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TÚ SABES QUE ME ADORAS Cecily von Ziegesar Traducido por Mary Solari y Patricia Lightowler-Stahlberg

Tu sabes que me adoras cecily von ziegesar

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TÚ SABES QUE ME ADORAS

Cecily von Ziegesar Traducido por Mary Solari y Patricia Lightowler-Stahlberg

CosasdeChicas.net

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Todos los nombres reales de sitios, gente y hechos han sido alterados o abreviados para proteger a los inocentes. Es decir, a mí.

¡Qué hay, gente!

Bienvenidos al Upper East Side de Nueva York, don­de mis amigos y yo vivimos en enormes y fabulosos pisos y vamos a exclusivos colegios de pago. No siempre somos la mejor gente del mundo, pero lo compensamos porque somos guapos y tenemos buen gusto.

Se aproxima el invierno. Es la estación favorita de la ciudad, y la mía también. Los chicos van a Central Park a jugar al fútbol o hacer lo que hagan los chicos en esta época del año y acaban con trocitos de hojas secas en el pelo y en el jersey. ¡Y las mejillas sonrojadas! ¡No hay nada más irresistible!

Es hora de sacar las tarjetas de crédito y pasarse por Bendel's y Barneys a comprar unas botas chulas, medias de red, falditas cortas de lana y deliciosos jerséis de cash-mer. La ciudad se siente un poco más chispeante en esta época del año y nosotros no queremos quedarnos atrás.

Desgraciadamente, también es la época de rellenar nuestras solicitudes para la universidad. La gente que pertenece a nuestras familias y colegios tiene, sin lugar a otra opción, que entrar en las universidades de la Ivy League1, las más prestigiosas del país, y no hacerlo sería una vergüenza. Hay una gran presión, pero me niego a dejarme hundir por ella. Este es el último curso del colegio y vamos a disfrutarlo a tope, además de entrar

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en la universidad que elijamos. Tenemos la sangre más azul de la Costa Este, estoy segura de que podremos encontrar la forma de ir a misa y repicar las campanas a la vez, como siempre lo hemos hecho.

Conozco a un grupo de chicas que tampoco se deja­rá hundir por la presión...

Visto por ahí

B con su padre, comprando gafas de sol en el Gucc i de la Quinta Avenida. Como él no podía decidirse entre las de cristales color rosa y las azul bebé, se compró las dos. ¡No puede negar que es gayl N y sus colegas en Barnes & Noble, en la Ochenta y Seis con Lexington, buscando las mejores fiestas de cada universidad en La Guía de la Información Privilegiada sobre las Universida­des. S haciéndose una limpieza de cutis en el Aveda del centro. Y D, mirando soñador a los patinadores del Rockefeller Center y escribiendo en una libreta. Un poema sobre S, seguramente, ¡qué romántico es! Ade­más, B, depilándose las ingles en el J. Sisters Salón. Poniéndose guapa para...

1 Por si te quieres apuntar, aquí están. Se las llama la "Ivy League", la liga de la hiedra, probablemente porque sus edificios son de ladrillo vis­to recubierto de hiedra en algunos casos.

• Brown University • Columbia University • Cornell University • Dartmouth College • Harvard University • University of Pennsylvania • Princeton University • Yak University

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¿ESTÁ B R E A L M E N T E P R E P A R A D A P A R A D A R E L S I G U I E N T E PASO?

Lleva hablando de ello desde que acabó el verano y Ny ella volvieron de las vacaciones. Luego se presentó S y los ojos de N comenzaron a mirar hacia otro sitio, por lo que B decidió castigarlo haciéndolo esperar. Pero ahora S tiene a D y N ha prometido serle fiel a B. Ya es hora.

Después de todo, nadie quiere llegar a la universidad siendo todavía virgen.

Seguiré los acontecimientos con atención.

Tú sabes que me adoras, Chica Cotilla

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Alguien va a misa, pero no pueden repicar las campanas

-Por Blair, mi Bear1 -dijo el señor Harold Waldorf, Esq. Elevó su copa de champán para chocarla contra la de Blair-. Sigues siendo mi pequeñina, aunque lleves pantalones de cuero y tengas un novio cachas -le diri­gió una refulgente sonrisa a Nate Archibald, que se sen­taba junto a Blair ante la pequeña mesa del restaurante. El señor Waldorf había elegido Le Giraffe para aquella cena especial porque era pequeño e íntimo, estaba de moda, la comida era fabulosa y todos los camareros tenían un acento francés de lo más sexy.

Blair Waldorf metió la mano bajo el mantel y le apretó la rodilla a Nate. La luz de las velas la estaba poniendo cachonda. "Si papá supiese lo que vamos a hacer después de esto", pensó como flotando. Chocó su copa contra la de su padre y tomó un gran trago de champán.

-Gracias, papá -dijo-. Gracias por venir hasta aquí sólo para visitarme.

El señor Waldorf dejó su copa y se secó los labios con unos golpecitos de la servilleta. Tenía las uñas bri­llantes y perfectamente arregladas.

- O h , no he venido por ti, querida. He venido para fardar. —Poniendo la cabeza de lado, frunció los labios como una modelo que posa para una foto-. ¿No estoy guapísimo?

2 Oso. Aquí es un término cariñoso, como si el padre la llamase: mi osito de peluche.

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Blair le clavó las uñas en la rodilla a Nate. Tenía que reconocer que su padre estaba guapísimo. Había perdi­do unos diez kilos, estaba moreno, vestía una ropa francesa divina, y parecía feliz y relajado. Sin embargo, se alegró de que él dejase a su novio en su chateau de Francia. Todavía no estaba preparada para verle hacien­do demostraciones de afecto en público a otro hombre, por muy guapo que estuviese.

-¿Podemos pedir? -dijo, cogiendo la carta. -Yo voy a tomar carne -anunció Nate. Le daba un

poco igual qué comer. Lo que quería era que la comida se acabase pronto. No porque le molestase salir con el provocador padre de Blair: era bastante divertido ver lo gay que se había vuelto. Pero Nate estaba ansioso por ir a la casa de Blair. Finalmente, ella había accedido a hacerlo. Y ya era hora.

-Yo también -dijo Blair, cerrando su carta sin mirarla apenas-. Carne -no tenía intención de comer mucho, aquella noche no. Nate le había jurado que ya no existía nada entre él y Serena van der Woodsen, su compañe­ra de clase y ex amiga íntima. Estaba dispuesto a dedi­carse a Blair de lleno. A ella le daba igual si era carne, mejillones, sesos o lo que fuese, ¡por fin iba a perder su virginidad!

-Y yo también -dijo su padre-. Trois steaks au poivre -le dijo al camarero con perfecto acento francés-. Y el nombre de la persona que le corta el pelo. Tiene un corte divino.

A Blair se le subieron los colores. Cogió un colín de la cesta y lo mordió. La voz y el amaneramiento de su padre eran completamente diferentes de los que tenía hacía nueve meses. Antes era un abogado conservador y trajea-

do, siempre alerta y pulcro. Respetable. Ahora estaba totalmente afeminado, con aquellas cejas depiladas y la camisa color lavanda a juego con los calcetines. La hacía morirse de vergüenza. Después de todo, era su padre.

El año anterior, la salida del armario del padre de Blair y su subsiguiente divorcio habían sido la comidi­lla de toda la ciudad. Ahora casi todos lo habían supe­rado y el señor Waldorf podía mostrar su guapo rostro donde quisiese. Pero ello no quería decir que los otros comensales de Le Giraffe no estuviesen prestándole atención. Desde luego que lo estaban.

-¿Has visto sus calcetines? -una heredera entrada en años le susurró a su aburrido esposo-. A rombos lilas y grises.

- ¿ N o te parece que se ha puesto demasiados potin­gues en el pelo? Pero ¿quién se cree que es, Brad Pitt? -le preguntó un famoso abogado a su mujer.

-Su figura es mejor que la de su ex mujer, estoy segu­ro -comentó uno de los camareros.

Para todos era muy divertido, excepto para Blair. Por supuesto que quería que su padre fuese feliz, y no había problema con que fuese gay, pero, ¿era necesario que mostrase tanto el plumero?

Blair vio por la ventana las luces de la calle parpadean­do en el fresco aire otoñal. Columnas de humo se eleva­ban de las chimeneas de las lujosas casas de la acera de enfrente, en la Sesenta y Cinco.

Por fin llegaron sus ensaladas. - ¿Qué has decidido entonces, sigues pensando en

Yale para el año que viene? -dijo el señor Waldorf, pin­chando un trozo de endibia-. Allí es donde quieres ir, ¿verdad, Bear? ¿A mi vieja alma mater?

Blair dejó el tenedor de la ensalada y se apoyó en el respaldo de la silla, dirigiendo a su padre sus bonitos ojos azules.

-¿Adonde más podría ir? -dijo, como si Yale fuese la única universidad del planeta.

Blair no podía comprender cómo alguien podía soli­citar admisión en seis o siete universidades, algunas de ellas malísimas. Ella era una de las mejores alumnas del último curso del Colegio Constance Billard para Niñas, un pequeño y elitista colegio de pago para chicas en la calle Noventa y Tres Este. Todas las chicas del Cons­tance irían a buenas universidades. Pero Blair nunca se contentaba con algo que fuese sólo bueno. Tenía que tener lo mejor de todo, sin concesiones. Y la mejor uni­versidad, en su opinión, era Yale.

-Entonces, supongo que esas otras universidades como Harvard y Cornell - r ió su padre- tendrían que mandarte cartas de disculpa por atreverse a insinuar que estudies en ellas, ¿no?

Blair se encogió de hombros y se miró las uñas recién arregladas.

-Quiero ir a Yale, eso es todo. Su padre le dirigió una mirada a Nate, pero Nate

buscaba algo de beber. Odiaba el champán. Lo que realmente quería era una cerveza, aunque nunca pare­cía apropiado pedir una en un sitio como Le Giraffe. Montaban el numerito de traerte un vaso helado y lue­go te servían la Heineken como su fuese algo especial, cuando en realidad era la misma mierda que tomabas en cualquier partido de baloncesto.

-¿Y tú, Nate? -preguntó el señor Waldorf-. ¿Adon­de piensas ir?

Blair ya se sentía nerviosa por la cuestión de perder su virginidad, y aquella charla sobre la universidad sólo con­seguía empeorar las cosas. Empujó su silla y se puso de pie para ir al cuarto de baño. Sabía que era repugnante y que tenía que dejar de hacerlo, pero cada vez que se sentía nerviosa, se provocaba el vómito. Era su único vicio.

En realidad, no es precisamente cierto, pero dejemos eso para más tarde.

-Nate irá a Yale conmigo -le dijo a su padre. Luego, se dio la vuelta y se alejó con paso confiado por el res­taurante.

Nate la vio marcharse. Estaba guapísima con su top nuevo de seda negra que le dejaba la espalda al aire, con su oscuro cabello liso cayéndole entre los omóplatos desnudos y los pantalones de cuero ajustándole las caderas. Tenía aspecto de haberlo hecho muchísimas veces.

Los pantalones de cuero suelen dar esa sensación. -¿Así que tú también vas a Yale? -dijo el señor Wal-

dorf cuando Blair se marchó. Nate miró su copa de champán con el ceño frunci­

do. Tenía unos deseos enormes de tomarse una cerveza. Y tenía unas dudas enormes de que lo admitiesen en Yale. Uno no puede levantarse, fumarse un peta, hacer un examen de cálculo y pretender entrar en Yale, es algo imposible. Y aquello era lo que él había estado haciendo últimamente. Y mucho.

-A mí me gustaría ir a Yale -dijo-, pero creo que Blair va a tener un disgusto. Me refiero a que mis notas dejan mucho que desear.

-Entre tú y yo -dijo el señor Waldorf, haciendo un guiño-, creo que Blair es un poco dura con las demás

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universidades del país. Nadie dice que tengas que ir a Yale. Hay muchas otras universidades.

-Sí -asintió Nate con la cabeza-. Brown parece guay. Tengo una entrevista allí la semana que viene -dijo-. Aunque también allí resultará difícil. En el último exa­men de matemáticas saqué un aprobado apenas, y eso que no estoy haciendo el Programa Avanzado -recono­ció-. Blair ni siquiera considera a Brown una universi­dad, ¿sabe? Porque piden menos nota y eso.

-Blair es tremendamente exigente -dijo el señor Waldorf. Bebió su champán con el dedo meñique tie­so-. Se parece a mí.

Nate miró de reojo a los demás clientes del restau­rante. Se preguntó si creerían que el señor Waldorf y él eran pareja. Para acallar semejantes especulaciones, se estiró de los puños y carraspeó de forma muy viril . Blair le había regalado el jersey el año anterior y él se lo había puesto varias veces recientemente para que no creyera que deseaba romper con ella o engañarla o hacer algu­na de esas cosas que la preocupaban.

- N o sé -dijo, cogiendo un panecillo de la cesta. Lo partió con violencia-. Sería guay tomarme un año sabá­tico e irme a navegar con mi padre, ¿sabe?

Nate no comprendía por qué uno tenía que trazar toda su vida a los diecisiete años. Habría tiempo de sobra para seguir estudiando después de tomarse un año o dos para ir a navegar por el Caribe o ir a esquiar a Chile. Y, sin embargo, todos sus compañeros del Colegio St. Jude's para Varones planeaban ir directa­mente a la universidad y luego hacer un posgrado. Nate opinaba que estaban entregando su vida sin pen­sar realmente en lo que querían hacer. Por ejemplo, a

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él le encantaba el ruido que hacía el frío Atlántico al chocar contra la proa de su barco y deshacerse en espu­ma. Le encantaba la sensación del sol caliente en su espalda cuando izaba las velas. Le encantaba la forma en que el sol lanzaba un relámpago verde antes de hun­dirse en el océano. Nate se imaginaba que habría muchas cosas por el estilo en el mundo y quería expe­rimentarlas todas.

Mientras ello no requiriese mucho esfuerzo. No se le daba bien hacer esfuerzos.

-Pues a Blair no le sentará nada bien enterarse de que piensas tomarte un tiempo -dijo el señor Waldorf con una risilla ahogada-. Supuestamente, iréis a Yale juntos y os casaréis y seréis felices y comeréis perdices.

Nate siguió a Blair con la mirada cuando ésta volvió con la cabeza alta. Todos los demás clientes la miraron también. No era la mejor vestida, la más delgada o la más alta del restaurante, pero parecía brillar un poqui­to más que el resto. Y lo sabía.

Llegaron los filetes y Blair atacó el suyo, bajándolo con grandes tragos de champán y montones de puré de patatas con mantequilla. Observó la forma tan sexy en que le latía a Nate la sien cuando masticaba. No veía el momento de marcharse de allí. No veía el momento de hacerlo con el chico con el que planeaba pasar el resto de su vida. ¿Podía haber algo mejor que eso?

Nate no pudo evitar darse cuenta de la forma tan exaltada en que Blair blandía el cuchillo. Cortaba la car­ne en grandes trozos y los masticaba ferozmente. Le hizo preguntarse si ella sería igual de apasionada en la cama. Habían tonteado bastante, pero él siempre había

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sido quien tomaba la delantera. Blair siempre se queda­ba quieta, haciendo todos los ruidos que las chicas hacen en las pelis, mientras él la acariciaba. Pero esta noche Blair parecía más impaciente, más hambrienta.

Por supuesto que estaba hambrienta. Acababa de vomitar.

- N o te sirven comida como ésta en Yale, Bear -le dijo el señor Waldorf a su hija-. Comerás pizza y ham­burguesas con patatas en el colegio mayor, con todo el mundo.

Blair arrugó la nariz. No había comido hamburgue­sas con patatas en su vida.

- ¡Qué va! -dijo-. Además, Nate y yo no viviremos en un colegio mayor. Vamos a tener nuestra propia casa -le acarició el tobillo a Nate con la puntera de la bota-. Aprenderé a cocinar.

- ¡Qué suerte tienes! -le dijo el señor Waldorf a Nate, arqueando las cejas.

Nate sonrió y lamió el puré de su tenedor. No iba a decirle a Blair que el pequeño sueño de que ambos viviesen juntos en un apartamento fuera del campus en New Haven era más absurdo que la idea de que ella comiese hamburguesas con patatas. No quería decir nada que la alterase.

-Calla, papá -dijo Blair. Les retiraron los platos. Impaciente, Blair giró una y

otra vez la pequeña sortija con el rubí de su dedo meñi­que. Rechazó con un movimiento de cabeza el café y el postre y se puso de pie para dirigirse al cuarto de baño de señoras nuevamente. Dos veces durante una misma comida era una exageración, incluso para ella, pero estaba tan nerviosa que no podía evitarlo.

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Gracias a Dios que Le Giraffe tenía unos cuartos de baño tan agradables.

Cuando Blair salió, todos los camareros aparecieron en fila por la puerta de la cocina. El maitre llevaba una tarta decorada con velitas titilantes. Dieciocho, porque había una extra para desear buena suerte.

Oh, Madre Santa. Blair volvió a la mesa taconeando sus altísimas botas

de fina puntera y se sentó, lanzándole una mirada furio­sa a su padre. ¿Por qué tenía que montar el número? Faltaban tres putas semanas para que fuese su cumple­años. Se bebió otra copa de champán de un trago.

Los camareros y los cocineros rodearon la mesa. -¡Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz...! Blair le cogió la mano a Nate y se la apretó con fuerza. - ¡Haz que paren! -susurró. Pero Nate se quedó allí, sonriente como un gilipo-

llas. Le gustaba cuando Blair se sentía avergonzada. No le sucedía normalmente.

Su padre fue más comprensivo. Cuando se dio cuen­ta de lo incómoda que se encontraba, aceleró el ritmo y acabó la canción rápidamente.

Los empleados del restaurante aplaudieron cortes-mente y volvieron al trabajo.

-Sé que es un poco pronto -dijo el señor Waldorf, disculpándose-. Pero tengo que marcharme mañana y los diecisiete son un cumpleaños muy importante. No creía que te fuese a molestar.

¿Molestar? A nadie le gusta que le canten en públi­co. A nadie.

En silencio, Blair sopló las velitas y examinó la tarta. Estaba decorada de forma muy elaborada, con una

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Quinta Avenida de azúcar y zapatitos de tacón de maza­pán pasando frente a Henri Bendel, su tienda favorita. Era una exquisitez.

-Esto es para ti, que te fascinan tanto los zapatos -dijo su padre, esbozando una sonrisa radiante. Sacó un paquete envuelto para regalo de bajo la mesa y se lo dio a Blair.

Blair sacudió la caja, reconociendo por experiencia el sonido hueco que hace un par de zapatos nuevos cuan­do uno los sacude dentro de su caja. Arrancó el papel. M A N O L O B L A H N I K , ponía en grandes letras en la tapa de la caja. Blair contuvo el aliento y levantó la tapa. Dentro había un par de maravillosos zapatos hechos a mano, de piel color peltre con adorables taconcitos.

