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Francesco O^risoglio CRISTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA Antología de textos BI B L I O T E C A H E R D E R MW - D í ^ ' f W B W Í P - '^P-'WSWTOffA'

Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

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Page 1: Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

Francesco O^risoglio

CRISTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA

Antología de textos

BI B L I O T E C A H E R D E R MW - D í ^ ' f W B W Í P - ' ^P- 'WSWTOf fA '

Page 2: Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

Como reza el subtítulo, este libro es una antología o florilegio de testi­monios de los primeros cristianos -r- Nuevo Testamento y santos pa­dres— sobre los aspectos centrales de la persona y de la obra de Jesús. La selección ha sido realizada con arreglo a los siguientes criterios: im­portancia objetiva de los textos en el conjunto de la tradición neotesta-mentaria y patrística; originalidad, en el sentido de que el libro no quiere limitarse a ser la suma de los testi­monios patrísticos que una y otra vez aparecen citados en los manuales teo­lógicos, sino que pretende enriquecer ese corpus con nuevos textos; fideli­dad a la hora de traducirlos a la len­gua moderna. Una vez escogidos los textos, el autor los ordena y sitúa en su contexto histórico y teológico, lo que sin duda facilita la mejor com­prensión de los mismos por parte del lector; la ordenación por temas bási­cos nos permite seguir la evolución homogénea experimentada por la re­flexión cristiana primitiva en su com­prensión de Jesús. Finalmente, el autor se sirve de las notas para re­saltar palabras o conceptos de espe­cial relevancia para el lector actual.

Del contacto directo con los padres dimana un sentido auténtico de los orígenes y la impresión de vivir en un mundo capaz de fecundar el nuestro.

F. Trisoglio es profesor de historia de la cultura y de la tradición clásica en la Facultad de letras de la Univer­sidad de Turín.

CRISTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA

Page 3: Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

BIBLIOTECA HERDER SECCIÓN DE TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA

VOLUMEN 161

CRISTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA

Por FRANCESCO TRISOGLIO

BARCELONA

EDITORIAL HERDER 1986

FRANCESCO TRISOGLIO

CRISTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA

LAS PRIMERAS GENERACIONES CRISTIANAS ANTE JESÚS

Antología de textos

BARCELONA

EDITORIAL HERDER 1986

Page 4: Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

Versión castellana de ANTONIO MARTÍNEZ RIU, de la obra de FRANCESCO TRISOGLIO, Cristo nei padri,

Editrice La Scuola, Brescia 1981

© 1981 Editrice La Scuola, Brescia

© 1986 Editorial Herder S.A., Barcelona

ISBN 84-254-1446-6 rústica ISBN 84-254-1498-9 tela

Es PROPIEDAD DEPÓSITO LEOAL: B. 2.304-1986

GRAFESA - Ñapóles, 249 - 08013 Barcelona

PRINTED IN SPAIN

Í N D I C E

Prólogo 13 Vocabulario mínimo de términos teológicos . . . . 31

I. E L ANUNCIO DE CRISTO POR OBRA DE LOS TESTIGOS . 51

La primera alocución pública de san Pedro: Act 2, 22-36 53

Cristo, príncipe de los resucitados y dominador de la muerte: san Pablo, lCor 15, 12-26. . . 54

Cristo vive en cada fiel: Gal 2, 16-21 . . . . 56 Cristo renovador y reconciliador: 2Cor 5, 15-19 . 57 Cristo pontífice eterno y víctima definitiva: Heb

9, 24-28 58 Cristo recompensará regiamente los méritos de sus

fieles: 2Tim 1, 8-12 58 Cristo es el primero de todos: Col 1, 15-20 . . 59 Cristo, fulcro del universo: Ef 1, 5-10 . . . 60 Cristo, Dios crucificado y adorado por el cosmos en­

tero: Flp 2, 5-11 61 ¿Quién nos separará del amor de Cristo?: Rom

8, 31-39 62

II . CRISTO EN LA TRINIDAD 63

El origen del Hijo del Padre en el misterio trinita­rio: Tertuliano, Adversas Praxeam 8 . 66

Autonomía de la persona del Hijo respecto de la del Padre: Novaciano, De Trinitate 27, 1-5 . 67

Existencia personal real del Hijo en la Trinidad: Eu-

5

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Índice

sebio de Cesárea, Contra Marcellum I, 1, 13-17 69 El «manifiesto» del arrianismo: Alejandro de Alejan­

dría, Encíclica a todos los obispos católicos 3. 70 El Hijo en la concepción arriana de criatura subor­

dinada al Padre: Cándido, De generatione divi­na (extracto) 72

Rechazo de la tesis arriana de que Cristo fuera he­cho, y no engendrado, porque la generación im­plicaría una pasión extraña en Dios: Mario Vic­torino, Ad Candidum Arrianum 30 . . . 74

El Verbo visto por una mentalidad arrianizante: Eusebio de Cesárea, De laudibus Constantini (extracto) 15

La naturaleza del Hijo y su misterio: san Hilario de Poitiers, De Trinitate I I , 11 . . . . 77

La exasperación de la ortodoxia: Lucifer de Caglia-ri, Moriendum es se pro Dei Filio 4 . . . 78

Unidad de naturaleza y distinción de personas en la Trinidad: san Atanasio, Oratio III adversus aria-nos 4 80

La carta magna del eunomianismo: Eunomio, Apo­logía (extracto) 81

Tortuosidades sofísticas eunomianas y clara concep­ción ortodoxa: san Basilio, Adversus Eunomium I I , 11-12 84

Coeterna existencia del Padre y del Hijo: san Epi-fanio, Panarion LXIX, 71, 5 86

Padre e Hijo son nombres de relación y no de esen­cia o acción: san Gregorio de Nacianzo, Oratio XXIX, 16 88

El Hijo como creador y conservador del universo de la materia y del espíritu: Sinesio, Himno II , v. 132-226 89

Confutación ad bominem del ingenitus eunomiano: san Agustín, De Trinitate V, 3, 4 . . . . 91

La eterna generación del Hijo: misterio en que se pierde la mente humana: san Agustín (?), De symbolo ad catechumenos I I I , 8 . . . . 92

Generación eterna y eterna permanencia del Verbo: san Agustín, Tractatus in lohannem XLII, 8 . 94

6

índice

El Hijo de Dios era aquello que poseía: san Agus­tín, Tractatus in lobannem XLVIII, 6 . . 95

Negar la consubstancialidad al Hijo es un insulto infamante: san Agustín, Sermo CXXXIX, 4 . 96

I I I . CRISTO EN LA ENCARNACIÓN 99

El significado del nombre de Cristo: Lactancio, Di-vinae institutiones IV, 7, 4-8 101

Los dos nacimientos de Cristo: san Agustín, Sermo CXL, 2 101

El nacimiento virginal de Cristo de María: Gauden-cio de Brescia, Tractatus IX in Exodum 6-11 . 103

La unión hipostática en Cristo: san Agustín, En-chiridion 10, 35 105

Cristo como Dios: Tertuliano, Apologeticum 21, 7-31 106

Autenticidad de la carne humana de Cristo: Ter­tuliano, De carne Christi 16, 3-5 . . . . 112

Cristo asumió una verdadera carne humana, pero no un espíritu racional humano: Apolinar y apo-linaristas (extractos) 114

Precisa réplica antiapolinarista: san Gregorio de Na­cianzo, Epistula CI ad Cledonium 16-38 . . 117

Cristo no fue un puro hombre, sino el Hijo de Dios encarnado: san Ireneo, Adversus haereses I II , 19, 1-2 121

Cristo celestial y terrenal, Dios y hombre: Nova-ciano, De Trinitate 15, 3-4 123

Cristo tiene doble origen: celestial de Dios, terre­nal de la Virgen: Lactancio, Divinae institutio­nes IV, 13, 1-6 124

Cristo, en cuanto Hijo de Dios, es unigénito y, en cuanto Hijo del hombre, primogénito: Isaac, Vides 4 125

Continua copresencia en Cristo de manifestaciones divinas y humanas: san Gregorio de Nacianzo, Oratio XXIX, 19-20 126

En Cristo, la divinidad no quedó envilecida por el contacto con la humanidad: san Basilio (?), Ho­milía in sanctam Christi generationem 2 . . 129

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índice

El Hijo de Dios, aunque residía en su cuerpo, era omnipresente en el universo con su acción y su providencia: san Atanasio, De incarnatione Ver-bi 17 130

Espanto del universo ante la crucifixión de Cristo: Melitón de Sardes, De anima et corpore, frag­mento 13 130

En Cristo no murió la divinidad sino sólo la carne: Novaciano, De Trinitate 25, 3-9 . . . . 131

Los padecimientos de Cristo, sufridos en el cuerpo, son referidos a la divinidad: Eusebio de Emesa, fragmento 133

Cristo continúa todavía sobre la tierra su pasión, en su cuerpo místico: san Agustín, Enarratio in Psalmum LXXXVI, 5 134

IV. CRISTO EN LA REDENCIÓN 137

La redención como la mejor de las suertes para la humanidad pecadora: extracto del Praeconium paschale 139

Oportunidad de la encarnación para una perfecta redención: san Ireneo, Adversus haereses I I I , 18, 7 139

También en Cristo la humanidad fue asumida por don gratuito de Dios: san Agustín, Enchiridion 11, 36 140

Modalidades y fines de la encarnación: san Atana­sio, De incarnatione Verbi 8, 2-4 . . . . 142

Cristo dador de la más alta y plena condición de vida: Clemente de Alejandría, Protréptico I, 7, 1-3 143

Plena credibilidad de Cristo, que después de haber recibido de nosotros la muerte nos da la vida: san Agustín, Enarratio in Psalmum CXLVIII, 8 . 144

Cristo nació del hombre para hacernos nacer de Dios: san Agustín, Tractatus in lohannem II , 15 145

Cristo es una especie de teofanía velada del Padre, a cuya visión nos dirige: Novaciano, De Trini­tate 18, 3-6 146

8

índice

Cristo nos ha traído la luz cancelando nuestra ini­quidad: san Agustín, De Trinitate IV, 2, 4 . 147

Cristo médico: san Agustín, Tractatus in lohannem III , 3 148

Cristo, santidad absoluta: Orígenes, In Leviticum homilía XII, 4 149

Cristo, puntual vencedor del diablo: san Juan Cri-sóstomo, De coemeterio et de cruce 2 . . . 150

Cristo, con su humildad, nos nutre y nos eleva has­ta él mismo, curándonos de nuestra soberbia: san Agustín, Confesiones Vil, 18, 24 . . 151

Cristo, perfecto mediador entre los hombres y Dios: san Agustín, De civitate Dei IX, 15 . . . 152

Cristo, autor de la resurrección de nuestra alma y de nuestro cuerpo: san Agustín, Tractatus in lohannem XXIII, 6 153

Cristo, nueva pascua perfecta: Melitón de Sardes, Sobre la pascua 4-10 154

Cristo, juez justo: san Hipólito de Roma, Adversus graecos 3 155

Llamada a los pueblos de Cristo salvador: Melitón de Sardes, Sobre la pascua 103 . . . . 156

V. CRISTO EN LA VIDA DEL CRISTIANO . . . . 159

Pureza de vida exigida en quien reconoce a Cristo como cabeza suya: Orígenes, Homilia II, 1 in Psalmum XXXVI 161

El misterio de Cristo está abierto a la fe y perma­nece cerrado a la incredulidad: san Juan Crisós-tomo, In Epistulam primam ad Corinthios ho­milia VII, 1-2 162

Testimonio cotidiano de Cristo en la victoria sobre las pasiones: san Ambrosio, Expositio Psalmi CXVIII, 20, 47-48 164

Cristo no está por las calles: san Ambrosio, De vir-ginitate 46 166

¡Arrebatar a Cristo!: san Ambrosio, Expositio Evan-gelii secundum Lucam V', 114-117 . . . . 166

Revivamos en nuestra alma los misterios de Cristo: san Jerónimo, Tractatus de Psalmo XCV, 10 . 168

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Índice

El Hijo de Dios, aunque residía en su cuerpo, era omnipresente en el universo con su acción y su providencia: san Atanasio, De incarnatione Ver­tí 11 130

Espanto del universo ante la crucifixión de Cristo: Melitón de Sardes, De anima et corpore, frag­mento 13 130

En Cristo no murió la divinidad sino sólo la carne: Novaciano, De Trinitate 25, 3-9 . . . . 131

Los padecimientos de Cristo, sufridos en el cuerpo, son referidos a la divinidad: Eusebio de Emesa, fragmento 133

Cristo continúa todavía sobre la tierra su pasión, en su cuerpo místico: san Agustín, Enarratio in Psalmum LXXXVI, 5 134

IV. CRISTO EN LA REDENCIÓN 137

La redención como la mejor de las suertes para la humanidad pecadora: extracto del Praeconium paschale 139

Oportunidad de la encarnación para una perfecta redención: san Ireneo, Adversus haereses III, 18, 7 139

También en Cristo la humanidad fue asumida por don gratuito de Dios: san Agustín, Enchiridion 11, 36 140

Modalidades y fines de la encarnación: san Atana­sio, De incarnatione Verbi 8, 2-4 . . . . 142

Cristo dador de la más alta y plena condición de vida: Clemente de Alejandría, Protréptico I, 7, 1-3 143

Plena credibilidad de Cristo, que después de haber recibido de nosotros la muerte nos da la vida: san Agustín, Enarratio in Psalmum CXLVIII, 8 . 144

Cristo nació del hombre para hacernos nacer de Dios: san Agustín, Tractatus in lohannem II , 15 145

Cristo es una especie de teofanía velada del Padre, a cuya visión nos dirige: Novaciano, De Trini­tate 18, 3-6 146

índice

Cristo nos ha traído la luz cancelando nuestra ini­quidad: san Agustín, De Trinitate IV, 2, 4 . 147

Cristo médico: san Agustín, Tractatus in lohannem III , 3 148

Cristo, santidad absoluta: Orígenes, In Leviticum homilía XII, 4 149

Cristo, puntual vencedor del diablo: san Juan Cri-sóstomo, De coemeterio et de cruce 2 . . . 150

Cristo, con su humildad, nos nutre y nos eleva has­ta él mismo, curándonos de nuestra soberbia: san Agustín, Confesiones VII, 18, 24 . . 151

Cristo, perfecto mediador entre los hombres y Dios: san Agustín, De civitate Dei IX, 15 . . . 152

Cristo, autor de la resurrección de nuestra alma y de nuestro cuerpo: san Agustín, Tractatus in lohannem XXIII, 6 153

Cristo, nueva pascua perfecta: Melitón de Sardes, Sobre la pascua 4-10 154

Cristo, juez justo: san Hipólito de Roma, Adversus graecos 3 155

Llamada a los pueblos de Cristo salvador: Melitón de Sardes, Sobre la pascua 103 . . . . 156

CRISTO EN LA VIDA DEL CRISTIANO . . . . 159

Pureza de vida exigida en quien reconoce a Cristo como cabeza suya: Orígenes, Homilía II, 1 in Psalmum XXXVI 161

El misterio de Cristo está abierto a la fe y perma­nece cerrado a la incredulidad: san Juan Crisós-tomo, In Epistulam primam ad Corinthios ho­milía Vil, 1-2 162

Testimonio cotidiano de Cristo en la victoria sobre las pasiones: san Ambrosio, Expositio Psalmi CXVlll, 20, 47-48 164

Cristo no está por las calles: san Ambrosio, De vir-ginitate 46 166

¡Arrebatar a Cristo!: san Ambrosio, Expositio Evan-gelii secundum Lucam V', 114-117 . . . . 166

Revivamos en nuestra alma los misterios de Cristo: san Jerónimo, Tractatus de Psalmo XCV, 10 . 168

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índice

En nuestro espíritu, como sobre el lago de Genesa-ret, se desencadenan las tempestades cuando Cristo duerme: san Agustín, Enarratio in Psal-mum XXV, 4 169

Cristo no abandona nunca a los fieles que son per­seguidos: san Cipriano, Epistula LVIII, 4 . . 171

Utilidad de los sufrimientos atestiguada por el ejem­plo de Cristo: san Juan Crisóstomo, Enarratio in Epistulam ad Hebraeos, homilía XXVIII, 3 172

Cristo en nosotros, dador de fuerza y de vida: san Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten 4, 9-12 173

Cristo, maestro interior: san Agustín, De magistro, 11, 38 174

Cristo es paz: san Jerónimo, Tractatus de P salmo CXIX, 2 175

Quien tiene a Cristo lo tiene todo: san Juan Cri­sóstomo, In Epistulam ad Romanos homilía XVII, 1 176

Rindamos culto a Cristo en los pobres: san Grego­rio de Nacianzo, Oratio XIV, 40 . . . . 177

Acoged en vuestra casa a Cristo en la persona de los indigentes: san Juan Crisóstomo, In Acta Apos-tolorum homilía XLV, 4 178

Es gran ganancia dar a Cristo socorriendo a los ne­cesitados: san Agustín, Sermo XXXIX, 6 . . 180

Al pensar en la herencia, cuenta a Cristo como hijo tuyo y déjale su parte: san Agustín, Sermo LXXXVI, 13 182

El pan que pedimos en el Pater noster es la euca­ristía, fuente de salvación: san Cipriano, De Do­minica oratione 18 183

Pureza y fervor necesarios para recibir la eucaristía: obligación de rechazar a los indignos: san Juan Crisóstomo, In Matthaeum homilía LXXXII, 5-6 185

La eucaristía actúa sólo dentro de la Iglesia: san Agustín, De chítate Dei XXI, 25 . . . 189

VI. CRISTO EN LA EXÉGESIS 191

Cristo es el auténtico buen samaritano: Clemente de Alejandría, Quis dives salvetur? 29 . . . 193

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índice

Ser partícipes de Cristo: san Hilario de Poitiers, Tractatus in Psalmum CXVIII, 16 . . . 194

Corramos de modo que alcancemos el premio, que es el mismo Señor, resumen y síntesis de todo: san Gregorio de Nisa, De beatitudinihus oratio VIII 195

¡Bebe a Cristo!: san Ambrosio, Explanatio Psalmi I, 33 196

El lavatorio de los píes: san Juan Crisóstomo, De Christi precibus homilía II, 2 . . . 197

Cristo en el pozo de Sicar: san Agustín, Tractatus in Iohannem XV, 6 198

El Hijo es el brazo del Padre: san Agustín, Trac­tatus in Iohannem LIII, 2-3 199

Todo el Antiguo Testamento constituye una prefi­guración de Cristo: Teodoro de Mopsuestia, Commentarius in Ioelem 2 201

Adán y Cristo: san Zenón de Verona, Tractatus I, 3, 10, 19-20 203

El árbol de la vida: san Hipólito de Roma, In Prov. I I , 30 204

Noé y el arca: san Agustín, Tractatus in Iohannem IX, 11 205

El cordero pascual de los hebreos en Egipto: Lac-tancio, Divinae institutiones IV, 26, 37-41 . 205

La serpiente de bronce: san Agustín, Tractatus in Iohannem XII, 11 206

VII. CRISTO EN LA PLEGARIA 209

Invocación litánica: Clemente de Alejandría, Pe­dagogo III , 30 211

A Cristo, eterno en la Trinidad, rector del mundo y principio de vida para el hombre: san Grego­rio de Nacianzo, Carmina II , 1, 38, v. 5-29 . 213

Himno vespertino: san Gregorio de Nacianzo, Car­mina I, 1, 32 214

Cristo como soberana justificación de vida: san Gre­gorio de Nacianzo, Carmina II , 1, 74 . . . 215

Para la cristianización del imperio romano: Pruden­cio, Peristephanon II , v. 413-436 . . . . 216

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índice

Para la superación de las tribulaciones: san Jeróni­mo, In Sophoniam 3, 19-20 217

Cristo, omnipotente actuador de milagros, conceda la victoria sobre el mal: Pseudo-Cipriano, Ora-tio II, 4-6 217

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo!: Mario Victorino, Hymnus II 219

¡Libérame, Cristo, de tu adversario!: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II , 1, 21 . . . . 221

Que yo no tenga que olvidarme de ti, ni tú tengas que olvidarte de mí: san Gregorio de Nacianzo, Carmina I I , 1, 62 222

Me agarro a ti; tenme en tu poder: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II , 1, 70 . . . . 222

Plegaria de la mañana: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II , 1, 24 223

Plegaria de la noche: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II , 1, 25 223

Súplica para obtener una vida pacífica y pura: Si-nesio, Hymnus I II , v. 31-68 223

Súplica para la serenidad de la vida terrena: Sine-sio, Hymnus IV, v. 24-37 224

Cristo repita todavía en favor del alma los antiguos milagros con los que liberó al pueblo elegido: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II , 1, 22 . 225

A Cristo, disipador de los huracanes y aliviador de las penas: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II , 1, 69 226

A Cristo, maestro y modelo de humildad y manse­dumbre: Agustín, De sancta virginitate 35-36 . 227

Gran coral a Dios: san Agustín, Soliloquia I, 1, 2-6 229

Notas 237 Capítulo I 237 Capítulo II 255 Capítulo III 266 Capítulo IV 287 Capítulo V 298 Capítulo VI 315 Capítulo VII 324

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PROLOGO

La cultura oficial contemporánea, hacedora de la moda y la opinión, y abundantemente dotada de medios técnicos de difusión muy perfeccionados, intenta arrinconar a Cris­to, oscurecerlo, reducirlo al silencio. Y es sabido que el método más eficaz de impedir a alguien que hable es no hablar nunca de él. Ignorarlo, en consecuencia. Poner otros mensajes que sustituyan el suyo. Pero como el personaje posee dimensiones tan inmensas que no es posible que pase inadvertido a las multitudes, se recurre a la receta alter­nativa de desfigurar sus rasgos, novelar su personalidad, no importa por medio de qué ingredientes. De la languidez romántica al sociologismo populista, del intimismo espiri­tualista al clasismo revolucionario, todo está permitido. Todo menos que aparezca aquel que nos presentan los evangelios.

Eso divino que ha hecho irrupción en la historia es re­chazado por buena parte de la historiografía académica. Es­torba. Ha roto esquemas mentales que permanecían magní­ficamente bien establecidos. Con su inserción en las vicisi­tudes humanas aceptó sus leyes, con suma lealtad, pero al mismo tiempo las trascendió en cuanto enseñó que tiempo y eternidad se compenetran sin desnaturalizarse ni destruir­se una al otro, fecundándose más bien recíprocamente; des­cubrió a los hombres la perspectiva de vivir entrambas rea-

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Prólogo

lidades en una tensión que se encara hacia horizontes sin límite y fascinantes, pero son pocos los que se ven capaces de seguirle por estos senderos. Erigiendo como divisa pro­pia el antiguo axioma de que «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son», han fijado el máximo alcance de la experiencia y de la razón según el radio del círculo que delimita el ser: dentro está la realidad y, por consi­guiente, la seriedad crítica; fuera, sunt leones y el reino de la evasión, del ensueño, del sentimentalismo acrítico. Pa­rece que falta el aliento, pero también en el lado de acá se advierten sutiles síntomas de disnea. Cristo aparece como un individuo inquietante: gustaría ignorarlo, pero no resul­ta fácil; es más cómodo rechazarlo..., aunque esto deja en el alma un misterioso aguijón. Parte de él una llamada que, en el fondo, resulta ineludible: es el auténtico juicio de la historia. Hay que responderle con un sí o con un no: «Éste está puesto para caída y resurgimiento de muchos en Israel, y para señal que será objeto de contradicción» (Le 2, 34). Lo fue entonces, y lo es ahora. A cuantos protesta­ron «¡intolerables son estas palabras!» y se fueron (Jn 6, 60 y 66), otros respondieron de inmediato (6, 68-69): «Se­ñor, <¡a quién vamos a ir? ¡Tú tienes palabras de vida eter­na! Y nosotros hemos creído y sabemos bien que tú eres el santo de Dios.»

Jesús es causa de rechazo, pero también de atracción: por sí solo. No tiene necesidad de campañas de propagan­da. Basta que muestre su rostro y la gente acude. Pese al engreído desdén de tantos intelectuales y su camarilla, tres millones trescientas mil personas han pasado por Turín con ocasión de la ostensión del santo sudario. Estas personas no han creído que muchas horas de viaje, con frecuencia incómodo, más la inevitable añadidura de la cola inmensa en los alrededores de la catedral fueran un precio demasia-

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Prólogo

do alto para contemplar, por sólo treinta segundos, una ima­gen desteñida, pintada según una técnica inexplicable. Ha aparecido un instante y las muchedumbres han llegado. La fatiga no ha importado, como tampoco importó tiempo atrás cuando habló un día entero mientras los apóstoles se pre­ocupaban por la posibilidad de un agotamiento físico de la gente. Entre agosto y octubre de 1978 llegaron multitudes de forma ininterrumpida a Turín y, entre agosto y octubre del mismo año se congregaron seis veces en Roma junto al papa: dos funerales, dos elecciones, dos inauguraciones. No era ni el espectáculo ni la novedad lo que las movía. Los sociólogos, expertos en psicología de las masas, preveían que la repetición causaría desinterés, pero los hechos no les die­ron la razón. El gentío, trepidante o exultante, no cambió para nada. Aunque los papas son efímeros como lo somos nosotros, son mucho más significativos que nosotros y lo son para nosotros: son «vicarios»; a sus espaldas está el que seduce a las turbas.

La civilización moderna ha intentado marginarlo. Lo ha atacado la derecha (radicalismo capitalista) y la izquierda (marxismo) y el único resultado ha sido que la sociedad se ha dividido; han predicado un hombre nuevo, con una no­vedad distinta de la que predicaba el cristianismo (Rom 6, 4) y han aparecido de nuevo los viejos egoísmos corpo-rativistas, las antiguas deshonestidades del absentismo y de las evasiones fiscales, las viejas violencias de los desvarios asesinos de todas las siglas revolucionarias, las antiguas gue­rras por ambición de poder. Se nos ha prometido la segu­ridad v nos han dado el miedo, hemos barruntado un bien­estar de Edén y hemos ido a parar a una crisis intermina­ble, se ha intentado laicizar la caridad y la ha sustituido una disfunción asistencial de dimensiones pavorosas. Se ha dado la bienvenida a la ciencia para echar fuera a la teolo­gía, y los resultados han sido el equilibrio político del te-

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Prólogo

rror, la amenaza de una manipulación desquiciada de la ge­nética y el peligro de una degradación ecológica irreversi­ble. No cabía una convalidación más perentoria de aquella advertencia: «Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Cierto frente cultural no se ha dado aún por ven­cido, y prosigue proponiendo como remedio de estos males justamente las mismas fórmulas que los han producido, pero la realidad no permanece oprimida por las ideologías y con­tinúa hablando con aquel lenguaje de los hechos que desde hace tanto tiempo nos está exponiendo de forma documen­tada ante los ojos.

La historia en ciertos sectores lo rechaza, pero en otros siente toda su indispensable urgencia. Son muchos los que piensan que pueden pasar sin él, pero son mucho más nu­merosos quienes lo desean con un ansia intensa, aunque a menudo más instintiva que lúcidamente consciente. El mun­do actual está traspasado de una sutil vena de nostalgia de Jesús; es posible ocultarla, pero no tarda en aparecer de nuevo con obstinación.

La nostalgia, naturalmente, es del Jesús auténtico. Pero aquí surgen ya los males. Se adelantan de hecho exegetas y teólogos intermediarios, con la conciencia de sentirse lla­mados a alimentar las turbas; pero no se limitan a alargar directamente a los hambrientos el pan multiplicado por Je­sús (Mt 14, 19; Me 6, 41; Le 9, 16. Mt 15, 36; Me 8, 6), ni a presentar en persona al Mesías como hizo Felipe con aquellos extranjeros que le habían manifestado el deseo de verlo (cf. Jn 12, 20-22). Quieren dar facilidades al encuen­tro y por esto amasan ellos por su cuenta el pan y retocan fotogénicamente la fisionomía de Jesús. Son personajes que están a medio camino de lo magnánimo y lo patético, como el que J. Maritain retrata agudamente, con una pizca de disgusto irónico, en El campesino del Garona: «El alma, dividida entre la duda y una obstinación nostálgica — y

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una temerosa piedad por el mundo moderno en el que sólo una total refundición de la religión parece ser el último bastión posible contra el ateísmo—, cree necesario poner­se en busca de remedios heroicos para lograr que sobre­viva la fe en Jesucristo en un régimen mental esencialmente incompatible con esta última. ¿Por qué debe sorprendernos que tantos modernistas crean que es misión suya salvar para el mundo moderno un cristianismo agonizante, su cris­tianismo agonizante? A este fin se dedican como buenos soldados de Cristo por medio de un fatigoso trabajo de va­ciamiento hermenéutico. Y su propio fideísmo, por más contrario que sea a la fe cristiana, es, pese a todo esto, un testimonio sincero y desgarrado que se otorga a esta mis­ma fe.»

Existe el celo, pero, por desgracia, se desvía por la ca­rencia de un planteamiento lógico lúcido. Partiendo de la comprobación de que el mundo moderno es ajeno a Cristo, de quien por lo demás tiene necesidad, se ilusionan con lograr que lo acepte a través de una confección especial depurada de todo elemento sobrenatural, que definen como supraestructura mítica nacida de contingencias históricas particulares. Lo ilógico está en el esfuerzo de presentar a Cristo después de haberlo despojado de todo aquello que lo caracteriza. Es como tirar la carga para aligerar el trans­porte. La falta de luz está en el error del diagnóstico, por el que muchos teólogos confunden, en el hombre del si­glo xx, enfermedad con naturaleza, siguiéndose de ahí que, en vez de curar la enfermedad, la estabilizan. Es como pro­hibir comer por causa de la inapetencia u obligar a una vi­gilia perenne a quien sufre de insomnio. A quien le aflige el racionalismo, le prescriben el racionalismo y a quien no le gusta lo trascendente le suprimen lo que es trascendente. í>on médicos que no curan, sino que ellos mismos enfer­man; maestros que proponen a los alumnos la solución de

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los problemas que éstos desean, como si la misma depen­diera de las simpatías del alumnado y no de la dinámica interna de las cuestiones; no dan al mundo, toman. Abso-lutizan posiciones mentales admitidas quizá en determina­dos estratos y en algunos círculos, pero que andan muy le­jos de ser universales. Se dejan obcecar por doctrinas que en alguna ocasión logran hacerse con un prestigio tan petu­lante que se endurecen en momentáneas dictaduras cultu­rales, creando un conformismo que sólo puede quedar jus­tificado por el valor de la communis opinio, pero no cier­tamente por la validez de los postulados mantenidos.

En esta atmósfera adquieren una seguridad que los in­hibe de someter a examen crítico la exactitud de sus pro­pias valoraciones; elevan, en consecuencia, a sistema un ra­cionalismo cada vez más exasperado, del que ni intuyen la crisis congénita. Para establecer un coloquio con el hombre moderno aceptan como base — no sólo de partida sino tam­bién de llegada— la indigencia, y no saben decirle nada más; dando por supuesto y demostrado que la mentalidad contemporánea es absolutamente refractaria a lo sobrenatu­ral, se lo amputan, privándola del oxígeno y condenándola a la asfixia. Contra los dogmas se alzan con un dogmatismo duro e intransigente y, contra los mitos ajenos, elevan los suyos propios. No experimentan inseguridad al tomar pos­turas extrañas a la tradición apostólica, pues ni siquiera sospechan que el testimonio de quien vio puede ser de ma­yor peso que la afirmación de quien no vio, y que la serie­dad de quien comprometió su vida en el mismo mensaje puede ser de un orden totalmente distinto de la de quie­nes hacen del mensaje un mero objeto de disposiciones aca­démicas. Hay algo que mueve a la compasión en la petu­lancia de epígonos que, con un retraso de diecinueve si­glos, se afanan por explicar todo cuanto los apóstoles tu­vieron que probar, en claro contraste con todo lo que éstos,

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con la más simple claridad, declaran haber probado. No se han hecho heraldos del evangelio, más bien lo han conver­tido en campo de cultivo para elaboraciones personales.

Algunos filones teológicos se pierden por causa de una incomprensión total de la terrible fuerza que hubo de te­ner el concepto de tradición en individuos que sólo en ella apoyaban la posibilidad de salvación. Quedaban muy lejos de la sustancial gratuidad de las tesis de cualquier escuela filosófica que solía proponerse, como meta mayormente am­bicionada, la tentativa de una sistematización racional del cosmos, dada la conciencia más aguda de la fragilidad en que se apoyaban los propios axiomas, esclarecida aún más por la difícil compatibilidad de los principios patrocinados por escuelas adversas. Se trataba de abstracciones que no incidían apenas en la vida y el progreso se situaba, casi na­turalmente, en una superación que, las más de las veces, era también una renuncia.

En cambio, para las primeras generaciones cristianas, cristianismo era redención y redención era certeza de la di­vinidad de Cristo garantizada por la tradición. Para ellas la única cuestión verdadera era la de Cristo-Dios; hacia aquí orientaban la vida eterna y por ella ponían también en jue­go la terrena sobre el banco de prueba de las persecuciones y el martirio; éste habría sido el único punto en que ha­brían sido víctimas de enormes ilusiones. Se habrían aga­rrado en realidad a un fantasma al que habrían dado con­sistencia construyendo en su entorno una armadura de sue­ños. Después de reconocer sin motivo alguno a Jesús como un profeta escatológico, le habrían regalado milagros para tener un motivo de reconocerlo como profeta de la plenitud de los tiempos. Y todo este proceso enormemente dinámico de construcción mítica habría sido inconsciente. Habría que suponer que su sentido realista, penetrado de escepticismo pertinaz, habría saltado por los aires ante una crucifixión y

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la experiencia trastornadora de la resurrección habría acon­tecido sin el incentivo de ningún factor histórico. Como puede verse, al querer eliminar obstáculos al criticismo mo­derno, se levantan otros muchos más pesados e inextri­cables.

Depurar a Cristo de los milagros es lo mismo que qui­társelos a Dios. Estamos entonces más allá de la negación de la encarnación, estamos ante la negación radical de la divinidad. Sería en realidad incongruente que Dios existiera en sí pero no en la historia, como si fuera un exiliado de nuestro planeta, obligado a morar únicamente sobre los de­más. Lo sería igualmente admitir que Dios puede llamar y encaminar a la humanidad, pero que no puede actuar en ella. Es el contrasentido de todos los comprometidos en la tarea de intentar la conciliación de elementos incompatibles, distorsionándolos y falsificándolos todos.

¿Quién es el que Schillebeeckx llama «un viviente»? Es un individuo que se reduce a un espejismo después de haber perdido la divinidad. Resulta patético el empeño con que el autor pretende salvar los valores ante el hombre, después de haberle sustraído la fuente misma del valor; no titubea en tiranizar la lógica con todas las audacias po­sibles de una dialéctica sin prejuicios, pero todo le cae en­cima por haber vaciado arbitrariamente el fundamento: las leyes del pensamiento son previas al hombre y no someti­das a él; no son manipulables con miras a un fin. No se puede defender, como hace Schillebeeckx, la unión hipos-tática y afirmar al mismo tiempo en Jesús una personalidad humana que reduzca la relación con Dios a la intimidad de un abandono total. La única unión hipostática inteligible es la que presenta el concilio de Calcedonia (451) como unión de dos naturalezas (humana y divina) en una sola persona teándrica, fuente unitaria de operaciones humanas y divinas.

Ahora plantean algunos teólogos como cosa indudable

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que los hombres de hoy no aceptan las categorías mentales de Nicea y Calcedonia. Pero en este punto nos movemos en el equívoco. De hecho, para muchos el rechazo de Calce­donia es sólo consecuencia del rechazo previo de lo sobre­natural; para muchos otros, bastante más numerosos, no existe rechazo porque no existe conocimiento: simplemente no saben. La experiencia, tanto de los colegios como de la universidad, demuestra que, prescindiendo de casos de apriorismo inmanentista o de repulsa programática de toda apertura religiosa, la doctrina de Calcedonia es acogida por los jóvenes con palpitante disponibilidad. No raras veces puede hallarse una deficiencia claramente descuidada en la formulación más que en las enseñanzas de Calcedonia, pero esto no redunda en un cargo específico contra aquel con­cilio sino que es más bien un fenómeno de reacción común contra todos los concentrados en compendios lúcidamente compactos. No puede olvidarse que los cánones de un con­cilio, en su indispensable concisión, representan la sínte­sis, inevitablemente árida, de una realidad vital y concep­tual de suma complejidad, a la cual es preciso llegar a tra­vés de la amplísima elaboración precedente que preparó y maduró aquellos enunciados. Es por tanto absolutamente necesario conocer este trasfondo para entender la intencio­nalidad de Calcedonia; no se trata tanto del 451 cuanto de todo el período que lo precede: aquí está el humus viviente. Muchas críticas no se centran en este fermento doctrinal, sino que más bien están visiblemente dirigidas contra la redacción notarial registrada en el Denzinger-Bann-wart. Cierta aridez que se ha imputado al concilio de Cal­cedonia, le ha sido atribuida, no estaba: fue el resultado de la miopía con que se contempló la auténtica variedad de especulaciones subyacentes; para redescubrir su vitali­dad, así como su importancia exacta, es necesario recurrir otra vez su proceso genético.

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Además, la percepción de una problemática diferencia­da ayuda a distinguir lo absoluto de lo relativo y a abrir horizontes que tienden a cerrarse bajo la presión de la con­temporaneidad inmediata y a adquirir una sensación más aireada de las proporciones y de la evolución histórica, con una consiguiente mejora del equilibrio total. De aquí nace el estímulo para completar la elaboración antigua con nue­vas aportaciones, que cabe imaginar válidas en cuanto ra­dican en un terreno bien conocido y las propone una escue­la que goza de tan ejemplar rigor como es la del conoci­miento histórico. Se evitaría así el deplorable espectáculo de cristologías que pululan por doquier, echan ramas rápi­damente y, después de hacerse oír con más o menos inten­sidad en los círculos especializados, desaparecen a veces en el breve lapso de un lustro. Son manifestaciones de velei­dades impacientes que se agotan con el ritmo de una moda porque carecen de análisis hechos con austeridad metódica: en lugar de perspectivas laboriosamente trabajadas, hay im­presiones parciales; en vez de anchos panoramas históri­cos, estrechos ángulos sectoriales; y la fatiga de investigar toda una serie de cuestiones ya dadas y sopesadas, que es substituida por la popularidad de respuestas extemporáneas que brillan un momento y desaparecen. Sólo echa ramas duraderas lo que ha enraizado profundamente; la única in­novación seria es la que crece sobre la tradición fuertemen­te conocida y la que la auténtica creatividad hace brotar de los estratos profundos de la documentación erudita. El no-cionismo se supera con la criba y con la coordinación, no con la ignorancia, y de toda noticia un entendimiento agudo puede extraer un destello de luz capaz de iluminar una si­tuación o un problema.

Es de hecho bastante sintomático que en general las cristologías pensadas para salir al paso del hombre mo­derno no hayan encontrado excesiva aceptación, pese a ser

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tan comprensibles. Sin duda alguna han ganado un público muchísimo más restringido que el evangelio auténtico, al cual se allegan muchedumbres indistintas, comunidades fa­miliares cualificadas, así como grupos de jóvenes con ham­bre de autenticidad y desdeñosos ante lo que son simples substitutos artificiales. El Cristo vencedor del mundo y do­minador de los siglos es el que aparece en el Nuevo Tes­tamento; los que lo han desmitificado han hecho de él una inconsistente larva caricaturesca. La desmitificación, des­pués de haber vaciado a Jesús de la divinidad, lo ha des­pojado también de la humanidad, reduciéndolo a una voz incorpórea que nos interpela como un eco exhausto. Pero en torno a resonancias de proveniencia incontrolada nunca se agruparon, ni mucho menos parece que tiendan hoy a agruparse, comunidades enteras.

Todos, especialmente los jóvenes, exigen en nuestros días una totalidad integral: una persona real y perfecta, do­minadora de la eternidad y de la historia, dueña de la natu­raleza y de cuanto la supera, capaz de satisfacer el senti­miento en sus vibraciones más indefinibles y el pensamiento en su ansia más ilimitada de sistema, que sepa explicar con total claridad los misterios de la vida y de la muerte, que posea aquella fascinación que ayuda a superar las lisonjas — a fin de cuentas siempre demoledoras — de las pasio­nes, que confiera sentido a todas nuestras jornadas y ofrez­ca a todos la plena realización en cualquier circunstancia... Personalidades de esta índole no hay más que una, pero hay que aceptarla tal como es: toda tentativa de adaptarla desfigura y descubre en los innovadores aventureros una singular insensibilidad psicológica, además de una burda inexperiencia del camino de la humanidad.

Frente a la reconsideración de las pretensiones de la ciencia (por lo menos por parte de los científicos, porque, como siempre, algunos teólogos han quedado rezagados dán-

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dolé todavía énfasis), ante la ruina de la sociedad en la que dominan la desorientación y el miedo, ante la mezquin­dad de las organizaciones políticas mundiales sensibles úni­camente a fines egoístas inmediatos, sólo él queda como absoluto, pero hay que tomarlo como se nos mostró y como nos los mostraron sus testigos. Los padres de la Iglesia de los primeros siglos han sido los custodios fieles y los ava-ladores inteligentes de esta presentación, tal como nos ha sido transmitida por los textos escritos y las tradiciones orales. Quien ha hablado de helenización del cristianismo, pese a toda su erudición, no ha observado nunca la diver­sidad entre la teología griega y la cristiana, entre el género literario De natura deorum y la especulación cristológica; ha ido en busca de datos particulares y ha perdido de vista el conjunto. Sobre todo, no se ha dado cuenta del fervor ardiente que animaba la audaz seguridad cristiana. Los pa­ganos lanzaban hipótesis, los cristianos sabían, incluso cuan­do no entendían.

Pero era una acusación que germinaba en una precisa sazón antidogmática, y por ende en un clima de mutilación del cristianismo. Reducir este último a una simple expe­riencia sentimental de la vida es justamente privarlo de la vitalidad que le es propia, por cuanto la vida para el hom­bre implica, inexorablemente, también el pensamiento. Cuando Jesús se proclamó solemnemente «vida», se de­claró inmediatamente y ante todo «verdad» (Jn 14, 6). La ventas filia temporis no tiene nada que ver con el cristia­nismo y hay que preguntarse qué vienen a decirnos quie­nes intentan adecuar la verdad al hombre, en vez de con­ducir al hombre a la verdad. Es éste un método que los competentes no adoptarían en ninguna ciencia, erigiendo en norma suprema la disponibilidad humana. Toda historiza-ción de la verdad no es más que su negación.

Estos reductores de la divinidad de Jesús, a la que re-

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nuncian con tanta desenvoltura, inducen a pensar que no' han leído nunca la fervorosa especulación patrística que se extiende a lo largo de siglos y por una inmensa serie de páginas. Incluso en nombre del hombre del siglo xx no se entiende cómo han podido cancelar a los hombres de tantos siglos anteriores; los han reducido a un concepto, no han sentido respirar su alma; los han hallado en un manual de Dogmengeschichte, no se han zambullido con ellos en la

vida. Del contacto directo con los padres dimana un sentido

auténtico de los orígenes, la impresión de volver a posarse en un mundo en parte diferente del nuestro, pero no extraño al nuestro y, sobre todo, capaz de fecundarlo y orientarlo. Los padres respiran una sugestión de concreción y solidez, incluso en la valiente decisión de la búsqueda, que puede transformarse en el antídoto confortador de nuestro sub­jetivismo y lección de honestidad frente a los textos de la Escritura, que son aceptados por aquello que quieren decir y no utilizados para corroborar lo que desean sus exegetas tardíos. Son intérpretes y defensores de la tradición, y no arbitros. Aunque inmersos en las tempestades de las con­troversias con los herejes, huelen a algo sano, fresco, ge­nuino. La exhortación a la dignidad y a la honestidad nos la ofrecen los padres también en la tersa simplicidad de su dicción, en contraste frontal con las formulaciones oscuras, retorcidas y abstrusas de tanta cristología moderna, que se ha reducido a una jerga alusiva para especialistas. También esto es signo de seguridad o de falta de ella: no existe en realidad un pensamiento claro que no pueda ser claramente expresado y los tecnicismos son siempre reducibles al mí­nimo y a un significado invariable. La falta de claridad no es inherente al pensamiento sino al pensador.

kl rápido «crepúsculos de los dioses», que oscurece y arrastra astros que han brillado un instante (con una luz

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excesivamente deslumbrante para resplandecer de verdad) y la anemia de la persona y de la sociedad contemporánea por efecto de una nutrición viciada, servida por aquella que se proclama a sí misma «cultura», invitan a un retorno. Los periódicos hablan de «reflujo». El término se propone con cierto desapego, que se coloca en medio de la observa­ción y la valoración del hecho. El tono con que se pro­nuncia posee la fugaz lucidez de quien quiere dar a enten­der que ve pero no quiere hacer entender lo que ve. Se mezclan así sombras de complacencia y de queja, ecos de lamentaciones que no se sabe bien si se refieren al fenóme­no o a sus causas. Probablemente es la espera de muchos que buscan adivinar hacia dónde se dirige la nueva co­rriente para arriar, prestos, sobre ella la propia barca. Nos­otros hablamos más tranquilamente de un retorno, que po­dría ser el retorno a la mesa del padre después de haber gustado las bellotas.

Sobre Jesús se escribe mucho, incluso distorsiones, ex-trañezas y profanaciones blasfemas. Es un personaje que proyecta su sombra sobre los individuos y la sociedad; por desgracia, para muchos resulta una sombra, fastidiosa para unos, irritante incluso para otros. Pero aunque es una fi­gura que se impone, no es una figura invasora. Llama: si no se le abre, se aleja en su camino. Invita, pero no insiste. Quiere dejar intacta la libertad. No le gusta arrancar el «sí».

Aquí nos lo presentan quienes lo acogieron porque lo entendieron. En sus páginas no es una sombra, sino una persona viva que irradia la vida.

En el centro siempre está él, pero es visto por perso­nalidades diversas, desde ángulos distintos, en tiempos y lugares distantes, con preocupaciones diferentes. Hay una unidad que se refracta en innumerables caras. Esta visión multiforme muestra, por un lado, la interminable riqueza del misterio de Cristo, pudiendo así satisfacer las legítimas

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propensiones de cualquier temperamento, y, por otro, re­mite siempre algunos valores de fondo. Cristo se nos mues­tra en realidad como verdadero Dios con sus aperturas in­finitas y como verdadero hombre con toda su vitalidad. El cristianismo de los padres es eminentemente adulto: no juegan con la emotividad, sino con la racionalidad; no ha­cen soñar, sino que buscan hacer pensar; no se fundan en la debilidad del hombre, sino en su fuerza. No halagan, sino que incitan al compromiso. De sus páginas emana un aura de vigor y lealtad. Se siente que no quieren hacer prosélitos, sino que pretenden comunicar certezas. Su voz, pasando por todos los estilos, tiene un marcado acento de interioridad: mientras predican, meditan; sus palabras son, además, siempre veraces. No tienen el apremio — peligro­sísimo — de la novedad, tienen el de la fidelidad, que se identifica luego con la verdad. Están radicalmente conven­cidos de que no son sus lucubraciones lo que cuenta, sino sólo el mensaje de Cristo, y se aplican con empeño a en­tenderlo, a traducirlo en palabras accesibles, a defenderlo. Frente a éste no están dispuestos a aproximaciones y reba­jas: por cada matiz — no por cada formulación — están decididos a empeñar batalla. No se trata de afanarse en la pendencia o la intransigencia; es responsabilidad ante la verdad que se traduce inmediatamente en salvación.

Para ellos Cristo es todo, pero también el hombre es todo. Su problema es fundir estos dos centros, superando las tensiones divergentes que conducen a la ruina. La en­carnación es siempre un observatorio para las investiga­ciones trinitarias, así como lo es de las histórico-psicológi-cas. Cristo hombre y Dios es el nudo del universo. De ahí nace una solidísima coherencia de planteamiento, de la que tantas veces sentimos hoy aguda nostalgia. De un Jesús profeta escatológico, alma mística incomprendida, apóstol desarmado de una privación social, diseminador de buenos

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ejemplos, no saben qué hacer. Cristo únicamente hombre-no sirve a la humanidad: si no es Dios, se torna comparsa accidental, menos interesante que otras. Ésta es la clara limpidez de visión que en nuestros días ha ido nebulosa­mente oscureciéndose: muchos ya no descubren que las dos únicas posturas racionales son la fe en Cristo Dios y el claro rechazo de ésta, relegando sin vacilaciones los Evan­gelios en bloque a las fábulas poéticas. Cualquier mezcla es ilógica, así como todo cribado a menudo, no es sola­mente hipocresía, sino también complejo de inferioridad frente al mundo. Se pacta, cediendo el máximo, para que los demás acepten al menos lo mínimo. Pero es ésta una posición falsa y, en consecuencia, estéril. Jesús no merca­deó nunca con su doctrina, no la limó, no la edulcoró; aunque la comunicó de forma gradual con fines pedagógi­cos, pretendió que se diera a ella siempre el asentimiento integral, no evitando ni siquiera el desafío.

En el mismo tono lo siguieron los padres, razón por la cual el contacto que pueda establecerse con ellos resulta reconfortante. También el suyo es un desafío a la huma­nidad. Se presentan al público con la tremenda fiereza de la verdad que poseen: modestos, porque la verdad no es suya; intransigentes, sin embargo, porque son guardianes y garantes de la verdad. De este cristianismo íntimamente racional, aun en medio del misterio, portador de salvación entre la desesperación circunstante, alegre e intrépido en medio de las persecuciones, profundamente convencido de estar destinado a luchas y triunfos perpetuos, animoso por la fe inquebrantable en una presencia divina, se ofrece aquí un breve ensayo. Es apenas un resquicio de un panorama sin confines, pero puede bastar para sugerir las caracterís­ticas preeminentes del paisaje.

La riqueza de estas palabras humanas deriva de su pe­culiaridad de presentar, como en filigrana, palabras divinas:

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Prólogo

•detrás o dentro de las formulaciones filosóficas o corrien­tes es fácil entrever las citas bíblicas. El comentario ha in­tentado explicitarlas para evidenciar esta duplicidad de pla­nos, que es típica del discurso teológico en general y del patrístico en particular. También ésta es una consecuencia ,de la encarnación: si Dios se ha insertado en la historia humana, su lenguaje se ha entrelazado, paralelamente, con ,el lenguaje humano. Frente a la roma superficialidad de tantas publicaciones contemporáneas, aquí se siente un es­tilo diferente y resuena un acento característico. Probar •de escucharlo es también una experiencia que merece Ja pena.

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VOCABULARIO MÍNIMO

Éstos son los términos teológicos más comúnmente usados en el comentario.

Adopcionismo. Es el error de quienes negaron la divinidad de Jesucristo, considerándolo solamente como hijo adop­tivo de Dios por la gracia, instituyendo en consecuencia una relación análoga a la que la redención aportó a los hombres.

Cerinto, judeocristiano con una decidida preponderan­cia judaica, hacia finales del siglo i, obstaculizó por todos los medios la apertura de la Iglesia a los paganos y, fuerte­mente impregnado de gnosticismo, rechazó la unión de Dios a un cuerpo material, distinguiendo, en el Salvador, Jesús, nacido como los demás hombres pero ilustre por santidad y sabiduría, y Cristo, que en el bautismo había descendido sobre Jesús en forma de paloma y habría per­manecido morando en él hasta la pasión para ascender de nuevo al cielo. Poco después los ebionitas, también judeo-cristianos, pensaron como Cerinto en un nacimiento de Je­sús carente de todo carácter sobrenatural y negaron su divinidad y preexistencia en el Padre, pero con ocasión del bautismo, el hombre Jesús «signado por el sello de la elección divina» se habría convertido en Cristo, recibien-

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Vocabulario

•do el poder necesario para cumplir su función de mesías, aunque permaneciendo hombre igual que los profetas. A caballo entre los siglos n y m, Teódoto el Curtidor, de Bizancio, sostuvo que Jesús, aunque nacido milagrosamen­te de una virgen, no fue sino un hombre que había recibi­do de Dios la misión de salvar a los demás hombres me­diante el descendimiento en él, al momento del bautismo, de Cristo o del Espíritu Santo, que le transmitió la facul­tad de realizar milagros. La negación de la divinidad de Cristo fue ratificada por Artemón, en la primera mitad del siglo ni y, sobre todo, por Pablo de Samosata, que llegó a ser obispo de Antioquía en el 260, el cual reservaba el nombre de Dios al Padre, de quién difícilmente lograba distinguir el Hijo como persona autónoma. El Verbo — pen­saba — residió en Jesús, que fue un simple hombre terre­nal, igual a nosotros, aunque mejor que nosotros por gra­cia del Espíritu Santo y bastante superior a nosotros, por­que en él habitó la sabiduría divina que, no obstante sólo se unió a él con el nexo puramente moral del inquilino con respecto a la casa.

Anomeísmo. Constituyó el ala intransigente del arrianis-mo y lo sostuvo sobre todo Aecío, personaje de múltiples aventuras y desventuras, consagrado obispo sin sede en el 361 y muerto entre los años 366 y 370, y Eunomio, nombrado obispo de Cícico en el 360 y muerto hacia el 395. Los seguidores de esta teoría fueron denominados «nomeos» porque sostenían una «desemejanza» total en­tre el Padre y el Hijo, o también «aecianos» o «eunomia-nos», por sus dos principales defensores. En un primer momento el anomeísmo no se distinguía apenas de las de­más tendencias arrianas, que muy pronto fueron arrimán­dose unas a otras según su grado de exclusivismo más o menos acentuado, pero hacia el 360 se separó del resto

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formando una secta autónoma que obtuvo notables éxitos cuando resultó favorecida por los emperadores Juliano el Apóstata y Valente, pero luego, fustigada por Graciano y Teodosio y debilitada por luchas internas, se fue extin­guiendo lentamente hacia la mitad del siglo v.

Los anomeos se mantuvieron rigurosamente fieles al arrianismo primitivo, rechazando las sucesivas suavizaciones que por motivos teológicos o políticos iban siendo añadi­das poco a poco. Ratificado el axioma de que sólo lo ingé­nito y sin inicio era Dios y que el Hijo no poseía ninguna comunidad de naturaleza con el Padre, el cual lo sacó de la nada para que fuera instrumento en la creación y en el gobierno del mundo, concentraron toda su atención sobre la cualidad de Dios de «no haber sido engendrado» (agen-nesia), cualidad que ya Justino había puesto de relieve, aunque de una manera muy equilibrada (I Apol. 14, 1; II Apol. 6, 1), haciendo de ella el elemento constitutivo de la esencia divina, por encima de los demás atributos, cuyo valor quedaba suprimido. Igual que los arríanos ori­ginarios, también ellos rechazaban un alma humana en Cristo, pero, en contraste con ellos, le atribuían una digni­dad con rango divino, no por su santidad de vida sino por su vecindad con el Padre, por el cual había sido directa­mente engendrado. Además, enseñaba Eunomio que la pa­ternidad no consistía en la transmisión de la substancia del Padre, sino en la comunicación de su capacidad de actuar, por la que el Hijo, que la había recibido, podía ser consi­derado Dios en relación con las criaturas.

Eunomio insistió luego con persistente tenacidad, en oposición a Arrio, que defendía la incomprensibilidad de la naturaleza de Dios, en que el ser divino era límpida­mente inteligible también por nosotros: reduciendo de hecho su esencia a la «ingeneración», la limitaba a un con­cepto elemental, ciertamente accesible a nuestras inteligen-

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cias. Arma principal, y sin duda eficaz, de los arríanos, que los eunomianos todavía afilaron más, fue una expertísima sutileza dialéctica de escuela aristotélica, con la que ponían fácilmente en apuros a las almas simples de los fieles, inocu­lando en ellas la duda y la desorientación. Pero tanto en este terreno como en el propiamente dogmático fueron combatidos por la superior habilidad y competencia de los tres grandes capadocios que, no por cierto sin dificultad, los refutaron y los mandaron a la decadencia.

Apolinarismo. Es la interpretación cristológica que pro­pugnó Apolinar el Joven, elegido obispo de Laodicea en el 362 y muerto después del 390. Fue en un comienzo colega de san Atanasio en la lucha contra los arríanos y acabó por caer en el exceso opuesto. De hecho, convencido de que una sola persona no podía poseer dos naturalezas completas y que una voluntad libre puede pecar, para sal­var la divinidad de Jesús contra los arríanos y la unicidad de su persona contra la tendencia separatista de la escuela de Antioquía, guiada por Diodoro de Tarso, le amputó la naturaleza humana. De la tricotomía platónica que veía en el hombre el cuerpo, el alma sensitiva dadora de la vida y la intelectiva vectora de la razón, dejó a Jesús sólo los dos primeros elementos, haciendo que el tercero lo supliera el mismo Verbo divino. Podía parecer una solución excelen­te: de un golpe se aseguraban la divinidad, la unicidad, la santidad y la dignidad de la persona de Jesús y no faltaba siquiera el fundamento de Jn 1,14, donde se afirma que el Verbo se había hecho «carne». Pero un primer plano tan hermoso escondía un montón de ruinas: de hecho, la exégesis de Juan era falsa, porque «carne» en el evange­lista era un tecnicismo hebraico que apuntaba al hombre integral y no solamente a su componente corporal; además, el nuevo sistema encaminaba al monofisismo, ya que la

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naturaleza humana no se agota en un ser viviente sin razón; por último, anulaba en buena parte la redención, en cuan­to que, si ésta debía referirse a lo que el Verbo había asu­mido en la encarnación, quedaba excluida propiamente la razón, que es típica del hombre y es, además, el principio del pecado que ha de ser redimido. Apolinar, queriendo sublimar la persona humana de Cristo, renegaba de ella; para conjurar el peligro de que la voluntad humana y la divina entrasen, en Jesús, en un conflicto que laceraba su individualidad, suprimía la primera, cayendo en un mono-telismo, del que no comprendía todas sus consecuencias negativas. La suya fue una buena voluntad superficial, in­consciente de las consecuencias a que llegaba.

Las teorías apolinaristas fueron condenadas, sin nom­brar al autor, en el concilio de Alejandría del 362; después de la manifestación pública acontecida en Antioquía en el 375, lo fueron nominativamente por los concilios ro­manos del 376, 377 y 380, por boca del papa Dámaso, por los concilios de Alejandría del 378 y de Antioquía del 379 y, luego, por el segundo concilio ecuménico de Cons-tantinopla del 381, presidido en parte por san Gregorio de Nacianzo. Después de la muerte del fundador la secta se dividió en dos troncos: el de los moderados, que enca­bezados por Valentino llegaron hasta negar a Cristo un alma sensible, pero luego volvieron al seno de la Iglesia, y el de los extremistas, dominado por Timoteo, que naufra­garon en un completo docetismo, en el que la humanidad quedaba absorbida por la divinidad.

Arrianistno. Herejía llamada con este nombre por causa de Arrio, que, nacido el 256 en Libia, fue ordenado sacer­dote en Alejandría el 312 y murió en Constantinopla el 336. Eje esencial de su sistema era el axioma de que sólo el Padre era eterno y, en consecuencia, Dios, puesto que

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sólo él era ingénito y sin principio — cualificación que constituía la esencia misma o, al menos, una característica fundamental de la divinidad —, al cual se oponía el Hijo, que, siendo engendrado, y por consiguiente teniendo un principio, no era verdaderamente Dios. Dotado de una naturaleza diferente, era una criatura sacada de la nada, en el tiempo, por obra del Padre. Como se deriva de la termi­nología, Arrio rechazaba la distinción entre «engendrar» y «crear» y reducía ambos términos a la acepción de «pro­ducir». La finalidad de la producción del Hijo era, pues, que sirviera de intermediario entre Dios y el mundo y de instrumento en la creación de los demás seres. Creado antes de los siglos, el Verbo creó el mundo, con el cual comenzó el discurrir de los siglos: no era, por tanto, eterno, sino sólo anterior al universo, como no era para nada igual ni consubstancial al Padre; por esto no era hijo de Dios por naturaleza, sino sólo por adopción o por gracia, en consi­deración de sus méritos futuros, por causa de los cuales progresó tanto en la virtud que alcanzó una impecabilidad práctica, a la cual debe, en sentido amplio y elogioso, el epíteto de Dios. El hijo, en realidad, era por naturaleza mudable y habría podido pecar; si no lo hizo, fue debido sólo a que no quiso; fueron sus obras, previstas por el Pa­dre, las que le asignaron la gloria excepcional que le co­locó por encima de todas las demás criaturas. Nos hallamos ante una reelaboración del demiurgo platónico: cercano al Padre por su santidad, estaba por naturaleza alejadísimo de él y, cercano al mundo por naturaleza, se encontraba de él alejadísimo por la excelencia de vida. Y porque el Espíritu Santo era a su vez una criatura del Hijo, resul­taba que la Trinidad arriana era decreciente por naturaleza y perfección, con las tres personas extrañas entre sí.

Anulada la divinidad genuina del Verbo, perdía cual­quier sentido una encarnación que, encima, se tomaba es-

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trechamente a la letra. De hecho el Hijo de Dios se habría unido no a un hombre completo, sino a carne sola privada de alma racional y, mutilado en cuanto Dios, quedaba tam­bién mutilado en cuanto hombre. Si para Platón el demiur­go no era ni Dios ni hombre y, para los cristianos, Cristo era Dios y hombre, Arrio lo colocaba a medio camino, aunque más cercano a lo primero que a lo segundo. Como consecuencia de esta amputación de la encarnación, falla­ba igualmente la redención, que no aparecía ya como un acto teándrico, sino que quedaba reducida a una influencia psicomoral. La pretensión de racionalizar el dogma llevaba a la destrucción del cristianismo.

Docetismo. Error cristológico que (del griego áokesis, apariencia) comprendía la opinión de todos los que no ad­mitían en el Salvador una humanidad auténtica, por cuanto sostenían que su cuerpo no había sido compuesto de una carne idéntica a la nuestra, sino que, en lugar de la carne, poseía sólo su apariencia exterior, quedando reducido de esta suerte a un puro fantasma. Pero no era ésta tanto la posición específica y exclusiva de una secta cuanto también un componente de toda una cadena de desviaciones que estaban, en general, estrechamente relacionadas con el gnos­ticismo.

Enseñando que el nacimiento de Jesús y todas las ac­ciones sucesivas que llevó a cabo eran meras ilusiones y que el relato evangélico era una novela fantástica, los do-cetas llegaban a negar los dos dogmas de la encarnación y de la redención, por no hablar, claro está, de la eucaristía.

Desde el tiempo de los apóstoles el samaritano Simón el Mago había tenido la originalidad de proclamar que los padecimientos de Jesús habían sido simulados, porque, en realidad, los había soportado él, Simón, que era el verda­dero salvador; a partir de aquí, llegó a creerse virtud de

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Dios, luego cada una de las tres personas y, por último, Dios en su plena totalidad. El antioqueno Saturnino, de su misma escuela, rebajando las pretensiones, se limitó per­sonalmente a predicar que el Salvador carecía de cuerpo y de figura.

Para Basílides, en cambio, cuya vida culminó en el 120-140, la redención se resolvió en una hábil falsificación: ya que el Hijo, siendo incorpóreo, no podía sufrir, se hizo substituir mediante un cambio de fisionomía por Simón de Cirene, el cual llevó la cruz y fue verdaderamente crucifi­cado, mientras Jesús, camuflado en Simón, asistía burlán­dose de sus verdugos a la aventura de Simón, acabada la cual subió de nuevo inasible a los cielos.

Cerdón y su más famoso alumno Marción, llegados a Rima en el 137, afirmaban que, ya que la materia era obra del demiurgo y no de Dios, Cristo no podía asumirlo y que, en consecuencia, falto de genealogía humana, no había na­cido en realidad. Marción precisó además que Jesús no nació, sino que, descendiendo de los cielos, apareció de improviso, ya adulto, en el año quince del imperio de Tibe­rio en Cafarnaúm y permaneció extranjero en el mundo e ignoto también para sus discípulos.

Valentino, que vivió en Roma del 136 al 165, fue de la opinión que Cristo no había nacido de la Virgen, sino que sólo había pasado a través de ella, saliendo de ella sin tomar nada de su sustancia; en el momento del bautismo habría insertado en el cuerpo animal, recibido del demiur­go, el Cristo espiritual e impasible que burló la crucifixión, sufrida solamente por su cuerpo material llovido del cielo. También los bardesanitas, que se reclamaban indebidamen­te de Bardesanes (154-222), defendían un cuerpo astral y un nacimiento ficticio, mientras que los maniqueos, que hacían de la materia la personificación del mal, se vieron obligados, por una parte, a rechazar el cuerpo de Cristo

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con todas sus operaciones, substituyéndolo con una apa­riencia, aunque por otra parte se vieron constreñidos a sal­var la pasión imaginando un doble Jesús, uno pasible y otro impasible.

Huellas de rechazo hacia estas actitudes están ya pre­sentes en san Pablo (Col 1, 20,22; ITim 2, 5) y en san Juan (Jn 1, 14; ljn 1, 1; 4, 2; 2Jn 7) y refutaciones for­males, unidas a las de las otras herejías con las que estaban relacionadas, fueron redactadas por san Ignacio (hacia el 107), san Ireneo (Adv. haereses, en especial en el libro III), Tertuliano (de un modo particular en Adv. valenti-nianos, De carne Christi, Adv. Marcionem), san Agustín (de forma muy directa en Contra Faustum). Todos confir­maban con suma claridad la doble verdad y realidad: Cristo era auténticamente hombre y auténticamente Dios, en el sentido más lleno y obvio de las palabras. Las acusaciones de docetismo suscitadas a veces contra Clemente de Ale­jandría y Orígenes se refieren a frases aisladas, de formu­lación poco precisa, dictadas por la polémica contra otros errores y, por consiguiente, poco atinadamente sopesadas en sí mismas, pero chocan en realidad contra la sustancia de su pensamiento que puede documentarse en largos, múl­tiples y meditados pasajes de sus obras.

Economía. Debido al sentido etimológico y clásico de ad­ministración de la casa y, por extensión, de cuidado, pro­veimiento, disposición, el vocablo asume en san Pablo (Ef 1,10; 3, 2, 9; Col 1, 25; ITim 1, 4) una traslación espi­ritual referida al plan de la salvación. El apóstol pensaba en la disposición salvífica que Dios se había propuesto lle­var a término en la plenitud de los tiempos, proyecto que constituía la actuación del misterio escondido en Dios an­tes de los tiempos (Rom 16, 25-26; ICor 2,7-10). La realización de este plan aconteció con la encarnación del

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Verbo en María y en su obra de renovación de la humani­dad mediante su acción redentora completa. De aquí, el término pasó a designar el conjunto del misterio de la re­dención y, así como éste ha tenido su plena manifestación en el Nuevo Testamento, indicó también a este Testamen­to en contraposición al Antiguo.

Eunomianismo. Véase Anomeísmo.

Gnosticismo. Quizá más que un sistema de pensamiento, puede decirse que es una actitud psicomental de inquieta curiosidad ante las realidades físicas y metafísicas, sus re­laciones, sus revelaciones y sus reclamos alusivos. Lejos, a decir verdad, de desarrollarse según una linealidad cientí­fica, tuvo tendencia a desbordarse en el ámbito filosófico, en el teúrgico y en el mistagógico, probando todos los co­nocimientos, probando todos los cultos y escrutando todos los misterios. La aspiración a asomarse por encima de una realidad inaccesible al mundo de los sentidos para alcanzar una visión superior, negada al vulgo que se contenta con las primeras apariencias, empujó a aprovechar cualquier medio de superación hacia el horizonte escondido, de modo que el gnosticismo se dedicó incluso a los encantamientos y a la magia, elementos que, por otra parte, gozaban en­tonces de vivo favor por parte del gran público. No se tra­taba de un anhelo estricto de conocimiento de lo divino, porque faltaba una indiscutible austeridad y un ansia pre­cisa de purificación. Predominaba más bien la excitación de la soberbia en una orgullosa pretensión de ciencia, de la sensualidad en la autorización para todo exceso, de la anarquía mental en las divagaciones quiméricas más desen­frenadas e incontrolables, de la conciencia en la dogmática afirmación de la salvación. Para satisfacer este sincretismo pasional se recurrió a otro sincretismo, en el que se fun-

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dieron las corrientes más disparatadas, del platonismo a la astrología caldea, del cristianismo al mazdeísmo persa, del judaismo (que desde E. Peterson en adelante ha sido con­siderado elemento prevalente) al enfermizo misticismo fri­gio. Con todo, por lo común no se aceptó lo que era el espíritu originario de estos elementos conceptuales, sino que se distorsionó profundamente. Con las confluencias más diversas, manipuladas con ligereza ilimitada, se llegó a cons­tituir un magma en el que pululaba todo tipo de hipótesis y cuestiones, que trataban de los problemas máximos y que presumían ilustrar los problemas sobre los que el espíritu humano se siente llamado a pronunciarse: origen, estado y fin del hombre y del mundo.

Los ambientes en que el gnosticismo desplegó una es­pecial vivacidad fueron sobre todo dos: el sirio, con Simón Mago, Menandro y Saturnino, y el egipcio, con Basílides, Isidoro, Carpócrates, Valentino y sus discípulos.

Para sistematizar, a modo de síntesis, sus ideas, desde las más aberrantes hasta las más gratuitas y oscuras auda­cias fantásticas, se podría trazar el siguiente esquema:

a) Dios es, platónicamente, el ser trascendente, in­cognoscible, separado de toda relación con la materia, que le está opuesta (dualismo platónico-pérsico) y es, como él, eterna, pero constitutivamente mala y sede del mal.

b) Entre Dios y la materia está colocado el pleroma u ogdoada (lo hiperuranio de Platón), habitado por un nú­mero variable de eones, que inicialmente emanaron de Dios y luego unos de otros, individualmente o por parejas lla­madas sicigias; cuanto más éstos se alejan del primer prin­cipio tanto más se degrada en ellos su esencia divina, de modo que en el último eón el porcentaje de divinidad se ha reducido al mínimo.

c) El demiurgo, que es uno de los eones y que corres­ponde al Dios del Antiguo Testamento hebreo, elaboró la

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materia, confiriéndole el aspecto actual. Éste sería el Dios justo en contraste con el Dios bueno primigenio.

d) Pero un eón del mundo superior, por un desme­surado afán de conocimiento y por orgullo de preeminen­cia, pecó. Como consecuencia fue expulsado del pleroma divino y, llegado al mundo, lo pobló con hombres, dota­dos de una naturaleza viciada como la suya. Este eón (lla­mado también pensamiento, centella, espíritu), prisionero de la materia, es el revestimiento mítico del alma encerra­da en el cuerpo.

e) Entonces Cristo, otro de los eones, bajó al mun­do, asumió un cuerpo aparente (docetismo), vivió en Jesús desde el bautismo hasta el comienzo de la pasión, retirán­dose luego, dejando que sólo Jesús, quien le contenía, mu­riera para librar el alma de la materia en la que se hallaba sumergida y dentro de la cual gemía en la añoranza de volver a la morada celestial.

El dualismo cósmico quedaba reflejado además en la antropología como puede constatarse por la doctrina de los dos árboles cósmicos en los cuales el hombre estaba enrai­zado: el árbol malo, que a su vez estaba enraizado en el mundo del demiurgo, y el árbol bueno, enraizado en el mundo superior. Pero esta inserción oscilaba en una con­tradicción, puesto que, si bien la condición de cada cual estaba determinísticamente fijada al nacer, no quedaba ex­cluida la posibilidad de una elección. Procedía entonces también un dualismo ético, por cuanto los «gnósticos por naturaleza», candidatos automáticos a la salvación, debían considerar superfluo cualquier empeño moral (libertinismo) de la misma manera que, en el lado opuesto, éste parecería inútil a cuantos estaban «por naturaleza» insertos en el mal. No obstante, vagaba también la interpretación según la cual la gnosis se podía adquirir, en cuyo caso la acción intelectual estaba sustentada por una ascesis que debía po-

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ner de manifiesto el engaño del mundo de los sentidos. Es probable, sin embargo, que esta posibilidad de recupe­ración estuviera reservada únicamente a la segunda de las tres categorías en que los gnósticos dividían a los hom­bres. Para éstos, en efecto, los «espirituales» estaban ele­gidos y seguros de su salvación, hicieran lo que hicieren; los «psíquicos» no la poseían, pero podían alcanzarla me­diante la gnosis; los «materiales» por su propia naturaleza, quedaban irremediablemente excluidos de ella.

La moral de los gnósticos, muchas veces muy relajada o de todas maneras siempre abierta al relajamiento, el culto supersticioso que distorsionaba la liturgia y las asambleas cristianas, la caricatura de muchos dogmas, la deformación de los sacramentos y, de un modo especial el bautismo, la eucaristía y el orden, la manipulación del canon bíblico y de la integridad de sus textos, el alegorismo extravagante que adulteraba la exégesis genuina de la Sagrada Escritura, la desenvuelta inserción de apócrifos, la pretensión de po­seer una tradición oral reservada, conectada con apóstoles y discípulos, pero extraña a la eclesiástica y, por último, el objetivo de superar y suplantar el cristianismo, constitu­yeron para la Iglesia un gravísimo peligro de trastorno en la regla de la fe, en la práctica de las costumbres y en la •organización de la comunidad. Desde la primera mitad del siglo II, la situación se revela muy crítica, pero pudo ser superada gracias a la energía de obispos y papas, que exco­mulgaron a los dirigentes gnósticos, y por obra del esclare­cimiento de los doctores de la Iglesia que, después de Her­mas, el autor de la Secunda Clementis y san Justino, al­canzaron con san Ireneo, Tertuliano, san Hipólito, Clemen­te de Alejandría y Orígenes una agudeza tan certera y un vigor tan potente que lograron desenmascarar y refutar las incongruencias e inconsistencias de la secta. Con el siglo ni, el gnosticismo inició un declive que fue definitivo.

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Hipóstasis. En el lenguaje tanto corriente como filosófico (Aristóteles) indicaba la realidad objetiva, la sustancia, el ser, en contraposición a la apariencia y la ilusión; de aquí pasó a designar aquello que subsiste en sí, la persona. Esta posible doble acepción fue causa de confusiones y contras­tes en las controversias trinitarias, ya que algunos enten­dieron el vocablo como equivalente a physis y a ousia, en griego, y a substantia y a natura en latín, mientras que otros lo usaron con el valor de individuo dotado de una propiedad suya, que en latín se decía persona y en griega prosopon. La ambigüedad implicaba que los primeros acu­saran a los segundos — los cuales sostenían que en Dios había tres hipóstasis — de triteísmo y, en consecuencia, de arrianismo, mientras que los segundos reprochaban a los primeros, que defendían en Dios una sola hipóstasis, el ser sabelianos y permanecer todavía anclados al Dios uniper­sonal de los hebreos.

Si los griegos tenían ya entre ellos buenas razones para no entenderse y caer en equívocos y sospechas recíprocos, h situación se agravó todavía más en el momento en que las incomprensiones se trasladaron también a las dos Iglesias del mundo oriental y occidental. De hecho los latinos tra­dujeron por persona el concepto de sustancia completa, existente en sí, de sujeto independiente, asumiendo el tér­mino de la jerga del teatro, en donde designaba la máscara y en consecuencia el personaje dramático, y desde donde pasó a designar un individuo cualquiera. Esta noción ori­ginaria de «papel» dio la impresión a los griegos de que los latinos querían indicar una cualidad provisional, una actitud pasajera y, por tanto, evocó a sus mentes el espec­tro del sabelianismo, que vanificaba las personas trinita­rias. A su vez los latinos levantaron la acusación de arria­nismo contra los griegos, porque decir tres hipóstasis sig­nificaba también sostener en Dios tres sustancias. Dada la

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centralidad y la delicadeza del tema, hupo polémicas y la­ceraciones, hasta que, con el concilio de Alejandría, en el 362, presidido por san Atanasio, se sancionó canónicamen­te la equivalencia entre hipóstasis y persona (entonces los griegos introdujeron también el término prosopon a imi­tación de los occidentales). Gracias también a la vigorosa intervención clarificadora de san Basilio y sobre todo a la intervención, autorizada y clarísima, de san Gregorio Na-cianceno, se superaron las discordias y también la Iglesia griega aceptó finalmente la fórmula latina de una substantia (ousia), tres personae (prosopa).

Arreglada la cuestión acerca del valor de la hipóstasis en el ámbito trinitario, se suscitó un problema paralelo en el terreno cristológico. ¿Cuáles eran en Cristo las relaciones entre naturaleza divina y humana frente a la hipóstasis o persona del Hijo de Dios? Se delinearon dos posiciones opuestas. Apolinar de Laodicea, para defender la unidad física de la hipóstasis de Cristo, suprimió en la naturaleza humana su elemento característico, constituido por el alma intelectiva, dejando sólo un alma sensitiva, que aseguraba la vitalidad a la carne (Dios encarnado). En reacción, la escuela de Antioquía, que tendía a ver en Cristo el hombre perfecto ensalzado a la divinidad (hombre divinizado), sub­rayó tanto el carácter completo de la naturaleza humana que rompió la unidad de la persona. A través de Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia y Nestorio, fue precisándose el tema y se incidió en una dualidad de personas (Hijo de Dios e hijo de María; uno que asume y uno que es asumi­do; hombre y Verbo), unidas entre sí por un simple nexo moral por vía de voluntad. San Cirilo de Alejandría, aunque con exceso de celo, escasa escrupulosidad en el uso de los medios, y una peligrosa inadecuación de fórmulas, luchó victoriosamente contra el nestorianismo, reafirmando la uni­dad real de la humanidad y de la divinidad en una única

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persona o hipóstasis del Verbo encarnado. De ahí vino la confirmación del epíteto de «Madre de Dios», aplicado a María, y la consagración de la communicatio idiomatum (véase la nota 241 del capítulo III). Por encima del uso de términos teológicos inciertos, Nestorio intentaba ver en Cristo dos sujetos autónomos, mientras que Cirilo veía sólo uno, en los dos elementos fundamentales, divino y huma­no. Las posturas de Cirilo, ciertamente ortodoxas, aunque tal vez incautamente enunciadas, fueron aún exasperadas por un cierto monofisismo, o eutiquianismo, que acentuó. de tal manera la unidad personal que sofocaba en una uni­dad incluso la dualidad de las naturalezas, anulando, en resumen, la humanidad en favor de la divinidad. La doc­trina de la unión hipostática, que precisa la coexistencia de las dos naturalezas en la unidad personal de Cristo, fue pro­clamada por el concilio de Calcedonia (451), que entendió por physis o natura una esencia concreta, considerada en sí misma, y por hipóstasis o prosopon o persona un sujeto efectivo, un yo. El concilio confirmó contra los éutiquianos las dos naturalezas y, contra los nestorianos, la unidad ín­tima de Cristo.

Modalismo. Véase Sabelianismo.

Monarquianismo. Véase Sabelianismo.

Parusía. El término indicó la venida en visita solemne de personajes ilustres, tales como reyes o emperadores (del siglo ni a.C. al II d.C); luego, la llegada de un individuo cualquiera y su consiguiente presencia. En el Nuevo Tes­tamento es usado para designar (16 veces de 24) la venida gloriosa (el retorno) de Cristo al final de los tiempos en calidad de juez: ésta es la acepción que, corrientemente, va unida al vocablo, el cual, por analogía, fue usado a veces

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también en relación con la primera venida de Cristo, cum­plida con la encarnación.

Patripasianísno. Véase Sabelianismo.

Sabelianismo. Herejía trinitaria que alcanzó su máxima di­fusión en el siglo n (últimos decenios) y ra, y tuvo su pun­to de partida en la afirmación de que las tres personas tri­nitarias no tenían una existencia propia y distinta, sino sólo «modos» de ser y actuar de una única efectiva persona di­vina. Por esto se llamó «modalismo», o «sabelianismo» por su más conocido fautor, o «patripasianismo», porque, en el supuesto de que no existía pluralidad de personas, la encarnación y la pasión debían haber sido cumplidas por el Padre, o «monarquianismo», porque se remitía a un solo principio, entendido no como naturaleza única sino como única persona.

Según los sabelianos, en realidad, el Padre podía emitir y luego reabsorber totalmente en sí al Hijo, que era sola­mente una potencia suya (posición de autores anónimos, impugnada por Justino, poco después de la mitad del si­glo II); luego Noeto (combatido por la Iglesia de Esmirna hacia el 200 y por san Hipólito en el 210-215) sostuvo que Cristo para ser Dios debía ser el Padre, el cual había padecido y muerto, mientras que Práxeas (atacado por Ter­tuliano después del 313) declaraba que Padre e Hijo eran sólo diversos aspectos o atributos de la misma persona, que en relación con ellos era diversamente denominada; el Pa­dre naciendo de María se habría hecho hijo a sí mismo, porque la filiación consistía en la asunción de la carne, ouentras que en el Padre residía la divinidad, que era impa­sible. En Jesucristo habría, por tanto, una dualidad, por­gue el hombre Jesús era propiamente el Hijo, mientras que Cristo — el elemento divino — era el Padre.

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Hacia el 217 Sabelio se llegó a Roma y, aunque exco­mulgado por el papa, tuvo éxito en Cirenaica (posiblemente su patria), pero fue combatido por Dionisio de Alejandría. Sus discípulos, al coordinar su doctrina, dijeron que Dios era una mónada simple e indivisible, un Hijo-Padre, dota­do de nombres diversos en relación con sus manifestacio­nes. Se decía Verbo en cuanto creador del mundo, Padre en cuanto se revelaba en el Antiguo Testamento, Hijo y Redentor en cuanto se encarnaba y Espíritu Santo en cuanto santificador. Todas estas eran sin embargo manifestaciones transitorias y sucesivas: una cesaba al sobrevenir la otra; en la divinidad dominaba por consiguiente una continua al­ternancia de expansión y contracción (teoría de origen es­toico).

La plausible preocupación de salvaguardar la unidad de Dios fracasaba en la destrucción de la Trinidad, centro vi­tal del cristianismo, acabando por recaer en una especie de judaismo extrañamente dinamizado. La reacción de la Iglesia fue por tanto muy firme en los papas (memorable por la clara y firme precisión, sobre todo la de san Dioni­sio), en los escritores nombrados y en Novaciano y Oríge­nes, y logró extinguir prácticamente las actividades moda-listas desde el 260 en adelante. También después intervino la Iglesia, con atenta vigilancia e intervenciones rápidas, para desautorizar aquellas teorías cuando el sabelianismo tuvo cierta reviviscencia por obra de Marcelo de Ancira, muerto en el 374. Pero en el siglo iv, más que de escuelas modalistas organizadas se trataba de actitudes mentales y de formulaciones expresivas que consonaban con las moda-listas en afirmaciones populacheras de la unidad divina.

Subordinacionismo. El gnosticismo, el adopcionismo, el arrianismo garantizaban ciertamente el monoteísmo, pero reduciéndolo a un unipersonalismo de tradición judaica. De-

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rivaba de ello una Trinidad gradual, en la cual la divinidad pertenecía en propiedad y de modo absoluto solamente al Padre, que creaba directamente al Hijo, de diversa natu­raleza, destinándolo a oficiar de colaborador subalterno en la creación y en la administración del universo; primer pro­ducto de la actividad demiúrgica del Hijo era luego el Es­píritu Santo, inferior al Hijo, porque él lo producía, como el Hijo era inferior al Padre, porque él lo había engen­drado.

Junto a este subordinacionismo herético, porque fue mantenido de una forma real y consciente, se colocó otro ortodoxo, porque era sólo verbal y nacía de una inexpe­riencia terminológica y organizadora que quedaba redimida y superada por un explícito y reiterado reconocimiento de la divinidad de las tres personas, vinculadas por una plena identidad de naturaleza. Fuertemente comprometidos en rechazar el modalismo y en conservar el monoteísmo, mu­chos escritores del siglo II y ni se limitaron con frecuencia, incluso por influjo del platonismo y del filonismo, que les suministraban las categorías expresivas, a reservar al Pa­dre determinados atributos —como la trascendencia, la invisibilidad, la simplicidad— que son igualmente comu­nes a las tres personas y, por la influencia del estoicismo, llegaron a aceptar un Verbo (Logos) «interior» (endiathetos) a la mente del Padre y eterno como él, pero no perfecta­mente diferenciado de él, y otro «expresado» (prophorikos) en el momento de la creación del cosmos, y en este caso netamente individuado respecto del Padre. A la consecuen­cia de que así se comprometía la eternidad de la genera­ción del Hijo, respondieron afirmándola categóricamente: ia explicación teológica era inconsistente, pero la ortodoxia estaba a salvo en la voluntad. De hecho no se había acep­tado con plena claridad una idea que habría dado coheren-C1a a la sistematización, es decir, que las distinciones rea-

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les, en el ser del único Dios, que se manifestaron con evi­dencia en el momento de la economía redentora, existían desde la eternidad: la redención no producía distinciones en Dios, sólo las revelaba. Pero en este tema fallaba sólo el encaje lógico y no se ponían en cuestión los dos pilares dogmáticos de la Trinidad eterna y la Trinidad que actúa en la historia; se trataba no de exponer la fe, sino de explicar racionalmente su trabazón: de la revelación se pa­saba a intentos de teología, con la provisionalidad que a esta última compete.

Unión hipostática. Véase Hipóstasis.

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I

EL ANUNCIO DE CRISTO POR OBRA DE LOS TESTIGOS*

Durante su vida pública Jesús había dado testimonio de sí mismo demostrando su propia naturaleza y su propia misión. Sus palabras y sus obras nos han llegado a través de la exigua selección hecha por los evangelistas, los cua­les, aunque no nos han dejado satisfechos por lo que se refiere a su abundancia, sí nos han dejado tranquilizados por cuanto se refiere a su exactitud. De hecho, prescin­diendo de acomodaciones redaccionales que se desplegaron sobre todo en la ordenación del material \ la fidelidad del relato ha sido casi umversalmente reconocida por una cien­cia bíblica que está abandonando muchos desdenes exaspe­rados que dominaron durante un largo período del si­glo xix y algunos decenios del siglo xx2. Históricamente inobjetables, las declaraciones de Jesús no entran, sin em­bargo, en el marco de nuestro cuadro, que sólo se propone ilustrar las declaraciones de los otros: no aquello que Cris­to dijo de sí mismo, sino aquello que los cristianos dijeron de él.

Por esto es de fundamental importancia aquello que nos ha transmitido la primera generación, la de los testigos. Es el fundamento indestructible al que han vuelto siempre los fieles de todas las edades. La figura de Cristo fue cre­cientemente conocida y explicada, pero sus rasgos esencia-

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I. El anuncio de Cristo

les fueron siempre aquellos que habían sido fijados por los contemporáneos a través de la observación y de la reflexión. Es por tanto sumamente útil para todos quienes alimentan cierto interés hacia el cristianismo examinar de cerca la concepción de aquéllos, tanto más que así tiene lugar un encuentro de extraordinario valor; la comunidad cristiana de los comienzos se centró en algunos temperamentos de gran relieve que culminaron en la titánica personalidad de san Pablo; por su riqueza interminable de pensamiento teo­lógico, por los vastos horizontes que casi a cada paso des­cubre, por los palpitos de vida con que vibran sus pala­bras, por el simple dramatismo que invade su alma, por las fascinantes perspectivas que desvela a los ojos conmo­vidos de los interlocutores, sus escritos superan cualquier sistema filosófico y cualquier síntesis histórica.

¿Cuál fue pues el núcleo viviente del mensaje que se adueñó de los primeros discípulos, los conquistó, los trans­formó, los hizo irresistiblemente apóstoles de su propia experiencia? Fue la revelación, según una fulgurante evi­dencia, de que el hombre Jesús era Dios: prueba indiscu­tible de ello era la resurrección, de la que habían sido tes­tigos. Consecuencia de la encarnación de Dios era la resu­rrección también para los hombres y su redención, dos prodigios que no podían conmensurarse de acuerdo con nuestras propias fuerzas, pero que estaban garantizados por la fe en Cristo, que vive en nosotros, nos renueva, nos rescata de nuestras miserias según un plan misericordioso que desde la eternidad anticipa los tiempos como predes­tinación a la salvación y en la misma eternidad los supera como concesión del premio. Jesús es en realidad el domi­nador del universo; en él se purifica todo y todo encuentra en él la razón de ser. Su misión constituye el más sensa­cional drama de la historia — de la suprema gloria divina a la última abyección de la cruz y de ésta de nuevo el re-

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San Pedro

torno a la primera — e infunde en nuestras conciencias la certeza de una seguridad inquebrantable. La respuesta hu­mana a esta realidad no puede ser por tanto otra que un amor que supera todo obstáculo.

Ésta es la perspectiva en que los discípulos inmediatos descubrieron a Jesús, pero la pasión con la que se adhirie­ron a él debemos descubrirla en sus mismas palabras.

La precedencia toca por derecho a las palabras de Pedro. Su nombramiento por parte de Cristo como cabeza del colegio apos­tólico y su investidura oficial como maestro y guía de la Iglesia le conferían ante todos los fieles un prestigio que nunca nadie intentó poner en duda. En sus palabras se percibe a la vez la calma de la autoridad y la convicción profunda de quien refiere hechos que fueron su causa primera. El aspecto arcaico de la estructura del pasaje corresponde al carácter de la primera interpretación cristiana de la persona de Jesús. Este discurso marca en su auten­ticidad sustancial3 la fundación histórica de la Iglesia y define su alma: es el esquema de la primitiva catequesis de los apóstoles y es el motivo que hizo acudir en masa a nuevos prosélitos, cuyas exigencias espirituales más íntimas satisfacía. Es el «manifiesto» del cristianismo.

La mañana del día de Pentecostés —estamos con toda proba­bilidad en el año 30 — la variopinta muchedumbre que llenaba Jerusalén quedó atónita ante el fragor que acompañó el descenso del Espíritu Santo en la comunidad reunida en el Cenáculo y ante el prodigio de la glosolalia con que los discípulos mostraron estar investidos del poder de una intervención directa de Dios. Aquel estupor, que constituía una favorable disponibilidad psicológica, pero que quedaba muy expuesto a degenerar en escepticismo bur­lón, requería una explicación. Entonces Pedro tuvo su primera alo­cución pública al pueblo judío (Act 2, 22-36)4 diciendo:

(22) Hombres de Israel5, oíd estas palabras: A Je­sús de Nazaret6, hombre acreditado7 por Dios ante vos­otros con milagros8, prodigios y señales 9 que por él realizó Dios entre vosotros, como bien sabéis 10; (23) a éste ", en­tregado según el plan definido y el previo designio de

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I. El anuncio de Cristo

Dios n, vosotros, crucificándolo por manos de paganos 13, lo quitasteis de en medio; (24) pero Dios lo resucitó 14 rom­piendo las ataduras de la muerte 15, dado que no era posi­ble que ella lo detuviera en su poder 16. (25) Porque David dice a propósito de él17: «Yo veía al Señor delante de mí continuamente, porque está a mi derecha para que yo no vacile. (26) Por ello se alegró mi corazón y estalló en cán­ticos mi lengua. Y hasta mi carne reposa en la esperanza (27) de que no abandonarás mi alma en el Hades, ni deja­rás que tu consagrado experimente la corrupción. (28) Me diste a conocer caminos de vida, me henchirás de delicias junto a ti18.

(29) Hermanos: Séame permitido deciros resueltamen­te 19 acerca del patriarca que no sólo murió y fue sepulta­do, sino que su tumba se conserva entre nosotros hasta el día de hoy 20; (30) pero siendo como era profeta, y sabien­do que Dios le había asegurado con juramento que un des­cendiente suyo se sentaría sobre su trono21, (31) previendo el futuro, habló de la resurrección de Cristo22: que no sería abandonado al Hades ni su carne experimentaría co­rrupción. (32) A este Jesús, Dios lo resucitó y todos nos­otros somos testigos de ello23. (33) Elevado a la diestra de Dios24 y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo 25, ha derramado lo que vosotros estáis viendo y oyen­do. (34) Porque David no ascendió a los cielos, y sin em­bargo dice: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi dies­tra (35) hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies» 26. (36) Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel2? que Dios ha hecho28 Señor29 y Cristo a este Jesús a quien vosotros crucificasteis 30.

La resurrección de Cristo, tan vigorosamente confirmada por Pedro, es tomada nuevamente por Pablo como tema central del cristianismo. La resurrección señala, en realidad, el discriminante entre humanidad y divinidad: el hombre por naturaleza está some-

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San Pablo

tido a la muerte, pero Dios le es superior. La prueba de la divini­dad de Cristo no está por consiguiente en el carácter sublime de su doctrina, sino en su victoria sobre la muerte: sin ella su religión sería una impostura y nuestra fe una frustrante ilusión que nos privaría de las satisfacciones terrenas sin indemnizarnos con los gozos eternos; con ella en cambio quedaría asegurada también nues­tra resurrección por la gracia de la solidaridad entre la humanidad de Cristo y la nuestra. Y no se trataría solamente de una recupe­ración de la vida en el sentido físico de superación de la muerte, sino que lo sería también en el espiritual de rescate de la culpa. Resurrección es ante todo redención: Cristo renueva y sublima a Adán. Éste fue el cabeza de estirpe de la vida, pero la abismó muy pronto con la doble muerte del cuerpo y del alma; aquél res­tituyó a uno y otra una vida sin límites. Pablo, frente a un grupo de cristianos de Corinto 31 que — muy probablemente corrompidos por la atmósfera deleitable y materialista que dominaba en aquella ciudad— negaban la resurrección, proclama con apasionada dia­léctica la identidad de suerte entre los fieles y Cristo, príncipe de los resucitados y dominador de la muerte (lCor 15, 12-26):

(12) Y si se proclama32 que Cristo ha sido resucitado de entre los muertos 33, ¿cómo es que algunos de vosotros dicen que no hay resurrección de muertos? 34 (13) Porque, si no hay resurrección de muertos, ni siquiera Cristo ha sido resucitado35. (14) Y si Cristo no ha sido resucitado, vacía 36 por tanto es también nuestra proclamación; vacía también nuestra fe; (15) y resulta que hasta somos falsos testigos de Dios 37, porque hemos dado testimonio en con­tra de Dios, afirmando que él resucitó a Cristo 38, al que no resucitó, si es verdad que los muertos no resucitan. (16) Porque si los muertos no resucitan, ni Cristo ha sido resu­citado. (17) Y si Cristo no ha sido resucitado, vana es nuestra fe; aún estáis en vuestros pecados39. (18) En este caso, también los que durmieron en Cristo están perdidos. (19) Si nuestra esperanza en Cristo sólo es para esta vi­da40. somos los más desgraciados de todos los hombres . (20) Pero no 42; Cristo ha sido resucitado de entre los muer-

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I. El anuncio de Cristo

tos, primicias de los que están muertos43. (21) Porque si por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la resurrección de los muertos **: (22) pues como en Adán todos mueren, así también en Cristo serán todos vueltos a la vida45. (23) Cada uno en el orden que le co­rresponde 46: las primicias, Cristo; después, los de Cris­to 47 en su parusía. (24) Después, será el final48: cuando entregue el reino a Dios Padre49, y destruya todo princi­pado y toda potestad y todo poder50. (25) Porque él tiene que reinar hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies 51. (26) El último enemigo en ser destruido será la muerte52.

