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"Es hora de irse, yo para morir, y vosotros para vivir. Quién de nosotros va a una mejor suerte, nadie lo sabe, sólo los dioses lo saben".

Sócrates

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"Es hora de irse, yo para morir, y vosotros para vivir.Quién de nosotros va a una mejor suerte,nadie lo sabe, sólo los dioses lo saben".

SÓCRATESFilosofía Antigua | Prof. Gustavo Trifiló | Prof. en Filosofía | Lucas Lavítola

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■ La figura de Sócrates. La cuestión socrática.

El inventor de la definición. El descubridor del concepto. El apóstol del conocimiento racional a priori. El comadrón de la verdad. El sepulturero de los cosmólogos. El destructor del mito…Los predicados sobre Sócrates se multiplican y las incertidumbres sobre su figura nunca han cesado. Apenas podemos conocer al hombre que promulgó y ejemplificó el “conócete a ti mismo”, apenas podemos saber quién fue ese hombre que buscó saber lo que las cosas son, el hombre que apenas podía afirmar que nada sabía y todo lo ignoraba. Ése hombre, sin habernos legado ni la más mínima línea, nos convoca aún a pensarlo. Pues Sócrates sigue siendo un problema, un signo de pregunta abierto desde el pasado. Bienvenido sea que quien fue tan necesariamente molesto para sus contemporáneos encuentre la forma de hacerlo con nosotros.

Enunciemos entonces la cuestión para sumergirnos en ella: el problema que implica la figura socrática radica en la dificultad para discernir entre el personaje histórico propiamente dicho y el personaje que protagoniza los diálogos platónicos u otros textos, es decir el “literario”. Ése que desmenuza junto a Laques y Nicias el concepto de valor, o el que Fedón rememora sosteniendo que el alma es inmortal momentos antes de beber la cicuta, o el que según Alcibíades manifiesta amorosas disposiciones hacia los bellos muchachos, o el que se describe a si mismo como un tábano que acecha a aguijonazos el lomo de un noble pero lento corcel, que no es otra cosa que la Atenas del siglo V, desorientada y corroída por el relativismo de los charlatanes sofistas con los que fue confundido.

Conocida es la comparación que muchos establecen entre el filósofo griego y Jesús de Nazaret, para la cual no escasean motivos. No sólo por su condición de mártir, si se acepta que esa definición le cabe a aquel que sufre y muere por una causa, y que Sócrates así lo hizo al preferir la muerte que a renunciar a sus opiniones y a su ética; sino que además, de la misma forma que a Cristo, su historia nos llega relatada por la pluma de otros. Los testimonios de Platón, principalmente, y Jenofonte y Aristófanes en menor medida, son las pocas fuentes directas con las que contamos para intentar delinearlo y que no carecen de contradicciones entre sí. Alfred B. Taylor, autor de El pensamiento de Sócrates, afirmaba que: "En el caso de las dos figuras históricas que más han influido en la historia de la humanidad, Jesús y Sócrates, los hechos indiscutibles son excepcionalmente raros; quizá -sobre ellos- haya sólo una afirmación que nadie puede negar sin temor a ser excluido de entre los cuerdos. Tenemos la certeza de que Jesús 'padeció bajo el poder de Poncio Pilatos', y no es menos cierto que Sócrates fue condenado a muerte en Atenas, acusado de impiedad, en el 'año de Laques' (399 A.C.). Todo relato sobre el uno o el otro que vaya más allá de estas afirmaciones es inevitablemente una construcción personal".

En este estado de cosas, pareciera no quedar más opción que pensar el valor de la figura socrática en la historia de la

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disciplina, a partir del personaje que Platón nos ha entregado en sus obras. Y si bien existe acuerdo en considerar a los diálogos tempranos los más fieles a la figura histórica del maestro (tomando a la teoría de las ideas como el punto a partir del cual se desarrolla el pensamiento platónico) no falta quienes critiquen tal postura, ya que las diferencias establecidas para “extraer” al verdadero Sócrates y separarlo del Sócrates platónico son difíciles de sostener, y porque además, aún siendo cierta la división, cabe la posibilidad de que se trate de la evolución intelectual de un pensamiento y donde, desde un primer momento, estaríamos ante un Sócrates platónico.

