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Tema 5. ¿qué hay después de la muerte?

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Page 1: Tema 5. ¿qué hay después de la muerte?

Tema 5: ¿Qué hay después de la muerte?

Curso en línea "Catequesis básica para padres"

Autor: Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org

Os felicito porque habéis respondido muy bien a las dos preguntas del

tema 4. La segunda de ellas -acerca de la posibilidad de amar de

modo perfecto- revestía una importancia especial. Se trataba de entender que, con la gracia redentora de Cristo, podemos ser

realmente santos: basta con quererlo y con procurarse los medios

para saber y poder. Es importante, en definitiva, (re-) descubrir que

todos los bautizados estamos llamados a la santidad. Ciertamente, en esta vida no podemos igualar la pureza del amor divino, pero nos

consuela saber que todos los santos murieron teniendo defectos: el

santo no es el que lo hace todo bien, sino el que alcanza una alta

calidad de amor, que se demuestra, entre otras cosas, en la facilidad para pedir humildemente perdón por los propios fallos.

Con el tema 5, que estudiáis a continuación, terminaremos la primera

parte del curso, dedicada a ilustrar las verdades de la fe.

-----------------------------

LAS RAZONES DEL CREYENTE

(Breve introducción a la fe católica)

Tema 5: ¿Qué hay después de la muerte?

(La esperanza cristiana)

“Si conocieras el don de Dios” (Jn. 4, 10)

Introducción

En la sesión anterior hicimos hincapié en el aspecto curativo de la

gracia redentora de Cristo que se nos comunica a través de los

sacramentos. En esta sesión nos detenemos en la esperanza de Vida

Eterna del cristiano que se identifica con Cristo muerto y resucitado. Como afirma San Pablo, los cristianos vivimos «Expectantes beatam

spem» («con bienaventurada esperanza»)1.

Muchos cristianos cometen el error de creer en el Cielo pero no

intentar imaginárselo. Quieren ir al Cielo sólo porque saben que es lo mejor. Quizá por eso, a pesar de haber oído hablar de las promesas

de Cristo, se hunden cada vez que la muerte acecha. «La expectativa

de la vida perdurable -afirma Julián Marías- es el núcleo esencial de

la perspectiva cristiana. Si la relación con Dios se limitara a la vida terrenal, la religión misma perdería su sentido. Es lo más importante,

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justificación de todo lo demás, orientado hacia esa esperanza. Sin

embargo, a lo largo de la historia se ha descuidado algo que siempre

he creído decisivo: su imaginación. Si esa vida no es imaginada, no

puede ser deseada en concreto, sino de manera abstracta y débil»2.

Cristo nos reveló que tras la muerte viene el Juicio y que, según lo

que hayamos elegido, iremos eternamente al Cielo -eventualmente

precedido por un estado transitorio de purificación llamado

Purgatorio- o al Infierno. Pero antes de considerar esas realidades, preguntémonos si es posible demostrar la inmortalidad del alma.

La inmortalidad del alma a la luz de la razón

La fe nos dice qué sucede exactamente después de la muerte, pero

con la sola razón podemos demostrar que no todo termina con la muerte. Ya Platón, hace 24 siglos, demostró que nuestra alma es

inmortal: incorruptible e indestructible. San Agustín y Santo Tomás

de Aquino recogen sus argumentos y los perfeccionan.

En general, esos argumentos se apoyan en la naturaleza espiritual del alma humana. Si conseguimos mostrar que en el hombre no todo es

materia -como sostiene un materialismo-, si el hombre es capaz de

trascender la materia por ser mucho más que un simple animal algo

más sofisticado, si en la persona humana hay una realidad más

anclada en el ser que la materia, concluiremos que el alma es incorruptible, es decir, que el futuro de esta realidad espiritual

presente en nosotros no se rige por las leyes de la materia. La

materia sufre cambios sustanciales (la madera quemada, por

ejemplo, pasa a ser otra cosa: ceniza), mientras que el alma no es una sustancia contingente, sino necesaria. El único devenir posible de

una sustancia de naturaleza espiritual es la aniquilación, algo que, en

principio, el Dios nunca hace. Al contrario que la materia, el alma es

simple: no se puede destruir.

