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Sucedió en Villeza Juan Daniel Rodríguez

Sucedió en Villeza

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Sueños, recuerdos y fotos de mi entrañable pueblo

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Juan Daniel Rodríguez

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Juan Daniel Rodríguez

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A mi madre Felisa y a mi tío Pepe, la luna y la estrella que me guían

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Introducción

Quien esto escribe no es escritor, tan sólo es un humilde periodista, un junta letras aficionado a la palabra. Y lo cierto es que este libro ni siquiera es un

libro al uso, se trata más bien de unas reflexiones hechas por mi subconsciente, que a veces es más real que la propia conciencia. Cierto es que todos soñamos cuando perdemos esa conciencia, ya sea en la profundidad de la noche o inclu-so en la liviana siesta. Son sueños llenos de fantasía, de fantasmas, de realida-des no cumplidas que cuando soñamos las hacemos realidad. Dice mi hermano Raúl que cuando dormimos morimos en realidad, que ensayamos la muerte, pero también es verdad que cuando dormimos y soñamos, todo un mundo nue-vo e interior se abre ante nosotros, un mundo aparentemente inconexo y lleno de locura que parece que no alcanzamos a comprender, pero que creo que está pleno de cordura y de realidades tan verdaderas como la sensación del propio ser. En ese mundo interior nos pasamos un tercio de nuestra vida.

No me cabe ninguna duda de que en la faceta de los sueños es donde más carga creativa tiene el ser humano, una creación cargada de irrealidad y de irracionalidad a primera vista, pero que forman parte de nuestra vida y me atrevería a decir que también de nuestro futuro, más que todos los santeros que se dedican a echar las cartas para adivinar lo que está por venir.

Hace ahora 20 años, por 1989, comencé a apuntar mis sueños siguiendo la recomendación de un buen amigo. Antes de esa fecha ya me acordaba de algún sueño, pero no tenía ni el interés ni la fuerza de voluntad para levantarme de la cama a escribirlos y, claro, cuando llegaba la mañana el sueño se había diluido como el cloro en el agua. He tenido y he escrito sueños recién fabricados a las 4 de la mañana, a las 6, pero sobre todo a las 7 y las 8 de la mañana, cuando despunta el alba y la magia de los sueños lo inunda todo. También he tenido

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alguna de estas fantasías oníricas a la hora de la siesta. En aquel tiempo soñar y recordar lo soñado no sólo se convirtió en un mundo abierto a lo desconoci-do, sino que me permitía interpretar de forma libre el significado de aquellas acciones un poco locas y las más de las veces inconexas. No soy psicólogo ni mucho menos psiquiatra, ni soy un discípulo de las teorías de Freud, pero juro que todo lo que he soñado y recordado, todo lo que soñamos tiene un sentido, un motivo y una justificación. Y es que todos, sin excepción, fabricamos esas historias aparentemente absurdas, pero puedo asegurar categóricamente que en realidad no lo son.

En aquellos finales de los años 80 y principios de los 90 casi toda la gente que me rodeaba coleccionaba algo (sellos, monedas, insectos…hasta chapas de coca-cola). A mi me gustaba decir que yo coleccionaba sueños y pastores (lo de los pastores queda pendiente para otro momento). De aquella colección de sueños llega ahora este librito, con fotos de escenas de Villeza, el pueblo de mis antepasados. Y aunque aparentemente estos sueños no sienten atracción uno sobre otro, sí que tienen un nexo común que les hace hijos de la misma madre y ese cordón umbilical es precisamente Villeza. En varios de estos sueños apare-cen personas que ahora, pasados los años, ya han fallecido.

En este bello escenario de la Tierra de Campos leonesa se desarrollan el 99% de mis sueños, creados por mi inconsciente en su gran mayoría en Madrid cuan-do vivía allí y cursaba estudios de Periodismo. Lo que podría parecer extraño tiene para mí una clara explicación: fue justo cuando abandoné por primera vez mi pueblo, cuando me encontraba a más de 300 kilómetros de distancia, cuan-do sentí realmente la atracción y la fascinación que me suponía este pequeño pueblo que me vio nacer. Y es verdad que yo debí ser de los últimos seres a los que parieron en casa, porque poco después de 1966 ya enviaban a las madres a alumbrar al hospital o maternidad de turno. Una fascinación que mantenía viva durante el día apuntando recuerdos de mi infancia en los ratos libres que me dejaba la Facultad (primavera de 1989) y que se acrecentaba de noche cuando el mundo de los sueños lo invadía todo.

Considero a mis sueños de entonces, los que recordaba, pero también los que tengo ahora aunque no los recuerde, fuente de energía en estado puro que no sólo reflejan el estado de ánimo y los anhelos de lo que nos ocurre en el vivir diario, sino que estoy convencido de que también modifican y moldean por la noche el devenir de lo que nos está por llegar cuando brota el día. Un sueño reparador, unas ricas y frescas historietas durante la noche, nos condicionan lo que será el día siguiente y, por qué no también, un simple sueño nos puede condicionar nuestra propia historia.

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Y es que nuestro subconsciente no se para ni un minuto, ni un segundo, como nuestro corazón a Dios gracias. Cuando caemos rendidos en la cama nuestro cuerpo reposa, pero entonces nuestra mente, nuestro otro yo, arranca a construir sueños en un mundo mágico donde nuestra libertad de crear no tiene límites.

Como decía mi buen amigo Porfirio (Dios le tenga en su Gloria y este sí que era un escritor como la copa de un pino) “gente joven, gente loca” y no se si de locura podría yo calificar mis sueños de entonces, pero me atrevo a incluir aquí, estimado lector, alguno de aquellos breves relatos oníricos por si despierta el interés de tu conciencia pero, sobre todo, te invito a que de madrugada, si des-piertas, tomes papel y bolígrafo y escribas en la penumbra el recuerdo de tus sueños para que los interpretes y encuentres en ellos el significado de lo que en esta “otra vida” de las realidades no acabas de entender del todo.

Me atrevo incluso aquí a contradecir a Calderón de la Barca con aquello de “la vida es sueño y los sueños, sueños son”. Tal y como yo lo veo, la vida no es un sueño, sino todo lo contrario, los sueños son en realidad una vida paralela, una vida llena de magia e imaginación en la que cada noche nos sumergimos para sacar a la luz a nuestros demonios y a nuestros ángeles, para hacer reali-dad aquello que más deseamos en la otra vida real.

A mí me ha ocurrido alguna noche de soñar hechos relacionados con histo-rias que me han ocurrido el día anterior y, lo que me parece aún más extraño, con algo que habría de vivir al día siguiente. Nuestro subconsciente nos prepa-ra para enfrentarnos con mayores posibilidades de éxito ante esas situaciones comprometidas o también placenteras a las que nos vemos obligados a vivir cada día que pasa.

En todo el periodo en el que fabriqué los casi 50 sueños que incluyo en este libro tan sólo 6 rozan la categoría de pesadilla sin llegar a serlo del todo. En ellos prevalece el miedo y la muerte, sobre todo de mi familia. Dicen los estudiosos del tema que cuando en sueños matas o se te muere alguien en realidad estás deseando profundamente prolongarles la vida.

En el capítulo de las coincidencias destaco dos: una cuando soñé con mi abuelo Juan el mismo día y a la misma hora que moría catorce años atrás y sin que yo lo hubiera recordado con anterioridad; y otra cuando soñé con Desiderio y dibujé su grave enfermedad veinte años antes de que ocurriera realmente.

También incluyo aquí aquellos recuerdos de mi infancia en Villeza, “suce-dió en Villeza”, que fui escribiendo en los ratos libres que me ofrecía la Facul-tad en aquella maravillosa primavera de 1989. Eran unos recuerdos muy fieles a la realidad, muy frescos, pues Madrid se revelaba entonces como fuente de

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inspiración para evocar mi pasado en el este hermoso pueblín de la provincia de León.

Del mismo modo incluyo unas cuantas fotografías alusivas a Villeza y a sus gentes. La mayoría de ellas hechas por mi cámara que me acompaña allá donde quiera que vaya.

Mi intención a la hora de escribir estas páginas no es otra que pases un rato entretenido, que te rías si la lectura te lo provoca, pero sobre todo que te dejes invadir por el sentimiento de todo lo que significa Villeza, que es mucho, para mí algo más que un pueblo con sus casas, su iglesia y sus bodegas. Para mí Villeza encierra el espíritu de todos los antepasados que han vivido en este pueblo, en especial los míos que he logrado descifrar desde 1660 gracias a los libros antiguos de la iglesia. Espero que te dejes llevar por la energía que emana de todos ellos. Déjate guiar por sus almas latentes y te notarás recon-fortado.

Pero sobre todo sueña y déjate llevar.

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Índice 13 Sueños 13 Encuesta 13 Casa de madera 18 El asesino de Arsenio 19 El circo 19 La guerra 24 El abuelo Juan 24 Triple sueño 24 La discoteca 25 Desiderio 25 Los dientes de papá 25 El lobo 30 Antolín 30 El susto 32 Esteban “el Francés” 32 Concha Velasco 33 La mordedura del burro 33 Andrés 38 El zorro 38 Gochineras de Antonio 39 Caimanes 39 Prada ¡a tope! 42 Los peligros 43 El cajero del tractor 43 ¿Dónde está el coche? 43 El parapsicólogo 46 El Papa 46 Los americanos en Gordaliza 48 Doña Enedina 48 Artefactos celestes 50 La resurrección de Epi 50 El ascensor fantástico 50 Los burros de la estación 51 El demonio 51 La fiesta de Vallecillo 54 Día de caza 56 San Antón II 56 Otra vez a COU 57 De nuevo el lobo 57 Rito mozárabe 64 Los elefantes de San Miguel

65 Recuerdos 65 El abono 65 A pájaros 65 Vallecillo 68 Los deberes 68 Las promesas de mayo 69 Los abuelos �0 Fútbol �0 Uri �3 Gamusinos 80 Cazando la codorniz 80 Fetiches 86 Asar patatas 86 El estanque de la mudarra 87 Con las vacas 94 Lance a patos 98 El chicle de estrella 98 Vergüenza 98 Primeros días de clase 99 Perdido 99 Encerrado 99 En el Picón 99 Las Carreluces 108 La comida jodida 108 Paliza 108 La planta de clase 109 La cagada 109 Víspera del cumple 109 El submarino amarillo 109 Primer recuerdo

116 Pies de fotos

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Sueños

ENCUESTA (30-V-1988)

Vivíamos toda la familia en Madrid. A mediodía íbamos a salir para Villeza. Era la una de la tarde cuando íbamos a salir, me llaman los de la farmacia

de abajo para que comprara un gel de baño (había muchísima gente, con prisa como de fin de semana) y me dieron unos test de encuestas para que hiciese a la gente. De paso me hicieron uno a mí para que aprendiera a hacerlos. Como por arte de magia estoy ahora en la plazuela de Villeza que estaba muy concurrida de gente del mismo pueblo, con mujeres a un lado, hombres a otro y jóvenes a otro. Las preguntas del test iban sobre ropa. Las contestaciones tenían que ser lo más sinceras posibles. Mi familia me seguía esperando para salir de Madrid, pero yo no acababa. Uno de esos formularios se titulaba corbata. Pregunto a Paco, el padre, si usaba habitualmente corbata; me contesta que en casa no se la puede poner. Como es el alcalde alguien le dice que cuando le pregunten por las calles asfaltadas mienta un poquito, porque mi padre ha dicho que esto es para la Diputación. El problema verdadero comenzó al preguntar a los chavales que empiezan a darme nombres falsos. A Julito le pregunto y me da el nombre de Flórez de la Posa. Ellos se ríen y yo me desilusiono. Instantáneamente se anula la encuesta.

CASA DE MADERA (31-V-88)

En Villeza, mi padre y Daniel construyen una casa de tres pisos de madera, donde cada piso va escalonado con el siguiente. Cuando la acaban tienen

que llevarla desde donde están, cerca de la escuela, hasta la era de detrás de mi casa. La cogen en el aire, a pulso, se va tambaleando del peso, pero llega a salvo. Yo no participo. Yo voy a separar el café que dejó mamá puesto en una cacerola de barro pequeña en una lumbre de palos. Llegan sanos y salvos a la era y luego tienen que llevársela para la era de abajo. La vuelven a subir en el aire. El peso recae en mi padre principalmente. Con tanto peso se resbala y está a punto de caer el tercer piso que se inclina mucho. Es angustioso. Cuando pararon papá

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está a punto de tropezar con un trillo que tenía detrás y que no veía por ir de espaldas. Daniel, mientras, me comenta su preocupación por una receta que le hacía mucha falta y que no sabía si le despacharían en Matallana y Castrotierra porque ya era muy tarde. En Castrotierra sólo te despachaban recetas si llega-bas andando, es decir, si era realmente urgente.

EL ASESINO DE ARSENIO (1-VI-88)

La escena se traslada a cuando yo iba al instituto a Sahagún. Estaba jugando una tarde en Villeza y era casi la hora de comer. Jugaba en la era con unos

tubos de desagüe y mataba accidentalmente y sin querer a tío Arsenio. Todos piensan que ha muerto de muerte natural, aunque haya muerto en la puerta de atrás de mi casa. Yo no digo nada a nadie, pues nadie lo ha visto. Se le incinera allí mismo, algo bien raro para la religión Católica que se profesa en el pueblo. Pero ahora quien presencia este especial entierro es el propio Arsenio y quien arde es su mujer Antonina. La demencia senil de Arsenio le impide llorar y en cambio se le oye decir: “Ya ardió, ya se quemó oye, ya no vemos más a Anto-nina”. Pero llega un día que los remordimientos pueden conmigo y cuento lo sucedido de verdad a mi padre Teyo, luego éste a Felisa, mi madre. Mamá, como es natural, malinterpreta los hechos y cree que le he matado porque se reían de él. Yo quiero aclarar el asesinato reconstruyendo los hechos. Voy a por un tubo de desagüe y cuando estoy llegando a casa con él, llegan las primas de mi madre, Clotilde y Claudina, para enterarse bien de lo que ha pasado, en plan cotilla. Yo entro corriendo a casa para avisar a mi madre para que guarde silencio total. A la puerta de casa vi aparcado perfectamente el viejo Seat 127 amarillo de Javi. (Ayer mismo hablé mucho tiempo con mi hermano Raúl de muchas cosas, entre ellas de las Claudias y de Javi).