El grandioso acontecimiento escatológico que san Pablo evoca al respecto representa el triunfo cabal de nuestra existencia, pero no se trata por cierto de una conquista personal nuestra, sino del triunfo del poder sin límites de Cristo a quien nos hemos unido. No hemos vencido nosotros a la muerte; la ha vencido él. Nos­otros no contamos solos, contamos sólo si nos adherimos a él; lo decisivo no es, pues, nuestra obediencia a la ley, sino más bien nuestra fe en él. Aunque el conjunto de deberes es, en el fondo, poco amplio, nos resulta muy pesado: la norma, dada nuestra de­bilidad, acaba por transformarse en denuncia de nuestros fallos. Esta miseria ontológica y ética se salva únicamente en el vínculo de comunión con Cristo: en la fusión de nuestra frágil vida con la suya infinita. Es una perspectiva que forzosamente se presenta como desatinadamente imposible si consideramos la distancia que nos se­para de él, pero que queda totalmente al alcance nuestro por gracia del inmenso amor que nos tiene. San Pablo se abandona a un momento de alborozo extático pensando que Cristo vive en cada uno de los fieles (Gal 2, 16-21) s:

(16) Pero sabiendo que el hombre no se justifica por las obras de la ley54, sino por la fe en Jesucristo55, nos­otros también hemos creído en Cristo Jesús, para ser jus­tificados por la fe en Cristo y no por las obras de la ley56, ya que por las obras de la ley nadie será justificado57.

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San Pablo

(17) Si procurando ser justificados en Cristo, resulta que también nosotros somos pecadores, ¿será que Cristo es ser­vidor del pecado? ^ ¡Ni pensarlo! (18) Porque, si lo que antes derribé lo edifico 59 de nuevo, me muestro a mí mis­mo transgresor 60. (19) Pues yo por la ley moría a la ley61, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado62. (20) Y ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí63. Y res­pecto del vivir ahora en carne, vivo en la fe M del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí. (21) No anulo la gracia de Dios; pues si por la ley viene la justifi­cación, entonces Cristo murió en vano65.

La asimilación a Cristo, que no suprime la autonomía individual sino que potencia al infinito la vida de cada cual, se despliega sobre todo con una renovación sustancial, que consiste en la reconciliación de todo el género humano con Dios mediante la expiación de los pecados operada por Cristo. San Pablo observa un proceso de puri­ficación que se efectúa con la eliminación de las escorias contaminan­tes del pecado, que corrompen a la humanidad manteniéndola se­parada de Dios. Es un salto cualitativo que siente acontecer en sí y en torno a sí: es el hombre nuevo que siempre han soñado todos los revolucionarios y que sólo Cristo ha logrado crear. Pablo comunica a los cristianos de Corinto (2Cor 5, 15-19) a su exultante descubrimiento: Cristo es quien renueva y reconcilia.

(15) Y por todos murió, para que los que viven no vivan ya67 para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió y fue resucitado68. (16) Así que nosotros, desde ahora en adelante, a nadie conocemos por su condición pu­ramente humana 69; y aunque hubiéramos conocido a Cristo por su condición puramente humana, ya no lo conocemos así ahora70. (17) De modo que si alguno está en Cristo, es una criatura nueva71. Lo viejo pasó. Ha empezado lo nue­vo. (18) Y todo72 proviene de Dios que nos reconcilió con­sigo mismo por medio de Cristo73 y nos confirió el servicio de la reconciliación74, (19) como75 que Dios es quien en

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I. El anuncio de Cristo

Cristo estaba reconciliando consigo el mundo, no imputan­do 76 a los hombres 77 sus faltas, y quien puso en nosotros el mensaje de la reconciliación 7S:

Si los apóstoles son los ministros de la reconciliación, el verda­dero artífice es evidentemente Cristo, el cual, ofreciéndose en sacri­ficio a sí mismo, presentó al Padre un rescate infinito que anuló los vanos sacrificios de animales que la ley mosaica mandaba in­molar en el templo. La repetición regular de estos sacrificios expia­torias ya denunciaba su ineficacia sustancial: su efecto se agotaba en el acto. En cambio, el sacrificio de Cristo, con su omnipotente eficacia, destruyó el pecado para siempre; Cristo fue el pontífice eterno y la víctima definitiva (Heb 9, 24-28)79:

(24) Pues no entró Cristo en un santuario de hechura humana, imagen del auténtico, sino en el propio cielo para aparecer ahora en la presencia de Dios en favor nuestro 80. (25) Ni tiene que ofrecerse muchas veces, como el sumo sacerdote, que entra, año tras año, en el santísimo con san­gre ajena 81; (26) pues, en tal caso, habría tenido que pa­decer muchas veces desde la creación del mundo 82. Pero, en realidad, ha sido ahora, al final de los tiempos 83, cuan­do se ha manifestado de una vez para siempre, a fin de abolir M el pecado con su propio sacrificio. (27) Y así como para los hombres está establecido el morir una sola vez 85, y, tras de esto, el juicio, (28) así también Cristo, ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos los hom­bres 86, aparecerá por segunda vez, sin relación ya con el pecado, a los que le aguardan, para darles la salvación 87.

El rescate del pecado fue una purificación, pero fue también una liberación y, sobre todo, un don de vida inmortal: Cristo nos dio estos dones por su desinteresada bondad, sin que nosotros pudiéramos aportar ninguna contribución de nuestra parte. A este amor magnánimo, san Pablo responde con la generosidad de su tes­timonio: Cristo lo ha salvado y él difunde su mensaje por todas

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San Pablo

partes como heraldo intrépido. Ahora languidece en una prisión que amenaza parar en un desenlace fatal; pero no teme: tiene plena confianza en aquel en quien siempre ha creído; no duda en poner €n juego la vida por aquel que se ha convertido en su motivo de vivir. Hacer frente a la muerte por fidelidad al vencedor de la muerte no le parece una mala inversión; en realidad, Cristo sabrá recompensar con magnanimidad real los méritos de sus fieles (2Tim 1, 8-12)":

(8) No te avergüences, pues, del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero 89; antes por el contrario, comparte conmigo los sufrimientos por la causa del evan­gelio apoyado en la fuerza de Dios90, (9) quien nos salvó y nos llamó 91 a una vocación santa 92, no según nuestras obras sino según su propio designio y gracia93, que se nos dio en Cristo Jesús desde la eternidad94, (10) pero que se ha manifestado ahora en la aparición 95 de nuestro Salva­dor, Cristo Jesús. Él ha destruido la muerte, y ha hecho aparecer, por el evangelio96, la vida y la incorrupción. (11) De este evangelio he sido yo constituido heraldo 97, apóstol y maestro. (12) Y por esta causa sufro 98 también todo esto. Pero no me avergüenzo, porque sé perfectamente de quién me he fiado, y estoy seguro del poder que tiene para guar­dar hasta aquel día el depósito que se me confió 99.

La munificencia del premio que san Pablo espera de Cristo es tanto más segura y espléndida por cuanto él tiene el poder in­finito que es propio del creador. Cristo emerge por encima del universo entero con su trascendencia soberana, que presupone la total divinidad de su naturaleza. Pero su preeminencia no es ale­jamiento o desdén; el abismo ontológico que lo separa de nosotros lo llena él con la inmensidad de un amor que lo empujó al sacrifi­cio de la cruz para rescatar y reconciliar en sí mismo todos los seres del mundo. Pablo grita su fe a los colosenses 10°, que se habían dejado inquietar por especulaciones de origen judío que confundían a Cristo entre la maraña de las jerarquías angélicas: Cristo es el primero de todos (Col 1, 15-20):

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I. El anuncio de Cristo

(15) Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura 1M, (16) porque en él102 fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles, ya tronos, ya dominaciones, ya principados, ya potestades 103: todas las cosas fueron creadas m por medio de él y con miras a él10S; (17) y él es ante todo m, y todas las cosas tienen en él su consistencia 107. (18) Y él es la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia I08; él es el princi­pio 109, el primogénito de entre los muertos no, para que así él tenga primacía en todo: (19) pues en él tuvo a bien resi­dir toda la plenitud m , (20) y por él reconciliar todas las cosas m consigo m , pacificando por la sangre de su cruz (por él), ya las cosas de sobre la tierra, ya las cosas que están en los cielos 114.

Cristo redentor del hombre y del universo, que muere para ele­varnos — a pesar y de acuerdo con nuestra pobre naturaleza — a su misma dignidad de hijos de Dios, que nos revela los deslum­brantes tesoros de la bondad divina, que constituye el centro al que todo tiende, en quien todo se ordena, en quien todo encuen­tra su unidad y su sentido, es la majestuosa perspectiva sobre la que Pablo fija su mirada. A través de un estilo áspero y laborioso — consecuencia natural de un pensamiento que, por primera vez en la historia, se adentra en horizontes de inaudita profundidad — transparenta, pese a que un control varonil lo atempera, el estupor y el entusiasmo de una intuición que embiste directamente a nues­tras personas. No se trata de problemas abstractos y especulativos más o menos alejados de la vida concreta, sino de realidades que determinan de manera sustancial nuestro destino. El descubrimien­to de Cristo es ante todo descubrimiento de nosotros mismos: no es una noción, es la conciencia de nuestra vocación y de la humana vivendi conditio. Pablo comunica a los fieles de Éfeso m su lumi­nosa certeza: Cristo es el fulcro del universo (Ef 1, 5-10):

(5) Nos había predestinado a ser hijos adoptivos en él por medio de Jesucristo "7 según el beneplácito de su voluntad "8, (6) para alabanza de la gloria de su gracia, de

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San Pablo

la cual nos dotó en el amado u9. (7) En él tenemos la reden­ción por medio de su sangre, el perdón de los pecados se­gún la riqueza de su gracia 12°, (8) que ha prodigado con nosotros en toda sapiencia y prudencia m , (9) dándonos a conocer el misterio de su voluntad 122, según el benévolo de­signio que se había formado de antemano (10) referente a la economía de la plenitud de los tiempos m: recapitular todas las cosas en Cristo m, las que están en los cielos y las que están en la tierra 125.

De este Cristo en quien se recapitula todo el universo, Pablo bosqueja, en un escorzo esencial, la misteriosa tragedia: desde su gloria divina, que le competía por derecho de naturaleza, se humi­lló hasta la ignominia de la cruz y desde este abismo vergonzoso se elevó hasta el fulgor de su grandeza infinita. Fue una aventura que dictó un amor tan desbordante que el hombre, que es también su beneficiario, no logra darse plena cuenta de ella: su razón se torna obtusa y sólo la fe lo transporta a una realidad que lo tras­ciende totalmente. De este drama máximo de la historia, Pablo di­buja a los filipenses126 el esquema sustancial, presentando a Cristo como un Dios crucificado y adorado por todo el universo (Flp 2, 5-11):

(5) Tener entre vosotros el mismo modo de pensar que tuvo Cristo Jesús 127: (6) el cual, subsistiendo en forma de Dios no hizo alarde de ser igual a Dios m, (7) sino que se despojó a sí mismo 129 tomando condición de esclavo 130, ha­ciéndose semejante a los hombres. Y presentándose en el porte exterior como hombre 131, (8) se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz 132. (9) Por lo cual133 Dios a su vez lo exaltó, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre m, (10) para que, en el nombre de Jesús, toda rodilla se doble 135 en el cielo, en la tierra y en los abismos 136; (11) y toda lengua confie­se 137 que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre 138.

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I. El anuncio de Cristo

Después de la sublime manifestación de sacrificio y grandeza que nos da Cristo, no le quedaba al hombre sino pronunciar su res­puesta, y san Pablo lo hace, en nombre de todos los fieles, procla­mando su fe indeclinable y su amor invencible. Cristo, después de haber muerto por nosotros, permanece todavía a nuestro lado en una constante obra de defensa e intercesión. No se separa nunca de nosotros, por lo que resulta lógico que tampoco nosotros permita­mos que ningún enemigo o ninguna dificultad nos separe de su lado. San Pablo reúne a los romanos139 consigo en un desafío consciente y definitivo. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 31-39):

(31) ¿Qué diremos, pues, a esto? 140 Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? 141 (32) El que ni si­quiera escatimó darnos a su propio Hijo, sino que por to­dos nosotros lo entregó 142, ¿cómo no nos dará gratuita­mente también todas las cosas con él? (33) ¿Quién acusa­rá a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica 144. (34) ¿Q uién podrá condenarlos? Cristo (Jesús), el que mu-no, mejor aún, el resucitado, es también el que está a la diestra de Dios, el que además aboga 145 en favor nuestro. (35) ¿Q uién podrá separarnos del amor de Cristo? m ¿Tri­bulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada? 4 (36) Conforme está escrito: Por tu causa somos entregados a la muerte todo el día, fuimos considerados como ovejas para el matadero 148. (37) Sin embargo, en to­das estas cosas vencemos plenamente 149 por medio de aquel que nos amó. (38) Pues estoy firmemente convencido de que ni muerte ni vida I5°, ni ángeles ni principados 151, ni lo presente ni lo futuro ,52, ni potestades 153, (39) ni altura m profundidad 154, ni ninguna otra cosa creada podrá sepa­rarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.

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II

CRISTO EN LA TRINIDAD

Ya en la primera generación cristiana Cristo aparecía a sus fieles como Dios y éstos no tuvieron ni la más míni­ma duda acerca de que su existencia superaba infinitamente los límites de su vida terrena: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por siempre» (Heb 13, 8): el tiempo queda traspa­sado en ambas direcciones hasta que pierde sus límites en la eternidad. La encarnación se revela pronto como un pe­ríodo cronológicamente exiguo dentro de la permanencia perpetua del Hijo de Dios. San Pablo — que era apenas más joven que Jesús, se convirtió seis años después de la crucifixión, inició su primer gran viaje misionero diez o doce años después, escribió su primera carta a veinte años de distancia— nunca demuestra ni dudas ni cambios: para él Jesús, su coetáneo, está unido por una indisoluble uni­dad personal con el Verbo divino, que en el seno de la Trinidad preexistía a los siglos. Cristo no fue deificado como sucedía con los emperadores romanos, no fue elevado por el mito al Olimpo: a la apoteosis se oponían el quis­quilloso monoteísmo hebraico, el oprobio del Calvario, la escasez de tiempo que no permitía reelaboraciones fantás­ticas. Desde el primer momento del que tenemos noticia documental y, ciertamente, desde el comienzo, desde la vi­sión de Damasco (año 36), para Pablo Cristo es el primero,

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II. Cristo en Ja Trinidad

el máximo, el único, el mediador, el redentor, el salvador, el rey del mundo, el centro del universo, el Señor Dios. En aquel compatriota suyo, que no conoció pero que bien podría haber encontrado por las calles y ciudades de Pa­lestina, Pablo descubrió inmediatamente dimensiones infi­nitas; era, ciertamente, hombre de carne y hueso, pero era también, con toda certeza, Hijo de Dios, coeterno con el Padre y con el creador de los cielos y la tierra. Pablo veía así a Cristo, y no nos consta que nunca nadie le objetara algo por ello; tuvo desavenencias con otros miembros de la Iglesia, pero nunca acerca de problemas de esta índole: en este punto el acuerdo era unánime y perfecta la identi­dad de opinión.

Esta concepción de un Cristo preexistente y anterior a los siglos no era, pues, adventicia en el patrimonio con­ceptual cristiano, como tampoco marginal ni vagamente ne­bulosa: era central y esencial. Era discriminante: para ser cristiano, era necesario aceptarla de lleno; cualquier res­tricción al respecto habría llevado a la herejía y, en con­secuencia, a la expulsión.

Habida cuenta de la absoluta preeminencia de esta doc­trina y de su carácter de eje sustentador de la fe, era natu­ral que sobre ella dirigieran su más vivo interés las mentes más especulativas en una sucesión ininterrumpida de esfuer­zos comprensivos e ilustrativos. La ortodoxia, a diferencia de la herejía, estableció inmediatamente la realidad del mis­terio insondable, pero el sentido de la impenetrabilidad no actuó nunca como un freno a la indagación. La certidum­bre de no poder alcanzar la meta final no descorazonó para nada los intentos de acercarse a ella, aunque fuera tan sólo un poco. Es a un tiempo conmovedora y entusiasmante esta constante batalla por comprender lo incomprensible y por expresar lo inefable. Los cristianos no se sintieron nunca autorizados a desistir en la aspiración a conocer, ensimis-

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Cristo en la Trinidad

mandóse en una fe que fuera un ciego abandono desde el primer momento. Tuvieron clara intuición de que la fe exige la inteligencia hasta donde ésta puede adentrarse y sintieron que la profundización conceptual era también una forma de culto: la verdad se dirigía también a los hombres para que la acogieran conscientemente. Un fideísmo acrítico hubiera supuesto un escaso aprecio del hombre y de Dios. Pero, cuestiones de dignidad personal aparte, existían otras razones de oportunidad pastoral: lucidez de ideas y preci­sión de enunciados eran cosas necesarias para difundir y defender genuinamente el mensaje evangélico. No podían conservarse los fieles ni ganarse neófitos sin la clara pre­sentación de una divinidad que tuviera una fisionomía su­ficientemente caracterizada.

Todo esto indujo a los cristianos a un continuo retorno al tema de Cristo en su preexistencia trinitaria fuera del tiempo. Si en Jesús estaba hipostáticamente unido el Hijo de Dios, ¿en qué relación estaba con el Padre? Eran pers­pectivas que se abrían a espacios indefinidos. No carece de animosa fascinación la empresa de seguir la marcha asidua, de época en época, hacia una comprensión cada vez más segura y una expresión siempre más idónea de verdades tan extrañas a nuestra experiencia y superiores a nuestras fuer­zas mentales como son las concernientes a la vida íntima trinitaria. Asistimos a un lento pero progresivo esclareci­miento de las interpretaciones, a la traducción de intuicio­nes en ideas, a su coordinación de un modo cada vez más orgánicamente sistemático, a su cristalización en fórmulas cada vez más claras y persuasivas. Ha sido una de las más grandes empresas culturales que la historia reconoce en todo su transcurso: la escalada del entendimiento humano hacia la naturaleza divina trascendente manifestó tesoros de genialidad y fervor.

A través de los pasajes que siguen se ha intentado ofre-

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II. Cristo en la Trinidad

cer una panorámica esencial de los momentos más signifi­cativos de esta ascensión, de las personalidades que se em­peñaron en ella, de los caminos que se siguieron, de las cimas que fueron conquistadas, de las caídas y extravíos que acontecieron. La severa limitación de espacio ha im­puesto una dura selección, ya sea en cuanto al número de temas ya sea por lo que se refiere a la diversidad de las voces, aunque pensamos que esta reseña ha de ser suficiente para descubrir horizontes quizás apenas entrevistos, para hacer sonar tonos de voz en buena parte nuevos y para inspirar un sentimiento de tremenda solidez, que tantos nostálgicamente añoran.

Tertuliano, en Adversus Vraxeam, escrito entre el 213 y el 217, nos ofrece el primer planteo claro del misterio trinitario y del lugar que ocupa en él el Hijo. El pasaje citado, tomado del cap. 8 (ed. Ae. Kroymann, CSEL XLVII, 1906, p. 238, 18-239, 12) destaca por su voluntarioso esfuerzo de imaginación y por el vigor del es­tilo. Su objetivo es mostrar —dentro de la línea de la más pura ortodoxia— que entre el Padre y el Hijo vige identidad de natu­raleza y distinción de personas:

(5) Dios produjo el Verbo', como nos enseña también el Paráclito2, del mismo modo que la raíz produce el ar­busto, la fuente el río y el sol sus rayos 3. De hecho, tam­bién estos objetos 4 son producciones 5 de aquellas substan­cias de que proceden. No tendría duda alguna en declarar al Hijo arbusto de la raíz, río de la fuente y rayo del sol, porque todo origen6 es padre y todo cuanto es producido por el origen es progenie y mucho más lo es el Verbo de Dios, que ha recibido también en sentido propio7 el nom­bre de Hijo. Y, no obstante, no se distingue el arbusto de la raíz ni el río de la fuente ni el rayo del sol, como tam­poco el Verbo de Dios. (6) Por consiguiente, partiendo del esquema conceptual de estos ejemplos, proclamo que

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Novaciano

hay que mencionar a dos personas, Dios y su Verbo, el Padre y el Hijo del Padre 8. De hecho, también la raíz y el arbusto son igualmente dos cosas, pero están unidas, y la fuente y el río son dos objetos 9, pero indivisos, y el sol y el rayo son dos aspectos de lo mismo que están conexos. (7) Todo cuanto procede de algo debe necesariamente ser segundo respecto de aquello de que procede, sin que por ello esté separado 10. Pero donde hay un segundo, es que hay dos y donde hay un tercero es que son tres. Tercero es en realidad el Espíritu que proviene de Dios y del Hijo, como tercero a partir de la raíz es el fruto que deriva del arbusto, tercero a partir de la fuente es el canal que deriva del río y tercero a partir del sol es la punta u en que ter­mina el rayo. Nada, sin embargo, se aliena de su matriz, de donde toma sus propiedades. Igualmente la Trinidad n, descendiendo del Padre a través de una serie de grados en­trelazados y conjuntos 13, no perturba en modo alguno la unidad de Dios 14 y conserva la condición de la procesión 15.

No obstante la precisa afirmación de que las tres personas, por tener una misma naturaleza constituían un solo Dios, a muchos es­píritus menos lúcidos y más temerosos el fantasma del triteísmo les originaba una inquietud invencible. Surgió así muy pronto el mo-dalismo que resolvió el dilema trinidad-unidad suprimiendo sim­plemente el primer término detrás de la frágil pantalla de aparien­cias mudables intermitentes de la única persona. Era una burda ra­cionalización del misterio, un rechazo categórico de innumerables afirmaciones de Jesús y un golpe al corazón de la fe cristiana. La reacción fue, por consiguiente, vigorosísima. Novaciano, en el De Trimtate (ed. G.F. Diercks, CC, Ser. Lat. IV, 1972, p. 63, 1 - 64, 23), hacia el 250, desmanteló estas desfiguraciones con un estilo claro, seguro, incisivo. El párrafo que sigue (cap. 27, 1-5) es un co­mentario agudo y sutil de un pasaje evangélico que los sabelianos utilizaban en defensa de sus tesis. La refutación evidencia seguridad de ideas y desenvoltura dialéctica:

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II. Cristo en la Trinidad

(1) Pero porque a menudo nos hieren con aquel pasaje famoso en que está dicho: «El Padre y yo somos una sola cosa» 16, también en esto les venceremos con la misma faci­lidad. (2) Si de hecho, como creen los herejes, Cristo hu­biese sido " el Padre, habría sido necesario decir: «Yo, el Padre, soy uno solo.» Pero cuando dice «yo» y luego intro­duce «el Padre» diciendo «yo y el Padre», separa y dis­tingue la individualidad de su persona, esto es, del Hijo, de la esencia generadora del Padre, y no solamente toman­do en consideración la pronunciación del nombre, sino tam­bién teniendo en cuenta el modo como coloca los grandes personajes que anteceden 18, porque podría haber dicho «yo el Padre», si hubiera tenido la idea de decir que era el Padre. (3) Y puesto que dijo «una sola cosa», los herejes perciben que no dijo «uno solo». De hecho, «una sola cosa», en neutro, indica la concordia de la conexión, no la unidad de la persona. Se dice realmente que es «una sola cosa» y no «uno solo», porque no viene referido al número sino que se anuncia en relación a la conexión con el otro. (4) Por último añade la palabra «somos», no «soy» 19, para mos­trar mediante el hecho de que dijo «somos» y «Padre», que las personas son dos. Decir luego «una sola cosa» con­cierne a la concordia y a la identidad de parecer y se re­fiere justamente a la conexión que da el amor, de modo que, mediante la concordia, el amor y el afecto, el Padre y el Hijo resultan con plena razón una sola cosa 20. Y por­que procede del Padre, sea lo que fuere lo que esta expre­sión quiera decir21, es Hijo, salvando con todo la distin­ción por la que el Padre no es el Hijo, porque tampoco el Hijo es lo mismo que el Padre22. Y no habría añadido «somos», si hubiera pensado ser desde el origen un Padre-Hijo único y solo.

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Eusebio de Cesárea

El sabelianismo, con su sustancial negación de la Trinidad, ins­piró a la Iglesia una aversión furibunda, que se expresó siempre a través de un renovado repudio a lo largo de varios siglos. Eusebio de Cesárea olfateó huellas de sabelianismo en Marcelo de Ancira23

y lo atacó con su compacto Contra Marcellum, escrito en el 336-337, del que damos I, 1, 13-17 (ed. E. Klostermann - G.Chr. Hansen, GCS: Eusebias Werke, vol. IV, 1972, p. 3, 34 -4 , 28). El celo de Eusebio, aunque ciertamente movido por el amor a la verdad, no deja de estar motivado también por antagonismos personales y de partido:

(13) ¿Cuál es la verdadera doctrina de la que habla san Pablo sino aquella que enseña a reconocer a Dios como Padre y que nos manda admitir al Hijo de Dios y buscar apasionadamente la participación con el Espíritu Santo? Podemos considerar todo esto como los signos con que sólo los cristianos pueden ser reconocidos; de esta manera se distingue la santa Iglesia de Dios de la impostura judaica. (14) Como de hecho el judaismo rechazaba el error poli­teísta y pagano con la confesión de un solo Dios, así tam­bién el excelente conocimiento del Hijo que posee la Igle­sia nos ha otorgado algo superior y de mayor importan­cia 24, enseñándonos a reconocer al mismo Dios como Pa­dre del Hijo unigénito, que es el Hijo realmente existente, viviente y subsistente25. «Porque como el Padre posee vida por sí mismo, así también dio al Hijo el poseerla por sí mismo» 26, decía y enseñaba en persona el Unigénito de Dios: (15) el Padre es por tanto verdaderamente Padre (y no exige este título solamente de palabra, ni tampoco es que posea una denominación falsa, sino que es en reali­dad y con los hechos Padre de un Hijo unigénito) y el Hijo verdaderamente Hijo 27. Pero quien entiende que el Hijo es solamente una palabra desnuda28, y da testimonio de que es sólo palabra e insiste en esta expresión afirmando que no era nada sino palabra que permanecía dentro29 mien-

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II. Cristo en la Trinidad

tras el Padre estaba en reposo, pero que obró en cambio cuando creó el mundo, de igual modo como sucede con los hombres en quienes la palabra descansa cuando callan y actúan, al contrario, cuando hablan, este tal se pone evi­dentemente de acuerdo con la manera de pensar judaica y humana y niega a aquel que es auténticamente Hijo de Dios. (16) Si uno preguntase a un judío si Dios tiene al­guna palabra, éste respondería que la tiene sin duda algu­na, desde el momento que todo judío admite que Dios tiene muchas palabras 30. Pero si se le preguntara si tam­bién tiene un Hijo, el judío no lo admitiría. (17) Si, no un judío, sino un obispo31 introdujera esta opinión concedien­do que aquella sola palabra32 está unida a Dios y es eterna e ingénita33 y que es una única y misma cosa con Dios, aunque se la denomine con los diversos apelativos de Padre y de Hijo, pero que en la sustancia y en la hipóstasis es una sola cosa, ¿cómo no habría de quedar claro que éste se ha revestido de Sabelio, pero que se ha apartado del cono­cimiento y de la gracia que se hallan en Cristo? 34

Mientras el sabelianismo sofocaba la Trinidad comprimiéndola en la unidad, el arrianismo la laceraba desarticulándola en una es­cala descendente, en la cual sólo el primer escalón se hallaba en real posesión de la divinidad. Ambos se preocuparon del monoteís­mo y lo realizaban en la estrecha y superficial pobreza de un siste­ma filosófico. La desbordante intensidad de vida íntima que un san Gregorio de Nacianzo en oriente y un san Agustín en occidente contemplaron desarrollada en la relación dinámica entre las perso­nas divinas se apagaba en el arrianismo en una pálida jerarquía de fuerte olor burocrático, de ningún modo mejor que el transformis­mo, algo farsante, que tanto gustaba a los sabelianos. El arrianismo fue un movimiento dotado de extraordinaria fuerza expansiva y de un impetuoso poder rompedor que durante todo el siglo iv des­compuso a la Iglesia, sobre todo oriental, provocando catástrofes y rumas sin número M. Para comprender este importante fenómeno histórico es necesario conocer su fundamento ideológico. Ofrece-

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Alejandro de Alejandría

nios, en consecuencia, el manifiesto del arrianismo tal como fue redactado, por primera vez en la historia, hacia el 320 por Ale­jandro, obispo de Alejandría, en la Encíclica a todos los obispos católicos § 3 (ed. H.G. Opitz, vol. 3, p. 6s, y MG XVIII, 573):

Dios no fue siempre Padre, sino que existió un tiem­po en que Dios no era el Padre36. El Verbo de Dios no existió siempre, sino que fue hecho de la nada. De hecho el Dios que posee el ser como propio hizo a aquel que no lo posee de aquello que no lo posee (ó yáp &v ©eó? TÓV (xí) OVTOC éx TOÜ p¡ OVTO? 7re7tohjxs)37, por esto existió un tiempo en que él no existía (̂ v UOTS 6TS OÚX -íjv)3S. El Hijo es, por consiguiente, una cosa creada y hecha y no es semejante al Padre según la sustancia y no es el verda­dero y natural Verbo del Padre y, todavía menos, su autén­tica Sabiduría39, sino que es una de las cosas hechas y producidas. Sólo impropiamente se le llama Verbo y Sa­biduría desde el momento en que fue hecho por el autén­tico Verbo de Dios y por la Sabiduría que reside en Dios, según la cual Dios hizo todas las cosas, incluido el Verbo. Por esto por su propia naturaleza es mudable (treptos) y cambiante40, como lo son todos los seres racionales. El Verbo es extraño, ajeno a la sustancia de Dios, y excluido de ella. El Padre es para el Hijo un misterio indescifrable, ya que el Verbo no conoce al Padre de manera perfecta y precisa, ni puede verlo de modo perfecto41. En realidad, el Hijo no conoce siquiera su propia sustancia como real­mente es, porque ha sido hecho para nosotros, queriendo Dios crearnos por medio de él como por medio de un ins­trumento. No habría existido si Dios no hubiera querido crearlo. A la pregunta de si el Verbo de Dios podía cam­biar como cambió el diablo, los arríanos tuvieron el coraje de responder afirmativamente, por cuanto, siendo hecho y creado, es de naturaleza sujeta a mutación (trepes)*2.

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II . Cristo en la Trinidad

Después de esta proclama del arrianismo, que presenta en lúci­da síntesis las tesis más importantes, es útil observar el espíritu y la técnica con que estas tesis calaban en la demostración analítica y en la propaganda corriente. La habilidad dialéctica que mostraban sus adeptos y el fervor de que estaban animados eran los principa­les componentes del éxito que arrastraban. Pero su argumentación, aunque superficialmente brillante, no resistía el examen que podía llevar a cabo una mente lúcida y aguda. Eran páginas hermosas, pero sin solidez de fondo; la lógica era demasiado vistosa y exce­sivamente complacida para ser robusta. Como ejemplo, en el ámbito latino, puede servir el De generatione divina, que Cándido, amigo del célebre retórico C. Mario Victorino, le dirigió hacia el 355: algunos trozos (ed. P. Henry-P. Hadot, CSEL LXXXIII, 1971, p. 1-14, como introducción a las obras teológicas de Mario Victo­rino) pueden servir de suficiente ilustración:

(§ 1 p 1, 4-10) Toda generación... es una especie de mutación 4 \ Pero es inmutable toda esencia divina, es de­cir, Dios; Dios precisamente por ser Padre se halla en todo y de todo es la causa primera. Si, por tanto, Dios es un ser intransformable e inmutable y, además, aquello que es intransformable e inmutable no es engendrado y no en­gendra nada, estando pues así las cosas, Dios es ingénito.

Y prosigue diciendo que, así como no había nada antes de Dios, Dios es ingénito, estribillo que repite a cada miembro del razona­miento...

(§ 3 p. 4, 26 - 5, 37) Dios es ingénito, por tanto sin principio y sin fin, por esto es infinito, pero si es infinito

entonces Dios es intransformable e inmutable. Si, ade­más, Dios se identifica con estos atributos, Dios tampoco genera. Generar o ser generado constituyen, de hecho, una especie de mutación y transformación. Se añade que ge­nerar es dar algo a lo que ha nacido, o todo o una parte. Aquel que genera alguna cosa, o perece, si da todo, o dis-

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Cándido

rninuye, si da parte**. Pero Dios permanece siempre igual. Por tanto, no genera...

(§ 4-9) Después de un largo desarrollo, en que quiere demos­trar que todo tipo de generación implica transformación, concluye un único razonamiento (§ 7 p. 8, 2-3) afirmando:

La generación por parte de Dios no acontece sin trans­formación. Si esto es, por otra parte, incongruente con Dios, no acontece ninguna generación de Dios...

(§ 10 p. 12, 1-5) ¿Qué puede deducirse y concluirse de todas estas consideraciones...? Que el Hijo de Dios, que es el Verbo que está junto a Dios45, Jesucristo... (puesto que no proviene) por generación de Dios, sino por producción de Dios, es la primera y originaria obra de Dios...

(§ 10 p. 12, 13-27) Dios lo llamó Hijo y Unigénito porque hizo sus obras:

Jesús es aquel que hizo las cosas que son a partir de las que no son...46 (Jesús) no actúa ni por propia inicia­tiva ni por propia voluntad, sino que quiere las mismas cosas que quiere el Padre y, aunque posee voluntad, dice no obstante: «Sin embargo, no sea como yo quiero, sino como tú» 47. Y no conoce muchas cosas que están en la voluntad del Padre, como por ejemplo el día del juicio 48. Éste es pasible, aquél es impasible; aquél es quien lo man­dó, éste el que fue mandado, y se puede continuar en este tono con relación a su encarnación, su muerte, su resu­rrección de los muertos, hechos todos que acontecieron al Hijo: esto no conviene al Padre, pero conviene a su obra, dado que es una obra plasmada en una sustancia que acoge propiedades diversas y aun contrarias...

(§ 11 p. 13, 8-22) Nadie reciba, pues, como una afir-

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II. Cristo en la Trinidad

marión desagradable que Jesús es obra de Dios, perfecta desde todo punto de vista, Dios por virtud de Dios49, espíritu por encima de todos los espíritus, unigénito por producción, hijo por potencia 50, hecho de sustancia, pero no de la sustancia51. De hecho Jesús es cada sustancia y la primera sustancia, cada actividad, cada logos, principio y fin; es principio y fin de las cosas que han sido hechas; es principio primero o causa primera, garantía y autor, comprensión y plenitud de todas las cosas que existen, de las corpóreas y de las incorpóreas... nuestro salvador, perfeccionamiento de todos52, como siervo para nuestra salvación, como señor después para castigo de pecadores e impíos, y también gloria y corona de justos y santos.

A la apología del arrianismo, que dirigió a Mario Victorino su amigo Cándido, replicó aquél con una eficaz refutación en la que rechazó las posturas adversarias. Teniendo en cuenta el tema que se le había propuesto, limitó su pequeño tratado (Ad Candidum Arrianum) a la generación del Verbo divino. De esta ágil y vigo­rosa réplica, entresacamos el § 30 (ed. P. Henry - P. Hadot, CSEL LXXXIII, p. 45, 1-21):

He aquí ahora, Cándido amigo, cuanto queda por de­cir : si Jesús es hijo, es hijo por generación; si además la generación es movimiento y el movimiento es mutación, y por otro lado es imposible admitir y delictivo afirmar que haya mutación en Dios, se sigue por necesidad que nada es generable de Dios mediante generación: Jesús no es, por tanto, Hijo proveniente de Dios mediante genera­ción . Hábil verdaderamente la secuencia con la que lle­vas a engaño, querido Cándido; pero, ¿a quién llevas a engaño? 5 ¿Quizá a ti mismo? Ciertamente sobre todo a ti. Dices, realmente, que «Dios hizo a Jesús». ¿Qué con­secuencias derivan? ¿Hacer no es acaso movimiento? Lo mismo que ejecutar 56. Por tanto, existe una mutación tam-

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Eusebio de Cesárea

bien en el hacer, si hay movimiento en el ejecutar. Ejecutar es precisamente hacer y lo mismo es hacer que ejecutar57. Así como ambos subsisten en el movimiento, se sigue por necesidad una mutación, lo cual es algo impropio58 de Dios, tal como se ha afirmado. Es preciso por tanto admi­tir o que hacer no es movimiento 59 o que no todo movi­miento es mutación. Pero hacer es movimiento y Dios hizo según un movimiento, pero no le acontece absolutamente la mutación. Si no todo movimiento es mutación, ¿qué es mejor escoger, por lo que concierne a Jesús, que existe por vía de generación o por vía de hechura? * En base a la inteligencia divina, que exista por vía de generación.

Junto a las posturas radicales del arrianismo pululaban otras diversamente moderadas, las cuales, influidas por la profunda reli­giosidad popular que de forma intuitiva veía a Dios en Cristo, in­tentaban suavizar las denegaciones de las interpretaciones más in­transigentes con elásticas admisiones parciales. De esta dúctil téc­nica de dar a entender más de lo que se dice, de entrelazar en un discurso confuso difícilmente analizable concesiones y reservas, de esconder detrás de una fachada luminosa sombras que no se desea confesar a los demás y en cierto modo ni siquiera a uno mismo, te­nemos un ejemplo ilustrativo en Eusebio de Cesárea, del que ofre­cemos algunos párrafos tomados del De laudibus Constantini, pa­negírico pronunciado al celebrar el trigésimo aniversario de la su­bida al trono imperial de Constantino, en el 335 (ed. LA. Heikel, GCS: Eusebius Werke, vol. I, 1902). Eusebio, gran historiador y mediocre teólogo, rechazó el homousios por temor al sabelianismo; habló del Hijo como de un segundo Dios y del Espíritu Santo como de un tercero, por temor a comprometer la unidad de Dios; fue subordinacionista como los arríanos, pero rechazó su idea de que Cristo procediera de la nada y tendió a considerarlo como eterna­mente generado por el Padre... Su fluctuante oscilación trinitaria era directamente proporcional a su considerable erudición histórica:

(Cap. 1 p. 198, 26-29) El Verbo tiene la gloria de ocupar el primer puesto en el dominio del universo y el

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II. Cristo en la Trinidad

segundo en el reino del Padre 61, por cuanto es la luz que trasciende el universo y que rodea jubilosamente al Padre; se coloca en medio 62 y separa la naturaleza que pensamos sin principio y sin generación (ingénita) de la substancia de las cosas creadas... (Cap. 3 p. 202, 1-2) (De todos los coros angélicos y espirituales que guían y orientan el mun­do) es señor 63 el Verbo real como un prefecto (hyparkhos) M

del gran rey... (Cap. 4 p. 202, 31-34) (El Verbo ha sido el único que nos ha explicado la sustancia invisible e in­corpórea del Padre), el Verbo de Dios, que penetra todas las cosas, que es padre de la sustancia racional e intelec­tual propia del hombre 65, que es el único que está vincu­lado (exemmenos) 66 con la divinidad del Padre, que nu­tre 67 a sus descendientes con cuanto emana del Padre. (De quien derivan todos los dones de que gozan los hombres)... (Cap. 11 p. 227, 5-9) Debemos admirar con inmenso es­tupor al Verbo invisible —el cual formó y embelleció el mundo y es el unigénito de Dios — que el creador del uní-verso — que está más allá y enormemente por encima de toda sustancia 68 —, después de haberlo engendrado de sí mismo, estableció como conductor y guía de este mun­do... 69 (E inmediatamente, en la p. 227, 15-20, prosigue:) (Y puesto que las naturalezas creadas no podían alcanzar a Dios, de quien les separa una distancia infinita), justa­mente, aquel que es la bondad integral y Dios del univer­so interpuso, en aquel que podemos denominar espacio in- ¡ termedio, el divino y omnipresente vigor de su Verbo uni- i génito. Éste mantiene con el Padre una relación que no puede ser más precisa e íntima y, estando en él, tiene la ventaja de conocer todos sus secretos 70; sin embargo, por su bondad suma se humilla y de algún modo se adecúa a aquellos que permanecen alejados de la cima suprema 71.

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San Hilario de Poitiers

Después del ondulante Eusebio, que buscó siempre los favores imperiales, el intransigente e inflexible Hilario de Poitiers, que desafió las iras imperiales por su indómito amor a la ortodoxia. El estilo, que en otras ocasiones es a menudo duro y pesado, en el párrafo que sigue (De Trinitate, II , 11; ed. I. Vizzini, en Biblio-theca SS. Patrum, ser. V, 1903; p. 107-108: compuesto entre el 356 y el 359) se vuelve muy incisivo; no es ya una exposición, es un epígrafe: el lenguaje a menudo es elíptico para dejar en primer plano los sustantivos que expresan la realidad. Son como puntos álgidos que escanden el ritmo de la marcha hacia la conquista de la verdad. La suma concisión, al tiempo que ayuda al pensamiento al evitarle la broza opaca, lo estimula a captar relaciones concisa­mente aludidas:

Es Hijo de aquel Padre que es el ser por excelencia 72, Unigénito del Ingénito, descendiente de un progenitor, vi­viente de un viviente. Como el Padre tenía vida en sí mis­mo, así al Hijo le fue dada la vida en sí mismo 73. Perfec­to de un perfecto, porque todo entero de un todo entero 74; no hay división ni laceración, porque uno está en otro75

y en el Hijo reside la plenitud de la divinidad 76. Es in­comprensible de lo incomprensible77; nadie de hecho lo ha conocido, sino por conocimiento mutuo78. Invisible de lo invisible, puesto que la figura de Dios es invisible79 y porque quien ha visto al Hijo ha visto también al Padre 80. Una individualidad distinta de otra individualidad distin­ta, porque uno es Padre y otro Hijo: la naturaleza de la divinidad no es una distinta de la otra, porque ambos son una sola cosa 81. Dios de Dios, de un solo Dios ingénito un solo Dios unigénito; no dos dioses, sino uno solo de uno solo; no dos ingénitos, porque uno que ha nacido proviene de uno que no ha nacido; uno no difiere en nada de otro, porque la vida del (Padre) viviente se halla nue­vamente en el (Hijo) vivo82. Éstas son las referencias que hemos hecho de la naturaleza de la divinidad, no abar­cando una plena comprensión, sino comprendiendo que

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II. Cristo en Ja Trinidad

no se pueden abarcar las cosas que estamos diciendo83. Es, pues, nula la función de la fe, me objetas, si no se podrá abarcar nada. Más bien, la fe debe proclamar que su función es propiamente ésta: saber que no puede al­canzar el objeto que investiga84.

Las ásperas controversias teológicas implicaron muy pronto en sus diferencias también al poder civil, por lo que asistimos a lo largo de todo el siglo iv a una alternancia de favores por parte de la autoridad imperial, que se inclinaba ahora en favor de los orto­doxos ahora en favor de los arríanos. Uno de los más intrigantes y encarnizados perseguidores de los católicos fue Constancio II (337-361), contra quien reaccionaron vivazmente los campeones de la ortodoxia, como san Atanasio (Apología ai Constantium imperato-rem: J>51) y san Hilario (Contra Constantium imperatorem: 360). Pero la oposición más violenta provino sin duda de Lucifer de Ca-gliari, en quien la recta fe alcanza la exasperación. Siguiendo su tem­peramento fogoso y escasamente equilibrado, atacó a sus adversa­rios arríanos y a Constancio, su protector, con una vehemencia tan impetuosa que acabó por dañar su propia causa y aislarlo en el cisma. Para una muestra de su alma intransigente y de su latín po­pular, del que hemos procurado que quede algún rastro en la tra­ducción, véase Moriendum esse pro Dei Filio § 4 (ed. G. Hartel, CSEL XIV, 1886, p. 291-292) compuesto, como el resto de invec­tivas parecidas, entre el 355 y el 361:

Pero tú85, en conformidad con tu bien conocida sa­gacidad 86, has pensado que tus soldados están dispuestos en cualquier guerra a morir por ti y luego has decretado que los cristianos deben ser negadores de Dios. Y, en cualquier caso, los tuyos sienten el dolor de las heridas, se entristecen de morir, se entristecen por perder esta luz. En cambio nosotros, en primer lugar, no podemos sentir los zarpazos del sufrimiento, porque en nosotros padece Cristo y porque en nosotros Cristo cumple la salvación eterna; en segundo lugar, puesto que no estimamos en nada el presente y estamos destinados a habitar para

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Lucifer de Cagliari

siempre en la suspirada luz perenne, ¿cómo puede ser que no prefiramos dejarnos matar por causa de Cristo, Hijo de Dios, dispensador de la vida eterna, en tus ma­nos contaminadas con el sacrilegio? 8S Nosotros, en reali­dad, vemos que no podemos complacer de otra manera a Dios Padre, si, obligados por tu prepotencia a renegar del único Hijo de Dios, no confesásemos, incluso con la propia muerte, que él es el verdadero Hijo de Dios. Tu abominable manera de pensar soporta de mala gana que digamos que Cristo, Hijo de Dios, es el Verbo de Dios, la Sabiduría de Dios, la virtud de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, nacido del Padre, es decir, de la sus­tancia del Padre, luz de luz, nacido, no hecho, que es de una sola sustancia con el Padre 89 — cosa que en griego se dice homousion —, que por su medio todas las cosas han sido hechas y que sin él el Padre nunca ha sido. So­porta de mala gana, oh gusano de Arrio, que sostenga­mos que el Padre y su único Hijo posean la misma es­plendidez, potestad, grandeza, eternidad, divinidad, por­que no es una novedad lo que nosotros, los delegados, propugnábamos en tu palacio y no cesamos de confirmar, que los cristianos hayan siempre creído en el pasado y en el presente tal como vemos que fue escrita la fe santa en Nicea ^ contra tu herejía arriana y contra todos los demás errores 91. Si sucediera que alguna vez abrieras los ojos de tu corazón, traspasados por la mordedura de la serpiente, verías que ésta es la fe que la Iglesia posee y defiende, que ella sabe que le ha sido confiada por los bienaventurados apóstoles. Si, sólo un instante, pudieses visitar todos los pueblos, hallarías, oh estupidísimo em­perador, que en todas partes los cristianos creen lo mis­mo que nosotros.

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I I . Cristo en Ja Trinidad

Un temple muy diverso había mostrado, en cambio, san Ata-nasio, el verdadero gran antagonista de los arríanos. Gran personaje que no descendía a pactar con nadie compromisos de ninguna clase, carácter indómito frente a cualquier persecución, alma sedienta de espiritualidad que nutría su ánimo con periódicas visitas a los mon­jes, espíritu refinado por una cultura amplia y profunda, inteligencia elevada que penetraba hacia la verdad del dogma y la traducía en normas prácticas para la conducta; con su especulación iluminó y consolidó la ortodoxia y refutó los errores de la herejía, así como con su actuación se puso a la cabeza de la Iglesia de oriente contra la presunción de los arríanos. Fue una personalidad de gran relie­ve, como pastor y como teólogo: un ejemplo de ello puede ser el § 4 de la Oratio III adversas árlanos (MG XXVI, 328-329), es­crita en el período inmediatamente siguiente al 335-336, en que asistimos al magnífico espectáculo de un noble ingenio que intenta esclarecer el misterio de las relaciones entre la naturaleza, la perso­na y la divinidad del Padre y del Hijo. Los resultados en el plano racional son dignos de ser destacados, pero más notables son toda­vía el fervor y el esfuerzo:

(El Padre y el Hijo) son una sola cosa, no en cuanto una cosa sola acabe por dividirse en dos partes, que no resultan ser más que una sola cosa, y mucho menos en cuanto una sola cosa se nombre dos veces, de modo que la misma persona una vez se torne Padre y otra Hijo de sí mismo: ésta era la concepción de Sabelio, el cual fue juzgado hereje. Son al contrario dos, porque el Padre es Padre y no es al mismo tiempo Hijo, y el Hijo es Hijo y no es al mismo tiempo Padre. Pero la naturaleza es una sola: en realidad, el engendrado no es diverso del que en­gendra, puesto que es su imagen y todo cuanto es del Padre es también del Hijo 92. Por esto el Hijo no es otro Dios, porque no ha sido proyectado desde lo externo93, ya que, en este caso, iríamos a parar inevitablemente al politeísmo, al pensar en una divinidad extraña a la del Padre. Pero aunque el Hijo es algo diverso en cuanto en­gendrado, es sin embargo la misma cosa en cuanto Dios 94:

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Eunomio

¿l y el Padre son una sola cosa por la propiedad y la exclu­sividad de la naturaleza y por la identidad de la única di­vinidad 95. De hecho también el esplendor es luz, no es posterior al sol, no es una segunda luz y no es tal en cuanto participa del sol, sino que es por él total y pro­piamente engendrado. Aquella que es así engendrada cons­tituye necesariamente una sola luz y nadie podría decir que son dos luces; pero se dice que el sol y el esplendor son dos, pero que sólo es una la luz proveniente del sol, la cual con su esplendor ilumina el universo. Así también la divinidad del Hijo y la del Padre, que por esto es in­divisible y, de este modo hay un solo Dios y no hay otro fuera de él. Siendo ellos por tanto una sola cosa y siendo única la divinidad, se refieren al Hijo las mismas afirma-maciones que se refieren al Padre, excepto el apelativo de Padre.

Mientras tanto, un poco de la dinámica interna propia de todo movimiento de pensamiento y un poco por responder a los vivaces ataques certeros de la apologética ortodoxa, el arrianismo sufría una múltiple evolución. Entre las diversas corrientes más o menos moderadas destacó muy prontamente el anomeísmo, que se impuso como la orientación más representativa, recrudeciendo las negacio­nes y haciendo más sutilmente sinuosa su propia dialéctica.

El corifeo fue Eunomio, ex obispo de Cícico, quien hacia el 361 compuso una Apología. La importancia histórica y cultural de este personaje dotado de indiscutibles cualidades y sobre todo de una refinada habilidad de raciocinio, el hecho de que, aunque de­rrotado por los tres grandes capadocios, compatriotas suyos, pusiese a prueba todos los recursos de éstos, la circunstancia de que esta Apología (MG XXX, 836-868) sea el documento más amplio y auto­rizado sobre las doctrinas anomeas que nos haya llegado, aconsejan una sucinta presentación de la obra.

(Eunomio enuncia) la profesión de fe más simple y co­mún para todos aquellos que quieren parecer o ser cris-

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II. Cristo en la Trinidad

tianos (resumiéndola en estos términos): Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente, de quien proviene todo; y en un solo unigénito Hijo de Dios, el Verbo divino, Se­ñor nuestro Jesucristo, por medio del cual procede todo; y en un solo Espíritu Santo, Paráclito, en quien acontece la distribución de toda gracia en proporción a lo que con­viene a cada uno de los santos (§ 5, col. 840 BC).

Pasa luego a comentar analíticamente la síntesis que había re­dactado con un consciente carácter genérico para sorprender la bue­na fe de los fieles ortodoxos más atentos a lo que se decía que a lo que quedaba implícito. Desplegando una enorme profusión de lógica, alcanza el núcleo de su especulación teológica afirmando que Dios es «ingénito o mejor que es una sustancia ingénita» (§ 7, col. 841 C), determinación negativa que no implica en modo alguno privación (§ 8), pero que coloca platónicamente a la divinidad en una trascendencia absoluta (§ 9-10). Sería, en consecuencia, «in­mundo» y «absurdo» — declara — que se «asemeje a la sustancia ingénita la engendrada» ( § 1 1 , col 845 D). Llegado a este punto, a Eunomio sólo le queda concluir que «nadie puede ser tan simple y desvergonzado en su impiedad que sostenga que el Hijo es igual al Padre», fundamentando su base dialéctica en un vistoso dilema: «Si es ingénito no es hijo y si es hijo no es ingénito» (§ 11, col. 848 A). Siendo hijo, y por tanto engendrado, debía no existir para poder ser engendrado (I 13-15); pero puesto que Dios cuando en­gendra no transmite su propia naturaleza, que es la de ser ingénito, y cuando crea no tiene necesidad de materia preexistente, podemos afirmar igualmente que el Hijo ha sido engendrado o bien creado, ya que esta terminología referida a Dios no tiene el mismo valor que cuando se emplea para los hombres (§ 16-18). Además —con­tinúa siempre Eunomio— si el Padre y el Hijo «tienen denomi­naciones diversas, es preciso admitir que tenemos también sustan­cias diversas» (§ 18, col. 853 B). Esta disconformidad en la esen­cia está confirmada por la desemejanza en la acción, en cuanto «hay una gran diferencia entre aquel que actúa por propio poder y el que opera según indicación del Padre y confiesa no hacer nada por iniciativa propia» (Jn 5, 19; § 20, col. 856 C). A las argumenta­ciones de tipo racional intenta Eunomio añadir la confirmación de las citas bíblicas, afirmando que el Salvador mismo reconoció al

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Eunomio

único Dios como su propio Dios (Jn 20, 17), como el único Dios verdadero (Jn 17, 3), como el único sapiente (Me 13, 32), como el único bueno (Mt 19, 17), el solo poderoso (lTim 6, 15), el único inmortal (ibídem, 16). No obstante, nadie debe preocuparse por e sto, a su parecer, porque las afirmaciones anteriores no pretenden suprimir la divinidad o la sabiduría o la inmortalidad o la bondad del Unigénito, sino solamente establecer la diversidad que existe frente a la preeminencia del Padre: «Confesamos de hecho que el Unigénito es Dios y nuestro señor Jesucristo, que es incorruptible e inmortal, sabio, bueno...» (§ 21, col. 857 A).

La contradicción eunomiana, por la que el Hijo es declarado a la vez Dios e inferior a Dios Padre, se relaciona con la idea de la gradación divina característica de los griegos y en especial de Pla­tón, los cuales admitían por debajo del Dios supremo y trascen­dente la divinidad subalterna del demiurgo y a veces una serie infinita de demonios (de esencia más bien indecisa), que culminó en las alucinaciones teogónicas de los gnósticos. El emanatismo plotiniano, que halló una sutil aceptación en los ambientes cristia­nos por su austera ascesis y el elevado estímulo hacia la purifica­ción mística que acababa en la contemplación — elementos muy propios de la escuela neoplatónica —, ejerció ciertamente una in­fluencia amplia y evidente. De aquí la facilidad con la que los euno-mianos proclamaban la divinidad del Hijo: por su concepción re-ductiva, la divinidad podía existir de hecho con la cualidad de criatura, si a éste se le reconocía una dignidad excepcional (§ 28, col. 868 BC). Eunomio declara en consecuencia necesario quitar de en medio toda semejanza del Hijo con el Padre según la esencia (S 22, col. 857 C), recurriendo también a la argumentación de que el apelativo de Hijo denota la sustancia, mientras que el de Padre indica una acción (§ 4, col. 860-861). La progresiva disminución en el plano ontológico propia de la Trinidad implica naturalmente, por otra parte, que el Espíritu Santo, que es tercero en el orden, sea también tercero en la dignidad y en la naturaleza (§ 25). En el resumen final (§ 26-28), Eunomio insiste de modo significativo en la fórmula típica que expresa bien su teoría:

(Dios) engendró e hizo, antes de todas las cosas, al Unigénito Dios, nuestro señor Jesucristo, por medio del cual todo empezó a existir... en cuanto a la esencia no

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puede compararse con aquel que le engendró, ni puede serlo con el Espíritu Santo, que por su medio vino a la existencia: es inferior, en efecto, al primero en cuanto es criatura; es, en cambio, superior al segundo en cuanto creador (§ 26, col. 864 AB). (Sucesivamente Eunomio re­afirma que Dios) es Dios y creador y artífice de todas las cosas, pero que, ante todo y de manera especial, lo es del Unigénito... Engendró y creó e hizo al Hijo... sin comu­nicarle nada de su propia sustancia... Él es en realidad el único ingénito y es imposible que sea engendrado algo según una sustancia ingénita... no lo engendró según su propia sustancia, sino como lo quiso (§ 28, col. 868 AB).

Las especulaciones de Eunomio eran aparentemente atrayentes y sugerentes, aunque su estructura interna era sumamente débil. Pero se requerían ojos bien abiertos para contemplarlas en toda su debilidad, así como se necesitaba seguridad en los propios plantea­mientos para no dejar escapar a un adversario que se distinguía por su capacidad de escabullirse y escurrir el bulto. En esta tarea des­tacó con luz propia san Basilio, el cual, con los tres libros de Adver-sus Eunomium escritos entre el 363 y el 365, emprendió su refu­tación. En ellos, como puede verse en los pasajes que hemos se­leccionado — II, 11 y 12, MG XXIX, 592-593—, puede admi­rarse tanto la solidez como la objetividad del razonamiento:

(II, 11 col. 592 B). Se aferra todavía a las mismas artimañas 96. Nos habla de la sustancia del Hijo, como si nos viniera a decir que el Hijo es algo que está fuera de ella y de esta manera se cura en salud " para dar cobijo a su blasfemia, en cuanto no dice abiertamente que el Hijo ha sido engendrado de la nada, sino que ha sido engendrada su sustancia que antes no existía. Dime: ¿an­tes de qué no existía? ¿No veis su engaño? Compara la sustancia consigo misma, para que todos puedan tener la impresión de que dice cosas tolerables. Naturalmente, no dice que ella no existía antes de los siglos ni tampoco

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San Basilio

simplemente que no existía sino que no existía antes de su propia constitución. Pero dime: ¿sostiene acaso que la sustancia del Padre es anterior respecto de su propia cons­titución?

Prosigue demostrando lo absurdo de un planteamiento del géne­ro, ya sea que se entienda la prioridad en el sentido canónico ya sea que se la considere en sentido cronológico. A las capciosas e huidizas frases de Eunomio, Basilio contrapone su sólido pensa­miento ortodoxo:

(II, 12 col. 593 A). Pero si es bueno y conveniente para la beatitud de Dios ser Padre, ¿por qué razón no habrá poseído desde el comienzo lo que le era convenien­te? En todo caso se atribuirá esta carencia o a la igno­rancia de lo mejor o a la impotencia; a la ignorancia, si sólo más tarde ha descubierto lo mejor; a la impotencia en cambio si, pese a conocer y comprender lo mejor, no ha conseguido hacerse con lo que era más bueno. Porque si (¡pero decirlo sería una impiedad!) no es bueno para Dios ser Padre, ¿por qué motivo ha cambiado y ha esco­gido lo peor? ¡Que esta blasfemia caiga sobre quienes son de ella responsables! El Dios del universo es Padre desde el infinito y nunca comenzó a ser Padre98. Pues no era en realidad la falta de poder lo que le impedía realizar su voluntad ni ningún ciclo de siglos debía esperar para que, igual como sucede con los hombres y el resto de anima­les, después de alcanzada la plenitud de la edad y adqui­rida la capacidad generativa obtuviese cuanto deseaba: sería en realidad cosa de locos pensar y decir estas cosas. Posee en cambio una paternidad (permítaseme esta ter­minología)99 que se extiende paralela a su eternidad. Por tanto el Hijo, dado que existe antes de todos los siglos y que existe siempre, no empezó nunca a existir sino que desde que existe el Padre existe también el Hijo y el con-

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cepto de Hijo hay que pensarlo en el mismo instante en que se piensa el de Padre. El Padre, de hecho, es eviden­temente Padre de un Hijo. Del Padre, pues, no hay prin­cipio, y por otra parte principio del Hijo es el Padre: en medio no hay nada. ¿Cómo, pues, no existía desde el co­mienzo — éste es realmente el sentido de la expresión «an­tes de la propia constitución», que éstos enuncian con in­trigas capciosas— aquel de quien nada existe que pueda pensarse como anterior excepto aquel de quien recibe su existencia, que no lo precede por una extensión en el tiem­po sino que es antes que él porque es su causa? 10° Si por consiguiente se manifiesta eterna la comunión del Hijo con aquel que es Dios y Padre, mientras nuestro pensa­miento va del Hijo al Padre sin pasar por ningún vacío 101

y conecta sin ningún intervalo al Hijo con el Padre, de quien no queda separado por ningún intervalo intermedio, ¿qué posibilidad de inserción queda a la malvada blasfe­mia de quienes dicen que él ha sido elevado al ser desde la nada?

En la discusión no podía faltar la intervención de san Epifanio de Salamina (llamada luego Constanza) de Chipre, conocido por su integridad de vida, su amplia erudición, su fidelidad a la ortodoxia y su hostilidad contra todas las herejías, de las que nos dejó una descripción articulada en 80 números. Tratando de los arríanos, reafirmó la verdad católica subrayando la eterna coexistencia del Padre y del Hijo (Panarion, 69, 71, 5, ed. K. Holl, GCS: Epipha-nius I II , 1, 1933, p. 219, 15-220, 5). De conformidad con su temperamento y su personalidad, realiza una exposición teológica­mente irreprochable, clara y categórica en la enunciación del dog­ma, a la que no obstante falta originalidad y viveza. Escribe entre san Basilio y san Gregorio de Nacianzo (en el 375-377); está de acuerdo con ellos, pero es clara la superioridad de estos últimos:

Si se interpone alguna diversidad entre la naturaleza de Dios y la vuestra, ante todo hay que decir que la vuestra

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San Epifanio de Salamina

no logra comprender en Dios aquello que es incompren­sible y, en segundo lugar, que es impío que os imaginéis a Dios según vuestra sustancia. En nosotros 102, en efecto, se engendra lo que no existía, porque también nosotros no éramos un tiempo sino que hemos sido engendrados por nuestros padres, que a su vez tampoco existían un tiempo y, así de igual manera, paso a paso hasta Adán al comienzo de la humanidad. Adán, que un tiempo no existió, prove­nía de la tierra y la tierra a su vez provenía de la nada, porque no existió siempre 103; Dios en cambio siempre fue Padre y engendró un Hijo tal como él era por naturaleza. Y lo engendró siempre existente, no como un hermano que estuviera a su lado 104, sino engendrado por él, igual a él según naturaleza, Señor de señores, Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero. Y todas las ideas que nos hacemos con relación al Padre, debemos igualmente hacér­noslas con relación al Hijo de idéntica manera, y todo cuan­to creemos acerca del Hijo de igual modo debemos creerlo propio del Padre. Cristo de hecho declara: «Quien no cree en el Hijo como cree en el Padre y no honra al Hijo como honra al Padre, es objeto de la ira de Dios» 105, así está escrito en el santo Evangelio. Su capciosa argumenta­ción 106 cae así de nuevo. Porque Dios es incomprensible, ha engendrado un Dios incomprensible 107 antes de todos los siglos y de todos los tiempos y no hay intervalo entre el Hijo y el Padre 108 sino que, mientras piensas en el Pa­dre, piensas al mismo tiempo en el Hijo y mientras nom­bras al Hijo nombras al mismo tiempo al Padre. Partiendo de hecho del concepto de padre se piensa en el de hijo y partiendo del concepto de hijo se pone en claro el de padre. ¿Dónde puede haber un hijo si no hay un padre y cómo puede haber un padre sin haber engendrado por lo menos a un hijo? 109 ¿Cómo puede el Padre no ser llamado Padre o Hijo el Hijo, de manera que algunos piensen en un Pa-

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dre sin Hijo, el cual, como si hubiera hecho un progreso, haya engendrado a un Hijo, de suerte que, tras la gene­ración, el Padre pueda llamarse Padre de un Hijo? Ten­dríamos así que progresa en la divinidad aquel que es perfecto y que no tiene necesidad alguna de perfecciona­miento no.

La temática de las relaciones entre el Padre y el Hijo, núcleo de la teología trinitaria y en consecuencia punto cardinal de la doc­trina católica, como lo era de la eunomiana, fue reemprendida con fines de investigación y profundización por san Gregorio de Na-cianzo. Teólogo por antonomasia, con su célebre perspicacia de pensamiento y exactitud en las formulaciones hizo pedazos el dile­ma de Eunomio proponiendo una solución que quedó como clásica en la especulación trinitaria y que puede considerarse definitiva. He aquí el pasaje en cuestión, contenido en la Orado XXIX (Theolo-gica III), 16 (MG XXXVI, 93-96), que se remonta al 380:

Padre, dicen m , es nombre o de esencia o de acción. Así creen bloquearnos entre los dos cuernos de un dilema. Si de hecho decimos que lo es de esencia, admitiremos que el Hijo es de esencia diversa (que el Padre): desde el momento en que la esencia de Dios es única, el Padre, en su opinión, acaparó anticipadamente la esencia m. Pero si lo es de acción, tendremos que conceder que el Hijo es creado y no engendrado: desde el momento en que si hay alguien que actúa hay también alguien necesariamente que es producido por esta acción 113. Entonces ellos proclamarán estar aterrados ante la perspectiva de que lo hecho pueda ser la misma cosa que aquel que lo ha hecho. Yo mismo me sentiría invadido por una inquietante turbación ante vuestro dilema en el caso de que se debiera escoger forzo­samente una de las dos alternativas y no pudieran ser am­bas descartadas sosteniendo una solución más verdadera. ¡Oh, flor y nata de sabios! Padre no es nombre de esencia

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Sinesio de Cirene

ni de acción; lo es en cambio de relación m e indica la re­lación que une al Padre con el Hijo o al Hijo con el Padre. Como de hecho entre nosotros los hombres estas denomi­naciones expresan una auténtica pertenencia a la familia, así en Dios designan que el engendrado posee identidad de naturaleza con el progenitor 115. Pero concedamos, si así os place, que Padre sea nombre de esencia: incluirá al Hijo, no lo excluirá, si nos atenemos al modo común de razonar y al significado de estos apelativos. Y sea también nombre de acción, si esto es lo que queréis; tampoco de esta ma­nera nos haréis caer en la trampa. Análogamente procedería que el Padre habría actuado haciendo existir a un indivi­duo de su misma esencia m, por más que imaginar una ac­ción de este género es, sin duda, una extravagancia.

Hemos visto a Cristo proyectado en los trasfondos eternos de la vida íntima divina por la intensa meditación de unos obispos con gran profundidad teológica. Escuchemos ahora un panegírico que lo considera creador y conservador del universo: la voz sale del alma de una figura simpática y original. Literato de cultura refinada, gran señor que se deleitaba con la caza y la filosofía, de­fensor de sus conciudadanos contra las razzias de las tribus del desierto, amable padre de familia y obispo solícito, Sinesio de Ci­rene (370/375-413/414) contó con frecuencia en sus Himnos, a Cristo117 poniendo en verso una singular mezcla de cristianismo y filosofía de su tiempo. En los párrafos que siguen (Himno II , ver­sos 132-226; ed. A. Dell'Era, en «Classici Latini e Greci», Tummi-nelli, Roma 1968, p . 103-109), compuestos hacia el 403, se pone de evidencia el fervor cerebral de Sinesio, su misticismo cósmico, el cambio incoherente de las imágenes, la nebulosa indeterminación de las referencias; el conjunto, no obstante, aparece sumergido en Una voluntariosa sinceridad así como en una ingenuidad tan candida que no suscitó escrúpulo alguno ni en él ni en los demás:

(132) Te engendra la mente del Padre inefable y, ape­nas concebido, eres el Verbo del Genitor; surgiste antes que nada de la primera raíz 118, tú que eres la raíz de todas

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las cosas que han existido después de tu nacimiento ilus­tre. (141) La unidad inefable119, la semilla120 de todo te engendró como semilla de todo. (145) Tú estás de hecho en todas las cosas; por medio de la naturaleza más excelsa, la intermedia y la que más abajo 121 está gozando de los excelentes dones de tu Padre, de la vida fecunda 122. (152) Gracias a ti el globo siempre inmune a la vejez rueda 123

en un giro infatigable su órbita circular; a tus órdenes el grupo de las siete estrellas emprendió la danza en corres­pondencia con los potentes vórtices de la inmensa cavidad celeste124; (160) por tu querer, oh Hijo gloriosísimo, las numerosas luces del cosmos embellecen una única cúpula (celeste); de hecho tú, recorriendo veloz en torno el cón­cavo cielo, mantienes compacto el transcurso de los siglos para que no se desvanezca125; (169) bajo tus santas leyes, oh beatísimo, en las profundidades del cielo interminable pace la grey de los astros luminosos. (175) A cuantos ha­bitan en los cielos, en el aire, sobre la tierra y bajo ella 126, tú, siempre tú, atribuyes su tarea y les suministras vida. (181) Tú presides la inteligencia y la otorgas a los seres so­brehumanos y a todos aquellos mortales que han tomado la bebida de un destino de racionalidad. (186) Tú das el alma a todos aquellos que del alma derivan la vida y una naturaleza incansable. (190) De tí pende el vastago que el alma ignora y todo cuanto carece de respiración de tu seno toma una conexión que se le transmite, por medio de tu fuerza, del inexplicable seno paterno, de la unidad ocul­ta . (202) De ella 128 el arroyo de la vida fluyendo alcanza hasta la tierra y actúa por tu fuerza atravesando indeter­minables mundos espirituales 129; (208) de ella desciende la fuente de los bienes que el mundo visible acoge y que es figura del espiritual130. (213) Este mundo visible 131 po­see un segundo sol, el cual engendra con su ojo esplendo­roso una luz que brilla en un grado inferior, gobierna la

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San Agustín

materia que nace y muere, es imagen sensible del Hijo que, en cambio, es racional por naturaleza, suministra132 los bienes que nacen del mundo, según tu voluntad, oh Hijo gloriosísimo 133.

En la cima de estas referencias hay que poner por derecho pro­pio la figura dominante y fascinante de san Agustín, que ha pro­nunciado las palabras más profundas, más vivas, más fervorosas que un cristiano haya nunca proferido. En el De Trinitate V, 3, 4 (ed. W.J. Mountain - Fr. Glorie, CC L, 1968, p. 208, 3 - 209, 25, que corrigen pasajes de ML XLII), redactado con varias interrupciones y vuelto a empezar entre el 400 y el 416, ataca el ingenitus euno-miano con una agilidad de movimientos y una seguridad de toques que convencen al lector. Aquí, como muchas veces en otros luga­res, san Agustín, al mismo tiempo que enseña, fascina; su extraor­dinaria lucidez mental convierte su teología en arte:

Entre tantas argumentaciones como los arríanos suelen utilizar en sus discusiones contra la fe católica, están per­suadidos de que la más ingeniosa de ellas es la que expre­san con las siguientes palabras: «Todo cuanto de Dios se dice o se piensa no es dicho con referencia a una cualidad accesoria sino con relación a la sustancia 134. Por esto, que el Padre sea ingénito es con relación a la sustancia y que el Hijo sea engendrado es con relación a la sustancia. Pero ser ingénito y ser engendrado son dos cosas diferentes; por tanto es diversa la sustancia del Padre y del Hijo.»

A ellos respondemos: si todo cuanto de Dios se dice es dicho con relación a la sustancia, entonces aquello que se ha dicho: «El Padre y yo somos una sola cosa» 13S, ha sido dicho con relación a la sustancia. Una sola es, por consiguiente, la sustancia del Padre y del Hijo. O bien, si esto no fue dicho con relación a la sustancia, entonces algo se dice de Dios no en relación con la sustancia y, por tan­to, no estamos obligados a entender ingénito y engendrado con relación a la sustancia. Igualmente ha sido dicho del

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Hijo: «No hizo alarde de ser igual a Dios» 136. Pregunta­mos, con relación a qué es ser igual. Si, de hecho ser igual se dice no en relación a la sustancia, se admite entonces. que algo es dicho de Dios no en relación con la sustancia; admitan entonces que ingénito y engendrado se dicen no en relación con la sustancia. Si no lo admiten, puesto que sostienen que respecto de Dios todo se dice con relación a la sustancia, con relación a la sustancia el Hijo es igual al Padre™.

De la polémica ágil de un luchador de estilo a la didáctica agradable y reflexiva de un maestro dotado de notables recursos para mantener siempre a punto el interés. En el De symbolo ad catechumenos III , 8 (ed. R. Vander Plaetse, CC XLVI, 1969,. p. 190-191), el autor hace frente al arduo problema de la coeter­nidad del Padre y del Hijo, misterio en que la mente humana se pierde. El tratamiento muestra claridad intelectual, dominio del problema, agilidad de lenguaje, pasión por la verdad, afecto para los oyentes a quienes intenta llevar paso a paso, aunque no les per­mite ni un momento de descanso: sus formulaciones son claras pero exigen un ánimo despejado. Es un camino hacia la verdad du­rante el cual se van abriendo nuevos horizontes. La paternidad de esta obra ha suscitado una discusión en la que se han enfrentado opiniones contrarias: a los que la atribuyen (presumiblemente) a Quodvultdeus (que en el 437 era obispo de Cartago), se oponen quienes piensan que es de san Agustín. Ciertamente, si pertenece al discípulo, hay que convenir que logró un estilo encantadoramen-te semejante, y también que se acercó a los movimientos y a la téc­nica pedagógica del insigne maestro, con quien tuvo una gran fa­miliaridad. El pasaje de hecho Augustinum olet:

Nació antes de todos los tiempos, nació antes de todos los siglos. Nació antes. Pero, ¿antes de qué cuando no hay antes? No penséis en modo alguno en un determinado tiem­po antes del nacimiento de Cristo, durante el cual naciera del Padre m. Hablo justamente de aquel nacimiento gra­cias al cual existe el Hijo de Dios omnipotente, único Se-

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San Agustín

ñor nuestro; hablo precisamente de este nacimiento. No penséis tampoco en este nacimiento al comienzo del tiem­po; no penséis de ningún modo en un espacio de la eter­nidad, en que estuviera el Padre y no estuviera el Hijo. Desde cuando existe el Padre, existe también el Hijo. Y, ¿qué quiere decir «desde cuando», si no hay comienzo? Existió, pues, siempre el Padre sin comienzo; existió siem­pre el Hijo sin comienzo. Y, ¿cómo — diréis — ha naci­do, si no hubo comienzo? Coeterno con el eterno. No exis­tió nunca el Padre sin que existiera también el Hijo y, no obstante, el Hijo fue engendrado por el Padre, ¿Dónde podemos encontrar algo semejante? Estamos en medio de cosas terrenas, estamos en medio de creaturas visibles. Me dé la tierra algo semejante: no me lo da. Me dé algo pare­cido el elemento acuoso: no sabe de dónde tomarlo. Me dé algo semejante algún animal: tampoco puede. El animal ciertamente engendra y tenemos el que engendra y el que es engendrado; pero el padre es anterior y el hijo nace luego. Hallemos un coevo y creámoslo coeterno 139. Si pu­diéramos hallar un padre coevo con su hijo y un hijo coevo con su padre, creeremos que Dios Padre es coevo con su Hijo y que Dios Hijo es coeterno con su Padre. Sobre la tierra podremos hallar algo que sea coevo, pero no pode­mos encontrar nada que sea coeterno. Centremos nuestro pensamiento en un coevo y creámoslo coeterno. Quizá nos puede inducir a centrar el pensamiento alguien que diga 14°: «¿Cuándo se puede hallar un padre coevo a su hijo o un hijo coevo a su padre?» Que el padre engendre, precede en el tiempo; que el hijo nazca, sigue en el tiempo; pero este padre coevo con el hijo o el hijo coevo con el Padre, ¿cómo pueden existir? Imaginaos el fuego como padre y el resplandor como hijo; pues bien, hemos hallado los coevos. En el mismo momento en que el fuego empieza a existir, inmediatamente engendra el resplandor: no existe el fuego

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antes que el resplandor y éste después del fuego. Y si pre­guntamos cuál de los dos engendra al otro, si el fuego al resplandor o si el resplandor al fuego, lo comprendéis in­mediatamente con vuestra intuición natural, con la inteli­gencia de que están dotadas vuestras mentes, y todos gri­táis: «El fuego al resplandor, no el resplandor al fuego.» He aquí un padre que empieza, he aquí un hijo contempo­ráneo, que no precede ni sigue. He aquí, pues, un padre que comienza, he aquí un hijo que comienza contemporá­neamente. Si os he mostrado un padre que empieza y un hijo que empieza contemporáneamente, creed también en un padre que no empieza y junto a él un hijo que tampoco-empieza: uno es eterno, el otro coeterno.

Antes el orador ha ilustrado la coeternidad del Padre y del Hijo,, ahora san Agustín se centra en la eternidad de la generación trini­taria: no sólo existieron juntos sino que existieron antes de cual­quier cosa; no hubo un antes en sus relaciones. Estas perspectivas-infinitas que abre a nuestra consideración el autor están expuestas. en el Tractatus in lohannem XLII, 8 (ed. R. Willems, CC XXXVI, 1954, p. 368, 11-369, 24), escrito probablemente en el 413:

La misión de Cristo es, pues, la encarnación m. Que por otra parte el Verbo haya procedido de Dios constituye una procesión eterna: no tiene tiempo aquel por cuyo me­dio ha sido hecho el tiempo. Nadie diga en su pensamien­to: «Antes que existiera el Verbo, ¿cómo era Dios?» No digáis nunca: «Antes que existiera el Verbo de Dios.» Dios no estuvo nunca sin el Verbo, porque el Verbo es per­manente, no transitorio: es Dios, no un sonido; es aquel por medio del cual fueron hechos el cielo y la tierra, no aquello que pasó con las cosas que fueron hechas sobre la tierra. Procedió, pues, de él como Dios, como igual, como Hijo único, como Verbo del Padre y vino a nosotros, por­que «el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nos-

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San Agustín

otros» !42. Su venida es su humanidad; su permanencia es su divinidad 143: su divinidad hacia la cual vamos, su hu­manidad por la cual vamos m. Si no fuera para nosotros el medio con que ir, no llegaríamos nunca a él en su per­manencia.

La eternidad está estrechamente relacionada con la divinidad que es plenitud del ser. Es lógico que el verbo de Dios haya exis­tido siempre, dado que en él ser y tener coinciden. La precariedad de nuestra posesión, netamente distinta de nuestra persona, es el signo de nuestra debilidad; el carácter inseparable de naturaleza y atributos constituye, en cambio, en Cristo un signo de su filiación divina y de su divinidad. Lo dice con su acostumbrada perspicacia y sorprendente originalidad san Agustín en el Tractatus in lohan­nem XLVIII, 6 (p. 415, 21 -416, 43), contemporáneo del anterior:

Hemos sido hechos hijos de Dios por gracia, mientras que él por naturaleza, porque nació así145. Y no hay mo­tivo para que digas: «No existía antes de nacer»; no hubo nunca un tiempo en que no hubiera nacido aquel que es coeterno con el Padre. Quien tenga juicio que entienda; quien no entienda que crea, se alimente y entenderá !46. El Verbo de Dios estuvo siempre con el Padre y fue siempre Verbo, y porque era Verbo, por esto era Hijo. Fue, pues, siempre Hijo y siempre igual. De hecho, no creciendo w

sino naciendo es igual aquel que siempre ha nacido Hijo del Padre, Dios de Dios, coeterno del eterno. Pero el Pa­dre no es Dios del Hijo, mientras que el Hijo es Dios del Padre I48; por esto el Padre, engendrándolo, dio al Hijo ser Dios, engendrándolo le dio el ser coeterno, engendrándolo le dio ser igual. Ésta es la cosa más grande de todas. ¿Cómo el Hijo es la vida y el Hijo es aquel que tiene la vida? Es lo que tiene; tú eres una cosa y tienes otra. Por ejemplo, tienes sabiduría; ¿pero eres acaso la sabiduría en persona? En suma, puesto que tú no eres lo que tienes, si pierdes lo

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que tienes vuelves a carecer de ello; a veces tienes, a veces pierdes. Nuestro ojo no tiene en sí mismo la luz de ma­nera inseparable, se abre y la toma, se cierra y la pierde. No es así con el Verbo del Padre; no es éste el caso del Verbo que no pasa dando voces 149, sino que permanece naciendo. Tiene la sabiduría de tal modo que es él mismo la sabidu­ría y hace a los sabios; posee la vida de tal modo que él mismo es la vida y hace vivir a los vivos.

Como conclusión de esta larga cita, una nota cotidiana, casi fa­miliar. La ardua tensión del pensamiento parece relajarse en una pacífica conversación, pero ha cambiado solamente el tono; el áni­mo no ha cambiado. Lo eterno se ha mezclado con lo humano ga­nando para nosotros evidencia y color sin perder en dignidad. La consustancialidad del Hijo con el Padre ha pasado del razonamien­to a la experiencia; permanece la lógica rigurosa, pero ha quedado como empapada de la intuición que mueve el sentimiento. Se diría que san Agustín, en su Sermo CXXXIX, 4, cap. 3 (ML XXXVIII, 771-772) haya echado mano de aquel gran, aunque descuidado, re­curso que es el buen sentido:

Dios dio a las creaturas, dio, donó a las creaturas mor­tales, terrenas, el engendrar aquello mismo que son; y, ¿crees que no pudo reservarse esto para él mismo, que existe antes de los siglos? Quien no tiene comienzo tem­poral ¿engendraría como Hijo lo que él mismo no es 15°, engendraría un degenerado? Escuchad cuan gran blasfemia es afirmar que el Hijo único de Dios es de sustancia diver­sa. Y, ciertamente, si así es, es un degenerado. Si tú dije­ras a alguien, hijo de hombre: «Eres un degenerado», ¡qué ultraje le harías! Y, ¿en qué sentido puede decirse degenerado el hijo de alguien? Por ejemplo, su padre es valiente; él es tímido y cobarde. Quien lo ve y quiere inju­riarlo, observando que su padre es un hombre valiente, ¿qué le dice? «¡Vete, degenerado!» ¿Qué quiere decir de-

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San Agustín

generado? Tu padre fue un hombre valiente y tú tiemblas de miedo. Aquel a quien se dirige este insulto es un de­generado por culpa propia, pero es igual por naturaleza. ¿Qué quiere decir: «es igual por naturaleza»? Es hombre, como lo es también su padre. Pero el padre es valiente; el hijo, en cambio, es cobarde. Aquél es intrépido; éste te­meroso. No obstante, son hombres uno y otro. Es pues de­generado por culpa suya, no por naturaleza. Cuando dices que el único Hijo, el Hijo único del Padre, es degenerado, no dices otra cosa que no es lo mismo que el Padre; y dices que no se ha hecho degenerado después de haber nacido 151, sino que ha sido engendrado así. ¿Quién podrá soportar esta blasfemia? Si pudieran ver esta blasfemia — no importa con qué ojos — huirían de ella y se harían católicos 152.

Todo este apasionado sucederse de reflexiones, esta lucha ince­sante contra el error con el que se excluye todo compromiso, este enfrentarse con el problema por todos lados, además de constituir un grandioso poema del ardor humano hacia la verdad, despliega a los ojos panoramas vastísimos. El misterio, aunque apunta a un límite, indica también el infinito y cuando la inteligencia se agota en lo incomprensible no es que esté fracasando, es que va ven­ciendo: ha logrado percibir aquello que está más allá de todo límite. El Hijo de Dios se alza sobre estos espacios: sin este trasfondo se habría manifestado más restrictivamente. La severa meditación de los antiguos, que podía parecer abstracta, estaba al contrario ani­mada por un íntimo palpito épico: era la conquista de un Cristo en quien aparecían realmente las dimensiones divinas. Sus senti­mientos no eran blandos, ocasionales, evanescentes; poseían la só­lida robustez de lo que es racionalmente consciente.

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III

CRISTO EN LA ENCARNACIÓN

La Trinidad, por hallarse en la eternidad, planteaba al entendimiento humano deseoso, para mejor adorar, tam­bién de entender, problemas sumamente difíciles. Eran lontananzas sin confines. En cambio, la encarnación acer­caba el ámbito de la búsqueda, aunque no redujera las di­ficultades: sin confín eran ahora las profundidades. Si, en realidad, el ser divino está envuelto en el misterio, el hu­mano está inmerso en tinieblas que sólo de tanto en tanto rasgan débiles destellos de luces más o menos mortecinas. La interpretación, pasados los primeros momentos, no es mucho más ágil que la reflexión metafísica: sufrimos a me­nudo nuestras angustias sin saber no sólo explicar sus orí­genes sino describir siquiera sus propias manifestaciones. Somos enigmas para nosotros mismos. Si a estas oscurida­des añadimos la inserción de la divinidad a nuestra natu­raleza, vemos que el misterio aumenta. Una fuente de co­nocimiento acerca de nosotros mismos es, al menos, la experiencia, pero también ésta falla cuando se trata de la unión hipostática l. La unión del alma con el cuerpo en la persona humana, que se ha vuelto pernio y síntesis de los dos mundos antagonistas del espíritu y la materia, genera una interminable serie de cuestiones, muchas de las cuales carecen de solución, por lo menos cierta; es fácil imaginar

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cuáles hayan de ser estas cuestiones que surgen si, a estos dos elementos, se añade en la unidad de la persona un ter­cer elemento, que los supera sin medida en sustancia y excelencia.

La «inhumanación» 2 del Hijo de Dios, con su unicidad, su aparente cercanía, su enorme importancia, constituía una provocación ineludible para la razón. El descendimiento real del Verbo divino en un hombre hasta formar una uni­dad de persona era el acontecimiento decisivo de la histo­ria, pero era también el fundamento de la salvación. Si los grandes acontecimientos suscitan el deseo de un conoci­miento particularizado y seguro, y si los grandes intereses excitan el deseo intenso de la posesión, el nacimiento de Cristo, que resumía ambos aspectos, no podía dejar indi­ferentes a los espíritus de sus secuaces. El rescate de la humanidad de la culpa, su santificación y elevación a una vida inmortal en la más estrecha intimidad con Dios de­pendían de la efectiva divinidad y de la efectiva humanidad del Salvador: la supresión, o también la reducción, de uno de ambos términos habría supuesto el fracaso de la empre­sa y, en consecuencia, el derrumbe de la gran esperanza de los siglos expresada por los profetas. La lógica de la redención no dejaba espacio para fantasías o aproximacio­nes. El símbolo de la fe era breve pero preciso: era nece­sario que, en el acto del bautismo que incorporaba a Cristo en su pasión, muerte y resurrección, los neófitos tuvieran clara conciencia de quién era aquel a quien se consagraban. Los doctores de la Iglesia se comprometieron a una volun­tariosa obra de clarificación frente a la ignorancia, y de rectificación frente al error. De toda la inmensa producción en las dos lenguas clásicas, extraemos algunos de los frag­mentos más significativos, ordenándolos según un esquema suficientemente ilustrativo.

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San Agustín

Antes que la persona, el nombre. Lactancio, en las Divinae ins-titutiones IV, 7, 4-8 (ed. S. Brandt, CSEL XIX, 1890, p. 293-295), compuestas entre el 304 y el 313, da una explicación sumaria:

(4) Entre los hombres 3 se le llama precisamente Jesús. De hecho, Cristo no es un nombre propio sino una deno­minación de poder y reino: así en realidad los judíos lla­maban a su rey. (5) Pero precisa explicar el significado de este nombre por causa del error de los ignorantes que, cam­biando una letra, se acostumbraron a designarlo como Cresto4. (6) Los judíos tenían en el pasado la obligación de preparar un ungüento sagrado5, con el que pudieran ungir abundantemente aquellos que eran llamados al sacer­docio o al reino6; y así como en la actualidad para los romanos el manto de púrpura es el distintivo propio de la dignidad imperial7, así para aquéllos la unción del ungüen­to sagrado confería el título y la potestad de rey. (7) Pero como los antiguos griegos «ser ungido» lo expresaban con XpíscrOat — mientras que ahora dicen áAeícpsdOoa — como lo indica el famoso verso de Homero foí)? S'érceí o5v SJAÜXXI

XoStrav xal ypZaxv sXaíw8, por este motivo nosotros lla­mamos Cristo, esto es Ungido, a aquel que en hebreo es llamado Mesías9. Por esto en algunos textos bíblicos grie­gos que fueron mal traducidos del hebreo se halla escrito r¡Xstu,[xévo!; 10

f de áAeí<pe<T0ou. (8) No obstante, sea con un nombre sea con el otro es designado rey ", no porque haya conseguido el reino actual terreno 12, de cuya toma de po­sesión no ha llegado todavía el tiempo 13, sino porque ha obtenido el celestial y eterno 14.

La encarnación de Cristo se efectuó con su «nacimiento»; pero éste era un concepto que necesitaba de una exacta puntualización. Dos eran de hecho los «nacimientos» del Hijo de Dios: el primero en la eternidad cuando había sido engendrado por el Padre, y el segundo en el tiempo cuando había sido dado a luz por la Virgen

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María. Sobre este tema es alentador leer el desarrollo —incisivo por lo que se refiere al pensamiento, amplísimo en cuanto concier­ne a sus horizontes y exquisito en la forma— que le diera san Agustín en el Sermo CXL, 2 (ML XXXVIII, 773-774):

Tened firme y fija esta idea, si queréis continuar sien­do católicos, que Dios Padre engendró a Dios Hijo sin tiempo 15 y que lo hizo de la Virgen María en el tiempo. Aquel nacimiento trasciende los tiempos, éste en cambio los ilumina 16. Sin embargo una y otra natividad son mara­villosas: aquélla es sin madre, ésta sin padre. Cuando Dios engendró al Hijo, lo engendró de sí, no de una madre; cuando la madre engendró al Hijo, lo engendró virgen, no de hombre ". Del Padre nació sin principio, de la madre ha nacido hoy 18 con un principio bien determinado. Naci­do del Padre nos creó, nacido de la madre nos recreó I9. Nació del Padre para que existiéramos w, nació de la ma­dre para que no pereciéramos. El Padre, además, lo en­gendró igual a sí y todo lo que el Hijo es lo tiene del Pa­dre21; pero en cambio lo que Dios Padre es, no lo tiene del Hijo; por tanto, decimos que Dios Padre no proviene de nadie, que Dios Hijo proviene del Padre22. Por esto, todo cuanto el Hijo realiza de modo maravilloso, todo cuanto dice de modo verdadero lo refiere a aquel de quien ha recibido el ser y no puede ser ninguna cosa diversa de aquel de quien ha recibido el ser a . Adán fue hecho hom­bre: habría podido ser una cosa diversa de lo que fue he­cho M; tanto es así que fue hecho justo y podía haber sido injusto. En cambio, el Unigénito Hijo de Dios, lo que es, no puede ser cambiado25: no podía ser cambiado en otra cosa, no puede ser disminuido, no puede no ser lo que era, no puede no ser igual al Padre. Pero ciertamente aquel que dio todo al Hijo en el acto del nacimiento, no se lo dio estando en situación de indigencia26; sin duda, el Padre dio al Hijo también su misma igualdad con el Padre.

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San Gaudencio de Brescia

Y, ¿cómo se la dio el Padre? ¿Acaso lo engendró inferior y le añadió después algo hasta elevarlo a su norma consti­tutiva para hacerlo igual? Si hubiera hecho esto, se lo ha­bría dado hallándose en un estado de indigencia. Pero ya os he dicho cuál es la idea que debéis tener firmemente, a saber, que todo aquello que es el Hijo se lo dio el Padre, pero en el momento de nacer, no mientras se hallara en un estado de indigencia. Si se lo dio en el acto del nacimiento, y no hallándose en un estado de indigencia, le dio sin duda la igualdad y, dándosela, lo engendró igual. Y por más que aquél sea una persona y éste otra (licet alius sit Ule, alius iste), no es verdad que aquél sea una cosa distinta de éste (non tamen aliud est Ule, aliud iste) n: sino que lo que es aquél es también éste. No es verdad que la persona que aquél es sea la misma que éste es, pero es verdad que lo que aquél es éste también lo es.

Sobre el nacimiento eterno han sido presentadas ya algunas meditaciones (véase también p. 86-88; 92-95); del nacimiento te­rreno, por el cual el Verbo se hizo Cristo insertándose en nuestra historia, el texto de san Gaudencio de Brescia, en el Tractatus IX in Exodum § 6-11, explica las características. Este texto (ed. A. Glueck, CSEL LXVIII, 1936, p. 76-78) fue escrito durante una de las semanas de pascua a finales del siglo iv o al comienzo del siglo v. Pone en especial relieve la perenne virginidad de María, que confirma con oportunas citas bíblicas:

(6) Atiende28, pues, al plan divino que pretende lle­varnos a todos la esperanza y la vida29. Cristo nació no para sí sino por nosotros. Nació de hecho aquel que siem­pre existía; nació aquel que al principio era Hijo de Dios, Verbo de Dios y Dios 30. Hacia el final de la era humana31

nació de una virgen para habitar en medio de nosotros como Verbo hecho carne, continuando no obstante como Dios, tal como siempre lo había sido. El Hijo de Dios nace

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realmente en la humanidad para que, por lo menos así, el mundo fuera capaz de volver la mirada a su creador 32, y nace por obra del Espíritu Santo de una virgen para refor­mar al hombre que había plasmado del barro de la tierra 33, partiendo de su misma materia mediante la intervención del Espíritu Santo34. (7) Si creemos en la concepción de una virgen, debemos creer también en el parto; una y otro parecen imposibles al hombre, pero son poca cosa para la omnipotencia divina. ¿Qué hay de hecho grande para Dios — dejando aparte sus obras más excelsas 35 —, que de la nada hizo la tierra y del barro de la tierra la carne y, de la carne del hombre, la mujer, de modo tal que la parte res­tante de la tierra quedara lo mismo que era, Adán no en­contrara a faltar lo que Dios le había quitado ni la mujer permaneciera siendo solamente aquello que había sido en el hombre? 36 Adán, sin haber perdido nada, reconoce en la mujer su carne y sus huesos, diciendo: «Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» 37, y tú ¿no ad­mites que una virgen, sin haber perdido nada, reconozca como Hijo suyo a aquel que llevó a cabo estas maravillas? 38

(8) A aquel que creemos concebido sin corrupción de la madre ¿por qué no podremos sin más imaginarlo también como dado a la luz sin corrupción? La virgen incorrupta parió lo que la virgen intacta concibió. Con su nacimiento no podía violar la pureza aquel que había venido a devol­ver a la naturaleza su pureza originaria39. (9) Si alguien, todavía arrastrándose con un modo de pensar terreno y de­masiado lleno de sensibilidad carnal, sigue a la fe en este acontecimiento con un paso excesivamente lento y en su corazón infiel acaricia dudas acerca de la omnipotencia di­vina40, que aprenda del Evangelio de san Juan41 que el mismo Dios, después de su resurrección, entró por dos ve­ces con las puertas ciertamente cerradas donde estaban los apóstoles en la casa en que se hallaban reunidos por temor

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a los judíos; y entró realmente. Para que no creyeran que no tenía la consistencia de la carne auténtica sino la de un fantasma, mostró sus manos y todos sus miembros para que los tocara el apóstol Tomás, que dudaba. (10) De igual modo, también en el Evangelio de san Lucas 42, mien­tras todos los discípulos se encontraban juntos, después de entrar los llama a dar testimonio: «Palpadme y vedme, porque un espíritu no tiene carne y huesos como estáis viendo que los tengo yo.» ¡Oh, maravillas de la fe! Las puertas no se abrieron y él, dentro, con su cuerpo auténtico, no sólo se muestra a los ojos de los apóstoles sino que in­cluso se hace tocar cuidadosamente por sus manos. La realidad de este acontecimiento maravilloso, cuya natura­leza no se alcanza sino por la fe43, proclama la omnipoten­cia de su autor; y no ha de negarse el acontecimiento por­que la angustia de la mente humana no llegue a explicarse la grandeza de la obra divina. (11) Por tanto, fue idéntica la potencia de la divinidad con la que Cristo, a través de una mujer inviolada, entró en la posada44 de este mundo, conservando también en el nacimiento la clausura del pu­dor virginal, la misma con la que, después de la resurrec­ción, a puerta cerrada, pudo entrar en casa con su cuerpo4S.

