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- 1 - Cornelius Castoriadis ¿TODAVÍA TIENE SENTIDO * LA IDEA DE REVOLUCIÓN? ¿Cómo situar exactamente la Revolución francesa en la serie de grandes revoluciones -Revolución inglesa, Revolución ame- ricana- que marcan la entrada en la modernidad política? ¿Y cómo comprender, en relación con sus antecesoras, que haya adquirido ese estatus de revolución-modelo, de revolución por excelencia? ¿Qué es lo que ella introduce de verdadera- mente nuevo? Si se trata de una historia de la idea misma de revolución, ¿qué lugar ocuparía en ella? Es importante comenzar subrayando la especificidad de la creación histórica que representa la Revolución france- sa. Es la primera revolución que plantea claramente la idea de una autoinstitución explícita de la sociedad. Se conocían en la historia mundial motines frumentarios, revueltas de esclavos, guerras campesinas, golpes de Es- tado, monarcas que emprenden reformas; también algu- nas reinstituciones más o menos radicales, como la de Mahoma, por ejemplo, que invoca una revelación, es de- cir una fuente y un fundamento extra social. Pero en * Del libro Le Monde morcelé, Les carrefours du laberynthe II!, 1990, París, Ed. du Seuil. Traducción de Nilda Ibarguren. Publicado en Estudios No. 24.

¿TODAVÍA TIENE SENTIDO LA IDEA DE REVOLUCIÓN? Los griegos descubren por cierto que toda institu- ... respecto a la articulación sociopolítica heredada, a la que ... hablar de

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    Cornelius Castoriadis

    ¿TODAVÍA TIENE SENTIDO

    * LA IDEA DE REVOLUCIÓN?

    ¿Cómo situar exactamente la Revolución francesa en la serie de grandes revoluciones -Revolución inglesa, Revolución ame-ricana- que marcan la entrada en la modernidad política? ¿Y cómo comprender, en relación con sus antecesoras, que haya adquirido ese estatus de revolución-modelo, de revolución

    por excelencia? ¿Qué es lo que ella introduce de verdadera-mente nuevo? Si se trata de una historia de la idea misma de revolución, ¿qué lugar ocuparía en ella?

    Es importante comenzar subrayando la especificidad de

    la creación histórica que representa la Revolución france-

    sa. Es la primera revolución que plantea claramente la

    idea de una autoinstitución explícita de la sociedad. Se

    conocían en la historia mundial motines frumentarios,

    revueltas de esclavos, guerras campesinas, golpes de Es-

    tado, monarcas que emprenden reformas; también algu-

    nas reinstituciones más o menos radicales, como la de

    Mahoma, por ejemplo, que invoca una revelación, es de-

    cir una fuente y un fundamento extra social. Pero en

    * Del libro Le Monde morcelé, Les carrefours du laberynthe II!, 1990,

    París, Ed. du Seuil. Traducción de Nilda Ibarguren. Publicado en Estudios

    No. 24.

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    Francia es la sociedad misma, o una enorme parte de esa

    sociedad, quien se lanza en una empresa que llega a ser,

    muy rápidamente, una empresa de autoinstitución explí-

    cita.

    Este radicalismo no se le encontraba en la Revolución

    inglesa, por cierto, pero tampoco en la Revolución ame-

    ricana. En América del Norte la institución de la socie-

    dad, aún si se le declara procedente de la voluntad de los

    hombres, sigue anclada en lo religioso, como sigue an-

    clada en el pasado por la Common Law inglesa. Sobre

    todo, está limitada en su ambición. Los Padres fundado-

    res, y el movimiento que ellos expresan, reciben del pa-

    sado un estado social que consideran apropiado y al que

    no piensan haya que cambiarle nada. Sólo resta, a sus

    ojos, instituir el complemento político de ese estado so-

    cial. Desde este punto de vista, es interesante el paralelo

    con el movimiento democrático en el mundo griego anti-

    guo. Los griegos descubren por cierto que toda institu-

    ción de la sociedad es autoinstitución -que ella compete

    al nomos, no a la physis. Ellos anticipan en la práctica las

    consecuencias de este descubrimiento, en todo caso en

    las ciudades democráticas y especialmente en Atenas.

    Esto es claro desde el siglo VII, se confirma con Solón y

    culmina con la revolución de Clístenes (508-506), carac-

    terizada, como se sabe, por un radicalismo audaz con

    respecto a la articulación sociopolítica heredada, a la que

    cambia completamente para volverla conforme a un fun-

    cionamiento político democrático. A pesar de esto, la

    autoinstitución explícita no llegará a ser nunca principio

    de la actividad política que cubra la totalidad de la insti-

    tución social. Nunca se cuestiona verdaderamente la pro-

    piedad, como tampoco el estatuto de las mujeres, para no

    hablar de la esclavitud. La democracia antigua aspira a

    realizar, y realiza, el autogobierno efectivo de la comuni-

    dad de varones adultos libres, tocando lo menos posible

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    las estructuras económicas y sociales recibidas. Solamen-

    te los filósofos (algunos sofistas en el siglo V, Platón en

    el IV) irían más allá.

    Igualmente, para los Padres fundadores americanos hay

    un hecho social (económico, moral, religioso) que es

    aceptado, que hay incluso que preservar activamente

    (Jefferson está contra la industrialización porque ve en la

    libre propiedad agraria la piedra angular de la libertad

    política) y al que hay que proveer de la estructura política

    correspondiente. Esta está en verdad “fundada” en otra

    parte -en los “principios” de la Declaración que traducen

    el imaginario universalista de los “derechos naturales”.

