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Sociología política y posición metodológica en la producción de Émile Durkheim: ¿pugna o armonía? por Graciela Inda Introducción La teoría política de Émile Durkheim constituye, sin duda, el “último orejón del tarro” entre los especialistas y exegetas de su dilatada y copiosa producción. Si bien no faltan estudios sobre su posición política ante los acontecimientos históricos más relevantes de su época, sobre sus controversias con el socialismo y el marxismo, no puede decirse lo mismo respecto de los conceptos distintivos de su sociología política. Giddens y Derek subrayan, en efecto, que la teoría política y del Estado de este clásico de la sociología académica conforma un tema prácticamente ausente de la tradición sociológica contemporánea (Giddens, 1997a: 91) (Derek, 1995: 94). De todas maneras, sin constituir una abultada serie, existen algunos intérpretes del pensamiento de Durkheim que han examinado, en algún momento de sus carreras, aspectos propiamente políticos del mismo. Las contribuciones más influyentes han sido las de H. E. Barnes (1920), T. Parsons (1937), George Davy (1950) 1 , R. Nisbet (1965), E. Allardt (1968), A. Giddens (1971), J. C. Filloux (1971), P. Birnbaum (1976) y B. Lacroix (1976-1981-1990). Luego del trabajo de Barnes, escrito con anterioridad a la publicación de algunos textos directamente políticos de Durkheim 2 , cuyo mérito consistió en poner de manifiesto el impacto político 1 Este sociólogo, discípulo de Durkheim, escribe en 1950 la Introducción a la primera edición francesa de las denominadas Lecciones de Sociología. 2 La primera publicación completa, incluida la sección que trata sobre el Estado, de las Lecciones de Sociología (que corresponden a unos cursos dictados por Durkheim en 1890 y 1900 en Burdeos y repetidos en la Sorbonne primero en 1904 y luego en 1912), data de 1950. En 1937, Marcel Mauss había publicado solamente los tres primeros capítulos de estas lecciones, referidos a la moral profesional.

Sociología política y posición metodológica en la producción de … politica y... · 2009. 3. 3. · 1 Este sociólogo, discípulo de Durkheim, escribe en 1950 la Introducción

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Sociología política y posición metodológica en la producción de Émile Durkheim: ¿pugna o armonía?

por Graciela Inda

Introducción

La teoría política de Émile Durkheim constituye, sin duda, el “último orejón del tarro” entre

los especialistas y exegetas de su dilatada y copiosa producción. Si bien no faltan estudios sobre su

posición política ante los acontecimientos históricos más relevantes de su época, sobre sus

controversias con el socialismo y el marxismo, no puede decirse lo mismo respecto de los conceptos

distintivos de su sociología política. Giddens y Derek subrayan, en efecto, que la teoría política y del

Estado de este clásico de la sociología académica conforma un tema prácticamente ausente de la

tradición sociológica contemporánea (Giddens, 1997a: 91) (Derek, 1995: 94).

De todas maneras, sin constituir una abultada serie, existen algunos intérpretes del

pensamiento de Durkheim que han examinado, en algún momento de sus carreras, aspectos

propiamente políticos del mismo. Las contribuciones más influyentes han sido las de H. E. Barnes

(1920), T. Parsons (1937), George Davy (1950)1, R. Nisbet (1965), E. Allardt (1968), A. Giddens

(1971), J. C. Filloux (1971), P. Birnbaum (1976) y B. Lacroix (1976-1981-1990).

Luego del trabajo de Barnes, escrito con anterioridad a la publicación de algunos textos

directamente políticos de Durkheim2, cuyo mérito consistió en poner de manifiesto el impacto político

1 Este sociólogo, discípulo de Durkheim, escribe en 1950 la Introducción a la primera edición francesa de las denominadas Lecciones de Sociología.

2 La primera publicación completa, incluida la sección que trata sobre el Estado, de las Lecciones de Sociología (que corresponden a unos cursos dictados por Durkheim en 1890 y 1900 en Burdeos y repetidos en la Sorbonne primero en 1904 y luego en 1912), data de 1950. En 1937, Marcel Mauss había publicado solamente los tres primeros capítulos de estas lecciones, referidos a la moral profesional.

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de la propuesta teórica durkheimiana entre sus contemporáneos, los especialistas han mostrado

especial interés por analizar las limitaciones de la sociología política durkheimiana y por estudiar si el

poder político es un asunto derivado y secundario de su esquema teórico o si, por el contrario,

constituye una pieza esencial del mismo3.

Talcott Parsons, artífice de una de las interpretaciones más influyentes, afirma que el problema

hobbesiano del orden constituye el hilo conductor de toda la obra durkheimiana4. Pero, aclara,

Durkheim plantea y replantea ese problema fundamental de maneras diferentes, pudiendo reconocerse

cambios fundamentales a lo largo de su producción. Si en un principio su postura es positivista y

comtiana, en sus últimos trabajos “aparecen tensiones idealistas”, a la par que la discriminación de

sociedades indiferenciadas y sociedades diferenciadas, desarrollada en 1893, retrocede cada vez más

hasta volverse totalmente secundaria (PARSONS, 1968: 391a 407).

Gran parte de la literatura posterior insiste en señalar, de una u otra manera, la existencia de

etapas diferenciadas en la sociología durkheimiana. Nisbet sostiene que la distinción entre dos tipos de

solidaridad social realizada en De la división del trabajo social no se mantiene en los escritos

posteriores. G. Gurvitch considera que hay variaciones sensibles luego de 1897, tras la presentación de

sus tres primeros libros. E. Wallwork afirma que alrededor de 1898 Durkheim entra en una fase

diferente caracterizada por una concepción más idealista del grupo social. Richter asegura que las

reflexiones políticas de Durkheim se concentran en los quince primeros años de su producción,

abocándose después de 1895 primordialmente a las investigaciones religiosas. P. Besnard localiza en

El suicidio el punto de transición entre el esquema de De la división del trabajo social y el de Las

formas elementales de la vida religiosa. J. C. Filloux también piensa que a partir del estudio sobre el

suicidio de 1897 hay un cambio notable: Durkheim pasa del análisis diacrónico al sincrónico,

3 Un panorama de esta discusión puede encontrarse en la obra de Bernard Lacroix sobre el pensamiento político de Durkheim, que constituye sin duda uno de los análisis más logrados de la misma. (LACROIX, 1984: 104 a 145).

4 Lewis Coser, por ejemplo, acepta esta afirmación al pie de la letra. “El problema del orden preocupó a Durkheim desde sus primeros escritos hasta las últimas páginas de la Introduction à la morale, artículo que escribió poco antes de su muerte. Directa o indirectamente, todos sus escritos están relacionados con este problema” (COSER, 1970: 150).

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comienza a elaborar el concepto de lo sagrado y la anomia cambia de sentido (LACROIX, 1984: 104

a 145). Steven Lukes subraya que Durkheim desplazó su atención de los fenómenos

estructurales a los superestructurales, ello en la medida en que crece el valor explicativo que concede

a los últimos (LUKES, 1984: 10).

En oposición, Allardt y Giddens consideran que hay una continuidad esencial a lo largo de la

teoría durkheimiana y que la sociología política de Durkheim no puede entenderse al margen de la

distinción entre dos tipos de estructura social (con preponderancia de la solidaridad mecánica y con

predominio de la solidaridad orgánica) y el análisis de las formas patológicas de la división del trabajo

en las sociedades modernas. Es más, esa continuidad entre las primeras y las últimas obras, señala

Giddens, sólo se percibe si se presta especial atención a su teoría política (GIDDENS, 1997a: 93).

La aproximación parsoniana a los escritos de Durkheim le parece a Giddens “extremadamente

sesgada” puesto que, por un lado, desatiende el trasfondo político en el que se insertan, y por el otro,

ignora algunos textos cruciales, como el dedicado al análisis de la división forzada del trabajo y los

conflictos capitalistas encarado en la tesis de 1893. El verdadero problema de Durkheim, dice

Giddens, no es el del orden, el de cómo evitar la guerra de todos contra todos, sino el problema del

cambio social, esto es, el de la conformación de la sociedad moderna. Desde esta perspectiva, De la

división del trabajo social no es una fase pasajera sino “portadora de un marco general en el que

pueden ubicarse el resto de los escritos” (GIDDENS, 1993: 48).

