso del jugador negro de beisbol, Jackie Robinson, el primero que rompió la “barrera de color” en las ligas mayores de Estados Unidos, es un buen ejemplo.

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¿Cómo y por qué se forma esa conciencia? Brentano acuñó una fórmula insuperable a fines del siglo pasado: él habló de una “evidencia emocional”, similar a la que nuestra razón se somete cuando acepta que dos y dos son cuatro.

De acuerdo con esta concepción los derechos del hombre son valores: señalan lo que es natural y justo, pero además exigen; son, para citar la fórmula que elaboró en julio de 1947 la Co-misión de la UNESCO que presidió Edward H. Carr, “aquellas condiciones de vida sin las cuales, en cualquier fase histórica dada de una sociedad, los hombres no pueden dar de sí lo mejor que hay en ellos como miembros activos de la comunidad, porque se ven privados de los medios para realizarse plenamente como seres humanos”.3

¿Que con esta fórmula se abre la posibilidad de muchas con-tradicciones y controversias? Cierto; pero lo curioso es que ellas giran, según lo revela la experiencia, más alre dedor de la fundamen-tación, al por qué se acepta tal o cual principio en un documento, que al hecho mismo de su validez.

Esto lo muestra, más que lo demuestra, un dato con creto, inne-gable: cuando menos desde la aprobación de la Declaración Univer-sal de los Derechos del Hombre, hecha en París por la Asamblea

En su autobiografía, escrita poco antes de su muerte, ocurrida en octubre de 1972, narra cómo el Presidente del Club de Brooklin tuvo que proyectar con cuidado esa ruptura en 1947: “Sentía, dice, que había llegado la hora de la igualdad; pero sabía que alcanzarla sería terriblemente difícil. Habría profundo resentimiento, firme oposición y acaso hasta violencia racial”. Robinson, J. y Duckett, A., I never had it made, 1972.

3 UNESCO, Los Derechos del hombre, p. 237.

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General de las Naciones Unidas, en diciembre de 1948, prece-

dida por la Declaración Inter americana de los Derechos y Deberes,

de Bogotá, de mayo de ese año, hay consenso en la comunidad

internacional, que ahora representa ya prácticamente a todos

los países de la tierra, de que la “inherente dignidad de la persona

huma na” demanda que los Estados le reconozcan ciertos dere-

chos y libertades fundamentales. Fue así, y ello es alen tador,

como cuando se iniciaba el periodo más agudo de la “guerra

fría”, Occidente y Oriente se pusieron de acuerdo en traducir en

fórmulas concretas lo que ya proclamó desde 1945 la Carta de

San Francisco: que sin el respeto a esa “inherente dignidad” no

habrá paz verdadera.

Es verdad que ni la Declaración de París ni la de Bogotá tienen

la fuerza vinculatoria que en lo interno corresponde a las leyes y

en lo externo a los tratados; pero son mucho más que la “nada jurí-

dica”. Señalan que hay territorios en que los pueblos rechazan la

omnipotencia del Estado o de manera más precisa, la omnipo-

tencia del orden jurídico positivo.

En 1948, a pesar de los esfuerzos en contrario de varios países,

se consideró prematuro dar a las Declaraciones el carácter de

con venciones obligatorias; sin embargo, para lograr que lo ten gan

se ha venido laborando tanto en el orden mundial como en el regio-

nal nuestro. En aquél se aprobaron, el 16 de diciembre de 1966, du-

rante la XXI sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas,

dos convenciones y un protocolo opcional que se refieren, una

a los derechos humanos de índole económica, social y cul tural;

otra a los de carácter civil y político y el proto colo a la posibi lidad

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de que los individuos y no solamente los Estados acudan a los órganos internacionales, concre tamente al Comité de Dere chos Humanos, denunciando las violaciones a estos últimos. En el campo interamericano se aprobó en San José de Costa Rica, en noviembre de 1969, una convención similar en muchos aspectos a las mun diales, salvo que se dio un paso más al convenirse en la creación de una Corte Interamericana de Derechos Huma nos.4 Debo aclarar, sin embargo, que ninguna de las convenciones está en vigor aún.