Tres fabulous. -Te los compré en París -dijo el señor Waldorf-.

Son de edición limitada. Seguro que eres la única que los tiene en toda la ciudad.

-Son fantásticos -exclamó Blair. Se puso de pie y rodeó la mesa para abrazar a su

padre. Los zapatos compensaban que la hubiese humi­llado en público. No sólo eran ultraguapos, sino que, además, eran exactamente lo que se pondría más tarde, cuando se acostase con Nate. Lo único que se pondría.

¡Gracias, papá!

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Para qué sirven de verdad las escalinatas del Museo Metropolitano de Arte

-Sentémonos en el fondo -dijo Serena van der Woodsen a Daniel Humphrey cuando entró en el largo local de Serendipity 3, en la calle Sesenta Este. La vie­ja hamburguesería estaba a rebosar de padres que lleva­ban a sus niños a comer la noche libre de la niñera. El aire vibraba con los chillidos de los niños, mientras can­sadas camareras se afanaban con enormes copas de hela­do, chocolate caliente helado y perritos extralargos.

Dan había planeado ir a algún sitio más romántico con Serena, que fuese tranquilo y con luz tenue. Un sitio donde se pudiesen tomar de las manos y hablar y conocerse sin que les interrumpiesen padres enfadados que regañaban a niñitos de engañosa apariencia angeli­cal vestidos en Brooks Brothers. Pero Serena había querido ir allí.

Quizá ella tenía antojo de helado, o quizá sus expec­tativas no eran las mismas que las de él.

- ¿ N o es genial? -exclamó ella, entusiasmada-. Mi hermano Er ik y yo siempre veníamos una vez por semana y comíamos la copa de menta -cogió una carta y la es tudió- . Sigue siendo el mismo. Me en­canta.

Dan sonrió y se apartó el desparejo flequillo de los ojos. La verdad era que le daba igual donde estaba, mientras estuviese con ella.

3 El East Side es el lado más pijo de Nueva York, donde viven los millonarios como Serena. El Upper West Side es más intelectual, donde están los artistas, actores y escritores, como el padre de Dan.

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Dan era del West Side y Serena del East Side3. Él vivía con su padre, que se autodefinía como un intelec­tual y era editor de poetas poco conocidos de la genera­ción Beat, y su hermanita, Jenny, que estaba en noveno del Constance Billard, la misma escuela donde iba Sere­na. Vivían en un cochambroso piso del Upper West Side que no había sido reformado desde 1940. La única per­sona que hacía limpieza de vez en cuando era su enorme gato, Marx, un experto en matar y comer cucarachas. Serena vivía con sus padres, unos millonarios que perte­necían a todos los consejos de las grandes instituciones de la ciudad, en un enorme ático decorado por un famo­so decorador, con vistas al Museo Metropolitano de Arte y a Central Park. Tenía una criada y una cocinera a quienes les podía pedir que le hiciesen una tarta o le hiciesen un capuchino en cualquier momento. Enton­ces, ¿qué hacía ella con Dan?

Sus vidas se habían cruzado hacía pocas semanas, al hacer una prueba para una película dirigida por la ami­ga de Dan y compañera de clase de Serena, Vanessa Abrams. Serena no consiguió el papel, y Dan casi per­dió las esperanzas de volverla a ver, pero se habían reencontrado en un bar de Brooklyn. Se habían visto y hablado por teléfono un par de veces desde entonces, pero ésta era su primera cita.

Serena había vuelto a la ciudad el mes pasado, cuando la echaron del internado. Al principio, se sin­tió feliz de haber vuelto, pero luego descubrió que Blair Waldorf y todos sus otros amigos habían decidi­do pasar de ella. Serena todavía no sabía qué había hecho tan terrible. Cierto era que no se había mante­nido en contacto con nadie y que quizá se había jacta-

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do un poco sobre lo mucho que se había divertido en Europa durante las vacaciones. Tanto, que no había vuelto a tiempo para el primer día de clase en la Acade­mia Hanover de New Hampshire. El colegio se había negado a readmitirla.

Su antiguo colegio, el Constance Billard, era más comprensivo, aunque las chicas no. Serena ya no tenía ni un solo amigo en Nueva York, así que le había cau­sado mucha ilusión conocer a Dan. Era divertido cono­cer a alguien tan diferente de ella.

Dan quería pellizcarse cada vez que miraba los oscu­ros ojos azules de Serena. Estaba enamorado desde la primera vez que posó la mirada sobre ella, en una fies­ta en noveno curso, y tenía la esperanza de que ahora, dos años y medio más tarde, ella también se enamora­se de él.

-Pidamos las copas más grandes de la carta -dijo Serena-. Podemos intercambiarlas cuando hayamos comido la mitad para no aburrirnos.

Ella pidió la copa triple de menta con extra de salsa de chocolate y él pidió un banana split de café. Dan comía cualquier cosa que tuviese café. O tabaco.

- ¿Qué tal? -dijo Serena, señalando el libro que aso­maba por el bolsillo del abrigo de él-, ¿es bueno?

El libro era Sin salida de Jean Paul Sartre, un relato existencialista de inadaptados en el purgatorio.

-Sí . Es, no sé, divertido y deprimente -dijo Dan-. Pero tiene muchas cosas que son verdad, supongo.

;De que va: -E l infierno,

hombre! ¡Anda pre lees libros así?

-exclamó Serena riendo-. ;Siem-

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Dan sacó un cubito de hielo de su vaso de agua y se lo metió en la boca.

-¿Así cómo? -Pues, no sé, sobre el infierno -dijo ella. - N o , siempre no -dijo él. Acababa de terminar de

leer Las desventuras del joven Werther, que iba de amor. Y del infierno.

A Dan le gustaba considerarse un alma atormentada. Prefería las novelas, obras de teatro y libros de poesía que revelaban el trágico absurdo de la vida. Eran la compañía perfecta del café y el tabaco.

-A mí me cuesta trabajo leer -confesó Serena. Llegaron sus copas. Apenas si se podían ver por enci­

ma de las montañas de helado. Serena hundió la larga cucharilla en la copa y sacó un trozo enorme. A Dan le maravilló el largo y delgado ángulo de su muñeca, el tenso músculo de su brazo, el dorado brillo de su cabe­llo rubio platino.

Ella estaba a punto de ponerse las botas con una copa de helado que daba asco de lo grande que era, pero para él era una diosa.

- M e refiero a que puedo leer, obviamente -continuó Serena-, lo único es que tengo dificultad en concentrarme. Se me va la olla y pienso en lo que haré por la noche, o en algo que necesito comprar, o en algo gracioso que sucedió hace un año o cualquiera de esas cosas -tragó la cucharada de helado y miró los comprensivos ojos de Dan-. No ten­go capacidad de concentración -dijo con tristeza.

Aquello era lo que más le gustaba a Dan de Serena. Tenía la habilidad de estar triste y feliz a la vez. Era como un ángel solitario, flotando encima de la superfi­cie de la tierra, riéndose regocijada porque podía volar,

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pero llorando porque se sentía sola. Serena convertía todo lo ordinario en extraordinario.

Las manos de Dan temblaron al cortar la punta del plátano bañado en chocolate con la cuchara. Masticó en silencio. Deseaba decirle a Serena que él le leería. Que él haría lo que fuese por ella. El helado de café se derri­tió y chorreó por el borde de su copa. Dan intentó que el corazón no se le escapase del pecho.

- E l año pasado tuve un profesor genial de Inglés en Riverside -dijo cuando recobró el control-. Decía que la mejor forma de recordar lo que lees, es leer un poco cada vez. Saborear las palabras.

A Serena le encantaba la forma de hablar de Dan. Su forma de decir las cosas le producía deseos de recordar­las. Sonrió y se pasó la lengua por los labios.

-Saborear las palabras -repitió, y sus labios se curva­ron en una sonrisa.

Dan tragó un trozo de su plátano sin masticarlo y cogió su vaso de agua. Dios, era hermosa.

-Seguro que tú eres, no sé, de sacar todo sobresa­lientes y has presentado tu solicitud a Harvard por ade­lantado, ¿a que sí? -dijo Serena. Cogió un trozo de bastón de menta y lo chupó.

- ¡Qué va! -dijo Dan-. No tengo ni idea. O sea, sí que quiero ir a algún sitio que me ofrezca un buen programa de escritura, pero todavía no sé dónde. El asesor del cole­gio me dio una lista larguísima y tengo todos los foñetos de las universidades, pero aún no sé lo que voy a hacer.

-Yo tampoco. Pero seguramente iré a visitar Brown pronto -dijo Serena-. Mi hermano está allí. ¿Quieres venir?

Dan ahondó en la profundidad de los ojos femeninos, intentando darse cuenta si ella sentía tanta pasión por él

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como la que él sentía por ella. Cuando ella dijo "¿Quieres venir?", ¿quería decir en realidad: "Pasemos el fin de sema­na juntos, tomados de la mano, mirándonos a los ojos y besándonos durante horas", o quería decir: "Vayamos jun­tos porque estaría bien y sería divertido que me acompaña­se un amigo"? No podía negarse fuese lo que fuese. Le habría dado igual que ella dijese Brown o Universidad de Perdedores de Imbecilandia. Serena lo había invitado a ir y la respuesta era sí. Iría a donde fuese con ella.

-Brown -dijo, como si estuviese reflexionando-. Se supone que tienen un buen programa de escritura allí.

Serena sonrió, peinándose el largo cabello rubio con los dedos.

-Entonces, ven conmigo. Iría, claro que iría. Se encogió de hombros. -Se lo diré a mi padre -dijo, simulando indiferencia.

No se atrevía a mostrarle a Serena que por dentro esta­ba saltando y corriendo en círculos como un cachorri­llo emocionado. Le dio miedo asustarla.

- D e acuerdo, ¿preparado? Cambiemos -dijo Serena, empujando su copa hacia Dan.

Cambiaron las copas y cada uno probó el helado del otro. En cuanto las papilas gustativas registraron los nuevos sabores, sus rostros se contorsionaron en sendas muecas de asco y ambos sacaron la lengua. La menta y el café no casaban. Dan esperaba que aquello no fuese una señal.

Serena recobró su copa y clavó la cucharilla para emprender la última etapa.

Dan tomó un par de cucharadas más y dejó la cucharilla. -¡Madre de Dios! -dijo, apoyándose en le respaldo y

cogiéndose el estómago-. Ganas tú.

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La copa de ella estaba medio llena, pero Serena dejó la cucharilla también y se desabrochó el botón de los vaqueros.

-Estamos empatados -dijo, con una risilla. -¿Quieres que demos un paseo? -propuso Dan.

Cruzó los dedos de las manos y de los pies y los apretó tan fuerte que se le pusieron azules.

-Genial -dijo Serena.

La Sesenta estaba silenciosa para ser viernes. Se diri­gieron hacia el Oeste, hacia Central Park. En Madison se detuvieron en Barneys y miraron el escaparate. Todavía quedaba alguna gente tras los mostradores de la sección de cosméticos, preparándolo todo para el aluvión de compradores del sábado por la mañana.

- N o sé lo que haría sin Barneys -suspiró Serena, como si la tienda le hubiese salvado la vida.

Dan sólo había estado en los famosos almacenes una vez en su vida. Se había dejado llevar por su imaginación y se había comprado allí un esmoquin de marca carísimo con la tarjeta de crédito de su padre, fantaseando que se lo pondría para bailar con Serena en una fiesta de postín. Pero luego había vuelto a la realidad. Odiaba las fiestas de postín, y hasta hacía dos días había pensado que Sere­na nunca cruzaría ni dos palabras con él. Así que había devuelto el esmoquin.

Ahora sonrió al recordarlo. Serena había cruzado más de dos palabras con él, desde luego. Le había invitado a pasar el fin de semana con ella. Se estaban enamorando. Quizá acabasen yendo a la misma universidad y pasando el resto de la vida juntos.

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Cuidado, Dan, que la imaginación se te ha desatado nuevamente.

En la Quinta Avenida, cerca de la esquina del par­que, subieron hacia el centro, en dirección al Pierre Hotel, donde los dos habían ido a un baile formal en el décimo curso. Dan recordó haber contemplado a Serena, deseando conocerla, mientras ella reía con sus amigos alrededor de una mesa. El la llevaba un vestido verde sin tirantes que le daba a su pelo rubio reflejos iridiscentes. Estaba enamorado de ella desde entonces.

Pasaron frente a la consulta del ortodoncista de Serena y de la vieja mansión Frick, que ahora era un museo. Dan deseó entrar y besar a Serena sobre una de las hermosas camas antiguas del interior. Quería vivir allí con ella, como refugiados en el paraíso.

Siguieron caminando por la Quinta Avenida, más allá del edificio de Blair Waldorf, en la calle Setenta y Dos. Serena elevó la vista. Conocía a Blair desde primer grado y había ido al piso de los Waldorf cientos de veces, pero ahora ya no era bien recibida allí.

Serena sabía que ella tenía parte de la culpa. Lo que había molestado a Blair más que nada no era solamen­te que Serena hubiese perdido el contacto con su anti­guo grupo de Nueva York , ni que estuviese de fiesta en fiesta en Europa mientras los padres de Blair se divor­ciaban. Lo que realmente había avinagrado su amistad era que Serena y Nate se hubiesen acostado juntos el verano anterior a que Serena se fuese al internado.

Habían pasado casi dos años y Serena sentía como si aquello le hubiese pasado a otra chica en una vida total­mente distinta. Serena, Blair y Nate habían sido un trío

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inseparable. Serena tenía la esperanza de que Blair lo considerase como una de esas cosas locas que suceden entre amigos y la hubiese perdonado. Había sido una sola vez y nunca más. Además, Blair seguía con Nate. Pero Blair se había enterado de ello hacía poco y no estaba dispuesta a perdonarla.

Sacó un cigarrillo de su bolso y se lo metió en la boca. Se detuvo y encendió el mechero. Dan esperó a que ella lanzase una nube de humo gris al frío aire. Ella se envolvió más en el gastado abrigo Burberry a cua­dros.

-Vamos a sentarnos frente al Met un rato -dijo-. Venga.

Tomó a Dan de la mano y rápidamente recorrieron las diez manzanas hasta el Museo Metropolitano de Arte. Serena subió con Dan de la mano hasta llegar a la mitad de las escalinatas y se sentó. Al otro lado de la calle se encontraba el edificio donde estaba su casa. Como siem­pre, sus padres habían salido a alguna función de benefi­cencia o inauguración de arte, y las ventanas estaban oscuras y solitarias.

Serena soltó a Dan de la mano y él se preguntó si habría hecho algo equivocado. No podía leerle la men­te y aquello le estaba volviendo loco.

-Blair, Nate y yo nos sentábamos en estos escalones durante horas a hablar de tonterías -dijo Serena con nostalgia-. A veces habíamos quedado para salir y Blair y yo nos poníamos guapas, con maquillaje y todo. Lue­go Nate se presentaba con alguna botella de algo y comprábamos cigarrillos y pasábamos de la fiesta y nos sentábamos aquí -levantó la vista hacia las estrellas con sus grandes ojos brillantes llenos de lágrimas-. A veces

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deseo - la voz de Serena se ahogó. No sabía exactamen­te lo que deseaba, pero estaba cansada de sentirse mal con Blair y Nate- Perdona -sorbió las lágrimas y se miró los zapatos-. Espero no estar poniéndote triste.

- N o , no lo estás -dijo Dan. Deseaba tomarle la mano nuevamente, pero ella la

había metido en el bolsillo. Entonces, le tocó el codo y Serena se volvió hacia él. Aquélla era su oportunidad. Dan deseó poder pensar en algo hermoso y apasiona­do que decir, pero la emoción le impedía hablar. Antes de que los nervios le paralizasen, se inclinó y la besó en los labios suavemente. La Tierra se sacudió en su eje. Se alegró de estar sentado. Cuando se apartó, Serena tenía los ojos radiantes.

Ella se secó la nariz con el dorso de la mano y le son­rió. Luego levantó la barbilla y besó a Dan. Apenas un besito en el labio inferior antes de inclinar la cabeza y apoyarla contra el hombro de él. Dan cerró los ojos para calmarse.

"Dios mío, ¿en qué estará pensando?", se preguntó desesperado. "¿Por qué no me lo dirá?".

-Oye, ¿adonde vais los chicos del West Side? -pre­guntó Serena-. ¿Tenéis un sitio como éste?

- E n realidad, no -dijo Dan, con su brazo rodeándola. No quería hablar en aquel momento. Quería tomarle la mano y zambullirse desde el borde del acantilado y flo­tar de espaldas en un mar iluminado por la luna. Quería besarla otra vez. Y otra. Y otra-. Voy al estanque duran­te el día, a veces. Por la noche sólo salimos a andar.

- E l estanque -repitió Serena-. ¿Me llevarás allí? Dan asintió con la cabeza. La llevaría adonde fuese.

Esperó a que Serena levantase nuevamente la cabeza

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para volverla a besar, pero ella la mantuvo contra su hombro, inhalando el aroma a humo del abrigo de Dan hasta que se le calmaron los nervios.

Estuvieron así un rato más. Dan estaba tan nervioso, feliz y aturdido que ni se le ocurrió encender un ciga­rrillo. Tenía la esperanza de que se quedasen dormidos v se despertasen a la rosada luz de la aurora, unidos en un abrazo.

Unos minutos más tarde, Serena se apartó. -Será mejor que me marche antes de quedarme dor­

mida -dijo, poniéndose de pie. Se inclinó y le dio a Dan un beso en la mejilla. Le rozó la oreja con su pelo y él se estremeció-. Nos vemos, ¿vale?

Dan asintió con la cabeza. "¿Tienes que marchar­te?". No abrió la boca por miedo a que se le escapasen las palabras que llevaban toda la noche amenazando con escapársele. "Te quiero". Aún tenía miedo de asustarla.

Miró a Serena cruzar la calle corriendo, el rubio cabello ondeándole por detrás. El portero abrió la puerta del edificio, la sujetó, y ella desapareció dentro.

Serena subió en el ascensor haciendo tintinear las llaves en el bolsillo del abrigo. Hacía unas semanas habría estado sentada en casa la noche del viernes, vien­do la tele y sintiendo pena de sí misma. Tenía suerte de haberse hecho amiga de Dan.

Dan se quedó unos minutos más en las escalinatas del Met, hasta que se encendieron las luces del último piso del edificio de enfrente. Se imaginó a Serena qui-

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tándose las botas en la entrada y tirando el abrigo sobre una silla para que lo recogiese la criada. Se pondría un camisón largo de seda blanca y se sentaría frente a un espe­jo de marco dorado para cepillarse el cabello rubio como una princesa de cuento. Dan se tocó el labio inferior con el dedo índice. ¿Le había besado de verdad? Lo había hecho tantas veces en sueños que era casi imposi­ble pensar que había sucedido en realidad.