Bernard Lacroix, en uno de los trabajos más recientes y sólidos sobre la sociología política

durkheimiana, llega a la conclusión de que no hay una continuidad temática en el pensamiento

durkheimiano. El trabajo de 1893, señala, no adelanta los desarrollos posteriores y tampoco ocupa un

lugar privilegiado. Por el contrario, las discontinuidades son relevantes. Por ejemplo, mientras que De

la división del trabajo social está marcada por el determinismo absoluto, luego se abren paso las ideas

de la posibilidad de la acción y de la autonomía de las representaciones colectivas.

Entre 1893 y 1896, precisa ese analista, hay un corte relativo no al conjunto de la obra sino a

la génesis y elaboración de la anomia. Se transforma de una máxima descriptiva en el seno de un

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esquema evolucionista en una teoría que explica fenómenos precisos. Pasa de señalar la ausencia de

reglamentación de determinadas funciones sociales a designar el estado moral de una sociedad que ha

perdido su autoridad sobre los individuos. El abandono de la teoría del medio, según la cual la causa

determinante de un fenómeno social debe ser buscada en el medio en que emerge, es la condición de

posibilidad de esta reevaluación de la noción de anomia.

Ahora bien, ¿por qué los estudiosos de la sociología política durkheimiana se prestan con

recurrencia a una discusión sobre la dignidad de la misma en el conjunto de la obra? Porque lo que

está en juego, en el marco de una producción multifacética, es el grado en el que la teoría de Durkheim

se ocupa de los problemas del poder político y el Estado, o dicho de otra manera, la cuestión de si la

interrogación por lo político y lo estatal ocupa un lugar central o periférico en ella.

La contestación a esa cuestión no es sencilla, como podría parecer a simple vista. Haciendo

foco en la tematización del Estado, es posible detectar a lo largo de la producción de Durkheim

momentos en que el problema del Estado es prácticamente una obsesión y otros, predominantes, en los

cuales queda subordinado a otras preocupaciones. Asimismo, el tratamiento que recibe ese problema

no sigue un recorrido rectilíneo ni progresivo, pues no hay un uso del concepto de Estado, hay varios,

y no siempre son compatibles entre sí.

Sólo a través de una concienzuda periodización pueden comprenderse cabalmente los hitos e

interrogantes claves de la concepción durkheimiana del Estado. Entre 1883 y 1885, contra lo que cabe

esperar, el asunto de la actuación que corresponde al aparato estatal en los procesos de integración

nacional, de mantenimiento de la cohesión social por encima de toda división, desvela al joven

Durkheim y orienta todas sus lecturas5. Entre 1886 y 1897, período en el que ven la luz algunas de sus

obras más importantes (De la división del trabajo social, Las reglas del método sociológico, El

suicidio), se convence de que el órgano gubernamental es una “máquina demasiado pesada”, un mero

vehículo de una voluntad colectiva que lo precede por entero y, por ende, incapaz de llevar adelante la

tarea de segregar una moral unificadora que llene el vacío religioso. En la medida en que llega a la

5 Para un desarrollo pormenorizado de esta tesis, basada en el análisis de las primeras reseñas, artículos, ensayos, discursos y lecciones de los años formativos de Durkheim, poco conocidos y aún no traducidos al castellano, véase (INDA,2007).

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conclusión de que la armonía social no depende de un aparato coercitivo ni de una intervención

estatal, como quiere Spencer, sino de las prácticas morales difusas generadas espontáneamente por

diferentes medios sociales, la interrogación por el Estado y la política queda relegada a un plano

secundario6. En un tercer y último momento (1897-1915), la problemática del Estado recupera cierto

protagonismo y, al mismo tiempo, el Estado, “órgano del pensamiento colectivo”, ve acrecentadas sus

funciones (organización y control de las agrupaciones secundarias, elaboración de representaciones

políticas, garantía de las libertades individuales, etc.) y su ámbito de poder propio (autonomía

relativa)7.

Desde cierto punto de vista, continuidad y discontinuidad coexisten. Hay una

problematización del Estado que atraviesa todo el discurso durkheimiano, desde sus reseñas juveniles

hasta sus escritos de guerra: el Estado no puede ser pensado según una concepción jurídico

individualista, esto es, independientemente de la vida social de la que nace y de la que extrae su

fuerza, y es una cuestión de primer orden meditar sobre cuál es la forma de autoridad estatal apropiada

a la cohesión de las sociedades modernas. Pero, al mismo tiempo, esa matriz básica se tiñe de

coloraciones diferentes. En otras palabras, la concepción del Estado sufre una serie de mutaciones: de

probable motor del cambio social a prolongación funcional de la división del trabajo, y de ahí a un

órgano con autonomía relativa, por señalar un ejemplo.

Señalé que, pesar de los múltiples desplazamientos que sufre la sociología política de

Durkheim, existe una problemática, esto es, una matriz básica de preguntas y respuestas, de nociones

y omisiones, que informa todo el discurso durkheimiano. Retomando esta tesis, en este trabajo me

propongo ilustrar y explicar dicha continuidad privilegiando una indagación transversal, no

cronológica, de la obra durkheimiana.

¿Existe una vinculación armónica entre las consignas metodológicas que niegan todo

protagonismo al individuo y la problemática que gira en torno del Estado y de la política? ¿O, por el

contrario, en el tratamiento de las cuestiones propiamente políticas (realizado en diversos escritos,

6 Sobre este período de la sociología política de Durkheim, pueden consultarse (INDA, 2008a); (INDA, 2008b). 7 Al respecto: (INDA, 2008c).

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algunos de coyuntura, otras veces bajo la forma de lecciones, pero nunca como un todo coherente y

sistemático destinado a la publicación científica), Durkheim desmiente o toma distancia de sus propias

reglas metodológicas y conceptos sociológicos básicos? Más aún, los supuestos metodológicos y

filosóficos de base ¿trazan límites a la concepción durkheimiana de la política y del poder estatal, o se

trata de una mera relación formal sin implicancias?

El problema: ¿individualismo moral vs. individualismo metodológico?

En sus escritos más directamente abocados al tratamiento de los problemas políticos,

Durkheim asigna al Estado moderno la función de proteger y desarrollar una moral específica, la del

individualismo. Es más, según su esquema, el orden estatal es la condición de posibilidad de la

libertad de los sujetos: sin él reinaría la ley del más fuerte. Al mismo tiempo, sitúa la esfera de la

libertad individual como límite infranqueable del poder del Estado moderno: traspasado este límite cae

en el peor absolutismo.

En medio de la controversia generada por el affaire Dreyfus8, en 1898 Durkheim adhiere a la

Liga por la Defensa de los Derechos del Hombre y “(…) toma la pluma para responderle a Ferdinand

Brunetière (un antidreyfusista influyente, miembro de la Academia Francesa), que sostiene que los

dreyfusistas desmoralizan a Francia” (STEINER, 2003: 12). En El individualismo y los intelectuales

nuestro pensador alega que el respeto por los derechos humanos, incluido el derecho a la justicia, es un

componente esencial de la conciencia colectiva moderna distinguida por el individualismo moral. No

hay que confundir, argumenta, el individualismo que tiene por sagrada la persona humana con el

8 El affaire Dreyfus alude al caso de un oficial judío condenado a prisión perpetua por un consejo de guerra bajo el cargo de traición (1894). Los partidarios de Dreyfus están convencidos de la falsedad de las acusaciones de traición en su contra y de la arbitrariedad de la justicia militar, por lo que piden una revisión del juicio. La derecha utiliza el caso como trampolín para una ofensiva periodística de gran alcance. Este incidente es considerado por algunos historiadores como el equivalente de una verdadera revolución en Francia puesto que gracias al debate que genera los radicales aliados con los socialistas toman el poder. “Su nombre llegó a convertirse en un símbolo. Francia se dividió en dreyfusards y antidreyfusards. Esta lucha de doctrinas, de sentimientos, de tendencias, en que chocaban el espíritu conservador y el espíritu revolucionario, repetía en forma reducida y atenuada las grandes crisis del siglo XVI, de las guerras de la religión, de la Fronda, de 1789, en que se había visto, como en el asunto Dreyfus, a los intelectuales tornarse partidistas, y a la filosofía y la literatura participar en la batalla. Durante tres años, la revisión del proceso Dreyfus gobernó toda la política y acabó por determinar su curso. Los polemistas habían establecido las posiciones respectivas. Los partidarios de la sentencia consumada se habían clasificado a la derecha y los de la inocencia del procesado a la izquierda” (BAINVILLE, 1950: 387).