DE VINOS (3-VI-88)

Julito, Manolo, otros del pueblo y yo nos vamos a tomar una cerveza a Gor-daliza, al bar de Fefa. Nos tomamos cinco rondas. Yo llevaba el dinero muy

justo. Cuando me tocaba pagar a mí me faltaba un poco de dinero para saldar la cuenta, me dice José Ramón, el de La Crónica, que estaba despachando, que me ha invitado a una cerveza Jesús el pajero. Le doy las gracias y de paso salvo de hacer el ridículo con lo del dinero. Mientras, dos borrachos que parecían amigos empiezan a discutir y los dos salen por la ventana con la sorpresa por nuestra parte de que, de pronto, no nos encontramos al nivel de la calle, sino en un ter-cer piso. (Punto de vista): el suelo es un cristal y veo bajar a los dos borrachos desde la ventana hasta el suelo y rebotan. O mueren.

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EL CIRCO (10-VI-88)

La familia Rodríguez, mi familia, es un circo. Felisa, Teyo, Juan, Elena, Pepe y Javi (mi cuñado). Después de actuar diariamente vamos al merendero de

la bodega a lavar los instrumentos. Hay muchos de cristal. Cuando los estamos secando Javi rompe el instrumento que utiliza Pepe. Yo tengo un número que es el de saltar a pies juntos desde los escalones. Alcanzo grandes distancias. Llega Raúl con un amigo y me dice que le haga una demostración. Llega Felisa al merendero y nos anuncia que la familia de Cáceres llegará con tres minutos y medio de retraso.

En el mismo sueño. Estamos los mozos, la gente joven, cazando pájaros de noche en las bodegas. Está casi amaneciendo. Nos sorprende alguien con un pe-rro. Hay una bajada estrepitosa corriendo por la cuesta de las bodegas para aba-jo. Resultó ser Jose con el perro de Alipio. Regresamos al merendero aliviados. Suena el teléfono (no existe). Lo coge Pepe y contesta: “¿Quién?” Y se corta.

LA GUERRA (28-II-89)

A lo largo del Vallejo de La Solana estaban en guerra los chicos de Cas-trotierra vestidos del Atlético de Madrid. Les vigilaba desde la viña de

Claudio que estaba en un alto. Miraba por un agujero, les veía, pero ellos a mí no. Entonces tiro una piedra y veo como doy a Alfredo en la cabeza. Tengo miedo. Me viene el recuerdo de la pelea que tuve con él en la fiesta de San Pe-dro en Vallecillo, donde él me dominó. Escapo corriendo hasta el cementerio que es una especie de corral de ovejas abandonado al estilo del lejano Oeste. Yo miro por una rendijilla y ellos avanzan. Me llaman entonces desde atrás, son tres de los mismos que no se han enterado que soy su enemigo. En ese mo-mento esos tres ven avanzar a los demás y comprenden lo de mi persecución. Tengo que empujar a dos de ellos para poder salir apresuradamente por la parte de atrás que está caída. Me persiguen. Logro hacerme con un Seat Seis-cientos y un fusil Cetme como el que tuve en la mili. Vuelvo sobre mis pasos al cementerio. Estoy extasiado de tanto correr. Me persigue tan sólo uno de ellos que me ha visto. Pero éste ni parece de Castrotierra ni viste del Atlético. Tengo mucha hambre. Empiezo a dar golpes con el Cetme a un frigorífico que hay allí, pero compruebo con rabia que no tiene nada de comer dentro. Mi perseguidor me dice desde atrás: “el cajón”. Yo me revuelvo y estoy a punto de dispararle cuando compruebo que está tan tranquilo. Compruebo que lo que está tratando de decirme es que en un cajón que no he visto hay comida. Efectivamente.

(Este fin de semana Cristina ha comenzado un curso de control mental).

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EL ABUELO JUAN (18-III-89)(Valencia,8horas:conla“despertá”deFallas)

Estoy cazando. Atrapo dos liebres con la mano, sin escopeta. Le voy a contar la hazaña a mi abuelo Juan. Él está sentado a la mesa liado con sus cuen-

tas. Yo le abrazo por detrás (soy mayor). Le veo perfectamente con la cara de cuando yo tenía 9 años. Él me pregunta si está abierta la veda. Yo le contesto la verdad, que no está abierta. El abuelo Juan se enfada por haber cazado con la veda cerrada. Era siempre muy legal.

A la misma hora que sueño esto moría el abuelo Juan un 18 de marzo de 1975, hace 14 años. También es el cumpleaños de Felisa, mi madre y su hija. Hoy cumple 58 años.

TRIPLE SUEÑO (11-IV-89)

1) Mi padre Teyo y yo estamos en las cuestas de las bodegas haciendo rodar de arriba abajo unos maderos. Está paseando por allí la señora Emilia. Le

pedimos que se quite. Enseguida hemos llegado a la era. Ella mete un pie en un hoyo que resulta ser una zarzera de las de las bodegas, yo corro a salvarla. Me tiro y consigo alcanzarla cuando ya se hundía. La cojo sólo de la mano. Aparece mi sobrino Iván a ver lo que ocurre y se cae en otro hoyo y le cojo también de milagro. Resulta que donde cae Iván es uno pozo muy hondo que había estado cegado durante muchos años.

2) Llego a Villeza y está todo el mundo bailando en el salón. Es San Facundo, la fiesta patronal. Empiezo a saludar a toda la gente. Me gusta mucho.

3) Estoy en la zona alta de Vallecas (Madrid). Estoy flotando y agarrado a la vez a una construcción. De pronto veo y oigo como en el centro de la ciudad cae un avión haciendo un ruido exagerado. Pronto me entero que eran chicos de 16 años que venían a ver jugar al Atlético de Bilbao. En la calle en la que cae no vive ningún amigo ni conocido mío.

LA DISCOTECA (9-VI-89)

Un día de fiesta en Villeza, de noche. Entramos todos los chavales en la discoteca que hay en el pueblo. Justo donde están las puertas de atrás de

Emilio. Las personas que la regentan son desconocidas. Dejamos los abrigos en el ropero. Yo llevo un plumífero azul. Nos sentamos en una mesa. Reconozco y saludo a Sara, de Galleguillos y su hermana. Llegan las chicas de Joarilla. Me voy a mear. En los servicios, muy modernos, hay grafitis de gente ilustre como de Azorín. Cuando estoy meando se pone a orinar a mi lado Camilo José Cela. Me comenta que le hacen gracia las frases escritas en las paredes. Mientras meo veo mi nombre escrito con un apodo. Tengo algo de sueño. Me tumbo en el

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ropero que está al descubierto y se acuesta a mi lado Claudio que se queda frito de inmediato. Se acaba la música y nos empezamos a ir. ¡Qué bien tener la dis-coteca a menos de un minuto de casa! Siempre tardaba media hora como míni-mo para regresar en coche desde La Estrella de Mansilla. Ya está amaneciendo. Bajo cogido del hombro de Primo como muestra de amistad hasta la esquina de Mundo. Desde allí veo a militares de Aviación, vestidos de azul, esperando en la pared de Pedro. Creo reconocer a José María, el de San Miguel. Grito eso de ¡Ya me jodería! Mis palabras retumban en todo el pueblo. Cuando cojo la era para irme para casa llegan otros dos de San Miguel. Los reconozco. Van de mi-litronchos. Les digo cuánto siento que estén en la mili. Llevan un corte de pelo tipo recluta.

DESIDERIO (15-VI-89)

Delante mismo de la puerta delantera de mi casa en Villeza yacía tumbado encima de una tabla de madera Desiderio. Tenía una enfermedad irre-

versible. Todos sabíamos que iba a morir, incluido él mismo. Estaba rodeado de trapos y mantas. Sólo se le veía la cabeza. Se había quedado escuálido y la cabeza se le había quedado muy pequeña y muy dura. Claudio, su hijo, le gol-peaba en la frente que rugía como una piedra. Desiderio se molestaba cuando Claudio le daba. Aunque estaba totalmente inmóvil nos hizo ver con una señal que podía escuchar todo lo que decíamos. Se parecía enormemente a Porfirín e incluso cuando logró decir algo hablaba exactamente igual que el. Pronunció un par de frases y las dos tenían un sentido de broma. En una de ellas decía que los jóvenes teníamos que aprender de los que estaban muriendo. Alguien de los que por allí estaban, y éramos unos cuantos, señaló la curiosidad de que utilizase el tono burlón en los mismos umbrales de la muerte.

LOS DIENTES DE PAPÁ (16-X-89)

Teyo se presentaba a un concurso de dentadura postiza que se celebraba a nivel nacional. Gana el tercer premio que estaba dotado con un millón y

medio de pesetas. Todos nos ponemos muy contentos. Mi hermano Raúl y yo podríamos por fin acabar de amueblar el piso de Madrid. Papá nos confiesa que lo del premio se ha debido a que le han mirado mal la boca. Nos enseña una muela que tenía totalmente negra y picada.

EL LOBO (28-X-89)

Estoy en el campo de Las Grañeras, un pueblo vecino a Villeza, intentan-do fotografiar a los pastores del pueblo. Cuando me acerco al primero me

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avisa que viene un perro grande que resultó ser un lobo. Yo llevo escopeta con perdigón de postas. No le disparo hasta ver si ataca o no a las ovejas. No ataca. Se acerca a nosotros y se pone a hablar. Lleva en las manos-patas una caja con una dentadura de dientes metálicos muy afilados. Nos la muestra. Se acercan otros pastores desconfiados y les enseñamos también los dientes a ellos.

LAS BICIS (19-XI-89)

Bajábamos los chavales del pueblo con las bicicletas por la calle de la Plaza hacia las bodegas. Alguien dijo que sería mejor dejar las bicis al lado de la

iglesia. Las aparcamos en una de sus paredes. Pero tenemos miedo de que nos las roben los gitanos, además que Claudio estrenaba una bici de color verde. Al-fonso propuso meterlas en casa de Emiliana y así lo hicimos. En la puerta estaba Guillermo. Alfonso le pidió que nos diese todo el dinero que llevaba encima. Fiel a su fama de tacaño nos dio 15 pesetas. Cuando nos íbamos la pandilla se le cayeron sin querer otras 13 pesetas, pero ya no nos preocupamos de recogerlas como desprecio hacia él.

ANTOLÍN (24-XI-89) (San Facundo, fiesta de Villeza) 8,30 AM

Antolín se presta con su gran tractor y su gran remolque a ayudarnos a hacer las tareas del verano. Metemos en el remolque todos los utensilios nece-

sarios como cuando llevábamos los trillos, la máquina de limpiar, las tornade-ras… de Villeza a Castrotierra y viceversa, después de hacer el verano en cada uno de los dos pueblos. Se respiraba un ambiente de vendimias, más metido en otoño. Estamos preocupados porque son las dos menos cuarto y aún no hemos echado a trillar. Mi madre, Felisa, se queda en casa con la abuela Agripina. Nuestra casa se ha convertido en una especie de local-majada algo lúgubre al que para acceder hay que salvar una rampa. Mamá llora por sus problemas con Flore. Y dice: “Mira que ahora que se ha dado ya de alta y aún no nos habla”.

EL SUSTO (3-XII-89)

Alguien me llama diciendo que mi padre, Teyo, está enfermo. Cuando llego a Villeza me entero que los dos, mi padre y mi madre, han muerto, Un

grupo terrorista chiíta ha asesinado a varios en el pueblo, en la era frente a mi casa, entre ellos a mis padres. Aunque están muertos, ambos hablan conmigo explicándome todo lo sucedido y sobre todo me dan consejos a toda prisa que he de seguir para vivir sin que ellos estén en este mundo. Les observo tranqui-los con esta nueva condición que han tomado. Les parece de lo más normal. Al despertar me sentí liberado de ver que sólo era un sueño.

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LA BODEGA (12-I-90)

En la era de detrás de mi casa hay una bodega en el suelo liso, una especie de piscina, pero con boca pequeña. Aparece inundada hasta los topes de agua.

Teyo, Teodosio y yo comenzamos a sacarla con calderos mientras cantamos canciones rítmicas que acompañan la labor. Al final, en lo más hondo, el agua se ha transformado en pienso o harina. Siento la claustrofobia de un modo muy real. Candelas, la de Eutiquio, viene a avisarme pero le digo que estoy ocupado y no la puedo atender. Cuando acabo la tarea voy a ver que quería y comprue-bo que no le ha parecido mal la respuesta negativa que le acababa de dar poco antes.

ESTEBAN “EL FRANCÉS” (14-I-90)

En Villeza estoy dando una vuelta con Esteban “el francés”. Me lo llevo de-trás de la casa de Emilio, a la tierra que tiene unos cavones grandes. Allí

le dejo trabajando mientras me voy a casa. Cuando vuelvo me lo encuentro pisando terrones en la tierra de Emilio y Lucina que están allí también. Muestro mi enfado por la utilización interesada del chaval y me lo llevo de nuevo para que pise cavones en mi tierra. Llega Gaspar con el rodillo. Le pido a ver si me puede arrodillar mi tierra y me dice que es muy probable que atolle porque hay un trozo tierno de humedad y luego no arrancaría el tractor.

En otro escenario presencio un encuentro entre los hermanos Gaspar y Feli-pe, aunque no se hablan, se desean suerte. Felipe le dice a Gaspar que en Relie-gos donde vive va a poner un bar o una discoteca. La novia de Gaspar resulta ser Yolanda la secretaria de La Crónica de León, el periódico en el que he hecho prácticas durante dos veranos.

CONCHA VELASCO (21-I-90)

La actriz Concha Velasco es Eugenia, la de Pedro. Nos invita a mi herma-na Elena, a mi padre y a mí a comer huevos fritos. Sale de la cocina y nos

cuenta las preocupaciones y dolencias que ha tenido y sus planes para el futuro (ayer mismo vimos Cristina y yo a la Velasco en la obra “Carmen, Carmen”). Yo les cuento a todos ellos dos cosas que me han ocurrido y que son dos sueños anteriores.