Se puso de pie, se frotó los ojos y estiró los brazos alto, por encima de la cabeza. Dios, qué bien se sentía. Qué curioso. De repente se había convertido en el per­sonaje que siempre odiaba en las novelas: el tío más feliz del mundo.

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¡Segundo intento!

- N o sé por qué tienes que irte a Brown el mismo fin de semana en que yo voy a Yale -le dijo Blair desde den­tro del cuarto de baño a Nate. Este estaba echado en la cama de ella, arrastrando un cinturón de Blair sobre la col­cha para jugar con Kitty Minky, el gato ruso azul de Blair. La habitación sólo estaba iluminada con las velas, se oía a Marcy Gray en el estéreo y Nate se había quitado la camisa.

-¿Nate? -repitió Blair, impaciente. Comenzó a qui­tarse la ropa y a dejarla apilada en el suelo del cuarto de baño. Había planeado que los dos fuesen a New Haven juntos ese fin de semana. Podrían alquilar un coche y quedarse en un hotelito romántico, como si estuviesen de luna de miel.

-Sí -respondió finalmente Nate-. No lo sé. Fueron los de Brown los que me pusieron la entrevista este fin de semana. Lo siento. Le quitó el cinturón de entre las zarpas a Kitty Minky de un tirón y lo hizo restallar en el aire sobre su cabeza, haciendo que la gata se metiese corriendo en el armario. Luego se puso boca arriba y se quedó mirando el techo, esperando.

La última vez que Blair y él habían estado a punto de acostarse juntos, Nate le había contado que lo había hecho con Serena el verano antes de que ella se fuese al internado. Le había parecido muy rastrero acostarse con Blair sin que ella supiese que: A) no era la primera vez que él lo hacía y B) que lo había hecho con su ex mejor amiga. Por supuesto, cuando lo confesó, Blair no había querido hacerlo. Se había puesto furiosa.

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Gracias a Dios, todo aquello había pasado. Bueno, casi.

Blair acabó de atarse las tiras de sus nuevos zapatos y se echó perfume. Cerró los ojos y contó hasta tres. Uno, dos, tres. En esos tres segundos, proyectó en su cabeza una breve película, imaginándose la noche increíble que Nate y ella estaban a punto de pasar. Se amaban desde la infancia, estaban destinados a estar juntos, entregándo­se por completo el uno al otro. Abrió los ojos y se pasó el cepillo por el pelo una vez más, mirándose crítica­mente al espejo. Parecía confiada y lista. Parecía alguien que siempre conseguía lo que quería. Era la chica que iba a ir a Yale y se casaría con el muchacho. Ojalá los agujeros de su nariz no fuesen tan grandes y sus pechos tan pequeños, pero qué se le iba a hacer.

Empujó la puerta del baño. Nate miró y le sorprendió lo rápido que se excitó.

Quizá fuese el champán o el filete. Cerró los ojos y los volvió a abrir. N o , Blair realmente estaba fantástica. La tomó de la mano y tiró de ella hasta ponérsela encima. Se besaron, y sus labios y lenguas jugaron a los mismos juegos que llevaban dos años jugando. Pero esta vez el juego no sería como una sesión de cuatro horas del Monopoly, en que los jugadores acaban abandonando de puro aburrimiento. Este juego tenía un objetivo y no se detendrían hasta que comprasen cada terreno al que pudiesen echarle mano.

Blair cerró los ojos y se imaginó que era Audrey Hepburn en Amor por la tarde. Le encantaban las pelis viejas, especialmente en las que actuaba Audrey Hep­burn. Nunca mostraban a los personajes en la cama en aquellas películas. Las escenas de amor siempre eran

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románticas y de buen gusto, con besos larguísimos lle­nos de amor, un vestuario maravilloso y peinados chu­lísimos. Blair intentó mantener los hombros bajos y el cuello estirado para sentirse alta, delgada y sensual en brazos de Nate.

Sin querer, Nate le dio un codazo en las costillas. -¡Ay! -dijo Blair, apartándose. No había sido su

intención parecer que tenía miedo cuando lo dijo, pero lo tenía, un poquito. Cary Grant nunca le daba codazos a Audrey Hepburn, ni siquiera sin querer. Siempre la trataba como a una muñequita de porcelana china.

- L o siento -murmuró Nate-. Toma -cogió una almohada y se la puso a ella por debajo para que sus hombros y su cabeza estuviesen más cómodos. Blair levantó la cabeza sacudiendo el pelo para que le enmar­case el rostro. Luego se acercó y mordió a Nate en el hombro, dejándole una 0 de huellas blancas de dientes en la piel.

-Mi ra , eso es lo que te mereces por hacerme daño -le dijo, batiendo las pestañas.

-Te prometo tener cuidado -dijo Nate con seriedad, deslizándole la mano por la cadera y bajando por su pierna.

Blair hizo una profunda inspiración e intentó relajar el cuerpo. Aquélla no era como ninguna de las escenas de amor de sus viejas pelis favoritas. No se le había ocurrido que sería así de real ni que resultaría tan incó­moda.

Nunca las cosas son tan buenas como las muestran las películas, pero deberían ser agradables también.

Nate la besó suavemente y ella le acarició la nuca e inhaló el conocido olor de Nate. Alargó la otra mano

valerosamente e intentó desabrocharle la hebilla del cinturón.

-Está atascada -dijo, tironeando del enredo de metal y cuero. Se ruborizó, incómoda. Nunca se había senti­do así de torpe.

-Déjame a mí -se ofreció Nate. Rápidamente des­abrochó la hebilla mientras Blair recorría la habitación con la vista. Sus ojos se posaron en un viejo retrato al óleo de su abuela cuando era niña llevando una cesta de pétalos de rosa. De repente, se sintió muy desnuda.

Se volvió hacia Nate, mirándolo mientras él se qui­taba los pantalones tironeando para que se le desengan­chasen de los tobillos y los pies. La entrepierna de sus bóxer a cuadros rojos y blancos le sobresalía como una tienda de campaña.

Blair contuvo el aliento. Luego la puerta de entrada del piso se abrió con un

chirrido y se cerró con un fuerte golpe. -¿Hola? ¿Hay alguien? Era la madre de Blair. Blair y Nate se quedaron petrificados. Su madre y

Cyrus, el nuevo novio de su madre, se habían ido a la ópera. Se suponía que tardarían horas en volver.

-¿Blair, cariño? ¿Estás ahí? ¡Cyrus y yo tenemos algo emocionante que decirte!

-¿Blair? -reverberó la voz de Cyrus contra las paredes. Blair le dio un empujón a Nate para quitárselo de

encima y se cubrió con el edredón hasta la barbilla. -¿Y ahora qué hacemos? -susurró Nate. Deslizó la

mano por debajo del edredón y le tocó a Blair la tripa. M a l hecho. Jamás le toques la tripa a una chica a

menos que ella te lo pida. Hace que se sienta gorda.

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Bair se apartó de él y se dio la vuelta, bajando los pies al suelo.

-¿Blair? -se oyó la voz de su madre del otro lado de la puerta-. ¿Puedo entrar un momento? Es importante.

¡Madre de Dios! - ¡Un momento! -gri tó Blair-. Vístete -le susurró a

Nate. Corrió al armario y sacó un pantalón de chándal. Se quitó los zapatos Manolos y se puso el chándal y una vieja sudadera de Yale de su padre.

Nate se puso los pantalones y se ajustó el cinturón. Segundo intento de acostarse juntos.

-¿Listo? -susurró Blair. Decepcionado, Nate asintió con la cabeza. Blair abrió la puerta de su habitación. Su madre la

esperaba en el pasillo. Eleanor Waldorf sonreía feliz, las mejillas sonrosadas de vino y excitación.

- ¿ N o ves nada diferente? -preguntó, moviendo los dedos de su mano izquierda. Un enorme diamante engastado en oro brillaba en su dedo anular. Tenía el aspecto de una sortija de compromiso tradicional, pero cuatro veces más grande. Era ridículo.

Blair se le quedó mirando, petrificada en el vano de la puerta de su dormitorio. Sentía el aliento de Nate en su oreja, ya que estaba detrás. Ninguno de los dos dijo nada.

-¡Cyrus me ha pedido que me case con él! -exclamó su madre-. ¿No es maravilloso?

Blair la miró fijamente, incrédula. Cyrus Rose se estaba quedando calvo y tenía un

pequeño bigote hirsuto. Llevaba una pulsera de oro y feos trajes cruzados. Su madre lo había conocido la pri­mavera anterior en el departamento de cosméticos de

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Saks. El estaba comprando un perfume para su madre y Eleanor le había ayudado a elegirlo. Blair recordaba que había vuelto a casa apestando a perfume y le había confesado con una risilla que le había dado el número de teléfono, causándole náuseas. Para su consternación, Cyrus la había llamado y habían salido cada vez con más frecuencia. Y ahora se casaban.

En aquel momento, Cyrus Rose apareció al final del pasillo.

- ¿ Q u é te parece, Blair? -le preguntó, guiñándole el ojo. Llevaba un traje azul cruzado y brillantes zapatos negros. Tenía el rostro enrojecido, una tripa enorme y ojos saltones como los de un pez. Se frotó las rechon­chas manos con sus muñecas peludas y horteras joyas de oro.

Su nuevo padrastro. Blair sintió una molesta opre­sión en el estómago. Adiós con perder la virginidad con el chico que amaba. La película de su vida real estaba resultando mucho más trágica y absurda. Apretó los labios y le dio a su madre un seco besito en la mejilla.

-Enhorabuena, mamá -le dijo. -¡Así me gusta! -exclamó Cyrus con su vozarrón. -Enhorabuena, señora Waldorf -dijo Nate, adelan­

tándose. Se sentía incómodo participando en un momento

familiar tan íntimo. ¿No le podría haber dicho Blair a su madre que esperase y que hablasen por la mañana?

La señora Waldorf le abrazó y no le soltaba. - ¿ N o es maravillosa la vida? -dijo. Nate no estaba tan seguro. Blair lanzó un suspiro de resignación y, descalza, se

dirigió a Cyrus. El olía a queso azul y sudor. Le crecía

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vello en la punta de la nariz. Iba a ser su padrastro. No se lo podía creer.

- M e alegro por ti, Cyrus -dijo Blair, con una sonri­sa forzada. Se puso de puntillas y acercó su suave y fres­ca mejilla a la boca con olor a whisky.

-Somos los seres más afortunados del mundo -dijo Cyrus, dándole un repugnante y húmedo beso.

Blair no se sentía muy afortunada. - L o mejor de todo es que lo vamos a hacer rápido

-dijo Eleanor, tras soltar a Nate. Blair la miró sin com­prender-. Nos casamos el sábado siguiente a Acción de Gracias -prosiguió su madre-. ¡Faltan sólo tres sema­nas!

Blair dejó de parpadear. ¿El sábado después de Acción de Gracias? Era su cumpleaños. Cumplía dieci­siete.

-Será en el St. Claire. Y quiero muchas damas de honor. Mis hermanas y tus amigas. Por supuesto, tú serás mi madrina. ¡Qué divertido, Blair! -dijo su madre sin aliento-. ¡Me encantan las bodas!

- D e acuerdo -dijo Blair, con la voz sin pizca de emo­ción-. ¿Se lo digo a papá?

Su madre hizo una pausa al recordarlo. - ¿Cómo está tu padre? -preguntó, sin abandonar la

sonrisa. No permitiría que nada le estropease su felici­dad.

-Genial -Blair se encogió de hombros-. Me regaló un par de zapatos. Y una tarta fantástica.

-¿Tarta? -preguntó Cyrus, entusiasmado. "Cerdo", pensó Blair. Por suerte su padre había

hecho una celebración, porque, por lo que se veía, su verdadero cumpleaños no iba a ser muy divertido.

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-Perdona que no os trajese un trozo -dijo-. Se me olvidó.

- D e todos modos, no podría comer -dijo Eleanor, pasándose las manos por las caderas-. ¡La novia tiene que cuidar su figura! -añadió, con una mirada a Cyrus y una risilla.

-¿Mamá? -¿Sí, cariño? -¿Te molesta que Nate y yo volvamos a mi habita­

ción y veamos un poco la tele? -preguntó Blair. -Desde luego que no. Iros tranquilos -dijo su madre,

dirigiéndole una sonrisa de complicidad a Nate. -Que sueñes con los angelitos, Blair -dijo Cyrus,

haciéndoles un guiño-. Que sueñes con los angelitos, Nate.

-Buenas noches, señor Rose -dijo Nate, y entró tras Blair en la habitación.

En cuanto Nate cerró la puerta, Blair se arrojó sobre la cama boca abajo, la cabeza hundida entre los brazos.

-Venga, Blair -dijo Nate, sentándose a los pies de la cama. Le masajeó los pies-. Cyrus no está mal. No sé, podría ser peor, ¿no? Podría ser un gilipollas.

-Es un gilipollas -murmuró Blair-. Le odio -de repente, sintió deseos de estar sola para poder sufrir a gusto. Nate no comprendía, nadie lo comprendía.

Nate se acostó a su lado y le acarició el cabello. -¿Y yo? ¿Soy un gilipollas? -le preguntó. - N o . - ¿Me odias a mí? - N o -dijo Blair, su voz ahogada por el edredón. -Ven aquí -le dijo Nate, tironeándole del brazo.

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La acercó y le deslizó las manos por debajo de la sudadera con la esperanza de que volviesen al punto en que lo habían dejado. La besó en el cuello.

Blair cerró los ojos e intentó relajarse. Podía hacer­lo. Podía hacer el amor y tener un millón de orgasmos aunque Cyrus y su madre estuviesen en la habitación contigua. Podía.

Pero no pudo. Blair deseaba que su primera vez fue­se perfecta y aquel momento era de todo menos perfec­to. Su madre y Cyrus seguramente estarían tonteando en su dormitorio en aquel mismo instante. La mera idea le daba escalofríos, como si tuviese piojos por todos lados. Aquello estaba mal. Todo estaba mal. Su vida era un desastre completo.

Se apartó de Nate y hundió el rostro en una almohada. - L o siento -dijo, aunque no lo sentía tanto. Aquél

no era momento para los placeres de la carne. Se sentía como la Juana de Arco de Ingrid Bergman en la pelícu­la original: una hermosa e intocable mártir.

Nate volvió a acariciarle el cabello y frotarle el naci­miento de la espalda con la esperanza de hacerla cam­biar de idea, pero Blair siguió con el rostro hundido en la almohada tercamente. Nate se preguntó si en reali­dad ella habría tenido intención de hacerlo con él en algún momento.

A los pocos minutos, dejó de frotarle la espalda y se puso de pie. Era tarde. Estaba cansado y aburrido.

-Tengo que irme a mi casa -dijo. Blair simuló no oírle. Estaba totalmente inmersa en

el drama de su propia vida. -Llámame -le dijo Nate, y luego se marchó.

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S está decidida seguir con su buena racha

El sábado por la mañana, Serena se despertó con la voz de su madre.

-¿Serena? ¿Puedo pasar? -¿Qué? -dijo Serena, sentándose de golpe. Aún no

estaba acostumbrada a vivir con sus padres otra vez. Era una mierda.

La puerta se abrió unos centímetros. -Tengo que darte una noticia -le dijo su madre. A Serena en realidad no le importaba que su madre

la hubiese despertado, pero no quería que ella pensase que se le podía meter en la habitación sin permiso cuando se le ocurriese.

- D e acuerdo -dijo, pareciendo más enfadada de lo que en realidad estaba.

La señora Van der Woodsen entró y se sentó a los pies de la cama. Llevaba una bata azul marino de Óscar de la Renta y zapatillas a juego. Recogía su ondeado cabello con mechas rubias en un moño flojo en la coro­nilla y su clara piel tenía un brillo perlado de años de usar crema La Mer. Olía a Chanel n° 5.

- ¿Qué hay? -preguntó Serena, levantando las rodi­llas y cubriéndose las piernas con el edredón.

-Eleanor Waldrof me llamó hace un momento -le dijo su madre-. ¿Y adivina qué?

-¿Qué? -preguntó Serena, tras un gesto de exaspe­ración ante los intentos de crear suspense de su ma­dre.

-Que se casa. - ¿Con el Cyrus ese?

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-Sí, por supuesto. ¿Con quién más iba a hacerlo? -dijo su madre, quitándose migas imaginarias de la bata.

- N o lo sé -dijo Serena. Frunció el ceño, preguntán­dose cómo le habría sentado la noticia a Blair. Probable­mente no muy bien que digamos. Aunque Blair no había estado muy afectuosa con ella últimamente, Serena no podía dejar de pensar en su vieja amiga.

- L o raro es que -prosiguió la señora Van der Wood-sen-, lo van a hacer en un pispas -hizo sonar sus dedos ensortijados.

-¿A qué te refieres? -dijo Serena. - E l sábado siguiente al Día de Acción de Gracias

-susurró su madre con las cejas arqueadas, indicando con ello que era algo realmente inusual-. Esa es la fecha de la boda. Y ella quiere que seas una de sus damas de honor. Estoy segura de que Blair ya te dará todos los detalles. Ella será la madrina.

La señora Van der Woodsen se puso de pie y comen­zó a poner orden en los frascos de perfume Creed, pequeñas cajas de joyas de Tiffany y tubos de maquilla­je Stila sobre el tocador de Serena.

-¡Déjalo ya, mamá! -gimió Serena, cerrando los ojos.

El sábado siguiente al Día de Acción de Gracias. Fal­taban tres semanas. Serena recordó que también era el cumpleaños de Blair. Pobre Blair. Le encantaba su cum­pleaños. Era su día. Estaba claro que este año no sería así.

¿Cómo resultaría ser dama de honor con Blair de madrina? ¿La haría ponerse un vestido que le quedase mal a propósito? ¿Le echaría alcohol en el champán?

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¿Pretendería que caminase hacia el altar del brazo de Chuck Bass, el chico más asquerosamente salido de todos sus amigos? No quería ni pensarlo.

Su madre se volvió a sentar y le acarició el cabello. - ¿Qué te pasa, cielo? -le preguntó, preocupada-.

Creía que te ilusionaría ser dama de honor. -Nada, me duele un poco la cabeza -suspiró, arrebu­

jándose en el edredón-. Me parece que me voy a que­dar en la cama y ver un poco la tele, ¿vale?

- D e acuerdo -dijo su madre, dándole unas palmadi-tas en el pie -le diré a Deidre que te traiga un poco de zumo y café. Creo que también ha comprado unos cruasanes.

-Gracias, mamá -dijo Serena. Su madre se puso de pie, dirigiéndose a la puerta.

Hizo una pausa y se dio la vuelta, esbozando una radiante sonrisa.

