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Autor Alberto Tasso Artículo Teleras y sogueros. La artesanía tradicional de Santiago del Estero entre la cultura, la historia y el mercado

Sogueros, tientos y trenzado

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Autor

Alberto Tasso

Artículo

Teleras y sogueros. La artesanía tradicional de Santiago del

Estero entre la cultura, la historia y el mercado

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Teleras y sogueros. La artesanía tradicional de Santiago del Estero

entre la cultura, la historia y el mercado

Alberto Tasso* Característica en los sectores populares rurales del norte, centro y sur de Argentina, la

producción artesanal de tipo tradicional constituye un símbolo de una economía pretérita al tiempo que de una identidad étnica peculiar, que aún con sus heterogeneidades, es típica y vigorosa en toda América Latina.

Aunque la producción artesanal ha sido extensamente estudiada en nuestro país y en todo el continente, es marcadamente exigua la aplicación del conocimiento obtenido en acciones dirigidas a acompañarla que contemplen el protagonismo de sus autores. Esta insuficiencia es aún más notoria en países como Argentina, donde la difusión de modos de producción de tipo capitalista tiende a ser considerada un sendero único, y donde las manufacturas se consideran un resabio del subdesarrollo y de una cultura tradicional que sólo es exaltada en términos ideológicos, y esto por sectores minoritarios. La sociedad urbana y la mentalidad moderna no han hallado aún un modo de incorporar a su pensamiento y a la práctica social estas diferencias que sobreviven en su seno.

Pero si esto puede resultar explicable en una sociedad surgida en buena medida de la inmigración, poco proclive a asimilar la fisonomía cultural de la población mestizo-criolla rural, para entender las sinuosidades de la conducta del estado deben incorporarse otras dimensiones, pues su historia y la mentalidad que lo orientó desde su origen lo condujo a dar vuelta la página del pasado y a admirar el progreso técnico y científico, que debía transformar a la sociedad “primitiva” que lo precedió.

En las últimas décadas, el proceso de mundialización fue paralelo al retroceso e ineficiencia creciente del estado, sin capacidad para paliar las carencias y necesidades más visibles de su sociedad. En un plano más general, se observa la dificultad que tienen nuestros proyectos políticos para asumir el pluralismo cultural y la equidad social, partiendo de una consideración de los oficios y productos surgidos de nuestros procesos histórico-sociales, que sobrevivieron a crisis propias del pasaje a la modernidad, y que aún forman parte importante de las estrategias de trabajo de los sectores populares rurales.

Pero si bien este es el marco de ideas en que nos situamos para comprender nuestro asunto, no es nuestro propósito discutir aquí estos problemas, sino exponer el caso de dos oficios característicos en nuestra provincia, basándonos en datos de un diagnóstico dirigido a describir las condiciones y problemas principales de la producción artesanal tradicional, realizado entre diciembre de 1999 y agosto de 2000.1 En esa investigación se encuestó a 618 artesanos de 15 departamentos de Santiago del Estero, dedicados a los principales rubros de actividad: tejeduría, cuero, cestería, madera y alimentos; también se logró captar a productores artesanos de actividades en la actualidad residuales, como la cerámica y la platería.

* Conicet. Universidad Nacional de Santiago del Estero. 1 Alberto Tasso: “Diagnóstico de la producción artesanal en Santiago del Estero”, Consejo Federal de Inversiones, 2000. En esta investigación el autor contó con la colaboración de varios conocedores de la vida diaria y los problemas de los artesanos, entre los cuales desea agradecer especialmente a Mónica Palferro, Reinaldo Ledesma, Jorge Williams, Mario Berton y Lucrecia Gil Villanueva. A través de su rol institucional, también desea agradecer el apoyo de José Armando Raed (Gob. de la Prov. de Santiago del Estero) y de Raúl Pérez Spina (CFI).

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En este artículo nos centraremos en las dos actividades más importantes en número de productores y consecuentemente en volumen de producción, a saber, la tejeduría y las manufacturas en cuero; nuestro propósito ha consistido en centrarnos en las características del oficio tal como lo observamos en el curso de la investigación, y recurriendo a los casos personales de cada uno de los entrevistados, entre otras razones para mantener viva la identidad de estos trabajadores, algo que ellos valoran mucho porque está asociada al valor y la singularidad de su estilo de trabajo. Transcribimos los datos que nos proporcionaron sobre cómo aprendieron el oficio y cómo lo enseñan, su actitud hacia el asociativismo, la forma en que venden su producción, y los problemas que perciben en su trabajo. En esa relación se observan, aunque a veces de modo implícito, los rasgos socio-demográficos de esta población, sus ciclos migratorios y de vida, sus ingresos, y la escasez de propuestas consistentes y duraderas de acompañamiento para mejorar la competitividad de su oficio en el mercado de trabajo.

El oficio, y cómo se ven a sí mismos

Según la información de que ahora disponemos, en Santiago del Estero existe un número considerable –que no estamos en condiciones de estimar- de artesanos tradicionales para los nueve rubros que hemos analizado en nuestro estudio. Están localizados principalmente en la región mesopotámica, que coincide con el poblamiento del período formativo y también con la principal área de asentamiento posterior, tanto durante la instalación colonial y hasta fines del siglo XIX. Si bien son principalmente rurales, en muchos casos se aprecia una tendencia a la radicación en villas, pueblos y ciudades, del mismo modo que esta corriente rural-urbana se advierte para todo el conjunto de la población.

La situación del artesano ante la sociedad presenta algunas ambigüedades que deseamos comentar. Comenzaremos diciendo que la denominación “artesano” es un concepto enteramente técnico, que sólo excepcionalmente utilizan los propios productores. Más bien, quienes trabajan con el cuero se reconocen como laceros, sogueros, trenzadores o talabarteros; quienes se ocupan de la tejeduría son hiladoras y teleras, y en algunos casos costureras.

Muchos identifican su trabajo como un “saber hacer”, pero no necesariamente como un oficio, y esta distancia entre los que sí son conscientes de poseer un cierto conocimiento de técnicas, y el de aquellos que lo consideran una competencia “natural”, marca una distancia y hasta una brecha que es indispensable salvar en el necesario proceso de reconstruir la identidad pública de los oficios artesanales, lo que sólo puede hacerse con la colaboración del propio artesano: es él y sólo él quien puede intervenir en el terreno de su subjetividad y en el de su vida privada, que es el otro extremo y el necesario punto de apoyo de cualquier proyecto que se intente. Desde luego, este proceso requiere de una mediación que lo estimule y lo facilite, que en algunos casos será realizado por un par, en otros por un mediador externo, y eventualmente por ambos trabajando en conjunto.

Donde más se percibe esta inconsciencia del oficio –permítasenos llamarla así- es en el caso de las mujeres, como resultado de su histórica subordinación social en el terreno de los roles domésticos, en general subestimados. Mera extensión de las labores de criar los hijos, dar de comer a la familia, y ocuparse de la casa, para muchas mujeres teleras –en el caso más típico- hilar o tejer son actividades insertadas de tal modo en el marco de una cotidianeidad reproducida históricamente que no alcanzan a ser vistas como un oficio y menos aún una profesión. A ello han contribuido no sólo las transformaciones económicas del último siglo y medio, sino también la difusión de una cultura y una ideología de los

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géneros y de las labores que les son “apropiadas”, mediante las cuales fue destruyéndose la idea del grupo doméstico como unidad de producción.

Ante sus pares, su propia comunidad, su lugar social del oficio artesanal goza de un prestigio derivado de su competencia y destreza en un hacer que está valorado social y culturalmente. Sin embargo, el artesano no deja de percibir que la sociedad, en su conjunto, ya no aprecia su producción, y esto proviene de la dificultad que tiene en venderla, y el precio reducido que recibe. Esto conduce a una inevitable desvalorización de su oficio.

No obstante, una contra-corriente cultural, desorganizada y a veces con sesgos culturalistas, intelectuales y también ideológicos, ha cooperado en la labor de restituir el orgullo inherente a la consciencia de las propias capacidades. Cuando ella ha permitido el surgimiento de algunas experiencias de vida asociativa, o el diálogo con mediadores o clientes de un contexto urbano, los resultados son bien visibles. Especial –pero no exclusivamente- en el caso de muchas teleras, se alcanza una valoración de su capacidad creativa, de su imaginación: “Lo saco todo de mi cabeza”, como lo expresa una de nuestras entrevistadas. Este es el tipo de percepción de sí mismo que conocemos habitualmente en lo que llamamos “artista creador”, por lo que concluimos que en los oficios artesanales se aprecia nítidamente la prefiguración del artista popular.

Sin embargo, no es posible avanzar mucho en este terreno sólo con ideas, ya que la sociedad y la economía actual traduce el valor social y el prestigio de las ocupaciones en términos de valor económico, y la realidad es que, como veremos, los ingresos derivados de la producción artesanal son exiguos, y este estudio muestra –aunque con diferencias entre los rubros- las dificultades para el autosostén económico que tiene la mayoría.

Existen jerarquías al interior de lo que llamaríamos “el gremio local”, dadas por la antigüedad y sobre todo por la calidad del trabajo que se es capaz de producir. Se valora mucho la productividad; algunos muestran un cierto desdén por los que no saben hacer más que productos elementales. También por los que trabajan poco.