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utilitarismo egoísta y anárquico de Spencer y los economistas ortodoxos. Mientras el utilitarismo está

dispuesto a permitir que las libertades individuales sean suspendidas en interés del mayor número, la

moral individualista coloca los derechos del individuo por encima de “todos los intereses temporales”,

incluidos los del Estado. “No hay razón de Estado que pueda justificar un atentado contra la persona

cuando los derechos de la persona están por encima del Estado” (DURKHEIM, 2003a: 289). “Se ha

preguntado no hace mucho si no convendría tal vez consentir un eclipse pasajero de estos principios

(los derechos del hombre), a fin de no entorpecer el funcionamiento de una administración pública que

todo el mundo reconoce como indispensable para la seguridad del Estado. No sabemos si la antinomia

se plantea realmente de esta forma aguda; pero, en todo caso, si verdaderamente es necesaria una

opción entre estos dos males, sacrificar de este modo lo que ha sido hasta el día de hoy nuestra razón

de ser histórica sería elegir la peor. Un órgano de la vida pública, por más importante que sea, no es

más que un instrumento, un medio orientado a un fin. ¿De qué sirve conservar con tanto esmero el

medio, si uno se desprende del fin? (…)” (DURKHEIM, 2003a: 296).

Frente a quienes afirman que la anarquía política y social de Francia se debe a los sofistas

intelectuales que alaban la autonomía individual en desmedro del orden y el ejército, Durkheim

defiende la idea de que el individualismo moral, lejos de tener efectos de disolución social, es una

verdadera religión que asigna un ideal que desborda a los individuos concretos: la persona humana,

indeterminada y anónima. Su resorte no es el egoísmo sino la simpatía por todo lo humano. Es más:

este sistema de creencias centrado en el hombre es el único que “puede asegurar la unidad moral del

país”. El individualismo que defiende los derechos del hombre protege en definitiva los intereses

vitales de la nación.

Sin embargo, según Durkheim, la cuestión política no se agota en conservar intacto el

individualismo del siglo XVIII, el cual se limitó a “liberar al individuo de las trabas políticas”. Si bien

se trató de un progreso necesario, “la libertad política es un medio, no un fin” y si no sirve a fines que

la sobrepasen “se vuelve peligrosa”. Las libertades deben servir para “aceitar el funcionamiento de la

máquina social” y deben utilizarse bajo las máximas de la educación moral. La tarea más urgente es

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reconstruir el patrimonio moral sobre la base del respeto de la persona moral: tal es la posición de

Durkheim ante el debate suscitado por el caso Dreyfus.

Tal debate tiene para él una relevancia especial pues considera que atestigua un “gran

problema moral” que ha logrado sacar a los franceses, tanto a la masa como a los intelectuales, de la

indiferencia política en que estaban sumidos. Mientras que antes “nos dividíamos en relación con la

cuestión de saber quién debía tener el poder” ahora tenemos una gran causa impersonal a la que

consagrarnos, dice (DURKHEIM, 2003b: 301 a 303).

En Lecciones de Sociología mantiene la misma idea. Al Estado moderno, señala, le compete

realzar el culto al individuo. “No podemos evitar que el individuo haya llegado a ser lo que es, es

decir, un foco autónomo de actividad (…) Es tan imposible como transformar la atmósfera física que

respiramos (DURKHEIM, 2003c: 120).

Giddens indica que Durkheim lejos de oponerse a los ideales generados por la revolución de

1789 exige su más completa realización. El individualismo moral producido por la cooperación basada

en la división del trabajo es la única forma moral que considera adecuada a las sociedades actuales.

Por tanto, no debe ser considerado un intelectual conservador, como suele hacerse, sino un burgués

republicano y liberal que intenta reinterpretar el liberalismo político para responder eficazmente al

desafío que representan por un lado, el conservadorismo irracionalista y, por el otro, el socialismo, las

dos principales tradiciones del pensamiento social francés del siglo XIX (GIDDENS, 1997a: 129).

En síntesis, en la sociología política durkheimiana los derechos del individuo están por encima

de los intereses del Estado. Ahora bien, atendiendo a su propuesta metodológica, consistente

básicamente en rechazar a la acción individual como punto de partida del análisis sociológico, puede

resultar extraña o inconsistente semejante defensa de las prerrogativas individuales y de las creencias

que “tienen por Dios al hombre”.

Abordaré esta cuestión en dos niveles. En primer lugar, distinguiré la impugnación del

individualismo metodológico del estudio sustantivo del individualismo moral (capital en la sociología

política durkheimiana) y estableceré cuál es, desde mi perspectiva, la relación que mantienen entre sí.

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En segundo lugar, mostraré que los análisis políticos y sobre el Estado se articulan cómodamente con

su esquema metodológico, esquema que a su vez se sustenta en una posición filosófica, que en la

época en que escribe Durkheim es designada como “organicista”, mientras que en nuestros días

adquiere más renombre la denominación de “holista”, y cuya tesis esencial es la de la primacía del

todo sobre las partes, en especial de la sociedad considerada como una unidad indivisible de la que los

individuos y las instituciones no serían sino miembros o partes funcionales.

La dimensión metodológica

La estrategia metodológica de Durkheim, como es sabido, ha sido y es objeto de encendidos

debates y de estudios que han puesto de manifiesto las fortalezas y debilidades del mismo. Un análisis

de la amplísima cantidad de comentarios, bondadosos o críticos, excede en mucho mis propósitos.

Aquí sencillamente retomaré, en la medida en que las necesito para cumplir con mi objetivo, las

premisas esenciales de una de las reglas claves del método durkheimiano: la que manda disolver al

individuo como tal.

Durkheim funda la especificidad de lo social, objeto de la sociología, en la consideración de

que la sociedad tiene una realidad sui géneris, esto es, que produce fenómenos cualitativamente

distintos de los que tienen por asiento las conciencias aisladas. En su intento por diferenciar

tajantemente los hechos sociales de los hechos psíquicos, siendo estos últimos materia de la

psicología, los distingue según tres caracteres fundamentales: la exterioridad, la coerción y la

generalidad. Los fenómenos sociales existen fuera de las conciencias de los individuos concretos,

están dotados de un poder imperativo y coercitivo en virtud del cual se imponen a las conciencias

individuales en un momento dado (no es que “las recibamos pasivamente y sin hacerlas sufrir

modificación alguna”, dice Durkheim, pero las encontramos ya formadas al nacer y “el campo de las

variaciones permitidas es limitado” (DURKHEIM, 2000a: 51) y, al ser colectivos e imponerse, se

generalizan9.

9 No faltan los estudiosos que señalan que hay en la obra de Durkheim, incluso al interior de Las reglas del método sociológico, diferentes usos del término “individuo”: a veces hace referencia a los individuos concretos, otras al actor social concebido en forma abstracta. Para un análisis de esta ambigüedad, así como de las

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Frente a los celosos partidarios de un “individualismo absoluto”, que proclaman que el

individuo es perfectamente autónomo, es preciso considerar que nuestras ideas y nuestras tendencias,

desde las más instituidas hasta las menos cristalizadas, “no son elaboradas por nosotros sino que nos

vienen de afuera”, dice en Las reglas del método sociológico.

El principio metodológico de la realidad objetiva e independiente respecto de sus

manifestaciones individuales de los hechos sociales se apuntala en una posición filosófica - por

definición indemostrable- para la cual el Hombre no es el centro del mundo ni el protagonista de la

historia. El propio Durkheim es plenamente conciente de esta posición filosófica “holista”.