-Las bodas de otoño son siempre hermosas. Qué emocionante.

-S í -dijo Serena, sacudiendo la almohada-. Va a ser genial.

Su madre se marchó y Serena se puso de costado y miró un momento por la ventana. Vio cómo unos pája­ros emprendían vuelo desde los dorados árboles que rodeaban el tejado del Met. Luego cogió el teléfono y pulsó el botón de marcado rápido para llamar a su her­mano Erik en Brown. Cada vez que necesitaba consue­lo, pulsaba aquel botón. Con la otra mano encendió la tele con el mando. Estaba en el canal Nickelodeon y cantaban SpongeBob SquarePants. Miró la pantalla sin ver mientras oía el teléfono llamar tres, cuatro veces. Erik lo cogió al sexto tono.

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-¿Dígame? -Hola , ¿qué haces levantado? -preguntó Serena. - N o estoy levantado -respondió Erik. Tosió con

fuerza-. Ay, joder. - L o siento -sonrió Serena-. Noche movidita, ¿eh? Erik gimió por toda respuesta. -Oye, te llamo porque acabo de enterarme de que se

casa la madre de Blair con el tío este, Cyrus. Me pare­ce que hace poco que se conocen, la verdad, pero bueno. La movida es que tengo que ser dama de honor y Blair es la madrina, lo cual quiere decir..., la verdad es que no sé lo que quiere decir, pero estoy casi segura de que será una mierda -esperó que Erik le respondiese-. Supongo que tendrás una resaca de caballo y no puedes hablar, ¿no? -dijo, al ver que él no decía nada.

-Algo por el estilo -dijo Erik. -Vale, de acuerdo, te llamaré luego -dijo Serena,

decepcionada-. Oye, estaba pensando en ir a visitarte pronto. ¿Te parece bien el fin de semana que viene?

-Vale -bostezó Erik. -Vale. Adiós -dijo Serena, y colgó. Salió de la cama y se dirigió arrastrando los pies has­

ta el baño, donde se contempló en el espejo. Los pan­talones bóxer grises que llevaba le colgaban del culo y tenía la camiseta Mr . Bubble enroscada y caída por un hombro. El liso cabello rubio le había quedado aplasta­do en la nuca al dormir y en la mejilla tenía un hilillo de baba seca.

Por supuesto, seguía estando guapísima. -Estás hecha una foca -se dijo, al verse en el espejo.

Cogió el cepillo y comenzó a limpiarse los dientes len­tamente, pensando en Erik. Aunque parecía que iba de

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juerga mucho más que ella, había logrado que no le echasen del internado y entrado en Brown. Erik era el hijo bueno, mientras que Serena era la mala hija. Qué injusto.

Se frotó las muelas, frunciendo las cejas en un gesto de decisión. ¿Y qué si la habían echado, sus notas eran mediocres y su único extra era la película rara que había hecho para el Festival Superior de Cine del Colegio Constance Billard? Les demostraría a todos que no era tan mala como pensaban. Se lo demostraría consiguien­do que la admitiesen en una buena universidad como Brown y convirtiéndose en alguien.

Y no porque no fuese alguien ya. Serena era la chica que todos recordaban. La que a todos les encantaba odiar. No tenía que hacer ningún esfuerzo por brillar: ya brillaba más que el resto de ellos. Escupió la pasta en el lavabo. Sí, desde luego que iría a Brown el fin de semana siguiente, por más que fuese arriesgar mucho. Quizá tuviese suerte. Generalmente la tenía.

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Uno del West Side tiene suerte, otro está solo

-F r ik i -le dijo Jenny Humphrey a su imagen. Se encontraba de pie frente al espejo, conteniendo el

aliento y empujando la tripa hacia fuera todo lo que podía. Sin embargo, no logró que sobresaliese tanto como sus pechos, que eran enormes para una chica de catorce años. El camisón de color rosa le caía recto hacia abajo desde el busto hasta las rodillas, como una tienda de campaña, tapándole la tripa que sacaba y las piernecillas cortas. Había crecido a lo ancho en vez de a lo alto, al contrario que Serena van der Woodsen, su ídolo, que iba al último curso de su colegio, el Constan-ce Billard. Las tetas de Jenny anulaban cualquier espe­ranza de que alguna vez llegase a ser lo remotamente guapa que era Serena. Eran la cruz de su existencia.

Jenny soltó el aire y se quitó el camisón por encima de la cabeza para poder probarse el palabra de honor negro que se había comprado en Urban Outfitters des­pués de clase el día anterior. Se lo pasó por los hombros y tironeó hasta ponérselo. Luego se miró al espejo. Ya no tenía dos tetas gigantes, sino una monstruosa unite-ta. Parecía deforme.

Colocándose el castaño cabello rizado tras las orejas, se apartó del espejo, asqueada. Se puso el pantalón de un viejo chándal del Constance Billard y fue a la cocina a hacerse un té. Su hermano mayor, Dan, acababa de salir de la habitación. Siempre tenía un aspecto espantoso por la mañana, con el pelo horrible y los ojos llorosos. Pero aquella mañana sus ojos estaban enormes y brillan­tes, como si se hubiese pasado la noche tomando café.

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-¿Y? -dijo Jenny cuando entraron en la cocina. Le miró poner café instantáneo en una taza y echar­

le agua caliente del grifo. No era particularmente exi­gente en lo que a café se refería. Se quedó de pie junto al fregadero, revolviendo silenciosamente la bebida con una cuchara y mirando la espuma girar y girar.

-Sé que saliste con Serena anoche -dijo Jenny, cru­zándose de brazos con impaciencia-. ¿Qué pasó? ¿Fue genial? ¿Qué ropa llevaba ella? ¿Qué hicisteis? ¿Qué dijo?

Dan tomó un sorbo de café. Jenny siempre se excita­ba mucho cuando se trataba de Serena y él disfrutaba haciéndola sufrir.

-Venga, cuéntamelo. ¿Qué hicisteis? -insistió Jenny. -Comimos helado -dijo Dan, con un encogimiento

de hombros. Jenny puso los brazos en jarras. -¡Vaya! ¡Qué cita más guay! Dan se limitó a sonreír. Le daba igual que su her­

mana se enfadase; no pensaba decirle nada sobre la noche anterior. Era tremendamente precioso, particu­larmente la parte de los besos. Justamente acababa de escribir un poema sobre eso para poder conservar aquel momento para siempre. Había titulado al poema Dulce.

-¿Y qué más? ¿Qué hicisteis? ¿Qué dijo ella? -insis­tió Jenny.

Dan llenó la taza con más agua caliente. - N o sé -comenzó a decir, pero luego llamaron al

teléfono. Dan y Jenny corrieron a atender, pero Dan fue más

rápido.

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-Hola , Dan. Soy Serena. Dan apretó el auricular contra su oreja y salió de la

cocina, dirigiéndose al asiento de la ventana del cuarto de estar. A través de los cristales cubiertos de polvo veía a chicos patinando por Riverside Park. Más allá, el bri­llante sol de otoño rielaba en el Hudson. Hizo una pro­funda inspiración para calmarse.

-Ho la -dijo. - M i r a -dijo Serena-, sé que lo que te voy a pedir es

algo extraño, pero dentro de tres semanas tengo que ser dama de honor en una boda por todo lo alto. Me pre­guntaba si no podrías venir conmigo, ¿sabes?, como mi acompañante.

-Claro -dijo Dan, antes de que ella pudiese decir nada más.

-Es la boda de la madre de Blair Waldorf-dijo Sere­na-. ¿Recuerdas a esa chica que era mi amiga?

-Claro -dijo Dan nuevamente. Parecía que Serena quería que él fuese con ella, pero además lo necesitaba para que él le diese apoyo moral. Hacía que Dan se sin­tiese importante y le daba valor. Bajó la voz hasta con­vertirla en un susurro apenas audible, no fuera a ser que Jenny estuviese escuchando desde la cocina-. También me gustaría ir a Brown contigo -le dijo-, si te parece bien.

-Desde luego -Serena hizo una pausa-. Ejem, creo que iré este viernes después de clase. Los viernes sali­mos a mediodía. ¿Y tú?

Actuaba como si hubiese olvidado que ella era quien le había pedido a Dan que la acompañase. Pero Dan decidió que había oído mal.

-Salgo a las dos los viernes -le dijo.

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- D e acuerdo, podríamos quedar en Grand Central. Voy a coger el tren hasta nuestra casa de campo y lue­go el coche de los guardeses -dijo ella.

- M e parece bien -dijo Dan. -Genial -dijo Serena, que parecía un poco más entu­

siasta-. Y gracias por venir conmigo a la boda. Puede que sea divertido.

-Espero que sí -dijo Dan, que no podía concebir no pasárselo bien con ella. Pero tendría que encontrar algo decente que ponerse. Tenía que haberse quedado con el esmoquin de Barneys después de todo.

-Ejem, será mejor que cuelgue. Me llaman a desayu­nar -dijo Serena-. Te llamaré más tarde y podemos hacer planes para el fin de semana que viene, ¿vale?

-Vale -dijo él. -Hasta luego. -Hasta luego -dijo Dan. Colgó antes de decirle algo

más. "Te quiero". -Era ella, ¿a que sí? -preguntó Jenny cuando él vol­

vió a la cocina. Dan se encogió de hombros. - ¿Qué ha dicho? -Nada. -Venga, anda, pero si te he oído susurrar -le acusó

Jenny. Dan sacó un bollito bagel de una bolsa de papel que

había en la encimera y lo miró. Qué novedad, estaba moho­so. A su padre no se le daba muy bien ocuparse de la casa. Es difícil acordarse de hacer la compra cuando estás ocupa­do escribiendo ensayos sobre porqué un poeta ignoto será el próximo Alien Ginsberg. La mayoría del tiempo Dan y Jenny sobrevivían a base de comida china para llevar.

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Tiró los bollitos mohosos y encontró unas patatas fritas sin abrir en un armario. Abrió la bolsa y se metió un puñado de patatas en la boca. Algo es algo.

-¿Es necesario que seas tan idiota? -le dijo Jenny, haciendo una mueca-. Ya sé que era Serena. ¿Por qué no puedes decirme lo que te dijo?

-Quiere que la acompañe a una boda. La madre de su amiga Blair se casa y Serena será una dama de honor. Quiere que vaya con ella -explicó Dan.

-¿Vas a la boda de la señora Waldorf? -dijo Jenny, pasmada-. ¿Dónde es?

- N o sé -se encogió de hombros Dan- . No se lo he preguntado.

- N o me lo puedo creer -dijo Jenny indignada-. O sea, todo el tiempo papá y tú estabais en contra de las pijas de mi colegio y de sus familias poderosas. Y ahora eres tú quien sale con la reina de todas ellas y además te invitan a bodas fabulosas. ¡No es justo!

Dan se metió otro puñado de patatas en la boca. - L o siento -dijo con la boca llena. -Pues espero que no te hayas olvidado de que fui yo

la que te dijo que quizá tuvieses una oportunidad con Serena -farfulló Jenny. Enfadada, tiró la bolsita de té que acababa de usar en el fregadero-. ¿Te das cuenta de que esa boda probablemente aparecerá en el Vogue? No me puedo creer que vayas tú.

Pero Dan apenas la oía. Se imaginaba montado en un tren de la mano con Serena, su mirada hundida en las profundidades de sus ojos azules.

-¿Te ha dicho algo de lo de mañana? -le preguntó Jenny.

Dan se la quedó mirando sin comprender.

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-Serena, Vanessa y yo nos vamos a reunir en el bar del novio de Vanessa, en Williamsburg, para ver la peli que le ayudamos a hacer a Serena para el festival de cine del colegio. Para ver si está lista para mandarla.

Otra mirada de incomprensión. -Pensé que quizá te invitaría. Respuesta cero. Jenny lanzó un suspiro de exasperación. Dan era un

caso perdido. Estaba tan enamorado que mejor sería que dejase de intentar sonsacarle. Ni siquiera le había preguntado qué hacía con un palabra de honor negro por la casa un sábado por la mañana. De repente, Jenny se sintió tremendamente sola. Siempre se había apoya­do en su hermano, pero ahora él estaba en otro mundo.

Estaba claro que ella necesitaba hacer nuevos amigos.

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mes los nombres reales de sitios, gente y hechos han sido alterados o abreviados para proteger a los inocentes. Es decir, a mí.

¡Qué hay, gente!

L A B O D A D E L A Ñ O

Esta época del año generalmente es un poco aburri­da, sin que pasen muchas cosas hasta las fiestas, pero la madre de B nos ha dado tema de conversación. Me refiero a que ¿cuánto hace que se conocen ella y su novio, eh? ¿Dos o tres meses? Si yo fuese a pasar el res­to de mi vida con alguien, o, aunque no fuera más que un fin de semana, me gustaría conocerle un poco más. También he oído que él es superhortera, así que segu­ramente la boda resultará un espectáculo. Y ¿cómo va a hacer B para pasárselo bien si tendrá que ocuparse de S? Huelo una riña de gatos, y no resultará algo bonito. ¡Me muero por ver qué pasa!

Vuestro e-mail

P: Hola, C C : No sé si ya lo sabías, pero B va a tener un hermanas­

tro. Estoy en su clase en el colegio y es un personaje. Pero también es mono. ;)

-BronxKat

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R: Querid® BronxKat: ¡Lo único que puedo decir de esta boda es que cada

vez se está poniendo más sabrosa! - C C

P: Querida C C : He oído que el padre de B ha donado alrededor de

un millón de dólares a Yale, así que ella no tendrá que esforzarse mucho para entrar. De todas formas, estoy segura de que N y B no van a acabar en la misma uni­versidad el año que viene, ¿qué te apuestas?

-bookwrm

R: Querid® bookwrm, Por ahora, no quiero apostar por nadie. B es más

impredecible de lo que parece... - C C

Hablando de la universidad...

Ha llegado el momento en que se supone que todos estamos de los nervios, mirando las fotos de los catálo­gos que hemos pedido, imaginándonos con chicos gua­písimos en el césped frente a sólidos edificios de ladrillo visto cubiertos de hiedra. Ahora es el momento en que tendríamos que arrepentimos de no haber sacado bue­na nota en aquellos exámenes o no hecho el voluntaria­do que pudimos hacer, y darnos de patadas en el culo por haber sido tan vagos y estúpidos. Es el momento en el que los lameculos hacen la preinscripción y nosotros, la gente normal, sentimos que somos una mierda pin­chada en un palo. ¡Pero bueno!, me niego a que eso me

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deje por los suelos. Aquí va mi receta para superar los últi­mos meses del último curso con éxito: mezclar un chico hiperguapo con un par de botas nuevas de piel, un jersey de cashmer nuevo, una salida hasta las tantas y bastantes copas. Añadir una mañana durmiendo hasta tarde, cho­colate caliente en la cama y revolver bien. Poneos con las solicitudes a las universidades cuando estéis bien dispuestas para ello. ¿Veis? No hay necesidad de estre-sarse.

Visto por ahí

N en Asphalt Gree, jugando al tenis con su padre. B en el cine de la Ochenta y Seis, viendo una peli de acción con su hermanito. Supongo que prefiere ver a tíos emprendiéndola a balazos con todo dios desde heli­cópteros en llamas que quedarse en casa con mamá, hablando de vestidos y tartas y servicios de catering. S comprando perfume en Barneys. Os lo digo de verdad, esta chica está allí prácticamente todos los días. D apun­tando en una libreta junto al estanque de la calle Seten­ta y Nueve. ¿Otro poema de amor a Serena, quizá?

J devolviendo un palabra de honor negro en Urban Outfitters.

¡Pronto más!

Tú sabes que me adoras, Chica Cotilla

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B ha decidido lograr que N la desee

-Ven a comer tortitas, cariño -llamó la señora Wal-dorf en el pasillo, esperando sacar con ella a Blair de su habitación-. Le he pedido a Myrtle que las haga bien finas, como a ti te gustan.

- U n segundo -dijo Blair, abriendo la puerta de su habitación y asomando la cabeza-, que me estoy vis­tiendo.

- N o es necesario, cariño. Cyrus y yo todavía estamos en pijama -dijo la madre de Blair, alegre. Se volvió a atar el cordón de la bata de seda verde. Cyrus llevaba una igual. Las habían comprado el día anterior en Saks después de ir a medirse las alianzas de boda en Cartier. Luego habían ido al oscuro y acogedor bar King Colé en el Hotel St. Regis a beber champán. Cyrus incluso había dicho bromeando que podían pedir una habita­ción. Todo muy romántico.

Qué horror. -Espera un momento -repitió Blair con obstinación, y

su madre volvió al comedor. Blair se sentó en el borde de la cama y se miró en el espejo del armario. Le había men­tido a su madre. La verdad era que llevaba horas despierta y estaba completamente vestida con vaqueros, un jersey de cuello alto negro y botas. Hasta se había pintado las uñas de color marrón oscuro para hacer juego con su ánimo.

Espejito, espejito mágico que cuelgas de mi pared, dime ya: ¿quién es la más bella mujer? Blair, al menos hoy, no.

Se había pasado el sábado entero cabreada. Luego se había ido a la cama cabreada y se había levantado cabreada

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el domingo por la mañana. La verdad era que parecía que se iba a pasar el resto de la vida cabreada. Nate no había intentado verla desde el viernes por la noche, así que estaba claro que estaba molesto por lo que había sucedido. Ella seguía siendo virgen. Su madre se iba a casar con un tío pesado e imbécil, y la fecha que habían elegido para la boda coincidía con el cumpleaños más importante de Blair de toda su vida.

Decididamente, la vida era una mierda. Como las cosas no podían ponerse peor de lo que

estaban, y porque tenía hambre, Blair se puso de pie y se dirigió al comedor a comer tortitas con su madre y Cyrus.

-¡Ahí está! -exclamó Cyrus con su vozarrón. Dio unas palmaditas en la silla junto a la suya-. Ven, siéntate.

Blair obedeció. Cogió la fuente de las tortitas y se sirvió dos o tres.

- N o cojas la del agujero en el centro -dijo su herma­no Tyler, de once años-, que es mía.

Tyler llevaba una camiseta de Led Zeppelín y un pañuelo rojo atado a la cabeza. Quería ser un periodis­ta de rock y su modelo era Cameron Crowe, el director de cine que había hecho un tour con Led Zeppelin cuando tenía algo así como quince años. Tyler tenía una gran colección de discos de vinilo y escondía una anti­gua pipa hookah bajo la cama, aunque nunca la había usado. A Blair la preocupaba que Tyler se estuviese convirtiendo en un friki y luego le costase hacer ami­gos. Sus padres pensaban que eso estaba bien, siempre que él se pusiese su traje de los Brooks Brothers para ir al St. George's todas las mañanas como un niño bueno y luego entrase en un buen internado.

