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Tema 1: ¿Por qué soy creyente? Curso en línea "Catequesis básica para padres". Autor: Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org LAS RAZONES DEL CREYENTE (Breve introducción a la fe católica) (Existencia de Dios y Revelación) (No prestamos nuestra adhesión a discursos vacíos; no nos dejamos seducir por pasajeros impulsos del corazón; como tampoco por el encanto de discursos elocuentes; pero no negamos nuestra fe a las palabras pronunciadas por el Poder divino) (S. Hipólito, Refutación de todas las herejías, C. 10, 33: PG 16, 3452) Introducción Durante las últimas décadas, la formación religiosa ha dejado mucho que desear. De ahí la importancia actual de dejar bien sentadas las bases de la fe. Como sacerdote, me aflige constatar la falta de información objetiva en tan importante materia, empeorada tantas veces por la desinformación. Esta manipulación resulta especialmente nociva en una cultura dominada por ese pensamiento débil que conduce a vivir sin hacerse muchas preguntas, o a dejarse llevar por vagas razones de tipo sentimental. Al considerar que la mayoría de mis semejantes, al menos en Occidente, tienen una formación religiosa muy deficiente, he pensado que valdría la pena escribir una breve introducción al cristianismo, destinada no sólo a quienes ya lo conocen y desean vivirlo mejor, sino también a personas poco o nada familiarizadas con la fe católica. Por eso, empezaremos de cero, desde la razón, sin dar nada por supuesto. Por tanto, estas líneas no van sólo dirigidas a quienes albergan dudas de fe, sino también a aquellos católicos que la practican pero que quizá no sabrían explicar a otros por qué su fe contiene la verdad más plena. De los cristianos se espera que sepan dar un testimonio coherente de su fe. Nadie está obligado a creer, pero, para poder decidir, tiene que saber de qué va. La libertad, propia y ajena, merece el mayor aprecio, pero también es verdad que la información facilita la mejor elección: no se puede elegir lo que se desconoce. Conviene, pues, proponer, sin imponer, una serie de datos especialmente útiles a la hora de decidir qué valores inspirarán nuestra vida. La decisión última depende de cada uno, pero antes hay que informarse. A lo largo de cinco capítulos sobre los aspectos más básicos de la fe católica, me

Tema 1. por qué soy creyente

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Tema 1: ¿Por qué soy creyente?

Curso en línea "Catequesis básica para padres".

Autor: Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org

LAS RAZONES DEL CREYENTE

(Breve introducción a la fe católica)

(Existencia de Dios y Revelación)

(No prestamos nuestra adhesión a discursos vacíos; no nos dejamos seducir por pasajeros impulsos del corazón;

como tampoco por el encanto de discursos elocuentes;

pero no negamos nuestra fe a las palabras pronunciadas por el Poder

divino)

(S. Hipólito, Refutación de todas las herejías, C. 10, 33: PG 16, 3452)

Introducción

Durante las últimas décadas, la formación religiosa ha dejado mucho

que desear. De ahí la importancia actual de dejar bien sentadas las

bases de la fe. Como sacerdote, me aflige constatar la falta de información objetiva en tan importante materia, empeorada tantas

veces por la desinformación. Esta manipulación resulta especialmente

nociva en una cultura dominada por ese pensamiento débil que

conduce a vivir sin hacerse muchas preguntas, o a dejarse llevar por

vagas razones de tipo sentimental.

Al considerar que la mayoría de mis semejantes, al menos en

Occidente, tienen una formación religiosa muy deficiente, he pensado

que valdría la pena escribir una breve introducción al cristianismo,

destinada no sólo a quienes ya lo conocen y desean vivirlo mejor, sino también a personas poco o nada familiarizadas con la fe católica.

Por eso, empezaremos de cero, desde la razón, sin dar nada por

supuesto. Por tanto, estas líneas no van sólo dirigidas a quienes

albergan dudas de fe, sino también a aquellos católicos que la practican pero que quizá no sabrían explicar a otros por qué su fe

contiene la verdad más plena. De los cristianos se espera que sepan

dar un testimonio coherente de su fe.

Nadie está obligado a creer, pero, para poder decidir, tiene que saber de qué va. La libertad, propia y ajena, merece el mayor aprecio, pero

también es verdad que la información facilita la mejor elección: no se

puede elegir lo que se desconoce. Conviene, pues, proponer, sin

imponer, una serie de datos especialmente útiles a la hora de decidir

qué valores inspirarán nuestra vida. La decisión última depende de cada uno, pero antes hay que informarse. A lo largo de cinco

capítulos sobre los aspectos más básicos de la fe católica, me

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propongo explicar por qué, según mi experiencia, la propuesta

católica resulta ser la mejor.

A lo largo de estas páginas abordaremos temas de perpetua

actualidad: las garantías de la fe católica, el problema del mal en el mundo, el más allá y la eficacia de los sacramentos. En cada sesión,

empezaremos poniendo el acento en los datos objetivos y, al final,

nos detendremos en algunas consideraciones sobre las que podemos

meditar: ¿a qué se debe la incredulidad?, ¿qué sentido tiene el sufrimiento?, ¿podemos imaginar el Cielo?, ¿qué aporta la vida

cristiana a la calidad de mis relaciones de amor?

Las cuestiones que abordaremos tienen, sin duda, una gran

trascendencia, pues guardan relación con los interrogantes de mayor calado en nuestra vida. Obviamente, las respuestas no podrán ser

definitivas: por mucho que avancemos en el camino hacia la verdad,

siempre es posible un mayor acercamiento. No obstante, nos

enfrentaremos a esos grandes retos con valentía, sin actitud vacilante ni resignada. Me dirijo, por tanto, a cualquier persona que esté

dispuesta a reflexionar dejando de lado sus prejuicios. Espero que

sepamos abordar estos temas con honestidad, abriéndose

sinceramente a todas las posibilidades. Con sano espíritu crítico,

huiremos de los autoengaños, tanto personales como colectivos. Si es preciso, nos sublevaremos contra los dictados de lo políticamente

correcto. Queremos ante todo la verdad, que consiste en la

adecuación entre lo que está en nuestra mente y en la realidad. Y

precisamente porque sólo nos satisface la verdad, optaremos por abrirnos a la realidad, por muy incómoda que pueda resultar.

