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1 13 de Octubre. TEMPORAS DÍA PENITENCIAL La celebración del día penitencial se tendrá, si es posible, el viernes siguiente al 5 de octubre o, si el 5 de octubre es viernes, el día 6 o uno de los días de la semana siguiente. Es de alabar que en este día 8 tenga lugar, además de la misa por el perdón de los pecados, una celebración comunitaria del sacramento de la penitencia. LITURGIA DE LA PALABRA Ez 18, 21-23. 30-32. Arrepentíos y convertíos de vuestros delitos O Bien: Joel 2, 12-18. Rasgad los corazones, no las vestiduras Salmo 50, 3-4.5-6ª.12-13.14 y 17. Misericordia Señor, porque hemos pecado. O bien: Sal 129, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Hebreos 12, 1-5. Quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata. O bien 2Corintios 5, 17-21. Reconciliaos con Dios. Mc 1, 1-8. 14-15. Convertíos y creed en el Evangelio. O bien: Lc 3, 7-14. Producid el fruto que la conversión pide. «Las Témporas —dice el Misal— son días de acción de gracias y de petición que la comunidad cristiana ofrece a Dios, terminadas las vacaciones y la recolección de las cosechas, al reemprender la actividad habitual» (p.648). La celebración ha sido fijada en España para el día 5 de octubre, pues su localización en el calendario e incluso su duración dependen de las Conferencias Episcopales de cada país. Las Témporas, y con ellas las Rogativas, son una antiquísima institución litúrgica ligada a las cuatro estaciones del año. Su finalidad consistía en reunir a la comunidad, para que, mediante el ayuno y la oración, se diese gracias a Dios por los frutos de la tierra y se invocase su bendición sobre el trabajo de los hombres. Las Témporas nacieron en Roma y se difundieron con la liturgia romana, al mismo tiempo que sus libros litúrgicos. Al principio tuvieron lugar en las estaciones del otoño, invierno y verano, exactamente, en los meses de septiembre, diciembre y junio. Pero muy pronto debió de añadirse la celebración correspondiente a la primavera, en plena Cuaresma. Por algunos sermones de San León Magno se conoce el significado de estas jornadas penitenciales, que comprendían la eucaristía, además del ayuno, los miércoles y los viernes de la semana en que tenían lugar. El sábado había una vigilia, que terminaba con la eucaristía también, bien entrada la noche, de forma que ésa era la celebración eucarística del domingo. La proximidad con algunas grandes solemnidades, como Navidad y Pentecostés, y la coincidencia con algún tiempo litúrgico, proporcionaban un colorido especial a la celebración de las respectivas Témporas. Pretender relacionarlas con cultos naturalistas precristianos es pura imaginación, aunque es evidente su relación con la vida agraria y campesina, la vida propia de aquellos tiempos. En el fondo, las Témporas son un acercamiento mutuo de la liturgia y la vida humana, en el afán de encontrar en Dios la fuente de todo don y la santificación de la tarea de los hombres. Por eso, hoy, considerada la extensión de la Iglesia y su presencia en los pueblos más diversos, se imponía una revisión y una adaptación de esta vieja celebración litúrgica, que ya no tiene por qué ser agraria ni campesina únicamente, sino que puede ser muy bien urbana y cercana a las preocupaciones

temporas-3 - Reflexiones Católicas · El año litúrgico celebra fundamentalmente el «recuerdo sagrado de la obra de la salvación realizada por Cristo» (Normas universales sobre

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13 de Octubre. TEMPORAS DÍA PENITENCIAL La celebración del día penitencial se tendrá, si es posible, el viernes siguiente al 5 de octubre o, si el 5 de octubre es viernes, el día 6 o uno de los días de la semana siguiente.

Es de alabar que en este día 8 tenga lugar, además de la misa por el perdón de los pecados, una celebración comunitaria del sacramento de la penitencia.

LITURGIA DE LA PALABRA

Ez 18, 21-23. 30-32. Arrepentíos y convertíos de vuestros delitos O Bien: Joel 2, 12-18. Rasgad los corazones, no las vestiduras

Salmo 50, 3-4.5-6ª.12-13.14 y 17. Misericordia Señor, porque hemos pecado.

O bien: Sal 129, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?

Hebreos 12, 1-5. Quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata.

O bien 2Corintios 5, 17-21. Reconciliaos con Dios.

Mc 1, 1-8. 14-15. Convertíos y creed en el Evangelio.

O bien:

Lc 3, 7-14. Producid el fruto que la conversión pide.

«Las Témporas —dice el Misal— son días de acción de gracias y de petición que la comunidad cristiana ofrece a Dios, terminadas las vacaciones y la recolección de las cosechas, al reemprender la actividad habitual» (p.648). La celebración ha sido fijada en España para el día 5 de octubre, pues su localización en el calendario e incluso su duración dependen de las Conferencias Episcopales de cada país.

Las Témporas, y con ellas las Rogativas, son una antiquísima institución litúrgica ligada a las cuatro estaciones del año. Su finalidad consistía en reunir a la comunidad, para que, mediante el ayuno y la oración, se diese gracias a Dios por los frutos de la tierra y se invocase su bendición sobre el trabajo de los hombres. Las Témporas nacieron en Roma y se difundieron con la liturgia romana, al mismo tiempo que sus libros litúrgicos. Al principio tuvieron lugar en las estaciones del otoño, invierno y verano, exactamente, en los meses de septiembre, diciembre y junio. Pero muy pronto debió de añadirse la celebración correspondiente a la primavera, en plena Cuaresma. Por algunos sermones de San León Magno se conoce el significado de estas jornadas penitenciales, que comprendían la eucaristía, además del ayuno, los miércoles y los viernes de la semana en que tenían lugar. El sábado había una vigilia, que terminaba con la eucaristía también, bien entrada la noche, de forma que ésa era la celebración eucarística del domingo.

La proximidad con algunas grandes solemnidades, como Navidad y Pentecostés, y la coincidencia con algún tiempo litúrgico, proporcionaban un colorido especial a la celebración de las respectivas Témporas. Pretender relacionarlas con cultos naturalistas precristianos es pura imaginación, aunque es evidente su relación con la vida agraria y campesina, la vida propia de aquellos tiempos. En el fondo, las Témporas son un acercamiento mutuo de la liturgia y la vida humana, en el afán de encontrar en Dios la fuente de todo don y la santificación de la tarea de los hombres.

Por eso, hoy, considerada la extensión de la Iglesia y su presencia en los pueblos más diversos, se imponía una revisión y una adaptación de esta vieja celebración litúrgica, que ya no tiene por qué ser agraria ni campesina únicamente, sino que puede ser muy bien urbana y cercana a las preocupaciones

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del hombre del cemento y del reloj de cuarzo. Lo importante es que en un día, o en tres, según la duración elegida, se viva y se celebre la obra de Dios en el hombre y con la ayuda del hombre; con un espíritu de fe y de acción de gracias propios del creyente, que sabe que lo temporal tiene su propia autonomía, pero sin romper con Dios y sin ir en contra de su voluntad salvadora: «Todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,22-23).

El año litúrgico celebra fundamentalmente el «recuerdo sagrado de la obra de la salvación realizada por Cristo» (Normas universales sobre el Año litúrgico, núm. 1). Pero junto a este aspecto fundamental el ciclo eclesial incluye también, aunque sea de modo más secundario, otras celebraciones. La memoria, por ejemplo, de aquellos fieles que reprodujeron en su vida, de modo eminente, el misterio pascual de Cristo (Cf.Sacr. Conc. 104), las diversas etapas de la vida de los fieles (Bautismo, Profesión religiosa, exequias) e incluso algunos otros acontecimientos o avatares de la vida humana de los cristianos (inicio del año civil, súplicas en tiempo de elecciones) interesándose y orando por su feliz desarrollo e iluminándolos y transformándolos a la luz del misterio pascual de Jesucristo.

En este último ámbito precisamente -el de interesarse por los acontecimientos de la vida humana- nacieron, ya en la antigüedad, dos tipos de celebraciones, cercanas entre sí pero no idénticas, que hoy quisiéramos subrayar y que la reforma litúrgica del Vaticano II por su parte quiso se adaptaran mejor a la situación actual: las Rogativas y las Témporas.

El significado de estas dos celebraciones, pensamos, que quizá no ha sido suficientemente captado después de la reforma litúrgica. Y ello a pesar de que la importancia de estas celebraciones continúa siendo grande -quizá mayor incluso que la que tuviera en otros tiempos-y de que posiblemente su correcta celebración tendría dos frutos importantes: el de restituir al domingo su carácter de fiesta primordial, purificándolo de adherencias que lo ofuscan y el de subrayar algunos aspectos importantes de la identidad cristiana que hoy con, demasiada frecuencia, pasan desapercibidos ante muchos fieles.

Las Témporas son y han sido siempre unos días consagrados a la santificación de las diversas etapas de la vida de los hombres. Tal como figuraban en el antiguo misal de San Pío V eran una herencia del cómo se vivía el quehacer cotidiano en el antiguo mundo rural. Históricamente nacieron como unos días de oración y ayuno para santificar las tres cosechas que constituían la base del trabajo más común del mundo agrícola antiguo: la del trigo en verano, la de la vendimia al comienzo de otoño y la del aceite en diciembre. A estas tres Témporas más tarde se añadieron unas cuartas témporas en marzo -que de hecho constituyeron como un doblaje penitencial pues coincidían con el tiempo también penitencial de Cuaresma- y empezó a hablarse de las «Cuatro Témporas» que correspondían a la santificación del inicio de las cuatro estaciones del año.

Las Rogativas tuvieron otro origen: nacieron ante necesidades singulares de alguna comunidad y luego, por diversas razones que no podemos explicar aquí, se fueron extendiendo por las diversas Iglesias. El Misal de San Pío V conservó dos de los antiguos días de rogativas: las llamadas «Rogativas mayores» que se celebraban el día de San Marcos y las «Rogativas menores» que tenían lugar los tres días anteriores a la Ascensión del Señor.

Las Normas Universales del Año litúrgico promulgadas con el «Motu proprio» «Mysterii Paschalis» de Pablo VI determinó que las Conferencias Episcopales adaptaran a las necesidades de los diversos lugares -que hoy ya no viven al ritmo de las cosechas agrícolas- tanto las Témporas como las Rogativas y determinaran el tiempo y la manera de celebrarlas teniendo en cuenta las necesidades locales.

Por lo que se refiere a España en concreto la Conferencia Episcopal en un primer tiempo determinó que las cuatro antiguas Témporas se redujeran a una sola época -el comienzo de la actividades del curso, terminadas las vacaciones-y situó estas Témporas en la semana del 5 de octubre con la posibilidad de su celebración en uno o en tres días. La fecha, teóricamente por lo menos, parece oportuna. Hoy, en efecto, el ritmo de la actividad humana no se rige ya entre nosotros por las

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cosechas agrícolas y, en cambio, queda muy marcado por el período vacacional .Y el inicio del curso escolar. No obstante hay que decir que, en la práctica, la celebración de estas Témporas no parece haber calado demasiado en las comunidades y que de hecho las nuevas Témporas pasan desapercibidas en casi todas partes.

Después de unos años de experimentación cabría pues preguntarse si esta celebración, colocada una sola vez al año, marca de una manera suficiente el ritmo de la vida. O si por el contrario el paso de las tres -o cuatro- Témporas antiguas a un solo día hace incluso más difícil su celebración. ¿No sería más eficaz colocar diversas «Témporas», con una identidad verdadera y muy propia, en diversos períodos, al inicio, por ejemplo, del curso -las del 5 de octubre- otras al inicio de las vacaciones de Navidad como conclusión del primer trimestre, antes de las fiestas de Navidad o quizá mejor al inicio del segundo, pasadas ya las fiestas? En todo caso seguramente sería más eficaz que el Calendario general de España sugiriera únicamente una fecha aproximativa situada en las diversas épocas, dejando el día más concreto de la celebración para cada comunidad o por lo menos para cada diócesis para que se «tuviera más en cuenta las necesidades -y posibilidades- locales» (Normas Universales del Año litúrgico, núm. 46).

Pero si el Calendario para las iglesias de España en su primer momento redujo las cuatro Témporas a una sola celebración, esta reducción se proyectó sólo como primer paso, dejando para más adelante cuáles y cuándo debían celebrarse otras posibles Témporas y el conjunto de las Rogativas -el que suscribe este Editorial participó muy activamente en su proyecto y por ello puede afirmar estos extremos-. La cosa quedó después olvidada y por ello es oportuno insistir en este aspecto.

Si las antiguas comunidades tuvieron sus necesidades -pestes, terremotos, lucha contra determinadas supersticiones populares o contra la pervivencia de fiestas paganas-y para ello instituyeron diversos días de «Rogativas», pensamos que las actuales Iglesias no dejan de tener las suyas, y a veces, más imperiosas incluso que las de los tiempos pasados. Además con demasiada frecuencia estas necesidades -desprovistas hoy de días de «Rogativas»- por una parte cubren y desvalorizan la celebración del domingo con el nacimiento de los «Días» (del Seminario, de las misiones, del hambre, etc.) y por otra no quedan suficientemente subrayadas ni vividas pues se limitan a solo una colecta y un subrayado del problema que hace desaparecer la homilía y no deja espacio a la oración por la necesidad.