    Pero por una milagrosa coincidencia -decisiva para el

    “excepcionalismo” americano- las dos estructuras, social

    y política, estarán en correspondencia durante algunos

    decenios. Lo que Marx llamaba la base socioeconómica

    de la democracia antigua, la comunidad de pequeños

    productores independientes, resulta ser también punto de

    partida para la realidad de la América del Norte en la

    época de Jefferson y el apoyo de la visión política de és-

    te.

    Ahora bien, la grandeza y la originalidad de la Revolu-

    ción francesa se hallan, a mi juicio, justamente en aquello

    que se le reprocha tan a menudo: que tiende a cuestionar,

    en derecho, la totalidad de la institución existente de la

    sociedad. La Revolución francesa no puede crear políti-

    camente si no destruye socialmente. Los constituyentes

    lo saben y lo dicen. La Revolución inglesa e incluso la

    Revolución americana pueden adjudicarse por sí mismas

    la representación de una restauración y recuperación de

    un supuesto pasado. Las varias tentativas, en Francia, de

    referirse a una tradición abortaron rápidamente, y lo que

    dice Burke de ellas es pura mitología. Hannah Arendt

    comete una equivocación enorme cuando reprocha a los

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    revolucionarios franceses el ocuparse de la cuestión so-

    cial, presentando a ésta como una vuelta a cuestiones

    filantrópicas y a la piedad por los pobres. Doble equivo-

    cación. En primer lugar -y esto sigue siendo eternamente

    cierto- la cuestión social es una cuestión política, en tér-

    minos clásicos (ya en Aristóteles), ¿la democracia es

    compatible con la coexistencia de una extrema riqueza y

    de una extrema pobreza? En términos contemporáneos:

    ¿el poder económico no es, ipso facto, también poder

    político? A continuación, en Francia el Antiguo Régimen

    no es una estructura simplemente política; es una estruc-

    tura social total. Realeza, nobleza, papel y función de la

    Iglesia en la sociedad, propiedades y privilegios soportan

    lo más íntimo de la textura de la vieja sociedad. Es todo

    el edificio social lo que hay que reconstruir, sin lo cual es

    materialmente imposible una transformación política. La

    Revolución francesa no puede -como ella quería- super-

    poner simplemente una organización política democráti-

    ca a un régimen social que permanezca intacto. Como

    ocurre tan a menudo con Hannah Arendt, las ideas le im-

    piden ver los hechos. Pero los grandes hechos históricos

    son ideas más contundentes que las ideas de los filósofos:

    El “pasado de mil años”, opuesto al “continente virgen”,

    conlleva forzosamente la necesidad de acometer el edifi-

    cio social como tal.

    Desde este punto de vista, la Revolución americana no

    pudo ser efectivamente más que una “excepción” en la

    historia moderna, de ninguna manera la regla y todavía

    menos el modelo. Los constituyentes estuvieron plena-

    mente convencidos de ello y lo dijeron. Ahí donde la Re-

    volución americana puede construir sobre la ilusión de

    una “igualdad” ya existente en el estado social (ilusión

    que seguirá siendo el fundamento de los análisis de Toc-

    queville cincuenta años más tarde), la Revolución france-

    sa se encuentra ante la realidad masiva de una sociedad

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    fuertemente desigualitaria, de un imaginario de la realeza

    de derecho divino, de una Iglesia centralizada con un

    papel y unas funciones sociales omnipresentes, de dife-

    renciaciones geográficas que nada puede justificar, etcé-

    tera.

    ¿Pero no es esto a la vez el motivo por el cual ella cae bajo el

    golpe de la crítica de Burke, en lo que esta tiene de profundo? ¿Puede una generación hacer un boquete en la historia ope-rando en la discontinuidad pura? ¿Acaso el fundamento de una libertad que no tiene ya por apoyo a la Providencia o a la tradición, sino que descansa totalmente en sí misma, no es evanescente?

    Es en gran medida por esta razón que los revolucionarios

    invocan constantemente en 1789 -como lo harán durante

    los siglos XIX y XX- a la Razón, lo cual tendrá también

    consecuencias nefastas.

    ¿Usted admitiría entonces al menos una parte de la ar-gumentación de Burke según la cual es difícil fundar la libertad en la Razón?

    Hay aquí varios aspectos. En primer término, no se trata

    de fundar la libertad en la Razón, porque la Razón misma

    presupone la libertad -la autonomía. La Razón no es un

    dispositivo mecánico o un sistema de verdades acabadas;

    es el movimiento de un pensamiento que no admite otra

    autoridad que su propia actividad. Para acceder a la Ra-

    zón, hay primero que querer pensar libremente. En se-

    gundo lugar, nunca hay discontinuidad pura. Cuando di-

    go que la historia es creación ex nihilo, esto no significa

    en modo alguno que ella es creación in nihilo ni cum

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    nihilo. La forma nueva emerge, hace fuego con la madera

    que encuentra, la ruptura está en el sentido nuevo que

    ella confiere a lo que hereda o utiliza. En tercer lugar, el

    mismo Burke es inconsistente. Se deja arrastrar al terreno

    de los revolucionarios y admite implícitamente lo bien

    fundado de sus presupuestos, después de tratar de refutar

    “racionalmente” sus conclusiones. Se siente obligado a

    fundar en la razón el valor de la tradición. Ahora bien,

    esto es una traición a la tradición: una verdadera tradi-

    ción no se discute. Burke, dicho de otro modo, no puede

    escapar a la reflexividad, cuyos efectos en la Revolución

    él denuncia.