La deseable brevedad y el deseo de asegurar un tono divulgativo, me

obliga a dejar en el tintero muchos matices. Para permitir una lectura

rápida, los aspectos más especializados son relegados a notas a pie de página. Espero que sirva de aperitivo para abrir el hambre: que

este libro incite al lector a una ulterior profundización1. Sin duda, esta

metodología tiene sus limitaciones, pero facilita que estas páginas

sean asequibles a un amplio espectro de personas, sin importar cuál

sea su bagaje intelectual y religioso.

Será, en definitiva, como realizar un viaje en busca de las razones

por la que más vale la pena complicarse la vida. A quien quiera

embarcarse en este viaje, lo único que se le pide es esa actitud de

apertura ante la realidad que lleva a no eludir ninguna cuestión vital.

La importancia de lo objetivo

La fe, bien entendida, nunca está reñida con la razón. «No nos

dejamos seducir por pasajeros impulsos del corazón», escribía San

Hipólito hace 17 siglos. Vale la pena subrayarlo pues vivimos en un mundo donde prima lo sentimental, como si toda creencia

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perteneciese a un ámbito meramente subjetivo. Y es que la filosofía

está en crisis. Existe una gran desconfianza respecto a la capacidad

humana de alcanzar la verdad. Nuestro intelecto es limitado pero no

incapaz. Si se desconfía sistemáticamente de la capacidad de la razón, entonces todo son opiniones más o menos útiles. Uno

confecciona sus propias creencias o se vende al mejor postor; basta

con que esté de moda. Vale la pena abrirse a la realidad, buscar la

verdad objetiva, con independencia de los estados de ánimo. Nuestra inteligencia sólo se aquieta cuando abraza la verdad.

Sin duda, los sentimientos son importantes, pero es preciso tener

siempre los pies en la tierra y dar prioridad a la verdad objetiva. ¿De

qué serviría sentirse bien si se vive en un mundo ilusorio? Sin puntos de referencia objetivos, uno podría caer en un autoengaño. Tener los

pies en el suelo no significa ser cuadriculado. Si bien la verdad

objetiva tiene preferencia respecto a los sentimientos, no se trata de

menospreciar lo subjetivo. La fe ilumina la inteligencia pero tiene que iluminar también el corazón y la vida.

Para avanzar adecuadamente en la vida cristiana, han de participar

en igual medida la reflexión y la vivencia. Hace falta tanto vida de

oración como formación doctrinal (conocimiento de la Revelación,

esto es, de aquellas verdades objetivamente reveladas por Dios mismo). Por un lado, no llegaría muy lejos quien aspirara a tres

doctorados en teología y descuidara la oración y los sacramentos.

Entre otras razones, porque hay profundidades en las verdades

reveladas que sólo se entienden si se viven. Incluso quienes más tiempo han dedicado al estudio corroboran la importancia de la

vivencia. El periodista y escritor italiano Vittorio Messori, por ejemplo,

recuerda que «a quien le preguntaba quién era, Jesús no le dio

opúsculos o tratados de teología, sino que le propuso una experiencia concreta, tangible y visual: “Venid y veréis”»2.

Por otro lado, la vivencia necesita un contrapunto objetivo. Sin una

buena base de formación religiosa, se podría terminar viviendo en un

mundo ilusorio. Quien se conforma sólo con rezar, olvidando la

formación religiosa, corre el riesgo de quedar atrapado en un ensueño. Es cierto que Dios ayuda a quien no ha podido recibir

formación, pero lo normal es empezar con el catecismo. Dios puede

darnos las luces necesarias para comprender los misterios

sobrenaturales con más claridad que la que nos aportaría una enciclopedia teológica. Piénsese en la teofanía que experimentó

André Frossard. Pero esas inspiraciones privadas, al estar filtradas

por la subjetividad, que no siempre es fiable, ofrecen menor certeza.

En la misma línea, es un hecho que la mayor experiencia mística de una persona puede dejar indiferente a otra que no quiere creer3.

Si la religión tiene aspectos objetivos y subjetivos, la formación

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religiosa debe dirigirse tanto a la cabeza (teología) como al corazón

(oración). Pienso que conviene empezar con la cabeza sin descuidar

el corazón. La fe es un don de Dios, pero, para poder creer, primero

hay que evangelizar.

Una de las mejores bazas de la fe cristiana consiste en no estar

reñida con la razón. Aún es más, cuanto más se piensa, más fácil es

creer. Cuenta Vittorio Messori que una encuesta realizada en una

importante diócesis sobre los católicos que asisten a Misa reveló que quienes menos asisten a Misa son los que no tienen ni poca ni mucha

instrucción; la práctica dominical resultó ser la más alta entre la

gente sencilla y la gente con alto nivel de instrucción. Respecto a la

gente sencilla, comenta Messori, la encuesta «confirma la advertencia del Nuevo Testamento sobre el privilegio otorgado a los "sencillos", a

los "ignorantes para el mundo". En cuanto a la elevación

correspondiente a los “niveles altos” viene a la memoria lo que ya en

el siglo XIX escribía John Henry Newman: "Un poco de cultura puede alejarnos de Dios, un poco más de cultura puede reconducirnos a

Él"»4.

Para quienes no se conforman con la “fe del carbonero”, esta primera

sesión contiene un resumen, lo más breve posible, de las razones por las que la fe católica es la más verdadera. Si no fuera el caso, no

sería realmente católica, es decir, para todos. «Si la religión católica

no está destinada a todos, entonces es un fraude: o es católica o no

es nada», afirmaba Robert Hugh Benson (1871-1914), el hijo de uno de los más importantes dignatarios anglicanos5; cuando se convirtió

al catolicismo en 1903, se extrañó muchísimo de que hubiese algunos

católicos sin celo proselitista, sin el deseo de que todos tuviesen la

dicha de abrazar la verdadera fe. Benson, como Newman y tantos otros ingleses, se hizo católico no por entusiasmo, sino, en medio de

grandes sacrificios personales, sencillamente porque se percató de

que la Iglesia Católica contiene la verdad más plena. Estos conversos

ingleses nos ayudan a los católicos a dar gracias a Dios por tener la

fe más razonable que existe. Bien lo expresaba otro converso inglés, Gilbert K. Chesterton (1874-1936), hombre de aguda inteligencia y

gran defensor del sentido común, respondiendo a la pregunta «¿Por

qué cree Usted?», que un periodista le formuló en una entrevista

para un semanario inglés: «Porque percibo que la vida es lógica y viable con estas creencias, e ilógica e inviable sin ellas»6.