Determinar cuáles y cuándo deben ser las «Rogativas» en cada nación es competencia de la Conferencia Episcopal (Normas Universales del año litúrgico, núm. 46). Pero preparar el ambiente y señalar posibilidades -de momento con prácticas de carácter más privado- con días consagrados a la oración por las necesidades que parecen más urgentes y generales puede ser iniciativa de las comunidades concretas y ayuda incluso para que en un mañana cercano se instituyan diversos días de «rogativas» oficiales.

En esta línea nos parece interesante que las comunidades -las contemplativas en primer lugar, como grupos cuya vocación primordial es la plegaria, pero también las parroquiales y religiosas- hagan como un elenco de las principales necesidades de la Iglesia y de sociedad civil de nuestros días. Y dediquen a ellas unos días de oración que en el domingo anterior o posterior podrían tener su eco. Con ello se realizaría también el voto del Ceremonial de los Obispos (núm. 229) de que los temas y días no cubran la liturgia del domingo.

Estas rogativas -que como hemos dicho podrían extenderse uno o varios días según se trate de comunidades contemplativas, religiosas o parroquiales-de cara a las necesidades de la Iglesia podrían ser entre otros: «Por las vocaciones», «Por la unidad de la Iglesia», «Por la evangelización de los pueblos», «Por el Papa», «Por el Obispo y la Iglesia local». Frente a las necesidades de la sociedad civil podría pensarse en instituir unos días de «Rogativas» por ejemplo «Por la paz y el progreso de los pueblos» «Por los que padecen hambre en el mundo», «Por la nación o autonomía». Para todas estas «Rogativas» hay formularios propios de misas y pueden prepararse oportunamente otras preces y textos a la manera como lo hacemos en este número de Oración de las horas en vistas a unas «Rogativas» por la evangelización de los pueblos a celebrar durante la semana anterior o posterior al DOMUND para ambientar la plegaria y el interés por esta urgente necesidad eclesial.

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Según la tradición de la Iglesia, la primera semana de Cuaresma es la semana de las Cuatro Témporas de primavera. Las Cuatro Témporas representan una tradición peculiar de la Iglesia de Roma; sus raíces se encuentran, por una parte, en el Antiguo Testamento -donde, por ejemplo, el profeta Zacarías habla de cuatro tiempos de ayuno a lo largo del año-, y por otra, en la tradición de la Roma pagana, cuyas fiestas de la siembra y de la recolección han dejado su huella en estos días. Se nos ofrece así una hermosa síntesis de creación y de historia bíblica, síntesis que es un signo de la verdadera catolicidad. Al celebrar estos días, recibimos el año de manos del Señor; recibimos nuestro tiempo del Creador y Redentor, y confiamos a su bondad siembras y cosechas, dándole gracias por el fruto de la tierra y de nuestro trabajo. La celebración de las Cuatro Témporas refleja el hecho de que «la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). A través de nuestra plegaria, la creación entra en la Eucaristía, contribuye a la glorificación de Dios.

Las Cuatro Témporas recibieron en el siglo V una nueva dimensión significativa; pasaron a ser fiestas de la recolección espiritual de la Iglesia, celebración de las ordenaciones sagradas. Tiene un sentido profundo el orden de las estaciones correspondientes a estos tres días: miércoles, Santa María la Mayor; viernes, Los doce Apóstoles; sábado, San Pedro. En el primer día, la Iglesia presenta los ordenandos a la Virgen, a la Iglesia en persona. Al meditar en este gesto, nos viene a la memoria la plegaria mariana del siglo III: «Sub tuum praesidium confugimus». La Iglesia confía sus ministros a la Madre: «He ahí a tu madre». Estas palabras del Crucificado nos animan a buscar refugio junto a la Madre. Bajo el manto de la Virgen estamos seguros. En todas nuestras dificultades podemos acudir siempre, con una confianza sin límites, a nuestra Madre. Este gesto del miércoles de las Cuatro Témporas se refiere a nosotros. Como ministros de la Iglesia, somos «asumidos» en virtud de este ofrecimiento que representa el verdadero principio de nuestra ordenación. Confiando en la Madre, nos atrevemos a abrazar nuestro servicio.

El viernes es el día de los Apóstoles. En calidad de «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» somos «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (Ef. 2,19-20). Sólo hay verdadero sacerdocio, sólo podemos construir el templo vivo de Dios en el contexto de la sucesión apostólica, de la fe apostólica y de la estructura apostólica. Las ordenaciones mismas tienen lugar en la noche del sábado hasta la mañana del domingo en la basílica de San Pedro. Así expresa la Iglesia la unidad del sacerdocio en la unidad con Pedro, del mismo modo que Jesús, al principio de su vida pública, llama a Pedro y a sus «socios» (Lc 5,10), luego de haber predicado desde la barca de Simón. La primera semana de Cuaresma es la semana de la siembra. Confiamos a la bondad de Dios los frutos de la tierra y el trabajo de los hombres, para que todos reciban el pan cotidiano y la tierra se vea libre del azote del hambre. Confiamos también a la bondad de Dios la siembra de la palabra, para que reviva en nosotros el don de Dios, que hemos recibido por la imposición de las manos del obispo (2 Tim 1,6) en la sucesión de los Apóstoles, en la unidad con Pedro. Damos gracias a Dios porque nos ha protegido siempre en las tentaciones y dificultades, y le pedimos, con las palabras de la oración de la comunión, que nos otorgue su favor, es decir, su amor eterno, Él mismo, el don del Espíritu Santo, y que nos conceda también el consuelo temporal que nuestra frágil naturaleza necesita:

La iglesia celebra una vez al año el día de la acción de gracias. Es un día al final del verano y pretende agradecer los frutos de las cosechas. Pero no en la sociedad agrícola ni en la industrial se puede limitar este gesto elemental a un día determinado. En cada día y en cada momento hay motivos para dar gracias a Dios, entre otros por el don de la vida. Dar gracias es un rasgo fundamentalmente cristiano y humano. La dialéctica humana funciona en términos de "doy para que me des", pero la dialéctica divina se cambia por estos otros: "Me has dado mucho y por eso te doy gracias". Dar gracias cuesta muy poco, pero si sale del corazón es quizá la más noble expresión de un sentimiento humano.

El agradecimiento es a veces lo único que podemos dar. Si es sincero, eso basta. Quien da otras cosas sin agradecimiento, hará intercambio o comercio. El que no es agradecido es sumamente pobre. ¿Qué tiene en realidad? Quien no da gracias a Dios es porque en el fondo no está convencido de deberle nada. Pero a Dios se le debe todo, quizá sin saberlo. Un rabino daba gracias a Dios "por todo".

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-"¡Pero si no tienes nada!", le replicó otro que le oía. A lo que respondió: "Yo necesitaba precisamente la pobreza y Dios me la ha dado".

Puede suceder que uno necesite la enfermedad como medicina del espíritu y entonces hay que dar gracias también por la enfermedad. Pensándolo bien, lo único que el hombre puede dar a Dios es su agradecimiento. La oración de alabanza es, indudablemente, la más excelsa. Pero el agradecimiento no puede imponerse, como tampoco el amor. Tiene que salir del corazón como expresión de la persona. Eso es lo que agrada a Dios. De eso se quejó Jesús en el caso del evangelio. En el caso de los diez leprosos, nueve de ellos obedecieron y quedaron curados, el décimo creyó y fue salvado. Es el dato más esencial del relato. Porque no es lo mismo curar que salvar. Curar alude a lo exterior, mientras que salvar afecta a la totalidad de la persona. Uno de los diez leprosos se mostró agradecido y en ese gesto encontró la fe y la salvación. Los nueve restantes sólo encontraron la curación.

El leproso que vuelve para agradecer la curación lo hace, dice el evangelio, "alabando a Dios a grandes gritos". Se ha dado cuenta de que aquel gran favor que Jesús le ha hecho es, en el fondo una señal de cómo Dios actúa misericordiosamente con los hombres, y por eso se volvió alabando y ensalzando al Dios salvador, al Dios que actúa de tantas y tantas maneras en la vida de los hombres.

Es el Dios que ha hecho nacer, de su bondad, la creación entera; el Dios que se ha escogido un pueblo y lo ha liberado de la esclavitud en Egipto; el Dios que, para dar la vida a todo hombre, ha venido a compartir la condición humana y así nos ha abierto a todos caminos de salvación y de amor pleno.

Por eso, en todo lo que vivimos, en toda realidad de amor, de vida, de esperanza, podemos descubrir esta presencia salvadora y misericordiosa de Dios. Por eso vale la pena que siempre, como aquel leproso, seamos capaces de "alabar a Dios" por sus dones. De hecho, cuando cada domingo nos reunimos aquí en la iglesia, nuestra reunión recibe precisamente este nombre: "Eucaristía", quiere decir "Acción de gracias". Y ahora, cuando dentro de unos instantes empezaremos el momento central de nuestro encuentro, lo haremos levantando nuestro corazón hacia Dios y diciendo que "en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno". Damos gracias a Dios por todos sus dones, y damos gracias sobre todo por su don definitivo: la vida nueva de JC, su Espíritu que está con nosotros.

PRIMERA LECTURA

Ez 18, 21-23. 30-32.

Arrepentíos y convertíos de vuestros delitos Así dice el Señor Dios: «Si el malvado se convierte de los pecados cometidos y guarda mis preceptos, practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá. No se le tendrán en cuenta los delitos que cometió, por la justicia que hizo, vivirá. ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor—,y no que se convierta de su conducta y que viva? Pues bien, casa de Israel, os juzgaré a cada uno según su proceder —oráculo del Señor—. Arrepentíos y convertíos de vuestros delitos, y no caeréis en pecado. Quitaos de encima los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo; y así no moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie —oráculo del Señor—. Arrepentíos, y viviréis»

Palabra de Dios.

O bien:

PRIMERA LECTURA.

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Joel.

2,12-18. Rasgad los corazones, no la vestidura.

Dice el Señor: —Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras: convertíos al Señor Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas. Quizá se convierta y se arrepienta y nos deje todavía la bendición, la ofrenda, la libación del Señor, nuestro Dios.

Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión; congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos, congregad a muchachos y niños de pecho. Salga el esposo de la alcoba; la esposa, del tálamo. Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes, ministros del Señor, diciendo: «Perdona, Señor, perdona a tu pueblo, no entregues tu heredad al oprobio; no la dominen los gentiles, no se diga entre las naciones: ¿Dónde está su Dios? Que el Señor sienta celos por su tierra y perdone a su pueblo». Palabra de Dios.

Salmo responsorial. Sal 50,3-4.5-6a.12-13.14 y 17./R. Misericordia, Señor, porque hemos pecado. Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. R/.

Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. R/.

¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. R/.

Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzate con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza. R/.

O bien:

SALMO RESPONSORIAL

Sal 129, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8

R/.Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?

Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto. R/.

Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. R/.

Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora; porque el Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos. R/.

SEGUNDA LECTURA

Hebreos 12, 1-5.

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Quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata.

Hermanos: Una nube ingente de testigos nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado. Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: —«Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, no te enfades por su reprensión.»

Palabra de Dios.

O bien:

SEGUNDA LECTURA.

Corintios, 5,17-21.

Reconciliaos con Dios. Hermanos: El que es de Cristo es una criatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de reconciliar. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro, En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios.

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO:

Mc 1, 1-8. 15-17 Convertíos y creed en el Evangelio.

Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.”» Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el Jordán.

Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y proclamaba: —«Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.» Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: —«Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

Palabra del Señor

O bien:

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SANTO EVANGELIO

Lc 3, 7-14

Producid el fruto que la conversión pide.

En aquel tiempo, muchos iban a que Juan los bautizara; y les decía: —«¡Camada de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Producid el fruto que la conversión pide y no os hagáis ilusiones, pensando: “Abrahán es nuestro padre”, porque os digo que de estas piedras Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán. El hacha está tocando la base de los árboles, y el árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego.» La gente le preguntaba:—«Entonces, qué hacemos?» Él contestó: —«El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida haga lo mismo.» Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: —«Maestro, ¿qué hacemos nosotros?» Él les contestó: —«No exijáis más de lo establecido.» Unos militares le preguntaron: --«Qué hacemos nosotros?» Él les contestó: —«No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga.»

Palabra del Señor.

Comentario de la Primera Lectura: Ez 18, 1-10.13b.26-32. Arrepentíos y convertíos de vuestros delitos. La palabra del Señor me fue dirigida: « ¿Por qué andáis repitiendo este proverbio en el país de Israel: los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos sufren la dentera?»