Existe una gran conciencia de la autonomía personal. Sienten que uno solo es la mejor manera de trabajar. Como este sentimiento compite con cierto grado de comunitarismo elemental, basado en la ayuda mutua, que constituye un escudo protector ante las necesidades constantes, algunos reconocen que sería mejor trabajar juntos o ayudarse, pero son pocos los que aciertan a imaginar cuál sería la forma de hacerlo, ya que temen que su forma de trabajo individual sea puesta en riesgo. La mayoría no duda en rechazar la idea de trabajar en conjunto.

El acercamiento de un entrevistador supone la reproducción de la actitud general del poblador rural ante alguien de la ciudad, a quien no se rechaza porque puede ser portador de alguna ayuda, y eventualmente un comprador, pero ante el cual debe mantenerse una cierta reserva.

Las teleras

La artesanía del tejido es la primera que llamó la atención en cuanto tal, tanto en el período colonial como en el moderno, si bien por distintas razones; fue la que generó actividades económicas más importantes; y también es la que ha generado más iniciativas organizativas, aunque ellas no perduren en la actualidad.

En las manufacturas textiles coincide el antiguo origen, la gran dispersión geográfica y el hecho de que conserva su vigencia, rasgos que la convierten en la más notable y característica de las producciones de este tipo en la provincia. Su manifestación actual condensa herencias remotas al tiempo que registra cambios y adaptaciones, que pueden ser atribuidos tanto al proceso normal de variaciones introducidas por el autor, como el intento de satisfacer requerimientos actuales propios del mercado.

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Al comentar los datos de nuestra encuesta debemos atender las distintas modalidades subregionales que presentan las principales muestras de que disponemos, recogidas en el sur, centro y norte de la provincia. Nos centraremos inicialmente en Atamisqui, donde la actividad se presenta más vigorosa y donde, a la vez, se advierten los mayores problemas.

El oficio

Desde el punto de vista de los instrumentos necesarios, el tejido es una actividad compleja. Se diferencian los tejidos en bastidor o marco, utilizados para elaborar fajas o caronillas, y los tejidos en telar criollo o tradicional, rústico, consistente en cuatro postes de quebracho colorado formando un rectángulo de hasta dos metros de ancho por tres de largo, sobre el que se tienden las sogas (o lazos, o piolas) sobre las que se va armando la pieza tejida, con la lana previamente hilada. En cuanto al tipo de tejido se diferencian los tejidos finos (ponchos, mantas, chales y chalinas, fajas), gruesos (sobrecamas de tipos diversos, baetones, frazadas, colchas, alfombras, alforjas, ponchos de lana), y bastos (caronillas, jerguillas, colcha de tisa, chusis, etc.). (Chazarreta y Lorenzo, s/f., p. 31-32).

El hilado requiere un ovillador, y, clásicamente, del huso, que se hace girar ayudado por su propio peso, y antiguamente por el de un tortero de cerámica calzado en su parte inferior. Una vez que se ha hilado, se realiza el ovillado, el torcido y el armado de las madejas; entonces se realiza el lavado y el teñido. Luego comienza el tejido propiamente dicho.

Una decena de instrumentos de distintos tipos de madera son necesarios para llevar a cabo la tarea: pala, volteador, prendedor, pintuna, saruna, uasaman aisana, peine, etc., más algunos otros utilizados para algunos tipos de tejidos especiales. Los solos nombres de estos elementos ya dicen algo sobre la historia de la práctica del tejido y sobre el tiempo y el territorio en el que se desarrolló: la región ribereña del río Dulce, de antiguo poblamiento, sobre la cual se asienta la población quichua-hablante.

El telar está instalado al exterior, en las cercanías de la vivienda. Es infrecuente que esté protegido por un cobertizo. El tejido se realiza durante todo el año, pero mientras se ve favorecido en el período invernal, por lo general no riguroso y de lluvias escasas, el veraniego ocasiona trabajo adicional a las teleras que carecen de protección, ya que deben armar y desarmar el telar ante cada cambio climático. La producción se almacena en el interior de la casa.

Por lo común, es un oficio ejercido por las mujeres, y son ellas quienes lo transmiten. No obstante, encontramos el caso de dos teleros: Fermín Dardo Pajón, 47 años, de Villa Atamisqui Rural, que también es tabiquero (fabrica ladrillos), y su hermano Marcos, que vive en la Villa. Fermín dice: “Cuando tenía cinco años me llevó una señora, yo veía como tejían las hijas, de ahí aprendí”.

Aunque la forma de producción más generalizada consiste en que la telera realiza el proceso completo de hilado y tejido, aún sobrevive, aunque menguada, la división del trabajo que observamos en los censos del siglo pasado, consistente en la separación de la elaboración del hilado y el tejido, a cargo de personas distintas que se han especializado en cada actividad. En Atamisqui encuestamos a 35 teleras y a 5 hiladoras. Remigia del Valle Rodríguez, 44 años, es hiladora; aclara que sólo realiza el “hilado sin torcer”. Compra lana en la zona, realiza el lavado, y luego hila utilizando un huso. Vende su producción al contado, a $ 2 el kilo, a teleras de la zona y también a personas de la Villa que la comercializan por su cuenta.

No son pocas las que recuerdan técnicas de trabajo antiguas, pero sí son muy escasas quienes las utilizan, y estas son las de mayor edad. Cuatro de cada diez teleras encuestadas

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en Atamisqui respondieron con referencias concretas a la pregunta “¿Conoce técnicas tradicionales (antiguas) que hayan dejado de usarse?”

En las entrevistas recogimos datos sobre los materiales con que se elaboran las tinturas naturales: “Las tintas, el marrón lo hacíamos del lloro (resina) del algarrobo negro, el color grana, rosa claro, de la raíz de pata o del mistol”. Otra telera recuerda “La tinta de grana que se hace en las pencas”, referencia a la cochinilla roja, parásito de la tuna, que durante el período colonial aparece reiteradamente mencionado en las crónicas como un producto local valioso que se vendía en otras regiones. No faltan referencias a las tintas de chañar o “de mistol que da el colorado” y “manzanilla que da el amarillo”, y hasta combinaciones más recientes como “yerba mate con tinta verde (anilina) hervida y colada”.

Entre las encuestadas abundan las que mencionan al llamado “tejido indio”, “indiadas”, o simplemente “india”, que describen como “levantado con una sola hebra”, como uno de los tipos tejido que se encuentra en retracción. También se menciona al baetón, y la técnica del pelo cortado en sobrecamas o alfombras. Zulma A. Vázquez de Maldonado, de 23 años, es una de las pocas que aún elabora un tipo de baetón denominado Luis XV.

Digna Emérita Coria de Ferreyra, de 77 años, produce un poncho teñido con tintas naturales que vende a $ 180. Recoge en el monte con su marido las raíces y astillas para las tintas; entre otras utiliza la corteza de punua. Afirma que “Ya no se hace el tejido indio, al sesgo, que es muy difícil, ni el baetón, porque da mucho trabajo en las labores”. En relación con las innovaciones, esta misma telera también elabora algunos productos nuevos: centros de mesa, carteras y piezas tejidas: “Empecé a tejer otras cosas además de sobrecamas o ponchos, como las piezas de cinco metros para que se hagan camperas”. Es la única entre las encuestadas de este departamento que elabora productos distintos a los tradicionales.

Estrategias ocupacionales familiares

Aunque hablamos del predominio de las mujeres, la elaboración de tejidos es una actividad que compromete a varias otras personas de la familia. Sin embargo, no puede decirse que en sentido estricto sea una actividad cooperativa al interior del grupo familiar –como en la cestería- por el hecho de que aquí encontramos a la típica familia campesina, con actividades de cultivo y de cría en pequeña escala, y sometida aún más que otras regiones a la fuerte presión migratoria estacional. Si bien sobre los varones adultos descansa la responsabilidad de la atención del cerco de cultivo y la atención de las pequeñas majadas de cabras y ovejas, y eventualmente algunos vacunos, ellos se emplean durante los meses de verano como cosecheros en distintos lugares de la región pampeana; por ello, esas actividades son compartidas en la práctica con los varones menores y mayores, y con las mujeres.

Se observan variadas formas de ayuda familiar; principalmente a cargo de hijas e hijos, en distintas tareas auxiliares, y ocasionalmente del marido. Alguna de las teleras manifiesta que una de sus hijas se ocupa de las tareas domésticas, liberándola a ella para su tarea.

Examinemos los otros trabajos que generan ingresos. Una hiladora de 44 años que es jefe de hogar gana entre $ 20 y 50 por mes por su trabajo, y $ 100 por su trabajo como lavandera. Con este ingreso sostiene a sus cuatro hijos, de 8 a 17 años. También recibe ayuda ocasional de sus padres y hermanos.