Los primeros dos capítulos forman una unidad en la que cabe

distinguir tres etapas: la existencia de Dios, la divinidad de Cristo y

su perpetuación en la Iglesia Católica: cómo saber que Dios existe, que Cristo es Dios y que la Iglesia Católica ofrece las mayores

garantías de credibilidad. En este primer capítulo, nos centramos en

las dos primeras etapas: cómo se puede demostrar la existencia de

Dios y por qué ser cristiano.

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¿Es posible demostrar la existencia de Dios?

Basta ver la belleza de un paisaje para intuir que detrás del mundo

visible hay algo que lo transciende: una Belleza de la que procede

toda belleza. Basta reconocer nuestra necesidad de ser amados plenamente y nuestra incapacidad de amar así, para intuir que, sin el

Amor de Dios, nuestra vida estaría siempre incompleta. Pero la

existencia de Dios no es sólo algo que se intuye. El análisis racional,

junto a una actitud honesta y abierta a la realidad, confirman el presentimiento de lo divino. Con los argumentos de la razón podemos

llegar a saber que Dios existe y a conocer algunos de sus atributos.

Basta con considerar el maravilloso orden del universo para

percatarnos de que necesita una inteligencia superior que lo haya planificado, del mismo modo que no podemos imaginar el software de

un ordenador sin alguien que lo haya programado: los átomos, al

igual que los bytes, son incapaces de organizarse a sí mismos al

carecer de inteligencia.

Por tanto, para pensadores inteligentes y honestos, la existencia de

Dios no es sólo un presentimiento, sino también una evidencia

racional. Se puede demostrar que hay una Causa última de todos los

seres, a la que llamamos Dios. Mientras no se ponga

sistemáticamente en duda la capacidad cognoscitiva de la inteligencia humana7, la existencia de Dios resulta tan evidente como la

existencia de la realidad tangible que nos rodea.

En efecto, sin entrar en pormenores filosóficos8, basta admitir que

todo efecto tiene una causa proporcionada. Nada es tan irreal y repugna tanto a la inteligencia como un efecto sin causa. Si algo se

mueve, o se mueve por sí mismo o es movido por otro. Si veo que la

luz de una lámpara se enciende, aunque no vea quién la enciende,

puedo estar seguro de que algo o alguien exterior a la lámpara la ha encendido. Jugando recientemente al tenis, se nos perdió una bola.

Estuvimos quince minutos buscando la bola perdida, pero no la

encontramos. No supimos cómo se había perdido, pero no

dudábamos de que alguna explicación tendría.

Algo así sucede con el universo. Es evidente que existe, pero no encontramos nada dentro de él capaz de causar su existencia (su

paso del no-ser al ser); por tanto, su causa última de ser habrá que

buscarla fuera de él. Se puede quizá explicar su evolución histórica

una vez que ya existe (“big-bang”, etc.), pero no su última razón de ser. Según las hipótesis cosmológicas presentadas a partir del año

2000, que pretenden corregir inexactitudes en los cálculos de

Einstein, antes de la explosión inicial no había la nada, sino un vacío;

por tanto, algo. ¿Y cómo es posible que existiera ese algo? El hombre puede sacar unas cosas a partir de otras, pero es incapaz de crear.

Nadie da lo que no tiene. Además, la causa tiene que ser

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proporcionada al efecto. Para poder dar el ser, hay que tenerlo por sí

mismo, no haberlo recibido de nadie. En última instancia, pues, la

Causa primera tiene que ser una causa incausada, Suma Perfección

de ser y origen de toda perfección.

Hay quienes tratan de justificar su ateísmo extendiéndose en

complicadas explicaciones sobre la evolución del universo. Dichas

hipótesis son cuestionables y podrían ser rebatidas científicamente,

pero no es esa la cuestión. La pregunta no es cómo ha evolucionado todo, sino de donde procede lo que empezó a evolucionar. «Hace

algunos años -cuenta Cronin en sus memorias-, en Londres, donde en

mi tiempo libre organicé un club para chicos obreros, invité a un

destacado zoólogo para que pronunciara una conferencia. Era un brillante orador, aunque al final resultara bastante diferente de lo que

yo me esperaba. Animado sin duda por la idea de que a la juventud

había que decirle “la verdad”, mi amigo escogió como tema el de “el

principio del mundo” y, desde un punto de vista completamente ateo, describió cómo hace millones de siglos las poderosas aguas

prehistóricas situadas sobre la primitiva corteza terrestre habían

generado, gracias a cierta reacción físico-química, una sustancia

vibrante de la cual brotó -no se sabe cómo- la primera forma

primitiva de la vida, la célula protoplasmática. Algo difícil de digerir para unos muchachos que habían crecido a base de dietas mucho

más ligeras. Cuando concluyó, se escuchó un cortés aplauso; y, en

medio del embarazoso silencio que siguió, un educado jovencito de

los menos de edad se levantó algo nervioso.

-Perdone, señor -dijo con un leve tartamudeo-: ya nos ha explicado

usted cómo aquellas enormes olas golpeaban la orilla, pe...pe... pero

¿de dónde salió el agua que había allí?

Esta pregunta tan ingenua y opuesta a la orientación científica dada a la conferencia cogió a todos por sorpresa. Hubo un silencio. El orador

pareció primero molesto, luego vaciló y por último, lentamente, se

fue poniendo rojo. Entonces, sin darle tiempo a responder, el club

entero estalló en una carcajada. La elaborada estructura lógica

ofrecida por aquel realismo de tubo de ensayo se había venido abajo gracias a una sola palabra de desafío pronunciada por un muchacho

ingenuo»9.

En definitiva, si hay universo, hay Dios; es evidente que hay universo, luego hay Dios. Como afirma José Ramón Ayllón, «aunque

está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de Él la misma

evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al

alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro al pintor, detrás de una página escrita al autor»10.