Los instrumentos citados, lo intimé ya, no surgieron de pronto, ni por obra sólo de estadistas, juristas y filó sofos. Nacieron, como generalmente ha acontecido en todo lo que tiene que ver con los derechos humanos a lo largo de la historia, respondiendo, frescas todavía las atrocidades que se cometieron en la Segunda Guerra Mundial, al clamor de todos los pueblos de que aquellas no vol-viesen a ocurrir y aprovechando la experiencia limitada, tímida, de la anti gua Sociedad de las Naciones que al ocuparse del pro-blema de las minorías había preparado el terreno para que se reconociese que la proclamación y eventualmente la protección de los derechos humanos era área legítima de acción internacional. Además, la terminación de la con tienda desencadenó algunos de los procesos más tras cendentales de nuestro siglo, entre los que para mi tema tienen importancia particular:

4 El texto de las declaraciones y de las convenciones figuran en una publicación oficial de las Naciones Unidas, en español, que la Organización mundial reproduce y actualiza de tiempo en tiempo. Don Héctor Cuadra ha reproducido los principales textos en el libro que cito en la nota 9 y en Brownlie, Ian, Basic Documents on Human Rights.

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1. La liquidación de los imperios coloniales que aunque con-sumada en gran parte en América, seguían, los impe rios, vigorosos en África y en Asia;

2. La lucha en los pueblos pobres por buscar su desa rrollo, con independencia frente a las naciones ricas, muchas de las cuales, muy dañadas durante la guerra, fueron pronto reconstruidas a paso acelerado, a tal punto que diez años después alcanzarían niveles de prosperidad supe riores a los que tenían antes del con-flicto, y

3. Un hecho no totalmente desligado de los anteriores, pero con perfiles característicos en cada país; la inquie tud de grupos sociales que por siglos estuvieron en posi ción de desigualdad, cuando no de franca inferioridad, tales como los negros, otras minorías raciales y un grupo no por cierto minoritario: las mujeres.

Todas estas aspiraciones se reflejan en distintas con vencio-nes del último cuarto de siglo, algunas de las cuales rigen ya en el campo mundial; entre ellas la relativa a la pre vención y el cas-tigo del crimen de genocidio, contemporánea a la Declaración Universal de París y las numerosas sobre discriminación, refugia-dos, apátridas, derechos políticos de las mujeres y sobre el matri-monio y la familia.

Mención especial merece el protocolo de 1953, que rige desde ese año, y que ratificó con ciertas enmiendas la Con vención de Gi-nebra, de septiembre de 1926, relativa a la esclavitud. ¿No es en verdad sorprendente que hasta 1953 o, si se prefiere, hasta 1926, no haya habido un instrumento internacional que declarase la ilegi-

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timidad de la escla vitud misma y no solamente de su comercio? Pues bien, todavía en la Convención de Ginebra, el inciso b) del artículo 11 está redactado con esta irritante prudencia: “Las altas partes contratantes se comprometen, cada una con respecto a los territorios colocados bajo su soberanía, jurisdicción, protección o tutela, y en la medida en que hasta ahora no hayan tomado los pasos necesarios: a llevar a cabo, de manera progresiva y tan pronto como sea posible, la completa abolición de la esclavitud en todas sus formas”. Y no hay duda que no se utiliza la palabra en un sen-tido metafórico, figurado o extensivo, como se la usa al hablarse, por ejem plo, del peonaje, sino con su connotación rigurosamente jurídica: “la esclavitud, dice el artículo 1, inciso I, es el esta do o con-dición de una persona sobre la que se ejercen alguno o todos los poderes que corresponden al derecho de propiedad”. Esto es, la persona como cosa. Bastaría este dato para fundar la tesis, nada original, que los dere chos del hombre, como realidad viva, aunque muy imper fecta, y no como especulación filosófica, son conquista y problema de nuestro tiempo.

Es claro que esta ceguera frente al valor de la dignidad de la persona humana, fue pecado colectivo de las comu nidades que toleraron la esclavitud, algunas, como Estados Unidos, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX. La Suprema Corte norte-americana, institución por muchos conceptos admirable, declaró, en la sentencia tristemente célebre de Dred Scott, en 1857, que el hombre así llamado no era un ciudadano sino una cosa, que con-siguiente mente no podía comparecer en juicio y que era inconstitu-cional una ley, la llamada Transacción de Missouri, que fijó los limites geográficos para la extensión de la esclavitud, porque el Congreso no tenía potestad para impedir que los ciudadanos

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de un Estado llevaran a sus esclavos a los territorios federales o para reducir la protección que se les debía a su propiedad sobre ellos.