Un caso más común es la complementación de ingresos aportados por varios miembros de la familia. En el caso de Victoria Jardines de Juárez, de 46 años, de Villa Atamisqui. Es un hogar extendido de 21 miembros: 11 hijos de 5 a 24, y 8 nietos de 3 meses a 8 años. Su marido gana $ 600 en enero como jornalero en la desflorada, y ella $ 55 mensuales durante cuatro meses, por la venta de otras tantas sobrecamas. Dos hijas trabajan como empleadas domésticas, aportando entre las dos $ 180 por mes; este es el único ingreso regular que

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tiene la familia. Durante el invierno, el marido colabora con el torcido de la lana; una de las hijas que es empleada, también teje.

Materiales, productos y comercialización

El material más utilizado es la lana de oveja. El hecho de que sólo unas pocas teleras utilicen la lana de su propia producción parece sugerir una especialización de la telera; pero también un empobrecimiento de las familias campesinas; por lo general la lana se compra a vecinos de la zona, pero a veces también a comerciantes de Villa Atamisqui o de la Estación Atamisqui.

A estos mismos proveedores recurren también para la compra de los otros insumos: principalmente la anilina, y el hilo de algodón, que la mayoría ha introducido hoy en el tejido. Tras el uso de este material, que aumenta el costo para el productor y a la vez rebaja la calidad del producto, hay algunas razones prácticas que las teleras a veces exponen y a veces dan por supuestas: una es la conveniencia de disponer de un material ya hilado que pueda adquirirse; otra es la reducción de peso de las sobrecamas y colchas. Al momento de la venta, ponderan estas prendas como más cómodas para su uso debido a que son más livianas.

Angélica Maldonado de Almeida, 42 años, es hiladora. Además de lana, tinta (anilina), jabón, alumbre y sal, compra el agua, pagando $ 2 los 200 litros que puede almacenar en un tambor. Esta distribución, a la que muchas familias del lugar recurren, la realiza la Comisión Municipal de Atamisqui.

Unas pocas teleras emplean la lana de alpaca, traída de Catamarca por un comerciante del lugar, que la proporciona a algunas teleras para confeccionar ponchos. Una vez terminados son entregados al comerciante que paga por ellos entre $ 80 y 100 en mercaderías de consumo, las cuales por lo común ya tienen un sobreprecio muy alto. Un poncho de alpaca puede ser vendido entre $ 200 y 250. Alguna de estas teleras tiene posibilidad de comercializar por su cuenta alguno de estos productos, y entre estas encontramos a las pocas que encuentran una buena retribución a su trabajo. Reina Bravo, de 72 años, es soltera y vive sola. Cobra una jubilación de $ 228, pero sus ingresos como telera los superan, ya que le significan entre $ 300 y 500 por mes. Eso se debe a que la calidad de sus productos la ha hecho conocida, y con los años ha ganado prestigio y una clientela reconocida: entre los que le compran sus ponchos de alpaca menciona a Sixto Palavecino y Amalia Gramajo, así como a compradores de Buenos Aires y del sur. Las características de sus compradores le permiten vender al contado o en cuotas, pero siempre cobrando en dinero. Concurre con sus productos a la fiesta familiar que organizan Los Carabajal en el mes de agosto, en La Banda, que ya tiene las características de un festival musical con feria de productos locales. Otra particularidad de esta telera es que es una de las pocas que aún utiliza las tintas vegetales: astilla de mistol colorado, raíz de pata, cáscara de punua y jarilla.

Estela Margarita Torres, de 29 años, hace sobrecamas y ponchos de alpaca. Compra la lana de alpaca en el Almacén de Mattar, en la Villa; la de oveja, en cambio, es de su producción. En el tejido de las sobrecamas utiliza hilo de algodón; vende estas últimas al contado si aparece un comprador, o las cambia por mercadería a alguno de los comerciantes del lugar. Vende cada poncho de alpaca a $ 250 a los turistas, y a alguno de los pocos sacerdotes alemanes que quedan en la zona. Vive con su padre –que cobra una jubilación de $ 230, y es el principal ingreso de la familia- y dos hermanas mayores, también teleras.

La inseguridad de las ventas hace que muchas teleras tejan sólo por encargo. Este es el caso de Emilia Farías, de 48 años; comienza el tejido de una sobrecama sólo si le dan el material listo (la lana hilada), y cobra $ 15 por su trabajo, que si es rápida puede realizar en

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4 ó 5 días; calcula en seis las que hace por año de esta forma. Este ingreso es un complemento de los $ 180 que cobra como pensionada. Como muchas otras entrevistadas, Farías recuerda que hacia 1970 vivían del tejido: “Yo hacía una manta cada 15 días, venían compradores de afuera. Una vez por semana se vendía a buen precio. Nos pagaban parte en dinero y parte en mercadería”. Esta telera recuerda un período en que fue habitual el ingreso de pilcheros dedicados a la compraventa que operaban de esta forma, en esta y otras zonas.

El trueque de la producción de tejidos por mercadería a los comerciantes de la Villa o de la Estación Atamisqui es una forma generalizada de venta, a pesar de que saben que esta forma de comercialización no es retributiva de su trabajo, ya que los artículos de consumo se venden a precios muy elevados. Los comerciantes hacen el transporte en camiones de su propiedad y habitualmente recargan del 50 al 100 % sobre el precio al que se venden en la capital provincial, a cien kilómetros de distancia. Por su parte, los pilcheros que recorrían la zona rural en sus vehículos y garantizaban una salida regular entregaban la mercadería a precios semejantes o aún más altos. No obstante, la necesidad de la supervivencia torna indispensables estos mecanismos de venta. El contacto con un comerciante es visto como necesario para un poblador campesino, ya que percibe que sólo a través de él tiene a quien recurrir en un caso de necesidad. A menudo hay una cuenta abierta que en la que el campesino, el criador o la telera siempre tienen un saldo deudor.

El trueque es una forma de transacción tan generalizada cuya explicación no debe ser vista sólo en términos comerciales sino también como un componente de las redes de relación entre “pobres” y “ricos”. Ella revive el mecanismo de la relación entre patrón y cliente, largamente apreciada en esta y otras regiones de la provincia. Hasta tal punto el pago en mercadería es visto como algo normal, que una de nuestras entrevistadas se mostraba agradecida a una comerciante local que poco tiempo antes, siendo delegada de un programa nacional, entregaba cajas de alimentos para hogares con NBI pero a cambio de productos tejidos.

Algunas pocas van a ferias, tales como FECOR (Córdoba), la Feria de Retiro o a la Exposición Rural de Palermo, en Buenos Aires. En los pocos casos en que esto sucede se trata de contactos personales que la telera ha establecido, y en general son mantenidos cuidadosamente porque permiten obtener una ganancia que nunca podría alcanzar en su lugar de residencia.

Transmisión del oficio

La forma generalizada es la transmisión a través de la enseñanza de la madre, pero hay casos en que abuelas, tías, hermanas o vecinas han cumplido el papel de maestras. Es común hallar en las familias a una hija que se asume ya como telera, aún a edades tempranas: hemos encontrado casos de jóvenes de 17 a 21 años que ya son consideradas en la posesión de un oficio y con destreza en la producción.

¿Cómo aprendió el oficio? Delicia Ponce de Pajón, de 48 años, dice que lo hizo “Viendo, cuando era chica. Me prestaron a una vecina para que le ayude, como quien aprender”. Son pocas las que admiten que otras personas las han ayudado a mejorar. Principalmente atribuyen todo a su propio trabajo. Una dice “Lo saco todo de mi mente”. Otra, que “Nunca necesité a nadie para que me enseñe”.

¿Se interesan las jóvenes en aprender el oficio? Este tema es visto desde variados ángulos. Varias coinciden en la disminución del interés, pero Santos Aidé Coria de Montenegro responde “Creería que sí, ya que no hay trabajo”. La escasez de alternativas ocupacionales para los jóvenes parece estar en estos últimos años favoreciendo el aprendizaje del oficio materno.

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Colaboración entre artesanos

Selva Nélida Díaz de Cisneros, de 37 años, es una de las pocas que reconoce formas de colaboración entre los artesanos: “Nos prestamos las herramientas”, dice. Ella también recuerda una de las experiencias cooperativas que hubo en la zona. Julia Salomé Pajón de Bravo, de 42 años, sostiene: “Nunca me gustó trabajar en grupo. Nunca estamos de acuerdo para trabajar”. Una telera de 77 años dice: “Las sociedades no convienen, siempre se desconfía de alguna que quede con más, mejor trabajar con la familia”. Lidia Victoria Maldonado, de 23 años es negativa acerca de una posible colaboración mutua: “No sería posible. Sería lindo pero no se va a poder. Una tira para acá y otra tira para allá”.

Problemas percibidos

La pérdida de interés en el mantenimiento de la actividad está expresada por la opinión de Zulma A. Vázquez de Maldonado, de 23 años: “Cuesta hacer para vender a ese precio y así. Es mejor no hacer más”. Segunda Méndez de Barraza, de 73 años, dice “El tejido ya no tiene valor. Al no haber venta, ya no se teje (...) Algunas teleras están disconformes, dicen que pierden el tiempo. Ahora dejé de hacer ponchos de alpaca. La juventud no quiere aprender, se está perdiendo todo”. También deplora la falta de unión de las teleras. Otra afirma que “Se paga muy poco por una sobrecama. Por eso la calidad es mala”. Fermín Eduardo Pajón concluye expresando una percepción generalizada entre los de mayor edad: “Tenemos muchos años de mortificación...”