La primera transcurre en el pueblo de Calzadilla de los Hermanillos donde se celebra un acontecimiento multitudinario en el que la gente llega con sus coches y aparcan al lado de las bodegas. Ha llovido mucho, el terreno está tier-no. Al acabar el espectáculo se van los coches y yo en la oscuridad encuentro un sobre con billetes de 1.000 pesetas. A la mañana siguiente vuelvo al mismo

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lugar acompañado de Paco el de Tina y varios niños. Mientras ellos buscan por un lado yo encuentro otros sobres con dinero en el mismo lugar de la noche anterior. Llega Tina con el Ford Fiesta preguntando por Paco algo preocupada, yo la tranquilizo y se va. Les cuento a Concha Velasco, papá y a Elena que me han tomado el pelo pues los billetes son falsos, sólo tienen una cara de verdad. Lo que es cierto es una carta firmada por el alcalde de Calzadilla (a quien co-nozco por un accidente que tuvo en Grajalejo) en la que daba a este pueblo una subvención para los gastos de la fiesta que se estaba haciendo.

Y la segunda va de la ilusión que les hizo a los habitantes de Villeza las fotos que les había hecho. A la vaca de Nides que estaba paciendo, a Amador (Ito) que subía a las bodegas con las vacas. Su hijo Miguel Ángel se encargó de ense-ñarle la suya (tengo en el carrete de la cámara fotos de los pastores de Villeza). Otra que hice a unas pallozas con coches extranjeros aparcados debajo. Mi pa-dre le dejó a Nides las fotos y dicen que han enseñado una de ellas a la vaca y que ha reconocido el ternero lamiendo la foto. Yo les digo que las vacas lamen todo lo que les acercas. Una que hice a un perro recién muerto muy querido por Mónica, la de Gonzalo. Cuando la ve positivada apenas recuerda el nombre, pero cuando murió lloró mucho.

LA MORDEDURA DEL BURRO (13-II-90)

Había una feria o reunión donde había muchos burros. En un descuido uno de ellos me lanza un mordisco a la rodilla. Sangro mucho. Voy co-

jeando hasta el periódico “La Crónica” yo sólo, buscando a Mauricio Peña, el fotógrafo, que me parece que entiende de esto. Se ha ido a comer. Alguien va a llamar a un aficionado. Aparece mi profesor de Técnica de la Información, An-drés Romero, y me muestra la profundidad de la mordedura. Hay que coger puntos. Él se pone manos a la obra todo valiente. Yo presencio la operación, primero la raja que me han abierto los dientes de arriba, luego la de los dientes de abajo.

ANDRÉS (19-II-90)

El primo Andrés Mencía Bartolomé ha salido de la cárcel y vive en Villeza en casa de Nides. Sube a nuestra casa a esperar el autocar que le lleve al

Instituto de Secundaria de Sahagún. Lleva los libros de 3º de BUP que estudiaba cuando le metieron en la cárcel. Está más joven de lo que me había imaginado y sin barba. Saluda a la familia y a Raúl. Éste le invita a jugar al tenis en la era de detrás de casa. Es junio o finales de mayo porque están los trigos muy altos. Jue-gan Andrés, Nino y Raúl. Hacen saques fuertes. Andrés está cachas. En un mo-

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mento dado me da la raqueta a mí, que estaba de espectador, se coge los libros sin que el autocar haya pasado a recogerle y se va por la carretera. Nos queda-mos todos un poco sorprendidos de su marcha sin decir nada. Hemos deducido que se ha molestado de que nos ocupemos tanto de él, que le dediquemos tanto tiempo. Hasta Pepe ha estado por allí todo el tiempo curioseando.

LA GRIETA (4-III-90)

Estábamos los chavales de Villeza esperando al autocar que nos llevara al colegio de Sahagún en mi casa, como siempre. Comienza a llover torren-

cialmente. A la altura del sendero que baja a la era comienza a abrirse una grieta en la carretera. Cada vez se hace mayor y el agua cae por la grieta como una catarata. Ya no podrá pasar el autocar, con lo que no iremos a clase y nos iremos todos contentos para casa, excepto yo que ya estoy en ella.

EL ZORRO (26-III-90)

Un hombre, llamado “El Zorro”, disfrazado todo de negro y con la cara tapada, aterrorizaba a mi hermana Elena. Nadie lograba saber de quién

se trataba. Se le aparecía cuando menos lo esperaba. Una vez descendió con una cuerda por el vacío de un puente para presentarse ante Elena que pasaba por debajo. Fue mi propia hermana la que le descubrió una vez que entraba en casa y observó cómo alguien estaba cambiando la cinta de música del hilo musical por unas melodías de terror. Rápidamente fue corriendo a la habitación donde estaba el aparato de música y allí descubrió al “zorro” disfrazado que intentaba meter la cinta desesperado porque se había atascado. Era yo mismo, lo confesé. Elena me dice que ya tenía sospechas de que podía ser yo, cosa que nadie sospechaba. Sentí vergüenza de mí mismo mezclado con un repugnante sentimiento incestuoso por haber elegido a mi propia hermana como víctima de mis excentridades.

GOCHINERAS DE ANTONIO (28-IV-90)

Están haciendo las cochineras de Antonio en Castrotierra al lado de su casa, en la de Pepe. Yo estoy grabando en vídeo la obra, haciendo pla-

nos originales desde agujeros que dan a la calle. Cuando entro al interior veo que hay mucha arena, grava y cemento y están haciendo unos pesebres de forma cóncava, como en vaguada. Me pongo entonces a ayudarles llevando una carretilla de cemento y depositándola en los pesebres. Antonio me indica entonces que los pesebres de un lado y otro de la pared están reservados para Antena 3 y Tele 5.

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A LOGROÑO (6-V-90)

Cuando llega el verano decido que tengo que trabajar en algún sitio y por eso me voy de casa sin decir dónde. Acabo en una gasolinera de un pueblo

de Logroño plantando lechugas. Me gusta el trabajo y me quedo todo el verano. Cuando me canso y tengo el suficiente dinero decido volver a casa. Voy a bus-car al dueño de la gasolinera a un bar del pueblo para comunicarle mi decisión. Apenas conozco a esta persona. Me pregunta que para dónde voy y le digo que a Villeza. Entonces él mismo se ofrece a llevarme en su tractor. Llegamos a Vi-lleza con ese tractor viejo matrícula de Logroño. Mi madre se muestra preocu-pada porque no sabían nada de mí durante todo el verano. Me pide lo primero la ropa sucia para lavar que yo le doy en la bolsa roja que está en el tractor. Antes presento a mis padres al dueño de la gasolinera. No sé ni cómo se llama y se presenta el solo. Resulta apellidarse Codorniu.

CAIMANES (14-V-90)

Manolo, Camino y yo vamos en busca de caimanes a una zona pantanosa que hay entre Castrotierra y Albires. Llegamos con el coche, bajamos y

nos ponemos a caminar por la orilla buscando estos raros animales. Nada, ni uno. Camino se va al coche. Manolo y yo seguimos buscando. Manolo va pro-visto de unos prismáticos. Llegamos a una pequeña presa llena de maleza y con una compuerta grande de hierro y oxidada. Miro entre un hueco de la compuer-ta y los veo, bajo el agua, un caimán macho enorme y la hembra un poco más pequeña. Cuando mira Manolo se van los dos nadando hacia la profundidad y se pierden. Volvemos al coche satisfechos del avistamiento para contárselo a Camino. Ella está sentada en el coche sentada al estilo indio, con las piernas cru-zadas y haciendo oración profunda al estilo yoga. Tanto Manolo como yo nos quedamos bastante extrañados de esta práctica que Camino había mantenido totalmente oculta hasta ese día.

PRADA ¡A TOPE! (23-V-90)

Venimos de León en coche Teyo, Felisa, Raúl, Elena y yo. Antes de co-ger el cruce para Villeza decidimos acercarnos hasta Vallecillo porque

quiero ver al súper conocido Prada ¡a tope! que vive allí. Mientras el resto espera, Prada y yo nos vamos a hablar de negocios a una especie de portalón que tiene en un corral muy grande que está cuesta abajo. Me recuerda el de la “muda” de Castrotierra. Otra vez no se acuerda de mí. Le comento lo del botillo del Hotel Wellington de Madrid y me dice que ¡sí hombre! Que sí que leyó el artículo y que no le gustó nada comer el botillo en un hotel de cinco

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estrellas. Me dice todo consternado que su mayor ilusión en su vida sería que le nombraran estómago de oro, que es de lo poco que no le han nombrado. Cuando nos decidimos a salir del portalón ya es muy tarde, como la hora de almorzar y no sé si seguirá mi familia esperándome. Subimos a la casa y allí seguía Elena dormida con la cabeza en la mesa. Nos sentamos todos a comer. Alguien nos sirve la comida. Elena y Raúl me muestran que cada espárrago triguero tiene un mosquito. Yo estoy a punto de decírselo a Prada, pero Raúl me detiene. Es algo normal. Raúl dice que está todo muy bueno, para no que-dar mal.

LOS PELIGROS (31-V-90)

Durante dos días yo debía capitanear una expedición compuesta por los chicos pequeños de Villeza, por los campos de Castrotierra que estaban

llenos de peligros. Nos trasladábamos en el remolque de Antolín tirado por el tractor que conducía Epi.

Para llevar a cabo la misión debíamos pasar por muchos peligros y dificulta-des, más de los que los padres de los chicos suponían al llegar a casa: trampas hechas con mucha mala intención, cocodrilos, tablas que se rompían al inspec-cionar casas en ruinas, etcétera. En el grupo iban también mis sobrinos Antonio Javier y Elenita.

Yo debía tener especial cuidado con ellos. A Elenita, por ejemplo, la agarré por los pelos cuando ya caía al vacío al romperse unas tablas donde esta-ban justo debajo los cocodrilos. Cuando volvíamos para casa, cansados y con apenas un poco de agua caliente para beber, vimos una escena violenta. Los habitantes de Castrotierra habían salido en batida en busca de un reducto de hombres primitivos que estaban haciendo estragos por la zona. Tenían que segar todos los campos de la Pornada para encontrarlos. Nosotros lo presen-ciamos. Cuando ya sólo les quedaba una parcela de forraje alto se dispersaron en su búsqueda y los encontraron allí escondidos y tumbados. Una señora de Castrotierra lanza unos cristales con fuerza a la cara de un aborigen en ven-ganza por algo que hicieron éstos a un familiar suyo. Cuando vieron todos caer al suelo a la mujer sangrando y gritando por la cara deformada por los cristales no pudieron por menos que sentir compasión y decidieron perdonar-les la vida.

Ahora, la señora de Castrotierra tira llorando y con furia un puñado de bille-tes de dinero a la señora herida diciéndole que será suficiente para que se haga la cirugía estética. Los chavales y yo lo hemos presenciado todo inmóviles y terriblemente cansados.

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EL CAJERO DEL TRACTOR (13-I-91)

Se iba a vender el tractor que tiene mi padre actualmente, el John Deere 20-30. Entonces yo recuerdo a Teyo que recién comprado el tractor hice un

ingreso en el vehículo agrícola de todos mis ahorros de la infancia, los logrados de múltiples propinas. Llamamos a Ramón, el del Banco Santander, y fue éste el que recordó que el dinero se había metido en el cajero automático que traía el tractor. Accionó una palanca que hasta entonces ninguno de nosotros había descubierto y comenzaron a salir documentos de intereses y demás que se iban poniendo al día, al tiempo que emitía el típico ruidito de un cajero automático. Entonces Ramón vuelve a dar a otra palanca oculta y me pide que ponga la mano debajo (ya éramos 10 ó 12 las personas que rodeábamos expectantes el proceso, entre ellas la abuela Agripina) y comenzaron a salir las monedas de la calderilla y billetes que yo había ido ahorrando 15 años atrás. Salían billetes de 27,1 pesetas, de 26; monedas de 500 pesetas ovaladas y muy grandes que esta-ban dedicadas al campo. Era dinero ya casi de colección, más que su valor de mercado que había quedado muy devaluado.

¿DÓNDE ESTÁ EL COCHE? (1-VI-91)

La nueva capilla de la iglesia de Villeza estaba a punto de ser inaugurada. El día antes, por la noche, llego al pueblo y voy directamente a ver la obra con-

cluida. Dejo el coche al lado de la iglesia, por la parte de la casa rectoral. Dentro hay que subir por una escalera de caracol para llegar a la cúpula. Es donde se ha instalado el órgano y allí lo está tocando Julito de un modo perfecto. Primo, Jose, Manolo y otros están colocando los bafles de sonido. Cuando bajo no encuentro el coche por ningún lado. Sólo hay una gran grúa instalada en el lugar donde le había dejado. Debajo de la grúa aparecen varios coches aplastados. Pregunto por casualidad si no habrá un Golf blanco allí debajo. Me confirman que el coche ha sido embargado, que ya se había anunciado con antelación que los coches que estuvieran ese día fuera de los garajes serían embargados. Me lo confirman mis amigos del pueblo. No me lo puedo creer. El jefe del servicio de la grúa me informa que el Golf se encuentra en un taller de Guadalajara donde lo están ta-sando. Necesito despertar ya para comprobar que lo que me está ocurriendo no es cierto, que se trata de un mal sueño. Despierto sudando a las 9 AM.

EL PARAPSICÓLOGO (2-IX-91)

Llega un parapsicólogo al pueblo para realizar una sesión experimental con gente de Villeza. Cristina y yo estamos en casa. Lo retransmiten en

directo por la radio; papá y mamá participan. Yo quiero grabarlo y coloco el

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radiocasete encima de la radio vieja que está ahora en la cocina. Comienza la sesión y yo empiezo a grabar. El parapsicólogo controla a los pacientes desde una sala de control donde les está viendo con pequeños monitores, ya que cada paciente está aislado en una cabina. Comienza a hablar mamá. A Cris y a mí se nos va la emisora y no consigo sintonizar bien porque la radio es un cacharro. Al cabo de un rato aparece Felisa en persona y nos pregunta si la hemos escuchado. No sólo no la hemos escuchado, sino que además he puesto a grabar la cinta del lado que no era. Felisa intenta coger el dial y sale hablando Lucina de algo que le pasó cuando vivía su difunto esposo Emilio. Luego habla el parapsicólogo. De repente cambia la situación. Ahora es en la cocina de mi casa donde nos reunimos todos (pacientes, el parapsicólogo, mis padres, Cris y yo) comemos carne con patatas que sirve el parapsicólogo, al tiempo que no cesa de hablar del buen resultado del experimento sociológico que acaba de realizar.

