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1 TESTIMONIOS MUDOS. LA ARQUEOLOGÍA ENTRE LA CIENCIA NATURAL Y LA CIENCIA CULTURAL por José Carlos Bermejo Barrera Universidade de Santiago de Compostela Solía utilizarse como criterio en los viejos manuales de Historia universal, a la hora de establecer un límite entre la prehistoria y la historia, la presencia o la ausencia de testimonios escritos. Hoy en día este criterio parece ya no estar tan de moda cuando se trata de establecer distinciones tajantes en el ámbito del conocimiento histórico; sin embargo escondía una verdad muy profunda. Y es que el documento escrito esconde en su seno algo mucho más profundo, el lenguaje, con la cual esa vieja distinción lo que venía a señalar era la profunda interconexión existente entre historia y lengua. Cuando Hegel (Hegel, 1927) trataba en sus Lecciones sobre filosofía de la historia universal el problema del comienzo del proceso histórico utilizó también el recurso a la escritura, puesto que la escritura señala la aparición de la autoconciencia, es decir, el primer momento en la historia de la humanidad en el que el hombre adquiere conciencia de sí mismo, estableciendo una distinción tajante entre el reino del ser-en sí y el reino del ser-para sí. La interrelación entre historia y lenguaje posee una doble vertiente: filosófica y metodológica. En el primero de esos aspectos lo que se destaca es que el lenguaje es un componente fundamental de la condición o la naturaleza humana, mientras que en el segundo de ellos lo que se pone de manifiesto es que en la época de Hegel, y también en la actualidad, los historiadores dependen casi exclusivamente del documento escrito, hasta el punto de que uno de

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TESTIMONIOS MUDOS. LA ARQUEOLOGÍA ENTRE LA

CIENCIA NATURAL Y LA CIENCIA CULTURAL

por

José Carlos Bermejo Barrera

Universidade de Santiago de Compostela

Solía utilizarse como criterio en los viejos manuales de Historia

universal, a la hora de establecer un límite entre la prehistoria y la

historia, la presencia o la ausencia de testimonios escritos. Hoy en día

este criterio parece ya no estar tan de moda cuando se trata de

establecer distinciones tajantes en el ámbito del conocimiento

histórico; sin embargo escondía una verdad muy profunda. Y es que

el documento escrito esconde en su seno algo mucho más profundo,

el lenguaje, con la cual esa vieja distinción lo que venía a señalar era

la profunda interconexión existente entre historia y lengua. Cuando

Hegel (Hegel, 1927) trataba en sus Lecciones sobre filosofía de la

historia universal el problema del comienzo del proceso histórico

utilizó también el recurso a la escritura, puesto que la escritura

señala la aparición de la autoconciencia, es decir, el primer momento

en la historia de la humanidad en el que el hombre adquiere

conciencia de sí mismo, estableciendo una distinción tajante entre el

reino del ser-en sí y el reino del ser-para sí.

La interrelación entre historia y lenguaje posee una doble

vertiente: filosófica y metodológica. En el primero de esos aspectos lo

que se destaca es que el lenguaje es un componente fundamental de

la condición o la naturaleza humana, mientras que en el segundo de

ellos lo que se pone de manifiesto es que en la época de Hegel, y

también en la actualidad, los historiadores dependen casi

exclusivamente del documento escrito, hasta el punto de que uno de

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ellos, Peter Burke (Burke, 2001) acaba de destacar la importancia

que el testimonio visual podría tener para el historiador como si se

tratase de una gran novedad.

El problema que queremos plantear a continuación es

precisamente éste: ¿Cómo es posible el conocimiento de las

realidades humanas sin el conocimiento del lenguaje? Normalmente

en historia no suele darse el caso de que desconozcamos

radilcalmente el lenguaje hablado por los seres humanos objetos de

nuestro estudio, lo que tampoco suele ocurrir en campos como el de

la Arqueología clásica, que fluye siempre en paralelo a los dominios

de la Filología clásica y la Historia antigua. Pero sí que es

radilcamente cierto en el campo de la Prehistoria, en donde nuestro

desconocimiento de los lenguajes hablados es una dura realidad.

I

Durante siglos la Historia ha sido totalmente dependiente del

testimonio escrito; quizás en ello haya influido el que en sus orígenes

helénicos el historiador se definiese a sí mismo como un testigo

presencial, y es evidente que de poco vale el testimonio de un testigo

mudo. Sin embargo, ya también desde la propia Antigüedad clásica

los griegos se encontraron con objetos provinientes del pasado a los

que era necesario dar alguna interpretación. Recordemos que

Aristóteles creía que las murallas de Micenas habían sido obra de los

Cíclopes, siguiendo en ello una creencia común; los huesos de

animales prehistóricos podían interpretarse como huesos de algún

héroe, como es el caso de los huesos de Teseo encontrados en la isla

de Esciro (Nilsson, 1986); o bien el descubrimiento de antiguas

tumbas podía ser utilizado como testimonio de la existencia de una

población anterior, como en el caso de Tucídides, que llega a

establecer un paralelismo entre los bárbaros de su época y los

griegos de antaño.

Esa presencia constante de huesos, instrumentos o

construcciones extrañas ha sido una constante a lo largo de la

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historia occidental, y ha llevado al desarrollo del coleccionismo de los

mismos, un coleccionismo desarrollado totalmente al margen de la

historia (Momigliano, 1984; Pomian, 1990). El coleccionista puede

llegar a alcanzar un conocimiento notable de las antigüedades, puede

clasificarlas y datarlas, pero no espera obtener de ellas ningún tipo de

conocimiento profundo acerca del pasado o acerca de la naturaleza

humana.