En las catástrofes colectivas, se suele normalmente comentar la injusticia que supone que seres inocentes sean castigados por los culpables.

En aquella época, el pueblo de Israel y todos los de su entorno, como también muchos pueblos hoy, tenían un gran sentido de la solidaridad: las faltas del ambiente son también mías y cada una de ellas acrecienta el mal del conjunto.

Ezequiel no ignora esto que, en parte, es verdad.

Pero su reflexión contribuirá a que la conciencia de la humanidad adelante un gran paso: el de la responsabilidad personal.

-Por mi vida, -palabra del Señor Dios- que no tendréis que repetir este proverbio. Pues todas las vidas son mías; la vida del padre lo mismo que la del hijo. El que ha pecado es el que morirá.

Debemos abandonar toda mentalidad fatalista o infantil.

No podemos cargar sobre los demás lo que es de nuestra incumbencia. Hay una cierta manera de insistir sobre el «carácter colectivo» de ciertos comportamientos que es sólo una manera disfrazada de abogar por la «irresponsabilidad».

Ahora bien, ¡no resulta nada agradable ser tenido por «irresponsable»! Danos, Señor, el sentido de nuestras responsabilidades.

-El que es justo y practica el derecho y la equidad... no levanta sus ojos a los ídolos... no deshonra a la mujer de su prójimo... no oprime a nadie, ni comete fraude alguno... El que da su pan al hambriento y viste al desnudo... no presta con usura ni reclama intereses...

El que dicta un juicio según la verdad... El que sigue mis leyes y mis preceptos, obrando conforme a la verdad... Un hombre tal es verdaderamente justo.

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Conviene releer esta lista y aplicárnosla a nosotros mismos. Lo que Dios quiere es el hombre cabal, el hombre vivo, el hombre «justo».

-Por todo ello -palabra del Señor- os juzgaré a cada uno según su conducta.

¡Esto es algo muy serio!

Es muy fácil descargarse en los demás: «es culpa de un Tal, es falta del sistema, es culpa de la sociedad». ¿Para qué convertirse si de todas formas tendremos que soportar las consecuencias de las faltas de los demás?

Convertíos y apartaos de vuestros pecados. Haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo.

Nada de esto será posible si primero no nos convencemos de nuestra propia responsabilidad.

Dame, Señor, un corazón nuevo.

En este mundo, que marcha cada vez más hacia el colectivismo, necesitarán «personas» de valor que sepan conservar su buen criterio y no torcerse ante la gran corriente de responsabilidad anónima.

No se trata de renunciar a nuestras solidaridades. Se trata de no dejarnos llevar como briznas de paja al viento.

-No deseo la muerte de nadie: convertíos y vivid.

¡Vivid! ¡Vivid!

Uno de los capítulos del libro de Ezequiel más llenos de interés teológico es, sin duda, este que hoy leemos. Trata de la responsabilidad personal e individual, pero podríamos decir que orientada siempre hacia la conversión de los malos caminos, como dice después (vv 23 y 30, que no leemos). Y es que, en definitiva, la exagerada insistencia en la influencia del pecado colectivo se convierte siempre en excusa para no cambiar, para no convertirse. El proverbio de los israelitas indica que son los padres quienes han pecado, aunque ahora ellos, sus hijos, sufren las consecuencias, los padres no sufrieron el castigo y ellos sí, sin tener culpa, según piensan. ¿De qué vale convertirse? La respuesta del profeta es doble. Por una parte está la trascendencia de Dios, su soberanía. Por otra, la responsabilidad individual. El pecado está dentro de cada persona, de cada individuo: no son culpables de él ni los antepasados ni los demás miembros de la comunidad. El responsable es siempre el individuo. Pero ante Dios no sólo no cuentan los pecados de los demás, sino que ni siquiera los personales ya pasados. Dios no lleva cuenta de ellos: lo que importa es la actitud personal actual, la conversión presente, que siempre es posible, aunque en algunos momentos llegue a ser difícil. Y lo que vale para los pecadores vale también para el justo: no se puede confiar en obras anteriores, sino que hay que seguir haciéndolas ahora (vv 14ss).

El oráculo aprovecha la ocasión para indicarnos cuáles son los caminos extraviados por los que el hombre puede caminar: en primer lugar, la idolatría («comer en los montes» del v 6 indica los banquetes rituales idolátricos), y enumera luego una serie de pecados o delitos que se pueden cometer contra el prójimo bien en acciones o en omisiones. Pero muy concretos y precisos: nada de ideas generales o vagas. Todo eso es importante, sobre todo si esta enumeración está ligada, como parece, a las confesiones que se hacían en las solemnidades litúrgicas.

La atención a la responsabilidad personal no es motivo para el individualismo. Es sólo un toque de atención para no escudarse en falsas excusas, para evitar enfrentarse con el verdadero problema: la conversión real, sincera, práctica (en el mejor de los sentidos). Dios exige nuestra voluntad, nuestra

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acción decidida en favor de los demás (obras concretas: v 7) en cada momento, continuamente, sin que importe el pasado o, al menos, sin tenerlo como excusa.

O bien: Comentario de la Primera Lectura: Joel 2, 12-18. Rasgad los corazones, no las vestiduras.

Impresionado el auditorio por la descripción que hiciera el profeta de la plaga y su proyección escatológica, Joel cree llegado el momento de insistir en su llamamiento a la penitencia y a la conversión. A ninguna culpabilidad concreta alude. Pero ¿quién estará limpio a los ojos de Dios? En auténtica línea tradicional y profética, el gran promulgador de la solemne liturgia penitencial descubre el verdadero sentido de la misma: la conversión del corazón a través "del ayuno, llanto y luto". Lo que hay que rasgar son "los corazones y las vestiduras", por este orden. Nada nuevo añadirá el Nuevo Testamento a esta concepción de la penitencia. Jesús se hará eco de Joel cuando diga a sus discípulos: "Cuando ayunéis..." (Mt 6, 16ss).

Dos palabras entran en juego en esta verdadera penitencia. El clásico imperativo "sub" = conversión, vuelta a Dios, ya que al pecado se le considera un alejamiento hasta el destierro y "de todo corazón", ya que esta vuelta no puede ser ocasional, interesada y menos aún ficticia. "De corazón" es lo que nosotros llamamos un firme y sincero propósito de la enmienda.

¿Que motivos ofrece Joel para esta penitencia-conversión? Tres claramente especificados. El primero por parte de Dios, el segundo por parte de la plaga de Israel y el tercero con miras a todos los pueblos espectadores de Israel.

Por parte de Dios, se le describe en términos proverbiales en todo el Antiguo Testamento: "Es compasivo y misericordioso lento a la cólera, rico en piedad; se arrepiente de las amenazas".

Es el fundamento de su esperanza y oración. Nada está definitivamente perdido mientras el hombre no se rinda. Jesús recordará: "Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá" (Mt 7,7ss).

Por su parte, la plaga aún no lo ha asolado todo. "Quizás nos deje -Yavé- todavía su bendición", la posibilidad de algo con que poder realizar la ofrenda y libación al Señor. Es el mismo pensamiento anterior visto ahora desde la creatura. Siempre hay algo bueno en el hombre y lo que importa es aprovecharlo, salvarlo.

Finalmente, el profeta pone en tela de juicio al mismo Dios con un recurso literario y teológico a la vez, clásico en la tradición bíblica. El desastre de su pueblo será un espectáculo ignominioso ante los pueblos de la incapacidad de su Dios para salvarlos. Y se dirán: "¿Donde está su Dios?" En definitiva, lo importante no es tanto la desgracia y castigo del pueblo, siempre pecador, sino el honor del mismo Dios que entra en juego. "Señor, ten celos por tu tierra". La respuesta de Yavé fue positiva. Y en los versículos siguientes Yavé responde a su pueblo prometiéndole abundancia de todo aquello que había destruido la plaga.

Pero, no olvidemos, que para ello fue necesario un esfuerzo supremo de conversión desde los ancianos hasta los niños, desde los sacerdotes hasta los recién casados, legalmente dispensados de ciertas obligaciones (Dt 24,5). La infalibilidad de la promesa divina está en proporción directa de la sinceridad y firmeza de la conversión y confianza humanas en Dios.

Joel es un profeta del que no se sabe prácticamente nada. Pero por lo que se deduce de su breve librito, parece que proclamó su profecía después del exilio, cuando la vida en Jerusalén y Judá está ya restaurada y el país vive tranquilo en situación de provincia autónoma del imperio persa.

Pero en aquel momento tranquilo, sobreviene lo inesperado: una plaga de langostas y otros animales amenaza con destruirlo todo. Y el miedo a perderlo todo se apodera del pueblo, y nadie sabe qué hacer. Los sacerdotes son incapaces de convocar a la oración ante el Señor.

 

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Y un hombre, de nombre Joel, se siente empujado a remover al pueblo e invitarlo a ponerse ante Dios pidiendo su ayuda. Ayuda y perdón, porque es la época en que aún se ve todo mal y toda catástrofe como una consecuencia del pecado.

Joel quiere que todo el pueblo se mueva, empezando por los sacerdotes. Quiere que se hagan signos públicos y rituales de petición de perdón, y quiere, sobre todo, que se rompa la pasiva tranquilidad del pueblo para renovar la fidelidad al Señor. Y quiere que se utilice ante Dios el gran argumento: si el pueblo cae en la miseria, se perderá la libertad (la gente tendrá que venderse como esclavos a los persas para poder comer) y Dios mismo quedará en ridículo ante "los gentiles".

En el capítulo siguiente del texto que hoy leemos, Joel llevará su llamada muy lejos, y anunciará la salvación plena de Dios con el don de su Espíritu, como recogerá Lucas en los Hechos de los Apóstoles al describir Pentecostés (Joel 3,1ss = Hechos 2,17ss). El Salmo 50 es el salmo penitencial por excelencia, atribuido a David como petición de perdón después de sus relaciones con Betsabé (2Samuel 12). Es petición de perdón, y de deseo de alabar a Dios por este perdón y por el corazón puro que Dios puede crear. En aquellos lugares que dispongan de tiempo (¡no hay que olvidar que hoy es día laborable!) quizá se podría leer el salmo entero, en lugar de la selección que figura en el leccionario.

Invitación a la penitencia. Judá ha de sacar una lección de la plaga de langostas. Debe reconocer la necesidad de volver a Yavé y a su templo para escapar del enemigo. Este retorno exige los actos de culto: el ayuno, el llanto y las lamentaciones formaban parte de la liturgia penitencial. Pero los actos rituales no bastan. Dios quiere que nos rasguemos el corazón más que los vestidos. Se trata de «volver» a Dios, no de quedarse en el mismo sitio cambiando sólo la postura externa.

La conversión de Judá atraerá la benevolencia divina, ya que la misericordia es uno de los atributos propios de Yavé. Dios se ha comprometido voluntaria y perpetuamente, mediante un pacto, a procurar el bienestar del pueblo. Por eso es posible que el castigo sea, en último término, una bendición, palabra que incluye todo lo que el hombre puede desear, especialmente la vida y la abundancia de bienes.

La conversión del pueblo no es simplemente la suma de las conversiones individuales, sino la de todos colectivamente: niños, jóvenes, ancianos, sacerdotes..., incluidos los recién casados, pese a que están dispensados de otras obligaciones (Dt 24,5). La respuesta divina no se hace esperar. A la vez, se amplía la perspectiva: las langostas pierden su significación propia e histórica y pasan a representar la tribulación del «día de Yavé» escatológico. «El (pueblo) del norte» era, al parecer, una expresión técnica para designar al invasor apocalíptico. La mayoría de las invasiones de Palestina habían procedido del norte, y tal hecho histórico da origen a la frase. Pero aquí ha perdido el significado geográfico. En toda la perícopa se juega con la doble significación, histórica y simbólica, de la plaga. Cuando Judá se reconcilie con Dios no habrá obstáculo para que se manifieste su bendición. No faltará la lluvia en la siembra ni en primavera, época en que grana el trigo. La frase «porque os dará la lluvia tardía con regularidad» puede traducirse también: «os dará al maestro de justicia»; en este caso significaría que la lluvia enviada a su debido tiempo será el testimonio de la fidelidad de Dios. También puede entenderse como una alusión a una persona, futuro jefe espiritual del pueblo.

Joel actúa probablemente después del retorno del exilio, cuando el país está ya restaurado y tranquilo. En aquella situación, no obstante, una plaga de langostas está a punto de destruirlo todo. Entonces, ante la pasividad de los sacerdotes y de los responsables del pueblo, surge este hombre del que no sabemos prácticamente nada y llama al pueblo a pedir auxilio a Dios. Una petición de ayuda que irá unida a una petición de perdón, porque aquella tragedia es interpretada como una consecuencia del pecado. Joel convoca a todo el mundo: los sacerdotes no pueden quedarse cruzados de brazos, los más débiles (ancianos y niños de pecho) también deben participar en el clamor, los esposos deben "salir de la alcoba y del tálamo". Todos se postrarán ante Dios y pedirán perdón.