EL PAPA (17-V-92)

El Papa va a visitar la ciudad de León. Estamos en Villeza cuando el jefe del protocolo del Vaticano entra en el pueblo en coche y desde un megáfono

nos comunica el deseo del Papa de entrar, en su camino hacia León, en Castro-tierra y en Villeza. Nos recuerda que puede ser algo histórico para el pueblo y que debemos portarnos como marca el protocolo. Todo el pueblo se reúne en torno al coche y alguien le comunica que tenemos la iglesia en una auténtica ruina y que eso podría dificultar la visita. Se bajan del coche los del Vatica-no, entran en la iglesia (no es la actual, está en peor estado) para cerciorarse exactamente de cómo se encuentra. El templo no tiene tejado y está hecho una pena. Para comprobar si puede haber desprendimientos realizan 3 ó 4 disparos con pistola. Luego hacen entre ellos un comentario en francés. Yo entonces me animo a intervenir y digo a uno de ellos, en un francés que hace mucho que no practico pero que es casi perfecto, algo sobre el asunto. Luego me doy cuenta de que también él habla español. Al final no averiguo si lo acordado es que el Papa pase por Villeza a pesar del estado de la iglesia o que sólo haga escala en el vecino Castrotierra.

LOS AMERICANOS EN GORDALIZA (17-X-92)

Paramos a tomar algo en el restaurante “El Sol de Castilla” de Gordaliza del Pino. No hace falta entrar en el edificio para tomar la consumición. Estamos

sentados en la carretera. Atardecer de otoño. Los tractores están en las inmedia-ciones sembrando y una luz rojiza se proyecta sobre ellos. Llegan unos extranje-

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ros. Les saludamos. Uno de ellos con el que me pongo a hablar es periodista de la sección de Economía del ABC, pero en realidad es de la televisión americana ABC. De pronto se pone a explicarme la importancia del entramado económico en su gran país. Yo le dejo de prestar atención y me concentro en la luz que cae sobre el tractor que araña la tierra.

DOÑA ENEDINA (29-X-92)

Teyo padre y yo entramos en unas oficinas de un organismo público en León. En una de las mesas de atención al público atiende la maestra que estuvo

muchos años dando clase en Villeza, doña Enedina, que murió atropellada en León cuando tiraba la basura. Teyo fue el primero en reconocerla. Su cara estaba más rejuvenecida. Cuando a mí me daba 3º ó 4º de EGB era a principios de los años 70. Recuperé con una lucidez total sus facciones que tenía casi olvidadas. La saludamos y apenas si nos recordaba. Le dije que yo era Juan, que vivía por la carretera. Y entonces dijo recordar algo. Habían pasado casi 20 años. De pron-to comenzó a entrar gente de Villeza en aquella oficina, tanto antiguos alumnos suyos, como los padres de estos. Poco a poco Doña Enedina fue rompiendo su frialdad poco creíble hasta llegar a emocionarse por vernos a todos reunidos en torno a ella.

ARTEFACTOS CELESTES (4-I-93)

Llego a Villeza a la hora de comer y me cuentan lo sucedido en el pueblo esa mañana. Algo extraño ha caído del cielo cerca de nuestra casa. Quiero

enterarme bien para publicarlo en el periódico. Comienza entonces mi investi-gación. Daniel lleva en una caja de cartón uno de esos raros artefactos caídos. Me lo muestra. Es de cobre, más pequeño que una máquina de sulfatar las viñas, pero muy parecido, con varias mangueras. Esta cayó al lado de la casa de Marcelino, donde Teodosio y Avelino estaban poniendo uralitas. Teodosio vio como caía y lo cuenta: “Estaba yo esperando al lechero cuando cayó, serían las 9,30 de la mañana”. Entonces me cuentan lo más importante. Se trata de otro aparato que guardan en casa de Teodosio precisamente. Allí está Antolín y me lo explica. Se trata de unas gradas enormes para arar. Algunas de las pie-zas se han doblado al caer. El cuerpo central ya se lo han llevado a Abdón, el Herrero de Vallecillo, para que lo arregle. Dice Antolín que es precisamente lo que necesitaban, pues la reja que trae tapa la rodada del tractor que las demás gradas no tapan. Me confiesa que fue una suerte que el aparato en cuestión no cayera en las uralitas o en otro sitio más peligroso porque pesaría más de dos toneladas.

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LA RESURRECCIÓN DE EPI (1-III-93)

Epi, el hijo de Antolín, había muerto. Su panteón, de más de dos metros de largo dada su gran estatura, se instaló en el centro de la cuadra de casa

donde está el molino. Pasaban los días y se iban colocando cosas propias de las labores del campo con desorden por la cuadra. La cara de Epi se la podía ver a través de un cristal. Apenas variaba. Un día le dije algo en voz alta y me contestó. Era un domingo por la tarde. Salí corriendo a avisar del buen suceso. Comenzó a llegar gente. Epi (Lázaro) se levantó y comenzó a caminar por los alrededores de la casa extrañado de ciertas cosas, como si realmente hubiera estado muerto durante mucho más tiempo. Llevaba una tralla en la mano para pegar a su abuelo Vitoriano (en realidad era tío, no abuelo) porque decía que era el que peor le había tratado mientras estaba muerto, pues le acusaba de sentarse siempre encima del panteón y eso le hacía daño. Los que le rodeaban ahora eran en su mayoría jubilados que no paraban de preguntarle cosas sobre la muerte. Todos esperábamos que de un momento a otro Epi volviese a caer muerto. La resurrección no podía dudar para siempre.

EL ASCENSOR FANTÁSTICO (5-III-93)

El transformador eléctrico de Villeza, el pequeño edificio de ladrillo aban-donado detrás de la iglesia, había que darle alguna utilidad. La idea fue de

Raúl, pero su transformación en un ascensor fantástico fue obra de Gaspar y de su taller. A través de poleas mecánicas consiguió que la pequeña edificación del transformador subiera y bajara y se desplazara para los lados, como si de un ca-chivache de feria se tratara. Dentro de esa especie de ascensor, un juego de luces de colores y sonido buscado para la ocasión hacía las delicias de quien se subía en él. Además, el ascensor tenía la posibilidad de que, una vez llegaba al punto más alto, se paraba y se comenzaban a desplegar unos asientos metálicos en forma escalonada, transformándose en un minicine ideal para los habitantes de Villeza, huérfanos de otros pasatiempos. El único problema que tenía el invento es que la gente se peleaba y se quejaba porque se pasaban películas repetidas con bastante frecuencia.

LOS BURROS DE LA ESTACIÓN (24-IV-93)

El pajar de la casa de Pepe en Castrotierra es una estación de ferrocarril. La locomotora de ese tren lo componía un burro y alguien que iba montado en

él. Para acceder a la estación-pajar había que descender por el bocarón. Yo soy el encargado de dar la salida del tren-burra. Lo hago como demostración para alguien. El burro deja dos buches en el pajar. Acabo de dar la salida y me retiro

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para que no me atropelle, pero me doy cuenta que tengo puesto el cinturón de seguridad. Mientras me lo intento quitar el maquinista-jinete tiene que detener el artefacto para no atropellarme. Nada más apartarme continúa su camino. Sale por la pared. Cuando acaba de desaparecer sueltan al burro sin aparejos y vuelve al pajar y se despide hasta el jueves. El burro se me acerca pensando que yo quiero hacer algo malo a los borriquillos. Por un momento temo que me ata-que a dentelladas. Subo las escaleras para subir hasta el bocarón, pero uno de los buches está subido en ella. Al final, con algo de ansiedad, consigo esquivar al burro y salir de allí.

EL DEMONIO (31-I-94)

En Villeza pedimos a Gonzalo un molino que le hemos dejado y nos dice que falta una pieza que tienen los padres de Eufemia en Gordaliza. Es la

una de la madrugada, pero la necesitamos urgentemente. Me dicen que se acuestan tarde. Voy con el coche yo solo. Junto a las bodegas veo luz en una ventana y llamo. Me sale un gran perro que a punto está de morderme. Les saludo, les cuento el asunto y me sirven la pieza en un plato entre trozos de carne cruda. Al salir doy la mano al padre y es puro esqueleto. Sólo huesos. Me vuelve a envestir el perro y ahora no me muerde de milagro. Al llegar al coche veo que se cierran las puertas ellas solas y se empiezan a subir las venta-nillas. Ahora está Cristina dentro. Consigo entrar por una ventanilla antes de que se cierre del todo. Observo con estupefacción como en un par de segun-dos Cristina se vuelve de color verde para recuperar seguidamente su aspecto normal. Es el demonio. Ahora estamos de repente en Joarilla y ella habla por teléfono con voz de niño para intentar engañar a una madre. Intento ahogarla con el cable del teléfono y consigo al menos que cambie un poco el tipo de voz y poder así alertar a la madre que cuelga. No sé cómo deshacerme de ella. Cojo unas tijeras y la apunto intensamente a los ojos. El demonio lucha por no abandonar el cuerpo hasta que de nuevo durante 2-3 segundos se vuelve verde y se va del cuerpo de Cristina. Siento miedo. Me despierto, despierto a Cristina, me abrazo a ella y le cuento el sueño. Ella me consuela igual que si fuera un niño.

LA FIESTA DE VALLECILLO (17-III-94)

Era la fiesta de Vallecillo. San Pedro, finales de junio, calor de verano. Queremos los chavales ir a la fiesta del pueblo vecino. El único medio de

locomoción que tenemos para ir es la cosechadora de Antolín que lleva todo el año parada. La arranca el propio Antolín, pero no entran las velocidades.

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Lo intenta varias veces pero es imposible, no entran. Puede que sea el embra-gue. Aún con este inconveniente hay que llevar la máquina a Vallecillo. Unos cuantos como Alfonso, Claudio, algunas mujeres y yo empezamos a empujar la máquina por el Valle Arriba. Vamos muy despacio porque pesa muchísi-mo. Al principio es como si fueran piezas de la cosechadora las que transpor-tamos. Hay que relevar puestos y parar a menudo. Para colmo el terreno está tierno y nos atollamos hasta los corbejones. Vamos haciendo unas rodadas tremendas. Ya en el charco de La Corona, casi a medio camino, en una tierra de pajas al lado de la Noria de Timoteo, soy yo el que cansado decido que no podemos seguir así, que hay que intentar algo distinto. Monto en la má-quina que va arrancada durante el trayecto en punto muerto, intento meter la primera velocidad, entra y se pone en marcha por fin, con el consiguiente alivio del resto de la comitiva. Les explico, como si yo fuera un experto en este tipo de motores, que casi seguro que era el embrague que estaba inuti-lizado porque no le llegaba el aceite del hidráulico. Ya se oye levemente la música de la orquesta de la fiesta. La cosechadora tiene dos asientos delante y otros dos abajo. Antolín a la izquierda y yo a la derecha. Yo me encargo de las velocidades y del peine. Antolín conduce. Tomamos dirección de vuelta a Villeza valle abajo. El resto de personal va enganchado a una especie de ma-llas laterales que cuelgan de la cosechadora (como los viejos carros de vacas) y se balancean con la marcha. Mientras, Antolín me explica las excelencias de la cosechadora y de un cordel muy viejo que tiene. Hay ambiente de fiesta. Vemos con orgullo las “roderas” o “roderadas” que hemos ido dejando a nuestro paso en el empeño de llevar la máquina a Vallecillo, pero que ya no irá al pueblo vecino.

DÍA DE CAZA (14-IV-94)

Estrenaba la escopeta repetidora marca Beretta. Se la dejo a mi hermano Te-yín un momento. Hay unos grajos posados al lado de la cañada. Les tira los

cinco tiros y no mata ninguno. Mi padre tiró a otro volando y tampoco lo mató. Sigo cazando. Tengo algún problema con la escopeta, pues se me encasquilla. Los cartuchos no son expulsados o se me rompen en el cañón. Voy por la era cuando me avisan que hay dos palomas mensajeras que casi no vuelan. Cojo el coche para perseguirlas. Vuelan hasta la punta del cercao. Veo donde se posan y observo entonces que hay posado un bando de palomas muy grande. Me bajo del coche y me voy acercando lentamente hacia las palomas apuntando ya con la escopeta. Me acompañan otros cazadores, uno puede que sea Primo. No le-vantan el vuelo. Están muy juntas, como buitres a la carroña. Sigo apuntando y

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acercándome. De pronto las palomas se convierten en Testigos de Jehová. Están como sentados en el prado que tenemos al pico del cercao. Ahora me siento a escuchar lo que dicen y veo que hay entre ellos gente del pueblo como Tomás, Eutiquio “telares” o Lorenzo. Tomás pregunta y critica, como en todas las re-uniones. Aparecen Toño y otros chavales. Les extraña verme allí escuchando. Intentan reventar la reunión diciendo frases groseras sobre las enseñanzas de los Testigos. (Hoy he quedado de ir de verdad a recoger a la Armería Castro la repetidora nueva).

SAN ANTÓN II (6-II-97)

Vuelve a haber refranes de San Antón en Villeza igual que cuando los repre-sentamos en enero de 1992. Se hacen a las puertas del bar “Quincena”. Sólo

participan Tomás que va en borriquilla, y Teyín y Gonzalo que recitan un refrán a medias. Sueltan los refranes cuando todavía no ha llegado mucha gente. Al cabo de un rato hay ya más personas y les pedimos que les repitan. Yo estoy dentro del bar. Miro y escucho desde la ventana como distante. El refrán de Tomás es corto. Cuando empiezan Teyín y Gonzalo, desde dentro comienzan a hablar Sixto y otros a su alrededor. Cansado de su insolencia doy un grito fuerte para que se callen “de una puta vez”. Se callan ellos, pero también los del refrán. Se disuelve la reunión y se acaba el espectáculo de una forma un poco violenta. Yo me entristezco.