Los dos nacimientos, que suponían dos naturalezas ¿no podían suponer también dos personas? ¿Tendríamos entonces dos Cristos? La encarnación habría sido negada en el mismo momento de afir­marla, porque si tenía un sentido, era precisamente que unía en una sola persona la divinidad y la humanidad: su separación habría simplemente continuado la situación antecedente. La compenetra­ción entre las dos naturalezas debía por consiguiente ser perfecta, y se alcanzó mediante la unión hipostática. San Agustín en Enchi-ridion 10, 35 (ML XL), escrito en el 421, inculca con fuerza esta verdad a sus lectores:

Cristo Jesús, Hijo de Dios, es Dios y hombre 46. Dios antes de todos los siglos, hombre en nuestro siglo. Dios

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porque es Verbo de Dios: de hecho, el «Verbo era Dios»; hombre luego, porque un alma racional y la carne se adhe-rieron al Verbo en unidad de persona47. Por consiguiente, en cuanto es Dios, él y el Padre son una sola cosa48; en cuanto además es hombre, el Padre es mayor que él49. Puesto que de hecho era el Hijo único de Dios, no por gra­cia sino por naturaleza50, fue hecho también hijo del hom­bre para que además fuera lleno de gracia51: era el mismo, ambas cosas de ambas cosas, un solo Cristo52. Porque, «siendo de condición divina no hizo alarde de ser igual a Dios», lo cual era por naturaleza, «sino que se despojó a sí mismo tomando condición de esclavo» 53, no perdiendo o disminuyendo la forma de Dios. Y, mediante esta opera­ción, se hizo menor y quedó igual: era ambas cosas, pese a ser uno solo, como hemos dicho: pero era una cosa por causa del Verbo y otra por causa del hombre. Por causa del Verbo era igual al Padre, por causa del hombre era inferior . El Hijo de Dios es una sola persona y al mismo tiempo es hijo del hombre; el hijo del hombre es una sola persona, y al mismo tiempo es Hijo de Dios: no hay dos Hijos de Dios, uno Dios y otro hombre, sino un solo Hijo de Dios. Dios sin principio, hombre a partir de un princi­pio determinado, he aquí nuestro Señor Jesucristo.

Los dos polos de la persona de Cristo, su divinidad y su huma­nidad, son alternativamente atestiguados y demostrados por los es­critores cristianos. Tertuliano, en Apologeticum 21,7-31 (ed. E. Dekkers, CC I, 1954, p. 123-128), compuesto en el 197, garantiza a los paganos que Cristo era Dios: su fe asume fácilmente los ras­gos duros del desafío, su coloquio se convierte pronto en reprimen­da,̂ su estilo en vez de halagar al lector, le hace frente con una difícil potencia:

(7) Ha llegado, pues, aquel que las profecías inspiradas por Dios habían predicho55 que debía venir a remodelar y

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A iluminar aquella doctrina *, justamente el Cristo, el Hijo de Dios. Como señor y maestro de esta gracia y de esta doctrina, como iluminador y guía del género humano era anunciado el Hijo de Dios; pero no fue en verdad engen­drado de modo que tuviera que ruborizarse del nombre de hijo o del semen del padre. (8) No nació del incesto de una hermana ni de la violencia carnal contra una hija o la mujer de otro57, y no toleró tener por padre a un dios es­camoso o cornudo o plumoso 58 y mucho menos al amante de Dánae transformado en oro59. Pertenecen a Júpiter es­tas cualidades que configuran vuestra miseria humana . (9) Por lo demás, el Hijo de Dios no tiene para nada una madre como consecuencia de una relación impúdica61; aun la que de hecho tiene no era mujer desposada62. Pero antes voy a explicar la sustancia y así se entenderá el carácter de su nacimiento.

(10) Hemos dicho ya que Dios fabricó la totalidad del mundo que vemos con su palabra, con su razón y con su po­tencia63. También vuestros sabios están persuadidos de que el autor del universo es el logos, esto es, la palabra y la razón. De hecho Zenón M lo define como diligente cons­tructor que todo lo ordenó y plasmó y dice que también se llama «hado», «dios», «alma de Júpiter» y «necesidad de todas las cosas». Cleantes65 recoge estos atributos transfi­riéndolos al espíritu que, según cuanto declara, inunda el universo. (11) También nosotros, por nuestra parte, esta­blecemos la palabra, la razón e igualmente la potencia, por cuyo medio hemos proclamado que Dios fabricó todas las cosas66, como una sustancia propia, que es en definitiva el espíritu67: cuando decreta tiene en sí la palabra, cuando organiza le asiste la razón y cuando manda que sea realidad está gobernando por la potencia68. Nosotros decimos que procede de la divinidad y que, procediendo de esta mane­ta69, ha sido engendrado y que por este motivo ha sido

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llamado Hijo de Dios y Dios a causa de la unidad de la sustancia; porque también Dios es espíritu70. (12) Cuando un rayo surge del sol es una parte que proviene de una totalidad; pero el sol permanecerá en el rayo porque el rayo pertenece al sol y la sustancia no se separa sino que se extiende, como una luz que enciende otra luz. La mate­ria productora permanece entera y no disminuida, aun cuando tú mismo tomases de ella muchos acodos de su misma naturaleza71. (13) Así también lo que se ha deriva­do de Dios es Dios e Hijo de Dios y ambos son uno solo. Así el espíritu que viene del Espíritu y Dios que viene de Dios es distinto en el orden de sucesión, se cuenta como segundo por razón del paso 72, no por la condición, y no se ha alejado de la sustancia productora; sólo ha salido de ella73. (14) Por tanto, este rayo de Dios, como siempre había sido anunciado con anterioridad, descendido en una virgen y forjado individuo de carne74 en su seno, nace como hombre mezclado con Dios. La carne plasmada por el espíritu75 se nutre, crece, habla, enseña, obra, y es Cristo. Acoged, por el momento, esta «fábula» (es seme­jante a las vuestras)76, en espera de que os mostremos cómo se prueba a Cristo 77 y quiénes son aquellos que en medio de vosotros han hecho correr por anticipado fábulas de este tipo poniéndolas en rivalidad para destruir esta verdad78.

(15) También los judíos sabían que Cristo tenía que venir y es natural ya que les hablaban profetas 79. De hecho, todavía esperan su llegada y entre nosotros y ellos no existe mayor motivo de disensión que el que no creen ellos que ya haya llegado. Puesto que les habían hablado de dos ve­nidas, la primera, que ya se ha cumplido en la humildad de la condición humana, y la segunda, que ya alborea 80, para acabar la era humana y que tendrá lugar por la subli­me grandiosidad de la potencia paterna recibida por él y

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<le la divinidad manifestada 81; al no comprender la prime­ra, creyeron que sólo existía la segunda: que era la que •ellos esperaban porque les había sido anunciada más cla­ramente 82. (16) Fue por causa de sus pecados que mere­cieron no entender la primera: habrían creído en ella si la hubieran entendido y habrían conseguido la salvación si hubieran creído en ella 83. Leen ellos mismos en la Escri­tura que por un castigo han sido privados de la sabiduría, ¿e la inteligencia y de la aportación de los ojos y de las orejas 84. (17) Y de que, como consecuencia de su baja con­dición 85, se habían hecho inmediatamente a la idea de que él era solamente hombre, derivaba que por causa de su poder lo considerasen como un mago86, en cuanto con su palabra arrojaba demonios de los hombres 87, daba luz a los ciegos 88, purificaba a los leprosos 89, hacía que los para­líticos recobrasen su fuerza 90; en fin, siempre con su pala­bra sola restituía la vida a los muertos 91, se adueñaba in­cluso de los elementos, domando las tempestades92 y ca­minando sobre las aguas93, mostrando así que él era precisamente el Hijo que en otro tiempo había sido anun­ciado por Dios y que había nacido para salvación de to­dos 9 \ el Verbo de Dios anterior a todas las cosas 95, pri­mogénito %, acompañado por el poder y la razón y sostenido por el espíritu.

(18) Ante su doctrina, que les refutaba, los doctores y los ancianos entre los judíos quedaban tan exacerbados 97, sobre todo porque una enorme multitud se llegaba hasta él98, que al final lo entregaron " a Poncio Pilato, el cual era entonces procurador en Siria por cuenta de los roma­nos 10°, y con la violencia de sus votos 101 obtuvieron por la fuerza que les fuera entregado para ponerlo en la cruz. También él había predicho que habían de actuar de aquel modo 102; pero esto habría sido todavía poco si no lo hubie­ran predicho ya mucho antes los profetas ,03. (19) Y no obs-

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tante, clavado en cruz mostró muchos prodigios propios 104" de aquella muerte. En realidad exhaló el espíritu por pro­pia voluntad 105 apenas acabó de hablar m, anticipando el deber del verdugo 107. En aquel mismo instante se apagó la luz del día, por más que el sol estaba describiendo el cen­tro de su órbita 10S. Creyeron sin más que se trataba de un eclipse 109 cuantos ignoraban que también este detalle había sido anunciado con relación a Cristo no: no habiendo cap­tado el motivo, lo negaron y todavía hoy vosotros conser­váis en vuestros archivos la relación de aquel acontecimien­to cósmico. (20) Entonces los judíos, después de haberío-bajado de la cruz y encerrado en un sepulcro, lo asedia­ron m también con la atenta vigilancia de centinelas arma­dos para evitar que, como había predicho que al tercer día resucitaría de entre los muertos 112, sus discípulos, ro­bando y haciendo desaparecer el cadáver, se burlaran de sus sospechas113. (21) Pero, llegado el tercer día, la tierra se estremeció de improviso, la gran piedra que cerraba el sepulcro se rompió en pedazos, los centinelas huyeron de miedo m y, sin que ninguno de los discípulos se dejara ver, en el sepulcro no se encontró más que los restos de la sepultura115. (22) Y, sin embargo, los ancianos entre los judíos, que tenían interés de esparcir la voz de que se tra­taba de un delito y de alejar de la fe a un pueblo que les era tributario y estaba sometido a ellos, fueron difundiendo con insistencia que había sido robado a escondidas por los discípulos 116. En realidad, él, por su parte, no se presentó en público, para que los impíos no fueran liberados de su error y para que, por otra parte, la fe, destinada a una excelente recompensa 118, costase alguna dificultad. (23) Pasó después cuarenta días con algunos discípulos en Galilea, que pertenece a la región de la Judea 119, enseñándoles cuan­to debía enseñarles todavía 12°. Luego, después de haberlos enviado a la misión de predicar por todo el mundo, en-

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vuelto en una nube ascendió al cielo 121 de un modo mucho más veraz que cuanto entre vosotros Próculos puedan ga­rantizar acerca de Rómulos m .

(24) Pilato, que en el fondo de su corazón era ya cris­tiano también él123, envió un relato sobre todos aquellos acontecimientos que se referían a Cristo al César124, que entonces era Tiberio. Pero también los cesares habrían creí­do en Cristo, si los cesares no hubieran sido necesarios al mundo o bien si los cristianos hubieran podido ser también cesares 125. (25) Por lo que se refiere a los discípulos, espar­cidos por todo el mundo según el mandato de su divino Maestro 126, se dieron a conocer 127: después de haber sopor­tado también ellos muchas vejaciones por parte de las per­secuciones judaicas 128, obviamente por causa de su fe en la verdad, al final sembraron 129 gustosos 13° en Roma la san­gre cristiana, cuando Nerón desencadenó toda su cruel­dad131.

(26) Pero os mostraremos como válidos testimonios de Cristo aquellos mismos que vosotros veneráis 132. Y será un éxito que yo logre hacer uso, para haceros creer en los cristianos, precisamente de aquellos por causa de los cua­les no creéis en los cristianos. (27) Mientras tanto, éste es el desarrollo histórico de nuestra religión. Nosotros ha­cemos que todos conozcan que éste es el origen 133 de nues­tra asociación y de nuestro nombre, y juntos proclamamos a su autor. Ya nadie nos afrente con maledicencias infa­mantes, nadie piense ya que hay otras cosas, porque no es lícito a nadie decir lo falso en materia de religión. De he­cho, diciendo simplemente que adora algo diverso de aque­llo que en verdad adora, niega aquello que adora y trans­fiere a otra cosa la adoración y el honor y, al transferirlos, no adora ya aquello de que ha renegado. (28) Nosotros de­cimos, y lo decimos abiertamente, y si vuestras torturas nos laceran y ensangrientan gritamos: «Adoramos a Dios

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por medio de Cristo.» Consideradlo también un hombre 134, es por su medio que Dios quiere ser conocido y adorado. (29) Para responder a los judíos, recordemos que también ellos aprendieron a adorar a Dios a través de Moisés; para salir al paso de los griegos, me remito al hecho de que Orfeo 135 en Pieria 136, Museo 137 en Atenas, Melampo 138 en Argos, Trofonio m en Beocia vincularon a los hombres con ritos de iniciación; para dirigirme también a vosotros, do­minadores de los pueblos, recuerdo que fue un hombre, Numa 140 Pompilio, quien sometió los romanos al peso de supersticiones sumamente gravosas. (30) Se conceda, por consiguiente, también a Cristo el derecho de imaginarse la divinidad, de la cual se valió no para mitigar hacia sen­tidos de humanidad a los hombres rupestres y todavía fe­roces, desconcertándolos ante una multitud de númenes cuya benevolencia debían conciliar, como había hecho Numa 141, sino para dotar de ojos para reconocer la ver­dad a hombres ya gentilizados y engañados por su propia civilización142. (31) Indagad, pues, si es verdadera esta di­vinidad de Cristo 143. Si lo es, se sigue que una vez recono­cida hay que renunciar a la falsa, sobre todo cuanto se ha tenido exacta noticia de todo aquel sistema 144 que, escon­diéndose bajo nombre e imágenes de muertos 145, mediante ciertos 146 prodigios, milagros y oráculos, induce a creer que ella es la divinidad.

Tertuliano, en De carne Christi 16, 3-5 (ed. Aem. Kroymann, CC II, 1954, p. 902-903), redactado hacia el 210-212, garantiza también que Cristo era plenamente hombre y que su carne era de la misma especie que la nuestra: una diversidad de sustancia habría colocado de hecho al Hijo de Dios en otro género de seres, anulan­do su acción redentora respecto de nosotros. Contra esta identidad de naturaleza con nosotros se alzaban por algunos dos objeciones: la exención de pecado en la carne de Cristo y su concepción sin concurso de semen viril; el autor las refuta con fuerza:

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Tertuliano

(3) De hecho, aun cuando en otra parte w (san Pablo) afirma que Cristo existió en carne semejante a la del pe­cado , no sostiene que haya recibido una semejanza de carne como si se tratara de un simulacro de cuerpo y no de su realidad 149, sino que quiere más bien que se entienda la semejanza con la carne pecadora, en cuanto la carne no pecadora de Cristo fue puesta al mismo nivel de la carne que tenía pecado: la igualdad subsiste en el género, no en la culpa. (4) También apoyándonos en este pasaje, nos­otros convalidamos 15° que la carne de Cristo fue aquella cuya naturaleza en el hombre es pecadora 151 y que en ella fue, como estamos diciendo, destruido el pecado, en cuanto ella existe en Cristo sin pecado, mientras que en el hom­bre existía en pecado. Pero no correspondería a la inten­ción de Cristo, que se proponía destruir el pecado de la carne, no destruirlo en aquella en la que se hallaba la natu­raleza del pecado, ni tampoco contribuiría siquiera a su gloria. ¿Qué habría, pues, de grande si él hubiera quitado del medio por entero la fuerza del pecado, existiendo en una carne mejor y de naturaleza diversa, esto es, no peca­dora? «Por tanto — me objetarás —, si se revistió de nues­tra carne, la carne de Cristo fue pecadora.» (5) No me hagas un nudo con una noción que puede desenredarse por sí sola 152. En realidad, revistiendo la nuestra la hizo suya, y haciéndola suya la hizo no pecadora. Por lo demás •— y esta afirmación valga para todos aquellos que no creen que Cristo tuviera nuestra carne por el hecho de que no procedía del semen del varón — recordemos que Adán mismo fue hecho de modo que tuviera esta carne sin con­tar con el semen viril. Así como la tierra fue transformada en esta carne sin semen viril, así también el Verbo de Dios pudo, sin coágulo 153, pasar a la materia en la misma carne.

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III. Cristo en la encarnación

La autenticidad de la carne de Cristo era una verdad consoli­dada contra la desviación del docetismo, pero otra desviación vino a implantarse en el momento mismo de su enérgica afirmación. Era la acostumbrada herejía que nacía de la exigencia de salva­guardar un irrenunciable fundamento de la fe. Del deseo intenso de confirmar la unidad de Dios habían surgido el sabelianismo y el arrianismo; del de reafirmar la unidad de la persona de Cristo derivó el apolinarismo. El impulso era loable, la realización fue desastrosa: para defender una verdad se arruinaba otra, por lo menos igualmente respetable. La ortodoxia es equilibrio, y es tam­bién claridad. En la herejía, en cambio, no es raro encontrar, junto a un encarnizado proselitismo, una dolosa obnubilación de las propias teorías; sus pregoneros, sí no es que rechazan la orto­doxia, la temen, por lo que ofuscan las divergencias, disimulan las novedades, juegan de buena gana con el mimetismo. Cuentan más con los silencios que con las palabras. Hemos hallado ya esto con las generalizaciones elusivas eunomianas, lo vemos en la pre­dicación maniquea y lo hallamos de nuevo en la técnica de la propaganda apolinarista: la misma astuta dosificación de los térmi­nos, la misma desenvoltura en dejar de lado dogmas que se oponen y el mismo arte de ocultar posturas determinantes. Los apolina-ristas, no obstante, adquieren nuevos medios con una desfachatez sin prejuicios: confiaron ampliamente en las interpolaciones de las obras de autores católicos de gran prestigio 154 y en la subrepticia atribución a éstos de sus propias composiciones.

He aquí algunos ejemplos: en la Fe particularizada de san Gre­gorio Taumaturgo 155, pero que es del mismo Apolinar, en § 30-31, hallamos:

Dios, encarnado en una carne humana, posee una acti­vidad pura propia, siendo mente invencible por las pasio­nes psíquicas y carnales y llevando la carne y los movimien­tos carnales de un modo divino e inefable y siendo no sólo inmune a la muerte sino también liquidador de la muerte. (31) El Dios verdadero es aquel que, privado de carne, se ha manifestado en la carne 156, perfecto según una ver­dadera y divina perfección: no hay dos personas y dos na­turalezas 157; en realidad, no sostenemos que sean cuatro

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Apolinar

los objetos que se veneran: Dios, el Hijo de Dios, el hom­bre y el Espíritu Santo; por esto, anatematizamos a aque­llos que son tan impíos que colocan al hombre en la gloria divina (Lietzmann, p. 178, 13 - 179, 6; Flemming-Lietz-mann, p. 10).

En la Carta quinta del beato Julio obispo de Roma sobre la unión en Cristo, en el § 5, se afirma:

Confesamos que en Cristo hay un elemento creado uní-do con el increado... de modo que resulta una sola natu­raleza 159 compuesta por ambas partes (Lietzmann, p. 187, 5-8; Flemming-Lietzmann, p. 18).

Y prosigue insistiendo sobre la unicidad de la naturaleza. En el De fide et incarnatione, subrepticiamente atribuido a san Julio papa, en: § 6-7, se lee:

La Virgen, desde el comienzo, engendrando la carne engendraba al Verbo y era theotokos, y los judíos, crucifi­cando el cuerpo, crucificaron la divinidad, y las Sagradas Escrituras no proponen ninguna división del Verbo y de su carne sino que el mismo individuo es una sola natura­leza, una sola hipóstasis, una sola actividad, una sola per­sona, un Dios completo y un hombre completo 16°. Su sus­tancia, por lo que se refiere a lo invisible, es la divinidad, por lo que concierne a lo visible es la carne (Lietzmann, p. 198, 2J> - 199, 19; Flemming-Lietzmann, p. 28-29).

En la Exposición del beato Atanasio arzobispo de Alejandría sobre la divina encarnación del Verbo divino, pronunciada en Nicea en el § 1, se encuentra que Cristo

era a la vez Hijo de Dios y Dios según el Espíritu, hijo del hombre según la carne; no había dos naturalezas en el

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III. Cristo en la encarnación

Hijo único, una adorable y la otra no, sino la sola natura­leza de Dios encarnada (fiíav «ptaiv TOÜ 6eoO trecrapxcúuivYjv) 161

y adorada en una sola adoración con la carne suya (Flem­ming-Lietzmann, p. 33).

En toda la carta Ad Dionysium, atribuida al papa Julio, y espe­cialmente en § 2, 6 y 7, se rechazan las dos naturalezas y se afirma una sola (Lietzmann, p. 257 y 258-259; Flemming-Lietzmann, p. 35 y 36-37). En la carta Ad Prosdocium, atribuida igualmente al papa Julio, en el § 3 es sentenciado ajeno a la divina esperanza «quien llama hombre asumido por Dios a Jesús nacido de María» (Lietz­mann, p. 285, 1-3; Flemming-Lietzmann, p. 40). En la supuesta Encíclica del papa Julio, en el § 2, el autor profesa «creer en una sola hipóstasis y en una sola persona del Verbo divino y de la carne nacida de María» lffi (Lietzmann, p. 292, 19-20; Flemming-Lietzmann, p. 42). En el De fide et quod unus sit Christus, que circuló atribuido a san Atanasio, en el § 11 se halla escrito: «El Re­dentor tomó de Adán la figura, la carne digo, y llamó carne a la que está dotada de un alma163 humana» (Lietzmann, p. 301, 16-18; Flemming-Lietzmann, p. 48). Véase además:

Ad Heraclium: Es injusto que haya una única e idén­tica adoración de una doble sustancia diversa, es decir, del Creador y de la criatura, de Dios y del hombre... Dios y el hombre no son, pues, una doble sustancia diversa, sino una sola en la combinación de Dios con un cuerpo huma­no (Lietzmann, fragm. 119, p. 236, 22-27); Anakephalaio-sis: (10) Cada hombre posee una separación entre la carne y la mente. Cristo no la tiene: por consiguiente, Cristo no es hombre (Lietzmann, p. 243); Ad Petrum: Decimos que el Señor es Dios por naturaleza y hombre por naturaleza, precisamente por causa de una única naturaleza carnal y divina mezclada (Lietzmann, fragm. 149, p. 247); Ad lulia-num: Están batiendo hierro frío aquellos que sostienen que hay en Cristo dos mentes, esto es, una divina y una hu­mana. Si de hecho toda mente es autónoma, moviéndose

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San Gregorio de Nacianzo

por naturaleza con una voluntad propia, es imposible que en un único y mismo sujeto coexistan dos que quieren cosas contrarias entre sí, dado que cada una lleva a cabo lo que quiere individualmente por un impulso espontá­neo (Lietzmann, fragm. 150, p. 247, 22-27); ibídem:... (es) evidente a todos que la mente divina se mueve por sí misma y se mueve en un sentido constante, dado que es inmuta­ble; que, en cambio, la humana se mueve sí, ciertamente, por sí misma, pero no se mueve en un sentido constante, siendo en realidad mudable y una mente mudable no se mezcla con una mente inmutable para constituir un sujeto único. Estaría de hecho sometido al desacuerdo por causa de las voluntades contrarias, atraído en diversas direccio­nes por los elementos de que está compuesto. Por este motivo, nosotros confesamos un solo Cristo y adoramos una sola naturaleza y voluntad y actividad en él, que es uno solo (Lietzmann, frag. 151, p. 247, 29-248, 7); Ad Iovianum 2: Aquel que nació de la virgen María, hijo de Dios por naturaleza y verdadero Dios, y no por gracia y participación, hombre solamente por la carne que tomó de María, en cuanto al espíritu (pneuma), en cambio, el mismo es Hijo de Dios y Dios, que padeció nuestros sufri­mientos en la carne... (Lietzmann, p. 251, 12-16).

En un primer momento, a los campeones de la ortodoxia, com­prometidos en una lucha encarnizada contra el arrianismo, se les escaparon los descantillones de Apolinar, que, bien disimulados, no fueron comprendidos en toda su gravedad. Pero después de varias desaprobaciones y condenas, bajó a la arena en su contra san Gre­gorio de Nacianzo, el cual, para evitar que sus intentos de indu­cir al heresiarca a la revisión fueran dolosamente convertidos en aprobación (cf. Epist. CI, 6-7; CXXV, 1-2), refutó oficialmente aquellas infaustas novedades en la Carta (CI) a Cledonio (ed. P. Gallay - M. Jourjon, SC 208, 1974), que se remonta al 382.

En ella, con un tono sosegadamente solemne y con un elevado sentido de la responsabilidad, que confieren al documento una au-

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III. Cristo en la encarnación

toridad verdaderamente pontifical, avalándose de una amplia y pre­cisa información sobre las herejías de su tiempo y de un penetrante y brillante análisis de las consecuencias a las que de manera inevi­table conducía el apolinarismo, Gregorio no sólo resolvió la cues­tión sino que nos dejó uno de los textos más dignos de ser recor­dados de toda la patrística griega. Son páginas que bastan para dar nombre a un autor e ilustrar un siglo. Citamos aquí, con alguna omisión interna por razones de brevedad, los § 16-38:

(16) Si alguno m no piensa que santa María sea madre de Dios, está separado de la divinidad. Si alguno dijera que Cristo ha pasado a través de la Virgen como a través de un tubo 165 sin haber estado plasmado en ella de un modo a la vez divino y humano (divino, en cuanto el hecho suce­dió sin ninguna intervención de hombre, humano, por de­más, en cuanto se llevó a cabo según las leyes de la gravi­dez) estaría igualmente privado de Dios. (17) Si alguno di­jere que el hombre fue plasmado y que sólo sucesivamente Dios penetró en él m, sea igualmente condenado. Esto, de hecho, no es profesar el nacimiento de Dios, sino rechazar este nacimiento. (18) Si alguno introduce dos hijos, uno proveniente de aquel que es Dios y Padre, el segundo de­rivado posteriormente de la madre 167, y no admite en cam­bio un solo idéntico hijo, sea expulsado de la adopción que se ha prometido a cuantos tienen una fe recta168. (19) Las naturalezas son ciertamente dos, la de Dios y la de hom­bre, dado que hay tanto un alma como un cuerpo, pero los hijos no son dos como no lo son los dioses. Y aquí no hay tampoco dos hombres, aunque san Pablo haya denominado así el componente interno y el externo del hombre169. (20) Si queremos hablar con brevedad, el Salvador procede de un primer elemento y luego de un segundo (áXXo t^v

xal oXXo)170 — a menos que sean la misma cosa lo que es invisible y lo que es visible, así como lo que está fuera del tiempo y lo que está sometido al tiempo— y no de

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San Gregorio de Nacianzo

una primera persona y luego de una segunda (oóx aXXo? 8s xal áXXo?): con el tiempo (21) ambos elementos se con­vierten, en realidad, en un solo individuo por su mez­cla, ya que Dios, por una parte, se hizo hombre y el hom­bre, por otra, fue hecho Dios: a este propósito cada cual puede hacer uso de la terminología que prefiera. Uso la expresión «un primer elemento y luego uno segundo» (ócXXo xal áXXo), que es lo contrario de cómo están las cosas por lo que concierne a la Trinidad. Aquí, de hecho, hay «una primera persona y luego una segunda (aXXo? xal áXXos), porque no debemos confundir las hipóstasis; no hay, en cambio, «un primer elemento y luego uno segundo» (aXXo Sé xal áXXo), en cuanto las tres m constituyen una única y misma cosa por lo que se refiere a la divinidad.

(22) Si alguno dijere que la divinidad ha actuado en Cristo como en un profeta según la gracia, y que no le ha sido y no le está continuamente unida según la sustancia , quede vacío de la acción superior de la gracia y más bien quede lleno de la acción contraria. Si alguno no adora el crucifijo, sea anatema 173 y sea alineado en la categoría de los deicidas. (23) Si alguno dijera que Cristo mereció obte­ner la adopción de Hijo cuando alcanzó la perfección me­diante las obras m o después del bautismo 175 o después de la resurrección de los muertos 176, como aquellos que los paganos introducen inscribiéndolos subrepticiamente en la lista de los dioses 177, sea anatema. (24) En realidad, lo que ha comenzado o progresa o alcanza la perfección no es Dios, aun cuando pueda expresarse de esta manera (por lo que se refiere a Cristo) porque su revelación aconteció poco a poco 178. (25) Si alguno dijere que Cristo ahora ha depuesto la carne y que su divinidad se ha despojado del cuerpo, que es y que vendrá sin esto que ha asumido 179, que no vea la gloria de su segunda venida... (§ 26-29)... (30) Si alguno dijere que la carne de Cristo ha bajado del cie-

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lo 180 y no proviene de nuestro mundo y de nuestra huma­nidad m, sea anatema... (§ 30-31)... (32) Si alguno ha puesto su esperanza en un hombre privado de intelecto 182, está realmente falto de intelecto y no merece ser entera­mente salvado. De hecho, lo que no ha sido asumido no ha sido curado (fo yáp á7tpó<jAY)7rrov áSepá^u-t-ov)183; lo que ha sido unido a Dios es lo que también ha sido salvado. (33) Si sólo una mitad de Adán ha caído m, es también una mitad la que ha sido asumida y ha sido salvada. Si por lo contrario es Adán entero, él ha sido unido al Hijo entero y ha sido enteramente salvado. No desean, pues, una sal­vación integral si revisten solamente al Salvador de huesos, nervios y figura humana. (34) Si de hecho el hombre (en Cristo) está sin alma, se sostiene precisamente aquello que dicen los arrianos para transferir la pasión a la divinidad, porque lo que padece es precisamente lo que mueve al cuerpo 185. Y si es animado, pero no es racional, ¿cómo es también hombre? El hombre, en realidad, no es un animal desprovisto de razón. (35) Se sigue forzosamente que la forma sea la humana y que lo sea también la tienda 186, que el alma en cambio sea la de un caballo, de un buey o de otro animal irracional187. Y será precisamente esto lo que será salvado I88; entonces yo habría sido engañado por parte de la Verdad, ya que, mientras que otro habría lo­grado el honor de la salvación, a mí, diverso de él, me quedaría sólo la jactancia. Si por lo contrario el hombre (en Cristo) es racional y no desprovisto de razón, cesen (los apolinaristas) de mostrarse realmente irracionales. (36) Pero — se me objeta — bastaba la divinidad en lugar de la razón. Pero, este hecho, ¿qué significa por lo que a mí se refiere? 189 La divinidad con la sola carne no constituye a un hombre, como no lo constituiría con la sola alma 19t>, ni con una y otra sin la razón, que es el elemento esencial constitutivo del hombre. Conserva m , pues, al hombre todo

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San Ireneo

entero y mézclale la divinidad para hacerme un beneficio completo. (37) Otra objeción: pero Cristo no podía conte­ner dos seres completos. Ciertamente no, si los consideras desde el punto de vista corporal. Un recipiente de un me-dimno m no contendrá dos medimnos y un espacio que tenga la capacidad de un solo objeto no va a contener dos o más de ellos. (38) Si por lo contrario los consideras en cuanto espirituales e incorpóreos, mira que yo solo ya con­tengo un alma, una razón, una mente193 y un Espíritu Santo, y que antes de mí este mundo —pretendo referir­me al conjunto de las cosas visibles e invisibles — m con­tenía al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo 195.

Docetismo y apolinarismo, que negaban de varias maneras la humanidad de Cristo, así como el arrianismo, que no reconocía su divinidad plena, eran aberraciones que se sucedieron, en parte yuxtaponiéndose, a lo largo de los siglos con fuerza y tenacidad diversas, pero, frente a ellos, en la Iglesia constante y sólida per­duró desde el comienzo la fe en Cristo como hombre y como Dios. Eran los dos pilares que sostenían el cristianismo: minar uno de ellos quería decir dejar caer todo; la redención se aguantaba nece­sariamente sobre ambos.

No dejará, pues, de tener interés oír múltiples voces de dife­rentes edades y de ambas áreas culturales que proclaman sus con­vicciones a este respecto. La precedencia corresponde, por derecho de primogenitura, a san Ireneo, padre de la dogmática católica, nacido en Asia Menor, obispo de Lyón, el cual, en el último tren-tenio del siglo n , escribió en griego el Adversus haereses, obra de incomparable valor y de extraordinaria riqueza, que nos ha lle­gado — excepto largos fragmentos en el original — sólo en una versión latina bastante literal y clara que se remonta al siglo III-IV.

De ella presentamos el libro III , 19, 1-2 (ed. Rousseau y L. Doutre-leau, SC 211, 1974, p. 370-378):

(1) A su vez, entonces 196, aquellos que lo declaran sólo un puro hombre engendrado por José 197, perdurando en la esclavitud de la antigua desobediencia 19\ mueren sin ha-

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III. Cristo en la encarnación

berse todavía mezclado m con el Verbo de Dios Padre y sin haber recibido la libertad por medio del Hijo, como él mismo dice: «Si el Hijo os hace libres, libres seréis real­mente» 20°. Ignorando en verdad al Emmanuel nacido de la Virgen m, quedan privados de su don, que es la vida eter­na 202; no recibiendo además al Verbo de la incorruptibili­dad203, permanecen en la carne mortal y son deudores de la muerte, en cuanto no han recibido el antídoto de la vida. Éstos son aquellos a quienes el Verbo, explicando el don de su gracia, afirma: «Yo lo he dicho: Dioses sois e hijos, todos vosotros, del Altísimo. Empero, como mortales mo­riréis» 204. Dice estas palabras dirigiéndose a aquellos que no acogen el don de la adopción205, sino que desprecian la encarnación del Verbo de Dios constituida por un naci­miento puro 206, privan al hombre de subir hasta Dios y se muestran desconsiderados para con el Verbo de Dios que se encarnó por ellos. Éste es en verdad el motivo por el que el Verbo se hizo hombre y el Hijo de Dios hijo del hombre: que el hombre, mezclado con el Verbo y habiendo recibido la adopción, se convierta en hijo de Dios. De otra manera no podríamos realmente participar en la incorrup­tibilidad y en la inmortalidad si no hubiéramos sido unidos a la incorruptibilidad y a la inmortalidad. Pero ¿cómo po­dríamos haber sido unidos a la incorruptibilidad y a la in­mortalidad, si la incorruptibilidad y la inmortalidad no hubieran sido antes esto que somos también nosotros, para que lo corruptible fuese absorbido por la incorruptibilidad y lo mortal por la inmortalidad207, para que, en suma, re­cibiéramos la adopción? 208

(2) Por eso, «¿quién narrará su generación?»209 Por­que «es hombre, y ¿quién lo conocerá?» 210 Lo conoce aquel a quien el Padre que está en los cielos lo reveló2U, para que entienda que el Hijo del hombre, que «no ha nacido de voluntad de carne, ni de voluntad de varón» 212, es «el

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Novaciano

Cristo, el Hijo del Dios vivo» m. Que absolutamente nin­guno de los hijos de Adán es declarado Dios o llamado Señor partiendo de sus méritos personales, lo hemos de­mostrado con las Escrituras 214; que, al contrario, él en sen­tido propio, por encima de todos sus contemporáneos, ven­ga proclamado Dios, Señor, Rey eterno, Unigénito y Verbo encarnado, y ello por boca de todos los profetas, los após­toles y por el mismo Espíritu, lo pueden ver todos aque­llos que se han aferrado, por poco que sea, a la verdad. Las Escrituras no darían testimonio de estas prerrogativas con relación a él, si hubiera sido solamente un hombre de modo parecido a todos los demás. Mas porque, por encima de todos los hombres, ha poseído en sí mismo espléndida la generación que lo hace proceder del Padre altísimo y, por otro lado, ha llevado a cabo espléndidamente el naci­miento que le hace proceder de la Virgen, las divinas Es­crituras testifican a su respecto la doble prerrogativa215: que era hombre carente de belleza y sometido al sufrimien­to216, sentado sobre el pollino de una asna217, uno cuya sed se apagó con hiél y vinagre218, tenido por nada en medio de la gente, humillado hasta la muerte219 y que, no obstante, era Señor santo, consejero admirable m, esplén­dido en belleza221, Dios fuerte222, que ha de venir sobre las nubes como juez de todos m. Todas estas cosas las Es­crituras las profetizaban en relación con él.

Novaciano, fundamentándose en una afirmación de Jesús re­gistrada por san Juan, deduce la doble naturaleza: cf. De Trinitate 15, 3-4 (ed. G.F. Diercks, CC IV, 1972, p. 37), escrito hacia el 250:

(3) Pero reflexiona224 sobre aquello que dice: «Yo no soy de este mundo»225. ¿Miente, acaso, puesto que sería de este mundo si fuera solamente hombre? O bien, si no diente, no es de este mundo. No es, pues, solamente hom-

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III. Cristo en la encarnación

bre, ya que no es de este mundo. (4) Para que no perma­neciera oculto quién era, declaró en alguna parte: «Yo — dijo — Soy de allá arriba» 226, esto es, del cielo, de don­de no puede venir un hombre, porque no ha sido hecho en el cielo. Es por consiguiente Dios, que es de arriba, y por esto no es de este mundo. Aunque de alguna manera también es verdad que es de este mundo. Por esto Cristo no es solamente Dios, también es hombre. Para que, con buena razón, como no es de este mundo según la divinidad del Verbo lo sea según la fragilidad del cuerpo asumido; es, en verdad, hombre unido a Dios y Dios estrechamente ligado al hombre.

Lactancio afirma la misma realidad basándose en Hermes Tris-megisto y sus profetas: véase las Divinae institutiones IV, 13, 1-6 (ed. S. Brandt, CSEL XIX, 1890, p. 316-317), redactadas entre el 304 y el 313:

(1) El sumo Dios y Padre de todos queriendo, pues,. comunicarnos su culto, mandó del cielo un maestro de jus­ticia, para dar a sus nuevos adoradores una nueva ley227

en él o por medio de él228, no, como había hecho antes, por medio de un hombre229; no obstante quiso que nacie­ra como hombre, de modo que fuera en todo semejante al sumo padre. (2) En verdad, Dios Padre en persona, origen y principio de las cosas 23°, puesto que carece de padres, es llamado por el Trismegistom con toda razón ároxTíop (sin padre) y á^Twp (sin madre), porque, dice, no fue pro­creado por nadie. Por este motivo era necesario que tam­bién el Hijo naciera dos veces 232, para que también él fue­ra «sin padre» y «sin madre». (3) De hecho, en el primer nacimiento, espiritual, fue «sin madre», porque fue en­gendrado sin prestación de la madre sólo por Dios Padre; (4) en el segundo, carnal, fue en cambio «sin padre», ya que fue procreado por el seno virginal sin prestación del

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Isaac

padre, para que teniendo una sustancia intermedia233 en­tre la divinidad y la humanidad pudiera llevar hasta la in­mortalidad, como asiéndola por la mano, esta nuestra na­turaleza frágil y débil. (5) Fue hecho Hijo de Dios median­te el Espíritu y del hombre mediante la carne234, es decir, Dios y hombre. El poder de Dios apareció en él por las obras que hacía, la fragilidad de hombre por la pasión que sufrió: con qué fin la afrontó he de mostrarlo dentro de poco235. (6) Mientras tanto, que fue Dios y hombre, mez­cla de ambos órdenes, hemos venido a conocerlo por los vaticinios de los profetas236.

Un aspecto específico del encuentro de las dos naturalezas, visto desde la teología de san Pablo, nos lo presenta Isaac, inquieto per­sonaje hebreo que se convirtió, se opuso al papa Dámaso (muerto en el 384) y volvió al judaismo. En su paréntesis cristiano compuso la obra titulada Fides, en la que intentó precisar las proprietates que caracterizan a cada una de las personas trinitarias junto a la unidad de naturaleza. He aquí el § 4 (ed. A. Hoste, CC IX, 1957, p. 342-343):

El Hijo de Dios no es hijo del hombre237, mientras que el hijo del hombre es Hijo de Dios 238, porque quien es Hijo de Dios no es hijo del hombre: Dios es, en verdad, unigénito239. Además, aquel que es hijo del hombre es primogénito240 y, por causa del Dios unigénito que lo asu­mió, es llamado también el unigénito, porque en él está el unigénito241. Pero justamente del primogénito el apóstol Pablo dice lo siguiente: «primogénito entre muchos her­manos» 242, porque creyeron a través de él. La naturaleza del primogénito no es, pues, la del unigénito, pero se dice que es unigénito por la asociación con el unigénito. El primogénito, por otra parte, es primogénito por naturaleza, no por motivo de una asociación243, ya que nadie resucitó de los muertos directamente a la inmortalidad sino él, pri-

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III. Cristo en la encarnación

mero y solo, y, mediante su resurrección, hizo ver a todos. los que le siguieron un modelo de la resurrección futura244. Y por esto el apóstol Pablo dijo que era «primogénito de entre los muertos»245 y, análogamente, a los Romanos: «para que fuera el primogénito entre muchos hermanos», también porque246 unigénito y primogénito son dos natu­ralezas, la divina y la humana, pero una sola persona; de hecho, la diversidad de estas naturalezas está demostrada en el relato evangélico.

Una pormenorizada ilustración de estas últimas palabras nos la ofrece san Gregorio de Nacianzo, en la Orado XXIX, 19-20 (MG XXXVI, 100 A -101 C). Es como una larga contemplación gozosa en la que el ánimo críticamente atento a la vez que amorosamente abandonado sigue a su Señor que, a cada paso, por medio de su humanidad, deja trasparentar un inequívoco rayo de su divinidad. El autor se extiende, pero cuenta siempre novedades, ya que nunca se sacia con aquel espectáculo: es una confirmación intuitiva de su fe y es, más aún, la consagración del ideal desde el que ha plan­teado toda su vida. Esta oración, pronunciada en Constantinopla, en el 380, ante una muchedumbre apasionada, posee el recogimiento interior de un soliloquio:

(19) Éste, pues, que ahora tú desprecias247, existía siempre y estaba por encima de ti; aquel que ahora es hombre ignoraba cualquier composición. Permaneció lo que era y asumió lo que no era24S. Al principio existía sin causa. ¿Cuál podría ser, en verdad, la causa de Dios? Pos­teriormente, no obstante, nació por una causa. Y ésta fue para que pudieras ser salvado, tú, descarado arrogante que desprecias la divinidad precisamente porque acogió tu pe­sada materialidad, poniéndose en contacto con la carne a través de la mediación de la mente249. El hombre terrenal se hizo así Dios, porque se fundió con Dios, y llegó a ser una persona sola, dado que prevaleció el elemento supe­rior, para que yo pudiera convertirme en Dios250 en el mis-

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San Gregorio de Nacianzo

mo grado en que él se había hecho hombre. Nació, es ver­dad, mas había sido también engendrado: de una mujer ciertamente, pero que era también virgen251. El primer fe­nómeno es humano, el segundo divino. Por vina parte no tenía padre, pero por otra no tenía madre252: ambas cosas son manifestación de la divinidad. Fue llevado por un seno, sin duda, pero fue reconocido por el profeta, también él todavía en el seno, que dio saltos ante el Verbo por el que había recibido la vida253. Fue envuelto ciertamente en pa­ñales ^, pero al resucitar se liberó del sudario con que lo habían sepultado255. Fue colocado en un pesebre, pero los ángeles lo glorificaron256, una estrella lo anunció y unos magos lo adoraron257. ¿Cómo es que te tropiezas con lo que ves con los ojos y no te das cuenta de lo que puedes al­canzar con el pensamiento? Fue exiliado, sin duda, a Egip­to258, sin embargo mandó al exilio las falsas creencias de los egipcios. No tenía ni hermosura ni belleza a ojos de los judíos259, pero a los de David aventajaba en belleza a todos los hombres260, sobre el monte resplandecía de luz, se hizo más luminoso que el sol261, iniciándonos a los misterios del futuro.

(20) Fue bautizado262 ciertamente como hombre, pero borró los pecados como Dios263; personalmente, no tenía necesidad de purificación, pero se sometió a ella para san­tificar las aguas264. Fue tentado como hombre265, pero venció como Dios y nos invita a tener coraje, ya que él venció al mundo266. Tuvo hambre267, y no obstante nutrió a miles de personas268 y él es el pan vital y celestial269. Tuvo sed m, pero gritó: «Quién tenga sed, que venga a mí y beba», y prometió que todos los que tuvieran fe en él se harían como fuentes que siempre manan271. Se cansó272, pero es el descanso de cuantos están cansados y fatigados m. Le pesó el sueño "*, pero demostró ser ligero sobre el mar, reprochó a los vientos e hizo ligero a Pedro que se sumer-

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III. Cristo en la encarnación

gía m. Paga el tributo, pero lo toma del pez m y es rey de quienes lo exigen. Es llamado samaritano y endemoniado 27T, no obstante salva a uno que bajaba de Jerusalén y había dado con ladrones 278, le reconocen además los demonios m, los ahuyenta, ahoga en el mar a legiones de espíritus 280 y ve cómo se precipita igual que un rayo el príncipe de los demonios 281. Le arrojan piedras, pero no logran prender­le m. Ora283, pero escucha (a los demás); llora284, pero aplaca el llanto285. Pregunta dónde había sido colocado Lázaro286, en cuanto era hombre, pero resucita a Lázaro en cuanto era Dios. Fue vendido a muy bajo precio, puesto que dieron por él treinta denarios de plata 28?, pero resca­ta el universo a un precio muy elevado 288, dado que derra­mó para ello su sangre. Como una oveja es conducido a la inmolación289, pero es también pastor que apacienta a Israel 29°, y hasta el mismo universo entero291. Es mudo como un cordero 292, pero es el Verbo y lo anuncia la voz de aquel que grita en el desierto 293. Cayó presa de la en­fermedad y fue herido 294, sin embargo cura todo mal y toda enfermedad295. Lo izaron en el leño y lo clavaron, pero nos puso de nuevo junto al árbol de la vida296, salva al ladrón que habían crucificado con él 297, sumerge en las ti­nieblas 298 todo cuanto puede ser visto. Le dan de beber vinagre y, por comida, hiél2": ¿a quién? A aquel que cam­bió el agua en vino 30°, que disolvió el gusto amargo301, que es la dulzura misma, que suscita el deseo en todo su aspecto 302. Ofrece su vida, pero tiene el poder de tomarla de nuevo 3, el velo se rasga (se muestran las realidades del cielo), las rocas se parten, los muertos resucitan304. Muere, pero da la vida y con su muerte destruye la muer­te . Es sepultado, pero resucita. Desciende a los infier­nos, pero arranca de allí a las almas, sube al cielo y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos m.

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San Basilio

La presencia simultánea en Cristo de dos elementos tan diver­sos en dignidad y en perfección podía levantar en algún espíritu frágil la sospecha de que el más bajo acabaría por envilecer al más noble. Aunque fuera una desconfianza absurda pensar que la divi­nidad podía desmerecer por contacto con una naturaleza inferior, san Basilio, en su Homilía in sanctam Christi generationem 2 (de autenticidad contrastada, aunque probable: MG XXI, 1460 C -1461 A), intenta aclarar el problema con una analogía que, si bien resulta obviamente inadecuada, no deja de ser ingeniosa y bien seleccionada. Es una semejanza que, a excepción de en los espíri­tus más dotados especulativamente, puede tener una eficacia más inmediata que un razonamiento:

¿De qué modo reside en la carne la divinidad? Como el fuego en el hierro: no por transferencia, sino por comu­nicación. El fuego no sale de hecho de su sitio para acer­carse al hierro, sino que permaneciendo en su puesto307 le comunica su propia potencia. No queda disminuido por esta comunicación, aunque llena totalmente de sí mismo aquello que lo acoge. De manera semejante, tampoco el Verbo divino se movió de sí mismo y, no obstante, «habi­tó entre nosotros»; no quedó sometido a cambio y, sin embargo, «el Verbo se hizo carne» 308, el cielo no quedó abandonado m por aquel que lo lleva en sí310, pero la tie­rra acogió lo celestial en su propio seno. No pensemos en una caída de la divinidad: no se transfiere de un lugar a otro como los cuerpos, y no nos imaginemos siquiera que haya cambiado transformándose en carne. De hecho, lo que es inmortal es también inmutable. ¿Cómo es, pues — se objeta —, que el Verbo divino no ha quedado lleno de la debilidad propia del cuerpo311? Respondo: tampoco el fuego participa de las propiedades del hierro. El hierro es negro y frío, pero, cuando está al rojo, reviste la forma del fuego; convirtiéndose también él en luminoso no vuel­ve negro al fuego e, inflamándose, no hace que la llama se enfríe. Así también la carne humana del Señor: participó

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III. Cristo en la encarnación

directamente de la divinidad, pero no transmitió a la divi­nidad su propia debilidad312.

Otro inconveniente que podría haber implicado la presencia del Verbo en la carne de Jesús era el de una remoción de la acti­vidad de custodio y dominador del universo, con la consecuencia de que el mundo, al perecer la fuerza que lo mantenía a la vez que lo ordenaba, habría perecido en el caos. San Atanasio, en De incar-natione Verbi 17 (MG XXV, 125 AB; Ch. Kannengiesser, SC 199, 1973), que se remonta al 335-337, deshace esta opinión tan burda, poniendo en claro la omnipresencia del Verbo divino:

El Hijo de Dios no estaba encerrado dentro 313 de su cuerpo y ni siquiera se hallaba en el cuerpo de tal modo que no pudiera estar en otra parte, ni lo movía dejando desguarnecido el universo de su acción y su providencia. Todo esto no puede por menos que pasmarnos si es verdad que, en su calidad de Verbo, no estaba contenido por nada sino que más bien él contenía todo. Como en realidad al estar en todas las cosas creadas, está más bien fuera del universo por cuanto se refiere a la sustancia 3M, aunque está en todas las cosas por su propia potencia 315, ordenando todo... y a todas las cosas, individual y globalmente, dan­do la vida..., así también, hallándose en el cuerpo huma­no y dándole él mismo la vida, daba la vida lógicamente también a todo el universo 316, estaba en todas las cosas y fuera de todas y, mientras se daba a conocer mediante las acciones que realizaba con el cuerpo, no permanecía cier­tamente desconocido por causa de la actividad que desple­gaba en el universo.

La íntima unión de la humanidad y la divinidad en Cristo fue reconocida incluso por el mundo físico que, en el momento de la muerte del Señor, quedó conturbado. No era el hecho cotidiano de un hombre que perece; era la enorme paradoja de un Dios que moría. Melitón de Sardes, en De anima et corpore (fragm. 13: ed.

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Novaciano

O. Perler, SC 123, 1966, p. 238), redactado hacia los años 165-185, hace sentir, por medio de un ritmo estilístico regulado por una retórica hábil y empapado de un sincero fervor, la grandeza del misterio. Aquella larga serie de aparentes absurdos, que luego terminan por explicarse, constituye la excelencia exclusiva del cris­tianismo e infunde en el creyente una impresión de austera majes­tad: Cristo es a la vez inconmensurablemente sublime y concreta­mente cercano. Es uno de los testimonios más antiguos de la espi­ritualidad del cristianismo de los orígenes:

La tierra tembló y sus fundamentos se movieron, el sol se escondió, los elementos se descompusieron y el día cambió de aspecto317. En realidad no pudieron soportar el espectáculo de su Señor suspendido en un tronco. La crea­ción, presa de espanto y estupor, se preguntó: «¿Qué es este nuevo misterio? El juez es juzgado318 y permanece tranquilo; lo invisible es visto y no se ruboriza; lo inasible es agarrado y no lo tiene en menosprecio; lo inconmensura­ble es medido y no reacciona; lo impasible padece y no toma venganza; lo inmortal muere y no objeta ni una pa­labra; lo celestial es sepultado y lo soporta 319. ¿Qué es este nuevo misterio?» La creación quedó estupefacta. Pero cuando nuestro Señor resucitó de los muertos, con su pie aplastó la muerte, encarceló al poderoso 32° y liberó al hom­bre, entonces toda la creación entendió que, por amor al hombre, el juez había sido juzgado, lo invisible había sido visto, lo inasible agarrado, lo inconmensurable medido, lo impasible había padecido, lo inmortal había muerto y lo celestial había sido sepultado. Nuestro Señor, en verdad, nacido como hombre, fue juzgado para conceder la gracia, fue encadenado para liberar, sufrió para usar misericordia, murió para vivificar, fue sepultado para resucitar.

Teológicamente, no obstante, se precisaba con claridad que so­bre el Calvario en Cristo no murió la divinidad sino sólo la huma-

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III. Cristo en la encarnación

nielad. Nos lo declara y demuestra Novaciano, en el De Trinitate 25, 3-9, p. 60-61 (véase p. 123).

(3) Si de hecho la Escritura321 nos presentase a Cristo solamente como Dios y en él no se hubiera mezclado nin­guna comunidad322 con la naturaleza humana, con bastante razón habría tenido alguna eficacia el siguiente razonamien­to erróneo: «Si Cristo es Dios, y Cristo ha muerto, enton­ces Dios ha muerto.» (4) Pero como, según hemos demos­trado ya con frecuencia, la Escritura no lo considera sola­mente Dios sino también hombre, se sigue que se debe creer que ha permanecido incorrupto aquello que es in­mortal. ¿Quién, en verdad, no entendería que la divinidad es impasible, mientras que es pasible la fragilidad humana? (5) Cuando, pues, se entiende que Cristo es mezcla, en co­munidad, tanto de aquello que es como Dios como también de aquello que es como hombre, porque «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» 323, ¿quién, aun sin ningún maestro e intérprete, no se dará cuenta fácilmente por sí mismo de que en Cristo no murió lo que es Dios sino lo que es hombre? (6) ¿Qué motivo hay de maravilla si en Cristo la divinidad no muere, sino que se apaga la sustan­cia de la sola carne, si ya también en los demás hombres, que no son solamente carne sino carne y alma, sin lugar a dudas sólo la carne sufre el asalto de la destrucción y de la muerte, mientras se ve que el alma, al margen de la ley de la destrucción y de la muerte, permanece incorrupta? (7) Es precisamente aquello que el Señor mismo decía exhor­tándonos al martirio y al desprecio de todo poder humano: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla» 324. (8) Que si el alma inmortal no puede sufrir muerte o aniquilación, bien que el cuerpo y la carne sí pueden ser aniquilados, ¡cuánto más, en cual­quier caso, el Verbo de Dios y Dios en Cristo no pudo ser

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Eusebio de Emesa

aniquilado en ningún modo, por razón de que sólo sufrie­ron la muerte la carne y el cuerpo! (9) Si, en realidad, el alma en todo individuo posee tan noble inmortalidad que no puede ser aniquilada, mucho más posee el Verbo este poder, de modo que nunca puede morir, la nobleza del Verbo de Dios. En realidad, si el poder de los hombres disminuye cuando se trata de reducir a la nada el sagrado poder de Dios y si la crueldad humana disminuye cuando se trata de aniquilar el alma, con mucha más razón deberá disminuir cuando se trate de aniquilar al Verbo de Dios.

Sobre el mismo problema vuelve Eusebio de Emesa, muerto hacia el 359, quien reafirma la impasibilidad de Cristo en cuanto Dios y la atribución de la pasión por causa de la unión hipostática. Véase este vivo y brillante fragmento tomado de MG LXXXVI, 536-541, del que ofrecemos el pasaje final (col. 541 AB):

Aquello que posee la potencia325 se atribuye por analo­gía a la carne. Haz, por consiguiente, la aplicación contra­ria: lo que la carne padece es atribuido por analogía a la potencia326. ¿Cómo ha padecido Cristo por nosotros? Fue escupido, golpeado en la mejilla, le tejieron una corona en torno a la frente, le traspasaron las manos y los pies. To­dos estos sufrimientos concernían al cuerpo, pero han de referirse a aquel que lo habita. Arroja una piedra contra el retrato del emperador, ¿qué dicen? Que has ofendido al emperador. Rasga el manto del emperador, ¿qué se dice? Que te has levantado contra el emperador327. Crucifica el cuerpo de Cristo, ¿qué hay que decir? Cristo murió por nosotros. Pero, ¿qué necesidad tenía de ti o de mí? 328

Veamos qué dicen los evangelistas: «¿Qué habéis recibido del Señor? ¿Cómo ha muerto el Señor?» Leen329: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» 330. El espíritu sube y el cuerpo queda en la cruz por nosotros: se ofreció en

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III. Cristo en la encarnación

verdad el cordero (y en este sustantivo comprendemos) 331

cuanto concierne a su cuerpo .

Es, en cambio, totalmente diverso el punto de vista desde el que san Agustín observa la pasión de Cristo en la Enarratio in Psalmum LXXXVI, 5 (ed. E. Dekkers e I. Fraipont, CC XXXIX, 1956, p. 1202-1203), que debió quedar escrita poco antes del 416. Aquí no se trata ya de cuál es la parte de Cristo que padece, sino de su ilimitada pasión mística. A lo largo de toda la historia con­tinúa padeciendo en sus discípulos, que con el bautismo han sido hechos miembros suyos. San Agustín contempla muy interesado este drama sin fin: el sufrimiento humano queda sublimado en pasión de Cristo y Cristo se acerca tanto que es convertido en nuestra propia sustancia. Son palabras sencillas dichas en tono fa­miliar, pero vibra en ellas una intensa emoción y una esperanza muy profunda:

Ved que el apóstol ha dicho que en él padecía Cris­to 332: «para completar en mi carne lo que falta a las tribu­laciones de Cristo» 33\ Para completar ¿qué? Aquello que falta. ¿A quién falta? A las tribulaciones de Cristo. Y, ¿dónde falta? En mi carne. ¿Acaso nos faltaba algún padecimiento en aquel hombre que fue hecho Verbo de Dios y que nació de María virgen? Padeció en realidad cuanto debía padecer por propia voluntad, no por necesi­dad del pecado; y parece claro que sufrió todo: de hecho, mientras estaba en la cruz, probó como última cosa el vina­gre y dijo: «¡Está cumplido! E inclinando la cabeza, entre­gó el espíritu»334. ¿Qué quiere decir «está cumplido»?: «En cuanto concierne a la medida de los sufrimientos no me falta nada; se ha cumplido todo lo que había sido pro­fetizado a mi respecto.» Como si hubiera estado esperando ser llevado a término. ¿Quién podría partir como él salió del cuerpo? 335 Pero, ¿quién podrá hacerlo? Aquel que an­tes había dicho: «Poder tengo para dar mi vida y tengo poder para volverla a tomar; nadie me la quita, sino que

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San Agustín

por mí mismo la doy»336. La dio cuando quiso; la tomó cuando quiso; nadie se la quitó, nadie pudo arrancársela. Se cumplieron pues todas las tribulaciones, pero en la ca­beza: quedaban todavía las tribulaciones de Cristo en su cuerpo337. Pero el cuerpo y los miembros sois vosotros. Por esto el apóstol, que se encontraba entre estos miem­bros, decía: «Para completar en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo.» Vamos, pues, hacia donde Cristo nos ha precedido y Cristo se dirige todavía a donde nos había precedido: en realidad, Cristo nos ha precedido en la cabeza y nos sigue en el cuerpo338. Y Cristo se halla todavía ahora en angustias y es Cristo quien fue sometido a sufrimiento por Saulo, cuando Saulo oyó que le decían: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» 339 Como la lengua dice cuando a uno le pisan un pie: «Me han pisado.» Nadie ha tocado la lengua340; pero grita por la participa­ción en el dolor, no por la pisada. Cristo sigue necesitando ayuda, Cristo sigue morando en un país extranjero, Cristo está enfermo, Cristo permanece preso en la cárcel341.

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IV

CRISTO EN LA REDENCIÓN

La redención es el núcleo del cristianismo y es el ele­mento que lo emplaza en los antípodas del paganismo clá­sico. El politeísmo olímpico, cuando no se restringía a una convención pragmática dirigida a una utilidad privada de cualquier acento espiritual, se reducía a ser una reserva de mitos poéticos y ritos políticos. Sueños o ceremonias, for­mas para los artistas o liturgias para el amor patrio y la lealtad cívica. No era pues de extrañar que tamaño plan­teamiento engendrara a la larga en los círculos cultos una indiferencia escéptica y en los populares diera origen a una sustitución, si no en los nombres por lo menos en la sus­tancia, recurriendo al coeficiente común de la religiosidad natural; de sus espesas mallas surgía lentamente el anima naturaliter christiana. Con toda la pompa de templos, al­tares, sacrificios, fiestas, sacerdocios, era una religión po­bre: no respondía para nada a las dos intuiciones funda­mentales del hombre dotado de vida interior, esto es, sen­tido de la culpa y del límite, con el anhelo subsiguiente de purificación e infinito, y la certeza de la muerte, con la con­siguiente aspiración a superarla. Para satisfacer estas exi­gencias irrenunciables del alma humana, surgieron los cul­tos mistéricos * que, mediante prácticas en que a menudo se entrelazaban extrañas relaciones de arrebatos místicos y

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IV. Cristo en la redención

torpes vulgaridades, prometían aperturas hacia mundos su­periores y horizontes más amplios. Estos misterios fueron los adversarios más cualificados del cristianismo.

Tanto uno como los otros prometían salvación. Venció, pero no sin haber tenido que hacer frente a aguerridas resistencias, el cristianismo porque era inmensamente su­perior en lo que se refiere al carácter sublime de sus dog­mas y a la pureza de su moral. La soteriología cristiana abría horizontes infinitos: un Dios que se encarna, que se integra en el destino humano, que se inmola para expiación definitiva de la culpa, que muriendo vence a la muerte y resucitando asciende a su gloria eterna, poseía, pese a lo insondable del misterio, una fuerte carga persuasiva. La in­corporación a aquel Cristo que consigo conducía, pasando por la muerte y la resurrección, a sus hermanos adoptivos hacia un encuentro con el Padre, asegurándoles de esta suer­te una especie de divinización, tenía un poderoso atrac­tivo. Ya no se trataba de un dios alejado, era un Dios cercano a todos e interior a todos: era el amigo, el reden­tor, el maestro, el médico, el mediador...

Ciertamente, quedaba siempre la oscuridad de la fe, pero en ella los hombres sentían los ecos de una llamada que poseía una seriedad absoluta. El único obstáculo era la magnitud sin confines y la altura de la perspectiva, así como la tentación más insidiosa era la de aferrarse a la propia e inconsistente razón o rechazar el rigor ético de la propuesta. Pero había también la fascinación que ejercía aquel amor indecible que había previsto, desde toda la eternidad, al hombre y lo había llamado a la salvación. Si para lograrla era preciso atravesar una zona de tinie­blas, actuaban siempre empujando hacia el encuentro con el Redentor, la esperanza y el amor encendido como un eco de aquel antecedente divino, una y otro excitados por la gracia.

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San Ireneo

El cristianismo era pues esencialmente Cristo y Cristo era esencialmente el Salvador: la Trinidad interesaba so­bre todo porque su segunda persona se había encarnado para rescatarnos; sin esta circunstancia, su misma actividad creadora se habría resuelto en un fracaso. Cómo vibraba el corazón de los fieles ante una visión de este género nos lo muestra el Praeconium paschale (Exultet), que se canta en la liturgia nocturna de la resurrección: «Haec nox est in qua, destructis vinculis monis, Christus ab inferís victor ascendit. Nihil enim nobis nasci profuit, nisi redimí pro-fuisset. O mira circa nos tuae pietatis dignatio. O inaesti-mabilis dilectio caritatis: ut servum redimeres, Filium tra-didisti. O certe necessarium Adae peccatum, quod Christi morte deletum est. O felix culpa quae talem ac tantum meruit habere Redemptorem!» 2 Las hipérboles aquí no son una lucubración artificiosa de los teólogos; son un grito del alma.

San Ireneo, Adversus haereses I I I , 18, 7 (p. 364-366: véanse las indicaciones de p. 121), relaciona el tema de la encarnación con «1 de la redención. Sus argumentos no tienden a absolutkar el plano divino como único posible, excluyendo otras eventuales soluciones para librar a la humanidad del pecado, sino que quieren aclarar la oportunidad y excelencia del camino escogido por la bondad divina:

(El Señor) juntó, pues, y unió... al hombre con Dios. Si en verdad no hubiese sido un hombre quien venciera al adversario del hombre, el enemigo no habría sido vencido del modo justo 3. Por otra parte, si no hubiera sido Dios <iuien nos diera la salvación, nosotros no podríamos poseer­la de un modo duradero4. Y si el hombre no hubiera que­dado unido a Dios, no podría haber participado en la in-•corruptibilidad5. Era realmente necesario que «el media­dor de Dios y de los hombres» 6 por su parentesco con uno y otros los llevara a todos de nuevo a la amistad y a la

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IV. Cristo en la redención

concordia, de modo que Dios asumiera al hombre y el hombre, a su vez, se ofreciera a sí mismo a Dios. ¿De qué modo habríamos podido participar en la adopción como hi­jos suyos 7, si no hubiésemos recibido de él, mediante el Hijo, la comunión con él, y su Verbo no hubiese entrado en comunión con nosotros haciéndose carne? 8 Por esto mis­mo pasó también por todas las edades 9, restableciendo para todos la comunión con Dios. En consecuencia, aquellos que dicen que se mostró sólo en apariencia, sin haber nacido en la carne ni haberse hecho realmente hombre 10, perma­necen todavía bajo la antigua condenación, puesto que de­fienden la causa del pecado, por cuanto, según ellos ", la muerte no ha sido vencida.

La grandeza de la encarnación consiste sobre todo en su gra-tuidad total. El hombre no ha merecido nada, Dios ha dado todo por libre espontaneidad; no actuó por justicia, sino sólo por su bondad misericordiosa: todo es gracia. Vemos afirmado esto por san Agustín, en el Enchiridion 11, 36 (véase en p. 105s). Nos halla­mos cronológicamente en el centro de la grave polémica antipela-giana y la realidad de la gracia se presenta al espíritu del obispo de Hipona con una evidencia y un peso predominantes. No sólo la humanidad en general, sino también la humanidad específica de Jesús fue asumida por el Verbo de Dios por libre voluntad. La unión hipostática del Hijo de Dios con Jesús en unidad de persona y la unión con todos nosotros por solidaridad de naturaleza son un don:

Aquí la gracia de Dios se presenta en su pleno valor de un modo realmente sublime y evidente. ¿Qué había merecido en realidad la naturaleza humana en el hombre Cristo para ser asumida, sólo ella, en la unidad de persona con el Hijo único de Dios? ¿Qué buena voluntad, qué buen propósito apasionadamente perseguido, qué buenas obras precedieron por las que este hombre pudiese mere­cer llegar a ser una sola persona con Dios? ¿Acaso fue-

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San Agustín

primero hombre y le fue concedido este beneficio excep­cional porque se había ganado a Dios de un modo excepcio­nal? 12 Ciertamente, cuando empezó a ser hombre, el hom­bre no empezó a ser otra cosa que Hijo de Dios y, por esto, único 13, y, por causa del Dios Verbo, el cual, después de asumirlo, se hizo carne, absolutamente Dios 14. Se sigue que, como todo hombre constituye una sola persona, obvia­mente formada por un alma racional15 y por la carne, así Cristo constituye una sola persona, formada por el Verbo y el hombre. ¿De dónde le ha venido a la naturaleza hu­mana una gloria tan grande, sin duda gratuita, dado que no había méritos precedentes, sino de que — como ven claramente aquellos que observan con reflexión y juicio — aquí actúa sola una gran gracia de Dios, de modo que los hombres entiendan que quedan justificados de sus pecados por medio de la misma gracia, mediante la cual aconteció que el hombre Cristo pudiera no tener ningún pecado? 16

Del mismo modo también el ángel saludó a la madre, cuan­do le anunció que había de suceder este parto: «Ave — dijo—, llena de gracia.» Y poco después añade: «Por­que has hallado gracia ante Dios» ". María fue llamada «llena de gracia» y de ella se dice que «halló gracia ante Dios» para que fuera 18 Madre de su Señor, o mejor, del Señor de todos. Por lo que se refiere al mismo Cristo, Juan evangelista, después de haber dicho: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros», añade: «Pero nosotros vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» 19. La expresión «el Verbo se hizo carne» quiere decir lleno de gracia»; la expresión «gloria como del unigénito del Padre» quiere decir «lleno de ver­dad». Aquel que es sin duda la verdad en persona, el uni­génito de Dios no por gracia, sino por naturaleza, asumió por gracia a un hombre en tal íntima unidad de persona 20, <lue él mismo se hizo hijo del hombre.

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IV. Cristo en la redención

Las modalidades y los fines de la encarnación nos los explica san Atanasio, en De incarnatione Verbi 8 (véase en p. 130). La asun­ción de un cuerpo más puro que el nuestro, pero consustancial con el nuestro, tendía al fin de sustraernos de la muerte mediante la victoria de Jesús sobre ella en el propio cuerpo con ocasión de la resurrección; vencida la corrupción de la muerte, nos habría conducido hacia la incorruptibilidad y la vida destruidas por el pecado:

(2) (Para no dejar perecer al hombre, el Hijo)21 tomó' para sí un cuerpo no diverso del nuestro. (3) No quiso en verdad simplemente entrar en un cuerpo ni era su inten­ción hacerse ver solamente; si de hecho hubiese querido solamente darse a ver, habría podido manifestarse también mediante otro cuerpo superior al nuestro22; en cambio tomó el nuestro y no de cualquier manera, sino puro y realmente intacto de toda relación con hombre, de una Virgen casta, incontaminada, que nunca había tenido experiencia de hom­bre 23. Pese a ser potente y constructor de todas las cosas, se dispuso en la Virgen un templo, esto es, su cuerpo 24, y se lo apropió como instrumento, revelándose en él y ha­bitando en él. (4) Y habiendo tomado un cuerpo de entre aquellos que son los nuestros, puesto que todos estaban sometidos a la corrupción de la muerte, lo entregó a la muerte en lugar de todos y lo ofreció al Padre 25. Éste fue el testimonio de su amor por el hombre: su objetivo fue que, estando todos muertos en él, quedase derogada la ley que condenaba a los hombres a la corrupción (de la muer­te), por cuanto, después de haber agotado su eficacia en el cuerpo del Señor, ya no podía hallar campo de aplica­ción en los hombres que se asemejaban a Cristo. Su segundo objetivo fue orientar a la incorruptibilidad a los hombres que se habían desviado en la corrupción y vivificarlos arran­cándolos de la muerte: mediante la asunción personal del

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Clemente de Alejandría

cuerpo y la gracia de la resurrección, destruyó en ellos la muerte26 como paja por la acción del fuego.

La redención orientada hacia la vida es un rasgo fuertemente puesto de relieve por Clemente de Alejandría, en el Protréptico I, 7, 1-3 (ed. O. Stahlin - U. Treu, GCS, Clemens I, 1972; Cl. Mon-désert - A. Plassart, SC 2, 1949), que se remonta seguramente al 190, o a poco después. Tiene de Cristo una idea grandiosa: lo ve eterno con Dios y en posesión de la absoluta plenitud del ser que es propia de Dios. Esto lo capacita para transmitirnos parte de su riqueza comunicándonos una vida perenne como la de Dios. En Cle­mente hay el íntimo gozo de haber hallado un maestro infinitamen­te sabio y poderoso. La aspiración primordial a la vida, propia de todo hombre, con Cristo queda satisfecha hasta el fondo:

(1) El Verbo, Cristo, es la causa de que nosotros exis­tamos desde mucho tiempo (era de hecho en Dios) y de que existamos en una buena condición27. Ahora se aparece a los hombres este Verbo en persona, el único que es a la vez Dios y hombre, causa para nosotros de todos los bie­nes: aprendiendo de él a bien vivir seremos guiados a la vida eterna. (2) En realidad, según el apóstol inspirado por el Señor, «la gracia salvadora de Dios se ha manifestado a todos los hombres, y por ella aprendemos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a vivir en este mundo con moderación, justicia y religiosidad mientras aguardamos la bienaventurada esperanza, o sea, la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús» 28. (3) Éste es el canto nuevo29, la manifestación, que ahora ha resplandecido entre nosotros, del Verbo que era al prin­cipio y que preexistía30. Se ha manifestado recientemente el Salvador que preexistía31, se ha manifestado el maestro que posee la plenitud del ser habitando en aquel que posee la plenitud del ser (ó sv TS> 'óvn WV) 32, por cuanto «el Ver­bo estaba junto a Dios» 33: se ha manifestado el Verbo por quien todo ha sido creado; y, después de habernos dado la

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IV. Cristo en la redención

vida al principio con su actividad plasmadora como crea­dor M nos enseñó a llevar una vida buena manifestándose como maestro35, para luego darnos al final una vida pe­renne 36 como Dios.

Cristo nos ha prometido la vida eterna; pero, ¿podemos fiarnos de alcanzarla con certeza? San Agustín, en la Enarratio in Psalmum CXLVIII, 8 (ed. E. Dekkers e I. Fraipont, CC XL, 1956, p. 2170, 39-2171, 65), que se remonta al 395, desarrolla a este respecto algunas consideraciones, que tranquilizan el ánimo, con suma ele­gancia y destreza dialéctica:

¿Qué nos dio aquí? 37 ¿Qué recibisteis? Nos dio la exhortación, nos dio la doctrina, nos dio la remisión de los pecados; recibió insultos, la muerte, la cruz. Nos trajo de aquella parte bienes y, a nuestro lado, soportó paciente­mente males. No obstante nos prometió que habríamos de estar allí de donde vino y dijo: «Padre, quiero que donde voy a estar, estén también conmigo los que me has dado» 38. ¡Tanto ha sido el amor que nos ha precedido! 39 Porque donde estábamos nosotros él también estuvo, donde él está tenemos que estar también nosotros. ¿Qué te ha prometido Dios, oh hombre mortal? Que vivirás eternamente. ¿No lo crees? Créelo, créelo. Es más lo que ya ha hecho que lo que ha prometido. ¿Qué ha hecho? Ha muerto por ti. ¿Qué ha prometido? Que vivirás con él. Es más increíble que haya muerto el eterno que lo es el hecho de que un mortal viva eternamente. Tenemos ya en mano ^ lo que es más increíble. Si Dios ha muerto por el hombre, ¿no ha de vivir el hombre con Dios? ¿No ha de vivir el mortal eternamente, si por él ha muerto aquel que vive eterna­mente? Pero, ¿cómo ha muerto Dios y por qué medio ha muerto? ¿Y puede morir, Dios? Ha tomado de ti aque­llo que le permitiera morir por ti. No podría morir si no fuera carne; no podría morir si no fuera un cuerpo mortal:

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San Agustín

se revistió de una sustancia con la que pudiera morir por ti, te revestirá de una sustancia con la que podrás vivir con él . ¿Dónde se revistió de muerte? En la virginidad de la madre, ¿Dónde te revestirá de vida? En la igualdad con el Padre 4\ Aquí u eligió para sí un tálamo casto, don­de el esposo pudiera unirse a la esposa45. El Verbo se hizo carne 46 para convertirse en cabeza de la Iglesia 47. En rea­lidad el Verbo en sí mismo no es parte de la Iglesia, pero, para convertirse en cabeza de la Iglesia, asumió la carne. Algo nuestro está ya allá arriba, lo que él tomó, aquello con lo que murió 48, con lo que fue crucificado: ya hay primi­cias tuyas que te han precedido, ¿y tú dudas de que las seguirás?

En el Tractatus in lohannem II , 15 (ed. R. Willems, CC XXXVI, 1954, p. 18-19, 12), del 416, san Agustín va a la raíz de esta vida eterna, que está constituida por nuestra filiación adop­tiva. La redención se desarrolló según un cruce singular de efectos: Cristo nació del hombre, para que nosotros naciéramos de Dios:

Éstos 50, pues, «no de sangre, ni de voluntad humana, ni de voluntad de varón, sino de Dios nacieron» 51. Para que justamente los hombres nacieran de Dios, primeramente Dios nació de ellos. Cristo en verdad es Dios y Cristo ha nacido de los hombres. No buscó propiamente más que una madre en la tierra, porque ya tenía un Padre en el cielo 2: nacido de Dios aquel por cuyas manos debíamos ser hechos y nacido de una mujer aquel por cuyas manos debíamos ser rehechos 5 \ No te maravilles por consiguiente, °h hombre, si te conviertes en hijo por obra de la gracia, porque naces de Dios según su Verbo54. Primeramente el mismo Verbo quiso nacer del hombre a fin de que tú na­cieras sin preocupaciones 55 de Dios y pudieras decirte a ti mismo: «No sin motivo quiso Dios nacer del hombre, sino

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IV. Cristo en la redención

porque me consideró tan importante56 que me hizo inmor­tal y nació mortalmente57 por mí.»

El nacimiento de Cristo en la humanidad no sólo nos ha puesto jurídicamente en la situación de hijos adoptivos de Dios, sino que también nos ha orientado constitutivamente a verlo. Cristo es en realidad una especie de teofanía velada del Padre, que tiene por objeto reforzar de manera progresiva nuestros ojos para que pue­dan tolerar la revelación en su pleno fulgor. Así suenan las inte­resantes consideraciones que nos ofrece Novaciano en el De Trini-tate 18, 3-6 (sobre la obra, véase p. 123):

(3) De hecho «es la imagen del Dios invisible» 58 para que la poquedad y la fragilidad de la condición humana se habituase, alguna vez, desde entonces, a ver a Dios Padre en la imagen de Dios, esto es, en el Hijo de Dios 59. En rea­lidad la fragilidad humana debió ser nutrida, paso a paso y por incrementos sucesivos, mediante la imagen60, para llegar a esta gloria de poder ver un día61 a Dios Padre. (4) Lo que es grande, si es imprevisto, es peligroso. En verdad también la luz del sol, si llega improvisamente tras las tinieblas, con su esplendor excesivo no ha de mostrar el día a los ojos de no acostumbrados, sino que más bien les ha de causar la ceguera. Para evitar que este hecho redunde en daño para los ojos humanos, rotas y disipadas gradual­mente las tinieblas, el surgir de este astro, que sube sin que se note aumentando poco a poco su intensidad, acos­tumbra paso a paso los ojos de los hombres intensificando sus rayos hasta que toleren la contemplación entera de su disco62. (5) Así también Cristo, esto es, la imagen de Dios y el Hijo de Dios, es visto por los hombres del modo en que podía ser visto63. Por eso la fragilidad y la poquedad del estado humano es nutrida por su medio, hecha crecer y desarrollada, para que habituada a observar el Hijo pue­da un día ver al mismo Dios Padre tal como es M, evitando

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San Agustín

así que, herida por el fulgor imprevisto e intolerable de su majestad, quede interceptada 65, de modo que no llegue a ver a Dios Padre, a quien siempre deseó (contemplar). (6) De él procede el Hijo, al que vemos. Ahora el Hijo de Dios es el Verbo de Dios, y el Verbo de Dios «se hizo carne y habitó entre nosotros» 66, y él es Cristoé7.

Cristo ha venido a traernos la luz para la visión del Padre. Con su pureza absoluta ha purificado nuestras pupilas cegadas por un espeso y opaco estrato de culpa. La solidaridad que entabló con nosotros por causa de la comunidad de naturaleza lo ha insti­tuido intercesor nuestro ante Dios y le ha permitido, en un inter­cambio singular, comunicarnos, en lugar de nuestra mortalidad por él asumida, su divinidad que ha conservado. Véase a este respecto san Agustín, De Trinitate IV, 2, 4, p. 163, 64 -164, 16 (cf. p. 91):

Aquella vida «era la luz de los hombres» M y «no esta­ba lejos de cada uno de nosotros, porque en ella vivimos, nos movemos y somos» 69. Y «esta luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron» 70. Las tinie­blas son las torpes mentes de los hombres cegadas por la ambición depravada y la infidelidad. Para curarlas y sanar­las, «el Verbo por medio del cual han sido hechas todas las cosas se hizo carne y habitó entre nosotros» 71. Nuestra iluminación es, sin duda alguna, la participación en el Ver­bo, a aquella vida — ¡por supuesto! — que es la «luz de los hombres». Pero éramos totalmente incapaces de esta participación y apenas idóneos por causa de la suciedad de nuestros pecados: debíamos ser, pues, purificados. Por otra parte para los inicuos y los soberbios existe sólo una puri­ficación y es la sangre del justo72 y la humildad de Dios 73, a fin de que para contemplar a Dios — cosa que no somos por naturaleza — fuéramos purificados por medio de Cristo que se hizo aquello que somos nosotros por naturaleza y lo que no somos por el pecado74. Por naturaleza, en verdad,

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no somos Dios; por naturaleza somos hombres; por el pe­cado no somos justos. Por eso un hombre justo75 hecho Dios intercedió ante Dios en favor del hombre pecador. No hay en realidad acuerdo entre pecador y justo, pero lo hay entre hombre y hombre76. Aplicándonos, pues, la se­mejanza de su humanidad nos quitó la desemejanza de nues­tra iniquidad, y, hecho partícipe de nuestra mortalidad, nos hizo partícipes de su divinidad.

La superación de nuestra muerte, cumplida en Cristo con su muerte, implicaba, casi por consecuencia natural, la interpretación de Cristo como médico que cura nuestras heridas mortales. La re­ferencia simbólica no era por otra parte arbitraria por cuanto Jesús mismo se la había aplicado (cf. Mt 9, 12; Me 2, 17: Le 5, 31) y, además, estaba profundamente enraizada en nuestra psicología. El médico es en verdad la trepidante espera en las ansias que acompañan nuestra existencia de seres siempre sometidos a la en­fermedad. San Agustín, en el Tractatus in Iohannem I I I , 3, p. 21 (véase p. 94), pronunciado el 18 de marzo del 413, ilustrando la impotencia del hombre ante la ley, expone la confesión de insu­ficiencia, que es como decir de enfermedad, e invoca: veniat me-dicus et sanet aegrotos. Luego se pregunta:

Pero, ¿quién es el médico? Nuestro Señor Jesucristo. Y, ¿quién es nuestro Señor Jesucristo? Aquel que fue visto incluso por los que le crucificaron. Aquel que fue arresta­do, abofeteado, flagelado, cubierto de esputos, coronado de espinas, colgado en cruz, muerto, herido por la lanza, bajado de la cruz, puesto en el sepulcro. Él es precisamen­te nuestro Señor Jesucristo; justo él mismo en persona77, él es el médico total78 de nuestras heridas, aquel crucifi­cado que fue escarnecido, a quien, mientras colgaba de la cruz, los perseguidores, meneando la cabeza, decían: «Sál­vate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz» 79; él es el médico total, justamente él. ¿Por qué, pues, no demostró a los que le escarnecían que era el Hijo de Dios

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Orígenes

de modo que, si permitió que lo alzaran en la cruz, por lo menos cuando aquellos decían «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz», no descendió entonces y les mostró que él era el verdadero Hijo de Dios, de quien ellos se habían mo­fado osadamente? No quiso. Y, ¿por qué no quiso? ¿Qui­zá porque no habría podido? Sin duda que habría podido. ¿Qué es más grande, descender de una cruz o bien resucitar de un sepulcro? Pero los soportó mientras le escarnecían, porque no asumió la cruz como prueba de potencia, sino como ejemplo de paciencia. Allí curó tus heridas, cuando soportó mucho tiempo las suyas 80; allí te curó de una muer­te perpetua, donde se dignó morir temporalmente. ¿Murió y, no obstante, con él murió tu muerte? 81 ¿Qué muerte es esta que mata la muerte? 82

Las enfermedades y heridas son el pecado y la curación la santidad. Cristo es, pues, médico porque es la santidad total. Este aspecto de la persona del Redentor nos lo recuerda Orígenes, en la Homilía XII, 4 sobre el Levítico, predicada en Cesárea entre el 232 y el 250, que poseemos en la traducción de Rufino (ed. W.A. Baehrens, GCS: Orígenes Werke VI, 1, 1920, p. 461-462):

Además disponemos de «un gran sacerdote 83 según el orden de Melquisedec» 84, Cristo Jesús, «que nunca sale del santuario» 85; permanece verdaderamente siempre en el santuario y es siempre santo en sus palabras, santo en sus actos, santo en toda su voluntad y es el único que no está nunca fuera del santuario. Quien peca, «sale del santuario» y tantas veces como uno peca otras tantas se pone fuera del santuario. Ahora bien, Cristo, «que no pecó nunca»86, nunca salió del santuario. Pero también tú, que sigues a Cristo y eres imitador suyo, si permaneces en la palabra de Dios, y «meditas su ley día y noche» 87 y te afanas en sus Mandamientos, estarás siempre en el santuario y nunca te

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alejarás de él. El santuario no está en un lugar, sino en los actos, en la vida y las costumbres.

La santidad implica el triunfo sobre el pecado y en consecuen­cia sobre el demonio, inspirador del pecado, si no único, cierta­mente el primero. Cristo obtuvo esta victoria, que luego en la redención nos aplicó, rebatiendo al adversario punto por punto: no confundió al enemigo sólo al final de una guerra, sino que lo derrotó en cada una de las batallas, complaciéndose en dominarlo con sus mismas armas y sus propias artimañas. Es cuanto nos explica en detalle san Juan Crisóstomo en la homilía De coemeterio et de cruce 2 (MG XLIX, 396):

¿Has visto qué maravillosa victoria? ¿Has visto los re­sonantes éxitos de la cruz? ¿Debo decirte alguna otra cosa todavía más maravillosa? Aprende cómo se produjo la vic­toria y aún vas a quedar más sorprendido. Cristo derrotó al diablo con aquellos mismos medios con los que éste había vencido y lo venció sirviéndose de sus mismas armas. ¿Cómo? Escucha. Una virgen, un leño y la muerte fueron las contraseñas de nuestra derrota. Virgen era Eva, que to­davía no había conocido varón; leño era el árbol88 y muer­te era el castigo de Adán. Pero he aquí de nuevo que una virgen, un leño y la muerte, los mismos que habían sido el distintivo de nuestra derrota, se convierten en distinti­vos de nuestra victoria. De hecho, el puesto de Eva lo ocupa María; el puesto del leño de la ciencia del bien y del mal, el leño de la cruz; el puesto de la muerte de Adán, la muerte de Cristo89. Ve, pues, que fue derrotado con los mismos medios con que había vencido. En torno al árbol el diablo venció a Adán; en torno a la cruz Cristo derrotó al diablo. Aquel leño enviaba a los infiernos, éste recla­maba de allí incluso a los que habían descendido a ellos... De la situación de muerte hemos pasado a la situación de inmortalidad: éstos son los grandes éxitos de la cruz.

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San Agustín

La victoria sobre el demonio es, con todo, sólo el momento negativo de la marcha hacia Dios que constituye nuestro destino. La verdadera ascensión tiene necesidad de un guía que, habida cuenta de la distancia de las dos naturalezas, debe asumir necesa­riamente el papel de mediador. El único capaz de propiciarnos esta inmensa travesía ha sido Cristo, que se rebajó hasta nuestra in­fancia intelectual para darnos el alimento adecuado y se humilló para curarnos de nuestra soberbia y así poder elevarnos hasta su altura. Son los acentos que san Agustín hace resonar en sus Con­fesiones VII, 18, 24 (ed. Skutella, en la Bibliothéque Augusti-nienne), compuestas hacia el 400:

Y buscaba el modo de procurarme la fuerza que me hiciera capaz de gozar91 de ti, pero no la encontraba, mien­tras que no abracé al «mediador entre Dios y los hombres: Cristo Jesús hombre» S2, «el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito en los siglos» 93, que me llamaba y decía: «Yo soy la vía, la verdad, y la vida» 94. Él mezclaba la comida, que yo no tenía ánimos para tomar, con la car­ne 95, porque «el Verbo se hizo carne» 96 a fin de que, como somos niños, se convirtiera para nosotros en leche ^ tu sa­biduría, por medio de la cual has creado todas las cosas98. Pues no era en verdad tan humilde" para poseer a mi Dios, el humilde 10° Jesús, y no conocía cuál era la ense­ñanza que daba su debilidad. Porque tu Verbo, verdad eterna, que está enormemente por encima de las partes su­periores de tu creación m, eleva hasta sí mismo cuantos le están sometidos, pero se ha construido en las partes infe­riores 102 una casa humilde con nuestro barro, para utili­zarla con el fin de alejar de sí mismos, abatiéndolos, cuan­tos debían estarle sometidos, y transportarlos hasta él, cu­rando sus males y alimentando su amor 103. Así evitaba que, por la excesiva confianza en sí mismos, procedieran dema­siado allá y procuraba que, más bien, se sintieran débiles viendo a sus pies la divinidad tornada débil m por haber condividído nuestra túnica de piel105, y que, exhaustos, se

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prosternaran ante ella. La divinidad, alzándose luego, les habría levantado.

En el párrafo anterior, el doctor de Hipona ha puesto de re­lieve cómo el mediador ha actuado con nosotros utilizando sus enseñanzas; aquí aclara cómo ha actuado valiéndose de su propia naturaleza. La presencia simultánea de humanidad y divinidad en Cristo, generalmente observada desde el ángulo óptico de la reden­ción expiadora, aquí es considerada desde el de la mediación onto-lógica: Cristo nos conduce de la muerte a la inmortalidad no tanto matando en sí mismo la muerte con la resurrección, como pose­yendo en sí mismo, junto a una mortalidad asunta, una inmortali­dad originaria conservada. Aun sin contraponer encarnación y pa­sión, aquí se habla preferentemente de la primera: la misma cons­titución de Cristo hace de puente, como actúa también de palanca en virtud de un dinamismo innato. Estas rápidas consideraciones han sido tomadas de aquel océano de pensamientos que es De civi-tate Dá, de san Agustín (IX, 15: ed. Dombart-Kalb, CC XLVII, 1955, p. 262, 1-16) y se remontan al 417:

Si, además — tesis que en una discusión tendría en su favor argumentos bastante más creíbles y verosímiles — todos los hombres, mientras que son mortales, son tam­bién necesariamente miserables 106, hay que buscar un in­termediario 107, que no sea solamente hombre, sino tam­bién Dios, para que la beata mortalidad 108 de este inter­mediario, colocándose de por medio, conduzca a los hom­bres de la miseria mortal a la beata inmortalidad. Y era preciso que este intermediario no evitase convertirse en mortal y que no permaneciera mortal. Se ha hecho sin duda mortal, pero sin menguar la divinidad del Verbo, asumiendo en cambio la debilidad de la carne; pero no permaneció mortal en la misma carne, que él resucitó de la muerte, porque el fruto de su mediación es precisamen­te que ni siquiera aquellos para cuya liberación se había hecho mediador permanecieran en la muerte perpetua ni

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San Agustín

que fuera sólo de la carne 109. Por esto fue necesario que el Mediador entre Dios y nosotros tuviera tanto una mor­talidad pasajera como una beatitud permanente, para en­trar en contacto, mediante el elemento pasajero, con los que habían de morir y transportarlos de entre los muertos al elemento permanente.

Si la vocación de mediador entre hombre y Dios exigía poseer la naturaleza de ambos, era natural que se tratase de naturalezas íntegras y no mutiladas, hipótesis que, si bien se presentaba como impensable por lo que se refiere a Dios, fue pensada respecto del hombre, sobre todo por los arríanos y los apolinaristas. San Agustín, en el Tractatus in lohannem XXIII, 6 (ed. Willems, CC XXXVI, 1954, p. 235, 13 - 236, 42), pronunciado el 29 de julio del 413, puntualiza la verdad defendida por la ortodoxia católica y explícita el poder vivificador de la persona de Cristo; lo presenta esencial­mente como aquel que resucita:

Decía que Cristo era el Verbo, y que Cristo era el Verbo de Dios y que Cristo era el Dios Verbo no. Pero Cristo no es solamente el Verbo, porque «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» U1; por tanto, Cristo es tan­to el Verbo como la carne. De hecho, «aun subsistiendo en forma de Dios, no hizo alarde de ser igual a Dios» m. Y, ¿qué deberíamos haber hecho en nuestra extremada bajeza nosotros que débiles y rastreros m no podíamos al­canzar a Dios? ¿Debíamos quizá quedar abandonados? ¡Nada de eso! «Se despojó de sí mismo, tomando condición de esclavo» 114: no perdiendo, pues, la forma de Dios. Se hizo, pues, hombre aquel que era Dios, tomando lo que no era, no perdiendo lo que era U5; y de esta manera Dios se hizo hombre. Aquí hay algo para tu debilidad, aquí hay algo más para tu perfección. Que Cristo te enderece hacia arriba mediante su naturaleza de hombre, te guíe median­te la naturaleza de hombre asumida por Dios, te conduzca

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IV. Cristo en la redención

hasta la naturaleza divina. El mensaje y el plan de salva­ción cumplidos por Cristo, oh hermanos, se reducen exclu­sivamente a esto y no hay nada más: que resuciten las almas y resuciten también los cuerpos 1I6. Uno y otra es­taban realmente muertos: el cuerpo por su debilidad, el alma por su iniquidad w. Pero si estaban ambos muertos, que resuciten ambos. ¿Qué quiere decir ambos? El alma y el cuerpo. ¿Mediante qué otra cosa el alma, si no me­diante Cristo Dios? ¿Mediante qué cosa el cuerpo, si no mediante Cristo hombre? Había en efecto en Cristo tam­bién un alma humana, un alma completa; no solamente el elemento irracional del alma, sino también el elemento ra­cional, que se llama mente. Hubo herejes 118 — y fueron expulsados de la Iglesia— que creían que el cuerpo de Cristo no poseía una mente racional, sino, en cierto modo, un alma bestial m; quitada la mente racional — es lógi­co —, la vida queda sólo bestial. Puesto que fueron expul­sados, y lo fueron con todo merecimiento, acoge al Cristo entero, Verbo, mente racional y carne. Cristo es todo esto a la vez. Resucite tu alma de la iniquidad mediante su na­turaleza divina; resucite tu cuerpo de la corrupción me­diante su naturaleza humana 120.

La resurrección es en el fondo una renovación y, al actualizarla, Cristo despliega su característica de gran renovador. En él se centra cuando fue revelado y prefigurado en el Antiguo Testamento, se transfiguran realidad y valores y se sintetizan todos los momentos de la existencia terrenal y celestial. Es la rápida visión que des­pliega ante nuestros ojos Melitón de Sardes, en su sermón Sobre la pascua 4-10 (ed. O. Perler, SC 123, 1966, p. 62-64). De este texto, venerable por su antigüedad (se compuso probablemente en­tre el 160 y el 170), podemos deducir qué clase de tensión lírica experimentaba el cristianismo de los comienzos ante la figura de Jesús:

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/ i

San Hipólito de Roma

(4) «Como oveja fue llevado al matadero» m y, no «obstante, no era una oveja, y «como cordero mudo» m y, sin embargo, no era un cordero. La figura pertenece de hecho al pasado, pero ahora se ha descubierto la verdad123. (5) En lugar del cordero ha venido Dios y en lugar de la oveja un hombre y, en el hombre, Cristo que contiene todas las cosas m. (6) La matanza de la oveja y el solemne desarrollo de la pascua y la letra de la ley han confluido en Cristo Jesús 125, hacia quien tendía todo aquello que suce­día en la ley antigua 126 y, sobre todo, en el nuevo pensa­miento (logos) w. Porque la ley se ha hecho pensamiento (logos) m y el pensamiento antiguo ha sido hecho nuevo 129

— ambos provienen de Sión y de Jerusalén 130 —, el man­damiento se ha convertido en gracia 131, la figura en ver­dad 132, el cordero en Hijo, la oveja en hombre y el hom­bre en Dios133. (8) Engendrado como Hijo, conducido como cordero, muerto como oveja y sepultado como hom­bre, resucitó de los muertos como Dios, ya que por natu­raleza era Dios y hombre 134. (9) Él es todo 135: en cuanto juzga es ley, en cuanto enseña pensamiento (logos), en •cuanto salva gracia, en cuanto engendra Padre, en cuanto es engendrado Hijo, en cuanto es inmolado cordero, en •cuanto se le sepulta hombre, en cuanto resucita Dios. (10) í s t e es Jesús, el Cristo: «A él la gloria por todos los si­glos» 136. Amén.

La riqueza con que Cristo se presenta a nosotros y se nos entre­ga es algo tan grande que pide del hombre una respuesta conse­cuentemente seria. La vida para el individuo y la historia para la humanidad son el espacio en que se formula la decisión en el espíritu y en que se vive en el aspecto concreto de la acción esta respuesta, que al final será valorada en un juicio. Será el momento en que la justicia se enfrentará con el libre albedrío: la historia quedará de esta manera purificada y la redención limpia de la negación de cuantos la desconocieron o rechazaron. Hipólito, en

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IV. Cristo en la redención

Adversus Graecos 3 (MG X, 800 C - 801 A), escrito con toda: probabilidad hacia el 220, nos lo asegura tranquilamente pero con toda convicción:

Todos, tanto justos como injustos m , serán llevados. ante el Verbo que es Dios 13s. A él en verdad dio el Padre toda potestad de juzgar 139, y él, cumpliendo la voluntad del Padre 140, vendrá como juez 141, él, a quien llamamos Cris­to. Oh, griegos, no serán jueces Minos y Radamantis 142, a quienes vosotros imagináis tales; lo será en cambio aquel que fue glorificado por el que es Dios y Padre 143; respecto-de él en otra parte hemos hablado de un modo más deta­llado m pata hacer un servicio a aquellos que buscan la verdad. Él, pronunciando ante todos el justo juicio 14S del Padre, ha preparado para cada uno lo que es justo según sus obras 146. Todos los que hayan asistido a su juicio, hom­bres, ángeles y demonios 147, harán resonar un solo grito que dirá: «Justo es tu juicio» 148. Que este grito ha de ser justo, se ve claramente en la retribución para unos y otros, puesto que a los que han obrado bien les asigna justamente-el gozo perpetuo, mientras que a los que amaron el mal les atribuye el castigo eterno 149.