En el hombre conviven realidades corporales (hambre) y espirituales

(inteligencia que abstrae y voluntad libre). No somos ni animales ni

ángeles, sino una mezcla de ambos. Ambas dimensiones están

íntimamente unidas. Por un lado, si te pegan una torta, aparte de

dolerte la cara y el corazón, sientes que se atenta contra tu dignidad, o si no duermes lo suficiente, eres incapaz de reflexionar. Por otro

lado, si te “duele” el alma, el cuerpo lo exterioriza, por ejemplo con

dolor de cabeza. La unidad de la persona humana es impresionante.

Como observa Thibon, «la operación más groseramente carnal -por ejemplo el acto de comer- implica un cierto consentimiento y una

cierta delectación del espíritu; y, recíprocamente, la más noble

actividad espiritual se apoya sobre un mínimo de resonancia

sensitiva»3.

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Esta perfecta unidad de la persona humana sólo ha sido explicada

satisfactoriamente -sin caer en dualismos- por la filosofía aristotelico-

tomista. Según ésta, el alma es forma del cuerpo; necesita del cuerpo

para expresarse y obtener datos a través de los sentidos, aunque, de por sí, es una sustancia subsistente (capaz de existir con

independencia del cuerpo y, por tanto, incorruptible o inmortal).

Algunos expertos en neurología, influidos por prejuicios

reduccionistas, afirman que somos animales más evolucionados. Su materialismo no logra explicar la conciencia y pensamiento del ser

humano. Se apoyan en una especie de creencia según la cual llegará

un día en que sabremos explicarlo todo de modo científico.

Ciertamente no conocemos suficientemente el funcionamiento del cerebro, pero nuestros 20.000 millones de neuronas y 1.600 billones

de conexiones entre ellas no podrán jamás explicar nuestras

habilidades intelectuales y volitivas. Nuestra mente es superior a un

ordenador de gran capacidad. También hay expertos en neurofisiología -Wilder Penfield o premios nóbeles como John Eccles y

Charles Sherrington- que defienden posiciones no materialistas.

Como afirmó Roger Sperry (Nobel de Medicina en 1981 por sus

estudios de las funciones especializadas del cerebro humano):

«nuestra interpretación de los hechos tiende a devolver a la mente su antigua posición privilegiada sobre la materia, porque muestra que

los fenómenos mentales trascienden los de la fisiología y la

bioquímica»4.

En filosofía, el camino más sencillo para mostrar la espiritualidad del

alma consiste en estudiar sus dos potencias: intelecto y voluntad. En

cuanto al intelecto, veamos tres aspectos que serían imposibles si

éste fuese meramente material: la capacidad de abstracción, la universalidad de los conceptos que pueden ser abstraídos y la

autorreflexión.

Ya la simple capacidad de abstracción presupone espiritualidad. Los

animales no trascienden el ámbito de lo particular. Tienen un sentido interno (la estimativa) que les permite sacar lecciones de la

experiencia, pero no tienen capacidad de abstracción. Recuerdo una

conferencia de Jerôme Lejeune (el que descubrió en Genética el

síndrome de Down) en la que preguntaba: «¿Se imaginan ustedes un congreso filosófico de chimpancés intentando dilucidar la esencia del

“ser chimpancé”?». Ya lo decía Chesterton: «Hay gente intentando

demostrar con su inteligencia que con su inteligencia no se puede

demostrar nada». «El conocimiento de la verdad -sintetiza Joseph Pieper-, a pesar de sus condicionamientos orgánicos, es un fenómeno

íntima y naturalmente independiente de todo término material. Esto

es reconocido, de hecho y por la evidencia de la misma cosa, por

todos los hombres, tanto por los que lo saben, como por los que no lo saben, en incluso por aquellos que lo niegan expresa y

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formalmente»5.