El desarrollo de la Arqueología prehistórica a partir del

coleccionismo supuso un importante cambio, puesto que a partir de

entonces ya no se trata simplemente de clasificar tipológicamente,

sino de obtener de los objetos un conocimiento del pasado, tratando

de crear una ciencia nueva, quizás independiente de la historia, en

cuanto a su método, pero no en cuanto a sus resultados, que

supondrían simplemente una ampliación de nuestro conocimiento del

pasado. Centrémonos en la cuestión del método y preguntémonos

precisamente si existe ese método y qué tipo de conocimiento puede

otorgarnos.

Lo primero que tendríamos que destacar al hablar de un objeto

es su carácter material. También los documentos escritos están

compuestos de materia, pero en ella guardan un mensaje, que en

principio transciende a la propia materia, entendida espacialmente.

Podríamos plantearnos aquí, y ello sería muy pertinente, la vieja

distinción entre materia y espíritu como los dos componentes de la

naturaleza humana, distinción que René Descartes estableció

claramente como la incompatibilidad de dos sustancias: la res

cogitans y la res extensa. Es evidente que hasta ahora los

historiadores han estado claramente a favor de la sustancia pensante,

destacando las conexiones entre ella y sus conceptos propios, como

los de espíritu del pueblo, cultura, estado, organización social....

Únicamente en fechas relativamente recientes autores como Lucien

Febvre o Fernand Braudel han intentado destacar los componentes

espaciales del conocimiento histórico, señalando la estrecha

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vinculación existente entre geografía e historia (Braudel, 1985,

1986), e incluso la existencia de lo que el propio Braudel ha llamado

la “civilización material”, que no es nada más ni nada menos que el

sistema de objetos entre los que se mueven las gentes de una época

y una cultura determinadas en el desarrollo de su vida cotidiana.

Vamos a centrarnos, pues en el mundo de la materia extensa,

en el mundo de los objetos, que es lo único accesible al

prehistoriador, y trataremos de ver cuál es su lógica, con el fin de

establecer los principios genéricos de la Arqueología entendida como

lo que podríamos llamar ciencia natural.

Es evidente que los seres humanos poseemos un cuerpo, o

quizás no somos nada más que nuestro cuerpo. Debemos partir pues

de la evidencia del cuerpo a la hora de establecer un principio

epistemológico que nos permita construir esta ciencia. Algunos

filósofos, como M. Merleau-Ponty (Merleau-Ponty, 19943) han tratado

de reconstruir la filosofía sobre esta base, y es a ellos a los que en

principio deberíamos seguir, como han hecho recientemente algunos

teóricos de la Arqueología, con mayor o menor éxito (Holtorf y

Karlsson, eds., 2000).

El hombre tiene un cuerpo –o más bien es un cuerpo– y ese

cuerpo no es algo aislado sino que está en correlación constante con

un medio físico, del que obtiene los elementos fundamentales para su

subsistencia (aire, alimentos, vestidos...). En ese sentido su relación

con el medio no es diferente de la de las demás especies animales. El

hombre debe buscar un equilibrio con su medio, un equilibrio

ecológico, y por esa razón la Ecología puede servir como la primera

base sobre la que construir esta ciencia. Es esta una perspectiva

evidente para un prehistoriador, y también ha sido desarrollada

recientemente por parte de los propios historiadores, que han

analizado así la historia de Occidente (Diamond, 1998), o la historia

de una cultura concreta, como la de la Grecia Antigua (Sallares,

1990). La perspectiva ecológica no se basa únicamente en el estudio

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de los artefactos, sino en el estudio del medio geográfico y de todo

elemento que pueda permitirnos reconstruir la relación entre éste y

los seres humanos, como pueden ser los elementos que permiten el

desarrollo de la paleoclimatología, el estudio de la vegetación y la

fauna, o el propio análisis del paisaje.

De acuerdo con esta perspectiva la Arqueología prehistórica

podría ser denominada ciencia de la ecología humana, y ser por lo

tanto una parte de la Biología, que podría estar en estrecha conexión

con la Antropología física, a la que correspondería definir al ser

humano como especie animal. Dicha perspectiva supondría

minimizar, o por lo menos contemplar bajo una óptica totalmente

diferente, las dimensiones tecnológica y social de los seres humanos,

que serían únicamente estudiadas como mecanismos de adaptación

al medio, desarrollados en lo que podríamos llamar una escala

ampliada.

No cabe duda alguna de que esta persepctiva posee un gran

interés, pero presupone dejar considerablemente de lado lo que hasta

ahora se venía considerando como la materia prima con la que

trabajan los arqueólogos: los objetos de todo tipo, incluyendo entre

ellos las construcciones, que constituyen las evidencias que definen

las llamadas culturas de la prehistoria.

La mayor parte de estos objetos tuvieron en el pasado alguna

función eminentemente práctica: instrumentos de trabajo o de

guerra, utensilios de cocina... Por ello otra definición de la

Arqueología que hasta ahora ha sido predominante ha sido la de la

Arqueología como ciencia de la tecnología del pasado. En este

sentido, el prehistoriador es un paleo-ingeniero, que analizaría los

procesos de la producción de bienes, en sentido muy amplio. Para

ello nuestro arqueólogo debe partir ya no de una definición ecológica

de la especie humana, sino de una definición nueva, en la que el ser

humano pasa a ser definido como trabajador. En este sentido, una

definición más bien vulgar del materialismo histórico podría ser de

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gran utilidad para este tipo de arqueólogo. Su objeto de estudio sería

el desarrollo de las fuerzas productivas, en definitiva de las

tecnologías en sí mismas, dejando en gran parte a un lado el

problema de las relaciones sociales de producción, que en principio se

le escapan, en tanto que su estudio presupone sumergirse en el

estudio de la estructura social. Por decirlo en términos de lpropio Karl

Marx: el prehistoriador sería más bien experto en el estudio del valor

de uso de los bienes, pero le sería casi inaccesible el valor de cambio,

que es precisamente el que establece la naturaleza económica y por

lo tanto social de los bienes, como dejó claro Marx en el Capital

(Marx, 1946). No obstante, algunas versiones del marxismo, como la

desarrollada por Cohen (Cohen, 1986) a nivel general, o por V.