En este proceder la Suprema Corte de Washington tuvo muchos predecesores. Algunos muy remotos pero in sig nes, como ciertos filósofos mayores de Grecia, cuyo pen samiento jugó un papel signi-ficativo en los debates que tuvieron lugar a raíz de la colonización española de América. Y es que, como ha escrito mi colega en este Colegio, don Antonio Gómez Robledo, en su introducción a La Repú­ blica, de Platón, en el pensamiento helénico “no hombre o infrahom-bre son respectivamente el esclavo o el meteco que no participan en absoluto o no del todo en el status del ciudadano. Que haya estado bien o mal, agrega, es otra cosa, pero ésta fue la mentalidad antigua, y a ella debemos atenernos”.5

Hubo, sin embargo, desde hace muchos siglos, filó sofos, como los estoicos, y juristas como Florentino y Ulpiano, que pensaron que la esclavitud era contraria al derecho natural, porque desco-nocía la igualdad de todos los hombres; aquella que, según recor-daba Epicteto, hacía decir a Sócrates, cuando se le preguntaba de qué país era, que lo era del mundo; sin dejar por ello de amar a Atenas, al punto de aceptar una muerte injusta antes que quebrantar sus leyes. Si, no sólo en Grecia y en Roma, sino en todos los tiempos y en todos los rincones de la tierra, según lo recogió la UNESCO en su hermosa antología titu lada El Derecho de Ser un Hombre, hubo quienes recono cieron el valor de la dignidad huma-na; pero convertir esa “evidencia emocional”, repitiendo la expresión

5 Platón, La República, Versión, introducción y notas por Antonio Gómez Robledo, p. XI. Platón fue más lejos: preconizó el infanticidio en el Libro VI de esa obra.

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de Bren tano, esa intuición, en bandera de lucha y finalmente en realidad, aunque todavía incompleta, habría de ser tarea de dos milenios.

Hasta las Declaraciones de 1948, por lo menos en el mundo occi dental del que formamos parte, el documento de mayor sig-nificación e influencia en esta materia fue la Declaración sobre los Derechos del Hombre y del Ciuda dano, de 1789, preparada por el pensamiento político y filo só fico de los enciclopedistas, pero conquistada por los revolucionarios franceses. Esta decla-ración estuvo pre cedida por dos instrumentos norteamericanos, también de extraordinario valor, que a su vez aprovecharon leyes y tradiciones inglesas: la Declaración de Derechos de Vir ginia, del 12 de junio de 1776, obra de George Mason y la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776, redac tada principalmente por Tomás Jefferson. “Todos los hombres, afirma aquella en su primer párrafo, son por naturaleza igualmente libres e indepen-dientes y tienen ciertos dere chos inherentes cuando entran en estado de sociedad, de los que no pueden ser privados sus des-cendientes ni ellos por ningún contrato; a saber: el goce de la vida y de la libertad, los medios de adquirir o poseer propiedad, así como la persecución y la obtención de la felicidad y de la seguridad”. La segunda, con mayor altura, dice: “Mantene mos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que están dotados por su Creador con derechos inherentes e inalienables; entre ellos la vida, la libertad y la persecución de la felicidad”.

Empero, y esa es una razón para conceder el lugar de honor a la Declaración Francesa, a pesar de ser posterior, los señores de

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Virginia que dominaron la vida norteamericana durante sus primeras décadas cruciales, no pensaron, y así lo consignaron en los textos de la Constitución de Filadel fia y en las enmiendas que le introdujeron poco después de aprobarla, precisamente para garantizar ciertos dere chos fundamentales, que esos enun-ciados se refiriesen ni a los negros ni a los indios. Jefferson, el gran Jefferson, escribió al final de su vida una carta a un señor Eduardo Coles que lo urgía a luchar contra la esclavitud, dándole la razón desde el punto de vista de la justicia, pero aña diendo esta dolo-rosa observación, respetable en un hom bre de ochenta años: “El silencio general que prevalece acerca de este tema es indi-cador de una apatía desfavo rable a toda esperanza”. La batalla, le dice, deben darla los jóvenes. Tendría que venir una guerra san-grienta para que Lincoln, ejerciendo poderes militares y actuando al margen de la Constitución, liberase en 1861 a los esclavos, pero sin que ello significase concederles igualdad con los blancos. Habría de pasar casi otro siglo para que la Suprema Corte decla-rase inconstitucional la discriminación racial en las escuelas. Y aún hoy la lucha todavía no termina en Estados Unidos, país que es indispensable citar por la influencia que sus instituciones tuvieron sobre las nuestras en coyun turas cruciales de nuestra historia.6