Aparte de inducir conclusiones universales a partir de datos

particulares, podemos abstraer un número ilimitado de objetos. Si nuestro intelecto se redujese a las neuronas del cerebro, su

capacidad sería necesariamente reducida. En todo disco duro de un

ordenador cabe una cantidad limitada de información. Sin embargo,

podemos abstraer una infinidad de objetos diversos.

Más llamativa aún es nuestra capacidad de autorreflexión. Puedo

ahora pensar sobre mi pensar de mi pensar... Si mi intelecto fuese

material no podría volverse de modo inmediato sobre sí mismo. Mis

ojos, por ejemplo, al ser materiales, pueden ver cualquier cosa menos a sí mismos de modo directo (en un espejo, sí). La materia

siempre está extendida en el espacio: no puede volver sobre sí

misma. En cambio, el hombre usa su intelecto para discurrir sobre su

intelecto...

Otro tanto podría decirse sobre la voluntad. Sabemos por experiencia

que, a pesar de las circunstancias, la última decisión siempre es

nuestra. Si el hombre, a pesar de sus condicionamientos, es libre,

podemos trascender la materia. No me imagino a un animal haciendo una huelga de hambre. Un animal se conduce siempre por sus

instintos. Si está hambriento y, fuera de peligro, ve comida, siempre

va a por ella. En cambio, un hombre firmemente decidido, es capaz

de no apartar la mano del fuego, por mucho que todas sus neuronas estén transmitiendo órdenes a los músculos para retirar la mano.

Muchos autores que han pretendido negar la libertad humana como

modo de evitar la responsabilidad personal. Contrariamente a lo que

decía, por ejemplo, Skinner, fundador del conductismo, la experiencia muestra que el hombre es su último determinante: que nuestra

libertad es limitada pero real. En una novela, una catedrática de

biología dice a propósito de su novio: «En ocasiones, justifica a los

demás casi hasta el punto de negar que son responsables de sus

actos. Yo creo en el libre albedrío y no niego la influencia de la genética y del entorno (¿cómo podría un biólogo negar eso?, y estoy

segura de que estamos programados biológicamente para hacer

muchas de las cosas que hacemos. Sin embargo, aun dentro de esos

límites, creo que podemos elegir. La idea de que el destino nos dirige, y de que somos incapaces de oponer resistencia o alterar nuestro

rumbo, me suena a excusa»6.

El hombre es capaz de actuar de modo contrario a todas las

expectativas lógicas. Una prueba fáctica de la existencia de la libertad es la conversión de personas depravadas. Frankl cuenta al respecto7

el caso del Doctor J., destacado miembro de las SS. Fue llamado “el

asesino de masas de Steinhof” (un hospital psiquiátrico de Viena),

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porque no paró hasta llevar a las cámaras de gas a todos los

enfermos psiquiátricos de ese hospital vienés. Años después, Frankl

se enteró de que había muerto como un santo. Alguien que había

coincidido con ese alemán durante años de cautiverio en Rusia le contó a Frankl que el Doctor J. había sido su mejor amigo. La poca

comida que les daban la repartía entre sus compañeros de prisión. Se

desvivía por todos.

Aparte de la filosofía y de la Revelación, ¿existen más fuentes para saber algo sobre la vida en el “Más allá”? Existen testimonios serios

acerca de difuntos a quienes Dios permite comunicarse de forma

objetiva con personas vivas8. Que cada uno juzgue por sí mismo.

El infierno

La razón nos dice que, tras la muerte, el cuerpo, siguiendo las leyes

de la naturaleza material, se corrompe, pero que el alma, al ser de

naturaleza incorruptible, sigue subsistiendo. ¿Pero a dónde va? Con

total seguridad eso sólo se puede saber por la fe. Veamos lo que dice la Revelación a propósito de las realidades últimas. Lo haremos con

palabras de Juan Pablo II. Empezamos con el infierno:

El infierno como rechazo definitivo de Dios

Alocución del Miércoles 28 de julio de 1999

1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por

desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede

elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así

para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de

condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido

desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el

hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de

algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como

se suele decir, en «un infierno». Con todo, en sentido teológico, el

infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado

mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre

incluso en el último instante de su vida.