OTRA VEZ A COU (2-III-97)

Al fin me decido a ir a clase, al Instituto de Secundaria de Sahagún, des-pués de año y pico sin ir. Es la clase de COU (aula del fondo del pasillo

del primer piso). Saludo a los compañeros de clase. No me acuerdo de sus nombres. Ellos sí se acuerdan del mío. Llega el profesor y le saludo con un apretón de manos. Dice recordarme, pero lo duda. Me dice que si yo tengo algo que ver con las mimbres. Le digo que bueno, que en cierta manera sí (no quiero defraudarle). Salimos al pasillo y me demuestra sus habilidades artísticas con la mimbre. Saca la navaja, corta, pela y hace una especie de chozo. Se da cuenta que tiene que dar clase y volvemos al aula. Me pregunta cuál es mi situación académica. Le digo que me quedaron 6 de 3ª de BUP y todo COU. Le digo que estoy propuesto a sacar los dos cursos, aunque sea ya después de Semana Santa. Mis compañeros, que me estiman, se ofrecen para ayudarme pasándome los apuntes. El profe es el que me lo pone más difícil. Yo vuelvo a COU habiendo aprobado ya la carrera de Periodismo. Empieza la clase de verdad, pero ahora quien habla como profesor es Porfi-

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rín, el de Villeza. Se le entiende muy mal, va muy lento en su explicación e incluso da golpes de afirmación con su mano sobre la mesa. Yo estoy senta-do a su lado. Entonces me manda mirar por la ventana para ver a un pobre que hace de traductor a los turistas. Es la plaza que hay delante del edifico Botines y del Palacio de los Guzmanes, en León, y el hombre come muy de-prisa un plátano.

DE NUEVO EL LOBO (21-VII-02)

En Villeza, miro por la ventana de la cocina y veo un gran lobo que ame-naza con entrar. Mi hijo Samuel está fuera. Siento un miedo enorme. Cojo

la escopeta de dos cañones, cargo, apunto a su cabeza y aprieto el gatillo para que atraviese el cristal, pero no dispara. Crece mi desesperación. Voy a buscar mi escopeta repetidora y en ese momento veo a Samuel que entra en la cocina sano y salvo. Respiro más tranquilo. Cargo, voy a apuntar, pero ahora el lobo ha desaparecido ya. Me desconcierta un poco, pero me alivia que desaparezca de escena ese ser demoníaco. (Anoche estuve releyendo sueños de los que co-lecciono desde 1988, entre ellos uno relacionado con un lobo).

RITO MOZÁRABE (3-VIII-02)

Vamos desde Villeza a Sahagún a asistir a la representación de un rito mo-zárabe, una especie de Auto Sacramental moruno que se conserva desde

la época de los moriscos. Se representa en una especie de patio interior todo de madera. El público se coloca arriba. Vienen Gonzalo, mi padre Teyo, Cris… Yo me coloco arriba con Teyo. Luego llegan los de Castrotierra como Antonio, Tomás… Comienzan a sonar las canciones. De pronto estoy abajo y me incor-poro a los bailes y sin haber ensayado me meto en la representación improvi-sando y haciendo el baile del vientre y demás. Hablan en árabe y tenemos que responder. Yo contesto algo siempre un poco después de que lo hayan hecho mis compañeros de reparto. Un punto importante de la obra es cuando nos dan de comer a cada uno una especie de empanada o torta de pan muy blando del que sobresale una especie de sebo con el que tenemos que untarnos la cara, el cuello… y luego comérnoslo todo. Hay algunos que les da mucho asco porque es carne cruda. Veo la cabeza del cerdo entera (cerdo que no come la cultura árabe), pero yo me lo como de mil amores. Una especie de directora de escena me pregunta si me gusta con un gesto. Yo le confirmo que sí. Me siento un in-vitado de rango notable y excepcional. Acaba la función. Cris lleva cámara de fotos y de vídeo. Es como un pequeño corral de comedias, como el de Almagro, en Ciudad Real.

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LOS ELEFANTES DE SAN MIGUEL (14-V-05)

Estábamos todos en Villeza –Cris, los niños y yo– y nos vamos a San Miguel de Montañán pues hay una exhibición de elefantes por las calles. Estamos

de espectadores cuando los elefantes dejan de hacer caso a los adiestradores y muy nerviosos y deprisa empiezan a atacar a la gente. Estamos en una especie de Plaza Mayor irreal, cuando veo perfectamente que un elefante golpea a Cris y da la cabeza contra una pared y queda inconsciente. Los niños se han refugia-do en un callejón, una especie de portalón donde no pueden entrar los elefantes. Voy gritando pidiendo una escopeta que me puedan prestar. Entro en una casa y me sacan 6-7 escopetas atadas y todas oxidadas. Cojo la que creo que está me-jor (las había viejísimas, de colección) y pido balas. Me dan una bala larguísima que dudo que explosione. Cuando salgo con el arma cargada el elefante está a punto de pisar a Cris que sigue inconsciente. Me viene hacia mí, le apunto entre los ojos, disparo y cae redondo. Acaba mi angustia. Ya en la vida real me despierta Samuel y me dice que soñó con los Reyes Magos que estaban ciegos y cuando vinieron a dejar los regalos rompieron el cristal. Esta tarde tenemos pensado ir a Villeza que han venido los primos de Segovia. Mañana vamos a matar grajos y tenemos comida de jabalí en la bodega.

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RecuerdosEL ABONO

No me gustaba nada tener que derramar abono, es decir, esparcir por una tierra el estiércol de las vacas que había quedado en pequeños montones,

también llamados morillos. Un montón de montones. Para que se me pasara el tiempo más rápido les atribuía a cada morillo un número que correspondía con los números que teníamos los alumnos de la clase de 6º de EGB y que me sabía de memoria. Mientras derramaba el número correspondiente me acordaba de mi compañero/a de clase. Lo analizaba y cuando quería darme cuenta el mon-toncito ya estaba esparcido.

A PÁJAROS

A los 10 u 11 años me compraron una escopeta de aire comprimido, era una Cometa V. Durante las siestas del verano, a unos 30 grados centígrados,

me obligaban a dormir. Sin que nadie se enterase me iba a un huerto y sentado debajo de un peral mataba algún día hasta 12 pajarillos mosquiteros que noso-tros llamábamos bobillos. Los colgaba en un junto atado al final y volvía para casa antes de las 5 de la tarde que se levantaba mi padre. Si me pillaban era muy probable que me mandasen a trillar con el tractor. El ruido monótono, el calor y haberme levantado a las 5 de la mañana para acarrear la mies hacía que me diera el sueño al volante. Lo de la caza lo llevaba ya en la sangre.

VALLECILLO

Tendría unos 5 ó 6 años. En la fiesta de Vallecillo, a finales de junio, en San Pedro. Estaba sentado en la pradera viendo un partido de fútbol de esos

que solían jugar equipos de pueblos vecinos con el local. No recuerdo por qué exactamente comenzamos a luchar Alfredo el de Castrotierra, de casi mi misma edad, y yo. Creo que era algo más pequeño que yo, pero lo que sé es que me pudo y salí derrotado de aquel encontronazo. Fue humillante para mi no poder deshacerme de él, además que había gente allí que nos estaba mirando y lejos de separarnos nos animaban a seguir luchando, sobre todo a Alfredo, diciendo frases como “dale candela”. Ya lo creo que me dio candela.

Esa misma tarde, volviendo para casa con el coche nuevo (un Citroën 8 fa-miliar) por el Camino de Las Pedreras, bajando algo deprisa la pequeña cuesta

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que hace el valle de Valdemontañán, iba por el camino una perdiz con 10 ó 12 perdicines. Recuerdo a mi madre gritar pensando que era un pavo con sus pavines. La perdiz salió volando para un lado. Matamos dos perdicines con las ruedas y los otros se escondieron en las cepas del majuelo de híbrido que había junto a la cuneta, pero no pudimos encontrar ninguno por más que miramos detenidamente. Los muertos los llevamos para casa y se los echamos para que los comiera una perra cazalla que teníamos en casa cuyo nombre no recuerdo.

LOS DEBERES

Salíamos de la escuela a las 5 de la tarde. Era primavera, con un sol radiante. Pasaba al lado de la solana que había en la esquina del Tío Zapatero. Las mu-

jeres tenían puesto el transistor y sonaba la sintonía de “Simplemente María”, capítulo 385. Para ir y volver de casa a la escuela tenía dos caminos, por la calle o por la era. Un día, cuando volvía al salir de la escuela para casa por la calle junto a otros compañeros de clase, iba la mar de feliz porque a la maestra se le había olvidado ponerme deberes para el día siguiente. Qué puñetera casualidad que cuando se iba en el coche C-8 y llegó a mi altura, bajó la ventanilla y me preguntó si me había puesto deberes. Le confirmé honestamente que no. Entonces paró el coche y me puso unas cuentas de dividir de 4 ó 5 cifras que me llevaron mi tiem-po resolver. Desde ese día nunca más volví de regreso a casa por la calle, sobre todo si a doña Enedina se le había olvidado ponerme deberes.

LAS PROMESAS DE MAYO

Durante todo el mes de mayo, además de cantar a La Virgen a la salida de clase, teníamos que hacer una especie de sacrificio diario, lo llamábamos

las “promesas de mayo”. Los lunes cada alumno ponía en un papelito algo que considerase un sacrificio el hecho de no hacerlo, es decir, algo que le gustase hacer realmente. Había que coger un papelito sin mirar y el sacrificio que te tocara debías de cumplirlo durante los 7 días. Debías de hacer la promesa de no realizar la acción que te hubiera tocado en suerte.

Entre otras promesas recuerdo alguna:-No jugar al fútbol.-No mirar para atrás durante el rosario (oficio religioso de asistencia obligada).-Estar de rodillas todo el rosario (cada día había uno arrodillado).-No comer pastas (este recuerdo que lo propuse yo y hasta me tocó mi propia

promesa).Lo típico era comentar entre los chavales el sacrificio que nos había tocado a

cada uno.

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BURROS

A todos los chiquillos nos gustaba montar en la burra del Tío Nano, el cojo, cuando llevábamos las vacas al pasto (como solíamos decir, cuando íba-

mos con las vacas) y cuando las llevábamos a dar agua al río. Había que tener mucho cuidado de no caerse para delante cuando bajaba la cabeza para beber. Yo solía montar con Julito y Claudio, sobrinos de Nano.

También monté mucho en la burra de Alfonso. Íbamos con ella a coger man-zanas a la finca del Vallejo La Mata. Me gustaba cuando iba al galope, pero cuando trotaba hacía un daño tremendo en el culo. Nos subíamos de pie encima de la burra para alcanzar las manzanas, pero más de dos veces nos caíamos al suelo cuando la burra se movía, generalmente para comer alguna de las man-zanas caídas. Un domingo, en los huertos cerca del cementerio viejo, el burro blanco de Timoteo estaba estacado. Tuvimos la osadía de montarnos cuatro chavales en él. Le echamos a correr y cuando se acabó la cadena de la estaca caímos todos de cabeza como si un camión volquete nos hubiera descargado. Afortunadamente no hubo que lamentar desgracias personales. Eso sí, unas carcajadas prolongadas y un recuerdo imborrable para siempre en nuestra me-moria de pequeños diablillos.

LOS ABUELOS

El abuelo Nazario siempre se sentaba en el mismo sitio para jugar la partida. Era un pequeño banco de madera, junto a la pared, en el primer piso del

bar de Tomás. Casi todo era de madera allí: las mesas, las sillas, los bancos, el suelo… Había que subir por una escalera estrecha de caracol. El abuelo siempre jugaba al 43 con Justiniano, Porfirín y Fabián.

Los domingos, después de salir de misa, corría al bar a pedirle la propina. Al principio era alguna peseta la que me daba. Durante mucho tiempo recuerdo que era un duro. Lo más que recuerdo que me llegó a dar fueron un par de du-ros, que yo me encargaba de fundir rápidamente en golosinas.

El padre de mi padre ya estaba entonces suscrito al As y era aficionado segui-dor del Atlético de Madrid. Que yo sepa nunca jugó al fútbol, entre otras cosas porque prácticamente lo único que hizo en su vida fue trabajar en el campo.

El abuelo Nazario murió un caluroso 22 de agosto de 1978, cuando yo tenía 11 años.

Muchos días almorzaba en la casa de mis abuelos paternos, Agripina y Naza-rio. Lo habitual era comer cocido, es decir, fideos, garbanzos y carne. Pero había esos días especiales en que la abuela, la mujer que entre otras cosas me enseñó a atarme los zapatos, cocinaba unos huevos guisados que estaban deliciosos. Lo

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que recuerdo con mayor agrado de las comidas de la abuela eran esas natillas de flanín “El niño” con galletas María por encima que estaban para chuparse los dedos. La abuela sufría de cataratas y los últimos años no veía a cocinar, sólo se limitaba a hervir la leche recién ordeñada a las vacas por mi padre. Estaba muy unida a su hermana Pilar, a la que sobrevivió siete años. Al abuelo le sobrevivió 18 años. Al fallecer la abuela Agripina se extinguió una generación con una for-taleza increíble y una forma de vida ejemplar.

FÚTBOL

Salía de la escuela corriendo. Me preparaba en casa una rebanada de pan un-tada en margarina (marca Natacha) y lo regaba de azúcar. Escapaba corrien-

do por el sendero que baja a la era desde la carretera y jugaba con los amigos un partidazo de fútbol. Discutíamos siempre porque todos queríamos ser Johan Cruyff, pues entonces casi todos éramos del Barça. Muchas veces discutíamos y la mayoría de ellas teníamos que dejar el juego porque ya no veíamos ni el balón al caer la noche. Yo llegaba a casa sofocado y con la cara colorada como un tomate. Mi padre me solía pegar y me reñía siempre. Acababa retándome. “¿Vas a volver a jugar?”, me preguntaba. Yo contestaba que no, no podía hacer otra cosa en ese momento, aún sabiendo que estaba mintiendo y que volvería a jugar con toda la pasión del mundo.

