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1 TERESA 500 AÑOS (1515 - 2015)

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TERESA

500 AÑOS (1515 - 2015)

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Biblioteca Pública Gerardo Diego C/Monte Aya, 12 (Vallecas Villa)

28031 MADRID

ÍNDICE

PRESENTACIÓN …………………. 3

SANGRE SUCIA …………………... 4

VIDA DE UNA LECTORA ………… 7

MÍSTICA, VUELO SIN MOTOR ….. . 12

RAPTOS, ÉXTASIS Y OTROS

ARROBAMIENTOS Y SUTILES VUELOS DE ESPÍRITU ... 16

TERESA ESCRITORA …………….. 21

TERESA Y LA INQUISICIÓN …….. 27

FUNDACIONES …………………. 32

BIBLIOGRAFÍA ………………….. 34

El único retrato pintado en vida de Teresa de Ávila, cuando ésta contaba sesenta y un años, provocó este comentario de la santa: «Dios te lo perdone, fray Juan, que ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa». Su confesor, Francisco de Ribera, dibujó con palabras uno más fiel:

«Era de muy buena estatura, y en su mocedad hermosa, y aun después de vieja parecía harto bien: el cuerpo abultado y muy blanco, el rostro redondo y lleno, de buen tamaño y proporción; la tez color blanca y encarnada, y cuando estaba en oración se le encendía y se ponía hermosísima, todo él limpio y apacible; el cabello, negro y crespo, y frente ancha, igual y hermosa; las cejas de un color rubio que tiraba algo a negro, grandes y algo gruesas, no muy en arco, sino algo llanas; los ojos negros y redondos y un poco carnosos; no grandes, pero muy bien puestos, vivos y graciosos, que en riéndose se reían todos y mostraban alegría, y por otra parte muy graves, cuando ella quería mostrar en el rostro gravedad; la nariz pequeña y no muy levantada de en medio, tenía la punta redonda y un poco inclinada para abajo; las ventanas de ella arqueadas y pequeñas; la boca ni grande ni pequeña; el labio de arriba delgado y derecho; y el de abajo grueso y un poco caído, de muy buena gracia y color; los dientes muy buenos; la barba bien hecha; las orejas ni chicas ni grandes; la garganta ancha y no alta, sino antes metida un poco; las manos pequeñas y muy lindas. En la cara tenía tres lunares pequeños al lado izquierdo, que le daban mucha gracia, uno más abajo de la mitad de la nariz, otro entre la nariz y la boca, y el tercero debajo de la boca. Toda junta parecía muy bien y de muy buen aire en el andar, y era tan amable y apacible, que a todas las personas que la miraban comúnmente aplacía mucho».

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PERO ¿HUBO ALGUNA VEZ ONCE MIL MÍSTICOS?

¿Para qué leer a una santa en una época cada vez más descreída? En primer lugar, y hay que decirlo de entrada, porque Teresa de Ávila (no la de la mano incorrupta que el dictador tenía en la mesilla de noche, junto a la dentadura postiza, sino la mujer independiente que vivió una época llena de peligros) fue una inmensa escritora, cuyo estilo espontáneo, como descuidado, se conserva tan vivo e incorrupto como la más milagrosa reliquia. Su Vida es uno de los grandes monumentos de la literatura confesional de todos los tiempos, a la altura de otras famosas confesiones, como las de Agustín de Hipona, las de Rousseau o las de Casanova. La búsqueda íntima que emprendió (si no nos dejamos confundir por el lenguaje religioso de la época, al que no podía escapar) tenía por objetivo el mismo que el de tantos grandes poetas: el de vivir una experiencia de plenitud aquí y ahora, el de convertirse en un dios en la tierra, siquiera por unos instantes («Una vez viví como los dioses y más no necesito», escribió Hölderlin), sin tener que esperar para ello al dudoso más allá, ni padecer más mortificaciones que las que entraña la propia búsqueda.

Incluso su actividad más práctica ―sus «fundaciones», que llevó a cabo con notable energía― tenían una finalidad mística: buscar un acomodo tranquilo y austero, al abrigo de un mundo que despreciaba a las mujeres («Basta ser mujer para caérseme las alas», declaró); un refugio donde poder leer y escribir, y dedicarse a la oración mental, es decir, no a la repetición papagayesca de letanías, sino a la meditación, al ensimismamiento, a la ensoñación incluso. ¿Qué otra cosa es el ideal del escritor, artista o filósofo de cualquier época? ¿Cuántos de ellos no darían lo que fuera por trasladarse a un lugar así, descontaminado de religión, por supuesto, como corresponde a nuestros tiempos?

El místico es la constatación viviente de que la prosperidad material, el éxito profesional y económico son un espejismo, de que quien lo tiene todo, no tiene nada en realidad, porque hay sueños ―los decisivos, los que justifican toda una vida― que el oro no puede comprar. Pero también deja en evidencia a todas las iglesias, que nos animan a sacrificarnos en esta vida para alcanzar el premio en la otra. Frente a los grandes poderes, económicos e ideológicos, el místico siempre vuelve la espalda, y ese menosprecio les resulta más hiriente que un ataque directo. ¿De qué otro modo explicar si no que gente inofensiva haya sido perseguida y despreciada con tanta saña en cualquier época? El místico es el inútil, el inaprovechable, salvo cuando alguna iglesia logra enjaularlo, mal que bien y desvirtuándolo, en su ortodoxia.

Teresa fue una mística. Nadie debería asustarse frente a esta palabra que evoca ojos a la virulé, espasmos y gente levitando, algo más bien gore que nunca ha tenido mucho que ver con la verdadera mística. Porque místico fue Proust y lo fueron Vermeer y Rimbaud y todo aquel que ha buscado una experiencia estética (pues tiene que ver con los sentidos) tan intensa que justificase por sí sola una existencia donde los otros alicientes (el éxito, la riqueza, los placeres o el amor) terminan fallando o sabiendo a poco. El arte en su esencia siempre ha tenido un trasfondo místico, porque la mística no es más que el arte de vivir el aquí y el ahora con la mayor intensidad. Con vino, poesía o virtud, a vuestro antojo.

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SANGRE SUCIA

El talismán antijudeomasónico del dictador era la mano izquierda de una judía. Durante un viaje a Nueva York con la reliquia, Carmen Franco la declaró en la aduana como «conservas y salazones».

Para un antisemita, y no digamos para un nazi (que son quienes tienen la última palabra a la hora de decidir quién es o no judío), la santa de la raza, la doctora de la Iglesia, la guardiana de las esencias patrias, era una judía. Según las leyes raciales de Nuremberg, Teresa de Cepeda y Ahumada, con dos abuelos judíos, soltera y sin hijos, habría sido considerada hebrea a todos los efectos (no importa su religión) y enviada a un campo de exterminio, como le sucedería en 1942 a una monja de su orden, la carmelita descalza Edith Stein, que perecería en Auschwitz. La bomba estalló en 1945, en los archivos de la Chancillería de Valladolid, cuando un investigador descubrió unos papeles que demostraban, sin género de dudas, el linaje judío de la santa de Franco. Aun peor: el abuelo de Teresa, Juan Sánchez de Toledo, rico mercader toledano y hombre principal de la ciudad (casado con Inés de Cepeda, también conversa), fue condenado por la Inquisición en 1485 por judaizar en secreto. Ese mismo año llega la Inquisición a Toledo, después de haberse estrenado arrasando en Sevilla, y promulga un edicto de gracia, es decir, ofrece la posibilidad de ser juzgado con benevolencia a todo aquel hereje que confiese voluntariamente sus culpas en un plazo determinado, transcurrido el cual, la severidad de las penas será máxima. El abuelo de Teresa, que cuenta 45 años y varios hijos, entre ellos el padre de la escritora, entonces adolescente, será uno de los que se acojan al edicto y confiese públicamente sus culpas: las de judaizar en secreto. Se reconoció, pues, como hereje y apóstata, y teniendo en cuenta

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que pocos delitos había más graves en la época, salió bastante bien librado. Cierto que la vergüenza pública no se la ahorró nadie, pues tuvo que peregrinar durante siete viernes con

el sambenito puesto de iglesia en iglesia, soportando el escarnio público; pero a cambio conservó libertad y bienes, cuando otros miles, por esas mismas faltas, acababan sus días en la hoguera.

←Edith Stein, Santa Teresa Benedicta de la Cruz para la Iglesia católica, que no movió un dedo cuando se la llevaron a Auschwitz

Aún se especula si Juan Sánchez en verdad judaizaba en secreto o se autoincriminó para evitar males mayores. Los conversos eran objeto de venenosas envidias a causa de su prosperidad y bastaba una denuncia anónima, aunque fuese falsa, para arruinar la vida a cualquier inocente de origen hebreo. Tan sólo quince años después de la condena, en 1500, y a poco más de 100 km de Toledo, en Ciudad Real, Juan Sánchez compraba una ejecutoria de hidalguía, es decir, pagaba a falsos testigos para que

atestiguaran la limpieza de su sangre; una práctica fraudulenta tan extendida en la época que en Italia se tenía por marrano (judío secreto) a cualquier español. Junto a esta medida, el mercader decide trasladarse con toda su familia a otra ciudad donde fuera más fácil disimular sus antecedentes y para ello se instala por todo lo alto en Ávila. La mudanza sucede un año después de la expulsión de los judíos, en 1493, que ponía otra vez en el disparadero a los conversos. Desde la condena han pasado ocho años y el clima debía de ser irrespirable en Toledo para plantearse finalmente el traslado. Buena prueba de las precauciones exigidas es el cambio de apellido del padre de Teresa al llegar a su nueva ciudad. Toda la familia abandonará el apellido Sánchez del abuelo, el más marcado por el pasado converso. El abuelo invierte grandes sumas en aparentar y pasar por gran señor. Los hijos emparentan con familias de abolengo; algunos marchan a luchar a las Indias… otras tantas formas de borrar la verdad sospechosa. No se podría entender la vida de Teresa, ni la de tantos otros escritores conversos de la época, sin este preámbulo genealógico. Alonso Sánchez de Cepeda, el padre de Teresa, entonces de catorce años, también tuvo que reconciliarse (esto es, ser readmitido al seno de la Iglesia), aunque sin cumplir pena como el abuelo. En cualquier caso, la marca dejada por aquel trauma debió resultarle indeleble, pues treinta y cinco años después (veinte desde la llegada a Ávila de la familia), se lanza a un complicado pleito para reafirmar su hidalguía, puesta en cuestión por algunos; lo que demuestra que los rumores sobre su origen debían de ser un secreto a voces. Al inicio del pleito, Teresa cuenta cinco años y era una más del 4 o 5% de población conversa (de 250.000 a 300.000 para una demografía de seis millones de españoles) que decidió permanecer en España al precio de renunciar a su religión, después de que, en 1492, otros

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150.000 judíos fueran expulsados. En su mayoría se trata de un grupo formado por burgueses (gentes de ciudad), una clase media acomodada, influyente y culta, donde abundan los mercaderes y financieros, los profesionales (médicos, notarios, hombres de letras) y los artesanos. Muchos alcanzarán las más altas magistraturas de la Iglesia y el estado (Fray Hernando de Talavera, confesor de la reina Isabel y primer arzobispo de Granada; Alonso de Cartagena, obispo de Burgos; Torquemada, Inquisidor General…). Como era de esperar, la prosperidad de los conversos generó una marea de resentimiento social a todos los niveles. De la misma forma que sucedió en la Alemania de fines del XIX, un tipo de antisemitismo dio paso a otro: del antisemitismo religioso se saltó al racista. Si antes se acusaba a los judíos de no parecerse a los cristianos, ahora se les acusa de todo lo contrario: de querer parecerse más de la cuenta, de hacerse pasar por cristianos para pervertirlos desde dentro. Surge el concepto de limpieza de sangre, una eficaz arma de discriminación social y económica en manos de los poderosos, y un consuelo de tontos para los miserables. Al igual que en la Alemania nazi el paleto de sangre aria, el campesino más miserable de Castilla se confortaba pensando que tenía algo que no poseía el converso más encumbrado: la sangre limpia.

←Dos de los pocos sambenitos originales que quedan (Museo de Tui). El abuelo de Teresa paseó uno de ellos por las calles de Toledo

¿Conocía Teresa sus orígenes?, se preguntaba Américo Castro, el primero que sospechó de la sangre conversa de la santa aun antes de que ningún documento pudiera demostrarlo. Y se respondía que resultaría

sorprendente que, a una niña tan despierta, le hubiera pasado desapercibido el revuelo desencadenado en el hogar familiar por el pleito de hidalguía, emprendido por su padre cuando ella contaba cinco años. La compra de la falsa hidalguía por el abuelo y el pleito emprendido por el padre nos permiten conjeturar, a falta de ulteriores datos, una atmósfera común a muchos hogares conversos: el constante disimulo, la obsesión por las apariencias, la susceptibilidad ante las alusiones a la honra y el buen nombre, asuntos todos hacia los que Teresa desarrollaría desde muy pronto una aversión instintiva. La carmelita conversa será muy crítica toda su vida con las vanidades del linaje y de la sangre. A su hombre de confianza en la orden, el padre Gracián, llegará a decirle: «más me pesa haber cometido un solo pecado venial que si fuera descendiente de viles y bajos villanos y “confesos” [=conversos] de todo el mundo». Y tras una temporada en casa de una noble dama de Toledo, no se recatará en declarar «en lo poco que se ha de tener el señorío». El boato compartido durante unos meses con una aristócrata, sólo le arrancará este despectivo comentario: «Es ansí que de todo aborrecí ser señora».