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Además de poder demostrar la existencia de Dios, es posible también

mostrar racionalmente que esa Causa última es Alguien y no Algo:

una Persona dotada de inteligencia y voluntad. En efecto, la Suma

perfección de ser tiene que ser autosuficiente: no necesita crear; si lo ha hecho, ha tenido que ser con voluntad libre, no por necesidad.

También debe tener inteligencia, puesto que del mismo modo que un

programa de ordenador requiere un programador capaz de

programarlo, hace falta ser muy inteligente para concebir el orden que impera en el universo. De modo análogo, descubrimos otros

atributos divinos: Omnipotencia, Omnisciencia, Omnipresencia y

Eternidad, etc.

El universo nos habla de su Creador. Mirando el universo obtenemos información de su Artífice. Hay una rama de la filosofía, la Teodicea o

Teología Natural, que se ocupa de todo ello, partiendo del principio

clásico de que «todo agente obra conforme a su modo de ser». Del

mismo modo que un artista deja su huella en lo que produce, también el universo nos habla de su Creador. Comentando esta

analogía, Juan Pablo II afirma que la naturaleza es como «otro libro

sagrado» que, junto a la Biblia, permite descubrir la belleza de Dios11.

Nos ayudamos de este tipo de comparaciones para entrar en el

conocimiento de Dios y abundar en los misterios revelados. Al fin y al cabo, todo lo humano es un punto de partida para acercarnos de

algún modo a lo divino. Además, según el primer libro del Antiguo

Testamento, Dios nos ha creado «a su imagen y semejanza»12. Por

eso, el razonamiento analógico nos permite formular afirmaciones verdaderas sobre Dios, aunque sin olvidar la imposibilidad de

comprenderlo plenamente. Se puede atribuir a Dios, por ejemplo,

todo lo que implica perfección y excluye imperfección. Es algo así

como afirmar que dos hombres tienen dinero aunque uno tenga sólo un euro y el otro miles de millones. Así también, podemos decir que

Dios es bueno, sin caer en un concepto vacío de contenido, a pesar

de que no podemos comprender plenamente su Bondad.

En conclusión, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, «a

partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios como

origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza

infinita»13.

Sólo Dios es infalible

Es muy difícil hacerse una idea precisa del número de estrellas que

hay en el firmamento. Se necesita algo más que capacidad espacial y

de cálculo para visualizar que sólo en nuestra galaxia existen unos 100 millones de estrellas y que, además, hay otros 12 billones de

galaxias. Tuve que echar mano de los conocimientos de un experto

en astronomía para hacerme cargo de estas cifras tan enormes.

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Como buen pedagogo, recurrió a una comparación que me simplificó

mucho las cosas: si cada estrella del universo tuviese el tamaño de

una pelota de tenis -me dijo-, la superficie de la tierra no sería

suficiente para contenerlas todas.

Algo parecido sucede con las inescrutables realidades divinas: Dios

«habita en una luz inaccesible»14 y Cristo es su «signo legible»15.

Todo lo divino, por ser inconmensurable, nos resulta demasiado

elevado: siempre está envuelto en el misterio. De ahí que la Revelación sea necesaria tantas veces y de agradecer siempre.

Consciente de nuestra limitación, Dios decide hablarnos de Sí mismo.

Como buen pedagogo, nos pone escalones intermedios. En el Antiguo

Testamento, se reveló a través de metáforas humanas; a través del profeta Isaías, por ejemplo, nos dice que Él nunca se olvida de

nosotros: que nos quiere más que la mejor de las madres16. Con la

Encarnación fue mucho más lejos: Él mismo se hizo hombre y nos

reveló su vida íntima. Como afirma San Juan, «a Dios nadie le ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él

mismo lo dio a conocer»17. Jesucristo es, en efecto, la máxima

revelación del Padre. Nos enseña que Dios es Uno y Trino, que en Él

se da una perfecta Unidad de naturaleza a la vez que una Trinidad de

personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Reflexionando sobre esos datos revelados, intuimos que tras la unidad de la Deidad se

esconde una inefable comunión de amor entre las Personas divinas:

una plenitud de Vida ante la que palidece lo que llamamos vida.

Hemos visto que la existencia de Dios, en sentido estricto, no es objeto de fe. Creer significa asentir una verdad que no se ve

basándose en el testimonio de una persona fidedigna que revela lo

que estaba oculto. Si bien nuestra inteligencia es capaz de descubrir

bastantes verdades, hay realidades estrictamente sobrenaturales que superan nuestra capacidad cognoscitiva. Respecto a misterios como

el de Santísima Trinidad (que Dios es Uno y Trino: tres Personas

consustanciales), nuestra inteligencia sólo puede mostrar que esa

verdad revelada no repugna a la razón. Nuestro intelecto es limitado.

Dios, en cambio, es el único que jamás se equivoca, el único que no puede engañarse ni engañarnos: que es plenamente infalible y

fidedigno. Sólo Él, por tanto, es el criterio último de veracidad. El

hombre que, no admitiendo su limitación intelectual, se proclama

medida última de verdad y se cierra ante realidades que le superan, adopta una postura irracional, fanática.

Contrariamente a otras religiones, que han surgido como

consecuencia de la búsqueda de Dios por parte del hombre, la

religión cristiana es la única en la que es Dios quien busca al hombre. La Biblia contiene la progresiva Revelación de Dios al hombre, que

culmina en Cristo. Si Dios, que es infalible, se revela, no nos

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equivocamos al creer en verdades que exceden nuestra inteligencia.

Pero ¿cómo estar seguros de que es Dios quien ha hablado? La

revelación divina tiene que ser objetivamente fiable. Dios es invisible.

Si habla a través de un hombre, como en el caso de los profetas, no tenemos suficientes garantías de credibilidad, pues todo pasa a

través de la subjetividad del profeta en cuestión. Sólo Dios merece

confianza absoluta. Un hombre, no. Si un hombre afirma que Dios se

le reveló, ¿cómo estar seguros de que no tuvo alucinaciones? Si yo fuese musulmán, toda mi fe dependería de mi confianza en un

hombre (Mahoma), que afirmó que le habían entregado un libro de

parte de Dios (el Corán). Pero un hombre se puede equivocar. Luego,

para que la revelación ofrezca plenas garantías, tiene que ser objetiva, visible, tangible. Si no, se presta a engaño.