Es fácil prever que nadie tendrá la última palabra al respecto. Pero lo más importante es que la “literatura socrática” da cuenta de la poderosa influencia que Sócrates ha generado: “(…) La filosofía ha sido el móvil de su existencia, de su actuación y de su sacrificio supremo; y la reconstrucción de su pensamiento debe explicar tal consagración de toda una vida a costa también de la muerte; debe explicar el influjo espiritual ejercido en discípulos tan diferentes como Platón y Jenofonte, Antístenes y Aristipo, Euclides y Alcibíades, Fedón y los ex discípulos de Filolao, etcétera; debe explicar esa devoción despertada en todos ellos, que, en lugar de borrarse con la condena del maestro, parece sacar de su muerte impulso para la exaltación de su memoria (…)” Sócrates, Rodolfo Mondolfo.

■ Contexto histórico. Sócrates y los sofistas. Misión socrática.

Sócrates, hijo de un escultor y de una comadrona, vivió en Atenas entre 470/469 y 399, los años de mayor esplendor en la historia de su ciudad natal, período conocido como el “siglo de Pericles”, en honor al célebre político que convirtió a Atenas en el centro de un gran imperio e impulsó su desarrollo político y cultural tras derrotar al inmenso poderío persa en las llamadas guerras médicas. Pero Sócrates no sólo fue testigo de esta expansión ateniense sino también de su decadencia y del paso de la supremacía griega a manos de los espartanos, quienes al ganar la Guerra del Peloponeso, iniciada en 431 y finalizada en 404, instauran el régimen de los Treinta Tiranos (uno de ellos, Critias, padre de Platón, fue discípulo de Sócrates, lo que seguramente aumentó las suspicacias sobre su persona entre los demócratas), un gobierno oligárquico que fue derrocado al año siguiente por Trasíbulo, pudiéndose restaurar la democracia, que sin embargo asumiría a menudo la forma de la demagogia.

De estas circunstancias históricas cabe destacar el proceso de desarrollo de todas las posibilidades del régimen democrático producido en este período, pues la participación política de todos los ciudadanos mediante la democracia directa tuvo un impacto profundo en la cultura tradicional. Este contexto, en donde aparece la figura de los sofistas, es de capital importancia para entender el cambio que Sócrates y aquellos encarnan respecto a los filósofos de la naturaleza. La posición central que desde entonces ocuparán los problemas humanos en detrimento de las preocupaciones relativas al

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“cosmos” debe relacionarse con esta situación político-social y la evolución de los intereses intelectuales que en ella se producen. “En efecto, -escribe François Châtelet en La Invención de la Razón- en la democracia la palabra se convierte en reina. Hasta entonces las decisiones eran en general tomadas en secreto por los aristócratas. Las familias nobles deliberaban y luego anunciaban al público la decisión adoptada para el conjunto de la colectividad. En esas ciudades tradicionales, la educación era sobre todo moral y militar. Se le concedía poco valor a la palabra. Se habla poco y, cuando se habla, se recitan los viejos poemas tradicionales que glorifican los orígenes misteriosos de la ciudad. En la ciudad democrática la palabra se va a imponer y el que la domine va a dominar”.

“(…) Este desarrollo de la palabra –continúa Châtelet- va a entrañar el nacimiento de técnicas particulares, de lo que más tarde se llamará la "retórica". (…) Como ha ocurrido muchas veces en otras civilizaciones, la aparición de una tejné engendra el nacimiento de una profesión. La democracia ateniense tendrá necesidad de “instructores”, de personas capaces de enseñar a los otros a hablar bien (…) Saber convencer de que tal posición es mejor que otra se torna algo capital”. Pues bien, es entonces que llegan a Atenas estos “intelectuales que saben hablar”, los sofistas, profesores ambulantes que van de ciudad en ciudad, enseñando a los jóvenes mediante una retribución, pretendiendo saberlo todo y enseñarlo todo, “cualquier cosa y su contrario” como afirma Julián Marías. Estos personajes que llegaron a ser de gran importancia en la vida griega, al punto de inquietar a la tradición que encuentra eco en los poetas, que mantiene viva la vieja concepción del mundo donde los dioses están omnipresentes, se mueven en el ámbito de la retórica y lo que les interesa es cómo decir las cosas para poder convencer a los demás. No les importa la verdad y por eso su filosofía no es tal. Parecen filósofos pero no lo son. “Su ser consiste en no ser”, dice Platón, ser sofista consiste en no ser filósofo. Lo que no quiere decir que no es filósofo, eso le ocurre a cualquier otro ente que no sea filósofo. Ser albañil es no ser filósofo. Ser manzana es no ser filósofo. Pero su ser consiste en ser albañil y ser manzana. Ser sofista consiste en aparentar ser filósofo y no serlo. Contra estos personajes que proclaman al “hombre como medida”, que predican la inconsistencia de la cosas, es que reacciona Sócrates recuperando la pregunta por el ser de las cosas, por lo que las cosas son verdaderamente.