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VIDA DE UNA LECTORA Teresa, nacida en Ávila hace quinientos años (un 28 de marzo de 1515), fue la mediana de doce hermanos (los dos mayores, de la primera mujer fallecida del padre) y, según propia confesión, «la más querida de mi padre», amor que ella retribuyó apasionadamente toda su vida. De éste, aparte de buen padre, sabemos que fue un manirroto y que dilapidó la fortuna del abuelo tratando de aparentar el hidalgo que no era. La madre, una sombra tierna y desvaída en el recuerdo de Teresa, permanecerá toda su vida como una advertencia acerca del destino que aguarda a la mujer casada. Esposó con catorce años a un viudo de treinta y ocho y, tras consumirse en diez partos, esta hermosa mujer, según su hija, «con morir de treinta y tres años, ya su traje era como de persona de mucha edad…»1 Genealogía pseudo-hidalga de la santa: en España, mejor no sacudir el árbol genealógico, puede caer algún judío→

Sería la desgraciada madre quien la aficionaría a los libros de caballería, hasta el punto de «gastar muchas horas del día y de la noche en tan vano ejercicio, aunque escondida de mi padre. Era tan extremo lo que en esto me embebía, que si no tenía libro nuevo no me parece tenía contento». Porque desde primera hora, la futura santa será una ávida lectora, rasgo llamativo en la España de cualquier época, aunque no tanto en los hogares conversos. El pueblo del Libro había seguido conservando la afición a la lectura al cambiar de religión. «Era mi padre aficionado a leer buenos libros [=libros de devoción], y ansí los tenía de romance para que leyesen sus hijos», cuenta Teresa al comienzo de su autobiografía. Vidas de santos, libros de caballería, romances y cancioneros, serán la base de una educación autodidacta (en la académica no había ni que pensar, siendo mujer) que le permitirán alcanzar las más altas cotas literarias, demostrando una vez más que la lectura infatigable es el núcleo de cualquier formación, y se basta y se sobra en ocasiones para suplir las carencias de una enseñanza reglada. Sus primeros juegos son significativos: a mártires (con fuga incluida), ermitaños, monasterios…, juegos de huida y sueños heroicos que la arrastran ya fuera de los cánones establecidos. Tras la temprana muerte de la madre, contando ella trece años, se da a una existencia frívola; lo que no debió resultarle difícil, ya que todos los testimonios de la época la describen como una mujer hermosa y de personalidad arrolladora, que seducía a primera vista. «Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello, y olores y todas las vanidades que en esto podía tener, que eran hartas, por ser muy curiosa [=arreglada]», recuerda en la Vida.

1 Todas las citas proceden del Libro de la vida mientras no se indique lo contrario. He modernizado la ortografía, respetando la mayoría de las peculiaridades léxicas de Teresa de Ávila.

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Para evitar peligros (entre los que se incluyen los amoríos con un primo, «con quien por vía de casamiento me parece podía acabar en bien»), el padre la ingresa con dieciséis años en un convento de agustinas que admitía pupilas seglares. Al poco tiempo, su simpatía se ha ganado a las que viven con ella. La propia Teresa admite que caía en gracia: «…estaba muy más contenta que en casa de mi padre. Todas lo estaban conmigo, porque en esto me daba el Señor gracia, en dar contento adondequiera que estuviese, y ansí era muy querida»; «…porque en esto de dar contento a otros he tenido estremo, aunque a mí me hiciese pesar; tanto que en otras fuese virtud y en mí ha sido gran falta, porque iba muchas veces muy sin discreción». Gracias a la influencia de una de las monjas, comienza a encontrar apetecible la vida retirada del convento, donde residió año y medio, hasta los dieciocho aproximadamente, en que enfermó de gravedad («Habíanme dado, con unas calenturas, unos grandes desmayos, que siempre tenía bien poca salud») y hubo de regresar a la casa familiar. Tras recuperarse, pasa una temporada en casa de una hermana casada y de su cuñado, que residían en una aldea de Ávila. De camino visita durante unos días a un tío suyo (Pedro Sánchez de Cepeda), viudo y devoto, que la aficiona a los libros espirituales. Al fin, desengañada de la «vanidad del mundo» y temerosa del infierno, decide convertirse en monja. Ante la oposición del padre, se fuga de casa con veinte años, el 2 de noviembre de 1535, para ingresar en el monasterio de la Encarnación de Ávila [foto]. En cualquier caso, no fue sin desgarro personal que abandona el hogar donde era tan mimada: «Acuérdaseme, a todo mi parecer, y con verdad, que, cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera». Pese al cambio tan radical de vida, de hija acomodada y festejada por todos a la reclusión y severa disciplina del convento, enseguida se encuentra a gusto con la vida de religiosa: «Dábanme deleite todas las cosas de la relisión [=religión], y es verdad que andaba algunas veces barriendo en horas que yo solía ocupar en mi regalo y gala, y acordándoseme que estaba libre de aquello, me daba un nuevo gozo, que yo me espantaba y no podía entender por dónde me venía». Esta primera determinación de ingresar en un convento marcará la pauta de su biografía posterior: Teresa actuará toda su vida movida por impulsos, «inspiraciones» y voces interiores, antes que por decisiones meditadas: «…y ansí jamás aconsejaría ―si fuera persona que hubiera de dar parecer― que, cuando una buena inspiración acomete muchas veces, se deje por miedo de poner por obra; que si va desnudamente por sólo Dios, no hay que temer sucederá mal». La de Ávila será mujer valiente y hasta temeraria: arriesgarlo todo, lanzarse a ciegas, confiada en una corazonada, será su divisa: «…es menester ánima determinada y animosa […] para arriscarlo todo, venga lo que viniera, y dejarse en las manos de Dios e ir adonde nos llevaren, de grado pues os llevan aunque os pese»; «que dicen que no le tengo pequeño [el ánimo], y se ha visto me le dio Dios harto más que de mujer». Su salud, sin embargo, empeora rápidamente desde la entrada al convento: «La mudanza de la vida y de los manjares me hizo daño a la salud; que, aunque el contento era mucho, no bastó. Comenzáronme a crecer los desmayos, y diome un mal de corazón tan grandísimo que ponía espanto a quien le veía, y otros muchos males juntos».

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El padre viaja con ella a ver a una curandera de un pueblo de Ávila, pero el remedio resulta peor que la enfermedad. En el camino, no obstante, pasa por casa de su tío viudo, que le hará conocer un libro decisivo en la evolución espiritual de la monja: el Tercer abecedario espiritual del franciscano Francisco de Osuna [ilustración], otro converso, cuya lectura la encaminará hacia la oración interior y el recogimiento. Aparece aquí una vez más la influencia determinante de los libros en la vida de la santa; Teresa fue siempre una mujer de lecturas y de ella provinieron los principales estímulos para las grandes transformaciones interiores:

«…jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro… Con este remedio, que era como una compañía u escudo en que había de recibir los golpes de los muchos pensamientos, andaba consolada; porque la sequedad no era lo ordinario, mas era siempre cuando me faltaba libro, que era luego disbaratada [=desorientada] el alma y los pensamientos perdidos: con esto los comenzaba a recoger y como por halago llevaba el alma. Y muchas veces, en abriendo el libro, no era menester más; otras leía poco, otras mucho, conforme a la merced que el Señor me hacía. Parecíame a mí en este principio que digo, que tiniendo yo libros y cómo tener soledad, que no habría peligro que me sacase de tanto bien».

El misticismo no está reñido con la cultura ni es sinónimo de ignorancia: «…siempre fui amiga de letras…», «amiguísima de leer buenos libros…» (es decir, libros de devoción). En contra de la imagen popular que los imagina como alelados (hoy diríamos más bien colgados) y enemigos del conocimiento, todos los grandes místicos fueron también grandes lectores y amantes de la sabiduría; Teresa no será una excepción: «Gran cosa es el saber y las letras para todos», escribió en sus Moradas y no se trata de una declaración aislada. Teresa empeora rápidamente a resultas del tratamiento de la curandera, hasta el punto de que los médicos la desahucian. De vuelta en Ávila, sufre un ataque del que queda inconsciente cuatro días; los que la rodean, salvo el padre, ya la daban por muerta y se preparan a enterrarla: «Diome aquella noche un parajismo [=ataque], que me duró estar sin ningún sentido cuatro días, poco menos. En esto me dieron el sacramento de la Unción, y cada hora u momento pensaban espiraba». La enferma remontará aquella crisis, pero su salud será siempre frágil:

«…aunque sané de aquella [enfermedad de su juventud] tan grave, siempre hasta ahora las he tenido y tengo bien grandes, aunque de poco acá no con tanta reciedumbre, mas no se quitan, de muchas maneras. En especial tuve veinte años vómitos por las mañanas, que hasta más de mediodía me acaecía no poder desayunarme; algunas veces más tarde. Después acá, que frecuento más a menudo las comuniones, es a la noche antes que me acueste, con mucha más pena, que tengo yo de procurarle con plumas u otras cosas; porque, si lo dejo, es mucho el mal que siento, y casi nunca estoy, a mi parecer, sin muchos dolores, y algunas veces bien graves, en especial en el corazón…».

Superado el peligro, se suceden tres años de convalecencia en el convento (de 1539 a 1542, hasta sus veintisiete años), como una inválida, hasta que puede considerarse medio restablecida. Desde entonces transcurriría un largo periodo de búsquedas e indecisiones. La monja inquieta tardaría en encontrar su camino y no llegaría a convertirse en la mística que conocemos hasta pasados los cuarenta. Su evolución espiritual fue lenta y sembrada de

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incertidumbres. Mientras tanto, vivió la vida de devoción tibia que era propia de los conventos abiertos de la época: «…y parecíame era mijor andar como los muchos…». Aunque sin caer nunca, según ella misma confiesa, en los peores vicios de su ambiente ni abandonar del todo la devoción, se complació en una existencia de relaciones mundanas y cumplimiento exterior, ritual, de la religión, que era el habitual en toda la cristiandad: «…por una parte me llamaba Dios; por otra yo siguía a el mundo. Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las de el mundo». Desde muy pronto en su vida actuará este doble impulso contradictorio, nunca resuelto: por un lado, su temperamento arrollador y sociable la arrastra hacia la gente y la vida activa; por otro, desde la infancia, acaso como reacción ante una familia en la que se representa a diario la comedia de la falsa hidalguía, sentirá una necesidad constante de huir y apartarse del mundo, al que contempla como el ámbito de la apariencia y el disfraz, de la vanidad y también la banalidad: «…lo más que hemos de procurar al principio es sólo tener cuidado [el alma] de sí sola y hacer cuenta que no hay en la tierra sino Dios y ella; y esto es lo que le conviene mucho […] Pues lo siguro será del alma que tuviere oración descuidarse de todo y de todos, y tener cuenta consigo y con contentar a Dios». El recogimiento de aquellos monasterios se verá afectado por la crisis demográfica de esos años. Durante todo el siglo XVI español, la sangría de hombres que partían a las guerras de Europa o a hacer las Américas (sin contar los numerosos curas y frailes de las distintas órdenes) condenaba a la soltería a un importante porcentaje de mujeres, a las que no quedaba otra opción que ingresar en un convento. Como consecuencia de ello, las reglas monásticas ―y entre ellas, la carmelitana de Teresa― fueron relajando su severidad y clausura para convertirse en residencias de señoritas solteras (y en el caso de las de buena familia, con aposentos privados separados del dormitorio común de las monjas pobres), donde los contactos con el exterior eran cotidianos y a menudo degeneraban en encuentros eróticos. La corrupción de costumbres del clero era rampante, como demuestran las numerosas condenas de sacerdotes «solicitantes» (curas que aprovechaban la intimidad del confesionario para apañar amores) o la moda de cortejar monjas, que ejemplifica el mismo Don Juan Tenorio. El caso del cura con concubina (el propio Lope de Vega es buen botón de muestra) se había vuelto tan común que ya apenas causaba escándalo. Teresa mencionará a uno de estos en uno de los capítulos de su Vida y extraerá la siguiente conclusión: «Y ansí me parece lo es grandísimo [el peligro], monesterio de mujeres con libertad; y que más me parece que es paso para caminar al infierno las que quieren ser ruines, que remedio para sus flaquezas […] Si los padres tomasen mi consejo… quieran más casarlas [a sus hijas] muy bajamente que meterlas en monesterios semejantes…». Tal es el trasfondo en el que se inscriben los diversos intentos de reforma de las órdenes religiosas, que buscan retrotraerlas a la primitiva rigurosidad, y de los que la reforma teresiana no fue la primera ni la última, aunque sí de las más exitosas. El monasterio de la Encarnación de Ávila, donde Teresa profesaría veintisiete años de su vida (hasta 1662, en que marchó a fundar su primer convento), era de este tipo de conventos «relajados». El hacinamiento (contaba nada menos que con 180 monjas) y las constantes visitas de parientes y amigos hacían inevitable cierta promiscuidad. La degeneración de las costumbres del clero era un mal crónico contra la que venía clamando Erasmo y Lutero finalmente se había sublevado. Teresa tampoco tuvo pelos en la lengua:

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«Y no sé de qué nos espantamos haya tantos males en la Iglesia; pues los que habían de ser los dechados para que todos sacasen virtudes, tienen tan borrada la labor que el espíritu de los santos pasados dejaron en las relisiones [=órdenes religiosas]».