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En el mundo en que vivían Blair y sus amigos, los padres de todos eran iguales: mientras sus hijos no la jodierán y les hiciesen pasar vergüenza, podían hacer básicamente lo que quisiesen. En realidad, ése era el error que había cometido Serena. La habían pillado, y que te pillen no es una opción. Tendría que haber teni­do más cuidado.

Blair vertió sirope de arce en sus tortitas y las enro­lló como si fuesen burritos, como a ella le gustaban. Su madre arrancó una uva del frutero y se la metió a Cyrus en la boca. El canturreó feliz mientras mastica­ba y tragaba. Luego frunció los labios como los de un pez, pidiendo más. La señora Waldorf lanzó una risi­lla y le dio otra. Blair siguió enrollando las tortitas, haciendo caso omiso de sus desagradables muestras de cariño.

- M e he pasado la mañana al teléfono con el hombre del St. Claire -le dijo su madre-. Es muy extravagante y está muy preocupado por la decoración. Es muy gra­cioso.

-¿Extravagante? Querrás decir gay. No pasa nada si uno dice gay, mamá -dijo Blair.

-Sí, pues... - tartamudeó su madre, incómoda. No le gustaba decir la palabra gay. Después de haber estado casada con uno, no. Era humillante.

-Estamos intentando decidir si deberíamos reservar un par de suites en el hotel -dijo Cyrus-. Vosotras, las chicas, podríais usar una para vestiros y arreglaros el pelo. Y, nunca se sabe, si alguien bebe demasiado, podrá dormir la mona hasta la mañana siguiente - r ió y le gui­ñó el ojo a la madre de Blair.

¿Suites?

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De repente, Blair tuvo una idea. ¡Nate y ella podrían reservar una suite! ¿Acaso hay un sitio y un momento más perfectos para perder tu virginidad que una suite del St. Claire el día en que cumples diecisiete años? Dejó el tenedor, se secó delicadamente las comisuras de la boca con la servilleta y esbozó una dulce sonrisa dirigida a su madre.

-Puedes reservar una suite para mí y mis amigos -preguntó.

-Por supuesto que sí -dijo Eleanor-. Es una buena idea.

-Gracias, mamá -dijo Blair, sonriendo excitada den­tro de su taza de café. No veía el momento de decírse­lo a Nate.

-Hay tantas cosas que hacer -dijo su madre, ansio­sa-. He estado haciendo listas en sueños.

Cyrus le tomó la mano y se la besó. El diamante bri­lló en el dedo femenino.

- N o te preocupes, pimpollo -le dijo, como si estu­viese hablando a una niña de dos años.

Blair cogió una tortita chorreante de sirope con los dedos y se la metió entera en la boca.

-Por supuesto, quiero tu opinión sobre todo, Blair -dijo su madre-. Tienes muy buen gusto.

Blair se encogió de hombros y masticó con la boca repleta.

-Y estamos deseando que conozcas a Aaron -dijo Eleanor.

Blair dejó de masticar. -¿Quién es Aaron? -preguntó con la boca llena. - M i hijo, Aaron -dijo Cyrus-. Sabías que tenía un

hijo, ¿no, Blair?

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Blair meneó la cabeza. No sabía nada de Cyrus, como si hubiese entrado de la calle y pedido a su madre que se casase con él. Cuanto menos supiese de él, mejor.

-Está en el último curso del Bronxdale Prep. Es un chico muy listo. Se saltó el décimo curso. Tiene sólo dieciséis años y ya acaba, ¡derecho a la universidad! -anunció Cyrus con orgullo.

- ¿ N o es extraordinario? -intervino la madre de Blair-. Y también es guapo.

-Sí, no se le puede negar -asintió Cyrus-. Te dejará sin aliento.

Blair se sirvió otra tortita de la fuente. No quería escuchar a Cyrus y a su madre dale que te pego sobre un imbécil con un aerosol de bolsillo que se lo pasaba bien saltándose cursos. Se imaginaba a Aaron con pre­cisión: una versión delgada de Cyrus con granos, el pelo grasiento y ropa horrible. La niña de los ojos de su padre.

-¡Eh, que ésa es la mía! -se quejó Tyler atacando el tenedor de Blair con su cuchillo-. Devuélvemela.

Blair vio que la tortita que había cogido tenía un agujero del tamaño de un dedo en el centro.

- L o siento -dijo y le pasó su plato a Tyler-. Toma. -¿Y? ¿Te quedarás hoy en casa a ayudarme? -pre­

guntó su madre-. Tengo una pila de libros y revistas sobre bodas para que veamos.

Blair retiró su silla abruptamente. No se le ocurría forma peor de pasar el día.

- L o siento -dijo-, he quedado. Era mentira, pero Blair estaba segura de que en

cuanto acabase de hablar con Nate, desde luego que

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tendría planes. Podrían ver una película, dar un paseo por el parque, ir a la casa de él, hacer planes de cómo se lo montarían en el St. Claire...

Pues va a ser que no.

- L o siento, he quedado con Anthony y los chicos en el parque para jugar al fútbol -dijo Na te-. Te lo dije ayer.

- N o , no me lo dijiste. Ayer me dijiste que tenías que salir con tu padre, que quizá pudiésemos hacer algo hoy -se quejó Blair-. Nunca te veo.

-Pues justamente me iba ya -dijo Nate- Lo siento. -Pero quería decirte algo -dijo ella, intentando pare­

cer misteriosa. -¿Qué? -Prefiero decírtelo en persona. -Venga, Blair -dijo Nate con impaciencia-. Tengo

que irme. - D e acuerdo. Vale. Lo que quería decirte es que mi

madre y Cyrus van a reservar suites en el St. Claire para la boda. Y como coincide con mi cumpleaños y eso, pensé que sería el momento perfecto para que... ya sabes... lo hagamos.

Nate no dijo nada. -¿Nate? -preguntó Blair. -¿Sí? - ¿Que qué te parece? - N o lo sé -dijo él-. Me parece bien. Mira , me tengo

que ir, ¿vale? Blair apretó el teléfono. -Nate, ¿me quieres todavía?

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Pero Nate ya colgaba. -Te llamo luego, ¿vale? -dijo-. Adiós. Blair colgó y se quedó mirando la alfombra persa del

suelo de su dormitorio. Las tortitas se le revolvían en el estómago, pero antes de que pudiese siquiera pensar en meterse el dedo en la garganta, tenía que idear un plan.

No vería a Nate hoy. Probablemente, entre sus tro-pecientas optativas y los deportes de él, no volvería a verle en toda la semana y el fin de semana ella iría a Yale y él a Brown.

No podía esperar una semana entera con Nate enfa­dado porque ella había pasado de él el viernes por la noche, y ella preocupada porque él estuviese enfadado con ella. Tenía que hacer algo.

Ojalá Nate y ella pudiesen tener las peleas románti­cas de las parejas de las películas. Primero se gritarían de todo, hasta que ella se echase a llorar. Cogería su bolso y su abrigo, intentando abrochárselo sin poder hacerlo, de lo alterada que estaba. Luego, cuando tré­mula se encontrase abriendo la puerta de la calle, dis­puesta a marcharse para siempre, él se acercaría a ella por detrás y la estrecharía fuertemente entre sus brazos. Ella se daría la vuelta y elevaría la mirada hacia él un momento, intentando comprenderlo, y luego se besarían apasionadamente. Finalmente, él le rogaría que se que­dase y luego harían el amor.

La realidad era muchísimo más aburrida, pero Blair sabía cómo darle su propio toque personal.

Se imaginó yendo hasta la casa de Nate a pie, vesti­da con un largo abrigo negro con un pañuelo de seda cubriéndole el cabello y su rostro disimulado tras unas enormes gafas de sol de Chanel. Dejaría un regalo

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especial para Nate y luego desaparecería en la oscura noche. Al abrir el paquete y oler su perfume, él añora­ría su presencia.

Blair se puso de pie y cogió su bolso, dispuesta a ir a Barneys y, por una vez, se olvidó totalmente de provo­carse el vómito.

Pero ¿qué le compras a un chico para recordarle que te quiere y que te desea más que nunca?

Mmm. Lo tenía chungo.

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¡Al ladrón!

-¿Se puede saber para qué me vuelves a llamar? -preguntó Erik, enfurruñado.

-Yo también me alegro de oírte -bromeó Serena-. Llamo para decirte que lo de ir a Brown el fin de sema­na próximo es definitivo. Me han citado a una entrevis­ta para el sábado a las doce.

-Vale -dijo Er ik- . Generalmente hay juerga el sába­do por la noche, espero que no te moleste.

-¿Molestarme? -r ió Serena-. Me parece prefecto. Ah, y probablemente vaya con un amigo.

-¿Qué tipo de amigo? -dijo Erik. - U n chico que se llama Dan, con el que he estado

este último tiempo. Te gustará, te lo prometo -dijo. -Genial -dijo Erik- . Oye, que estoy un poco ocupa­

do, tengo que colgar. Serena se dio cuenta de que probablemente Erik no

estuviese solo. Siempre tenía al menos tres novias con las que dormía de forma rotativa.

- Q u é semental que eres. Vale. Hasta pronto -dijo Serena y colgó. Se puso de pie y se dirigió a su armario, y abrió la puerta para vestirse.

Dentro estaba la misma ropa aburrida que se ponía siempre. Pero si se iba a la universidad el próximo año, quizá incluso a Brown, ¿acaso no se merecía algo nuevo?

Se puso unos gastados vaqueros Diesel y un jersey de cashmer negro, preparándose para el sitio que le gusta­ba más en el mundo: Barneys.

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Cuando llegó, Barneys ya estaba lleno de gente del Upper East Side que había entrado, incapaz de resistirse. La planta baja, brillantemente iluminada, hervía de gen­te. Sus exhibidores de cristal llenos de joyas inimitables, magníficos guantes y bolsos exclusivos, y los mostradores repletos de elegantes productos de belleza hacían que cada día pareciese Navidad. En el mostrador de Creed, Serena admiró las bonitas botellas de perfume con la misma fascinación de un niño en una tienda de juguetes. Se acercó al mostrador de Kiehl, se dejó tentar por un bote de una mascarilla facial de arcilla natural para una limpieza profunda de la piel. Por supuesto, tenía ya pro­ductos de belleza como para diez años, pero le encanta­ba probar nuevos. Era como una adicción.

No tiene nada de malo. Hay adicciones que son decididamente peores.

Serena estaba a punto de preguntarle al dependiente si la mascarilla era para su tipo de piel, que era más bien seca, cuando vio una figura conocida que se dirigía con decisión al departamento de hombres.

Era Blair Waldorf. Serena dejó el bote de mascarilla y la siguió.

Kf Blair no estaba segura de si Barneys tendría lo que ella

buscaba, pero eso se debía a que no sabía lo que buscaba. A Nate no le iba a impresionar un jersey nuevo o un bonito par de guantes de piel. Tenía que encontrar algo realmente especial. Sexy pero no grosero. Bien chulo. Y tenía que hacer que Nate recordase que la seguía que­riendo y deseando. Blair se dirigió directamente a la sección de ropa interior.

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Primero encontró una mesa cubierta con una varie­dad de coloridos bóxer de algodón. Más lejos había albornoces suaves y deliciosamente mullidos y camisas de dormir de franela, ropa interior blanca de toda la vida y tangas horteras. Nada de aquello le serviría. Lue­go Blair descubrió un perchero de pantalones de pijama de cashmer gris con cordón a la cintura.

Sacó un par de la percha y lo levantó. En la etiqueta ponía: "MADEINENGLAND. Precio: $360.00". Eran informales pero sofisticados. Hermosos y tan suaves y delicados a la vez, que la idea de que rozasen la piel des­nuda de Nate hizo que Blair se sintiese casi maternal. Los arrugó y hundió su rostro en ellos. El aroma de la fina cashmer le inundó la nariz y cerró los ojos, imagi­nándose a Nate sin camisa, con aquellos pantalones, su perfecto pecho desnudo mientras servía dos copas de champán en la suite del St. Claire.

Eran decididamente sexy. No había ninguna duda. Tenía que comprarlos.

Serena simuló estar muy interesada en un albornoz de Ralph Lauren talla extragrande. Era tan grande que se podía esconder de Blair tras él y estaba colgado bas­tante alto, lo cual le permitía ver a Blair sin problemas. Se preguntó si ésta estaría comprándole algo a Nate. Probablemente. Qué tío con suerte: los pijamas que estaba mirando eran fantásticos.

Antes, en los buenos tiempos, Blair le habría pedido a Serena que la ayudase a elegir un regalo para Nate. Ya no.

-¿Busca un regalo? -preguntó un dependiente, acer­cándose a Serena. Parecía un culturista: bronceado por

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el sol, con la cabeza afeitada y reventando prácticamen­te las costuras del traje.

- N o , yo... - t i tubeó Serena. No quería que el hom­bre la llevase de aquí para allá por la tienda mostrándo­le cosas por miedo a que Blair la viese-. Sí. Para mi hermano. Necesita un albornoz nuevo.

-¿Es su talla? -preguntó el dependiente, señalando la que ella miraba.

-Sí, es perfecta -dijo Serena-. Me la llevo -vio que Blair se acercaba al mostrador con el pantalón de pija­ma en la mano-. ¿Le puedo dar la tarjeta de crédito aquí? -preguntó, volviéndose hacia él para mirarlo con sus ojos azules de largas pestañas. Sacó la tarjeta de su cartera y se la dio.

-Sí, por supueto -dijo él. Descolgó rápidamente el albornoz de la percha y cogió la tarjeta-. Enseguida vuelvo.

-Es un regalo -dijo Blair al hombre del mostrador. Le alargó la tarjeta de crédito. La tarjeta tenía su nom­bre, pero en realidad no era suya. Era de la cuenta de su madre. Los padres de Blair no le daban una asignación, la dejaban comprar lo que ella necesitase, dentro de un límite. Un pantalón de pijama de casi cuatrocientos dólares para Nate cuando ni siquiera era Navidades no se podía considerar dentro de ese límite, pero Blair ya encontraría una forma de convencer a su madre de que la compra había sido absolutamente necesaria.

- L o siento, señorita -dijo el dependiente-, pero su tarjeta de crédito ha sido rechazada -se la devolvió-. ¿Quiere probar con alguna otra tarjeta?

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-¿Rechazada? -repi t ió Blair, ruborizada-. ¿Está seguro?

-Sí. Totalmente -dijo el hombre-. ¿Quiere usar el teléfono para llamar a su banco?

- N o , gracias -dijo Blair-. Volveré en otro momento. Guardó la tarjeta en su cartera, cogió los pantalones

y se dio la vuelta, dirigiéndose al perchero de donde los había cogido. La cashmer era suave como la mantequi­lla y le dio rabia tener que marcharse sin ellos. ¿Qué habría pasado? Desde luego que a su madre no se le podría haber evaporado el dinero así como así. Pero no podía llamarla para preguntárselo, porque le había mentido para poder marcharse; le había dicho que se iba al cine con Nate.

Cuando estaba colgando los pantalones, Blair se dio cuenta de que el hombre les había quitado el clip anti-rrobo. También vio que quedaban muchos más panta­lones de cashmer gris. ¿Se darían cuenta... si se los llevaba? Al fin y al cabo, había intentado pagarlos. Ade­más, con el dineral que se gastaba en Barneys, se mere­cía un regalito.

Serena esperaba que el forzudo volviese con el albor­noz que no quería comprar y su tarjeta de crédito. Vio cómo Blair comenzaba a dejar los pantalones en el per­chero y luego se detenía.

-Firme en la X, por favor -le dijo el dependiente a Serena. Ella se volvió y él le dio una gran bolsa negra de Barneys. Dentro estaba el albornoz metido en una caja.

-Gracias -dijo Serena. Cogió el recibo y se arrodilló en el suelo, apoyándose en la caja para firmarlo.

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A lo lejos, vio cómo Blair se agachaba entre dos per­cheros de pijamas de franela y rápidamente metía en su bolso el pantalón de pijama de cashmer. ¡Serena no po­día creer que Blair estuviese robando!

-Muchas gracias -dijo, poniéndose de pie. Le dio el recibo al dependiente, cogió su bolsa y se dirigió a la salida.

Aunque no había hecho nada malo, ver a Blair robar la hacía sentirse como si ella misma lo hubiese hecho. No veía el momento de estar fuera. Cuando se encon­tró en la calle, se dirigió a Madison andando a paso rápido. La bolsa con el albornoz le golpeaba la pierna mientras inspiraba el fresco aire otoñal a grandes boca­nadas. Había ido a Barneys a buscar algo guay para ponerse, y salía con un albornoz enorme para hombre. Además, ¿qué hacía espiando a Blair? ¿Y qué diablos hacía Blair robando? Porque, desde luego, dinero no le faltaba.

Sin embargo, su secreto estaba seguro con Serena. No tenía a quien contárselo.

Blair salió de Barneys y subió por Madison con el pulso acelerado. No había sonado ninguna alarma y nadie parecía seguirla. ¡Había salido impune! Por supuesto, sabía que robar estaba mal, especialmente cuando tienes suficiente dinero para pagar las cosas, pero, sin embargo, era excitante hacer algo tan ilegal. Era como hacer el papel de la mala de la película en vez del de la pura y fiable vecinita de al lado. Además, era por una sola vez. No se iba a convertir por ello en una ladrona de tiendas ni en nada por el estilo.

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Luego vio algo que la hizo detenerse. En la esquina, el rubio pelo de Serena van der Woodsen brillaba al sol mientras ella esperaba en el semáforo para cruzar. Lle­vaba una gran bolsa negra de Barneys colgada del bra­zo. Y justo antes de comenzar a cruzar la calle, se dio la vuelta y miró directamente a Blair.

Blair bajó la cabeza, simulando mirar su Rolex. "Mierda", pensó. "¿Me habrá visto? ¿Me habrá visto llevarme el pantalón de pijama?".

Manteniendo la vista baja, abrió el bolso y buscó un cigarrillo. Cuando volvió a levantar la cabeza, Serena había cruzado la calle y desaparecía en la distancia.

"¡Qué más da que me haya visto!", se dijo Blair. Encendió un cigarrillo con dedos nerviosos. Serena podría ir por ahí diciéndole a todo el mundo que había visto a Blair Waldorf robando en Barneys, pero nadie la creería.

¿No es verdad? Mientras caminaba, Blair hundió la mano en su bol­

so y acarició la suave cashmer de los pantalones. No veía el momento en que Nate se los pusiese. En cuanto se los pusiera, él se daría cuenta de lo que ella sentía y la querría más que nunca. Le daba igual lo que dijese Serena, nada interferiría en aquello.

Un segundo, señorita: regalar cosas robadas trae mal karma. A ver si esto te trae malas vibraciones y se te joroba el plan.