    ¿Esta inconsistencia quita toda pertinencia a su crítica?

    Su crítica toca lo cierto cuando trata sobre lo que hay que

    llamar “la racionalización mecánica”, que comienza bas-

    tante temprano en la Revolución y que conocerá un bri-

    llante porvenir. Esto nos hace regresar a la ambigüedad

    de la idea de Razón, que yo mencionaba hace un momen-

    to. Para decirlo en términos filosóficos, la Razón de las

    Luces es a la vez proceso abierto de crítica y de elucida-

    ción, implicando, entre otras, la distinción tajante entre

    hecho y derecho, y entendimiento mecánico y uniforma-

    dor. La crítica filosófica, luego la práctica revolucionaria

    destruyen el simple hecho -las instituciones existentes-

    mostrando que ellas no tienen más razón de ser que el

    haber sido. (Aquí también Burke está en la ambigüedad,

    ya que sostiene lo que es a la vez porque ha sido y por-

    que es “bueno” intrínsecamente.) Pero luego, después de

    haber destruido, hay que construir. ¿A partir de qué? Es

    aquí cuando la racionalidad del entendimiento, racionali-

    dad mecánica, saca ventaja. Las soluciones que a algunos

    parecen “racionales” deberán ser impuestas a todos: se

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    los forzará a ser racionales. El principio de toda sobera-

    nía reside en la Nación -pero esta Nación es reemplazada

    por la Razón de sus “representantes”, en nombre de la

    cual será atropellada, forzada, violada, mutilada.

    Mas no se trata allí de un desarrollo “filosófico”. El ima-

    ginario de la racionalidad absoluta y mecánica es recep-

    tor de un proceso social-histórico pasado, que aquí toda-

    vía prefigura de manera ejemplar rasgos decisivos de la

    historia moderna. El poder se absolutiza, las “representa-

    ciones” se autonomizan. Se constituye un “aparato”, du-

    plicando las instancias oficiales y controlándolas (los

    jacobinos), embrión de lo que llamaríamos más tarde una

    burocracia política específica. Ahora bien, esto no es po-

    sible -sobre este asunto la interpretación de Michelet es a

    mis ojos la buena- más que a condición de que el pueblo

    se retire de la escena, y tal retiro es en realidad, si no fo-

    mentada al menos alentada por el nuevo poder De mane-

    ra que se suprime toda mediación viviente: está de un

    lado la entidad abstracta de la “Nación”, del otro los que

    la “representan” en París, y, entre ambos, nada. Los con-

    vencionales no querían y no podían ver que la autono-

    mía de los individuos -la libertad- no puede operarse

    efectivamente en los solos “derechos” y en las elecciones

    periódicas, que ella no es nada sin el autogobierno de

    todas las formaciones colectivas intermedias, “naturales”

    o “artificiales”. Las antiguas mediaciones son destruidas

    (lo que deploran tanto Burke como, cincuenta años más

    tarde, Tocqueville, idealizándolas fantásticamente) sin

    que se permita a las nuevas crearse. La “Nación”, polvo

    de individuos teóricamente homogeneizados, no tiene

    más existencia política que la de sus “representantes”. El

    jacobinismo comienza a delirar y el Terror se instala a

    partir del momento en que el pueblo se retira de la escena

    y cuando la indivisibilidad de la soberanía se transforma

    en carácter absoluto del poder, dejando a los representan-

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    tes en un siniestro frente a frente con la abstracción.

    ¿Cómo aprecia usted el papel de la formación del Estado moderno en la génesis de la idea de revolución? ¿El caso francés no incita a pensar que es considerable?

    También aquí pienso que hay que distinguir. La idea cen-

    tral que realiza la Revolución -y en la que veo su impor-

    tancia capital para nosotros- es la de la autoinstitución

    explícita de la sociedad por la actividad colectiva, lúcida

    y democrática. Pero a la vez la Revolución no se libera

    nunca de la influencia de esta pieza central del imagina-

    rio político moderno: el Estado. Bien digo, Estado: apara-

    to de dominación separado y centralizado -no poder. Para

    los atenienses, por ejemplo, no hay “Estado” -la palabra

    misma no existe; el poder, es “nosotros”, el “nosotros” de

    la colectividad política. En el imaginario político mo-

    derno, el Estado aparece como ineliminable. Lo sigue

    siendo para la Revolución, como lo sigue siendo para la

    filosofía política moderna que se encuentra a este respec-

    to en una situación más que paradójica: le hace falta jus-

    tificar al Estado, mientras se esfuerza en pensar la liber-

    tad. Se trata de asentar la libertad sobre la negación de la

    libertad, o de confiar su custodia a su principal enemigo.

    Esta antinomia alcanza su paroxismo bajo el Terror.

    Si se admite que el Estado moderno constituye una de las precondiciones absolutas de la idea revolucionaria, ¿ello no limita la amplitud de la autoinstitución que us-ted mencionaba? ¿Es una autoinstitución que transmite una tradición tanto más fuerte cuanto que es negada?

    El imaginario del Estado limita el trabajo de autoinstitu-

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    ción de la Revolución francesa. Limita también, más tar-

    de, el comportamiento efectivo de los movimientos revo-

    lucionarios (con excepción del anarquismo). Hace que la

    idea de revolución se identifique con la idea de que es

    necesario y que es suficiente apoderarse del Estado para

    transformar la sociedad (la toma del Palacio de Invierno,

    etcétera). Se amalgama con otra significación imaginaria

    cardinal de los Tiempos Modernos, la Nación, encon-

    trando allí una fuente todopoderosa de movilización afec-

    tiva; se convierte en la encarnación de la Nación, Estado-

    Nación. Sin la discusión de estos dos imaginarios, sin la

    ruptura con esta tradición, es imposible concebir un nue-

    vo movimiento histórico de autoinstitución de la socie-

    dad. Lo que es seguro, es que el imaginario estatal y las

    instituciones en las que él encarna han canalizado durante

    mucho tiempo el imaginario revolucionario, y que es la

    lógica del Estado la que ha prevalecido finalmente.