Gordon Childe (Gordon Childe, 1981) en el propio campo de la

Prehistoria, podrían servir como base teórica para este tipo de

prehistoriador paleo-tecnólogo.

Más allá de la ecología y de la tecnología nos encontramos con

los objetos en sí mismos, que podrían ser estudiados bajo una nueva

perspectiva, común a historiadores y arqueólogos. Y es elhecho de

que los objetos trascienden su función meramente tecnológica.

Habíamos dicho que el ser humano tiene un cuerpo. Ese cuerpo está

en el mundo, en el mundo físico, en un incesante intercambio con él.

El mundo físico es un mundo extenso en el que el ser humano

convive con otros seres y en el que se mueve constantemente entre

objetos. Ese mundo físico constituye lo que podríamos llamar,

siguiendo a Edmund Husserl, el Lenbenswelt, el mundo de la vida,

de la experiencia inmediata, a partir del cual se desarrolla toda

nuestra vida emotiva, intelectual y social (Husserl, 1991). La

Arqueología, más allá de la Ecología y de la tecnología, podría

definirse como ciencia del mundo de la vida, del entorno material en

el que los seres humanos desarrollan sus actividades. Ese mundo de

la vida posee un componente material y sensorial, un componente

emotivo y social y un componente intelectual. La Arqueología sería la

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ciencia de lo sensorial del mundo de la vida. Su función sería la de

describir el mundo en el que vivimos bajo este aspecto.

En ese mundo estamos en contacto con los elementos y ese

contacto con los elementos posee una lógica propia,que Gaston

Bachelard (Bachelard, 1958, 1973, 1978, 1994) intentó desarrolar

partiendo de la fuentes escritas. Esa lógica de la materia, o dicho de

otro modo, esa lógica de las propiedades sensibles, tan del gusto de

C. Lévi-Strauss (Lévi-Strauss, 1964), sería una de las labores que

tendría que desarrollar el arqueológo. Pero dicha labor no se quedaría

en los elementos (agua, fuego, aire, tierra), sino que abarcaría el

sistema de los objetos que definen la vida cotidiana: los instrumentos

de cocina, los vestidos, el mobiliario y la decoración, la casa, etc. La

estructura básica del mundo de la vida, que también podría ser

definida como el conjunto de los existenciarios de M. Heidegger

(Heidegger, 1951), sería el tema fundamental de la Arqueología

entendida como ciencia de los objetos, ciencia que debería buscar sus

bases filosóficas en los autores que hemos citado y que, en principio,

podría definirse como un punto arquimédico entre la ciencia natural,

la Biología y la tecnología, y la ciencia de la cultura. En este sentido la

Arqueología podría reivindicar, luego veremos hasta qué punto, su

independencia de la Historia. La Arqueología requeriría un proceso de

descolonización de su antigua potencia hegemónica. Aspiraría a

liberarse de las abstracciones de la Historia: el estado, la nación, el

espíritu..., e intentaría asentarse en un mundo propio: el mundo de lo

material, el mundo de los objetos, que constituirían el nivel básico de

nuestra vida cotidiana, de nuestro mundo de la vida.

II

Hemos delimitado nuestro campo de estudio. Ahora nos

corresponde intentar descubrir su lógica interna. Tenemos al

arqueólogo instalado en su propio campo, pero ¿cómo actúa dentro

de él?, o dicho en otros términos: ¿cuál es su modo de razonar?

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Si tuviésemos que buscar la herramientas fundamental de la

mente arqueológica creo que sin duda alguna nos encontraríamos con

la analogía. La analogía es su forma básica de razonar. El

arqueólogo, y sobre todo el prehistoriador, se encuentra con objetos

extraños, tan extraños que durante mucho tiempo se les atribuyó un

origen sobrenatural (piénsese en las famosas “piedras de rayo”). Lo

que tiene que lograr es reducir lo extraño a lo familiar y aclarar la

función de esos objetos dentro del mundo de la vida. Para ello

dispone de una evidencia inmediata: su propio mundo de la vida, su

entorno físico, en el que objetos similares cumplen más o menos las

mismas funciones. Partiendo de ese mundo puede ir retrocediendo en

el tiempo, de las sociedades industriales a las preindustriales más

próximas, para poder establecer así una cadena que le permita llegar

hasta el pasado.

En muchas ocasiones tendrá que comenzar por mirar a su

propio entorno y tratar de ver cómo funciona o funcionaba en él ese

mundo de la producción tradicional –no industrial– y de la vida

cotidiana: vivienda, preparación de alimentos... Es lo que hicieron en

su momento los enciclopedistas cuando recurrieron a artesanos para

ver cómo eran sus máquinas y sus técnicas, sobre las que se

asentaba, en definitiva, la cultura de la Ilustración. Los

enciclopedistas descubrieron (y la Encyclopedie es sin duda un

monumento dedicado a la técnica preindustrial) que la cultura

europea del siglo XVIII tenía unos protagonistas secretos: los

artesanos, cuyo papel muchas veces había sido ensalzado por los

filósofos, como Platón (Vidal-Naquet, 1981), haciendo de Dios un

gran demiurgo –como en el siglo XVIII hacían los masones con su

dios albañil-, a nivel especulativo, pero uniendo esa alabanza al

desprecio de los artesanos reales.