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Plantados en Brooklyn

-¿Qué haces aquí? -le preguntó Vanessa Abrams a Dan cuando Dan y Jenny llegaron al Five and Dime.

-Quería ver cómo había salido la peli de Serena -dijo él con un encogimiento de hombros, como si no le diese importancia.

"Si , me lo voy a creer y todo", pensó Vanessa. "Querrás decir que vienes a lamerle el huesudo culo a Serena".

-Serena no está aquí -les dijo a Jenny y Dan, al ver­los mirar en derredor. El bar en penumbras estaba casi vacío, con dos tíos veinteañeros sentados a una mesa del fondo leyendo el Sunday Times y fumando.

-Pero es la una y media -dijo Jenny, mirando el reloj-. Se supone que teníamos que reunimos a la una.

-Ya sabéis cómo es -dijo Vanessa con un encogi­miento de hombros.

Era verdad, sabían que Serena siempre llegaba tarde a todos sitios. Sin embargo, a Jenny y Dan no les importaba. Era un honor que ella les concediese su pre­sencia. Pero a Vanessa la sacaba de sus casillas.

Clark se acercó y pasó sus dedos por el negro cabe­llo de Vanessa cortado al ras.

-¿Queréis algo para beber, chicos? -ofreció. Vanessa le sonrió. Le encantaba que Clark la tocase

frente a Dan. Dan se lo tenía merecido. Clark era el bar­man del Five and Dime, el bar de la calle donde Vanessa vivía con su hermana mayor, Ruby que vestía pantalones de piel y tocaba el bajo en un grupo. Clark tenía veintidós años, largas patillas pelirrojas y hermosos ojos grises, y era

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el único tío que no la hacía sentir paliducha, rechoncha y rara. Vanessa siempre había creído que a Clark le molaba Ruby que tocaba con su grupo en el bar, pero Clark le había confesado que era ella quien le gustaba.

-Eres diferente -le dijo-, y eso me encanta. Desde luego que Vanessa era diferente, muy diferente

de sus compañeras de clase del Colegio Constance Billard para Niñas. Ellas vivían con sus padres ricos en fantásticos áticos de la Quinta Avenida. Ella vivía en un pequeño apar­tamento sobre una bodega española en Williamsburg, Broo-klyn. Había crecido en Vermont, pero cuando cumplió quince años lloró y pataleó hasta que sus padres, artistas ambos, cedieron y le dieron permiso para que se fuese a vivir a Nueva York con Ruby, con la única condición de que tuviese una buena y sólida educación en el conservador Colegio Constance Billard. Las compañeras de clase de Vanessa no sabían cómo tomarla. Mientras ellas se daban las mechas y hacían compras en Barneys o Bendel's, Vane­ssa se rapaba la cabeza con maquinilla eléctrica y compraba pantalones y camisetas negros que no mostrasen el logo de ninguna marca y que no resultaran femeninos en absoluto.

Vanessa conocía a Dan desde que, en décimo curso, ambos se quedaron atrapados en una escalera y no pudieron entrar a una estúpida fiesta, y eran buenos amigos desde entonces. El año pasado, Vanessa y Dan habían estado mucho tiempo juntos y Vanessa había perdido la cabeza por él. Pero Dan solo tenía ojos para una chica: Serena van der Woodsen.

Por suerte, Vanessa había comenzado a salir con Clark y estaba intentando superar el enamoramiento que sentía por Dan, pero no le resultaba fácil. Cada vez que veía su figura desaliñada, su pálido rostro y sus manos tré-

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mulas, sentía que la cabeza le daba vueltas. Dan, por supuesto, no tenía ni idea de que aquello sucediese. Seguía siendo simpático con Vanessa o la ignoraba completamente cuando estaban con Serena, lo cual no le resultaba nada fácil a Vanessa.

La hermana de Dan, Jenny, trabajaba con Vanessa en Rencor, la revista de arte que publicaban las alumnas del Constance Billard. Vanessa era la editora jefe. Jenny era una talentosa calígrafa y fotógrafa y tenía grandes dotes de observación. Ambas habían ayudado a Serena con su película; por un lado, porque ella se lo había pedido y, por otro, porque era imposible decirle que no a Serena. Pero Jenny no tenía ningún interés en ser amiga de Vanessa, que era un bicho raro y no tenía ni idea de mo­da; no era en absoluto el tipo de chica al que aspiraba convertirse Jenny.

-¿Sabes hacer café irlandés? -preguntó Dan. Era su bebida favorita, ya que casi todo consistía en café.

-Desde luego -dijo Clark. -Yo tomaré una coca -dijo Jenny. No le gustaba el

sabor del alcohol, excepto el del champán. -Bueno, ¿vemos la peli de Serena o qué? -dijo Dan,

haciendo girar su taburete de un lado a otro. -Tenemos que esperar a que llegue Serena, tonto

-dijo Jenny. -Yo estoy hasta el culo de pelis -dijo Vanessa-. L le­

vo tres semanas haciendo lo mismo. Se había ido a la cama tarde todas las noches para tra­

bajar en su película para el Festival Superior de Cine del Colegio Constance Billard, que además pensaba mandar a la N Y U con su solicitud. El sueño de Vanessa era ir a la N Y U el año siguiente y hacer una maestría en cinema-

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tografía. Quería ser una directora famosa de películas de culto como The Hunger y Ghost Dog, pero su último esfuerzo había resultado más bien desastroso.

El argumento de su película había sido tomado de una escena de Guerra y paz, de León Tolstoy. Dan hacía el papel protagonista con Marjorie, una alumna del anteúltimo curso del Constance que mascaba chicle y no tenía el mínimo talento. Vanessa había decidido usar a Marjorie en vez de a Serena aunque la última era per­fecta para el papel, porque no podía soportar la idea de que Dan se pasase ensayo tras ensayo con cara de imbé­cil. Craso error. Era una escena de amor, pero entre Dan y Marjorie no había nada de química. Había par­tes en que habría soltado la carcajada si no hubiese pasado un rato desde que estuvo llorando de lo mala que era la película. Tenía la esperanza de que el jurado del festival se concentrase en la calidad de la cinemato­grafía, lo cual era su punto fuerte, en vez del diálogo y la actuación, totalmente desastrosos.

La película de Serena, por el contrario, había resul­tado la obra de arte más austera y cerebral con la que Vanessa se había encontrado en su vida. No podía soportar verla. Y lo que más rabia le daba era que había sido por pura casualidad. Serena no tenía ni idea de lo que hacía, pero, por algún motivo, la película había resultado totalmente apasionante, genio puro. Por supuesto, en parte se debía a que Vanessa había hecho la mayoría del trabajo de cámara. No podía creerse que había ayudado a Serena a hacer la dichosa película sin que su nombre figurase en los créditos.

Dan miró el reloj por enésima vez. Estaba que se meaba de los nervios.

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-Jesús, ¿por qué no la llamas? -exclamó Vanessa, impaciente, convertida en una arpía por los celos.

Dan había metido el número de Serena en la memo­ria de su móvil hacía semanas. Sacó el teléfono del bol­sillo de su abrigo y se bajó del taburete, paseándose mientras esperaba que ella lo cogiese. Finalmente, oyó el mensaje del contestador.

-Hola , soy Dan. Estamos en Brooklyn, ¿y tú, dónde estás? Llámame cuando puedas. Vale, adiós - intentó que su voz pareciese despreocupada, pero le resultó casi imposible. ¿Dónde estaría Serena?

Volvió al taburete y se subió a él. Había una humeante copa de café irlandés en la barra frente a él. Estaba coro­nado con un copete de crema montada y olía delicioso.

- N o estaba en casa -dijo, luego sopló la bebida antes de tomar un trago gigantesco.

Serena subía en el ascensor hacia su casa cuando se dio cuenta de su error. A su lado había una mujer mayor con abrigo de visón, que llevaba en la mano la sección de "Estilo" del Sunday Times. Era domingo. Se suponía que Serena tenía que estar en Brooklyn, repasando los últimos cortes de su peli con Vanessa y Jenny. Y tendría que haber estado allí hacía una hora.

-Mierda -dijo en voz baja. La mujer del abrigo de visón le lanzó una mirada

de enfado antes de bajarse del ascensor. En su época, las chicas que vivían el la Quinta Avenida no llevaban vaqueros ni decían palabrotas en público. Asistían a las fiestas de cotillón y llevaban guantes y collares de perlas.

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Serena también podía ponerse guantes y perlas, pero prefería los vaqueros.

-Mierda -dijo Serena nuevamente, tirando las llaves sobre la mesa del vestíbulo. Corrió por el pasillo hasta su habitación. La luz del contestador automático de su telé­fono titilaba. Pulsó el botón y escuchó el mensaje de Dan.

-Mierda -dijo por tercera vez. No había imaginado que Dan se encontraría allí. Y no tenía ni el número de móvil de Dan ni el de Jenny, sólo el número de su casa, así que no podía devolverles la llamada.

En el fondo de su corazón, sabía por qué seguramen­te se había olvidado de ir a Brooklyn. No había queri­do volver a ver la película, particularmente con otra gente. Era la primera que había hecho y se sentía un poco insegura, aunque Vanessa parecía creer que era realmente fantástica.

No era una película normal. Era una especie de pelí­cula sobre cómo hacer una película cuando no tienes ningún actor y no sabes cómo usar el equipo. Como un documental dentro de un documental. Serena se lo había pasado muy bien haciéndola, pero no estaba segura de si alguien que no la conociese sería capaz de comprenderla. Pero Vanessa estaba tan entusiasmada que Serena la había apuntado para participar en el fes­tival del colegio. El primero ganaba un viaje al Festival de Cannes en mayo, un premio donado por el padre de Isabel Coates, un famoso actor.

Serena ya había estado en Cannes muchas veces, así que el premio le daba igual. Pero estaría guay ganar, especial­mente ya que Blair y Vanessa también participaban, y ellas estaban en la clase de filmografía avanzada, mientras que Serena no tenía ninguna experiencia en absoluto en rodajes.

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Encontró el listín telefónico del colegio y marcó el número de la casa de Vanessa.

-Hola , soy Serena -dijo cuando se puso en marcha el contestador-. Se me ha pasado totalmente que tenía­mos que vernos hoy. Lo siento, soy una imbécil. Pues, entonces, te veo en clase mañana, ¿vale? Adiós.

Luego marcó el número de la casa de Dan. -¿Dígame? -dijo una voz ronca. -¿Hablo con el señor Humphrey? -Sí, ¿qué quiere? -¿Está Dan? Soy una amiga, Serena. -¿La de los brazos dorados y los labios de frambue­

sa? ¿La de las manos como alas? -¿Perdone? -dijo Serena, confundida. ¿Se había

vuelto loco el padre de Dan? -Te ha estado escribiendo poemas -dijo el señor

Humphrey-. Dejó su cuaderno sobre la mesa. - A h -dijo Serena-. Pues, ¿puede decirle que le he

llamado? -Por supuesto -dijo el señor Humphrey-. Estoy

seguro de que le encantará saberlo. -Gracias -dijo Serena-. Adiós. Colgó y comenzó a morderse la uña del pulgar, un

vicio que había cogido en el internado. El hecho de que Dan le escribiese poesías la ponía más nerviosa todavía que la idea de que él viese su peli. ¿Había calado Dan mucho más hondo en Serena de lo que ella creía?

Sí, señor. Mucho más.

- N o creo que venga -dijo Jenny, bostezando-. Segu­ro que anoche se fue a la cama tarde o algo por el esti­lo -a Jenny le gustaba pensar que Serena era una diosa

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de la noche que salía hasta las tantas, bebiendo cham­pán y bailando sobre las mesas.

Hasta hacía poco, aquello habría sido verdad. -Pero a mí me gustaría ver su peli -dijo Dan, pasán­

dose la mano por el flequillo. Esbozó una sonrisa mali­ciosa-. ¿No podemos ir a verla a tu casa?

-Preferiría que no -dijo Vanessa, con un encogi­miento de hombros-. Ya la he visto tropecientas mil veces - la verdad era que no soportaba sentarse a ver cómo se le caía la baba a Dan por Serena como si fuese un cachorrillo enamorado. Era terrible.

-Yo creo que tendrías que esperar hasta que Serena diga que sí -le dijo Jenny-. O sea, ¿cómo sabes que ella quiere que tú la veas?

- N o le molestará. Vanessa odiaba la excitación con que le brillaban a

Dan los ojos. El se moría por ver la peli de Serena. Le acercó las llaves.

-Yo me quedo aquí con Clark. Vosotros podéis ir a ver la peli si queréis. Está en el vídeo de la habitación de Ruby. No os preocupéis, que Ruby se ha ido de fin de semana.

-Yo no quiero verla sin Serena -insistió Jenny, meneando la cabeza.

Dan cogió las llaves y se puso de pie. Estaba decep­cionado porque Serena no había ido, pero no estaba dispuesto a perdérsela.

-Vale -dijo-. La veré solo. Jenny hizo girar su taburete hacia un lado y hacia el

otro mirando a su hermano marcharse mientras toma­ba la coca cola.

-Oye, ¿tienes a Peterson en Historia Americana este año? -le preguntó Vanessa a Jenny, intentando ini -

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ciar una conversación-. La gente siempre inventa esa mierda de que es drogadicta, pero una vez que tuvimos una reunión entre profesores y alumnos me habló un rato de la enfermedad que tiene, que hace que le tiem­blen las manos. Fue muy guay que me lo dijera. Yo lo flipaba.

Jenny siguió haciendo girar su taburete. - N o tenemos Historia Americana hasta el año que

viene -dijo con voz inexpresiva. No sabía por qué Vanes-sa se comportaba de aquella manera tan amable de repente.

Vanessa había supuesto que la respuesta sería más cálida.

-¿Entonces tienes Historia Europea? Perdona, pero no me acuerdo nada del noveno curso -dijo.

-S í -respondió Jenny-. Es una mierda -se bajó del taburete de un salto y se abotonó la chaqueta vaquera Diesel-. Ejem, creo que voy a coger un taxi hasta mi casa. Hasta luego.

-Adiós -dijo Vanessa. Y ella que había intentado ser amable. Ojalá pudiese mandar a Dan y a su hermanita a la porra. Para entretenerse, le miró el culo a Clark, que se agachaba a cargar la nevera con botellines de cerveza.

-Oye, noviete -le gritó-. Estoy aburrida. Clark la miró por encima del hombro y le lanzó un

beso. "Gracias a Dios que está Clark", pensó Vanessa. Oja­

lá fuese más. . . Ojalá fuese Dan.

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J juega al fútbol con los mayores

-¿Me puede dejar aquí? -dijo Jenny. El taxista había cogido la F D R hacia el centro des­

pués del puente de Williamsburg e intentaba cruzar hacia el West Side por la Setenta y Nueve, pero el trá­fico era terrible y llevaban más de diez minutos parados en el mismo semáforo. Jenny miraba cómo subía el contador mientras estaban detenidos. Se podría haber comprado tres brillos labiales M - A - C con lo que le esta­ba costando aquella carrera en taxi. Finalmente, no pudo soportarlo más: era un hermoso día de otoño, podía caminar.

Le pagó al taxista y se bajó en la Setenta y Nueve y Madison y se dirigió al Oeste, hacia Central Park. El sol otoñal estaba bajo en el cielo y Jenny entrecerró los ojos, cruzando apresuradamente la Quinta Avenida para entrar al parque. Los senderos estaban cubiertos de hojas dora­das y el aire olía a fuegos de leña y a los perritos calientes de los vendedores ambulantes. Jenny caminaba rápida­mente, con las manos metidas en los bolsillos de la cha­queta, la vista clavada en sus Pumas azul claro y la mente en su hermano. ¿Se daría cuenta de la forma en que se estaba comportando? Era como si hubiese per­dido su personalidad totalmente y dedicase cada minu­to del día a adorar a Serena. Jenny también sabía positivamente que Dan había escrito poesía triste y melancólica sobre Serena, porque le había pillado haciéndolo.

Cuando me corto al afeitarme, pienso en tus dientes en mis labios y el dolor se convierte en placer.

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Ése era el verso que había logrado leer antes de que Dan le arrancase el cuaderno de las manos. Era tan patético que daba pena.

Lo bueno de que Dan se viese con Serena era que ahora Jenny podía acercarse a Serena en el colegio y comenzar a hablar con ella, por más que Serena mese algo así como la alumna del último curso más guay de todo Nueva York y Jenny una humilde alumna de nove­no curso. Pero si Serena se enteraba alguna vez de lo patético que era Dan, escaparía corriendo y dando gri­tos. ¿Y si Serena se hartaba de Dan y luego dejaba de hablar a Jenny? Dan iba a arruinar todo.

Jenny caminó por los senderos del parque. Le daba un poco igual por dónde iba. Llegó al borde del Sheep Meadow y se acercó al césped.

Un grupo de chavales jugaba al fútbol a unos treinta metros. Jenny no les podía quitar los ojos de encima, a uno de ellos en particular. El pelo masculino brillaba color miel mientras él driblaba, esquivaba a sus colegas y lanza­ba hacia la portería, deHmitada por jerséis y mochilas. Estaba bronceado y el movimiento destacaba los músculos de sus brazos desnudos. Daban ganas de comérselo.

De repente, el balón voló hacia Jenny, dio en el sue­lo y botó a sus pies. Ella se lo quedó mirando mientras el rubor le subía por el cuello.

-¡Venga, chuta! -gri tó uno de los chicos. Jenny levantó la vista. Era el chico rubio, de pie, a

unos diez metros, con las manos en las caderas y los verdes ojos brillantes. Tenía las mejillas sonrojadas y la frente perlada de sudor. Jenny nunca había visto a un chico tan guapo ni se había sentido de aquella forma mirando a uno.

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Apartó la mirada y se concentró en el balón, mor­diéndose el labio al echar el pie hacia atrás. Luego le dio un puntapié lo más fuerte que pudo.

En vez de volver a la zona donde jugaban los chicos, el balón subió recto hacia arriba por encima de su cabe­za. Jenny se tapó la boca con las manos, muerta de ver­güenza.

-¡Ya lo tengo! -gri tó el rubio, corriendo hacia ella. El balón cayó del cielo y él lo mandó hacia sus amigos de un cabezazo, los músculos de su cuello flexionándo-se como por arte de magia. Se detuvo y se volvió hacia Jenny.

-Gracias -dijo, jadeando. Estaba tan cerca que Jenny podía oler su perfume. El alargó la mano-. Soy Nate.

Jenny se quedó mirando la mano un segundo y lue­go alargó la suya y se la estrechó.

-Yo soy Jennifer -dijo. Jennifer le parecía mucho mayor y más sofisticada que Jenny. De ahora en adelan­te, se dijo, sería Jennifer.

-¿Quieres venirte con nosotros un rato? -le pregun­tó Nate al estrecharle la mano. Jennifer tenía un rostro tan dulce y había hecho un esfuerzo tan grande por patear el balón que no pudo resistirse.