    ¿El siglo XX agrega un componente esencial a la idea de revolución, con el elemento de la historia?

    Se opera en efecto, esencialmente con y por Marx, una

    fusión, una unión química entre la Revolución y la histo-

    ria. Las antiguas trascendencias son reemplazadas por la

    Historia con mayúscula. El mito de la Historia y de las

    Leyes de la Historia, el mito de la revolución como parte-

    ra de la Historia -inducida y justificada entonces por un

    proceso orgánico- se ponen a funcionar como sustitutos

    religiosos, en una mentalidad milenarista. Marx fetichiza

    una representación fabricada de la revolución. El modelo

    Antiguo Régimen/desarrollo de las fuerzas producti-

    vas/alumbramiento violento de nuevas relaciones de pro-

    ducción que él construye a partir del ejemplo supuesto de

    la Revolución francesa, se erige en esquema tipo de la

  • - 10 -

    evolución histórica y se proyecta hacia el futuro. Y lo

    que sigue siendo todavía en esta consideración ambiguo

    y complejo bajo la pluma genial de Marx, se vuelve

    completamente límpido y llano en la vulgata marxista.

    ¿Usted nos conduce justamente a la segunda revolución paradigmática, la de 1917. ¿Qué aporta ella como desa-rrollo específico, desde su punto de vista?

    Aporta dos elementos completamente antinómicos. En

    primer lugar, y esto desde 1905, una nueva forma de au-

    toorganización colectiva democrática, el soviet, que to-

    mará nueva importancia en 1917, y se prolongará en los

    comités de fábrica, muy activos e importantes durante el

    periodo 1917-1919 e incluso hasta 1921. Pero al mismo

    tiempo, 'Lenin crea en Rusia el prototipo de lo que serán

    todas las organizaciones totalitarias modernas, el partido

    bolchevique, que muy rápidamente dominará a los so-

    viets desde octubre de 1917, los ahogará y los transfor-

    mará en instrumentos y apéndices de su propio poder.

    ¿No se está allí de lleno en la dominación de la idea revo-lucionaria por la lógica del Estado?

    Ciertamente. La construcción de esta máquina para apo-

    derarse del poder del Estado testimonia el predominio del

    imaginario capitalista: todo acontece como si no se supie-

    ra organizar de otro modo. No se ha señalado lo bastante

    que Lenin inventa el taylorismo cuatro años antes que

    Taylor. El libro de Taylor es de 1906, ¿Qué hacer? es de

    1902- 1903. Y Lenin habla en él de división rigurosa de

    tareas, con argumentos de pura eficacia instrumental; se

    puede leer allí entre líneas la idea de la one best way. Él

  • - 11 -

    no puede evidentemente cronometrar cada operación.

    Pero se dedica a fabricar ese monstruo, mezcla de parti-

    do-ejército, de partido-Estado y de partido-fábrica, que

    llegará a poner en pie efectivamente a partir de 1917. El

    imaginario estatal, enmascarado en la Revolución france-

    sa, se vuelve explícito en el partido bolchevique, que es

    un Estado-ejército en germen ya antes de la “toma del

    poder”. (Doble carácter que será todavía más manifiesto

    en China).

    La mención de la Revolución soviética introduce infalta-blemente la cuestión del desarrollo de las revoluciones, que parece constituir su “ley de hierro". Formulémosla francamente: ¿el resbalón totalitario no está necesaria-mente inscrito en la ambición revolucionaria, cuando ella se convierte, como en los modernos, en proyecto explíci-to de reinstitución de la sociedad?

    Primero restablezcamos los hechos. Hay una revolución

    de febrero de 1917, no hay “Revolución de octubre”: en

    octubre de 1917 hay un putsch, un golpe de Estado mili-

    tar. Como ya se ha dicho, los autores del putsch no al-

    canzarán sus fines más que contra la voluntad popular en

    su conjunto -disolución de la Asamblea Nacional en

    enero de 1918- y contra los organismos democráticos

    creados a partir de febrero, soviets y comités de fábrica.

    No es la revolución quien produce el totalitarismo en Ru-

    sia, sino el golpe de Estado del partido bolchevique, lo

    cual es completamente distinto.

    ¿Pero se puede cortar tan fácilmente los lazos entre re-volución y totalitarismo?

  • - 12 -

    Continuemos con los hechos. Hubo instalación del totali-

    tarismo en Alemania en 1933, pero nada de revolución

    (la “revolución nacionalsocialista” es un puro eslogan).

    Con especificaciones completamente diferentes, lo mis-

    mo es verdad para China en 1948-1949. Por otro lado, sin

    la intervención efectiva o la amenaza virtual de las divi-

    siones rusas, la revolución húngara de 1956 como el mo-

    vimiento de 1980-1981 en Polonia habrían desembocado

    por cierto en la caída de los regímenes existentes; es ab-

    surdo pensar que ellos habrían conducido al totalitarismo.

    Y hay que precisar también que “revolución” no quiere

    decir necesariamente barricadas, violencia, sangre, etcé-

    tera. Si el rey de Inglaterra hubiera escuchado a Burke en

    1776, no se habría vertido sangre en América del Norte.