El mundo de las técnicas y el mundo de la materia en el que

vivimos es un mundo complejo, posee la estructura de un sistema.

Unos elementos se encadenan con otros. La fabricación de un

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producto depende mucha veces de otros productos ya fabricados. Por

ello al arqueólogo no sólo le corresponde describir los objetos y

clasificarlos (eso también lo hacían los coleccionistas), sino

básicamente describir la cadena de la producción en todos sus

niveles y ver cómo esa cadena engendra una determinada civilización

material, un mundo de objetos en el que desarrollamos nuestras

vidas. En este análisis se va a desarrollar una tensión constante entre

el presente y el pasado, entre lo próximo y lo lejano, entre lo familiar

y lo desconocido, y el instrumento sobre el que descansa esa tensión

será, como ya señalamos, el razonamiento por analogía.

El razonamiento por analogía plantea numerosos problemas,

puesto que no es el modelo básico del pensamiento científico, que

precisamente debe tratar de evitar la analogía, la semejanza: en

suma, la metáfora. La analogía puede ser muy peligrosa porque es

necesario establecer sus instrucciones de uso, sus reglas, con el fin

de no desviarnos del seguro camino de la ciencia, según la metáfora

de la que tanto gustaba Kant.

La ciencia intenta establecer relaciones entre los fenómenos de

la observación; la analogía también. Lo que ocurre es que la ciencia

intenta crear un lenguaje, el lenguaje matemático, que saque a la luz

las correlaciones y que evite las ambigüedades, la multiplicidad de

sentidos, en definitiva la analogía. El arqueólogo intenta desarrollar

un método científico, pero se encuentra con dos dificultades. En

primer lugar carece de un lenguaje bien construido –sin

ambigüedades– como el lenguaje matemático, y en segundo lugar se

mueve exclusivamente en el mundo de las propiedades sensibles.

También el físico trata de las propiedades sensibles, es cierto, pero es

que las que el estudia el arqueólogo poseen un componente vivencial

inmediato, que sin duda está ausente en la física. El arqueólogo debe

aspirar a describir el estar en el mundo de los seres humanos,

utilizando la expresión heideggeriana, y en ese estar en el mundo

existe un componente vivencial que no puede ser reducido a ninguna

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expresión matemática. Dicho componente vivencial lo percibe,

además, al margen del lenguaje, que desconoce en el caso de la

prehistoria, con lo cual tendríamos que asentarnos en otro mundo, el

del pensamiento prepredicativo, es decir, anterior al lenguaje

(habría que señalar aquí que no debe entenderse “anterior” en

sentido evolutivo). Este pensamiento es reivindicado por Husserl y

Heidegger, y también parcialmente descrito por Lévi-Strauss al

concebir el mito como metalenguaje (y por lo tanto independiente de

los sistemas lingüísticos) y por E. Cassirer (Cassirer, 1945, 1975), al

definir el hombre como un animal simbólico, siendo los símbolos

también anteriores al propio lenguaje articulado, como también ha

señalado Gilbert Durand (Durand, 1989).

El mundo de lo prepredicativo es muy mal conocido en la

filosofía europea, que siempre ha definido al ser humano como

animal racional, o también, como señalaba el propio Aristóteles, como

el “animal que posee el logos”, es decir, el lenguaje. También la

Psicología, entendida durante mucho tiempo como ciencia de la

conciencia, ha establecido una vinculación excesiva entre ser

humano, conciencia y lenguaje. Pero desde el desarrollo del

psicoanálisis de Freud y el descubrimiento del inconsciente, como ha

destacado McIntyre (McIntyre, 1958), y últimamente con el

desarrollo de las neurociencias (Damasio, 2001; Searle, 2000;

Campbell, 1994; Gardner, 1987; Cairns-Smith, 2000) se pone de

manifiesto que el pensamiento no puede reducirse a lenguaje, ya que

existen formas de pensar entre los animales (McIntyre, 2001), y el

propio pensamiento, en definitiva, no es más que un desarrollo de los

esquemas sensoriomotrices (Piaget y García, 1982).

La Arqueología entendida como ciencia de las propiedades

sensibles, como descripción del mundo de la vida, podría desempeñar

en esta perspectiva un papel fundamental para el conocimiento de la

vida humana, estando íntimamemente vinculada a otros

conocimientos como la ecología, la tecnología, la antropología e

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incluso las neurociencias y la propia filosofía, que tendrá mucho que

aprender de ella en tanto que ciencia de lo concreto, del mundo

inmediato, que los filósofos han intentado describir desde el

desarrollo del existencialismo y de las filosofías de la vida.

Ahora bien ¿sería en este caso una ciencia natural?

Parcialmente sí, en tanto que se entroncase con la Biología y las

neurociencias, por ejemplo, pero también habría que decir que

parcialmente no, en tanto que su instrumento cognoscitivo

fundamental sería la analogía y en tanto que se asienta en la

experiencia inmediata, en la experiencia sensorial y emotiva de la

materia. La Arqueología,paradójicamente tendría un clarísimo puente

de unión con la filosofía, o por lo menos con un tipo de filosofía, la

que trata de captar la experiencia de la vida en un terreno previo a

las ciencias naturales, pero no inferior a ellas, puesto que sería, al fin

y al cabo, aquel en que esas ciencias se asientan: Hablamos de la

filosofía de Husserl, Heidegger, Dilthey u Ortega y Gasset, y no de

otro tipo de filosofía, como la analítica.