El profeta quiere que se hagan signos públicos, rituales de arrepentimiento. Pero quiere sobre todo que se "rasguen los corazones" y renueven la voluntad de ser fieles al Señor. Y el gran argumento para conseguir la benevolencia divina será recordar que Dios mismo está ligado a su pueblo, de modo que si el pueblo cae en la miseria (lo que comportaría la muerte por hambre o el venderse como esclavos a los

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persas con el fin de poder comer) será Dios quien quedará desacreditado ante los demás pueblos. Los "celos" de Dios salvarán al pueblo.

Comentario del Salmo 129, 1-2.3-4.5-6.7-8. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?

Un hombre orante, abatido por un terrible sufrimiento, dama a Yavé; parece como si sus gritos brotaran desde las profundidades del abismo. Implora con toda su alma a Dios instándole a que ponga su oído en sintonía con su clamor: «Desde lo más profundo a ti grito, Señor: ¡Señor, escucha mi voz! ¡Estén tus oídos atentos a mis peticiones de gracia!». Sabe que es pecador, mas, al mismo tiempo, es consciente de que Dios tiene misericordia de su condición de barro. Sabe también que ni él ni nadie puede subsistir en su presencia si es juzgado según sus pecados. Su esperanza radica en que sabe que el perdón es uno de los atributos de Yavé. La oración está marcada por el dolor, el arrepentimiento y, sobre todo, por la inquebrantable certeza de que Dios le escucha: «Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti viene el perdón, y así infundes respeto».

Es tan grande su confianza que se mantiene a la espera de la bondad de Dios. Espera en Yavé, espera en su Palabra. La misma palabra que movió a Yavé para liberar a su pueblo, esclavo en Egipto, que abrió el mar Rojo para que Israel encontrara su camino a la libertad, descenderá sobre él, le envolverá y le absolverá de todas sus culpas. Ante la posibilidad de la tentación de desesperarse por la situación personal en la que ha caído a causa de almacenar culpa sobre culpa, nuestro hombre orante proclama su fe y su confianza en la salvación de Dios: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra... Porque del Señor viene la gracia y la redención copiosa».

Sabemos que los salmos son mesiánicos en su conjunto, lo que quiere decir que expresan y anuncian situaciones concretas de la vida de Jesucristo. Siendo así, podemos entonces preguntarnos: ¿Jesús realmente oró así a su Padre? ¿También él almacenó culpa sobre culpa para invocar y apelar al Dios de la misericordia? Evidentemente, sí; no por sus pecados, sino porque él cargó sobre su ser las culpas continuadas y persistentes de todos los hombres, y las consumió en el horno de su pasión.

La expiación del pecado del mundo, repetidamente anunciada por los profetas, nos es admirablemente expuesta por el apóstol Pablo: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: maldito todo el que está colgado de un madero» (Gál 3,13).

De una forma sumamente explícita, el apóstol Pablo anuncia que Dios mismo plasmó en su propio Hijo el pecado de toda la humanidad, nuestro pecado, de forma que, con sus súplicas hacia El, quedásemos todos libres de culpa: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡ reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2Cor 5,20-21). El mismo apóstol subraya con inusitada fuerza la buena noticia de nuestra justificación, es decir, santificación, a causa de Jesucristo: «De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: el que se gloríe, gloríese en el Señor» (1Cor 1,30-31).

En este contexto nos parece muy oportuno dirigir ahora nuestros ojos hacia el Señor Jesús, y sacar a la luz su oración al Padre. Así como el salmista, cubierto por sus pecados, no dejaba de esperar en Yavé y en su Palabra como garantía de su perdón y liberación, vamos también a ver a Jesús esperando en el Padre, esperando su respuesta una vez que ha cargado y asumido toda culpa. Nos acercamos a un texto que forma parte de la oración-súplica que Jesús dirige a su Padre en el contexto de la última cena. Sabemos que esta fue el pórtico de entrada a su pasión; de hecho, fue en ella donde anunció la inminente traición de Judas.

 

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Escuchemos su oración: «Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» Un 17,1). Así como el salmista confía sus pecados al infinito perdón de Yavé, Jesús pide a su Padre que le glorifique, que le rescate de la muerte que está a punto de caer sobre él. Puede pedir esto, pues es consciente de que está a punto de culminar la misión que le ha confiado al enviarle al mundo: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mudo existiese» Un 17,4-5).

El Padre glorificó a su Hijo resucitándole; y nosotros, libres ya de toda culpa, resucitamos también gloriosos con El. En la muerte de Jesucristo, Dios escuchó todos nuestros clamores y, en y por su Hijo, la vida eterna nos ha sido concedida: «Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 10,6-11).

Comentario de la Segunda Lectura: Hb 12,01-13 ss. Quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata.

La carta a los Hebreos presenta a Jesús como objeto de contemplación: "Puestos los ojos en Jesús... meditad, pues, en el que soportó tanta oposición" (12,1-3). Esto es decisivo para Heb; de hecho, la carta no intenta sino poner ante nuestros ojos a Jesús (3,1; 7,4.26; 10,34). El objetivo es que la contemplación de Jesucristo y de su camino hacia Dios conduzca a una íntima e inalienable experiencia personal, es decir, a la fe viva. El camino de la plena entrega interior a Dios, hasta dar la vida, es el único acceso a la verdadera vida en Dios.

Con la mirada puesta en la firme constancia de Jesús, el autor exhorta: «Sacudámonos todo el lastre y el pecado que se nos pega; corramos con constancia» (12,1); esta exhortación es la aplicación del binomio clásico «muertos al pecado, vivamos una vida nueva» (Rom 6,1-14) a la segunda generación. Por un lado se considera el pecado «como un lastre que se nos pega», experiencia típica de personas y comunidades ya viejas; es la mediocridad, la cerrazón, la poca generosidad, la dimisión ante los auténticos objetivos de la vida, el miedo, el desánimo, el cansancio (12,3). Por otro lado, la fe de la segunda generación es la «constancia», la conversión renovada, la recuperación diaria de la ilusión y la seguridad inicial (3,12-14), el retorno fiel a la contemplación de Jesús (3,1) y al sentido siempre nuevo de la victoria de su muerte (9,11-12), es el esfuerzo diario por una vida libre, valiente, pobre, alegre, caritativa (c. 11).

La alusión al carácter difícil de la constancia lleva al autor a un último destello de genialidad: «Sufrís para corrección vuestra» (12,7). El esfuerzo diario y constante por vivir de acuerdo con los valores y las actitudes del evangelio es la verdadera corrección del hombre en manos de Dios; por nuestra constancia nos va haciendo hijos Dios (12,7-9). Este esfuerzo es difícil y a veces parece inútil; pero quienes lo practican con perseverancia aprenden a participar de la santidad de Dios (10), así consigue Dios en ellos vidas justas, pacíficas, llenas de fruto, maduras, acabadas (11).

-Por tanto, hermanos, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos de la fe... Sí, son miles y miles.

El ateísmo está muy extendido hoy. Pero los «creyentes» de toda clase son incomparablemente más numerosos. Pienso en tantos hombres y mujeres que «están buscando a Dios a tientas», en las diversas religiones del mundo. Pienso en todos aquellos que, desde milenios se han sentido seducidos por Dios, por lo «sagrado» y han sido capaces de sacrificarse a sí mismos para dirigirse hacia Otro. Pienso en los innumerables santos, conocidos y desconocidos, que se enamoraron de Ti, Señor, y te dieron su vida entera.

Todos ellos, dice el autor de la Epístola a los Hebreos, están en torno a nosotros, multitud innumerable que nos sostiene con sus alientos a la manera de los hinchas de un estadio.

¡Vivir con! Vivir con lo invisible. Con todos aquellos que han vivido su fe antes que nosotros en condiciones a menudo parecidas a las nuestras

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-Sacudamos también nosotros todo lastre y en primer lugar el pecado que nos asedia y nos traba. Prosigue la imagen del estadio. Ellos, los santos, han terminado su carrera, nos miran y nos alientan. Su primer consejo es «sacudir el lastre», desembarazarnos de todo lo pesado e inútil. El pecado es un peso, una traba... que nos impide correr. Desembarazarse del pecado es ser más libre, más esbelto, es tomar el vuelo ágil y alegremente. Evoco mis propios pecados. Los siento como trabas. Ruego al Señor que rompa mis cadenas.

-Y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús... El segundo consejo de nuestros hinchas es tener muy fijos los ojos en nuestro entrenador, el que corre delante de nosotros. Sí, Señor, quiero fijar en Ti mi mirada.

-Fijos los ojos en Jesús, el que es origen y término de nuestra fe. Entre los testigos de la Fe que están a nuestro entorno, el primero de todos ellos es Cristo. Él es quien «comienza» y «acaba» todos nuestros movimientos interiores hacia Dios. El menor de nuestros pensamientos dirigidos hacia Dios es suscitado en nosotros por el Espíritu de Jesús (Ga 4-6).

Jesús no es un ser lejano, distanciado, está en el corazón del mundo, en lo más profundo de mi vida, para animarla, desde el primer movimiento de la Fe, hasta su perfecta consumación .

Jesús, modelo único de Hijo, suscita desde el interior todas las verdaderas actitudes filiales de los hombres ante Dios.

-El cual, renunciando al gozo que se le proponía, soportó la humillación de la cruz sin miedo a la ignominia y sentado a la diestra de Dios, reina con Él.

Fijar los ojos en Jesús es a menudo fijar los ojos en un crucifijo. Gesto físico y simbólico que no hay que descuidar. A través de la cruz que retiene nuestra mirada y nuestro pensamiento, es preciso contemplar la actitud profunda de Jesús, su «aguante», su «humillación», su capacidad extraordinaria de «renunciar al gozo», por amor a nosotros y al Padre. La cruz es el símbolo mismo de la Fe y del Amor: la renuncia a sí mismo.

-Meditad el ejemplo de aquel que soportó una tal hostilidad, para que no desfallezcáis faltos de ánimo.

O bien:

Comentario a la Segunda Lectura: Corintios, 5,17-21. Reconciliaos con Dios. Las barreras que dividen a los hombres y los clasifican ya no existen para el que está en Cristo y es una criatura nueva (cf.Gál 3,28 y Ef. 2, 14-16). Este hombre nuevo deja de guiarse por los deseos humanos; ahora es el Espíritu quien lo guía (Gál 5, 14-16).

A muchos les gusta decir: Jesús es amor. Y es verdad. Pero no hay que olvidar que este amor es su respuesta al amor del Padre que quiere reconciliarnos: debemos acabar con la idea de un Dios enojado al que Cristo trata de apaciguar (Rom 3, 25).

La misión del cristiano no consiste primeramente en cantar alabanzas al Señor, ni en ser una persona de vida tranquila, sino en tomar parte activa en la obra de la reconciliación universal, la cual supone tanto denunciar las injusticias y pecados, como tratar de superarlos en forma colectiva, mediante un espíritu de valentía, amor y sacrificio.

Presentarse como mensajeros de Cristo es algo que atañe a todos, porque todos tienen la misión de acercarse al hermano, superando recelos, creando espíritu de confianza que logre la convivencia fraterna entre hombres que viven los problemas de un mismo mundo. En este marco, Pablo recuerda el misterio de la cruz: la reconciliación no se lleva a cabo sin víctimas voluntarias (Cristo no cometió pecado) que saben tomar sobre sí el odio y los pecados de los hombres.

 

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Al morir Cristo por todos y en lugar de todos, es como si todos hubieran muerto en Cristo (v. 14). Al pagar con su sangre nuestro rescate, todos somos de Cristo. Se acabó lo antiguo. Los que creen en Cristo y saben que ahora le pertenecen experimentan en sí mismos la fuerza de la resurrección, la nueva vida. Son criatura nueva. El principio de esta segunda creación, el principio de esta nueva vida, es Cristo resucitado.

Aunque, en última instancia, todo esto viene de Dios, que es el que realiza en Cristo la obra de la redención y "reconcilia al mundo consigo sin pedirle cuentas de sus pecados". En la distancia de Dios estamos perdidos, y con nosotros el mundo, todo está entregado a la muerte. Pero Dios salva por propia iniciativa, salta el abismo que habíamos interpuesto con nuestros pecados.

Todo esto constituye el contenido del evangelio, que es mensaje de reconciliación universal. El que cree este mensaje no lo cree sólo para sí mismo y debe comunicarlo gozosamente a los demás hombres. El que cree es un enviado.

Es preciso que los hombres respondan a la iniciativa de Dios en Cristo, respondan al mensaje de reconciliación. Porque no basta que Dios nos reconcilie consigo, es preciso que nosotros aceptemos esa reconciliación y la extendamos por todo el mundo.