La historia de la sociología, sostiene, es un largo esfuerzo por reconocer contra “las

supervivencias del postulado antropocéntrico” que los fenómenos sociales “tienen una naturaleza que

no depende de la arbitrariedad de los individuos”. “(…) Al hombre le desagrada renunciar al poder

ilimitado que durante tanto tiempo se ha atribuido sobre el orden social y, por otra parte, le parece que

si existen fuerzas colectivas reales, está necesariamente condenado a sufrir su influencia sin poder

condenarlas; esto es lo que le inclina a negarlas. De nada ha servido el que repetidas experiencias le

hayan enseñado que esa omnipotencia, en cuya ilusoria posesión se complace, ha sido siempre una de

las causas de su debilidad, que su imperio sobre las cosas sólo ha comenzado realmente a partir del

momento en que reconoció que tienen una naturaleza propia y en que se resignó a aprender de ellas lo

que ellas son. Expulsado de todas las demás ciencias, ese deplorable prejuicio se mantiene

obstinadamente en la sociología. No hay nada más urgente, pues, que tratar de liberar de él

definitivamente a nuestra ciencia: tal es la meta principal de nuestros esfuerzos” (DURKHEIM, 2000a:

52).

Una vez conquistada, Durkheim jamás abandona su perspectiva “holista” que descarta la

subjetividad del actor como factor explicativo. Tímido y vacilante en sus primeras intervenciones,

luego de su viaje a Alemania (1886), el embate contra el punto de vista que otorga protagonismo a los

individuos en los procesos sociales se hace cada vez más seguro y virulento. Si en 1883 destaca que

implicancias, las críticas y las limitaciones de la definición durkheimiana de los hechos sociales véase, por ejemplo, (GIDDENS, 1997b). También: (GONZÁLEZ NORIEGA, 2000).

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los “grandes hombres” son “guías de las masas”, exponentes de una existencia superior que

proporciona una meta para los esfuerzos de la muchedumbre (DURKHEIM, 1967) y en la reseña de

1885 sobre Gumplowicz (DURKHEIM, 1885a10) escribe que son los individuos que conforman la

sociedad los factores de la vida social, que el conjunto sólo puede cambiar si las piezas cambian y en

la misma medida, no tardará en negar toda eficacia histórica a los actores individuales.

En el mismo año de 1885 declara que los sociólogos se dividen en dos escuelas imposibles de

conciliar: las que subordinan la sociedad al individuo y las que someten el individuo a la sociedad. Los

primeros, dice, al considerar que el motor de la vida social es la libre razón individual permanecen

ciegos al hecho de que “la sociedad no es una simple colección de individuos”, sino un ser que los

precede y que los sobrevive, con una conciencia, intereses y destino propio (DURKHEIM, 1885b). Un

año más tarde, en La ciencia social según De Greef, sostiene, adelantando su argumentación de 1895,

que la sociología para poder confirmarse como ciencia tiene que tener un objeto propio y que ese

objeto no puede ser otro que el hecho social en tanto cualitativamente diferente del individual

(DURKHEIM, 1975: 11).

La sociedad, repite años después en los cursos sobre educación moral (1899-1902), es un

conjunto de fuerzas invisibles que actúa sobre el individuo. La moral es un sistema de reglas exteriores

al individuo que se le impone, no por la fuerza material sino por el ascendiente que tiene sobre él. Esa

moral “está fijada en sus líneas esenciales desde el momento en que nacemos” y los cambios que

experimenta en el curso de una existencia individual, “aquellos en los cuales cada uno de nosotros

puede participar, son infinitamente restringidos” (DURKHEIM, 1947: 106). La misma idea de la

sociedad como una autoridad moral que sobrepasa al individuo, como una “personalidad

cualitativamente diferente de las personalidades individuales que la componen” se encuentra en

10 En esta reseña hay un fragmento memorable: “Pero el individuo es un efecto, no una causa; es una gota de agua en el océano; el no actúa, es actuado y es el medio social quien lo dirige. ¿Pero de qué esta hecho ese medio sino de individuos? Así somos al mismo tiempo agentes y pacientes, y cada uno de nosotros contribuye a formar esa corriente irresistible que nos arrastra”. Más tarde Durkheim dirá, en contraposición, que son las fuerzas colectivas, nunca los individuos, las que actúan en la historia.

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Determinación del hecho moral, trabajo presentado en 1906 (DURKHEIM, 2000b), y también en

Las formas elementales de la vida religiosa (1912)11, su última gran obra sistemática.

En fin, sostengo la proposición según la cual, en lo que hace al problema de la relación

individuo - sociedad, constitutivo del pensamiento social y político de los siglos XVIII y XIX, el

“organicismo” u “holismo” constituye la respuesta dominante del discurso durkheimiano.

Emilio de Ípola señala que todo pensamiento sociológico, incluido el de Durkheim, está

atravesado por la tensión entre una perspectiva “subjetivista” (para la cual la capacidad de invención o

creación de los actores sociales es la que tiene primacía en último término) y una perspectiva

“objetivista” (para la cual la acción de los agentes sociales está sometida a determinaciones

estructurales objetivas). La forma en que Durkheim encara esta tensión, dice este intelectual, marca

“indeleble y profundamente la fisonomía particular de su teorización” ya que hace que incluya ciertos

conceptos y excluya otros. Y de inmediato aclara: esta oposición “no constituye un principio válido de

clasificación de las teorías” porque “toda teorización de lo social que sea digna de ese nombre está

habitada por esa tensión” (DE ÍPOLA, 2003: 6 y 7)12.

De Ípola pone el acento en la convivencia entre las concepciones filosóficas individualistas y

holistas mientras que a aquí me ha interesado determinar cuál de ellas constituye la tendencia

predominante en el discurso durkheimiano. Ciertamente, hay pasajes de la obra de Durkheim, sobre

todo de su primera fase, que implican cierta valoración de la acción de los individuos. Pero se trata,

según creo, de elementos aislados y en minoría absoluta si se los compara con las insistentes, repetidas

11Las categorías de tiempo y espacio, los conocimientos, etc., subraya Durkheim, son representaciones esencialmente colectivas que traducen “estados de la colectividad”, dependen de la manera en que está constituida y organizada, de su morfología, de sus instituciones religiosas, morales, económicas, etc. La sociedad es una realidad sui generis, con caracteres propios (DURKHEIM, 1968: 19 y 20).

12 El autor encuentra que la “actualidad y el interés del pensamiento durkheimiano residen esencialmente en ese movimiento pendular - e incluso en esa indecisión- entre la estructura y la representación, lo objetivo y lo subjetivo, que marca silenciosamente su obra” (DE ÍPOLA, 1997: 44). Vale agregar que este intérprete considera como síntoma de una tendencia subjetivista en la obra de Durkheim su énfasis en la importancia de las representaciones (en tanto opuesta a la regla que dictamina tratar los hechos sociales como cosas). Ahora bien, desde mi perspectiva, lo crucial en este asunto es preguntarse si esas representaciones son colectivas o individuales, si nacen en las mentes individuales aisladas o si surgen de los grupos sociales. Por otra parte, este autor identifica la tendencia objetivista con la existencia de una determinación que no deja lugar a la acción, lo cual es equívoco. Una posición teórica “antihumanista” no implica necesariamente la negación de las acciones humanas, sólo entraña la exigencia de pensar esas acciones como colectivas y no como productos de decisiones individuales. El caso de la teoría marxista es ejemplar al respecto.

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y apasionadas críticas que realiza nuestro sociólogo a la filosofía política tradicional, a la que designa

con el nombre de “individualismo”, y con el tratamiento efectivo que da en sus análisis a los

fenómenos sociales en tanto irreductibles a acciones individuales.

La postura de Durkheim contra la eficacia explicativa del punto de vista subjetivo del actor es

rotunda. Es preciso, señala, considerar que los fenómenos sociales “lejos de ser un producto de nuestra

voluntad la determinan desde fuera”, que se constituyen y existen aparte de las conciencias

individuales. Por lo tanto, es un error enorme sostener que los hechos sociales dependen de estados

psicológicos individuales o que los fines políticos son la expresión de fines individuales, como quiere

Spencer. Por una parte, en un momento dado, las propiedades de un fenómeno social difieren de las de

sus partes constitutivas, ninguna de las cuales contiene ni siquiera en germen la vida que resulta de su

asociación: “el todo es más que la suma de sus partes”, dice. Por la otra, resulta igualmente

inadmisible argumentar que aunque la sociedad “una vez formada” es la causa próxima de los

fenómenos “las causas que han determinado su formación son de naturaleza psicológica”, puesto que

las sociedades no han surgido por decisión voluntaria de los individuos sino que son el producto de

otras sociedades (DURKHEIM, 2000c: 162 a 164).