La tejeduría en otras regiones

Dentro de un marco de semejanza con el panorama que hemos descripto en el Departamento Atamisqui, en otros se observan modalidades y peculiaridades locales que allí no observamos. La gran variabilidad de los precios para las mismas piezas en distintas zonas de producción reconoce como causa principal la variedad de calidades materiales, tejido y de terminación, pero también los distintos tamaños. En el caso de la elaboración de hilado de lana, el precio varía sensiblemente según sea torcido o sin torcer. En lo referente a técnicas tradicionales, en Figueroa se utiliza la planta de jume, que desempeña un papel semejante al del alumbre, como mordiente o fijador del teñido, por su contenido salino. También, al igual que en San Martín, se utiliza el hollín de humo para teñir, que según su proporción da una variedad de tonos amarronados. Se recuerda el teñido con raíz de quenti y las astillas de quebracho colorado. En Figueroa, sobre l5 teleras encuestadas, 9 conocen el uso de tinturas vegetales, pero sólo dos lo utilizan. Una recuerda el uso de la rueca.

El problema generalizado es la venta. El costo de la materia prima y la escasez de recursos, entre ellos el agua, y los pedidos de asistencia, se centran en la ayuda para resolver estos problemas, inclusive la de un lugar apropiado de trabajo en las casas, y la de un local de venta.

En San Martín se advierte el resultado de la experiencia de estímulo realizada por la organización no gubernamental Tejiendo la vida.(Pelegrin, 2000). Varias señalan cambios de labores y de diseños. Ema Rodríguez de Gómez, de Majada Sur, ha realizado una sobrecama doble bordada que reproduce uno de los diseños que incluye Canal Feijóo en un libro editado hace sesenta años2; en el tejido de este baetón trabajó desde Abril hasta fines de Julio.

Clementina Castillo, de 64 años, vive en Vaca Huañuna, Figueroa. Hizo un solo baetón en el último año, y no lo vendió. Ella estima su valor en $ 250. Usa lana de sus veinte

2 Canal Feijóo, Bernardo: Ensayo sobre la expresión popular artística en Santiago, 1937, que incluye fotografías de piezas tejidas en telar tomadas por Olimpia Righetti.

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ovejas. Trabaja con regularidad, pero la venta es ocasional. Vende jerguillas a sus vecinos, al contado o mediante trueque; por ejemplo, a uno de sus vecinos que le trabaja el cerco le paga con sus jerguillas. A través de sus hijos radicados en González Catán, concurre a una feria en el Gran Buenos Aires. Otras de sus vecinas han concurrido a ferias locales en colegios de Bandera Bajada o de Loreto.

Elvia Victoria Ponce, de 63 años, de San Vicente, Figueroa, vive sola. Se mantiene con la ayuda de sus hijos que están en Buenos Aires y teje dos colchas al año para ellos. Este caso se repite: el tejido cumple una función de reciprocidad en la red de ayuda familiar, y además da posibilidad a los hijos de Buenos Aires de ser comercializado allá. No es extraño que los tejidos sean vendidos mediante rifas, y una de las teleras de San Martín recuerda que cuando sus hombres van a las cosechas en el sur suelen llevar una colcha que venden de esta forma entre sus compañeros de cuadrilla.

Gerarda Gómez, de 45 años, está radicada en Caspi Corral. Dice: “Sabemos hacer pero nadie encarga porque no tienen con qué pagar. Antes en un año hacía cuatro baetones. Ahora estamos desocupadas”. Son varias las que han incorporado diseños nuevos en un tipo de pieza que se ha difundido en los últimos años, que es el tapiz, llevando el tejido a un plano decorativo susceptible de ser adquirido por clientes de sectores medios en las ciudades.

En Salavina se elaboran caronillas, cobijas, ribetes, carpetas, colchas, fajas y mantas. Se comercializa poco en la forma habitual, en Villa Salavina o hacia la zona de Sumampa. Petrona Castaño, de 72 años, vive en Vaca Human con su marido, que es criador de hacienda. Ella es también dulcera. Conoce la elaboración del baetón y ponchos, pero en la actualidad se limita a hacer cobijas, que vende a $ 180. Su trabajo aporta la mitad del ingreso monetario de su familia. Esta telera utiliza por lo común tintas vegetales: “La planta de pata, que da el morado; el vinal, que da gris claro; la raíz de mastuerzo, que da el colorado; y el palo azul, que da azul claro”. En la misma localidad vive Eulalia Corvalán, de 49 años; ella utiliza la raíz de pata para teñir ponchos. Por su parte, Elsa Landriel de Coronel, de 27 años utiliza la corteza de mistol para obtener el rosado y la pata para el rojo pálido.

En Villa Salavina, Margarita Monserrat conoce, aunque no emplea, el uso de la punua para obtener el marrón claro, el mistol para el granate, y el kiska yuyo para el rosado. En esta zona es habitual la combinación de la tejeduría con la elaboración de arropes. Se trabaja por pedido y es común que se entregue lana a la tejedora. La forma de venta incluye también el trueque por animales.

En Loreto se observa una apreciable diversificación de la producción. Un caso excepcional en el que vale la pena detenerse es el de Alba Coronel de Pacheco, de 32 años. Vive en Monte Redondo, con su marido que también teje, con cuatro hijos de 3 a 9 y una sobrina de 16 que la ayuda. Tiene tres telares instalados a cielo abierto, a diez metros de la vivienda. Esta telera es maestra y comenzó a trabajar como docente hace un mes, pero hasta ahora el único ingreso monetario de la familia, que oscila entre $ 100 y 270 según los meses, proviene de la venta de sus productos a turistas que pasan por la Ruta 9. Además suele concurrir a los festivales de Cosquín, del Maíz y de Jesús María, en Córdoba, y a Chacabuco, en la Provincia de Buenos Aires. Lamenta no disponer de medios para viajar más a exponer, y también no estar organizadas. Considera que hay que mejorar la calidad e incorporar nuevos productos; ella elabora sobrecamas, alfombras grandes y chicas, caminos de mesa, tapices, carteras, fajas, mochilas, alforjas, ponchos, pero también incorporó hace poco una funda para teléfonos celulares, ideada por ella.

En Copo, en las inmediaciones de San José del Boquerón, registramos varias teleras que también se identifican como costureras o bordadoras, debido a que allí funcionó un

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proyecto de microcrédito obtenido mediante la colaboración del Fondo de Inversión de la organización no gubernamental Ricerce e Cooperazione. En esta zona sólo se teje en telar para la familia, y alguna de las entrevistadas dice “Nuestras compañeras no tienen la habilidad de manejar el telar”. No obstante elaboran de esa forma colchas, jerguillas, almohadones, ponchos, pulóveres y hasta tapices. Mediante la máquina de coser confeccionan manteles, fundas y sábanas. Algunas teleras enseñan el oficio a las alumnas de las escuelas primarias en Iskay Pozo y San José del Boquerón.

Sogueros, trenzadores o talabarteros

El trabajo en cuero está asociado al desarrollo de la ganadería, que en esta provincia reconoce un origen temprano, desde el siglo XVI, y alcanza en las siguientes centurias, y hasta fines del siglo XIX, el carácter de actividad económica hegemónica, centrada en numerosas estancias ubicadas de sur a norte en las proximidades de los ríos Dulce y Salado. La economía ganadera dio tipos sociales y ocupaciones características, desde estancieros, puesteros y criadores, a arrieros, domadores y boyeros. Estrechamente ligada a la actividad de manejo del ganado vacuno está la presencia del hombre “de a caballo” y toda la cultura asociada a esta convivencia, que incluye aperos y arneses específicos que reconocen notas comunes en todo el continente americano.

Las localidades de Sumampa y Villa Ojo de Agua, y su zona de influencia, son ejemplos de concentración en esta manufactura. Pero también son importantes centros talabarteros “las Sierras de Guasayán, departamentos de Guasayán y Choya. (...) Se destacan los trenzadores de Choya, El Puestito, Sol de Mayo y Villa Guasayán especialmente. Pero donde el artesano es altamente especializado es precisamente en los faldeos de las sierras, adonde al aire libre levantan sus talleres de curtiembre y familias enteras, de generación en generación, se dedican a estas prácticas” (Gramajo y Martínez Moreno, 1982, p. 33.).

El oficio

El trenzador, soguero, lacero o talabartero cumple un rol importante como productor de los implementos necesarios para manejar y montar equinos y mulares, usarlos como medio de tracción cuando estos últimos desplazaron al buey, así como para el manejo de la hacienda vacuna. La habilidad de este artesano confiere valor a los productos elaborados, que simbolizan, en su calidad y terminación, elementos indicadores del status social del hombre que los posee, de modo semejante a la calidad genética y a las destrezas enseñadas a los propios caballos.

Hay una tradición en el oficio de los artesanos que manufacturan el cuero que hemos entrevistado, que a lo largo de los años y las generaciones permitió una especialización notable, de modo que puede identificarse en distintas regiones de la provincia un importante centro de producción que satisface no sólo las necesidades locales sino también la de toda la región pampeana donde el caballo y la ganadería mantienen aún una vigencia que no ha sido desplazada por la mecanización.