←La visión de San Agustín, Carpaccio

A punto de entrar en su cuarta década, será de nuevo un libro el que provoque un trastorno decisivo en su convencional espiritualidad: «En este tiempo [1554] me dieron las Confesiones de San Agustín que parece el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré ni nunca las había visto. Yo soy muy aficionada a San Agustín, porque el monesterio adonde estuve seglar era de su orden y también por haber sido pecador, que en los santos que después de serlo el Señor tornó a Sí hallaba yo mucho

consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda; y que, como los había el Señor perdonado, podía hacer a mí […] Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me vía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso santo. Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dijo a mí, según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas y entre mí mesma con gran afleción [=aflicción] y fatiga».

Cumplidos los cuarenta, Teresa comienza a experimentar todo tipo de fenómenos místicos: visiones, voces, arrobamientos, éxtasis… un completo catálogo, digno del hippy más colgado. Sin duda, también hoy día la hubieran observado como a un bulto sospechoso la nueva inquisición de los psiquiatras. No faltan, de hecho, sesudos estudios científicos que atribuyen sus vuelos místicos a diferentes patologías, en especial, la epilepsia. Olvidan todas estas explicaciones un pequeño detalle: los millones de epilépticos que no han convertido sus ataques en obras maestras de la literatura. A todos estos inquisidores científicos les respondió otro ilustre epiléptico de la literatura: «Qué importa que sea una enfermedad si en ese momento tengo una sensación, inaudita e insospechada hasta entonces, de plenitud, de medida, apaciguamiento y fusión con el arranque de una oración, con la más elevada síntesis de la vida», escribió Dostoievski en El idiota. Y a sus amigos les confió, hablando de su enfermedad: «Durante algunos momentos conozco una felicidad imposible de concebir en un estado normal, y que los demás no se imaginan siquiera. Experimento una armonía completa entre el mundo y yo, y esta sensación es tan fuerte, tan suave, que por algunos minutos de este gozo se podrían dar diez años y quizá incluso toda la vida».2 Hasta aquí la vida pública de Teresa; desde ese momento, lo más interesante de su existencia transcurrirá en su interior. A partir de ahora, penetramos en un nuevo terreno, el del misterio (de donde proviene la palabra «mística»), raramente explorado por el común de los mortales, y acaso convenga estudiar antes un pequeño plano para no perdernos.

2 Henri Troyat, Dostoievski, Barcelona, Salvat, 1985, v. 2, p. 195

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MÍSTICA, VUELO SIN MOTOR «es vuelo suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido»

(Vida, 20, 24)

Desde las primeras religiones de la historia se conocen experiencias extáticas de comunión con la divinidad, trances de los que los individuos emergían consolados y fortalecidos por el contacto con una realidad superior que redimía la precariedad y desamparo de su existencia. No se da religión o concepción del mundo que no conozca su mística. Brujos, chamanes, profetas, fundadores de religiones… todos ellos partieron de una experiencia mística. No hay una sola sociedad que no haya ofrecido, de una manera u otra (casi siempre en forma de promesa aplazada tras la muerte), la posibilidad de escapar a la cárcel en que la propia sociedad encierra, por razones de supervivencia, a sus integrantes. La identidad, los límites del individuo, lo que Freud llamó el «principio de realidad», esto es, lo que los demás dicen que somos aunque no queramos, se ha vivido en todo tiempo y lugar como una condena inapelable, de la que había que tratar de escapar por cualquier medio. Tampoco nuestra civilización occidental escapa a esta regla. En el origen de Grecia, que es el de nuestra razón, se encuentra al lado de Apolo, dios del orden y la medida, el de la ebriedad y la exaltación, Dioniso. El propio Platón afirmaba en su diálogo Fedro «que los mayores bienes se nos originan por locura, otorgada ciertamente por divina donación» y distinguía cuatro clases de este éxtasis o locura (Manía) de inspiración divina: la profética, la del iniciado en los ritos dionisíacos, la poética y la amorosa. El padre de la filosofía occidental es, pues, al mismo tiempo el de nuestro misticismo, que hunde sus raíces en el pensamiento neoplatónico.

Arthur Rimbaud, místico en estado salvaje→

Ya a partir del XVIII, con la Ilustración y el racionalismo, los místicos religiosos desaparecen, pero la mística continúa existiendo bajo nuevas formas paganas en el pensamiento y la literatura. Desde el romanticismo (Hölderlin, Novalis y tantos otros) hasta nuestros días, es difícil encontrar una gran obra poética que no contenga en su fondo una experiencia extática, perfectamente parangonable a las de los grandes místicos religiosos. Desde Una temporada en el infierno y las Iluminaciones de Rimbaud al Don de la ebriedad de Claudio Rodríguez, desde los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot al Libro del desasosiego de Pessoa, el lenguaje místico resuena con la misma intensidad que en Teresa de Ávila o Juan de la Cruz. También en el pensamiento contemporáneo, Así habló Zaratustra de Nietzsche o la Summa ateológica del pensador francés George Bataille pueden entenderse de pleno derecho como obras de mística. Dios ha muerto, pero no la necesidad humana de sentirse como dioses. La considerada por muchos obra cumbre de la novela, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, no es ni más ni menos que el relato de una experiencia mística de clara raigambre neoplatónica. Como lo es la teoría de las

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correspondencias del padre de la poesía contemporánea, Charles Baudelaire, cuyas Flores del mal pueden leerse como el primer intento de llevar adelante una experiencia mística en medio del paisaje hostil de la gran ciudad moderna. Fue este último quien definió en una sola frase la esencia de la búsqueda mística, al margen de dogmas y religiones: «Hay que estar siempre ebrios, de vino, de poesía o de virtud. A vuestro antojo». La última gran explosión de misticismo surgió en la psicodelia hippy de los sesenta, una especie de fast-food de la mística para grandes masas, donde se reemplazaba la disciplina mental por la vía rápida del LSD, con los resultados conocidos. Hoy son malos tiempos para la mística; sólo el sonido de la palabra causa mucha risa. La dispersa atención online, la tiranía de la actualización permanente, la necesidad de gratificación inmediata, la exigencia de rentabilidad, el desprecio de lo obsoleto y lo inútil, de lo que no puede ser explotado, conforman un cuadro mental poco propicio al ensimismamiento. Y, a pesar de todo, cualquier pastillero de fin de semana, cualquier pandilla que se pone ciega en un botellón, no pretenden otra cosa que lo que buscaron los místicos de todos los tiempos: huir de ese lunes por la mañana interminable en que nos encierra la conciencia. Dioniso, como todos los olímpicos, es un dios de múltiples caras, algunas feas y engañosas: en su cortejo se encuentran sublimes bacantes, pero también los borrachos de Velázquez. Pero con independencia de las diferentes variantes, que tampoco son tantas, resulta sorprendente la similitud de las experiencias místicas de individuos tan alejados en el tiempo y el espacio que no podían saber unos de otros. Incluso cuando la experiencia acaece fuera de la religión, a místicos sin Dios como Proust o Rimbaud, las expresiones que se utilizan para describirla resultan homologables con la de los místicos anteriores. En todos ellos, la vivencia de eternidad, la certeza del contacto con una presencia que no es simple producto de nuestra fantasía, que está tanto fuera como dentro de nosotros, el impulso expresivo urgente, insoslayable, que se apodera del místico tras la experiencia y frente al cual cualquier otra actividad parece irrisoria, se repiten con perfiles y hasta metáforas tan parecidas que necesariamente nos lleva a pensar en la semejanza de sus iluminaciones. El arcano 12 del Tarot: el mundo al revés, la inversión de valores→

Los mismos símbolos reaparecen a través de la historia. Júzguese el siguiente paralelismo entre la figura del Ahorcado del tarot (el arcano 12), tal como se explica en un diccionario de símbolos, y un texto de Teresa de Ávila (Moradas, VI, cap. 11): «Toda suspensión en el espacio participa, pues, de este aislamiento místico, sin duda relacionado con la idea de levitación y la de vuelo onírico. Por otra parte, la posición invertida simboliza de por sí la purificación (por subvertir analógicamente el orden terreno o natural) […] Se interpreta la situación del ahorcado diciendo que no vive la vida de esta tierra, pero vive en un sueño de idealismo místico…» (Juan-Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Barcelona, Labor, 1985, 6ª ed). «Siente una soledad estraña [el alma], porque criatura de toda la tierra no la hace compañía, ni creo se la harían los del cielo, como no fuese el que ama, antes todo la atormenta más; vese como una persona colgada, que no asienta en cosa de la tierra, ni al Cielo puede subir, abrasada con esta sed, y no puede llegar a el agua…» (Moradas, VI, cap. 11).

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¿En qué consiste la mística? En su esencia, pretende practicar el vacío en el individuo para disolverlo en una unidad superior que, según las tradiciones, adopta diferentes denominaciones: Dios, energía universal, Naturaleza, Voluntad, memoria involuntaria... En una primera fase, el aspirante se desliga del mundo sensible, desechando para ello toda clase de contenidos mentales (imágenes y pensamientos) y apagando los apetitos. Es lo que se conoce en Occidente como vía purgativa, la preparación ascética que predispone a la iluminación propiamente dicha. En la tradición de Oriente, los métodos de meditación recurren a rutinas físicas, e incluso eróticas, en las que las técnicas de respiración juegan un papel preponderante. En la tradición cristiana, la ascética (que, conviene recordarlo, en su original griego no significa más que 'ejercicio atlético') fue derivando desde las rigurosas mortificaciones de los padres del desierto (ayunos, abstinencia, castigos corporales, aislamiento estricto durante años, en ocasiones encima de una columna como en el caso de los estilitas) hasta espiritualizarse a fines del siglo XV y durante el XVI en lo que se llamó el recogimiento, la oración mental o interior, que se contrapone a la oración vocal que practican la mayoría de los fieles: «…que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». La finalidad de la oración mental no era tan sólo la de aislarnos en nuestro interior, sino, dando un paso más allá, en el interior de nuestro interior, acallando también el rumor de la conciencia, el flujo ininterrumpido de representaciones en que consiste nuestra psique, para recluirnos en lo más recóndito de uno mismo, allí donde el yo se desvanece y se encuentra con lo divino. Ahora bien, esta segunda fase de iluminación y unión con la divinidad (dividida a su vez por cada autor en diversos grados de acercamiento a la realidad superior) es por completo imprevisible y la inmensa mayoría de los contemplativos no traspasan jamás la etapa de las penitencias y el recogimiento para alcanzar la iluminación interior. De

ahí la paradoja principal de la mística: puesto que consiste en una aniquilación de la voluntad, la unión con el Ser supremo no puede provenir jamás de un acto voluntario, sino tan sólo de un don gratuito de la divinidad. Dicho en plata: la mística no se enseña, es una experiencia única e intransferible, sin relación alguna con el mérito, tanto que a veces se concede a quien menos se la merece. De ahí también el gran peligro de cualquier devoto: la acedia, la sequedad del alma, es decir, el hastío y la frustración de quien, tras una vida de sacrificios y devociones, no obtiene más gratificación que la muy genérica promesa del paraíso tras la muerte, válida hasta para el mayor pecador arrepentido de última hora. ←«Melancolía», de Jacob de Gheyn

Esta naturaleza intransferible de la experiencia mística ha sido el motivo de la desconfianza de todas las religiones hacia el místico. Éste, desentendiéndose de dogmas, ritos y ceremonias, emprende un camino personal y directo de relación con lo divino que deja en evidencia a las instituciones y jerarquías de cualquier iglesia. El papel mediador del clero, fuente de todo su poder, resulta superfluo en presencia del místico. El místico no sólo es inutilizable sino subversivo, puesto que su camino se desarrolla al margen y a veces en contra de los mandamientos y la moral pública sancionada por la ortodoxia.