    Pero tampoco habría habido revolución. ¿Se puede sepa-rar completamente la idea de revolución de la idea de ruptura o de alteración de la legalidad establecida?

    Seguramente no; pero esa ruptura no toma forzosamente

    la forma del asesinato. Sin la guerra de Independencia,

    las trece colonias de la Nueva Inglaterra habrían sido

    probablemente dotadas a pesar de todo de una constitu-

    ción republicana, en ruptura con la legalidad monárquica.

    En el plano de las ideas, revolución no significa solamen-

    te esa reinstitución por la actividad colectiva y autónoma

    del pueblo, o de una gran parte de la sociedad. Ahora

    bien, cuando esta actividad se pone de manifiesto en los

    tiempos modernos ella presenta siempre un carácter de-

    mocrático. Y cada vez que un fuerte movimiento social

    ha querido transformar radical pero pacíficamente la so-

    ciedad, se ha enfrentado con la violencia del poder esta-

    blecido. ¿Por qué se olvida la Polonia de 1981 o la China

    de 1989?

  • - 13 -

    En cuanto al totalitarismo, es un fenómeno infinitamente

    cargado y complejo, al que se comprende muy poco con

    la aserción: la revolución produce el totalitarismo (la cual

    se ha visto que es empíricamente falsa por ambos extre-

    mos: no todas las revoluciones han producido totalitaris-

    mos, y no todos los totalitarismos han estado ligados a

    revoluciones). Pero si se piensa en los gérmenes de la

    idea totalitaria, es imposible ignorar en primer lugar el

    totalitarismo inmanente al imaginario capitalista: expan-

    sión ilimitada del “dominio racional”, organización capi-

    talista de la producción en la fábrica: one best way, disci-

    plina mecánicamente obligada (las fabricas Ford en De-

    troit constituían en 1920 microsociedades totalitarias). A

    continuación, la lógica del Estado moderno, la cual, si se

    la deja alcanzar su límite, tiende a la regulación total.

    Usted hablaba anteriormente del papel de la razón en la idea revolucionaria. ¿Ella no reviste principalmente la forma del proyecto de un dominio racional de la histo-ria? ¿Y ese proyecto no contiene, a pesar de todo, al me-nos como una de sus virtualidades, el riesgo de un avasa-llamiento totalitario?

    Llegamos entonces a una idea completamente diferente

    de la vulgata actual: sí, y en la medida en que, los revolu-

    cionarios son seducidos por el fantasma de un dominio

    racional de la historia, y de la sociedad, del cual en ese

    momento ellos se plantean evidentemente como los suje-

    tos, entonces hay evidentemente ahí un posible origen de

    una evolución totalitaria. Porque entonces ellos tenderán

    a reemplazar la autoactividad de la sociedad por su pro-

    pia actividad: la de los convencionales y de los comisa-

    rios de la república, más tarde la del partido. Todavía

    falta que la sociedad se deje hacer.

  • - 14 -

    Como se ha dicho antes, se observa también este proceso

    durante la Revolución francesa (aunque sea absurdo

    identificar la dictadura jacobina y el terror con el totalita-

    rismo). La Razón tiende a reducirse al entendimiento, la

    autonomía (la libertad) se sustituye por la idea del domi-

    nio racional. Al mismo tiempo, este “racionalismo” reve-

    la su carácter no sabio, no prudente.

    ¿Una de las manifestaciones por excelencia de esta no-prudencia no es la valorización de la revolución como un fin en sí -valorización que ha sido a la vez uno de sus más poderosos motivos de irradiación?

    Hay en efecto un momento en que se comienza a encon-

    trar fórmulas cuyo espíritu es, poco más o menos, “la

    revolución por la revolución”. Se conoce por otra parte el

    eco que este espíritu encuentra, en el siglo XIX y des-

    pués, en el mundo intelectual y espiritual: la ruptura, el

    rechazo de los cánones admitidos, se vuelve un valor en

    sí mismo. Pero, para limitarnos al plano propiamente po-

    lítico, el problema de una revolución es instaurar otra

    relación con la tradición -no tratar de suprimirla, o de

    declararla de un extremo al otro “absurdo gótico”.

    Estaremos de acuerdo en decir que dos siglos de historia del proyecto revolucionario nos muestran a éste agrava-do por dos ilusiones mayores: la ilusión del dominio ra-cional y la ilusión del fin de la historia. Si se suprimen estas dos ilusiones, ¿la idea de revolución conserva hoy su contenido?

    No los voy a asombrar al responder que es precisamente

  • - 15 -

    porque conocemos hoy estas dos ilusiones y podemos

    combatirlas, que podemos dar al proyecto revolucionario

    su verdadero contenido. Una vez reconocido que el cons-

    tructivismo integral es a la vez imposible y no deseable;

    una vez reconocido que no puede haber en él descanso de

    la humanidad en una “buena sociedad” definida de una

    vez por todas, ni transparencia de la sociedad en sí mis-

    ma; una vez reconocido que, contrariamente a lo que

    creía Saint-Just, el objeto de la política no es la felicidad,

    sino la libertad, entonces se puede pensar efectivamente

    la cuestión de una sociedad libre hecha de individuos

    libres. ¿El estado actual de nuestras sociedades es el de

    sociedades democráticas, efectivamente libres? Cierta-

    mente no. ¿Se podría llegar a él por cambios milimétri-

    cos, y sin la entrada en acción de la mayoría de la pobla-

    ción? Tampoco.