-Ejem... -dijo Jenny, deliberando. Mientras ella lo hacía, Nate le vio el pecho. Joder, vaya par de perolas. No podía dejar que ella se fuese sin que Jeremy y los otros tuviesen la oportunidad de verla.

Todos los chicos son iguales, no hay nada que hacer. -Venga -le dijo-. Somos todos chicos buenos, te lo

juro. Jenny les lanzó una mirada a los otros tres mucha­

chos, asegurándose de que Chuck Bass no estuviese

entre chamr ñas y i

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entre ellos. Jenny se había pasado un poco con el champán en una fiesta superelegante hacía unas sema­nas y había dejado que un chico llamado Chuck Bass la llevase bailando hasta el cuarto de baño de señoras. Lo único que había hecho fue besarla, aunque habría hecho mucho más si Serena y Dan no la hubiesen res­catado. Chuck ni siquiera le había preguntado su nom­bre. Gilipollas.

Pero Chuck no estaba allí. -Vale -dijo, con un encogimiento de hombros. No

podía creer que aquello le estuviese sucediendo a ella. En los chismorreos del colegio había oído hablar de un Nate que iba a las fiestas. Estaba segura de que tenía que tratarse del mismo Nate. ¡Era el chico más guapo del Upper East Side y acababa de decirle que se acercase a su grupo! Era como si ella se hubiese metido en un armario y entrado a un mundo de fan­tasía hecha realidad, dejando al tonto de su hermano enamorado, con su poesía triste y melancólica allá a lo lejos.

Jenny siguió a Nate hasta donde se encontraban sus colegas, que habían dejado de jugar al fútbol y tomaban Gatorade azul.

-Chicos, ésta es Jennifer -dijo Nate, con una sonri­sa alegre-. Jennifer, éstos son Jeremy, Charlie y Anthony.

Jenny les sonrió y ellos le sonrieron a su pecho. -Mucho gusto, Jennifer -dijo apreciativo Jeremy

Scott Tomkinson. Era pequeño y delgaducho y sus pan­talones caqui estaban manchados de césped. Pero tenía un corte de pelo genial, con largas patillas y un espeso flequillo, como una estrella de rock inglesa.

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-Ven, siéntate con nosotros -dijo Anthony Avuldsen con su típica voz de furneta. Tenía el pelo muy rubio y la nariz adorablemente pecosa. Sus brazos eran todavía más musculosos que los de Nate, pero Jenny prefería a Nate.

-Estábamos a punto de encenderla -dijo Charlie Dern, mostrando una pequeña pipa. Tenía la cabeza cubierta de alborotados rizos castaños y era inmensamente alto. Sen­tado con las piernas cruzadas, las rodillas le llegaban prác­ticamente a las orejas. Tenía una bolsita de plástico llena de marihuana en el regazo.

- N o te importa, ¿verdad, Jennifer? -dijo Nate. Jenny se encogió de hombros, intentando parecer

despreocupada, aunque estaba un poquito nerviosa. Nunca había fumado maría antes.

-Por supuesto que no -dijo. Nate y ella se sentaron en el césped con los otros

chicos. Charlie encendió la pipa, inhaló profundamen­te y se la pasó a Nate.

Jenny estudio la forma en que Nate sujetaba la pipa. Quería probarla, pero no quería que ellos se diesen cuenta de que era su primera vez.

Nate tenía las mejillas llenas de humo cuando le pasó la pipa a Jenny. Ella la tomó haciendo un hueco en la palma de la mano derecha, exactamente como él lo había hecho. Nate encendió el mechero dos o tres veces hasta lograr que prendiese. Luego ella inhaló. Sentía el humo llenándole los pulmones, pero no esta­ba segura de qué hacer con él.

-'orna -dijo, intentando desesperadamente no soltar el humo. Le pasó la pipa a Anthony.

-Bien hecho -comentó Charlie, expresando su apro­bación con un movimiento de cabeza.

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-'acias -dijo Jenny, con los ojos llenos de lágrimas. Dejó escapar un poquito de humo por las comisuras de la boca. Se sentía extremadamente chula.

La pipa le volvió a llegar y esta vez la encendió sola, copiando la forma en que lo habían hecho los chicos mientras intentaba simular indiferencia. Nuevamente, contuvo el aliento lo más que pudo sin echarse a toser. Sentía que le iban a explotar los ojos.

-Esto me recuerda algo -dijo, pasándole la pipa a Anthony otra vez-. No recuerdo qué, pero a algo, deci­didamente.

-Sí -estuvo de acuerdo Jeremy. - M e recuerda el verano -dijo Anthony. - N o , eso no es -dijo Jenny cerrando los ojos. Su padre

la había enviado a pasar el verano a un campamento de arte hippy en las montañas Adirondack. Ella había tenido que escribir haíkus"' sobre el entorno, cantar canciones de paz en español y en chino, y hacer mantas en un telar para los sin techo. El sitio olía a pis y mantequilla de cacahue­te-. El verano fue una mierda. En lo que pienso es en algo bueno, como en Halloween cuando eres pequeño.

-Exactamente -dijo Nate. Se recostó en el césped y levantó la vista hacia las hojas doradas que se movían con la brisa por encima de sus cabezas-. Es exactamen­te como Halloween -dijo.

Jenny se echó a su lado. Normalmente, nunca habría hecho algo así, porque cuando se acostaba las tetas se le aplastaban hacia los costados de las costillas y se le defor­maban completamente. Pero por una vez no le preocupa­ban sus tetas. Se encontraba bien allí, junto a Nate, respirando el mismo aire que él.

4 Poesía japonesa muy delicada que lleva a la meditación.

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-Cuando era pequeña me tapaba los ojos y creía que nadie me podía ver si yo no los veía -dijo, pasándose la mano por los ojos.

-Yo también -dijo Nate, cerrando los ojos. Se sentía totalmente relajado, como un perro durmiendo frente a la chimenea después de correr mucho. Jennifer era real­mente simpática y no tenía ninguna expectativa en absoluto; se sentía genial con ella.

Ojalá Blair supiese lo sencillo que era hacerle feliz. -Cuando eres más pequeño, todo es más simple,

como eso, ¿sabes? -dijo Jenny. Sentía la lengua suelta en la boca y no podía dejar de hablar-. Pero cuanto mayor te haces, más se complican las cosas.

-Totalmente -dijo Nate-. Como ir a la universidad. De repente, tenemos que planear qué es lo que vamos a hacer el resto de nuestras vidas e intentar impresionar a la gen­te con lo listos y motivados que estamos. ¿Acaso nuestros padres van a ocho clases diarias, están en equipos de deportes, publican el periódico y ayudan a niños con dis­capacidades o lo que sea todos los días? No .

-Es una locura -asintió Jenny. Aún no sentía la pre­sión de acceder a la universidad, pero podía identificar­se con él-. Lo único que hace mi padre todo el día es leer y escuchar la radio. ¿Por qué tenemos que hacer tanto nosotros?

- N o lo sé -suspiró Nate cansado. Le cogió la mano a Jenny y entrelazó sus dedos con los de ella.

Jenny sentía como si se estuviese derritiéndose en el césped. El lado que tocaba el de Nate estaba cálido y vibraba, y sentía como si su mano se hubiese fusionado con la de él. Nunca se había sentido tan genial en toda su vida.

-Oye, ¿quieres venir a mi casa a comer algo? -dijo Nate, rozándole los nudillos con el pulgar.

Jenny asintió con la cabeza. Sabía que no era necesa­rio que dijese nada. Nate la podía oír.

No se podía creer lo rápido que podía cambiar la vida. ¿Cómo iba a saber cuando se levantó aquella mañana que aquel día se enamoraría?

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D está obsesionado

Dan sintió que era un poco pervertido al principio, mirando la peli de Serena solo en el apartamento de Ruby y Vanessa. Pero en cuanto se sirvió un vaso de coca cola de la nevera marrón, se sentó en el borde del futón de Ruby, que estaba sin hacer, y pulsó play, se olvidó de sen­tirse cohibido.

La cámara mostró un primer plano de los labios de Serena, rojos y brillantes.

-Bienvenidos a mi mundo -dijo ella, riéndose. Lue­go sus labios comenzaron a caminar. En realidad, era Serena quien caminaba. La cámara seguía enfocada en sus labios mientras el fondo cambiaba-. Estoy cogien­do un taxi. Uso mucho el taxi -dijo Serena-. Es caro.

Un taxi se detuvo tras ella y los labios se acomoda­ron en el asiento de atrás.

-Ahora vamos hacia el centro. AJefffey. Es una tien­da genial. No sé lo que estoy buscando, pero estoy segura de que lo encontraré.

La cámara permaneció en sus labios, que se mantu­vieron silenciosos todo el viaje. Se oyó música. Algo de los sesenta en francés. Quizá Serge Gainsbourg.

A través de la sucia ventanilla del taxi pasaban reta­zos de escenas callejeras de Nueva York.

Dan se aferró a su vaso de coca cola. Era tremenda­mente provocativo ver solamente los labios de Serena. Sentía que se desmayaba.

-Ya hemos llegado -dijeron los labios de Serena finalmente. La cámara siguió a sus labios, que se baja­ron del taxi y se dirigieron a las puertas acristaladas de

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un blanco edificio iluminado-. Mirad qué ropa más fan­tástica -murmuraron los labios. Se mantuvieron ligera­mente entreabiertos mientras Serena veía lo que había en la tienda.

Dan tanteó el bolsillo de su pantalón, buscando un cigarrillo, con las manos temblándole incontrolable­mente. Fumó uno y luego otro, mientras la cámara recorría la tienda junto a los labios de Serena, que se pararon primero a besar un pequeñísimo bolso marrón con la imagen de un perro y luego un jersey de angora con lentejuelas frente a la lente. Finalmente, los labios descubrieron un vestido que les encantó.

-Es de un rojo perfecto -dijeron los labios, fascina­dos-. Últimamente soy muy aficionada al rojo. De acuerdo, me lo voy a probar.

Dan encendió un tercer cigarrillo. La cámara siguió a los labios de Serena al probador.

Parlotearon mientras Serena se quitaba la ropa. -Hace un frío de morirse aquí -dijo-. Espero que no

sea pequeño. Me da mucha rabia cuando las cosas me quedan pequeñas -su cabello, sus hombros, su cuello, sus orejas, se vieron en el espejo durante una fracción de segundo, pero desenfocados. Era casi insoportable 1X113*3.1".

Y luego... -¡Cha, chaaanl -dijeron los labios. La cámara se

movió hacia atrás lentamente, revelando a Serena al completo, vestida con un fantástico vestido rojo de tirantes. Estaba descalza y tenía las uñas de los pies pin­tadas también de rojo-. ¿No es divino? -dijo ella. Aplaudió, girando en redondo, y el vestido se extendió, abriéndose como una campana a la altura de sus rodi-

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lias. Se oyó la canción francesa otra vez y luego la pan­talla fundió a negro.

Dan se dejó caer hacia atrás en la cama. Lo que más deseaba en el mundo era estar con Serena en aquel momento. ¡Aquellos labios! Quería besarlos una y otra vez.

Sacó el móvil del bolsillo y buscó su número, pulsán­dolo al encontrarlo.

-¿Dígame? -dijo Serena, que respondió a la primera llamada.

-Soy Dan -dijo él, y se le quebró la voz. Casi no podía respirar.

-Hola . Oye, cómo lo siento. Siento muchísimo olvi­darme de la reunión. ¿Se enfadó mucho Vanessa?

Dan cerró los ojos. -Acabo de ver tu peli -dijo. Cogió el mando y la

puso a rebobinar. Serena se quedó cortada. Qué vergüenza. - A h -dijo-. ¿Qué te parece? -Creo -dijo Dan, tras hacer una profunda inspiración.

¿Podría decírselo? ¿Podría? Lo único que necesitaba eran dos palabras. Podía decírselas en aquel momento y listo. Claro que podía.

Pero no pudo. - M e . . . encantó -dijo en vez de ello, sin tener valor

en el último momento. - ¿De veras? -Sí . -¿Y a tu hermana? ¿Qué le parece? Sólo ha visto tro­

chos aquí y allá. Había toneladas más de película, pero Vanessa y yo decidimos dejarla en la movida de los labios.

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-Jenny no quiso verla sin ti -dijo Dan- . La he visto yo solo. Vanessa me dio la llave -se sintió incómodo al reconocerlo, pero no le quiso mentir.

- A h -dijo Serena, y recordó lo que el padre de Dan había dicho sobre las poesías. ¿Y ahora estaba viendo su película solo en casa de Vanessa? Serena no pudo evitar que le pareciese extraño.

-Estoy que me muero por el fin de semana próximo -dijo Dan, sentándose-. ¿Crees que debería intentar conseguir una entrevis...?

-Genial -dijo Serena, cortándole-. Entonces, nos vemos el viernes, ¿vale? Grand Central, a las tres.

-Vale -dijo Dan. ¿Eso era todo? ¿Se acababa la con-versación?

-Hasta luego -dijo Serena, y colgó. No quiso seguir hablando, no fuera a ser que Dan le dijese algo serio y ella no supiese qué decirle. A Dan se le estaba yendo un poco la olla.

-Hasta luego -dijo Dan. Pulsó el botón play del man­do otra vez, la mente todavía confusa por la fascinación de la película. No pasaba nada si la volvía a ver, ¿no?

Mmm... Esto me huele a obsesión. Y no me refiero al perfume.

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-Nunca he estado en una casa como ésta -dijo Jenny, deteniéndose en el porche de la casa de Nate. Era de tres pisos, con jardineras pintadas de verde llenas de geranios en las ventanas y hiedra que caía del tejado. La puerta tenía una complicada serie de alarmas y cerraduras y los apuntaba una cámara de seguridad.

Nate se encogió de hombros mientras pulsaba un código en el sistema de alarma.

-Es como vivir en un apartamento -dijo-, sólo que hay escaleras.

-Sí -dijo Jenny-, supongo que sí -no quería demos­trar lo admirada que estaba.

Nate la hizo pasar. El suelo del vestíbulo era de már­mol rojo. En un rincón había un león de piedra gigan­te. Alguien le había puesto un sombrero de piel en la cabeza. Bajando unos escalones había una sala de estar. Óleos originales de pintores famosos adornaban todas las paredes. Jenny creyó reconocer algunos de ellos. Rendir. Sargeant. Picasso.

- M i s padres pertenecen al mundo del arte -dijo Nate al ver que Jenny se quedaba mirando. Luego notó algo más. Había un paquete sobre una mesita. En la tar­jeta ponía su nombre. Nate se acercó y rasgó el sobre para abrirlo.

" B L M R C O R N E L I A W A L D O R F " , ponía en la tarjeta con clásicos caracteres Tiffany. Dentro leyó: Para Nate "Tú sabes que te quiero. Blair".

- ¿ Q u é es eso? -p regun tó Jenny-. ¿Es tu cumple­años?

-Naa -dijo Nate. Volvió a meter la tarjeta en el sobre, levantó la caja y la metió en el fondo del armario de la entrada. Ni siquiera le causaba curiosidad ver lo que tenía dentro. Seguramente sería un jersey o una colonia. Blair siempre le regalaba cosas porque sí, solo para llamar la atención. A veces era muy exigente.

- ¿Qué quieres comer? -le preguntó a Jenny, yendo por delante a la cocina-. Nuestra cocinera hace unos brownies buenísimos. Seguro que queda alguno.

-¿Cocinera? -repitió Jenny, siguiendo-. Por supues­to que tienes cocinera.

Nate encontró una lata de galletas sobre la enorme encimera de mármol de la cocina. La abrió y se metió un broivnie en la boca.

- M i madre no es precisamente la mejor cocinera del mundo - la idea de que su madre hiciese siquiera una tostada daba risa. Era una princesa francesa que se ali­mentaba de comida de restaurantes o encargada para sus cenas. Apenas si había estado una vez dentro de una cocina.

-Prueba uno -dijo Nate, pasándole un brownie 2. Jenny.

-Gracias -dijo Jenny, cogiéndolo. Se sentía tan exci­tada que no podía comerlo. Se le iba a derretir en la pal­ma húmeda de su mano.

-Vamos arriba -dijo Nate-. Por aquí es más rápido. Jenny contuvo la respiración. Nunca había estado

sola con un chico en su casa y le daba un poco de miedo. Pero deseaba confiar en Nate. Era totalmente distinto que al asqueroso de Chuck Bass, que se había aprovecha­do de ella en aquella fiesta. Chuck le había parecido peligroso y emocionante al principio, pero él ni le había

preguntado el nombre. Nate era educado. Parecía que tenía verdadero interés en conocerla. Y Jenny estaba genuinamente interesada en permitírselo.

Nate la llevó a una puerta lateral y subieron unas estrechas escaleras. Ella había leído suficientes novelas de Jane Austen y Henry James como para saber que aquéllas eran las de servicio. En el tercer piso, Nate abrió la puerta a un amplio pasillo iluminado por una claraboya. Pasaron junto a un óleo de un niñito vestido de marinero que sostenía un barco de madera en la mano. Jenny se dio cuenta de que era Nate.

-Esta es mi habitación -dijo él, abriendo una puerta. Jenny entró tras él. Con la excepción de la sólida

cama antigua de madera y la mesa ultramoderna super-chula con el portátil último modelo encima, la habita­ción parecía de lo más normal. Cubría la cama un edredón a cuadros negros y verdes, había D V D s espar­cidos por el suelo, unas pesas apiladas precariamente en un rincón, zapatos saliendo del armario y, en las pare­des, pósteres antiguos de los Beatles.

-Está guay -dijo Jenny, sentándose nerviosa en el borde de la cama. Vio una maqueta de un barco sobre la mesilla-. ¿Haces vela?

-Sí -dijo Nate, cogiendo la maqueta-. Mi padre y yo fabricamos barcos. En Main -le alargó el barco a Jenny-. Estamos trabajando en éste. Es un barco de recreo, así que tiene el casco más pesado que los barcos que construimos para correr regatas. Vamos a llevarlo al Caribe primero. Y luego quizá a Europa.

- ¿De verdad? -dijo Jenny, contemplando la maque­ta. No se podía imaginar cruzar el Atlántico en algo tai pequeño y delicado-. ¿Tiene cuarto de baño?

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-Sí, aquí -sonrió Nate. Metió el meñique en la cabi­na. Había una puertecita minúscula de forma ovalada donde ponía W C - . ¿Lo ves?

Jenny asintió con la cabeza, fascinada. - M e encantaría saber navegar -dijo. Nate se sentó a su lado. -Podrías venir a Maine a que te enseñase -dijo en

voz baja. Jenny se volvió hacia él. Los grandes ojos castaños

examinaron los color verde esmeralda. -Sólo tengo catorce años -dijo. Nate alargó la mano y le tocó el rizado cabello cas­

taño, acariciándolo suavemente con los dedos. Luego, volvió a bajar la mano.