El que era inocente, pagó por todos. Pablo dice que Cristo se hizo "pecado" por nosotros, no que hiciera pecados. Esto es, tomó sobre sí la culpa de todo el mundo. Unirse al justo que padece, que expía, no es sacudirse la culpa o "hacerse el inocente". Más bien es aceptar nuestro pecado y estar dispuestos, con Cristo y en Cristo, a expiar por nosotros y por los demás. Confesando nuestro pecado nos situamos delante de Dios y nos alcanza su justicia. Sólo que esta justicia viene entonces sobre nosotros como una gracia, como perdón. Porque Dios ama a los pecadores, y unidos a Cristo recibimos la salvación.

Este párrafo se inserta en el contexto general del ministerio de la reconciliación que forma el tema principal. Sin embargo, la primera y la última parte tocan otros puntos muy importantes, aunque un tanto diferentes del principal, aunque conectados con él.

La reconciliación y su ministerio. Es una de las maneras con que Pablo describe los efectos de la obra de Cristo. "Reconciliación" es una imagen que no puede tomarse literalmente, sino sólo en cuanto al "tertium comparationis". En este caso significa que Dios y el hombre se han encontrado, como dos personas que se reconcilian. Renuevan una amistad maltrecha. No significa, con todo -eso sería exagerar la imagen- que Dios y el hombre sean enemigos mutuos. Sabemos que Dios nunca lo es del hombre. Conviene presentar, pues, a Dios a su propia luz en cuanto sea posible.

La novedad de lo cristiano. Es una alusión en primer lugar a alguien que se hace cristiano. Para él Cristo es una novedad enorme. Pero para quien ya lo es también el Señor tiene una permanente y eterna novedad que aportar. Es esencial no creerse que porque seamos cristianos desde hace tiempo o la Iglesia tenga casi dos mil años ya lo sabemos todo sobre Cristo y Dios y su revelación, y nos escleroticemos en actitudes superadas, individuales y colectivas.

Cristo hecho pecado. La expresión más fuerte en todo el Nuevo Testamento. La traducción es mala, al hablar de expiación por los pecados. Parece que no se ha atrevido a proponer el original paulino que dice: "a quien no conoció el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros a fin de que fuésemos justicia de Dios en El". Significan la participación integral de Cristo en la condición humana, en el pecado y la muerte, su consecuencia, aunque no fuera pecador personal. Pero un mundo injusto y roto le afectan en su ser personal humano asumido por amor a los hombres.

De ahí provendrá la modificación de la existencia humana hasta llegar a ser "justicia de Dios", otra expresión paulina paralela a la de reconciliación para indicar la forma del ser del hombre unido a Cristo.

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Este capítulo tiene dos partes bien diferenciadas: la primera (vv 1-10) viene a ser el final de la perícopa de ayer, exponiendo la actitud cristiana respecto a los últimos tiempos; la segunda (11-21), profundiza el tema del ministerio apostólico. Más que un orden lógico de exposición, notemos que la carta encuentra su contexto en la situación concreta de la comunidad de Corinto.

En la primera parte, Pablo no puede hablar de experiencias suyas, sino que expresa una comprensión particular del último momento, la parusía. Este tema, tratado ya en la primera carta (1 Cor 15), fue siempre un punto oscuro para la comunidad de Corinto y, probablemente, lo motivó la misma predicación del Apóstol. Siguiendo el pensamiento judío, parece creer en un estado intermedio, de existencia semimaterial, que tendrá lugar después de la muerte y antes del retorno de Cristo. Habla de él como de un estado de desnudez que, en principio, quisiera evitar, es decir, prefiere que la parusía tenga lugar en vida, de manera que el hombre sea sobrevestido de inmortalidad sin pasar por la muerte (2 y 4). Por otra parte, sin embargo, considerando la existencia del hombre como un destierro (17), piensa que la muerte, al dar lugar a este estado de desnudez, comporta un acercamiento a Cristo (8). El dilema teórico persiste, y Pablo lo supera sólo con un acto reflejo de voluntad y de fe: lo importante es agradar a Dios, sirviéndole en cualquier situación (9).

En la segunda parte encontramos uno de los pasajes más importantes de esta carta: la radical novedad de la existencia humana, que corresponde a la reconciliación del hombre con Dios, operada por Cristo. El pensamiento de Pablo hay que enmarcarlo dentro de la escatología profética que pregona los últimos tiempos en términos de salvación y de nueva creación. Si el realismo de Pablo le obliga, en algunas cartas, a insistir en la necesidad de una tarea a realizar, en ésta encontramos la afirmación de la nueva realidad como una situación ya presente (17) que afecta a todo el universo, pero principalmente al hombre.

Sólo Cristo como gran ministro, ha podido realizar este estado de reconciliación cósmica que implica la justificación para el hombre (21). El ministerio apostólico es siempre una invitación a "reconciliarse con Dios" (20).

Reconciliación es la palabra clave del texto repetida en cada versículo. Otras palabras parecidas son: expiación, salvación, renovación. Esta es la obra de Cristo y es también nuestra misión y nuestra tarea.

Cristo es reconciliación viva. Cristo es la bandera blanca que Dios envía al mundo. Cristo es el abrazo personal entre Dios y los hombres. Cristo es nuestra paz. El se hizo responsable de nuestros pecados, cargó con ellos y los clavó en la cruz. Así, Dios, por medio de Cristo, no destruyó a los enemigos sino a la enemistad. Entonces brotó el arco iris que abrazó al cielo y a la tierra.

Tarea nuestra es actualizar esta reconciliación de Cristo, seguir anunciando la paz y trabajar por ella. Reconciliar unos hombres con otros, unos pueblos con otros, y todos, el mundo entero, con Dios. ¡Qué tarea más difícil, pero a la vez qué gratificante, la de reconciliar personas, familias, Iglesias, regiones, pueblos, etnias, Estados! Sigue siendo necesaria la cruz, la de Cristo y la nuestra, extender bien los brazos para abrazar al mundo.

Hay que derribar primero muchos muros de incomprensión, odios y resentimientos, injusticias y opresiones... Pero todo es viejo y «lo antiguo ya ha pasado». En Cristo ya ha empezado algo «nuevo».

-"El que es de Cristo es una creatura nueva": La Antigua Alianza ha pasado y, con la resurrección de Cristo, ha empezado algo nuevo transformador de la existencia y de la historia humana. Esta obra nueva tiene a Dios como autor y unos hombres han sido llamados a colaborar con ella. La obra nueva consiste en una acción de reconciliación desde la misericordia de Dios, manifestada en Jesucristo. Los destinatarios son la humanidad e -indirectamente- toda la creación (aquí el término "mundo" tiene este sentido complexivo; sin tener, al contrario que en Juan, ninguna connotación negativa). Dios se comporta para con el hombre como si no hubiera habido pecado. La misión del apóstol es la de ser un comunicador de esta conducta de Dios.

 

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-"En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios": Pablo pasa ahora a la exhortación. El anuncio de la buena noticia de la reconciliación puede quedar estéril si no encuentra acogida en el hombre.

-"Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado": Literalmente dice: "lo hizo pecado". La traducción es un intento de explicación del significado de la expresión. Aquí se sitúa dentro del contexto de la reconciliación. Lo que queda claro es que la frase juega con una doble dimensión: quien no ha cometido pecado alguno ha sufrido por el pecado de los hombres.

Comentario del Santo Evangelio: Mc 1, 1-8. 15-17. La actividad del el Bautista como previa a la de Jesús.

El verbo "convertirse" y el sustantivo correspondiente aparecen en Mt en momentos de gran importancia para el mensaje evangélico (3. 2; 4. 17; 11. 20; 12. 41). Más que cambio de mentalidad (según el pensamiento griego) habría que entender "cambio de camino (según la manera de pensar del Antiguo Testamento.). Todo el que inicia un camino de fe tiene que encontrarse con esta realidad: vivir de fe es ir cambiando poco a poco nuestra manera de andar por el camino de la vida.

Todos los evangelistas cuentan con la actividad del Bautista como previa a la de Jesús. Cada uno lo presenta desde un punto de vista y los diversos aspectos de esta figura singular nos proporcionan otros tantos elementos para reconstruir su extraordinaria personalidad. Mateo acentúa el aspecto de predicador que lleva a cabo su quehacer al estilo profético. Los profetas antiguos se distinguían tanto por sus vestidos ásperos como por la austeridad de su vida (2 Re 1, 8). El Bautista entra en escena como un predicador penitencial.

El contenido esquematizado de su predicación coincide absolutamente con lo que después anunciaría Jesús (4, 17). Exige la conversión. Era tema y exigencia continua también entre los fariseos. La diferencia estaba en el modo de entenderla. La conversión "farisaica" significaba únicamente el "cambio de mente". La conversión exigida por el Bautista, y por Jesús, es mucho más: la exigencia de un cambio radical, total, en la relación con Dios y esta relación con Dios comprende no sólo el interior sino también lo externo, todo lo que es visible en la conducta humana (v. 8: dar frutos dignos de penitencia). La recta relación con Dios debe traducirse en la correspondiente ordenación y conducta recta de toda la vida. El ejemplo del árbol lo ilustra: si el árbol es bueno, produce buenos frutos, frutos dignos de sí. Quien se convierte a Dios es como una planta de su inmenso campo y sus frutos-obras deben ser buenos. Si el árbol no produce buenos frutos es señal evidente de que no es bueno. Entonces será cortado y arrojado al fuego.

La radicalidad en las exigencias del Bautista molestaban a los piadosos de la época: los "fariseos", movimiento de laicos instruidos y piadosos, que buscaban, con su conversión interna, la seguridad frente al juicio divino, y los "saduceos", la nobleza sacerdotal influyente. Había entre ellos diferencias radicales, por ejemplo los saduceos no creían en la resurrección, pero existía entre ellos un denominador común: su situación de privilegio por ser hijos de Abraham. A estas clases privilegiadas les anuncia Juan: ante Dios no existe seguridad basada en privilegios, ante Dios no hay acepción de personas. El juzga según la conducta observada. Más aún, Dios puede hacer hijos de Abraham de las piedras. Dios puede llevar a cabo una nueva creación, lo mismo que hizo al primer hombre del polvo. San Pablo lo formularía diciendo que los que creen en Cristo son nuevas criaturas. Y esto es, en definitiva, lo que cuenta. El auto-afianzamiento y seguridad propia es el medio más adecuado para caer en la ira de Dios. Evidentemente estamos ante una metáfora. La ira de Dios significa su incompatibilidad con el pecado, la separación-lejanía de Dios de aquéllos que se separan de él.

El motivo de estas exigencias es la proximidad del reino de los cielos. Mateo, al estilo judío, evita en lo posible, por un exagerado respeto, pronunciar el nombre de Dios y recurre a sucedáneos, como "el cielo". El reino de los cielos y el reino de Dios -de que nos hablan Marcos y Lucas- son la misma realidad. El reino, o mejor, reinado de Dios, era la más alta aspiración y esperanza del Antiguo Testamento y del judaísmo. Algo que pertenecía al más allá y que Dios concedería en el momento oportuno. Sería como el nuevo cielo y la nueva tierra donde no habrá pecado, muerte ni dolor. El

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Bautista anuncia que todo esto, que los judíos esperaban para un futuro incalculable, se realiza en la persona de Jesús y a través de ella. Estamos ante la razón última de las exigencias de la conversión: el hombre debe volverse a Dios, porque Dios se ha vuelto a los hombres.

El bautismo administrado por Juan apuntaba ya a una nueva vida con auténticas exigencias de conversión verdadera. Incluso, en el judaísmo, el bautismo era utilizado como medio y signo para incorporar a un pagano, un no judío, al pueblo de Dios. Era como sepultar el ser antiguo y revestirse de una nueva vida. Si el Bautista anuncia un nuevo bautismo, tan necesario para los judíos como para los paganos, esto significaba que, ante Dios, todos -judíos y paganos- se hallan en la misma situación de indigencia. Y esta situación la remediará "el que viene", es decir, el Mesías. El que viene (ver Dn 7, 13ss) es también el juez y, por supuesto, más poderoso que el bautista (Is 9, 1-6; 11, 1-10).

Pero este poderío está muy lejos de ser triunfalismo. Lo demuestra el hecho de que su poder está en el "bautismo del espíritu". El bautismo del Espíritu significa la presencia inmediata de Dios y la experiencia personal que de él puede tenerse, gracias a la aparición de Cristo.

Presentación de Juan el Bautista. Nadie mejor para prepararnos a recibir al Mesías. Diríamos que Juan está hecho para eso, para preparar los caminos de Cristo, para anunciar su llegada y promover los encuentros, el Precursor. Es, no una característica, sino la definición de Juan.

Juan era hijo de sacerdote y podía haberse manifestado en el templo. Pero él no iba a seguir el oficio de su padre, ni se iba a llamar como su padre, Zacarías, que significa «el Señor recuerda». Juan no estaba hecho para recordar, sino para anunciar algo nuevo. El nombre de Juan significa «Yavé es misericordioso», Yavé se ha compadecido, Yavé muestra su favor. Juan estaba hecho para anunciar el favor de Dios, que la misericordia de Dios se ha manifestado definitivamente.