Individualización y poder político en las condiciones modernas

Puedo abordar ahora un punto esencial: el menosprecio de la acción individual como punto de

arranque de la explicación teórica no conlleva de ninguna manera una justificación o una defensa de la

sumisión de los individuos al poder del Estado. En tanto Durkheim considera al individuo moderno,

sujeto de derechos y obligaciones, un genuino producto de la sociedad capitalista y de la acción del

Estado, no hay contradicciones entre ambos órdenes. En otros términos: según él es falsa la idea de

una dicotomía irreversible entre el Estado y la libertad individual.

En De la división del trabajo social hay una exposición detallada del proceso histórico de

emergencia y desarrollo del “individuo” (DURKHEIM, 1993a: 239 a 246). Mientras que en el estado

de homogeneidad que distingue a las sociedades primitivas la individualidad no existe, dándose una

situación en la que la conciencia individual se superpone casi por completo con la conciencia

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colectiva, el desarrollo de la solidaridad orgánica determina, por el contrario, la necesidad del

individualismo puesto que la especialización de funciones requiere una mayor flexibilidad de la

conciencia colectiva y la intensificación de las variaciones individuales.

En síntesis, es la organización social moderna la que promueve, en función de una necesidad

colectiva, el desarrollo de una esfera de autónoma de actividad personal. “La vida colectiva no ha

nacido de la vida individual, sino que, por el contrario, es la segunda la que ha nacido de la primera.

Sólo con esta condición se puede explicar la manera cómo la individualidad personal de las unidades

sociales ha podido formarse y engrandecerse sin disgregar la sociedad. (…) No tiene nada de

antisocial porque es un producto de la sociedad. No se trata de la personalidad absoluta de la mónada

que se basta a sí misma y podría prescindir del resto del mundo, sino de la de un órgano o parte de un

órgano que tiene su función determinada, pero que no puede, sin correr el riesgo de muerte, separarse

del resto del organismo. En estas condiciones la cooperación se hace, no sólo posible, sino necesaria”

(DURKHEIM, 1993b: 62 y 63).

La moral que tiene por centro al individuo, forma específica que adopta la conciencia

colectiva o la autoridad moral en las sociedades moderna, refuerza la especialización moral impuesta

por la solidaridad orgánica. Pero se trata de valores que se oponen a la búsqueda del interés propio e

implican sentimientos de solidaridad con los demás (GIDDENS, 1997b: 134).

En otras palabras, el carácter sagrado atribuido a los derechos y a las libertades individuales no

sólo no es innato o inherente a los individuos como tales (es producto de un proceso social

determinado) sino que además no entraña necesariamente una erosión de los vínculos solidarios. El

remedio para los problemas de desintegración y desregulación engendrados por el avance de la

división social del trabajo y el concomitante individualismo moral no pasa por una recomposición de

la disciplina moral propia de una sociedad premoderna, sino contrariamente, por el avance de la

moralidad liberal del individualismo, acorde a la diversidad moral engendrada por la división del

trabajo.

Me permito insistir en esto: el individualismo, el culto del hombre, es para Durkheim lo

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opuesto del egoísmo. Constituye una moral, y es por tanto, fuente de integración, esto es, realiza el

mandato de obligar a los hombres a contar con otros, a unirse. Lejos de desvincular a los individuos de

la sociedad, los coloca bajo la fuerza de un mismo ideal, ello en el mismo momento en que los lazos

que ligan al individuo a su familia, al suelo natal y a los usos colectivos del grupo se aflojan.

“Porque el hombre que de este modo se propone al amor y al respeto colectivos no es el

individuo sensible, empírico, que es cada uno de nosotros; es el hombre en general, la humanidad

ideal, tal como la concibe cada pueblo en un momento de su historia. Empero, ninguno de nosotros la

encarna completamente (…). Se trata, pues, no de concentrar cada sujeto particular en sí mismo y en

sus propios intereses, sino de subordinarlo a los intereses generales del género humano. Tal fin le saca

fuera de sí mismo; impersonal y desinteresado se cierne por encima de todas las personalidades

individuales (DURKHEIM, 1971: 270).

En conclusión, la noción de individualismo moral posibilita a Durkheim justificar los derechos

del hombre como obstáculo insalvable del poder del Estado sin transigir con las doctrinas del pacto

social ni con el utilitarismo. Constatado que el despotismo es la supresión del individuo y que el

individualismo egoísta es una fuerza centrífuga que amenaza la vida social, la definición de una

disciplina moral que gira en torno de la idea de hombre le permite sortear la encrucijada entre la

defensa de los derechos individuales, tópico central de las filosofías liberales que acompañan las

luchas burguesas contra el orden feudal, y la defensa de la sociología como ciencia no de las acciones

individuales sino de las formas sociales de disciplina o moral.

Intersección: el “antihumanismo” en el campo de los análisis políticos

Hasta aquí he precisado algunos de los rasgos esenciales del rechazo durkheimiano de la

posición filosófica que pretende primacía del individuo ante la sociedad. Ahora me esforzaré por

ilustrar cómo se traduce esa posición en los análisis que hace el sociólogo francés sobre el Estado y las

sociedades políticas.

Para empezar, gran parte de la crítica durkheimiana a las concepciones contractualistas y

utilitarias sobre la conformación de los vínculos sociales y el cuerpo político se encarama en una

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decidida perspectiva “antihumanista” o “antiindividualista”.

En su abordaje de las teorías “individualistas”, que tienen por común denominador suponer la

preexistencia del individuo respecto de la sociedad, Durkheim traza una línea de demarcación que

separa las que consideran que la vida social es una construcción artificial de las que proponen que la

sociedad es natural. Los teóricos del derecho natural, los economistas ortodoxos y Spencer están entre

quienes consideran que las relaciones sociales son espontáneas en tanto se basan en instintos inscriptos

en la naturaleza del individuo. Según esta primera vertiente humanista, el hombre tiene una vocación

natural por la vida política, por la interacción social, etc., por lo tanto, los individuos se organizan libre

y espontáneamente en sociedad. Por otra parte, están quienes, como Hobbes y Rousseau, piensan que

la organización en sociedad de los hombres es un fenómeno artificial. El hombre, según está segunda

corriente humanista, es contrario a la vida en sociedad siendo por tanto necesaria una coacción que

impida que desarrolle sus tendencias antinaturales13.

Es memorable la posición adoptada por Durkheim. “Ninguna de estas doctrinas es la nuestra.

Ciertamente, hacemos de la coerción el rasgo característico de todo hecho social. Sólo que esta

coerción no resulta de una maquinaria construida con mayor o menor habilidad y destinada a ocultar a

los hombres las trampas en que se han atrapado a sí mismos. La coerción es debida simplemente al

hecho de que el individuo se encuentra ante una fuerza que le domina y ante la cual se inclina. Pero

esta fuerza es natural, no se deriva de un arreglo convencional (…), es el producto necesario de causas

dadas. De este modo, para llevar al individuo a que se someta a ella con plena conformidad de su

voluntad, no hay que recurrir a artificio alguno, basta con hacer que tome conciencia de su estado de

dependencia e inferioridad naturales (…)” (DURKHEIM, 2000c: 182). “(…) si decimos que la vida

13 Durkheim discute en diversos escritos la afirmación de Hobbes y Rousseau de que la sociedad es un estado contra la naturaleza, un estado más o menos artificial. El aislamiento y la soledad no son, dice, el estado natural del hombre. Los sentimientos altruistas son tan naturales como los egoístas. Tenemos la necesidad de buscar nuestro semejante. El hombre es un animal sociable y el aislamiento es contra la naturaleza (DURKHEIM, 1883-1884: Leçon 64). “El egoísmo no es el único sentimiento natural al hombre. Si cada uno persiguiera solamente sus fines individuales, no sería posible la nación, no tardaría en disolverse. Al mismo tiempo que nos amamos a nosotros mismos, amamos a los otros. Tenemos un cierto sentido de la solidaridad que nos inclina a la dedicación y al sacrificio. Si uno cree que la sociedad es una invención de los hombres y una combinación artificial, cabe esperar tormentos perpetuos. Un enlace tan frágil puede ser roto a cada instante” (DURKHEIM, 1885b). Más tarde, aunque hace una lectura más compleja de las tesis de Rousseau, no abandona esta postura básica.