Revelación tangible en Cristo

Hay gente que cree en Dios, pero se trata de un Dios que se fabrican

a medida; ignoran quizás; que Dios se ha revelado de modo objetivo. Tal vez nacieron en el seno de una familia católica, pero se han

alejado de la práctica religiosa. Para ellos, casi siempre por falta de

formación, tanto la Santa Misa como las rosquillas de San Blas son

“ritos” pertenecientes a cierta tradición. He aquí, a título de ejemplo,

lo que afirma una escritora zaragozana nacida en 1947: «Mi madre creía en la existencia de Dios y siempre le dolió que sus hijas, cada

una a nuestro modo, nos alejáramos de la fe de la Iglesia católica.

Para no herirla, me casé y, más tarde, bauticé a mis hijos [...] ella

me lo pidió y a mí no me costaba nada complacerla. Tampoco me siento absolutamente descreída, aunque nunca llegamos a hablar

mucho de eso. [...] Le dolía que los ritos no se cumplieran»18.

Vayamos al grano: el cristianismo es la única religión que afirma

haber sido fundada directamente por Dios. Hace veinte siglos, el Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hizo carne.

Desde entonces, como afirma Benedicto XVI, «la Palabra no sólo se

puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que

podemos ver: Jesús de Nazaret»19.

Con los ojos de la fe, la Encarnación es el hecho más importante de la historia. El cristianismo es la única religión cuyo fundador afirma ser

Dios. Al principio, la más elemental prudencia llevó a Jesús a decirlo

de forma velada20 para contener una reacción airada de los judíos. No

olvidemos que lo mataron por hacerse igual a Dios21. Ese mensaje, sin embargo, era cada vez más nítido y al final de su vida lo aseveró

de modo contundente: «Yo y el Padre somos uno»22. La respuesta de

sus interlocutores no deja lugar a equívocos: quisieron apedrearle

con el argumento de que era blasfemo que, siendo hombre, se hiciera a sí mismo Dios23. La afirmación más explícita de su divinidad la hizo

Jesús durante la Última Cena en estos términos: «Si me habéis

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conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le

conocéis y le habéis visto. [...] El que me ha visto a mí ha visto al

Padre»24.

Cristo no afirma, pues, ser un sabio, un profeta o un iluminado, sino

Dios mismo. Ciertamente, la divinidad de Cristo da coherencia a toda

la fe cristiana. Si para decidir cuál es la religión más verdadera

tuviéramos que estudiarlas todas en detalle, necesitaríamos toda una vida. «¿No habrá -se pregunta Louis de Wohl- otro medio más rápido,

pero seguro? Afortunadamente existe. Hay una sola religión cuyo

fundador se ha llamado a sí mismo Dios. Ni Mahoma, ni Buda, ni

Moisés, ni Zoroastro, ni Confucio ni Laotsé pretendieron ser dioses. Sólo Cristo reivindicó este título»25.

El cristiano cree que Dios, que es invisible, inefable e inenarrable, se

ha manifestado de modo visible, audible y tangible en Cristo. «A Dios

-escribe San Juan- nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer»26. El misterio de

la Encarnación de Cristo consiste en tener dos naturalezas unidas en

la misma persona. Cristo no es menos Dios -Segunda Persona de la

Santísima Trinidad, consustancial con el Padre- por el hecho de

haberse hecho hombre, ni menos hombre por el hecho de ser Dios. La Iglesia necesitó siglos para encontrar las palabras adecuadas para

expresar esta verdad revelada: que las dos naturalezas en Cristo

están unidas sin mezcla ni división en la Persona del Verbo. Si la

naturaleza divina fuera comparable a un océano, la naturaleza humana de Cristo sería comparable a una gota de aceite: el océano,

sin dejar de serlo, se ha hecho una gota de aceite: ésta no se

disuelva en aquél. Con la Encarnación, Dios se ha rebajado a nuestro

nivel para que podamos entenderle y quererle con mayor facilidad. Necesitamos que lo más sublime nos penetre a través de realidades

sensibles y tangibles.

Juan, uno de los testigos oculares más cualificados, hace hincapié en

esta “tangibilidad”, al afirmar que da testimonio de Quien no sólo vio

y oyó, sino incluso palpar con sus propias manos: «Lo que existía desde el principio -escribe el Apóstol-, lo que hemos oído, lo que

hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon

nuestras manos acerca del Verbo de la vida»27.

La Revelación bíblica es única. Históricamente, Dios se reveló de modo progresivo. En el Antiguo Testamento, Dios fue preparando al

pueblo judío con el fin disponerle a recibir esa plenitud de la

Revelación que Él mismo llevaría a cabo encarnándose. El Nuevo

Testamento ratifica y completa el Antiguo Testamento. El Dios encarnado afirmó que no aboliría ni una «jota o tilde» de la antigua

ley28. Cristo culmina la revelación, aunque ésta es inagotable y

necesitamos la luz del Espíritu Santo para seguir profundizando en

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ella.

Como escribe Clives Staples Lewis, Dios «escogió a un pueblo en

particular y pasó varios siglos metiéndoles en la cabeza la clase de Dios que era -que sólo había uno como Él y que le interesaba la

buena conducta-. Ese pueblo era el pueblo judío, y el Antiguo

Testamento nos relata todo ese proceso. Pero entonces viene lo más

chocante. Entre los judíos aparece de pronto un hombre que va por ahí hablando como si Él fuera Dios. Sostiene que Él perdona los

pecados. Dice que Él siempre ha existido. Dice que vendrá a juzgar al

mundo al final de los tiempos. Pero aclaremos una cosa. Entre los

panteístas, como los hindúes, cualquiera podría decir que él es parte de Dios, o uno con Dios: no habría nada de extraño en ello. Pero este

hombre, dado que era judío, no podía referirse a esa clase de Dios.

Dios, en el lenguaje de los judíos, significaba el Ser aparte del mundo

que Él había creado y que era infinitamente diferente a todo lo demás. Y cuando hayáis caído en la cuenta de ello veréis que lo que

ese hombre decía era, sencillamente, lo más impresionante que

jamás haya sido pronunciado por ningún ser humano»29.