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No sólo las instituciones desconfían del místico; también la masa de creyentes experimenta una prevención y curiosidad morbosas ante unas experiencias que se desarrollan siempre en la intimidad y el secreto y que, por definición, nunca podrán ser compartidas. Como cualquier agraciado con un regalo inmerecido (en este caso, la lotería divina de la gracia) el místico es observado con rencor por los no favorecidos. ¿Hay mayor soberbia que querer ser como dioses, aunque sean dioses fugaces, pobres y enfermos? Hasta que la muerte los desactiva y aleja el peligro de contagio, su ejemplo vivo atrae a

unos pocos escogidos y enfurece a muchos. Una vez desaparecidos, la Iglesia recupera a algunos, los descuartiza convenientemente para adaptarlos al dogma (como sucedió literalmente con Santa Teresa, cuyo cadáver se despiezó en innumerables reliquias) y los transforma en fetiches inalcanzables e inofensivos. ←Vermeer, místicismo sin ángeles ni demonios, el aquí y el ahora resplandeciendo con la misma luz de Teresa de Ávila: «No es resplandor que dislumbre, sino una blancura suave y el resplandor infuso, que da deleite grandísimo a la vista y no la cansa, ni la claridad que se ve para ver esta hermosura tan divina. Es una luz tan diferente de la de acá, que parece una cosa tan dislustrada [=desvaída] la claridad del sol que vemos, en comparación de aquella claridad y luz que se representa a la vista, que no se querrían abrir los ojos después» (Libro de la vida, cap. 28)

Por naturaleza, la experiencia mística es lo incomunicable. ¿Cómo transmitir vivencias que sólo están al alcance de unos pocos, salvo de manera indirecta y

figurada? ¿Cómo hacer ver los colores a un ciego de nacimiento, como conseguir que un sordomudo escuche música? El lenguaje se sustenta en sensaciones comunes y, a falta de referencias propias con las que asociarlas, las palabras nos suenan tan extrañas como las del idioma más exótico. Es perfectamente razonable la desconfianza hacia los supuestos éxtasis del místico, puesto que no contamos más que con su testimonio, y los farsantes abundan en este campo. ¿Qué sabemos en realidad de las experiencias místicas (pues de tales hay que calificarlas) de un Proust, por ejemplo? ¿Cuánto tienen de recreación literaria de un déjà vu que todos hemos experimentado alguna vez? ¿Cuánto de interpretación, de genio expresivo de unas sensaciones de plenitud, más comunes de lo que se cree, no contienen sus obras? En definitiva, la materia del místico es incomunicable salvo como literatura, puesto que sólo contamos con su palabra. Los límites del lenguaje, que no son más que los límites de las vivencias más comunes que podemos compartir, se revelan una herramienta tosca a la hora de comunicar lo excepcional y lo intenso. Imaginemos a un músico que no dispusiera para tocar sino de las herramientas y los objetos más cotidianos (un martillo, un serrucho, un cubo) y tendremos una imagen aproximada de las dificultades a que se enfrenta el místico a la hora de expresarse. Pero allí donde se emplea «místico» podría valer igualmente la palabra «artista», puesto que, desde fuera, el proceso y su resultado en ambos son indistinguibles. ¿Qué otra cosa es la literatura y el arte en general sino el intento de ampliar el horizonte de lo que un ser humano puede sentir y decir, o como declaraba la de Ávila con hermosa expresión, «un dilatamiento u ensanchamiento en el alma» (Moradas, IV, cap. 3)?

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RAPTOS, ÉXTASIS Y OTROS ARROBAMIENTOS Y SUTILES VUELOS DE ESPÍRITU

Hace poco, titularon un artículo «El éxtasis de Santa Teresa fue un simple orgasmo»3. Ojalá lo fuera. Ojalá un simple orgasmo tuviera la potencia de las visiones de la de Ávila. Más bien parece lo contrario: que el orgasmo es un simple remedo de la experiencia mística o, como decía Baudelaire: «La fornicación es la lírica [es decir, el éxtasis] del pueblo». En cualquier caso, no hay motivos para pensar ―dado el limitado rango de experiencias humanas― que el éxtasis místico difiera en su naturaleza del erótico, salvo en los medios de consecución. La semejanza de expresión en ambos autoriza a deducirlo. La mística se ha servido con preferencia del lenguaje amoroso para comunicarse:

«¡Oh llama de amor viva! qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro; pues ya no eres esquiva, acaba ya, si quieres; rompe la tela de este dulce encuentro».

¿Versos de una doncella a su desvirgador? No, de San Juan de la Cruz. También en Teresa de Ávila, la naturaleza erótica de su más célebre experiencia mística ―la «transverberación», de julio de 1560― salta tanto a la vista que excusa el comentario:

3 http://www.jotdown.es/2012/05/el-extasis-de-santa-teresa-fue-un-simple-orgasmo/

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«Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: vía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal; lo que no suelo ver sino por maravilla. Aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada que dije primero. Esta visión quiso el Señor la viese ansí: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan (deben ser los que llaman querubines, que los nombres no me los dicen; más bien que en el cielo hay tan diferencia de unos a otros, que no lo sabría decir). Víales en las manos un dardo de oro largo, y al fin de el hierro me parecía tener un poco de fuego; éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su Bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento […] Los días que duraba esto andaba como embobada…»

La religiosa se expresó con meridiana claridad sobre la importancia del cuerpo en sus devociones: «Nosotros no somos ángeles, sino tenemos cuerpo»; «En todas estas maneras [se refiere a los trances místicos] […] es tan grande la gloria y descanso del alma, que muy conocidamente aquel gozo y deleite participa de él el cuerpo». En cuanto al arrobamiento, así lo describe: «Pues cuando está en el arrobamiento, el cuerpo queda como muerto, sin poder nada de sí muchas veces, y como le toma se queda: si en pie, si sentado, si las manos abiertas, si cerradas».

← Versión BDSM de la transverberación (Josefa de Bidos, 1672)

Al igual que Proust, la presunta santa hizo hincapié en la involuntariedad, como marca de autenticidad de las revelaciones místicas. El éxtasis no se fabrica, ni por tanto se enseña. Teresa distingue entre «contentos», que se pueden procurar mediante la meditación (oración meditativa) y los «gustos», que los da Dios cuando quiere (oración de quietud). De estos últimos dice: «Que no es cosa que se puede antojar, porque por diligencias que hagamos, no lo podemos adquirir, y en ello mismo se ve no ser de nuestro metal, sino de

aquel purísimo oro de la sabiduría divina» (Moradas, IV, cap. 2). El método ―los distintos tipos de oración― nos ayuda a prepararnos para recibir las mercedes de Dios, pero lo más probable es que nos quedemos compuestos y sin novia: «…aunque más meditación tengamos y aunque más nos estrujemos y tengamos lágrimas, no viene esta agua [=merced, gracia] por aquí; sólo se da a quien Dios quiere y cuando más descuidada está muchas veces el alma». Una y otra vez insiste la religiosa en esta idea clave: la gracia no tiene que ver con el mérito ni el esfuerzo:

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«…y ansí hay muchas personas santas que jamás supieron qué cosa es recibir una de aquestas mercedes, y otras que las reciben que no lo son. Y no penséis que es continuo, antes, por una vez que las hace el Señor, son muy muchos los trabajos, y ansí el alma no se acuerda si las ha de recibir más, sino cómo las servir» (Moradas, cap. IX).

Con parejo vigor se pronunció la de Ávila contra otro frecuente malentendido, que equipara el misticismo a una especie de muerte de la inteligencia. «De devociones a bovas nos libre Dios», escribió en la Vida. Teresa nunca fue una antiintelectualista y, aunque reconocía que en las vivencias más intensas el entendimiento queda suspendido («no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho», Moradas, IV, cap. 1), no renunciaba a reflexionar sobre ellas a posteriori ni a tratar de comunicarlas por escrito con la mayor precisión analítica. La exaltación espiritual era para la religiosa una experiencia fugaz

(«Cuando estuviese media hora, es muy mucho; yo nunca, a mi parecer, estuve tanto»), no un estado permanente de idiotez mística, y por tanto resultaba perfectamente compatible con el uso de la inteligencia.

←Una sensual Teresa rococó (Baratti, siglo XVIII)

La carmelita fustigó de manera implícita, sin nombrarla directamente, la mística voluntaria de los alumbrados, que sería después la de quietistas como Miguel de Molinos. Son numerosas sus advertencias contra los esfuerzos por suspender el pensamiento e «idiotizarse» como vía de alcanzar lo divino. Estos intentos por sofocar el discurrir mental son todos inútiles, puesto que la iluminación es una concesión que no depende de nuestra voluntad («así no está en nuestro querer, sino cuando Dios nos quiere hacer esta merced»). Al

contrario, los esfuerzos por acallar la mente suponen una contradicción en los términos y resultan contraproducentes, puesto que el entendimiento se fortalece al tratar de aniquilarse: «si Su Majestad [=Dios] no ha comenzado a embebernos, no puedo acabar de entender cómo se pueda detener el pensamiento de manera que no haga más daño que provecho […] no nos hemos de estar bobos, que lo queda harto el alma cuando ha procurado esto [dejar de obrar con el entendimiento], y queda mucho más seca y por ventura más inquieta la imaginación con la fuerza que se ha hecho a no pensar en nada […] que el mesmo cuidado que se pone en no pensar nada, quizá despertará el pensamiento a pensar mucho» (Moradas, IV, cap. 3). «Pues, ¿cómo está olvidado de sí el que con mucho cuidado está que no se osa bullir [=moverse]?», se pregunta en su Vida. En otras palabras, nuestra mente no puede parar de moverse, como le sucede a los tiburones: «Y ansí como no podemos tener [=detener] el movimiento del cielo, sino que anda apriesa con toda velocidad, tampoco podemos tener nuestro pensamiento» (Moradas, IV, cap. 1).

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Por ello los dones místicos «se han de alcanzar no los procurando» (Moradas, IV, cap. 2), es decir, nunca pueden provenir de violentar el espíritu mediante disciplinas absurdas: «estas obras interiores son todas suaves y pacíficas, y hacer cosa penosa, antes daña que aprovecha. Llamo penosa cualquier fuerza que nos queramos hacer» (Moradas, IV, cap. 3). El misticismo de la de Ávila se halla, por tanto, en los antípodas del nirvana oriental. No es a través del vaciamiento, sino del desbordamiento como se alcanzan los estados más elevados de la mente. El éxtasis no significa nunca en Teresa el suicidio de la inteligencia, sino su apoteosis: «Cuando Su Majestad quiere que el entendimiento cese, ocúpale por otra manera y da una luz en el conocimiento tan sobre la que podemos alcanzar, que le hace quedar absorto […] Que pues Dios nos dio las potencias [=facultades mentales] para que con ellas trabajásemos, y se tiene todo su premio, no hay para qué las encantar [=suspender], sino dejarlas hacer su oficio hasta que Dios las ponga en otro mayor» (Moradas, IV, cap. 3). En el grado más elevado de oración, la oración de unión, el contemplativo está plenamente capacitado para la vida activa, como demostró por otro lado la propia Teresa en la época de sus fundaciones: «en esta oración puede [el alma] también ser Marta (ansí que está casi obrando juntamente en vida activa y contemplativa) y entender en obras de caridad y negocios que convengan a su estado, y leer…» La misma mujer supersticiosa que creía ver demonios alcanza en estos párrafos una profundidad y sutileza psicológicas asombrosamente modernas. Américo Castro apunta con agudeza: «En el ámbito divino, Teresa no prescinde de los sentidos […], no renuncia a nada cuando pretende renunciar a todo»4. Es decir, no renuncia al cuerpo ni a la inteligencia, a la vida activa ni a la cultura. La religión nunca será para ella un medio de mortificarse, sino una forma de buscar una plenitud que su tiempo le niega. Por ello, en cuanto madre superiora se mostrará dura y hasta cáustica con la falsa beatería y el exceso de penitencias de sus monjas. Sabe por experiencia que el arrobo no se provoca como un vómito, que todo debe ir de manera «suave y pacífica», porque llegado el momento ―imprevisible― se concede sin esfuerzo. Teresa prevenía contra la confusión entre arrobamiento y abobamiento; de una monja que padecía falsos trances, escribirá: «con dormir y comer y no hacer tanta penitencia, se le quitó [el falso estado místico] a esta persona» (Moradas, V, cap. 1). Y a las que se sientan cada día a esperar la llegada del Espíritu Santo, les advertirá: «…no nos estemos bobos perdiendo el tiempo por esperar lo que una vez se nos dio…» (Moradas, VI, cap. 7). Uno de los últimos escritos de Teresa ―de 1582, el mismo año de su muerte― consiste en una parodia de las falsas beaterías de las monjas, titulada El cerro y escrita al alimón con el padre Jerónimo Gracián, el provincial de los carmelitas descalzos. La mística dedicaba sus últimas fuerzas a burlarse de sus malas imitadoras, algo de lo más zen. He aquí un divertido párrafo de la obra: «Y, para que la orden vaya en aumento, las novicias que se hubieren de recibir sean beatas, que tengan los ojos torcidos y los hocicos y narices grandes; el color, de acelga; los dientes, grandes, llenos de toba [=sarro]; y que, preguntadas de su salud, digan que tienen 4 Américo Castro, Teresa la Santa y otros ensayos, en: Historia y crítica de la literatura española, dir. Por Fco Rico, v. 2, pp. 509-512

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unos apretamientos de estómago, un escarbamiento de corazón. Y que al tiempo que vengan a pedir el hábito, den unos suspiros delicados, la habla con silbito, alelando los ojos al cielo con melindres.» Teresa gozó o padeció (ni ella misma habría sabido elegir uno de los dos verbos) de toda clase de mercedes místicas hasta el final de sus días. Incluso en los últimos tiempos, su capacidad receptiva pareció dispararse con la práctica. Sus malintencionados críticos materialistas la habrían calificado de multiorgásmica. En los capítulos finales del Libro de la vida, las visiones y revelaciones se multiplican de manera vertiginosa; algunas parecen extraídas de las ingenuas estampas medievales de milagros y demonios; en Teresa lo atávico y lo avanzado, lo sublime y lo hortera, el Medievo y el Renacimiento nunca andan muy lejos, si es que no se mezclan de manera inextricable (y no es ése el menor de sus encantos). He aquí una muestra de la Teresa más kitsch:

«Otra vez me acaeció ansí otra cosa que me espantó mucho. Estaba en una parte adonde se murió cierta persona que había vivido harto mal, según supe, y muchos años; mas había dos [años] que tenía enfermedad y en algunas cosas parece estaba con enmienda. Murió sin confesión, mas con todo esto no me parecía a mí que se había de condenar. Estando amortajando el cuerpo, vi muchos demonios tomar aquel cuerpo, y parecía que jugaban con él y hacían también justicias [tormentos] en él, que a mí me puso gran pavor, que con garfios grandes le traían de uno en otro. Como le vi llevar a enterrar con la honra y ceremonias que a todos, yo estaba pensando la bondad de Dios cómo no quería fuese infamada aquel alma, sino que fuese encubierto ser su enemiga. Estaba yo medio boba de lo que había visto. En todo el oficio no vi más demonio; después, cuando echaron el cuerpo en la sepoltura, era tanta la multitud [de demonios] que estaban dentro para tomarle, que yo estaba fuera de mí de verlo, y no era menester poco ánimo para disimularlo. Consideraba qué harían de aquel alma cuando ansí se enseñoreaban del triste cuerpo... » (Vida, cap. 38, 24)