No resisto a recordar, a ese respecto, un extraño caso, descu-bierto hace apenas dos meses por un reportaje de The New York Times: el experimento iniciado en 1932 y pro longado por cuarenta años, con cuatrocientos jóvenes de raza negra de un pueblo del

6 Sin embargo, para los mexicanos la Bula de Pablo II de 1537 es más importante como fuente real de los derechos humanos.

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Estado de Alabama llamado Tuskegee, enfermos de sífilis. Las autoridades sanitarias perseguían un propósito laudable: inves-tigar la capacidad del organismo humano para defenderse solo; para ello se comprometieron a alimentar a aquellos jóvenes, a cuidarlos en todos los aspectos, hasta curándolos de sus enferme-dades, excepto de la nombrada. Diez años después de ini ciado el experimento, se descubrió que la penicilina era un medicamento muy eficaz para el viejo azote de la huma nidad, pero para no inte-rrumpir la investigación, dejó de suministrarse a aquellos hombres. A la fecha todavía so breviven algo más de la cuarta parte de los que formaban el grupo inicial. Parece que se lograron algunos bue-nos resultados para la ciencia médica, mas la opinión pública se indignó al enterarse de que se había tratado así a un grupo de hom-bres cuya ignorancia y miseria los hizo aceptar el papel que en estudios de esa naturaleza normalmente se deja a ratas, cobayos y a otros animales. Lo hecho, dijo un senador, pesa en la concien-cia del pueblo americano como “una pesadilla moral”.7

Sin duda, a la actual indignación contribuye un elemento polí-tico: los negros han conquistado en la vida norteame ricana un sitio que no tenían en 1932; pero quiero pensar también que ha habido un progreso en el reconocimiento de la dignidad de la per-sona humana, independientemente de su raza, sobre todo a partir de las decisiones que contra la discriminación racial se han dic-tado a partir de 1954. (En realidad fue por la misma razón por la que la Suprema Corte de Washington acaba de abolir la pena de muerte: se encontró que en los últimos cuarenta años el 90%

7 A principios de 1975, un Juez federal falló concediendo una indemni zación en efectivo a cada uno de los sobrevivientes, según información de The New York Times.

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de los hombres ejecutados por el delito de violación eran negros. Y algo más: se descubrió que nunca se había con denado a muerte a nadie por ultrajar a una mujer de raza negra).

Las declaraciones Mundial e Interamericana de 1948, y ello se desprende mejor de las convenciones, se ocupan de cinco tipos diferentes de derechos humanos, entendida esta expre-sión, repito, no en un sentido jurídico (pues no son “regulaciones externas y coercibles del comportamien to humano”, para usar la pulcra definición que del derecho ha dado don Eduardo García Máynez), sino como él mismo diría, en un sentido meta jurídico, axiológico o de valor:

1. los Derechos Civiles, que son en gran parte los que llegaron primero a las Constituciones2. los políticos3. los de índole económica4. los sociales5. los culturales

Los primeros agrupan a los que han sido bandera de lucha desde las que los barones ingleses libraron contra Juan sin Tierra, y que se refieren al respeto a la vida misma, a la libertad, a la seguridad personal y a la prohibición de los castigos crueles o degradantes, inclusive a la necesidad de proscribir la pena de muerte, así como a la garantía de intervención judicial y de un pro-ceso antes de condenar a nadie por un crimen. Se reconocen algunas libertades clá sicas, como las de pensamiento, de reli-gión, de expresión, de asociación, la de tránsito y algunas nuevas, como el dere cho a la propia intimidad. Además, aspiraciones

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antiguas alcanzan la jerarquía de derechos humanos funda-mentales, tales como las de no sufrir discriminación alguna en razón de raza, color, sexo, lenguaje, origen nacional o por causa de haber nacido en territorio dependiente o de soberanía limi tada. Figuran también el de tener una nacionalidad, una personalidad y el de todos los hombres y las mujeres, sin limitación alguna, para contraer matrimonio o fundar una familia;