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social es natural, no es porque encontremos la fuente de la misma en la naturaleza del individuo; es

porque deriva directamente del ser colectivo que es por sí mismo una naturaleza sui generis”

(DURKHEIM, 2000c: 184). “Por tanto, aunque estimamos, al igual que los primeros, que la vida

social se presenta al individuo en forma de coerción, admitimos con los segundos que es un producto

espontáneo de la realidad, y lo que establece una relación lógica entre esos dos elementos, que

aparentemente son contradictorios, es el hecho de que esta realidad supera al individuo”

(DURKHEIM, 2000c: 185).

A ambas tendencias humanistas les reprocha Durkheim pensar la sociedad como una simple

yuxtaposición de individuos que “aportan, al entrar en ella, una moralidad intrínseca” cuando en

realidad “el hombre no es un ser moral sino por vivir en sociedad”. Y esa moralidad no puede ser

definida por la libertad: consiste en ser solidario a un grupo. Es un compuesto de reglas, que varía

históricamente, que tiene por meta regular los impulsos egoístas del individuo y hacerlo formar parte

de un todo. No existe, en síntesis, una moral propiamente individual, siempre se la encuentra en el

estado de sociedad e incluso los deberes del individuo “para consigo mismo” son, en realidad, deberes

para con la sociedad”14.

Según Durkheim, como hemos visto, se puede demostrar que el individualismo mismo es un

producto social como todas las morales. De lo que se trata entonces es de explicar la moral individual

partiendo de la sociedad, no de una visión a priori de la naturaleza humana en general.

Además, “los actos que persiguen fines individuales no tienen valor moral, cualesquiera que

ellos sean”, dice. La consideración de los moralistas utilitarios de que los fines egoístas son los

recomendables por excelencia es absurda puesto que no ha habido ningún pueblo que considere los

actos egoístas como morales sino que, por el contrario, todos los actos morales persiguen fines

impersonales (DURKHEIM, 1947: 62).

La impugnación de las perspectivas que postulan que la acción individual es la productora de

los hechos sociales es particularmente ácida en lo que respecta al clásico problema de la constitución

14 Al respecto léanse, por ejemplo, las conclusiones de De la división del trabajo social (1893) (DURKHEIM, 1993b: 201 a 216).

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de los Estados. El Estado no es como ambicionan los contractualistas, dice Durkheim, una máquina

construida por los hombres. Es sumamente contradictoria la idea de que el individuo sea el autor

voluntario de una máquina cuya función esencial sea la de constreñirlo, señala. La hipótesis de un

pacto social como origen de los Estados constituye un “hábil artificio” de la filosofía política clásica

inconciliable con la existencia históricamente demostrable de la división social del trabajo. Según

nuestro sociólogo, el Estado resulta no de un contrato entre individuos desvinculados entre sí y

colocados en situaciones idénticas de reciprocidad, situación que sólo puede ser producto de la

imaginación de unos intelectuales, sino del avance progresivo de la diferenciación funcional de las

sociedades.

En su minucioso análisis de la teoría rousseaniana15, Durkheim considera que si bien esta

teoría tiene por méritos considerar que la moralidad ha nacido con las sociedades (el estado de

naturaleza, admite Rousseau, es amoral pues allí los hombres no tienen ni vicios, ni virtudes, ni

deberes para con los demás) y que la sociedad una vez formada tiene cualidades propias e

independientes de los seres particulares que la conforman, alcanzado así “un sentimiento muy vivo de

la especificidad del reino social”, dicha teoría tiene como “punto débil de todo su sistema” proponer

contra toda evidencia histórica que el cuerpo político tiene por origen unos individuos “en estado

atómico”. “Tiene cimientos tan poco sólidos en lo dado, que aparece como un edificio siempre

vacilante, cuyo equilibrio, delicado en exceso, no puede en todo caso establecerse y mantenerse más

que gracias a un concurso casi milagroso de circunstancias” (DURKHEIM, 2001a: 146).

Por lo demás, la concepción que tiene el sociólogo francés de los actores políticos está

profundamente inspirada en la convicción de que las fuerzas individuales (líderes, héroes, grandes

hombres, individuo racional, etc.) no pueden fundar ni torcer el curso de los acontecimientos

15 Se trata de El contrato social, de Rousseau, trabajo que, según el editor francés Armand Cuvillier, fue redactado por Durkheim luego de un curso dictado en la Universidad de Burdeos (entre 1887 y 1902) y publicado por primera vez en 1918 en Revue de Métaphysique et de Morale Nº XXV. Aquí Durkheim repasa punto por punto los principales aportes de Rousseau sin hacer aportes conceptuales propios. Se trata más bien de una lectura en voz alta, aunque desde luego no tiene nada de inocente ya que implica ciertos énfasis y selecciones.

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históricos. Sólo fuerzas colectivas ligadas internamente por sentimientos de solidaridad pueden

protagonizar un cambio histórico o lograr conquistas políticas determinadas.

En Los estudios de ciencia social, por ejemplo, Durkheim es suficientemente explícito al

respecto. En esta reseña subraya que el ideal de la libertad individual no puede ser alcanzado por el

individuo aislado y se pregunta ¿qué libertad tiene el trabajador librado a sí mismo frente al rico dueño

de los recursos? Es preciso que los individuos dejen de estar separados unos de otros, que se acerquen,

que se organicen en grupos corporativos, en asociaciones de ayuda mutua, etc., pues sólo de esta

forma pueden dar lugar a acciones efectivas (DURKHEIM, 1886: 15).

La misma máxima puede encontrarse en La educación moral: “(…) El individuo en sí mismo

reducido a sus solas fuerzas es incapaz de modificar el estado social. No se puede actuar eficazmente

sobre la sociedad más que agrupando las fuerzas individuales de manera que se opongan fuerzas

colectivas contra fuerzas colectivas” (DURKHEIM, 1947: 85).

Por tanto, cuando Durkheim, impulsado por los sucesos políticos relacionados con el

mencionado asunto Dreyfus, abandona relativamente el determinismo cerrado que niega a la política

la capacidad de producir un efecto propio y reconoce la capacidad de la acción, de la movilización,

para introducir cambios en la sociedad, no cede ni un ápice al “individualismo”: esa capacidad de

cambio corresponde a los actores colectivos, no a hombres especialmente heroicos o capaces.

Al mismo tiempo, no es en la voluntad de los actores donde hay que buscar la explicación de

las relaciones y las instituciones políticas. Nada más contundente que este pasaje de la tesis latina

sobre Montesquieu: “(…) ordinariamente creemos que nuestros actos no se basan en otras razones que

aquellas cuya acción sobre nuestra voluntad aparece a la luz de la conciencia, y negamos la existencia

de otras porque no las sentimos. Lo mismo hacemos con las instituciones sociales: es a las causas más

aparentes a las que atribuimos el mayor poder, aunque los reciban de otras causas. (…) Ahora bien,

¿hay en las instituciones políticas, jurídicas, religiosas, algo más manifiesto, más evidente, que la

personalidad de quienes han gobernado los Estados, redactado las leyes, establecido las ceremonias

sacras? Así, la voluntad personal de los reyes, de los legisladores, de los profetas o de los sacerdotes

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parece ser la fuente de donde emana la vida social toda. Todos estos actos se realizan en efecto bajo la

mirada de todos, y en sí mismos nada tienen de oscuro. El resto, por el contrario, al permanecer oculto

entre los elementos poco aparentes del organismo social, no puede ser fácilmente percibido. Es de allí

de donde nació esa superstición tan difundida según la cual el legislador, dotado de un poder poco

menos que ilimitado, sería capaz de crear, modificar, suprimir las leyes a su antojo” (DURKHEIM,

2001b: 28).