Teresa desahuciando demonios como cualquier banco, en un encantador grabado de Adriaen Collaert, 1613

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TERESA ESCRITORA Una de las escasas oportunidades de ascenso social, en base al mérito, que aún les quedaba a los conversos era la profesión de las letras. Como demuestra el propio caso de Cervantes, cuya brillante hoja de servicios en Lepanto no le sirvió de nada para medrar en el ejército, la limpieza de sangre se convirtió en un obstáculo insalvable de cara a la obtención de cualquier cargo relevante. Las armas, la Iglesia y el Estado habían cerrado sus puertas a los descendientes de cristianos nuevos. Al igual que los místicos con sus cenobios, también los escritores con sangre judía buscaron en la literatura un lugar donde encontrar refugio, a salvo de los valores de una sociedad que despreciaban y que los despreciaba. Resulta abrumadora la nómina de escritores conversos de aquella época y llama la atención la escasa atención prestada hasta ahora por los estudiosos (con excepciones notables, como las de Américo Castro y sus seguidores) a un fenómeno tan determinante para comprender nuestra cultura. Lo más renovador de la literatura del Siglo de Oro fue escrita por ellos: el teatro renacentista (Fernando de Rojas) y el entremés, buena parte de la lírica (Cancionero de Baena, Fray Luis de León, Góngora), la literatura espiritual, incluyendo a nuestros grandes místicos (Padre Sigüenza, Francisco de Osuna, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Juan de Dios, Juan de Ávila), la novela picaresca (Lazarillo, Delicado, Mateo Alemán), la pastoril (Jorge de Montemayor), los humanistas (hermanos Valdés, Alfonso y Juan; Juan Luis Vives, Antonio de Nebrija), la novela (Cervantes, de quien pocos especialistas ponen ya en duda su origen converso), por sólo citar los nombres más conocidos de una pléyade mucho más abundante. «No es mera coincidencia ―afirma uno de los mayores especialista del periodo― que la

más genial literatura innovadora de nuestro siglo de oro y la más excelsa mística del cristianismo fuera mayoritariamente conversa o al menos compartiera modos de pensar y de sentir característicos de los nuevocristianos.» 5 ←Una paloma distrae a Teresa mientras escribe; otros opinan que se trata del Espíritu Santo (anónimo, siglo XVIII)

Es en este contexto en el que hay que estudiar a la carmelita, y no en el de la campeona del dogma católico, cosa que nunca fue en vida. A la mayoría de lectores incrédulos y más bien ateos del siglo XXI, la Teresa de Ávila que le interesa es la escritora, por encima de la doctora de la Iglesia. Para el caso, los arrobos, raptos y éxtasis de la supuesta santa nos importan tanto como los de Bécquer, Juan Ramón Jiménez o Cernuda; es decir, nos importan mucho, pero desde un punto de vista exclusivamente literario. Es en las filas de la literatura y el

pensamiento laicos donde la santa ha encontrado de hecho a sus mejores intérpretes. Uno

5 Ángel Alcalá, El mundo converso en la literatura y la mística del Siglo de Oro: http://www.raco.cat/index.php/Manuscrits/article/viewFile/23201/92576

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de ellos, Francisco Márquez Villanueva, nos advierte contra los peligros de dejarse contaminar de religión al estudiar su obra, al punto de terminar considerándola un «milagro literario». Márquez combate «uno de los mitos más desorientadores y tenaces, endurecido por cuatro siglos de hagiografía. Según éste, Santa Teresa sólo escribía contra su voluntad, por pura obediencia al mandato de sus prelados o confesores.»6 Teresa no fue una escritora a la fuerza, sino vocacional y hasta compulsiva: «Santa Teresa llevó una vida de escritora profesional desde aproximadamente el año 1560 hasta casi los mismos días de su muerte. Veintidós años de febril manejar la pluma, de tarea cuotidiana contra todos los vientos y mareas, en que los proyectos se suceden y ejecutan infaliblemente y sin interrupción […] El malhadado prejuicio hagiográfico ha impedido reconocer algo muy obvio, nunca afirmado hasta este momento y que todavía causará escándalo a algunos: Santa Teresa gozaba del placer de crear con verdadera adicción…» La escritura por obediencia era sólo una táctica defensiva, en una época en que cualquier mujer de letras estaba mal vista y más en cuestiones de alta espiritualidad, terreno vedado para teólogos sesudos. Uno de las frases que andaba en boca de todos ellos, y que resume la misoginia de aquella sociedad, pertenecía a San Pablo: «Las mujeres cállense en las asambleas porque no les toca a ellas hablar, sino vivir sujetas, como dice la Ley» (I Cor., 14, 34-36). La patrona de los escritores, siempre con la pluma en la mano (Rubens)→

Son estas enormes presiones de fondo marino, que debía soportar cualquier mujer de letras del Siglo de Oro, las que explican los numerosos subterfugios literarios de la santa, pero también la fuerza y originalidad de su estilo. Teresa, que no podía competir en el mismo terreno de los hombres, el de la retórica cargada y pomposa, se reservó para sí el humilde rincón del habla cotidiana; pero es precisamente esa limitación autoimpuesta la que constituye hoy su mayor gloria. Las telarañas que inevitablemente cuelgan de cualquier clásico, y para cuya limpieza se requiere un mínimo de conocimiento histórico, desparecen por ensalmo en el caso de la carmelita. Su voz nos llega cálida y próxima, tan fresca como le debió parecer a sus coetáneos, una vez acostumbrados a las particularidades de expresión, por lo demás tan sabrosas. Teresa aplica a los estados psicológicos más sutiles la llaneza de un lenguaje coloquial, trufado de un vocabulario cotidiano, y de comparaciones visuales y expresivas. Se trata de un fenómeno radicalmente inédito en la literatura espiritual, obra hasta entonces de letrados de retórica culta y a menudo farragosa. He aquí algunas muestras del estilo «desconcertado» de la religiosa, extraídos de su Vida: «Acaecíame … algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí u yo toda engolfada en Él.» (capítulo

6 http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/FSU9JDSKL5QEDMGU4MLS5AUVBBVP21.pdf

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10); «En la mística teología que comencé a decir, pierde de obrar el entendimiento, porque le suspende Dios […] Presumir ni pensar de suspenderle nosotros, es lo que digo no se haga ni se deje de obrar con él, porque nos quedamos bobos y fríos, y ni haremos lo uno ni lo otro» (cap. 12); «…y ella [la imaginación], como se ve sola, es para alabar a Dios la guerra que da y cómo procura desasosegarlo todo. A mí cansada me tiene y aborrecida la tengo, y muchas veces suplico a el Señor, si tanto me ha de estorbar, me la quite en estos tiempos […] que no parece sino de estas maripositas de las noches, importunas y desasosegadas… Para esto no sé qué remedio haya… que no se haga caso de ella más que de un loco, sino dejarla con su tema…» (cap. 17); «Ansí que esta mariposilla importuna de la memoria aquí se le queman las alas: ya no puede más bullir. La voluntad debe estar bien ocupada en amar, mas no entiende cómo ama. El entendimiento, si entiende, no se entiende cómo entiende; al menos no puede comprehender nada de lo que entiende. A mí no me parece que entiende, porque ―como digo― no se entiende. Yo no acabo de entender esto» (Vida, cap. 18); «…paréceme que está ansí el alma, que ni del cielo le viene consuelo ni está en él, ni de la tierra le quiere ni está en ella, sino como crucificada entre el cielo y la tierra, padeciendo sin venirle socorro de ningún cabo» (cap. 20); «Después que torna en sí [el alma], si ha sido grande el arrobamiento, acaece andar un día o dos y aun tres tan absortas las potencias u como embobecida que no parece anda en sí» (cap. 20); «Otras veces me da una bobería de alma ―digo yo que es― que ni bien ni mal me parece que hago, sino andar a el hilo de la gente, como dicen, ni con pena ni con gloria, ni la da vida ni muerte, ni placer ni pesar; no parece se siente nada» (cap. 30); «… y voyme a donde solía a solas tener oración, y comienzo a tratar con el Señor, estando muy recogida, con un estilo abobado que muchas veces, sin saber lo que digo, trato…» (cap. 34); «Y hame dado [el Señor] una manera de sueño en la vida, que casi siempre me parece que estoy soñando lo que veo: ni contento ni pena, que sea mucha, no la veo en mí» (cap. 35). La voz de Teresa nos suena reconocible. Es una conciencia moderna que se explora y se interroga, sembrada de dudas, miedos, asombros, entusiasmos y desánimos, que en ningún momento, ni siquiera en el de las revelaciones, cuando habla con el mismísimo de Arriba, resulta solemne o impostada. Teresa es una de las primeras pioneras de un territorio desconocido hasta entonces en la literatura: el continente de la intimidad y de lo personal, de aquello que sólo uno mismo puede descubrir. Con ella entramos ya, de pleno derecho, en la modernidad y por ello su estilo nos resulta tan familiar y ―pese a beaterías y supersticiones― la escuchamos como a nuestra semejante. Tras la aparente sencillez de esta escritura «desconcertada» se esconde, en realidad, un cuidadoso trabajo literario, repleto de toda clase de recursos retóricos: cláusulas cautelosas, por ejemplo («a mi parecer», «tengo para mí», «creo yo»…) y disculpas por su condición de mujer e iletrada (mujer y ruin, flaca y miserable, pecadora e ignorante), pero también otros muchos; toda una estrategia de la falsa modestia, equivalente a los gestos de sumisión de los animales, con la que trata de adelantarse a la brutal misoginia del ambiente. El supuesto escribir forzada, así como las repetidas declaraciones de humildad e ignorancia, el uso de un lenguaje deliberadamente sencillo para no tratar de pasar por letrada, sus autoinculpaciones de mujer ruin y pecadora, y otras tantas captatio benevolentiae, no tienen más finalidad que aplacar a sus recelosos lectores. Detrás de esa fachada de falsa modestia, se oculta, sin embargo, la soberbia del gran creador consciente de su valía, que apela a la autoridad de su propia experiencia, antes que a los teólogos o los principios aceptados de alguna doctrina. Experiencia («espiriencia», como escribe ella) es una palabra fetiche y omnipresente en los escritos de Teresa: «No diré

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cosa que no haya experimentado algunas y muchas veces»; «De lo que tengo experiencia puedo decir»; «Yo sé mucho de esto por experiencia»; «Yo tengo grandísima experiencia de ello, y sé que es verdad, y porque lo he mirado mucho». La experiencia personal ―no la teoría ni la especulación, como sucedía anteriormente― es el garante último de todas sus afirmaciones. Uno de los principales estudiosos de la santa lo resume así:

«Si tuviera que concretar cuál es a mi juicio el logro más revolucionario del planteamiento teresiano de la comunicación, yo no dudaría en apuntar a lo que de hecho constituye su más directo entronque con la modernidad renacentista: la valoración de la experiencia personal consagrada como punto de partida y eje de aquélla. Hasta ese momento, la literatura espiritual ―y utilizo el término en su más comprensivo ámbito― arrancaba siempre de los principios y a ellos supeditaba la diversidad de las almas. Teresa de Jesús invierte de manera radical el proceso y al hilo de su propia experiencia enhebra toda su escritura».7

Primera edición (póstuma) de obras de Teresa, debida a fray Luis de León (1588). En vida, la autora sólo consiguió ver publicado Camino de perfección→

Claro que no se trata de una experiencia personal cualquiera. Teresa no tiene empacho en atribuir a inspiración divina buena parte de sus palabras: «…muchas cosas de las que aquí escribo no son de mi cabeza, sino que me las decía este mi Maestro celestial; y porque en las cosas que yo señaladamente digo: “esto entendí” u “me dijo el Señor”, se me hace escrúpulo grande poner u quitar una sola sílaba que sea…» En la medida en que las consideraba inspiradas por el mismo Dios, no podía por menos de tenerlas por sagradas, como cualquier autor pagado de sí mismo.