El juicio, que consagra y reivindica la redención, es también su floración más espléndida. Cristo juez será también Cristo salva­dor. Toda su acción histórica constituyó una ardiente misión para purificar a los hombres y llevarlos a la vida y a la luminosa visión de Dios. Quizá nadie mejor que Melitón nos ha hecho sentir el apasionado y solícito celo con que Jesús dirige a todos los pueblos su llamada a la salvación, en Sobre la pascua § 103, p. 122:

Venid, pues, todas las estirpes de hombre que estáis amasadas en el pecado 150 y habéis recibido la remisión de los pecados. Soy yo vuestra remisión 151, yo la pascua de salvación, el cordero degollado por vosotros, vuestro res-

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Melitón de Sardes

•cate, vuestra vida, vuestra resurrección, vuestra luz, vues­tra salvación, yo vuestro rey. Soy yo quien os elevo hacia la altura del cielo, yo quien os mostraré al Padre que vive .desde la eternidad, yo quien os resucitaré con mi diestra 152.

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V

CRISTO EN LA VIDA DEL CRISTIANO

Cristo en la Trinidad, en la encarnación, en la reden­ción: es un inmenso camino de acceso, pero no es un cami­no terminado. La encarnación no posee la lontananza sin fin de la eternidad, pero dista de nosotros más de dieci­nueve siglos y, aunque la redención nos alcanza, podría tam­bién ser un mero hecho externo: la gracia soberana que bo­rra en el culpable la pena irrogada cambia su posición ju­rídica, pero deja intacta su naturaleza.

Cristo no se ha contentado con acercarse a nosotros y colmarnos de bienes: ha querido entrar dentro de nosotros y renovarnos. Ha entendido bien que nuestra miseria mo­ral es consecuencia de una miseria ontológica que, solos, nunca habríamos sido capaces de corregir y, por esto, ha venido él, «el que es», para ayudarnos a ser un poco más también nosotros, él, cuya voluntad es ipso jacto creadora, para infundir a nuestros propósitos a menudo tan lángui­damente veleidosos la capacidad de realizar valores pe­rennes. Cristo es mucho más que un punto de apoyo; es intimidad. Nos deja nuestra fisonomía externa, pero se hace uno con nosotros en nuestros centros vitales internos. Con él no es posible pactar una alianza, no se pueden es­tablecer cláusulas de áreas reservadas. No es personaje de relaciones oficiales, de porcentajes; para él, o todo o nada.

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V. Cristo en la vida del cristiano

¿Es esto prepotencia? Es más bien generosidad infinita, porque mucho antes de pedirnos el todo nos lo da, y el suyo es un todo infinito, mientras que el nuestro tiene las medidas que le da nuestra despreciable miseria. Nos pide nuestro todo únicamente como permiso y autorización para darnos su todo. Cuando Pedro le recordó que había aban­donado todo para seguirlo y le pedía información acerca de la recompensa que creía estar en derecho de reclamar, Jesús no ironizó sobre la mísera mezquindad de aquel todo y le contestó ofreciéndole otro todo (cf. Mt 19, 27-29; Me 10, 28-30; Le 18, 28-30): de un todo relativo a un todo absoluto.

El cristianismo no se agotaba en el rito, aun cuando lo implicaba. A diferencia del paganismo, que veía en él un cumplimiento que ponía al reparo de posibles influjos di­vinos, el cristianismo consideraba la ceremonia a la vez como desahogo y recarga de un sentimiento interior. El acto litúrgico no valía tanto por la precisión de las rúbri­cas como por el fervor del alma. El sacrificio, que en el pe­ríodo clásico había perdido incluso la pálida huella origi­naria de identificación con el numen, en el cristianismo asumía una intensidad antes inimaginable. La víctima no era ya cierta personificación del dios, era Dios mismo. La revaloración de los sacramentos corría a la par con la re­valorización del sacrificio. Por medio de ellos se hacía pre­sente una realidad totalmente desconocida por el paganis­mo: la de la gracia.

La pureza ritual pasaba a ser pureza moral y la moral, de código racional postulado por el decoro individual y las exigencias de la convivencia social, se elevaba a testimo­nio de amor a Dios y a prueba de la fe en él. Respecto del paganismo, y en parte también respecto del judaismo, se hacía presente una potenciación inmensa: la vida humana cambiaba de perspectivas y dimensiones. Se le proponía

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Orígenes

una nueva dignidad, pero también una nueva responsabi­lidad. Cristo introducía un fermento destinado a leudar todos los aspectos y ámbitos de la existencia. En los pasa­jes que siguen los Padres nos ofrecen una caracterización interesante de esta situación: son apenas toques apologéti­cos, que no obstante poseen, por encima del valor de docu­mento, el de índices de una praxis generalizada. De los casos específicos ilustrados será fácil pasar a las normas di­rectrices de los demás.

A diferencia de las divinidades antiguas no sólo olímpicas sino también mistéricas, Cristo interviene en la vida cotidiana de cada uno. Mientras las primeras se contentaban con homenajes cultuales y las segundas (véase nota 1 del cap. IV) no iban más allá de iniciaciones que sublimando una primitiva exigencia de fecundar de nuevo la naturaleza exhausta por la germinación tendían a un concomitante despertar del espíritu, la nueva fe penetraba como alma y guía de cada acción individual. Cristo daba la vida, pero también la forjaba. Además de salvador, era modelo. Ni siquiera en los misterios apareció nunca la idea de imitación: el dios ope­raba con efectos catárticos, pero permanecía alejado; no era posible establecer relaciones específicas entre el dios y las acciones huma­nas singulares ni lograr motivos de inspiración. Sustancialmente análoga era la predicación filosófica. Al «seguir a Dios» de Pitágo-ras se enganchó a menudo el «tornarse semejante a Dios» de Platón, que cada vez fue conquistando más credibilidad y adhesiones hasta convertirse en axioma evidente del platonismo imperial del siglo u (Orígenes, De Principiis I I I , 6, 1, lo proclamaba «objetivo de la mayoría de filósofos»): pero también tenía un preeminente carácter teórico. Su tendencia siempre más explícita a exigir una conducta racionalmente depurada de las pasiones apuntaba precisamente a poner el entendimiento en las condiciones más favorables para la especulación de la verdad suprasensible. Y era en el fondo natural que así fuera: la semejanza con un Dios totalmente trascendente no podía por menos de tener valor de ideal abstracto. Pero todo cambió con la encarnación, por la que la divinidad bajó al terreno Pe la historia y se hizo, con Cristo, perceptible a los sentidos. La mutación de Jesús, que en el Evangelio implicaba la ruptura con

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V. Cristo en la vida del cristiano

el pasado, la adhesión a fondo a la actividad apostólica del Maestro y la traducción en la propia existencia cotidiana de su estilo de vida, después de la ascensión fue concentrándose cada vez más en la fe en él y en la copia de sus virtudes en uno mismo. Orígenes, en la Homilía II, 1 in Psalmum XXXVI (traducción de Rufino: MG XII , 1329 B), posterior al 233, nos dirige, sobre este tema, algunas observaciones importantes:

No todo el que dice estar sujeto al Señor le está suje­to en verdad, sino aquel que efectivamente está sujeto !; porque muestran la auténtica sumisión al Señor no las pa­labras que la proclaman, sino las obras que están someti­das 2. Lo que estamos diciendo se entiende mejor de esta manera: nuestro Señor Jesucristo es justiciai: nadie, pues, que se comporte injustamente está sometido a Cristo, que es justicia. Cristo es verdad4: ningún mentiroso está so­metido a Cristo, que es verdad, tanto si la mentira se en­cierra en las cosas como en la doctrina. El Señor Jesucristo es santificación5: nadie está sometido a la santificación si está manchado y es impuro. El Señor Jesucristo €s paz 6: ningún pendenciero y sembrador de discordias está some­tido a Cristo que es paz, sino que le está sometido aquel que dice: «Con aquellos que odian la paz yo era pacífico» .

La imitación implica un exacto conocimiento del modelo. Ahora bien, Cristo podía ser considerado en su figura externa de común mortal, a lo sumo, dotado de un ingenio perspicaz y de una pala­bra persuasiva. Al verlo de esta suerte nos podíamos preguntar con cierto despecho: «¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Y no se llama su madre María?» (Mt 13, 55; Me 6, 3; Le 4, 22). Aquel vecino que, no se sabía bien por qué, lograba sobresalir tanto, era causa más fácilmente de una antipatía tendente a reacciones feroces (cf. Mt 13, 57; Me 6, 3; Le 4, 28-29) que de una devoción admi­rada que indujera a la imitación. En Jesús, dentro del hombre, era preciso intuir el misterio; era necesario descubrir en él una dimensión a la que sólo la fe podía llegar. San Juan Crisóstotno ilumina esta exigencia con algunas consideraciones muy claras: véase

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San Juan Crisóstomo

In Epistulam primam ad Corinthios homilía VII, 1-2 (MG LXI, 55-56), probablemente del año 392:

El misterio 8 no precisa demostración, sino que se pro­clama sólo aquello que es realmente9, porque no será un misterio divino y completo si le añades alguna cosa de tu cosecha I0. Por otro lado, se llama misterio porque no cree­mos lo que vemos, sino que vemos ciertas cosas y creemos en otras ". Ésta es la naturaleza de nuestros misterios u. Respecto de ellos, es distinta mi posición y la que mantie­ne un incrédulo n. Yo oigo decir que Cristo fue crucificado, y enseguida siento admiración por su amor hacia los hom­bres 14; lo oye el incrédulo y lo considera debilidad 15. Oigo que se ha hecho siervo 16, y admiro su solicitud; lo oye él, y lo juzga un deshonor. Oigo que murió, y quedo aturdi­do ante su potencia, porque una vez muerto no fue vencido, sino que, antes bien, destruyó la muerte 17; lo oye él, y sos­pecha de una impotencia. Oyendo hablar de la resurrec­ción, el incrédulo cree que se trata de una fábula; yo, en cambio, después de haber admitido las pruebas que la ex­plican 18 y que vienen de los hechos, adoro el plan salvífico de Dios 19. Oyendo hablar del bautismo, él piensa simple­mente en el agua, yo en cambio no descubro simplemente lo que se ve, sino la purificación del alma a través del Es­píritu20. El incrédulo piensa que yo me he lavado sólo el cuerpo, yo en cambio creo que también el alma se ha vuel­to pura y santa y pienso en la sepultura, la resurrección, la santificación, la justicia, la redención, la adopción como hijos, la herencia, el reino de los cielos, la donación del Espíritu21. No juzgo en verdad aquello que aparece a la vista física, sino que juzgo con los ojos del pensamiento. Oigo hablar del cuerpo de Cristo, y estas palabras despier­tan en mí un concepto muy distinto del que despiertan en la mente del incrédulo. Con los niños sucede que, cuando

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V. Cristo en la vida del cristiano

ven libros, no entienden lo que ven, e incluso, si se da el caso de un adulto analfabeto, tampoco él entiende; en cambio, quien está instruido halla dentro de los signos gráficos contenido abundante, enteras biografías e histo­rias; en el supuesto de que un analfabeto tomara en su mano una carta, la tendría por papel y tinta, mientras que quien está instruido sentirá la voz y conversará con el in­terlocutor lejano y responderá por escrito todo cuanto que­rrá. Así sucede también en el misterio: los incrédulos, aun cuando sienten, no parecen sentir; los fieles, en cambio, poseyendo la competencia que viene dada por el Espíritu. ven el contenido escondido22.

La profundidad de la persona de Jesús, que se proyectaba hastí las proporciones sin límite de la divinidad, imponía también a hombre una profundidad de compromiso por lo menos adecuad* al carácter limitado de criatura. Jesús había hecho leer su sobre naturalidad: era necesario que el fiel tomara constancia de elfc y la convirtiera en testimonio; no con palabras, porque habríí sido algo vacío y superficial, sino con acciones, que implican h conciencia. Entre testimonio y moral se establecía así un enlace que constituía el flujo vital: la fe y las obras, aisladas, eran la uní y las otras muertas. Su unión engendraba en cambio en el creyente un vigor impulsivo que producía al mismo tiempo un reconfor tante sentimiento de fuerza. Encierra de hecho un sereno orgullc aquel hacer de cada acción individual una proclama: el cristiane vive verdaderamente por Cristo y Cristo vive verdaderamente en él La existencia cotidiana adquiere una auténtica grandeza, sobre 1¡ cual la palabra «martirio» reverbera un reflejo de elevada magna nimidad. Se ha muerto por Cristo, ahora por Cristo hemos side llamados a vivir. Lo importante es que él domine. Y, cuando é está, también el hombre se halla inmerso en una atmósfera di confortadora nobleza. Nos lo dice, con su tono pausado y su auto rizada sabiduría, san Ambrosio en la Expositio Psalmi CXVW 20, 47-48 (ed. M. Petschenig, CSEL LXII, 1913, p. 467, 24 - 468 18), compuesta quizá entre los años 386-388 (según Palanque, ei el 389-390):

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San Ambrosio

Pero como hay muchas persecucionesa, también hay muchos mártires. Cada día eres testimonio24 de Cristo. Has sido tentado por el espíritu25 de fornicación, pero, temien­do el futuro juicio de Cristo26, no has creído oportuno violar la pureza de la mente y del cuerpo27: eres mártir de Cristo. Has sido tentado por el espíritu de avaricia para arrojarte sobre un menor de edad, arrollando sus derechos, o de violar los derechos de una viuda sin protección y, sin embargo, reflexionando con atención sobre los preceptos divinos, has estimado mejor dar ayuda que acarrear injus­ticia28: eres testigo de Cristo. Estos testimonios son los que Cristo quiere tener a su lado, según lo que está escrito: «Defended al huérfano, proteged a la viuda. Venid, pues, y discutamos — dice Yahveh» 29. Has sido tentado por el espíritu de soberbia, pero, viendo al pobre y al necesitado, con corazón benigno has sentido compasión, has amado la humildad antes que la jactancia30: eres testigo de Cristo; y, lo que es más, has dado testimonio no sólo con la pala­bra, sino también con los hechos 31. Porque, ¿qué testimo­nio es más fidedigno que el de aquel que confiesa que el Señor Jesús ha venido en la carne32 y, al mismo tiempo, observa los preceptos del Evangelio? De hecho, quien es­cucha y no actúa33, niega a Cristo; aunque lo reconozca con palabras, lo niega con hechos. Serán posiblemente mu­chos los que dirán: «¡Señor, Señor! ¿No profetizamos en tu nombre y en tu nombre no arrojamos demonios, y en tu nombre no hicimos muchos prodigios?», pero el Señor les responderá: «Jamás os conocí; apartaos de mí, ejecutores de maldad» M. Testigo es, pues, aquel que, en pleno acuerdo con los hechos, da testimonio de los preceptos del Señor Jesús. ¡Cuan numerosos son, pues, cada día aquellos que en secreto son mártires de Cristo y confiesan a Jesús como Señor!

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Para confesar a Jesús en la práctica moral es obligada la cohe­rencia de huir de las ocasiones de traicionarlo. La fidelidad a su palabra es una especie de encuentro que san Ambrosio, en De vir-ginitate 46 (ed. Cazzaniga, Corpus Scriptorum Latinorum Paravia-num 1953, p. 21-22), sermón pronunciado el 29 de junio del 377, hace pasar felizmente del nivel alegórico al práctico trazando un rápido bosquejo teñido de experiencia real. La teología despojada de todo carácter abstracto adquiere una admirable vitalidad y Cris­to parece que, efectivamente, esté deambulando por nuestras ciu­dades:

A Cristo no se lo encuentra en la plaza ni en las gran­des calles 35. No pudo encontrarlo ni en la plaza ni en las grandes calles ni siquiera aquel que dijo: «Me alzaré, re­correré la ciudad, por callejas y plazas, en busca del ama­do de mi alma. Lo busqué y no lo hallé, lo llamé, pero no me oyó» 36. No busquemos, pues, a Cristo allí donde en modo alguno podemos encontrarlo, Cristo no es uno que va por la plaza37. Cristo en realidad es paz38; en la plaza, en cambio, hay rencillas. Cristo es justicia39; en la plaza hay abusos. Cristo es activo *°; en la plaza hay un ocio va­cío. Cristo es amor41; en la plaza está la denigración ren­corosa. Cristo es fidelidad42; en la plaza hay engaño y mala fe. Cristo está en la Iglesia; en la plaza están los ídolos... ¡Huyamos, pues, de la plaza, huyamos de las grandes calles!

Encontrar a Cristo: pero, ¿qué quiere decir en realidad esto? Quiere decir asimilar íntimamente su mensaje, que se centró en la predicación del reino de los cielos; quiere decir, para usar una expresión con aspecto viril, arrebatar el reino de los cielos. ¿Cómo puede llevarse a cabo este arrebato? Con la fe. San Ambrosio, en Expositio Evangelii secundum Lucam V, 114-117 (ed. C. Schenkl, CSEL XXXII, 1902, p. 230, 5 - 231, 10), predicada quizá de tiempo en tiempo entre el 385 y el 387, evoca, con una dramática conceptualización, el rechazo de los hebreos y el acogimiento por parte de los extranjeros. Se entrelazan el misterio de la infidelidad

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San Ambrosio

y el de la fe, pero no sólo en el acontecer de los pueblos, sino también en las circunstancias de los individuos. En la vida de cada cual pueden entrar en conflicto los dos principios: lo impor­tante es que prevalezca la fe. Cristo, aun cuando ha sido rechazado, no se aleja, se queda apenas fuera, dispuesto a volver a la primera llamada sincera. Se compenetran dos dimensiones de un mismo problema. El carácter central de Cristo, tanto respecto de los pue­blos como respecto de los individuos, se alza majestuoso y la res­puesta de cada cual se revela dramática: es la elección entre el todo o nada; sobre ella descansa la vida entera:

(114) Has aprendido cómo se arrebata el reino de los cielos43. Empleemos también nosotros la fuerza, arrebaté­moslo; nadie en verdad come la pascua sino es con prisas44. Pero, ¿quién es la que arrebata el reino? No la maldad, no la disolución, no voluptuosidad, sino aquella de quien se dice: «Grande es tu fe. Que te suceda como deseas» 45. He aquí, arrebató aquella que obtuvo lo que quería, arrancó aquello que pidió 46. Arrebató también aquella viuda, que con la franqueza de su plegaria logra ser oída, si no por su inocencia sí al menos por su importunidad47. (115) Arrebató, pues, la Iglesia el reino a la sinagoga48. Mi reino es Cristo49; yo lo50 arrebato a los judíos sometido a la ley, nacido bajo la ley, nutrido según la ley51, para salvar­me a mí que estaba sin ley. Es arrebatado Cristo cuando es prometido a unos52, pero es reservado a los demás; es arrebatado Cristo cuando nace para unos53, pero sostiene M

a los demás; es arrebatado Cristo cuando es llevado a la muerte por unos, pero es sepultado por nosotros; es arre­batado a aquellos que lo insidian 5S, es arrebatado a aque­llos que duermen. Conoce el pasaje en que ellos mismos han confesado que nosotros lo hemos arrebatado y que ellos dormían, diciendo: «Decid: Mientras nosotros dor­míamos, vinieron de noche sus discípulos y lo robaron» S6. levántate, pues, tú que duermes, para que también tú,

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V. Cristo en la vida del cristiano

mientras duermes, no tengas que perder a Cristo. «Des­piértate, tú que duermes, y levántate de entre los muer­tos» 57. Mira que los muertos son los que duermen58. Y por esto nosotros no lo envidiamos a los demás, sino que mira­mos por nosotros; de hecho, los muertos no podían guar­dar a un vivo59. (116) Se alcen al menos tarde aquellos que durmieron60, también aquellos que perdieron a Cristo. A Cristo no se lo pierde hasta el punto que no pueda vol­ver, si alguna vez se lo busca 61, sino que vuelve atrás 62

hacia aquellos que vigilan63 y está a disposición de aque­llos que se levantan; aun más, está junto a todos aquel que siempre está en todas partes, porque todo lo llena M. Real­mente no defrauda a nadie, somos nosotros los que defrau­damos; a nadie defrauda — repito — sino que sobreabun­da en todos. Sobreabundó en verdad el pecado, para que sobreabundase la gracia65. La gracia es Cristo 66, la vida es Cristo67, Cristo es la resurrección68. El que se levanta, pues, lo encuentra. (117) Es por consiguiente arrebatado el reino de los cielos 69 cuando Cristo es rechazado precisa­mente por sus familiares 70 y adorado por los paganos; es arrebatado cuando es rechazado por ellos y venerado por nosotros; es arrebatado cuando no es reconocido por vía de herencia y es adquirido por vía de adopción71.

Arrebatar a Cristo es hacer de él, mediante la adopción, la propia vida y la propia resurrección, cuando la vida está momen­táneamente perdida. La única vía de alcanzar esta meta es la inti­midad entre Cristo y el fiel: para vivir con Jesús es necesario reno­var los momentos fundamentales de la permanencia terrenal. Es una simbiosis de extraordinaria fuerza espiritual; el Salvador se mani­festará como tal no sólo por una amnistía jurídica o la condonación de la cuenta, sino por una acción de fermento en nuestra más profunda realidad personal. San Jerónimo, en el Tractatus de Psal-mo XCV, 10 (ed. G. Morin, CC LXXVIII, 1958, p. 154, 158-175), nos ofrece una muestra de ello que deja transparentar una fervorosa experiencia:

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San Agustín

En fin72, ¿qué dice además el Evangelio? «El que quiera venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, cargue cada día su cruz y sígame» 73. Observad lo que dice: Si vuestra alma no está dispuesta para la cruz, igual como lo estuvo la mía por vosotros, no podéis ser discípulos míos. Afortunado aquel que lleva en su alma la cruz, la resurrec­ción, el lugar del nacimiento de Cristo y el lugar de su ascensión74. Es afortunado aquel que tiene Belén75 en su corazón, pues en este corazón nace cada día Cristo76. En definitiva, ¿qué significa Belén? Casa del pan77. ¡Somos también nosotros la casa del pan, del pan que desciende del cielo! 78 Cada día Cristo es crucificado por nosotros: nos­otros somos crucificados al mundo79 y también Cristo es crucificado en nosotros 80. Es afortunado aquel en cuyo co­razón Cristo resucita cada día: si cada día hace penitencia por sus pecados aunque sean leves. Es afortunado aquel que cada día, del monte de los Olivos, sube al reino de los cielos 81, donde82 están los olivos frondosos del Señor, don­de nace la luz de Cristo, donde están los olivares del Señor. «Pero yo, como el olivo verde en la casa del Señor» 8\ En­cendamos, pues, también nosotros la lámpara de este oli­vo84 y enseguida subiremos con Cristo al reino de los cielos.

La estrecha intimidad con Cristo es ante todo un problema de fe. Cuando ésta languidece, Cristo se adormece y el alma corre el peligro de ser abatida por las tormentas de la vida; cuando se enardece, Jesús se despierta y trae de nuevo la tranquilidad a la conciencia agitada por las tentaciones. Vivir con él: no adorme­cerse ni dejarlo adormecer. Compenetrarnos con los misterios lu­minosos de su vida nos ayuda a mantenernos por encima de los oscuros y angustiosos misterios de la historia. San Agustín, en la Enarratio in Vsalmum XXV, 4 (ed. E. Dekkers e I. Fraipont, CC XXXVIII, 1956, p. 143-144, lín. 1-30), expuesta después del 410, llevando a cabo un vivo análisis psicológico-moral sobre un conocido episodio evangélico, nos recuerda que la exclusividad de lograr se-

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V. Cristo en la vida del cristiano

renar nuestra vida combatida por las angustias es prerrogativa de Jesús:

A esto85 se refiere quizá también aquello que habéis oído en el Evangelio: «La barca estaba en peligro y Jesús dormía» 86. Navegamos, en efecto, a través de un lago y no faltan ni viento ni tempestades; nuestra barca está allí para que la invadan las tentaciones cotidianas de este mun­do. Y, ¿cuál es la causa de esto, sino que Jesús duerme? Si Jesús no durmiera en ti, no sufrirías estas borrascas, sino que tendrías bonanza en tu interior, pues Jesús velaría contigo. Y, ¿qué quiere decir que Jesús duerme? Tu fe, que deriva de Jesús 87, se ha adormecido. Se levantan las tempestades de este lago, ves triunfar a los malvados y a los buenos que se debaten entre angustias: es tentación, es oleada. Y tu alma dice: Oh, Dios, ¿así es tu justicia, que los malvados triunfen y que los buenos se debatan entre angustias? Dices tú a Dios: ¿Es ésta precisamente tu jus­ticia? Y Dios te responde: ¿Ésta es precisamente tu fe? ¿Son éstas las cosas que te he prometido? ¿Te has hecho cristiano con el fin de triunfar en este mundo? ¿Te ator­mentas porque aquí triunfan los malvados, que luego se­rán atormentados por el diablo? ¿Por qué dices todo esto? ¿Qué es lo que hace que te espanten los oleajes del lago? Que Jesús duerme, esto es, que tu fe, que procede de Je­sús, se ha adormecido en tu corazón. ¿Qué haces para ser liberado? Despierta a Jesús y dile: «Maestro, estamos per­didos.» Las vicisitudes del lago se agitan: estamos perdi­dos 8. Él se despertará, es decir, volverá a ti la fe; y, con su ayuda, considerarás en tu alma que todos los éxitos que ahora alcanzan los malvados no perdurarán con ellos: de hecho, o los abandonan en vida o ellos los abandonan cuan­do mueren. En cambio, lo que a ti te está prometido que­dará para siempre. Lo que se les concede temporalmente,

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San Cipriano

pronto les es quitado. Triunfan y florecen en verdad como flores de heno. «Toda carne es heno y toda su gloria como flor de heno. Secóse el heno y se cayó la flor; mas la pala­bra del Señor permanece siempre» 89. Gira, pues, las es­paldas a esto que cae y vuelve tu cara a lo que permane­ce 90. Si Cristo se despierta, la borrasca no agitará ya a tu corazón, las olas no invadirán tu barca; porque tu fe man­da a los vientos y a las olas y el peligro pasará.

Cristo posee sin duda el poder soberano de aplacar las tempes­tades, pero no por esto ha asumido el papel de tranquilizador uni­versal, ni ha hecho de su Iglesia una póliza de seguridad y tranqui­lidad. Más que suprimir las borrascas, prefiere ayudar a sus discí­pulos a vencerlas. Declaró no haber venido a traer la paz, sino la guerra (Mt 10, 34; Le 12, 51) y puso como ley que, así como le habían perseguido a él, también sus discípulos debían ser persegui­dos (Jn 15, 20). De las persecuciones sería más el arbitro que el sofocador: habría de dar curso libre a la malicia humana deseosa de oponerse a los designios del Padre, pero daría a sus campeones la fuerza y el premio. Frente a esta prueba suprema, era natural que los hombres sintieran agitarse el corazón: unos temían el peli­gro, otros ambicionaban la aureola del triunfo. Como Jesús había recomendado la huida ante la violencia adversaria (Mt 10, 23), muchos cristianos se atenían a ello, aunque no sin estar angustia­dos por un doble afán: el espanto psicológico de los desiertos de­solados y el espiritual de perecer en ellos, dejando de lograr así la suprema consagración del martirio. San Cipriano, Epistula LVIII, 4 (ed. Hartel, CSEL III , 2, 1871, p. 659-660; Bayard, Collection des Universités de France, I I , 1961, p. 162) dio confianza a sus fieles con la magnanimidad que caracterizaba a su espíritu:

Que nadie, queridísimos hermanos91, observando la mu­chedumbre de los cristianos puesta en fuga y desparramada por el temor de la persecución92, se turbe porque no ve ya reunida a la comunidad de los hermanos y no oye al obispo pronunciar sus homilías. No pueden estar todos juntos cuan­do no pueden matar, pero no pueden evitar el ser muertos.

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V. Cristo en la vida del cristiano

En cualquier lugar en que durante estos días cada uno de los hermanos se halle separado física pero no espiritual-mente de la grey 93, obligado temporalmente por las cir­cunstancias, que no se deje abatir por el temor de un exi­lio de este tipo; apartado y escondido como está, no se deje espantar por el abandono en una región deshabitada. No está solo aquel que tiene como compañero a Cristo en el exilio 94. No está solo aquel que, conservando el templo de Dios 95, doquiera se halle, no está sin Dios. Y si mien­tras huye por montes abandonados fuera muerto por un maleante, atacado por una bestia, reducido a mal estado por el hambre, la sed o el frío, o bien en el mar, mientras se afana precipitadamente por navegar, un violento hura­cán lo echara a pique, Cristo contemplaría sin duda a su soldado en cualquier parte en que estuviera combatiendo y le asignaría el premio que prometió darle en el momento de la resurrección96: muere, de hecho, a consecuencia de la persecución, por el amor de su nombre97. No es inferior la gloria del martirio por el hecho de no haber perecido en público y rodeado por la multitud, cuando el motivo de perecer es que se muere por Cristo. Basta como testimonio de martirio el testimonio que pone a prueba a los mártires y los corona.

Cristo premia a los campeones que luchan por él, es el caudillo de filas y lo es con pleno derecho, porque ha sido también el mo­delo de su conducta. Antes de exigir, ha hecho; antes de enviar por ciertos caminos, los ha recorrido él. Ha sido el prototipo del martirio y sabe del sabor del sufrimiento así como conoce su valor. Impuso el sufrimiento, por consiguiente, con la autoridad de los motivos conceptuales y con el prestigio que da el haberlo sopor­tado con anterioridad. Aunque no fue tarea suya el explicarnos las reacciones que produce el dolor en el alma, nos dio la gran lección del ejemplo. San Juan Crisóstomo, en la Enarratio in Epistulam ai Hebraeos, hom. XXVIII, 3 (MG LXIII, 196), pronunciada en Constantinopla no mucho tiempo antes de su muerte, nos lo re-

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San Jerónimo

cuerda y nos estimula a la lógica de la imitación del Maestro de quien nos reconocemos discípulos. Son palabras en las que la bri­llantez del razonamiento se apoya en un claro sabor de lo concreto vivido:

Son en verdad un gran consuelo los sufrimientos de Cristo y de los apóstoles. Estaba tan convencido de que éste era el mejor camino de la virtud, que él mismo quiso recorrerlo, aunque no tuviera necesidad de la virtud; esta­ba realmente convencido de que el dolor nos era útil y que debía convertirse en la base del consuelo. Escucha a Cristo mismo que dice: «Quien no toma su cruz y me si­gue, no es digno de mí» 98. La enseñanza que nos quiere dar es ésta: si eres discípulo, imita al Maestro "; éste es en verdad el deber del discípulo. Pero si él ha venido a través del dolor y tú caminas por el alivio, no recorres el mismo camino que él anduvo sino otro. ¿Cómo, pues, lo sigues si no lo sigues? ¿Cómo eres discípulo si no vas tras el Maestro?

Es renegar del Maestro no seguirlo, pero seguirlo no quiere •decir pisar sus huellas a distancia: esto no supondría ir por el mismo camino, sino sólo una concomitancia de la marcha. Jesús no va por delante, está a nuestro lado, y junto a la orden de adherirnos a él nos ofrece la ayuda. Es el aliado más fuerte que el enemigo y la fuente de calor que vence cualquier hielo: san Jerónimo, en el Commentarius in Ecclesiasten 4, 9-21 (ed. M. Adriaen, CC LXXII, 1959, p. 287, 137-150), escrito en torno al 388-389, inserta esta animosa visión sobrenatural en la plástica evidencia de un viejo sabio que había limitado su perspicacia a la experiencia, algo can­sada y trivial, de las circunstancias habituales. De la horizontalidad más bien pesada a la verticalidad intensa y perenne. Y no falta tampoco un relámpago deslumbrante; no es solamente Cristo que asegura la victoria al hombre, también el hombre hace más potente a Cristo en el combate:

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V. Cristo en la vida del cristiano

Es mejor estar dos juntos que estar uno solo 10°. Es me­jor tener a Cristo habitando en uno mismo 101 que estar expuesto solo a las insidias del enemigo. Ciertamente, la ventaja de la convivencia se ve en seguida en la misma utilidad de la asociación. Si de hecho uno cae, Cristo le­vanta al compañero. Ay de aquel que, si cae, no tiene a Cristo que lo levante. Que si uno además duerme, esto es,. si es destruido por la muerte 102, y tiene junto a sí a Cristo,. recalentado y vivificado sin pérdida de tiempo volverá a vivir. Y si se planta contra alguno el diablo 103, que es más poderoso para vencer en el combate, aguantará duro-el hombre y aguantará duro también Cristo 104 para su hom­bre, para su colega. No porque la fuerza de Cristo solo-contra el diablo sea poca, sino para que se mantenga el libre albedrío para el hombre y Cristo, si nos esforzamos también nosotros, se haga más poderoso en el combatir.

San Jerónimo nos presenta a Jesús como compañero. que nos ayuda de cerca; san Agustín, yendo más allá, lo considera como Maestro interior que nos instruye. Es un crescendo dramático: es. grave la debilidad que causa la caída, pero lo es más todavía la ceguera que no permite distinguir los valores auténticos, llevando a una miseria en la que no subsiste ni siquiera el concepto de caída, porque se ha perdido el de rectitud. Dramatismo y, al mismo tiempo, grandiosidad: es en verdad fuerte la imagen del hombre abierto, solo, frente a la Sabiduría que ilumina; los demás hom­bres no son más que estímulos y ecos del Verbo que es el único que puede alimentar al espíritu en la verdad. Después de la lucha entre dos, el diálogo entre dos: sobre esta relación entre lo tran­sitorio y lo eterno, san Agustín reclama nuestra atención en el De magistro 11, 38 (Bibliothéque Augustinienne I, 6, 1952, p. 102-104; ML XXXII, 1216), redactado en el 389 entre la conversión y la ordenación sacerdotal. Aquella concepción había sido también un dato de la experiencia: después de haber oído a tantos maes­tros, sólo uno lo había instruido; pero únicamente pudo percibir su palabra cuando logró purificarse de las pasiones que le desviaban la mente y el corazón:

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San Jerónimo

Por lo que se refiere a todo cuanto comprendemos, no consultamos a quien habla fuerte en el exterior, sino la verdad que en el interior preside nuestra mente, inducidos a consultar quizá por las palabras 105. Aquel pues que es consultado y nos instruye es Cristo, de quien se dice que habita en el interior del hombre 106, es decir, la inmuta­ble potencia de Dios y la sabiduría eterna 107. Ésta es jus­tamente la que toda alma racional consulta, pero ella se abre a todos tanto como cada cual puede contenerla en re­lación con la propia voluntad, mala o buena 108. Y si a ve­ces se engaña, no es por culpa de la verdad consultada, como no es culpa de la luz exterior que los ojos físicos a menudo se engañen: admitimos nosotros consultar a esta luz por lo que se refiere a las cosas visibles, para que ella nos las muestre, en la medida en que somos capaces de descubrirlas m.

Cristo compañero de lucha y maestro interior: pero la cerca­nía con una figura tan sublime, ¿no puede generar una tensión expuesta a transformarse en inquietud? ¿No puede desembocar la responsabilidad en angustia? Sobre la huella de las palabras dichas por Jesús y de las explicaciones e interpretaciones que de ellas dieron los autores del Nuevo Testamento, san Jerónimo, en el Tractatus de Psalmo CXIX, 2 (ed. G. Morin, CC LXXVIII, 1958, p. 260, 420-428), insiste en la paz que debe inundar las mentes y el corazón de los fieles. Esa paz no se agota en una oportunidad práctica que permite y favorece la serenidad interior y la de las relaciones sociales, sino que surge como un valor ontológico en sí misma, tan sublime que se identifica con Cristo. El gran exegeta dálmata, aunque personalmente tan apasionado y tan inclinado a la inquietud combativa, reafirma la importancia fundamental de la paz. Evidentemente, no se coloca en las filas de ciertos profetas que hacen de la insatisfacción angustiosa la condición de autenticidad del cristianismo..., quizá confundiéndolo con el romanticismo más estéril. Jesús no ha sido nunca factor de neurosis, ni ha canonizado nunca la inestabilidad: no amaba a los superficiales ni le satisfa­cían demasiado las efímeras explosiones de entusiasmo (cf. Mt 13,

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V. Cristo en la vida del cristiano

20-21); quería una paz que fuera adhesión serena y beatificante a él:

«Bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios» no. Bienaventurados los que prac­tican la paz, que con sus palabras inculcan la paz justa­mente a aquellos que odian la paz i n . Bienaventurados los que practican la paz. Cristo es paz. Si en realidad Salomón quiere decir «en Cristo» y, por otro lado, también quiere decir «pacificador» m , entonces Cristo nuestro Señor es paz. Mientras subía al cielo, nos dejó su bandera diciendo: «Mi paz os dejo, mi paz os doy» 113. Conservemos lo que Cristo nos ha dado, mantengamos la paz 114, también ella nos man­tiene en Cristo Jesús 115.

Y no es la paz semejante a la inercia, que no desea nada por­que no tiene fuerzas para ir más allá; es más bien aquello que no siente el estímulo de ir más allá porque tiene ya todo. Cristo es paz; porque es todo, da todo a cuantos lo siguen. En él están todos los valores, igual como en él se recapitula toda la historia y toda la revelación del Antiguo Testamento. Son pensamientos que cons­tituyen las cimbras de sostén de todo el edificio teológico de san Pablo: san Juan Crisóstomo los propone nuevamente para medi­tación en la Homilía XVII, 1, de la In Epistulam ad Romanos commentarius (MG LX, 565), que fue pronunciada en el 391, fil­trándolos a través de su alma fervorosa y fermentándolos con aque­lla gracia suya expresiva que infunde tan sincera evidencia de vida incluso en las lucubraciones más difíciles:

Si el fin de la ley es Cristo 116, quien no tiene a Cristo no tiene la justicia "7, aun cuando parezca tenerla; pero quien tiene a Cristo, aun cuando no haya cumplido recta­mente la ley "8, ha conseguido todo. De hecho el objetivo de la medicina 119 es la salud. Así pues como el que es capaz de curar, aunque no tenga la medicina, tiene todo, y el que al contrario no sabe curar, aun cuando parezca poseer la

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San Gregorio de Nacianzo

competencia técnica, ha perdido todo; así sucede igualmente en el campo de la ley y de la fe: el que posee ésta, posee también el objetivo de aquélla; quien está fuera de esta última, es extraño a ambas. ¿Qué se proponía en realidad la ley? Hacer justo al hombre, pero no lo logró porque nadie la puso en práctica completamente 120. Éste era pues el objetivo de la ley, a esto tendía todo, por esto era hecho todo, fiestas, mandamientos, sacrificios y todo lo demás: para que el hombre fuera justificado. Pero este fin fue obte­nido por Cristo de un modo más completo mediante la fe. No tengas, pues, temor —dice san Pablo— de incurrir en la culpa de transgredir la ley porque te has adherido a la fe m ; tú de hecho transgredes la ley cuando por amor suyo no crees en Cristo, porque si crees en él has cumplido también la ley y mucho más de lo que ella exigía, por el hecho de que has logrado una justicia mayor m.

Creer en Cristo es el colmo de la perfección que puede lograr el hombre; pero aun siendo tan grande, la fe no puede agotarse en una adhesión abstracta, sino que debe penetrar en lo más íntimo de la persona y poseerla totalmente. En el centro más profundo de la conciencia, en lo que todo va a parar, debe formularse una res­puesta que es por naturaleza completa y total: quien acepta así a Cristo, orienta hacia él toda su potencia de pensamiento, de afecto y de acción; se le da con todo lo que es y todo lo que tiene. Pero Jesús, ahora sentado a la diestra del Padre (Mt 22, 44; Me 16, 19/Mt 26, 64; Me 14, 62; Le 22, 69/Act 7, 56; Rom 8, 34; Ef 1, 20; Col 3, 1; Heb 1, 13; 10, 12; 12, 2; lPe 3, 21-22), aun cuando puede exigir nuestra obediencia intelectual a sus enseñanzas y pre­ceptos, no puede acoger ya los dones materiales, fruto de nuestro trabajo terrenal; estas ofrendas no pueden subir hasta allá arriba...; Para poder acogerlas, Jesús se ha quedado también aquí abajo. En la inmaterial morada trinitaria fulgura con esplendor junto al Padre, en la opaca permanencia terrenal esconde su esplendor con el velo de su humanidad: antes de la ascensión, en la humanidad asumida de la Virgen, después en la del prójimo, sobre todo si está necesitado y sufre. Jesús se ha identificado con el indigente

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que sufre en las situaciones más diversas (Mt 10, 40-42; Me 9, 41/Mt 18, 5; Me 9, 37; Le 9, 48/Mt 25, 40 y 45): dar al pobre es darle a él. Los Padres de la Iglesia confirman a menudo la actua­lidad y la importancia de esta realidad que tiene algo de sacra­mental. Oigamos algunas de estas voces, comenzando por la de san Gregorio de Nacianzo, que en la Orado XIV, 40 (MG XXXV, 909), para Gallay quizá del 365 y para Szymusiak quizá del 372, ha hecho resonar algunos de los acentos más patéticos de toda la antigüedad:

Si queréis prestarme oído, oh siervos de Cristo 123, her­manos y coherederos 124, mientras haya tiempo, visitemos a Cristo, curemos a Cristo, nutramos a Cristo, vistamos a Cristo, recojamos a Cristo, honremos a Cristo 125, no sólo acogiéndolo en la mesa como hicieron algunos 126, no sólo de­rramando sobre él perfumes como María 127, no sólo ofre­ciéndole un sepulcro como José de Arimatea I28, no sólo prestándole los honores fúnebres como Nicodemos que ama­ba a Cristo al cincuenta por ciento129, ni siquiera dándole oro, incienso y mirra como hicieron los magos 13° antes que los otros personajes antes mencionados, sino porque el Se­ñor de todos quiere misericordia y no sacrificio m y porque la compasión vale más que decenas de miles de grasos cor­deros 132; démosela a través de los pobres que hoy vemos prosternados en tierra 133, a fin de que cuando nos vayamos de aquí nos reciban en las eternas moradas m, en Cristo Jesús nuestro Señor.

La exhortación de Gregorio es repetida y precisada por Juan Crisóstomo en la Homilía XLV, 4, In Acta Apostolorum (MG LX, 319-320). El fervor del capadocio se reviste aquí de un aspecto concreto que quiere ser provocador para ser eficaz. Razonador lúci­do, teólogo sólido, exegeta agudo, Crisóstomo tiene sobre todo el don de contemplar todas estas actitudes en una visión dramática de la realidad: en él lo paradójico, cumplida apenas su misión de reclamo, se disuelve dejando una trama inimpugnable de pensamien­to. Parece exagerar, pero no puede acusársele de extremismo; habla

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San Juan Crisóstomo

fuerte y con fluidez, pero sería de obtusos tacharlo de demagogo. El hecho es que su pasión se apoya siempre en un atento sentido de la mesura; exige, pero sabe dónde puede llegar la humanidad en general y no va más allá de este límite para no caer en una estéril declamación. Bajo la limpia mirada de su fantasía, la prác­tica de cada día parece crecer en una dimensión rica en espacios que esperan la inserción de Jesús:

¿No sería extraño, si vinieran soldados (para alojarse), que tuvierais habitaciones destinadas para ellos, que los tra­taseis con mucho cuidado, que les suministraseis todo lo necesario 135 porque alejan de vosotros esta guerra que nos toca físicamente 136, mientras los huéspedes no tienen un lugar donde morar? 137 ¡Que venga la Iglesia! ¿Quieres son­rojarnos? 138 Haz esto: supérate en generosidad; dispon un apartamento donde Cristo m pueda venir a alojarse. Di: ésta es la habitación de Cristo; esta morada está reservada a él. Aun cuando sea una estancia sin pretensiones, él no la desdeña. Cristo peregrina mudo y extranjero 140 y pide sólo un techo: dáselo al menos a él; no seas cruel e inhumano; no seas ardiente en las cosas materiales pero frío en las espirituales. Confía esta misión al más leal de tus criados e introduce en casa a los lisiados, a los mendigos y a los sin techo 141. Os dirijo estas invitaciones para que os son­rojéis 142. Sería conveniente que los recibierais en el piso superior de la casa 143; si no lo quieres, recibe a Cristo en la planta baja, incluso donde están los mulos 144, también donde están los siervos. Quizás experimentéis ante mis pa­labras un escalofrío de espanto. Pero, ¿qué decir cuando no hacéis ni esto? Os exhorto encarecidamente: Poned en esto todo vuestro empeño. Pero ¿no queréis hacerlo así? En tal caso haced de otra manera. Hay muchos pobres, mujeres y hombres: decidid de una vez que alguno per­manezca allí145; al menos que el pobre sea guardián de vuestra propia casa: te sea muro y baluarte 146, escudo y

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lanza147. Donde hay limosna el diablo no osa acercarse, como no se atreve ninguna otra desventura 148. Pues bien, no dejemos perder una ganancia de este calibre. Ahora bien, hay un sitio fijado para el carruaje y otro para las literas 149, pero para Cristo que va errante no hay ninguno. Abraham en cualquier parte que se detenía acogía personalmente a los huéspedes y su mujer estaba alerta como si fuera una esclava y como si los forasteros fueran los amos 150. No sabía que acogía a Cristo m , no sabía que acogía a los ánge­les 152; de haberlo sabido, les hubiera dado todo por com­pleto. Nosotros en cambio aunque sabemos que recibimos a Cristo no mostramos tanto celo como desplegaba él153, que creía recibir a hombres. Pero me objetarás: ¡Pero son muchos los bribones y los ingratos! 154 Pues por esto has de obtener una recompensa mayor, si los acoges en el nom­bre de Cristo 155. Si sabes que son bribones, no los recibas en casa; pero, si no lo sabes, ¿por qué lanzas acusaciones a la ligera? En estas circunstancias, pienso que han de ir al hospicio 156. Pero, ¿cómo nos defenderemos si no acogemos ni tan sólo a los que conocemos y cerramos a todos la puer­ta? Que nuestra casa sea el albergue de Cristo; exijámosles la paga, pero no que nos entreguen dinero, sino que con­viertan nuestra casa en posada de Cristo; corramos por todas partes, tiremos, llevémonos con fuerza 157 nuestro bo­tín: es mayor el beneficio que recibimos que el que hace­mos. No estoy mandando matar el cordero: pero da pan a quien tenga hambre, un vestido a quien está desnudo, un techo al que es extranjero.

Tras la apasionada invitación del máximo orador de la Iglesia griega, el igualmente apasionado máximo orador de la Iglesia latina, san Agustín, en el Sermo XXXIX, 6 (ed. Lambot, CC XLI, 1961, p. 491, 78-492, 109), como por lo demás, en general, en toda su actividad de predicador, es igual que Juan Crisóstomo en lo que se refiere a describir con extrema claridad situaciones, escenas y

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San Agustín

problemas, y si no le iguala en el colorido, que no posee la vistosa y palpitante tonalidad oriental, es superior a él en la densidad conceptual, en la agudeza de la intuición y en la originalidad de los desarrollos. Dos grandes almas gemelas han hablado sobre el tema de Cristo en los pobres, con el mismo fervor y al unísono, aunque conservando la individualidad de su fisionomía, que la fe favorece y no arrolla. Juan Crisóstomo juega más con el sentimien­to, san Agustín con el pensamiento; no son cosas que se excluyen, son preferencias. Sólo hay un camino que conduce a Dios y hay quien prefiere andarlo por un lado más que por el otro:

Por tanto 158, ya que no has aportado nada tampoco te has de llevar nada de aquí. Envía hacia arriba aquello que has encontrado y no lo perderás 159. Da a Cristo 160; Cristo en verdad quiere recibir aquí. ¿Das a Cristo y pierdes? ¿No pierdes si confías en tu siervo 161 y vas a perder si con­fías en tu Señor? ¿No pierdes si confías a tu siervo lo que has ganado y has de perder si confías a tu Señor aquello que de él mismo has recibido? 162 Cristo quiere mostrarse ahora aquí necesitado 163, pero por amor nuestro. Cristo po­dría haber nutrido I64 a todos los pobres que veis, igual que por medio de un cuervo nutrió a Elias 165. Sin embargo, también al mismo Elias quitó el cuervo. Ser nutrido por la viuda no convenía más a Elias, sino a la viuda 166. Cuan­do Dios hace a los pobres, porque él no quiere que po­sean, cuando, repito, hace a los pobres, pone a prueba a los ricos 167. Así está escrito: «El rico y el pobre se encuen­tran» 168. ¿Dónde se encuentran? En esta vida. Ha nacido el uno y ha nacido también el otro: se hallaron, se encon­traron. Y, ¿quién los hizo? Yahvéh 169. Hizo al rico, como medio de ayudar al pobre; al pobre como medio de poner a prueba al rico. Cada uno contribuya en proporción a sus fuerzas. No contribuya nadie de modo que se reduzca uno mismo a la indigencia 17°. Yo no digo esto. Lo superfluo para ti le es necesario a otro m . Habéis oído hace poco,

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V. Cristo en la vida del cristiano

mientras se leía el evangelio: «Quien da de beber un vasc de agua fresca a uno de estos pequeños que me pertenecen, os aseguro que no se quedará sin recompensa» m. Ofrecía en venta el reino de los cielos m y quiso que su precie fuera un vaso de agua fresca. Pero cuando es pobre quien da la limosna, entonces su limosna debe ser un vaso de agua fresca. Quien tenga más, contribuya con más m. La muy conocida viuda contribuyó con dos monedas muy pe­queñas 175. Zaqueo dio la mitad de su hacienda y se reservó la otra para restituir lo defraudado 176. Las limosnas ayu­dan a los que han cambiado de vida. Das en realidad a Cristo 177 necesitado para pagar por tus pecados pasados 178. En consecuencia si das con la pretensión de que te sea lí­cito pecar siempre impunemente, no nutres a Cristo sino que intentas corromper al juez. Haced pues limosna con la intención de que vuestras oraciones sean atendidas m y Dios os ayude a cambiar en mejor vuestra vida.

La limosna como medio de conversión y de purificación: man­teniendo este objetivo, san Agustín propone un momento espe­cífico en la aplicación. Quiere sustraerla al carácter aleatorio del impulso, para fijarla al menos en una circunstancia determinada: queda la espontaneidad, que no obstante halla como un punto de bloqueo en un compromiso casi jurídico. La limosna se combina con la herencia: en el momento solemne del paso de una adminis­tración a otra, que generalmente coincide también con el paso de una vida a otra, sancionada por la presencia de Cristo como juez, parece lógica la presencia de Cristo también como heredero. Juan Crisóstomo, con una audacia provocadora que pretendía despertar las conciencias adormecidas en la mundanidad egoísta, había pro­clamado: «¡Trata a Cristo como a tu siervo!» San Agustín, con una evidencia lógica que se traduce en fuerza persuasiva, le hace eco sugeriendo: «¡Trata a Cristo como a un hijo tuyo!» Véase Sermo LXXXVI, 13 (ML XXXVIII, 529):

Pero yo no quiero hablar de un hijo perdido 18°, para no tener el aire de amenazarte con desventuras humanas.

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San Cipriano

Tengamos una conversación en cierto modo más serena y que no hable de desgracias. No digo entonces: tendrás uno de menos, sino que hagas como si tuvieras uno de más. Haz lugar a Cristo entre tus hijos, añade tu Señor a tu familia, añade tu Creador al grupo de tus hijos, añade tu hermano al número de tus hijos 181. Aunque nos separa una diferencia tan grande, se dignó ser también hermano tuyo y, pese a ser Hijo único del Padre, quiso tener coherede­ros 182. Si se portó con tanta generosidad, ¿por qué te por­tas tú con tanta esterilidad? Tienes dos hijos, hazte cuenta de que él es el tercero: tienes tres, que sea considerado el cuarto; si tienes cinco, que sea como el sexto; tienes diez, que sea el undécimo. No quiero continuar: reserva para tu Señor el puesto de un hijo tuyo. Lo que en verdad darás a tu Señor te ayudará a ti y ayudará a tus hijos; lo que, en cambio, te reservas de mala manera para ti y tus hijos, será nocivo para ti y los hijos. Y le darás una parte, igual a la que has valorado para un hijo. Hazte cuenta de haber tenido un hijo más 183.

Cristo, una vez encarnado, ya no ha dejado la humanidad: se ha quedado presente en cada una de las personas en cuanto cria­turas (Mt 25, 40 y 45) y en cuanto obedientes a sus palabras (Jn 14, 23), en las reuniones privadas de sus fieles (Mt 18, 20) y en la Iglesia mientras desarrolla su misión evangelizadora (Mt 28, 20): la suya es una presencia en la que se acentúa la omnipresencia y una solicitud atenta que testimonia su dispuesto interés por el hombre en todas sus dimensiones. A esta presencia, misteriosa pero comprensible dentro de determinados límites, se añade otra, tan misteriosa que no encuentra el medio de penetrar en nuestra ra­zón, dejando sólo paso a la fe: es la presencia eucarística. Aquí el ideal del deus praesens que soñaba la época clásica, en espera de una ayuda inmediata y eficaz, ha superado inconmensurablemente este nivel para llegar a una presencia real bajo el velo del sacra­mento. Cristo habita entre nosotros: se anticipó a la ferviente sú­plica de los discípulos de Emaús (Le 24, 29), realizándola con una

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V. Cristo en la vida del cristiano

intensidad y una amplitud inimaginables. Esto, además de ser uno de los elementos absolutamente originales que diferencia al cristia­nismo de todas las demás religiones, constituye uno de los núcleos dogmáticos, litúrgicos y soteriológicos más importantes de la fe. San Cipriano, en el De Dominica oratione 18 (ed. Hartel, CSEL III , 1, 1868, p. 280, 3 - 281, 2), escrito a finales del 251 o comien­zos del 252, partiendo del comentario al Pater noster, pone de relieve la necesidad de esta presencia para nuestra salvación. Es un pan de vida cuya carencia induce inevitablemente a una inanición mortal:

Siguiendo la plegaria 184, oremos diciendo: «El pan nues­tro de cada día dánosle hoy» 185. Esta petición se puede interpretar en sentido místico 186 y en sentido inmediato, porque ambas interpretaciones, siendo de utilidad sobrena­tural, ayudan a la salvación 187. En verdad el pan de vida es Cristo 188 y este pan no es de todos sino nuestro. Y así como decimos «padre nuestro», porque es padre de aque­llos que entienden y creen 189, así también lo llamamos «pan nuestro», porque Cristo es nuestro pan, ya que gustamos de su cuerpo 190. Ahora pedimos que cada día se nos dé este pan, para que nosotros, que existimos en Cristo m y reci­bimos cada día su eucaristía como comida de salvación, no caigamos en alguna culpa de notable gravedad que nos obligue a abstenernos de la comunión y nos mantenga ale­jados del pan celestial192, de modo que quedemos separa­dos del cuerpo de Cristo, dado que él mismo proclama y dice: «Yo soy el pan de vida bajado del cielo: quien coma de este pan vivirá eternamente; pues el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» 193. Por tanto, cuando dice que si alguno come de su pan vive eternamente, como es evidente que viven aquellos que gustan de su cuerpo y reciben la eucaristía teniendo derecho a participar de ella, así también al contrario hay que temer y hay que pedir que si alguno, absteniéndose, es separado del cuerpo de

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San Juan Crisóstomo

Cristo, no quede fuera de la salvación, porque él mismo dice en tono de amenaza: «De verdad os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» 19\ Y por esto pedimos que cada día se nos dé el pan nuestro, esto es, Cristo, para que nosotros, que permanecemos y vivimos en Cristo, no nos alejemos de la acción santificadora de su cuerpo195.

San Cipriano, con el tono moderado de su noble personalidad, recuerda la necesidad de la costumbre eucarística y pone en guardia contra las culpas que podrían impedirla. San Juan Crisóstomo in­siste, aquí, particularmente en la gravedad de la recepción indigna de un misterio tan sublime. Si las energías terrenas de una inten­sidad muy elevada son a la vez fuente de grandes beneficios y de enormes peligros potenciales, en el campo del espíritu sucede lo mismo con el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo: insti­tuido para dar vida, mal comido proporciona la muerte. El gran patriarca de Constantinopla, en la homilía LXXXII, 5-6 In Mat-thaeum (MG LVIII, 743-744), amonesta acerca de la responsabilidad de fieles y ministros. Se siente que lo que el orador dice no son preceptos, sino desahogos y confidencias: son proyecciones inme­diatas de su alma:

(5) Hay que estar siempre alerta: es en verdad bas­tante grande el castigo para aquellos que comulgan indig­namente. Piensa en el desdén que alimentas contra el trai­dor y los que crucificaron a Cristo. Mira pues que no te conviertas tú mismo en reo de su cuerpo y de su sangre 196. Aquellos destrozaron el sagrado cuerpo, y tú, después de tan grandes beneficios, lo recibes con un alma sucia. No se contentó con llegar a ser hombre, dejarse abofetear y ma­tar, sino que se mezcla también con nosotros y nos pro­porciona su cuerpo, no solamente haciéndonoslo creer, sino ateniéndose a la más efectiva realidad 197. ¡Cuál no debería ser la pureza de quien prueba este sacrificio! ¡Hasta qué punto no debiera ser más pura que los rayos del sol la mano

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que rompe la carne, la boca que se llena con este fuego espiritual, la lengua que enrojece de una sangre que causa espanto! ¡Piensa de qué honor has sido investido, en qué mesa has sido admitido a gozar! Aquello que los ángeles miran con temblor y que no se atreven a contemplar fija­mente por temor del relámpago que de allí se libera 198, nosotros lo asumimos como comida, nos mezclamos con ello y nos hacemos un solo cuerpo y una sola carne con Cristo. «¿Quién podrá cantar las gestas del Señor, hacer oír todos sus loores?» 199 ¿Qué pastor nutre a sus ovejas con sus propios miembros? Pero, ¿qué digo pastor? Hay con fre­cuencia madres que después del parto confían sus peque-ñuelos a otras nodrizas: Cristo en cambio no soportó nada de esta índole, sino que nos alimenta personalmente con su sangre y por todos los medios nos une íntimamente con­sigo. Permanece atento: nació de nuestra propia sustan­cia 200. Tú me objetarás que esto no concierne a todos, pero en verdad concierne a todos. Si de hecho vino a nuestra naturaleza, está muy claro que vino a todos; luego si ha venido a todos, es que ha venido también a cada uno. Pero me dirás entonces ¿cómo es que no todos han obtenido el correspondiente beneficio? Este inconveniente no pue­de achacarse a aquel que eligió este don para todos, sino que debe serlo a aquellos que no lo quisieron m. Mediante este sacramento se une estrechamente a cada uno de los fieles y alimenta por sí mismo a los que engendró, sin confiarlos a otros. Con este hecho quiere convencerte por otro camino de que asumió tu misma carne. No nos mos­tremos pues indolentes, después de que hemos sido consi­derados dignos de un amor tan grande y de tan gran honor. ¿No vemos con cuánta avidez se agarran a la ubre los pe-queñuelos? ¿Con qué energía aprietan los labios contra la teta? Con igual energía acerquémonos también nosotros a esta mesa y a la teta del cáliz espiritual m; y hasta con un

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San Juan Crisóstomo

vigor mucho más intenso succionemos como los niños toda­vía lactantes203 la gracia del Espíritu; sea uno solo nuestro dolor, el de no participar en este manjar. Lo que tenemos delante no es obra de la potencia humana. Quien llevó a cabo entonces, en aquella cena, estos misterios es también el mismo que ahora los efectúa. Nosotros sólo tenemos el deber de ayudarle, pero quien santifica estas sustancias ofre­cidas y las transforma es é l m . No esté, por tanto, presente ningún Judas, ningún avaro205. Si hay alguien que no sea discípulo, que se vaya: esta mesa no acoge individuos de este género. «Celebro la pascua con mis discípulos» 206, dice Cristo. Esta mesa es la misma que aquélla y nada le falta de lo que en aquélla había... Nadie se acerque que sea inhumano207, nadie que sea cruel e impío, nadie, para de­cirlo todo en una palabra, que sea impuro.

(6) Os dirijo estas palabras a vosotros, que recibís la comunión y las dirijo también a vosotros que sois los mi­nistros. Es necesario en verdad que hable también con vos­otros, para que distribuyáis estos dones con gran solicitud. No será pequeño el castigo que os espera, si sabiendo que alguno es reo de alguna culpa, permitís que tome parte en esta mesa. La sangre de Cristo es tomada de vuestras ma­nos. Aun cuando uno sea general, o bien prefecto208, o in­cluso si es el que lleva en la cabeza la diadema209, si se acercara indignamente, ¡impedídselo! Tú tienes un poder superior al suyo210. Si hubieras recibido el encargo de con­servar pura una fuente para la grey y luego vieras una oveja con la boca sucia de barro, no le permitirías que se inclinara y enturbiara la corriente; ahora bien, investido del cargo de guardar no una fuente de agua, sino una de sangre y de espíritu, si vieras que se acercan algunos con pecados más repugnantes que la tierra y el barro, ¿no sen­tirás desdén y no les rechazarás? ¿Qué perdón habría para ti? m Dios os ha investido con esta dignidad precisamen-

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te para que resolváis estos casos. Éste es vuestro mérito,. ésta vuestra seguridad, aquí está toda vuestra gloria; no (habéis sido promovidos a esta autoridad) para ir por ahí envueltos en una túnica blanca y resplandeciente212. Pero, ¿cómo podré conocer, me objetas, a éste y a aquél? Yo no me refiero a los desconocidos, sino a los conocidos. ¿Debo decirte algo que causa un espanto aún más inquietante? No es tan molesto que estén dentro213 los endemoniados, como que estén dentro aquellos que san Pablo dice que han pisoteado a Cristo, que tienen por impura la sangre de la alianza y que han ultrajado al Espíritu de la gracia214. Es peor que un endemoniado el que ha pecado y se acerca (a la eucaristía). Aquéllos en verdad no son sometidos a castigo, porque están endemoniados215, éstos en cambio, si se acercan indignamente, son arrojados al suplicio eterno. No alejemos pues solamente a aquéllos, sino a todos los que vemos acercarse indignamente. Nadie comulgue que no sea discípulo 216. Ningún Judas reciba (el sacramento), si no quiere padecer la suerte de Judas. Es cuerpo de Cristo tam­bién esta multitud217. Procura pues, tú que eres ministro de los misterios, no irritar al Señor descuidando purificar este cuerpo: no les des una espada en lugar de comida. Pero si alguno de ellos viene a recibir la comunión por ignorancia, ¡impídeselo, no tengas temor! Teme a Dios, no a un hombre218; si temes a un hombre se reirá de ti incluso él; si al contrario temes a Dios, serás objeto de veneración para todos los hombres 219. Si no tienes el coraje de hacerlo tú personalmente, condúcelo ante mí: no he de permitir desvergüenzas de este tipo. Prefiero perder la vida antes que hacer partícipe de la sangre del Señor a quien no es digno y prefiero arrojar mi sangre antes que hacer partícipe de una sangre tan terrible a quien no tiene en modo alguno derecho 220.

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San Agustín

Juan Crisóstomo advierte que el pan de vida eucarístico no fragua, antes bien se transforma en agente de muerte, en las almas •contagiadas por el pecado personal y social. San Agustín desvirtúa «sta misma ilusión de una salvación automática en cuantos lo reci­ban en estado de pecado contra la Iglesia, por causa de la herejía o del cisma. A las categóricas promesas de Jesús antecede siempre la disponibilidad humana: si él hace de su carne seguridad para la vida eterna, esto no anula otras afirmaciones que hacen de la obser­vancia de los mandamientos, de la unidad de la Iglesia, de la obe­diencia a los apóstoles y a sus sucesores, un seguro paralelo así como la condición previa de la salvación. El de Hipona, en el De civitate Dei XXI, 25, p. 794, 19-39, del 426, pocos años antes de su muerte, nos deja este mensaje que posee casi la urgencia y la austera eficacia persuasiva de un testamento: eucaristía e Iglesia son sacramentos inseparables, sólo en ellos está Cristo como Sal­vador:

Por esto221 es justo preguntarse de qué modo han de entenderse las palabras del Salvador Jesús: «Éste es el pan que baja del cielo, para que quien coma de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: quien coma de este pan vivirá eternamente» 222. Pero distingamos el modo de pensar de aquellos a los que ahora respondemos ^3 del de los que tenemos que considerar inmediatamente224. Éstos son pues aquellos que prometen esta liberación no a todos los que han recibido el sacramento del bautismo y del cuer­po de Cristo225, sino sólo a los católicos, aun cuando vivan mal, porque — sostienen — han comido el cuerpo de Cristo no solamente en el sacramento sino también en la realidad, en cuanto formaban precisamente parte de su cuerpo226. Es el cuerpo del que el apóstol dice: «Porque es un solo pan, somos, aunque muchos, un solo cuerpo» 227. Por tanto, puede decirse efectivamente que come el cuerpo de Cristo y bebe su sangre únicamente aquel que está en la unidad de este cuerpo, esto es, en el organismo cuyos miembros •están constituidos por los cristianos22B, y es el sacramento

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V. Cristo en la vida del cristiano

de este cuerpo lo que los fieles que comulgan suelen recibir en el altar. Como consecuencia de esto, los herejes y los cismáticos229, separados de la unidad de este cuerpo, pue­den recibir el mismo sacramento, pero no les produce nin­gún bien, incluso les es hasta nocivo230, porque por su causa serán objeto más bien de un juicio severo y no de una liberación, ni siquiera tardía. No se hallan en el vínculo de paz231 que se expresa en aquel sacramento.

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VI

CRISTO EN LA EXÉGESIS

«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14): este acontecimiento tuvo lugar bajo Augusto y constituyó la culminación del plan de salvación elaborado por Dios desde la eternidad. Fue una encarnación repen­tina: un día, que no podemos precisar, pero muy determi­nado, un ángel pidió el consentimiento a una virgen, lo obtuvo y se inició el proceso que insertaba de manera per­sonal lo divino en la historia humana. Desde aquella fecha hemos tenido a Dios con nosotros, realmente, inscrito en el registro, censado en las listas de los contribuyentes del templo, que daban la ofrenda habitual (Mt 17, 24), objeto de investigación por parte de la autoridad judaica del sane­drín y de la romana del procurador. Pero no se trató sola­mente de su encarnación: si el Verbo se hizo carne como lo somos nosotros, se hizo también palabra como la que usamos nosotros.

A diferencia de la primera, ésta fue una encarnación lenta, progresiva, casi furtiva, pero no menos importante. Para la una —resolutiva—, se sirvió de María; para la otra — propedéutica —, de una serie de personas (los auto­res del Antiguo Testamento) muy diversas entre sí por su mentalidad, cultura, profundidad conceptual y capacidad artística, pero todas relacionadas por una investidura que

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VI. Cristo en la exégesis

venía de lo alto y que les mandaba decir al pueblo palabras de las que, tanto ellos mismos como sus oyentes, captaban sólo una parte — la exterior e inmediata — del significado. La revelación divina y sus diversas llamadas, a través de la voz y el oído, se insertaban también en las almas humanas y en la historia. Cristo nacía lentísimamente en las concien­cias con un desarrollo que acompañaba a los hombres a lo largo de las peripecias de las generaciones; era también ésta una misteriosa gestación que preparaba para el Re­dentor y hacía sentir la sombra de su presencia. Este parto metafórico disponía para aquel otro efectivo de Belén, en el que se centraban los rayos de una constante espera que había comprendido su necesidad.

Cristo era también Dios; era natural pues que su pre­sencia fuera desbordante: residía en su cuerpo físico, pero de allí se difundió a la eucaristía, a la Iglesia de todos los lugares y de todos los tiempos, a la Biblia.

También en el Antiguo Testamento estaba Cristo y así lo proclamó él mismo *; en el Nuevo Testamento, todo era él. Pero el hecho de que estuviera no quiere decir que fuera una cosa evidente. Así como no todos lo identificaban bajo las apariencias humanas por los caminos de Palestina, así tampoco todos lo podían reconocer a través de los res­plandores relampagueantes de las profecías, de los tenues paralelismos de los acontecimientos, las oscuras anticipacio­nes tipológicas que sólo deberían esclarecerse después. La encarnación era un hecho tan documentado que no podía ser rechazado y tan misterioso que no podía ser intuido; exigía el compromiso de la razón y el acogimiento de la fe como su complemento y superación. Jesús mismo reprochó a los saduceos no conocer las Escrituras (Mt 22, 29; Me 12 24), las explicó (Le 24, 27) a los discípulos «abriéndoles» el sentido (Le 24, 32 y 45) e invitó a todos a indagarlas (Jn 5, 39). Su ejemplo y su mandamiento fueron seguidos

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Clemente de Alejandría

naturalmente por la Iglesia, que hizo de la exégesis bíblica la osamenta de su predicación y el fundamento innegable de su especulación. Los obispos hablaban citando la Biblia y explicando sus implicaciones, tanto inmediatas como esca-tológicas. Aquél era, en sus dos secciones antigua y nueva, el manual de la salvación. La Escritura interpretada por la legítima autoridad de la Iglesia fue siempre la regla de la fe:

Tenéis el nuevo y el viejo Testamento, y el pastor de la Iglesia que os guía: que esto os baste para vuestra salvación (Paraíso V, 76-78).

La misma teología no era más que una sistematización de cuanto suministraba la exégesis. Por tanto su carácter central, que le daba una importancia preeminente, le impo­nía también una gravísima responsabilidad, esto es, en nin­guna otra parte era menos admisible la improvisación de diletantes. Eran totalmente necesarios la iluminación divi­na, que llegaba a las mentes de los maestros a través de la purificación de la vida por medio de la ascesis, y el estudio humano, que hallaba su aplicación más elevada en la medi­tación. Ambas cosas postulaban después una hermenéutica que suministrase las normas adecuadas para no desviarse, falseando precisamente el mensaje que se intentaba ilustrar y garantizar. No siendo éste el lugar de exponer, en su conexión teórica, estos criterios, será suficiente presentar algunas aplicaciones de tipo particular: serán un poco como iluminaciones parciales que, aunque no disponen del espa­cio necesario para dibujar en toda su integridad la figura de Jesús, al menos ponen de relieve algunos de sus rasgos, sugiriendo un método de descubrimiento y aproximación.

Clemente de Alejandría, en su homilía Quis dives salvetur? 29 (ed. O. Stahlin, GCS, 1909, p. 179), sobre Me 10, 17-31, que se

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VI. Cristo en la exégesis

remonta al primer decenio del siglo n i , después de haber plan­teado con admirable equilibrio el problema de la actitud del cris­tiano ante las riquezas, ve en el buen samaritano una figura de Cristo. La parábola evangélica, de norma de vida para nosotros, se hace contemplación del modo con que él nos aseguró la vida. El modelo, indeterminado en boca de Jesús, se transforma en Jesús mismo:

¿Quién, más que el Salvador, ha tenido compasión de nosotros, que faltó poco para que fuéramos aniquilados por los señores de este mundo tenebroso 2 con tantas heridas 3, temores, pasiones, ira, dolores, engaños y placeres? De to­das estas heridas el médico es solamente Jesús 4, que extirpa profundamente las pasiones hasta las raíces 5. Él no se li­mita como la ley a cortar sólo las extremidades, esto es, los frutos de las malas hierbas, sino que hunde su segur hasta las mismas raíces de la maldad 6. Es él precisamente quien ha echado sobre nuestras heridas el vino, es decir, la sangre de la viña de David7; es él que ha llevado y da con abundancia el aceite, esto es, la misericordia 8 que pro­viene de las visceras del Padre; es él que nos ha mostrado los vendajes, que no se aflojarán nunca, de la salud y la salvación, es decir, el amor, la fe y la esperanza 9; él es quien ha mandado a los ángeles, a los principados y a las potestades 10 que nos sirvieran, prometiéndoles una gran recompensa, porque también ellos serán liberados " de la vanidad del mundo n durante la revelación de la gloria de los hijos de Dios 13. Es necesario por tanto amarlo en la misma medida que a Dios.

Si Cristo es el buen samaritano que cura a los hombres heri­dos, para ser partícipe en él se deberá asumir su comportamiento, imitándolo en sus virtudes y principalmente en su amorosa dedi­cación a los hermanos que sufren. Nos lo recuerda san Hilario de Poitiers, en su Tractatus in Psalmum CXVIII, 16 (ed. A. Zingerle, CSEL XXII, 1891, p. 432, 5 - 433, 2), escrito más o menos en torno

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San Gregorio de Nisa

al 365. Su estilo, que ignora delicadezas de movimientos y gracia imaginativa, presenta un tipo de vigorosa adhesión a Cristo que reduce a los deberes esenciales:

Sigue luego: «Soy partícipe de todos aquellos que te temen y observan tus mandatos» 14. Recordamos que el apóstol dijo: «Hemos llegado a ser partícipes de Cristo» 1S. Pero recordemos que también en el salmo 44 algunos son señalados como partícipes de Dios cuando se dice: «El Se­ñor tu Dios te ha ungido con óleo de alegría, de entre tus compañeros» 16. Hay, pues, según el apóstol y según el profeta " muchos partícipes de nuestro Señor Jesucristo. Y será partícipe todo el que permanece en la justicia, por­que él es justicia 18; será partícipe aquel que persiste en la verdad, pues él es en efecto la verdad 19; y todo el que ca­mina según una nueva vida20 participará en él, porque él es resurrección21. Por tanto, aunque el profeta sepa que mu­chos son partícipes de Dios n, hablando ahora de sí mismo de un modo reservado y modesto, por más que recuerde ser partícipe de Cristo, porque también él fue hecho y lla­mado Cristo 23, ha admitido más bien ser partícipe y amigo de todos aquellos que temen a Dios 24. Es además partícipe de aquellos que temen a Dios cuando sufre junto con los que sufren, cuando llora con los que lloran 25, cuando, como un miembro del mismo cuerpo, siente el mismo dolor que otro miembro26. Es de hecho con esta comunidad de sufri­miento como se llega a ser partícipe de aquellos que temen a Dios. Por lo demás quienquiera que con su arrogancia desdeña, irrita, desprecia a quien cree en Cristo y ha sido redimido por Cristo, no es partícipe de aquellos que temen a Dios, porque no es compañero suyo que comparta los sufrimientos de las penas 27.

Participar de Cristo es imitarlo, con la consecuencia de recibir un premio que es él mismo. Su preeminencia soberana no admite

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VI. Cristo en la exégesis

distinciones en él: como Dios es absoluto, y es por tanto todo para nosotros. Esta síntesis de posturas, que en nuestro mundo se dan separadas y aun contrapuestas, es un signo característico de la reve­lación a la mente contemplativa de la inmensa superioridad divina. San Gregorio de Nisa, en la oración VIII De beatitudinibus (MG XLIV, 1301 AB), redactada hacia el 387, nos ofrece una breve aclaración:

¿Qué es lo que obtenemos? 28 ¿Cuál es el premio? ¿Cuál es la corona? Lo que esperamos no me parece ser otra cosa que el mismo Señor29. Él es en verdad el arbitro de los que concurren y la corona de los vencedores30; él es quien distribuye la herencia y quien constituye la rica herencia31; él es la porción abundante32, él es quien te da la porción33; él es quien enriquece34, él es la riqueza35; aquel que te muestra el tesoro36 y el que se convierte para ti en tesoro37; aquel que te inculca el deseo de la perla preciosa y que se te ofrece en venta si demuestras ser un mercader diligente38. Para adquirirla pues — como se hace en el mercado — confrontemos lo que no tenemos con lo que tenemos39.

Adquirir es ya afirmar una posesión, pero hay otra manera más intensa y dramática de hacerlo, y es la asimilación. A esto nos induce san Ambrosio, en la Explanatio Psalmi I, 33 (ed. M. Pet-schenig, CSEL LXIV, 1919, p. 29, 16-27), compuesta después del 386. Debemos hacer de Cristo el principio energético esencial de nuestra vida. La larga anáfora del escritor nos revela su necesidad y la variedad de las imágenes que interpretan la única realidad nos muestra la riqueza de sus efectos:

Bebe, pues, de ambas copas del Viejo y del Nuevo Tes­tamento40, porque en ambas bebe Cristo41. Bebe a Cristo, porque es vid42; bebe a Cristo, porque es roca que dio agua ; bebe a Cristo porque es fuente de vida44; bebe a Cristo, porque es río45, cuya corriente impetuosa fecunda

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San Juan Crisóstomo

y alegra la ciudad de Dios **; bebe a Cristo, porque es paz47; bebe a Cristo, porque «ríos de agua viva correrán de su seno» 48; bebe a Cristo, para beber la sangre con la que has sido redimido49; bebe a Cristo, para beber sus discursos50: su discurso es el Antiguo Testamento51, su discurso es el Nuevo Testamento. Se bebe la Escritura di­vina y se la devora52, cuando el jugo de la palabra eterna desciende por las venas de la mente y el nervio del alma53; en suma, «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios» 54.

¿Cómo hay que hacer para beber la Escritura y asimilar el jugo vital de modo que se transforme en alimento de la propia perso­nalidad? Afirmada la importancia de la meditación bíblica, quizás era necesario dar un ejemplo de su aplicación práctica. San Juan Crisóstomo, en la homilía II, 2 del De Christi precibus (MG XLVIII, 786), dicha presumiblemente hacia finales del 386 o a comienzos del 387, esboza un esquema inicial: a sus ojos, el rela­to evangélico adquiere una densidad que muchos habrían atrave­sado sin darse cuenta apenas y aparece una sustancia extremada­mente rica. La exégesis aparece aquí como revelación humana que se ejerce sobre la divina, elevación de los acontecimientos biográ­ficos de Jesús a misterios, compromiso de la inteligencia humana en un descubrimiento que lleva en sí mismo el premio de la ilumi­nación espiritual y el atractivo de una búsqueda inagotable. Cristo es sabiduría no sólo cuando habla sino también cuando actúa. Su vida fue un tejido de paradojas, las cuales, lejos de humillar la ra­zón, la inducen a superarse en una investigación que, para los espíritus elevados, está llena de fascinación. El cristianismo no teme a los espíritus que piensan, sólo tiene miedo de los apáticos e inertes:

¿Ves 55 cómo Cristo hacía muchas cosas para dar ejem­plo? Así como un maestro lleno de sabiduría balbucea con los niños que balbucean y su balbuceo no es una prueba de la ignorancia del maestro sino de la solicitud que tiene por sus muchachos 56, así también Cristo no llevaba a cabo

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VI. Cristo en la exégesis

estas acciones por la bajeza de su naturaleza sino por con­descendencia. Es preciso no sobrevolar superficialmente so­bre estas consideraciones; si realmente no nos detuviéra­mos a examinar este episodio en sí mismo, ¡en qué extra­vagancia no iríamos a parar! Si de hecho aquel que lava es normalmente considerado inferior a aquel que es lavado57

(¡y el que lava es Cristo y los que son lavados son los discípulos!), entonces Cristo habrá de ser considerado in­ferior a los discípulos. Pero nadie se atrevería a afirmar una cosa de tal género, ni que fuera loco. ¿Te das cuenta del tremendo error que es ignorar las causas por las cuales Cristo llevaba a cabo todas las acciones que hacía? O más bien, ¿no ves de cuánta utilidad es examinar todos los aspectos con precisión, y no sólo afirmar superficialmente que él dijo o hizo esta o aquella cosa humilde sino añadir también los motivos y las intenciones? 58

El planteamiento general de san Juan Crisóstomo lo sigue, pre­cisándolo, san Agustín. El obispo de Hipona llevándonos de la mano nos enseña a ver toda la sabiduría que puede esconderse en la crónica. El episodio se adecúa a la humanidad de Cristo y a la nuestra, la intensidad de la doctrina a su divinidad, pero también a una íntima aspiración de nuestra inteligencia. La alegoría, que parte del hecho para avanzar por caminos cada vez menos trazados de manera objetiva hacia el descubrimiento de una luz escondida, es en el fondo una expresión del alma humana consciente de que no todo el conocimiento es alcanzable por la racionalidad y que, en consecuencia, hay grandes y misteriosas zonas, quizá las más fértiles, que sólo pueden ser conquistadas por la intuición. No existe solamente la luz calma e inmóvil de la lógica, existen tam­bién las luminiscencias relampagueantes que irradian de la fantasía. Su fiabilidad problemática no es motivo suficiente de un rechazo programado; es sólo estímulo y compromiso para un control más intenso. San Agustín, en el Tractatus in lobannem XV, 6 (ed. R. Willems, CC XXXVI, 1954, p. 152, 1-23), pronunciado el 12 de julio del 413, nos ofrece un planteamiento de este tipo a la vez que una exhortación:

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San Agustín

«Jesús, fatigado del camino, se había sentado allí junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta» 59. Empiezan en seguida los misterios 60. No en vano se cansa61 Jesús; no en vano se cansa la virtud de Dios 62; no en vano se cansa aquel por medio del cual recobran la fuerza los que están cansados 63; no en vano, en fin, se cansa aquel por cuyo abandono nos sentimos cansados y por cuya presencia nos sentimos restaurados. No obstante Jesús se cansa, y se cansa del viaje, se sienta, y lo hace junto al pozo, se sienta cansado a la hora sexta64. Todas estas particularidades apun­tan a alguna cosa, quieren revelar algo; suscitan nuestra atención, nos exhortan a llamar. Que nos abra, pues, di­rectamente, a nosotros y a vosotros, aquel que se dignó exhortarnos con estas palabras: «Llamad, y se os abrirá» 65. Jesús se cansó del viaje por ti. Encontramos a Jesús fuerte y encontramos a Jesús débil; Jesús fuerte y débil: fuerte, porque «al principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba al principio junto a Dios» 66. ¿Quieres ver cuan fuerte es este Hijo de Dios? «Todo fue hecho por medio de él, y sin él nada se hizo de cuanto fue hecho» 6?; y ha sido hecho sin fatiga 68. ¿Hay pues algo más fuerte que aquel por cuyo medio todo ha sido hecho sin fatiga? ¿Lo quieres conocer débil? «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» 69. La forta­leza de Cristo te creó, la debilidad de Cristo te creó de nuevo70. La fortaleza de Cristo hizo de suerte que fuera lo que no era; la debilidad de Cristo hizo de tal suerte que no pereciera aquello que era. Nos constituyó con su forta­leza, nos buscó71 con su debilidad.

La Sagrada Escritura nos invita y encamina a penetrar hasta donde nos sea posible en el misterio de Dios mediante los hechos que cuenta y las circunstancias que atestigua, pero lo hace tam­bién por otra vía, con las metáforas que usa. San Agustín, en el Tractatus in lohannem Li l i , 2-3 (CC XXXVI, p. 452, 11-453,

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VI. Cristo en la exégesis

25), nos ofrece un ejemplo que fue utilizado con frecuencia, aun­que a veces fugazmente, por los padres. La ocasión le resulta pro­picia para rozar al menos el gran problema de enunciar en térmi­nos humanos las realidades divinas, superando la experiencia que es origen y límite de nuestro lenguaje. Acerquemos los ojos al por­tillo abierto sobre el gran drama que representa que la razón hu­mana se acerque a lo inefable:

(2) Después el evangelista puso el párrafo de donde ha sido tomado el texto72 leído hoy73, que suena: «A pesar de haber realizado Jesús tan grandes milagros en presencia de ellos no creían en él. Así se cumplía el oráculo que pro­nunció el profeta Isaías: Señor, ¿quién creyó en nuestra predicación? ¿ Y a quién se ha revelado el brazo del Se­ñor?»74 Donde muestra claramente que el mismo Hijo de Dios es llamado brazo del Señor75, no porque Dios Padre tenga figura de carne humana y el Hijo se haya separado como un miembro del cuerpo7Ó, sino porque todo fue he­cho por su medio", por esto ha sido llamado brazo de Dios. Como en verdad tu brazo es el miembro por medio del cual tú obras, así es llamado brazo de Dios el Verbo porque por medio del Verbo hizo el mundo. ¿Por qué, de hecho, el hombre, para hacer algo, extiende el brazo, sino porque no se cumple inmediatamente lo que ha dicho? Si dispusiera de un poder tan enorme que cumpliera lo que dice sin ningún otro movimiento del cuerpo, su brazo sería su palabra. Pero el Señor Jesús, unigénito Hijo de Dios Padre, como no es miembro del cuerpo paterno, así tam­bién no es palabra que se pueda pensar y hacer sonar y que después pase; porque, cuando todo fue hecho por me­dio de él, era el Verbo de Dios 78.

(3) Así cuando oímos decir que el Hijo de Dios es el brazo de Dios Padre, no se nos interrumpa rumoreando nuestra interpretación material79, sino, en cuanto podemos gracias a su don80, pensemos en la potencia y sabiduría de

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Teodoro de Mopsuestia

Dios 81, por medio de la cual fueron hechas todas las cosas. Un brazo así ciertamente ni distendido se alarga ni con­traído se acorta. No es en verdad la misma persona que el Padre, pero son una sola cosa él y el Padre82, e, igual al Padre en todo, en todo su ser es como el Padre, para no dejar abierta ninguna oportunidad al error detestable de aquellos que dicen que existe sólo el Padre, pero que, por causa de la diversidad de operaciones, es llamado Hijo y aun Espíritu Santo83. Que fundándose en estas palabras no tengan el coraje de decir: «Ved que sólo existe el Padre, si el Hijo es su brazo; de hecho, el hombre y su brazo no son dos personas, sino una sola.» No entienden y no llegan a ver cómo las palabras pasan de un objeto a otro muy diverso, por cierta analogía84, incluso en locuciones coti­dianas de cosas concretas y conocidísimas; ¿cuánto más nos será lícito hacerlo para expresar conceptos de algún modo inefables, que no se pueden expresar de forma absoluta en su realidad efectiva? De hecho también un hombre llama su brazo (derecho) al hombre por medio del cual suele ha­cer lo que hace, y, si se lo arrebatan, dice acongojado: «He perdido mi brazo (derecho)»; y a quien se lo ha arreba­tado le dice: «Me has privado de mi brazo (derecho).» Entiendan pues en qué sentido el Hijo ha sido llamado brazo del Padre, por medio del cual el Padre hizo todas las cosas, porque, no sabiendo esto y perdurando en las tinieblas de su error, ¿no serán acaso semejantes a los ju­díos? 85 De estos últimos se dijo: «¿Y a quién ha sido re­velado el brazo del Señor?»

t

Acontecimientos, circunstancias, analogías en la Biblia nos ayu­dan a hacer más penetrante nuestra visión; pero las profundidades misteriosas del libro sagrado no se limitan a esto. El Antiguo Tes­tamento cumple su función propedéutica con miras a la encarna­ción no sólo con las profecías verbales de mensajeros enviados por Dios, sino también con las profecías reales incluidas en personas y

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VI. Cristo en la exégesis

cosas. La tipología mesiánica, inaugurada por Jesús y codificada por los apóstoles más autorizados 86

> fue desarrollada posteriormen­te por los exegetas eclesiásticos de los primeros siglos. Alguna muestra será útil para explorar, al mismo tiempo, ciertas perspec­tivas que tienen el atractivo de misteriosos relámpagos de la his­toria de la salvación y algunos aspectos de la mentalidad religiosa que floreció en la época de los orígenes cristianos. La tipología su­pera y descarta de golpe el marcionismo, que oponía el Antiguo Testamento al Nuevo, y pone de relieve el grandioso carácter cen­tral de Cristo en la historia. Teodoro de Mopsuestia, en el Com-mentarius in loelem, cap. 2 (MG LXVI, 232), redactado hacia el 390, nos proporciona una especie de marco general:

La ley era la sombra de todas las cosas futuras 87: el pueblo (hebreo) tuvo el honor de ser objeto de una (espe­cial) providencia (divina) por causa de la esperanza de lo que tendría que manifestarse cuando hubiera llegado Cristo Señor88. Todo lo que acontecía en su tiempo era trivial y como si se cumpliera en sombras, de modo que las rela­ciones que se unían a aquellos acontecimientos superaban bastante la importancia concreta de los hechos 89. Pero lue­go se vio que la verdad de aquellas palabras encontraba cumplimiento en Cristo Señor, cuando todo era grande, te­rrible, verdaderamente nuevo e inesperado, inmensamente superior a cuanto había sucedido bajo la ley90. De esta manera, los acontecimientos del Antiguo Testamento repre­sentaban un enigma, mientras que la verdad consistía en la grandeza de lo que acontecía con Jesucristo. De esta manera dice David del pueblo (hebreo): «Su alma no fue abandonada en los infiernos, ni su carne conoció la corrup­ción» 91: es una situación que no alcanzamos a imaginar en la realidad de las cosas, pero es una afirmación que ha de entenderse en sentido translaticio y que apunta más allá de lo que dice cuando sostiene que (el pueblo) fue sustraí­do al peligro de la corrupción. El sentido auténtico y con­creto de estas afirmaciones quedó manifiesto en el Señor

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San Zenón de Verona

Jesucristo, cuando su alma no quedó abandonada en los infiernos, ya que fue colocada de nuevo, como era origina­riamente, en el cuerpo mediante la resurrección. Tampoco su cuerpo quedó sometido a la corrupción, puesto que no sólo conservó la propia figura en la que había muerto, sino que además fue transferido a una naturaleza inmortal e in­corruptible 92. El mundo del Antiguo Testamento era pues un enigma; el del Nuevo Testamento fue en cambio la verdad.

Adán, autor de la vida material según la naturaleza, y Cristo, autor de la vida espiritual según la gracia, constituyen los dos pi­lares sobre los que se curvan los extremos de la primera arcada tipológica. El paralelismo de la redención respecto de la caída su­pera la impresión de una curación que hace recobrar la salud para llegar a ser la de un resarcimiento. En el mismo carácter trágico úe la pasión, late escondido un sentimiento de mofa: Cristo no lucha con el demonio, porque la lucha presupone una cierta correlación de fuerzas; sólo vence y, más que vencer, domina: no tiene anta­gonistas. San Zenón de Verona, en el Tractatus I, 3, 10, 19-20 (ed. B. Lófstedt, CC XXII, 1971, p. 28, 161-175), que se remonta hacia el 370, pone con sus matizaciones los fundamentos de estas interpretaciones:

(19) Hemos hablado de la primera circuncisión carnal93, que pertenece a los judíos; hagamos ahora algunas breves consideraciones sobre la segunda espiritual94, que es la nuestra. Es ésta tan potente, que empieza por una mujer, cosa que era imposible para la primera. En una palabra: por una mujer, que había sido la primera en pecar, empieza la curación de la circuncisión y dado que el diablo, insi­nuándose con lisonjas a través de las orejas95, había herido y matado a Eva, a través de las orejas Cristo entra en Ma­ría 96, arranca de cuajo todos los vicios del corazón y, mien­tras nace de una virgen, cura la herida de la mujer. ¡He aquí el sello de la salvación! La pureza tiene detrás la co-

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VI. Cristo en la exégesis

rrupción y la virginidad el parto97. (20) De modo análogo, Adán fue circuncidado por la cruz del Señor y puesto que por medio de una mujer, que había tocado sola el leño mortífero, ambos sexos habían recibido la ruina, a través de un hombre suspendido en un madero muy distinto que­dó vivificado todo el género humano. Y para que apareciera que el principio98 era de nuevo repuesto a su condición (originaria), por primera vez el hombre es llevado a la perfección sobre la cruz y, mientras él queda inmerso en su sueño victorioso " , de modo análogo, de su costado, con un golpe de lanza, no fue arrancada una costilla, sino que, por medio del agua y la sangre —que quiere decir por medio del bautismo y el martirio— quedó liberado el cuerpo espiritual de la mujer espiritual, para que, conve­nientemente, Adán fuera renovado por medio de Cristo y Eva por medio de la Iglesia.

Todo el Antiguo Testamento es preparación, por tanto prefigu­ración de Cristo. Sus figuras esenciales se disponen como una ca­dena que transmite, de época en época, el mensaje de la salvación. Después de Adán también el árbol de la vida se revela como un anticipo de la gran realidad futura. Hipólito de Roma, en In Prov. 11, 30 (ed. Achelis, GCS, 1897, n. XVII, p. 162-163), en un des­carnado fragmento sobreviviente, que puede datarse en los prime­ros decenios del siglo ni, traza como un esquema de estas ideas:

«Fruto de la justicia» y «árbol de la vida» 10° es Cristo, el cual fue el único que, en su cualidad de hombre, cumplió toda la justicia 1M. Siendo él la vida por excelencia 102, como un árbol, germinó frutos de conocimiento y virtud103 y los que los coman lograrán la vida eterna y gustarán, junto-con Adán y todos los justos, del árbol de la vida que está en el paraíso m; en cambio las almas de los pecadores que no han logrado la perfección105, son arrancadas de ante la-faz de Dios que las abandona a la llama del tormento.

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San Agustín

San Agustín, en el Traciatus in lohannem IX, 11 (ed. R. Wil-lems, CC XXXVI, p. 97, 1-10), del 26 de marzo del 413, configura otra etapa de este camino. Es apenas una alusión, aunque esclare-cedora, porque más que un resultado nos sugiere un método de meditación bíblica:

Cristo fue también prefigurado en Noé m y la famosa arca (que simbolizaba) el mundo entero. ¿Por qué se en­cerraron en el arca todos los animales, sino para que queda­ran significadas todas las gentes? No le faltaba a Dios la posibilidad de crear de nuevo cualquier tipo de especie animal. Cuando no existía todavía nada, ¿no dijo acaso «produzca la tierra» y la tierra produjo? 107 Con los mis­mos medios, pues, con los que entonces hizo también podía rehacer; hizo con la palabra, con la palabra podía rehacer. (Y, ¿por qué motivo no rehizo) si no porque nos inculcaba un misterio y llenaba la segunda tinaja del ministerio pro-fético 108, indicando que mediante el madero quedaba libre la figura del mundo entero, porque sobre el madero estaba plantada la vida del mundo entero?

Lactancio, en el Divinae institutiones IV, 26, 37-41 (ed. Brandt, CSEL XIX, p. 383, 12 - 384, 9), explica la relación existente entre Jesús y el cordero pascual, que constituye quizá el ejemplo más profundo y trágico de la tipología. Es el corazón de la antigua teo­logía que pasa al corazón de la nueva:

(37) De esto m los judíos ofrecen aún ahora una figu­ra, cuando marcan sus umbrales con la sangre de un cor­dero. Dios, en verdad, cuando estaba a punto de golpear a los egipcios, con el fin de liberar a los hebreos de aquella plaga, les había ordenado que inmolasen un cordero sin mácula y que pusiesen en los umbrales de sus puertas un signo hecho con su sangre no. (38) Por tanto, mientras los primogénitos de los egipcios perecieron en una sola no-

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VI. Cristo en la exégesis

che m , sólo los hebreos, por el signo de la sangre, se sal­varon, no porque la sangre de un animal tuviera tanta efi­cacia que pudiera convertirse en agente de salvación para los hombres, sino porque se había convertido en una ima­gen de cosas futuras. (39) De hecho fue Cristo m el cor­dero sin mácula, esto es, inocente, justo y santo, que por los mismos judíos fue inmolado para salvación de todos aquellos que hayan escrito sobre sus frentes el signo 113 de la sangre, esto es de la cruz, sobre la cual vertió su san­gre. La frente es realmente el umbral más elevado del hombre 114 y el leño manchado de sangre es un símbolo de la cruz. (40) En último término, la inmolación de un ani­mal por los mismos que la cumplen es llamada pascua, de paskhein 115, porque es una figura de la pasión, que Dios, previamente conocedor del porvenir, confió a su pueblo por medio de Moisés para que la celebrara. (41) Pero en­tonces la figura tuvo la capacidad de conjurar el peligro por el momento, para que quedase claro qué capacidad habría tenido la propia realidad116 para proteger al pue­blo de Dios en la crisis extrema del universo 117.