2. Entre los derechos políticos se reconoce el del indi viduo a tomar parte en el gobierno de su país, así como el de tener acceso en condiciones de igualdad a las dignidades públicas. La Conven-ción Mundial de 1966, desbordando en realidad el ámbito de los derechos personales, declara que la voluntad del pueblo será la base de la autoridad del go bierno, y que todos los pueblos tienen derecho a su propia determinación que por virtud de él pueden de-f inir libre mente su status político y perseguir también libremente su desarrollo económico, social y cultural, pudiendo dispo ner como lo estimen prudente de sus recursos naturales y riqueza;

3. Los derechos económicos incluyen la libertad de trabajo, el de tener justas y favorables condiciones en las labores, la pro-tección en contra del desempleo, el derecho a paga igual por igual trabajo, así como el de recibir una retribución favorable que ase-gure a cada quien y a su fami lia una existencia compatible con la dignidad humana. Y en una nota de gran modernidad, se proclama para todos los hombres “el derecho a un nivel de vida adecuado para su salud y de su familia, incluyendo alimentos, vestido, habita ción, cuidados médicos y servicios sociales necesarios”;

4. Los derechos sociales, que los documentos con razón no se ocupan de separar de los anteriores, incluyen el dere cho al

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descanso y al ocio y la declaración de que la mater nidad y los

niños deben ser objeto de especial cuidado y asistencia y de que

todos los infantes, nacidos dentro o fuera del matrimonio, gozarán

de la misma protección social, y

5. En cuanto a la educación, se proclama que será gra tuita y

obligatoria tratándose de la elemental. La técnica y profesional se

pondrá al alcance de todos, así como la educación superior, ésta

además sobre la base del mérito. La educación estará: dirigida al

desarrollo completo de la personalidad humana y promoverá el en-

tendimiento, la tole rancia y la amistad entre todas las naciones y

grupos racia les o religiosos. Todos tienen derecho a participar libre-

mente en la vida cultural de la comunidad, de gozar las artes y

de compartir el avance científico y sus beneficios, esto es, a lo que

se llama “derechos del espíritu”.

Hay una diferencia entre los instrumentos mundiales y los inter-

americanos digna de ser señalada: en tanto que la Declaración

de París, tratándose de la propiedad, estable ce sólo que a nadie

puede privarse arbitrariamente de la que tenga en forma indivi-

dual o en asociación con otros, la Con vención de Costa Rica, como

lo hace la generalidad de las Constituciones políticas del con-

tinente, dispone que “nin guna persona puede ser privada de sus

bienes, excepto mediante el pago de indemnización justa y en los

casos y según las formas establecidas por la ley”. Esta diferen cia

revela que la propiedad privada ya no está colocada —como

derecho humano— al mismo nivel que la vida, la libertad o la segu-

ridad personal. Lo cual corresponde, me parece, a una evidente

realidad de nuestro tiempo.

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En los países occidentales y en aquellos que modela ron sus instituciones jurídicas en las tradiciones romano-canónica y anglo-sajona, nada hay en la Declaración de París que sorprenda, pues inclusive las normas nuevas son continuación lógica de las ya cono-cidas. Respecto a los Estados socialistas, estructurados conforme a las doctrinas de Marx y de Engels, la aceptación de esos prin-cipios como ideales a perseguir, ya que todavía no como obligacio-nes jurídicas internacionales, es compatible con la tesis de que la dictadura del proletariado, que supone la negación de muchos derechos civiles, es una etapa transitoria. “Ser un comunista —decía Lenin poco antes de su enfermedad en 1922— significa enrique-cer la propia mente con todos los valores que la humanidad creó en el pasado”.8 Con ello, empero, no desconocía las exigencias de la Revolu ción: en la “legalidad socialista”, por lo menos hasta la época en que la expuso Vishinsky en su clásica obra sobre el Dere­cho del Estado Soviético, precisamente en 1948, el principio de la “parcialidad partidista”, debe prevalecer en la interpre tación y la aplicación de ese derecho. Esto es, comenta el jurista mexicano Héctor Cuadra, que, “ante los imperativos establecidos por el Par-tido, ha de inclinarse inclusive el Juez”.9 Sólo el futuro sabrá en qué medida los derechos humanos en su aplicación real, en su vigencia efectiva, podrán librar se de esa seria limitación.