Ahora bien, si ese es el terreno en el que se debe asentar,

¿cómo habría que plantearse su relación con otro tipo de

conocimiento de larga tradición? ¿Cómo habría que plantearse su

relación con la Historia?

III

El problema de las relaciones entre la Arqueología y la Historia

ha hecho correr ríos de tinta. En ese debate, como en todos los

debates apasionados y complejos, se interfieren diferentes niveles,

por lo que nuestra primera labor debería ser establecer algunas

distinciones básicas, delimitando claramente lo que es el nivel

metodológico, el nivel de las ideas generales sobre las que se asienta

el discurso de ambas disciplinas, y el nivel epistemológico.

Metodológicamente la Historia y la Arqueología se

diferenciarían, como hemos dicho, por el tipo de materiales con los

que trabajan: la Historia básicamente con los documentos escritos y

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la Arqueología con los objetos materiales en los que no hay grabado

ningún tipo de escritura. Hay casos, como el de la Arqueología

clásica, en los que puede utilizarse ambos tipos de documentos. Lo

que ocurre es que en ellos se suele establecer la primacía de uno

sobre el otro, dependiendo en ocasiones simplemente de la

especialización del estudioso, privilegiando así lo escrito sobre lo

material o viceversa.

En realidad tendríamos que decir que, pese a la primacía de lo

escrito, que nos suele dar una información mucho más rica, el

documento arqueológico no puede reducirse ni subordinarse

totalmente al documento escrito, ya que nos da acceso a una realidad

espcífica, la de la civilización material, que para ser comprendida ha

de experimentarse sensorialmente, y que no puede ser reducida del

todo a una expresión lingüística. Nosotros percibimos el espacio con

nuestros sentidos (Bollnow, 1969) y esa percepción posee una

naturaleza específica, estando directamente unida a ella la percepción

de la materia, en nuestro mundo contemporáneo y en el pasado. El

lenguaje puede intentar describirnos esa percepción, pero para que

nos sea comprensible debemos recurrir a la analogía a partir de

nuestra percepción inmediata. En este sentido, son los documentos

arqueológicos y los monumentos los que nos pueden dar acceso a esa

realidad, por lo que el testimonio escrito nunca logrará domesticarlos.

Establecer la omnipotencia del testimonio escrito sería en el

caso de la Arqueología clásica una muestra infantil de imperialismo

metodológico, y llevaría a negar la identidad de otras partes de la

Historia, como la Prehistoria, en la que el recurso al documento

escrito es simplemente imposible.

Ahora bien, tras ese imperialismo infantil se esconde algo más

profundo, como son las ideas o concepciones globales sobre las que

se basa la Historia, que explican lo arraigado de ese prejuicio. La

primera de ellas consiste en creeer que la Historia estudia

básicamente el tiempo, el devenir, el cambio, siendo el hombre un

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ser temporal, más que espacial, espiritual más que material. La

Historia sería una ciencia del sentido interno, utilizando la expresión

kantiana, mientras que las ciencias del sentido externo, de lo

espacial, serían las ciencias naturales, comenzando por la Física.

El cambio se da en el tiempo; si privilegiamos el cambio, la

civilización material nos planteará un problema, puesto que hasta el

siglo XIX fue muy reacia al propio cambio, forma parte de lo que

Braudel llamaba, sin duda alguna, la larga duración. Piensése en la

gran continuidad de muchos elementos de.la vida campesina, desde

el Neolítico a la Revolución industrial. Lo material, como la porpia

materia, parece inerte, y por ello no es muy del gusto de los

historiadores, aparte de por la vinculación de muchos de ellos, hasta

bien entrado el siglo XIX, con los elementos llamados espirituales de

la vida humana, como la nación, el estado, la cultura, etc.

Este carácter privilegiado de lo espiritual y del tiempo ha estado

directamente vinculado al hecho de que la Historia ha sido definida

básicamente como narración. El papel privilegiado que los

historiadores le han concedido al tiempo se ha debido a que el tiempo

es un componente fundamental del relato, como ha señalado Paul

Ricœur (Ricœur, 1983-1985).En realidad, los historiadores han

confundido muchas veces el tiempo del relato con el tiempo social, e

incluso con el tiempo del mundo físico, por creer que su discurso era

una expresión perfecta de la realidad, y no –como en realidad es- una

aproximación parcial y tentativa de ella.

No hay ningún relato inocente. Todos los relatos poseen un

sentido, y para desarrollarlo los historiadores han creado un

instrumento fundamental de su trabajo: la noción de

acontecimiento. El acontecimiento ha sido definido por los

historiadores como el átomo o el ladrillo a partir del cual se construye

la historia. Para ellos, el acontecimiento es sólido, posee realidad, es

determinable en el espacio y en el tiempo, y dado que además lo

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atestigua uno o varios documentos, es la base sólida y perdurable del

conocimiento histórico.

No hay duda que lo fáctico posee un carácter brutal. Un

acontecimiento, una catástrofe, por ejemplo, es puntual, pero

contundente. Lo que ocurre en ella en un instante puede condicionar

seriamente el futuro.Y sin duda existen acontecimientos que han sido,

son y serán decisivos.Pero el acontecimiento también es una creación

del relato. Cada historiador crea un determinado tipo de

acontecimientos: el historiador político los acontecimientos políticos,

el de la economía los acontecimientos económicos, y así

sucesivamente. En esa creación de acontecimientos es fundamental

la selección del tipo de documentos con los que se trabaja, basada en

una operación de exclusión. Hay documentos pertinentes y otros que

no lo son para el estudio de un tema, es cierto. Pero también lo es

que hay documentos que se excluyen del campo de interés del

historiador simplemente porque no encajan en sus concepciones de lo

histórico. Piénsese en la ausencia de lo económico y social en el

historicismo alemán, en la ausencia de las mujeres en la historia

hasta fecha reciente...