San Agustín, en el Tractatus in lohannem XII, 11 (CC XXXVI, p. 126, 1-32), predicado el 31 de marzo del 413, nos llama la aten­ción acerca de otra anticipación que, aunque avalada por Jesús mismo, no deja de ser sorprendente por su carácter antinómico. La serpiente alzada en un palo que cura las mordeduras de las ser­pientes del desierto representa un contraste lleno de misterio: los efectos vivificantes que producía atestiguan, no obstante, que no se trataba de un talismán mágico o de una extravagancia de char­latanes. Lejos pues de agotarse en lo absurdo, debía ser el emble­ma de algo que habría sumado en sí la racionalidad y a la vez la superación de ésta. Ahora bien, Cristo era aquel en quien las para­dojas se agudizan y se solucionan en la superación que les da:

Por tanto (Jesús) recibió la muerte "8, suspendió a j a

muerte en la cruz u9 y los mortales quedan liberados de

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San Agustín

esta misma suerte. Lo que fue hecho en figura entre los antiguos lo recuerda el Señor cuando dice: «Y al igual que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él no perezca, antes tenga la vida eterna» 120. Es un gran símbolo místico y, quienes lo han leído lo saben. Por tan­to, óiganlo tanto aquellos que no lo han leído como aque­llos que lo han leído y oído, pero lo han olvidado. En el desierto el pueblo de Israel se encontraba amenazado por las mordeduras de las serpientes y el número de muertos era realmente grande 121: era en realidad un castigo de Dios que los reprendía y flagelaba para amaestrarlos 122. Aquí se señala claramente un gran símbolo místico de un aconteci­miento futuro: lo atestigua el Señor mismo en el párrafo recién leído, de modo que nadie puede entender otro senti­do diverso del que la propia verdad 123 revela de sí misma. El Señor dijo a Moisés que construyera una serpiente de bronce, que la elevara sobre un palo en el desierto y que avisara al pueblo de Israel que, si alguno resultaba mor­dido por alguna serpiente, dirigiera la vista a aquella que estaba alzada en el palo. La cosa se cumplió: las personas mordidas miraban y se curaban. ¿Qué son las serpientes que muerden? Los pecados que provienen de la carne mor­tal124. ¿Qué es la serpiente levantada? La muerte del Se­ñor en cruz 125. Ya que la muerte deriva de la serpiente, es simbolizada mediante la figura de la serpiente. La mor­dedura de la serpiente es mortal, la muerte del Señor es vital. Se nos encara a la serpiente, para que la serpiente no tenga ya ninguna fuerza. ¿Qué quiere decir esto? Se nos encara a la muerte, para que la muerte no tenga ya ninguna fuerza 126. ¿Pero la muerte de quién? La muerte d e la vida, si pudiera decirse: «la muerte de la vida»; y corno puede decirse, el decirlo adquiere un sentido sor­prendente. Pero, ¿acaso no debe ser dicho aquello que debe

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VI. Cristo en la exégesis

ser hecho? ¿Debo dudar en decir aquello que el Señor se dignó hacer por mí? 12? ¿No es acaso Cristo la vida? Y sin embargo Cristo estuvo en la cruz. ¿Acaso no es Cris­to la vida? Y sin embargo Cristo murió. Pero en la muerte de Cristo murió la muerte 129; para que la vida matara a la muerte, la plenitud de la vida engulló a la muerte 130; la muerte ha quedado absorbida131 en el cuerpo de Cristo.

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VII

CRISTO EN LA PLEGARIA,

La revelación es comunicación de persona a persona, es discurso descendente; la teología es esfuerzo por captar esta comunicación, y se parece a un discurso ascendente. Se establece de esta manera un coloquio que discurre so­bre una doble vía: de Dios nos llegan — en el cuadro ge­neral de sus dones que se concentran en la vida física y ra­cional y en el ambiente necesario para sostenerlas y ali­mentarlas — luz y fuerza, y del hombre salen el empeño del conocimiento de la verdad y la constancia en la aplica­ción de los medios generadores de gracia. Dogmas y sa­cramentos conducen complementariamente a un encuentro; aquí no existe la pantalla de separación que es propia de otras materias, en las que la ciencia persigue la pura inves­tigación teórica y la tecnología se ocupa de las subsiguien­tes aplicaciones prácticas con un relativo desinterés por las metas especulativas autónomas. La investigación en el cristianismo no aspira a penetrar de una manera más lúcida en el cosmos ni a mejorar rendimientos, sino a fun­dar un diálogo más claro y más fecundo. El postulado fun­damental para que la conversación no decaiga en lo genérico y lo superficial es el conocimiento mutuo, más profundo posible, de los dos interlocutores.

Para no limitarse a una relación pobre, el hombre debe

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VII. Cristo en la plegaria

superar en consecuencia el estadio rudimentario de la ad­misión de la existencia de Dios para adentrarse cuanto más lejos le sea posible en el de la comprensión de su esen­cia. De las teodiceas de todas las religiones naturales es necesario proceder a la teología específica de la religión cristiana. De ente supremo, creador y ordenador del uni­verso, propio de la filosofía griega, y de juez garante de la moral típico de todos los teísmos, Dios pasa a ser persona que descarta cualquier evanescencia panteísta para poner en el centro de sí misma el misterio de la individualidad conectada y contrapuesta con el resto del universo. De fría exigencia lógica, a núcleo intenso de inteligencia y amor. Pero si ésta es la meta de la teología, se sigue convenien­temente que ella misma florezca como en su culmen en aquel intercambio de intimidad vital que supone la plega­ria. Toda palabra de Dios es revelación y toda palabra de Dios es plegaria; con él no existen otras relaciones, por­que, en el fondo, éstas son las únicas que no pueden con­siderarse triviales. La plegaria justifica a la teología y ésta asegura a la plegaria autenticidad y sustancia.

La simple relación con Dios basta ya para conferir dig­nidad a cuanto le decimos, incluso si es poca cosa, aun cuando sea mezquino; la grandeza de uno de los dos inter­locutores es suficiente para poner en un nivel distinto todo cuanto le llega y, por consiguiente, a aquel de quien le llega. Pero una altura mínima, aunque siempre permanece altura, no deja de ser también mínima, y uno de los estí­mulos sanos que la Providencia ha inmerso en el corazón del hombre es tener ansia de progreso. La plegaria, desde petición elemental de bienes externos y de fórmula apotro-paica ante la posibilidad de desgracias, ha ido elevándose de tono hacia zonas siempre más depuradas espiritualmente de las contingencias con trasfondo egoísta.

La plegaria cristiana en su naturaleza más verdadera

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Clemente de Alejandría

no es por consiguiente un desahogo o petición material, es más bien sobre todo contemplación de una verdad conquis­tada y gozosamente saboreada, oferta adoradora a Dios de sus perfecciones, exultación lírica por la visión de un pano­rama sin confines pero perfectamente lógico, anhelo de una ulterior purificación para una ulterior iluminación y un amor más intenso. Exactamente: la plegaria es ascensión de conocimiento a amor; su máxima nobleza no consiste en pedir para aquí abajo, sino en su aspiración a subir hacia arriba. En esto implica a toda la persona humana, ya que infunde en las llamaradas del sentimiento las sólidas es­tructuras del pensamiento. Es verdaderamente propiedad característica de esta plegaria el proyectarse más allá de la pura racionalidad partiendo de las rampas de una rigurosa racionalidad. No debe quedar el resquemor de una abdica­ción intelectual: la plegaria no mutila al hombre, no arrin­cona sus exigencias más severamente conceptuales, antes bien, las reivindica y las compromete con energía, rehuyen­do de toda abdicación. Para acercarse a Dios y entrar en contacto con él hay que recurrir a todos los recursos pro­pios: la plegaria es lo opuesto de un abandono abúlico cer­cano a la relajación. Se lleva a cabo en el encuentro de dos personas, de las cuales una es la plenitud del ser y la otra recoge los dotes más sobresalientes del propio ser: puede que sólo tenga miserias que ofrecer, pero la misma oferta es ya un rescate que purifica.

Del lirismo intelectualista, componente parcial de la oración, nos ofrece un buen ejemplo Clemente de Alejandría en el Himno a Cristo, que concluye el Pedagogo (III, 30; ed. Mondésert-Ma-tray, SC 158, 1970), compuesto hacia finales del siglo u . Es una serie de metáforas que, con su rápida sucesión, intentan sugerir jun­tas la infinita riqueza ontológica y soteriológica del Verbo y su trascendencia, que supera toda posibilidad de definición humana. El resultado artístico es en definitiva bastante modesto, porque a

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VII. Cristo en la plegaria

la falta de fantasía, suple el autor con un esfuerzo de cerebralidad que, tomando de todas partes, ha hacinado imágenes muy poco plásticas. Clemente, no llegando a imágenes vivas, se ha quedado en los meros términos. Fuera de la buena voluntad, el celo, la fran­queza, no queda nada más. Ni tampoco la poesía era su fuerte. No obstante, este pasaje merece ser conocido; si no hay arte, es en cambio el testimonio de un alma y de una época:

Porque, después de habernos llevado a la Iglesia, el Pedadogo 1 mismo ha hecho que nos sentemos cerca de él, Verbo que instruye y que todo lo observa, será convenien­te que nosotros, llegados allí, elevemos al Señor, como paga de una justa acción de gracias2, una alabanza apropiada a la exquisita educación (que nos ha impartido):

(1) Freno de potros inexpertos, ala de pájaros que no se pierden, timón de naves que no se desvían, pastor de corderos reales 3, (5) reúne a tus niños sinceros 4 para can­tar santamente y celebrar con franqueza, con bocas ignoran­tes del mal (10) a Cristo, guía de los niños, Rey de los santos, Verbo que todo domina por el Padre altísimo, ca­beza de la sabiduría, (15) sostén de las angustias en un gozo perenne, Jesús, salvador del género humano, pastor, cultivador, (20) timón, freno, ala celeste de un purísimo rebaño, pescador5 de los mortales que se salvan (25) del mar de la maldad, seduciendo para una vida dulce a los peces puros 6 fuera del oleaje enemigo. (30) Santo pastor de las ovejas racionales, rey de los niños intactos7, guíalos, ¡oh, huella de Cristo, vía8 celeste! (35) Verbo que fluye siempre, evo infinito, luz eterna, frente de misericordia, autor de virtud, (40) en cuantos celebran a Dios con una vida de alta santidad, oh, Cristo Jesús... (54) Cantemos juntos laudes sinceras, himnos leales al Rey Cristo, justo salario de una enseñanza de vida. (60) Hagamos con sim­plicidad de cortejo al Hijo potente: nosotros, nacidos de

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San Gregorio de Nacianzo

Cristo, como de paz, pueblo sensato, (65) celebremos juntos al Dios de la paz.

En cambio, admirablemente sumergido en la contemplación (Cristo en la vida trinitaria, creador y regulador del mundo, objeto de adoración por parte de los ángeles y de los hombres, a los que redimió con su encarnación), con el tono adecuado (limpieza con­ceptual y fervor comedido) y gracia estilística (los datos teológicos poseen una sutil fuerza de atracción que eleva a un mundo más alto), puede considerarse bien redactado el pasaje de Gregorio de Nacianzo, Carmina II , 1, 38 v. 5-29 (MG XXXVII, 1325-1327), escrito, según los cálculos de los padres maurinos, en el 382. La infinitud de Cristo le confiere un halo de grandeza que no dismi­nuye la intimidad del amor:

(5) ¡Oh, tú, que resplandeces en la luz del Padre9, Verbo dotado de una gran inteligencia, superior a toda ex­presión, suma luz de una luz en extremo suma, Unigénito, imagen del Padre inmortal10 y sello de aquel que es sin principio n , tú que resplandeces junto al gran Espíritu12, que reinas sobre un amplio dominio 13, término de los si­glos 14, gloriosísimo, dador de felicidad espléndida, (10) sentado en un trono sublime l3, celeste, omnipotente, ansia de la inteligencia 16, guía del mundo, portador de la vida, artífice de cuanto existe y de cuanto existirá! 17 Todo en ver­dad subsiste por ti, que teniendo sometidas las bases del mundo y todo cuanto por tu voluntad tiene existencia las dirigen con designios no sometidos a error18. (15) Por tu disposición, oh Soberano, el sol brillante que corre en lo alto esconde las estrellas, alzando su círculo de fuego, como tú haces con las inteligencias 19. Por tu disposición vive el ojo de la noche, la luna, que sucesivamente disminuye y de nuevo retorna a su plenitud. Por tu disposición también el círculo del zodíaco y los ritmos regulares del coro de las estrellas (20) determinan los ritmos regulares de las esta-

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VII. Cristo en la plegaria

ciones que dulcemente se suceden. También las estrellas fijas y los planetas errantes, que en su camino van y vuel­ven, son una demostración de tu excelsa sabiduría20. Son luz tuya todas las inteligencias celestes 21 que celebran la gloria de la trinidad celeste 22. (25) Es también gloria tuya el hombre, que has colocado aquí abajo como un ángel23, apto para cantar con himnos, oh luz, tu esplendor. Oh in­mortal, mortal por mí, nacido una segunda vez24, subli­midad privada de carne que en estos últimos tiempos 25 has asumido la carne por causa de las desventuras de los hom­bres, por ti vivo 26, por ti hablo, por ti soy víctima viviente.

Una temática bastante semejante trata Gregorio de Nacianzo, también en Carmina I, 1, .32 (MG XXXVII, 511-514), aunque orientada según la entonación específica de un «himno vespertino». El momento cósmico y psicológico del ocaso confiere a los motivos una palpitación original en la que se fundan el abandono y una sombra de temor. Sobre el conjunto domina no obstante la paz de una elevada contemplación y la presencia confortadora de Cristo. En esta atmósfera, pecado y pasiones tienden a alejarse para dejar el puesto a una visión de orden y a una seguridad protectora. Más allá de las tinieblas que avanzan resplandece siempre una luz que irradia certeza y gozo:

(1) Te alabamos27 ahora, Cristo mío28, Verbo de Dios, luz proveniente de una luz sin principio29, dispensador del espíritu30: (5) una triple luz verdaderamente se reco­ge en una única gloria31. Tú disipaste las tinieblas, tú has producido la luz para crear todo en la luz y (10) encerrar la inestable materia en un mundo de formas bien ordena­das como ahora lo están32. Tú has iluminado la mente del hombre con la razón y con la sabiduría, (15) poniendo tam­bién aquí abajo una imagen del esplendor de allá arriba, a fin de que vea33 la luz mediante la luz y se convierta toda en luz34. Tú has hecho resplandecer el cielo (20) con astros

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San Gregorio de Nacianzo

varios; tú has ordenado que la noche y el día se cedan el paso mutuamente, sancionando una ley de fraternidad y amistad. (25) Con aquélla has hecho que terminaran las fatigas de la carne sometidas a muchas penas, y con éste, en cambio, has despertado (al hombre) al trabajo y a las acciones que son de tu agrado, para que, huyendo de las tinieblas 35, (30) nos apresuremos hacia el día, aquel día que no será ya disuelto por una noche odiosa. Por esto arroja sobre mis párpados un sueño ligero36, (35) para que la lengua que te canta himnos no tenga que permane­cer por mucho tiempo como muerta y tu criatura, que tañe juntamente con los ángeles 37, no tenga que estarse inerte. Contigo el lecho medite (40) santos pensamientos, la no­che no tenga que reprochar alguna sordidez al día, ni me turben los sueños, caprichos de la noche38. (45) Mas la mente, aun separada del cuerpo39, se entretenga contigo, oh Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para quien sea ho­nor, gloria y potencia (50) por todos los siglos. Amén.

Este coloquio, que es intimidad con Dios, antes que deber es una exigencia vital. Sin ella el hombre se hallaría deprimido al nivel de los animales, con el agravante de una onerosa responsabilidad moral. Para Gregorio, Carmina II , 1, 74 (coll. 1421-1422), la ne­cesidad de una relación estrecha con Jesucristo llega a tener la evi­dencia de una revelación intuitiva, al ser la sola vía de superación de un estado que de otro modo produciría únicamente desespera­ción y rebeldía. Los pasos con que se desarrolla este «reconoci­miento» humano se exponen con seguridad, al tiempo que se dis­ponen con pericia y se expresan con perfecta medida. Se funden sobre todo en un único eco de larga resonancia; es justamente el estribillo que supera una protesta real en una satisfacción todavía más real:

(1) ¿Qué tiranía40 es ésta? He llegado a la vida; bien. ¿Por qué entonces no me siento vertiginosamente agitado por las crispadas olas de esta vida? La frase que estoy por

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VII. Cristo en la plegaria

decir es ciertamente temeraria, pero la diré igualmente41: «Si no fuera tuyo, oh Cristo mío, sería víctima de un abu­so.» (5) Nacemos, somos disueltos, nos completamos42; me duermo, sueño, vigilo, camino; enfermamos, estamos bien, probamos placeres y trabajos; participamos en las estaciones solares y en cuanto produce la tierra, morimos, la carne se pudre. Todo esto es común con los animales, (10) los cuales ciertamente son bien poco estimados, pero con todo no están sometidos a rendición de cuentas. ¿Qué tengo yo más que ellos? Nada, fuera de Dios. Si no fuera tuyo, oh Cristo mío, sería víctima de un abuso.

Cristo ha sido frecuentemente considerado, como documentan los textos precedentes, sobre el trasfondo del universo, o por lo menos de la esfera biológica terrena; pero también fue enmarcado en la perspectiva de la sociedad política. Prudencio, en el Periste-phanon I I , 413-436 (ed. I. Bergman, CSEL LXI, 1926, p. 311), en torno al año 400, expresa sus deseos de que el imperio romano, llamado a ser unificador del mundo y preparador de la predicación cristiana, se cristianice también de una manera efectiva. El estilo poético es grácil e imaginativo, el sentimiento es sincero y la ma­nera de ver, aunque no muy original, expresa convencimiento:

(413) Oh Cristo, nombre único43, oh esplendor, oh fuerza del Padre, oh creador de la tierra y del cielo y fun­dador de estos muros, (417) tú que has puesto el cetro de Roma en la cima del mundo, estableciendo con norma in­violable que el mundo sirva a la toga de Quirino y cedie­ra a sus armas, (421) para someter a un solo código de le­yes y costumbres las prácticas, las lenguas, los tempera­mentos, los ritos sagrados de todos los pueblos discordan­tes. (425) He aquí que toda la estirpe mortal ha pasado a depender del reino de Remo y poseen el mismo lenguaje y la misma mentalidad usos distintos 44. (429) Esto ha que­dado firmemente establecido para que la ley del nombre

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San Jerónimo

cristiano encontrara mayores facilidades al estrechar en un único vínculo todas las extensiones terrenas. (433) Conce­de, oh Cristo, a tus romanos que sea cristiano aquel estado por cuyo medio has concedido que todos los demás tuvie­ran una única concepción religiosa45.

De las amplias perspectivas del imperio a las más inmediatas del ambiente circunstante. San Jerónimo, en In Sophoniam 3, 19-20 (ed. M. Adriaen, CC LXXVI A, 1970, p. 711, 657-660), después de haber interpretado los dos versículos del profeta incluyéndolos en una breve polémica antijudaica, antiherética y antipagana, sin­tetiza sus puntos esenciales impregnándolos con el fervor de una plegaria. Escribe entre los años 391-393 y, aunque sus lamentos pueden ser más o menos actuales en cualquier época, pueden tam­bién estar provocados por recuerdos más cercanos y quizá por las desventuras aún en acto, por los vibrantes ataques que sus adver­sarios romanos habían desencadenado contra él a la muerte del papa Dámaso (11 diciembre del 384), obligándolo a abandonar la capi­tal. Las inminentes y amargas polémicas que habría de suscitar su demolición de Joviniano demuestran, con su rápida virulencia, que la campaña llevada contra él en Roma, aunque quizá había dismi­nuido algo en intensidad, no se había desmontado del todo:

Oh Jesucristo, a quienes somos hollados, abatidos y rechazados en este mundo, acógenos46 y colócanos en la gloria 47; que en esta época se vea arrojada a la confusión la serpiente, que cesen sus silbos, que queden inertes sus venenos y que su turbación ayude a la salvación48.

El tema del demonio, brevemente aludido por san Jerónimo, es fundamental en la plegaria. Un sólido esquema lógico de ésta e s el que plantea una profunda meditación sobre los milagros de jJios y de Cristo, a los que el orante presta la propia adoración y a los que contrapone la fraudulenta malicia del diablo, contra el que suplica la protección celeste. Un bello ejemplo de una construcción ^ este tipo nos lo ofrece el Pseudo-Cipriano, Orado II, 4-6 (ed. jartel, CSEL III , 1871, p. 149, 9 -151 , 11), cuyo texto, aunque

e redacción posterior, podría remontarse, en su núcleo, al siglo n

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VIL Cristo en la plegaria

o n i (K. Michel). Aunque el texto latino esté lejos de haber que­dado finamente elaborado, un sentimiento sano y vigoroso invade un pensamiento que se desarrolla conscientemente lineal:

(4) Te conjuro, Hijo del Dios vivo49, que has hecho cosas tan maravillosas: en Cana de Galilea transformaste el agua en vino 50; en favor de los hijos de Israel has abierto los ojos a los ciegos 51, has hecho oír a los sordos 52, has llamado a los paralíticos a usar sus propios miembros53, has desatado la lengua de los balbucientes 54, has curado a los atormentados por el demonio 55, has hecho correr a los cojos como ciervos56, has liberado a la mujer del flujo de la sangre57, has resucitado a los muertos 58, has caminado a pie sobre el agua59, has establecido los fundamentos del mar y le has puesto un límite, diciéndole: ¡Llegarás hasta aquí y aquí romperás tu potencia!60 Te conjuro, Hijo del sumo Dios, por todo aquello que he hecho yo; tú estás en el cielo y el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo 61

desde la eternidad; te sientas sobre querubines 62 y sera­fines, sedes de tu gloria 63.

(5) Ante ti se yerguen los ángeles y los arcángeles M

en número incalculable 65; temen y tiemblan de pavor ante tu gloria y ante tu poder y gritan con voz, diciendo: «San­to, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos» 66. Tú mismo nos has dejado en testamento y nos has formulado una pro­mesa con estas palabras: «Pedid y se os dará; buscad y en­contraréis; llamad y se os abrirá» 67. Yo pido en tu nombre para recibir; busco para encontrar; llamo para que se me abra. Estoy dispuesto por tu nombre a derramar mi san­gre como inmolación y a soportar cualquier tortura. Tú eres mi sostén68: defiéndeme del adversario que me planta cara , que tu ángel de luz70 me proteja, ya que tú has dicho: «Todo aquello que pidierais con fervor en la plega­ria os será dado.»

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Mario Victorino

(6) Todos los hombres son mentirosos 71, tú sólo, oh Dios, eres veraz 72. Puesto que tú, oh Señor, me puedes dar en la medida en que me has prometido, revélame tu mis­terio celestial, haz que merezca ver la faz de tus santos. El Espíritu Santo produzca en mí la capacidad, porque me he comprometido formalmente a servirte todos los días de mi vida, a tú, que bajo Poncio Pilato con tu pasión hiciste una sublime confesión73, fuiste crucificado y sepultado, hollando el aguijón de la muerte; pues dijiste en verdad: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?»74 La muerte ha sido totalmente de­rrotada, derrotado totalmente ha sido el enemigo, el dia­blo 75, tú has resucitado de la muerte y te has aparecido a tus discípulos, te has sentado a la diestra del Padre76

y de allí has de venir a juzgar a vivos y muertos 77. Tú ejercerás tu dominio sobre nosotros, líbrame de la mano de aquel que busca mi vida. Por tu nombre te conjuro que me concedas sobre mi enemigo78 una victoria excelente, porque tú eres potente, eres defensor y patrocinador de las plegarias y de las peticiones de nuestras almas 79. De día y de noche, intercede con solicitud por mis pecados 80 y haz llegar hasta el padre mi plegaria.

Paralela, pero diferente de la línea del Pseudo-Cipriano, es la de Mario Victorino, en el Hymnus II (ed. P. Henry - P. Hadot, CSEL LXXXIII, 1971, p. 290-293), compuesto en torno al 363. La reseña de los milagros está sustituida aquí por una densa me­ditación teológico-íilosófica, en la que la certeza proviene no tanto de la intuición como de la concatenación lógica. Este procedimiento lento y palpitante está exento de toda pedantería, porque la indis­cutible certeza de cada paso es condición de la certeza de lo que se concluye. Una experta técnica estilística está al servicio de un Mgenio agudamente incisivo y una y otro se hallan embebidos de un fervoroso aliento de fe. El carácter compacto de la composición no excluye una notable riqueza de temas:

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VII. Cristo en la plegaria

(1) ¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! Piedad, Señor, por­que he creído en ti; (5) piedad, Señor, porque, por tu mise­ricordia, te he conocido81.

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! ¡Tú eres el Logos de mi espíritu; tú eres el Logos de mi alma; (10) tú eres el Logos de mi carne! 82

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! Dios vive; Dios vive siempre; Dios vive de sí mismo, porque antes que él no hay nada.

(15) ¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! Cristo vive; y porque Dios, engendrándolo concedió a Cristo vivir direc­tamente de sí mismo, y puesto que vive directamente de sí, Cristo vive siempre.

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! (20) Porque Dios vive y Dios vive siempre, de aquí ha nacido la vida eterna, la vida eterna que es Cristo, el Hijo de Dios 83.

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! Que si el Padre vive directamente de sí mismo (25) y el Hijo, en consecuencia de la generación del Padre, vive de sí mismo, es consubs­tancial al Padre aquello que vive siempre como Hijo 84.

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! Oh, Dios, tú me has dado un alma, el alma es imagen de la vida, porque el alma vive; (30) que mi alma viva también para siempre.

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! Dios Padre, si yo he sido hecho hombre a tu semejanza y a imagen del Hijo, que, una vez creado, pueda vivir por todos los siglos, por­que el Hijo me ha conocido 8\

(35) ¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! He amado al mun­do, porque tú habías hecho al mundo; he sido hecho pri­sionero del mundo, en cuanto el mundo envidia a los tuyos; ahora odio al mundo, porque ahora he percibido al Es­píritu 8S.

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! (40) Acude en ayuda de los caídos, Señor, acude en ayuda de los penitentes, por-

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San Gregorio de Nacianzo

que, por tu divina y santa decisión, mi pecado es misterio de salvación 87.

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! Conozco, Señor, tu mandamiento; (45) conozco que el retorno está escrito en mi alma; me doy prisa, si tú me mandas volver88, nuestro Salvador, nuestro Dios.

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! Mucho tiempo ha que tengo esta lucha, mucho tiempo ha que opongo resistencia a mi enemigo; pero yo todavía estoy en mi carne; en ella fue vencido el diablo (50) y así te dio a ti un gran triunfo y a nosotros el baluarte de la fe89.

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! Tengo al alcance de la mano el querer abandonar el mundo y la tierra, pero el querer sin tu concurso es una ala privada de fuerza; dame las alas de la fe para que yo vuele alto, a Dios 90.

(55) ¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! Ya estoy buscan­do las puertas que el Espíritu Santo abre de par en par, él que da testimonio de Cristo y nos enseña qué es el mundo91.

¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo! (60) Tú que nos po­nes siempre ante los ojos de Dios Padre, por el cual has sido engendrado, dame las llaves del cielo y vence en mí al diablo, para que yo encuentre el reposo en la sede de la luz, salvado por tu gracia92.

En esta composición lírica de Gregorio Nacianceno, Carmina II , 1, 21 (MG XXXVII, 1280), del 382, como en las dos siguien­tes, el antagonismo entre el diablo y Cristo se manifiesta más cla­ramente; todo el espacio de los versículos está reservado al demo­nio como toda la tensión del alma lo está a Cristo salvador. Más que juntos, están superpuestos: la del diablo es una presencia ne­gativa, huidiza; la de Cristo inminente, protectora. El sentimiento se encarna en recuerdos y en imágenes bíblicas que le dan ansiedad:

(1) ¡Arráncame, arráncame, inmortal, de una mano extraña!93 Que no tenga que sufrir por las malas obras, ni

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VII. Cristo en la plegaria

el Faraón 94 me derrote, (5) ni tu adversario95, oh Cristo, me retenga como prisionero de guerra y me conduzca a la dura Babilonia 96, debilitado por las culpas. Que yo pueda quedarme en tu templo97, (10) inmutablemente, dedicado a cantarte himnos 98 y que ninguna lluvia de fuego, como la de Sodoma ", me hiera desde lo alto, sino que tu mano potente 10° me haga sombra, y aparte de mí las desgracias.

Gregorio, en Carmina II , 1, 62 (col. 1405), escrito quizá des­pués del 383, restringe el encuentro con el demonio a su persona, dejando sobreentendida toda referencia escrituraria. Hay un gran temor que se asoma a la esperanza:

(1) Que yo no tenga que olvidarme de ti ni que tú ten­gas que olvidarte de mí, ¡oh Soberano, Soberano, apremio de los sapientes 101 y triple luz! Que el maligno no pueda raptarme a escondidas arrastrándome a las regiones del in­fierno 102 y a las amargas puertas de las tinieblas. (5) Es en verdad terrible y acecha insidiante a tus amigos 103; podré huirle, estoy cierto, si tú te acuerdas de mí, hacién­dome siempre fuerte con tus palabras y tus pensamientos m.

Las iluminaciones de la fe, aunque engendraban coraje, no bas­taban ciertamente para romper la cadena casi continua de inquie­tudes personales o eclesiales que turbaban al alma sumamente sen­sible de Gregorio. Mientras atraviesa un momento de angustia, el Nacianceno desahoga su sensibilidad siempre perceptiva en esta breve composición lírica (II, 1, 70 col. 1418), que debe ser poste­rior al 383. Gregorio se manifestó a menudo perplejo en sus elec­ciones operativas, pero no lo fue nunca en lo que se refiere a su ardiente fe en Cristo:

(1) De nuevo se acerca la serpiente105: ¡me agarro a ti, oh Cristo! Tenme, tenme en tu poder, no dejes ir a tu imagen m; ¡que el enemigo no haya de raptarme como a un pájaro de su nido! 107 ¡Ay, de mí! Temo el juicio y de-

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San Gregorio de Nacianzo

seo la disolución 108. (5) Aquí me siento perseguido y no tengo ni un momento de vida tranquilo 109. Tú me llamas desde aquí y yo no tengo seguridad en mí mismo. Soy tuyo, Cristo, sálvame, como tú quieras.

Las labores del día, en la tradición de la piedad cristiana, tienen dos puntos de decantación en los dos momentos esenciales de la mañana y la noche: el propósito y el examen de conciencia. Gre­gorio, en Carmina II , 1, 24 y 25 (cois. 1284 y 1285), que los maurinos asignan al 382, nos ofrece un doble recuerdo. A la tran­quila confianza del primer momento se opone la clara confesión de lo no cumplido en el momento segundo; no hay nada amanerado; bajo los esquemas se nota, viva, una experiencia sincera:

(1) Al alba me empeño solemnemente con mi Dios a no hacer o no aprobar nada que sea tenebroso, sino que, en cuanto pueda, le ofreceré el día que nace como un sa­crificio no, (4) permaneciendo inconmovible y dominando con energía las pasiones... (7) Oh, Cristo mío, éste es mi propósito ferviente, pero tú dame un próspero camino m .

(1) Te he engañado, oh Verbo, a ti que eres la verdad m , cuando te he consagrado como víctima este día. La noche me ha acogido mientras no era luminoso 113 en todos los aspectos: aquello había dicho, efectivamente, en mi ora­ción y estaba convencido de ello, (5) pero en alguna parte han quedado entrampados mis pies 114; de hecho ha llegado la oscuridad malignamente hostil a la salvación. Oh, Cris­to, hazme brillar tu luz, apareciéndome de nuevo.

A la jornada tan integralmente teológico-ascética de Gregorio, se puede añadir aquélla filosófico-teológica de Sinesio, para cuya figura puede verse la p. 89. En el Hymnus I I I (antes V), v. 31-68 (ed. A. Dell'Era, p. 119-121), hallamos una clara proyección de esta singular personalidad, que junta casi en un mismo plano la salud, la gloria, la tranquilidad de vida, la elevación espiritual a Dios y la Trinidad:

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VII . Cristo en la plegaria

(31) Ten compasión de tu hija115, aprisionada en los miembros mortales y en las dimensiones que el destino asignó a la materia 116. Salva incólume el vigor de los miem­bros del ultraje de las enfermedades. (36) Concede a mis palabras la capacidad de persuadir 117, concede a mis obras la gloria, que destaquen según la antigua reputación de Cirene y Esparta 118. (40) El alma, no hallada por los do­lores, tenga tina vida plácida, fecunda, con las pupilas fija­das en tu esplendor, para que yo, limpio de materia, pueda proceder presurosamente por senderos sin retornon9, fu­gitivos de los trabajos terrenos, para unirme a la fuente del alma120. (48) Haz, sí, que tu citaredo ponga en acto una vida tan incontaminada cuando, enviándote un canto, yo glorifique tu raíz, la inmensa gloria del Padre m y el Espí­ritu que se sienta con vosotros, en medio, entre la raíz y el vastago m, y cuando, cantando la potencia del Padre, suspenda, cantándote himnos, los nobles dolores del al­ma 123. (58) Salve, oh fuente del Hijo; salve, oh imagen del Padre; salve, oh fundamento del Hijo, salve, sello del Padre; (62) salve, oh fuerza del Hijo; salve, oh belleza del Padre 1M; y salve, Espíritu incontaminado, centro de la Prole y del Padre. (66) Junto con el Padre, mándamelo 125

para robustecer las alas de mi alma y poner en práctica los dones divinos.

Sinesio, en este Hymnus IV (antes VI), v. 24-37 (p. 125-127), dirige a Cristo una plegaria enteramente humana. Aunque lo sobre­natural queda sólo como trasfondo, las peticiones no están exentas de dignidad y nobleza. El hombre también vive en esta dimensión y tiene el derecho — y quizá también el deber— de elevar súpli­cas de este tenor. El coloquio con Dios es multiforme y en él debe participar toda la personalidad del hombre. No es un fallo que existan ejemplos de este tipo; lo sería si fueran la única clase de ejemplos:

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San Gregorio de Nacianzo

(24) Acepta propicio esta guirnalda de himnos dirigi­dos a ti, asignando al compositor de los cantos serenidad de vida; deten el aluvión errante de flujos alternos 126, en­juagando los funestos oleajes de la materia; (28) cuida los morbos del alma y del cuerpo, aturde el ímpetu de las pasiones, aleja las desgracias de la riqueza y de la miseria, da por compañía a mis obras un oráculo de gloria 127, ábre­me una buena fama entre los pueblos, ciñéndome con la quintaesencia de la persuasión de la palabra dulce 128, (34) para que mi mente, al reparo de las ondas, recoja la quietud y yo no tenga que llorar en los afanes terrenales sino que, alcanzando tus sublimes canales, pueda henchir la mente con trabajos que alumbran la sabiduría 129.

En el extremo opuesto de esta oración íntegramente natural se halla Gregorio de Nacianzo, en Carmina II , 1, 22 (MG XXXVII, 1281-1282), del 382-383: aquí la humanidad en su aspecto terreno viene, si no negada, trascendida. El hombre mira las realidades di­vinas y las observa a través de la acción divina en la historia hu­mana. La oración se convierte en meditación bíblica; de esta ma­nera la situación es proyectada hacia dimensiones grandiosas y sur­gen, casi a cada paso, planteamientos fértiles de explicaciones ines­peradas. La apasionada sinceridad del sentimiento está controlada por una mesura que se traduce en sencillez racional y filtra cual­quier imperfección perturbadora. Las dos partes de la oración, aun­que planteadas según una técnica muy diversa, se corresponden en una referencia perfecta; la amplitud visual de la primera confiere profundidad al carácter íntimo de la segunda:

(1) Oh, Cristo, luz de los mortales 13°, columna de fue­go para el alma de Gregorio, que yerra a través del amargo desierto de la vida m, deten al Faraón que nutre malvados pensamientos 132 y a sus arrogantes superintendentes de los trabajos 133; sácame del fango difícil de volver compacto m

y del insoportable Egipto, (5) subyugando los malévolos con innobles plagas 135 y pon a mi disposición un camino

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VII. Cristo en la plegaria

allanado. Que si el enemigo, persiguiéndome, estuviera al­canzándome I36, tú dividas para mí incluso el mar Rojo: que pueda atravesar el mar solidificado 137, apresurándome hacia la tierra divina 138, porción que me ha tocado 139, por­que tú te has hecho de ello garante; (10) deten ríos inmen­sos 140, y desvía la lanza furiosa de los extranjeros, llena de gemidos 141. Sí llegara a subir a la tierra sagrada, te cele­brará perpetuamente con himnos.

Cristo soberano, ¿por qué me has atado con estos la­zos de la carne m, en esta gélida vida y en este abismo cenagoso, (15) si en verdad soy dios143, porción tuya144, como he oído decir? De mis miembros ha perecido el vi­gor..., pero los pecados no quieren retirarse, al contrario, todavía más (20) me están hollando porque estoy débil y me rodean como canes 145 en torno a una tímida liebre o a un cervatillo, anhelantes de saciarse con ellos. Oh, deten las desventuras y muéstrate misericordioso, o bien acóge­me porque hace ya tanto que estoy luchando, y fija una medida a mis sufrimientos, o bien una nube propicia de olvido vele por completo mi pensamiento 146.

En Carmina II , 1, 69 (col. 1427), escrito después del 383 (?), Gregorio recorre el mismo esquema que en II , 1, 22, sólo que se ciñe a los elementos esenciales. Una vez más, se remite a un pre­cedente bíblico, al que asemeja su situación del momento. Los dos planos se funden sin residuos en una excepcional intensidad de sentimientos:

(1) Jefe mío, una tremenda tempestad rodea a tu dis­cípulo. ¡Despierta antes que muera! Da una sola orden y morirá del todo el huracán 147. Es descarada la frase que pronuncio148: «¡Cristo, no me oprimas (5) ni me extingas con el peso de las calamidades! De muchos, incluso peores que yo , has tenido misericordia. ¡No me juzgues como he merecido! ¡Vacía, vacía buena parte del plato de la ba-

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San Agustín

lanza! m ¿Quién soportará el gravamen de un solo y único día? 151 (10) ¿Ante quién iré cargado de males?»

En san Agustín, De sancta virgmitate 35-36 (Bibliothéque Au-gustinienne I, 3, p. 180-182 y ML XL, 416-417), compuesto en el 400-401, la reflexión bíblica precede a la plegaria, que empieza con ella y acaba volviendo a ella. Es la típica meditación agustinia-na, que, hecha ante Dios, se eleva insensiblemente a alturas divinas. Los suyos son los máximos ejemplos en la literatura patrística de un pensamiento y un sentimiento contemporáneamente expresados en toda su fuerza sin que se limiten el uno al otro de alguna ma­nera; al contrario, el ardor estimula la penetración, la cual se cal­dea más cuanto más se ve:

(35) Sin duda, la enseñanza y el ejemplo eminentes de la pureza virginal pueden observarse en el mismo Cristo. ¿Qué otro precepto puedo dar, pues, sobre la humildad a las personas castas fuera del que él mismo dio, cuando dijo a todos: «Aprended de mí, porque soy manso y hu­milde de corazón» 152 después de haber recordado poco antes su grandeza? 153 Y queriendo mostrar todavía de cuan grande cuan pequeño se había hecho por nosotros él que era tan grande, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra; porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre; así lo has querido tú. Todo me lo ha confiado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo como el Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo. Venid a mí todos los que estáis rendidos y ago­biados por el trabajo, que yo os restauraré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón» 154. Aquel, aquel a quien el Padre confió todo, a quien nadie lo conoce sino el Padre y el único que conoce al Padre junto con aquel a quien habrá querido revelár­selo, no dice: «Aprended de mí a construir el mundo»,

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VII. Cristo en la plegaria

o bien «a resucitar los muertos», sino «porque soy manso y humilde de corazón». ¡Oh, doctrina salvadora! ¡Oh, maestro y Señor de los mortales, a los que fue dada a beber la muerte, vertida en la copa de la soberbia! 155 No quiso enseñar aquello que él personalmente no fuera, no quiso ordenar nada de lo que él personalmente no hiciera. Yo te veo, oh buen Jesús, con los ojos de la fe que me has abier­to, como si en la asamblea del género humano tú gritaras diciendo: «¡Venid a mí y aprended de mí!» ¿Aprender qué? Te suplico a ti, oh Hijo de Dios, por medio del cual han sido hechas todas las cosas, y a la vez a ti oh Hijo del hombre 156, que has sido hecho entre todas las cosas, ¿para aprender que de ti hemos de venir a ti? «Porque soy manso — dices — y humilde de corazón». ¿Aquí157 se concentran todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia escondidos en ti158, que hemos de aprender de ti, como una gran cosa, que eres manso y humilde de corazón? ¿Tan gran cosa es ser pequeños 159, que si no nos viniera de ti, que eres tan grande, no podríamos aprenderla en modo alguno? Así es propiamente. No se encuentra en verdad de otro modo la paz del alma si no se rebaja la hinchazón inquieta, por la que ésta 160 era grande a sus ojos cuando no era sana a los tuyos.

(36) Que te escuchen, que vengan a ti y aprendan de ti a ser mansos y humildes aquellos que buscan tu miseri­cordia y tu verdad, viviendo para ti, para ti y no para ellos. Que escuche estas palabras, angustiado y oprimido, sobre­cargado de un peso tal que no osa elevar los ojos al cielo, aquel pecador que se hiere el pecho y se acerca aun que­dándose lejos 161. Las escuche el centurión, que no merecía que tú entraras bajo tu techo 162. Las escuche Zaqueo, jefe de publícanos, dispuesto a restituir el cuadruplo de las ganancias reprobablemente culpables m. Las escuche la mu­jer que en la ciudad era pecadora y era tan rica en lágrimas

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San Agustín

para tus pies como ajena a tus huellas había sido antes 164. Las escuchen las meretrices y los publícanos, que preceden a los escribas y fariseos en el reino de los cielos 165. Las escuche toda la serie de enfermos 166 con los que aceptabas convites que se te echaron en cara como delitos, evidente­mente por individuos que se creían sanos y no buscaban al médico, mientras que tú no venías a llamar a los justos, sino a los pecadores para que hicieran penitencia167. To­dos estos, cuando se convierten a ti, fácilmente se hacen mansos y se humillan ante ti, recordando su vida llena de iniquidad y tu misericordia llena de indulgencia, porque «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» 168.

En el punto final de esta reseña, que ha querido ser amplia en los temas, aunque no ha podido serlo tanto cuanto habría sido de­seable en el número de los testimonios, que en buena parte, spatiis exclusae iniquis, ha debido limitarse, halla su lugar ideal la larguí­sima plegaria que san Agustín, en el 387, pone al comienzo de los Soliloquios (I, 1, 2-6 ML XXXII, 869-872), casi para inaugurar una meditación sobre Dios que duraría toda su vida. El gran teólo­go no se dirige nominativamente a Cristo sino a Dios, y también a nosotros en una síntesis suprema, Cristo se nos presenta como Dios, por quien su encarnación y actividad redentora adquieren sen­tido y consistencia. Es sola una voz la que resuena y, no obstante, posee la solemnidad majestuosa y profunda de un coro, porque en ella se juntan las aspiraciones de todas las almas. A aquel Dios, así considerado por la anáfora que sube hacia él como en un ininte­rrumpido flujo de adoración, se dirige un inmenso anhelo: en torno a él, como planetas en torno al sol, giran los hombres y los mun­dos; él es el punto unificador de todos los seres, de todas las fuer­zas, de todos los problemas. Los conceptos sobre los que reposa el pensamiento acaban por moverse en una especie de espiral que, en un giro vertiginoso, conduce inexorablemente a aquel centro. Es un camino continuo y un descubrimiento continuado: las ideas y los términos a menudo se encuentran y chocan, casi significando la distancia entre los dos mundos, pero todo contraste se compo­ne, porque él es la justificación y la superación de toda paradoja. En estas frases palpitantes, porque cada palabra es un reflejo de

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VII. Cristo en la plegaria

la verdad, el estilo epigráfico interpreta realidades que tienen en sí mismas su credibilidad, sin que requieran una ulterior demostra­ción. Los módulos expresivos reiterados, que se siguen a intervalos, se disponen a modo de plataformas sucesivas de una misma con­templación. Es ésta una de las más solemnes, grandiosas y vivaces letanías de toda la historia literaria y litúrgica, con su ritmo a la vez firme e íntimo, confiado y suplicante, humilde y trepidante. Se funden juntas la fuerza de la fe, la seguridad de la esperanza, el cansancio que nace de la experiencia terrena. No hay nada triun­fal en esta oración, en la que domina una gran seriedad y un fer­voroso abandono:

(2) Oh, Dios, creador del universo, concédeme ante todo que pueda rogarte bien, luego comportarme de modo que merezca ser oído y, en fin, que pueda obtener de ti la liberación m. Dios, a través de quien tienden al ser 17° todas las cosas que por sí mismas no tendrían ser; Dios, que no dejas perecer ni tan sólo las cosas que se destruyen mutuamente m; Dios, que has creado de la nada este mun­do del que todos los ojos perciben su estupenda -belleza; Dios, que no eres la causa del mal, sino que eres causa de que exista para que no venga el mal mayor m; Dios, que muestras a aquellos pocos que son capaces de llegar a las esencias auténticas, que el mal no es una esencia m; Dios, gracias a quien el universo es perfecto, pese a su compo­nente negativo 174; Dios, que no produces ninguna desarmo­nía ni tan sólo en los últimos confines del mundo, desde el momento que lo peor concuerda con lo mejor 175; Dios, que eres amado por todo aquello que puede amar, ya sea sabiéndolo ya sea sin saberlo m; Dios, que contienes todo, pero en quien no redunda en vergüenza la vergüenza de cualquier criatura, a quien no produce daño su maldad ni estímulo al error su propio error 177; Dios, que has reser­vado el conocimiento de lo verdadero sólo a los puros ; Dios, padre de la verdad, padre de la sabiduría, padre de la vida verdadera y suprema, padre de la felicidad, padre

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San Agustín

de lo bueno y lo bello, padre de la luz inteligible, padre de nuestro despertar y de nuestra iluminación 179, padre de aquella prole que nos exhorta a volver a ti, (3) te invoco, Dios verdad, en quien, por quien y por medio de quien 180

son verdaderas todas las cosas que son verdaderas; Dios sabiduría, en quien, por obra de quien y por medio de quien son sabios todos los seres que son sabios; Dios, verdadera y suprema vida, en quien, por obra de quien y por medio de quien viven todas las criaturas dotadas de vida verdadera y suprema; Dios felicidad, en quien, por obra de quien y por medio de quien son felices todos los seres que son felices; Dios, que eres el bien y lo bello, en quien, por obra de quien y por medio de quien son buenas y bellas todas las cosas que son buenas y bellas; Dios, luz inteligible, en quien, por obra de quien y por medio de quien resplandecen de manera inteligible todas las criatu­ras que resplandecen de manera inteligible; Dios, de quien es reino el mundo entero que los sentidos no logran alcan­zar 181; Dios, de cuyo reino promanan las líneas directri­ces de la ley que regula los reinos de aquí abajo 182; Dios, de quien apartarse es caer, a quien dirigirse es ponerse en pie, en quien permanecer es estar vigorosamente firme; Dios, de quien salir es morir, a quien volver es revivir, en quien morar es vivir; Dios, a quien nadie pierde sino en­gañado, que nadie busca sino invitado 183, que nadie en­cuentra sino purificado 184; Dios, abandonar a quien quiere decir parar en la ruina, a quien hacer objeto de los propios pensamientos quiere decir amar, a quien ver quiere decir poseer 185; Dios, a quien la fe nos estimula, la esperanza nos eleva, la caridad nos une; Dios, por medio del cual vencemos al enemigo, ¡es a ti a quien dirijo mi súplica!

Dios, gracias al cual hemos obtenido no morir por com­pleto 186

; Dios, de quien recibimos la invitación a velar 187; ^ios, con cuya ayuda distinguimos el bien del mal; Dios,

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VII. Cristo en la plegaria

con cuya ayuda huimos del mal y vamos detrás del bien; Dios, con cuya ayuda no cedemos a la adversidad; Dios, con cuya ayuda nos portamos bien como subditos y como gobernantes; Dios, con cuya ayuda aprendemos que nos son extrañas aquellas cosas que un tiempo creíamos nues­tras y que son nuestras aquellas que un tiempo estimába­mos extrañas 188; Dios, con cuya ayuda no quedamos pren­didos en los atractivos y halagos del mal; Dios, con cuya ayuda las cosas pequeñas no nos hacen pequeños; Dios, con cuya ayuda en nosotros la parte mejor no está some­tida a la peor 189; Dios, con cuya ayuda la victoria se tragó a la muerte 190; Dios, que nos giras hacia ti; Dios, que nos despojas de lo que no es y nos revistes de lo que es; Dios, que nos pones en condiciones de ser oídos; Dios, que nos fortificas; Dios, que nos introduces en toda verdad; Dios, que nos indicas todo lo que es bien, no nos pones en si­tuación de ser necios y no permites que nadie nos ponga en tal situación; Dios, que nos llamas a la vía justa: Dios, que nos acompañas a la puerta m ; Dios, que ciertamente haces que ésta se abra a los que llaman 192; Dios, que nos das el pan de vida 193; Dios, por cuya intervención tenemos sed de una bebida tal que, una vez bebida, no tenemos ya más sed194; Dios, que convences al mundo de pecado, de justicia y de juicio m; Dios, con cuya ayuda quedamos in­conmovibles ante aquellos que no creen en modo alguno196; Dios, con cuya ayuda rechazamos el error de aquellos que creen que las almas no adquieren ningún mérito ante ti ; Dios, con cuya ayuda no llegamos a ser esclavos de los elementos débiles y miserables 198; Dios, que nos purificas y preparas a los premios divinos, ¡ven a mi encuentro, pr°' picio, en persona!

(4) Todo cuanto he dicho, lo eres tú solo, Dios: ven en mi ayuda199, sola sustancia auténticamente eterna, en la cual no hay ninguna discordancia, ninguna confusión, nin-

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San Agustín

gún cambio, ninguna indigencia, ninguna muerte; en la cual hay, al contrario, una concordia suprema, una claridad su­prema, una invariabilidad suprema, una suprema plenitud, una suprema vida; en la cual nada falta y nada excede; en la que Aquel que engendra y Aquel a quien él engendra son una sola cosa20°; Dios, de quien son esclavas todas las cosas que son esclavas m, a quien obedece toda alma buena; por cuyas leyes giran los polos, las estrellas recorren sus órbitas, el sol confiere al día su dinamismo, la luna mitiga la noche y el mundo conserva, en cuanto es capaz, la mate­ria sensible, una gran regularidad de fenómenos, gracias al ordenado disponerse y retornar de los tiempos, a lo largo de los días con el alternarse de la luz y la noche, a lo largo de los meses con las fases de la luna creciente y decreciente, a lo largo de los años con el sucederse de la primavera, el verano, el otoño y el invierno, a lo largo de los lustros con el cumplimiento del curso del sol, a lo largo de los grandes ciclos con el veloz retorno de las estrellas a los puntos de los que surgieron; Dios, por cuyas leyes, que perduran en una estabilidad eterna, no está permitido que el movimien­to inestable de las cosas mudables se perturbe y viene siempre reclamado a imitar su estabilidad del giro rotante de los siglos, como si fueran bridas202; por cuyas leyes existe para el alma el libre albedrío 203 y han sido asigna­dos premios para los buenos y castigos para los malos se­gún normas ineluctables que no conocen derogación en nin­gún caso; Dios, de quien fluyen hasta nosotros todos los bienes, de quien se mantienen lejos todos los males; Dios, sobre el cual nada hay, fuera del cual204 no hay nada, sin el cual nada hay; Dios, bajo el cual está todo, en el cual está todo, con el cual está todo; que has hecho al hombre a tu imagen y semejanza205, realidad que reconoce quien se conoce a sí mismo; escúchame, escúchame, escúchame, Dios mío, Señor mío, rey mío, padre mío, mi principio crea-

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VII. Cristo en la plegaria

dor, mi esperanza, mi patrimonio, mi honor, mi casa, mi patria, mi salvación, mi luz, mi vida; escúchame, escúchame, escúchame de aquel modo tuyo que sólo pocos conocen bien.

(5) Ahora sólo te amo a ti, sólo te sigo a ti, sólo te busco a ti, sólo estoy dispuesto a servirte a ti, porque sólo tú ejerces el dominio con justicia; deseo someterme a tu autoridad. Te lo ruego, manda y ordena todo cuanto quie­ras, pero cura y abre mis oídos, para que con ellos pueda oír tus palabras; cura y abre mis ojos, para que con ellos pueda ver tus gestos. Arroja de mí la demencia, para que yo te reconozca 206. Díme hacia dónde debo dirigir mi aten­ción para verte, y espero que llegaré a cumplir todo cuanto me mandes. Acoge de nuevo, te lo ruego, a tu esclavo fugi­tivo, Señor, padre clementísimo 207. Creo que ya he sufrido bastante, creo que ya he sido suficientemente esclavo de tus enemigos, que tú tienes bajo los pies208, creo que ya he sido bastante el señuelo de los engaños. Acógeme, acoge a tu servidor, mientras huyo de éstos, porque incluso éstos me acogieron a mí que no les pertenecía209, cuando yo huía de ti. A ti, lo siento, debo retornar: mientras llamo, que se me abra de par en par tu puerta; enséñame cómo se hace para llegar hasta ti. No tengo nada más que mi buena voluntad; no sé sino que las cosas pasajeras y cadu­cas deben despreciarse y que las seguras y eternas han de buscarse210. Hago esto, Padre, porque es la única cosa que conozco, pero no sé cuál es el punto de partida para llegar hasta ti. Dámelo tú, muéstramelo tú, ofréceme las provi­siones para el viaje. Si es la fe el medio con que te encuen­tran aquellos que buscan refugio cerca de ti, dame la te; si es la virtud, dame la virtud; si es la ciencia, dame la ciencia. Acrecienta en mí la fe, acrecienta la esperanza, acrecienta la caridad. ¡Oh, cuan admirable y extraordinaria es tu bondad!

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San Agustín

(6) Deseo anhelante poderte alcanzar, y ahora te pido aún cuáles son los medios con los que se puede llegar hasta ti. De hecho, si tú abandonas, se va a la ruina; pero tú no abandonas, porque eres el sumo bien, que nadie busca como es debido sin encontrarlo2H. Lo buscan como se debe todos aquellos a los que has concedido buscarlo como es d.ebido 212. Concédeme, Padre, buscarte; líbrame del error; mientras te busco, que no me tope con otro en tu lugar. Si de algún otro sintiera nostalgia, fuera de ti, ¡oh, Padre, te lo ruego, que pueda encontrarte! Si, en cambio, hay en mí el deseo de algo superfluo, purifícame tú mismo y vuél­veme capaz de verte. Por lo demás, por lo que se refiere a la salvación de este mi cuerpo mortal, hasta el punto que ignora qué utilidad puede venir de él a mí o a aquellos que amo, te lo confío, Padre sapientísimo y óptimo, y por él te pediré en mis súplicas lo que, en cada circunstancia, me indicarás. A tu sobreeminente clemencia lanzo sola­mente la plegaria de que tú me dirijas, desde mi interior, hacia ti, que tú proveas para impedir que los obstáculos se me opongan mientras marcho hacia ti y que dispongas que yo, mientras todavía empujo y sostengo este cuerpo, sea puro, generoso, justo, juicioso, que ame y entienda de un modo perfecto tu sabiduría, que sea digno de habitar, y que habite, efectivamente, en tu beatísimo reino. Amén, amén.

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NOTAS

Capítulo I (p. 51-62)

* Siglas de las principales colecciones de textos patrísticos utilizadas a lo largo de la obra: CC = Corpus chrístianorum, Brépols, París; CSEL = Cor­pus scriptorum ecclesiasticorum latinorum, Viena; GCS = Griechische christli-cbe Schriftsteller, Berlín; MG = Patrología graeca, de Migne; ML = Patro­logía latina, de Migne; SC = Sources chrétiennes.

1. El estudio de la composición de los Evangelios, aparte de las explí­citas declaraciones de Le 1, 1-2, nos revela que en las redacciones actuales han confluido colecciones específicas menores que los evangelistas utilizaron según criterios personales. Salvada la historicidad de todos los contenidos, que planteaba el modelo de su vida según los dichos y los hechos de Jesús y sobre ellos establecía su triple actividad litúrgica, catequética y misional, cada autor era libre de organizar originalmente el material, escrupulosamente documentado por el conservadurismo de los fieles que de él hacían el fun­damento de su salvación. La originalidad de composición de los evangelistas ha sido reivindicada con particular lucidez y conocimiento por la «historia de la redacción», tendencia exegética que ha gozado de creciente éxito des­pués de la segunda guerra mundial en oposición a las exageraciones de la «historia de las formas», que, de acuerdo con M. Dibelius y de un modo más exacerbado con R. Bultmann y seguidores, atribuía casi exclusivamente a una anónima comunidad cristiana primitiva la creación de las formas según las cuales, posteriormente, se habría estructurado el núcleo de los Evangelios. Su naufragio en una abstracta clasificación de los géneros literarios, la mayoría de veces artificiales (según una distribución que destila un insoportable olor de roñosa pedantería) y de un subjetivismo sin límites, desacreditó muy pronto la «historia de las formas» en favor de la «historia de la redacción», la cual examinaba cómo cada evangelista tomaba, abandonaba o disponía del patri­monio de tradiciones controlado por la vigilancia de la Iglesia, sistematizán­dolo de conformidad con los objetivos que perseguía y el público a quien se erigía. La determinación de estas opciones, síntesis y adaptaciones operadas en sus narraciones, interpretaciones y aplicaciones de los evangelistas, asisti­óos por el Espíritu Santo que aseguraba su inerrancia, constituye por tanto e l tema de esta teoría que, nacida protestante, ha sido ya aceptada por los

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Notas (capítulo primero)

exegetas católicos, quienes la han purificado de algunos excesos de origen. La «historia de la redacción» ha recibido, de hecho, el aval de la pontificia co­misión bíblica y de la constitución Dei Verbum del concilio Vaticano II.

2. El filón donde preferentemente se condensaron fue representado por el racionalismo, sustancialmente no religioso, y por el protestantismo liberal: basándose éste en fundamentos de tipo idealista, hegeliano, neokantiano y positivista, con F. Schleiermacher, D.F. Strauss, Ch. Baur, Bruno Bauer, E. Renán, A.v. Harnack, eliminó todo elemento milagroso y toda revelación de los textos sagrados, interpretó los orígenes cristianos prescindiendo de la tradición eclesiástica antigua, relativizó el dogma convirtiéndolo en una for­mulación provisional, y desnaturalizó la fe en una momentánea y subjetiva dis­posición de ánimo, en un sentimiento de relación directa con la divinidad y en una práctica principalmente moral. Ante la teología liberal reaccionó en nuestro siglo la escuela dialéctica que tuvo en R. Bultmann uno de sus expo­nentes más destacados: son ampliamente conocidas, aunque ya superadas, sus-demoliciones casi totales del texto del Nuevo Testamento en nombre de una desmitificación que constituiría la culminación del progreso exegético y cien­tífico moderno.

3. Los discursos relatados en los Hechos de los apóstoles son una trein­tena — de los cuales ocho pronunciados por Pedro y diez por Pablo— y presentan el problema de si son reproducciones sustancialmente concordes con los que realmente fueron proferidos, o bien, como era costumbre en los his­toriadores clásicos, son composiciones libres con las que el autor realizaba análisis psicológicos, investigaciones sobre las causas, descripciones de carac­teres, reflexiones sobre el sentido de la historia. Entre los griegos y los la­tinos los discursos eran el elemento subjetivo de la exposición, que se dife­renciaba, incluso formalmente, del elemento objetivo constituido por la na­rración de hechos. En los Evangelios y en los Hechos, todo induce a pensar en el carácter genuino de los discursos. En realidad no ilustran un aconte­cimiento; ellos mismos son el acontecimiento; poseen una identidad literaria autónoma y recomponen el «aire» específico de diversos personajes (Pedro, Esteban, Felipe, Pablo...) en mayor grado de lo que solían hacer los grandes historiadores antiguos. Más allá de actitudes léxicas y estilísticas personales, Lucas, de acuerdo con la tradición cristiana, fijó sólidamente en la memoria los temas y los modos de la propaganda tal como procedían de las persona­lidades más eminentes. La enorme importancia doctrinal reconocida a estos sermones y la intensa veneración con que se les rodeaba contribuían a ha­cerlos inolvidables. Alguna evidente variación del enunciado y algún que otro cambio en la distribución no alteran la autenticidad de aquello que real­mente fue dicho: ciertas fórmulas particularmente densas y ciertas sentencias portadoras del núcleo del mensaje debieron ser transmitidas, sin embargo, casi a la letra. Son bastante instructivas al respecto las analogías de estilo y de concepto que pueden observarse tanto en los discursos de Pedro como en su primera carta. Por otro lado también el carácter intermediario, que reviste la teología de los Hechos, entre aquella más primitiva de los sinópti­cos y las más evolucionadas de Pablo y Juan, garantiza el esfuerzo de obje­tividad histórica llevado a cabo por Lucas, quien manifiesta la situación y e

estadio de evolución en su punto preciso, sin cargarlos de elaboraciones su­cesivas.

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Notas (capítulo primero)

4. Los Hechos de los apóstoles son la primera historia de los orígenes cristianos y fueron escritos por Lucas entre el 62 (mencionado por el mismo autor) y el 64 (año de los comienzos de la persecución de Nerón, que no se nombra en modo alguno). Aunque persiguen el objetivo de poner de relieve la afirmación progresiva del cristianismo, no se proponen ser una narración completa, por cuanto omiten la actividad de la mayoría de los apóstoles para concentrarse en la presentación de dos grandes protagonistas: Pedro (1, 12-12, 25) y Pablo (13, 1-28, 31). Es un díptico que parece reflejo de la aspi­ración al paralelismo casi connatural del alma semita.

5. Con la indicación étnica se funde y sobrepone la llamada religiosa al pueblo elegido.

6. La de nazarenos fue la primera denominación con que se designaron los cristianos en el mundo judaico: Act 24, 5. Eusebio, Onomasticon (GCS ed. S. Klostermann, Leipzig 1894, p. 138) escribe: «Nazaret, de donde Cristo fue llamado nazareno así como también nosotros éramos llamados antigua­mente nazarenos, mientras que ahora se nos llama cristianos.» San Jerónimo, más tarde, en su versión (p. 139) añade a Nazarenos: «como en tono de escarnio».

7. Las garantías otorgadas las constituían los milagros que inmediatamen­te a continuación se especifican. No hay todavía ninguna elaboración teoló­gica de la figura de Jesús; nos encontramos ante la primera impresión produ­cida a los mismos judíos. Este aspecto tan rudimentario es una valiosísima prueba de la historicidad.

8. El término dynamis, que en el mundo griego pasó de la acepción de «actitud» e «idoneidad» a la de «energía», «fuerza», «potencia», designaba en los Setenta la vigorosa acción de Dios en la historia, con especial referen­cia a la liberación de Egipto y al paso del mar Rojo. En el Nuevo Testamento designó los milagros hechos por Jesús como manifestaciones de la fuerza que habitaban en él, y los milagros hechos por Dios, que culminan con triunfo de la muerte llevado a cabo en la resurrección de Jesús.

9. Los «prodigios», bíblicamente, por su misma excepcionalidad, se re­velan siempre como «signos» de una acción divina, pero no siempre la acción divina se manifiesta con el carácter excepcional del prodigio, por cuanto pue­de manifestarse también mediante fenómenos ordinarios, los cuales, no obs­tante su normalidad, no cesan de ser portadores de un significado religioso. Ya Jesús había presentado sus milagros como prueba de su propia naturaleza y misión divinas (Jn 5, 36; 10, 25; 14, 11; 15, 24) y los había asegurado a sus discípulos en el momento de enviarlos a dar testimonio entre los pueblos (Me 16, 17-20); Nicodemo, a su vez, los había considerado como demostra­ción del favor divino que acompañaba las obras de Cristo (Jn 3, 2). Pedro volverá sobre ello en Act 10, 38.

10. Es una precisa provocación, por la experiencia, a la adhesión pasan­do por el examen de las pruebas. Destacarles su conocimiento es hacerles ineludible su responsabilidad.

11. Fuerte anacoluto que coloca a Jesús en el centro de la cuestión de forma muy resaltada.

12. El plan de salvación de Dios (economía) se une a la culpabilidad humana y triunfa sobre ella; a través de ella precisamente. El motivo apo­logético de la ordenación previa de la muerte de Cristo ya había sido obser-

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Notas (capítulo primero)

vado por Lucas en el Evangelio (22, 22; 24, 26 y 40) y lo sería todavía en Act 3, 18; 4, 28; 13, 29. Se reafirma también la responsabilidad de los judíos en el suplicio de Jesús: Le 24, 20; Act 3, 13-15; 4, 10; 5, 30; 10, 39; 13, 27-29; ITes 2, 15. La eterna presciencia de Dios que establece el sacri­ficio redentor de Jesús es recordada por Pedro en su primera carta (1, 20): esta concordancia es muy significativa por lo que se refiere a la autenticidad petrina de este discurso.

13. Pedro no atenúa de ningún modo la culpabilidad de los hebreos en la crucifixión de Jesús, ni destacando en la pasión el cumplimiento del plan salvífico concebido eternamente por Dios ni observando que el delito fue hecho utilizando a otros. La calificación de «impíos» atribuida por los judíos a los romanos quedaba justificada por su idolatría.

14. El monoteísmo queda exteriormente salvaguardado haciendo inter­venir al Padre en la resurrección de la humanidad del Hijo: hablando a los hebreos no era ésta una precaución inútil.

15. Sal 17 (18), 6; 114 (116 A), 3. El Hades de la recensión occidental, como el infierno de la Vulgata, corresponden al sheol de los hebreos, térmi­nos todos que designaban entre sus respectivos pueblos la morada de los muertos. Antes que saliera a plena luz el concepto de una retribución ultra-terrena, el sheol era imaginado como un lugar de silencio, tinieblas, destruc­ción y corrupción, donde los difuntos llevaban una existencia larval.

16. La frase posee una intensidad que no logramos captar si no nos re­mitimos con el pensamiento al escándalo de la cruz. Los hebreos admitían con facilidad que un profeta pudiera fracasar en su misión, sufrir y morir, pero no estaban dispuestos para nada a aceptar una perspectiva semejante para el mesías. A través de una interpretación selectiva de declaraciones bí­blicas habían ido quedándose con una perspectiva triunfal: el mesías sería un irresistible conductor del pueblo que, de victoria en victoria, habría llevado a sus compatriotas al dominio del mundo. Esta misma mentalidad estaba fuertemente enraizada también en el ambiente apostólico (Mt 20, 20-21; Act 1, 6), de tal manera que el mentís que impusieron los acontecimientos de­rrumbó toda esperanza (Le 24, 21). La enseñanza de Pedro va directamente contra esta persuasión, depurándola y elevándola a una altura inmensamente más sublime. Se enciende una nueva luz.

17. San Pedro cita, siguiendo a los Setenta, el Salmo 15 (16), 8-11, en el cual ve una profecía mesiánica de la incorruptibilidad del cuerpo de Cristo y, en consecuencia, de su resurrección (véase también Pablo, Act 13, 35-37). Para otras argumentaciones escriturísticas que tienden a mostrar a Jesús como el mesías anunciado por los profetas, cf. Act 3, 18 y 22-24; 4, 11; 10, 43; 13, 34-37.

18. El salmista, en su férvida entrega a Dios, como en trance de éxtasis, siente que su alma no quedará recluida en el sheol, donde no se hallaba la presencia de Dios, sino que continuará por siempre en la dulce intimidad que en aquel momento estaba saboreando. Más allá del lugar de la muerte, Dios le había señalado caminos que llevaban a la vida, la cual evidentemente consistía en morar junto a él. Es probable que estos sentimientos se hayan apoderado del corazón de David cuando supo que estaba a salvo de la perse­cución de Saúl.

19. El vocablo griego parresia, surgido en el ámbito de la democracia

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ateniense para designar la «libertad de palabra» y la «franqueza» del ciuda­dano, pasó en los Setenta a designar la «libertad para con Dios» y, en el Nuevo Testamento traducía el hablar claro, abierto y público de Jesús, la confiada franqueza del creyente hacia Dios por gracia de su buena conciencia, la predicación poderosa y autorizada de los apóstoles y, como en el caso pre­sente, su valerosa desenvoltura en llamar a los oyentes judíos a su responsa­bilidad por lo que se refería a Jesús.

20. El armazón del razonamiento de Pedro es el siguiente: David, cuan­do profetizó la resurrección, no se la atribuyó a sí mismo — tanto es así que, después de morir, él reposó en el sepulcro que todos nosotros cono­cemos—, por lo tanto, aludía a la del mesías, cosa que se cumplió en Cristo.

El sepulcro de David se hallaba en la ciudad de David (IRe 2, 10), que, según se deduce de excavaciones recientes, ocupaba la parte meridional del Ofel, colina situada al Este de la ciudad y al Sur del templo.

21. La expresión original está a tono con el estilo concreto y realista propio de la inmediatez bíblica: Sal 88 (89), 4-5. Era noción universal entre los judíos que el mesías sería «hijo de David»: Mt 1, 1; 9, 27; 12, 23; 15, 22; 20, 30-31; 21, 9 y 15; 22, 42-45; Me 10, 47-48; 11, 10; 12, 35; Le 18, 38-39; 20, 41; Jn 7, 42; Rom 1, 3; 2Tim 2, 8; Ap 5, 5; 22, 16. Sobre la promesa hecha por Dios a David, véase Sal 131 (132), 11 y 17; 2Sam 7, 12-16; 22, 51; Is 9, 6; 11, 1-10; Jer 23, 5.

22. Asistimos aquí al tránsito del valor de mesías todavía anónimo al del nombre específico de Jesús. Cristo es la traducción griega de la palabra hebrea mesías; ambas significan ungido.

23. Los Evangelios constituyen un género literario único en el mundo; no son ni anuales, ni historiae, ni logistorici, ni vitae..., son testimonios. Este sentido profundo que los apóstoles tuvieron de ser testigos emerge a menudo también en otros libros del Nuevo Testamento. En cuanto a la misión espe­cial de dar testimonio de la resurrección de Jesús, véase Le 24, 48; Act 1, 8 y 22; 3, 15; 4, 33; 5, 32; 10, 39-41; 13, 31.

24. El texto griego puede interpretarse ya sea como «elevado al cielo por la diestra de Dios» —y en este caso la frase se inspiraría en Sal 117 (118), 16 (en la versión de los Setenta), al cual se reconocía carácter mesiáni-co— ya sea como «habiendo sido exaltado a la diestra de Dios» —como haría suponer el v. 34 y entonces la relación sería con el Sal 109 (110), 1, citado allí y muy frecuentemente o referido o aludido en el Nuevo Testa­mento: Mt 22, 44; 26, 64; Me 16, 19; Act 7, 55-56; Rom 8, 34; Ef 1, 20; Col 3, 1; Heb 1, 3 y 13; 8, 1; 10, 12-13; 12, 2; IPe 3, 21-22. Es preferible la primera versión: cf. Act 5, 31.

25. Sobre la promesa del Padre de enviar el Espíritu Santo y sobre la relativa acción de Cristo, cf. Le 24, 49; Jn 14, 16 y 26; 16, 7; Act 1, 4; 2, 38-39; Gal 3, 14; 4, 6; Ef 1, 13.

26. Con esta cita del Sal 109 (110), 1, Jesús (Mt 22, 41-46) había de­mostrado a los fariseos que el mesías no podía ser solamente descendiente de David a través de una serie de generaciones humanas, sino que debía tener e n sí una superioridad que no podía ser más que de carácter divino. Pedro, recordando esta idea, reafirma cuanto había afirmado anteriormente, esto es, que, al no poder aplicarse la profecía a David, debía referirse al mesías, des­cendiente suyo.

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27. Es el pueblo de Israel considerado como una sola familia. La ima­gen la facilita y sugiere su vocación unitaria de pueblo elegido, la orgullosa conciencia de la estirpe y el estrecho cerco de enemigos agresivos que le ro­deaba y desarrollaba un sentimiento de compacta solidaridad. El linaje recibía el nombre de su cabeza o fundador: recuerda la casa de Israel de Mt 10, 6; 15, 24 y la casa de Jacob de Le 1, 33.

28. Otra fórmula llena de referencia al desconfiadísimo monoteísmo ju­daico. Pedro intenta no suscitar obstáculos en el camino de la conversión.

29. El apelativo «Señor» era usado frecuentemente por los hebreos en sustitución del nombre inefable de Yahveh y, por consiguiente, era un sinó­nimo, revistiendo una definida acepción de divinidad. Los cristianos lo adop­taron para colocar, casi con naturalidad, a Jesús en la línea de la divinidad de Yahveh, haciendo así de Jesús el Verbo consustancial encarnado en el momento oportuno. No fue un obstáculo la circunstancia de que este apela­tivo se atribuyera a los emperadores con intenciones cultuales, por cuanto, al comienzo, no lo habían aceptado de modo oficial y luego, posteriormente, quedó diluido como título genérico de especial deferencia.

30. Este discurso de Pedro, construido con los elementos esenciales de la apelación a la muerte y resurrección de Jesús, de la aplicación a Jesús de algunas profecías veterotestamentarias, de la certeza de la autoría por parte del predicador y de la invitación a la conversión, constituye el esquema típico de la primitiva catequesis apostólica, que debía caracterizarse por una cierta uniformidad. En el fondo, no se trataba más que del desarrollo de un esquema sugerido por Jesús mismo: cf. Le 24, 46-48.

31. La Iglesia de Corinto fue fundada por san Pablo en su segundo viaje misionero durante su permanencia allí por más de dieciocho meses, de la primera mitad del 51 a la segunda del 52. El ambiente era realmente adverso a la nueva fe: la religión pagana, con el templo sobre el Acrocorinto a Afrodita Pandemos, ejercía una continua excitación de los bajos instintos, los cultos mistéricos exasperaban las pasiones turbias del alma, el espíritu griego curioso, escéptico y superficial no predisponía a la aceptación de una verdad absoluta, y los judíos del lugar desahogaban con ganas su hostilidad; además, el modesto nivel cultural y moral de la comunidad la exponía a fragmentarse en capillitas opuestas y la apresurada formación impartida por el apóstol hacía pulular dudas e inseguridades. Para salir al paso de las dificultades Pablo escribió desde Éfeso, en la primavera del 56, esta carta de carácter ocasional, que, sin preocuparse de plantear un riguroso trata­miento lógico, hace frente uno por uno a los problemas que le habían sido señalados.

32. Naturalmente, por parte de Pablo y de los demás apóstoles: cr. v. 11.

33. La omisión, en el texto griego, del artículo delante de «muertos», aquí y varias veces después, podría sugerir la falsa impresión de una acep­ción partitiva, mientras que es un tecnicismo expresivo que implica ma bien un concepto de totalidad. Se trata de locuciones en las que la Píe' sencia oscilante del artículo depende de sutiles preferencias estilísticas, )*»" donadas con el ritmo e independientes del sentido. ,

34. Este dogma era rechazado por los saduceos (Mt 22, 23), ridiculizado

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Notas (capítulo primero)

por los paganos (Act 17, 18-32) y desfigurado con distorsiones alegóricas por los cristianos embebidos de gnosticismo (2Tim 2, 18).

35. La vivaz argumentación de Pablo revela un cierto estupor y casi resentimiento; a la luz de la doctrina del cuerpo místico (Rom 12, 4-5; lCor 12, 12-27; Ef 1, 22-23; Col 1, 24), la objeción le llega en realidad como absurda. Si los cristianos son todos miembros del cuerpo del que Cristo es cabeza, ¿cómo es posible imaginar una cabeza viva sobre miembros muertos? El carácter inseparable de su resurrección y de la muerte se repite partiendo primero de uno y luego del otro miembro del binomio.

36. La vacuidad de la predicación y de la fe proviene del hecho de que la divinidad de Cristo presuponía su resurrección tanto en el plano de nuestra lógica como en el de sus promesas (Mt 12, 38-40; 16, 4; Le 11, 29-32; Jn 2, 18-22).

37. La demostración es fervorosa y apasionada: Pablo empeña en ella toda su honorabilidad de hombre y su fe de creyente. Las insistentes repe­ticiones de este fragmento —conscientemente conservadas en la traducción — indican la dramática conciencia de los inmensos valores que están en juego. Es un encarnizado martilleo de términos que, en su resaltada concatenación, confieren a la certeza un carácter de clara evidencia.

38. Llamada a instrucciones impartidas sobre el tema durante su per­manencia en el 51-52.

39. La redención presupone la divinidad del Redentor y ésta, a su vez, la resurrección. Aflora aquí un tema que tendría mucha aceptación entre los padres: la soteriología como fundamento de la teología cristológica.

40. La frase es susceptible de una doble interpretación: «si en esta vida hemos esperado solamente en Cristo», en contraposición con el cum­plimiento de la esperanza, y «si es solamente para esta vida que hemos esperado en Cristo», en contraposición con la futura. Las exigencias dialéc­ticas quedan satisfechas con ambas lecturas, que acaban por confluir en una sola, pero el análisis estilístico del texto griego induce a preferir la primera.

41. La enormidad del fracaso constituye el nervio de esta reductio ad absurdum. La expresión se estremece por debajo de la intensidad controlada del sentimiento. La perspectiva de la total infelicidad de los muertos y de los vivos provoca una reacción psicológica tan potente que transforma la exigencia de salvación en seguridad de su existencia: la intuición prove­niente del fondo del ser adquiere valor de prueba indudable; el mismo conocimiento del plan de salvación establecido por Dios es más bien punto de llegada que no de partida.

42. Con un fuerte tono de gozo y triunfo, Pablo rechaza las posibilida­des catastróficas que se alzaban ante la hipótesis de que la resurrección de Cristo no hubiera acontecido. Desbrozado de errores el campo, reafirma con entusiasta lucidez la verdad.

43. Si Cristo es «primicias de los que están muertos», o de los que durmieron, y ha resucitado, quiere decir que también los demás muertos lo seguirán en la resurrección. Las primicias de los frutos y de las míeses po­seen realmente la misma naturaleza y el mismo destino de todo cuanto es Producido posteriormente; se diferencian sólo por su carácter de anticipo y P°r el precio que se les reconoce. Para el concepto, cf. Col 1, 18.

44. La antítesis entre Adán, padre de la humanidad caída, y Cristo,

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Notas (capítulo primero)

padre de la humanidad regenerada, es uno de los principios organizativos del pensamiento de san Pablo: cf. luego los v. 35-49 y Rom 5, 12-21.

45. Muerte y vida se entienden aquí en sentido físico y no espiritual. 46. San Pablo, en su fantasía, ve a la Iglesia que se dirige a la resurrec­

ción como un ejército victorioso que, con el comandante a la cabeza, avanza hacia el triunfo. La columna militar está dividida en dos secciones: la pri­mera está constituida por sólo la cabeza, la segunda por todos aquellos que se mantuvieron fieles a sus órdenes; los aplausos se dirigen primero al jefe y luego a los soldados. Así la resurrección por motivos de tiempo y de dignidad tuvo lugar primeramente en Cristo, pero en ésta no dejará de se­guirlo su grey.

47. San Pablo se ocupa aquí solamente de los cristianos, dejando fuera de su perspectiva la cuestión de la resurrección de los infieles.

48. Prosigue desarrollándose el grandioso drama escatológico: después de la resurrección de los justos «será el fin» de este mundo (Mt 24, 6 y 13; Le 21, 9; Ap 21, 1), al que seguirá el mundo futuro (Ef 1, 21; 2, 7). Es el paso del tiempo a la eternidad, de la era de la libre voluntad falible a la libertad plena transfigurada por la gracia de la visión divina.

49. Cristo en el intervalo entre la ascensión y la parusía es considerado rey por sus fieles, que él guía a la lucha y a la victoria contra los enemigos que no han de cesar nunca de perseguirlos. Terminado este combate con el fin de la historia, que ha de ver derrotados a todos sus adversarios, trans­formada la Iglesia de militante en triunfante, Cristo cesará en sus funciones de animador de sus secuaces y, metafóricamente, entregará al Padre el reino de sus elegidos. Confluyendo la historia en la eternidad, continuará reinando junto al Padre.

50. Son términos no muy precisos que indican a los espíritus malignos en cuanto ángeles caídos de las jerarquías nombradas. Esta referencia a la demonología habitual contemporánea no tiene en san Pablo, un valor teoló­gico preciso. Asume estos elementos tradicionales de la literatura judaica sin darles demasiada importancia. Quiere decir solamente que Cristo domina sobre todas las potencias demoníacas de cualquier especie que sean (Rom 8, 38; Ef 1, 21; 6, 12; Col 1, 16; 2, 15; lPe 3, 22).

51. Él reino de Cristo sobre esta tierra, como cabeza de la Iglesia, en su constante lucha contra los enemigos, durará hasta su derrota definitiva. La formulación está tomada del Sal 109 (110), 1. Cristo permanece junto a sus discípulos comprometidos con las tribulaciones del mundo: es una promesa formal suya, casi a modo de testamento. Cf. Mt 28, 20.

52. La muerte, vigorosamente personificada (cf. Rom 5, 12), será aba­tida como último enemigo, porque los demás enemigos del hombre —los demonios que recuerda el v. 24— dejarán de poder actuar cuando la muerte llegue, pues ella dominará sobre los cuerpos de los santos hasta la parusía de Cristo. Entonces, con la resurrección, el poder de la muerte quedara destruido por el gran gozo del encuentro universal con el Padre, bajo J* guía del Redentor.

53. Esta carta, que es una llamada cálida y angustiada a los gálatas, que se encontraban cediendo fácilmente a las insidias de los judaizantes sepa­rándose de la doctrina de Pablo, parece haber sido escrita hacia el̂ fifl*1

del 57. El apóstol anticipando el tratamiento más amplio que habría " e

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Notas (capítulo primero)

desarrollar en la carta a los Romanos, alude a la teoría de la plena supe­ración de la ley mosaica por parte de la revelación de Cristo y separa así definitivamente a la Iglesia del hebraísmo.

54. Los antagonistas de Pablo, que socavaban su obra en Galacia, eran cristianos de origen judío que creían que el objetivo de la redención era comunicar a los paganos los privilegios de Israel y que, por tanto, los con­vertidos debían primeramente entrar en el pueblo elegido mediante la cir­cuncisión y la observancia de la ley que Dios mismo había dado a Moisés.

55. Los hebreos pensaban que la justificación (= santificación) del hom­bre se lograba mediante el exacto cumplimiento de los preceptos de la ley mosaica; se trataría, pues, de una conquista personal: el hombre se alzaría hasta Dios por sí mismo y lo poseería por derecho. Era una postura que se replantearía más tarde con el pelagianismo. Pero presentaba el inconve­niente de hacer inútil la encarnación: si el hombre, con sus propias fuerzas, podía alcanzar la salvación, ¿qué había venido a hacer Cristo? A esta manera de pensar se le escapaba la distinción de los dos planos, el natural y el sobrenatural, la imposibilidad humana de pasar del uno al otro y, en con­secuencia, la inderogable necesidad de la gracia que Cristo nos ha dado mediante la redención. San Pablo, al refutarla, ponía en claro la novedad del Cristianismo y, al mismo tiempo, confería al problema de la justificación una profundidad de horizontes inmensos. En lugar de la chata concepción judía que solucionaba en el plano terreno el contacto del hombre con Dios, atribuyendo casi más mérito al primero que al segundo, destacaba la idea de una lejanía abismal, que el hombre superaba solamente si le ayudaba la intervención gratuita de Dios, que acontecía con la gracia. La redención adquiría nuevamente su carácter de necesidad y su importancia, el sentido de lo sobrenatural su nitidez y la vocación del cristiano su sublimidad.

56. La repetición aquí tiene valor de exclusión: la fe vale por sí misma, no tiene necesidad de la ayuda de la observancia de la ley. San Pablo está muy lejos de aseverar la inutilidad de las obras (cf. ICor 7, 19; Gal 5, 6), es decir, de la correspondencia humana a la llamada divina; aquí le urge sólo reafirmar el elemento esencial de toda justificación, que es la gracia obtenida mediante la fe. Cuando Santiago afirma que la fe sin las obras está muerta (2, 17 y 26), no asume una posición antitética, sino que precisa simplemente otio aspecto. Estando de acuerdo con san Pablo que el hombre no puede alcanzar la salvación con sus propias fuerzas (por tanto, con las propias obras), y que puede sólo obtenerla con la gracia que Dios le concede por libre iniciativa (1, 16-18), sostiene no obstante que la fe no sería autén­tica (y, por consiguiente, salvífica) si no fructificase en obras (2, 22-24). Las obras no son, por tanto, la alternativa de la fe; son su garantía y el fruto: la fe del cristiano debe ser viva, encarnada en las obras de cada día (1, 3, 21; 2, 1-4; 4, 7-8; 5, 1-19).

57. Es una cita de Sal 142 (143), 2, que pretende fundar en la Escri­tura la doctrina de la insuficiencia de la ley. Cf. Rom 3, 20.

58. La excesiva concisión del razonamiento lo ha hecho oscuro. Pero el sentido es el siguiente: si nosotros, que buscamos estar justificados por Cristo, consideramos necesarias las obras de la ley, quiere decir que consi­deramos insuficiente la fe en Cristo, que por sí misma no bastaría para salvarnos. Pero, puesto que Cristo nos induce a abandonar la ley, nos-

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Notas (capítulo primero)

otros, privados de un componente esencial, nos haríamos pecadores; y de este pecado Cristo mismo sería instigador. La blasfema enormidad de la conclusión demuestra la falsedad de las premisas.

59. El pronombre en el original no pone de relieve la persona de Pablo, sino que hace una llamada dramática a la persona de cada lector.

60. Mediante la metáfora de la construcción, san Pablo quiere decir: si después de haber abandonado las prácticas legales, vuelvo a observarlas, con­fieso con ello que he transgredido preceptos válidos.

61. Entre las varias y a menudo trabajosas explicaciones acumuladas de este versículo, la más simple y aun la más persuasiva, dado el contraste que san Pablo está desarrollando entre ley mosaica y Cristo, parece ser la si­guiente: mediante la ley espiritual de Cristo he quedado libre de la ley formalista de Moisés. Con la dramática intensidad expresiva que es propia de su carácter ardiente, la liberación de una obligación se convierte para san Pablo en «muerte» a la obligación; pero no puede quedarse meramente en esta perspectiva fría y se lanza hacia aquella ferviente de la «vida en Dios».

62. La ley liberadora y vivificadora (2Cor 3, 6) de Cristo ha sido pro­mulgada por él con la redención cumplida en la cruz. La aplicación de esta ley a los fieles es obra de su íntima comunión con Cristo crucificado. Es lo que dice san Pablo con una de sus muchas frases lapidarias: el original griego presenta el vigoroso neologismo «he sido concrucificado».

63. En un climax conmovido la comunión de Cristo se hace asimilación. Es la sublimación total de su personalidad, que no pierde su individualidad, sino que se depura de todas las escorias humanas en una transfusión de vida divina. Son fórmulas importantes, porque en ellas el penetrante carácter deductivo del pensamiento va acompañado del fervor de un temperamento apasionado.

64. Fe, en contraposición con la ley que ha declarado derogada; fe como espiritualización, en contraposición con la materialidad de la conducta de los que no conocen a Cristo; y fe como colocación en los valores eternos, en contraste con la búsqueda de las cosas temporales. Aquí entre carne y fe no pone tanto una antinomia como una relación de transfiguración que Cristo nos ha procurado.

65. Pone intuitivamente de relieve las consecuencias de volver a la ley: sí es necesaria y suficiente para la salvación, ¿de qué sirve la muerte de Cristo que, precisamente, no tenía otro objetivo? No habría sido más que un doblaje superfluo. En vano no señala la esterilidad del sacrificio de te cruz, sino sólo su carácter superfluo. Es una de las demostraciones por el absurdo que tanto gustan a san Pablo.

66. Esta segunda carta a los Corintios —la cuarta efectiva, porque otras dos se han perdido— fue redactada entre el verano y el otoño del 57 y» en su sorprendente alternancia de ásperas reprimendas y afectuosas común1' caciones, resulta extremadamente oscura en cuanto representa una reacción inmediata a los males, apenas aludidos o sobreentendidos, que afligían a aquella comunidad.

67. El poliptoton subraya eficazmente cuan lógico es, en la revelación <Je

Cristo, el paso de la pura vida biológica a la espiritual, centrada en él. 68. La vocación del cristiano es vivir por Cristo: cf. Rom 14, 7-9.

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Notas (capítulo primero)

69. «Conocer según la carne»: modismo bíblico que significa «valorar según criterios humanos», «juzgar partiendo de normas que sugieren las pasiones y los intereses ordinarios». Después de la iluminación de Cristo, Pablo no juzga ya a las personas según las relaciones terrenas habituales sino considerando su vocación sobrenatural.

70. San Pablo no afirma en modo alguno haber conocido personalmente a Jesús antes de que muriera, sino más bien haberlo juzgado, antes de su conversión, según la mentalidad farisaica habitual, mentalidad que ahora, no obstante, rechaza. Si antes lo había considerado como un peligroso pertur­bador de la religión, ahora, después de su muerte y resurrección, piensa que es Dios encarnado. Era una manera de ver las cosas totalmente nueva, que se correspondía con la renovación íntima operada en el hombre por la reden­ción. Véase el v. siguiente.

71. «Estar en Cristo» alude a la unión con Cristo (Rom 11, 17-24) que lleva a cabo el bautismo. Sobre la novedad de la vida que introduce la unión con Cristo, véase Rom 6, 4-6; Gal 6, 15; Ef 2, 15; 4, 24; Col 3, 9-10.

72. Vuelve al proceso antes indicado. 73. San Pablo explica el concepto de novedad, que acaba de afirmar,

precisando que consiste en la reconciliación que por iniciativa de Dios Cristo ha traído a la humanidad.

74. Este paso alterna continuamente, como sujeto, a los cristianos en general y a Pablo en particular. Aquí refiere a sí mismo y a los demás após­toles el mandato específico de actuar como ministros de la reconciliación. También esta investidura proviene directamente de Dios.

75. San Pablo reafirma el pensamiento poco ha anunciado: que es el Padre quien perdona los pecados, pero que obra así sólo por medio del Hijo. Aquí se afirman la identidad de acción entre las dos personas trinitarias y la necesidad de la redención.

76. Con este tecnicismo, san Pablo quiere decir que Dios no concede una amnistía jurídica de las culpas, con la cual permanecerían aunque ya no fueran susceptibles de pena, sino que realmente las borra, por lo cual no existen ya más y el hombre adquiere también internamente la inocencia •original.

77. Son los hombres, por constructio ad sensum con «mundo». 78. San Pablo alude a la autoridad que Cristo confirió a los apóstoles de

aplicar a los fieles el anuncio de reconciliación que él trajo a la tierra. 79. Esta carta, debido a las considerables diferencias de estructura, len­

gua y estilo respecto de las demás de san Pablo y por la estrecha concordancia de conceptos y ciertas imágenes dependientes de ellos, ha hecho pensar que haya sido escrita por un redactor al que el apóstol habría comunicado las ideas, dejándolo en libertad en el momento de formular. Habría sido enviada •desde Italia, hacia el 64-65, a una comunidad cristiana de origen judío, resi­dente en Jerusalén, mientras Palestina se veía sacudida por violentos sobre­saltos que habrían de terminar en la inminente y desastrosa guerra antirro-mana.

80. El autor contrapone a Cristo con el antiguo sumo pontífice hebreo que entraba en el templo de Jerusalén para ofrecer los sacrificios legales. Aquí, mediante «santuario» (sancta), se indica la parte más misteriosa y sa­grada del templo, que más técnicamente era llamada sancta sanctomm (en-

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Notas (capítulo primero)

vuelto en una arcana oscuridad contenía el arca de la alianza); en ella el pontífice entraba una sola vez al año, el día del Kippur (expiación). «Ahora» no apunta a un momento transeúnte, sino a una época que coincide con la duración de la Iglesia militante sobre la tierra.

81. El carácter único del sacrificio de Cristo, opuesto a la indefinida repetición de los sacrificios señalados por la ley, proviene precisamente del hecho de que Cristo ofreció su sangre, mientras que el pontífice hebreo ofrecía la sangre de terneros y carneros.

82. Algo vaciado por la concisión, el razonamiento sería éste: si el sacri­ficio de Cristo no hubiera tenido un valor absoluto y definitivo, debería haber sido repetido cada vez que fuera superado por la masa de los pecados del hombre y, por consiguiente, habría consistido en repetidas réplicas que se habrían producido desde el comienzo de la historia («desde la creación del mundo» es locución enfática). La suposición es evidentemente absurda.

83. La frase no excluye un transcurso posterior del tiempo, sino una edad ulterior: la época de Cristo no se ha terminado, pero es la última.

84. San Pablo usa la metafórica de la abolición como si el pecado fuera una ley que nos encadenase a la esclavitud.

85. El carácter único del sacrificio de Cristo se confirma por inserción en una comparación doble: así como los hombres mueren una sola vez y son juzgados sólo una vez, así también Cristo se inmoló una sola vez por los pecados y una sola vez volverá con gloria. El primer binomio tiene carácter fundante, el segundo consecutivo.

86. «Muchos» puede designar una multiplicidad genérica ilimitada, re­cordando las palabras de la última cena (Mt 26, 28; Me 14, 24), pero puede referirse también a todos los que rechazan la redención de Cristo.

87. Puede entenderse también «para salvación de aquellos que lo espe­ran». Habiendo derrotado total y definitivamente el pecado con su primera venida, la segunda ya no estará relacionada con él, sino que será el sello triunfal de la salvación alcanzada por sus fieles. La parusía queda anunciada, pero no se precisa en modo alguno el tiempo. Alma del párrafo es la afir­mación, sólida y ferviente, del carácter absoluto que reviste la obra reden­tora de Cristo. Es un hecho único y culminante, por tanto es el centro vital de la historia. La mirada del autor es como de águila que alcanza en una intuición sublime toda la peripecia humana. Se comprende la fuerza con­quistadora y de resistencia de una fe que se funda en persuasiones de esta índole. Cristo aparece en posesión de un poder y una gloria que superan infinitamente todas las miserias humanas y, en consecuencia, la realidad es leída según un código totalmente nuevo: valores y fines se presentan irre­ductibles a los que perseguía la civilización pagana y trascendentes respecto a aquellos que apenas avizoraba la religión hebrea.

88. La segunda carta a Timoteo fue escrita hacia el 67 desde la cárcel romana, que el apóstol dejaría sólo para ir al martirio.

89. San Pablo teme que su joven delegado sucumba por abatimiento ante las dificultades y las persecuciones, e intenta reafirmarle el ánimo. W «testimonio de nuestro Señor» es la predicación del evangelio: Jn 15, 27; Rom 1, 16; Ap 1, 2 y 9. A Pablo le gusta nombrar las cadenas que le atan por el amor de Cristo. Sobre el encarcelamiento romano del 61-63, cf. Ef 3, 1> 4, 1; Flm 1, 9.