URI

Recuerdo que era por el mes de mayo porque a todos los niños, al menos a los de mi edad, nos obligaban a ir a la iglesia a asistir al rosario cada día a

las 6 de la tarde. Antes de que tocaran la tercera señal con el esquilín jugába-mos en los portales de la iglesia y nuestros gritos atravesaban los muros y se escuchaban desde dentro como algo familiar, algo que no debía faltar en los prolegómenos de todo rosario. Después de soportar como buenamente podía-mos aquellos cánticos a la Virgen, salíamos del interior de la iglesia gritando de júbilo para romper aquel silencio que nos tenía prisioneros. A partir de ese momento y hasta la hora de cenar desde cualquier punto del pueblo sólo se escucharían los sapos campaneros croar en el Cuárrago, el arroyo del pueblo y el bullicio de una panda de chavales que jugaban a “uri”. Uri era nuestro juego favorito cuando caía la noche. No era otra cosa que el típico juego de escondite, pero éste se juega en grupo. Una mitad de los participantes tenían que escon-derse y la otra mitad, siempre juntos, guiados solamente por un grito único e inicial lanzado por el “jefe” de la pandilla que se escondía desde el lugar elegido para guardarse. Ese grito era un “uriiii…”. El territorio para poder esconderse

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lo delimitaba el interior del pueblo y algún exterior previamente pactado, véase huerto o granero de la periferia. El grito debía escucharse nítido aunque fuera lejano para dar una pista a los que se la quedaban de por dónde podría andar el grupo. El ambiente que se creaba en el lugar donde se escondía el grueso del grupo era muy tenso. Siempre un huerto, pajar, granero, lastra o casa abando-nada. En verano, hasta las trillas de mies de la era. El cabecilla del grupo solía estar armado de un fino palo de mimbre a modo de fusta, estaba facultado para sacudir sobre lo que la vista le permitiera con sólo escuchar un simple murmu-llo o risita, cosa que era muy frecuente en momentos como aquellos cargados de misterio y tensión, creado por el mero hecho de ser descubiertos por el otro grupo. Recuerdo a Montse, a Elia y a Alipio actuar como jefes de la banda. El triunfo venía dado, como es de suponer, al ser localizados, pero lo interesante era elegir el lugar más insospechado, mantener la serenidad y escuchar o ver pasar el grupo perseguidor ante tus narices sin que miraran en el lugar elegido. Si pasaba mucho tiempo y no se había descubierto al grupo guardado, el grupo perseguidor lanzaba un “llamaaaar” y se repetía el grito del “uriiiii” siempre que no estuvieran demasiado cerca los otros.

Un día de mayo, como decía, con unos diez u once años cumplidos, recién caída la noche, decidimos jugar a uri después de rechazar jugar a “tin”, a “tiros” o al “bote”. Se echó a suertes mediante alguno de los variados sistemas de azar y se dividió la pandilla en dos. Me tocó con la que debía de ir a esconderse. Ali-pio, que ya andaría por los 15 ó 16 años, llevaba la mimbre. Éste era de los que no avisaban y arreaba al menor descuido, así que la cosa iba en serio. Mientras bajábamos por la calle que iba a la Plaza se iba decidiendo el itinerario a seguir, daríamos un rodeo para despistar y nos meteríamos en la lastra de Gervasio, que se encontraba en las afueras del pueblo, subiendo por Carremonte. Había que subir a un segundo piso por un bocarón y allí nos taparíamos todos con hierba. Sin una risa delatadora, el “enemigo” lo tendría realmente crudo para encon-trarnos. Con Alipio no había bromas, así que al minuto de llegar todos guar-dábamos un silencio sepulcral. No tardamos en oír pasos y para entonces casi no nos atrevíamos ni a respirar. Escuchamos un crujido de visagras y sin pasar un segundo se oyó el grito de alarma de uno de los nuestros: “Es Gervasio”. El revuelo fue inmediato y la única salida del lugar era el bocarón de entrada. Los cuidados de la subida ya no servían para la bajada, era una especie de “hombre al agua” cuando el barco se hunde. Jugábamos con la ventaja de que nuestra vista se había acostumbrado a la oscuridad y Gervasio, el dueño del granero, venía cegado del exterior. Allí se había acabado el compañerismo. Ya no existía el grupo, ¡sálvese quien pueda!, coger “el dos” y a correr lo más deprisa que se

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pudiera. No tardaron en escapar de las garras de Gervasio aquellos que andu-vieron más hábiles, pero por desgracia, cuando un servidor había conquistado el vano y veía un resquicio en la puerta que medio franqueaba el buen hombre, me decidí a salir con tan mala fortuna que tropecé con la varilla de unas torna-deras que alguien había movido de sitio al producirse la estampida. Como es de suponer no me dio tiempo a reaccionar ni a levantarme, ni siquiera pude llevar-me la mano a la cabeza para tocarme el más que posible chichón que me hice al golpearme con la esquina del marco, cuando Gervasio me echó el guante cuan gavilán posa su zarpa sobre el descuidado ruiseñor. Lo primero que observé fue una sonrisa de satisfacción del captor por haber logrado sus deseos de cazador furtivo, por aquello de la nocturnidad y la alevosía. Recuerdo el paseo que di-mos todo Carremonte abajo hasta atravesar la era y llegar a mi casa. En ningún momento cambió su mano de sitio que me prendía por la ropa a modo de pinza sin ofrecerme una única oportunidad de escapar de aquel camino al patíbulo. Antes de llamar a las puertas del cielo y que San Pedro nos recibiese reencarnado en mi padre, tuvimos que pisar en el cemento de la acera que ese mismo día por la tarde había arreglado mi progenitor. Una vez que el brazo de la ley depositó al reo en los calabozos, se despidió quedando muy agradecido por parte de mi pa-dre. Entonces se hizo injusticia. El pobre y joven inculpado recibió su merecido a golpe de guante, creo que más que por jugar a uri fuera por ser el único mozuelo que se dejara coger por aquel torpe adulto. Aún hoy cuando me fijo en la acera y veo unas huellas de zapatilla del número 42 junto a unas del 36, no puedo por menos que acordarme de una noche de mayo después del rosario.

GAMUSINOS

Cuando no tenía más de cinco años me daba miedo mirar al sol, pues veía como se engrandecía de tal forma por no sé qué efecto extraño y creía que

me iba a comer. Salir a la calle era pensar que había un enemigo al acecho, comparable con un conejo fuera de la madriguera. Por suerte me duró poco tiempo. Lo superé con no poca fuerza de voluntad, echándole arrojo al asunto y dejándome guiar por los consejos de mi hermana Elena. El doctor Freud seguro que vería un símbolo fálico en esta patología infantil que bien se podría haber llamado fegofobia. Sería por entonces, entre los 5 y los 6 años, cuando la me-rienda se me juntaba con la cena porque estaba demasiado entretenido en mis juegos que se me olvidaba dar otro mordisco al bocadillo de margarina Natacha con azúcar, que casi siempre acababa lleno de arena imposible de acabar, con el consiguiente alivio por mi parte y con el agradecimiento del perro que por casualidad pasase por allí. Es curioso que los perros de los pueblos no tengan

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un tipo de raza determinada, pues son fruto de los cruces sucesivos a lo largo de los años debido a la libertad de emparejamiento de que disfrutan. Estoy seguro que nunca a una señora de ciudad se le ocurriría pasear a uno de estos perros de raza indefinida, pues se moriría de vergüenza si alguna vecina suya le pre-guntase por su raza y no supiese contestar, y más si la vecina se llega a enterar que es un perro de pueblo.

A ver, que me desnorto. Decía que no tenía yo más de 7 años cuando por esas cosas que nunca se desean, ocurrió que nuestra maestra, doña Enedina, fue atro-pellada por un coche cuando bajaba la basura en la ciudad de León y moría en el acto. La maestra que el Ministerio mandó de sustituta, y digo maestra tan cate-góricamente, ya que ni mis padres ni mis abuelos conocieron maestro alguno del sexo masculino que se prestara a enseñar en aquella escuela mixta de mi pueblo, una circunstancia algo extraña pero estadísticamente cierta. Digo que la maestra sustituta, ya entrada en años, tenía unos rasgos físicos y psíquicos que hacían que todos sus alumnos coincidiésemos en pensar que se trataba de una persona auténticamente loca de manicomio. Al principio jamás podíamos sospechar que la diversión a partir de entonces la tuviésemos garantizada en horas lectivas dentro de la escuela y no afuera, en el recreo. El caso es que la citada “señorita”, solterona vitalicia, procedía de un pueblo de la Montaña Leonesa, aunque este no era un dato sospechoso, lo raro era que a su edad, que rondaría los 60, no tuviese aún una plaza fija en algún pueblo perdido y que, sin embargo, siguiese estudiando como a nosotros nos aseguraba para conseguir un puesto fijo. Para los pocos colegiales que componíamos aquella escuela rural la plaza la tenía más que ganada, pero en otro lugar donde la tarea didáctica se ponía más en duda.

Doña Esperanza, que así se llamaba, no sé si pretendiendo representar algún deseo imposible, tenía sus normas particulares de dar clase. Yo me atrevería a asegurar que eran “muy” particulares. Todos estábamos acostumbrados con la difunta maestra que le precedió en el puesto a un determinado orden y un ho-rario que pronto se derrumbarían. Lo del horario no estuvo mal del todo, pues se incorporaron horas dedicadas a actividades extraescolares que todos acep-tamos con júbilo como eran las excursiones, el teatro y determinados juegos en los que doña Espe participaba como monitora.

Un día de invierno que amaneció con una buena capa de nieve, pero que las clases no se suspendieron porque la maestra vivía en casa de Pilar y Paco, se le ocurrió a nuestra preciada maestra salir a la caza de gamusinos, algo que los chavales de mi pueblo no habíamos practicado nunca. Todo consistía en formar un corro de niños en un descampado del valle que previamente habíamos lim-piado de nieve, una vez hecho el círculo, con unos sacos de trigo en el centro

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que tuvimos que transportar a cuestas y de los que se suponía que los gamu-sinos deberían comer, había que emitir unos aullidos todos a la vez, siempre después de haber disparado varios tiros de escopeta de aire comprimido que ya disponíamos aquellos más avanzados para matar pardales y bobillos.

Se suponía que con los disparos y los aullidos los gamusinos, que guarecían en los alrededores del pueblo, preferentemente en unas escobas altas que ador-naban las laderas cercanas de los Lobos y la Esquilada, acudirían irremediable-mente a esta llamada misteriosa y casi como hipnotizados llegarían hasta noso-tros que les daríamos muerte con unos buenos palos de los que íbamos provis-tos. Como es natural los gamusinos no acudieron a la llamada por más disparos y aullidos que emitimos, todo esto ante la decepción de los presentes y los gestos inconcebibles de doña Esperanza que no se podía explicar cómo habían fallado cuando ella juraba que estando ella presente nunca había ocurrido nada igual. Tuvieron que ser nuestros padres al contarles lo ocurrido aquella mañana quie-nes nos desvelaran que todo aquel montaje no se trataba más que de una broma. Desde aquel día tuvimos más en consideración a aquella loca esquizofrénica que había conseguido tomar el pelo a un buen número de colegiales inocentes.

CAZANDO LA CODORNIZ

Finales de agosto. Calor. Media tarde. De caza. Busco codornices por los rastro-jos recién cosechados y por las orillas de los valles que huelen fuerte a fresco y

a poleo. Sed de agua. En un abrevadero cae un chorro ruidoso y virgen. Pongo la mano. Siento el contraste del frío. Bebo boca abajo con respiración entrecortada. Me mojo todo, con botas que resbalan. Un gran suspiro de satisfacción y una frase de alabanza. Una larga mirada al contorno. Unos segundos intensamente ciertos. Perros, armas, una broma, un rito violento. Hambre de sorpresas, de sustos que se pagan con la muerte. Y el sol ahí, siempre ahí, testigo de esos secretos que es-conde la tierra, que quiere esconderlos. Paso a paso. Silencio a silencio. Emoción que sale por los poros del polvo seco y te embriaga como un buen vino. Lo que bebes es la brisa mezclada con luz que hipnotiza. Caminamos así atraídos con la ilusión de una pieza. Enganchados a la luna transparente. Seducidos por el silen-cio natural. Encantados por la misma tarde que alumbra el camino a seguir.

FETICHES

Creo que soy una persona cariñosa. Para justificar esta afirmación tengo tes-tigos que así lo ratifican. No sólo aquellas personas a las que intento caer

bien, sino también a objetos a los que considero entrañables. Hay una gama de material de escuela que amé tanto como a mí mismo. Los lápices, después de

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afilarles muchas veces, de utilizarlos durante meses, cuando ya estaban inservi-bles por su minúsculo tamaño, nunca me desprendía de ellos. Los ponía en un cajón al que podía acudir de vez en cuando y visitar a los que yo consideraba como mis amigos. En este cajón estaban también las gomas de borrar que aca-baban siendo redondas y diminutas, fruto también del desgaste. Me gustaba incluso ponerles nombre. Eran nombres que yo sólo conocía, que repetía men-talmente, que no compartía con mis compañeros de escuela, bien por egoísmo, bien porque no me trataran de “infantil”. Mis compañeros de pupitre destroza-ban las gomas. Dejaban un trozo más grande que era la mamá gocha (hembra del cerdo) y los trozos pequeñines eran los gochines. Les colocaban en posición de amamantamiento, tal y como nosotros observábamos en la penumbra de las pocilgas que había en nuestros propios corrales. Yo no podía más que sentir cierta desdicha cuando estos “gochines” acababan rodando huérfanos por el suelo. Aquellos objetos eran auténticos fetiches con los que podía atraer la suer-te que me era esquiva. En el mismo cajón guardo la aguja que se me clavó en la nalga cuando tenía 9 meses, con las respectivas radiografías, y que mi madre se encargó de conservar para recordarme lo mal que lo pasé durante toda la sema-na que tuve alojado aquel artefacto sin que hubiera manera de explicarme de otra forma que no fuera con un llanto constante que desesperó a mi familia.