2. Para describir esta realidad, [...] el Nuevo Testamento anuncia que

Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.

Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación

que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno

será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a

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imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los

obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto

y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la

gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en

la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin

posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).

[...].

3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el

infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa

frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un

lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así

resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia

católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el

amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de

autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los

bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n.

1033)9.

Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios,

dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la

salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la

que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y

confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La

sentencia de Dios ratifica ese estado.

4. [...] La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, si los seres humanos,

y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella. El

pensamiento del infierno -y mucho menos la utilización impropia de

las imágenes bíblicas- no debe crear psicosis o angustia; pero

representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad [...]».

El Infierno no se explica sin la libertad. Se suele decir que el infierno

está cerrado con llave... ¡por dentro! ¿Pero cómo explicar que haya

gente que se empeñe en ir allí? Quizá es gente tan acostumbrada a

vivir en la “oscuridad”, que cuando ven el Cielo lleno de “luz”, se dicen: «allí no voy ni loco». ¿Pero cómo es posible que alguien se

“coma el coco” hasta el punto de preferir la oscuridad a la luz, la

soledad a la compañía amorosa?

La capacidad que tenemos de autoengaño puede ir muy lejos. La soberbia permite justificar lo injustificable. «Fuera de las cárceles -

cuenta Silvester Krcméry, un testigo de los horrores de los campos de

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concentración comunistas en Eslovaquia-, muchos hombres de la

Seguridad del Estado solían comportarse con gran seguridad en sí

mismos afirmando cosas como ésta: "Nunca he hecho daño a nadie

en mi vida, quizá he dejado de ayudar a alguien por inadvertencia". Suena casi irónico, pero ha sido lo típico en los más sádicos»10. La

experiencia muestra que quien confiesa a menudo sus pecados suele

saber de qué confesarse, mientras que quien nunca lo hace no sabe

de qué confesarse. «Cuando un hombre se va haciendo mejor -observa Lewis-, comprende con más claridad el mal que aún queda

dentro de él. Cuando un hombre se hace peor, comprende cada vez

menos su maldad. Un hombre moderadamente malo sabe que no es

muy bueno: un hombre totalmente malo piensa que está bastante bien. Esto, después de todo, es de sentido común. Comprendemos el

sueño cuando estamos despiertos, no mientras dormimos»11.

Quien se miente habitualmente a sí mismo puede terminar creyéndose sus propias mentiras. Su vida entera podría terminar

siendo una mentira: ante él mismo, y ante los demás. «El hombre

que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras -advierte

Dostoiewski- llega a encontrarse en situación tal que no sabe ver la

verdad ni en sí mismo ni a su alrededor, y pierde la propia estimación y el respeto de los demás»12. Es la triste historia del deterioro moral

del hombre a causa de su soberbia. Mientras su conciencia le siga

susurrando que se engaña, hay todavía esperanza de salvación:

significa que aún queda algo de su yo real. Lewis, en uno de sus libros13, muestra que en el infierno el autoengaño es máximo;

examinando la vida de diversos habitantes del infierno, sugiere que

su soberbia les habría llevado a tal desconocimiento de sí mismos,

que ya nada quedaría de su verdadero yo: al final de su vida, sólo quedaría su falso yo, estarían completamente alienados de sí mismos,

totalmente fuera de la realidad, ¡todo sería mentira!

En el drama del autoengaño, lo primero que se pierde es la

conciencia; después, la cabeza: el entendimiento. Quien vive como

piensa, acaba pensando como vive. Sirva de ilustración un elocuente pasaje de Los intereses creados de Jacinto Benavente. En esa célebre

obra de teatro, cuando el astuto Crispín propone al buen Leandro que

engañe por amor, dice éste: «-Yo no puedo engañarme, Crispín. No

soy de esos hombres que cuando venden su conciencia se creen en el caso de vender también su entendimiento»; a lo que replica Crispín:

«-Por eso dije que no servías para la política. Y bien dices. Que el

entendimiento es la conciencia de la verdad, y el que llega a perderla

entre las mentiras de su vida, es como si se perdiera a sí mismo, porque nunca volverá a encontrarse ni a conocerse, y él mismo

vendrá a ser otra mentira»14.