En suma, todo apunta a que la literata a la fuerza se tomó muy en serio su oficio de escritora. Lo prueba la atención que dedicó a sus principales títulos (Libro de la vida, Camino de perfección, Meditaciones, Moradas), que reescribió y revisó con todo escrúpulo en diversas ocasiones. En contra del tópico que sostiene que la santa restaba importancia a sus escritos, tenemos sus propias palabras sobre lo mucho que los apreciaba: compara favorablemente las Moradas con el Libro de la vida, hablando de sus «más delicados esmaltes y labores», de que «es el oro de más subidos quilates» y de que «Hízose por mandado del “vidriero” [=Dios] y parécese bien a lo que dicen», expresiones todas ellas que denotan un agudo sentido para las bellezas literarias. Teresa se muestra muy consciente de los recursos de escritor que usa, y en especial de su favorito, la metáfora, la «comparación» como ella la

7 Víctor García de la Concha, «Un nuevo estilo literario», en: Historia 16, nº 78, octubre 1982, p. 54

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llama. No siente ningún pudor en felicitarse cuando cree haber dado con una perla: «Paréceme que es la mejor comparación que he acertado a decir» (Moradas, VI, 2, 4). A veces es el mismo Dios quien, transmutado en crítico literario, la felicita efusivamente por algún feliz hallazgo: «Buena comparación has hecho; mira no se te olvide…» (Vida, 39, 23) Varios testimonios de la época confirman el aprecio en que la escritora tenía a su obra. El padre Diego de Yepes recuerda que Teresa «se holgaba que le alabasen sus escritos y que estimasen en mucho su orden, porque como eran doctrina y obras reveladas, le pareció que en alabar sus libros se alababa a Dios». Una de sus monjas (Isabel de Santo Domingo) declara tras su muerte, cómo «algunas veces le dicía la Santa, leyéndole lo que en el libro había escrito, que no pensaba que había de salir tan bueno, admirándose de que, sin haberlo pensado, saliese con tanto concierto, y más siendo de cosas tan altas las que escribió». Manuscrito de la Vida, primer folio

Toda su obra literaria raya a gran altura, pero es sin duda la segunda, el Libro de la vida, su creación más genial y la más cercana a un lector contemporáneo. Mezcla de autobiografía y tratado místico, terminó de redactarla con cincuenta años, en 1565 (hace, pues, 450), como un pliego de defensa contra las acusaciones que se le lanzaron. Se jugaba mucho con ella y apostó tan fuerte, que no es exagerado afirmar que fue aquel libro quien le salvó de la Inquisición. Es comprensible que su autora, que no le puso título, lo llamara en sus cartas «mi alma», y hasta hubiera podido llamarlo como otro espíritu afín, Baudelaire, tituló uno de sus escritos: «Mi corazón al desnudo». La Vida narra la historia de un itinerario espiritual, desde la primera infancia hasta el mismo instante de su escritura, centrado en el

momento dramático de la conversión, que trastoca para siempre a su protagonista. Lo que podría haber derivado en una aburrida alegoría, no se separa en ningún momento de la realidad más concreta, habitada de seres de carne y hueso, de objetos reconocibles y de anécdotas e intrigas novelescas. La autora nunca ahueca la voz, no reniega del tono cotidiano, ni siquiera en los momentos más subidos de su aventura mística, cuando comparecen o hacen oír su discurso, ángeles, demonios, Cristo, la Virgen o el Ser Supremo en persona. Teresa es capaz de narrar un éxtasis con la misma naturalidad que un viaje en carreta y, por un instante, logra convencernos de que lo divino se manifiesta en la vida diaria, no en los templos ni en las ceremonias. Su otra gran obra, el Castillo interior o Las Moradas, fue escrita doce años después de la Vida, en 1577, uno de los periodos de mayor acoso a Teresa por parte de la Inquisición. Fue precisamente la necesidad de encontrarle un recambio a esta última obra, secuestrada por los inquisidores, para que sirviera de guía a sus religiosas, lo que llevó a la escritora a reescribir las ideas del primer libro, despojándolas de sus anécdotas autobiográficas. Se

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trata, quizá, de su obra más ambiciosa y aquella de la que se sentía más satisfecha, acaso por ser en ella donde más parecida se mostró a esos letrados inalcanzables a los que tanto admiraba. Es trabajo de escritora profesional, en plena posesión de sus facultades, tanto que se atreve con uno de los asuntos más delicados para cualquier autor: las sutiles interioridades de procesos mentales muy raros de observar, la fauna abisal del espíritu donde la conciencia apenas alcanza. Pese a ser un libro excepcional, el lector no puede evitar echar en falta la espontaneidad y frescura del Libro de la vida. Las Moradas describe la iniciación espiritual como un tránsito hacia los aposentos más recónditos de un castillo, que no es sino figura del alma. De nuevo encontramos aquí una de las ideas-fuerza del siglo: lo divino se halla en lo más interior de nosotros mismos, no en las ceremonias ni sacramentos. El estilo siempre vivo de la santa evita la sequedad habitual en este tipo de literatura alegórica. Júzguese por el siguiente párrafo la habilidad de Teresa para volver visuales las más abstrusas disquisiciones místicas:

«No habéis de entender esas moradas una en pos de otra como cosa enhilada, sino poned los ojos en el centro que es la pieza o palacio adonde está el rey, y considerad como un palmito que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, en rededor de esta pieza están muchas y encima lo mismo; porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza […] y a todas partes de ella se comunica este sol que está en este palacio».

Teresa fue también una apreciable poeta (¿quién no recuerda el «vivo sin vivir en mí», compendio de cualquier alienación, mística o laboral?); una corresponsal infatigable y llena de encanto (se conservan 409 cartas), y una cronista, legisladora y guía espiritual de su orden, amén de autora de otras obras de contenido místico que complementan las dos mayores (Camino de perfección, Cuentas de conciencia, Meditaciones sobre los Cantares, etc). Disjecta membra poetae: una de las tropecientas reliquias de la santa; la más valiosa de todas es su propia obra literaria

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TERESA Y LA INQUISICIÓN Desde finales del XV surge por toda Europa un clima de renovación espiritual. Son años de una intensa crisis religiosa que propiciará cismas, reformas y todo tipo de herejías. Late en ellos una misma inquietud: la búsqueda de una religión más auténtica e interior frente a un cristianismo formal, alejado del corazón de los fieles, convertido en una religión de apariencias y actos vacíos y, sobre todo, administrada por un clero corrompido a todos los niveles. Durante unos años, también en España se produce una apertura a los nuevos aires religiosos y humanistas provenientes de Europa. Será un breve espejismo que cortará de raíz la reacción antiluterana. Dos fechas significativas enmarcan este amanecer frustrado: en 1516, el cardenal Cisneros invita a Erasmo a venir a España; menos de cincuenta años más tarde, en 1559, todas las obras del humanista de Róterdam se incluyen en el Índice de libros prohibidos del papa Paulo IV. La reacción antierasmista que se abatirá sobre este despertar será feroz y

arrastrará consigo los tímidos intentos de modernización. Hasta la llegada de la Ilustración, en buena parte fallida, España se

cerrará a cal y canto a Europa y los nuevos tiempos.

←Erasmo, otra oportunidad perdida de modernización de España

Dejando aparte a los marranos (conversos que judaizaban en secreto), de los que ya van quedando pocos, la represión se centrará en tres frentes: erasmistas, luteranos y alumbrados, con frecuencia muy próximos

unos a otros en sus posiciones. Los tres persiguen una espiritualidad personal y sin intermediarios, una relación de

tú a tú con lo divino en el salón de estar de la conciencia, que reemplace al Dios alejado y feudal de los templos y palacios.

Los alumbrados o iluministas fueron la contribución nacional más original a estas nuevas corrientes espirituales. Pese a que la represión se abatió muy pronto sobre ellos (el primer edicto de la Inquisición es de 1525), volverían a resurgir una y otra vez a lo largo del siglo XVI. Según Joseph Pérez, los alumbrados preconizaban «un abandono sin control a la inspiración divina y una interpretación libre de los textos evangélicos. Los alumbrados afirman que actúan movidos únicamente por el amor de Dios y que de él procede su inspiración; carecen de voluntad propia: es Dios el que dicta su conducta; de ello se sigue que no pueden pecar. Los alumbrados rechazan la autoridad de la Iglesia, su jerarquía y sus dogmas, así como las formas de piedad tradicional que consideran ataduras: prácticas religiosas (devociones, obras de misericordia y de caridad), sacramentos».8 Uno de los rasgos más llamativos en todos estos movimientos es la importancia que tuvieron en ellos las mujeres. Las beatas y visionarias se multiplican durante todo el siglo XVI en España. En algunos casos se trata de embaucadoras, como la célebre Magdalena de

8 http://es.wikipedia.org/wiki/Alumbrados

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la Cruz; en otros, en cambio, como la alumbrada María Cazalla, que resistió los tormentos de la Inquisición, de mujeres de extraordinario temple y talla moral. En nuestro país, la mayor parte de estos intentos de reforma serán protagonizados por conversos. La explicación es sencilla: han abandonado una ortodoxia y se sienten desarraigados (arrancados a una tradición milenaria; observados con desconfianza, como elementos sospechosos, por la nueva religión de acogida); la distancia les vuelve máximamente críticos. Mientras algunos se entregan con vehemencia a la nueva ortodoxia (la «furia del converso» Torquemada), otros la contemplan desde fuera y buscan una relación directa con la divinidad al margen de dogmas, instituciones y jerarquías, que se revelan tan vulnerables históricamente. Algunos incluso, de tanto circular de una a otra creencia, terminan por desarrollar un escepticismo hacia todas ellas. Pocos saben que los primeros casos de ateísmo en Occidente se dieron entre los conversos españoles, algunos de los cuales negaban la inmortalidad del alma y afirmaban ―según los procesos de la Inquisición― que «en este mundo no hay sino nacer y morir».

←Fray Luis de León, otro converso de linaje falsificado Se ha hablado de la naturaleza doblemente subversiva de estos movimientos de reforma, liderados en buena parte por conversos: por una parte, se alejaban de la religión institucional de la mayoría ―hecha de ceremonias, sacramentos, obras externas y oración vocal― en la búsqueda de un camino personal e interior; por otro lado, todos ellos desdeñaban y criticaban con dureza las jerarquías de linaje, la honra basada en el apellido y el rango social, y proclamaban la igualdad de todos ante Dios, es decir, reactivaban el mensaje igualitario del cristianismo primitivo, convertido por entonces en pura retórica. Frente al poder de los señores del mundo, su gran

riqueza será su experiencia directa con Dios, y su principal arma la literatura. El motivo cervantino del hombre como hijo de sus obras se convertirá en una consigna omnipresente en este núcleo de hombres de letras. Teresa escribirá en una carta: «Siempre he estimado más la virtud que el linaje». Y fray Luis de León, otro converso (cuyo padre, como el abuelo de Teresa, falsificó una ejecutoria de hidalguía), declarará sin medias tintas: «Ninguna cosa son menos que lo que se nombran señores y príncipes». Ante Dios, desaparecen para todos ellos las diferencias de rango y posición social, e incluso de sexo. Se trataba, en el fondo, de habilitar un espacio propio, a resguardo de una sociedad que les rechazaba y en la que no tenían cabida. En cierto modo, los conversos seguirán la pauta de sus ancestros judíos, buscando la protección de las más altas autoridades (en este caso, Dios en persona) frente a la rencorosa y fanática plebe. Resumiendo el sentir del converso ilustrado, Américo Castro escribirá: «La busca del apartamiento e intimidad con Dios coincidía con el afán de distanciarse de los usos y estimaciones válidos para los demás, entre quienes el converso se

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sentía psíquicamente como un negro se siente hoy a causa de su color en los Estados Unidos»9. No hay mejor expresión de este carácter subversivo del místico que los versos de Juan de la Cruz:

«Ya por aquí no hay camino, Porque para el justo no hay ley; Él para sí se es ley».

A mediados del siglo XVI, la lucha entre espiritualistas e intelectualistas, entre místicos y teólogos, se decantará definitivamente a favor de estos últimos, que dominan la Inquisición y persiguen con saña cualquier asomo de experiencia espiritual anómala. El menor desvío de la ortodoxia se considera sospechoso. No sólo alumbrados, protestantes y beatas visionarias son perseguidos sin tregua, también los católicos intachables que se entregan a la oración interior. El punto álgido de la ofensiva contrarreformista (impulsada por el Concilio de Trento, que comienza en 1545, cuando Teresa contaba 30 años, y termina en 1563) lo marca el Índice de libros prohibidos de 1559, que arrasa con casi toda la literatura espiritual de la época (Juan de Ávila, Luis de Granada, Francisco de Borja, Francisco de Osuna…) y deja vacías las estanterías de la de Ávila. Así se lamentaba la religiosa: «Cuando se quitaron muchos libros de romance [=en castellano] que no se leyesen, yo sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos, y yo no podía ya, por dejarlos en latín, me dijo el Señor: “No tengas pena, que yo te daré libro vivo”». Teresa deberá recrear por sí misma las vivencias que antes le proporcionaba la lectura. No es casualidad, por tanto, que el «libro vivo», es decir, las experiencias místicas, aparezcan al poco de la prohibición de los otros libros, como una especie de sustituto. En semejante clima de persecución y sospecha, el peor posible para los arrobos místicos, le sobrevendrán las visiones, revelaciones y éxtasis varios. Los sesudos confesores, hombres de muchas letras, piensan que se trata del demonio y le ordenan «que siempre me santiguase cuando alguna visión viese y diese higas, porque tuviese por cierto era demonio, y con esto no vernía [=vendría]». Higa de hueso, amuleto fenicio, siglo IV a. C., Museo Arqueológico Nacional→ La escena no puede ser más cómica: la pía monjita «dando higas», es decir, haciendo la peineta como cualquier poligonera, al pobre Cristo aparecido. «Dábame este dar higas grandísima pena cuando vía esta visión del Señor […] y suplicábale me perdonase, pues yo lo hacía por obedecer…». La situación resultaba harto embarazosa: por más que se resistiera, los éxtasis (acompañados en ocasiones, dicen, de levitaciones) la acometían en cualquier lugar y momento, a menudo en público. No es extraño que los rumores de estar endemoniada se extendieran rápidamente por toda Ávila.