Las piedras eran para mí toda una obsesión y creo que aún lo siguen siendo. Recuerdo un par de piedras: una muy, muy redonda y la otra completamente plana. Estuvieron en mi bolsillo durante mucho tiempo. Y en mi escondite se-creto otro tanto, hasta que por el peso se me hizo un agujero en el bolsillo y por un descuido mi madre me las localizase y tirase a las gallinas. El gallinero era el lugar en el que acababa toda la basura menuda de la casa, era una especie de gran contenedor de reciclaje, antes de que el plástico lo inundara todo.

Fui creciendo, pero las piedras seguían teniendo algo especial para mí. Du-rante un verano estuve muchos días yendo y viendo por el mismo camino, el Camino Castro, con la motosegadora (la Bertolini o BCS) que mi padre me había asignado para segar la legumbre como las algarrobas o las lentejas, cosa que yo hacía de muy buena gana a pesar del estruendo que soltaba aquel artefacto. En el trayecto de este camino, lleno de baches que yo me conocía perfectamente, destacaba una piedra en uno de los dos carriles de la senda, clavada en el suelo pero que sobresalía en más de la mitad de su volumen por encima de la super-ficie. Había adquirido esta piedra un color negruzco como consecuencia de que las ruedas de goma de los tractores pasaban incesantemente por su cabeza. Yo, naturalmente, siempre evitaba pisarla y de paso me ahorraba el golpe. Me era muy lastimoso observar el estado de aquella piedra que tenía que soportar dia-

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riamente el peso de la maquinaria agrícola. Poco a poco empecé a tomarle cari-ño. Cada día me acordaba antes de llegar al lugar donde se ubicaba “Negrito”, que así decidí bautizarle, haciendo honor a su color artificial. Llegué incluso a pensar en él cuando estaba en casa o cuando estaba segando las lentejas, meci-do y aislado por el ruido ensordecedor de aquel motor de catorce caballos de potencia, pero sin silenciador.

Un día tuve que llevar a mi hermana en la motosegadora hasta la parcela en cuestión. Al llegar al lugar ya comentado no pude por menos de parar y com-partir el secreto con mi hermana. Le presenté a “Negrito” y ella misma pudo comprobar la expresión de dolor de aquella piedra, mejor dicho, de aquel canto rodado que al tener un gran tamaño le había puesto nombre de género mas-culino. También sintió lástima (mi hermana siempre fue mucho más sensible que yo para todas las cosas) y fue ella la que tuvo la brillante idea de librar a “Negrito” de la esclavitud que le ataba. Con un poco de esfuerzo logramos des-enterrarle la parte que tenía clavada en el camino y le depositamos en la cuneta del mismo, en un lugar libre de hierbas para poderlo reconocer en posteriores viajes. Aquel verano tuve la sensación de haber liberado a una piedra del dolor constante al que estaba condenada.

Crecí y me llevaron a la mili. La repudié durante los doce meses que pasé en ella, pero al licenciarme cogí las insignias del Cuerpo de Infantería y los galones de cabo 1º que aún conservo para mirar de tarde en tarde y recordar las histo-rias de la puta mili.

ASAR PATATAS

La consigna que teníamos los muchachos establecida era la de ir a asar pata-tas a la era cuando saliera la tercera estrella. Al anochecer nos juntábamos.

Unos aportaban las patatas pequeñas, otros la sal y otros el pimentón. Hacíamos la fogata en una especie de “hornos” escavados en la orilla de la misma era. Con el rescaldo de las brasas asábamos las patatas y nos las comíamos así mismo, sin lavar, con la ceniza por encima pero calentitas. Era una comida clandestina, de sabor y recuerdo riquísimos.

EL ESTANQUE DE LA MUDARRA

Empezaban los primeros días de calor del verano. Los chavales nos íbamos muchos domingos a bañarnos a un estanque que estaba a 6 ó 7 kilómetros

del pueblo, en un valle bastante perdido llamado “La Mudarra”. Nada más comer o mejor dicho, nada más que acababa el programa infantil de televisión de la sobremesa, ya fueran dibujos animados o la serie “Verano Azul”, quedá-

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bamos en un punto convenido y emprendíamos la marcha con las bicicletas. El viaje lo recuerdo con gran entusiasmo y algo aventurero. Había dos peligros. Uno era que estuviese o que llegase por sorpresa el dueño del estanque, que era del pueblo lindante de Albires y nos prohibiera disfrutar del gusto del agua; el otro riesgo que corríamos era el encontrarnos el estanque vacío de agua, bien porque se le hubiera vaciado para limpiarlo, bien porque el dueño preveía ya que íbamos a ir, bien porque se había gastado el día antes en regar la hortaliza que había allí plantada, motivo de la existencia del estanque y de que el dueño nos odiase. Y es que era imposible resistirse a la tentación de, después del baño, no saciar el apetito con alguna zanahoria, tomate o cebolla temprana.

Después de tomar precauciones y de gritar aquello de “no hay moros en la costa” nos zambullíamos en el agua con el ánimo de aprender a nadar, cosa que no logramos ninguno de los 6-8 chavales que fuimos durante varios años porque pocas veces el agua de aquel estanque nos cubría más allá de la ingle. Pero el chapuzón era tremendo y más tremendas aún las guerras de agua que rompían en gritos de desesperación y de carreras por la hierba del valle que circundaba el estanque. También lográbamos romper un silencio sepulcral que caracterizaba al lugar y que intentábamos que no nos dominase en ningún momento de la tarde, pues imponía el mero hecho de pensar que no habría ni un alma por allí en 6 ó 7 kilómetros a la redonda. Lo que sí había y abundaba por esos lares eran liebres, avutardas y perdices. En más de una ocasión dejábamos las bicicletas ti-radas en medio de aquellos caminos abandonados y emprendíamos carrera tras las bandadas de perdices que por esos días todavía eran polluelos. Si la madre se despistaba y volaba para un barbecho podíamos conseguir alguna pieza, pero lo más normal era que volasen en dirección a unos zarzales llenos de maleza donde acababan metiéndose las crías y salvaguardándose de los enemigos.

Los veranos pasaban y pocos domingos dejábamos de acudir a aquel estan-que. Yo, particularmente, empecé a ir en ciclomotor que mis padres me compra-ron cuando apenas tenía 12 años.

CON LAS VACAS

Las tardes plenas de sol me recuerdan cuando me tocaba de crío guardar o cuidar el ganado, que nosotros decíamos “ir con las vacas”. Por las mañanas

íbamos para el Valle Arriba, para La Corona. Allí nos juntábamos la mayoría de los chavales. Esas mañanas todavía se pasaban bien, jugando con el agua y el barro de Fuente Redonda. Lo peor eran las tardes interminables cuando te to-caba “La vacada” o becera donde se juntaban las vacas de todo el pueblo y por turno íbamos 5 ó 6 personas, las más de las veces los rapazuelos desocupados

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que no colaboraban en otras tareas de la economía familiar. Eran tardes infini-tas. Había que pasarlas refugiados a la sombra de un paraguas, levantándose de vez en cuando para evitar que las vacas se confiasen y se pusiesen a pastar en los trigos en vez de en la fresca hierba de La Pasada o La Blanquilla.

Una de las pocas diversiones colectivas que teníamos aquellas tardes era jugar a “cota la gocha”. El juego consistía en lo siguiente: cinco participantes y cinco hoyos en la hierba. La distribución de los hoyos era como el número 5 de las fichas del dominó, es decir, cuatro esquinas y uno central. Una piedra que había que buscar previamente y que debía ser lo más redonda posible para que rodase sin dificultad. Uno de los cinco se la quedaba. Cada participante debía contar con un palo, generalmente el mismo que servía para arrear a las vacas, que ya se elegía con cierto grosor para poder jugar a este brutal, peligroso, pero divertido juego. Todo consistía en tratar de introducir la piedra en el hoyo cen-tral que estaba vacío. El resto de los hoyos estaban ocupados por la punta de la estaca del resto de jugadores. En principio puede parecer fácil el cometido de meter la piedra rodando hasta el hoyo central, sino fuera porque el resto de jugadores trataban de desviar la piedra con sus palos, pero sin que el que se la quedaba te quitase el hoyo con su palo. A la vez que se arrastraba con pequeños golpes la piedra hacia el hoyo había que estar atentos al posible abandono de algún otro dejado por el que pretendía alejar la piedra. Si se conseguía atinar, el perdedor del hoyo sería el que se la quedaba. Si se lograba introducir la piedra en el hoyo central, habría rotación de hoyos, con lo que uno quedaría sin él. El nombre de “Cota la gocha” le viene al juego porque es la frase que se debía pro-nunciar para desocupar el agujero sin que nadie te lo pudiera quitar. Este aban-dono se solía hacer por varios motivos: uno de ellos, el más común, era para ayudar a la búsqueda de la piedra, que al darle con mucha fuerza se escondía en la hierba alta e incluso iba a parar a los trigales, fuera ya del valle; otra, como no, era para espantar a la vaca que posiblemente llevara ya un rato degustando el jugo de la caña de un trigo cercano, motivo este por el que recibíamos numero-sas broncas de los adultos; y un tercer motivo podía ser para aliviar o consolar al compañero que había recibido o bien el impacto del pedrusco bien atinado, o en su defecto, el contacto del palo seco fruto del golpe fallido.

Cuando íbamos con las vacas estábamos continuamente pendientes de la inclinación del sol. “Todavía falta una hora de sol”, “Todavía media”, calcu-lábamos. Hasta que no faltaba un cuarto de hora no se empezaba a “arrear” al ganado de vuelta a casa. A esta última hora ya eran muchas las vacas que esta-ban impacientes y que querían emprender la marcha, sobre todo aquellas que habían dejado un ternero en la cuadra y a duras penas podíamos detener en su

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pretensión de adelantar la marcha. Había que hacer una barrera humana para que no se adelantasen a las demás.

Había unas vacas peores que otras, que “paraban” menos, es decir, que en vez de pastar tranquilamente se dedicaban a todo menos a ingerir la hierba de la pradera. Las había “peleonas”, las que por la simple cercanía de una com-pañera la consideraban una rival y la envestían como sus primos los toros. Las conocíamos por el nombre del dueño: “la de este”, “las de aquel”, “esta puta de fulano”, “la madre que parió a la de mengano”… Luego estaban esas recién paridas que añoraban mucho a su cría y nos tenía en vilo toda la tarde para que no se escapase para el pueblo. Si era muy pertinaz y además si era ligera de pa-tas, bastaba un galope un poco pronunciado para que no hubiese humano que la detuviera. Si esto finalmente se producía ya estaba la bronca garantizada y si de paso se había detenido a comer en algún trigo, posiblemente te cayera unas buenas hostias. Era el riesgo que tenía esta profesión.

También estaban las que habían salido “toras” que decíamos, es decir, las que pasaban por su periodo de celo. Casi siempre más de una res estaba en esta tesitura por el abultado número de vacas que salía cada tarde, que podía sobre-pasar el centenar. Con estas había poco que hacer, pues la apetencia sexual era difícil de dominar. Acaso pegarlas un par de carreras o de palos para intentar corregir la calentura o en su defecto para que dejase pastar por un momento a otras semejantes que no compartían su deseo carnal. La solución estaba en que al menos dos de estas vacas, en igual circunstancia, satisficiesen su apetencia turnándose los papeles durante toda la tarde, es decir, montándose sobre sus lomos una vez una y otra vez la otra.

Recuerdo el primer día que salían las vacas al pasto. Sobre el 15 de mayo, San Isidro. Era todo un espectáculo. La hora fijada entonces y hasta el otoño eran las 5 de la tarde. Ese primer día salía el ganado a la era del pueblo, justo enfrente de mi casa. Coincidía la hora con la salida de la escuela, con lo que para los chicos como yo significaba toda una novedad. Excepto las vacas de labor sosegadas por el duro trabajo o aquellas ya más adultas, el resto salían despotricando y dando brincos sin saber muy bien dónde ir. Todo era fruto de la liberación que sentían después de todo un otoño y un invierno atadas a la cadena de la cuadra. Era como cuando se mete un gol y otro y otro…. Su alegría te la contagiaban y bastaba ver dar brincos a una vaca para que comenzase el resto a imitarla. Los vaqueros, ese día todos los del pueblo, sonreían con el espectáculo y se interro-gaban unos a otros sobre las novedades del ganado. “¿De quién es esa que tiene tanta ubre?”, “¿Cuándo compró fulano esa pía?”, “¡Vaya gordas que las tiene mengano!”.

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Allí salían los terneros nacidos durante el invierno y que por primera vez esti-raban sus espigadas patas. Un poco cegados por la luz, acostumbrados a las lúgu-bres cuadras de adobe. Era muy común ver a alguno de estos ternerillos bramar despistados en busca de su madre entre tantas parecidas de su misma especie.

Tampoco era difícil que al cabo de la tarde alguna de las vacas aparecie-se sangrando por los raspones producidos por los cuernos de sus semejantes. Otras acababan descornadas y había que meterlas en casa para desinfectar. In-sólito presenciar una de estas descarnadas mutilaciones.

Había también, sobre todo entre los más chicos, una cierta desconfianza por dos o tres vacas que se “tiraban”, es decir, que envestían a la gente con la bra-vura de un toro. Recuerdo nombres que no había que olvidar y menos que acer-carse a ellas: la Cuadrada de Avelino o la Careta de Severiano.

En definitiva, toda una tarde de fiesta aquella del mes de mayo, normalmen-te calurosa. Toda una estampa de color. Todo un cuadro pastoril y bucólico.