Que las declaraciones de 1948 son instrumentos vivos, fecun-dos lo demuestran las numerosas convenciones que ya mencioné,

8 UNESCO, Los Derechos del Hombre, p. 129.9 Cuadra, Héctor, La Proyección Internacional de los Derechos Humanos, p. 118.

Acerca del sistema soviético puede consultarse, además Guins, George C., Soviet Law and Soviet Society, y Flores Margadant S., Guillermo, Los Derechos del Hombre en la Constitución Soviética, en Veinte Años de Evolu ción de los Derechos Humanos, pp. 503 y ss.

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así como —en lo que hace a la esfera mundial— los resultados de la Conferencia celebrada en Teherán en abril y mayo de 1968, en la que México fue repre sentado por don Antonio Martínez Báez. Ella coincidió con la revuelta estudiantil de París y con otros actos violentos en diversas regiones del mundo, como los asesinatos en Esta dos Unidos, primero del líder negro Luther King y después del senador Kennedy. (En nuestra misma ciudad capital empezaba a gestarse el proceso que culminaría con los suce sos que precedieron a la XIX Olimpiada). Tal ambiente se reflejó en la Proclamación de Teherán, cuyo preámbulo se ñala que la observancia del Año Internacional de los Derechos Huma-nos ocurría cuando el mundo experimen taba un cambio sin prece-dentes; en horas de conflicto y violencia, que exigían más que nunca la solidaridad y la interdependencia del género humano. Contiene, además, afirmaciones nuevas e importantes. En gracia a la breve dad menciono sólo las siguientes:

1. Que la Declaración Universal de París es ya obliga toria para la comunidad internacional, acuerdo sin valor jurí dico, pero de indudable significación política;

2. Que la creciente disparidad entre los países económi ca-mente desarrollados y los países en desarrollo impide la realización de los derechos humanos y las libertades funda mentales en la comu-nidad internacional;

3. Que la existencia de más de setecientos millones de anal-fabetos en el mundo es tremendo obstáculo para lograr que se cumplan los propósitos y objetivos de la Carta de las Naciones Uni-das y las disposiciones de la Declaración Universal de los Derechos

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Humanos, por lo que la acción internacional para erradicar el analfabetismo y proveer la necesidad de educación, exige atención urgente;

4. Que la comunidad internacional debe seguir velando por la familia y el niño y que los padres tienen el derecho humano fundamental de determinar libremente el nú mero de sus hijos y los intervalos entre los nacimientos, y

5. Que si bien los recientes descubrimientos científicos han abierto amplias perspectivas para el progreso social y cultural, esta evolución puede, sin embargo, compro meter su libertad y su dignidad y por ello requerirá una acción terminante.

Se advierte así, que la tendencia que ya apuntó en 1948 y que continuó en 1966, de ligar el concepto de los dere chos huma-nos con la independencia política, autonomía y desarrollo integral de las comunidades sociales se vigo riza en Teherán. Llevó, además, a abordar por primera vez el problema demográfico no sólo en la proclamación que he resumido, sino en una resolución específica: la XVIII, deno minada “Relación entre los derechos humanos y la plani ficación de la familia”, que, después de recor-dar diversos pronunciamientos internacionales, observa cómo la rápida tasa actual de crecimiento demográfico es un obstáculo para la lucha contra el hambre y la pobreza, y sobre todo dis mi-nuye las posibilidades de lograr rápidamente un nivel de vida adecuado que comprenda alimentación, ropa, vivienda, asisten-cia médica, seguro social, educación y servicios sociales.

La Conferencia, igual que suele acontecer en la Asam blea General de las Naciones Unidas, en que las grandes potencias no

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disponen como en el Consejo de Seguridad, de una posición

excepcional o prominente, recogió fundamen talmente las preocu-

paciones del “tercer mundo”. Se corro bora así, una vez más, según

ya lo anticiparon los juristas teólogos españoles del siglo XV, que

los derechos del hombre no son entidades desvinculadas de los

conflictos humanos ni su contenido rígido, sino que viven y se

agitan muchas veces en el corazón mismo de tales conflictos.

Una declaración de los derechos del hombre, ha dicho con razón

Maritain, no podrá ser jamás exhaustiva y definitiva.

Yo diría más: no parece difícil concordar en una lista de dere-

chos; pero sí lo es determinar cuál debe prevalecer si dos o más

entran en conflicto. Allí está, sin duda, una de las causas pro-

fundas de la violencia y angustia de nuestro siglo que —acaso en

forma excesiva— hizo exclamar a Yeats: “los mejores carecen de

toda convicción, en tanto que los peores están llenos de apasio-

nada intensidad”.