Durkheim piensa que si aceptáramos que las leyes, las costumbres, las instituciones, dependen

no de una “naturaleza constante del Estado” sino de la voluntad fortuita del legislador, tendríamos que

renunciar a la existencia de un orden determinado en las sociedades humanas y también, por lo tanto,

al conocimiento científico de las mismas. Si existen causas que en lugares y momentos diferentes no

producen los mismos efectos, si el legislador organiza arbitrariamente la vida social, ¿dónde habrá

materia para la ciencia?, nos interpela. “Todo lo que es objeto de ciencia, consiste en cosas que poseen

una naturaleza propia y estable y son capaces de resistir a la voluntad humana” (DURKHEIM, 2001b:

29). Si viéramos en las sociedades el producto de la acción de los hombres que ocupan los cargos

gubernamentales o que encabezan las luchas políticas cederíamos al voluntarismo e ignoraríamos las

leyes que rigen el desarrollo social.

Resulta interesante notar que la consigna de que cuando los actores políticos hacen las leyes o

las aplican no hacen más que elaborar preceptos gestados en las entrañas de la sociedad, sirve de

sostén a otro principio importante de su sociología política: el carácter necesariamente limitado del

poder de los soberanos. Los gobiernos pueden ejercer el despotismo frente a tales o cuales individuos

concretos pero no pueden oponerse por mucho tiempo a los usos y costumbres enraizados en la

organización social.

En torno a esa cuestión Durkheim encuentra una diferencia importante entre la filosofía de

Hobbes y las visiones de Montesquieu y Rousseau. Mientras que para la primera los hombres, con el

objeto de escapar a la guerra perpetua del estado de naturaleza, aceptan voluntariamente someterse a

un soberano absoluto que hace la ley sin aceptar control, Montesquieu y Rousseau opinan que el

legislador no puede actuar arbitrariamente sino que debe considerar las condiciones sociales y dictar

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las leyes que se ajusten a ellas. Rousseau considera además que cuando las leyes no expresan el estado

de la opinión, de las costumbres, de los hábitos, es que la voluntad general se ha pervertido, esto es, ha

pasado a representar intereses particulares.

En ese punto preciso Durkheim acuerda con Rousseau, a quien por consideraciones como la

antedicha califica de precursor del pensamiento sociológico científico. A pesar de que comete el error

imperdonable de fundar lo social en la naturaleza individual, Durkheim rescata que: “(…) la

preocupación de Rousseau es mucho menos la de armar al soberano de un poder coercitivo demasiado

grande para hacer doblegar las resistencias como la de formar los espíritus de manera que las

resistencias no se produzcan” (DURKHEIM, 2001a: 146).

La idea de Rousseau de que la moral, la costumbre y la opinión constituyen la verdadera base

de un Estado, evidentemente cala hondo en un intelectual que está más preocupado por la cuestión de

la coacción interiorizada que por el problema del ejercicio de la represión organizada y que considera

el cuerpo estatal como expresión de la sociedad toda. Pero más allá de esta coincidencia, las

diferencias entre ambos planteos son esenciales.

Rousseau piensa, como es sabido, que los hombres, mediante un pacto racional, crean el

Estado para poder volver a la antigua felicidad del “estado de naturaleza”. Pero ese Estado una vez

creado puede convertirse en tirano de la propia sociedad creadora. En este filósofo del siglo XVIII la

crítica de las instituciones políticas es tan profunda que la noción de delegación o representación

política válida es rechazada. La soberanía del pueblo tan sólo es posible, según este filósofo, si no

existen partidos o facciones en el Estado y si hay comunicación permanente y sin mediación entre sus

ciudadanos. Soberanía popular indelegable, cuestionamiento al poder indiscriminado del Estado y

democracia directa son así tópicos centrales de su planteo.

En la trama teórica y política de Durkheim no encontramos semejante democratismo

igualitario: el gobierno es ejercido por unos pocos y su función es pensar por la sociedad. Además, las

críticas durkheimianas a la idea de una “nivelación democrática” son ácidas y persistentes. Dice, por

ejemplo, que una vida pública protagonizada por una multitud de individuos expresando su opinión

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sobre la cosa pública sin estar informados ni preparados adecuadamente sólo puede conducir al caos.

Es preciso, recalca el sociólogo, que la representación política reproduzca la organización profesional.

La filosofía rousseauniana, emergente de la lucha ideológica que encabeza la burguesía contra

el orden feudal, contiene un elemento revolucionario: piensa lo social como una construcción de los

hombres, no como algo dado e inamovible. Luego, el protagonista de la historia es el Hombre, creador

de todo lo que existe, y no las masas, los hombres en organizaciones colectivas, como proclama la

tendencia marxista. Frente a esto la posición de Durkheim es la de un antiindividualista no

revolucionario, ligado en este punto preciso a los tópicos de la filosofía conservadora16.

Conclusiones

Por último, ¿hay coherencia en el discurso de este clásico de la sociología académica entre la

estrategia metodológica y la correspondiente posición filosófica antihumanista en la que se asienta, por

una parte, y la exhortación política concreta, por la otra?

Ricardo Sidicaro entiende que las proposiciones de Durkheim en materia de educación son

consistentes con la orientación “holista” que caracteriza su planteo. Pero, señala este intérprete, no

puede decirse lo mismo de su propuesta “voluntarista” de creación de corporaciones profesionales

dedicadas a combatir males estructurales (SIDICARO, 2003: 18).

Como es sabido, el programa durkheimiano atribuye una importancia central a los procesos de

socialización mediante los cuales el individuo aprende las maneras de un determinado grupo o

sociedad, es decir, adquiere las herramientas morales necesarias para actuar en sociedad. El Estado, a

través fundamentalmente de la educación, tiene como una de sus metas proporcionar a los individuos

la disciplina moral que necesitan para controlar sus pasiones, para adaptarse a los moldes sociales. Por

lo tanto, como bien advierte Zeitlin, en el reconocimiento de que el hombre es un ser social “(…) no

hay nada que sea intrínsecamente conservador o revolucionario” (ZEITLIN , 1970: 292).

16 Remito al lector al ensayo de Nisbet sobre las características centrales del pensamiento conservador (NISBET, 2000).

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El fomento de las asociaciones profesionales implica cierto voluntarismo, como dice Sidicaro,

puesto que reduce la solución de problemas estructurales de la sociedad capitalista, como la lucha

entre los trabajadores y los dueños del capital, a una tarea de regeneración moral, esto es, de

aprendizaje de valores comunes.

Bien miradas, dichas propuestas están hermanadas puesto que ambas constituyen espacios

aptos según Durkheim para la inculcación e interiorización por parte de los individuos de los

esquemas sociales (costumbres, leyes, hábitos, etc.) comúnmente aceptados.

Asimismo, no hay que olvidar que su apología de las corporaciones como contra-poderes

indispensables para detener la expansión estatal y su defensa de la educación laica se articulan con su

constante preocupación, en tanto miembro liberal de las fracciones ascendentes de la pequeña

burguesía de la Tercera República, por defender los derechos del individuo. Defensa que no hace foco

en la idea de un individuo egoísta que persigue fines aisladamente sopesados (perspectiva a la que

Durkheim acusa de tener efectos negativos sobre la cohesión social) sino en la visión de un individuo

que al mismo tiempo que posee una esfera de acción y decisión propias (puede elegir una profesión,

votar, etc.) está vinculado con todos los demás en una cooperación solidaria y se somete

espontáneamente a una disciplina moral que fija un coto a sus pasiones naturales y que le indica cuál

es el límite de sus aspiraciones.

También existe, como mostré, una marcada continuidad al interior de la producción

durkheimiana entre programa metodológico y posición filosófica (holismo-antihumanismo) y

sociología política: los actores políticos nunca son héroes, prohombres dotados de cualidades

especiales (como quiere Weber, por ejemplo), sino fuerzas colectivas que tienen siempre una

capacidad de acción limitada por las características morfológicas de la sociedad.