Una vez se me acercaron dos hombres de negocios. Uno era católico

y otro musulmán. El católico, con afán de simpatizar, decía: «ya le he dicho a mi amigo que hay un solo Dios, aunque unos le den un

nombre y otros otro». Hasta aquí todo iba bien, pero añadió: por los

demás, no hay gran diferencia entre nuestras religiones; ellos tienen

a un profeta llamado Mahoma y nosotros a otro llamado Jesucristo. Ahí le tuve que corregir. El cristiano no cree por el testimonio de un

profeta: Jesucristo afirmó ser Dios. El musulmán no salía de su

asombro cuando le dije: -Sí, ¿no lo sabías?, hace veinte siglos Alá se

hizo hombre...

Hay gente que oculta su escepticismo bajo una capa de prudencia.

Dicen que la religión (cristiana) es ciertamente importante, pero que

no hay que exagerar. Habría que replicarles que si Cristo es Dios, no

caben medias tintas. Como decía Lewis, «el cristianismo es una

afirmación que, si es falsa, no tiene ninguna importancia. Lo único que no puede ser es moderadamente importante»30. Toda la

credibilidad de la doctrina cristiana depende de la divinidad de Cristo.

En un libro-entrevista a Bono (el cantante de U2), el entrevistador

dice que, sin duda, «Cristo tiene su lugar dentro de los grandes pensadores de la Humanidad. Pero Hijo de Dios... ¿no es un poco

exagerado?». El cantante, responde: «No, para mí no es exagerado.

Mira, la respuesta laica a la historia de Cristo siempre es la misma:

fue un gran profeta, un tío evidentemente muy interesante, tenía muchas cosas que decir, al igual que otros grandes profetas, ya sean

Elías, Mahoma, Buda o Confucio. Pero Cristo no te deja verlo así. No

te lo pone fácil. Cristo dice: “No, no digo que yo sea un maestro, no

Page 12: Tema 1. por qué soy creyente

me llaméis maestro. No digo que sea un profeta, digo que soy el

Mesías. Digo que soy la encarnación de Dios”. Y la gente dice: “No,

no, por favor, sé sólo un profeta. Podemos con un profeta” [...]. Y

sólo te quedan dos cosas: o Cristo era quien decía ser -el Mesías-, o un chiflado de la cabeza a los pies. [...] La idea de que todo el curso

de la civilización en medio planeta pudo cambiar su destino y

volverse del revés por obra de un chalado, para mí eso es

exagerado»31.

¿Se puede demostrar que Cristo es Dios?

Hay datos suficientes que muestran la divinidad de Cristo, pero no se

puede demostrar de forma apodíctica, como era el caso con la existencia de Dios. Si se pudiese demostrar la divinidad de Cristo, la

fe ya no sería un libre asentimiento (creo porque decido

personalmente fiarme de Cristo que afirma que es Dios). Cristo es un

personaje histórico que, como hemos visto, afirma ser Dios; además, lo corrobora con toda clase de milagros presenciados durante tres

años, a plena luz del día, por miles de personas. Si se tratase de

hechos misteriosos realizados por una especie de mago ante un

auditorio de “iluminados” que miran de noche hacia las estrellas,

podríamos con razón dudar de la veracidad de dichos acontecimientos. Además, estos testimonios son fidedignos puesto

que los testigos no estaban locos y prefirieron dejarse martirizar

antes que negar lo que habían visto y oído. En sentido negativo,

tampoco se puede demostrar que Cristo no sea Dios, y eso que hay muchos que lo han intentado. Pero detengámonos más bien en los

argumentos positivos.

En cuanto a la historicidad del Nuevo Testamento, son muy

sugestivas estas palabras con las que Lucas introduce su Evangelio: «Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas

que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han

transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y

servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber

investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las

enseñanzas que has recibido»32. Imaginemos que alguien relata en su

diario una visita que ha hecho a un amigo suyo y comienza diciendo:

«Hoy fui en autobús a casa de Pablo López para charlar sobre los exámenes de finales de junio...». Quien descubra veinte siglos más

tarde ese documento, quizá se pregunte qué significa la palabra

“autobús” y haya que aclararle que es un antiguo medio de

transporte que se usaba en el siglo XX, pero en principio no pondrá en duda que el autor del diario fue a visitar a un tal Pablo López para

hablar de unos exámenes. Del estilo del documento se desprende que

se trata de algo realmente acaecido, no de un cuento o de una

leyenda.

Page 13: Tema 1. por qué soy creyente

Hasta el siglo XIX, nadie había puesto en duda la historicidad de los

Evangelios. En ese siglo, hubo quienes, sin demostración alguna,

lanzaron dudas al respecto. Esos enemigos de la fe eran conscientes de que, si atentaban contra la historicidad de los Evangelios,

socavaban el fundamento último de la fe cristiana: la divinidad de

Cristo. Ha costado más de un siglo de trabajo científico, por parte de

exegetas y arqueólogos, desmentir esos ataques. Quizá por eso, no pudiendo ya atacar la historicidad de los evangelios de un modo

científico, presenciamos hoy en día otro tipo de ataques (por ejemplo,

la novela de ficción “El Código Da Vinci”, que ha hecho mucho daño

entre incultos porque busca, entre otras cosas, sembrar dudas al respecto).

No quiero extenderme en muchos detalles, pero hoy en día ningún

historiador serio y honesto puede albergar dudas acerca de la historicidad del Nuevo Testamento. Messori, tras 10 años estudiando

el tema, concluyó, en su libro Hipótesis sobre Jesús, que no caben

dudas. Se conocen, en efecto, cerca de cinco mil manuscritos del

Nuevo Testamento, algunos de los cuales datan de los siglos II y III.

Las diferencias son mínimas y atañen detalles secundarios. Los Evangelios cuentan esencialmente lo mismo. Que haya algunas

pequeñas diferencias -como, por ejemplo, el rótulo escrito en la Cruz-

no hace más que corroborar la autenticidad de su testimonio. Para

comprender la inaudita fiabilidad histórica de esos textos, bastaría compararlo con los clásicos griegos y latinos, cuyas copias más

antiguas son escasas y están separadas de los originales por más de

mil años. En el caso de Platón, por ejemplo, esa separación es de

trece siglos.