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El Purgatorio

Al Cielo, directamente, sólo van los santos. Por tanto, si de verdad

queremos ir al Cielo, tarde o temprano necesariamente nos

tendremos que purificar. El Purgatorio es una misericordia de Dios. El Santo Cura de Ars lo llamaba «el hospitalito del buen Dios». Allí

pagamos todos los platos rotos que, en estricta justicia, aún no

hemos pagado, y nos dan clases (y hacemos prácticas) de santidad.

En cuanto aprobamos el examen final de “amor a Dios sobre todas las cosas y a los demás como a nosotros mismos”, ya podemos ir al

Cielo. Veamos cómo lo explica Juan Pablo II:

El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con

Dios

Alocución del miércoles 4 de agosto de 1999

1. A partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se

encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.

Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero

de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena

requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn.

1030-1032).

2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté

enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se

puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.

[...]

5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica

a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos

llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles

en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Ts 3, 12 s). Por otra parte,

estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del

espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios

requiere una pureza absoluta.

Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda

imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y

precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de

vida. [...]

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6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que

la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión

comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de

purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en

este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia

católica, n. 1032).

Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el

único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven

en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial

que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial

que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes

ya gozan de la bienaventuranza eterna.

Sólo tengo que añadir que vale la pena preguntarse: «Si yo muriera

hoy, ¿dónde iría?, y si al Purgatorio, ¿porqué? ¿qué tengo que

cambiar para ir directamente al Cielo?». Es evidente que la

purificación en la tierra -por contar con la libertad- es más ligera que

en el Purgatorio. Aquí nos lavamos; allí, nos lavan.

El Cielo

Antes de intentar imaginárnoslo, veamos cómo lo explica Juan Pablo II:

El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios

Alocución del miércoles 21 de julio de 1999

1. Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan

acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su

amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la

existencia humana.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta

con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama

"el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones

mas profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha»

(n. 1024).

Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo»,

para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.

2. [...] En el lenguaje bíblico [...] el cielo se entiende como morada

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de Dios (cf. Sal, 104, 2 s; 115, 16; Is 66, l). [...] A la representación

del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de

lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como

muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en

Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos» (Mt

5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19,

21).

3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en

relación con el misterio de Cristo. [...] Los creyentes, en cuanto

amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre,

después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción

en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos

al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que

quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los

muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así

estaremos siempre con el Señor. Consolados, pues, mutuamente con estas palabras» (1Ts 4, 17-18).

En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la

«bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una

abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con

el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del

Espíritu Santo. Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al

describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de

una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos

situará la comunión definitiva con Dios.

El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial

sobre esta verdad afirmando que, «la vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada

por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído

en él y han permanecido fieles a su voluntad» (n. 1026).

5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como

en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar

ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día,

experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin

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embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir

bien las realidades penúltimas.

La contemplación del Cielo ya en la tierra

La esperanza cristiana se basa en las promesas hechas por el Único que siempre es capaz de cumplir lo prometido. Imaginar el Cielo es

un gran incentivo para nuestra esperanza. Vivimos, como reza la

liturgia, «esperando la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo».

Estamos de viaje y es lógico que el pensamiento se nos escape hacia la meta definitiva en la que nos espera la Persona que más y mejor

nos ama. Si le queremos con locura, deseamos ardientemente la

definitiva unión con Él.