Naturalmente esta visión de la historia como relato basado en

el acontecimiento dificulta el estudio de documento no escrito y de la

civilización material, en cuya historia hay pocos acontecimientos

decisivos por haber en ella una gran continuidad, en la que más que

contar relatos se describen sistemas, y en la que no suelen estar

presentes otros de los ídolos de la tribu de los historiadores,

utilizando la expresión baconiana: los grandes personajes.

Un relato requiere un protagonista, o varios. Los historiadores

han seleccionado sus protagonistas a lo largo del tiempo y además

les han dado, casi siempre, un componente heroico –no en vano la

Historia nace a partir de la epopeya -, ya sea el héroe un guerrero o

un rey, un lider sindical o las protagonistas de la lucha por la

liberación de la mujer. En Arqueología prehistórica no hay grandes

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personajes protagonistas de ningún relato. Existieron sin duda

individuos, pero desconocemos sus nombres, porqus desconocemos

su lengua, y esa ausencia de nombres propios es sin duda algo que

caracteriza fuertemente a la Arqueología prehistórica. Pero es que

además los objetos materiales que el prehistoriador estudia sólo nos

dan acceso a otro tipo de mundo: el de las relaciones con el medio, el

de las técnicas y el de la sensación y la imaginación de la materia, en

el que los nombres propios no son sin duda importantes. La

Arqueología prehistórica no sólo es ciencia de lo colectivo (también la

historia lo es), sino de lo anónimo. Y lo anónimo es el gran enemigo

del historiador, que siempre trata de establecer la diferencia: entre

naciones, culturas, pueblos o individuos.

Si la Arqueología es el saber de lo anónimo, de lo continuo, si

en ella no hay historia que contar, en el sentido tradicional, es lógico

que en principio parezca incompatible con la Historia. La Arqueología

es además un saber de lo concreto, de lo sensorial, que se enraiza en

el cuerpo. En ese sentido tampoco es del agrado de muchos

historiadores que quieren poner su saber al servicio de una idea,

como la nación o la clase social, que se desarrolla a partir del dominio

del cuerpo, a través del trabajo, la disciplina militar o el control de los

diferentes aspectos de la vida por medio de las regulaciones sociales.

O lo que es lo mismo, mediante la adscripción del individuo a un

grupo y a una idea.

Vemos pues que la querella entre historiadores y arqueólogos

va mucho más allá de una mera disputa entre colegas universitarios

de distintos departamentos. Esconde, en cierto modo, una

incompatiblidad de fondo, puesto que la Arqueología choca con

algunas de las ideas generales, de los presupuestos sobre los que se

asienta la Historia. Ahora bien, esto no quiere decir que la

Arqueología puede ser contemplada como una alternativa a la

Historia, ni que consiga superarla. Cada una de las disciplinas posee

un terreno propio, y eso por dos razones. En primer lugar porque la

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Arqueología posee unos límites claros más allá de los cuales no puede

avanzar, y porque la Historia –entendida como narración y no como

ciencia– es inseparable de la existencia de las sociedades humanas,

que siempre han contado historias –mitos por ejemplo– para

construir su pasado.

Pero no se trata sólo de una cuestión de límites sino también de

algo más profundo, y es que la Arqueología puede asentar uno de sus

pies en un conjunto de ciencias naturales, que ya hemos mencionado,

pero por otra parte tampoco puede dejar de definirse como una

ciencia cultural, con lo que tendríamos que entrar en el tercer nivel

de la distinción, que es el nivel epistemológico.

Desde el nacimiento de la ciencia moderna con Galileo, y sobre

todo con I. Newton, la socieda europea comenzó a considerar que

existía un nuevo tipo de conocimiento totalmente seguro que era

capaz de superar las constantes disputas entre escuelas que venían

caracterizando a la historia de la filosofía. Los éxitos logrados en el

terreno de la Física, en la que el descubrimiento de la ley de la

gravitación habría permitido desentrañar el mecanismo que regía el

funcionamiento del universo, hicieron abrigar la esperanza de que

algo así podría también ocurrir en el caso de la conducta humana,

pudiéndose establecer una auténtica ciencia del hombre, cuyo primer

exponente habría sido la obra de David Hume (Hume, 1981).

Iniciado el siglo XIX esa ciencia del hombre o antropología fue

desarrollada en una doble dirección; por un lado por el historicismo

alemán, y por otro lado por parte de A. Comte y su nueva ciencia de

la física social (Comte, 1975). Los historicistas entendieron que la

ciencia del hombre era una ciencia de lo singular, basada en las

nociones de acontecimiento y nombre propio –o lo que es lo mismo,

de los grandes personajes-, por lo que incurrieron en una especie de

contradicción al intentar equiparar las ciencias, basadas en leyes de

validez universal, con la descripción de acontecimientos irreptibles en

el tiempo. Comte, por su parte, como buen conocedor que era de las

17

ciencias naturales de su tiempo, intentó desarrollar la física social

como un saber basado en una única ley de validez universal

,equivalente a la ley de la gravitación, la ley de los tres estadios, que

explicaría el devenir histórico sin necesidad de recurrir a los grandes

personajes, y destacando, frente a los acontecimientos irrepetibles,

las grandes tendencias.