    ¿Qué es una sociedad libre, o autónoma? Es una sociedad

    que se da a sí misma, efectivamente y reflexivamente,

    sus propias leyes, sabiendo que lo hace. ¿Qué es un indi-

    viduo libre, o autónomo, desde el momento en que no es

    concebible más que dentro de una sociedad donde hay

    leyes y poder? Es un individuo que reconoce en esas le-

    yes y ese poder sus propias leyes y su propio poder -lo

    que no puede hacerse sin mistificación más que en la

    medida en que él tiene la plena posibilidad efectiva de

    participar en la formación de las leyes y en el ejercicio

    del poder. Estamos muy lejos -¿y quién imaginaría por

    un instante que la preocupación ferviente de las oligar-

    quías dominantes sería hacemos llegar a ello?

    A esta primera consideración, fundamental, se agrega

    una segunda, más sociológica. Vivimos -hablo de las so-

    ciedades occidentales ricas- bajo regímenes de oligarquía

    liberal, sin duda preferibles por mucho, subjetiva y polí-

    ticamente, a lo que existe en otras partes del planeta. Es-

  • - 16 -

    tos regímenes no han sido engendrados automática y es-

    pontáneamente, ni por la buena voluntad de las capas

    dominantes anteriores, sino mediante movimientos so-

    cial-históricos mucho más radicales -la misma Revolu-

    ción francesa es un ejemplo de ello-, de los que ellos

    constituyen las consecuencias a los subproductos. Esos

    mismos movimientos habrían sido imposibles, si no hu-

    biesen estado acompañados por la emergencia -“efecto” a

    la vez que “causa”- de un nuevo tipo antropológico de

    individuo, digamos, para ir rápido, el individuo democrá-

    tico: lo que hace la diferencia entre un campesino del

    Antiguo Régimen y un ciudadano francés de la actuali-

    dad, entre un súbdito del zar y un ciudadano inglés o

    americano. Sin este tipo de individuo, más exactamente

    sin una constelación de tales tipos -entre ellos, por ejem-

    plo, el burócrata weberiano, legalista e íntegro- la socie-

    dad liberal no puede funcionar. Ahora bien, me parece

    evidente que la sociedad de hoy no es capaz ya de repro-

    ducirlos. Ella produce esencialmente ávidos, frustrados y

    conformistas.

    Pero las sociedades liberales progresan. Las mujeres, por ejemplo, entraron en la igualdad desde hace una trein-tena de años sin revolución pero masivamente, irreversi-blemente. ¿No es un inmenso cambio de nuestras socie-dades?

    Por cierto. Hay también movimientos importantes, en la

    larga duración histórica, que no son estrictamente políti-

    cos, ni condensados en un momento preciso del tiempo.

    La evolución del estatuto de los jóvenes ofrece otro

    ejemplo de ello, La sociedad liberal ha podido no sin una

    larga resistencia -el movimiento feminista comienza de

    hecho a mediados del último siglo, las mujeres obtienen

  • - 17 -

    el derecho de voto en Francia en 1945- acomodarse a

    ello. ¿Pero podría acomodarse a una verdadera democra-

    cia, a una participación efectiva y activa de los ciudada-

    nos en la cosa pública? ¿Las instituciones políticas actua-

    les no tienen también como finalidad alejar a los ciuda-

    danos de los asuntos públicos, y persuadirlos de que son

    incapaces de ocuparse de ellos? Ningún análisis serio

    puede discutir el hecho de que los regímenes que se au-

    toproclaman democráticos son en realidad lo que todo

    filósofo político clásico habría llamado regímenes de oli-

    garquía. Una capa delgadísima de la sociedad domina y

    gobierna. Ella coopta a sus sucesores. Por cierto, es libe-

    ral: es abierta (más o menos...) y se hace ratificar cada

    cinco o siete años por un voto popular. Si la fracción go-

    bernante de esta oligarquía abusa demasiado se hará re-

    emplazar -por la otra fracción de la oligarquía, que se le

    asemeja cada vez más. De ahí la desaparición de todo

    contenido real en la oposición de la “izquierda” y de la

    “derecha”. El vacío pasmoso de los discursos políticos

    contemporáneos refleja esta situación, no mutaciones

    genéticas.

    ¿Nuestras sociedades no han dicho adiós justamente a la democracia participativa tal como usted la describe? ¿No han privilegiado ellas en su desarrollo al individuo privado en detrimento del ciudadano, como lo había diagnosticado un Constante desde los años 1820? ¿No es la impronta más fuerte?

    No contradigo en modo alguno el diagnóstico de hecho,

    por el contrario, lo he puesto en el centro de mis análisis

    desde 1959: es lo que he llamado privatización. Pero

    comprobar un estado de hecho no quiere decir aprobarlo.

  • - 18 -

    Digo, por un lado, que este estado de hecho es insosteni-

    ble a la larga; por otro lado, y sobre todo, que no debe-

    mos acomodarnos a él. Esta misma sociedad en que vi-

    vimos proclama principios -libertad, igualdad, fraterni-

    dad- que ella viola o corrompe y deforma todos los días.

    Digo que la humanidad puede ser mejor, que ella es ca-

    paz de vivir bajo otro estado, el estado de autogobierno.

    Sus formas, bajo las condiciones de la época moderna,

    hay desde luego que encontrarlas, mejor: crearlas. Pero la

    historia de la humanidad occidental, desde Atenas hasta

    los movimientos democráticos y revolucionarios moder-

    nos, muestra que tal creación es concebible. Fuera de eso,

    yo también observo desde hace mucho tiempo el predo-

    minio del proceso de privatización. Nuestras sociedades

    se sumergen progresivamente en la apatía, la despolitiza-

    ción, el dominio por los media y los políticos en foto.