Lo que Juan anuncia es que el Reino de Dios está cerca, que Dios mismo está cerca. Por lo tanto, hay que prepararse a fondo, desde la raíz. Hay que quitar impedimentos, hay que limpiar suciedades, hay que podar estorbos, hay que acabar con la esterilidad y ofrecer frutos buenos de todas clases. Para ello Juan bautiza con agua, pero anuncia un bautismo radical «de Espíritu Santo y fuego».

O bien:

Comentario del Santo Evangelio: Lc 3, 7-14 ss. El mensaje de Juan Bautista.

Sabemos por Lc 3, 3 que, enriquecido por la fuerza de Dios que es su palabra, Juan ha proclamado un bautismo de penitencia dirigido al perdón de los pecados. Había en aquel tiempo diferentes formas de bautismos: las purificaciones rituales de los judíos, las inmersiones en agua de los miembros de Qumran, el baño de los prosélitos... Pero el gesto de Juan ha ofrecido ante los ojos de su pueblo un rasgo absolutamente nuevo, de tal forma que las gentes han comenzado a llamarle «el bautizador.» (El Bautista, Baptistés) y con este nombre ha quedado en la tradición de los cristianos.

El bautismo de Juan estaba internamente unido a la exigencia de un cambio muy profundo: sitúa a los hombres ante el juicio de Dios, que exige una renovación definitiva. Todo su mensaje se condensa en la vieja voz.de los profetas que clamaban: ¡Preparaos!; preparad vuestros caminos, porque Dios se acerca y todos han de ver, han de sentir su fuerza destructora y salvadora (cfr. Lc 3, 4-6). Desde aquí se entiende la palabra del Bautista, que ha sido transmitida por la Iglesia y elaborada por Lucas en nuestro texto.

El mensaje de Juan se ha creado en una sola verdad fundamental: el juicio de Yavé, que viene sobre todas las acciones de los hombres. Se trata de un juicio que trasciende los ideales políticos de los celotas de siempre, que congregan a los hombres a la guerra santa; un juicio que desborda todos los ritualismos fariseos y toda la pureza legal de los que entonces y hoy día se mantienen segregados (como en Qumran) o basan su grandeza en asistir a un templo. A todos llama Juan de igual manera y les invita: ¡Convertíos! (3, 8). Ya no existe diferencia racial o religiosa; es simplemente el hombre el que se encuentra delante de la voz de Dios que le convoca al juicio.

 

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La superación de los particularismos judíos constituye una de las notas distintivas del mensaje de Juan. Ante la ira que se acerca y ante el hacha que desciende amenazante sobre el árbol de la vida de los hombres (3, 7-8) desaparecen los antiguos privilegios. Nada vale ser judío, ni apelar a viejas filiaciones de Abraham o los patriarcas. La llamada que desciende para todos es la misma: ¡Demostrad la conversión en obras! (cfr 3, 8).

La conversión, posible y necesaria para todos, se traduce en el servicio dirigido a los hermanos, compartiendo con ellos la comida y el vestido. De repente se descubre que nadie tiene cosas para sí mismo. Nadie se puede llamar dueño verdadero de sus bienes. Convertirse significa poner lo que yo soy y lo que tengo al servicio de los otros.

Esa actitud se puede actualizar entre aquellos mismos hombres que parecen servidores de un estado o situación injusta (3, 12-14). Publicanos y soldados de ocupación eran para Israel la expresión más viviente de la injusticia de la tierra: representan la dictadura del dinero inmoral o del poder tirano. Pues bien, Juan extiende la llamada a la conversión, siempre que no abusen de su ley, su situación, su fuerza (3, 12-14), siempre que compartan lo que tienen y con los pobres (3, 11).

Esta llamada está en el centro del mensaje del Bautista. Ciertamente, en ella no se pide un cambio social planificado (revoluciones modernas); sin embargo, su exigencia está más cerca de una revolución que de una especie de emoción sentimental inoperante. Es necesario que la vida ya no sea simple intento de dominio sobre el mundo o las personas; la vida ha de mostrarse en forma de servicio y de justicia para el otro.

Comentario del Santo Evangelio: Mc 1,1-8, para nuestros Mayores. Preparad el camino al Señor. Un cielo nuevo y una tierra nueva. Marcos es el único de los cuatro evangelistas que abre su narración con la predicación del Bautista en el desierto. Su presentación del profeta es breve y funcional, al servicio del objetivo más importante. Marcos parece tener prisa en llegar al protagonista de su evangelio, Cristo Jesús, cuya infancia pasa por alto, a diferencia de Mateo y Lucas.

El Bautista pregona a orillas del río Jordán un bautismo de conversión. Esta consiste en un cambio radical de mentalidad y actitudes interiores, que se traduce en una nueva conducta moral. Motivo y finalidad de la conversión a Dios que el Bautista pide es preparar el camino al Señor que ya viene; para eso propone el bautismo como signo de esa conversión y del perdón de los pecados que la gente confesaba ante él. Comienzan a realizarse las antiguas profecías que consolaban al pueblo de Dios.

Ese bautismo de Juan era extraño al ritual del agua purificadora que, junto con la circuncisión, se usaba para la anexión de los prosélitos al judaísmo, o para la consagración a Dios entre los esenios, En ninguno de estos casos el bautismo al uso en tiempos de Juan adquiría el sentido penitencial que él le imprimió; eso fue innovación suya. No obstante, el profeta del desierto es consciente de que el bautismo de agua que él administra no es más que un signo provisional del nuevo bautismo en el Espíritu Santo que impartirá el que viene a continuación, el mesías Jesús, tan superior a él mismo que no se considera digno ni de desatarle las sandalias. Para acelerar la venida del Señor. El mensaje de conversión que proclama el Bautista para preparar el camino al Señor encuentra eco en la magnífica exhortación de la segunda lectura de hoy, tomada de la segunda carta de san Pedro: Esperad y apresurad la venida del Señor con una vida santa y piadosa. Pues nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia. Por tanto, hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables.

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Ésta es la síntesis admirable que nos propone el adviento: preparar los caminos del Señor que viene a inaugurar su reinado de verdad, justicia y paz, en el que hemos de trabajar con ilusión hasta la culminación final del reino de Dios, que todavía esperamos. Así, en la exhortación “esperad y apresurad la venida del Señor” confluyen el futuro y el presente de la fe, la esperanza y el esfuerzo, la vigilancia escatológica y el trabajo diario.

Confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia. Es decir, según el concepto bíblico y neotestamentario de justicia, anhelamos un mundo nuevo en que sea realidad el programa de Jesús en el discurso del monte: espíritu de las bienaventuranzas, cumplimiento pleno de la voluntad de Dios, fidelidad intachable, amor, perdón y hermandad universal bajo nuestro Padre común del cielo.

Pensamiento alentador y estimulante: está en nuestras manos acelerar el ritmo del advenimiento de ese mundo nuevo de justicia que conlleva el reino de Dios. Podemos anticipar lo que esperamos: una nueva tierra como anticipo del nuevo cielo que anhelamos. La condición previa es hacer presente la fidelidad al reino con nuestra conducta irreprochable, animada por el amor de la espera. El futuro soñado y maravilloso puede empezar a ser realidad ya desde ahora en nuestro bajo mundo, con tal que mejoremos el presente; porque en él está el germen del futuro.

Conversión personal para el cambio social. Lo nuevo que hoy se anuncia es la presencia del mesías Jesús y del reinado de Dios que se inaugura en su persona; es también novedad gozosa el bautismo en el Espíritu y la creación del hombre nuevo. En una palabra, se proclama el cambio y la revolución total; porque Cristo es la novedad radical, el hombre nuevo que nos transforma, a su imagen, en hijos de Dios y hermanos de los demás por el bautismo del Espíritu y por la nueva alianza en su sangre. Es cierto que existen fallos, algunos enormes, en nuestro alrededor; pero la esperanza que da la fe cristiana no es alienante. Dios está presente entre nosotros y camina a nuestro lado por el desierto de la historia humana.

¡El despertar de un hombre y mundo nuevos! Éste es el mensaje bíblico-litúrgico del adviento. También los profetas laicos de los humanismos horizontales y agnósticos, que prescinden de Dios y se colocan al margen de los valores religiosos, comercializan y venden a la perfección la esperanza y posibilidad de una transformación social. Sin embargo nada verdaderamente humano y durable puede construirse negando la referencia a Dios, salvador del hombre, y a Cristo, molde del hombre nuevo.

El penoso alumbramiento de una humanidad y mundo nuevos tampoco es fruto automático de revoluciones estructurales, sino de la conversión de las personas. Este es el primer presupuesto para el cambio social. Si no precede la conversión personal y abierta a la trascendencia, siquiera implícitamente, no habrá eficacia real en el cambio de estructuras sociales; porque, hecha la ley nueva, vendrá la trampa vieja. Así, la innovación será minada solapadamente por el viejo egoísmo, camaleón experto que se adapta con perfecto mimetismo a la situación nueva. De este modo se perpetúa la injusticia y la opresión del más débil.

O bien: Comentario del Santo Evangelio: Lc 3, 1-7-14-20, para nuestros Mayores. La obra de Juan Bautista.

En su evangelio, Lucas da mucha importancia a la aparición en escena de Juan. Podemos notar la solemnidad y la importancia con las que san Lucas introduce el ministerio de Juan el Bautista. Esta solemnidad y abundancia de datos le dicen al lector: “¡Presta atención!, algo grande está sucediendo, alguien importante está por aparecer en escena”. El evangelista sitúa muy bien a Juan en la historia, en el año 15 del imperio de Tiberio, y da muchos datos de la historia y la geografía para ubicar con precisión lo que va a comenzar. Da la impresión de que con Juan empieza ya la Buena Nueva (sin que esto signifique que Juan sea el Mesías). En el capítulo 16 va a decir lo mismo de otra forma: “La ley llega hasta Juan, y a partir de entonces (apo nyn) se empieza anunciar la Buena Nueva”. Lucas da la impresión de mostrar a Juan como el último eslabón del Antiguo Testamento y el primero del Nuevo.

 

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Muy al estilo de los historiadores griegos, san Lucas ofrece una visión global de los acontecimientos en Palestina con el fin de describir el marco en el que se insertan sus narraciones. Muchos libros de los profetas del Antiguo Testamento comienzan de la misma manera, colocando las actividades de cada profeta en los momentos históricos de su tiempo (ver Is 1,1; Jer 1,1-3; Ez 1,1-3; Os 1,1; Am 1,1; Miq 1,1; Sof 1,1; Ag 1,1; Zac 1,1). Todo comienza con la descripción de los años de gobierno del emperador Tiberio. Los demás soberanos se mencionan en función de él y de su tiempo. Así se pretende demostrar que todos ellos ejercen su poder únicamente como soberanos dependientes de Roma. En el este del Imperio romano, el año cívico comenzaba el 1 de octubre. El tiempo del inicio del reinado de Tiberío después de la muerte del emperador Augusto, del 19 de agosto del año 14 al 30 de septiembre del mismo año, cuenta según la tradición oriental como el primer año de su reinado. El año 15 del reinado de Tiberio, entonces, es el que va del 1 de octubre del 27 al 30 de septiembre del 28. Mientras san Lucas menciona a Poncio Pilato, a Herodes y a Filipo junto con sus territorios de gobierno, describe el reino completo de Herodes el Grande (ver Lc 1,5). Después de la muerte del mismo en el año 4 a.C. su reino se dividió entre sus tres hijos; en el año 6 d.C., Judea y Samaria se volvieron provincias romanas, siendo administradas por un gobernador. Poncio Pilato fue gobernador de Judea del año 26 al año 36 d.C. Se llama “tetrarca” al soberano que domina sólo la cuarta parte de un reino anteriormente entero. Herodes Antipas, al igual que su hermano Filipo, llevan ese título por reinar cada uno en una parte del reino de Herodes el Grande. El hecho de que también Lisanias lleve ese título es consecuencia de que san Lucas toma todavía la zona de Abilene como territorio judío. Para esa época, Abilene era gobernada por Agripa II, un bisnieto de Herodes el Grande. Jesús puede tener entonces alrededor de 33 años, suponiendo que muere en el año 30 de nuestra era. La indicación del v. 23 es aproximada y tal vez subraya únicamente que Jesús tenía la edad requerida para ejercer una misión pública. La “era cristiana” (fijada por Dionisio el Exiguo en el siglo VI) se fechó inexactamente. En realidad, Jesús tenía al morir alrededor de 36 años.

Junto con los soberanos laicos se mencionan también dos sumos sacerdotes. Anás tuvo ese cargo del 6 al 15 d.C., y su yerno Caifás del 18 al 36 d.C. Ambos están involucrados en la historia de Jesús (ver Jn 18,13). José (llamado Caifás) jugó un papel preponderante en la conspiración contra Jesús (cf. Mt 26,3; Jn 11,49; 18,14). Anás, su suegro, que había sido sumo sacerdote del 6 al 15, figura a su lado, incluso en primer plano (cf. Hch 4,6 y Jn 18,13.24), gozando de un prestigio tal que, de hecho, era el sumo sacerdote.