En la línea de Comte también Karl Marx pretendió haber

descubierto la ley fundamental de la historia, al igual que habrían

hecho Newton en el campo del mundo físico y Darwin en el terreno de

la vida, como señaló el propio F.Engels en el funeral de Marx. Sin

embargo hoy parece más o menos claro que esas leyesde validez

universal no son tales y que no existe una ciencia general del hombre

equiparable a la Física o a la Biología.

Por esa razón en la segunda mitad del siglo XIX una serie de

filósofos prentendieron fundamentar teóricamente el conocimiento

histórico, al igual que había hecho Kant con la física de Newton en su

Crítica de la Razón Pura, desarrollando para ello un conjunto de

teorías que destacaban la singularidad de lo que se podría llamar las

ciencias de la cultura, y que en esos momentos fueron designadas

como Geistswissenschaften, o bien como ciencias ideográficas o

culturales, según los diferentes autores.

Varios filósofos señalaron un hecho incontrovertible, y es que

en el estudio del ser humano no podemos prescindir de la conciencia

y de su correlato, el lenguaje. El hombre puede ser una frágil caña,

como decía B. Pascal, pero eso sí, es una caña pensante, una caña

que además de serlo sabe que lo es. Por ello W. Dilthey, en primer

lugar (Dilthey, 1956; ver tambien Owensby, 1994) insistió en que

frente a la explicación, caracterísitica de las ciencias naturales, en

este otro campo, el de las ciencias del espíritu, ha de predominar la

comprensión. Es decir, que lo fáctico debe ser entendido añadiéndole

una dimensión cognoscitiva. El ser humano posee un ser, es cierto,

pero también una conciencia, y esa conciencia, que es inseparable de

18

ese ser, hace que deba ser conocido de una forma específica, en la

cual sería fundamental el lenguaje. En este mismo sentido insistió

Heinrich Rickert (Rickert, 1921) al destacar que las ciencias históricas

no son capaces de formular conceptos de validez universal y que su

universalidad debe buscarse en su entronque en el reino de los

valores que definen cada cultura y que, por otra parte, definen a la

sociedad humana en general. También en este sentido insistirá Max

Weber en el desarrollo de su sociología comprensiva, que trata de

aunar explicación y comprensión y que de nuevo destaca (Weber,

1944; Ringer, 1997) el hecho de que es imposible entender la

conducta humana a partir de leyes naturales. Para lograrlo será

necesario añadir la dimensión cognoscitiva, que puede plasmarse en

el uso de conceptos o de símbolos.

Todo este conjunto de autores que fueron desarrollando la

teoría del Verstehen (O´Heary,ed., 1996) destacan un punto clave

para nuestra argumentación. Y es que hay una diferencia básica entre

la ciencia natural y la ciencia cultural, y la Historia queda

perfectamente acotada en el terreno de la ciencia cultural. La Historia

no puede aspirar a ser una ciencia exacta, ni una ciencia con

capacidad de predicción, sino que más bien sería una ciencia incierta,

utilizando la expresión de Bruce Mazlish (Mazlish, 1998), y estaría

muy estrechamente vinculada al mundo de la conciencia y el

lenguaje. Esta vinculación con el lenguaje va a ser la clave de la

teoría hermeneútica de la Historia, desarrollada por Hans-Georg

Gadamer (Gadamer, 1993), quien considera el conocimiento histórico

inseparable de la idea de tradición textual. El historiador vive en una

tradición cultural, definida por un corpus de textos, y el conocimiento

histórico se hace posible en tanto que se inscribe en una lengua, que

es a su vez una concepción del mundo, como señaló L. Wittgenstein

(Wittgenstein, 1988).

De acuerdo con estos plantemientos, aspirar al conocimiento

del pasado al margen del lenguaje y la tradición textual sería un

19

contrasentido, y en ese sentido nuestra Arqueología resultaría un

poco malparada.

Es cierto que estos autores tienen razón en gran parte. Por ello

la Arqueología no puede prescindir de sus aportaciones y debe asumir

que el hombre sí es “el animal que tiene logos”, como decía

Aristóteles, y que es un animal simbólico. Antes habíamos dicho que

el modo básico de razonamiento del arqueólogo es la analogía. En él

no sólo lleva a cabo razonamientos analógicos sobre la tecnología,

sino también sobre el significado, sobre los símbolos y su sentido, por

lo que el arqueólogo no puede prescindir del conocimiento de la

cultura, o mejor dicho, de un conjunto de culturas a partir de las

cuales ha de desarrollar sus comparaciones, ya sean éstas culturas

del pasado o culturas del presente, tal y como son observadas y

analizadas por los antropólogos.

El arqueólogo compara sistemáticamente partiendo de su

conocimiento de las culturas que cree semejantes a la cultura que

estudia, y en ese sentido cuanto mejor conozca esas culturas más

podrá refinar los matices de su comparación. Pero en ese propio

conocimiento puede anidar una trampa, y es que mediante un

número de comparaciones abusivas el arqueólogo simplemente

proyecte en el pasado los datos de una cultura que ya conoce bien,

por el testimonio etnográfico o por las fuentes escritas. En ese caso,

la cultura que estudia pierde su especificidad. En ese sentido, tendrá

que saber mantener un inestable equilibrio para el que es muy difícil

establecer un conjunto de normas orientativas.