    Llegamos entonces a la realización completa de la fórmu-

    la de Constante, al no pedir al Estado más que “la garan-

    tía de nuestros disfrutes” -realización que probablemente

    habría sido una pesadilla para el mismo Constante. Pero

    la cuestión es: ¿por qué pues el Estado nos garantizaría

    indefinidamente esos goces, si los ciudadanos están cada

    vez menos dispuestos y son incluso cada vez menos ca-

    paces de controlarlo, y llegado el caso, de oponerse a él?

    ¿No se observa sin embargo en la duración un peso con-tinuo de los valores de base de la democracia? En dos siglos, del sufragio universal a la igualdad de las muje-res, pasando por el Estado-providencia, la realidad de-mocrática se ha enriquecido formidablemente. Más, por ejemplo, el estilo de la autoridad, tanto política como social, se ha transformado completamente bajo la pre-sión de los gobernados o de los ejecutantes. Antes de precipitarse en el diagnóstico de privatización, ¿no hace

  • - 19 -

    falta registrar la fuerza geológica de este movimiento que hace proyectar, a pesar de todo, irresistiblemente la exigencia democrática en los hechos?

    Que el estilo de la dominación y de la autoridad ha cam-

    biado, no hay duda; ¿pero que lo haya hecho su sustan-

    cia...? Tampoco pienso que el fenómeno de la privatiza-

    ción pueda ser tomado a la ligera, en particular en sus

    últimos desarrollos. A toda institución de la sociedad co-

    rresponde un tipo antropológico, que es su portador con-

    creto -con otros términos, se lo sabe desde Platón y Mon-

    tesquieu- y a la vez su producto y la condición de su re-

    producción. Ahora bien, el tipo de hombre de juicio in-

    dependiente y preocupado por las cuestiones de alcance

    general, por las res publicae, está hoy nuevamente acu-

    sado. No digo que ha desaparecido completamente. Pero

    es gradual y rápidamente reemplazado por otro tipo de

    individuo, centrado en el consumo y en el disfrute, apáti-

    co ante los asuntos generales, cínico en su relación con la

    política, lo más a menudo bestialmente aprobador y con-

    formista. No se ve que vivamos una era de conformismo

    profundo y generalizado; es cierto que éste está oculto

    por la agudeza de la elección trágico-heroica que deben

    efectuar los individuos entre un Citroen o un Renault,

    entre los productos de Estée Lauder y los de Helena Ru-

    binstein. Hay que preguntarse -lo que no hacen los canto-

    res del pseudo individualismo ambiente- qué tipo de so-

    ciedad puede producir el hombre contemporáneo? ¿En

    qué permitiría su estructura psicosocial funcionar a las

    instituciones democráticas? La democracia es el régimen

    de la reflexividad política: ¿dónde está la reflexividad del

    individuo contemporáneo? A menos que sea reducida a la

    gestión más chata de los asuntos corrientes -lo que, inclu-

    so a corto plazo, no es posible porque nuestra historia es

    una sucesión de perturbaciones fuertes-, la política impli-

  • - 20 -

    ca elecciones; ¿a partir de qué este individuo, cada vez

    más desprovisto de referencias, tomará posición? La

    inundación mediática tiene tanta más eficacia cuanto cae

    sobre receptores desprovistos de criterios propios. Y

    también se adaptan a esto los discursos vacíos de los po-

    líticos. En términos más generales, ¿qué es para un indi-

    viduo contemporáneo el hecho de vivir en sociedad, de

    pertenecer a una historia, cuál es su visión del futuro de

    su sociedad? Todo ello forma una masa desorientada, que

    vive al día, sin horizonte -no una colectividad crítico-

    reflexiva.

    ¿No subestima usted el impacto de dos fenómenos de coyuntura, por una parte el desconcierto provocado por el hundimiento de la escatología socialista, y por otra parte el choque de rechazo de los Treinta Gloriosos? Por un lado, la figura que señoreaba el futuro, incluso para sus adversarios, se desvanece dejando un vacío terrible en cuanto a lo que puede orientar la acción colectiva. Por otro, salimos de un periodo de trastornos económi-cos y sociales sin precedentes, bajo el efecto del creci-miento y de la redistribución. Lo que orientaba la historia desaparece, al mismo tiempo que desde otro punto de vista la historia demuestra haber marchado más rápido que cualquier previsión -y además haberlo hecho más bien en el buen sentido desde el punto de vista del bie-nestar de todos. ¿Cómo no estarían tentados de bajar el brazo los ciudadanos?