Para entender mejor como llega el accionar socrático a este punto, conviene que nos detengamos un momento para introducirnos en la representación mesiánica que Platón nos entrega sobre su maestro en la Apología, pues Sócrates alega en su defensa tener para sí una tarea redentora, purificadora de almas, una misión que el oráculo de Apolo le ha encomendado, incluso afirma que por tal ocupación debieran premiarlo como a los grandes atletas. Tras escuchar el relato de su amigo Querefonte, consciente de su ignorancia, perplejo ante las palabras del oráculo, Sócrates comienza a interrogar a sus conciudadanos, sobre todo a aquellos que pasan por sabios, para

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confrontar la afirmación del dios con los hechos o para encontrarle algún sentido oculto, ya que un verdadero dios no puede mentir ni equivocarse. Al final de esta pesquisa comprende entonces lo que el dios quiso decirle: los demás creen saber y en realidad no saben ni tienen conciencia de su ignorancia mientras que él, Sócrates, sí es consciente de su ignorar y ése es su único saber, la conciencia adecuada de su humanidad. Convencido así de su “sabiduría”, Sócrates comprende que su destino es continuar entonces su exasperante tarea exhortadora con sus conciudadanos, ocupación con la que despertará odios que le acarrearán la posterior acusación y condena por “impiedad y corrupción de la juventud”. En cada lugar público, en la calle, en la plaza o en el gimnasio, Sócrates persiste en su intención de problematizarlo todo con sus preguntas, con su ironía y su arte para “hacer parir” la verdad, la que sólo puede hallarse de manera auténtica en la conversación, encontrando el interrogado por si mismo, en las profundidades de su espíritu, conocimientos que ya poseía sin saberlo.

Es en esta misión socrática donde se da lugar el mayor aporte de su figura, aquel que referíamos anteriormente: el de inventar la definición, el de preguntar por lo que las cosas son, aunque a Sócrates, cabe aclarar, las que más le interesan son las relacionadas a la conducta humana, a la vida moral.

■ Saber y ética socrática. La definición como aporte capital.

A lo dicho en párrafos anteriores sobre los puntos en común con la figura de Jesucristo, debe añadírsele el indudable hecho de que Sócrates implica un cambio en el curso de la historia, un antes y un después en la filosofía. Su personalidad convierte a sus antecesores en “presocráticos” y da inicio a la mayoría de edad de la disciplina: “(…) A la luz de la filosofía ya madura —desde Sócrates en adelante—, resultan filosóficos los primeros ensayos helénicos, no todos los cuales merecerían ese nombre si no fuesen comienzo y promesa de algo ulterior. Por ser pre-socráticos, por anunciar y preparar una madurez filosófica, son ya filósofos los primeros pensadores de Jonia y de la Magna Grecia.” afirma el español Julián Marías en su Historia de la Filosofía.

La importancia de Sócrates, su contemporaneidad y su permanencia radican ahí donde su prédica establece un corte con aquellos primeros indicios de la filosofía griega. Como ya afirmamos anteriormente, a diferencia de sus compatriotas, algunos de ellos también contemporáneos, el centro del pensamiento de Sócrates no será la naturaleza, la physis, sino el hombre. Así como no se presta a debatir sobre todas las materias como hacen los sofistas, tampoco propone una doctrina cosmológica o una ontología de la naturaleza, como intenta aclararle a uno de sus acusadores en un pasaje de la Apología. Sócrates pone al conocimiento en simbiosis con la moral (ética intelectualista: el que es malo es porque no sabe), pues no le interesa ninguna doctrina que no tenga por objeto la virtud, o para decirlo de otra forma, descarta cualquier conocimiento que

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no nos permita alcanzar una vida virtuosa y que no nos aleje del vicio ignorante. “Se trata –escribe Ferrater Mora- de conocer ante todo qué debe conocer el hombre para conseguir la felicidad (eudaimonía). (…) En último término, puede preguntarse por la naturaleza siempre que se tenga presente que este saber es vano si no va dirigido a iluminar la realidad del hombre”.