No acuerdo, por tanto, con la interpretación de George Davy, según la cual mientras en sus

textos metodológicos pretende evitar toda intrusión de lo individual como agente con iniciativa o

factor explicativo, en Lecciones de sociología esta situación se revertiría (DAVY, 2003: 52 a 55).

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La forma en que Durkheim entiende la política, así como el menosprecio que muestra por las

acciones individuales, enlaza claramente con su definición de los hechos sociales como impuestos a

los individuos. Paralelamente, su desatención por la lógica de la movilización política y las

revoluciones se articula con su concepción de la organización social en tanto determinada

fundamentalmente por la morfología social y, claro está, con su posición política (de clase).

La defensa de los derechos del individuo se combina en Durkheim con una crítica a las

limitaciones del sufragio universal como mecanismo de elección de los representantes políticos. El

sufragio universal, que tiene por base a los individuos, es inadecuado puesto que elige a diputados y

funcionarios que son incompetentes para resolver con conocimiento de causa las múltiples cuestiones

que se les presentan.

Las democracias saludables se reconocen por la existencia de sólidos grupos secundarios

intercalados entre el Estado y los individuos. Reeditando otra vez su idea de la necesidad de una moral

profesional interpuesta entre el Estado y los individuos, en Lecciones de sociología sostiene que las

organizaciones profesionales en las que se asienta la organización social deben convertirse también en

la base de la representación política. Sólo con una reforma electoral de este tipo se alcanzaría un

tratamiento competente de cada problema, y con ello el objetivo mayor de que las asambleas y los

consejos gubernamentales no pierdan el contacto con las “capas profundas” de la sociedad

(DURKHEIM, 2003c: 160 y 165 a 167).

La democracia actual, asevera, reviste una forma anómica que es preciso superar. La

desorganización se impone desde el momento en que la vida pública está fragmentada en una multitud

de individuos que se sienten obligados a desempeñarse como “hombres de Estado”, cuando en

realidad no están preparados para ello. Nuestra acción política debe consistir en crear órganos

intermediarios que liberen al individuo del Estado y al Estado del individuo, concluye.

En resumen, y para terminar, vale decir que la posición de Durkheim ante la dicotomía

Estado- derechos individuales no toma ni el camino liberal ni el conservador.

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Los economistas liberales y los conservadores, a pesar de sus diferencias, coinciden en el

rechazo de toda intervención del Estado. Los primeros lo hacen en nombre del individuo (considerado

principio y fin de la vida social) y del principio de la absoluta libertad de las fuerzas del mercado.

Según ellos, la economía debe quedar librada a la sola iniciativa de los agentes. Los conservadores,

por su parte, impugnan la intervención del Estado apoyados en el postulado de la anterioridad de las

asociaciones que llaman “naturales” (la familia, la comuna, la Iglesia) sobre el Estado. Sostienen, en

general, que el cercenamiento de las asociaciones intermedias implica la atomización de las masas, por

un lado, y la creación de un poder político cada vez más centralizado, por el otro. Contra el espectro

del desorden social, las estructuras pluralistas y descentralizadas tienen, según ellos, una mayor

capacidad de cohesión social.

De ambas posiciones Durkheim se separa con nitidez. Preocupado por la cohesión de la

sociedad capitalista no funda el Estado en las voluntades individuales ni pretende que se limite

exclusivamente a garantizar la libertad de los individuos. Los intereses de la comunidad, dice

Durkheim, no pueden ser juzgados individualmente, puesto que cada individuo sólo tiene un

conocimiento ínfimo de la vida social. Al mismo tiempo, protesta contra los efectos disolventes del

individualismo egoísta, entiende que la constante ampliación de las esferas de intervención del Estado

es un fenómeno irrefrenable, justifica la necesidad de unas asociaciones, generadoras de solidaridad y

regulación, que medien entre el individuo y el Estado.

Sin embargo, su crítica de la solución de los economistas ortodoxos no lo lleva a proclamar

una restauración de las comunas medievales. Si alude reiteradamente al abismo entre los individuos

aislados y el poderoso Estado provocado por la disolución de las redes sociales medievales, como los

contrarrevolucionarios franceses de mediados del siglo XIX y, por cierto, como la vieja generación de

los socialistas de cátedra alemanes y ciertos planes del socialismo gremial de fines del siglo XIX, no

por ello plantea un regreso al pasado. Las asociaciones profesionales durkheimianas responden a los

imperativos planteados por las sociedades industriales modernas y, lo que es de suma importancia,

lejos de oponerse a la centralización del poder estatal se encuentran articuladas por él.

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Por otro lado, comparte con los liberales y contra los conservadores, la tesis de que el Estado

no es necesariamente antagónico del individuo, pero la formula en otros términos. En la década que

arranca en 1890 Durkheim sostiene que los derechos del individuo son una creación del Estado. El

poder estatal, correctamente contrabalanceado en el ejercicio de sus funciones por la existencia de

órganos secundarios y debidamente controlado por la masa ciudadana, acompaña y desarrolla los

derechos del individuo. La individuación, la liberación del individuo de las redes sociales que lo

tiranizan, dice en Lecciones de sociología, es la función esencial del Estado moderno. Esta

consideración de los derechos individuales como producto de fuerzas sociales e históricas precisas

constituye sin duda una crítica a los teóricos del liberalismo clásico que parten de la existencia innata e

individual de los derechos.

Tiryakian sostiene que la consideración de que el Estado tiene un papel liberador en tanto

desprende a los individuos del yugo de la tradición y de las prerrogativas de nacimiento “(…) tenía

una significación personal para Durkheim, puesto que el régimen de la Tercera República había

emancipado a los judíos de las restricciones impuestas por el ancien régime - como lo hizo con otros

grupos: los esclavos, en las colonias, y los cuasi-siervos que aún quedaban, en el país” (TIRYAKIAN,

2000: 230).

La “solución individualista”, como la llama Durkheim, no sólo está representada por los

economistas de raigambre liberal. La perspectiva de Spencer, que da nueva vida a la antigua doctrina

liberal según la cual el Estado no debe perturbar las leyes de la vida económica, también es objetada

por nuestro sociólogo, básicamente en dos aspectos fundamentales. Por un lado, le parece inaceptable

la idea spenceriana de una solidaridad producida por los beneficios que las partes obtienen tras un

acuerdo contractual. Dada la inestabilidad y la fragilidad de los intereses meramente individuales, si

éstos fueran la base de la cohesión social ésta sería imposible o efímera. Por el otro, rechaza la

caracterización que hace Spencer del Estado moderno según la cual la progresiva desaparición del

estado crónico de guerra (que caracteriza a las épocas premodernas) hace cada vez más innecesario un

poder fuertemente constituido y más progresiva la retirada del Estado de la vida social. A Durkheim le

parece que esta perspectiva va a contramano de la historia del Estado moderno que muestra que la

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intervención estatal lejos de disminuir se expande y diversifica. Además, dice Durkheim, el pacifismo

no es una realidad próxima, aunque sí deseable.

Franco Ferrarotti destaca que: “En base al concepto de solidaridad le es fácil a Durkheim

destacar la aporía central de Spencer: él cree deber defender al individuo contra la interferencia del

Estado y la centralización que éste comporta, pero no se da cuenta que si la individualidad debe poder

surgir y afirmarse, la centralización es necesaria” (FERRAROTTI, 1975: 95). La densidad

demográfica, el intercambio entre los individuos, el reconocimiento mismo del individuo como tal, es

impensable, reprocha Durkheim a Spencer, sin un gobierno centralizado, de la misma manera que es

impensable la actividad de los organismos superiores sin un órgano nervioso central.

Como es sabido, los teóricos utilitaristas y los economistas liberales se sirven de la tesis

contractualista que supone la existencia de individuos pre-sociales y hace surgir el estado social y el

cuerpo político de un acuerdo voluntario. Durkheim, persuadido de que los individuos sólo existen en

el seno de una sociedad determinada y que, por tanto, no participan de los fenómenos sociales como

sujetos contratantes libres sino en tanto que coaccionados por relaciones independientes de su

voluntad, no puede menos que considerar insatisfactoria semejante propuesta.

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