Se trata de una especialidad masculina, que en el caso de muchos de ellos está ligada a trabajos anteriores como domadores o peones de campo, y en otros casos al trabajo que aún realizan como criadores de ganado vacuno. Roque Jesús González, de Sumampa, dice de su oficio que “Es un trabajo para nada difícil, es cuestión de poner atención y voluntad, porque no hay una escuela donde aprender estas cosas. Yo fui mejorando solo, porque soy detallista y eso me ayudó a mejorar. Aunque soy muy lerdo me gusta que las obras estén bien prolijas”.

Estrategias ocupacionales familiares

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Hemos dicho ya que el hogar donde encontramos este oficio está asociado, o lo estuvo, a la actividad pecuaria; no obstante lo cual, hay un número apreciable de ellos radicados en villas y pueblos. En Quebrachos y Ojo de Agua es común que la esposa de un trenzador sea tejedora de peleros, o caronillas, o fajas.

Muchos de ellos tienen una variedad de otras ocupaciones que les proporcionan parte importante de su sustento, si bien hemos señalado en un capítulo anterior que, comparativamente a los otros oficios artesanales hemos estudiados, sean los trabajadores del cuero los que obtienen ingresos superiores. El examen de la segunda ocupación de los artesanos censados nos muestra peones rurales, cosecheros; hay un tabiquero y un carneador, y en algunos pocos casos empleados de organismos estatales, entre otros trabajos.

Materiales, productos y comercialización

Los cueros que se utilizan principalmente son los de potro y los de vacuno, de producción propia o comprados a carniceros y barracas de la zona. Su precio aproximado es de $ 15, pero también se los obtiene por trueque, y no es extraño que quien encarga un trabajo provea el cuero. Para algunos trabajos se emplean también cueros de huasuncha o corzuela, de cabra y hasta de león, en estos casos obtenidos mediante la caza. El cuero de potro y el de huasuncha son utilizados para sacar tientos finos para la costura y trenzada fina, que adorna el trabajo. Se adquieren los elementos metálicos –tales como argollas, alambre o hierro, herrajes varios, el plomo de munición para las bolas de la boleadora, y excepcionalmente plata, aluminio y bronce- y también jabón y grasa.

El cuero se trabaja crudo o curtido, siendo más generalizada la primera de esas formas. La primera etapa es el secado, a cielo abierto, mediante el estaqueado, naturalmente en tiempo seco. Para hacerle perder su rigidez y poder trabajarlo, se lo suele enterrar dos días para que reciba algo de humedad. Luego de mojado y estirado, el cuero se soba con la mordaza, un instrumento de madera también hecho generalmente a mano, cuya función es darle un buen alisado. El pelado puede hacerse con cuchillo o con ceniza caliente; el sobado –o ablande- son indispensables para maniobrar con el cuero, realizados a menudo con golpes de maceta, operación también llamada tundido o garroteado. Se empareja a cuchillo, cortando lonjas que en algunos casos son sujetadas a una morsa y en otros atadas a un horcón para el desvirado y cortado de los tientos para madejarlo, y luego trenzarlo o tejerlo; algunos hacen el trenzado untándolo con jabón cocinado. Las últimas etapas varían con arreglo al producto que se esté elaborando. En las boleadoras hay que forrar el plomo, cocer, torcer y armar la soga.

Luego de terminadas las obras son asentadas con estiércol, jabón, o aserrín de cardón, y uno de nuestros encuestados aplica un preparado especial a base de hígado vacuno. Las herramientas utilizadas son cuchillos en varios tipos (tientero y fino, entre otros), mordaza, maceta, punzones, alezna, tenaza o pinza, piedra de afilar, chaira, y agujas.

Los recados y sillas de montar son los elementos más complejos y caros, y por lo mismo son los que han atraído la competencia de unidades de producción existentes en otras regiones del país donde existe una mayor división del trabajo y donde se pierde progresivamente la manufactura individual, para ganar en volumen de producción y en calidad integral del producto. La lista de las piezas producidas en la región es cuantiosa, y comprende principalmente riendas y cabezadas, lazos y boleadoras, látigos y rebenques, pehuales o peguales, pretales y maneas.

Por lo común se trabaja al aire libre. La producción está expuesta a los rigores de la humedad y los calores intensos, que afectan al cuero y dificultan su procesamiento. Esta es la razón por la que las zonas de serranía, frescas y secas, ofrecen las condiciones más

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favorables. Empero, hemos encontrado quienes cultivan este oficio también en Atamisqui, Salavina, Loreto, Avellaneda, General Taboada, Figueroa, Moreno, Pellegrini y Copo. En el norte la ganadería se desarrolló en la zona boscosa, dando lugar a un tipo social característico, semejante al de la región salteña, que requirió el desarrollo de atuendos apropiados para el manejo de la hacienda en lugares inhóspitos y hasta hostiles. De aquí proviene para el jinete el uso de “coleto o sacón de cuero, guardacalzón o piernero, y sombrero retobado”, y para el caballo “guardamonte, pechero, botas y hasta sombrero”. (Gramajo y Martínez Moreno, 1982, p. 34).

La región sur –Quebrachos y Ojo de Agua- es la que mejor se encuentra colocada en términos de acceso a los mercados, y en la cual ha surgido desde hace décadas un eslabón en el proceso de comercialización que es el llamado “pilchero”, que recorre en viajes periódicos grandes regiones abasteciendo a intermediarios y hasta a listas de consumidores que aprecian la producción local. El pilchero suele proveer los elementos de ferretería, tales como argollas, hebillas y bocados, y paga en distintas formas, incluyendo el contado y la entrega de mercadería. Recarga luego su producto en cifras que varían según la calidad del producto, que pueden llegar a triplicar el precio pagado al trenzador. El lazo de ocho brazadas (14,5 m) en trenzado de cuatro, seis y hasta ocho tientos, es el producto característico de esta zona. Para elaborar un lazo primero las lonjas son estiradas de un palo a otro (o “palo-palo”). Los mejores lazos, los más resistentes, son los sacados de la parte central del cuero del potro. Los de los costados son más cortos y más débiles, por eso se pagan menos. El pilchero es el intermediario ante el mercado es quien induce a los artesanos sobre las características de los productos que elaboran: “Ahora el mercado está requiriendo peleros de lana negra, que es difícil de conseguir; por eso les recomiendo que los peleros tengan por lo menos una franja negra para poder vender. También que no les pongan hilos de lana de pulover, que duran poco. Allá cuando los reciben se fijan en eso, y si lo notan no lo compran y uno tiene que andar mucho para poder vender”.3

Las boleadoras, quizá el único producto de auténtico origen indio que se elabora, no sólo sirven para bolear ganado: también para ser lucidas en el apero o exhibidas para dar color folk en una vivienda o un local comercial. También para bolear ñanduces (un tipo más liviano llamado justamente “ñanducera”), o para la danza, que las requiere de un componente plástico liviano. Los bozales comprenden cogoteras, hociqueras y frenteras. Los ramales y sortijas se tejen con tiento fino. Bozal y cabestro suelen venderse en conjunto, así como cabezada y riendas, que en algunas zonas denominados “conjuntos de fiesta” o simplemente “fiesta”, por ser utilizados en ese caso para enjaezar al caballo con un trenzado bien hecho, lo que refleja el clásico orgullo del paisano argentino por el lujo de la monta que aludimos antes.

Salvo en el caso de los trenzadores que abastecen a estos revendedores, se trabaja por encargo, y las piezas están destinados a vecinos de la zona. Varios de ellos venden al contado, pero existen los ya conocidos procedimientos de trueque, que incluyen el pago en mercaderías de consumo diario, y hasta con animales. Las variaciones de precio obedecen en parte a la calidad del producto y consecuentemente a la habilidad del trenzador, pero también a los diseños: hay buenos trenzadores que realizan diseños más simples, que pueden realizar más rápidamente, para tener piezas más accesibles al bolsillo de sus clientes.

La concurrencia a ferias y encuentros artesanales es un medio de que el trenzador pueda mostrar su producción y venda. También se vende en las carreras cuadreras. Se han mencionado como lugares de concurrencia las fiestas patronales de Mailín y Sumampa, el

3 Entrevista a Luis Salvatierra, Villa Ojo de Agua.

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Festival del Artesano en Ojo de Agua, y un encuentro organizado por la Comisión Municipal de Herrera. En general los artesanos del cuero que encuestamos manifiestan que no reciben apoyo de nadie, con la excepción de una u otra escuela que los invita en una fiesta anual a exponer sus trabajos.4

Transmisión del oficio

La mayoría ha aprendido de sus padres o abuelos. Los vieron trabajar desde muy pequeños, y por lo común fue en su adolescencia cuando empezaron a desarrollarla. “Lo aprendí muy chico junto con mis hermanos y primos. A veces nos ponían a ver quien hacía mejor un lazo”.