    Ciertamente, pero señalar las causas o las condiciones de

    un fenómeno no agota su significación ni circunscribe

    sus efectos. Por las razones que usted cita, y por muchas

    otras, hemos entrado en una situación que tiene su propio

  • - 21 -

    sentido y su propia dinámica. Pero su alusión al creci-

    miento y al bienestar introduce muy justamente un ele-

    mento esencial del problema, que hasta ahora hemos de-

    jado de lado. Hemos hablado en términos de valores polí-

    ticos y filosóficos. Pero están los valores económicos, y

    más exactamente, la misma economía como valor cen-

    tral, como preocupación central del mundo moderno. De-

    trás de los “disfrutes” de Constante está la economía: los

    “disfrutes” son la faz subjetiva de lo que es la economía

    en el mundo moderno, es decir la “realidad” central, la

    cosa que verdaderamente cuenta. Ahora bien, me parece

    evidente que una verdadera democracia, una democracia

    participativa cómo la que yo mencionaba, es incompati-

    ble con la dominación de este valor. Si la obsesión cen-

    tral, el empuje fundamental de esta sociedad es la maxi-

    mización de la producción y del consumo, la autonomía

    desaparece del horizonte y, a lo sumo, se toleran algunas

    pequeñas libertades como complemento instrumental del

    dispositivo maximizador. La expansión ilimitada de la

    producción y del consumo se vuelve significación imagi-

    naria dominante, y casi exclusiva, de la sociedad con-

    temporánea. Mientras ella conserve este lugar, seguirá

    siendo la única pasión del individuo moderno y no podrá

    tener lugar un lento crecimiento de los contenidos demo-

    cráticos y de las libertades. La democracia es imposible

    sin una pasión democrática, pasión por la libertad de cada

    uno y de todos, pasión por los asuntos comunes que se

    convierten, precisamente, en asuntos personales de cada

    uno. Se está muy lejos de ello.

    Pero se puede comprender el efecto de óptica que puede acreditar en la opinión, desde 1945, la idea de que la economía está al servicio de la democracia.

  • - 22 -

    En realidad, ella ha estado al servicio del liberalismo oli-

    gárquico. Ha permitido a la oligarquía dominante proveer

    el pan, o si se prefiere el pan dulce, y los espectáculos, y

    gobernar con toda tranquilidad. No hay ya ciudadanos,

    hay consumidores que se contentan con un voto de apro-

    bación o de desaprobación cada cinco años.

    ¿El problema que está al orden del día no es ante todo la extensión de la democracia al resto del mundo, con las dificultades enormes que ello implica?

    ¿Pero es que ello podría hacerse sin cuestionamientos

    fundamentales? Consideremos en primer lugar precisa-

    mente la cuestión económica. Se ha comprado la prospe-

    ridad desde 1945 (y ya antes, por cierto) al precio de una

    destrucción irreversible del medio ambiente. La famosa

    “economía” moderna es en realidad un fantástico despil-

    farro de un capital acumulado por la biosfera en el curso

    de tres mil millones de años, despilfarro que se acelera

    exponencialmente todos los días. Si se quiere extender al

    resto del planeta (sus cuatro quintas partes, desde el pun-

    to de vista de la población) el régimen de oligarquía libe-

    ral, habría que proveerle también del nivel económico, si

    no de Francia, digamos de Portugal. ¿Usted comprende la

    pesadilla ecológica que esto significa, la destrucción de

    recursos no renovables, la multiplicación por cinco o por

    diez de las emisiones anuales de contaminantes, la acele-

    ración del recalentamiento del planeta? En realidad, va-

    mos hacia un estado semejante, y el totalitarismo que nos

    amenaza no es el que surgiría de una revolución, es el de

    un gobierno (tal vez mundial) que, después de una catás-

    trofe ecológica, diría: ya se han divertido bastante, la

    fiesta ha terminado, aquí están sus dos litros de gasolina

    y sus diez litros de aire puro para el mes de diciembre, y

  • - 23 -

    los que protesten ponen en peligro la supervivencia de la

    humanidad y son enemigos públicos. Existe allí un límite

    externo con el que tarde o temprano va a chocar el desen-

    freno actual de la técnica y de la economía. La salida de

    la miseria por parte de los países pobres sólo podrá ha-

    cerse sin catástrofe si la humanidad rica acepta una ges-

    tión de buen padre de familia de los recursos del planeta,

    un control radical de la tecnología y de la producción,

    una vida frugal. Ello puede ser hecho, dentro de lo arbi-

    trario y de la irracionalidad, por un régimen autoritario o

    totalitario; ello puede ser hecho también por una humani-

    dad organizada democráticamente, a condición precisa-

    mente de que ella abandone los valores económicos y

    que adopte otras significaciones,

    Pero no sólo existe la dimensión material-económica. El

    tercer mundo es presa de fuerzas reactivas considerables,

    incontrolables y esencialmente antidemocráticas -

    pensamos en el Islam, pero no es la única. ¿Le ofrece el

    Occidente actual, aparte de la abundancia de gadgets,

    algo con qué sacudirlo en su institución imaginaria? ¿Se

    le puede decir que el jogging y Madona son más impor-

    tantes que el Corán? Si los cambios en esas partes del

    mundo deben rebasar la simple adopción de ciertas técni-

    cas, si ellos deben afectar las culturas en lo que tienen de

    más profundo y de más oscuro, para volverlas permea-

    bles a las significaciones democráticas para las que nada,

    en su historia, las prepara, se requiere una transformación

    radical de la parte de la humanidad que no dudo en lla-

    mar la más avanzada: la humanidad occidental, la que ha

    tratado de reflexionar sobre su suerte y cambiarla, de no

    ser el juguete de la historia o el juguete de los dioses, de

    poner una mayor parte de autoactividad en su destino. El

    peso de la responsabilidad que recae sobre la humanidad

    occidental me hace pensar que es ahí donde una trans-

    formación radical debe tener lugar primero.

  • - 24 -

    Yo no digo que ella tendrá lugar. Puede que la situación

    actual perdure, hasta que sus efectos lleguen a ser irre-

    versibles. Me niego sin embargo a hacer de realidad vir-

    tud y a concluir del hecho el derecho. Nosotros debemos

    oponemos a este estado de cosas en nombre de las ideas

    y de los proyectos que han hecho esta civilización y que,

    en este momento mismo, nos permiten discutir.