Como bien afirma el autor del Diccionario de Filosofía, “Las controversias con los cosmólogos y con los sofistas no constituyen, empero, un desprecio de la filosofía; representan una oposición a seguir filosofando dentro del engreimiento, la satisfacción y la suficiencia. (…)Los cosmólogos y los sofistas habían pretendido poseer muchos saberes; olvidaban, según Sócrates, que el único saber fundamental es el que sigue al imperativo ‘conócete a ti mismo’”.

Si bien hemos mencionado que la preocupación por el hombre es también común al sofismo, Sócrates establece radicales diferencias con el relativismo promulgado por aquellos. La concepción del saber adquiere con él un nuevo matiz pues ahora hay un parámetro en juego -la virtud (areté)- para determinar qué clase de conocimiento nos otorga sabiduría, qué clase de saber puede calificarse como ciencia y no como mera opinión. Observemos que perennes son estas consideraciones socráticas si advertimos como la contemporaneidad nos continúa abigarrando de

conocimientos fútiles, de especializaciones de especializaciones. Incluso aquellos que ostentan ser científicos lejos de “iluminarnos” nos deshumanizan.

Por último, adentrémonos un poco más en la cuestión, ya explicitada antes, de la definición descubierta o inventada por Sócrates. En las clásicas e inoxidables Lecciones Preliminares de Filosofía, el filósofo español García Morente enumera por un lado, los elementos eleáticos existentes en Platón. El nôus como instrumento del filosofar, la teoría de los dos mundos y el arte de la argumentación son para él “las tres deudas fundamentales que Platón tiene para con Parménides”. Y por el otro, enuncia la ya consabida importancia de Sócrates en el pensamiento platónico y su aporte capital: el descubrimiento del concepto. ¿Cómo descubre Sócrates los conceptos? -se pregunta García Morente-, “Porque se le ocurre aplicar a las cuestiones de la vida moral, el método que los geómetras siguen al hacer su ciencia. ¿Qué hacen los geómetras? Reducen las múltiples formas sensibles, visibles, de los objetos, a un repertorio poco numeroso de formas elementales que llaman ‘figuras’”. Con estas formas elementales los geómetras se proponen “dar razón” de ellas, dar su definición. “En el mundo moral –continúa García Morente- hay una cantidad de acciones, propósitos, resoluciones, modos de conducta, que el hombre tiene. Pues lo primero que se le ocurre a Sócrates es reducir esas acciones y métodos de conducta a un cierto número de formas particulares, concretas, a un cierto número de virtudes; v. g.: la justicia, la moderación, la templanza, la valentía. Y luego, (…), aplica el entendimiento, aplica la intuición intelectual, para llegar a decir qué es la justicia, qué es la mo-deración, qué es la templanza, qué es la valentía, qué es el amor,

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qué es la compasión, etc., etc.” Ése ¿qué es? implica encontrar la razón que lo explica sin dejar resquicio alguno, sin fijar límites de más ni de menos, lo que los griegos llaman “logos” y hoy conocemos como el concepto.

Además de la definición, Platón tomará del maestro su convicción moral, así como también lo hará Aristóteles. Ambos representan la fecundidad simbólica del pensamiento socrático amplificado en obras maduras donde las distintas disciplinas filosóficas (ética, metafísica, ontología, etc.) se encuentran ya sumamente cohesionadas.

■ Bibliografía consultada:

GARCÍA MORENTE, MANUEL; Lecciones Preliminares De Filosofía. MARIAS, JULIÁN; Historia de la Filosofía. FERRATER MORA, JOSÉ; Diccionario de Filosofía. CARPIO ADOLFO; Principios de Filosofía. CHÂTELET FRANÇOIS; Una Historia de la Razón. MONDOLFO, RODOLFO; Sócrates. GARCÍA, ROMÁN; El personaje y la imagen. A propósito del Sócrates de Platón.