Hay, sin embargo cristianos que sienten horror ante la muerte. Es lógico que la muerte dé miedo, aunque sólo sea porque se trata de

un tránsito sobre el que desconocemos los detalles. Morir siempre

tiene algo de violento. Pero si consideramos que la muerte es como la

llegada nupcial del Amado que viene a abrazarnos, ya no impresiona tanto. «Es preciso -explica L. Trese- que nos esforcemos por

comprender lo que significa quedar sumergidos en el poderoso abrazo

del Amor Absoluto, en ese amor indescriptible, pero personalísimo,

mediante el cual yo seré todo de Dios y Él todo mío; una misión por

la que mi alma, convertida en llama de amor, arde con una pasión inefable y gozosísima; una fusión tan arrebatadora que hace

inevitable el éxtasis, un éxtasis que excluye cualquier sombra de

dolor, porque no terminará nunca... Sí, cuando seamos capaces de

captar, aunque sea un poquito, la verdadera naturaleza de la visión directa de Dios, del amor y la felicidad que gozaremos en el cielo, la

muerte dejará de mostrarnos su sombría faz y perderemos el miedo.

[...] Una emoción tan irreprimible como es el miedo se ve anulada

por otra todavía más fuerte: el amor. Este no ha arrojado de nuestro corazón el miedo, pero lo ha convertido en algo irrelevante»15.

Tratemos de hacernos una idea del Cielo, puesto que no podemos

desear lo que no hemos imaginado. En esa tarea, no nos ayudan esos

autores que lo describen como algo tedioso y poco atractivo. Louis de

Wohl, experto en labores de inteligencia bélica, comenta con sorna: «El tipo que inventó lo de las nubecitas, la música de arpas y los

cánticos incesantes, sin duda estaba muy inspirado. Pero no por el

cielo. Es una de las obras más peligrosas de propaganda infernal.

Como no era posible calificar al cielo de malo, se le describió extremadamente aburrido. Y el ministerio de propaganda satánico

tuvo aquí la colaboración de un fallo de nuestra naturaleza humana.

Tenemos mucha mayor facilidad para imaginarnos el infierno que el

cielo. [...] ¿Será posible que lo malo nos resulte más familiar que lo bueno? Sería un pensamiento bastante alarmante. ¡Para cuántos

chistes idiotas habrá dado ocasión esta imagen deformada del cielo!

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Continuamente oímos decir que el infierno tiene que ser mucho más

divertido, pues allí estarán seguramente todas las personas

interesantes, en cambio en el cielo sólo la gente honrada, los chicos y

chicas ejemplares nauseabundamente aburridos que cantan en coro y tocan el arpa»16.

La beatitud no proviene sólo de la contemplación de Dios. Comporta

también aspectos humanos. En Cristo, Dios se hizo hombre sin

menoscabo de su divinidad. Así también nosotros seremos divinizados sin deshumanizarnos. Nuestros cuerpos resucitarán adquiriendo un

estado espiritualizado pero no desmaterializado. Por eso, toda noble

realidad humana tendrá su correlato en el Cielo. Allí viviremos en

familia con el resto de los bienaventurados. Aparte de amar a Dios, amaremos también a cada uno de ellos más y mejor de lo que jamás

hemos amado en la tierra. En consecuencia, como recuerda Santo

Tomás de Aquino, cada alegría ajena se hará propia17. Para

imaginarlo, tendríamos que multiplicar ese gozo por el enorme número de bienaventurados.

Dejemos de lado esos aspectos humanos del Cielo y centrémonos en

nuestra participación en la vida íntima de Dios. El testimonio de San

Pablo es elocuente: «Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasaron a

hombre por pensamiento las cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman»18. ¿Cómo será el gozo que se deriva de

conocer y de amar a Dios como Él nos conoce y nos ama19? Ya

sabemos que lo divino no es del todo inimaginable en virtud de su

analogía con lo humano. En concreto, el amor humano de alta calidad es la mejor fuente de inspiración.