En estos momentos de la historia del mundo, según san Lucas, comienzan las actividades de Juan Bautista. La Palabra de Dios le llega al Bautista estando él en el desierto, el clásico lugar de meditación y purificación para acercarse a Dios (ver Ex 3,1-14; Lc 4,1-13). El desierto evocaba el lugar del enamoramiento de Dios por su pueblo y la época del éxodo (cf. Os 2,16). El lugar donde actúa san Juan Bautista es la zona cercana al río Jordán, marcando así claramente una distinción con el desierto. Parece que san Lucas en realidad no conoce el lugar específico donde san Juan Bautista bautizaba. El contenido concreto de su anuncio es el regreso al camino justo y el bautismo como señal de penitencia para el perdón de los pecados (ver Mc 1,4). Los rituales de lavatorios y los sumergimientos en el agua son muy usuales en las religiones antiguas. También el judaísmo conoce rituales semejantes, como por ejemplo el lavatorio de los comensales o el bautismo de los prosélitos. El bautismo de san Juan Bautista manifiesta un arrepentimiento que lleva al perdón de los pecados. La cita proviene de Is 40,3-5 y es asumida literalmente. Tiene la función de un testimonio escrito. En el libro de Isaías, con esa cita se anuncia el regreso de Israel del exilio de Babilonia y el comienzo de una época de paz y prosperidad. Esta cita, aparte de una convocación al retorno del exilio en Babilonia, contiene la promesa irrevocable de Dios de darle al hombre bienestar. La llegada de Dios significa el fin de la opresión, el sufrimiento y el cautiverio. Lucas amplía más que Mateo y Marcos la cita de Isaías para llevarla hasta el anuncio de una salvación universal.

Los hombres salen a encontrar a Juan para hacerse bautizar. Estos versículos sintetizan el sermón del Bautista. Sobre todo, critica en algunos su seguridad de salvación; el pertenecer al judaísmo no es una garantía para la salvación. La imagen de que Dios puede hacer de las piedras hijos de Abraham tiene su origen en el libro de Isaías 51,1-2. “Engendro de víboras” o “raza de víboras”, se les llama a los que fueron seducidos por el mal y a su falsa sabiduría, por lo que ellos deben regresar al camino, arrepentirse.

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La imagen del hacha hace referencia al juicio de Dios. El árbol y el fruto son imágenes comunes dentro del simbolismo judío y tienen su lugar reconocido dentro de las advertencias éticas y sabias. La meta debe ser obtener buenos frutos (Sal 1.3; ver también Mt 7,19; Lc 13,6-9). Los frutos son las buenas obras. Vestido y alimento son los bienes elementales para vivir. Juan exhorta a los hombres que poseen estos bienes para que los compartan con los que nada poseen. Los vv. 10-14, propios de Lucas, insisten en el elemento positivo y humano del mensaje de Juan. Ninguna profesión excluye de la salvación, pero se deben practicar la justicia y la caridad.

A los que cobran los impuestos se les invita no pedir más de lo estipulado en la ley. Los soldados no deben hacer uso de la violencia para enriquecerse u obtener ventajas. San Lucas aquí no piensa tanto en situaciones de guerra como en el poder y la presión que ejercía el ejército romano en todo el Imperio. V. 15-17. Juan Bautista fue muy respetado por el pueblo (Ant. 18, 5, 2.). San Lucas menciona incluso que algunos lo consideraban como el Mesías. Juan mismo rechaza esa aseveración haciendo referencia a alguien que llega después de él; se trata, como dice el evangelio, de Jesús, el Nazareno, a quien se le menciona como al más fuerte de los dos. Según la tradición del Antiguo Testamento, Dios se llamó a sí mismo “el poderoso de Israel”. Esa distancia entre Jesús y san Juan se remarca con la ayuda de la imagen de “desatarle la correa de sus sandalias”, tarea de esclavos. El bautismo con el Espíritu Santo y con fuego indica los tiempos de la Iglesia. Según los Hechos de los apóstoles, el día de Pentecostés llega el Espíritu acompañado de fenómenos de fuego (ver Hch 2,1-1 1). La integración en la comunidad de los que creen en Cristo se realiza a través del bautismo (Hch 8,38; 10,48). Según el Antiguo Testamento, el fuego simboliza el juicio. La siguiente imagen simbólica de la paja y el trigo se usa mucho para describir los acontecimientos que llama san Lucas el “fin de los tiempos”, en relación con el juicio de Dios, pero también con la salvación esperada (ver v. 9).

Aquí se sintetiza el mensaje del Bautista y se da fin a su descripción. San Lucas llama a este mensaje “Buena Nueva” y lo subordina así al de Jesús. San Lucas menciona que Juan Bautista critica a Herodes por sus acciones vergonzosas. Sin embargo, sólo hace alusión explícita a su matrimonio ilícito con Herodías (ver Mc 6,17-18), mujer de su hermano. Según Flavio Josefo, Herodes teme una sublevación, por lo que manda apresarlo y lo encierra en la fortaleza de Maqueronte, a orillas del mar Muerto, donde también después ordena ejecutarlo (ver 18, 5-2). San Lucas menciona el martirio de Juan ya desde este momento, a diferencia de Mateo y Marcos. Así podrá dedicarse a lo largo de su evangelio a relatar la actividad de Jesús. De esta manera, san Juan se considera precursor de Jesús. El Bautista desaparece y Jesús aparece. Por eso el bautismo de Jesús es mencionado hasta después de la desaparición del Bautista. Comentario del Santo Evangelio: Mc 1, 1-8.15-17, de Joven para Joven. «Evangelio»: la buena noticia de liberación humana.

La palabra «evangelio» no significa libro que contiene la predicación y los hechos de Jesús. Este significado aparece la primera vez en el año 150 en san Justino mártir. Teniendo en cuenta el ambiente griego de la comunidad, en cuyo seno surgió el segundo evangelio, hay que recordar que esta palabra se usaba para indicar la noticia de una victoria, llevada a cabo precisamente por el Emperador. El uso de la palabra «evangelio» en el culto imperial es revelador para entender la expresión en boca de nuestro autor. El Emperador lo reunía todo en su persona, y esto confiere al «evangelio» su significado y su fuerza. El «señor» era algo divino y extendía su poder sobre hombres y animales. Así, pues, cuando el autor habla del «evangelio de Jesucristo, hijo de Dios», dice algo muy concreto para unos lectores que estaban fuertemente impregnados de aquella terminología. Jesús es presentado al mismo nivel que el Emperador y se le atribuyen los mismos honores. Si él tiene «su evangelio», quiere decir que es una encarnación de Dios, que lleva consigo la salvación del mundo y que ofrece a los hombres la superación de sus penas y el itinerario válido para el reino. Y, en efecto, notamos cómo muy frecuentemente se habla del «evangelio del reino de Dios» (Mc 1, 14; cfr Mt 4, 23; 9, 35; 24, 14). Por eso, Jesús es presentado con designaciones que no dejan ningún lugar a la duda. Jesús es el «mesías», el «hijo del hombre», pero también el «hijo de Dios». Un «evangelio» estaba vinculado a una persona de categoría divina. Jesús no es solamente el mesías esperado por los judíos: es el hijo de Dios. Esta confesión explícita se pone, al final, en boca del capitán romano que asiste a la crucifixión: “Realmente este hombre era hijo de Dios” (15, 39).

 

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Ahora bien, dado el riguroso monoteísmo del autor y de su comunidad —totalmente judíos—, esta asignación de la «categoría divina» a Jesús no podría entenderse sino dentro de una comprensión trinitaria, por rudimentaria que fuera en su planteamiento y en su expresión.

El autor, a continuación, presenta a Juan Bautista como el «mensajero» que precede inmediatamente al «Señor», o sea a Dios. He aquí una nueva alusión a la divinidad de Jesús. El bautismo de Juan tiene una característica peculiar, representada por su tendencia claramente moral, totalmente extraña a la política y al ritualismo, y caracterizada además por su estrecha correlación con la escatología.

El bautismo de Juan pretende ser un rito de iniciación de la comunidad mesiánica que se va reuniendo. Era algo sustancialmente nuevo. Aún más, ya, era sorprendente el hecho de que Juan administrara el bautismo en virtud de un poder profético.

La tradición cristiana partirá de aquí: el bautismo debe dejar de ser un rito sin sentido, para convertirse en la integración de los nuevos creyentes en una comunidad que espera el reino de Dios y que toma una actitud determinada frente a esta utopía final de la Historia. O bien:

Comentario del Santo Evangelio: Lc 3, 7-14, de Joven para Joven. "Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos"

"Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos" (Lc 3, 4). Con estas palabras se dirige hoy a nosotros Juan el Bautista. Su figura ascética encarna, en cierto sentido, el significado de este tiempo de espera y de preparación para la venida del Señor. En el desierto de Judá proclama que ya ha llegado el tiempo del cumplimiento de las promesas y el reino de Dios está cerca. Por eso, es preciso abandonar con urgencia las sendas del pecado y creer en el Evangelio (cf. Mc 1, 15).

¿Qué figura podía ser más adecuada que la de Juan Bautista para vosotros catequistas y profesores de religión católica?

En el Bautista encontráis hoy los rasgos fundamentales de vuestro servicio eclesial. Al confrontaros con él, os sentís animados a realizar una verificación de la misión que la Iglesia os confía. ¿Quién es Juan Bautista? Es, ante todo, un creyente comprometido personalmente en un exigente camino espiritual, fundado en la escucha atenta y constante de la palabra de salvación. Además, testimonia un estilo de vida desprendido y pobre; demuestra gran valentía al proclamar a todos la voluntad de Dios, hasta sus últimas consecuencias. No cede a la tentación fácil de desempeñar un papel destacado, sino que, con humildad, se abaja a sí mismo para enaltecer a Jesús.

Como Juan Bautista, también el catequista está llamado a indicar en Jesús al Mesías esperado, al Cristo. Tiene como misión invitar a fijar la mirada en Jesús y a seguirlo, porque sólo él es el Maestro, el Señor, el Salvador. Como el Precursor, el catequista no debe enaltecerse a sí mismo, sino a Cristo. Todo está orientado a él: a su venida, a su presencia y a su misterio.

El catequista debe ser voz que remite a la Palabra, amigo que guía hacia el Esposo. Y, sin embargo, como Juan, también él es, en cierto sentido, indispensable, porque la experiencia de fe necesita siempre un mediador, que sea al mismo tiempo testigo. ¿Quién de nosotros no da gracias al Señor por un valioso catequista -sacerdote, religioso, religiosa o laico-, de quien se siente deudor por la primera exposición orgánica y comprometedora del misterio cristiano?

La labor de los catequistas y profesores de religión, es muy necesaria y exige vuestra fidelidad constante a Cristo y a la Iglesia. En efecto, todos los fieles tienen derecho a recibir de quienes, por oficio o por mandato, son responsables de la catequesis y de la predicación respuestas no subjetivas,

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sino conformes al Magisterio constante de la Iglesia y a la fe enseñada desde siempre autorizadamente por cuantos han sido constituidos maestros y vivida de modo ejemplar por los santos.

La importante exhortación apostólica Quinque iam anni, que el siervo de Dios Papa Pablo VI dirigió al Episcopado católico cinco años después del concilio Vaticano II, es decir, hace treinta años, exactamente el 8 de diciembre de 1970. Él, el Papa, denunciaba la peligrosa tendencia a construir, partiendo de datos psicológicos y sociológicos, un cristianismo desligado de la Tradición ininterrumpida que le une a la fe de los Apóstoles (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de enero de 1.971, p. 2). Queridos hermanos, también a vosotros os corresponde colaborar con los obispos a fin de que el esfuerzo necesario para hacer que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo comprendan el mensaje no traicione jamás la verdad y la continuidad de la doctrina de la fe.

Pero no basta el conocimiento intelectual de Cristo y de su Evangelio. En efecto, creer en él significa seguirlo. Por eso debemos ir a la escuela de los Apóstoles, de los confesores de la fe, de los santos y de las santas de todos los tiempos, que han contribuido a difundir y hacer amar el nombre de Cristo, mediante el testimonio de una vida entregada generosa y gozosamente por él y por los hermanos.

A este respecto, el pasaje evangélico de hoy nos invita a un esmerado examen de conciencia. San Lucas habla de "allanar los senderos", "elevar los valles", "abajar los montes y colinas", para que todo hombre vea la salvación de Dios (cf. Lc 3, 4-6). Esos "valles que deben elevarse" nos hacen pensar en la separación, que se constata en algunos, entre la fe que profesan y la vida que viven diariamente: el Concilio consideró esta separación como "uno de los errores más graves de nuestro tiempo" (Gaudium et spes, 43).