Como recuerda Ronald Knox, «tenemos manuscritos enteros del

Nuevo Testamento que se remontan al siglo IV, mientras que los más

antiguos manuscritos de Tácito, por ejemplo, escritos

aproximadamente en la misma época, datan del siglo IX. [...] Se

puede construir, sobre principios críticos, una estructura de conocimientos sobre las creencias de los cristianos de mediados del

siglo I a cuyo lado todo nuestro otro conocimiento de tan remota

época resulte una tontería. ¡Imaginad si supiéramos tanto de la vida

de Sócrates como sabemos de la de Cristo! ¿Si supiéramos tanto del culto a Mitras como del culto a Cristo!»33. Jesucristo es, por tanto, un

personaje histórico. «Lo que nos ha llegado por medio de los

Apóstoles -afirma Juan Pablo II- es una visión de fe, basada en un

testimonio histórico preciso. Es un testimonio verdadero que los evangelios, no obstante su compleja redacción y con una intención

primordialmente catequética, nos transmitieron de una manera

plenamente comprensible»34.

Page 14: Tema 1. por qué soy creyente

Los evangelistas no interpretan. Escriben de modo conciso y cuentan

simplemente lo que han visto y oído. Hasta un niño puede

entenderles. En su predicación, los apóstoles dicen que no pueden

negar algo que es evidente porque ellos mismos lo han visto y oído. Por ejemplo, cuando las autoridades judías mandaron a Pedro y a

Juan «que de ninguna manera hablasen o enseñasen en el nombre de

Jesús», éstos les contestan: «Juzgad si es justo delante de Dios

obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído»35. Presenciar esos hechos no

conduce automáticamente a la fe. El Apóstol Tomás, por ejemplo,

creyó únicamente en la Resurrección y en la Divinidad de Cristo

después de haber comprobado el prodigio36, porque se predispuso libremente a recibir el don de la fe. Como afirma Juan Pablo II, «en

realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía

franquear el misterio de aquel rostro»37.

El hecho histórico de la Resurrección de Cristo fundamenta toda la fe cristiana38. No puede ser un mito o una leyenda. Jean Guitton, tras

revisar todas las posibilidades, concluye: «Los Apóstoles me dicen

que vieron a Cristo fuera de la tumba. No es leyenda, no hay tiempo,

los Apóstoles hablan de ello desde los primeros días. Tampoco entra

dentro del orden del mito, como si dijéramos: después de la lluvia llega el buen tiempo, después del invierno, la primavera. Creo que es

un hecho histórico, milagroso y misterioso»39. A quienes sugieren que

los Apóstoles se lo inventaron, Guitton replica: «O acepto el misterio

o de lo contrario tengo que volverme hacia un absurdo más oscuro que todos los misterios y que ni da cuenta de los hechos normales.

Imagine doce hombres, y hasta quinientos, que, sabiendo que su

maestro no ha resucitado, deciden ir todos a convencer al mundo de

lo contrario. ¿Y la mayoría terminan haciéndose cortar el cuello por fidelidad a lo que saben que es una broma, sin que ni uno de ellos se

vaya de la lengua y termine con ella?40»

¿Qué han oído los apóstoles del mismo Cristo? Ya hemos visto que,

en numerosas ocasiones, Jesucristo afirmó su divinidad. A los judíos,

les anima a estudiar las Escrituras, puesto que en Él se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. Para nosotros, el

testimonio más evidente de la divinidad de Cristo lo constituyen sus

milagros. Los patentes milagros de Cristo son “signo” de su divinidad:

dan testimonio visible de su divinidad invisible. Cristo realizó en nombre propio toda clase de milagros, desde dominar las leyes físicas

de la naturaleza hasta curar toda clase de enfermedades. En tres

ocasiones, devuelve la vida a difuntos. El caso más clamoroso es la

resurrección de Lázaro. Aquello fue tan claro, que los jefes judíos decidieron matar a Jesús, y a Lázaro, pues por su causa muchos

creían que Jesucristo era el Mesías prometido, y los jefes judíos

temían una rebelión popular y el consiguiente castigo romano41.

Page 15: Tema 1. por qué soy creyente

Algunos dudan de la historicidad de hechos sobrenaturales porque a

priori no admiten nada que supere su propia capacidad. Afirman, por

ejemplo, que quizá las personas resucitadas por Cristo no estaban

verdaderamente muertas. Los médicos saben, en efecto, que hay enfermedades en las que el paciente parece estar muerto pero está

vivo: su corazón, aunque lentamente, late todavía. Teóricamente, se

podría enterrar a alguien que vive todavía. No por nada hay culturas

en las que, cuando alguien muere, se tocan tambores durante toda una noche. Se puede responder que en esos casos no hay signos de

descomposición del cuerpo, mientras que en el caso de Lázaro los

testigos oculares afirman taxativamente que el cadáver estaba ya

putrefacto. «Señor, ¡ya huele!», dicen a Jesús cuando éste pide que abran el sepulcro42.

Quienes niegan a priori la posibilidad de los milagros, suelen buscar

toda clase de sinrazones para apoyar su falta de fe. Llama la atención

la debilidad de sus argumentos. Les recuerdas que cada vez que la Iglesia canoniza a un santo, se prueba la existencia de un hecho

científicamente inexplicable, y ves que tienen que hacerse violencia

para no aceptar lo que ha sucedido. Al descartar a priori la existencia

de Dios, necesitan ponerse anteojeras. Parece que, en el fondo, ni

ellos mismos se creen lo que afirman.

Pasan de no aceptar la simple posibilidad, a afirmar que en el fondo

un “milagro” es algo muy corriente. Te ponen ejemplos, fuera de todo

contexto religioso, de fenómenos paranormales, o te dicen que un día

la ciencia sabrá explicar lo que los creyentes llamamos milagros. Parecen fanáticos que necesitan adherirse a una fe irracional en la

ciencia.

En cualquier caso, sólo el creyente es verdaderamente libre al pensar sobre los milagros. Si me dicen que ha sucedido un milagro en

Lourdes, veo los datos y me formo una opinión. Si no me convence,

soy libre para no creerlo. Al cristiano sólo se le pide que crea en un

milagro: el de la resurrección de Cristo, de ahí proviene toda su fe.

En cambio, de nada sirve que el incrédulo examine esos datos, pues antes de empezar tiene que descartar que haya sido un milagro; si

no, se viene abajo todo su sistema. Ya lo decía Chesterton: «Un

creyente es un hombre que acepta un milagro si la evidencia le obliga

a ello. En cambio, un no creyente es un señor que no acepta ni siquiera discutir los milagros, porque es a lo que le obliga la doctrina

que profesa a la que no puede desmentir»43.