La clave de la felicidad, tanto en el amor humano como en el divino,

reside sobre todo en la calidad de la intención de los amantes. Sólo el

amor de Dios, que de nada carece, es totalmente gratuito. San Bernardo describe esa inigualable perfección en estos términos: «El

amor puro se basta a sí mismo, agrada él sólo y por sí mismo. Él es

su mérito, él es su premio. El amor no exige otra causa, ni otro fruto

que él mismo. Su fruto, su práctica. Amo, porque amo; amo, para

amar»20. Nosotros no llegamos a tanto: aspiramos a una rectitud de intención. ¿En qué consiste? La interioridad es compleja. Un mismo

acto puede estar inspirado por diversas razones. Éstas son rectas en

la medida en que no se antepone el propio provecho al bien de la

persona amada. No es desinteresado quien da para recibir algo a cambio. Amar es lo contrario de utilizar. Es voluntad de pertenecer,

no de poseer. Debido a nuestra limitación, nuestra motivación nunca

es del todo altruista. Podemos albergar intenciones sinceras si

evitamos todo engaño consciente. El grado de desinterés en nuestros actos aumenta a medida que nos perfeccionamos. La gracia y la

buena voluntad mitigan progresivamente ese egoísmo y amor propio

que enturbia nuestras intenciones.

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Dos personas unidas por un amor altamente desinteresado

experimentan una dicha difícil de describir. Su recíproca entrega

produce una sorprendente espiral de felicidad que les sumerge en un

gozo inesperado que permite presagiar la beatitud divina. En la medida en que no persiguen su propio provecho, la alegría que

procuran, por así decirlo, rebota de uno a otro. En esta vida, esa

interacción es muy limitada. En el mejor de los casos, la felicidad

rebota como máximo un par de veces. En un matrimonio ideal, si el marido lleva un regalo a su mujer, la alegría de ella le sobreviene a

él. A su vez, ese dulce sobresalto repercute en ella. Y ahí queda todo.

Si tiramos una piedra al agua, se produce un determinado número de

círculos concéntricos. Si no hubiera rozamiento, los círculos continuarían extendiéndose de modo indefinido, como cuando se

empuja un objeto fuera del espacio gravitatorio.

Algo así debe suceder entre las Personas divinas a causa de la infinita

pureza de su amor. Están unidas por una eterna espiral de beatitud. También nosotros experimentaremos esa inmensa dicha cuando, en

el Cielo, les amemos como nos aman. No podemos visualizar el

resultado de multiplicar por infinito el gozo más grande que jamás

hayamos sentido en esta vida, pero conocemos al menos qué cifra

hay que elevar al infinito.

¡Y eso no es todo! A la hora de imaginar la inconcebible beatitud

celestial, a la máxima pureza del amor divino, podemos añadir seis

nuevos elementos:

1. Infinita sabiduría (conoceremos hasta el último porqué). 2. Plena correspondencia.

3. Eterna duración.

4. Plena compenetración (total ausencia de malentendidos y

desconfianzas). 5. Total ausencia de preocupación respecto al futuro de la relación

amorosa (la imposibilidad de competencia o traición).

6. Infinita perfección y belleza de la persona amada.

A propósito de esa hermosura divina, afirma San Josemaría:

«Considera lo más hermoso y grande de la tierra, lo que place al entendimiento y a las otras potencias, y lo que es recreo de la

carne y de los sentidos. Y el mundo, y los otros mundos, que

brillan en la noche: el Universo entero. Y eso, junto con todas las

locuras del corazón satisfechas, nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! ¡tuyo!, tesoro infinito, margarita

preciosísima»21.

Considerando todos esos aspectos, se vislumbra un gozo inefable ¿Qué será adentrightrarse en ese mirarse amando y amarse

mirando entre Dios y cada uno de los bienaventurados? Según San

Page 14: Tema 5. ¿qué hay después de la muerte?

Juan de la Cruz, dice Dios al alma: «Yo soy tuyo y para ti y gusto

de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti»22. Si

recordamos que ya ahora estamos siendo amados como lo

seremos en el Cielo, será más fácil que vivamos como contemplativos en medio del mundo.