Si bien existe un razonable tradicionalismo en los procedimientos de factura, derivados del carácter de las piezas, se observan también modificaciones. Se valora el crear un nuevo tipo de trenzado, por ejemplo, o incorporar nuevos modelos o piezas para elaborar. González, de Sumampa, inventó un decorado para sus piezas: “En un bozal se dibuja una estrella, un corazón en forma de herradura”. Héctor Eustaquio Arias, 57 años, de Horcos Tucucuna, Quebrachos, hace ahora fustas con tejidos de hilo plástico y tansa con fibra de vidrio. Emeterio Toloza, de Icaño Sur, dice “Cuando veo algo nuevo lo copio y lo hago”.

José Lazarte, 30 años, de El Candelario, Salavina, aprendió “desarmando trabajos de otros”. Él es cosechero y su esposa telera. Pacheco dice “Aprendí solo, Cuando era chico trenzaba chaguar, después empecé a desarmar trenzados de cuero, y así fui aprendiendo”.

Otro de nuestros entrevistados, Omar Antonio Argañaraz, tiene 25 años y vive en La Primavera, Quebrachos; aprendió a los 8 años “a través de la lectura de Trenzas Gauchas5 para luego utilizarlo en las primeras prendas de mi caballo”. Este soguero elabora un pasa-pañuelos con incrustaciones de asta de dos colores, y ribete trenzado; participó en la XVIII Feria Internacional de Artesanías, en Córdoba “en forma individual porque no tuve apoyo de las autoridades del departamento, pero a pesar de todo pude intercambiar ideas con los otros artesanos y a partir de ahí recibo visitas de personas interesadas en el tema”.

No faltan quienes aprendieron de sus compañeros de trabajo, como es el caso de Raimundo Estanislao Iturre: “Aprendí cuando trabajaba en la desflorada, con las chalas húmedas, me indicaban los compañeros que se dedicaban a esto, y después pasamos al cuero”. Otro dice: “Para las cosechas de Santa Fé, mis amigos con yuyo me enseñaron a trenzar”.

El caso de Savino Carrizo, es el único de un trenzador que aprendió curtiembre en un curso que se realizó donde él vive: en Los Telares, Salavina. De modo que además de bozales, rebenques, bastos y reparación de arneses (aprendidos de su padre y tíos) también hace curtido de pieles, utilizando una solución de alumbre y sal en la que sumerge el cuero una semana; luego escurre, agrega aceite de pata, y lo hace secar. Luego procede al palizonado para que se abra la fibra, y al lijado para suavizarlo. Además de criador de ganado, Carrizo era concejal en el momento del relevamiento, y el único de los encuestados que tenía obra social por esta razón.

A los que aprendieron de grandes no les fue tan fácil. Juan José Galván, de 72 años, de Añatuya, dice: “Siempre estuve viendo a otros que trabajaban pero no me enseñaban. Anduve por las estancias de Buenos Aires para las cosechas pero quedaba de cocinero. Después me tocó ser arriero y comencé a ver a alguno que reparaba algún lazo o rebenque

4 Muestra Cultural del Departamento Avellaneda que se realiza en la Escuela Juan Manuel de Rosas de Real Sayana, organizada por la Prof. Digna de Nassif, que ya lleva seis ediciones. 5 Clásico libro de López Osornio sobre el arte del trenzado.

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roto. Ahí empecé a hacer algo. Tenía 25 años. Pero me acordaba de mi abuelo que sabía hacer trenzado de treinta tientos”.

Daniel Alberto Artaza, 22 años, vive en Loreto. Tiene un ingreso promedio de $ 300 a lo largo de todo el año con su oficio ya especializado de talabartero, que vende bien porque hace riendas y monturas “plateadas” y aperos grabados, y es el único en nuestro censo que posee esa especialidad. Aprendió el oficio de su abuelo y sus tíos, pero dice que “Más aprendí viendo que lo que me han enseñado, yo desarmaba obras desconocidas, pedazos viejos, y los armaba de nuevo Ahora sé muchas cosas de antes que ya no se hacen más. Ahora nadie hace plateado. Son secretos de antes que pocos saben, tejidos de antes que sé hacer pero no sé los nombres”. Utiliza una descarnadora manual, una máquina de cortar suela y moldes para las monturas, pero este equipamiento es excepcional, resultado no sólo de un oficio transmitido generacionalmente sino también de su propio ingenio que lo lleva a inventar técnicas e instrumentos nuevos. Opina que el trabajo que se hace generalmente es muy rústico, que muchos del oficio no saben el significado de las cosas o para qué sirven. Como en otros casos que consideramos, los problemas de empleo orientan a los jóvenes hacia el trabajo de sus padres: “Hay jóvenes que tienen que aprender a la fuerza porque no hay otro trabajo”.

Colaboración entre artesanos

Es virtualmente inexistente, y aunque muchos señalan la conveniencia de alguna forma de nucleamiento entre ellos se percibe que lo hacen sólo pensando en un medio para comercializar mejor sus productos, y que no ha surgido aún alguna forma de producción asociada que les permita obtener beneficios de escala. Son varios los que consideran que la colaboración “No es posible, hay mucha competencia, no hay acuerdo”. Otro dice: “Cada uno tiene su política de compra y venta de los lazos”. También se lo atribuye al individualismo: “Cada uno atiende lo suyo”.

Pedro Mario Monge, 41 años, de Sumampa, ve difícil la colaboración “porque se va olvidando un poco la tradición y sobre todo porque uno trabaja solo”, no obstante lo cual propone la compra de una máquina sobadora que daría oportunidad de resolver un problema común.

Problemas percibidos

En la misma localidad, varios encuestados reflejaron su malestar por haber sido convocados por candidatos a concejales para un emprendimiento conjunto, y luego olvidados: “Recibimos visitas con propuestas que no se cumplen”; “Una vez vinieron diciendo que formarían una cooperativa pero al final todo quedó en la nada y además jamás se aparecieron a decirnos por qué no se hizo”; “Al cubrir sus cargos se olvidaron de los artesanos”.

Se advierte una declinación en el manejo de los animales que afecta al trabajo, signo de cambios tecnológicos. Otros lo ven como una declinación de la tradición. La consecuencia se expresa, como en todos los otros casos estudiados, en la escasa venta, percibida como el cuello de botella de la producción que realizan. Y otros notan “la competencia de afuera: menor calidad y menor precio”.

Caracterización socio-demográfica de los oficios artesanales

Los grupos familiares son, por lo general, numerosos, como característica general de los hogares rurales, y alcanzan un tamaño promedio de 5,8 miembros; esta cifra supera en un punto al tamaño promedio de la familia en toda la provincia en el Censo Nacional de Población de 1991.

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No obstante, debemos inscribir este dato en el proceso de cambio cultural que afecta a las modalidades residenciales, observándose que también en las zonas rurales la definición social de la familia está pasando a coincidir con la familia nuclear. En la encuesta tenemos varios casos de personas mayores que viven solas, lo que tiende a bajar los promedios, y un solo caso extremo de familia extendida, en Atamisqui, que llega a los 21 miembros. En muchos casos de observa, acentuado, el conocido rasgo de la pirámide de población santiagueña, con mucha población menor a los quince años, considerable población mayor de 60 años, y una visible erosión en las edades activas, producto de la emigración.

En la muestra analizada, se observa una tasa de masculinidad de 91,7 puntos, resultado de procesos emigratorios que afectan más a los varones. La presencia de varones y mujeres en cada uno de los oficios analizados es reveladora de las prescripciones de género que los regulan: tejeduría, alfarería y elaboración de alimentos son ocupaciones de neto predominio de mujeres; los oficios del cuero, la platería, el tallado, la fabricación de instrumentos musicales y la manufactura de madera son casi exclusivamente de hombres; mientras que en cestería se observan la participación de ambos sexos.

La edad promedio de los 618 artesanos censados es de 46,8 años, desde edades mínimas –encuestamos un número apreciable de tejedoras y cesteras adolescentes y hasta niñas, como el caso de la que tiene 9 años y elabora peleros, en Quebrachos-, hasta avanzadas en todos los rubros, llegando al caso de una telera de 84 años en Copo. La mitad de los artesanos censados son jefes de hogar.

Entre los hombres, tres de cada cuatro son jefes de hogar; en las mujeres, una de cada cuatro (27 %) son jefas, lo que indica una elevada proporción de parejas incompletas, en los que falta el varón, y en unos pocos casos de mujeres con una segunda pareja que se reconocen ellas mismas a cargo del hogar.

Los niveles de instrucción son bajos: el 55,6 % no ha completado el nivel de la anterior escuela primaria –cuya denominación mantuvimos en la encuesta-, a lo que debe sumarse el 7,6 % de artesanos que nunca asistieron a la escuela, o analfabetos absolutos. Que seis de cada diez artesanos tengan una alfabetización nula o precaria es uno de los aspectos que deben resaltarse, porque esto limita su capacidad de interacción en algunos de los desempeños asociados a su rol, desde la negociación inherente a la venta hasta el asociativismo. La educación es menor en mujeres y ancianos.