¿La “apasionada intensidad” es siempre signo de mal dad?

¿No será que a veces llamamos peores a quienes luchan por va-

lores distintos de los nuestros? A veces, subrayo, pues en muchas

otras se trata sólo de actos criminales o vesánicos. Distinguir unos

casos de otros, para atacar con eficacia las causas y poner los re-

me dios adecuados, es una de las cuestiones más difíciles que

confrontan la comunidad internacional y cada uno de los Estados

que la integran.

A este respecto expreso asentimiento con lo que acaba de

escribir Arnold Toynbee:

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¿Qué son los derechos del hombre? 235

Los asesinatos políticos, como los asesinatos pri vados,

son crímenes imperdonables. No puede excu sárseles por

la diferencia de móvil. El terrorismo, al llegar al extremo del

asesinato, amenaza con destruir los cimientos mismos

de la vida social. Poner fin a la actual creciente oleada de

terrorismo es el punto más urgente en la actual agenda

de la huma nidad. El terrorismo no tiene excusa alguna,

más sí tiene una causa, y debemos comprender esta causa

y ocuparnos de ella, con objeto de prevenir sus efectos cri-

minales. Si limitamos nuestra acción a combatir los efectos

sin intentar simultáneamente eliminar la causa, no tendre-

mos la menor oportu nidad de éxito.10

Pero paradójicamente, en medio de la tormenta, la causa de los derechos humanos gana terreno. Se lucha por ella día a día en todos los foros internacionales y también día a día se exploran nuevos territorios, a veces por la acción de los partidos políticos, en otras por la sabiduría de los Jueces, en otras, finalmente por las especulaciones de los filósofos.

Entre éstas, por lo reciente, es apenas del año pasado, por la gran significación que se le ha atribuido dentro y fuera del círculo de los especialistas y porque en el marco de una tradición ilustre engarza los derechos humanos en una Teoría de la Justicia, quiero citar la obra de ese nombre de John Rawls, separándose del utili-tarismo inglés y del intui cionismo, aunque confesando que al final, tratándose de la justicia y en general de los valores, no se puede

10 Toynbee, Arnold, “Acabar con el terrorismo, urgencia inaplazable de la huma-nidad”, Novedades, 10 de octubre de 1972.

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236 La Suprema Corte de Justicia de la Nación desde la visión de Antonio Carrillo Flores

prescindir de la intuición, construye una teoría de la justicia “como equi librio”. En el párrafo central del libro dice:

Sostengo que las personas en la situación inicial —hipó-

tesis de trabajo inspirada en la clásica idea del “contrato

social”— elegirían dos principios dife rentes: el primero de-

manda la igualdad en el seña lamiento de los derechos y

deberes básicos; en tanto que el segundo sostiene que las

desigual dades sociales y económicas, por ejemplo, las de

riqueza y autoridad, son justas sólo si resultan en una com-

pen sación de beneficios para todos y en par ticular para

los miembros más desvalidos de la sociedad. Estos prin-

cipios rechazan la justificación de las instituciones sobre

el argumento de que las carencias y penas de algunos las

anula el mayor bien en el conjunto. Ello puede ser oportuno

[con cluye Rawls], pero no es justo, que algunos tengan

menos sólo para que otros puedan prosperar.11

El primer principio de Rawls es evidente; sobre él están cons-truidas las declaraciones de París y de Bogotá y las con venciones en lo que toca a los derechos políticos, civiles, sociales y cultu-rales. En cuanto al segundo, aunque es obvia la injusticia de la proposición contraria, esto es, que algunos prosperen dañando a la mayoría, es dudoso, al menos frente a la realidad social de los países en desa rrollo y no de los altamente industrializados, como los anglo sajones en cuya cultura y ambiente Rawls se nutrió; es dudoso, repito, que los pueblos pobres acepten como justa la perma-nencia o subsistencia de la desigualdad sólo porque a la mayor

11 Rawls, John, Theory of Justice, p. 15.

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riqueza o al mayor poder de las minorías pueda seguir una menor pobreza o algún beneficio para esas mayorías. ¿Será justo que la riqueza de los ricos crezca, digamos como 10, para que la po-breza de los pobres disminuya como 1? El tema no me pertenece, por eso lo apunto, pero no lo abordo.