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Notas (capítulo primero)

90. Los ánimos no deben, por tanto, nacer de la confianza en sí mismo sino del poder sustentador de Dios.

91. Concepto fundamental en la visión cristiana, que pone de manifiesto la iniciativa de Dios, su amor, la altura de la meta que destina al creyente, así como la responsabilidad de la libre cooperación de éste. Es un diálogo a la vez grandioso, por la dignidad del interlocutor principal, y trágico por la posibilidad de negación a que está expuesto por parte del interlocutor secundario.

92. Cf. Ef 4, 1. Es la llamada a la santidad que Dios dirige a todos los cristianos.

93. Podría traducirse también algo libremente con «un plan suyo de gracia». La gratuidad de la salvación es uno de los fundamentos esenciales de la teología paulina y católica: Rom 3, 27; 8, 28-29; Ef 1, 11; Tit 3, 5.

94. Desde la eternidad, en su misericordia, ha establecido Dios nuestra salvación y el modo de llevarla a término. Para acceder a ella, lo decisivo no son nuestros méritos (como los judíos que se fiaban de la aplicación de la ley mosaica), sino la gracia que Cristo nos envía. La inseparabilidad de la acción común entre Padre e Hijo y el carácter central de Cristo son dos postulados básicos del pensamiento de san Pablo.

95. La epiphaneia del texto griego era un vocablo técnico de la civiliza­ción helenista que designaba la aparición de los dioses y de los reyes salvado­res, que concedían al pueblo sus favores llamados «gracias». San Pablo lo hace suyo para significar tanto la primera venida de Cristo en la encarnación (Tit 2, 11; 3, 4) como la segunda venida al final de los tiempos (ITim 6, 14; 2Tim 4, 1 y 8; Tit 2, 13).

96. Cristo anuló la muerte: sea la espiritual causada por el pecado, por medio de la redención, sea la física consecuencia de aquélla, mediante su resurrección. En «evangelio» coexisten todavía el significado etimológico ori­ginario y el sentido técnico que se le añadió.

97. Cf. ITim 2, 7. El término implica la velada pero real presencia de una autoridad soberana que envía y el eco de una voz que debe llegar a todos.

98. Son los sufrimientos y los peligros de la prisión. 99. «Hasta aquel día», o, quizás mejor, «para aquel día», que es el día

del juicio. El «depósito» puede ser entendido: a) como el patrimonio de verdad que Cristo le confió para anunciar a todos los pueblos y que él debía conservar incontaminado. San Pablo confía en que Dios le ayudará a no traicionarle; b) como la suma de los méritos adquiridos con su incansable apostolado, que esperan la recompensa en el día de la rendición final de cuentas. Los intérpretes difieren, pero los partidarios de a) parece que se han dejado influir indebidamente de ITim 6, 20 y 2Tim 1, 14, donde «de­pósito» posee sin duda el significado mencionado; aquí, en cambio, parece evidente que la acepción tenga que ser la b). El uso aproximado de un vo­cablo en dos significaciones diversas no debe causar extrañeza en estas cartas, en las que el estilo es bastante descuidado y el léxico también, aunque cier­tamente debido a las condiciones de suma incomodidad en que fueron redac­tadas y por la ancianidad del autor, ya privado de su libertad y del vigor de tiempo atrás. La intención parenética dirigida a Timoteo, la intensa carga pasional que vibra en las palabras, el fin que aletea amenazador inclinan la

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Notas (capítulo primero)

balanza de manera decisiva en favor de b). San Pablo, en prisión y con la inminencia de la muerte, no piensa ya en un eventual peligro de desviación doctrinal; ante sus ojos contempla ya toda su vida llegada a término. Su afir­mación es la última seguridad que se da a sí mismo de no haber equivocado el camino; es la última confirmación de una opción que lo absorbió por com­pleto. La situación psicológica es análoga al juramento por los muertos de Maratón de Demóstenes (De corona 208); sólo que aquí hay una interioridad que aquel antiguo orador no podía imaginar.

100. Colosas, ciudad de Frigia en el valle del Lico, a doscientos kiló­metros al oriente de Éfeso, en el Asia proconsular romana, había sido evan­gelizada por Epafras, que a su vez era un convertido de Pablo. Los pertur­badores judaicos de costumbre acordaron prontamente sembrar su cizaña, poniendo el acento sobre las ya superadas prácticas legales (circuncisión, normas alimentarias, celebraciones festivas) y exaltando la importancia de los espíritus celestes con detrimento —explícito o implícito— de la supremacía de Cristo. San Pablo escribió esta carta al comienzo del 63, al término de su primera prisión romana. El párrafo aquí presentado constituye el núcleo inspirador de la carta y uno de los pilares de la teología paulina.

101. Este fragmento es un compendio de toda la cristología de san Pa­blo y, junto con Ef 1, 20-23; Flm 2, 6-11; Heb 1, 2-13, representa lo más sublime que escribiera sobre Jesús. El apóstol establece un doble primado de Cristo: en el plano de la creación natural (v. 15-17) y en el de la renovación sobrenatural obrada por la redención (v. 18-20). Proclamando a Cristo «ima­gen del Dios invisible» y subrayando (cf. 2Cor 4, 4; Heb 1, 3) que se trata de una imagen sustancial, declara en realidad que posee la misma naturaleza que el Padre y que es perfectamente igual a él. Pero la imagen,. además de la semejanza, significa también procedencia. A este respecto, resulta pertinente la lúcida observación de san Agustín, De diversis quaestionibus LXXXIII, cap. 74, ML XL 86, según el cual dos huevos iguales se asemejan, pero no son uno imagen del otro, porque ninguno de ellos procede del otro. También es interesante la observación de san Gregorio Nacianceno, Orado XXX 20, MG XXXVI 129 B, quien había ya dicho que la naturaleza de la imagen es ser imitación del ejemplar del que se dice ser imagen. El Dios «invisible» es así el Padre, inalcanzable por los sentidos o por la especulación humana, que se contrapone —con distinción de persona, no de naturaleza— al Hijo, el cual se hizo visible con la encarnación. Además, calificando al Hijo como «primogénito de toda criatura», san Pablo afirma su anterioridad a todas esas mismas criaturas por cuanto tiene su origen en la eternidad, y al mismo tiempo su preeminencia en cuanto la primogenitura indicaba no sólo prece­dencia en el tiempo, sino sobre todo en lo relativo a la dignidad. Asimismo, el concepto de generación, que implica connaturalidad, descalifica el de crea­ción, que presupone diversidad de naturaleza e inferioridad de la obra con relación a su artífice.

102. «En él» significa que Cristo es el principio de su existencia, el fulcro de su armonía, el centro de su unidad.

103. Para estas jerarquías angélicas, véase nota 50. 104. El original griego aquí y al comienzo del pasaje emplea el mismo

verbo, pero cambiando los tiempos: el primero (aoristo) indica el acto crea­dor primigenio, el segundo (perfecto) expresa los efectos permanentes. El

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Notas (capítulo primero)

sentido podría ser: todo fue creado y permanece existiendo por obra suya. 105. Estos pronombres repetidos en poliptoton de esta manera tan sig­

nificativa, reemprenden el anterior «en él» clarificándolo: para quien lo hu­biera interpretado como simple causa ejemplar, se precisa aquí como causa eficiente y final.

106. Evidentemente estamos muy lejos de la interpretación literal y re-ductiva a que se aferraron los arríanos.

107. La preexistencia eterna de Cristo y su acción creadora le confieren dimensiones ilimitadas. No es solamente el salvador de los hombres, es tam­bién el señor del cielo y de la tierra, de los seres corpóreos y de los angéli­cos. San Pablo funde en la más estrecha unidad de persona al Verbo eterno, Hijo de Dios, y al hombre Jesús.

108. San Pablo gusta de representar a la Iglesia como un organismo vi­viente del que Jesús es cabeza y los fieles los miembros: Ef 1, 22-23; 5, 23; Rom 12, 4-5; ICor 6,15; 10, 17; 12, 12; Col 2, 19. El apóstol une indiso­lublemente en el mismo Cristo creación y redención.

109. San Pablo no lo determina y no está determinado; toda determi­nación sería una limitación: Cristo es «el principio» en sentido absoluto.

110. Cristo es «primogénito de entre los muertos» en cuanto ha sido el primero en nacer de la muerte con la resurrección: cf. ICor 15, 20. Primo­génito en cuanto al ser, en su filiación eterna del Padre, y primogénito en cuanto al revivir, en su resurrección temporal: no se podía afirmar con ma­yor grandiosidad y con más clara evidencia la identidad del Verbo y la de Jesús y, por consiguiente, la doble naturaleza en la unidad de persona.

111. Muy poco después san Pablo explica que la plenitud (pleroma) es la de la divinidad (v. 2,9). El verbo «residir» (katoikesai) se refiere a una morada permanente, que se contrapone a la pasajera y provisional aludida en paroikesai. Esta habitación definitiva de la plenitud de la divinidad en la única persona de Cristo mediante la unión hipostática, es el motivo de su supremacía en todo el universo.

112. La redención obrada por Cristo tiene una eficacia y una amplitud cósmicas. En Rom 8, 19-23 san Pablo nos entreabre un portillo sobre una visión sin confines: todo el universo, envuelto en la culpa del pecado del hombre para quien había sido creado y con quien era solidario, gime con dolor misterioso en la espera ansiosa del rescate; con la redención del hom­bre, «todas las cosas» le siguen en su vuelta a Dios y a su orden.

113. «Él» es Cristo. La reconcüiación acontece por medio de Cristo y por Cristo. Se repite el módulo final del v. 16.

114. Las cosas que están sobre la tierra y las que están en el cielo cons­tituyen una repetición analítica del «todas las cosas» anterior y apuntan a una salvación de derecho, no de hecho. La efectiva aplicación de esta oferta depende de la correspondencia de cada cual: Rom 2, 8; ICor 6, 9-10; 15, 24-25; Gal 5, 21; Ef 5, 5; 2Tes 1, 8-9.

115. Esta carta fue escrita al final de la primera encarcelación de san Pablo en Roma (primeros meses del 63), inmediatamente después de la carta a los Colosenses, de la que constituye una recomposición hasta cierto punto ampliada. El estilo laborioso y la extraordinaria densidad de los conceptos, con frecuencia apenas aludidos, hacen de ella uno de los textos más difíciles del apóstol.

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Notas (capítulo primero)

116. La predestinación es una decisión previa del amor de Dios, el cual nos quiere hijos adoptivos suyos (Rom 8, 15 y 23: Gal 4, 5). Este acerca­miento a él hasta alcanzar el sagrado vínculo de la filiación, lo llevó a cabo-Dios por medio de nuestra semejanza con Jesús, su Hijo efectivo, que se convierte en fuente y modelo de nuestra santidad (Rom 1, 4; 8, 28-30). «En él», con la idea de movimiento explícita en el texto original, interpreta la adopción como una transferencia de nosotros a Dios.

117. La adopción se lleva a cabo por Dios «por medio de Jesucristo»; es una fórmula habitual para no suscitar dudas acerca del monoteísmo.

118. Reafirma que la verdadera causa de nuestra predestinación es la vo­luntad gratuita de Dios para con nosotros, al margen de todo mérito nuestro.

119. El proceso del pensamiento es el siguiente: de Dios nos viene todo don y todo acaba en él; Dios es el alfa y el omega (Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13). El flujo inmenso del universo transcurre en la dirección de una reverencia adoradora de la perfección y bondad divinas, y es un culto que en las criatu­ras racionales se identifica con el gozo por esta soberana preeminencia.

120. La adopción presuponía la purificación de los pecados que nos ob­tuvo Cristo por medio de su sangre (Mt 20, 28; Col 1, 14 y 20), mostrán­donos toda la riqueza de su gracia.

121. La sapiencia se refiere particularmente al conocimiento intelectual de los grandes misterios de la fe; la prudencia se ordena a la acción y signi­fica el discernimiento en la vida práctica. El plan de la salvación se conoce tanto como se vive.

122. Es el arcano designio que desde la eternidad preveía la encarnación del Verbo para salvación de los hombres: Rom 16, 25-26; Ef 3, 3-11; Col 1, 13-14, 20 y 25-27.

123. El mesías tenía que llegar cuando hubieran terminado los largos siglos de espera fijados por el Padre, como una medida ya colmada: Gal 4, 4.

124. El anakephalaiosasthai del texto griego significa «reunir como bajo una sola cabeza» (Rom 13, 9). San Pablo piensa en Cristo que, cancelando con la redención el pecado que había destruido la unidad originaria de la creación, restablece la armonía primigenia reagrupando bajo su autoridad a todos los seres del mundo, ya sea a los ángeles «que están en los cielos», ya sea a los hombres «que están en la tierra». Cristo se nos presenta como el vínculo viviente del universo; es cabeza y síntesis.

125. Este pasaje, que por exigencias de sintaxis se ha fragmentado en varios trozos, en la redacción directa de san Pablo está fundido en un nexo único, que no constituye ni tan sólo la mitad de un solo período inmenso. El plan divino de salvación ejecutado en la redención que Cristo nos trajo es un tema que ha inflamado y exaltado el alma de san Pablo: cuando 1° toca, se le abre, y nos abre, todo un panorama de horizontes sin límite don­de se pierde torpemente todo intento estilista de proseguirlo. Nunca una re­velación se ha asomado a tanta grandeza y tanto esplendor.

126. Pablo, desembarcando en Macedonia entre finales del 50 y comien­zos del 51, había fundado en Filipos su primera comunidad de Europa, a la que, al término de su primer encarcelamiento romano (hacia la mitad del 63), dirigió esta carta. No es un tratado dogmático, sino una conversación con sus amados discípulos; al tiempo que les prodiga consejos de unidad y humildad,

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Notas (capítulo primero)

entona el magnífico canto sobre la kenosis de Cristo que constituye el punto líricamente más elevado de la epístola.

127. Es la síntesis de varias amonestaciones analíticas que san Pablo estaba dando: el modelo sublime que se le despliega ante sus ojos le arranca un fervoroso párrafo en el que la teología se hace éxtasis.

128. «Subsistir en forma de Dios» equivale a «ser de condición divina»; la forma en realidad designa, individualiza y caracteriza los atributos que manifiestan exteriormente la naturaleza, es el aspecto de un ser que lo ma­nifiesta tal como es: por consiguiente, Cristo era Dios tal como parecía. La expresión «no hacer alarde» corresponde a «no guardar celosamente una cosa por temor de perderla», «no aferrarse a algo», como se hace con un botín que se considera propio y se defiende con todas las fuerzas. El sentido es, pues, que Cristo renunció sin dificultad a su igualdad con Dios, aunque no ciertamente por lo que se refiere a la naturaleza sino en lo que concierne a las prerrogativas que eran propias de esa naturaleza. Es decir, Cristo encar­nándose se despojó de la majestad divina. Cuando Arrio, seguido por algunos heterodoxos modernos, sostiene que Cristo no se había atribuido la igualdad divina porque sabía que no tenía derecho a ella, se abandonaba evidentemente a una exégesis que distorsionaba el pensamiento de san Pablo.

129. La kenosis o despojo no consiste, en consecuencia, en una impo­sible renuncia a su divinidad, ni en la asunción de la naturaleza humana, sino en el hecho de que la asumió pobre y humilde; haciéndose, no obstante hombre, el Verbo podría haber rodeado su humanidad de un fulgor sobrena­tural: el «despojo» está en haberlo rechazado.

130. En paralelo contrapuesto con «condición» del versículo precedente; también aquí corresponde a «naturaleza». Frente a Dios, la naturaleza huma­na es esclava por su inferioridad ontológica; Cristo, además, en su vida te­rrena, con su obediencia, pobreza y humildad acentuó todavía más este ca­rácter servil.

131. Esto es: a juzgar por sus características externas, los contemporá­neos lo tuvieron por un hombre común.

132. Nótese el continuo crescendo de la humillación de Cristo. En cuan­to a la muerte de cruz, recuerda san Agustín, Sermo 88, 7 ML XXXVIII 543: «No había en aquel tiempo algo más humillante que la muerte de cruz.»

133. Empieza la segunda cara del díptico: después de la humillación, la gloria.

134. La exaltación, a través de la resurrección y la ascensión, culmina con la asignación de un nombre superior a cualquier otro. Este nombre es el de Señor (v. 11), que correspondía al hebreo Adonai, el cual se empleaba •comúnmente como sustitutivo del nombre inefable Yahveh. En todo caso, «nombre» no se toma aquí tanto en su acepción exterior de apelativo como más bien en la de la dignidad que le corresponde (Ef 1, 20-21; Heb 1, 4). El concepto es, por consiguiente, que el Padre lo hizo reconocer como verda­dero Dios (Act 2, 36). Con «sobre todo nombre» se afirma la superioridad de Cristo sobre todo tipo de ángeles (Ef 1, 21; Heb 1, 4-14; IPe 3, 22), contra las aberrantes teorías defendidas por aquel tiempo por doctores ju­daicos.

135. La genuflexión —expresión tomada de Is 45, 23, que se corres-

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Notas (capítulo primero)

ponde con la proskynesis tributada a los soberanos orientales — indica ado­ración: Rom 11, 4; 14, 11; Ef 3, 14.

136. Según la cosmogonía antigua, tanto pagana como hebrea, el univer­so estaba habitado por tres géneros de seres: los celestes, los terrestres y los subterráneos (identificados en general con los difuntos). Citarlos no tiene un valor individuativo y específico sino más bien un valor sintético de referencia (Ap 5, 3 y 13). Toda la creación se postra delante de Cristo y lo reconoce como Dios.

137. Es también una cita adaptada de Is 45, 23. Genuflexión y confe­sión: son dos testimonios latréuticos que, con el carácter preferentemente físico de una y conceptual de la otra, sugieren la totalidad con que la criaturas debe reconocer la preeminencia divina de Cristo.

138. «Jesucristo es Señor» es el emblema del cristianismo, la síntesis más aguda de su doctrina; se presenta de un modo textual en Col 2, 6 y, con la supresión de «Cristo», en Rom 10, 9; ICor 12, 3. «Para gloria de Dios Pa­dre»: san Pablo no separa nunca la gloria de las dos personas trinitarias; por otra parte, ésta había sido la actitud adoptada por Cristo mismo: Jn 17, 1.

139. En esta carta, que es el documento más antiguo del pensamiento de san Pablo y que estaba destinada a desempeñar un papel excepcional en el desarrollo teológico cristiano, el autor se enfrenta a los problemas de la salvación, contraponiendo a una justificación fundada en el premio jurídica­mente debido por la observancia de la ley otro tipo de justificación funda­mentado en la gratuidad absoluta. Fue escrita desde Corinto en el invierno del 57-58 y tenía como objetivo preparar un viaje que el apóstol había pro­yectado a la ciudad.

140. San Pablo acaba de resumir, en una síntesis de muy alto nivel, el plan de la salvación que Dios ha concebido desde siempre en favor del hom­bre. El Padre nos ha previsto, nos ha predestinado a ser conformes a la imagen de su Hijo, nos llamó, nos santificó con su gracia, nos glorificó reser­vándonos el mismo triunfo que a Cristo. Frente a una perspectiva tan gran­diosa, san Pablo prorrumpe con un desahogo de fervoroso entusiasmo y go­zosa certeza.

141. La evidencia del epifonema traduce el grito de la Habilidad de la fe. 142. «Entregó» (a sus enemigos y a la muerte). Es término técnico que

indica la pasión. 143. El apóstol imagina que asiste al juicio que concluye la vida del

cristiano. ¿Qué enemigo (demonio, pecado...) podrá acusar eficazmente al cristiano, si el juez es el Padre que nos ha amado infinitamente (v. 29-32) y el consejero es Cristo, que murió por nosotros?

144. Como demostración de su seguridad, propone una hipótesis absur­da: ¿Puede ser el acusador precisamente el Dios que nos ha santificado con su gracia?

145. Cristo es presentado, a la vez, como abogado y pontífice. 146. Al amor total de Dios corresponde el amor total del hombre. «De

Cristo» es sobre todo un genitivo subjetivo, pero también objetivo. «Del amor de Cristo» corresponde perfectamente en valor a «del amor de Dios» del v. 39. Para Pablo, Cristo es igual a Dios.

147. Al final de la serie de los obstáculos que nunca le habrían separa­do de Cristo, Pablo pone precisamente la espada que tendría que poner fin*

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Notas (capítulo segundo)

efectivamente, a su vida y lo uniría con su Señor. ¿Culminación natural de un climax o más bien destello inconscientemente profético?

148. Citando Sal 43 (44), 23 —conmovedora elegía compuesta después de alguna catástrofe político-militar— san Pablo confiere dignidad a los su­frimientos padecidos por los cristianos, colocándolos en una luz profética y empapándolos del carácter sagrado propio de la Biblia. Sobre las persecu­ciones que esperan a los cristianos, cf. Jn 15, 20; lTes 3, 4; 2Tim 3, 12.

149. Revestido del colorido de la lengua hablada o creado por el ímpetu de un entusiasmo palpitante, el vocablo indica una efusión ardiente de fe, de esperanza, de amor; es la renovación que produce Cristo en el hombre. Si los hombres pueden vencer, el cristiano está seguro de vencer plenamente.

150. «Vida» puede constituir junto con «muerte» uno de aquellos bino­mios (de los que tanto gusta san Pablo: véase en este mismo versículo «pre­sente» - «futuro» y, en el siguiente «altura» - «profundidad») que tienen un valor más globalizador que analítico, o bien podría designar las tentaciones y los peligros que aquélla supone.

151. Véase nota 50. 152. Lo «presente» con todas las situaciones que tan bien conocemos y

lo «futuro» con todas sus posibilidades que no logramos todavía precisar. 153. Eventual alusión a las autoridades estatales hostiles a los cristianos. 154. Quizá alude genéricamente a cualquier cosa colocada en el espacio,

quizás también a creencias astrológicas sobre los astros que pudieran regir los destinos humanos. En esta serie, ciertas referencias a la cultura del tiem­po no quedan muy claras para nosotros, pero en su conjunto resulta perfec­tamente clara la intención, que no es otra que una ardiente protesta de fide­lidad, más allá de cualquier obstáculo. La amplitud luminosa de los horizon­tes soteriológicos y el persistente amor del Padre que nos llama y del Hijo que muere por nosotros han determinado en el corazón de Pablo una impe­tuosa reacción de asentimiento. También en el amor del hombre que me­nosprecia todas las contingencias conocidas y desconocidas del tiempo hay algo de absoluto, como absoluto es el amor de Dios. Es la suprema victoria del creyente que se alza sobre el mundo.

Capítulo II (p. 63-97)

1. «Produjo», que traduce el latino protulit, no hay que entenderlo en la acepción artesano-industrial de hacer, fabricar, como si se tratara de una cosa, sino en la sacar fuera de sí mismo, que es un sinónimo, más visible y sugerente, de engendrar. Al traducir logos (pensamiento, palabra), Tertuliano prefiere todavía decididamente Sermo que, si bien tuvo cierta fortuna, fue progresivamente sustituido por Verbutn. El sermo de Tertuliano, que presu­pone como implícito también el concepto de ratio, pretende unificar el logos endiathetos (pensamiento interior) y el prophorikos (concepto expresado con palabras), los cuales, del sincretismo filosófico del siglo i a.C, habían pasado a los apologistas griegos.

2. No es probable que aquí designe a Montano, como proponía Labriolle. Tertuliano en su decidida proclamación de la Trinidad, en contraposición con el monarquianismo sabeliano, ve al Espíritu Santo como persona realmente operante, a la que atribuye la inspiración bíblica, que, junto con la santífi-

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Notas (capítulo segundo)

cación, era la tarea prominente y específica que los padres más antiguos le aplicaban. El apologista se remite de hecho a la cita de Jn 10, 30, poco antes introducida. Que el Espíritu Santo Paráclito tuviera la tarea particular de enseñar, fue dicho por Jesús mismo (Jn 14, 26). Sobre el apelativo de Pará­clito explícitamente unido al Espíritu Santo, véase también Jn 15, 26 y cf. 16, 7.

3. Son metáforas tan felizmente adecuadas por la evidencia intuitiva que prometían una vida larga y persistente. El ritmo ternario probablemente está introducido para aludir al misterio trinitario.

4. «Objetos» está aquí como equivalente de species, término jurídico muy querido por Tertuliano •— que era muy competente en derecho — y se­ñala no las cosas en su corporeidad sino los conceptos en su valor discursivo y dialéctico.

5. El original probolae puede ser traducido como «producciones», «pro­ductos», ya que etimológicamente es todo cuanto un ser saca fuera de sí mismo, esto es, aquello a que se confiere la existencia (es diversa la raíz, pero idéntico el significado, del protulü de la nota 1). El término se convirtió pronto en un tecnicismo teológico, usado tanto por los ortodoxos como por los gnósticos, sobre todo valentinianos, y fue objeto, en consecuencia, de su­tiles discusiones. Tertuliano lo reserva para indicar el modo como el Hijo se origina del Padre.

6. El castellano «origen» corresponde lexicológicamente al latino origo (empleado aquí por Tertuliano); en todo caso, origo, que la tradición romana usaba con mucha facilidad por metonimia en el sentido de «cabeza de estir­pe», sugiere vitalidad en los parangones inanimados introducidos y facilita al autor el paso a la realidad viviente por excelencia del Padre que engendra al Hijo. El vocablo castellano deja una impresión más estática.

7. Es una puntualización teológicamente importante: el nombre de Hijo no se disuelve en una traducción vagamente alusiva, sino que señala una re­lación real.

8. La clara autonomía de las dos personas se afirma firmemente en pre­cisa oposición al sabelianismo.

9. Véase nota 4. 10. A la vigorosa refutación del sabelianismo se suma la anticipada del

arrianismo. 11. La voz latina apex, usada con frecuencia para indicar la punta de la

llama y la cima del monte, funde aquí las dos imágenes, presentándonos el rayo a manera de dardo. Recuerda las lucida tela diei de Lucrecio I, 147.

12. Trinitas es un feliz neologismo que, si no debe a Tertuliano su in­troducción, le debe ciertamente su lanzamiento y consolidación. Cf. R. Braun, «Deus Christianorum». Recherches sur le vocabulaire doctrinal de Tertullíen, París 1962, p. 150-157.

13. Estos «grados entrelazados y conjuntos», que no dejan intervalos en la procesión de las otras dos personas del Padre, impiden saltos de substantia, como dice Tertuliano, o de natura, como dirá el concilio de Nicea, y asegu­ran la igualdad, distinguiendo claramente esta trinidad de la trinidad decre­ciente plotiniana. Cf. Apologeticum 21, 12-13 en p. 107. Hay un cierto su-bordinacionismo en los prenicenos que no es conceptual sino puramente téc­nico-expresivo.

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Notas (capítulo segundo)

14. Previene la acusación, sobre todo de parte judía, de que la Trinidad fuese un politeísmo. Por desgracia no es posible traducir en nuestras lenguas la desdeñosa eficacia plástica del latino obstrepere.

15. Es decir, justifica, evitando cualquier objeción, el hecho de que en la Trinidad exista la derivación. Para Tertuliano, en la Trinidad, el principio de unidad está representado por la substantia, que es la divinidad, el de la individuación por la «procesión», que (igual que Ireneo) en el Adversus Pra-xean llama en griego oikonomia. Este término, que en seguida se convertiría en un tecnicismo que designaba la actividad redentora externa de la Trinidad en favor del hombre, está aquí todavía referido a la vida interna de Dios.

16. Jn 10, 30. 17. El indicativo latino (si erat) pata un concepto objetivo y polémi­

camente irreal, dada la cultura del escritor, no puede ser considerado como un oscurecimiento de las reglas sintácticas clásicas, sino como una búsqueda más inmediata de concreción expresiva.

18. Es decir: la distinción de las personas se manifiesta por cuanto las nombra específicamente a ambas y por cuanto, al enunciarlas, las dispone se­parándolas con la conjunción en lugar de fundirlas con una aposición.

19. El latín, a diferencia de otras lenguas, no se encuentra con ambi­güedades en el momento de indicar la primera persona del singular.

20. Esta frase explica algo la anterior; no añade ningún otro concepto. 21. Alude al misterio escondido detrás de la fórmula «procede del

Padre». 22. Es el núcleo de la ortodoxia cristiana que no cesan de repetir los

grandes teólogos de la Iglesia: identidad de naturaleza o esencia o sustancia y distinción de personas.

23. Marcelo de Ancira, en el decenio de 325-335 se dio a conocer como fogoso y acérrimo defensor de la doctrina nicena y en el decenio siguiente ocupó la escena eclesiástica por los ataques que le dirigieron los orientales y por las rehabilitaciones de los occidentales. Al final fue abandonado, si bien con alguna consideración, incluso por san Atanasio (hacia el 345); vivió en el silencio hasta el 374 y fue condenado postumamente por el papa Dámaso (hacia el 380) y por el segundo concilio ecuménico de Constantinopla (381). Los arríanos, y en primera fila Eusebio de Cesárea, lo acusaron de sabelia­nismo y, de hecho, en sus formulaciones elaboradas y huidizas, aunque ad­mite que el Logos fue eternamente cabe el Padre, es reacio a reconocerle una personalidad distinta. En realidad, este Logos sale del Padre en calidad de Hijo como energía operativa en el momento de la creación y en el de la encarnación, sin que, no obstante, se lleve a cabo una auténtica generación: poseería solamente una especie de extensión en el tiempo, por la que el reino de Cristo iniciado con la encarnación terminaría con el final de los tiempos. Marcelo, preocupado excesivamente por guardar la consustancialidad, olvidó otros elementos no menos esenciales de la fe cristiana, acabando en un mo-dalismo monarquiano apenas verbalmente proyectado.

24. Para esta contraposición de la teología cristiana tanto con judaismo como con paganismo, véase el De ecclesiastica theologia I, 8, del mismo Eusebio; cf. también el anterior Ad Diognetum, que en 5, 17 presenta a los cristianos como perseguidos tanto por los griegos como por los judíos, ' a i 1, 1 como una «nueva estirpe» extraña de las dos citadas. La definición

257 TV;....-,. _

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Notas (capítulo segundo)

del cristianismo como tertium genus se remonta al Kerygma Pelrí (Predica­ción de Pedro), apócrifo de los primeros decenios del siglo n, en un pasaje que fue usado por Arístides en su Apología y que nos ha llegado a través de Clemente de Alejandría, Stromata VI, 5, 41, 6.

25. La expresión, tan insistente, se halla en tácita polémica con el do-cetismo gnóstico.

26. Jn 5, 26. 27. Es uno de los más célebres aforismos antisabelianos. 28. Aquí Eusebio insiste en un juego de palabras entre Logos (Verbum)

como Hijo de Dios y logos (verbum) como palabra en su acepción cotidiana: nuestras lenguas no se prestan a conservar en su frescura primitiva estos jue­gos de palabras.

29. No es tanto una reminiscencia del logos endiathetos de Justino como un ataque contra el logos intermitente de Sabelio.

30. Supuesta confusión entre el Logos, concepto sustancial y viviente de Dios, y los logoi, conceptos que componen los mensajes de Dios dirigidos al hombre de la Sagrada Escritura.

31. Como era Marcelo. 32. El Logos (Verbo) de Dios. 33. Palabra cardinal en la polémica eunomiana (véase luego), en la que

designaba al Padre en contraposición al Hijo engendrado por él. 34. La formulación eusebiana suena como un veredicto de excomunión y,

a los oídos expertos en la Biblia, les sugiere una amenaza especialmente grave en cuanto excluye al adversario precisamente de los auspicios finales, dirigi­dos a los fieles, de 2Pe 3, 18. La gracia de Cristo aparece después, en el Nuevo Testamento, como elemento de salvación (Act 15, 11; lTim 1, 14), condición y principio de obtención de la herencia de la vida eterna (Tit 3, 7; IPe 1, 13) y Cristo mismo (2Cor 8, 9). San Pablo acaba por lo común sus cartas augurándola a sus corresponsales, como el Apocalipsis la pone en su última línea.

35. Véanse por ejemplo los testimonios de san Basilio en su epistolario: cartas 70, 90, 92, 231, 237, 238, 239, 243, 248, 256, 257, 258, 263, 266.

36. Ya que Arrio consideraba intercambiables «engendrar» y «crear» y juzgaba al Hijo como la primera de las criaturas, derivaba de ello que la paternidad de Dios, igualada a la creación, era extrínseca a su naturaleza y por consiguiente posterior a su subsistencia.

37. El apunte a la definición está tomado de Éx 3, 14. La definición de Dios como ser por excelencia crea en griego un juego verbal que más que eficaz es importante. La lengua castellana no se presta a los mismos efectos, que de alguna manera se intentan. Definir al Padre como «el Dios que posee el ser por su cuenta» y al Hijo como «aquel que no lo posee» crea entre ambos un abismo, tanto más insalvable cuanto la formulación, a través de la aparente exigencia filosófica, deja transparentar un desprecio que no existiría en el vocablo corriente de «criatura». «De aquello que no lo posee» equivale a «de la nada».

38. Esta fórmula —más frecuente en la redacción abreviada y con más ritmo de 9jv 5TE oúx ?jv— que varios Padres latinos tradujeron muy animo­samente con erat quando non erat, se convirtió pronto en divisa y emblema oficial del arrianismo.

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Notas (capítulo segundo)

39. Ya en Job 28, 20-27 hallamos una evidente personificación de la sabiduría, que guía la obra creadora y ordenadora de Dios; en Bar 3, 9-4, 4, la sabiduría se dirige sobre todo a la historia humana que se llena de peli­gros cuando aquélla está ausente y cobra esplendoroso vigor cuando está presente; en Prov 8, 22-36 acentúa su cualidad de persona autónoma respec­to de la de atributo divino y se presenta como norma eterna de la creación cósmica y, a la vez, como agente dador de felicidad y vida para cuantos la eligen con Ubre decisión moral; en Eclo 24, 1-34, la sabiduría es celebrada como anterior a los siglos, creada por Dios y dominadora del universo en su inmensidad, pero se pone claramente en evidencia también su benéfica acción sobre el hombre, sobre el que ejerce una fascinación impregnada de encanto y de vida; por fin, en Sab 7, 22-8, 1 alcanza su culmen una exaltación que, más allá de los más elevados atributos, la venera como una esencia claramente superior a la humana: «Porque es el hálito del poder de Dios, emanación pura de la gloria del todopoderoso. Por eso, nada manchado penetra en ella. Es reflejo de la luz eterna, espejo sin mancha de la actividad de Dios, ima­gen de su bondad. Siendo una, todo lo puede; y permaneciendo la misma, todo lo renueva. En todas las edades entra en las almas santas; hace de ellas amigos de Dios y profetas.» Siguiendo esta estela, san Pablo, en ICor 1, 24, proclamó a Cristo «poder de Dios y sabiduría de Dios» (1, 30; 2, 7-8); siguiendo estas mismas indicaciones la antigüedad cristiana consideró a la «Sabiduría» como uno de los epítetos distintivos del Salvador.

40. La inmutabilidad, que consiste en la exclusión de todo paso de un estado o modo de ser a otro, se caracteriza, según Aristóteles, por el acto puro, que es lo absoluto, la sustancia eterna, el primer motor inmóvil, Dios. La negación de esta cualidad atribuye inevitablemente al Verbo las imper­fecciones de la criatura.

41. Se dibujan en el trasfondo la idea platónica de la absoluta trascen­dencia divina y la neoplatónica de la total incognoscibilidad del Uno. La po­sición arriana se halla en contraste frontal con Mt 11, 27; Jn 6, 46; 10, 15; 17, 25.

42. El documento tiene el mérito de una linealidad integral. El postu­lado fundamental de que el Verbo es criatura ha sido desarrollado según un esquema perfectamente coherente. Para otros lugares en donde puede verse este credo sintético del arrianismo, véase san Atanasio, De decretis Nycaenae synodi 6, MG XXV, 425 AB; De sententia Dionysii 14, MG XXV, 501 B; Ad episcopos Aegypti et Libyae epistula encyclica 12, MG XXV, 564-565; Orado I adversus árlanos 5-6, MG XXVI, 21-24; 9 col. 29 AB; Oratio II, 34 col. 220 C...

43. La estructura del razonamiento es: toda generación implica, tanto en el engendrado como en el progenitor, una transformación y un cambio; pero Dios, como ser infinito, perfecto y absoluto, no es sujeto de transfor­maciones y cambios; por tanto, Dios no puede engendrar, por lo que el Hijo no fue engendrado, sino hecho. Pero también las demás cosas de la creación fueron hechas; por consiguiente, el Hijo es, como lo demás, una criatura aunque de nivel bastante superior.

44. Obsérvese la pesada materialidad del argumento. 45. Jn 1, 1.

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Notas (capítulo segundo)

46. Es decir: sacándolas de la nada. Es una fórmula típica del arrianismo de lengua griega. Cf. nota 37.

47. Mt 26, 39. 48. Esta afirmación de Jesús (Mt 24, 36; Me 13, 32) se habría conver­

tido en el caballo de batalla de los arríanos, que habrían insistido en ella para demostrar la inferioridad del Hijo respecto del Padre. Las rectificaciones ortodoxas fueron numerosísimas.

49. El Cristo arriano poseía una divinidad en grado reducido, partici­pada, por libre concesión, del Padre. Esta débil cualificación divina dependía, pues, de una gracia del Padre, del mismo modo que nuestra adopción como hijos: pertenecía, en suma a nuestro grupo, aunque fuera él la cabeza.

50. Dios había concedido a Jesús, constituyéndolo instrumento de la creación, tal «poder» para producir las cosas y una tal «supremacía» sobre las cosas producidas, que en la práctica podía considerársele hijo suyo. El carácter epigráfico de estas fórmulas se presta a un preciso modo de decir que genera eficazmente sensación de seguridad, pero que alcanza su efecto con menoscabo de la univocidad de la interpretación. De hecho también se puede entender que Jesús fue «unigénito», porque fue el único que Dios produjo a tan alto nivel de excelencia, así como «hijo», porque para crearlo, Dios empleó una potencia que no usó en ninguna otra circunstancia.

51. Nueva ambigüedad: en realidad se puede pensar que quiere soste­ner: a) que el Hijo estaba «hecho de sustancia», en cuanto criatura encar­nada, pero «no de la sustancia», por cuanto había sido creado de la nada y no de aquellas cosas que él mismo habría creado; b) que poseía una sustan­cia propia, pero que no derivaba de la sustancia por antonomasia, que es la divina. El desarrollo que sigue, exaltando la preeminencia de Jesús sobre las demás sustancias, más bien tiende a a).

52. Pero quizá también «de todas las cosas», según la grandiosa concep­ción de san Pablo.

53. En el capítulo anterior, M. Victorino había precisado las particulares acepciones del verbo «hacer» referido a Cristo y había confirmado el carácter de homousios (consubstantialis) con el Padre que era propio del Hijo.

54. Antes de proceder al desmantelamiento de Cándido, Victorino hace un resumen ceñido de las líneas esenciales de la demostración: es un acto de lealtad hacia el antagonista y hacia uno mismo, en cuanto le da seguri­dad, así como se la da a sí mismo, de que ha comprendido bien su pensa­miento, y es además una oportunidad dialéctica, en cuanto facilita al lector la percepción de las debilidades del otro y de la validez de la propia refu­tación.

55. En el latino circumduxhti puede admirarse la fina malicia del reto­rico, el cual, haciendo un guiño, utiliza un verbo que significa a la vez «dar rodeos en un discurso» y «burlarse».

56. El paso de faceré (hacer) a agere (traducido por ejecutar) esta cau­sado por una exigencia de claridad en la argumentación: el movimiento en faceré es menos aparente que en agere, que propiamente significa dar movi­miento, poner en marcha, hacer funcionar, instar y, de aquí, llevar a termi­no, ejecutar.

57. Las repeticiones verbales entre el final de un período y el comienz^ del siguiente y entre el comienzo y el final del mismo período son testimoni

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Notas (capítulo segundo)

de la maestría estilística del retórico, cuya refinada habilidad, cuando está, como ocurre aquí sostenida por una fuerte tensión, produce efectos muy lo­grados.

58. La recuperación del vocablo empleado por Cándido en el pasaje an­terior (incongruum) es a la vez puntualización e ironía.

59. Afirmación que se da como absurda. 60. El ataque victorioso ha consistido en romper la identidad, afirmada

por Cándido, entre «movimiento» y «mutación»; se sigue de ello que en Dios acontece el primero ya sea por creación ya sea por generación, mientras que la segunda queda excluida para entrambas. Las dos actividades divinas son puestas en el mismo plano: ha quedado superado el obstáculo para pre­ferir la generación.

61. La ambigüedad es evidente: es una de aquellas formulaciones de las que pueden hacerse las más divergentes interpretaciones: «segundo», ¿con­cierne a la naturaleza (arrianismo) o al orden lógico de la venida al ser (ortodoxia)?

62. Estamos aquí muy lejos del Cristo mediador (mesites) entre Dios y los hombres (existiendo ambos extremos) de san Pablo (lTim 2, 5); nos encontramos de lleno con el Cristo intermedio (mesóles) entre la naturaleza divina y la humana (no existiendo ninguna de las dos) que era un elemento típico del arrianismo, que en esto se inspiraba en doctrinas platónicas.

63. Pero este señorío ¿es preeminencia de naturaleza, o preeminencia de poder y de honor en la misma naturaleza?

64. El prefecto, sobre todo según el sentido literal del vocablo griego (subcomandante), es esencialmente un subordinado respecto del gran rey.

65. De una manera algo rebuscada, reclama que el Verbo es creador del mundo, tanto de la materia como del espíritu.

66. Este «vínculo» es más bien indeterminado: el participio griego su­giere con bastante claridad una idea de dependencia.

67. La imagen quedará explicitada en el cap. 12, p. 230, 2s: «El Verbo divino... brotando abundantemente de lo alto, de manera misteriosa, del óp­timo Padre, como de una fuente perenne e infinita, fluye como un río que se desborda todo entero para la salvación general del mundo.» La traduc­ción de fuente (el Padre) y de arroyo (el Hijo), que se emplea aquí para simbolizar la acción vivificadora del Verbo, suelen utilizarla los padres orto­doxos en general para esclarecer la identidad de naturaleza (análoga a la identidad del agua) entre las dos personas trinitarias. Cf. el pasaje de Ter­tuliano citado en p. 66s.

68. Acentos específicamente platónicos y neoplatónicos. 69. Hallamos juntos la generación, que presupone la igualdad, y el en­

cargo de superintendente del mundo creado, que implica inferioridad. 70. Aquí Eusebio contradice radicalmente un axioma normativo de los

arríanos: cf. notas 41 y 48. 71. Vuelven notablemente difuminadas las posturas destacadas en nota 62. 72. Por tanto, la divinidad absoluta: cf. nota 37. 73. Cf. Jn5,26. 74. Significa el carácter completo de las dos personas, en consecuencia su infinitud. 75. Cf. Jn 10, 38.

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Notas (capítulo segundo)

76. Cf. Col 2, 9. 77. Toda la especulación ortodoxa ha puesto siempre solícitamente de

relieve el misterio insondable que envuelve la realidad trinitaria, en antítesis con la pretensión arriaría —y sobre todo eunomiana— de transportarla den­tro de un área de entera competencia de la racionalidad humana. Los padres capadocios se muestran muy sensibles a este respecto. De la incomprensibili­dad de Dios tratan sobre todo las sugerentes cinco homilías de san Juan Cri-sóstomo en MG XLVIII, 701-748.

78. Cf. Mt 11, 27. 79. Cf. Col 1,15. 80. Cf. Jn 14, 9. 81. En la primera frase combate el sabelianismo, en la segunda el arria-

nismo. 82. El Padre, comunicando al Hijo la vida, le comunica necesariamente

su misma naturaleza: es una ley de la generación. 83. Destaca la doble y sutil antinomia entre «abarcar» y «comprender». 84. Cf. otra página admirablemente límpida, precisa, segura y técnica­

mente elegante en De Trinitate III, 4. 85. Es el emperador Constancio. 86. Reconocimiento burlón. 87. Sobre la identificación de Cristo y del mártir, cf. Act 9, 4-5. El tema

fue ampliamente citado por la patrística antigua. 88. El sacrilegio que contaminaba las manos de Constancio era, eviden­

temente, el hecho de las persecuciones contra los ortodoxos, con la intención de inducirlos a renegar de la divinidad de Cristo.

89. Esta proposición queda torpemente inserta en las estructuras prece­dentes.

90. El concilio de Nicea (325), durante toda la controversia arriana, fue el punto constante de referencia por parte de los ortodoxos. Asumió muy pronto un carácter casi sagrado de valladar contra el error.

91. Pese al esfuerzo de la traducción del latín, queda todavía manifiesta una vacilante yuxtaposición de frases que recuerdan el estilo hablado y remitente a un origen bastante modesto.

92. No se trata de la posesión externa de bienes, sino de la posesión interna de la naturaleza (divina).

93. En este caso estaríamos ante la creación (mantenida por los arríanos) y no ante la generación.

94. Es la relación persona-naturaleza. 95. En la Trinidad, naturaleza y divinidad son dos conceptos y una

única sustancia. 96. Como ejemplo de los sofismas y argumentaciones huidizas y enga­

ñosas con que Eunomio intentaba sorprender la buena fe de los católicos, para atraerlos hacia las propias teorías sin que se dieran cuenta, san Basilio ha citado poco antes: «La sustancia del Hijo fue engendrada, porque no existía antes de la propia constitución; fue engendrada antes de todas las cosas por voluntad del Padre.»

97. Es decir, amortigua las posibles reacciones impetuosas de los oyentes. 98. La paternidad eterna del Padre implica la coeternidad del Hijo, con­

dición fundamental para la divinidad de su naturaleza.

262

Notas (capítulo segundo)

99. Esta excusa por el empleo de un término se comprende sólo te­niendo presente que san Basilio ha usado patrotes, neologismo trinitario que en este caso es apenas conocido.

100. La anterioridad del Padre respecto del Hijo no es cronológica sino solamente lógica: su existencia fue contemporánea desde la eternidad. El Padre fue una causa que produjo instantáneamente su efecto.

101. Sobre todo de tiempo, pero también de sustancia. 102. Nótese el cambio de persona debido a descuido estilístico. 103. Desarrollos lentos y faltos de brillantez. Se identifican claridad y

descuido. 104. Hipótesis grotesca (¿cómo es posible engendrar a un hermano?) y,

además, polémicamente inútil. 105. Cf. Jn 3, 36 y 5, 23. 106. De los arríanos. 107. Cf. nota 77. 108. Recuérdese el pasaje anterior de san Basilio. 109. Cf. después Gregorio de Nacianzo. 110. Es fácil recordar de nuevo ecos basilianos. 111. El sujeto es: los eunomianos. 112. El razonamiento era, más o menos, éste: si el Padre y el Hijo

están señalados con nombres diversos y no es posible confundir uno con otro, es porque son entidades diversas e inconfundibles; entonces, si la divinidad pertenece a la entidad del Padre, no puede pertenecer a la del Hijo, el cual, en consecuencia, no es Dios.

113. La acción presupone anterioridad y superioridad del actor sobre la obra producida.

114. Es el gran descubrimiento de Gregorio: paternidad y filiación no son nombres de esencia (de hecho, pueden aplicarse a animales muy dife­rentes, traslaticiamente también a las plantas, en sentido figurado a casi cual­quier cosa y a los conceptos abstractos: pronunciándolos no sugerimos nin­guna precisación de esencia), ni de acción (el hecho de que uno sea Padre y que uno sea hijo no designa en realidad acciones), sino de relación (Adán, que no tenía padre humano, y una persona que no tenga hijos son hombres perfectamente iguales a otros que tienen padre e hijos: en cambio, uno es padre sólo en cuanto tiene un hijo y es hijo sólo en cuanto tiene un padre; estos nombres expresan, por consiguiente, relaciones).

115. El orador no se detiene en su postura, sino que la supera rápida­mente para reafirmar el concepto universal de que la generación supone identidad de naturaleza. La pertenencia a la familia —consagrada por la relación padre-hijo— implica comunidad de naturaleza, que viene explicitada en Dios, a quien no se puede aplicar la categoría de «familia».

116. Esta frase debe interpretarse a la luz de las anteriores: la idea de padre va, pues, en tal grado contraseñada indeleblemente por la de genera­ción (y, en consecuencia, por la de identidad de naturaleza), que aun cuando quisiéramos substituir por capricho la idea de generación por la de acción, permanecería igualmente la identidad de naturaleza.

117. Véase Himnos I, v. 229-253; 402-427; II, 87-226; III, 1-30- IV, 1-23; VI, 1-42; VIII, 1-71.

118. La primera raíz es el Padre. La traducción latina y castellana de

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Notas (capítulo segundo)

Logos por Verbo amortigua, no obstante, el significado originario del tér­mino, que en este caso se acerca al de «inteligencia». Sinesio quiere decir que el Hijo, en su misión específica creadora, actúa como inteligencia del Padre, en conformidad con la cual dispone el universo.

119. Antes «inexpresable», ahora «inefable»: es una terminología tan cristiana como filosófica y es difícil decir cuál de estas fuentes domina. En Sinesio se halla un sincretismo, en proporciones variables según los luga­res, de estoicismo (neo)platonismo, orfismo y gnosticismo. El cristianismo pasó a dominar después de su conversión, pero aquí el lenguaje demuestra todavía una formación indefinida que testimonia la incierta provisionalidad de su postura religiosa.

120. Metáfora de creador. El Padre engendró al Hijo como principio de todas las cosas. Las dos relaciones entre Padre e Hijo, e Hijo y mundo, se apoyan una a otra sin confundirse. La diferencia técnica entre generación y creación queda asumida en una inspiración lírica que funde felizmente la actividad creadora de las dos personas trinitarias.

121. Probablemente piensa en los ángeles, los hombres y los animales. 122. Es la idea paulina (Col 1, 16; Heb 1, 2) de Cristo intermediario

del Padre en la creación. Sobresale también, no obstante, el sentido de la generosidad donadora de Dios.

123. Transitivo en el original. Sinesio desarrolla el tema de Cristo orde­nador del universo, consecuencia de su actividad creadora. El «globo inmune a la vejez» es la esfera de las estrellas fijas, cuya eternidad parece que fue una idea común en Egipto.

124. Los siete planetas con sus cielos llevan a término su danza gran­diosa en el espacio a las órdenes del Hijo, de quien así celebran la sabiduría y el poder.

125. El Logos como fuerza cohesiva de la constitución del universo: es una idea común a los estoicos y a los padres de la Iglesia.

126. Expresión vagamente alusiva, característica de Sinesio, con la que abarca a los animales reales y todas aquellas fuerzas personificadas en las que tanto se complacía la especulación de la antigüedad tardía.

127. El Hijo de Dios —dice Sinesio— transmite desde el Padre, centro misterioso de todo, las dotes fundamentales propias de cada categoría de seres: da la inteligencia a todos aquellos que (ángeles y hombres) han tenido la suerte de la racionalidad; da el alma (la vida) a los que son vivientes; de él dependen los vegetales y de él sacan los minerales las fuerzas que los mantienen compactos. El cuadro es grandioso, pero le falta inspiración; los intentos de planteamiento sublime se apoyan sobre frases fríamente artificio­sas: tomar la bebida de un destino de racionalidad (haberle caído a uno en suerte la racionalidad), estar suspendido de la cuerda (depender de: no mejoraría para nada la situación una eventual reminiscencia homérica de litada VIII, 19). A Sinesio no le falta sensibilidad —que, no obstante, no sobrepasa demasiado los niveles ordinarios—, pero carece casi por completo de fantasía tanto en las ideas como en la expresión. Sus pesadísimos versos recaen inertes en cada intento de superación. Las Gracias no sonrieron en ellos ni tampoco la Venus lucreciana les infundió su aeternum leporem.

128. De la trascendente persona del Padre, de quien todo toma principio. 129. El autor pretende sugerir la progresiva creación de los mundos

264

Notas (capítulo segundo)

llevada a cabo por el Logos: primero, por orden de dignidad y de tiempo, los espirituales; después de éstos y —con una cierta eficacia de represen­tación plástica—, por su medio, llegan al ser los complejos mundos bioló­gicos que contemplamos sobre la tierra. Probablemente no es posible espe­cificar si el carácter indefinido debe entenderse en sentido físico (sin término o límite) o filosófico (no precisable).

130. En esta escala descendente de perfección, la materialidad del mundo visible recibe su ley y su orden de la racionalidad de los mundos superiores. En otras palabras: la sabiduría que aparece aquí abajo no es sino un reflejo y una imagen de la superior que reina allá arriba: en el cielo existen los prototipos de lo que, en la tierra, es copia.

131. Como demostración y ejemplificación de cuanto acaba de afirmar, con expresión prosaica, repite la idea tan común de que el sol físico es la figura del sol espiritual, que es Cristo.

132. Sujeto es el sol material, que regula la vida sobre la tierra. 133. Cf. Himno IV, v. 11-23. 134. El axioma eunomiano pretende conferir un valor ineludible a la

teoría arriana del ingénito. 135. Jn 10, 30. 136. Cf. Flp2, 6 y e n p . 61. 137. El autor continúa después (4, 5-5, 6) explicando los conceptos de

sustancia, accidente y relación. 138. Precisa que quiere hablar de la eterna generación del Hijo, en

oposición a la segunda generación acontecida, con la encarnación, en el tiempo.

139. El sentido es: puesto que no podemos hallar en la naturaleza el ejemplo de un ser eterno que derive de otro eterno, colocándonos en un plano a la vez de derivación y coeternidad, busquemos un ejemplo de seres coevos uno de los cuales derive del otro; habiéndolos hallado, proyecté­moslos sobre un plano de eternidad; de coevos, imaginémoslos coeternos.

140. La edición de Vander Plaetse lleva el imposible forte aliquis dicit; propondría por mi parte aliquis qui dicit, explicando la corrupción por ha-plografía.

141. Está comentando Jn 8, 42: «Yo salí y vengo de Dios; pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió.»

142. Jn 1, 14. 143. Entiéndase: cuando Cristo habla de su venida (cf. nota 141), alude

a su encarnación; anterior a la venida y dialécticamente contrapuesta a ella es su permanencia, morada, estada (con el Padre), es decir, su divinidad.

144. Sobre el trasfondo de la expresión se compenetran las imágenes del instrumento y de la vía.

145. Nosotros somos hijos de Dios por adopción, Cristo lo es por natu­raleza: es una de las verdades fundamentales del cristianismo y es uno de los puntos en que más han insistido los padres.

146. Sabemos cuánto ha investigado san Agustín en la relación entre fe y razón. Aquí la fe está considerada como alimento que da fuerzas para comprender.

147. En el Sermo CXXXIX, 3 (ML XXXVIII), san Agustín separó

265

Page 136: Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

Notas (capítulo segundo)

claramente al Hijo de Dios de los hijos de los hombres, los cuales, creciendo, se hacen iguales a los padres. Cf. nota 26, del cap. III.

148. De manera original reafirma la identidad de la naturaleza divina y la distinción de las personas. La derivación no se cambia en disminución debido a la persistencia de la divinidad.

149. Distinción y contraposición entre el Verbo de Dios, que permanece eterno, y el verbo del hombre (la palabra), que suena y desaparece en la nada. Es un detalle que se repite con mucha frecuencia entre los escritores cristianos antiguos.

150. Es un supuesto irreal que denuncia algo absurdo. 151. El sentido de la frase es: a tu parecer, el Hijo no ha degenerado

después del nacimiento, sino que inmediatamente fue considerado así. En este caso, la culpa recaería en el Padre, que los arríanos admitían como Dios.

152. En el párrafo siguiente, san Agustín confiere todavía mayor fuerza persuasiva a su tesis con una breve serie de imágenes exquisitamente espon­táneas y vivas.

Capítulo III (p. 99-135).

1. Sobre la unión hipostática, véanse nuestro Vocabulario mínimo y el pasaje de san Agustín citado en p. 105s.

2. Copia del término usado con agrado por los padres griegos. 3. Muy poco antes ha aludido a un nombre inefable de Cristo, conocido

sólo por el Padre, y luego a otro con el cual le designan los ángeles. 4. Tenemos documentación de esta ignorancia incluso en historiadores

ilustres: emplean de hecho la dicción Cresto quizá Tácito, Atinóles XV, 44, ciertamente Suetonio, Claudius 25, 11. Aluden a esta pronunciación también Justino, I Apol., 4, 5 y Tertuliano, Apologeticum, 3, 5.

5. Se hacía con aceite y aromas específicamente indicados (Éx 30, 23-25): el perfume simbolizaba y personificaba la adoración a Dios (Éx 30, 34-38); el aceite era, a su vez, signo de gozosa seguridad (Sal 23 (22), 5), de bien­estar (Miq 6, 15), de abundancia (Jl 1, 10), de lenitivo para llagas y heridas (Is 1, 6).

6. Sobre la capacidad de la unción para conferir el poder sacerdotal al servicio de Dios, véase Éx 28, 41; 30, 30; Lev 8, 12. Inicialmente esta consagración estaba reservada al sumo sacerdote, pero más tarde (2Mac 1, 10) se extendió a todos los sacerdotes. Sobre el primer rito de consagración regia con aceite, véase lSam 10, 1, donde los protagonistas son Samuel y Saúl.

7. Lactancio, De mortibus persecutorum 19, nos trasmite el relato del nombramiento de Maximino Daia como cesar: Galerio presentó a Maximino al público y le quitó la vestís privata, luego Diocleciano lo envolvió en su misma purpura, que previamente se había sacado. Era la investidura, parte sustancial de la ceremonia de la elevación, que quedaba no obstante con­firmada por el consentimiento del ejército, sustitutivo del de los ciudadanos. Diocleciano, con aquel acto, volvía a ser ciudadano privado, puesto que, con la púrpura, había transferido también la dignidad imperial al nuevo sobe­rano. Sólo a partir de Constantino, la diadema se convirtió en el signo defi­nitivo del supremo poder.

266

Notas (capítulo tercero)

8. Es el verso 49 del libro IV de la Odisea, luego nuevamente utilizado como verso 88 del XVII: en el primer caso el poeta narra la recepción de los huéspedes invitados a un banquete por Menelao: «Después de que las •esclavas los lavaran y ungieran con aceite» se revistieron un manto de lana...

9. Mesías es transcripción griega aproximativa del participio pasivo del verbo hebreo que significa «ungir». Usado 35 veces en la Biblia hebrea, las 30 veces que posee valor de sustantivo indica al rey elegido por Dios. En Sal 2, 2, el Rey, puesto de esta manera en perfecto paralelo con Dios, parece sugerir algo más que una simple aparición histórica: se perfila una alianza destinada a superar las contingencias. A partir del siglo II a.C, en el apócrifo Enoch 48, 10 (Charles II, p. 217), se convierte en apelativo reservado al elegido de Dios y fue un epíteto que Jesús mismo reivindicó para sí (Mt 16, 16-20; Me 14, 61-62), ya que «Dios lo ungió con Espíritu Santo y poder» (Act 10, 38).

10. Participio perfecto medio del siguiente áXe£<pea0ai (ungir): fue la forma adoptada por Áquila, que, hacia el 140 d.G, tradujo al griego la Biblia ateniéndose al texto hebreo con una escrupulosa fidelidad literal.

11. Sobre la realeza mesiánica de Cristo en el Antiguo Testamento, véase Sal 2, 6-9; 71 (72), 1-17; 88 (89), 28-30; 109 (110), 2-3; 144 (145), 13. Sobre la que Jesús reconoció, véase Mt 21, 5 (Le 19, 38; Jn 12, 13 y 15); Mt 27, 11 (Me 15, 2; Le 23, 3; Jn 18, 33-37); Jn 1, 49.

12. Cf. Jn 18, 36. 13. El momento para Cristo de ocupar el reino terrenal vendrá sólo

al final de los tiempos, en la parusía, cuando vuelva glorioso con potestad de juez y señor: recuérdese Mt 13, 39; 24, 3; 2Pe 3, 12.

14. Cf. lTim 1, 17 y también Ap 17, 14; 19, 16. 15. Clara postura antiarriana. 16. Posible reflejo de los motivos simbólicos que contribuyeron a fijar

la navidad el 25 de diciembre. Es sabido que Aureliano, en el 274, introdujo la celebración del Sol invictus pata el 25 de diciembre, como término del solsticio de invierno, y que Juliano el Apóstata, en el 362, escribió un discurso, De solé rege, que debía leerse en Roma para aquella misma fecha. Otras tradiciones concordaban en el hecho de asignar para aquel día una fiesta del dios de la luz, por lo que el cristianismo, que se complacía en conservar las formas transformando su espíritu, acogió aquella solemnidad transfiriéndola a la figura de Jesús, sol y luz sobrenatural. La celebración litúrgica surgió en Roma, con mucha probabilidad, bajo el papa Liberio (352-366). San Agustín, en los Sermones 190, 195, 196, por encima del valor metafórico, vio en la navidad del 25 de diciembre una certeza de tipo histórico.

17. El paralelismo de Cristo, que como Dios no tiene madre y como hombre no tiene padre, es el desarrollo de un punto que sugiere Heb 7, 3.

18. Con toda probabilidad, es una glosa inserta por quien distribuyó los sermones de san Agustín según el ciclo de las fiestas anuales para utilizarlos luego como homilías litúrgicas. Este sermón fue asignado al día de navidad. Apoya esta opinión la dificultad de conectar con la navidad el pasaje de Juan que aquí se comenta.

19. La redención fue verdaderamente una nueva creación en el plano espiritual. El juego del verbo simple con el compuesto (fecit - refecit) no

267

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Notas (capítulo tercero)

es meramente una complacencia retórica superficial sino una acertada forma de subrayar un grandioso concepto teológico. San Agustín lo utilizó varias. veces.

20. Cristo fue el creador del mundo y de la humanidad. Cf. Jn 1, 3; Col 1, 16; Heb 1, 2.

21. Por tanto, es totalmente Dios. 22. Véase nota 148 del cap. II . 23. Obsérvese la conexión entre identidad de acción e identidad de

naturaleza. Es uno de los temas básicos de la discusión cristológico-trinitaria. 24. Se distingue claramente entre generación y creación. Frente a la

inevitable igualdad de la primera, se pone la libre incertidumbre de la segunda.

25. Sintaxis popular — estamos en un sermón — de un carácter inmediato franco y colorido.

26. Es una afirmación de proyección antiarriana fundamental. La con­cesión en el momento del nacimiento, por una lógica interna que revista carácter de necesidad, implica la igualdad de naturaleza, que queda, en cambio, excluida en una donación sucesiva, que se reduciría a una simple gracia contingente, del tipo de las que Dios concede a los hombres. En Cristo habría habido entonces una evolución; en todo caso, habría llegado a una forma de divinidad como culmen y recompensa de un progreso moral (cf. el crescendo de la nota 147 del cap. II). Pero ésta era la teoría del Logos treptos (Verbo mudable) anunciada por Arrio en su Thalia (cf. san Atanasio, Adversus árlanos oratlo I, 5 MG XXVI, 21 C), donde enseñaba que también el Verbo era mudable por naturaleza y habría podido cambiar, como todos los demás, pero que permaneció bueno por decisión de su libre albedrío. Conociendo de antemano esta bondad, Dios le habría concedido aquella gloria que luego poseyó como hombre por causa de su virtud. Véase también Ad episcopos Aegypti et Libyae epistula encyclka contra árlanos § 12 (MG XXV, 564 C). De hecho era una repetición de la postura de Pablo de Samosata (elegido obispo de Antioquía hacia el 260), el cual había sostenido que Jesús, sólo hombre, por la perfección de su vida había merecido ser revestido de una dignidad de algún modo divina. Estas ideas fueron después reasumidas por Fotino, muerto el 376.

27. El latín manifiesta una técnica expresiva, concisa y precisa, que en griego había consagrado san Gregorio de Nacianzo. Cf. nota 171 y el pasaje a que se refiere. Los términos masculinos significan la persona, los neutros la naturaleza, con lo que se afirma que el Padre y el Hijo son dos personas diversas (antisabelianismo), pero no dos naturalezas distintas (antiarrianismo).

28. Responde a la hipotética objeción de quien admitiese la concepción virginal de María pero no aceptase el parto virginal, en nombre de la ley común del parto.

29. En sustancia, es el mismo concepto de Tit 3, 7 (cf. 1, 2), pero expre­sado más vigorosamente por una endiadis apoyada en ITim 1, 1 y en Jn 3, 16 y 36; 5, 24 y 40; 6, 33-35, 40, 47-54, 63 y 68; 8, 12; 10, 10 y 28; 11, 25; 12, 50; 14, 6; 17, 2-3; 20, 31: Las citas documentan el carácter central de esta idea.

30. Cf. Jn 1, 1 y, poco después, 1, 14. 31. Cf. san Pablo: notas 83 y 123 del cap. I.

268

Notas (capítulo tercero)

32. Cristo, en su persona, ha hecho visible a Dios (Jn 14, 9), que es invisible por naturaleza (Jn 1, 18; lTim 6, 16; ljn 4, 12). Aquí, no obstante, la visión no queda restringida al dato físico, sino que llega hasta la adhesión espiritual.

33. Cf. Gen 2, 7. 34. Cristo quiere, pues, reformar al hombre actuando en aquella misma

carne humana que había caído y que asumió por acción del Espíritu Santo. 35. Alusión indirecta a los ángeles. 36. El sentido es que, cuando Dios interviene para producir algún efecto

noble, no degrada o depaupera la materia que utiliza. Así, la creación de Adán con un poco de tierra no cambió la otra tierra que no fue utilizada, y la creación de Eva por medio de Adán no quitó nada a este último. Dios no toma, sino que da, como se manifiesta en la circunstancia de que Eva no quedó parte tomada de Adán sino que fue hecha persona completa. De igual modo —sugiere Gaudencio—, Dios no privó a María del sello de la virgini­dad, aun cuando de ella derivó la persona del Hijo.

37. Gen 2, 23. 38. Son la concepción y el nacimiento milagrosos de Cristo, determinados

por él mismo. 39. La admirable lucidez del pensamiento se apoya estupendamente en

la clara precisión de la forma de la redacción latina, aunque pierde brillo y se atenúa en la traducción.

40. En estos dos incisos (pesadez carnal - lentitud de fe), el paralelismo estilístico se corresponde con el conceptual.

41. Cf. Jn 20, 19-29. 42. Le 24, 39. 43. No pone en duda la historicidad del hecho, sólo destaca su condición

para que pueda actuar sobre el alma humana. También la fuerza persuasiva del milagro puede quedar embotada por causa de un racionalismo escéptico.

44. El vocablo evidencia el carácter transitorio de nuestra vida terrena, desprovista de morada permanente: «No tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos buscando la futura» (Heb 13, 14).

45. Es frecuente entre los padres la relación entre el parto virginal de María y la salida de Jesús del sepulcro sin mover la piedra y su entrada, sin abrir la puerta, en la casa en que se hallaban los apóstoles.

46. Q . Jn 1, 1 y 14. 47. Fórmula cristológica perfecta, que se opone por sí sola a todas las

herejías que se refieren a la encarnación. 48. Cf. Jn 10, 30. 49. Cf. Jn 14, 28. 50. Los dos términos marcan la distancia entre humanidad y divinidad. 51. Cf. Jn 1, 14 y recuérdese Le 2, 40 y 52. Esclarecedora relación

dialéctica entre naturaleza y gracia en Cristo. 52. Con «mismo», afirma la identidad de persona entre el Hijo de Dios

y el Hijo del hombre, con «ambas cosas de ambas cosas» reafirma la divinidad proveniente de la divinidad y la humanidad proveniente de la humanidad, y con «un solo Cristo» insiste en la unidad de persona en Cristo, contrastando el planteamiento de la escuela de Antioquía que, con Diodoro de Tarso y Teodoro de Mopsuestia, tendría a aflojar las relaciones entre los dos compo-

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Notas (capítulo tercero)

nentes en Cristo, y que, con las teorías que se atribuyeron a Nestorio, habría llegado a separarlos tanto que los hacía casi autónomos.

53. Cf. Flp 2, 6-7 y véase p. 61-62. 54. Era el planteamiento clásico en la polémica antiarriana. 55. Tertuliano se extendió sobre las profecías mesiánicas del Antiguo'

Testamento en el Adversus Marcionem III, 20-24. 56. El apologista ha recordado hace poco la posición privilegiada de los

hebreos ante Dios, su infidelidad y su repudio, sustituidos por adoradores abiertos a una religiosidad superior. La «doctrina» es aquella más perfecta que Jesús habría introducido en lugar de la hebraica. La braquilogía, tan con­natural a Tertuliano, a través del «remodelar», alude a la renovación íntima que hace Cristo de la antigua ley, tal como testifica todo el Nuevo Testamen­to y en especial Heb 8, 6-13, y a través de «iluminar» evoca la idea de Jesús como «sol naciente» que viene a salvar de las tinieblas y de la sombra de la muerte (Le 1, 78-79; Mt 4, 16), como luz del mundo (Jn 8, 12; 9, 5; 12, 46), como única luz venida para todos los hombres (Jn 1, 4 y 9) y como el único capaz de hacer hijos de la luz (Jn 12, 36) y luz del mundo (Mt 5, 14; Ef 5, 8; Flp 2, 15). El cristianismo se presenta, pues, como novedad y como luz: las dos palabras no significan acción sobre un objeto antecedente sino proyección hacia un objeto futuro.

57. Tertuliano se esfuerza en distinguir bien la filiación divina de Cristo' respecto del Padre de aquella filiación torpe de tantos semidioses respecto de Júpiter. Sobre los amores del rey del Olimpo con su hermana, recuérdese a Juno (Apol. 14, 3; 25, 8), sobre los amores con las hijas, Proserpina y Venus, y sobre los amores con la mujer de otro, Alcmena, desposada con Anfitrión. San Epifanio, Ancoratus 105, 5 (ed. K. HoU, GCS, 1915, p. 127, 12-13) dijo que «Zeus podía llegar a ser el marido de todas las mujeres».

58. Los transformismos eróticos pensados por Zeus cristalizaron en la figura de dragón para Proserpina, de toro para lo, Europa y Pasifae, de cisne para Leda, de águila para Ganimedes...

59. Acrisio, rey de Argos, había sido avisado por el oráculo de Delfos que el hijo que había de nacer de su hija Dánae tendría que matarlo. Ence­rró entonces a Dánae en una torre de piedra (o de bronce), pero Zeus, que se había enamorado de ella, la alcanzó en forma de lluvia de oro, por lo que ella concibió y dio a luz a Perseo.

60. Cf. Apol. 11, 14: «Vosotros divinizáis a todos los mayores crimi­nales para agradar a vuestros dioses.»

61. La impudicia no se considera inherente al matrimonio normal, sino implícita en el adulterio común, el cual, aunque culpable, representa siempre algo de mayor dignidad que los amores teriomórficos de Júpiter y de sus extrañas metamorfosis.

62. Tertuliano traza una escala ascendente de nobleza en el nacimiento de Cristo: partiendo de las vergonzosas aventuras de Júpiter, pasa al adulterio, de aquí al matrimonio, que queda superado por la concepción virginal. El tipo de formulación y la falta de precauciones apologéticas inducen a pensar que el escritor africano ignoraba las insinuaciones calumniosas contra la Vir­gen lanzadas, una veintena de años antes, por Celso y más tarde rechazadas por Orígenes: cf. Contra Celsum I, 32-33.

63. Véase Apol. 17, 1, donde los tres sustantivos están sintéticamente

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Notas (capítulo tercero)

explicados. No son, por lo demás, otra cosa que una circunlocución de «Ver­bo» (Logos), en cuanto los dos primeros son traducción latina y el tercero una definición oficial (cf. ICor 1, 24). Sobre la obra de Cristo como creador del mundo, véase nota 21.

64. Zenón, nacido en Citio (Chipre), que vivió entre el 336 y el 264 a.C, fundó en Atenas la escuela estoica. Para su teoría del logos cósmico, véase M. Pohlenz, La Stoa. Storia di un movimento spirituale, vol. 1, Florencia 1967 (ed. original, Gotinga 1959), p. 128: La teoría del logos tenía detrás de si una larga historia. Sin duda, Zenón recibió el influjo más directo de He-raclito, quien por primera vez en la historia ve en el logos el sentido del universo... Fue mérito total de Zenón haber hecho de este logos una fuerza creadora que transforma la materia en cosmos, haber seguido la actuación del logos en todos sus procesos singulares, haberlo elevado a guía del hombre en el camino de la vida.» Sobre el logos plasmador del mundo, véase I. von Arnim, Stoic. Vet. Vragm. II, n. 1168, y para relacionar el resto de afirma­ciones de Zenón con los conceptos aquí aludidos véase ibídem I, n.os 85, 87, 160, 161, 530, 532; II, 300, 913, 937, 945, 997, 1076.

65. Cleantes (303-223 a.C.) sucedió a Zenón en la dirección de la escuela estoica y supo compenetrar las severas aspiraciones filosóficas del entendi­miento con una filosofía animada por una profunda entonación religiosa. Una equivalencia entre espíritu y alma racional había sido ya proclamada por Ze­nón, Stoic. Vet. Vragm. I, n. 88; para la correspondencia entre Logos de Dios y espíritu corpóreo, véase ibídem II, n. 1051.

66. Véase nota 63. 67. El Verbo, en cuanto creador, es obviamente espíritu ya que actuó

como persona trinitaria en época muy anterior a la encarnación. Véase Adver­sus Praxean 8, 4: «El Verbo está formado por espíritu y, por así decir, el espíritu es el cuerpo del Verbo.» Tertuliano usa la terminología estoica como propedéutica para los paganos a la noción de Verbo, pero, conociendo la in­terpretación materialista que los antiguos filósofos daban de ella, se abstiene de apoyarla de cualquier manera. Sin embargo, el uso general que Tertuliano hace de estas categorías mentales no excluye la posibilidad de que, también para él, en el concepto de espíritu entrase cierta forma tenuísima y suti­lísima de materialidad. Es sumamente difícil, sobre todo para los que empie­zan, depurar por completo la terminología de los demás, orientada a nuevos contenidos, de los valores originarios.

68. Tomada con variaciones formales de Apol. 17, 1. 69. Esta teoría (de la prolación) de Tertuliano, Adversus Praxean 8, 5,

es muy distinta de la valentiniana. Para los católicos, el Hijo proviene del Padre como persona autónoma, pero conservando la unidad de naturaleza; para los gnósticos el eón derivado no conservaba ya ninguna relación con el de origen.

70. Cf. Jn 4, 24. Desde el punto de vista teológico el distanciamiento con respecto a la acepción estoica de «espíritu» es clara: pueden quedar im­palpables huellas en el ámbito de la deducción filosoficoteológica.

71. La semejanza (Heb 1, 3), destinada a ser citada repetidas veces con adecuaciones específicas, tiende y llega a demostrar tres verdades de fondo: identidad de la naturaleza, distinción de las personas, falta de cambios (aquí empobrecimiento) introducidos en Dios por la actividad generadora. El esta-

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Notas (capítulo tercero)

dio arcaico de la elaboración se pone en evidencia en el malogrado contraste entre parte y totalidad (también en Adversus Praxean 9, 2) que introduce una limitación en el Hijo. Pero no se trata de insuficiencias teológicas, sino más bien de inexperiencias de un lenguaje que se está formando con difi­cultades. Estas aproximaciones provisionales sirven para revelarnos la dificul­tad de un camino y hacernos apreciar el valor de las formulaciones perfectas definitivas.

72. Creemos que los difíciles tecnicismos modulus y gradus se entienden aquí como «orden de sucesión» y «paso» (Adversus Hermogenem 7, 4: «La divinidad no tiene grados, siendo única»). La expeditiva afirmación de J.N.D. Kelly según la cual gradus es igual al griego taxis no es satisfactoria. El ma­tiz de subordinacionismo que se ha querido ver en Tertuliano es seguramente inconsciente e involuntario. Nace, en parte, de un cierto afán especulativo por el que el autor, presionado por la exigencia de esclarecer verdades com­plementarias, pero aparentemente antagónicas, fijó su atención en problemas particulares, rozando con enunciados temporalmente postizos (véase, entre otros pasos, Adversus Hermogenem 18, 2) otros que, por el momento, mar­ginaba en la penumbra; provienen, en parte, de la difícil individuación se­mántica de los vocablos forzosamente dotados por él de una acepción que les era extraña en la lexicografía corriente, pero que constituían su único recurso, por cuanto, comparados con neologismos desconocidos por casi todos, ofrecían al menos una base analógica de la que partir. Son verdaderamente demasiado frecuentes e insistentes sus proclamaciones sobre la identidad de naturaleza entre Padre e Hijo: cf. Adversus Praxean 9, 1...

73. El Hijo a matrice non recessit sed excessit: fórmula espléndida que testimonia un excepcional poder de penetración conceptual y una rara maes­tría estilística. Si en Tertuliano hay verdaderamente muchas cosas provisio­nales, también hay en realidad muchas cosas definitivas nunca superadas.

74. El antidocetismo es una de las grandes batallas de Tertuliano. 75. El «espíritu» es el espíritu divino del Verbo. El autor se esfuerza

aquí en ilustrar el homo Deo mixtus y no podía ciertamente preocuparse de desenmascarar un apolinarismo que se hallaba todavía muy allá del horizonte. Para él, «carne» era la naturaleza humana en su totalidad, contrapuesta a la naturaleza divina.

76. Sarcástica alusión a las numerosas leyendas mitológicas de los dioses aparecidos sobre la tierra en forma humana. Véase la curiosa anécdota de Act 14, 8-18.

77. Véase, poco después, y cap. 23, 12-19. 78. Que hayan sido los demonios quienes sugiriereran falsas supersticio­

nes para desacreditar las verdades cristianas remedándolas estúpidamente se afirma en el cap. 47, 11. La idea había sido ya combatida por san Justino, I Apol. 54, 2 y Dial. 69-70.

79. Véase nota 56. Cf. también Mt 2, 4-6. 80. Ecos ya remotos de una espera inminente de la parusía que se di­

fundieron en algunos ambientes de la primera generación cristiana: lTes 4, 15; IPe 4, 7; Ap 1, 3. La recuperación de estas insinuaciones se adaptaba bien al carácter proféticamente tempestuoso de Tertuliano.

81. Cf. Mt 26, 64; Me 14, 62; Le 22, 69-70; lTes 4, 16-17; Ap 20, lM 2 -82. Véase Sal 97 (98), 7-9; Is 13, 9; Jl 2, 1; Sab 1, 8-9.

272

Notas (capítulo tercero)

83. Sobre el proder cegador del pecado, véanse los durísimos pasajes de Is 6, 9-10; Mt 13, 10-15; Me 4, 11-12; Jn 12, 37-40; Mt 6, 22-23; Le 11, 34-35; Jn 3, 19-21; Act 26, 18; Rom 1, 21; 2Cor 6, 14; Ef 5, 8-11.

84. Cf. Is 6, 9-10. 85. Es la humiliación conectada con la encarnación. El texto clásico es

Flp 2, 7-8. 86. El término es una transposición aproximativa de la acusación lanzada

por los fariseos, en connivencia con Beelzebub (Mt 9, 34; 12, 24), que ha­bría sido incomprensible al público latino al que Tertuliano se dirigía. Podía haberle sido insinuado por Justino, Dial. 69.

87. Cf. Mt 4, 24; 8, 16 y 28-32; 9, 32-33; 12, 22; 15, 22-28; 17, 14-18... 88. Véase nota 51 del cap. VIL 89. Cf. Mt 8, 2-3; Me 1, 40-42; Le 5, 12-13 / Le 17, 11-14. 90. Véase nota 53 del cap. VII. 91. Véase nota 58 del cap. VIL 92. Cf. Mt 8, 23-26; Me 4, 36-39; Le 8, 22-24. 93. Cf. Mt 14, 22-33; Me 6, 45-51; Jn 6, 16-21. 94. Cf. Rom 1, 16; Heb 5, 9; Jn 3, 17; 4, 42; 12, 47; ljn 4, 14;

lTim 2, 4. 95. Cf. Jn 1, 1; 8, 58; 17, 5 y 24; Col 1, 17; Heb 1, 2. 96. Cf. Rom 8, 29; Col 1, 15 y 18; Heb 1, 6; Ap 1, 5. 97. Cf. Le 2, 47 / Mt 9, 2-6; Me 2, 5-12; Le 5, 20-25 / Mt 12, 2-8; Me 2,

24-28; Le 6, 2-5 / Mt 12, 10-14; Me 3, 1-6; Le 6, 6-11 / Mt 12, 24-29; Me 3, 22-30; Le 11, 15-20 / Mt 12, 38-42 / Mt 13, 54-58; Me 6, 2-6; Le 4, 16-29 / Mt 15, 1-14; Me 7, 1-13 / Mt 19, 3-12; Me 10, 2-12 / Le 19, 39-40 / Mt 21, 15-17 / Mt 21, 23-27; Me 11, 27-33; Le 20, 1-8 / Mt 21, 45-46; Me 12, 12; Le 20, 19 / Mt 22, 15-22; Me 12, 13-17; Le 20, 20-26 / Mt 22, 23-33; Me 12, 18-27; Le 20, 27-40 / Mt 22, 34-46; Me 12, 28-37; Le 10, 25-37; 20, 41-44.

98. Cf. Me 11, 18; Jn 12, 19. 99. Cf. Mt 27, 2; Me 15, 1; Le 23, 1; Jn 18, 28. 100. Extrañísima impropiedad expresiva, sobre todo si se compara con

la exactitud de Le 3, 1. Pilato fue en realidad procurador de Judea del 26 al 36 y dependía del legado romano de Siria, aunque gozaba de una notable autonomía administrativa. Es inútil precisar por lo demás que Pilato era un magistrado romano y no un reyezuelo que gobernaba «por cuenta» de ellos. Siguiendo a Tertuliano, dieron a Pilato jurisdicción sobre Siria también san Cipriano, Quod idola 13, como procurador, y Lactancio, Divinae institutiones IV, 18, 4 y Epitome 40 (45), 8 incluso como legatus.

101. Curioso disfraz legal de un alboroto callejero. 102. Para los tres grupos más importantes de predicciones de la pasión,

véase Mt 16, 21; Me 8, 31; Le 9, 22 / Mt 17, 22-23; Me 9, 31; Le 9, 44 / Mt 20, 18-19; Me 10, 33-34; Le 18, 32-33. Véase además Mt 26, 2 / Me 14, 8 / Mt 26, 21-25; Me 14, 18-21; Le 22, 21-23; Jn 13, 21-26 / Mt 26, 31-34; Me 14, 27-30; Le 22, 31-34; Jn 13, 38 / Mt 26, 29; Me 14, 25; Le 22, 15 / Jn 13, 1-3; 18, 4.

103. Véanse los testimonios globales de Le 18, 31; 24, 26-27, 44-46; Jn 1> 45; 5, 39-47 y las citas explícitas de profecías del Antiguo Testamento en Mt 2, 5; 13, 35 / Mt 26, 24; Me 14, 21; Le 22, 22 / Mt 26, 31; Me 14, 27

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Notas (capítulo tercero)

/ Mt 26, 54 y 56; Me 14, 49; Jn 18, 9 / Mt 27, 9-10 / Mt 27, 35; Jn 19, 24 / Me 15, 28 (?); Le 22, 37 / Le 1, 70; Jn 12, 37-41; 13, 18; 15, 25; 17, 12; 19, 28 y 36-37... Act 3, 18; 8, 32-35... ICor 15, 3-4...

104. El carácter único de aquellos prodigios es significativa: la compro­bación (indiscutible) se convierte en apología (irrefutable).

105. La voluntariedad de la muerte está atestiguada por el grito que la acompañó (Mt 27, 50; Me 15, 37; Le 23, 46), que demostraba un vigor ausente en los demás condenados que expiraban por consumación progresiva.

106. Cf. Jn 19, 30. 107. Cf Jn 19, 31-33. 108. Mt 27, 45: «Desde la hora sexta hasta la hora nona quedó en ti­

nieblas toda la tierra.» Cf. Me 15, 33; Le 23, 44. «Toda la tierra» se entien­de relativamente al horizonte que delimitaba Judea.

109. La hipótesis del eclipse está atestiguada por los Hechos de Pilato 11, 2 (ed. ítal. Vannutelli, p. 110). Orígenes, In Matth. 27, 45 commentario-rum series (ed. Klostermann - Benz, GCS, Orígenes XI, 1976, p. 272, 1-24 y MG XIII, 1872) demostró su inconsistencia por tratarse de la época del ple­nilunio. Cf. san Agustín, Episl. CXCIX, 34

110. En el Adversus iudaeos 10, 17, Tertuliano mismo cita a este respec­to la profecía de Amos 8, 9, y Lactancio, en Bivinae institutiones IV, 19, 3-4, a Amos añade Jeremías 15, 9. Podrían también alegarse Jl 2, 10; 3, 4; 4, 15; Is 13, 10; 50, 3.

111. Con intención sarcástica. 112. Véanse las predicciones sobre la pasión en nota 102. 113. Cf. Mt 27, 62-66. 114. Cf. Mt 28, 2-4; Me 16, 3-4; Le 24, 2; Jn 20, 1. 115. Cf. Jn 20, 5-7. Es el texto fundamental para el sudario. 116. Cf. Mt 28, 11-15. 117. Es la misma motivación adoptada por Jesús para enseñar con pa­

rábolas. Cf. Mt 13, 11-15; Me 4, 11-12. 118. San Pablo, 2Tim 4, 7-8 la precisa en la «corona de justicia». 119. La pertenencia se afirma desde el punto de vista administrativo ro­

mano. 120. Cf. Mt 28, 18-20; Me 16, 15-20. 121. Cf. Me 16, 19; Le 24, 51; Act 1, 9. 122. Livio, I, 16, 5-8, cuenta que, ante la inquietud de los romanos,

atemorizados por la desaparición de Rómulo durante un temporal, Próculo Julio les dio confianza de que el héroe se le había aparecido y que había subido a los cielos diluyéndose. Plutarco, Romulus 28, 1-6, añade de su parte colores más vistosos a la narración de Livio. Suetonio, Augustus 100, 7, en el relato del funeral del emperador añade, además, que «no faltó un ex pretor que jurase haber visto, después de la cremación, cómo su espíritu subía al cielo». El detalle estaba destinado a la repetición, de modo que se convirtió casi en un rito de la ceremonia: cf. Justino, I Apol. 21, 3, y Ter­tuliano, Be spectaculis 30, 3. Como burla de la versión Rómulo-Próculo, véase también Adversus Maráonem IV, 7, 3, y Minucio Félix 24, 1.

123. Sus declaraciones sobre la inocencia de Jesús y sus intentos de sal­varlo (Mt 27, 13-24; Me 15, 4-14; Le 23, 3-22; Jn 18, 29-19, 15) le des­pertaron simpatías en determinados sectores del cristianismo primitivo. Le es

274

Notas (capítulo tercero)

bastante favorable el Evangelio de Gamdiel que, en su forma actual, se re­monta al siglo v-vi, pero contiene elementos bastante más antiguos.

124. Casi cierta alusión a dos apócrifos del siglo II: los Acta Pilati, que narraban el proceso, la muerte y la sepultura de Cristo siguiendo los vesti­gios evangélicos completados con testimonios orales, y la Anaphora Pilati (o Epístola de Pilato a César), informe a Tiberio sobre el asunto de Jesús.

125. Tertuliano establece un antagonismo absoluto entre el cristianismo y el imperio romano, que consideraba constitutivamente impregnado de pa­ganismo. Por otro lado, las antítesis formaban un elemento inseparable de su carácter. Véase De praescriptione baereticorum 7, 9-12: «¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén, la Academia y la Iglesia, los herejes y los cristia­nos? Nuestra formación proviene del pórtico de Salomón... Allá ellos, los que proponen un cristianismo estoico, platónico y dialéctico. Nosotros no sen­timos ningún afán de novedades después de Cristo Jesús, ni de otras inves­tigaciones más allá del evangelio.» Es de admirar este orgullo intransigente; sólo tiene el defecto de olvidar que el cristianismo era levadura destinada a fermentar toda la pasta de la historia.

126. Cf. Mt 28, 19; Me 16, 15; Act 1, 8. 127. Nos hallamos en el segundo estadio del desarrollo de la Iglesia:

subido Jesús a los cielos, tomaron el relevo sus discípulos. Comienza la gran misión.

128. Los Actos de los apóstoles y las cartas de san Pablo suministran una exhaustiva información al respecto. En Scorpiace 10, 10, Tertuliano de­fine las synagogae iudaeorum como fontes persecutionum.

129. Muy conocida es la triunfal afirmación de Apol. 50, 30: «La sangre de los cristianos es una semilla.»

130. Cf. Act 5, 41. 131. La persecución de Nerón, famosa por haber sido la primera y por

haber tenido como víctimas ilustres a san Pedro y san Pablo, comenzó pro­bablemente hacia el 65 y se prolongó. La fecha más aceptable de la muerte de los dos apóstoles es quizá el 67.

132. Son los demonios. Sobre sus testimonios, véase Apol. 23, 4-19. 133. Census en la acepción de «origen» es una innovación semántica

típica de Tertuliano. 134. Buena prueba de la elástica movilidad dialéctica de Tertuliano. 135. Legendario cantor tracio que con el sonido fascinante de la lira

atraía no sólo a los animales, sino a toda la naturaleza. Sobre su figura reca­yeron varios mitos originariamente autónomos que complicaron, a la vez que difuminaron, su fisonomía. El núcleo parece haber sido una personalidad de profunda inspiración religiosa que lo convirtió en fundador y legislador del movimiento que tomó su nombre. Las líneas básicas del orfismo fueron el origen divino del alma, que, mediante la iniciación y el ascetismo, debe libe­rarse de la tumba impura del cuerpo para volver a su pureza originaria. Aun­que el cristianismo no aceptó nunca acercarse a su concepto de sacrificio y a sus expiaciones catárticas, asumió no obstante a Orfeo como símbolo de la acción elevadora y santificadora ejercida por Cristo en la figura del Buen Pastor.

136. La Pieria era una región que se asomaba al golfo Termaico (la fu­tura Salónica), en el sudoeste de la ciudad, y quedaba delimitada por los ríos-

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Notas (capítulo tercero)

Haliacmón y Peneo. De importancia estratégica por sus pasos entre Macedo-nia y Tesalia, tenía como poblaciones más notables Metone, Pidna, Dione, Fitio y Heraclion. Por sucesivas migraciones el nombre de Pieria se aplicó también a la faja costera entre Anfípolis y Filipos y al territorio septentrional de Siria, en la orilla derecha del Orontes. Según Hesíodo, la Pieria originaria sería la patria de las Musas, que nacieron allí de Zeus y Mnemosine.

137. Poeta de la antigüedad mítica griega, habría sido discípulo de Orfeo y padre de Eumolpo, que introdujo los misterios eleusinos. Sus obras habrían tenido un carácter teogónico y purifkador.

138. Melampo, dotado de virtudes adivinatorias gracias a su comprensión del lenguaje de los pájaros y, habiéndose perfeccionado en el arte de la mán-tica como consecuencia de un encuentro con Apolo, fue considerado por los antiguos como el primer vidente, farmacólogo y sacerdote de los ritos expia­torios.

139. Trofonio fue una famosa divinidad oracular, venerada en una pro­funda gruta de Lebadea, en Beocia. Junto a la gruta se alzaba, dedicado a ella, un templo en el que se celebraban las fiestas trofonias.

140. Sobre su actividad como maestro de ritos, sobre su empeño como animador religioso y sus intervenciones como legislador moral, véase Plutarco, Numa 8-14.

141. Cf. Livio, I, 19, 4: Numa, temiendo que, como consecuencia de los tratados de paz sancionados con todos los vecinos, los romanos llegaran a considerarse prepotentes por falta de enemigos que los intimidaran, «pensó inculcar en los ánimos el temor de los dioses, como el remedio más eficaz para una muchedumbre ignorante y todavía rústica».

142. En contraste con la evidente instrumentalización que Numa había hecho de la religión, el mensaje de Cristo se desarrolla como una seria lla­mada a la inteligencia para la conquista de la verdad. Nos hallamos en un plano muy distinto de dignidad.

143. Es un desafío lleno de firmeza. 145. Alude a la idolatría pagana, pensada y realizada por los demonios,

que se escondían en las estatuas de los muertos: cf. De spectaculis 12, 5, y Minucio Félix 27, 11.

145. Que los dioses del politeísmo antiguo fueran poderosos soberanos o héroes, que, a causa de su sabiduría y valor, habían sido promovidos a la dignidad divina por el admirado reconocimiento de contemporáneos y poste­riores, constituía el eje sobre el que giraba el evemerismo, punto de llegada de un largo proceso de crítica racionalista, difundido por Ennio en el mundo latino y bien acogido por los apologistas cristianos en su polémica antimito­lógica.

146. El desprecio que emana de esta palabra no recae sobre la realidad de los fenómenos, que Tertuliano y sus contemporáneos admitían, atribuyen-dolos a los demonios, sino que concierne a la perversión de sus objetivos, en cuanto tendían a inducir a la mentira.

147. En el tratamiento que precede inmediatamente, Tertuliano, también apoyándose en Rom 8, 2, había mantenido la interpretación ortodoxa de que Cristo no había destruido la carne sino el pecado; no la naturaleza, sino la culpa.

148. San Pablo, en Rom 8, 3, afirma que Dios había enviado al Hijo

276

Notas (capítulo tercero)

en una carne semejante a la carne débil y pecadora del hombre. Semejante, pues, porque era de la misma naturaleza que la humana, pero no igual, porque estaba limpia de toda culpa.

149. Tertuliano se destacó inmediatamente como enérgico campeón de la lucha contra el docetismo.

150. Término jurídico equivalente a «reafirmamos», «confirmamos». 151. Esto es: fue la misma que en el hombre es, por naturaleza, pe­

cadora. 152. En una imagen fuerte, brillante y original, se representan las pos­

turas antagonistas del adversario, que enreda las dificultades, y del tratadista, que soluciona el enredo.

153. El coagulum, que designaba propiamente el cuajo y, en conse­cuencia, la leche cuajada y, en general, cualquier líquido coagulado, signi­ficaba también la condensación del semen viril, el cual era considerado como único principio dinámico de la generación. Cf. ibídem, 4, 1 y 3; 19, 3.

154. Sobre todo san Gregorio Taumaturgo, san Julio papa y san Ata-nasio.

155. Ésta, como las obras siguientes, se halla en H. Lietzmann, Apollinaris von Laodicea und seine Schule (Texte und Untersuchungen, n. 1), Tubinga 1904, p. 165-270 textos de Apolinar, p. 271-322 textos de su escuela; J. Flem-ming y H. Lietzmann, Apollinaristische Schriften syrisch mit den griechischen Texteti (Abhandlungen der koniglichen Gesellschaft der Wissenschaften zu Góttingen, Philologisch-historische Klasse, NF VII, 4), Berlín 1904, p. IX-76: textos, p. 1-56.

156. Todos estos escritos insisten muchísimo en el vocablo «carne» y derivados, y usan muy raras veces (pero los usan) «hombres» y derivados.

157. La negación heterodoxa de las dos naturalezas llega a caballo, y como a escondidas, del inexcusable rechazo de las dos personas: se capta sagazmente la atención sobre un punto que tranquiliza al lector y lo atrae, insinuándole luego el error cuando se halla ya en un estado de ánimo de confianza y abandono.

158. De nuevo, bajo la pantalla tranquila del rechazo de una absurda cuaternidad se insinúa el error de negar que en Cristo hubiera el Hijo de Dios y el hombre.

159. La unicidad de la naturaleza, que no puede ser otra que la divina, excluye tácitamente la naturaleza humana. También el apolinarismo prefiere esconder el dogma católico antes que revelar el propio: es más sugestión que predicación.

160. Acostumbrada obstinación obsesiva sobre «carne» y «cuerpo» y ambigua afirmación de «hombre completo». De hecho, si existe una sola naturaleza (la divina), el hombre no será naturaleza de por sí y entonces su carácter «completo» no será autónomo, sino puro resultado de una su­plencia del Verbo.