LANCE A PATOS

Recuerdo como uno de los momentos más emocionantes una mañana de diciembre de 1988. Domingo, día de caza. Me levanto al amanecer para

ir a cazar patos. Cojo el coche y voy hacia la Corona por el Camino de Las Pe-dreras. Desde allí veo un tractor que pasa con las luces aún encendidas al lado del charco. Aún no ha salido el sol. Me doy cuenta de que ya no hay nada que hacer allí. Doy la vuelta hacia Fuentevillos. Cuando atravieso los prados de La Blanquilla pasa delante de mí un zorro enorme. No muy lejos de mí se para a vigilarme. Cuando me bajo del coche a coger la escopeta se va. Paro el coche a unos 300 metros del charco. Aún no ha salido el sol. Hay un silencio sepulcral. El valle está encharcado y voy haciendo un leve chapoteo con mis botas a cada paso que doy, intentando amortiguar la pisada. Comienzo a agacharme pues ya estoy aproximándome al objetivo. Cada vez camino más agachado. El corazón me late a mil por hora. Me incorporo un poco y veo la cabeza de dos azulones al otro lado del charco. Seguro que no podré tirarles por estar a una distancia de-masiado larga. Me decido a seguir avanzando, esta vez más deprisa para ganar terreno a mis “enemigos”. Cuando estoy llegando ya a la orilla salen entre 15 y 20 patos haciendo un ruido espantoso. Apunto y disparo los cinco tiros de la escopeta. Ahora ya se oye el aleteo lejano de los que huyen en estampida y un silbido continuo en mis tímpanos algo dañados por las detonaciones. He visto caer a dos ejemplares. Rodeo el charco y sólo encuentro uno. El otro no aparece por ningún lado. Puede que haya caído en el agua en vez de en la orilla como el que he encontrado. Sale el sol, un sol rojizo que deslumbra y que pone fin a una

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escena sombría cargada de emoción. Se ilumina el valle con un tono bermellón. Un compañero cazador, Paco, algo más dormilón que yo, llega entonces con su coche y se lamenta del retraso que le ha privado de vivir uno de los momentos más emocionantes en la vida de un cazador. El segundo pato lo encontraría con ayuda del resto de la cuadrilla unas horas más tarde, después de haber ido a de-sayunar a casa. Estaba muerto más lejos de la orilla de lo que yo sospechaba.

EL CHICLE DE ESTRELLA

Estamos los niños en la pradera con Estrella y su tocadiscos. Suena la canción “No somos ni Romeo ni Julieta”. Yo tendría 4 ó 5 años. Es Estrella la que me

manda a por un chicle Bazoka, el que tenía tres estrías o anillos y que costaba una peseta. Me da la peseta y me largo a la tienda, en “ca Petra”. Una vez el chicle está en mis manos me entra una tentación muy grande. Lo desenvuelvo y le doy un mordisquito, me como un anillo, adelantándome a la más que posible gratificación de la dueña por haber hecho el recado. Pero la tentación es dema-siado grande y me como el segundo anillo y no consigo evitar el comérmelo entero. Cuando llego donde está la cuadrilla lo hago llorando pensando en la posible bronca que me va a caer, pero Estrella es comprensiva conmigo y me consuela como que no ha pasado nada. Mastico el chicle aliviado de mi falta.

Con Estrella tengo otro recuerdo muy vago de una boda que representamos en la era, cerca de las escuelas viejas, en la que ella era la novia y yo el novio, y eso que nos separaba entre 4 ó 5 años la edad.

VERGÜENZA

Catequesis antes de la Primera Comunión. Estaban en la iglesia de Villeza, además del cura, los cuatro niños que hacían la Comunión en Castrotierra:

Toño, Carlos, Luis y Tomás. Es domingo antes de misa. Como faltaba de llegar Pili, mi compañera de Primera Comunión, el cura, Don Secundino, me manda a buscarla a casa. Cuando llegamos ya ha comenzado la misa. Nos da vergüenza entrar. No nos decidimos ninguno a entrar primero. Entre vacilación y cobardía se acaba la misa. El cura nos pregunta qué fue lo que nos pasó. Le contestamos la verdad, que no nos atrevíamos a entrar. Un buen tirón de orejas a los dos y a repasar el catecismo.

PRIMEROS DÍAS DE CLASE

Eran los primeros días de clase de párvulos en la escuela. Pili y yo, que había-mos entrado a la vez a la escuela, pedimos permiso para salir de clase con

aquella frase hecha: “¿Hace el favor de ir a hacer una necesidad?”. Tardamos

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mucho en regresar. Cuando lo hacemos nos pregunta Doña Enedina, la maes-tra, que dónde habíamos estado. Los dos a la vez respondemos: “Estábamos cagando”. Risas de todos los demás.

PERDIDO

Era de las primeras veces que iba a Sahagún de compras con mi madre. En-tramos en una ferretería muy vieja. Ella entró a ver un género a un depar-

tamento interior. Yo pensé que se había ido del comercio. Salí de la tienda y emprendí el camino por el que pensé que habíamos venido. Pero el sentido de la orientación me traicionó. Me había perdido. Comencé a llorar. Pude volver sobre mis propios pasos hasta la ferretería donde mi madre ya me había echado de menos. Qué pequeño era mi mundo y que grande me pareció Sahagún, esa localidad donde más adelante pasaría ocho años de mi vida estudiando.

ENCERRADO

En la casa de los abuelos, en Castrotierra. Después de comer me acostaron la siesta en la habitación de al lado de la cocina. Había mucha gente que

hablaba. Esa sensación tenía cuando me quedé dormido. Cuando me despierto hay un silencio sepulcral. Compruebo que no hay nadie y para colmo estoy encerrado en casa. Recuerdo una sensación de claustrofobia y desesperación. Llorando me subo a una silla e intento quitar el cerrojo de la puerta de la calle. Es un suplicio porque no lo consigo. En esto llegó mi madre a salvarme que venía del rosario. Malditos ritos cristianos.

EN EL PICÓN

La primera vez que me dejó mi padre tirar el tractor para delante fue en la tierra de El Picón con el remolque cargado de abono. Me tenía que agarrar

fuerte a un hierro lateral para poder pisar el embrague que estaba muy fuerte. Creo que tendría entre 7 u 8 años. En esa misma tierra odié un día a mi padre por no dejarme ir de excursión con el colegio unos años más tarde.

LAS CARRELUCES

Última trilla, última tierra para acarrear la mies de trigo que habíamos segado ese mismo día, la de las Carreluces. Estaba plagada de hierba y algo gafada.

Se había roto un rastro y luego el bastidor de la máquina de segar, por lo que que-dó una parte sin segar. Para colmo de desgracias cuando fuimos a acarrear había un trozo de tierra de cuesta empinada. A mí me tocaba tirar con el tractor para delante de morena en morena, un tractor que no controlaba del todo. Mi padre

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purría (daba la mies con la horca), mi hermano Teyo ponía el carro (colocaba) y Pepe arrastraba los solares que quedaban de la morena. Tendría unos 10 u 11 años. En la cuesta que me tocaba bajar se me ocurrió que si no metía la velocidad podría dominar más rápido el tractor con el freno en punto muerto. Craso error. El trac-tor se embaló, el freno no respondía. Teyín, que lo vio malo, saltó del remolque y yo congestionado conseguí parar el tractor al borde de una buena reguera. Mi tío Pepe se encargó de recordarme a menudo durante muchos años aquello que que-dó por fortuna en una simple anécdota. “¿Te acuerdas de la de Las Carreluces?”.

LA COMIDA JODIDA

Mi amigo Alfonso y yo estamos buscando nidos por los tejados de los cuar-teles de las bodegas, por lo que más de una teja íbamos a dejar rota. Mes

de junio. Al bajar de las bodegas nos sentamos en una alcantarilla y jugábamos con cerillas (ya fumábamos algún pitillo de Mencey Capote, Rocío o Palmitas). De pronto Timoteo, un hombre mayor pero pequeño de estatura, nos agarró por sorpresa de las orejas mientras nos repetía la frase: “Hoy vais a tener la co-mida jodida”. Y efectivamente Timoteo tendría finalmente razón, tuvimos una comida jodida, pues había habido un chivatazo a nuestros padres de nuestras pillerías y nos cayó una paliza de mediana intensidad.

PALIZA

Todos los chicos del pueblo jugábamos a Uri en las bodegas, con el riesgo que llevaba consigo poder caer en una de esas chimeneas o cubos que llamamos

zarzeras. Oíamos que desde el pueblo nos chiflaban. No podíamos sospechar que era mi padre. Cuando llegamos a casa nos estaba esperando a mi hermana Elena y a mí con una mimbre en la mano. Primero la arreó a Elena con el palo en el culo, mientras yo sufría sólo de pensar la que me esperaba a mí. Luego me tocó el turno. Fue una de las pocas palizas que recuerdo de mi padre, pero también fue una memorable.

LA PLANTA DE CLASE

Recuerdo de mis 7-8 años. Cada niño en la escuela del pueblo teníamos un tiesto, una planta que debíamos cuidar. Había que regarle a menudo y

quitarle las malas hierbas. Yo tenía una planta que echaba flores en invierno. Estaba plantada en un bote de hojalata con el símbolo de Sagitario, que es mi zodíaco en el horóscopo. Cuando cogíamos las vacaciones de verano nos las llevábamos para casa. (Casualmente Cristina tenía la misma planta de pequeña en su escuela de Campo).

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EL TIRO DEL ABUELO JUAN

En Castrotierra, invierno. 6-7 años. El abuelo Juan saca su escopeta de caza al corral, apunta hacia la tenada de palos que estaba llena de pardales (gorrio-

nes). Dos tiros. Mata 8-10 y otros 2-3 quedan de ala (heridos). Uno llega a saltitos hasta meterse por debajo de la puerta de una panera que llamábamos la Casa de la Tía Culeta. No lo conseguimos encontrar entre tanto trasto que había.

LA CAGADA

Mis amigos y hermanos Juanjo y Aníbal, y yo, pasábamos un domingo de primavera por la tarde por la calleja de la iglesia cuando a Juanjo le cayó

en el hombro algo líquido y espeso. Era una cagada de la cigüeña que se cuidó de no evacuar dentro del nido con tan buena puntería que le cayó a mi amigo en su ropa de domingo. Juanjo lloraba porque le iba a pegar su abuela Domitila. En un tejado de la Casa Rectoral (abandonada) encontramos un saco de esparto y con ayuda de una cuerda le hicimos un vendaje como a un herido de guerra.

VÍSPERA DEL CUMPLE

El 10 de diciembre con 4-5 años. Me hacía mucha ilusión mi cumpleaños. Al llegar la noche desvelé a alguien el secreto más secreto. Me sentía orgulloso

de estar a sólo unas horas de convertirme en protagonista del día 11 de diciem-bre. Estaba en la uve del remolque recién comprado de Gaspar, que le había comprado al mismo tiempo e igual que el de Leonís.

EL SUBMARINO AMARILLO

Había que mandar caperuzas de papel de gaseosas La Casera para dedicar una canción en Radio León. Mi madre había mandado alguna de esas

cartas y escuchaba el programa todos los días. Un día estaba a punto de ir a la escuela. Eran casi las 10 de la mañana cuando escuchamos en la radio: “Para el niño Juan Daniel Rodríguez Rodríguez esta canción, el Submarino Amarillo”, la versión española de Los Beatles. Llegué a la escuela contando lo famoso que era yo que salía mi nombre por la radio y sonaba una canción dedicada.

PRIMER RECUERDO

El primer recuerdo que conservo es de cuna. Mi hermano Raúl y sus amigos Nino y Adrián jugaban a las cartas en la mesa de la cocina y a mí me habían

colocado en la cuna junto a esa mesa. Mi recuerdo era de desesperación porque no lograba incorporarme de pie para poder ver lo que estaban haciendo aque-llos mayorones en aquella mesa infranqueable.

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Juan Páginas 14,15, 16 y 17: Juan en sus distintas etapas y facetas de su vida.

Villeza Páginas 20, 21, 22 y 23: Vistas de Villeza desde el aire, desde las bodegas, desde los prados y desde la era.

La cordera Páginas 26, 27, 28 y 29: La cordera, celebrada el 24 de diciembre de 1990.

Refranes a San Antón Página 31: Los refranes de San Antón, 17 de enero de 1992.

San Isidro Páginas 34, 35, 36 y 37: San Isidro, 15 de mayo de 1993.

Verano Páginas 40 y 41: Hacer el verano, agosto de 1994.

La iglesia Páginas 44 y 45: La iglesia de Villeza, con y sin frontón, y con cigüeña.

Los abuelos Página 47: Los abuelos en la bodega en 1943 y los abuelos en la plazuela en 1994.

La escuela Página 49: Los chiquitos en la escuela en 1959 y en 1969

La matanza Páginas 52 y 53: La matanza en sus distintas etapas.

Al salir de misa Página 55: A la puerta de la iglesia en 1964 y en 1994

Procesiones Páginas 58 y 59: Teyo con el pendón (al fondo Melecio y Patricio) en 1947; y el pedón con Dona, Tino y Julio en 1963.

Páginas 60, 61, 62 y 63: Procesiones en Villeza en El Corpus y en El Encuentro.

Invierno Páginas 66 y 67: El invierno también llega a Villeza con toda su crudeza.

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Pies de fotos:

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Mi abuela Página 71: Mi abuela Agripina.

Trabajos agrícolas Páginas 74, 75, 76 y 77: Guillermo con el carro y las vacas; Patricio con la máquina de limpiar; Sabina y Desiderio limpiando garbanzos; Teyo y Juan arando el majuelo de La Mata; Teyo segando con la Bertolini y arando; Eutiquio limpiando el terreguero; Juan vendimiando y Teyo llenando los garrafones.

El fútbol Página 79: Raúl con los futbolistas en 1976 y en 2007.

Nuestra gente Páginas 82, 83, 84 y 85: Ismael con el calabacín gigante; Gonzalo con los puerros; Emilio arando en Mauletes; Gervasio en la huerta; Eustaquio, Teodosio y Teyo plantando el castaño de la iglesia: Joaquina y Demetria haciendo bolas de nieve; casi todo el pueblo en la manifestación a favor del regadío de Riaño en enero de 1987; Cruz con las ovejas y Rubén con el pan.

Vendimias Páginas 88 y 89: Imágenes de la vendimia.

Excursiones Páginas 92 y 93: Excursiones de los mozos a San Isidro y a Santander.

En la bodega Página 95: El aperitivo y la queimada en la bodega de Adrián.

Fiestas Páginas 96 y 97: Cuadrillas en distintas fiestas celebradas en Villeza.

San Facundo Páginas 100, 101, 102, 103, 104, 105, 106 y 107: La fiesta de San Facundo y San Primitivo.

La caza Páginas 110, 111, 112, 113, 114 y 115: Los cazadores.

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Este libro se terminó de imprimir en las

visperas de San Facundo y San Primitivo del año 2009, cuando los sueños y los recuerdos de Villeza

se agolpan en el corazón del otoño leonés.

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