La comparación es pues su modo básico de razonamiento, y esa

comparación se realiza a partir de la Antropología y la Historia; pero

el arqueólogo no debe quedarse en ella. La Arqueología no es

únicamente Antropología retrospectiva ni Historia comparada. La

Arqueología también posee un terreno propio, que es el estudio de la

civilización material, ligado al estudio del mundo de la vida y del

pensamiento prepredicativo, en los que también puede establecer un

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nexo de unión con las ciencias naturales. Desarrollar ese campo de

estudio es una labor dificil, y una labor por hacer. El arqueólogo,

como el historiador, tiene su propia lista de pecados capitales. El más

grave de ellos, además de la comparación desproporcionada, es el

anticuarismo, el coleccionismo erudito. O lo que es lo mismo, caer en

la mera catalogación y clasificación de objetos como fin último (en lo

que caen muchos arqueólogos). La catalogación es necesaria, pero es

sólo un instrumento. No podemos quedarnos reducidos a ella. La

labor del arqueólogo, si quiere lograr una identidad propia, ha de ser

la reconstrucción de ese mundo específico que acabamos de citar,

una labor que básicamente está por hacer. En ella ha de estar en una

tensión constante entre la ciencia cultural (Historia y Antropología ) y

la ciencia natural (neurociencia, tecnología, Ecología) debiendo

lograr, al igual que en el caso de la analogía, un muy difícil equilibrio.

Reducir la Arqueología a una ciencia natural es un sinsentido. El

arqueologo no estudia primates, por lo menos a partir de un

determinado momento de la Prehistoria, sino seres humanos, con

nuestro mismo código genético y nuestra misma capcidad cerebral, y

esos seres objeto de su estudio se caracterizan por el desarrollo de

los lóbulos frontales de su cerebro, que les permite desarrollar

habilidades como la música y el lenguaje, y por poseer una conciencia

autobiográfica, como señala A. Damasio. La Arqueología no puede

quedar así reducida al ámbito de la Biología o la Medicina, sino que

evidentemente va mucho más allá, aunque no pueda prescindir de los

logros de esas ciencias.

Pero, el hecho de que el arqueólogo –sobre todo el

prehistoriador– deba ir más allá de las ciencias naturales tampoco le

debe llevar a dejarse colonizar por la Historia, cuyos conceptos

básicos, como hemos visto, se diferencian claramente de los de la

Arqueología prehistórica. No tiene ningún sentido aplicar sin más a la

Arqueología prehistórica modelos lingüísticos o hermeneúticos, como

han hecho algunos autores, nada más que por analogía. Si de lo que

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se trata es de buscar algún filósofo que citar, porque ello se considera

de buen tono en ciertos ambientes, deberíamos ir a los filósofos que

hemos señalado, pues ellos, aun partiendo de que el ser humano se

define por el lenguaje, han sido consciente de que hay pensamiento

más allá del lenguaje, de que el ser humano está inserto en el mundo

a través de cuerpo y del espacio, y de que si queremos comprenderlo

hemos de explorar esa realidad, que es prelingüística, aunque en

segunda instancia también puede ser formulada en el lenguaje.

En este sentido, el llamado “giro lingüístico”, preconizado por R.

Rorty (Rorty, 1989) y por los postmodernos en general, tiene poco

interés para la Arqueología, ya que niega la existencia del

pensamiento más allá del lenguaje y establece el predominio absoluto

de la lingüística y de la teoría de la literatura como ciencias a partir

de las cuales ha de construirse el estudio de todas las ciencias de la

sociedad –si es que se pudiese seguir hablando de ellas– y de la

cultura.

Frente al postmodernismo, y aun siendo conscientes de que no

existe un método científico, como quedó claro a partir de Paul

Feyerabend (Feyerabend, 1981) y suele hoy reconocerse casi por

unanimidad, como señala J. Echevarría (Echevarría, 1995), lo que

está claro es que, si bien no hay ciencia, si hay ciencias que nos

aportan una rica mina de conocimientos diversos, que a veces es muy

difícil integrar, pero que nos dan una visión parcial, fragmentaría y

provisional de la realidad (la única de que podemos disponer como

seres contingentes e históricos). De los conocimientos de esas

ciencias es de donde debe partir el arqueólogo, al igual que el

historiador. Ambos deberán considerarlos como tales, y no como

meras ficciones verbales, aunque se expresen verbalmente.

Partiendo de ese amplio conjunto de conocimientos, derivados

por un lado de la ciencia natural, y por otro de las ciencias de la

cultura, el arqueólogo ha de intentar hallar su propio terreno para

describir y analizar ese campo que repetidas veces hemos señalado.

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Al hacerlo así contribuirá, sin duda alguna, a un enriquecimiento de

nuestro conocimiento del pasado así como de la propia condición

humana en general. Su saber ha de reivindicar un carácter específico,

pero en modo alguno cerrado. La Arqueología comparte con un

conjunto de ciencias naturales su interés por el estudio de la

naturaleza humana, entendida en sentido físico y no simbólico. Con la

Historia posee fundamentalmente un punto en común: ambas aspiran

a lograr un conocimiento del pasado, y más concretamente del

pasado humano, pero sus perspectivas son complementarias. La

Arqueología describe el mundo de lo material culturalmente

codificado. La Historia describe el mundo del lenguaje, de la sociedad,

cuya existencia sin ese lenguaje no es posible, y de los sistemas de

comunicación social, entendiendo que, como señala J. Habermas

(Habermas, 1999), la acción social es una acción comunicativa. Se

trata de una misma realidad, pero que no puede ser agotada con un

único punto de vista. Por ello Historia y Arqueología –al igual que

Arqueología y ciencia natural– están en una relación de

complementareidad. Lo que una describe no lo puede describir la otra

en su totalidad. Es en esa tensión constante entre dos mundos en

donde reside la grandeza de la Arqueología.

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