Los "senderos que deben allanarse" evocan, además, la condición de algunos creyentes que, del patrimonio integral e inmutable de la fe, cortan elementos subjetivamente elegidos, tal vez a la luz de la mentalidad dominante, y se alejan del camino recto de la espiritualidad evangélica para tener como referencia vagos valores inspirados en un moralismo convencional. En realidad, aun viviendo en una sociedad multiétnica y multirreligiosa, el cristiano no puede menos de sentir la urgencia del mandato misionero que impulsó a san Pablo a exclamar: "¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!" (1 Co 9, 16). En todas las circunstancias, en todos los ambientes, favorables o desfavorables, hay que proponer con valentía el evangelio de Cristo, anuncio de felicidad para todas las personas, de cualquier edad, condición, cultura y nación.

La Iglesia, consciente de ello, en los últimos decenios ha puesto mayor empeño aún en la renovación de la catequesis según las enseñanzas y el espíritu del concilio Vaticano II. Basta mencionar aquí algunas importantes iniciativas eclesiales, entre las que figuran las Asambleas del Sínodo de los obispos, especialmente la de 1974 dedicada a la evangelización; y también los diversos documentos de la Santa Sede y de los Episcopados, editados durante estos decenios. Un lugar especial ocupa, naturalmente, el Catecismo de la Iglesia católica, publicado en 1992, al que siguió, hace tres años, una nueva redacción del Directorio general para la catequesis. Esta abundancia de acontecimientos y documentos testimonia la solicitud de la Iglesia que, al entrar en el tercer milenio, se siente impulsada por el Señor a comprometerse con renovado impulso en el anuncio del mensaje evangélico.

La misión catequística de la Iglesia tiene ante sí importantes objetivos. Los Episcopados están preparando los catecismos nacionales, que, a la luz del Catecismo de la Iglesia católica, presentarán la síntesis orgánica de la fe de modo adecuado a las "diferencias de culturas, de edades, de la vida espiritual, de situaciones sociales y eclesiales de aquellos a quienes se dirige la catequesis" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 24). Un anhelo sube del corazón y se convierte en oración: que el mensaje cristiano, íntegro y universal, impregne todos los ámbitos y niveles de cultura y de responsabilidad social. Y que, en particular, según una gloriosa tradición, se traduzca en el lenguaje del arte y de la comunicación social, para que llegue a los ambientes humanos más diversos.

En este momento solemne, con gran afecto os animo a vosotros, comprometidos en las diversas modalidades catequísticas: desde la catequesis parroquial, que, en cierto sentido, es levadura de todas

 

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las demás, hasta la catequesis familiar y la que se imparte en las escuelas católicas, en las asociaciones, en los movimientos y en las nuevas comunidades eclesiales. La experiencia enseña que la calidad de la acción catequística depende en gran medida de la presencia pastoralmente solícita y responsable de los sacerdotes y a los presbíteros, en particular a los párrocos, que no le falte su diligente laboriosidad en los itinerarios de iniciación cristiana y en la formación de los catequistas. Hay que estar cerca de ellos, acompañadlos. Es un servicio muy importante que la Iglesia les encomienda.

"Hay que rezar por todos con gran alegría. Porque son colaboradores con la obra del Evangelio" (Flp 1, 4-5). "Todos verán la salvación de Dios" (Lc 3, 6), así proclamaba en el desierto Juan el Bautista, anunciando la plenitud de los tiempos. Hagamos nuestro este grito de esperanza.

Elevación Espiritual para este día.

Señor, desde luego, Tú eres desconcertante. Alabas al único leproso que no ha obedecido tus órdenes, al único que no se ha presentado al inspector de sanidad. Era un hombre como hay que ser y el corazón le dijo que lo más urgente era darte gracias a Ti. Me gusta que no seas legalista sino que prefieras a los hombres de corazón espontáneo y limpio. Ayúdame, Señor, a tener un corazón sensible para con mis hermanos.

Reflexión Espiritual para el día.

"Contra la verdad no puede prescribirse, ni por la confirmación del tiempo, ni por la autoridad de las personas. n¡ por privilegios o costumbres de provincias. Las costumbres suelen tener principio de una ignorancia, de una simplicidad: y siguiendo el uso de ellas por largo tiempo, vienen a ocupar el lugar de la verdad. Pero nuestro Señor Jesucristo no dijo, yo soy la costumbre, sino yo soy la verdad. "

"La costumbre que se ha introducido entre algunos, no debe impedir que la verdad venza y prevalezca: porque la costumbre sin la verdad, sólo es antigüedad del error."

"Jamás se debe enseñar cosa alguna de los Santos y divinos misterios de la fe, sin servirse de la tradición y las Escrituras, y para esto no se deben emplear simples razones probables, ni ornamentos del discurso: porque la defensa de nuestra fe no se apoya en la fuerza de la elocuencia humana, sino en los testimonios divinos."

"El que no sigue las pisadas de los padres y no antepone a su voz la propia sentencia, como si fuera mejor, está lleno de presunción. " "Lo que se observa en la Iglesia sin que se halle para ello algún establecimiento, viene sin duda de la inspiración del Espíritu Santo."

"Me parece que debo advertiros que se deben observar las tradiciones eclesiásticas y principalmente las que nada perjudican a la fe. Del modo que nos las dejaron los que nos han precedido. La costumbre de algunos no debe destruirse por uso contrario de otros: en este punto se puede decir que cada provincia podrá abundar en su sentido. Considera los preceptos de los antiguos como leyes apostólicas."

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"¿No sabéis que es costumbre de todas las iglesias imponer las manos sobre los bautizados después del bautismo, para invocar sobre ellos el Espíritu Santo? Aun cuanto las Escrituras no autorizasen esta práctica, nos serviría de precepto en este punto el consentimiento de todo el mundo cristiano: pues es cierto que otras muchas cosas que se observan en las iglesias por tradición, han adquirido la misma autoridad que una ley escrita."

"Entre las acciones religiosas se cuentan principalmente estas tres: la oración, el ayuno y la limosna. Todos los tiempos son oportunos para ejercitarse en ellas: pero con especialidad debemos observar con más cuidado el que. Por las tradiciones apostólicas, sabemos estar igualmente consagrado."

"Sería digno de nuestros deseos que las ceremonias usadas en la administración de los sacramentos fuesen las mismas en toda la Iglesia: mas la diversidad que en este punto se halla no recae sobre la esencia o substancia de los sacramentos, ni sobre la fe: mejor es tolerarla con paciencia que condenarla con escándalo."

"En cuanto a t¡ conoces mi doctrina, mi vida mi objeto, mi fe, etc... y permaneces firme en las cosas que has aprendido y que se te han confiado, sabiendo de quién las has aprendido. No habla San Pablo de la doctrina que se le ha dado por escrito, sino de la que se le ha enseñado y confiado, es decir, de viva voz y por tradición."

"Por esto la Iglesia católica, apostólica, romana ha reconocido siempre una palabra de Dios no escrita. Se ve, dice San Crisóstomo, por el pasaje de San Pablo en la segunda epístola a los tesalonicenses, que los Apóstoles nos han enseñado muchas cosas que no están en la Escritura y que tenemos obligación de creer."

"San Agustín protestó altamente de que no creería en el Evangelio sin la autoridad de la Iglesia."

"Los ilustres pontífices de Dios, añade San Agustín, han guardado fielmente lo que han aprendido, y entregado a sus hijos, lo que han recibido de sus padres."

"Hemos de tener cuidado de guardar en la Iglesia católica lo que ha sido creído en todo lugar, siempre y por todos... La tradición es la que enseña a la Iglesia que se han de bautizar los niños, que no se han de volver a bautizar los herejes cuando regresan a la Iglesia, y que en vez del sábado se ha de celebrar el domingo. El ayuno de la cuaresma es de institución apostólica."

El rostro de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia: « ¿Por qué andáis repitiendo este proverbio en el país de Israel: los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos sufren la dentera?»

-La palabra del Señor me fue dirigida: « ¿Por qué andáis repitiendo este proverbio en el país de Israel: los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos sufren la dentera?»

En las catástrofes colectivas, se suele normalmente comentar la injusticia que supone que seres inocentes sean castigados por los culpables.

En aquella época, el pueblo de Israel y todos los de su entorno, como también muchos pueblos hoy, tenían un gran sentido de la solidaridad: las faltas del ambiente son también mías y cada una de ellas acrecienta el mal del conjunto.

Ezequiel no ignora esto que, en parte, es verdad.

Pero su reflexión contribuirá a que la conciencia de la humanidad adelante un gran paso: el de la responsabilidad personal.

 

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-Por mi vida, -palabra del Señor Dios- que no tendréis que repetir este proverbio. Pues todas las vidas son mías; la vida del padre lo mismo que la del hijo. El que ha pecado es el que morirá.

Debemos abandonar toda mentalidad fatalista o infantil.

No podemos cargar sobre los demás lo que es de nuestra incumbencia. Hay una cierta manera de insistir sobre el «carácter colectivo» de ciertos comportamientos que es sólo una manera disfrazada de abogar por la «irresponsabilidad».

Ahora bien, ¡no resulta nada agradable ser tenido por «irresponsable»! Danos, Señor, el sentido de nuestras responsabilidades.

-El que es justo y practica el derecho y la equidad... no levanta sus ojos a los ídolos... no deshonra a la mujer de su prójimo... no oprime a nadie, ni comete fraude alguno... El que da su pan al hambriento y viste al desnudo... no presta con usura ni reclama intereses...

El que dicta un juicio según la verdad... El que sigue mis leyes y mis preceptos, obrando conforme a la verdad... Un hombre tal es verdaderamente justo.

Conviene releer esta lista y aplicárnosla a nosotros mismos. Lo que Dios quiere es el hombre cabal, el hombre vivo, el hombre «justo».

-Por todo ello -palabra del Señor- os juzgaré a cada uno según su conducta.

¡Esto es algo muy serio!

Es muy fácil descargarse en los demás: «es culpa de un Tal, es falta del sistema, es culpa de la sociedad». ¿Para qué convertirse si de todas formas tendremos que soportar las consecuencias de las faltas de los demás?

Convertíos y apartaos de vuestros pecados. Haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo.

Nada de esto será posible si primero no nos convencemos de nuestra propia responsabilidad.

Dame, Señor, un corazón nuevo.

En este mundo, que marcha cada vez más hacia el colectivismo, necesitarán «personas» de valor que sepan conservar su buen criterio y no torcerse ante la gran corriente de responsabilidad anónima.

No se trata de renunciar a nuestras solidaridades. Se trata de no dejarnos llevar como briznas de paja al viento.

-No deseo la muerte de nadie: convertíos y vivid.

¡Vivid! ¡Vivid!

Uno de los capítulos del libro de Ezequiel más llenos de interés teológico es, sin duda, este que hoy leemos. Trata de la responsabilidad personal e individual, pero podríamos decir que orientada siempre hacia la conversión de los malos caminos, como dice después (vv 23 y 30, que no leemos). Y es que, en definitiva, la exagerada insistencia en la influencia del pecado colectivo se convierte siempre en excusa para no cambiar, para no convertirse. El proverbio de los israelitas indica que son los padres quienes han pecado, aunque ahora ellos, sus hijos, sufren las consecuencias, los padres no sufrieron el castigo y ellos sí, sin tener culpa, según piensan. ¿De qué vale convertirse?

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La respuesta del profeta es doble. Por una parte está la trascendencia de Dios, su soberanía. Por otra, la responsabilidad individual. El pecado está dentro de cada persona, de cada individuo: no son culpables de él ni los antepasados ni los demás miembros de la comunidad. El responsable es siempre el individuo. Pero ante Dios no sólo no cuentan los pecados de los demás, sino que ni siquiera los personales ya pasados. Dios no lleva cuenta de ellos: lo que importa es la actitud personal actual, la conversión presente, que siempre es posible, aunque en algunos momentos llegue a ser difícil. Y lo que vale para los pecadores vale también para el justo: no se puede confiar en obras anteriores, sino que hay que seguir haciéndolas ahora (vv 14ss).

El oráculo aprovecha la ocasión para indicarnos cuáles son los caminos extraviados por los que el hombre puede caminar: en primer lugar, la idolatría («comer en los montes» del v 6 indica los banquetes rituales idolátricos), y enumera luego una serie de pecados o delitos que se pueden cometer contra el prójimo bien en acciones o en omisiones. Pero muy concretos y precisos: nada de ideas generales o vagas. Todo eso es importante, sobre todo si esta enumeración está ligada, como parece, a las confesiones que se hacían en las solemnidades litúrgicas.

La atención a la responsabilidad personal no es motivo para el individualismo. Es sólo un toque de atención para no escudarse en falsas excusas, para evitar enfrentarse con el verdadero problema: la conversión real, sincera, práctica (en el mejor de los sentidos). Dios exige nuestra voluntad, nuestra acción decidida en favor de los demás (obras concretas: v 7) en cada momento, continuamente, sin que importe el pasado o, al menos, sin tenerlo como excusa.