161. Es una frase celebérrima, llena de funestas consecuencias para la Iglesia, en especial de oriente. En realidad, san Cirilo de Alejandría, cre­yéndola frase auténtica de san Atanasio, se la apropió, la levantó como bandera de su impetuosa lucha contra los antioquenos y, especialmente, contra Nestorio, creando una serie inacabable de malos entendimientos y resentimientos y favoreciendo, sobre todo, el monofisismo eutiquiano.

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Notas (capítulo tercero)

162. La expresión acaba revistiendo una crudeza que choca. 163. Otra trampa: tras una lectura superficial, la formulación podría

parecer impecable, pero con un examen más atento se nota que se habla de alma (psykhe), la potencia vital común también a los animales, y no de espíritu (nous), la facultad intelectiva específica del hombre.

164. Este pasaje sigue inmediatamente (§ 12-15) a una invitación diri­gida a los apolinaristas a fin de que cesen de engañarse a sí mismos y de engañar a los otros afirmando que el «hombre del Señor» no poseía la inteligencia.

165. El gnóstico Valentino sostuvo que la Virgen no comunicó nada de su propia sustancia a Jesús, para quien fue sólo un lugar de paso: transitó «por de María como agua por un tubo»: cf. Ireneo, Contra haereses I, 7 (Harvey I, 1, 13, p. 60; MG VII, 513 A). Tertuliano, Adversas valen-tinianos 27, 1, refiere de estos herejes: «Dicen... (que Cristo) ha nacido a través de la Virgen, no de la Virgen (per Virginem, non ex Virgine), por­que, entrado en la Virgen salió de ella más como si la atravesara que como si fuera engendrado (transmeatorio patios quam generatoño modo), a través de ella no de ella (per ipsam, non ex ipsa), encontrando en ella no una madre sino un camino». Véase también De carne Christi 20, 1.

166. Véase nota 26. 167. Esta clara distinción en dos seres había sido patrocinada por Ce-

rinto, hereje de la segunda mitad del primer siglo, y por los gnósticos en general, entre los que se distinguían los valentinianos.

168. Cf. Rom 8, 23-25. 169. Cf. ICor 15, 45-47; 2Cor 4, 16; Rom 7, 22-23; Ef 3, 16. 170. En su simplicidad, concisión y claridad, la redacción del texto griego

es un hallazgo genial. Por desgracia, la traducción no permite conservarla enteramente.

171. Son las tres Personas trinitarias. 172. La postura vendría a identificarse con la indicada en la nota 166. 173. En el Antiguo Testamento, anatema significaba cosa o persona con­

taminada y, por consiguiente, destinada a la destrucción (Dt 7, 1-6 y 26; 13, 15-17; 20, 16-18, etc.); en san Pablo más tarde (Rom 9, 3; ICor 12, 3; 16, 22; Gal 1, 8 y 9) equivale a maldito por Dios y destinado a los suplicios eternos.

174. Véase nota 26. Se habría tratado, pues, de una promoción a medio camino entre la iniciativa personal del sabio estoico y la vocación divina del profeta hebreo.

175. Que Jesús fuera un simple hombre que, en el momento del bau­tismo, había recibido la infusión del Cristo, bajado sobre él en forma de paloma, había sido afirmado, con variaciones marginales, por Cerinto, por los ebionitas, secta judeocristiana de los siglos M I de trazos más bien evanes­centes, por Basílides, gnóstico del siglo II, por otros gnósticos que restringían la habitación del eón salvador en Jesús desde el bautismo al comienzo de la pasión, por el adopcionista Teodoro el Curtidor hacia finales del siglo n, quien, no obstante, no estaba dispuesto a concederle ni siquiera después de aquel momento el carácter divino, limitándose a reconocerle una habilitación para su misión.

176. Ciertos teodosianos llegaban, sin embargo, a admitir que Jesús había

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Notas (capítulo tercero)

sido hecho Dios en el momento de la resurrección: cf. Hipólito, Elenchos VII, 35, 2 (GCS p. 222, 5-13).

177. Véase nota 145. 178. El desarrollo de Jesús contado en Le 2, 52 no sería en consecuencia

real sino que se habría reducido a una manifestación progresiva de su per­fección inmutable. Evidentemente, el Nacianceno considera aquí la persona completa de Cristo y no sólo la naturaleza humana de Jesús, a quien se refería el evangelista.

179. Apeles (cf. Epifanio, Panarion 44, 2 GCS; Hipólito, Elenkhos VII, 38, 3; Ps.-Tertuliano, Adversas omnes haereses, 6) imaginaba que el cuerpo de Cristo no provenía ni del hombre ni de la mujer, sino que él mismo se lo había formado con diversos elementos tomados de las sucesivas esferas celestes que atravesó para bajar a la tierra. En el viaje en sentido contrario, hecho en la Ascensión, habría restituido a sus puestos cada uno de estos elementos. Marcelo de Ancira (véase nota 23 del cap. II), en cambio, dila­taba el tiempo en que Cristo debía abandonar su humanidad para después de la parusía.

180. Marción sostenía que la carne de Cristo había descendido de las estrellas (Tertuliano, Adversus Marcionem IV, 7, 1; De carne Christi 2, 1) e idéntica opinión propugnaban su discípulo Apeles en el siglo n (De carne Christi 6, 3; 8, 2), Valentino (ib'tdem 15, 2) y Marino bardesanita, hereje sirio del siglo m (cf. Adamantius 13, GCS p. 169-170). Véase la refutación que hizo san Basilio, Epist. CCLXI.

181. Entra en la condenación Valentino, que fabulaba acerca de una carne espiritual y de un Cristo psíquico. Cf. Adversus valentinianos 26-27; De carne Christi 15, 1-2; 19, 5. Habló hasta de una carne angélica (cf. De carne Christi 6, 5): eran extravagancias que se adecuaban bien a los delirios teogónicos de los gnósticos.

182. Ya Arrio y Eunomio, los fundadores del primero y del segundo arrianismo, habían incluido en su sistema el dogma de que Cristo había sido un cuerpo sin alma racional (áipuxov <j<ou,a o tyw/ú SXoyoi;). Pero fue Apolinar quien hizo de este principio el centro de su reelaboración filosófica.

183. Es uno de los axiomas y fórmulas definitivas que Gregorio ha consignado a la teología de todos los tiempos.

184. Presupuesto evidentemente absurdo, introducido con fines dialéc­ticos.

185. Éste es uno de los puntos en que arríanos y apolinaristas estaban de acuerdo. Los arríanos explicaban su teopasquismo (esto es, su admisión de que Dios había sufrido y hasta muerto) precisamente suponiendo que el Verbo era el motor del cuerpo, ya que el que padece es, justamente, el que mueve el cuerpo. Consideraban unitariamente el alma racional y la sensitiva, y Gregorio les sigue en este terreno para sostener la humanidad de una y otra. La reacción apolinarista, en cuanto sólo el alma sensitiva era humana, fue inmediatamente destruida por el capadocio que se remitía a la evidencia: el hombre (en todo individuo y, particularmente, en Cristo) no es reducible a un animal.

186. Es una metáfora que usa san Pablo (2Cor 5, 4) para designar el cuerpo humano. Aquí se habla del de Cristo, que ya san Juan (1, 14) había deGignado traslaticiamente de esta manera («plantó su tienda»).

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Notas (capítulo tercero)

187. Gregorio hace explícitas las consecuencias absurdas del planteamiento apolinarista.

188. Aceptadas las premisas apolínaristas, se seguiría que Cristo vino a salvar un cuerpo humano y un alma de animal.

189. Gregorio gusta de plantear las soluciones teológicas en el terreno soteriológico. Su plataforma es: si es indudable que Cristo fue esencialmente salvador, debía ser por naturaleza apto para salvar. Ahora bien — argumen­ta—, una divinidad al puesto de la razón habría ciertamente asegurado la perfecta funcionalidad del «ser vivo» Jesús, pero éste no habría sido un hombre, por cuanto le habría faltado precisamente la razón. Por tanto, si el Verbo no se hubiera encarnado en un hombre no habría salvado al hombre.

190. Véase nota 163. 191. La exhortación coloquial infunde calor de sentimiento y premura

de intereses, sin enturbiar el limpio rigor del pensamiento. 192. El medimno, en el sistema solónico, equivalía a 51,84 litros, y en

el ático más reciente a 58,94 litros. 193. En la terminología griega neotestamentaria y en la corriente en

los primeros siglos del cristianismo psykhe (alma) significaba tanto el principio vital terreno, al que se refieren en sus más variados aspectos sentimientos y emociones, como la sede y el centro de la vida sobrenatural; logos (razón) designaba el pensamiento que se expresa en la palabra y explica en el discurso, la razón que, entrando en una relación de conocimiento con el mun­do, opera la inteligibilidad de las cosas, la facultad de poner y resolver preguntas, sobre todo aduciendo cálculos y motivos; nolis (mente) denotaba el intelecto como actitud de pensar y como capacidad de llegar a síntesis tanto conceptuales (opiniones) como operativas (decisiones).

194. Cf. Col 1, 16. 195. Para completar este pasaje, véase también los §§ 46-49. 196. Justo antes había condenado a los docetistas. 197. Aquellos que en la época anterior a Ireneo se distinguieron sos­

teniendo que Jesús había nacido de José y de María, como todos los hom­bres, fueron Cerinto, los ebionitas y Carpócrates.

198. Es la esclavitud del pecado, donde se gestó la desobediencia de Adán. San Ireneo está demostrando que sólo el Hijo de Dios podía librarnos de ella.

199. Expresión fuerte y original que traduce al discurso teológico la intensa experiencia de san Pablo. Gal 2, 20: «Y ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí.»

200. Jn 8, 36. 201. Cf. Is 7, 14. 202. Cf. Jn 4, 10 y 14. 203. «Incorruptibilidad» es palabra típica del vocabulario de san Pablo,

quien la asegura a todos los fieles después de la muerte (ICor 15, 42-54), en un misterioso proceso de elevación del que es principio dinámico Cristo «quien ha hecho aparecer por el evangelio la vida y la incorrupción» (2Tim 1, 10).

204. Cf. Sal 81 (82), 6-7. Lo que el salmo dice de los jueces inicuos aquí está dicho de aquellos que no dan acogida al don de la adopción como hijos de Dios, que Cristo nos ha otorgado.

280

Notas (capítulo tercero)

205. Otro concepto característico de san Pablo. El pecado había roto toda relación con la paternidad creadora de Dios, pero Cristo con su sacri­ficio en la cruz expiando el pecado reinstauró la antigua relación mejorán­dola. De hecho, Dios, como consecuencia del Calvario, elevó al hombre de su simple condición de criatura a la de hijo por elección, esto es, adoptivo. La adopción es pues el estado producido por la redención, que separa al hombre tanto de las demás criaturas, que no son hijas en ningún sentido, como de Cristo, que lo es por naturaleza.

206. Rápida alusión polémica contra Marción, que tendía a ver en la concepción, la gestación y el parto elementos burdamente obscenos: véase, a este respecto, el enérgico ataque de Tertuliano, Adversas Marcionem III, 11, 7; De carne Christi 4, 1-3.

207. Cf. ICor 15, 53-54; 2Cor 5, 4. 208. Cf. Gal 4, 5. 209. Cf. Is 53, 8. El texto hebreo, así como las traducciones griegas y

latinas, llevan el término «generación», que ha confundido a varios padres antiguos, induciéndoles a pensar que se trataba de la generación divina del Verbo. Los exegetas modernos, en cambio, están de acuerdo en sustituir «suerte» por «generación», leyendo en el versículo una lamentación sobre la indiferencia de los hombres para con los sufrimientos y la muerte que el servidor de Yahvéh padece por ellos.

210. Jeremías 17, 9, habla de la dificultad de conocer a fondo los misterios del corazón humano, tan lleno de malicia. Aquí, por acomodación (véase nota 75 del cap. VI), se alude a la humanidad de Cristo y se invita a reconocerla. Las dos citas introducen el tema del pasaje: Cristo es hombre y Dios.

211. Cf. Mt 16, 17. 212. Jn 1, 13. 213. Mt 16, 13 y 16. 214. El tema se desarrolla ampliamente en los capítulos 6-12 de este

mismo tercer libro. 215. Basándose en el testimonio profético del doble nacimiento de Jesús

(Is 53, 8 y 7, 14), Ireneo introduce la doble serie de las manifestaciones y cualidades que lo muestran como hombre y como Dios.

216. Cf. Is 53, 2-3. Es el exordio de la célebre profecía sobre la pasión de Jesús.

217. Cf. Zac 9, 9. 218. Cf. Sal 68 (69), 22. 219. Cf. Sal 21 (22), 7 y 16 (17). 220. Cf. Is 9, 5. 221. Cf. Sal 44 (45), 3. 222. Continúa la nota de Is 9, 5. 223. Cf. Dan 7, 13 y 26. 224. Novaciano ha polemizado hasta este momento contra los judíos,

que consideraban a Cristo como sólo hombre. 225. Jn 8, 23. 226. Continúa la nota de Jn 8, 23. 227. El poliptoton (nuevos - nueva) quiere poner bien de manifiesto

las novedades de las que eran muy conscientes los cristianos desde el primer

281

Page 144: Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

Notas (capítulo tercero)

momento: cf. Ad Diognetum 5, 4-17. La novedad de la alianza que sustituía a la antigua proviene del hecho de que ya no se establece según la ley sino según el Espíritu, que infunde en los corazones la vida de Dios (2Cor 3, 3 y 6). El medio para el renacimiento del hombre del viejo al nuevo (Jn 3, 3) es el bautismo (Rom 6, 4), que es renovación por obra del Espíritu Santo (Tit 3, 5), resurrección con Cristo (Col 2, 12) y consiguiente aspiración a las cosas celestes (Col 3, 1). Esta renovación se muestra en la renuncia a los fermentos del pecado en favor de la pureza y la sinceridad (ICor 5, 7), en la adhesión a la justicia y la santidad (Ef 4, 24), en la conformidad con la imagen de Dios (Col 3, 10) y en la práctica del amor tal como fue vivido por Jesús (Jn 13, 34; 15, 12-13); sobre todo, esta renovación debe penetrar a fondo en el entendimiento (Rom 12, 2), ya que debe ser definitiva, exclu­yendo toda apostasía (Heb 6, 6). Es un proceso que se desarrolla en cada fiel como consecuencia de su ser en Cristo (2Cor 5, 17; Gal 6, 15), que se amplía en la Iglesia, que se convierte en pueblo nuevo como consecuencia de la fusión en Cristo de los hebreos y los paganos (Ef 2, 15), y que final­mente desborda en todo el cosmos con la espera de nuevos cielos y de una nueva tierra donde habitará la justicia (2Pe 3, 13; Ap 21, 1).

228. Ecos de expresiones frecuentes en san Pablo. La solución «en Cristo», que A. Deismann (que la entiende como equivalente a «en el Señor») ha contado hasta 164 veces en los escritos paulinos, puede expresar la relación mística del cristiano con el Cristo ascendido a los cielos, o bien puede significar una vida totalmente nueva, llena de fuerzas, de gozo, de confianza, o también puede indicar la pertenencia del fiel a la Iglesia, vista como cuerpo de Cristo. El apóstol considera al cristiano como colocado en una nueva esfera vital contrapuesta a la del pecado: la audacia de hacer que esta esfera coincida con una persona se explica por cuanto san Pablo ve a Cristo como potencia divina que penetra en la existencia íntima del fiel y la transforma por completo; no obstante, con esta intuición espacial no disuelve a Cristo en una especie de fluido pneumático, puesto que conserva su individualidad de persona concreta: Cristo es a la vez Jesús glorificado y Verbo divino. Su característica esencial es la espiritualidad.

229. Sobre la promulgación de la ley de Dios por medio de Moisés, cf. Éx 19, 24.

230. Sobre el aspecto de Dios como origen y principio de las cosas, véase ya Platón, Timeo 28 C; 29 E; Leyes IV, 715 E y los estoicos, en Stoic. vet. fragm. col. I. von Arnim, vol. I, n. 85, p. 24, 10, 12, 18; vol. II, n. 304, p. 111, 31; n. 323, p. 115, 37; n. 528, p. 169, 32-33; n. 1141, p. 330, 15-16.

231. A Hermes Trismegisto (tres veces grandísimo), asimilado al egipcio Tot, dios de la ciencia e inventor de la escritura y, en consecuencia, personi­ficación de todo concepto y de todo saber, revelador de la verdad en una mediación entre Dios y los hombres, evemeristamente considerado como persona humana, fueron atribuidos cuatro grupos de escritos, que en realidad constituían esquemas de lecciones o coloquios tenidos en apartados círculos filosóficos del helenismo tardío (siglos II-III d.C). Estos libros herméticos se inspiran en un sincretismo que, sobre un fondo platónico, introduce infil­traciones órfico-pitagóricas, aristotélicas y estoicas, dando el máximo valor a una gnosis filosófico-religiosa que pone en la cima del ser a un Dios incog-

282

Notas (capítulo tercero) '

noscible, que a veces se identifica con el cosmos y a veces es denominado Padre o Creador o Bien. Esta gnosis, además de un valor teórico, posee también un valor eminentemente soteriológico. Una de estas obras, Asclepio, traducido al latín de un original griego escrito en torno al 200, fue atribuida a Apuleyo y era conocida por Lactancio. Los estudios de A.J. Festugiére sobre el hermetismo son decisivos y fundamentales.

232. Véase el pasaje de san Agustín en p. 101 y el de Lactancio en p. 123.

233. La expresión podría hacer pensar en tantos mediadores que, a partir del demiurgo platónico, constituyeron una naturaleza puesta entre la divina y la humana, sin participar de ninguna de ellas (véase nota 62 del •cap. II). Pero por el contexto se entiende inequívocamente que, según Lac­tancio, Cristo las unifica en sí.

234. La construcción subraya fuertemente, casi realistamente, los dos •componentes de la persona de Cristo.

235. Tratará de ello en el cap. 16. 236. Sigue la cita de Is 45, 14-16. 237. En cuanto Verbo eterno. 238. En cuanto Cristo. 239. En suma: la encarnación presupone la divinidad, pero la divinidad

no presupone la encarnación; el Verbo podía existir sin Cristo, pero no lo •contrario.

240. Véase nota 101 del cap. I. Unigénito es el Verbo divino —y esto se refiere a una generación eterna—, primogénito es Cristo —y esto nos sugiere una generación histórica—, en la que se compenetró una generación eterna.

241. El Verbo, unigénito de Dios y Dios mismo, asumió la humanidad •de Jesús en unidad de persona, comunicándole de esta manera a él —primo­génito— la dignidad y el título de unigénito. La asignación a la humanidad de Cristo de los atributos propios de su divinidad y viceversa se denomina •communicatio iiiomatum. Este principio se funda en la unión hipostática en virtud de la cual las dos naturalezas, divina y humana, forman una sola persona: en consecuencia, puesto que Jesucristo es a la vez Dios y hombre, pueden serle referidas tanto las acciones de uno como las del otro, diciendo, por ejemplo, que Dios murió y que el hombre es adorado, por más que, analíticamente, las dos propiedades se refieran a una sola de las dos natura­lezas y no puedan ser transferidas a la otra. La divinidad y la humanidad conservan realmente su esencia específica, sin ninguna confusión. El inter­cambio de las cualidades es solamente factible en la persona de Cristo, en la que ambas se unen.

242. San Pablo, en Rom 8, 29, dice que Dios predestinó a los elegidos a ser conformes a Jesucristo, para darle muchos hermanos (adoptivos), de modo que él fuera superior a todos, por su cualidad de primogénito y, como tal, comunicara a todos su filiación divina.

243. El desarrollo de los conceptos es el siguiente: la naturaleza del primogénito (divino-humana) no es, pues, la del unigénito (divina), pero, estando (el primogénito) unido al unigénito, es llamado (también) unigénito. El primogénito, por otra parte, es primogénito por naturaleza (en virtud de su persona divino-humana), no porque esté unido (con el unigénito), sino

283

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Notas (capítulo tercero)

porque esta primogenitura quedó sancionada por la resurrección que concer­nía a su humanidad (resucitó de hecho el cuerpo), obviamente inseparable de su divinidad, que es la que operó el prodigio.

244. Que la resurrección de Cristo haya sido el modelo y la garantía de la que ha de acontecer a sus fieles es una convicción que — siguiendo a ICor 15, 20-22— se repite con una insistencia significativa a lo largo de toda la serie de escritores cristianos.

245. Col 1, 18. 246. Antes ha explicado que la calificación de primogénito compete a

Cristo por derecho de naturaleza, independientemente de su unión con el unigénito (véase nota 243), pero ahora añade que esta unión con el unigénito' en la identidad de persona es un segundo motivo que justifica el apelativo de primogénito.

247. Se dirige a un hipotético arriano. 248. Afirmación muy frecuente en los padres y a menudo expresada en

términos bastante parecidos. 249. Son las primeras escaramuzas de la lucha antiapolinarista, que afron­

tará decididamente Gregorio sobre todo en las dos cartas a Cledonio. 250. Mientras Platón se limitó a recomendar la imitación de Dios, algu­

nos estoicos descubrieron un sentimiento de devoción casi filial para con Zeus Logos y el hermetismo postuló un parentesco con la divinidad, asignando a la gnosis la tarea de llevar al hombre hasta la divinización. Los cristianos,. como reacción a la apoteosis imperial, que constituía la más peligrosa y ame­nazante forma de idolatría, se mostraron reacios a adoptar la terminología de la divinización, que se introdujo, no obstante, a partir de Clemente de Ale­jandría, como la expresión más adecuada para ilustrar la visión directa de Dios con su poder de asemejarnos a él (ICor 13, 12; ljn 3, 2). A través de la elaboración progresiva de Clemente y Orígenes, que insistieron mucho en el aspecto intelectual, esta doctrina encontró en san Atanasio su sólida sis­tematización, al fundarla sobre todo en la encarnación del Verbo.

251. Cf. Le 1, 26-38. 252. Cf. Heb 7, 3 y el pasaje de Lactancio en p. 124-125. 253. Cf. Le 1, 41. 254. Cf. Le 2, 7. 255. Cf. Le 24, 12. 256. Cf. Le 2, 7-4. 257. Cf. Mt2, 2-11. 258. Cf. Mt 2, 13-14. 259. Cf. Is 53, 2. 260. Cf. Sal 44 (45), 3. 261. Cf. Mt 17, 2. 262. Cf. Mt 3, 16. 263. Cf. Mt 9, 2-6. 264. San Ignacio de Antioquía, Ad ephes. 18, 2, diciendo que «(Jesús)

fue bautizado para purificar el agua con su pasión» enseña que, en el bautis­mo de Jesús, imagen anticipada de su muerte, él comunicó al agua la capa­cidad purifkadora que habría sido propia de su pasión.

265. Cf. Mt 4, 1-11. 266. Cf. Jn 16, 33.

284

Notas (capítulo tercero)

267. Cf. Mt 4, 2. 268. Cf. Mt 14, 21. 269. Cf. Jn 6, 31-35. 270. Cf. Jn 19, 28. 271. Cf. Jn 7, 37-38. 272. Cf. Jn4 , 6. 273. Cf. Mt 11, 28. 274. Cf. Mt 8, 24. 275. Cf. Mt 14, 25-32. 276. Cf. Mt 17, 24-27. 277. Cf. Jn 8, 48. 278. Cf. Le 10, 30-37. 279. Cf. Me 1, 24. 280. Cf. Me 5, 7-13. 281. Cf. Le 10, 18. 282. Cf. Jn 8, 59. 283. Cf. Mt 14, 23; 26, 36, 39, 42, 44; Me 1, 35; Le 5, 16; 6, 12; 9, 18

y 28; 11, 1. 284. Cf. Le 19, 41; Jn 11, 35. 285. Cf. Le 7, 13; 8, 52. 286. Cf. Jn 11, 34-44. 287. Cf. Mt 26, 15. 288. Cf. IPe 1, 19; ICor 6, 20. 289. Cf. Is 53, 7. 290. Cf. Sal 79 (80), 2; Miq 5, 3; 7,14; Mt 15, 24. 291. Cf. Jn 10, 16; Heb 13, 20. 292. Cf. Is 53, 7. 293. Cf. Jn 1, 23. 294. Cf. Is 53, 4-5. 295. Cf. Mt 9, 35. 296. Jesús vida y dador de vida es tema habitual de san Juan y san Pa­

l lo . Para el árbol de la vida, cf. Gen 2, 9; Ap 2, 7; 22, 2, 14 y 19. 297. Cf. Le 23, 43. 298. Cf. Mt 27, 45. 299. Cf. Mt 27, 48; Sal 68 (69), 22. 300. Cf. Jn 2, 7-11. 301. Cf. Éx 15, 23-25. Es bastante significativa esta relación de intercam­

bio entre el Cristo del Nuevo Testamento y el Dios del Antiguo. 302. Cf. Cant 5, 16. 303. Cf. Jn 10, 18. 304. Cf. Mt 27, 51-52. 305. Cf. 2Tim 1, 10; Heb 2, 14. 306. Cf. Act 1, 9-11. 307. Aquí, en la semejanza del fuego, como luego en la realidad del

Verbo, el movimiento espacial tiene sobre todo valor de preparación a la idea, que sigue en ambos casos, de un movimiento de sustancia, esto es, de una mengua.

308. Jn 1, 14. 309. Véase el párrafo siguiente.

285

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Notas (capítulo tercero)

310. Véase nota 125 del cap. II . 311. Es un eco de la doctrina arriana del Logos treptos; véase al res­

pecto la nota 26 de este mismo capítulo. 312. Bello ejemplo de aire catequético. 313. El verbo griego sugiere la idea de un envolvimiento completo y

sofocante. 314. De otro modo, estaríamos ante el panteísmo cósmico. 315. Ejerciendo su función de conservador, que es, en definitiva, conse­

cuencia directa de la de creador. 316. Paralelismo entre microcosmos y macrocosmos. La idea de una co­

rrespondencia entre hombre y mundo, ya difundida en el pensamiento preso-crático, consagrada por Platón y Aristóteles y sellada por el neoplatonismo, encontró su enunciación técnica con los dos términos citados ya desde De-mócrito, cuyo precedente parece haber sido posteriormente divulgado por Posidonio.

317. Se refiere a la convulsión cósmica que aconteció con ocasión de la muerte en cruz de Cristo. Cf. Mt 27, 45-53; Me 15, 33-38; Le 23, 44-45. La representación está inspirada de una animación simple, pero potente.

318. Véase el fragmento de Apolinar de Gerápolis, contemporáneo de Melitón, sobre la pascua, p. 244-246 de este mismo volumen (SC 123).

319. Los atributos típicos de la trascendencia y de la incomprensibilidad divinas quedan todos superados: aquel que se esconde a nuestros sentidos y a nuestras acciones se somete a ambas cosas. Evidentemente, esto acontece en la persona de Cristo (perceptible), la cual, por la gracia de la unión hipostáti-ca con el Verbo divino, adquirió también esta dignidad divina: el Dios invi­sible se hace visible en Jesús. Cf. Jn 14, 9.

320. Cf. Mt 12, 29. 321. Es el conjunto del Nuevo Testamento. 322. Redundancia. Es propia de este escritor cierta sobreabundancia lé­

xica, aunque, por otra parte, está dotado de una buena vena especulativa y de un acertado gusto estilístico. El mismo par de raíces retorna pocas líneas más tarde.

323. Jn 1, 14. 324. Mt 10, 28. 325. Potencia (dynamis) es uno de los sinónimos de divinidad. Para los

hebreos, la liberación de Egipto y el paso del mar Rojo fueron una prueba de la potencia divina que sirvió para caracterizar a Yahveh como el fuerte, el potente. Cuando surgió la tendencia a ocultar el nombre de Dios con una perífrasis, fue natural que en la serie de ellas entrase también ésta y adqui­riera un carácter tan oficial que fue adoptada por Jesús ante el Sanedrín (Mt 26, 64; Me 14, 62). La concepción profundamente personal de la divinidad, propia del Antiguo Testamento, diversificó la «potencia» judaica de la es­toica. Esta escuela identificaba, de hecho, con la divinidad panteistamente en­tendida la energía cósmica primordial, la cual, sobre todo con Posidonio, se configuró como «potencia vital».

326. Por la communicatio idiomatum (véase nota 241 de este mismo ca­pítulo) se puede atribuir a una naturaleza de Cristo lo que es característico de la otra.

327. Para ilustrar el carácter lógico de la aplicación a la naturaleza su-

286

Notas (capítulo cuarto)

perior de lo que propiamente concierne sólo a la inferior, Eusebio aduce la comparación de la ofensa hecha a la efigie o a la púrpura imperial, que es referida de inmediato a la persona misma del soberano. Es tan simple como brillante..., aunque está muy lejos de resolver conceptualmente el problema. Pero, en el fondo, estas semejanzas más que a demostrar una realidad tien­den a sugerir la posibüidad.

328. Esto es: de nuestros razonamientos humanos. 329. Nosotros diremos: proclaman. 330. Cf. Le 23, 46. Aquí por espíritu se entiende la divinidad: la expre­

sión suena peligrosamente de acuerdo con la teoría arriano-apolinarista (véa­se nota 182 y el Vocabulario mínimo). Motivos cronológicos nos podrían pre­sentar al autor como punto de unión entre las dos concepciones. Eusebio, discípulo de Eusebio de Cesárea, tuvo como éste tendencias arrianizantes, que le valieron una intensa simpatía por parte del emperador Constancio. San Je­rónimo, en el De viris illustribus 91, alaba su talento retórico que había atraído a sus obras históricas, polémicas y exegéticas, numerosos lectores deseosos de deleitarse en su oratoria.

331. Sobre el tema del Deus impassibilis, desarrollado con idéntica agi­lidad de estilo y razonamiento, véase también el fragmento siguiente en MG LXXXVI, 541-545.

332. En latín, la frase posee un aire popular y un tono coloquial que se atenúan en la traducción. Esta prosa vigorosa, pero fragmentada e inconexa, resulta admirablemente adecuada para conversar con una muchedumbre.

333. Col 1, 24. 334. Jn 19, 30. 335. Nadie puede programar la propia vida como ha hecho Cristo, que

salió de su cuerpo en el momento exacto en que había completado su misión.

336. Jn 10, 17-18. 337. Cristo había padecido totalmente la pasión en cuanto lo concernía

personalmente en su calidad de cabeza del cuerpo místico; quedaban por afrontar los sufrimientos que competían al cuerpo, constituido por los di­versos fieles.

338. Es siempre Cristo quien sufre, pero primero en sí mismo como cabeza, luego en su cuerpo.

339. Act 9, 4. 340. La unión en un único cuerpo de Cristo y de sus fieles es análoga

a la que se da entre nuestros propios miembros, pero el concepto está tomado aquí por el escritor en su viviente inmediatez.

341. Ecos de Mt 25, 34-45, pero con el acento corrido; en el centro no están ya los que sufren sino Cristo.

Capítulo IV (p. 137-157)

1. Los misterios eran cultos secretos a los que el adepto era admitido mediante iniciación. Este velo de reserva, en conjunto rigurosamente man­tenido, por lo que incluso ahora ignoramos sus ritos y formas precisas, procedía en parte de su carácter originario de religión pregriega, que sobre-

287

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Notas (capítulo cuarto)

vivió a la oficialidad de la mitología olímpica escondiéndose bajo la capa del silencio de las sociedades secretas, y en parte de su carácter familiar, por el que el cabeza de familia admitía sólo a aquellos que quería. Los mis­terios de Deméter y Coré, celebrados en Eleusis, fueron los más famosos. De un inicial culto agrícola, que contemplaba las vicisitudes de la vegeta­ción y particularmente del grano, se pasó a purificaciones rituales y luego morales que desembocaron en una edificación del individuo, que adaptó las propias metas en conformidad con el cambio de las exigencias espirituales de los tiempos. Diversa resonancia tuvieron también los misterios órficos de Dionisio Zagreo, de los cabiros en Samotracia, de Andania en Mesenia, de Zeus Ideo en Creta, de Sabacio en Tracia, de Atis y de la Magna Mater en Frigia... Más importantes fueron los egipcios de Isis y Osiris y los persas de Mitra. Exorcismos, abluciones, ayunos, comidas sagradas, bajadas a grutas, símbolos sexuales, coronaciones, danzas e invocaciones, excitando al individuo se proponían alienarlo del mundo, dándole el sentido de una unión mística con el dios. Del conjunto emergía la aspiración al logro de una vida inmortal a través de la identificación con un dios que moría o resucitaba.

2. El texto está tomado de B. Capelle, L'Exulíet pascal, oeuvre de saint Ambroise, en Miscellanea G. Mercali, I, (Studi e Testi, n. 121), Ciudad del Vaticano 1946, p. 219-246 (p. 226). Pese a que es muy discutida la atribución a san Ambrosio, Capelle, basándose en confrontaciones hechas por él en 32 obras del obispo milanés, concluye asignándole la paternidad. Es impor­tante, a este respecto, la comparación con san Ambrosio, Expositio in Lucam II, 41: non prodesset nasci, nisi redimí profuisset.

3. Hay toda una serie de historiadores de los dogmas que consideran la soteriología patrística como dominada por la representación de un rescate pagado por Dios a Satanás. Algunos hasta dramatizan ulteriormente las cosas insertando tratos parecidos a los de un mercado y, en algún caso, se llega a admitir un engaño con el que Dios habría enredado al demonio. Natu­ralmente, los padres son ajenos a todo esto, como lo son en lo que se refiere a aceptar derechos reales del demonio, por los que la sangre de Cristo habría sido jurídicamente vertida como rescate; al máximo, reconocen al diablo el oficio de castigar a los pecadores por una delegación que le habría sido concedida por Dios. Más importante es, en cambio, la idea de justicia, por la que el Redentor derrota al tentador en su mismo plano y con sus mismos instrumentos (véase el párrafo de san Juan Crisóstomo, en p. 150): el hom­bre asumido por Cristo que vence al diablo vencedor del hombre en Adán. Este texto de Ireneo es muy importante, porque supone la primera propo­sición explícita del tema.

4. Cf. Act 4, 12; Heb 2, 10; 5, 9. 5. Cf. 2Tim 1, 10. 6. ITim 2, 5. 7. Cf. Gal 4, 5. 8. Cf. Jn 1, 14. 9. Particular que ilumina el sentido del detalle de san Ireneo: Cristo,

para dar la comunión con Dios al hombre, se identifica tanto con él 1 u e

asume incluso las edades sucesivas. 10. Ataque antidocetista.

288

Notas (capítulo cuarto)

11. No quiere decir «según su manera de pensar», sino «partiendo de las consecuencias que se deducen de su pensamiento»: una pseudoencarnación se resuelve de hecho en una pseudorredención.

12. Véase nota 26 del cap. III . Proclamando la incapacidad de Jesús, en cuanto hombre, para procurar con sus propios medios la escalada hacia la divinidad, Agustín confirma la normalidad de la naturaleza humana.

13. La unicidad es el atributo esencial de la filiación divina. 14. Para evitar cualquier mal entendimiento sobre su afirmación de que

el hombre Jesús fue asumido por la divinidad porque quedó unido al Verbo en consecuencia de una libre elección puramente gratuita de Dios, rechaza toda idea de promoción sucesiva para confirmar la de predestinación ante­cedente: Jesús fue siempre Dios, pero lo fue por libre decisión de Dios; esta contemporaneidad de existencia y de estado divino excluye, intuitiva­mente, todo mérito anterior.

15. Subrayado antiarriano y antiapolinarista. 16. Ejemplo de dos sectores dogmáticos (cristología y soteriología) que

se entrelazan y esclarecen mutuamente. Estas concordancias íntimas de la doctrina cristiana se convierten, para los espíritus atentos, en fuertes temas apologéticos.

17. Le 1, 28 y 30. 18. El nexo final es teológicamente importante: atestigua el carácter

anterior de la gracia respecto de la maternidad divina y, por consiguiente, atribuye esta última a aquélla y no a méritos personales de María.

19. Jn 1, 14. 20. Con una exégesis genial e inspirada, típica de su hermenéutica, san

Agustín relaciona el «lleno de gracia» con la encarnación del Hijo y el «lleno de verdad» con el unigénito del Padre, deduciendo de ello que el Hijo, que es unigénito del Padre por verdad (esto es por realidad y, por tanto, por naturaleza y no por gracia), se encarnó por gracia, formando con el hombre Jesús una unidad tan estrecha que se hizo, también él, como Jesús, hijo del hombre. La gracia de la encarnación tiene aquí una doble referen­cia: al Verbo, de quien afirma la soberana libertad de iniciativa y al hombre Jesús, de quien declara una elección absolutamente sin motivo y extraña a toda obligación de justicia. La enormidad de la consecuencia (el Hijo de Dios se hace también hijo del hombre) pone de relieve la imposibilidad de un mérito que le correspondiera.

21. En el § 7, san Atanasio ha afirmado que el Verbo era el único idóneo para redimir al hombre caído.

22. Véanse las notas 179, 180 y 181 del cap. III. 23. Cf. Le 1, 34. Parto a la vez natural y virginal: los padres han

insistido en ello a menudo para subrayar el carácter teándrico de Cristo. 24. Cf. Jn 2, 19-21. La metáfora fue usada nuevamente después, por

Eustacio de Antioquía y Eusebio de Cesárea, entre los primeros. 25. Véase nota 3. Aquí no hay sombra de rescate contractual con el

demonio. Muerte por muerte constituye un acto de justicia absoluto, en si> y el logro de una perfección que, en cuanto autónoma en su lógica, está siempre relacionada con Dios. Por esto Cristo ofreció su sacrificio al Padre.

26. Sobre la destrucción de la muerte obrada por Cristo, véase el § 13, c°l- 120 BC, de esta obra atanasiana.

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Notas (capítulo cuarto)

27. Partiendo de la observación de que Cristo no sólo nos creó sino que nos creó poniendo a nuestra disposición abundancia de medios, se abre el camino a la afirmación del mayor de los dones, que es la vida eterna. Aristóteles, Política I, 2, p. 1252 B 29-30, había opuesto ya el £r¡v (vivir) con el e5 £5)V (vivir bien).

28. Tit 2, 11-13. 29 Lo del «canto nuevo» es un tema característico de los Salmos:

Sal 32 (33) 3; 39 (40), 4; 95 (96), 1; 97 (98), 1; 149, 1. 30. Cf. Jn 1, 1-5. 31. Clemente, en su visión, estrecha en una íntima unidad el Cristo

eterno (el Verbo) con el histórico (Jesús). 32. Véase nota 37 del cap. II. 33. Jn 1, 1. 34. Véase nota 20 del cap. III. 35. En los Evangelios este apelativo dedicado a Jesús está atestiguado

más de cuarenta veces y Cristo mismo lo sanciona: cf. Jn 13, 13. 36. La expresión «vida eterna», bien documentada en los sinópticos, se

hace más frecuente en san Pablo y sobre todo en san Juan. 37. Cristo, de las regiones eternas de la beata vida trinitaria, vino aquí

entre nosotros. 38. Jn 17, 24. 39. Jesús nos ha precedido en el tiempo y en la iniciativa. 40. A causa de la indudable prueba de la historia. 41. La humanidad. 42. Aquí, como muchas otras veces en san Agustín, los paralelismos esti­

lísticos evidencian con exquisita propiedad paralelismos dogmáticos b soterio-lógicos.

43. Su igualdad con el Padre, que coincide con su divinidad, le permite darnos la inmortalidad.

44. En la madre virgen. 45. La simbolización de Cristo como un esposo cuya esposa es la Iglesia

es de san Pablo (2Cor 11, 2 y sobre todo Ef 5, 22-23) y de san Juan (cf. Ap 19, 7; 21, 2 y 9; 22, 16-17); pero la base para el simbolismo se remonta a Jesús mismo: Mt 9, 15; Me 2, 19-20; Le 5, 34-35.

46. Jn 1, 14. 47. Cf. Ef 1, 22-23; 4, 15-16; 5, 23; Col 1, 18; 2, 19. 48. Precisando con rigor dogmático que Cristo murió «en el cuerpo»,

como escritor crea una expresión enérgica y brillante y como teólogo alude a la impasibilidad divina. Véase los pasajes de Novaciano y de Eusebio de Emesa en p. 131-134.

49. Ratifica la resurrección de Cristo como prenda de la nuestra, pero lo hace con uno de aquellos toques que, en su frescura, candor, inmediatez, fuerza persuasiva, sólo san Agustín sabe encontrar.

50. Son los Hijos de Dios, que creen en el nombre de Jesús. 51. Jn 1, 13. 52. Recuérdense los pasajes de san Agustín y de Lactancio en p. 10*

y 123s. 53. Cristo creador y redentor. El perfecto paralelismo de los miembros,

las repeticiones verbales, la gustosísima annominatio de los dos vocablos

290

Notas (capítulo cuarto)

unidos por los temas y opuestos por los prefijos (hechos - rehechos), en­carnan esta verdad fundamental en un lema artísticamente admirable y mne-mónicamente feliz.

54. La elevación al estado sobrenatural, puesto que no ha sido una conquista personal sino un don de Dios por medio de Cristo, ha tenido lugar por la gracia.

55. La mitología pagana y las representaciones hebraicas hacían aparecer como terrible y peligroso el contacto directo con Dios; en cambio la encar­nación del Verbo había demostrado que la unión con Dios por medio de Jesús no era ya portadora de calamidades.

56. La causa de esta importancia la da la constitución a imagen y seme­janza de Dios (Gen 1, 26-27; 5, 1; 9, 6) y la medida de la afirmación: «Por­que tanto amó Dios al mundo, que entregó a su único Hijo, para que todo el que crea en él tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

57. Oxímoron que ejemplifica las audacias estilísticas, a menudo tan escla-recedoras y profundas, de san Agustín. Todos nacemos y moriremos, sólo Cristo nació para morir.

58. Col 1, 15. El sujeto es Cristo. 59. Sentido: Dios es invisible, pero envió al Verbo encarnado para que

los hombres, en su debilidad, se acostumbraran a verlo en la imagen del Hijo que se había mostrado en la persona de Cristo. «Desde entonces» es una alusión histórica a la época de la encarnación, a partir de la cual comien­za la nueva visibilidad mediata de Dios.

60. La contemplación del Hijo encarnado (la imagen) se convierte en alimento que refuerza la vista del espíritu, de modo que la potencia de forma gradual hasta resistir la revelación completa del Padre. Sobre una idea análoga, véase Dante, Par. XXXIII, 112-113.

61. Concentra una larga aspiración: el ansia ha sido puesta primero en el pasado, ahora es referida al futuro.

62. El paralelo entre el sol sensible y Cristo (véase el pasaje de Sinesio en p. 89) está facilitado por el apelativo bíblico de «sol de justicia» que se le aplica: cf. Malaquías 3, 20.

63. En su componente humano. 64. Esto es, en su naturaleza real, directamente, ya sin las pantallas de

la imagen que constituye la humanidad de Cristo. Cf. ICor 13, 12. 65. El movimiento metafórico de nuestra débil mente hacia Dios, inte­

rrumpido y bloqueado por el deslumbramiento, se concreta con espontaneidad y eficacia en el movimiento real de persona u objeto que se dirige a la meta. Emana de la palabra una sugestión de engaño y lamento por el fracaso.

66. Jn 1, 14. 67. Obsérvese la serie por la que pasa Dios de la invisibilidad a la

visibilidad: Dios Padre — el Hijo — el Verbo — Cristo (Jesús). La iden­tidad de los tres últimos es también la nervadura viviente de la ortodoxia.

68. Jn 1, 4. 69. Act 17, 27-28. 70. Jn 1, 5. San Agustín está contraponiendo la luz del espíritu a la

lux corpórea que es perceptible incluso por los animales más humildes. 71. Tn 1, 14. 72. Cf. Mt 27, 24 (27, 4); ljn 1, 7.

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Notas (capítulo cuarto)

73. Cf. Fü 2, 7-8. 74. Esto es: la purificación nos pone en disposición de ver a Dios, de

quien somos totalmente distintos por naturaleza, y nos es dada por Cristo, el cual asumió nuestra misma naturaleza, pero la asumió en un estado de inocencia que es ajeno al que nosotros tenemos.

75. La insistencia en la absoluta santidad de Cristo, que está sin pecado, se debe a la polémica contra los arríanos y los apolinaristas que sostenían que, si Cristo poseía alma racional como nosotros, estaría también, igual que nosotros, sujeto a la inconstancia y la culpa.

76. Profunda y hermosa sentencia que sostiene la heterogeneidad entre bueno y malo, terreno donde, en el plano moral, no hay entendimiento posible, a la vez que la contemporánea homogeneidad entre hombre y hom­bre, entre los cuales, en el plano del ser ontológico, el entendimiento es posible y obligado.

77. La persistencia en destacar la identidad de la persona de Cristo tiende a poner de relieve que su generosa bondad es superior a toda lógica. Justa­mente aquel que torturamos y herimos se ha convertido en médico que cura nuestras llagas.

78. Cristo es el médico perfecto, completo, suficiente para toda enfer­medad, vencedor de cualquier mal.

79. Mt 27, 39-40. 80. Es el núcleo del pasaje y el centro de la metáfora: Cristo cura

nuestras heridas en cuanto las toma sobre sí, borra nuestros pecados en cuanto los expía en su persona.

81. Podría parecer una ociosa complacencia retórica del deseo de jugar en la cuerda floja de las palabras y, en cambio, es el corazón mismo de la redención. La paradoja no está en las palabras sino en la realidad: el cristia­nismo en sí mismo es paradójico. Este juego de palabras se repetirá a lo largo de todas las generaciones cristianas incansablemente, no por monotonía o pereza mental, sino porque es ley fundamental de vida: es, a un tiempo, la gran fe y la gran esperanza.

82. El apelativo de médico referido a Cristo es muy frecuente en san Agustín y se repite también a menudo en otros escritores.

83. Lev 21, 10. 84. En el Sal 109 (110), 4, Yahvéh confiere al rey mesiánico además

de la autoridad civil también la religiosa. Emblema de esta doble dignidad había sido Melquisedec, el cual, después de la victoria de Abraham sobre los cuatro príncipes de Oriente, había salido a su paso ofreciéndole pan y vino (Gen 14, 18-20), que algunos interpretan como simple comida para reanimar a los combatientes, mientras que otros, más adecuadamente, consideran como gesto sacerdotal, viendo en esta circunstancia un sacrificio de acción de gra­cias. En Heb 7, 1-10, el sacerdocio de Melquisedec es considerado como figura del eterno sacerdocio de Cristo, desvinculado de genealogías y herencias humanas. La tradición cristiana ha mantenido con agrado la oblación de pan y del vino como tipo de la eucaristía.

85. Cf. Lev 21, 12. La legislación del Levítico concerniente al surn° sacerdote le imponía cierta cantidad de observancias rituales que debían preservar su santidad oficial; una de ellas le obligaba a «no salir del santua­rio». Era una prescripción que tendía a preservarlo de todo contacto con

292

Notas (capítulo cuarto)

objetos impuros. Orígenes, de conformidad con su tipo de exégesis alegórica, transfiere del sentido propio al figurado las palabras del texto sagrado, en­tendiéndolas como una alusión a la santidad absoluta de Jesús.

86. Cf. Jn 8, 46; IPe 2, 22; 2Cor 5, 21; Is 53, 9. 87. Sal 1, 2. 88. Cf. Gen 2, 9 y 16-17. El árbol de la ciencia del bien y del mal,

que Dios prohibió a los primeros padres y cuyo fruto quisieron éstos gustar con la esperanza de llegar a ser semejantes a Dios, representa la base en la cual sucedió la rebelión de la criatura a Dios. En su infinita perfección Dios es principio y criterio supremo de la ley del ser, que para las concien­cias humanas se configura en una moralidad que traza el arcén de la sabi­duría. Pero los hombres pretendieron llegar a ser ellos mismos fuente norma­tiva del bien y del mal, usurpando una evidente prerrogativa divina; en lugar de adherirse a la razón absoluta, constituyeron criterio absoluto su razón personal, y esto fue un acto de soberbia, una estúpida falta de sentido de la medida.

89. La antinomia Adán-Cristo, planteada claramente por san Pablo (cf. Rom 5, 14-19; ICor 15, 22 y 45-49), se continuó, apoyada en su autoridad, idéntica en la sustancia aunque adaptada a las circunstancias y a los tempe­ramentos en ciertas tonalidades específicas, en casi todos los autores cristia­nos. San Pablo opuso Adán, creado «alma viviente», a Cristo, que era «es­píritu vivificante». Uno fue cabeza de estirpe de la vida natural, el otro lo es de la vida sobrenatural. El paralelismo de los dos dadores de vida se rompe, no obstante, inmediatamente en una antítesis en la que vemos que Adán se transforma en principio de muerte por causa de la culpa y Jesús se erige en agente de justificación mediante el don de la gracia. A la degradación de la vida introducida por Adán se opone la exaltación de la misma operada por Cristo. Al binomio desobediencia-obediencia corresponde el binomio material-espiritual y terreno-celestial. San León Magno, Sermo XII (XI), 1 (ML LIV, 168-169) dirá: «Lo que cayó con el primer Adán fue realzado por el segundo.»

90. Evoca el descendimiento de Cristo a los infiernos, efectuado en el intervalo que medió entre la muerte y la resurrección, para liberar las almas de los justos del Antiguo Testamento, las cuales habían tenido ciertamente fe en su futura obra de santificación, pero no habían podido todavía subir al cielo porque todavía no se había operado la redención. Este lugar y a la vez estado de espera fue llamado por los padres «infierno» o también «limbo» (en correspondencia con el hebreo sheol: véase nota 15 del cap. I) y el des­cendimiento que allí hizo Jesús —como complemento ideal de la encarna­ción, de modo que, después de haber vivido entre los vivos necesitados de redención, quiso estar también entre los muertos sujetos a la misma necesi­dad—, mencionado con frecuencia en las primeras generaciones cristianas, se convirtió en canónico e integrante de la ortodoxia a partir del siglo iv.

91. En De doctrina christiana I, 7-10 (ed. Green, CSEL LXXX, 1963, p. 9-10), san Agustín distingue claramente entre el gozo de Dios (frui), que consiste en amarlo por sí mismo, beatifica al alma, es sólo alcanzable por me­dio de Cristo y está reservado a la vida futura, del gozo de las criaturas (uti), que se agota en usarlas como medio para llegar a Dios.

92. lTim 2, 5. ' 93. Rom 9, 5.

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Notas (capítulo cuarto)

94. Jn 14, 6. 95. El alimento para el que no estábamos preparados en modo alguno

era la sabiduría divina, que Cristo nos alcanzó con la encarnación. 96. Jn 1, 14. 97. La imagen la hizo institucional san Pablo: cf. lCor 3, 1-2; Heb

5, 12-13. 98. Q . Sab 8, 6. 99. Cf. Mt 11, 25; Le 10, 21. 100. Cf. Mt 11, 29. 101. Cf. Col 1, 16 en p. 59; Ef 1, 10 en p. 60; Flp 2, 10 en p. 61. 102. Es decir, en la tierra. 103. La humildad, de la que Jesús dio pruebas revistiéndose de nuestro

cuerpo hecho de tierra, es una enseñanza para desapegarnos de nosotros mis­mos y para imitarlo en esta misma virtud, condición indispensable para que él pueda elevarnos a su altura. Es una de las lecciones evangélicas funda­mentales.

104. Cf. Jn 13, 12-17. 105. En Gen 3, 21, se dice que Dios, después de haber arrojado a Adán

y Eva del paraíso terrenal, los vistió con túnicas de piel. Es una expresión antropomórfica que atribuye a la acción directa de Dios la serie sucesiva de invenciones, tendentes a mejorar la vida, que son debidas a la inteligencia humana que se desarrolla según el plan y el orden providencial de Dios. Los vestidos que recubren toda la persona igual que la piel (ésta parece ser la acepción originaria), habida cuenta de su utilidad, su urgencia, el sentido de dignidad que contienen, se prestan a ser considerados como síntesis del des­arrollo de la civilización, incluso como diferenciación intuitiva con respecto a los animales. Aunque este versículo ha sido interpretado muchas veces alegó­ricamente, con tendencia a ver en él una imagen de la carne mortal que habría agobiado después de la caída a la humanidad.

106. El pesimismo antropológico posee sólidas raíces en la literatura y la filosofía antiguas: la caducidad de la vida, comparada por Homero con las hojas (litada VI, 146-149), había sido considerada con la misma imagen por Mimnermo (Diehl VI, 2) y luego lamentada con acentos personales por Ana-creonte (ed. Gentili 36 (44)); la inestabilidad de la fortuna había sido pro­clamada por Solón (Herodoto, I, 30-33) y constatada por Teognis en las vicisitudes político-sociales; la ignorancia del destino había sido puesta de relieve por Simónides de Amorgo (Sem. 1, Diehl); la inconsistencia de nues­tro ser era traducida por Píndaro como el sueño de una sombra (Pyth. 8, 136); sobre la vana apariencia de la sombra había insistido Sófocles (Ayax 126, frag. 12; 859) y Eurípides se había abandonado a la amarga pregunta: «¿Quién sabe si este vivir no es un morir?» (frag. 638, Nauck). Heraclito, que la tra­dición nos representa como «lloroso», deploró que el flujo incesante de la realidad impidiera toda afirmación positiva; para Sócrates, el alma estaba oprimida por el cuerpo y engañada por los sentidos, mientras que su discípulo Hegesias afirmaba: «La felicidad es absolutamente imposible, porque el cuer­po está lleno de muchos dolores, el alma sufre y se turba junto con el cuerpo y la fortuna impide muchas de las cosas que esperamos; por todo ello, 1* felicidad no puede existir» (Diógenes Laercio II, 8, 94). Que la vida era pe°r

que la muerte lo había dicho ya Herodoto (I, 31), mientras que Sófocles, ha-

294

Notas (capítulo cuarto)

ciendo eco a Teognis (425-428) en el Edipo en Colono (1224-1227) cantaba lúgubremente: «No nacer supera cualquier otra suerte; o bien, si uno ha venido ya a la luz, volver lo más pronto posible allí de donde uno viene es la suerte que viene después.» Aristófanes, entre llantos y risas, ponía el acento sobre la miseria y la debilidad humana (Las aves 685-687) y Platón afirmaba que el mal no puede erradicarse de la vida, por lo que el hombre debe in­tentar huir lo más presto posible de aquí abajo hacia lo alto (Teeteto 176 A-B), citaba a Filolao (frag. 15 D), que sostenía que nuestra vida presente es una muerte y nuestro cuerpo una tumba (Gorgias 493 A) y, por su parte, observaba que el hombre perfectamente injusto, si sabe simular perfectamen­te la justicia, será felicísimo, mientras que el verdaderamente justo será so­metido a todo tipo de trabajos y tormentos (República II, 4-5, 360 E-362 C). También el epicureismo y el estoicismo partían con un fuerte equipaje de pesimismo, que, no obstante, como el platonismo, intentaron superar ponien­do en manos del sabio la posibilidad de conquistar una serena imperturba­bilidad. Desconsoladas son muchas de las máximas de Marco Aurelio y acen­tos de doloroso pesimismo no faltan tampoco, aquí y allá, en la Biblia, en especial en el Eclesiastés.

107. Desde la más remota antigüedad desplegaron cierto papel de me­diación primeramente altas personalidades religiosas (Noé, Aarón), luego los soberanos, ungidos de Dios (David, Salomón), más tarde un sacerdocio insti­tucional, que se centraba sobre todo en el pontífice y un profetismo caris-mátido elegido directamente por Dios. Sobre todo en la tradición judeohele-nista fue visto como suprema síntesis de conductor político-militar, de sacer­dote y profeta, Moisés, que por estas razones fue considerado el mediador por excelencia. Por tanto el mediador del Antiguo Testamento no fue nunca un semidiós o un héroe, sino más bien una figura histórica que representaba tanto a la divinidad como a la humanidad y estaba encargado de una misión que consistía principalmente en hablar, sufrir y orar. Desarrollando estas ca­racterísticas y combinándolas con el concepto helenista de mesites, que equi­valía a «garante» y a «fiador», el Nuevo Testamento considera a Jesús como aquel que representa a los hombres ante Dios (lTim 2, 5) y, en consecuencia, es partícipe de su misma naturaleza, que se hace responsable de los pecados de ellos (2Cor 5, 21), que toma como carga (Gal 3, 13), que rescata a los hombres a un alto precio (lCor 6, 20; 7, 23), sacrificándose a sí mismo (Tit 2, 14). La carta a los Hebreos conecta las ideas de mediación y de alianza y subraya que, si Dios es el único que puede tomar la iniciativa de una me­diación, Jesús es el único autorizado a asumir el encargo, porque es el único que es perfectamente idóneo en cuanto une en sí las dos naturalezas humana y divina. Él es, pues, el mediador por excelencia y anula a cualquier prede­cesor provisional.

108. En esta expresión el sustantivo se refiere a la «miseria mortal» que precede y que sigue, y el adjetivo a la sucesiva «beata inmortalidad». La co­locación del intermediario entre el estado humano y el divino ilumina, con sutil sagacidad, la exigencia de que su persona exista en dos naturalezas.

109. Planteamiento admirable que va más allá de la destreza dialéctica Para alcanzar una penetrante agudeza teológica. Mientras que en general se Parte de la resurrrección de Cristo para garantizar la de los fieles, aquí el autor recorre el camino en sentido inverso. Como Gregorio de Nacianzo, tam-

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Notas (capítulo cuarto)

bien Agustín procede de la soteriología a la teología: es un camino bordeado de barrancos, pero los espíritus más elevados se adentran por él con valentía. La «muerte perpetua» de la carne se contrapone aquí a la del alma: Cristo rescata de ambas.

110. Precisa Jn 1,1 con la aplicación a Cristo. 111. Jn 1, 14. 112. Flp 2, 6. Véase p. 61. 113. Posible eco, libremente adaptado a otra situación de Horacio, Epist.

II, 1, 25. 114. Flp 2, 7. 115. La frecuencia de la fórmula en los padres antiguos testimonia el

carácter fundamental de concepto. 116. Cf. Jn 11, 25. 117. Cf. Rom 5, 12 y 21; 6, 16, 21 y 23; 8, 2; ICor 15, 56; Sant 1, 15;

ljn 5, 16. 118. Condena circunstancial del apolinarismo: el tono parece sugerir una

cierta lejanía histórica, como si el movimiento herético hubiera perdido buena parte de su fuerza. De hecho, precisamente mientras Agustín pronunciaba este discurso, la corriente moderada de los apolinaristas, encabezada por Va­lentino, estaba preparando su reingreso en la Iglesia, que tenía que acontecer a partir del 416.

119. El término es polémicamente cáustico, aunque resulta filosóficamen­te inexcusable.

120. ¿Reflejos teológicos de la teoría médica homeopática? Por lo de­más, era una doctrina que no dejaba de suministrar buenas armas contra el apolinarismo.

121. Is 53, 7; Act 8, 32. 122. Véase la nota anterior. 123. La ley hebraica era sólo la sombra de los bienes futuros, la realidad

es Cristo: cf. Col 2, 17; Heb 10, 1 (8, 5). 124. Cf. ICor 8, 6; Ef 1, 10; Col 1, 16-17. 125. Para Cristo como nuevo cordero pascual inmolado, véase ICor 5, 7. 126. Cf. Rom 10, 4. 127. Juego de palabras entre Verbo divino y revelación cristiana. 128. Clara alusión a Jn 1, 14; la ley ha desembocado en el Verbo de

Dios en el momento de su encarnación. 129. Para el cristianismo como novedad, véase nota 227 del cap. III. 130. Cf. Miqueas 4, 2; Is 2, 3. Tanto la Ley (Antiguo Testamento)

como el Verbo (Nuevo Testamento) han salido de Jerusalén para difundirse entre los pueblos. Para aproximaciones de estos dos nombres propios en reduplicación sinonímica, véase 2Re 19, 21, 31; Sal 50 (51), 20; 101 (102), 22; 124 (125), 1; 127 (128), 5; 134 (135), 21; 147, 1; Am 1, 2; Miq 3, 1". 12; 4, 8; Jl 3, 5; 4, 16, 17; Zac 1, 17; 8, 3; 9, 9; Is 4, 3-4; 10, 12, 32; ¿*> 23; 30, 19; 31, 9; 33, 20; 37, 22, 32; 40, 9; 41, 27; 52, 1, 2; 62, 1; <*> 9; Lam 2, 10, 13.

131. Cf. Jn 1, 17. . ] a

132. El cordero pascual hebreo ha encontrado su plena realización en inmolación de Jesús. . ., . _e

133. El cordero realiza su significado mesiánico en Cristo convirtien

296

Notas (capítulo cuarto)

en Flijo de Dios; por tanto, la oveja del rito hebraico en el sacramento cris­tiano ha llegado a ser hombre y Dios, como era Cristo. La segunda frase explica y aclara la primera, felizmente breve pero demasiado sintética.

134. Precisación contra el docetismo de los gnósticos y Marción. 135. Cf. Col 3, 11; (1, 17). 136. Doxología referida a Dios (Rom 11, 36; Gal 1, 5; Flp 4, 20; Ef 3,

21) y a Cristo (2Tim 4, 18; 2Pe 3, 18). 137. Cf. Mt 25, 31-32. 138. Cf. Jn 1, 1. 139. Cf. Jn 5, 22. 140. Es el motivo profundo que inspiró toda la conducta de Jesús: cf

Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38 / Mt 26, 42; Le 22, 42. 141. Cf. Mt 3, 11-12 / Mt 7, 22-23; Le 13, 25-27 / Mt 13, 41-43; 16,

27 / Mt 24, 30; Le 21, 27 / Mt 25, 31-46; Act 1, 11; 10, 42; 17, 31; Rom 2, 16; 2Cor 5, 10; lTes 4, 16; 2Tes 1, 7; 2Tim 4, 1; Heb 9, 27-28; IPe 4, 5; Jds 14-15; Ap 1, 7; 20, 11-12.

142. Minos y Radamantis, míticos hijos de Zeus y Europa, fueron reyes y legisladores sapientísimos. Minos, autor de la constitución cretense que le habría sido sugerida por el propio Zeus, se convirtió en símbolo especial de la talasocracia cretense en la edad micénica. La tradición que, junto a Eaco, constituye a los dos hermanos en jueces de los muertos, nos ha sido atesti­guada por primera vez por Platón, Gorgias 524 A; 526 BC.

143. Cf. Jn 8, 54; 12, 27-28; 13, 31-32; 17, 1-5; Act 3, 13. 144. En el octavo libro de los Philosophumena, cap. 8-11, Hipólito re­

batió el docetismo; en el Contra Noetum impugnó el monarquianismo patri-pasiano; en la parte conclusiva del tratado Sobre el Anticristo esbozó la acción de Cristo al final de los tiempos; compuso, además, homilías sobre el Evan­gelio de san Mateo.

145. Cf. Jn 8, 16; 2Tes 1, 5. 146. Cf. Mt 16, 27; Rom 2, 5-6 y véase también Sal 61 (62), 13; Prov

24, 12; 2Cor 5, 10; IPe 1, 17; Ap 18, 6; 20, 12-13; 22, 12. 147. Para la presencia de los ángeles en el juicio, véase Mt 13, 49 / Mt

16, 27; Me 8, 38; Le 9, 26 / Mt 24, 31; Me 13, 27 / Mt 25, 31; Le 12, 8-9; para la de los santos, véase Mt 19, 28; 22, 30; ICor 6, 2 y para la de los pastores de la Iglesia, Mt 16, 19; 18, 18; Jn 20, 23. En cuanto a la asisten­cia del demonio, el nuevo Testamento no lo menciona explícitamente: sólo en Ap 12, 10 es representado aquél como el que día y noche acusa a los fieles ante Dios, mientras que en Mt 8, 29 se percibe una alusión al juicio al que fue sometido. Este triple grupo es pintado después de rodillas ante el Cristo triunfador en Flp 2, 10.

148. Cf. Sal 118 (119), 137; Ap 16, 7; 19, 2. 149. Cf. Jn 5, 29. 150. San Pablo, en ICor 5, 6-8, interpreta la obligación impuesta a los

hebreos (Éx 12, 15 y 19) de destruir toda huella de levadura cuando se estaba a Punto de inmolar el cordero pascual, como una purificación de los fieles de toda clase de pecado, que es como el fermento corruptor del alma: cf. Mt 16, 6.

151. Cf. Ef 1, 7.

297

Page 152: Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

Notas (capítulo cuarto)

152. La diestra, como símbolo de la potencia divina, es nombrada con fre­cuencia en las Escrituras.

Capítulo V (p. 159-190)

1. Cf. Mt 7, 21-23; 21, 28-31. 2. Cf. Mt 3, 8; 5, 16; Act 26, 20; Rom 2, 6-7; Ef 2, 10; Sant 2, 17-26. 3. Para Cristo «justicia», cf. ICor 1, 30; para Cristo «justo»: Mt 27, 19

y 24; Le 23, 47; Act 3, 14; 7, 52; 22, 14; 2Tim 4, 8; IPe 3, 18; ljn 2, 1 y 29; 3, 7.

4. Cf. J n l 4 , 6;(Ef 4,21); ljn 5, 6. 5. Cf. ICor 1, 30; Heb 13, 12. 6. Cf. Ef 2, 14. Véase también el pasaje de san Terónimo en p. 175. 7. Sal 119 (120), 6. 8. Misterio —de ¡xúto, tener cerrados los ojos o la boca— significa todo

aquello de lo que no se tiene un conocimiento adecuado, por lo que, en la teología cristiana, indica aquello de lo que nuestro entendimiento no logra mostrar la existencia o aquello en cuya esencia no puede penetrar, pero que, gracias a la revelación, es posible captar según una noción por analogía con otras verdades naturales. Los misterios son metarracionales —en cuanto es­tán colocados por encima del área alcanzable por la razón— y no antirracio-nales —en cuanto se afirman en oposición a la evidencia y a las categorías racionales—. La razón misma, por otro lado, aunque no puede comprender­los, puede reforzar ciertos aspectos mediante los motivos de credibilidad.

9. Nótese un leve sabor de relajamiento sintáctico procedente de la fres­cura del tono hablado.

10. Este «alguna cosa de tu cosecha» es la explicación filosófica. 11. El orador se remite al contraste entre virtualidad escondida y la exte­

rioridad evidente de algunos actos llevados a cabo por Cristo y de su conti­nuación en los ritos sacramentales. La ejemplificación que sigue aclara per­fectamente sus ideas.

12. En los cinto textos paulinos que tratan del misterio de Cristo (ICor 2, 6 -3 , 2; Rom 16, 25-27; Ef 1, 10-3, 21; Col 1, 26-2, 15; ITim 3, 16), el apóstol no se ocupa de los secretos concernientes a la vida íntima de Dios, sino que expone la revelación y el cumplimiento en Jesús y en la Iglesia del misericordioso proyecto redentor de Dios, o bien de aspectos específicos de este diseño. Concebido por la sabiduría y la potencia del Padre, el plan ha sido realizado después por la libre venida del Hijo, que, a través del horror de la cruz, procuró la salvación universal destinada a abarcar a todos los pueblos y razas.

13. Juan Crisóstomo ilustra bien la visión de la fe. 14. Cf. Jn 13, 1; 15, 13. 15. Cf. Mt 27, 39-45; Me 15, 29-32; Le 23, 35-39; ICor 1, 18; Gal 5,

11; Flp 2, 8; Heb 12, 2. 16. Cf. Ef 2, 7. 17. Cf. Rom 6, 9; ICor 15, 21, 26 y 54-57; 2Tim 1, 10; Heb 2, 14. 18. Las pruebas son los testimonios evangélicos. Este camino de la fe

tiene acreditadas convalidaciones en los convertidos por el Salvador: los dis-

298

Notas (capítulo quinto)

cípulos en las bodas de Cana (Jn 2, 11), el centurión que ora por la curación del hijo (Jn 4, 53), el ciego de nacimiento (Jn 9, 38)... creyeron después de haberse encontrado con el milagro. Jesús mismo apeló, como prueba de fe, a sus obras y a las declaraciones bíblicas (Jn 5, 36-39).

19. Lo que los antiguos griegos llamaban «oikonomía». 20. Para la presencia del Espíritu Santo en el bautismo instituido por

Jesús, véase Mt 3, 11; Me 1, 8; Le 3, 16; Jn 1, 33 / Jn 3, 5-6; Act 1, 5; 2, 38; 11, 16.

21. Es una evocación, primero más precisa y luego algo más sintética, de Rom 6. Aquí y allá otros ecos de san Pablo.

22. La incredulidad como analfabetismo: es una interpretación original susceptible de investigaciones profundas.

23. Comentado el versículo 157 del Salmo 118 (119), observa que el mérito de la fidelidad a los preceptos divinos está marcado por las persecu­ciones, que no provienen no obstante sólo de un soberano visible, sino que pueden estar desencadenadas también por muchas pasiones: éstas son los ti­ranos más peligrosos, en cuanto vencen el alma de los fieles más con halagos que con temores.

24. Ambrosio juega con la identidad de significado entre «mártir» y «tes­tigo» y, alternando libremente ambos términos, confiere a la variación estilís­tica reflejos de sugerencias sutiles.

25. La palabra espíritu (pneutna) en la Biblia reviste toda una gama de acepciones que se alternan coherentemente. Partiendo en realidad del soplo de viento, va hasta la respiración de la persona viva, de aquí a las fuerzas espirituales y a las sustancias inmateriales consideradas como principio gene-jal de vida común a todos los seres animados (que no debe confundirse con la psykhe, principio de la vida específica del hombre), luego al alma humana ya sea unida al cuerpo ya sea separada de él, más tarde a la parte racional de la naturaleza humana y al pensamiento que se eleva al conocimiento de las cosas eternas, posteriormente a las inclinaciones y pasiones humanas, a las decisiones fundamentales de la conciencia (fuerza de la fe, renuncia a la carne, disponibilidad para Dios y el prójimo), para llegar al mundo angélico y de­moníaco y acabar con Dios, de quien designa el ser, los atributos, la acción. Por cuanto concierne a las afecciones de nuestra naturaleza, en el Antiguo Testamento hallamos el espíritu de sabiduría (Éx 31, 3; 35, 31; Sab 7, 7; Is 11, 2), de inteligencia (Dt 34, 9; Job 15, 2; Eclo 39, 6; Dan LXX Sus 44-45), de ciencia (Dan LXX Sus 63), de competencia (Éx 28, 3), de educación (Sab 1, 5), de potencia (Sab 5, 23; 11, 20), de justicia (Is 28, 6), de juicio y de purificación (Is 4, 4), de gracia y de misericordia (Zac 12, 10), de salvación (Is 26, 18), de letargo (Is 29, 10), de abatimiento (Is 61, 3; Bar 3, 1), de celos (Núm 5, 14 y 30; Ecl 7, 9), de cólera (Éx 15, 8; 2Sam 22, 16; Sal 17 (18), 16; Job 4, 9; Is 27, 8) y de fornicación (Os 4, 12; 5, 4). En el Nuevo Testamento, se mencionan el espíritu de sabiduría y de revelación (Ef 1, 17), de adopción (Rom 8, 15), de fe (2Cor 4, 13), de fortaleza, de amor, de so­briedad (2Tim 1, 7), de mansedumbre (ICor 4, 21; Gal 6, 1), de letargo (Rom 11, 8 cita Is 29, 10), de esclavitud (Rom 8, 15), de timidez (2Tim 1, 7). San Ambrosio, en su expresión, nos coloca en la vía de estos precedentes, poniendo no obstante de relieve su componente más siniestro, constituido por la acción demoníaca: el demonio persigue con las pasiones desenfrenadas,

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Page 153: Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

Notas (capítulo quinto)

como el emperador con las tropas (cf. § 45). También en este sentido no le faltaban precedentes neotestamentarios (cf. Le 13, 11); sobre todo el texto de ljn 4, 1-6 era particularmente importante y explícito.

26. Cf. Heb 10, 27. 27. Cf. lCor 6, 9-20. 28. En la Biblia, viudas y huérfanos son por antonomasia las personas

que los prepotentes tienden más a oprimir, pero que Dios protege, venga y manda ayudar con la más enérgica severidad: cf. Éx 22, 21-23; Dt 16, 14; 24, 17-22; 26, 12-13; 27, 19...

29. Is 1, 17-18. 30. Cf. Flp 2, 3-4. 31. Cf. Mt 7, 21; Jn 12, 47. 32. Cf. ljn 4, 2. 33. Cf. Mt7, 26. 34. Mt 7, 22-23. 35. Es probable que la alusión proceda de Mt 6, 5-6. 36. Cant 3, 1-2. En el De virginitate, que tiene como tema principal las

bodas místicas del alma con Cristo, se inserta perfectamente la cita del Can­tar de los cantares, el cual muestra alegóricamente, con exquisita frescura, las relaciones entre Dios y el pueblo elegido bajo el velo de unas bodas, repre­sentando un idilio amoroso entre dos enamorados. Es la elegía del amor sa­grado según los modos del amor profano.

37. El circumforaneus latino tiene un leve matiz de charlatanería. 38. Véase nota 6. 39. Véase nota 3. 40. Cf. Jn 4, 34; 5,17; 9, 4. 41. Todo el Evangelio lo demuestra. Véase también Gal 2, 20; Ef 5, 2;

Ap 1, 5. 42. Además de los diversos pasajes en que esta virtud se atribuye a Dios

y otros en los que la asignación oscila entre Dios y Cristo, véase 2Tim 2, 13; Heb 2, 17; 3, 2; Ap 1, 5; 3, 14; 19, 11, donde le es personalmente atribuida.

43. El autor ha individualizado poco antes algunos «raptores» del reino de los cielos en los publicanos y pecadores que sustituyen a los judíos renuen­tes, en la mujer que padecía flujo de sangre (Le 8, 43-48) y, sobre todo, en la cananea (Mt 15, 22-28), de quien describe hechos y sentimientos con ex­presiones que captan limpiamente su esencia. La terminología se fundamenta sólidamente en las palabras de Jesús mismo: cf. Mt 11, 12.

44. En Éx 12, donde se describe la institución de la pascua, en el v. 11 se prescribe que los hebreos consuman la víctima ceñida la cintura, las san­dalias en los pies y el cayado en la mano: «lo comeréis de prisa». Esta inquieta solicitud evocaba la fuga ansiosa del dominio del faraón egipcio: aquello que inicialmente se hizo por necesidad, se repetía en conmemoración y como advertencia.

45. Mt 15, 28. 46. La expresión enérgica de Ambrosio está justificada por la decisión

obstinada con la que la cananea superó la negación inicial de Jesús. 47. Cf. Le 18, 3-5. 48. Sobre la Iglesia como institución de salud destinada a suceder a la*.

sinagoga, véase Ef 2, 11-22; Heb 8, 1-13; Ap 3, 12. La mención de «reino»-

300

Notas (capítulo quinto)

está aquí sugerida por la fórmula, tan frecuente en el Nuevo Testamento, «reino de los cielos» o «de Dios». Con esta expresión, Jesús pasó, de la idea veterotestamentaria de una realeza de Dios sobre Israel y sobre el mundo, que, bajo la acción de trágicas vicisitudes históricas, fue alejándose cada vez más hasta transformarse en escatológica, al concepto central de su predica­ción, en la que anunciaba el cumplimiento de la salvación escatológica en su persona: la soberanía salvífica de Dios estaba, en consecuencia, presente en él, si bien debía permanecer siempre escatológica, en cuanto debía des­arrollarse progresivamente hasta el final de los tiempos. Este crecimiento estaba destinado a tener lugar con la Iglesia y en la Iglesia. Resultaba, por tanto, natural que esta renovación y el potenciamiento de la concepción, superando el judaismo y convirtiéndose en la esencia misma del cristianismo, abandonaran la competencia de la sinagoga para pasar a la de la Iglesia.

49. Con una síntesis atrevida en su concisión, pero inobjetable en la sustancia, san Ambrosio identifica con Jesús el reino de Dios.

50. Se refiere a Cristo. 51. Cristo vivió bajo la ley mosaica en toda su vida escondida y sólo

en su vida pública promulgó la nueva disciplina evangélica. Este período de permanencia justifica la metáfora del arrebatamiento. Es una reelaboración •de Gal 4, 4.

52. Para las principales profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, véase Gen 3, 15; 12, 1-3; 18, 18; 49, 8-12; Núm 24, 17-19; 2Sam 7, 13-16; 23, 5; ICró 17, 11-14; los «salmos reales», en los que se pasaba del rey del momento al rey escatológico, en virtud de la promesa hecha por Natán a la estirpe de David; Os 3, 5; Am 9, 11-15 (cf. Act 15, 16); Miq 4, 2-4; 5, 1-3; Jl 3, 1-2 (cf. Act 2, 16); Sab 3, 9-17; Ag 2, 9; Zac 3, 8-9; 6, 11-13; 9, 9-10; 12,10-13,1; Mal 3, 1; Is 2, 2-4; 7, 14; 8, 8-15; 9, 5-6; 11, 1-16; 12, 1-6; 16, 5; 28, 16; 54, 10; 55, 3; 56, 1; 61, 1-3; 66, 22; Jer 23, 5-6; Ez 17, 22-24; 21, 32; 34, 23-31; 37, 22-28; Dan 7, 13-14; 9, 24-27.

53. Cf. Mt 1, 21; Le 1, 33, 54-55; 2, 10, 34; Mt 15, 24. 54. Es la aplicación de su obra redentora. 55. Sobre la irritada hostilidad de los jefes judíos contra Jesús, véase

nota 97 del cap. III. 56. Mt 28, 13. 57. Ef 5, 14. 58. La auténtica muerte espiritual es dormir ante Cristo, ignorando la

llamada que nos dirigió y la resurrección que nos propuso. 59. Fusión de Mt 28, 4 y Le 24, 5. 60. Para la invitación a despertar del sueño, metafóricamente entendido

como estado de pecado, véase Rom 13, 11; lTes 5, 6. 61. Cf. Mt 7, 7-8; Le 11, 9-10. 62. Dramatización viva y mesurada. 63. Velar es una advertencia que vuelve insistentemente en labios de

Cristo y, de reflejo, en los de los apóstoles. En el Nuevo Testamento ocurre 22 veces; para los lugares véase nota 187 del cap. VIL

64. Cf. Jer 23, 23-24. 65. Cf. Rom 5, 20. San Pablo observa, de forma paralela, la caída de la

humanidad por culpa de Adán y su redención por medio de la santidad de

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Notas (capítulo quinto)

Cristo y, con velado entusiasmo, destaca cómo el carácter sublime del segunde proceso ha superado la degradación del primero.

66. San Ambrosio no quiere agotar a Cristo en la gracia, sino la gracia en Cristo. De hecho, cada vez que san Pablo habla de gracia, en sustancia habla de Cristo.

67. Cf. Jn 1, 4; 5, 26; 6, 35, 48, 63, 68; 11, 25; 14, 6; Col 3, 4; 2Tira 1, 1; ljn 1, 2; 5, 11-12, 20.

68. Cf. Jn 11, 25. 69. Cf. Mt 11, 12; Le 16, 16. 70. Es el pueblo hebreo en su conjunto. 71. Los hebreos, como descendientes de Abraham y de David, eran-

herederos legítimos de las promesas mesiánicas hechas a ellos y confirmadas a su estirpe (véase nota 52): en virtud de la alianza, Dios había proclamado-a Israel hijo suyo primogénito (Éx 4, 22). Los paganos en cambio no tenían ningún parentesco especial de elección, pero después del rechazo judío fueron-adoptados por Dios, entrando en la promesa. El sentido de adopción es aquí por tanto paralelo, pero no coincidente, con el de san Pablo. Para el apóstol la adopción concierne a todos los fieles en relación con Cristo, hijo-de Dios según la naturaleza; para san Ambrosio, concierne a los paganos en relación con la primogenitura de los israelitas.

72. El autor estaba observando cómo, también en la más crasa idolatría, los pueblos habían conservado siempre una sana intuición de la divinidad, que Cristo vino a rectificar y a purificar con su cruz, término metonimia)' pata significar la pasión.

73. Le 9, 23. 74. Señala la eficacia soteriológica de toda la vida de Cristo, en la que

pone no obstante de relieve la muerte y la resurrección. En los padres anti­guos, como por lo demás posteriormente en toda la historia de la teología hasta nuestros días, se nota, sin hallar nunca ninguna exclusión de principio, la tendencia ora a destacar particularmente el valor salvífico del sacrificio de la cruz siguiendo la inspiración de san Pablo, ora a detenerse con preferencia en la mística de la encarnación de conformidad con los planteamientos de san Juan.

75. San Jerónimo, mientras predicaba estos tratados, moraba precisa­mente en el monasterio de Belén, que mandó construir para él Paula en el 389. Allí permaneció hasta su muerte (419), ocupado en la dirección de su comunidad monástica, dedicado a la redacción de sus obras exegéticas e inmerso en agitadas polémicas teológicas.

76. La constante actualidad, bajo la forma de misterios, de los aconte­cimientos biográficos de Jesús en la vida del cristiano es tema central en la espiritualidad de san Jerónimo. Véase nota 60 del cap. VI.

77. Interpretación umversalmente aceptada partiendo de la filología se­mítica, de la que san Jerónimo era un buen conocedor. Sin embargo, recien­temente la propuesta de O. Schroeder de que el término, por una aproxima­ción acádica, deba entenderse como «casa del dios Laham» ha encontrado una notable aceptación. En el Antiguo Testamento, Belén, pequeña ciudad situada a 8 km al sur de Jerusalén sobre dos colinas que alcanzan los 777 m sobre el nivel del Mediterráneo, se hizo célebre por la muerte y sepultura de Raquel, mujer de Jacob (Gen 35, 19; 48, 7) y por el nacimiento y

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Notas (capítulo quinto)

consagración del rey David (Rut 4, 11, 17, 22; lSam 16, 1, 4 [17, 12, 15]). 78. La expresión se halla varias veces en Jn 6, 31-58: procedente de

Éx 16, 13-15, estructurada por Sal 77 (78), 24, elaborada por Sab 16, 20, se la aplicó Jesús a sí mismo en una grandiosa visión abierta a perspectivas sacramentales, soteriológicas y trinitarias.

79. Cf. Gal 6, 14. 80. Cf. Gal 3, 1. 81. La ascensión de Jesús aconteció en el Monte de los Olivos (Act 1,

12): Le 24, 50 especifica el lugar fijándola en Betania, aldea situada a casi 3 km de Jerusalén en la ladera oriental del citado monte. Las precisiones topográficas son un reflejo natural de la familiaridad de san Jerónimo con los lugares.

82. Los tres «donde» se refieren al reino de los cielos, hacia el que se proyectan místicamente los símbolos del Monte de los Olivos.

83. Sal 51 (52), 10: el salmista, después de haber formulado el castigo de Dios sobre un pérfido enemigo, seguido de burlas de la gente, expone su propia suerte tan feliz y distinta. En los profetas y en los salmos, el olivo es citado a menudo como símbolo de belleza, pujanza y fecundidad y su fruto como emblema de un acomodado nivel de vida.

84. Por metonimia, señala la causa por el efecto. Es probable que en el trasfondo, en el pensamiento de san Jerónimo, haya aparecido la parábola de las diez vírgenes: Mt 25, 1-13.

85. Estaba citando y comentado ljn 2, 9; 3, 15 y concluía que Cristo se retira de quien odia al hermano, dejándolo en las tinieblas.

86. Le 8, 23. 87. Se podría traducir también «que concierne a Jesús», pero la inter­

pretación propuesta parece mejor. 88. En muchos sermones, tanto griegos como latinos, se pueden descu­

brir huellas de una dramaturgia sagrada embrionaria. Representan un desarrollo de la animación propia de la diatriba cínico-estoica.

89. Is 40, 6-8 citado en lPe 1, 24-25. 90. Expresión descriptiva, muy adecuada a un discurso de entonación

popular. 91. San Cipriano escribe a los fieles de Tíbar, ciudad de la Proconsular

(actual Túnez), situada no lejos de las fuentes del Bagradas (Medjerda) a un centenar de kilómetros al sudoeste de Cartago.

92. Galo, emperador del 251 al 253, se demostró hostil a los cristianos desde el comienzo de su breve reinado, tanto que corrieron voces de una inminente persecución, que no obstante no llegó a desencadenarse nunca. La amenaza se alejó.

93. Es una metáfora para designar a los fieles inaugurada por Jesús mismo (cf. Le 12, 32; Jn 10, 16) y relacionada con su autodefinición de buen pastor.

94. Cf. 2Cor 4, 9. 95. Esto es, haciendo de la propia alma y del propio cuerpo la morada

de Dios y el centro de su culto; es metáfora de san Pablo: cf. ICor 3, 16-17; 6, 19; 2Cor 6, 16.

96. Cf. Mt 5, 11-12.

303

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Notas (capítulo quinto)

97. Cf Mt 10, 22; 24, 9, 13; Me 13, 13; Le 21, 12-13; y 16-19; Jn 15, 21.

98. Mt 10, 38 (16, 24). 99. Cf. lCor 4, 16; 11, 1; lTes 1, 6. 100. San Jerónimo está glosando Ecl 4, 9-12: «Mejor están dos que

uno solo, porque logran mayor fruto de su trabajo. Si caen, el uno levanta al otro; pero ¡ay del solo cuando cae! No tendrá quien lo levante. Si dos duermen juntos se calientan mutuamente; pero uno solo, ¿cómo se calen­tará? Si alguien avasalla a uno de ellos, los dos le hacen frente...» El autor bíblico, un maestro hebreo del siglo m-ll, pretende trazar un análisis de la sociedad, de la que condena los excesos: en contraste con el egoísmo insa­ciable que aisla al hombre, celebra la colaboración que hay entre dos.

101. Cf. Jn 6, 56; 14, 23; 15, 4-5. 102. Cf. Jn 11, 11-13. 103. El diablo es retratado aquí en la actitud típica de «antagonista»,

como los padres han querido llamarlo apoyándose en alusiones que les ofrecía el Nuevo Testamento. De hecho, con «adversario», «el que se alza contra» en 2Tes 2, 4, es nombrado el Anticristo y, en lTim 5, 14, Satanás; varia­ciones del personaje diabólico, detrás del cual no es difícil distinguir a los enemigos del cristianismo.

104. Sobre el trasfondo parece que se perfila el bosquejo de la parábola del fuerte que vence al otro fuerte y lo ata: cf. Mt 12, 29; Me 3, 27; Le 11, 21-22.

105. Para san Agustín las palabras del maestro humano que hace sonar su voz fuera de nosotros no poseen una eficacia iluminadora directa; su función se resuelve más bien en encender una luz interior de verdad, cuya alma está constituida por Cristo, Sabiduría del Padre.

106. Cf. Ef 3, 16-17. 107. Cf. lCor 1, 24. 108. La receptividad de la revelación divina en relación con la disponibi­

lidad del alma se funda sobre afirmaciones de Jesús mismo: cf. Mt 13, 9-15; Le 8, 9-10/Mt 7, 6/Jn 15, 22-24.

109. Para Sócrates (Platón, Proiágoras 358 C-D) la ignorancia es causa de la culpa; aquí la culpa es causa de la ignorancia. Sobre la naturaleza del mal, y específicamente sobre su carácter gratuito, se deben a san Agustín páginas (Conf. II , 4) de importancia innovadora fundamental. Para el pasaje del De magistro, véase también ibtdem 14, 45.

110. Mt 5, 9. 111. Posible eco de Sal 119 (120), 7. 112. Para la filología moderna, Salomón significa «pacífico», pero ya

que la paz asumía con frecuencia la acepción de «felicidad», el nombre impli­ca también el sentido de «feliz», «afortunado», «perfecto».

113. Jn 14, 27. 114. Cf. Rom 14, 19. 115. San Pablo, en Rom 14, 17, ha señalado en la paz uno de los com­

ponentes esenciales del reino de Dios; en lCor 7, 15, ha hecho de ella un estado directamente querido por Dios; en Ef 4, 3, la ha considerado como cohesión vital del cuerpo místico y, en ibídem 2, 17, ha sintetizado en ella

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Notas (capítulo quinto)

el mensaje de Jesús. Naturalmente, esta paz tiene doble valencia: con los demás hombres, con Dios (Rom 5, 1).

116. Cf. Rom 10, 4. San Pablo, aunque rinde homenaje al celo tenaz de los judíos por Dios, deplora que hayan intentado hacer de la ley una contra­posición de sí mismos a Dios, erigiendo la observancia de los preceptos en motivo jurídicamente idóneo para pretender el premio. La recompensa eterna habría sido una conquista del hombre y no un don de Dios y la redención habría resultado superflua. El apóstol rectifica esta interpretación, que no ve el abismo gozoso entre finito e infinito, y proclama que la ley no tenía en si misma ninguna virtud salvífica: era sólo un camino hacia Cristo, el ver­dadero Salvador, el único «hombre» capaz de merecer y devolvernos el acceso al reino de los cielos.

117. El concepto de justicia en el Antiguo Testamento, por más que incluya el campo de lo civil, es de naturaleza eticorreligiosa antes incluso que jurídica. La atmósfera que ejerce de trasfondo es la de un rey absoluto que juzga a sus subditos y en los casos positivos concede su aprobación explícita respecto de su tenor de vida y los libera del agravio de los errores personales y de la opresión del enemigo externo. Hay, pues, una concurrencia de don de Dios y de obra del hombre, en cuanto también la rectitud de la conducta llevada a cabo por el hombre es don y enseñanza de Dios. El hom­bre mira pues a esta intervención del supremo Soberano con una mezcla de temor y esperanza, porque sabe que su severidad está siempre atenuada por la bondad y la misericordia. Por ello, justicia y gracia, lejos de ser términos antinómicos, son componibles y muchas veces intercambiables. En el Nuevo Testamento el vocablo continúa el sentido veterotestamentario de ho­nestidad ética del hombre, pero acentúa su sentido de relación con Dios en la obediencia a sus mandamientos y aumenta sus exigencias llegando hasta el ámbito de la intención. La justicia, que constituye el tema específico de la carta a los Romanos, es concebida aquí como atributo de Dios, que la posee, pero también como el nuevo ser que él concede al hombre mediante la fe en la persona y la obra de Jesús. De hecho la bondad de Dios, hecha realidad en Cristo, que históricamente nos ha liberado del pecado sobre la cruz, ha llevado a cabo así la nueva creación prevista desde la eternidad y la ha revelado a todos los hombres. Los que le dirigen una respuesta de acep­tación reciben como contrapartida la justicia, acreditada por Dios, pero real, y en consecuencia el pecador, ahora ya efectivamente redimido, debe llevar una vida nueva conforme al estado al que ha sido elevado. La justicia del hombre es pues para san Pablo el resultado de la justificación que Dios le ha dado. La posibilidad de llevar una existencia moralmente íntegra y recta es un don gratuito que nos viene de Dios, el cual nos confiere un estado de santidad y la capacidad de realizar acciones santas, del cual queda por tanto excluido todo derecho jurídico a un premio. La elevación a la intimidad de la amistad con Dios es una gracia que nos llega a través de la fe.

118. En cuanto el carácter provisional de las obras de la ley ha sido derogado por el carácter perenne de la fe en Cristo.

119. Aquí por «medicina» se entiende el arte del médico y no cada uno de los remedios.

120. Cf. Rom 2, 17-27; 3, 9-20. 121. No es una cita literal, sino una síntesis conceptual de la postura

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Notas (capítulo quinto)

de san Pablo; para alusiones, véase Rom 3, 31; 4, 23-25; 5, 1-2 y 20-21; 7, 4-6; 8, 1-4...

122. La contraposición entre la justicia que proviene de la ley y la que proviene de la fe es frecuente en san Pablo: cf .Rom 4, 3-6, 13; 9, 30-32; 10, 2-3; Flp 3, 9...

123. El concepto bíblico de «siervo» —del que deriva «servicio», como designación del culto— indica la actitud de obediencia del pueblo hebreo, o de grupos particulares, o de individuos, ante Dios. Jesús se consideró a sí mismo (Mt 12, 18-21) como la encarnación historicosoteriológica del siervo de Yahvéh (Is 42, 1-7; 49, 1-6; 50, 4-9; 52, 13-53, 12) y sus fieles asumieron la misma actitud a su respecto; hay una plenitud de entrega que florece en adoración: Rom 1, 1; lCor 7, 22 (2Cor 4, 5); Gal 1, 10; Ef 6, 6; Flp 1, 1; Col 4, 12; 2Tim 2, 24; Sant 1, 1; 2Pe 1, 1; Jds 1; Ap 2, 20; 11, 18; 22, 3.

124. Cf. Rom 8, 17. 125. La concentración del fervor en el nombre de Cristo la expresa la

traducción con la epífora, en lugar de la anáfora griega, que nuestras sintaxis no pueden sostener. Aunque éste no sea el único ejemplo, los padres antiguos se han mostrado, por lo general, circunspectos en el uso de este instrumento estilístico para subrayar el nombre del Salvador.

126. Cf. Mt 9, 10; Me 2, 15; Le 5, 29/Mt 26, 6-8; Me 14, 3; Jn 12, 2/ Le 7, 36; 10, 38-40; 11, 37; 14, 1; 19, 5-6; Jn 2, 1-2.

127. Cf. Jn 12, 3. 128. Cf. Mt 27, 57-60; Me 15, 43-46; Le 23, 50-53; Jn 19, 38-42. 129. Nicodemo es un personaje que sale nominativamente sólo en el

Evangelio de Juan. Durante la sepultura de Jesús aparece junto a. José de Arimatea, pero se diría que a la sombra de este último. José fue solo a afrontar el peligro de pedir al procurador romano el cuerpo del ajusticiado; para los gastos de la primera inhumación somera le ayudó Nicodemo (Jn 19, 39), el hombre de los segundos planos, de la bondad cautelosa, del com­promiso ejercido posiblemente a cubierto. El evangelista lo introduce en su relato cuando fue a buscar a Jesús y oyó que le proponía el renacimiento espiritual (Jn 3, 1-10); lo introduce de nuevo en los primeros avisos de la pasión, en el acto de esbozar un intento de defensa, cuando los sinedritas estaban para pasar a la ofensiva contra Jesús (Jn 7, 50-52). El primer en­cuentro tuvo lugar de noche y aquella visita furtiva quedó para siempre como distintivo suyo: en las otras dos menciones su nombre es caracterizado como «el que había ido a ver a Jesús de noche» (alguna incertidumbre en los códices griegos en Jn 7, 50). Es el individuo que hace fintas, que no quiere romper ni con los fariseos ni con Jesús. Enarbola como virtud suya principal la prudencia, sin darse cuenta de que, en su versión, no va sin cierta timidez no muy lejana de la cobardía. Sólo comete el error de ignorar el coraje y la dignidad viril. Como sinedrita está curtido en el arte del com­promiso; sabe estar en una situación en que ni confiesa ni niega a Cristo (cf. Mt 10, 32-33). El Nacianceno ha captado su personalidad con un acertado toque de síntesis en la que no falta una indulgente malicia.

130. Cf. Mt 2, 1-12. 131. Cf. Mt 9, 13 (Os 6, 6; ISam 15, 22). 132. Cf. Dan 3, 39.

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Notas (capítulo quinto)

133. Eran leprosos que, en esta mísera actitud, intentaban pedir limosna a los fieles acomodados.

134. Cf. Le 16, 9. 135. Una ley del 398, emanada de los emperadores Arcadio y Honorio,

establecía que los ciudadanos pusieran a disposición de las tropas imperiales la tercera parte de sus casas, proporción que aumentaba a la mitad en favor de los altos dignatarios: cf. Codex lustinianus XII, 40, 2.