Una vez agotados los recursos de la razón, si se intuye lo

inenarrable, «hay que dar entrada al casto silencio del que hablaba

el Pseudo-Dionisio, a propósito de los nombres de Dios»23. Y es que, a propósito del amor, llega un momento en que lo mejor es

callarse ¡y vivirlo! Y cuanto más lo vivimos, más se acrecienta el

deseo de consumar definitivamente nuestra unión con Dios en el

Cielo. Si hemos intuido lo que allí nos espera, disponemos de una especie de imagen congelada de video que, al entrar en la

eternidad, se pondrá en movimiento. Entretanto, purifiquemos

esos anhelos, recordando que Dios, por ser el que más ama, es el

que más desea esa sempiterna unión.

De María, que acostumbraba a sopesar todas las cosas en su

corazón24, aprendemos a ser contemplativos en medio de nuestros

afanes cotidianos. Si con la ayuda de la gracia somos fieles hasta

el último trance de nuestra vida, se romperán los velos que

esconden al Señor y le veremos por fin cara a cara. Lo desconocido siempre conlleva algo inquietante. Pero cuando

lleguemos al Cielo, enseguida nos sentiremos como en casa puesto

que saldrá a recibirnos Nuestra Madre.

Logroño, junio de 2011

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1. Tito, 2, 13.

2. J. Marías, La perspectiva cristiana, Alianza, Madrid 1999, p.

889. 3. Citado por R. Montalat en La revolución sexual, Folletos mc, n.

611.

4. En O. Rico, El cerebro y la mente, realidades distintas,

“Aceprensa”, 54/02, p. 4.

5. En J. B. Torelló, Psicología abierta, Rialp, Madrid 2003, p. 223. 6. M. Lawson, A orillas del lago, Salamandra, Barcelona 2002, p.

132.

7. Cfr. V. E. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder,

Décima ed., Barcelona 1989. 8. Véase, por ejemplo, un libro que apareció en Italia en 1985, en

el que un padre recibe mensajes de su difunto hijo a través de un

rotulador que escri be solo (L. Sardos Albertini, El Más allá existe,

Pena/Millet, Barcelona 1994). 9. Se entiende por pecado mortal «una aversión voluntaria a Dios»

(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1037.

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10. I. Socías, Sin miedo a la verdad, o.c., p. 144.

11. C.S. Lewis, Mero cristianismo, Rialp, Madrid 1995, p. 108.

12. F. Dostoiewski, Los hermanos Karamazov, Mateu, 3ª edición,

Barcelona 1960, p. 37. 13. Cfr. C.S. Lewis, El gran divorcio. Un sueño, Rialp, Madrid 1997.

14. J. Benavente, Los intereses creados, Biblioteca Básica Salvat,

n. 48, Madrid 1970, p. 109.

15. L. Trese, Dios necesita de ti, Palabra, 6ª edición, Madrid 1990, p. 147 y 155.

16. L. de Wohl, Adán, Eva y el mono, o.c., pp. 43-44.

17. Cfr. Santo Tomás de Aquino, Collatio super ´Credo in Deum´,

art. 12 ; en Opuscula theologica 2, Turín 1954, p. 217. 18. 1 Cor. 2, 9; cfr. Is. 64, 4.

19. Cfr. 1 Cor. 13, 12 y 1 Jn. 3, 2.

20. San Bernardo, Sobre el Cantar de los Cantares, n. 83, 4;

Liturgia de la horas, tomo 3, Madrid 1972, p. 1153. 21. San Josemaría, Camino, n. 432.

22. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, Canción 3, n. 6,

o.c., p. 111.

23. C. Cardona, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona

1988, p. 131. 24. Cfr. Lc. 2, 19 y 51.

Participación en el foro:

• ¿Cómo explicarías a alguien que, con la sola razón, podemos

estar plenamente seguros de que hay vida tras la muerte?

• ¿Qué es el inf ierno, el purgatorio y el cielo?

• ¿Cuál debe ser la actitud cristiana ante la muerte?

• ¿Has intentado imaginarte como es el cielo? ¿nos lo podrías

contar?