De todos modos, una cosa es clara, y he citado a Rawls sólo a manera de ejemplo, bajo el rubro general de los de rechos huma-nos —y esta sería la respuesta que yo daría a la pregunta plan-teada en el título de esta conferencia— juegan en la concepción de nuestro tiempo dos tipos dis tintos de valores: unos, viejos o nue-vos, que fijan los limites de la autoridad, regional, nacional o mundial, con respecto a las personas y que tocan a su dignidad, su seguridad, su libertad y su igualdad; otros, que sólo serán reali-zables o de posible vigencia efectiva en la medida en que pro grese la comunidad de que el individuo forma parte. A esta segunda categoría corresponden casi todos los derechos llamados de tipo cultural, económico y social. En cuanto a su contenido con-creto, algunos no son universales y desde luego no son fijos en su número. ¿Puede tener igual valor la intimidad para un campe-sino que goza o sufre su soledad entre árboles y estrellas, que para quien habita en las ciu dades monstruosas de hoy? Empieza ya a hablarse del derecho del enfermo a morir, sin que prolongue su vida la técnica cuando lo que aquél desea ya es la paz, el reposo. ¿Qué tampoco interesa este derecho al habitante de co mu-nidades a quienes no han llegado siquiera los servicios sanitarios elementales?

Por eso, es necesario distinguir los derechos humanos suscep-tibles de recogerse en normas que los tutelen coer citivamente de

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aquellos que no lo son. De todas mane ras, aun tratándose de los primeros, se verá que muchas veces, cosa que ya advirtió Mariano Otero desde 1847, la acción del Estado no será suficiente sin el apoyo que le den las costumbres, la disciplina, el estilo de la comu-nidad. ¿Qué tribunal puede ordenar y menos obtener que a una persona la traten como igual sus vecinos, que no la discriminen en las múltiples relaciones en que no interviene el poder público? Ello simplemente corrobora lo ya expuesto: hay derechos huma-nos, y de los más valiosos, de que no podrá hablarse nunca en sentido jurídico, sino en el más alto pero más débil, como las gentes se refieren en la vida cotidiana a los de beres del amor, de la amis-tad y de la fraternidad.

Con mayor razón no son susceptibles de protección directa, indi-vidualizada, los derechos sociales, económi cos y culturales, que suponen el desarrollo integral. ¿Es siquie ra concebible que un país pobre pueda asegurar a los suyos, como lo quieren las conven-ciones de 1966, “un nivel de vida adecuado para su salud y de su familia, incluyéndoles alimen tación, vestido, habitación, cuidados médicos y servicios sociales necesarios”? Y lo propio puede decir-se en materia educativa.

Estos derechos, empero, tampoco pueden olvidarse, por que son valores con exigencia y destinatario: los pue blos que los han inscrito en tantos instrumentos internaciona les, temprano o tarde llegarán al límite de su resistencia si sienten que las naciones en lo individual o la comunidad internacional, en conjunto, no pone su máximo esfuerzo por atenderlos. Por eso decía al empezar, que el problema de los derechos del hombre está en la raíz de todas las cues tiones capitales de nuestro tiempo.

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¿Qué son los derechos del hombre? 239

Me toca ahora, y eso será materia de ocasión posterior, tratar de seguir reflexionando sobre estas cosas, pero con la mirada pues-ta en el área en donde más nos importa el tema: en México.12

México D.F., 11 de octubre de 1972

12 Me refiero a las restantes conferencias del ciclo, que hasta ahora no se han publicado, con excepción de la intitulada “El Amparo como ideal, como teoría y como realidad”, que figura entre los Apéndices de las varias veces citada obra La Justicia Federal y la Administración Pública, pp. 285-298.

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Esta obra se terminó de imprimir y en cua der­nar en septiembre de 2010 en los talleres de Impresos Vacha, S.A. de C.V., calle Juan Hernández y Dávalos núm. 47, Colonia Al ga ­rín, Delegación Cuauhté moc, C.P. 06880, México, D.F. Se utilizaron tipos Gothic Lt Bt de 8.5, 10, y 11 pun tos y Gothic Bt de 11, 14, 18 y 36 puntos. La edición consta de 2,000 ejem­ pla res impresos en papel bond crema de 90 grs.

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