9 Américo Castro, Teresa la Santa, Madrid, Alianza Editorial, 1990, p. 56

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Teresa era muy consciente de estar caminando al borde del desfiladero, adonde la podía arrojar cualquier mal paso: «Yo, como en estos tiempos habían acaecido grandes ilusiones de mujeres y engaños que las había hecho el demonio, comencé a temer»; «…iban a mí con mucho miedo a decirme que andaban los tiempos recios y que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores». Los tiempos recios: en 1559 no sólo se publica el ya mencionado Índice de libros prohibidos, sino que tiene lugar el aparatoso auto de fe contra los protestantes del círculo de Cazalla, y todo un arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, es arrestado por la Inquisición y sometido a un interminable calvario de diecisiete años, que sólo concluirá poco antes de su muerte, con la absolución. Fue este último quien escribió en cautividad unos versos que resumen la atmósfera de la época y podrían haber salido de la boca de un Hamlet: Conviene hacerse / el hombre ya mudo, / y aun entontecerse / el que es más agudo / de tanta calumnia / como hay en hablar: / sólo una pajita / todo un monte prende / y toda palabrita / que el

necio no entiende / gran fuego prende; / y, para se apagar, / no hay otro remedio / si no es con callar. En medio de esta atmósfera de sospecha, Teresa reunía todos los rasgos del retrato robot del hereje: era mujer, mística y conversa. A quienes la contemplan como campeona de la ortodoxia más rancia, sería conveniente recordarles los continuos problemas que la de Ávila padeció con la Inquisición en vida y aun después de muerta. Fueron incontables y en ocasiones poderosos los enemigos que tuvo (el nuncio papal, la princesa de Éboli, los propios carmelitas calzados) y muy frágil la barrera que la separó de ser condenada como a una hereje más. Hasta tres tribunales inquisitoriales (Valladolid, Córdoba y Sevilla) se ocuparon de su caso, en unos años en que pasar por ellos ya suponía una lacra. La acusación de alumbrada la persiguió toda su vida, e incluso el círculo iluminista de Cazalla (que acabaría en la hoguera) trató de captarla para sus ideas, prueba de lo cercana a la herejía que la consideraban no sólo los ortodoxos, sino los propios herejes.

←Gaspar de Quiroga, Inquisidor General, arzobispo de Toledo y uno de los valedores de Teresa

Por fortuna, la salvaron otros amigos con más influencia (el propio Felipe II, la casa de Alba, diversas autoridades religiosas y de la Inquisición), pero sobre todo su propia habilidad para mantener las formas mientras, en el ínterin, apostaba por una espiritualidad desafiante, la misma que a otros menos diplomáticos les había arrastrado a la mazmorra o a la hoguera. Puede afirmarse sin ambages: Teresa fue salvada por el libro, el Libro de la vida, su gran estrategia defensiva, que escribió a instancias de sus confesores y de algún inquisidor, y donde trató de validar su experiencia ante los demás ―en especial, ante la Inquisición― mediante la escritura: «una de las cosas porque me animé, siendo la que soy, a obedecer en escribir esto y dar cuenta de mi ruin vida y de las mercedes que me

ha hecho el Señor ―con no servirle, sino ofenderle― ha sido ésta; que, cierto, yo quisiera aquí tener gran autoridad para que se me creyera esto…» ¿A qué otra autoridad puede estar aquí apelando la escritora, sino a la única a la que un converso, y encima mujer y sin letras, puede recurrir: la de la literatura?

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Aun con todo, el instrumento principal de salvación fue, al mismo tiempo, la fuente de sus mayores problemas. El Libro de la vida circularía diez años en copias manuscritas, hasta que en 1575, una despechada y aún poderosa princesa de Éboli, a quien Teresa frustró su pose mística, lo denuncia a la Inquisición. Pese a los pronunciamientos favorables de quienes lo examinaron (el propio Inquisidor General, cardenal Quiroga, llegó a declarar «que no había allí [en el libro] cosa que ellos tuviesen que hacer en ella, que antes había bien que mal»), hasta quienes la apoyaban consideraron más prudente retener sus escritos y permitir su difusión sólo después de su muerte. Los problemas con la Inquisición no cesaron con el libro. Las fundaciones de monasterios fueron otro continuo quebradero de cabeza para la monja escritora. Alarmados por la competencia, los carmelitas calzados lanzaron una dura ofensiva contra los descalzos, que consiguió implicar al nuncio del papa en España, Filippo Sega, quien llegó a motejar a Teresa de «fémina inquieta, andariega, desobediente y contumaz». Se comprende mejor la brutalidad del insulto si se recuerda que ‘andariega’ funcionaba en la época como un eufemismo de ‘puta’. Hoy nos cuesta creer que unos simples frailes pudieran actuar como la Gestapo y encarcelaran a Juan de la Cruz, compañero de reforma de Teresa, en condiciones despiadadas, y que el propio monje tuviera que descolgarse por un ventanuco para salvar la vida. Los calzados consiguieron paralizar la reforma descalza por un tiempo, a raíz de diversas denuncias de alumbradismo y promiscuidad en algunos conventos, en especial el de Sevilla; pero las acusaciones carecían de base y, finalmente, Teresa recibió el permiso para seguir con sus fundaciones. En 1580, la madre fundadora consigue, al fin, la separación de los calzados, pero hasta el final de su existencia debió arrostrar la animosidad y el rencor. En 1582, en plena gira de fundación, poco antes de morir y ya muy debilitada, la priora de Valladolid la echa del convento y la de Medina del Campo la trata con desprecio, obligándola a seguir de largo hasta Alba de Tormes, donde llega al límite de sus fuerzas, sólo para fallecer el 4 de octubre. Los pellizcos de las monjas de entonces podían hacer sangre y algo más.

← Goya, penitenciado por la Inquisición El manuscrito de la Vida permanecería en poder de la Inquisición hasta 1586 ―cuatro después de la muerte de su autora―, en que la priora del convento de Madrid logró finalmente su restitución, junto con el permiso para darlo a la luz pública. La primera edición de las obras de Teresa, preparada por Fray Luis de León, se publicó en Salamanca en 1588. Incluso después de muerta a la abulense continuaron lloviéndole las protestas y las denuncias a la Inquisición. Los denunciantes consideraban perniciosa la influencia de aquellas obras, pese a contar con todas las aprobaciones eclesiásticas. De 1589 a 1598 se suceden los escritos y memoriales acusatorios, hasta que su santificación en 1622 terminó por acallar los reparos. Daba igual; hacía tiempo que Teresa había entrado en otro santoral mucho más importante: el de la literatura.

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FUNDACIONES Los últimos tiempos de Teresa fueron de una actividad frenética: diecisiete fundaciones de conventos en quince años (cada una, una batalla), miles de kilómetros recorridos en carreta, problemas con la Inquisición, una producción literaria imparable…, todo ello sin contar sus asiduas conversaciones con las más altas autoridades celestiales. La idea de crear una red de refugios, al abrigo de una sociedad obsesionada con el absurdo problema de la honra, y en donde hombres y mujeres pudieran dedicarse sin presiones a la devoción, la meditación y la lectura, fue un proyecto harto razonable en la época. Hoy, que los conventos nos parecen un anacronismo y existen mejores formas de defender la dignidad de la mujer que la clausura, aún se echa en falta lugares de sosiego donde poder escapar a las exigencias, cada vez más extenuantes, de la sociedad. Desde los falansterios de Fourier a la comuna hippy, son muchos los intentos laicos que se han hecho por reconstruirlos, pero ninguno ha tenido ni de lejos el éxito de los que promovió aquella mujer frágil y sin recursos. Venciendo múltiples resistencias, en condiciones muy precarias y gracias, sobre todo, a la energía y don de gentes de la fundadora, los monasterios fueron multiplicándose y salieron adelante. La idea original de la reforma era sencilla: suprimir las rentas y las diferencias de linaje, reducir al mínimo el número de inquilinas (de más de un centenar a diez o quince), erigir un muro infranqueable de clausura frente al mundo de fuera; trabajar, leer, rezar, meditar sin estorbos; vivir con alegría y austeridad. Los jergones eran de paja, ayunaban con frecuencia y, en contra de la creencia popular, no iban descalzas como perroflautas, sino calzadas con sandalias o alpargatas, en lugar de los zapatos de sus hermanos calzados. La primera fundación descalza en 1562: convento de San José en Ávila→

Desde el primer instante, la reforma contó con una feroz oposición, proveniente tanto de los carmelitas calzados y la jerarquía de la iglesia, como de las propias ciudades donde pretendía instalarse, que contemplaban con recelo a aquellos grupos consagrados a una espiritualidad extrema. Y que, no lo olvidemos, suponían una carga económica más en tiempos de crisis. Requería notable valentía y desafío a los usos de la época abrir reservas de contemplativos en plena cruzada antimística. La fórmula conversos + espirituales daba un

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resultado de lo más sospechoso de herejía para los inquisores. Si a la fórmula se añadían las mujeres, el total podía ser explosivo. Basta recordar la abundante presencia de cristianos nuevos y de mujeres entre las filas de los alumbrados. Teresa buscó y halló a buena parte de sus patrocinadores en la clase más perseguida de esa época. Mercaderes y banqueros conversos, ayudados por los jesuitas, también plagados por entonces de conversos, apoyaron de forma decisiva una de las primeras fundaciones de Teresa, la de Medina del Campo en 1567. Aquel convento fue uno de los pilares de la consolidación de la reforma carmelitana. Tal sería la tónica en muchas de las subsiguientes fundaciones: los cristianos nuevos ―la burguesía de la época: comerciantes, financieros, profesionales― fueron el principal sostén de la labor fundadora de Teresa. No sólo entre los apoyos exteriores estuvo presente el mundo converso, también entre las propias monjas descalzas fue elevado el porcentaje de mujeres de procedencia cristiano nueva. Entre ellas profesó en el convento de Sevilla una hermana de Cervantes, otro converso, de nombre Luisa. Teresa se opuso, en contra de la moda de la época, a imponer el criterio de limpieza de sangre para el ingreso en su orden; algo que ya aplicaban con todo rigor jerónimos, franciscanos y dominicos (después de la muerte de la santa, también los jesuitas) y que duraría, se dice pronto, hasta 1835, unos tres siglos nada menos. La madre fundadora se mostró inflexible en todo momento contra la discriminación por razones de origen ―su orden sería de las pocas que seguirían admitiendo sangre contaminada― y lo proclamó en casi todas sus obras desde el principio. Uno de sus pronunciamientos más claros contra la obsesión del linaje se encuentra en la primera de ellas, Camino de perfección, ya desde el propio título del capítulo 27: «En que trata el gran amor que nos mostró el Señor en las primeras palabras del Paternóster y lo mucho que importa no hacer caso ninguno del linaje las que de veras quieren ser hijas de Dios». Allí se pueden leer declaraciones tan audaces para la época como éstas: «…porque anda el mundo tal, que si el padre es más bajo del estado en que está el hijo, no se tiene por honrado en conocerle por padre»; «esto no viene aquí, porque en esta casa nunca plega a Dios haya acuerdo de cosa de éstas: sería infierno: sino que la que fuere más, tome menos a

su padre en la boca: todas han de ser iguales […] Dios os libre, hermanas, de semejantes contiendas [de linajes], aunque sean en burlas; yo espero en Su Majestad que sí hará. Cuando algo de esto en alguna hubiese, póngase luego remedio, y ella tema no estar Judas entre los apóstoles; denla penitencias hasta que entienda que aun tierra muy ruin no merecía ser». En pocas palabras: para escapar a una sociedad que los perseguía y estigmatizaba, los conversos más inconformistas debieron fabricarse un refugio a medida entre las tapas de los libros y los muros de los conventos, convirtiendo buena parte de la literatura y espiritualidad de la época en una deslumbrante realidad virtual, adonde la discriminación no tenía entrada. ←La España que da miedo: el arzobispo de Toledo Juan Martínez Silíceo, promotor del estatuto de limpieza de sangre en la catedral de su ciudad

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BIBLIOGRAFÍA

OBRAS DE TERESA DE ÁVILA

Teresa de Jesús, Camino de perfección, Madrid, Espasa, 1996 [N TER cam] Tras iniciarse en la escritura cumplidos los cuarenta con las Cuentas de conciencia, Teresa acomete su primera obra importante, entendida como una guía espiritual para sus monjas reformadas. La obra sufrió numerosas censuras, reintegradas por primera vez en esta edición de María Jesús Mancho.

Teresa de Jesús, Libro de la vida, Madrid, Castalia, 1986 [N TER lib] Acabado en 1565, con cincuenta años, la Vida es una cumbre de las letras españolas y también de la literatura confesional de todos los tiempos. Teresa lo escribió para salvar el pellejo frente a la Inquisición y aun así, no abdicó del encanto literario ni de su independencia de espíritu. Se requería mucho valor en aquellos años para hablar en nombre de Dios, siendo mujer y conversa. Pero ella fió todo a un principio: «De lo que yo tengo experiencia puedo decir».

Teresa de Jesús, La vida; Las moradas, Barcelona, Planeta, 1984 [N TER vid] La otra gran creación de Teresa, junto con la Vida, fue escrita para encontrarle un sustituto a esta última, secuestrada por la Inquisición. En este Castillo interior, como también se titula, la autora contravendrá una norma de su maestro Juan de Ávila: «Lo que en su corazón pasa con Dios, cállelo con grande aviso, como debe callar la mujer casada lo que con su marido pasa en la cama». El resultado es una fascinante descripción del recorrido del alma hacia el «grandísimo silencio».