Las ocupaciones que los artesanos mencionan en segundo lugar, son las características de la comunidad rural: los hombres son pequeños criadores o agricultores que combinan el trabajo agropecuario en sus predios –de los que son ocupantes hace años pero de los que carecen de escritura- con trabajos a jornal en la zona o en otras provincias durante los meses de verano. Las mujeres se emplean como trabajadoras domésticas, lavanderas o cocineras. Muchas de ellas combinan la producción de alimentos –quesos y dulces principalmente- con el oficio de teleras. En el contexto de la vida rural, el conocimiento de un oficio artesanal debe ser visto como una de las estrategias ocupacionales a las que recurre el grupo familiar para generar ingresos y asegurar su autosubsistencia.

La cercanía a medios urbanos permitió registrar otras ocupaciones: tabiqueros (fabricantes de ladrillos), obreros de la construcción y hasta de empleados en casas de comidas. Se observan también personas con cargos en la administración municipal o provincial, en la policía o la escuela, en todos los casos con baja calificación: la excepción es un trenzador que es concejal municipal en Quebrachos.

La ayuda familiar está presente en muchos casos. Los ayudantes en el trabajo del artesano son sus hijos (64 %), o bien cónyuges e hijos de vecinos. El promedio de casi un ayudante por artesano sólo sirve como indicador de la magnitud total de esta fuerza de trabajo anexa a la manufactura doméstica, pero no debe ocultar que es muy común que un

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artesano haga todo el trabajo por sí mismo, y que en otros casos hallemos grupos familiares donde son varios los que ayudan. Esto es más notorio en el caso de la cestería, mientras que la tejeduría y los oficios que agrupamos como otros representan más al primer caso.

Desde luego que el desempeño como ayudante de un artesano está estrechamente relacionado con la transmisión del oficio: la mayoría aprendió de este modo, ayudando a sus padres (47,4 %) o a otros (36,7 %), entre los que predominan familiares y otros artesanos del lugar. Entre los que responden que aprendieron solos, no debe descartarse la observación del trabajo de los demás, a menudo recuperada años más tarde. Las madres son las transmisoras más frecuentes en la tejeduría, la cestería y la elaboración de alimentos; los padres no llegan a alcanzarlas aún en los oficios típicamente masculinos del cuero y la madera.

Los ingresos monetarios en el presupuesto familiar

La reserva o la desconfianza de que antes hablamos afecta uno de los temas delicados que abordamos, por corresponder al dominio de la vida privada, como es el de los ingresos. Sabemos que en algunos casos la respuesta dada por los encuestados incluye ocultamiento de ingresos ocasionales. Aceptada esta restricción general, no tenemos razones para suponer que se tratara de modo diferente a los ingresos provenientes de la venta de artesanía que a las otras fuentes de ingreso, lo que hubiese provocado un sesgo según origen de los ingresos. Nuestro objetivo principal consistía básicamente en calcular la proporción del ingreso monetario familiar constituida por la producción artesanal.

Una dificultad adicional es la de reconstruir el presupuesto familiar de todo el último año, lo que significó un considerable esfuerzo para el encuestador. Nos centramos en el ingreso monetario, dado que la economía familiar rural tiene un alto componente de ingresos que no lo son, provenientes de la producción agrícola y pecuaria, de la caza y la recolección, y de numerosos arreglos con vecinos y clientes basados en trueques, favores que se hacen y se reciben como devolución, actividades todas que asumen la forma de intercambios de bienes y servicios, que resulta muy difícil de describir salvo que se realice un estudio de caso específico, lo que excedía nuestro propósito en esta investigación.

De todas maneras, sabemos que hay un subregistro del ingreso proveniente de la producción artesanal, dado que en muchos casos ella es canjeada por mercadería a los compradores, y esto afecta particularmente las zonas donde este mecanismo está más generalizado.

Una conclusión más general es que la gran mayoría de los artesanos no sostiene a su grupo familiar sólo con esa actividad, y que debe complementarla con otros trabajos de él o de otros miembros de su grupo familiar.

Al considerar los valores de ingreso en números absolutos, se obtiene una visión complementaria de la que acabamos de dar. Esas cifras afirman aún con mayor énfasis que los artesanos del cuero tienen el ingreso total más elevado (que llega a ser seis veces mayor que el más bajo, el de las teleras), explicado por varias razones: el carácter utilitario de los productos, utilizados en las labores pecuarias en todo el país; no sólo hay un mercado extenso dentro del cual es apreciada la manufactura santiagueña, sino también un mecanismo de intermediación consolidado. Para todos los artesanos, salvo para los trabajadores del cuero, los ingresos aportados por los otros trabajos son mayores que los que obtienen mediante la venta de artesanías.

Si bien las teleras trabajan todo el año, hallan mejores condiciones para el trabajo durante el tiempo seco del invierno, a la vez que se favorece el contacto de las personas de la ciudad que suelen ser clientes de las que mejor venden, y por lo tanto se observa un período de mayores ingresos en el período invernal.

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Los mayores ingresos del verano tienen un pico en los meses de diciembre y enero, que se observa en los hogares de artesanos del cuero, pero que en los cuestionarios se advierte también en otros oficios: se trata de la demanda estacional de jornaleros agropecuarios en el centro del país, para labores de desflorada. Los mismos artesanos participan en este ciclo que les proporciona ingresos relativamente elevados.

Las constantes apuntadas se manifiestan también al considerar las cifras de los totales generales: los ingresos declinan gradualmente después del verano, siendo Mayo el mes de menores ingresos; luego de un repunte en Junio y Julio se observa una nueva declinación, que tiene su sima en Septiembre. Es inevitable relacionar estas variaciones, como ya se lo sugirió antes, con la estacionalidad propia del trabajo agrario: el invierno es época de receso, tanto desde el punto de vista biológico como laboral, y esto aumenta la capacidad de trabajo de brazos que no están reclamados por la siembra y la cosecha. Por lo tanto, es el tiempo apropiado para las labores de recomposición de los enseres domésticos, estrechamente relacionados con las condiciones productivas del hogar rural: se hacha para reparar los cercos, se acondiciona la vivienda preparándola para el verano lluvioso, se arreglan o construyen instrumentos de trabajo, y, típicamente, se hila y se teje.

Tras este ciclo que describen los ingresos monetarios en la actualidad reposa seguramente una tradición generacional aplicada durante largo tiempo antes de que se instalase la economía de mercado, que ésta no ha logrado modificar sustancialmente.

Algunos problemas

La comercialización es la etapa en la que se manifiestan los problemas principales que presenta la producción artesanal tradicional. La mayoría realiza ventas ocasionales, a partir de pedidos o de la azarosa aparición de un cliente. No olvidemos que la mayoría son residentes rurales, a menudo en zonas aisladas. Muchos de los artesanos encuestados afirmaron que no están produciendo nada porque no hay a quien venderle.

Al momento de la comercialización, el productor artesano se encuentra en la posición más débil; no siempre posee una clara conciencia del valor de lo que produce, y generalmente está aquejado por la urgente necesidad de dinero, por lo que casi siempre se ve obligado a aceptar las condiciones que le ofrecen los comerciantes o los revendedores.

La supervivencia del trueque debe ser explicada teniendo en cuenta razones culturales, ya que durante mucho tiempo fue una forma generalizada de intercambio en las áreas rurales, habitual en el contexto organizativo de la estancia, la finca y el obraje hasta ya entrado el siglo XX. Ello otorga una esfera de poder económico muy grande a quien opera en el plano local como abastecedor o comerciante, sobre todo para pobladores con acceso limitado a medios urbanos.

Típicamente, el artesano santiagueño fue cliente del comerciante local, y éste el acopiador y revendedor de las artesanías, principalmente en el caso de la tejeduría. Desde que se formaron comunidades de provincianos en áreas metropolitanas, como las de santiagueños en el Gran Buenos Aires, comenzaron a operar los “pilcheros”, que compraban al artesano en su lugar de residencia, y transportaban los productos en su vehículo hasta lugares a veces muy alejados. Las provincias patagónicas fueron una frontera de este circuito comercial, construido al interior de una comunidad cultural dispersa pero unida por su común origen provinciano capaz de reconocer y valorar tales productos.

Los procesos de aculturación hicieron que en los hijos de esos provincianos, nacidos y criados en otros contextos, se debilitase el lazo cultural que sus padres mantenían. Al mismo tiempo, la emigración hacia Buenos Aires disminuyó sensiblemente desde los años 70. Estas razones incidieron en la pérdida de este mercado, y desde hace aproximadamente

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una década los pilcheros dejaron de recorrer las zonas de producción de tejidos. No obstante, mantener una relación comercial con el comerciante del lugar siguió y sigue siendo importante para los artesanos, porque brinda seguridad a familias que tienen permanentes necesidades de abastecimiento y escasos ingresos.

Esta situación hoy ha cambiado. Pero las mismas razones de estrechamiento del mercado que ocasionaron la gradual disminución de los revendedores de tejidos, han hecho que los comerciantes locales adquieran cada vez menos esta producción, generando los problemas que nuestra encuesta registra.