136. La guerra de la que habla podría ser una contraposición dialéctica a la guerra moral que se combate contra las potencias del mal (2Cor 7, 5; Ap 12, 7, 17; 13, 4, 7; 16, 14; 19, 19; 20, 8), o que se sostiene en general por la verdad y la fe (Flp 1, 30; Col 1, 29; 2, 1; lTes 2, 2; lTim 4, 10; 6, 12; 2Tim 4, 7; Heb 12, 1), como para recordar cuántos sacrificios estamos dispuestos a hacer para la defensa material y cuan reacios somos en cambio a aceptar aquellos, que aunque inferiores, son exigidos para la defensa espi­ritual. Si se quiere ver, no obstante, una alusión específica a un efectivo estado de guerra —y es una interpretación preferible—, cabría pensar en los motines promovidos por Gainas. Por la Homilía XLI (MG LX, 291) sabemos que el ciclo sobre los Actos de los apóstoles fue predicado en Cons-tantinopla en el 400. Ahora bien, en el 399 el aventurero bárbaro Gainas, amigo de Estilicón, se unió al insurrecto Tribigildo que marchó contra Bitinia y ambos entraron en Constantinopla provocando una sublevación del pueblo que exterminó 7000 godos. Gainas, rechazado, intentó la revancha, pero se lo impidieron las tropas romanas bajo el mando del godo Fravita. Gainas, obligado a huir más allá del Danubio, encontró allí la muerte.

137. Apartamentos para los huéspedes los hay sólo en los palacios no­bles. En los de Siria central, descubiertos casi intactos, estos apartamentos solían estar colocados junto a la puerta de entrada, frente a un torreón donde moraba el portero. En las casas más ordinarias, encima del tablinum —que en la antigua casa romana, situado frente al atrio, constituía el ambiente principal, donde se colocaba también el lecho nupcial, pero que posterior­mente pasó a sala de recepción— se disponían modestos cuartos (llamados cenacula), equivalentes de alguna manera a nuestras buhardillas, que, por tener una entrada reservada, se alquilaban a veces o se reservaban como alojamiento de la servidumbre o de los huéspedes. Siguiendo a Vitrubio, había habitaciones para los esclavos y los huéspedes a menudo en los dos flancos laterales del patio de entrada rodeado de pórticos.

138. En la época de Constantino en Antioquía la iglesia adyacente al palacio imperial se alzaba en un área abierta rodeada de un pórtico. En el recinto, gestionados y cuidados por la Iglesia, había una hospedería para alo­jar a los extranjeros y cocinas y refectorios para alimentar a los pobres, las viudas y los huérfanos.

139. En los pobres. 140. Cf. Mt 25, 35-36 y 43. 141. Cf. Le 14, 13 y 21. 142. Cf. lCor 4, 14. 143. El estado actual de las excavaciones arqueológicas no nos permite

conocer con suficiente exactitud la disposición de los locales en las casas aco­modadas de Constantinopla hacia el 400.

144. En la antigüedad las casas de los ricos, además de un primer patío

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Notas (capítulo quinto)

(atrio, impluvio) que funcionaba como desembocadura de la entrada, tenían un segunda patio con jardín, en ocasiones dispuesto de modo que podía ser­vir para ejercicios ecuestres. A él daban los establos y las caballerizas, además de otros ambientes destinados a actividades auxiliares.

145. «Allí» es «donde están los siervos». Juan Crisóstomo invita por tanto a los fieles con bienes, si no a alimentar a los pobres en calidad de huéspedes, sí al menos a recibirlos entre el personal de servicio.

146. Cf. Jdt 7, 32. 147. Cf. Jdt B 5, 8; lSam 17, 45; lCró 12, 9, 35; 2Cró 11, 12; 25, 5;

2Mac 15, 11; Eclo 29, 13. 148. Cf. Eclo 29, 12: «Encierra tu caridad en tus graneros; ella te li­

brará de toda desgracia.» En Tob 6, 10; 12, 9; (14, 10) se afirma que la limosna salva de la muerte.

149. El uso de la lectica, difundido en los ambientes cortesanos, aris­tocráticos y en los económicamente fuertes, fue más bien mal visto por la Iglesia que, fuera del caso de conveniencia, lo interpretó como una manifes­tación de molicie de vida. Esta oposición y el empobrecimiento causado por las invasiones bárbaras fueron motivo de su progresiva disminución en occi­dente, mientras que en oriente quedó por mucho tiempo todavía.

150. Cf. Gen 18, 1-10. 151. En las teofanías del Antiguo Testamento varios escritores eclesiás­

ticos antiguos (Justino, Diálogo 56; 60; 126; 127; Teófilo, Ad Autolico II, 22; Ireneo, Adversus haereses IV, 9, 1; IV, 10, 1; Tertuliano, Adversus Vraxean, 14-15; Adv. Marcionem II, 27; Novaciano, Be Trinitate 31, 17 (191), quizá siguiendo a Filón, cf. De somniis I, 238-239; De mutatione nominum 87; De Cberubim 3; De vita Mosis I, 66), tendían a creer que se trataba de manifestaciones no del Padre, cuya espiritualidad absoluta con­trastaba con la perceptividad sensible del hombre, sino del Hijo que, desti­nado a la encarnación, tenía cierta disponibilidad con la materia visible. Ade­más de satisfacer una exigencia suya, en la que quizá sin ellos saberlo en­traba bastante más la imaginación que la razón, tenían la ventaja de recha­zar el marcionismo, afirmar la divinidad de Cristo y conferir carácter concre­to a las promesas mesiánicas. Se presentaban como aproximaciones tipológi­cas a su inserción en la historia antes del ingreso definitivo. La aparición de Jesús a Saulo en el camino de Damasco (Act 9, 3-7; 22, 6-11; 26, 12-18) habría constituido la conclusión inequívoca.

152. De las tres figuras que se mostraron cerca del encinar de Mambre, dos son llamadas ángeles (Gen 19, 1 y 15).

153. La generosidad de Abraham con los tres viajeros desconocidos fue bastante notable: les ofreció un ternero «tierno y bueno», hizo que Sara ama­sara unos 36 litros de harina para panes y puso a su disposición cuajada y leche a discreción. .

154. Jesús había advertido que no debían esperarse contrapartidas de la propia generosidad para con el prójimo: Le 14, 12-14; Mt 5, 46-47.

155. Es la cláusula explícita que pone Jesús para conceder la recompen­sa: Mt 18, 5; 19, 29; Me 9, 37 y 41; Le 9, 48.

156. Si ya en el período clásico fue la hospitalidad una de las virtude más cultivadas y veneradas por las exigencias mismas de la vida civil y las relaciones entre ciudadanos, todavía lo fue más en el cristianismo, que

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Notas (capítulo quinto)

renovó en sus más íntimas motivaciones, transfiriéndola del plano social al espiritual y sobrenatural. San Mateo refiere directamente a Cristo la hospita­lidad ejercida en favor de los necesitados (25, 35 y 43); san Pablo la enumera entre las virtudes principales del cristiano perfecto (Rom 12, 13) y entre los testimonios que debe dar quien está revestido del episcopado (ITim 3, 2; Tit 1, 8) y quien aspira entrar en el orden de las viudas (ITim 5, 10) y la recomienda además de una manera muy especial (Rom 16, 1-2); san Pedro invita a practicarla con alegre generosidad (lPe 4, 9) y san Juan la considera necesaria para convertirse en colaborador de la verdad (3Jn 5-8). San Cle­mente Romano, la elenca entre los méritos de los corintios, inmediatamente después de la fe y la religiosidad (1, 2; y cf. 10, 7; 11, 1; 12, 1); Arístides garantiza que para los cristianos el huésped es como un auténtico hermano que aquéllos reciben en casa con gozo (15, 7), y Tertuliano, Ad uxorem II, 4, 3, presenta como natural acoger en la propia casa a hermanos en la fe que están de viaje. El papa Cornelio declaraba que en Roma más de 1500 viudas y pobres eran alimentados por la Iglesia (Eusebio, Hist. eccl. VI, 43, 11) y Eusebio no omitió, en De vita Constantini, poner de relieve la generosidad del emperador en este específico género de munificencia (III, 44), mientras que Juliano el Apóstata ordenaba a Arsacio construir muchos hospicios en cada ciudad, porque consideraba vergonzoso que los «impíos galileos» alimentaran no solamente a sus necesitados sino también a los de los paganos (Sozomenes, Hist. eccl. V, 16, 9 y 11). San Basilio se hizo umversalmente célebre con la institución de aquella grandiosa central de asistencia a los enfermos, pobres, forasteros, que fue denominada «Basiliade» y suscitó la admiración de los contemporáneos (cf. Gregorio Nacianceno, Oratio XLIII, 63 MG XXXVI, 577-580) y de los posteriores (Sozomenes, Hist. eccl. VI, 34, 9). La empera­triz Flacila, mujer de Teodosio I, atendía personalmente con celo al sostén de los pobres y al buen funcionamiento de los hospicios (Teodoreto, Hist. eccl. V, 19, 2-3). En Ostia, Pamaquio fundó, junto con Fabiola, una hospe­dería para pobres (san Jerónimo, Epist. LXVI, 11; LXXVII, 10), y en Roma Fabiola instituyó un hospital que recogía toda clase de enfermos (ídem, Epist. LXXVII, 6). San Juan Crisóstomo, ahorrando por su parte en la adminis­tración económica del patriarcado de Constantinopla, erigió hospitales y lu­gares de refección para enfermos y extranjeros llegados a la capital (Paladio, Dialogas de vita S. lohannis Chrysostomi 5, ed. Coleman-Norton, Cambridge 1928, p. 32, 7-8). San Paulino de Ñola había arreglado su propia residencia episcopal con una serie de «pequeñas habitaciones para huéspedes» (Epist. XXIX, 13) y en muchos otros sitios surgían instituciones de alojamiento bajo la tutela de los obispos, que ponían en ello gran empeño, y junto a los mo­nasterios, que consideraban esta misión como una de sus actividades más tí­picas. El Codex Iustinianus (I, 2, 19; 3, 34 (35) y 48 (49)), consideró luego las donaciones en favor de los hospicios y lugares de acogida de enfermos y necesitados como un todo único con las dedicadas a las iglesias y como direc­tamente sometidas a la jurisdicción de éstas.

157. Cf. Mt 22, 8-10; Le 14, 21-23. 159. Agustín, partiendo de ITim 6, 18-19, exhortaba a hacer de las ri­

quezas valores reales y duraderos mediante las buenas obras, y a sustraer de ellas la labilidad de sueño que tienen cuando se aprecian por sí mismas.

159. El fundamento de la invitación se encuentra en Mt 6, 19-20 y Le

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Notas (capítulo quinto)

12, 33, pero la expresión ha sido reelaborada con una precisión más diná­mica, que confiere al concepto mayor fuerza persuasiva.

160. Otra inmediata y auténtica dramatización de Mt 25, 40. 161. Esclavos y libertos eran nombrados a menudo administradores de

los patrimonios de las familias patricias o acaudaladas. Los ejemplos abundan desde la época republicana.

162. El calor de la exhortación mantiene su intensidad porque se apoya en el fuerte armazón de un pensamiento brillante y vigorosamente dialéctico.

163. Cf. Mt 8, 20; Le 9, 58. 164. Cf. Mt 14, 13-21; Me 6, 35-44; Le 9, 12-17; Jn 6, 5-13 / Mt 15,

32-38; Me 8, 1-9. 165. Cf. IRe 17, 4-6. 166. De hecho, prodigiosamente, no faltaron ya más a la viuda ni aceite

ni harina durante todo el tiempo de la carestía, y el hijo resucitó por obra del profeta: IRe 17, 8-24.

167. Estas palabras son una paráfrasis, dispuesta libremente, de Prov 22, 2. La disposición de Dios no se entiende como un plan positivo destinado a regular el orden social, sino como una recuperación en el plan de la pro­videncia del orden social corriente. Aquí «hacer» quiere decir «permitir que haya». Tampoco en Mt 26, 11, la perenne existencia de los pobres es una ley histórica; es deducción inmediata de la experiencia, mientras que el pen­samiento apremia en otro tema muy distinto.

168 y 169. Prov 22, 2. 170. Habría sido hasta una torsión espiritual, porque habría presupuesto

que el valor residía en el objeto y no en la caridad que mueve a ofrecerlo. San Pablo, 2Cor 8, 13, precisa a sus interlocutores, a los que había pedido subvenciones para los fieles de Palestina: «Pues no se trata de que haya holgura para otros y para vosotros escasez, sino que haya cierta igualdad.»

171. En Le 11, 41 la Vulgata lee: «Dad lo superfluo como limosna», mientras que el texto griego dice: «Dad lo que tenéis dentro...», refirién­dose a los sentimientos interiores que deben animar la donación. El concepto de lo superfluo como medida objetiva de ayuda está de todas maneras clara­mente afirmado en 2Cor 8, 14. Véase también Me 12, 44; Le 21, 4.

172. Mt 10, 42; Me 9, 41. 173. La metáfora de la adquisición del reino de los cielos con los te­

soros terrenos fue propuesta por Jesús mismo: Mt 13, 44 y 45-46 / Mt 19, 21; Me 10, 21; Le 18, 22 / 12, 33.

174. San Pablo, en 2Cor 8, 12, había advertido: «Porque, si está por delante la buena voluntad, se acepta con gusto según lo que uno tiene, no según lo que no tiene.»

175. Cf. Me 12, 41-44; Le 21, 1-4. 176. Cf. Le 19, 8. 177. Cf. Mt 10, 42; Me 9, 41 / Mt 25, 40 y 45. 178. Sobre la limosna como medio de obtener la remisión de los peca­

dos, véase Sal 40 (41), 2-3; Prov 19, 17; Tob 4, 7-11; 12, 9; Eclo 3, 30. 179. Cf. Act 10, 4 y 31. 180. En los dos párrafos precedentes el orador había exhortado a dar a

Cristo la parte de herencia que habría tocado a un hijo muerto; su razona­miento había sido: christianum filium atnisisti: non ergo amisisti, sed prae-

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Notas (capítulo quinto)

misisti, ñeque enim Ule decessit sed praecessit; por tanto conviene mandarle lo que espera allá, donde se encuentra ante el Emperador de emperadores. No es que tenga necesidad de ello, sino que más bien tiene de ello necesidad en la tierra el Señor mismo, ante quien se encuentra tu hijo.

181. Jesús, además de llamarnos indirectamente hermanos suyos procla­mándonos hijos de su mismo Padre (cf. Jn 20, 17 y también 2Cor 1, 2-3; Ef 1, 2-3; Col 1, 2-3) y designando a su Padre y a nuestro Padre con el mismo epíteto de «que está en los cielos», o con otras calificaciones que suponen la misma persona, nos ha reconocido de forma explícita, además, la fraternidad: Mt 12, 49-50; Me 3, 34-35; Le 8, 21 / Mt 25, 40 / Mt 28, 10; Jn 20, 17.

182. Cf. Rom 8, 17. La referencia a san Pablo es muy acertada: si Je­sús nos ha hecho coherederos suyos, nosotros debemos hacerle también cohe­redero nuestro. Es precisamente el tema que está desarrollando.

183. Quizá más acertada es todavía la sugerencia de considerar a Jesús como un hijo y dejarle la herencia que le toca: la caridad gana categoría, ne­cesidad y dignidad. Es la tasa cristiana sobre la sucesión, sublimada por un exactor divino; era difícil expresar con mayor viveza la verdad de la presen­cia de Jesús en los pobres.

184. San Cipriano está explicando el Pater noster, versículo por ver­sículo.

185. Mt 6, 11; Le 11, 3. 186. Dos son esencialmente los sentidos bíblicos: 1) El literal, que es

el de cualquier libro, en el que el autor expresa su propio pensamiento va­liéndose de las acepciones léxicas comunes, de las convenciones gramaticales, usos de figuras estilísticas, como metáforas (Jesús camino, cordero de Dios...), alegorías (Jesús vida), parábolas...; y 2) el típico o espiritual o místico, que es exclusivo de la Biblia, en la que Dios comunica su mensaje especial. Este último se puede dividir en tres categorías principales: a) dogmático o tipo­lógico, cuando personas, objetos, acontecimientos, instituciones del Antiguo Testamento significan y prefiguran personas (Isaac, Melquisedec, David, Jo­ñas = Cristo), objetos (maná = eucaristía), acontecimientos (paso del mar Rojo = administración del bautismo), instituciones (arca de Noé = Iglesia) del Nuevo Testamento; b) moral o tropológlco, cuando acontecimientos bí­blicos aluden a realidades o enseñanzas morales para la formación de las costumbres; c) anagógico o escatológico, cuando los datos bíblicos ilustran la superior comprensión de realidades espirituales o divinas pertinentes a la vida futura.

187. San Agustín, Conf. XII, 31, 42 y De doctrina christiana III, 27, 38 (CSEL LXXX, 1963, § 84, p. 102), sostiene la legitimidad de todas las interpretaciones bíblicas que están de acuerdo con todas las verdades de la fe (cf. ibídem III, 10, 14, § 33, p. 88). La multiplicidad de los significados incluidos en el texto por el Espíritu Santo sería un elocuente testimonio de la riqueza de la providencia divina.

188. Cf. Jn 6, 35, 48-51 y 58. 189. San Cipriano parece restringir, esotéricamente, la paternidad uni­

versal de Dios a la de los fieles, pero más que un desconocimiento de la pri­mera es una valoración de la segunda, en la que se pasa de un estado de hecho, inconsciente, a una dignidad bien conocida.

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Notas (capítulo quinto)

190. Para la identificación del pan (eucarístico) con el cuerpo de Cristo, cf. Jn 6, 48-58 / Mt 26, 26; Me 14, 22; Le 22, 19.

191. Cf. lCor 1, 30; (Gal 3, 28); lTes 2, 14; IPe 5, 14. 192. La admonición de san Pablo contra los fieles que se acercaban al

cuerpo de Cristo indignamente había sido perentoria y urgente: lCor 11, 27-29.

193. Jn 6, 51. 194. Jn 6, 53. 195. Cf. lCor 1, 2; 6, 11; Ef 5, 26; Heb 9, 13-14; 10, 10, 14, 29; 13, 12. 196. Véase nota 192. 197. El carácter completo y la evidencia de su doctrina eucarística, par­

ticularmente centrada sobre la autenticidad de la presencia real, le han va­lido a Juan Crisóstomo el epíteto de doctor eucharhtiae. Son notables en el transcurso del pasaje varias expresiones de un vigor y hasta de un verismo especialmente impresionantes.

198. Quizá una vivida adaptación de los seres angélicos que, en el Apo­calipsis (4, 10; 5, 8, 14; 7, 11; 11, 16; 19, 4), se postran con la faz en tierra frente a la majestad radiante de Dios y el cordero.

199. Sal 105 (106), 2. 200. Más que insistir en la condena del docetismo, esta afirmación pro­

clama la universalidad de la vocación a la salvación. 201. Juan Crisóstomo, tanto por su generosidad personal, su celo y su

larga práctica pastoral, como por una cierta tendencia de la escuela de Antio-quía de la que fue el exponente más representativo, tiende fácilmente a sub­rayar el componente voluntarístico humano en la adquisición de la salvación. Después de su muerte, los pelagianos intentaron hacérselo suyo (y conAniano de Celeda tradujeron varías de sus homilías, como si fueran textos en que apoyar sus teorías), pero san Agustín, en el Contra lulianum, I, 21-29 (ML XLIV, 654-661) reivindicó plenamente su ortodoxia, haciendo de él un alia­do contra los herejes.

202. La imagen es fea y extravagante, aunque es clara y parenéticamente eficaz y no carece de algún antecedente bíblico (cf. Is 66, 11). Este tipo de realismo era, no obstante, corriente en la época patrística, y los padres no lo despreciaron.

203. Cf. IPe 2, 2; lCor 3, 1-2; Heb 5, 12-13. 204. La operación sacramental de la eucaristía es realizada por Cristo;

obispos y sacerdotes son sólo auxiliares del rito. Si no es otra cosa, es por lo menos una clara condenación del donatismo, que todavía entonces hacía fu­ror, sobre todo en África.

205. El autor está insistiendo en la identidad entre la última cena ce­lebrada por Jesús y la misa celebrada por los sacerdotes; esta comparación implica también la otra entre Judas, que asistió a la primera consagración hecha por Jesús (Mt 26, 21-28; Me 14, 17-24; Le 22, 14-23; Jn 13, 21-30), y cualquier posible profanador actual movido a la traición, como el antiguo, por la avaricia (Jn 12, 4-6). Que Judas haya recibido o no la comunión es una cuestión debatida, acerca de la cual —descartadas las inconsistentes mo­tivaciones de conveniencia— la crítica neotestamentaria no tiene suficiente documentación para llegar a una solución cierta.

206. Mt 26, 18; Me 14, 14; Le 22, 11.

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Notas (capítulo quinto)

207. Palabra grata a Juan Crisóstomo para indicar la árida dureza de corazón ajena a toda caridad.

208. El término griego original (hyparkhos) es bastante genérico y di­versificado en sus aplicaciones. En sustancia indica una autoridad civil o mi­litar subordinada, sin precisar si esta subordinación se refiere a otro dignata­rio de grado superior o bien directamente al emperador. Con este término se designaba pues también a los más altos cargos de prefecto del pretorio, pre­fecto de la capital y prefecto de Egipto.

209. Es una perífrasis, pero poco circunspecta, por su total transparencia. 210. El animoso obispo no se para en barras; pero no pensaba en sí

mismo, sino en el cuerpo de Cristo. No hay orgullo, hay fe. 211. Destaca este final braquilógico entre tanta abundancia verbal. 212. Siente la grandeza del sacerdocio, sobre todo como responsabilidad. 213. Dentro de la Iglesia. 214. Cf. Heb 10, 29. 215. Los endemoniados del Evangelio se nos presentan como sometidos

a una acción despótica que los hace instrumentos pasivos en manos del espí­ritu. Santo Tomás enseña que los demonios pueden modificar nuestro cuerpo, como cualquier objeto material, e impresionar las facultades dependientes de los órganos, pero que no pueden llegar a la voluntad, en cuanto ella no de­pende de órganos corporales, sino de la inteligencia.

216. El vocablo, tomado de Mt 26, 18; Me 14, 14; Le 22, 11, adquiere el significado pleno de adhesión espiritual.

217. Afirmación audaz y genial: para no profanarlo, es necesario alejar a los pecadores del cuerpo eucarístico de Jesús, y, para no exponerlo a la destrucción, es preciso tener lejos de la eucaristía al cuerpo místico de Jesús, formado por los bautizados, cuando éstos no poseen las condiciones de pureza exigidas para acercarse.

218. Para estos dos temores juntos, cf. Le 18, 2 y 4; para su contrapo­sición — además de Prov 7, la; 29, 25; Gal 1, 10; Ef 6, 7; Col 3, 23 — véase Act 5, 29, que fue probablemente el pasaje directo de donde tomó la expresión Juan Crisóstomo.

219. Aguda intuición nacida más de la magnanimidad que del análisis psicológico. El arte de Juan Crisóstomo, que casi nunca es estilo acabado, es a menudo gracia y siempre soberana dignidad moral y viril.

220. Este fervor intenso posee el toque de la autenticidad y tiene la confirmación postuma del martirio: su muerte a consecuencia de los malos tratos del exilio y de las torturas inherentes equivale, de hecho, a un martirio soportado para defender la integridad de la vida cristiana.

221. San Agustín, en la parte inmediatamente anterior de este mismo capítulo 25, acaba de negar la salvación a cuantos, después de haber recibido el bautismo y haber participado en la eucaristía, han caído en la herejía o en la impiedad.

222. Jn 6, 50-51. 223. Son aquellos que consideraban salvados a todos los bautizados, in­

cluso aquellos que habían recibido el «sacramento de la iniciación» fuera de la unidad de Cristo, como arríanos o donatistas.

224. Éstos son aquellos que reservaban la salvación sólo a los católicos. A ellos el autor responde en la última parte de este capítulo, concediendo

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Notas (capítulo quinto)

que se liberarán del infierno siempre y cuando su comunión con la Iglesia ca­tólica no se juntara con una vida de costumbres corrompidas, en cuanto la perseverancia en el vicio excluye la perseverancia en la fe y, por tanto, en Cristo.

225. Esta cita conjunta del bautismo y de la eucaristía nace de la prác­tica corriente en la Iglesia primitiva de administrar a los neófitos los tres sacramentos (también la confirmación) en la misma ceremonia. El conjunto constituía el rito de la iniciación. Las normas litúrgicas tienden a precisarse y a transmitirse de un modo más abundante a partir de los últimos veinte años del siglo n, cuando, al ser favorables las circunstancias de un tiempo de paz, se hicieron más numerosas las conversiones y los escritores tuvieron más oportunidades de estudiar formulaciones más técnicas.

226. Lo que san Agustín quiere decir es denso y esclarecedor desde el punto de vista teológico: hay dos cuerpos de Cristo, el de la eucaristía y el de la Iglesia, y es insuficiente participar en el primero sin estar en el se­gundo. La plena realidad de la comunión sacramental sólo puede tener lugar en la comunión eclesial. El «cuerpo de Cristo» tiene, pues, toda una serie de valencias, distintas pero relacionadas: es el cuerpo físico de Jesús en la tierra, su cuerpo espiritualizado en el cielo, el sacramental en la eucaristía y el cuer­po místico en la comunidad eclesial. Pero hay que mirarlos con intención si­nóptica, porque toda separación serían una mala comprensión y tergiversación de la realidad. Véase la nota 217.

227. lCor 10, 17. 228. Explícita referencia a la teología de la Iglesia formulada por san

Pablo, el cual, partiendo de alusiones veterotestamentarias (cf. 2Sam 19, 13-14; lCró 11, 1) y de orientaciones de la filosofía estoico-cínica, la representó como un organismo unitario, compuesto de miembros diversos pero conver­gentes, con la aportación de las competencias singulares, en la plenitud y la perfección de vida del cuerpo (Rom 12, 4-5; lCor 12, 12-26). Inicialmente ésta fue para el apóstol sobre todo una imagen, pero, con el progreso de su meditación, se fue atenuando cada vez más el sentido metafórico para pasar a subrayar el sentido real; en este proceso la posición de Cristo como cabeza del cuerpo (Ef 1, 22-23; 4, 15-16; Col 1, 18 y 24) se fue destacando cada vez más. Obviamente no se trata de su cuerpo físico, muerto en la cruz, sino del místico, que continúa en la historia y hace visible a Jesús a lo largo de los siglos como un cuerpo material hace perceptible a una persona, y que im­plica también una realidad metafísica y permite que Jesús continúe actuando, de la misma manera que el cuerpo de uno le permite desarrollar su actividad.

229. Por herejía se entiende una variación personal en la verdad revela­da por Dios y presentada como tal por la Iglesia a los fieles. Es pues una corrupción de la verdadera doctrina. Con cisma se designa en cambio una disensión disciplinar, que se separa de la obediencia a la jerarquía legítima y rompe la unidad de la Iglesia. Ya san Jerónimo, In ephtulam ad Titum 3, v. 10-11 (ML XXVI, 598 A) había observado que el cisma, para justificarse, tiende a darse una peculiaridad doctrinal, que lo lleva a la herejía. Véase también san Agustín, Contra Cresconium II, 7, 9 (CSEL LII, p. 367-368).

230. Que los «separados de la unidad» pretendan hacer del sacramento de la comunión un amparo de su desunión constituye una verdadera profa­nación del sacramento.

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Notas (capítulo sexto)

231. Cf. Ef 4, 3. El eco de san Pablo es tanto más acertado cuanto el apóstol incita aquí a la unidad de los cristianos, los cuales deben formar un solo cuerpo y un solo espíritu en la unidad de la esperanza a la que están llamados.

'Capítulo VI (p. 191-208)

1. Véase nota 103 del cap. III. 2. Cf. Ef 6, 12. San Pablo, exhortando a los fieles a combatir al demo­

nio y las fuerzas aliadas, los designa como «los dominadores de este mundo de tinieblas», poniendo de relieve su potencia, delimitando el área de apli­cación y contraponiendo a su naturaleza vacía y oscura a Jesús que era «la luz verdadera que, llegando a este mundo, ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9).

3. Para la parábola del samaritano, véase Le 10, 30-35. Las heridas (Le 10, 30) son la expresión alegórica cuyo significado real queda manifiesto por los vocablos que siguen.

4. Sobre Jesús médico, véase p. 148-149. 5. Mientras que para Platón, Aristóteles y Epicuro el mal no reside de

por sí en las pasiones sino sólo en los excesos a que pueden llevar, para De-mócríto y los estoicos, aquéllas implican alteraciones psicofísicas, a consecuen­cia de las cuales la razón tiene como tarea suprimir los impulsos irracionales anulándolos en la apatheia.

6. Cf. Mt 3, 10; Le 3, 9. En Mt 5, 21-48 se expresa bien cómo Jesús ha interiorizado los mandamientos de la ley, que antes sólo consideraba la apariencia exterior de las acciones.

7. Del vino de la parábola llega al sentido alegórico de la sangre de Je­sús mediante su identificación con la imagen de la vid (Jn 15, 1-6) y a su designación como Hijo de David (véase nota 21 del cap. I).

8. Quizá la interpretación haya sido favorecida por la homofonía griega (elaion-eleon), que también en los manuscritos bíblicos ha causado frecuentes confusiones.

9. Cf. lCor 13, 13. 10. Cf. Rom 8, 38 y nota 50 del cap. I. 11. Que Cristo haya aportado la salvación de la suprema reconciliación

•con Dios también a los ángeles se dice en Col 1, 20. 12. Cf. Act 14, 15. 13. Cf. Rom 8, 19-21. 14. Sal 118 (119), 63. Este salmo destaca entre los demás por una pro­

lija insistencia que complacía y atraía a los antiguos como si estuviera grávida de misteriosas iluminaciones y cansa a los modernos por la sensación de pesada monotonía e inmovilidad; su tema es la ley y la firme decisión del autor de adherirse a ella en la valoración intelectual y en la práctica real. Es una elección que lo expone a burlas y persecuciones, pero él proclama que no permitirá que lo desvíen con ningún tipo de tentación. Está decidido a ca­minar por su camino, solo si no encuentra compañero, pero preferiblemente con compañeros si los halla que se compenetren con su ideal de vida. La for­mulación, aunque adolece de falta de lirismo, posee ciertamente contenido pasional, lo cual explica el constante entusiasmo con que fue aceptado el

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Notas (capítulo sexto)

salmo en el transcurso de los siglos por todos los que eran sensibles a la piedad.

15. Heb 3, 14. El autor invita a los fieles a una exhortación recíproca para sustraerse a la seducción de la culpa, porque el tiempo que vivimos es el «hoy», el momento de respuesta a la llamada salvífica de Dios. Esta solicitud para no alejarse del Dios viviente tiene como motivo la participa­ción o incorporación a Cristo, que nos sumerge en la posesión de los bienes sobrenaturales.

16. Sal 44 (45), 8. Este epitalamio para las bodas de un rey de Israel (¿Salomón? ¿Ajab? ¿Joram? ¿Jeroboam II?), redactado en el estilo áulico de la época, fue muy pronto leído en clave religiosa e investido de una signifi­cación mesiánica. Entre las virtudes del joven monarca, emerge el amor por la justicia que le vale ante Dios la certeza de la felicidad y el éxito no pa-rangonable a la de ninguno de sus compañeros de armas.

17. Término genérico corriente para designar al Salmista, en cuanto se atribuía a muchos salmos una intención profética. Por lo demás, la indeter­minación eximía de la dificultad de precisar un autor, de individuación difícil o imposible muchas veces, en esta colección de 150 composiciones que, casi a lo largo de un milenio (de David a los Macabeos), comentaba los aconte­cimientos de la historia en un apasionado coloquio del pueblo de Israel con su Dios.

18. Véase nota 3 del cap. V. 19. Véase nota 4 del cap V. 20. San Pablo —Rom 6, 4— interpreta el rito bautismal de la inmer­

sión como una participación en la muerte mística de Cristo, por la que el fiel, muerto al pecado que informaba su vida pasada (vieja), resucita con Je­sús a la vida nueva de la gracia, ya liberado del pecado. Participación y se­mejanza, llevadas hasta una deseable identificación.

21. Cf. Jn 11, 25. 22. San Hilario alude aquí al versículo ahora citado (Sal 44 (45), 8) en

el texto de los Setenta, donde el originario «compañeros» estaba vertido con metochoi (partícipes), de modo análogo al partícipe del Sal 118 (119), 63. Naturalmente en sus palabras está latente una interpretación mesiánica.

23. Que el salmista se haya considerado a sí mismo como el «ungido» de Dios puede basarse en Sal 2, 2; 17 (18), 51; 19 (20), 7; 27 (28), 8, don­de David parece reunir en sí mismo las dos cualificaciones de cantor y de consagrado del Señor.

24. «Temor de Dios» es una expresión bastante común en la Sagrada Escritura para designar un sentimiento que, nacido de la conciencia de una inmensa diversidad de naturaleza, por la que una manifestación de Dios ha­bría supuesto la muerte del testigo, ha ido transformándose poco a poco en un sentimiento de indignidad ante la infinita santidad divina y en una ade­cuación progresiva a ella mediante una pureza moral más rigurosa, hasta que llegó a la relación con Dios objetivada en la religión. Aquí el temor se des­pliega como percepción de la justicia divina y como filial admiración de sus infinitas perfecciones.

25. Cf. Rom 12, 15. 26. Cf. lCor 12, 26.

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Notas (capítulo sexto)

27. En una forma original, el amor de Dios se prueba en el amor al prójimo, que se manifiesta sobre todo en el sufrimiento.

28. Gregorio de Nisa estaba ilustrando la felicidad que incumbe a los perseguidos por amor a Cristo y, mientras ponía de relieve las ventajas espi­rituales, incitaba a correr de modo que se alcanzaran meta y premio (lCor 9, 24).

29. Para el cristiano la recompensa coincide con la salvación, la cual se cumple con la entrada en el reino eterno de Dios. El Nuevo Testamento, más allá de las usuales expresiones figuradas que llevan impreso el color de la época, reconoce a Dios como el único premio que se confiere por gracia de la redención llevada a cabo por Jesús.

30. La alusión, convenientemente elaborada, procede de lCor 9, 24-25. 31. Cf. Sal 15 (16), 5; Col 3, 24. 32. Cf. Sal 72 (73), 26; 118 (119), 57; Lam 3, 24. 33. En Col 1, 12, el apóstol enseña que, mediante la obra de Cristo, el

Padre nos ha puesto en situación de entrar en la porción de herencia que es propia de los santos en la luz.

34. Cf. lCor 1, 5 y, para antecedentes, ISam 2, 7; lRe 3, 13; lCró 29, 12; 2Cró 1, 12; Prov 10, 22; 22, 2; Ecl 5, 18; 6, 2; Eclo 11, 14 y 21.

35. Cf. 2Cor 8, 9; Ef 3, 8. La formulación del Niseno, aunque autori­zada por la Biblia, no es bíblica; es una construcción según el esquema ha­ber - ser, que ya hemos encontrado. Véase p. 95-96.

36. Cf. Mt 6, 19-21; Le 12, 33-34 / Mt 13, 44 / Mt 19, 21; Me 10, 21; Le 18, 22.

37. En 2Cor 4, 6-7, san Pablo afirma que llevamos en nuestros cuerpos, como en un recipiente de barro, el «tesoro» constituido por el «conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo». Véase nota 35.

38. Cf. Mt 13, 45-46. Proponiendo como ejemplo el mercader que com­pra la perla del reino de los cielos e identificando el reino de los cielos consigo mismo (cf. Le 17, 21, que significa «en medio de vosotros», no «dentro de vosotros»), Jesús se ofrece en venta a aquel que está dispuesto a ceder todo cuanto posee para adquirirlo. Sobre la presencia del reino de Dios en Jesús, véase también Mt 12, 28; Le 11, 20.

39. Toda adquisición del mercado consiste en una confrontación entre el valor de mercancía exhibida y el precio que por ella se pide. El negocio resulta tanto más ventajoso para el comprador cuanto más supera el nivel de lo primero al de lo segundo; pero aquí no existe posibilidad de compa­ración, al tratarse de pagar a Cristo con moneda terrena.

40. El desarrollo referido aquí sobre el tema «bebe» es parte de otro más amplio, que comienza con la invitación a aceptar las tribulaciones como agentes de purificación y continúa exhortando a beber la letificante copa de los dos Testamentos, en que Cristo infundió la verdad.

41. El hebraísmo es preparación del cristianismo, el cual da sentido y carácter completo a aquél. Los profetas, aunque no lograron dar plena luz a la figura humana y divina de Cristo, supieron trazar algunos de sus rasgos, recurriendo a veces a expresiones que traspasan el sentido de una acepción terrena ordinaria. Los libros sapienciales con la doctrina de la sabiduría y de la palabra de Dios dejan entrever, como en la penumbra, al Verbo de Dios que llega a los hombres. Las referencias más explícitas afloran en Sab

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Notas (capítulo sexto)

7, 22-26, donde la sabiduría, dotada de los mismos atributos de Dios, re­salta hasta el punto de parecer una hipóstasis distinta, y en Sab 9, 1-2; 18, 14-15, donde la palabra, superando los usuales estadios de metáfora, se presenta como una personificación frente a la propia sapiencia. Véase tam­bién nota 103 del cap. III.

42. Cf. Jn 15, 1-7. 43. La roca de la que Moisés, por indicación divina, hizo brotar el agua

de manera milagrosa para el pueblo postrado por la sed en el desierto (Éx 17, 5-6, sobre el Horeb, y Núm 20, 7-11 en Cadesh: probablemente, dos episodios diferentes), es interpretada ya en ICor 10, 4 como figura de Cristo. En el Antiguo Testamento, roca fue una metáfora para indicar a Yahvéh: 2Sam 22, 2 (Is 8, 14). El recuerdo de este milagro obrado por la bondad de Dios conmovía al pueblo hebreo, que lo recordaba con frecuencia: véase Dt 8, 15; Sal 77(78), 15-20; 104(105), 41; 113(114), 8; Sab 11, 4; Is 48, 21.

44. Cf. Jn 4, 14; Ap 7, 17; 21, 6 y véase Sal 35(36), 10. 45. Cf. Ap 22, 1. 46. Cf. Sal 45(46), 5. 47. Véase nota 6 del cap. V. 48. Jn 7, 38. 49. Cf. Mt 26, 27-28; Me 14, 23-24; Le 22, 20/Ap 5, 9. 50. En Le 6, 46-47 Jesús parece colocar en un mismo plano su persona

y sus palabras. Véase también Le 9, 26; Jn 14, 24. 51. El Antiguo Testamento puede resumirse como profecía entendida como

revelación, como palabra expresada por un estímulo sobrenatural, por quien, admitido en la familiaridad con Dios, conoció sus secretos y los predica. Profeta es pues un vidente que se hace intérprete de cuanto Dios le ha comunicado, cuidando sobre todo de conservar el carácter genuino del men­saje, del cual él no es fuente sino solamente intermediario. Jet 23, 16 acusa a los falsos profetas de hablar según su propia cabeza y no en dependencia de la boca del Señor, mientras reivindica para sí (1, 9) este origen directo de su anuncio. Reconocida a Cristo su divinidad, era natural considerar intercambiables las expresiones «palabra de Dios» y «palabra de Cristo».

52. Posible eco de Jer 15, 16: «Aparecían tus palabras y yo las devo­raba» (cf. también 1, 9), o de la visión de Ezequiel, en la que le fue llevado el rollo de la palabra de Dios para devorarlo (2, 8 - 3, 3), acción simbólica que se repite en Ap 10, 9-10.

53. Metáfora de la digestión, según las ideas anatómicas del tiempo. 54. Le 4, 4 (Dt 8, 3). 55. En el texto que precede inmediatamente Juan Crisóstomo sostiene

que el Salvador había actuado a menudo para enseñarnos la humildad y pone como ejemplo el lavatorio de los pies, citando las palabras mismas de Jesús que hacían de aquel acto un ejemplo: Jn 13, 12-15.

56. Es uno de los cuadros que se inspiran en una encantadora frescura de la observación, con los que Juan Crisóstomo suele ilustrar sus lecciones dogmáticas y sobre todo morales.

57. El baño de un señor podía implicar el empleo de cierto número de esclavos: el que le traía lo necesario (si se dirigía a los baños públicos), el que le guardaba los vestidos para impedir los frecuentes hurtos no sufi­cientemente frenados por leyes incluso severas, los encargados de las fric-

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Notas (capítulo sexto)

ciones, de las abstersiones, de los raspados con los estrígiles, de los masajes con aceite, de la aplicación de perfumes y de los demás refinamientos del tocado. A éstos se añadían luego naturalmente los adictos a los servicios generales de las aguas, de la calefacción, del funcionamiento de las instala­ciones y de la practicabilidad de los ambientes.

58. Es la justificación de la exégesis, sobre todo según el estilo de Juan Crisóstomo.

59. Jn 4, 6. En el viaje de Judea a Galilea, Jesús, en vez de seguir el camino que corría a lo largo de la orilla izquierda del Jordán por el territorio de la Perea, tomó la vía más corta, que atraviesa Samaría, cortando por una estrecha garganta los montes Ebal (940 m) al norte y Garizim (881 m) al sur, y se paró donde ahora está la ciudad árabe de Naplusa. La Sicar de los evangelios se identificó durante mucho tiempo con la aldea moderna de Askar, en la pendiente meridional del Ebal, pero excavaciones arqueológi­cas han demostrado que en la época de Jesús aquél era el nombre arameo (Sycchora) de la antiquísima Siquem, en aquellos tiempos todavía habitada. Sólo más tarde la población, que se había trasladado al lado de una fuente muy abundante a un quilómetro y medio al nordeste, llevó consigo también el nombre sobreviviente en la actual Askar. Sobre el lugar de la antigua Sicar-Siquem surge en la actualidad el suburbio de Tell-el-Balata. La localidad fue célebre a lo largo de toda la historia del pueblo hebreo, porque en ella moró Abraham, que obtuvo de Dios la promesa de la posesión de aquella región (Gen 12, 6-7) y porque Jacob compró del príncipe cananeo Jamor un campo (Gen 33, 18-19), que dejó en herencia a su hijo José (Gen 48, 22), el cual fue posteriormente sepultado allí (Jos 24, 32). La fuente de que se habla es el famoso pozo de Jacob, excavado por el patriarca al volver de Mesopotamia, cuando adquirió el trozo de terreno mencionado: está situado a un quilómetro al sudeste de Balata y mana todavía. A partir del siglo IV una iglesia encerraba en su recinto el lugar, sagrado por los antiguos re­cuerdos bíblicos y sobre todo por los evangélicos. Quedan en la actualidad notables restos de las sucesivas reconstrucciones.

60. «Misterio» asume aquí el sentido derivado de acontecimiento en la vida de Jesús y circunstancias que lo acompañan. No se trata de episodios en sí inalcanzables a la razón humana, sino de hechos ricos en profundas enseñanzas espirituales dotados de una dimensión inasible que introduce la presencia divina.

61. El pozo de Jacob, por la carretera actual, dista de Jerusalén 64 kiló­metros, que Jesús no recorrió ciertamente sin paradas nocturnas.

62. Para Cristo «virtud de Dios», véase ICor 1, 24. 63. Cf. Mt 11, 28. 64. Hacia mediodía. G. Ricciotti piensa que fue en el mes de mayo. 65. Mt 7, 7. 66. Jn 1, 1-2. 67. Jn 1, 3. 68. Filón, en De cherubim 87, define la actividad creadora de Dios como

«exenta de toda pena, absolutamente extraña a la fatiga, dotada caracterís­ticamente de una gran facilidad»; en el § 90 declara a Dios «por naturaleza exento de fatiga» y en De sacrificiis Abelis et Caini 40, sostiene que «la ausen­cia de cansancio es atributo inseparable de Dios».

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Notas (capítulo sexto)

69. Jn 1, 14. 70. Cristo creó en la forma de Dios y redimió en la forma de hombre. 71. Eco de la parábola de la oveja descarriada (Mt 18, 12; Le 15, 4)

y de la frase programática con la que Jesús concluyó el episodio de Zaqueo (Le 19, 10).

72. El párrafo corresponde a Jn 12, 37-43. 73. Es el 22 de noviembre del año 413, sábado anterior al XXVI do­

mingo después de Pentecostés. 74. Jn 12, 37-38. La cita de Isaías está tomada de 53, 1. 75. El profeta (el llamado Deuteroisaías), hacia el 539 a.C, habla a los

hebreos poco antes de su retorno del exilio de Babilonia, advirtiéndoles en aquella situación difícil tan llena de esperanzas que sus opresores habían de ser derrotados porque Yahvéh no había abandonado a su pueblo. De un estado de ruinosa prostración, el brazo del Señor ( = la potencia de Yahvéh) los había de llevar a una resurrección vibrante de un gozo incontenible. Pero ante perspectivas tan luminosas el profeta teme no hallar más que escepticismo entre sus oyentes, que no lograrían percibir que el anuncio es verídico y que el «brazo de Yahvéh» tiene la fuerza de cumplir un cambio histórico de tanta importancia. La interpretación de san Agustín es acomo­daticia por extensión. Por «sentido acomodaticio» se entiende la aplicación de un texto bíblico a un tema que no entra en la visual y en las intenciones del autor, haciéndole sostener una tesis en la que no pensaba. No puede ser considerado, en consecuencia, un sentido bíblico con toda propiedad (véase nota 186 del cap. V), y no tiene, consiguientemente, valor de prueba. Los padres, llevados por la semejanza o la facilidad de interpretaciones traslati­cias, lo emplearon mucho, aunque su eficacia quedaba reducida a la de una argumentación común al servicio de una doctrina particular.

76. Superación de los antropomorfismos bíblicos. En el Antiguo Testa­mento, la atribución a Dios de miembros y fenómenos de la vida sensible, como de un alma con sus actividades intelectuales y sus sentimientos, es connatural con el carácter mismo de nuestro conocimiento, que parte de lo concreto, y del lenguaje humano, que puede alcanzar lo trascendente sólo a través de la analogía: cf. Dante, Par. IV, 40-45. El genio semítico luego, tan inclinado a lo intuitivo y alejado de lo especulativo, sobre todo en las épocas más arcaicas, hallaba en él su expresión más adecuada. San Agustín, Epistula CXLVIII, ad Vortunatianum 13 (ed. Goldbacher, CSEL XLIV, 1904, p. 343, 9-17), nos ofrece un claro ejemplo de la técnica interpretativa en que se apoya: «Así como cuando oímos hablar de alas (en Dios) enten­demos su protección, así también cuando oímos hablar de manos debemos entender su actividad, cuando oímos hablar de pies su aparición, cuando oímos hablar de ojos la vista con la que conoce, cuando oímos hablar de cara la noción con la que es conocido. Todas las demás expresiones análogas empleadas por la Escritura creo que se entienden en sentido translaticio, y no soy el único ni el primero en pensar así, sino que sostienen esta opinión todos aquellos que, en toda interpretación translaticia, se oponen a aquellos que, por este motivo, son llamados antropomorfistas.»

77. Jn 1, 3. 78. Graduación para superar el concepto sustancialmente material de

instrumentalidad del Verbo: el brazo es el instrumento de nuestra inefica-

320

Notas (capítulo sexto)

cia, la palabra lo sería de nuestra potencia pasajera, el Verbo divino lo es de la divinidad del Padre.

79. Es la interpretación literal de las palabras, según la cual el Hijo sería efectivamente un miembro del Padre.

80. La imposibilidad de llevar a cabo una acción sobrenatural sin la gracia de Dios, además de ser un axioma bien fundamentado del Nuevo Testamento (Jn 6, 44, 65; 15, 5; 16, 12-13; ICor 12, 3), es una de las claves principales de todo el sistema teológico agustiniano.

81. Cf. ICor 1, 24. 82. Q . Jn 10, 30. 83. Definición esencial del sabelianismo. 84. El uso del término «brazo» referido al Verbo no debe entenderse ni

equívocamente (entendiendo que el brazo respecto del cuerpo y el Verbo respecto de Dios no tienen entre ellos ninguna relación a excepción de la identidad casual del vocabulario) ni unívocamente (pensando que las dos relaciones son en sí idénticas, por lo que el Verbo se refiere al Padre exacta­mente como el brazo se refiere al cuerpo), sino analógicamente (admitiendo que el brazo y el Verbo son entidades diferentes, que no obstante están en relación con sus respectivos objetos según una proporción). El concepto de analogía, nacido como noción matemática con los pitagóricos y convertido en filosófica con Platón y Aristóteles, pasó a la teología con los padres capado-cios y con san Agustín en su polémica contra el arrianismo eunomiano y se desarrolló esplendorosamente con san Alberto Magno y, sobre todo, con santo Tomás de Aquino.

85. La equiparación de los sabelianos con los judíos es frecuentísima en la teología patrística", en cuanto la práctica supresión de la Trinidad por obra de aquéllos remitía al monoteísmo de personas que era la gran doctrina provisional del Antiguo Testamento. San Agustín inserta, no obstante, en su expresión un rayo de ironía amistosa, porque vela la referencia teológica tras el aparente candor de la circunstancia de que el profeta se dirige efec­tivamente a los judíos.

86. Para su naturaleza, véase nota 186 del cap. V y, para su inaugura­ción, recuérdese que Jesús mismo proclamó su realidad (Jn 5, 39) y dio algunos ejemplos, como el de la serpiente de bronce (Jn 3, 14-15; Núm 21, 8-9), de Jonás y Salomón (Mt 12, 39-42; Jon 2, 1-11; 3, 5; IRe 10, 1-10). San Pablo (Rom 5, 14) y san Pedro (IPe 3, 20-21) le confirieron precisión técnica, tanto en lo que se refiere a las cosas como a las personas.

87. Cf. Col 2, 17; Heb 10, 1. San Pablo enseña que las antiguas pres­cripciones de la ley eran solamente una apariencia (sombra) prefiguradora de la realidad futura, que se habría actualizado con Cristo.

88. La particular atención con la que Dios trató al pueblo hebreo tenía, por consiguiente, sólo el fin de preparar la encarnación. Toda su historia fue una profecía todavía vacía, destinada a iluminarse de improviso con la apari­ción del Redentor.

89. Es singular el carácter constitutivo de la historia hebraica, fundada sobre una desproporción que sólo había de encontrar su equilibrio en un futuro desconocido.

90. Es la separación entre natural y sobrenatural. 91. Sal 15(16), 10. Véase nota 18 del cap. I.

321

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Notas (capítulo sexto)

92. Neta condena de las opiniones de Apeles y de Marcelo de Ancira: véase nota 179 del cap. III.

93. En el párrafo precedente ha explicado los motivos por los que también Jesús se había sometido a la circuncisión.

94. Es la redención. 95. Gen 3, 1-5. 96. La encarnación de Jesús tuvo lugar como conclusión del diálogo

entre la Virgen y el ángel de la anunciación: Le 1, 26-38. 97. Doble confrontación Eva-María: pecadora la primera, santa la se­

gunda; madre según las leyes humanas Eva, madre-virgen María. Véase el pasaje de Juan Crisóstomo en p. 148-150.

98. El principio (del género humano) es Adán. 99. Paralelismos entre el sueño de Adán, durante el cual le fue extraída

del costado la mujer (Gen 2, 21-23), y el de Cristo muerto en la cruz, de cuyo costado abierto por el golpe de lanza salió la Iglesia (Jn 19, 33-34), su esposa. Véase san Agustín, Tractatus in lobannem IX, 10 (CC XXXVI p. 96, 33-36): «Duerme Adán para que Eva venga a la existencia; muere Cristo para que venga a la existencia la Iglesia. Mientras Adán duerme, de su costado nace Eva; después de morir Cristo, su costado es abierto por la lanza para que surjan de allí los sacramentos que deben formar la Iglesia.»

100. El axioma de Prov 11, 30 proclama: «Del fruto de la justicia nace el árbol de la vida», entendiendo declarar que todo cuanto lleva a cabo el justo se convierte, para él y los demás, en elemento productor de vida.

101. Mt 3, 15. 102. Véase nota 67 del cap. V. 103. Para una estrecha conexión entre conocimiento y virtud, véase

2Pe 1, 5. 104. El árbol de la vida estaba plantado en medio del paraíso terrenal

(Gen 2, 9) y con sus frutos simbolizaba la inmortalidad que los hombres tenían como destino.

105. El pecado es un bloqueo que interrumpe el camino a la plena realización humana; esto supone un fracaso y un consecuente destino a las llamas, donde se destruyen los deshechos.

106. Cf. Gen 5, 28 - 9, 17. 107. Gen 1, 24. 108. Interpretando metafóricamente las seis tinajas de la celebración de

las bodas de Cana según Jn 2, 6, san Agustín ha visto en la primera (§ 10, p. 96, 26) una imagen de Cristo como generador de la Iglesia, mientras que quiere ver en la tercera (§ 12, p. 97) el simbolismo del sacrificio de Isaac. En la segunda nos propone el madero del arca como profecía del madero de la cruz: el hilo relacional queda asegurado por la función salvífica común, que está estilísticamente subrayada por la colocación intencional en epífora de «mundo entero».

109. El escritor acaba de afirmar que la posición de Cristo sobre la cruz con los brazos abiertos preanunciaba que los pueblos en el futuro habrían de acudir a él de oriente y occidente y habrían de imponerse sobre la frente el signo de aquella cruz.

110. Cf. Éx 12, 3-7, 12-13 y 21-23. 111. Cf. Éx 12, 29-30.

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Notas (capítulo sexto)

112. Para Jesús considerado como nuevo cordero pascual, véase ICor 5, 7; Heb 9, 28; IPe 1, 19; es además universalmente conocido el cordero inmolado que domina omnipotente en el Apocalipsis (5, 6-6, 1; 6, 16-17; 7, 9-17; 12, 11; 13, 8; 14, 1-5, 10; 15, 3-4; 17, 14; 19, 7-9; 21, 9-27; 22, 1-3).

113. Cf. Ap 7, 3-8. 114. Aplicación del precepto de Éx 12, 7, que imponía marcar con la

sangre del cordero pascual las jambas o el dintel de la puerta de la casa. 115. Es la etimología que, por su eufonía, se presentó como la más

adecuada al mundo occidental y que, por este motivo, tuvo una gran difu­sión, incluso también por el fundamento que le daba su relación con la pasión de Jesús. En cambio, la derivación auténtica procede de «paso», en evocación del paso de Yahvéh a través de Egipto cuando mató a todos los primogénitos (Ex 11, 4; 12, 12).

116. Se afirma con bastante claridad la universalidad redentora del sacri­ficio de Cristo, del cual tomaban su eficacia provisional los ritos del Antiguo Testamento.

117. La correspondencia entre la sangre del antiguo cordero y la de Cristo no supone correspondencia entre el carácter de hecho histórico sin­gular que tuvo la liberación de la tragedia que sufrieron los primogénitos de los egipcios y el que debería tener la «crisis definitiva del universo». Lac-tancio no parece aludir aquí a un acontecimiento específico, sino que se refiere a la perenne miseria ontológica de nuestro mundo. El entonces no se contrapone a otro entonces o a un ahora, sino a un siempre.

118. El pasaje al que se refiere el párrafo presente dice así: «Nacidos mortales de un mortal, nos hemos convertido en mortales de inmortales. Por Adán todos los hombres se han hecho mortales; entonces Jesús, Hijo de Dios... se ha tornado mortal, porque el Verbo se ha hecho carne y habitó entre nosotros.»

119. Síntesis de Col 2, 13-14. 120. Jn 3, 14-15. 121. Para todo el episodio, véase Núm 21, 6-9. 122. De Núm 21, 5 resulta en verdad que este castigo fue infligido

a los hebreos por causa de sus murmuraciones contra Dios y contra Moisés. 123. Véase nota 4 del cap. V. 124. Existe una especie de ciclo acabado: el pecado, que nace de la

carne mortal, mordiendo como una serpiente la carne, reafirma su mortalidad. 125. Aquí la serpiente no es ya la que lleva la muerte; es su contrario,

que a los amenazados de muerte da la vida. 126. Cf. Rom 6, 9. 127. Se ponen de relieve el escándalo y la necedad de la cruz: cf. ICor

1, 23. 128. Véase nota 67 del cap. V. 129. Cf. 2Tim 1, 10. 130. Cf. 2Cor 5, 4. 131. Cf. ICor 15, 54.

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Notas (capítulo séptimo)

Capítulo VII (p. 209-235)

1. Para Clemente es Cristo, en cuanto formador de los hombres, que ante él son como niños que necesitan ser educados. Esta representación inspirada en una evidente coherencia es el motivo conductor de todo el himno.

2. Es un genitivo epexegético: la paga que damos al Verbo está cons­tituida por nuestra debida acción de gracias.

3. Todas las metáforas que quieren explicitar la acción directriz del Verbo sobre los hombres, quienes, incapaces de por sí, son dirigidos sin pérdida bajo su guía por el camino de la verdad. El tono litánico sugiere un remoto trasfondo litúrgico; el refinamiento estilístico, el deseo de formar parte de una tradición literaria autorizada; la frecuencia de las determi­naciones negativas (6 de 9, en el original), la sustancial pobreza de la fantasía del autor. Los corderos «reales» son los inteligentes (véase luego las «ovejas racionales»), cuya dignidad es así contrapuesta a la condición de los animales en sentido propio.

4. Indica la sinceridad, la pureza, la confianza del cristiano perfecto. Son disposiciones de ánimo preconizadas por Jesús: véase Mt 5, 37; 18, 3; 23, 3 y Jer 9, 4. Puede ser que esta llamada a alabar a Cristo proceda de Mt 21, 15-16.

5. Transposición a Jesús de una calificación que él aplica a los apósto­les (Mt 4, 19; Me 1, 17); del mismo modo es atribuido aquí a Jesús el epí­teto de agricultor que él había referido al Padre (Jn 15, 1); de modo equi­valente ha invitado antes al Pedagogo-Verbo-Jesús a alabar a Cristo, que se identifica con los tres apelativos ahora mencionados y, luego, utiliza para él el verbo «seducir», que en el Nuevo Testamento tiene siempre una acepción negativa, y llama a Cristo Jesús «huella de Cristo». Esta aproximación de re­ferencias es típica de la mentalidad de Clemente.

6. Cf. Mt 13, 48. 7. No tocados por el mal. El autor insiste en la pureza que la educación

de Cristo implica, destacando que es la límpida franqueza la actitud funda­mental del fiel. El epíteto «racional» luego, con el que califica a las ovejas, además de que contiene la afirmación de su capacidad intelectiva, implica tam­bién su pertenencia de derecho al Verbo. Es una yuxtaposición alusiva, cara a Clemente y a los padres griegos en general, que lejos de acabarse en una complacencia retórica señala el esquema de un esbozo providencial: la razón (logos) tiende al Verbo (Logos), que la justifica y satisface.

8. Cf. Jn 14, 6. El concepto básico de Cristo como guía de sus secua­ces hacia el reino de Dios es afirmado con imágenes enfáticas, en buena parte incoherentes, que aspirarían a crear un tono de sublimación, pero que sólo lo sugieren con cierta dificultad. Algo más acertadas son las que siguen, que quieren interpretar la eternidad del Verbo, siempre fecunda tanto en la Tri­nidad como en la redención.

9. Variación poética de la locución «luz de luz» consagrada por el con­cilio de Nicea.

10. Cf. 2Cor 4, 4; Col 1, 15. 11. Epíteto del Padre, objeto de tantas discusiones en la época del arria-

nismo.

324

Notas (capítulo séptimo)

12. Reafirmación trinitaria. 13. Sobre el poder universal del mesías y del Hijo de Dios, cf. Dt 10,

17; Sal 2, 8; 8, 7; 71 (72), 8-11 y 19; 88 (89), 28 y 37; 109 (110), 2-3; 144 (145), 13; Dan 2, 47; Mt 11, 27; 28, 18; Le 10, 22; Jn 3, 35; 17, 2; lCor 15, 27; Ef 1, 22; Col 1, 18; 2, 10; ITim 6, 15; Ap 1, 5; 17, 4; 19, 16.

14. Expresión plástica para decir eterno. 15. Paráfrasis del artículo del símbolo que representa al Hijo «sentado

a la diestra del Padre». 16. En cuanto verdad y luz supremas que resuelve todos los problemas. 17. Cf. Jn 1, 3; Col 1, 16; Heb 1, 2. 18. Que Dios no es solamente creador inicial del mundo sino que es

también su ordenador perenne que asegura su orden, es un concepto frecuen­temente afirmado por la Biblia: cf. Gen 8, 22; Sal 64 (65), 10; 77 (78), 26; 92 (93), 2-4; 95 (96), 10; 103 (104); 148, 6; Prov 8, 27-29; Is 40, 26; 44, 24; 45, 12 y 18; Jer 5, 22; 31, 35; Jl 2, 23...

19. El paralelo entre el sol material, que ilumina el mundo, y Cristo, que üumina los espíritus, es corriente en la patrística.

20. Véase el pasaje de Sinesio en p. 90. 21. Son los ángeles. 22. Véase nota 198 del cap. V. 23. El acercamiento del hombre al ángel, que asoma en la frase prece­

dente, puede provenir del hecho de que en Gen 18, 2, 16, 22; 19, 10, 12; Tob 5, 4; 2Mac 3, 26; Ez 40, 3, 5; 43, 6; 47, 3; Dan 8, 15; 10, 5, 16 son llamados «hombres» ángeles que aparecen con semblanza antropomórfica y de que, viceversa, en 2Sam 14, 17 y 20; 19, 28; Zac 12, 8; Mal 2, 7, hom­bres son denominados «ángeles». Era además muy conocida la frase de Sal 8, 6, en la que el cantor, dirigiéndose a Dios afirma a propósito del hombre: «Lo has hecho algo inferior a los ángeles.»

24. Para los dos nacimientos, el eterno y el temporal, del Verbo de Dios, véase el pasaje de san Agustín en p. 101 y el de Lactancio en p. 124.

25. Cf. lCor 10, 11; Gal 4, 4; Ef 1, 10; 2Tim 1, 9; Heb 9, 26. Hay que recordar que la era mesiánica era llamada por los profetas (Is 2, 2; Jer 23, 20...) «fin de los días» o «de los tiempos».

26. Cf. Flp 1, 21. 27. Este poema —junto con I, 2, 3: Exhortado ad vírgenes— ha sido

el centro de una larga discusión entre quienes sostenían su autenticidad y quienes la negaban, porque está compuesto según una rítmica de acentos y no según la métrica cuantitativa tradicional. La paternidad gregoriana de este Hytnnus vespertinas parece no obstante plenamente adecuada y por consi­guiente ésta sería la primera composición lírica del mundo occidental inspira­da en criterios futuros. Constituye también por lo dicho un documento histó­rico fundamental, por cuanto inicia la segunda era de la poesía europea. Se cierra la época clásica y se inaugura la medieval y moderna, todavía en curso. Nos hallamos en el ventenio 370-390, probablemente en su mitad.

28. Esta expresión tan intensamente afectiva es habitual en el Nacian-ceno, que se inspiró en Orígenes.

29. Véanse notas 9 y 11. 30. Cf. Jn 14, 16-17 y 26; 15, 26; 16, 13-15 y sobre todo 20, 22. 31. Fórmula que condensa la trinidad y la unidad de Dios. Con «gloria»-

325

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Notas (capítulo séptimo)

no se propone aquí la acepción común de irresistibles acciones de Dios en la historia tendentes a llevar a la salvación y a revelar su propia potencia lu­minosa, sino que más bien se designa la majestad eterna de Dios, cuya esen­cia, sublime e inasequible por la inteligencia humana, no encuentra analogía más significativa de la magnificencia deslumbrante de su esplendor.

32. Hay que admirar la elegante y segura maestría con que se ha expre­sado el pensamiento bíblico (cf. Gen 1) en un lenguaje que se resiente muy de cerca de la experiencia filosófica griega.

33. El sujeto es «la mente del hombre». 34. Exquisita y precisa fusión de Gen 1, 26-28; 2, 7 y de Jn 1, 4-9.

Gregorio se distingue precisamente por una elevada responsabilidad teológica, una fuerte y penetrante solidez conceptual y una elegancia refinada en la expresión literaria.

35. Cf. Rom 13, 12; Ef 5, 11. 36. Este himno es una plegaria vespertina. La ligereza del sueño sugiere

para el alma cierto grado de independencia de los miembros y por tanto su pronta disponibilidad para la alabanza de Dios.

37. Véase nota 23 y el pasaje en que está inserta. 38. En Ecl 5, 2 y 6 los sueños son considerados como consecuencias de

las preocupaciones del día, en Is como imaginaciones aberrantes de la realidad y en Jer 23, 32 como distorsiones engañosas de la verdad.

39. Es la situación en que «la mente nuestra, peregrina / más de la carne y menos del pensamiento presa, / en sus visiones casi es divina» (Pur­gatorio, IX, 16-18).

40. El vocablo apela duramente a una condición de vida en la que he­mos sido inmersos sin nuestro consentimiento y que no nos está permitido ni rechazar ni cambiar.

41. Recurso estilístico habitual en Gregorio para subrayar la situación dramática en que a veces nos hallamos.

42. Mediante la procreación. 43. Cf. Flp 2, 9-11. 44. La misión unificadora y civilizadora de Roma fue un tema profun­

damente sentido en la época imperial, hasta que encontró en Rutilio Nama-ciano sus acentos más nostálgicos y patéticos.

45. La predestinación del imperio romano a desempeñar una tarea esen­cial en la historia de la salvación había sido afirmada y minuciosamente exa­minada por Eusebio de Cesárea, el cual había hallado profecías que la pre-anunciaban ya en el Antiguo Testamento. Sus ideas, que cristianizaban un filón de especulación política de origen helenístico, que veía en el soberano terrenal un delegado y un imitador del soberano celestial, se convirtieron en fermentos de compleja vitalidad.

46. Sujeto agente de estos verbos es, evidentemente, Cristo. 47. La gloria concedida por Cristo después de superar los trabajos de

este mundo unifica en sí la visión del Dios incorruptible (Rom 1, 23) y del esplendor de la faz de Cristo (2Cor 3, 18; 4, 6) con la transformación del propio fiel en un cuerpo de gloria (lCor 15, 43; 2Cor 3, 18; Flp 3, 21).

48. Expresiones simbólicas que, partiendo de Gen 3, 1-15, aluden me­tafóricamente a los trastornos del mundo, que se atribuyen a las potencias del mal. Ef 6, 11-12 suministra apuntes interesantes para estas representaciones.

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Notas (capítulo séptimo)

49. Cf. Mt 16, 16. 50. Cf. Jn 2, 1-11. 51. Cf. Mt 9, 27-30 / Mt 20, 29-34; Me 10, 46-52; Le 18, 35-43 / Me

8, 22-25; Le 4, 18-21; Jn 9, 1-38. 52. Cf. Me 7, 31-35. 53. Cf. Mt 9, 2-7; Me 2, 3-12; Le 5, 18-25 / Mt 12, 9-13; Me 3, 1-5;

Le 6, 6-10 / Jn 5, 2-9. 54. Cf. Mt 9, 32-33; Me 7, 32-37. 55. Cf. Mt 8, 16 / Mt 8, 28-33; Me 5, 1-20; Le 8, 26-39 / Mt 12, 22;

Le 11, 14 / Mt 17, 14-18; Me 9, 17-27; Le 9, 38-42 / Me 1, 23-27; Le 4, 33-36.

56. Cf. Mt 11, 5; Le 7, 22 / Mt 15, 30-31; 21, 14. El vivido parangón con los ciervos está tomado de Is 35, 6.

57. Cf. Mt 9, 20-22; Me 5, 25-34; Le 8, 43-48. 58. Cf. Mt 9, 18-19 y 23-25; Me 5, 22-24 y 35-42; Le 8, 41-42 y 49-55

(hija de Jairo) / Le 7, 11-15 (Naím) / Jn 11, 1-44 (Lázaro). 59. Cf. Mt 14, 24-33; Me 6, 47-51; Jn 6, 16-21. 60. Cf. Job 38, 10-11; Jer 5, 22. Ulterior testimonio de la costumbre de

los padres de atribuir personalmente a Cristo las obras de Yahvéh. 61. Cf. Jn 10, 38. 62. Cf. ISam 4, 4; 2Sam 6, 2; 22, 11; 2Re 19, 15; lCró 13, 6; Sal 79

(80), 2; 98 (99), 1; Is 37, 16; Dan 3. 55. 63. Cf. Eclo 49, 8. 64. Cf. J n l , 6 ; 2, 1; Ap 7, 11. 65. Cf. Dan 7, 10; Mt 26, 53; Heb 12, 22; Ap 5, 11. 66. Cf. Is 6, 2-3 (Ap 4, 8). 67. Cf. Mt 7, 7; Me 11, 24; Le 11, 9; Jn 14, 13; 15, 7, 16; 16, 23-26. 68. Cf. Eclo 34, 15. 69. Cf. 2Tes 2, 4; lTim 5, 14. 70. Cf. 2Cor 11, 14. 71. Cf. Sal 115, 2 (116 B, 2) y véase Sal 61 (62), 10. 72. Cf. lEsd 8, 86; Sal 85 (86), 15. 73. Cf. ITim 6, 13. 74. Cf. lCor 15, 55 (Os 13, 14). 75. Cf. lCor 15, 26; Heb 2,14; Ap 12, 7-11. 76. Cf. Mt 22, 41-46; Me 12, 35-37; Le 20, 41-44; Act 2, 34-36; Heb

1, 13 / Mt 26, 64; Me 14, 62; Le 22, 69 / Me 16, 19; Act 7, 55-56; Rom 8, 34; Ef 1, 20; Col 3, 1; Heb 1, 3; 8, 1; 10, 12; 12, 2; IPe 3, 22.

77. Véase nota 141 del cap. IV. 78. Para el diablo como enemigo de la humanidad, véase Mt 13, 39;

IPe 5, 8. 79. Cf. Ef 5, 20; Col 3, 17. 80. Cf. lTes 3, 10 / Rom 8, 34; Heb 7, 25; ljn 2, 1. 81. Ritmo litánico conectado con la invocación litúrgica Kyrie, eleison. El

motivo repetido no indica aquí que se recae en un concepto exhausto, sino que se ahonda cada vez más en lo profundo. Que la fe es don del Padre lo afirma Jesús mismo (cf. Mt 11, 25; 16, 17) y san Pablo (Gal 1, 15).

82. El Verbo, entrando en relación con la inteligencia, con la fuerza vital y con el elemento material de que estamos compuestos, los unifica y sublima:

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Notas (capítulo séptimo)

respeta la naturaleza y la corrobora. Irradiando sobre el conjunto una racio­nalidad suprema, dirige nuestra mente a contemplar la excelsa dignidad de la esencia divina y de su plan creador y salvador.

83. En una amplia perspectiva, el poeta contempla en Dios Padre la fuen­te absoluta y eterna de la vida y en el Hijo una eterna energía vital por con­cesión del Padre: las dos personas divinas se le aparecen, por consiguiente, caracterizadas por una inexhausta potencia vital, cuya inmensidad descubre y cuya tendencia a expandirse intuye. De aquí se deduce la vocación humana a recibirla, por don del Padre y por actuación del Hijo.

84. A través de la autonomía vital, que es propia tanto del Padre como del Hijo, Victorino deduce su «insubstancialidad.

85. Si el alma humana ha sido creada a imagen del Padre, que es vida originaria, y a semejanza del Hijo, que es vida participada del Padre, resulta que también ella es vida y que, por fuerza de su naturaleza íntima, está lla­mada a vivir siempre: sobre esta constatación se enciende la plegaria para que, gracias al conocimiento amoroso que el Hijo tuvo de nosotros (Gal 4, 9), esta aspiración se convierta en una realidad.

86. Esquema del movimiento dialéctico del alma esbozado aquí: el alma, autorizada por la creación divina (Gen 1) por medio del Verbo (Jn 1, 3), ama al mundo por su belleza, pero como esta belleza se convierte en fuente

' de tentaciones y de caída (Gen 3, 6), la humanidad se divide en partidarios de la atracción de los valores mundanos y en fieles a Dios: los primeros odian a los segundos (Jn 15, 18-19; 16, 2; 17, 14; Mt 5, 1-12; Le 6, 22-23); los fieles son inducidos por el Espíritu de Dios, que el mundo ignora y rechaza (Jn 14, 17; 17, 25), a odiar este mundo que odia a Cristo (Jn 7, 7) y que me­rece la condenación de quedar excluido de su oración (Jn 17, 9).

87. El odio al mundo no implica, con todo, hostilidad para con los pe­cadores que pueden haber cedido momentáneamente al mundo. La culpa que no sea rechazo lúcido y definitivo de Dios y que, por tanto, sea susceptible de penitencia entra en el misterio de la redención.

88. La invitación de Dios al pecador para que se convierta y vuelva a él es el alma de ambos Testamentos.

89. El persistente contraste interior que pone en antagonismo la inclina­ción al mal ínsita en la carne y la aspiración al bien, propia del espíritu, tiene su locus classicus en Rom 7, 14-25. La concepción pesimista de la carne está, no obstante, superada aquí con el traspaso de la nuestra a la de Cristo, en la que el Salvador obró la redención y obtuvo el triunfo definitivo (Col 2, 15).

90. Haciendo eco a Rom 7, 18, Victorino revive en sí la experiencia universal de que el hombre posee la libertad de querer el bien, pero que ter­mina por desgracia cayendo estérilmente en un voluntarismo ineficaz. El úni­co recurso para una actuación efectiva en la ayuda de Dios: Flp 2, 13.

91. A través de la metáfora neoplatónica de las puertas, el autor pro­clama que la superación del dualismo ínsito en el hombre la inicia el Espíritu Santo, el cual enseña cuáles son realmente las naturalezas de Cristo y del mundo. La firme percepción de los valores engendra la decisión de la elección.

92. Iluminados y animados por el Espíritu, somos introducidos al reino de la luz y de la paz por Cristo, mediante su victoria sobre el demonio, agen­te de perdición y de muerte (Heb 2, 14; Ap 12, 10).

328

Notas (capítulo séptimo)

93. Del demonio. Para la formulación, véase Sal 143 (144), 7, 11; Ez 7, 21; 11, 9; 28, 10; IMac 2, 7.

94. El vocablo faraón, desde comienzos de la XVIII dinastía (1570-1318, aproximadamente) indicó la persona del soberano de Egipto y hacia el año 900 a.C, se convirtió en título antepuesto al nombre. En los primeros 14 ca­pítulos del Éxodo, el faraón asume una actitud tiránica contra el pueblo ele­gido y es considerado adversario declarado de Yahveh, el cual lo derrota por completo. Era inevitable que su figura pasara a ser símbolo del demonio, el protervo antagonista y gran derrotado en la obra de la salvación humana.

95. Satán, en hebreo, significa «adversario»: cf. Job 1, 6, 9, 12; 2, 3, 4, 6, 7...

96. La postura filoegipcia del reino de Judá provocó una vigorosa reac­ción de Nabudocodonosor, el cual, en el 597, el 586 y el 582, deportó en sucesivas oleadas a los hebreos, que en Babilonia estuvieron ocupados en la construcción y la agricultura. El período de la cautividad duró hasta el edicto del 23 de marzo del 538 a.C, con el que Ciro, fundador del imperio persa, los autorizaba a volver a Palestina con todos sus bienes y a reconstruir el templo. A través del Deuteroisaías, Jeremías, Ezequiel, algunos Salmos y nu­merosos ecos sucesivos, puede verse la gravedad que este desastre asumió en la experiencia y el recuerdo de los hebreos. Fue una ruina de la que no se levantaron nunca por completo.

97. La imagen, nacida en oposición a la idea de Babilonia, la supera rápidamente, también en la serie de numerosos pasajes de salmos famosos que celebran la santidad del templo y la felicidad y seguridad que procura al alma: cf. Sal 5, 8; 10 (11), 4; 14 (15), 1; 17 (18), 7; 19 (20), 3; 23 (24), 3-4; 25 (26), 8; 26 (27), 1-6; 27 (28), 2; 28 (29), 2; 30 (31), 20-23; 41 (42), 5; 42 (43), 3; 45 (46), 5; 47 (48), 2-4; 60 (61), 5; 64 (65), 5; 67 (68), 25, 30, 36; 83 (84), 2-3 y 11; 86 (87), 1-3; 95 (96), 8-9; 131 (132), 7.

98. Para los himnos dirigidos a Dios en el templo, véase tan sólo Sal 21 (22), 4; 26 (27), 6; 28 (29), 9; 62 (63), 3-6; 83 (84), 5; 133 (134), 1; 137 (138), 1-2; 150, 1.

99. Cf. Gen 19, 24-29. 100. Antropomorfismo que por su enérgica eficacia visual fue muy utili­

zado en el lenguaje bíblico: Éx 3, 19; 6, 1; 13, 9; 14, 16; 14, 31... 101. La verdadera sabiduría consiste en la meditación de Dios. 102. Véase nota 15 del cap. I. 103. Para la acción insidiosa de los demonios, cf. lTim 4, 1-2. 104. Es la doctrina evangélica contra las seducciones diabólicas. Jesús,

en sus tentaciones, había dado al respecto su enseñanza práctica: Mt 4, 1-11; Le 4, 1-13.

105. Véase nota 48. La alusión es, con toda probabilidad, a un hecho ín­timo de conciencia.

106. Cf. Gen 1, 26-27. Es el fundamento de toda la antropología gre­goriana.

107. El apasionado fervor sobrenatural se transfiere a una límpida y de­licadísima semejanza natural: la gracia es tal que ninguno de los dos elemen­tos pierde en genuinidad. Es un toque exquisito, cuyo frescor se combina perfectamente con el dramatismo que abarca a todo el ser.

108. Cf. Flp 1, 23. 329

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Notas (capítulo séptimo)

109. Están aludidas las angustias relacionadas con la polémica antiapo-linarista y con la situación de la iglesia de Nacianzo después de sus dimisio­nes del patriarcado de Constantinopla. Éstas eran, probablemente, las circuns­tancias que constituían el cuadro general en que se insertó un específico mo­tivo de inquietud.

110. Actitud que ilustra el carácter profundamente litúrgico de la piedad de Gregorio.

111. Composición de buena voluntad humana y de gracia de Dios: es una sólida plataforma para la polémica antipelagíana que san Agustín debería combatir unos treinta años después.

112. Para una conciencia como la de Gregorio, este oximiron dista mu­cho de ser sólo retórico. Al concepto de culpa se añade la impresión de per­fidia.

113. Imagen de múltiples reflejos: de hecho está relacionada con el «te­nebroso» de la plegaria anterior y con la oscuridad de la noche amenazante, la cual está a su vez en oposición dialéctica con «la oscuridad hostil a la salvación» y con la luz de Cristo.

114. Metáfora de la culpa no desconocida al mundo griego, pero bastan­te más común en el latino, donde es la base de la etimología de peccatum.

115. Es el alma racional del hombre, que «germinó del seno» del Verbo encarnado en Cristo.

116. Evidentes resonancias platónicas, a las que Sinesio siempre fue afi­cionado.

117. Deseo que se puede colocar igualmente bien en los labios de un apóstol y de un sofista.

118. Esto, en cambio, sólo está bien en labios de un sofista. Cirene, se­gún la leyenda, fundada en el siglo vn por Bato, príncipe de Tera, por orden del oráculo de Delfos, era la ciudad natal del poeta, mientras que Esparta habría sido la mítica ciudad originaria, porque su familia se vanagloriaba de descender del heraclida Eurístenes.

119. Es la purificación definitiva de la materia en el acercamiento a Dios. 120. Véase nota 115. 121. «La inmensa gloria del Padre» es aposición explicativa de «raíz». 122. Sinesio coloca idealmente al Espíritu Santo entre el Padre y el Hijo.

La imagen es feliz, en cuanto fluye del amor que une a las otras dos perso­nas, y no le faltan bases evangélicas, porque depende de ambos. De hecho Jesús, en Jn 14, 26, dice: «El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre», en Le 24, 49 afirma: «Voy a enviar sobre vosotros lo prometido por mi Padre» (esto es, el Espíritu Santo), y en Jn 15, 26 anuncia: «El Pa­ráclito que os enviaré del Padre, el Espíritu de la verdad que proviene del Padre» (cf. Act 1, 4-5).

123. Estos dolores son el esfuerzo del alma para llegar a Dios. 124. Tres pares de versos, en cada uno de los cuales Sinesio alaba pri­

mero al Padre y después al Hijo. El «sello», término en el que algunos han querido ver la confluencia de complicados componentes órfico-gnósticos, po­dría en cambio ser entendido como una especificación de la forma del Padre, efectuada por el Hijo con su visibilidad, o también, siguiendo a Jn 6, 27, como la autentificación de la misión divina de Jesús convalidada por el Padre con los milagros realizados.

330

Notas (capítulo séptimo)

125. La oración está dirigida al Hijo. 126. La perenne e inquietante inestabilidad de la vida está aquí vertida

•con el continuado movimiento ondulado producido por la sucesión de las mareas, que para los griegos eran particularmente visibles en el Euripo, la parte más angosta del estrecho que separa Eubea de la península helénica. La imagen resulta acertada, aunque no es original, porque ya había sido acep­tada ampliamente.

127. Expresión engreída para glorificar sus actividades. 128. Recuérdese nota 117. 129. Otro ejemplo del fatigoso lirismo de Sinesio: pide que pueda fecun­

dar su mente alcanzando los acueductos de la sapiencia divina. 130. Véase nota 56 del cap. III. 131. En Éx 13, 21-22 se cuenta que, mientras los hebreos huían de

Egipto, «Yahveh iba delante de ellos: de día como columna de nube para .guiarlos por el camino; y de noche como columna de fuego para alumbrarlos, .a fin de que pudieran caminar de día y de noche».

132. Cf. Éx 1, 9-10, 15-22. 133. Cf. Éx 1, 11-14. 134. Integración pintoresca de Éx 1, 14; 5, 5-19. 135. Para las plagas de Egipto, véase Éx 7, 14 -12, 30. 136. Cf. Éx 14, 5-9. 137. Cf. Éx 14, 16, 21-22, 29. 138. De la tierra prometida, «que mana leche y miel» (cf. Éx 3, 8, 17;

13, 5; 33, 3...), era fácil para un cristiano pasar a sentidos alegóricos supe-liores.

139. Cf. Sal 15 (16), 5. 140. Sobre el prodigioso paso del Jordán, véase Jos 3, 13-17; 4, 7. 141. Probable alusión sintética a las victorias de Josué. 142. Lamentación frecuente en Gregorio. 143. Entre los movimientos culturales griegos, no habían faltado aque­

llos que desde diversas perspectivas reivindicaban para el hombre un cierto grado de divinidad: el orfismo sostenía el origen divino del alma; el estoicis­mo tendía, por su visión panteísta, a predicar una sola naturaleza, como una •sola ciudad, entre dioses y hombres (recuérdese Arato, Fenómenos 5, citado por san Pablo en Act 17, 28); la gnosis hermética tenía uno de sus puntos fuertes en la doctrina del parentesco del alma con Dios y, en los misterios estaba claro que el objetivo final era la divinización. En la Biblia encontra­mos pronto la promesa «y seréis como dioses» (Gen 3, 5), pero era en reali­dad el engaño del tentador que precipitó al hombre en la mayor lejanía de Dios. El camino para la verdadera divinización era más bien el contrario, y Teófilo de Antioquía, Ad Autolicum II, 27, afirmaba que Adán se habría liecho dios en el momento en que hubiera obedecido al creador. Más allá del Sal 81 (82), 6 que, para poner en evidencia la gran responsabilidad y digni­dad de los jueces, los llamó «divinos» con una hipérbole destinada a agravar la culpa de su infidelidad, hallamos una alusión a la teoría de la divinización en el relato de la creación del alma humana hecha a imagen y semejanza de Dios (Gen 1, 26-27) y en la afirmación de que los dones sobrenaturales con­cedidos por Cristo a los fieles tienden a hacerlos partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1, 4): pueden añadirse, aunque sean referencias indirectas, las

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Notas (capítulo séptimo)

perspectivas de incorruptibilidad e inmortalidad después de la resurrección (iCor 15, 52-53), de la adopción filial (Gal 3, 26-27) y de la imitación de Dios (Mt 5, 48). Ya en la primera generación postapostólica, san Ignacio de Antioquía inculcaba a los cristianos que «estaban llenos de Dios» (Magn. 14, 1) y los exhortaba a la unidad para «participar de Dios» (Ephes. 4, 2). La au­téntica teología de la divinización, planteada en principio por san Ireneo, llegó definitivamente con san Atanasio, de quien Gregorio fue buen conocedor e imitador.

144. El origen del alma a partir de Dios fue un problema que con fre­cuencia los doctores eclesiásticos de los tres primeros siglos o eludían con su silencio o tocaban con dudas y reservas. El Nacianceno se sirvió a este res­pecto muchas veces, sin inquietudes, de una terminología emanatista que, difundida sobre todo por Plotino, se había hecho corriente perdiendo muy pronto los vínculos originarios con el sistema neoplatónico. En esta acepción genérica, que estaba destinada a durar por todo el tiempo de la escolástica, la terminología implicaba también una derivación por creación. La persistencia de esta terminología estaba motivada por la comodidad y la sugestiva belleza de varias expresiones suyas, además del antropomorfismo bíblico de Dios que inspiró en Adán un soplo vital (Gen 2, 7). Aquí además, como en diversos lugares de Gregorio, se prestaba mucho para asumir una eficaz carga dramá­tica. El contraste entre el origen divino del alma y la presión que sobre el hombre ejerce el pecado adquiría un halo más tensamente trágico.

145. Cf. Sal 21 (22), 17. 146. Este cansancio psicológico ante la persistente continuidad de la

lucha que opone el alma, anhelante de la luz de Dios, a los miembros, ene­rados por la mortalidad y las pasiones, constituye uno de los filones más defi­nidos de la inspiración poética gregoriana.

147. Para la tempestad calmada, véase Mt 8, 23-27; Me 4, 36-41; Le 8,. 22-25.

148. Véase nota 41.

149. No es protesta para arrogarse un derecho; es una experiencia que, humanamente, refuerza la súplica.

150. Escorzo de escena en la que se imagina al juez que está conside­rando las penas merecidas que hay que infligir. El poeta conjura que le sean ahorradas en buena parte.

151. Confiesa que los castigos deberían ser, por derecho, tan pesados que-él no alcanzaría a soportar ni tan sólo la ración de un solo día.

152. Mt 11, 29. 153. El pasaje a que alude es el que se refiere inmediatamente después. 154. Mt 11, 25-29. 155. El pecado original, que introdujo la muerte en la humanidad, fue

un acto de una soberbia desobediencia al mandato divino: cf. Gen 3, 1-19. 156. Elegantísima e intensa aproximación a Jn 1, 3 y 14. 157. El «aquí» tiene valor proléptico: anuncia y revela el siguiente «que

hemos de aprender de ti...» 158. Cf. Col 2, 3. 159. Oxímoron construido con rara habilidad. 160. El alma. 161. Cf. Le 18, 10-14. La frase conclusiva es uno de los innumerables to-

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Notas (capítulo séptimo)

ques agustinianos que iluminan las situaciones desde el interior, combinando evidencia y profundidad, garbo y viveza.

162. Cf. Mt 8, 5-13; Le 7, 1-10. 163. Cf. Le 19, 1-10. 164. Cf. Le 7, 37-48. 165. Cf. Mt 21, 31. 166. Naturalmente, en el espíritu. 167. Cf. Mt 9, 11-13; Me 2, 15-17; Le 5, 29-32. 168. Cf. Rom 5, 20. 169. La primera petición corresponde sobre todo a los fines de la ora­

ción; la segunda considera las disposiciones de la misma, que culminan en la pureza del alma; la tercera sintetiza los motivos de la liberación que irra­dia una amplitud y profundidad ilimitadas.

170. Es intenso el pathos de este ansia del ser de las cosas que todavía no existen: salvado el principio de la iniciativa creadora de Dios, se atribuye un germen de dinamismo a lo que aspira al ser, por lo que la creación resul­taría casi una respuesta. Sobresale el valor del ser y, de reflejo, la potencia y la bondad de Dios.

171. Ecos de Plotino, Enneadas III, 2, 2, 17; III, 2, 15, orientados en otra dirección y, en el modo como se utilizan, animados con un nuevo lirismo. Aquí la potencia creadora de Dios se manifiesta como conservación indiscutible.

172. Véase Enneadas III, 2, 11 y 17; III, 5, 1, 16; IV 8, 1, 29. 173. Véase Enneadas I, 8, 3 y 5. 174. Optimismo de evidente raíz estoica: cf. I. Arnim, Stoicorum vete-

rum fragmenta, I, p. 32, 32-37; 33, 2; II, p. 193, 38-39; 299, 15-18; 327, 15; 338, 25.

175. Véase Enneadas III, 2, 17, 149; III, 3, 7, 57. 176. También las criaturas privadas de inteligencia, en cuanto seres, as­

piran al ser absoluto. San Agustín tiene una tendencia clara a captar los im­pulsos inconscientes de los seres, ínsitos en la inmediatez de su existencia.

177. Habiendo negado esencia al mal, se sigue que Dios no puede ser alcanzado por los fallos de lo creado: el ser absoluto no puede ser alcanzado por el no ser.

178. Cuarenta años después, en el 427, san Agustín, en Retractationes I, 4, 2, censuró esta frase como demasiado categórica. Pensaba que debían precisarse cuáles eran las verdades reservadas a las almas puras, puesto que la experiencia enseña que a ciertas verdades llegan también las almas impuras.

179. Cf. Ef 5, 14. 180. La actividad creadora de Dios es analizada en los tres momentos

dialécticos de conservar, querer y producir. Si «conservar» («en quien»), que lógicamente se posponía, ha sido antepuesto, esto es debido a un efecto de intuición directa: nosotros, de hecho, descubrimos a los seres en su perdurar, no en su nacer.

181. En Retractationes I, 4, 3, san Agustín precisa que si por «mundo entero» se entendía Dios mismo entonces se debería haber completado es­cribiendo «los sentidos de un cuerpo mortal»; si, en cambio, se pensaba en el mundo, entonces aquello que era inalcanzable a los sentidos era aquello que es renovado en la segunda parusía, pero que también en este caso el enunciado debía completarse de la misma manera.

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Notas (capítulo séptimo)

182. El reino celestial como prototipo del terrenal es una idea platóni­co-aristotélica destinada a tener gran fortuna.

183. La invitación viene de Dios mismo: buscar a Dios es obra de la gracia. 184. Cf. Mt 5, 8. 185. Cf. Enneadas VI, 9, 10, 70-71.

186. La vida divina del alma hace parcial nuestra muerte física, que tam­bién se reduce por la esperanza de la resurrección.

187. Cf. Prov 8, 34; Sab 6, 14-15; Eclo 4, 12; 32, 14; 39, 5; Is 26, 9 / Mt 24, 42-44; Me 13, 33-37; Le 12, 35-40 / Mt 26, 38-41; Me 14, 34-38; Le 22, 46 / Le 21, 34-36; Act 20, 31; ICor 16, 13; Ef 6, 18; Col 4, 2; lTes-5, 6; 2Tim 4, 5; IPe 4, 7; 5, 8; Ap 3, 2-3; 16, 15.

188. Es la sustancia de la metanoia, por la que se subvierte la mentali­dad pecadora,

189. Traduce al lenguaje filosófico y resume Rom 7, 19 - 8, 4. 190. Cf. ICor 15, 54. 191. Cf. Mt 7, 13-14. 192. Cf. Mt 7, 7-8. 193. Cf. Jn 6, 35 y 48. 194. Cf. Jn 4, 13-15; 6, 35. 195. Cf. Jn 16, 8. 196. Adaptación de Le 21, 12-15. 197. Cf. Mt 5, 12; Le 6, 23 / Mt 6, 1 / Mt 10, 41-42; Me 9, 41 / Le 6,. 32-35; Jn 4, 36. 198. Cf. Gal 4, 9.

199. Cf. Sal 21 (22), 20; 59 (60), 13; 70 (71), 12; 107 (108), 13; 120 (121), 1-2. 200. Cf. Jn 10, 30. 201. Son naturalmente todas las creadas. 202. La admirable perfección del universo físico es vista como reflejo

de la perfección absoluta de Dios.

203. El primero en llevar a cabo una investigación analítica y sistemática sobre la libre intervención de la voluntad en el obrar fue Aristóteles en la Ética a Nicómaco, donde define «libre» como causa y principio de sí mismo. Epicuro, con la doctrina de la desviación espontánea de los átomos, intentó ase'gurar un movimiento inicial de libertad, que debía proseguir hasta una autodeterminación absoluta, mientras que el estoicismo tendía a colocarla en una aceptación de la necesidad universal que provenía, según su opinión, de una razón inmanente. Para Plotino, que discute ampliamente el tema en Enneadas VI, 8, la libertad consistía en el volverse la razón y el conocimien­to, más allá del impulso sensible, hacia el Bien, la conformidad con el cual indicaba el grado de firmeza del libre albedrío. El cristianismo profundizó en el concepto de libertad transportándolo del sector jurídico-político, exter­no, al espiritual, interno, porque la opuso a la esclavitud del pecado (y no sólo, como ya en Platón, a la de las pasiones) y le dio, con la gracia, la forma de afirmarse. En coherencia con toda la tradición eclesiástica, san Agustín defendió la teoría de la libertad, fundamento indispensable de la del pe­cado y de la consiguiente redención. Más allá de una preocupación teológica especulativa, tuvo particular sensibilidad para tratar del problema, estimulado

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flotas (capítulo séptimo)

a combatir contra el maniqueísmo del que se había alejado hacía apenas tres o cuatro años. Sabía bien que esta herejía, con su dualismo de fondo, acababa por suprimir la responsabilidad del hombre en un determinismo que en buena medida lo colocaba como espectador pasivo en la lucha entre el principio de la luz y el de las tinieblas.

204. No en sentido espacial sino causal. 205. Cf. Gen 1, 26. 206. Cf. Sal 13 (14), 1. 207. Sobre el trasfondo se perfila la parábola del hijo pródigo: Le 15,

11-32. 208. Cf. Sal 109 (110), 1; Lam 3, 34. 209. El alienum del texto latino suena con ambigüedad, por lo que san

Agustín puede ser considerado extraño a Dios o a los engaños del mundo. Pero la interpretación de que un pecador es extraño a Dios es tan evidente que resulta trivial; la otra, en cambio, requiere considerar la malicia del pecado.

210. Reelaboración de Mt 6, 19-20 en una formulación que hace el axioma también racionalmente claro.

211. Cf. Mt 7, 7-8. 212. Al comienzo de toda acción sobrenatural está siempre la gracia

gratuita de Dios.

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Page 171: Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

ERMANNO ANCILLI y otros 119 colabo­radores

DICCIONARIO D E ESPIRITUALIDAD

Formato: 17 X 24 cm; 2114 págs. en 3 tomos

El presente Diccionario de espirituali­dad constituye el primer intento com­pleto de tratar orgánicamente la espi­ritualidad cristiana en sus contenidos doctrinales y en su riquísimo desarrollo histórico. Su fin es informar y formar acerca de los problemas de la doctrina y de la vida espirituales (incluso no cristianas), siguiendo una línea de di­vulgación seria y de documentación puesta al día. Éstos son los criterios que han presidido su redacción:

1) Las voces doctrinales se desarro­llan según el magisterio de la Iglesia y en un lenguaje adaptado al hombre de hoy.

2) El contenido de las voces históri­cas se articula en los siguientes puntos: nota biográfica, escritos, doctrina y bi­bliografía.

3) Las voces psicológicas tienen una extensión notable.

4) Al tener el Diccionario también un carácter pastoral, cuando el caso lo exige, se sugieren orientaciones relati­vas a la vida espiritual.

5) En la bibliografía se ha tenido el doble cuidado: a) de citar sobre to­do los estudios monográficos; b) de in­dicar bibliografías más amplias para su­plir la brevedad de las de algunas voces.

6) Al final de la obra se ha incor­porado un índice sistemático que reco­ge las voces homogéneas y convergen­tes en un mismo tema.

Esta obra orienta en los problemas que afectan el mismo corazón del hom­bre y en los grandes misterios que dan sentido a su vida.