Teresa de Jesús, Libro de las fundaciones, Madrid, Alianza, 1986 [N TER lib] Unas crónicas escritas a salto de mata (de 1573 a poco antes de su muerte en 1582), como las propias fundaciones que narran. Con breves periodos de interrupción forzada, Teresa pasó los últimos veinte años de su vida en el camino; una vida que, si ya es dura para cualquier roquero joven, aún lo era más para una monja cincuentona y enferma del XVI. Aun así, nunca pierde el buen humor y la capacidad descriptiva. Sorprende la energía práctica que desarrolló alguien que, según sus enemigos, vivía en las nubes.

Teresa de Jesús, Textos fundamentales, Madrid, Taurus, 1982 [N TER tex] Para quienes quieran introducirse en la lectura de la presunta santa, de la mano de un guía laico y experto. Una de las mejores antologías sobre la obra de Teresa, que recoge lo más significativo de su estilo y pensamiento, dividido en bloques temáticos.

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OBRAS SOBRE TERESA Y SU ÉPOCA

Agustín de Hipona, Las confesiones, Madrid, Akal, 1986 [B AGU] Teresa sufrió su segunda conversión en la cuaresma de 1554, tras la lectura del libro de San Agustín. Las confesiones del de Hipona fueron decisivas en su transformación espiritual. La carmelita encontró en él a un semejante y un hermano. Son muchos los autores que se han sentido fascinados por aquel genial reaccionario (de Albert Camus a Hannah Arendt), cuyas intuiciones sobre la memoria o la conciencia siguen siendo de una modernidad sorprendente.

Marcel Bataillon, Erasmo y España, México, FCE, 1986 [930.8 BAT] Monumento del hispanismo, la obra de Bataillon sigue siendo una referencia inexcusable sobre uno de los periodos críticos de nuestra historia. Como la II República, el erasmismo fue uno de esos breves espejismos de libertad y modernidad, aplastado por una represión brutal. Nuestro país no volvería a levantar cabeza hasta la muerte de Franco, pese a los frutos brillantes de su cultura. Víctor García de la Concha, Al aire de su vuelo, Barcelona, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2004 [82E GAR El expresidente de la Real Academia de la Lengua es un reputado especialista en el Siglo de Oro. En esta obra retoma su interés sobre Teresa de Ávila, a la que ha venido dedicando importantes estudios, tratando siempre de entender a la escritora como hija de su tiempo, antes que como milagro caído del cielo. Estudios como éste ayudan a limpiar las costras de barniz amarillento que siglos de catolicismo retrógrado han impreso sobre la escritora.

Olvido García Valdés, Teresa de Jesús, Barcelona, omega, 2001 [B TER] Una magnífica introducción a la vida de Teresa, debida a la poeta García Valdés, donde mística y escritura van de la mano: «De tal modo, se puede afirmar que la experiencia mística resulta indisociable en Teresa de la experiencia de escritura, y la gracia que siente obtenida en la primera abarca igualmente a la segunda. El crecimiento o ensanchamiento que percibe en su vida interior se traduce o refleja en crecimiento expresivo. Teresa de Jesús se va alcanzando a sí misma ―como un eco del nietzscheano “llega a ser quien eres”― en la medida en que le parece que va alcanzando a Dios y en la medida en que se va haciendo escritora. Todo lo vive como un don único».

Francisco Rico, ed., Historia y crítica de la literatura española, Barcelona, Crítica, 1980-1991, vols. II, 2/1: Siglos de Oro: Renacimiento [82E(09) HIS] Una historia de la literatura confeccionada a partir de una antología de los mejores estudios sobre cada autor y periodo. En el volumen dedicado a nuestro Siglo de Oro pueden encontrarse amplios fragmentos de cometarios imprescindibles sobre Teresa, debidos a especialistas como Américo Castro, García de la Concha, Francisco Márquez Villanueva o Ricardo Senabre.

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Erika Lorenz, Teresa de Ávila, Barcelona, Herder, 2004 [24 TER] Erika Lorenz fue una importante hispanista alemana, dedicada a la mística española y a Teresa de Ávila, en particular, a la que consagró varios estudios a lo largo de su vida. En éste presenta una ágil visión de conjunto, con el estilo suelto sólo al alcance del profundo conocedor, aunque, quizá, un tanto escorado hacia la hagiografía. Para ver con la mayor claridad a la carmelita, siempre es conveniente despejar primero las nubes de incienso.

Vicenta Márquez de la Plata, Mujeres pensadoras, Madrid, Castalia, 2008 [B MAR] Un libro útil para conocer la cargada atmósfera en que se desenvolvió la santa de Ávila, abarrotada de visionarias, contemplativas y alumbradas. Aquí se nos presenta una muestra representativa de estos ejemplares exóticos, la piezas de caza favoritas de la Inquisición: mujeres visionarias, como la monja Luisa Colmenares; mujeres alumbradas, como la admirable María Cazalla; mujeres visionarias, como Lucrecia de León; y también una criptojudía (una marrana, con perdón) como Blanca Méndez. Un siglo donde ser mujer ya resultaba sospechoso.

Juan de la Cruz, Obra completa, Madrid, Alianza, 1996 [P JUA obr] Los dos mayores creadores de nuestra mística fueron amigos y compañeros de reforma religiosa. Teresa conoce a Juan de la Cruz en Medina del Campo, en septiembre de 1567, durante la organización de su segundo convento de descalzas, y enseguida lo enrola en su empresa de fundaciones. Ella tiene cincuenta y dos, y él veinticuatro. La relación durará quince años, hasta la muerte de la monja. Teresa admira a Juan de la Cruz, pero les separan diferencias de carácter y de extracción social. Aunque los dos tienen un origen converso, la de Ávila procede de una familia acomodada, mientras que Juan de la Cruz se cría en un ambiente extremadamente pobre.

Christiane Stallaert, Ni una gota de sangre impura, México, FCE, 1986 [930.8 BAT] El etnicismo como proyecto estatal, afirma la autora del presente estudio, “consiste en crear una entidad política donde fronteras estatales y étnicas sean plenamente coincidentes”. Tal fue el proyecto de estado racial nazi y, según algunos historiadores, también el de la España inquisitorial. La presente obra se inscribe en la reciente polémica entre quienes piensan que se puede hablar de racismo estatal tanto en la Alemania de Hitler como en la España que inauguran los Reyes católicos, y aquellos otros que afirman que la persecución de la Inquisición obedecía a motivos religiosos y sociales, pero no raciales como en el caso nazi. Los estatutos de limpieza de sangre (la demostración de “pureza” de sangre que se exigía para obtener altos cargos y honores) parecen abonar la opinión de los primeros. Los numerosos descendientes de conversos que consiguieron integrarse y alcanzar elevadas posiciones en aquella sociedad (el caso de Santa Teresa

quizás sea el más conocido) parece dar la razón a los segundos. Un debate aún no cerrado que obliga a replantear nuestro pasado enfrentándolo al Holocausto.

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OBRAS SOBRE MÍSTICA Anónimo, Sefer Yetsirah, Barcelona, Obelisco, 2004 [296 SEF] El Libro de la Formación o de la Creación (traducción de Sefer Yetsirah) es el libro más antiguo del misticismo judío, esto es, de la Cábala, y se remonta al parecer a los siglos II a IV de nuestra era. A diferencia de la mística occidental, basada sobre la penitencia y la oración, la hebrea se centra en el estudio esotérico de la Torá (nuestro Pentateuco), mediante la numerología y la combinatoria y simbología de letras y palabras. Un simbolismo que ha tenido enorme influencia en la cultura occidental, desde el Renacimiento y aun antes.

Haas, Alois M., Visión en azul: estudios de mística europea, Madrid, Siruela, 1999 [24(09) HAA] Cinco ensayos sobre diferentes aspectos del misticismo a cargo de un reconocido especialista. Desde el simbolismo de la noche en Juan de la Cruz al del color azul, pasando por la mística alemana o el budismo zen, Haas rastrea las equivalencias de una espiritualidad subterránea, que permea nuestra cultura.

Moisés de León, El lirio del testimonio, León Lobo Sapiens, 2010 [297 MOI] Moisés de León (1240-1305) fue la figura máxima de la Cábala y el autor del Zóhar, el texto de referencia junto con el Sefer Yetsirah, de esta corriente mística. El leonés escribió, de manera paralela a su magna obra, otros tratados donde explicaba su doctrina, como este Lirio, tan oscuro como intrigante para cualquier lego: «Y verdaderamente los cielos y los cielos de los cielos son dos elevaciones de los cielos desde la única altura, porque el fundamento de los cielos en la perfección derecha e izquierda es los cielos de los cielos…»

VVAA, La experiencia mística: estudio interdisciplinar, Madrid, Trotta, 2004 [24 EXP] Obra colectiva que recoge las intervenciones de un seminario internacional, organizado por el Centro Internacional de Estudios Místicos. Incluye un interesante artículo sobre Teresa de Ros García, en que se incide sobre el impulso expresivo de la mística: tener una experiencia mística implica de forma ineludible reconocerla y expresarla. La mística se vive tanto como se escribe, o sólo se vive plenamente al escribirse. VVAA, La mística en el siglo XXI, Madrid, Trotta, 2002 [24 MIS] Actas de uno de los interesantes seminarios del Centro Internacional de Estudios Místicos, que analiza la experiencia del misterio en los más alejados contextos, como prueba de su universalidad: de Mesopotamia al Antiguo Testamento, de la fisiología del cerebro al lenguaje, la experiencia mística afecta a la totalidad del individuo y su conocimiento reclama una pareja globalidad de saberes. Zolla, Elémire, Los místicos de Occidente, Barcelona, Paidós, 2000 [2 ZOL] Una visión panorámica de la mística occidental desde los tiempos paganos y neoplatónicos del origen, siguiendo por los padres del desierto y los místicos clásicos del Renacimiento. Mientras más místicos se leen, más asombrosos resultan los logros literarios de una Teresa de Ávila o un Juan de la Cruz, y tanto mejor se comprueba cómo la posesión divina pocas veces mejora el talento literario.

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VÍDEOS

Teresa de Jesús, 4 DVD [VID TV TER] Teresa de Jesús fue una magnífica serie de televisión dirigida por Josefina Molina en 1984, con una muy cuidada y respetuosa ambientación histórica, y un guión de una fidelidad escrupulosa a los hechos conocidos, al cargo nada menos que de una escritora de primera (Carmen Martín Gaite) y uno de los mayores especialistas en la santa (el académico Víctor García de la Concha). Un ejemplo modélico de cómo se puede revitalizar a los clásicos y volverlos próximos a nosotros. Se puede visionar completa también en la propia web de Rtve: http://www.rtve.es/alacarta/videos/teresa-de-jesus/teresa-jesus-capitulo-1/1726687/

RECURSOS EN INTERNET

―Alcalá, Ángel, El mundo converso en la literatura y la mística del Siglo de Oro: un esclarecedor artículo sobre la importancia determinante de los conversos en nuestra cultura, y en especial en la literatura espiritual, escrito por uno de los mayores especialistas en el tema. http://www.raco.cat/index.php/Manuscrits/article/viewFile/23201/92576 ―Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes-Portal dedicado a Santa Teresa: muy útil para introducirse en el conocimiento de la carmelita; contiene una introducción a su vida y obra, bibliografía e iconografía. http://www.cervantesvirtual.com/portales/santa_teresa_de_jesus/imagenes/ ―González Álvarez, Agustina, Teresa de Jesús y la Inquisición: un correcto resumen de las tribulaciones de Teresa con la Inquisición, que la examinó muy de cerca durante los últimos ocho años de su vida. https://www.ebookscatolicos.com/Teresa-de-Jesus-y-la-inquisicion---Agustina-Gonzalez-Alvarez ―Javierre, José María, La sangre judía de Santa Teresa: un artículo conciso sobre la importancia que tuvo el descubrimiento del origen converso de la santa de la raza, sin el cual resulta imposible entender su vida y su literatura. http://institucional.us.es/revistas/rasbl/10/art_4.pdf ―Marcos, Juan Antonio, Todo son estratagemas: sobre Santa Teresa y el discurso místico: completo análisis de los recursos retóricos de los que se sirvió la carmelita mística, que demuestra lo cuidadosa y consciente de sus recursos de escritor que fue Teresa, desmintiendo a quienes la consideraban escritora a la fuerza, apresurada y descuidada. http://www.revistadeespiritualidad.com/upload/pdf/1638articulo.pdf ―Márquez Villanueva, Francisco, «Santa Teresa y el linaje» (capítulo de Espiritualidad y literatura en el siglo XVI): Márquez Villanueva fue discípulo de Américo Castro y un especialista, por tanto, muy sensible a las presencias judeoconversas en nuestra historia y cultura. Este artículo dedica atención a un aspecto descuidado hasta ahora: la importancia clave que tuvo en la trayectoria de Teresa el mundo oculto, semipúblico, de los conversos entre los que toda su vida se movió, incluso en el tiempo de las fundaciones de conventos. http://es.scribd.com/doc/131829216/Sta-Teresa-y-el-linaje-Marquez-Villanueva#scribd

―Márquez Villanueva, Francisco, La vocación literaria de Santa Teresa: uno de los estudios más renovadores sobre Teresa, a la que, dejándose de beaterías, enfoca como lo que de verdad fue: una escritora entregada y contumaz. http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/FSU9JDSKL5QEDMGU4MLS5AUVBBVP21.pdf

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