El abastecimiento de los insumos necesarios para producir es un problema para todos los oficios artesanales. La gran mayoría compra la lana, el cuero y la madera; quienes producen alimentos –arroperas y queseras- señalan la escasez de leche y de tuna. Hay lugares, como la Estación Atamisqui, donde hasta el agua para el lavado de la lana debe ser adquirida al municipio. Además, la compra de insumos industriales necesarios para la mayoría de los productos es problemática por su costo y porque obliga al trueque con los proveedores.

En lo que se refiere a las condiciones en que trabajan, se hacen variadas referencias a la necesidad de cobertizos o cerramientos para su lugar de trabajo. Son muy pocos los que disponen de un sitio techado: solo hallamos tres casos entre las teleras en que tienen su telar a cubierto; esto obliga a montar y desmontar el tejido ante las variaciones climáticas. Entre los trabajadores del cuero, se señala la falta de máquinas sobadoras y rodillos grabadores de dibujos; tanto ellos como carpinteros y tejedoras advierten las dificultades de renovar sus instrumentos de trabajo por el desgaste.

Si bien la tendencia a trabajar solo puede ser considerada característica de oficios como los artesanales, no sería prudente amalgamar esta conciencia de individualidad a lo que habitualmente denominamos individualismo, y menos aún como un obstáculo al crecimiento asociativo. La competencia propia de quienes procuran captar clientes escasos es típica de la actividad económica; al señalar estos rasgos los encuestados también se expresan positivamente hacia posibles formas de nucleamiento, aunque sólo unos pocos tienen ideas precisas acerca de cómo podrían darse, y para qué necesidad. La mayoría de ellos no ha vivido otra experiencia asociativa que la familiar.

En un sentido distinto hemos recogido opiniones de quienes perciben con claridad que algunas formas de cooperación son indispensables; así como de quienes sienten la necesidad de apoyo y de crédito para sustentar sus micro-emprendimientos personales o familiares.

No sólo los problemas de la producción aparecen en encuestas y entrevistas, sino también los relacionados con la salud del propio artesano, que a menudo advierte la declinación de sus fuerzas y la imposibilidad de trabajar como antes. En los cesteros se señalan problemas de desviación de columna y en general dolores de espalda, debidos a que se teje sentado, con la espalda encorvada, apoyando los codos sobre las rodillas. También problemas de piel, debido a que la paja lastima la piel de las manos.

Las teleras también presentan problemas de columna, y afecciones que afectan la vista debidos a la pelusa de la lana que vuela al manipular el tejido. Además, tejer requiere fijar la vista constantemente. El trabajo al exterior durante el invierno también resiente el organismo. Como se esfuerzan en aprovechar las horas para concluir, a veces prenden fuego a los costados para darse calor. Una telera tiene afectadas las articulaciones de tobillo y rodilla, y lo atribuye a su exposición prolongada ante el calor de las brasas.

Entre los plateros es común la mención de que algunos terminan ciegos, debido a que se trabaja constantemente en la cercanía del fuego, los efectos de la soldadura y la manipulación del ácido nítrico. Desde el caso de un lacero de Sumampa que es chagásico,

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hasta el de otro de Salavina que no ha podido comprarse anteojos, los problemas de salud son variados y reflejan, sobre todo, las condiciones del trabajo y de la vida rural.

La disposición a enseñar es muy elevada en todos los rubros, y creemos que ello constituye la principal explicación de la supervivencia de los oficios artesanales, al mismo tiempo que señala un potencial considerable al momento de institucionalizar algunas formas de transmisión al interior de las propias comunidades y grupos. Se trata de mecanismos de reproducción social que han funcionado eficazmente como medios de transmitir estrategias de vida imprescindibles en sectores sociales en los cuales el trabajo escasea siempre.

La producción artesanal en el contexto de la vida rural

Como en otros aspectos de la producción campesina, la de los artesanos debe ser vista en el contexto de la vida rural de la provincia, en la cual los pobladores han visto cambiar progresivamente, a lo largo del siglo XX (Tasso, 1997; 2000), pero especialmente en las últimas décadas, sus condiciones de vida: ha aumentado la pobreza y la exclusión social, se ha debilitado su capacidad de ingresar en el mercado de trabajo debido a sus escasos niveles educativos, y los bajos ingresos impiden sustentar la reproducción de la vida cotidiana, no sólo en lo relacionado con la alimentación sino también en los referente a la vivienda, la alimentación y la salud.

Las relaciones sociales en el medio rural nos presentan al poblador rural, ya sea campesino o asalariado, en condiciones de creciente indefensión. Está expuesto a las condiciones de trabajo que se le ofrecen, donde predominan salarios muy bajos que generalmente están por debajo de los salarios mínimos legales; el trabajo estacional en provincias a menudo apartadas les genera los ingresos más altos que recibe el grupo familiar, durante uno a tres meses; en su zona de residencia, el grupo familiar permanece al cuidado de bienes escasos pero indispensables para su autosustentamiento, tales como majadas de cabras y ovejas, y ocasionalmente vacunos. Estos permanecen al cuidado de mujeres y niños cuando los varones adultos se encuentran ausentes en alguno de sus ciclos migratorios, dentro o fuera de la provincia. La necesidad de proveer un mínimo de seguridad a la existencia los obliga a establecer acuerdos con terratenientes o comerciantes de la zona, que resultan proveedores ocasionales de trabajo o compradores de su producción. En el marco de escasez constante de bienes y servicios que hoy se consideran necesarios, el ingreso monetario es indispensable pero difícil de obtener, como no sea migrando a la ciudad, cosa que hace un buen número de los adultos entre los 15 y los 45 años. En los grupos familiares que perviven en las zonas rurales encontramos pirámides demográficas fuertemente erosionadas en las edades productivas. Las estrategias ocupacionales de estas familias son variadas, y se incrementan si viven en las proximidades de un centro urbano. Por este motivo, en las últimas décadas se observa una tendencia creciente a radicarse en la proximidad de las ciudades. Se emplean en servicios personales, en la construcción, y en trabajos ocasionales propios del sector informal.

Son pocos los niños que pueden completar el nivel primario, o alcanzar una alfabetización elemental, porque el trabajo doméstico los reclama, y esto contribuye a dificultar los caminos de salida hacia mejores empleos, que en las condiciones actuales serán inexorablemente urbanos.

En el marco de las pequeñas comunidades, la vida cotidiana reclama acuerdos constantes de contraprestación de servicios, de arreglos entre vecinos, de trueque entre ellos o entre los comerciantes a quienes pueden vender algo (Racedo, 1981). La relación con comerciantes y terratenientes es necesaria como un sostén de seguridad ante necesidades eventuales que una familia pobre no podrá resolver por sí misma. Estos acuerdos,

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económicos y no económicos, proporcionan también alianzas estratégicas que los pobladores rurales consideran indispensables porque conocen la propia limitación de los recursos, y los riesgos de necesitar un apoyo ante un problema con la ley o una crisis de salud.

Todos los indicadores que surgen de variadas investigaciones sobre estos aspectos, concentran en la población rural de la provincia muy altos valores de necesidades básicas insatisfechas, bajos estándares de salud y bajos niveles educativos.

Un riesgo adicional está en relación con una de las formas bajo las cuales aparece en el ámbito rural lo que denominamos “exclusión abierta”, consistente en el desalojo, a menudo violento, del lugar de residencia. Si un terrateniente decide poner en producción un campo que a menudo ha permanecido inactivo durante décadas, o venderlo, comienza recurriendo a los agentes de la policía local contratada fuera de sus horas de servicio para efectuar los lanzamientos. En nuestros recorridos de campo hemos recogido diversos testimonios de estas situaciones, que a menudo utilizan topadoras y hasta incendios, con personas armadas. El aislamiento de muchas zonas dificulta la posibilidad de la difusión de estos casos y la de recurrirlos por vía legal para personas y grupos que no están en condiciones de pagar apoyo jurídico y demandas tribunalicias. En los últimos años, al multiplicarse estos casos, y ante el cambio de patrones de comunicación y acción colectiva que se generalizaron en los años 90, se percibió un crecimiento de la organización social de los campesinos, así como un apoyo en sus demandas por parte de organismos nacionales y de instituciones no gubernamentales, los cuales facilitaron, al menos, una difusión mediática dentro y fuera de la provincia.6

Estas condiciones de vida son generalizadas desde hace décadas. En cierto modo se ven agravadas por procesos de deculturación –o pérdida de la cultura tradicional- que antes contribuía a mantener una relación más armónica con el medio ambiente, a aprovechar mejor sus recursos y ponerlos al servicio de las necesidades básicas. Formas de producción que se olvidan o dejan de interesar a los jóvenes, interacción social espontánea entre familias que aseguraba la autoayuda, desinterés por la vida rural, todo ello repercute en varios niveles de la vida social, y especialmente en la producción artesanal.

Tal como lo plantean distintos autores (García Canclini, 1982; Mordo, 1997) el complejo vínculo que los productores artesanales –en su mayoría campesinos y trabajadores rurales- establecen hoy con el mercado requiere formas nuevas de responder a sus demandas, pero también desarrollar programas que contemplen no sólo los aspectos técnicos del “producto” sino también el carácter de sus autores, su orfandad organizativa y el problema complejo de la recreación cultural.

6 Le Monde Diplomatique, Julio 2000. (Edición en castellano).

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Bibliografía

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