Los hechos son claros: alguien afirma ser Dios y lo confirma con

muchos milagros, públicamente conocidos. Ante esos datos, sólo cabe una explicación lógica: creer sencillamente en la divinidad de Cristo.

Otras explicaciones se desmontan con facilidad. La alternativa sería

decir que Cristo afirmó ser Dios por estar loco, y que los presuntos

Page 16: Tema 1. por qué soy creyente

milagros no eran más que una especie de trucos de magia hechos por

un estafador tan listo que engañó a miles de personas rudas. Pero

eso contrasta con los hechos históricos. Jesús no estaba loco porque

su comportamiento y su profunda doctrina lo contradicen. Tampoco era un embaucador porque cuando alguien engaña, lo hace para

obtener alguna ganancia, mientras que Cristo nunca buscó provecho

personal. Cuando, por ejemplo, le quieren coronar rey, Él les disuade

y se va a otro sitio. Luego si Cristo no es ni loco ni mentiroso, es Dios. Lo que no cabe decir, es que Cristo es simplemente un buen

hombre. Porque ese hombre afirmó ser Dios, y si no lo es, es un loco

o un sinvergüenza.

En conclusión, conociendo estos datos, cada uno tiene que tomar partido. Siendo fidedignos los testigos, no aceptar la divinidad de

Cristo equivale a afirmar que miente. «Si aceptamos el testimonio de

los hombres -escribe San Juan-, mayor es el testimonio de Dios (...)

Quien no cree a Dios le hace mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo»44. «Esta revelación -

escribe Juan Pablo II- es definitiva, sólo se la puede aceptar o

rechazar»45.

Logroño, junio de 2011

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1. Un buen libro que permite ahondar más es: A. Aguiló, ¿Es

razonable ser creyente?, Palabra, Madrid 2004.

2. V. Messori, Por qué creo. Una vida para dar razón de la fe, Libros

Libres, Madrid 2009, p. 120. 3. Así se entiende, por ejemplo, que sea ateo Jean Baruzi, uno de los

más autorizados conocedores de San Juan de la Cruz (cfr. H. Arts,

Een Kluizenaar in New York, De Nederlandsche Boekhandel, Amberes

1986, p. 119). 4. V. Messori, Los desafíos del católico, Planeta, Barcelona 1997, pp.

135-136.

5. R. H. Benson, Confesiones de un converso, Rialp, Madid 1998, p.

111. 6. Introducción a G.K. Chesterton, La incredulidad del padre Brown,

Encuentro, Madrid 1999, p. 13.

7. Como esos escépticos que dudan incluso de la realidad visible,

preguntándose si todo lo que ven no será una especie de sueño. No

se puede dialogar con alguien que niega lo evidente. Hay que tener una sana confianza en nuestra inteligencia, conocer tanto sus

posibilidades como sus limitaciones. Su capacidad no es ilimitada,

pero puede acercarse progresivamente a la verdad. La razón humana

es, por ejemplo, capaz de demostrar un cierto número de verdades

Page 17: Tema 1. por qué soy creyente

no evidentes: podemos demostrar racionalmente la existencia de

Dios, la inmortalidad del alma (que no todo acaba tras la muerte) y la

existencia de un código ético universal (que existen normas morales

universales: vigentes para hombres de todo tiempo y lugar). 8. Cfr. las demostraciones de la existencia de Dios de Tomás de

Aquino, Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3.

9. A. J. Cronin, Aventuras en dos mundos, Palabra, Madrid 1997, pp.

366-367. 10. J. R. Ayllón, Dios y los náufragos, Belacqua, Barcelona 2002, p.

155.

11. Juan Pablo II, Audiencia del 30 de enero de 2002.

12. Gen. 1, 26-27. 13. Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, Asociación de

editores del catecismo, Madrid 2005, p. 24.

14. 1 Tim. 6, 16.

15. Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 3. 16. Cfr. Is. 49, 15.

17. Jn. 1, 18

18. Soledad Puértolas, Con mi madre, Anagrama, Barcelona 2001,

pp. 12-13.

19. Benedicto XVI, Exhortación apostólica Verbum Domini, 30 de septiembre de 2010, n. 12

20. Cfr. Jn. 8, 24, 28 y 58.

21. Cfr. Mt. 26, 64 y Mc. 14, 62.

22. Jn. 10, 30. 23. Cfr. Jn. 10, 33.

24. Jn. 14, 7 y 9.

25. L. De Wohl, Adán, Eva y el mono, Palabra, Madrid 1984, pp. 162-

163. 26. Jn., 1, 18.

27. 1 Jn., 1, 1.

28. Cfr. Mt. 5, 18.

29. C.S. Lewis, Mero cristianismo, Rialp, Madrid 1995, pp. 67-68.

30. C.S. Lewis, Lo eterno sin disimulo, Rialp, Madrid 1999, p. 37. 31. M. Assayas, Conversaciones con Bono, Alba, Barcelona 2005, pp.

42-243.< br /> 32. Lc. 1, 1-4.

33. R. A. Knox, El torrente oculto, Rialp, Madrid 2000, pp. 108-109.

34. Juan Pablo II, Novo millenio ineunte, n. 17. 35. Hechos de los Ap., 4, 18-20.

36. Cfr. Jn. 20, 24-29.

37. Juan Pablo II, Novo millenio ineunte, n. 19.

38. Cfr. 1 Cor. 15, 14-15. 39. J. Guitton, Mi testamento filosófico, Encuentro, Madrid 1998, p.

57.

40. Ibidem, p. 60.

41. Cfr. Jn. 11, 45-53. 42. Cfr. Jn. 11, 39.

43. En V. Messori, Por qué creo. Una vida parea dar razón de la fe,

Page 18: Tema 1. por qué soy creyente

o.c., p. 242.

44. 1 Jn. 5, 9-10.

45. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés,

Barcelona 1994, p. 32.

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Taller:

•¿Es posible demostrar la existencia de Dios?

•¿De qué modo se reveló Dios al hombre?

•¿Cuál es el fundamento de la credibilidad de la doctrina cristiana?

•¿Cómo se prueba la divinidad de Jesús?