-Ya lo sé -dijo-. No pasa nada.

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Iodos los nombres reales de sitios, gente y hechos han sido alterados o abreviados para proteger a los mócenles. Es decir, a ni

¡Qué hay, gente!

T O D O S L O H A C E N

Hasta yo soy culpable de coger un Kit Kat extra del quiosco de periódicos de la esquina cuando estaba en quin­to y todavía me remuerde la conciencia y tengo pesadi­llas por ello. No me ves llevándorne bolsos de Prada ni bragas de Armani. Pero hay algunas chicas que no pue­den evitarlo.

A Winona Ryder la cogieron robando ropa buena en LA boutique. Declaró que estaba haciendo una investi­gación para una peli. Sí, claro, me lo voy a creer y todo. Y ahora B. Y lo hizo tan bien que no la pillaron.

Por supuesto que lo que se roba es vital. No sería chulo robarse, por ejemplo, un rollo de cinta adhesiva en Ace Hardware, o papel higiénico de C V S . ¿Pero un pijama de cashmer} Eso sí que es elegante. También es totalmente psicótico. ¡En cuanto te quieras dar cuenta. B estará robando Jaguar y Mercedes Benz!

Visto por ahí

B llevó a casa de N un paquete. N no estaba, así que se lo dio a la criada. D salió del apartamento de Vy fue andando casi hasta el Upper West Side. Ese sí que es un paseo largo, supongo que necesitaba tomar el aire. S se mordía las uñas y leía Sin salida en T h e C ó r n e r Bookstore, en la Noventa y Tres y Madison, intentan­do comprender un poco a D, quizá. La pequeña J salió de la casa de N con una sonrisa permanente tatuada en el rostro. El amor es una cosa maravillosa. Ten cuidado, J. No hay que enamorarse de los Fumeta Niño Bien, no son una raza de fiar.

Para quienes no lo sepáis... Desperpijo: sustantivo. La versión de clase alta del despertío o fumeta. Lleva jerséis de cashmer, le gusta fumar marihuana. Mucho. No le gus­ta comprometerse. Pero quizá N nos dé una sorpresa.

Vuestro e-mail

P: Querida C C : ¿Qué opinas de los chicos que salen con niñas más

pequeñas que ellos? -Sneaky

R: Querid® Sneaky: Desde luego que depende de la diferencia de edad y

de las circunstancias. Por ejemplo, si fueses un tío que está acabando la carrera y salieses con una chica de pri­mero de Secundaria, yo diría que tienes un poco de complejo de Woody Allen/Soon Yi Previn. Si fueses un

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una tía de último año de Secundaria con un tío de prime­ro de carrera, está bien. Uno del último año de la Secun­daria con una de primero es pasarse un poco de la raya. Y siempre parece que es mejor cuando la chica es la más joven, principalmente porque nosotras maduramos mucho más rápido... en todos los sentidos.

- C C

P: Querida Chica Cotilla: Estoy casi segura de que vi a B robar un frasco de

champú Aveda en Zitomer. Y eso que tiene dinero. Si tuviese buenos amigos, intentarían ayudarla.

-Spygirl

R: Querida Spygirl: Gracias por la información. La verdad es que no

creo que robar en las tiendas sea el problema mayor de B en este momento. ¿Has visto al tío que está a punto de convertirse en su padrastro?

- C C

L O S P R E M I O S D E CINEMATOGRAFÍA D E L C O L E G I O C O N S T A N C E B I L L A R D

V,B y S se han inscrito. Vcon su corto sobre Guerra y paz, B con una obra basada en los diez primeros minutos de Desayuno con Diamantes y 5 con su... movida rara. La cosa está reñida. Tanto B como V creen que está chupa­do. 5 cree que va a perder. ¡Hagan sus apuestas, señores!

Tú sabes que me adoras. Chica Cotilla

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B y V no ven el momento de acabar el colegio

-¿Dónde va a ser? -¿A cuánta gente ha invitado? -¿Cuántas damas de honor? -¿Qué te vas a poner? -¿Cuántos pisos tendrá la tarta? -¿Está invitado tu padre? Blair contuvo el aliento. Era la hora de comer y

estaba con Kati e Isabel esperando en la fila del come­dor del Constance Billard. Blair había perdido el ape­tito. Kati había comenzado al mencionar un traje de novia realmente chulo en un Vogue de los años sesenta que había encontrado en una tienda de segunda mano. El vestido tenía margaritas de cristal por todos lados con un vivo en la falda y un gran lazo de terciopelo por detrás. Luego Isabel le preguntó a Blair si su madre iba a llevar un traje de novia tradicional o algo diferente. Y ahora Blair se encontraba rodeada de entusiastas chicas del Constance con los ojos brillantes haciéndole pre­guntas sobre la boda de su madre. Se dio cuenta con disgusto de que no sólo las chicas de su clase se sen­tían con el derecho a saber todos los aburridos detalles. Becky Dormand y su grupo de molestas seguidoras prácticamente le tironearon del jersey de cashmer negro, la baba cayéndoseles con cada detalle de la boda. Hasta algunas atrevidas de noveno rondaban cerca, esperando oír algo para fardar luego con sus amigas.

- N o sé qué le veis de interesante -dijo Blair con impaciencia-. Ya ha estado casada antes, ¿sabéis?

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-¿Quiénes son las damas de honor? -preguntó Becky Dormand.

-Isabel, Ka ti, yo... -Blair deslizó su bandeja a lo lar­go del mostrador del comedor y cogió un yogur de café-. Serena y mis tías -añadió rápidamente.

Había tentadores brownies bañados de chocolate en pequeños platos puestos a la altura de los ojos. Ella cogió uno, lo examinó para ver si tenía algún defecto y lo puso en su bandeja. Si decidía comerlo, siempre podía vomitarlo más tarde.

No era mucho, pero al menos tenía control sobre ese aspecto de su vida.

-¿Serena? -repitió Becky, lanzándoles a sus seguido­ras una mirada de exagerada sorpresa-. ¿De verdad?

-S í -respondió Blair con brusquedad-. De verdad. Si ella no hubiese sido la presidenta del comité de

servicios sociales del Constance, la presidenta del club de francés y presidenta de todas las asociaciones juveni­les que valiesen la pena de la ciudad, Blair habría man­dado a Becky a tomar por saco. Pero Blair era un modelo a seguir: tenía que mantener su reputación.

Puso unas hojas de espinacas en un plato y les echó un poco de salsa de queso azul por encima. Luego cogió su bandeja y se dirigió a la mesa. Las chicas de primero a octavo ya habían comido, así que en la sala estaban todas las mayores cotilleando y jugueteando con la comida.

- H e oído que Blair se va a hacer la liposucción antes de la boda para asegurarse de estar guapa en Vogue -dijo una a sus amigas.

-Yo creía que ya se la había hecho -dijo otra-. ¿No es por eso por lo que siempre lleva medias negras? ¿Para esconder las cicatrices?

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-He oído que Nate la engaña, pero Blair no quiere nsmper con él hasta que les publiquen las fotos de la leda -añadió Becky Dormand, uniéndose a ellas-. ¿No

n'pico? Serena van der Woodsen estaba sola leyendo un libro

en la mesa donde generalmente se sentaba Blair. Se había recogido el pelo en un moño y llevaba un jersey de esco­le en pico con nada debajo. Tenía las piernas cruzadas y

Plasta la cutre falda de lana color granate del uniforme le quedaba elegante. Parecía una modelo de Burberry o M i u Miu . En realidad estaba más guapa que una modelo, por­que ella no intentaba parecer guapa, lo era.

Blair se dio la vuelta y se dirigió a una mesa junto a las ventanas. Que su madre le hubiese pedido que fue­se dama de honor no quería decir que tuviese que hablar con ella.

Cuando eran pequeñas, Serena y Blair se habían bañado juntas. Se habían quedado a dormir juntas todos los fines de semana en la casa de una o de la otra y prac­ticado besos con las almohadas, gastaban bromas por teléfono al idiota del profesor de Biología de séptimo y se pasaban la noche riendo. Blair había podido recurrir a Serena cuando le bajó la primera regla a finales del octavo curso y tenía terror a los tampones. Se habían em­borrachado por primera vez juntas. Y ambas querían a Nate como a un hermano. Al menos al principio.

Pero Serena se había marchado al internado hacía dos años y pasado todas las vacaciones de juerga en Europa. Ocasionalmente, le había enviado una postal a Blair. Había sido especialmente doloroso cuando el padre de Blair anunció que era gay y su madre le puso una deman­da de divorcio. Blair no había tenido a quién recurrir.

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Además, estaba la pequeña cuestión de que Serena y Nate ya se habían acostado juntos, mientras que Blair y Nate todavía no lo habían hecho.

Así que cuando Serena había vuelto a la ciudad, Blair había decidido vengarse pasando de ella y exigiendo a todas sus amigas que pasasen también. Había converti­do a Serena en una leprosa social.

Blair se sentó y comenzó a picotear la comida, enfa­dada. Después de salir de Barneys el día anterior, se había sentado en un banco del parque durante un rato esperando que Serena se marchase. Cuando finalmen­te llegó a casa, su madre le dijo que acababa de cerrar su cuenta y abierto una nueva cuenta conjunta con Cyrus. La nueva tarjeta de crédito de Blair llegaría en uno o dos días. Aquello explicaba por qué no funcio­naba su tarjeta. Gracias por el dato, mamá. Encontró una bonita caja en su armario donde poner el pantalón de pijama. La envolvió con papel plateado, la ató con un lazo negro y luego la llevó a la casa de Nate. Pero Nate no la había llamado para agradecérselo. ¿Qué le pasaba?

Kati e Isabel se sentaron frente a Blair. -¿Por qué no le dices a tu madre que no quieres que

Serena sea dama de honor? -razonó Isabel. Se recogió el espeso cabello castaño en un moño en lo alto de la cabeza y tomó un trago de leche desnatada-. Estoy segura de que te escucharía.

-D i l e a tu madre que Serena y tú no sois amigas -terció Kati. Sacó un rubio cabello rizado de su té. Su pelo se metía en todos lados.

Blair le lanzó una subrepticia mirada a Serena. Sabía] que su madre ya había hablado con la madre de Serena y

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que Serena ya sabía que iba a ser dama de honor. Por más tentador que fuese, no podía pedirle a su madre que ahora le dijese que no iba a serlo, quedaba mal. Y Blair no quería darle a Serena pie para que se quejase de nada, no fuera a ser que Serena la hubiese visto coger el pijama en Barneys. Serena podía desprestigiarla en todo el Upper East Side.

-Ya es tarde -dijo Blair, con un encogimiento de hombros-. No me molesta mucho. Lo único que va a hacer ella es entrar a la iglesia con nosotras llevando el mismo vestido y eso. No quiere decir que tengamos que compartir nada.

Aquello no era precisamente verdad. Su madre pla­neaba una comida y un día en el salón de belleza para todas las damas de honor, pero Blair prefería pensar que aquello no sucedería.

-¿Cómo son los vestidos? ¿Habéis tu madre y tú ele­gido algo ya? -preguntó Kati, mordiendo su brownie-. Por favor, dime que no llevaremos nada ajustado. Había decidido que perdería cuatro kilos antes de Navidades, pero mírame, ¡comiendo este estúpido brownie!

Blair hizo un gesto de exasperación con los ojos y revolvió el yogur.

- ¿Qué más da lo que llevemos? Isabel y Kati se quedaron mirándola. Ninguna de las

dos podía creer lo que ella acababa de decir. Por supuesto que importaba. Cuando una chica como Blair dice algo así, quiere decir que pasa algo.

Blair tomó una cucharadita de yogur sin hacerles caso. ¿Qué le pasaba a todo el mundo? ¿No podían dejar de hablar de la boda y dejarla sola?

- N o tengo hambre -dijo de repente, poniéndose de pie-Creo que voy a mandar unos e-mails o algo por el estilo.

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- ¿ N o te lo vas a comer? -dijo Kati, y señaló el brotó­me que Blair no había tocado.

Blair negó con la cabeza. Kati cogió el brownie y lo puso en la bandeja de Isabel. - L o podemos compartir -dijo. Isabel hizo una mueca de enfado y le devolvió el

brownie a Kati . - S i tú quieres comértelo, cógelo tú -insisitió. Blair cogió su bandeja y se marchó deprisa. No veía

el momento de que acabase el colegio.

***

Jenny vio a Serena en cuanto entró al comedor con su taza de té y su plátano. Estaba sentada sola leyendo. Jenny se apresuró a ir hacia ella.

- ¿Me puedo sentar contigo? -le preguntó. -Por supuesto -dijo Serena, cerrando el libro. Era

Las desventuras del joven Werther de Goethe. Jenny no había oído hablar de él en su vida.

- T u hermano me lo recomendó -dijo Serena, al ver­la mirar el libro-. La verdad es que no sé cómo puede leer algo así. Es un muermo.

La verdad era que Dan no se lo había recomendado, sino que había mencionado leerlo. Era sobre un tío que estaba totalmente obsesionado con una chica. Sólo pen­saba y escribía sobre ella. Era un poco espeluznante.

-Deberías ver algunas de las poesías que escribe -rió Jenny.

Serena frunció el ceño. Ojalá pudiese ver algunas de las poesías que Dan había escrito, ya que, supuestamen­te, algunas se referían a ella.

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-¿Me prometes que no se lo dirás si no lo termino? -dijo, apartando el libro.

- N o diré nada -prometió Jenny-. Si me prometes que no le dirás que te he dicho que su poesía es aburrida.

-Te lo prometo -dijo Serena. Jenny lanzó una mirada a hurtadillas bajo la mesa.

Como siempre, Serena llevaba la falda color granate rableada del uniforme que extraoficialmente se reserva­ba para las tontas de séptimo, pero que a ella le que­daba genial.

-¿Sabes? Creo que eres la única mayor que lleva el uniforme granate -comentó.

-A mí me mola -se encogió de hombros Serena-. El azul marino es aburrido, y si te pones gris, después no querrás usar gris nunca más en tu vida. Y a mí me gus­ta el gris.

-Supongo que tienes razón -dijo Jenny, que llevaba el uniforme gris-. Tengo un par de pantalones grises que no me pongo nunca. Quizá sea por eso -carraspeó. De lo que realmente quería habar con Serena era de Nate.

-Oye, perdona por lo de ayer -dijo Serena-. Me olvi­dé totalmente de que había quedado contigo y Vanessa.

- N o pasa nada -comenzó a decir Jenny-. Resulta que me pasó algo...

-Hola , tías -dijo Vanessa Abrams acercándose a su mesa. Llevaba medias negras que hacían lo posible por disimular sus rodillas fornidas-. ¿Qué hay?

-Hola . Perdona por lo de ayer -dijo Serena. - N o importa -dijo Vanessa, con un encogimiento de

hombros-. De todos modos, estoy un poco harta de ver esas pelis una y otra vez. "Especialmente la tuya", pen­só con amargura, "es demasiado buena, joder".

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-Coge una silla -dijo Serena, asintiendo con la cabeza. Jenny le lanzó a Vanessa una mirada de rabia. Que­

ría a Serena en exclusiva. -Perdona, no puedo -dijo Vanessa-. Ejem, oye,

Jenny, nos tenemos que meter prisa en revelar las fotos para el número de este mes de Rencor. Hay como unos veinte rollos y el cuarto oscuro está totalmente libre ahora. ¿Me puedes echar una mano?

Jenny le lanzó una mirada a Serena, que se encogió de hombros y se puso de pie.

- D e todos modos, me tengo que ir -dijo-. Tengo cita con la señora Glos por lo de la universidad. ¡Qué divertido!

-Acabo de estar con ella -dijo Vanessa-. Ten cuida­do, tiene otra de sus hemorragias nasales.

La señora Glos tenía el rostro macilento y le sangra­ba la nariz con frecuencia. Todas las chicas estaban con­vencidas de que tenía alguna enfermedad terrible y contagiosa. Si te daba un folleto o te dejaba el catálogo de una universidad, tenías que ponerte guantes para leerlo. Eso o después lavarte las manos con agua bien caliente.

-Genial -dijo Serena con una risilla-. Vale, os veo luego, chicas.

Vanessa se sentó y esperó a que Jenny acabase su plá­tano. Jenny le dio el último bocado y metió la piel en una servilleta de papel.

-¿Has acabado? -preguntó Vanessa. - E n realidad, no puedo -dijo Jenny, con un encogi­

miento de hombros. Tengo que imprimir unos deberes de Historia para la clase que viene. Lo siento -se puso de pie.

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-Vale -dijo Vanessa, con el ceño fruncido-. Pero aví-Isame cuando estés libre. De verdad que necesito ayuda.

-De acuerdo -dijo Jenny despreocupadamente-. Ya te lo diré. Ah, ¿te importaría llamarme Jennifer, en vez de Jenny, de ahora en adelante? Lo prefiero así.

-De acuerdo -dijo Vanessa, clavándole los ojos-. Jennifer.

-Gracias -dijo Jenny, y corrió a la sala de los ordena­dores. ¡A lo mejor Nate le había mandado un e-mail!

Vanessa la vio marcharse, preguntándose cómo habría hecho Jenny para convertirse en semejante imbécil. Pensó que estar con Jenny la haría sentirse más cerca de Dan, pero sólo había conseguido sentirse mal. Jenny era como las otras seiscientas y pico chicas del Constance: unas estrechas que van de guapas.

Vanessa tampoco veía el momento de que se acabase el colegio.

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'Amor omnia vincit'

Mensaje instantáneo

De: [email protected] A: [email protected]

Bwaldorf: Bwaldorf:

Bwaldorf:

Bwaldorf: Bwaldorf: Bwaldorf:

hola, natie me estoy volviendo loca aquí. Todas quieren hablar de la boda, como si a mí me importase algo. ¿nate? sé que estás conectado. ¿me vas a buscar después del club de francés o qué? ¿recibiste el regalo que te dejé ayer? ¿oye????? vale.

Mensaje instantáneo

De: [email protected] A: [email protected]

Narchibald: hola, Jennifer. Jhumphrey: hola Narchibald: ¿quieres venir al parque al

salir de clase? Jhumphrey: mmm. vale, ¿qué vamos a hacer? Narchibald: no sé. ¿qué quieres hacer? Jhumphrey: no sé. ¿estarás con tus amigos?

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Narchibald: no, yo solo, ¿te vienes aunque no vengan?

Jhumphrey: pues claro, nos vemos frente a mi colegio si quieres.

Xarchibald: nos encontramos frente al Met. Jhumphrey: vale, hasta luego.

Jenny se desconectó sintiéndose más guay que nun­ca. Seguía estando solamente en noveno, pero se llama­ba Jennifer y después del colé se iba a ver con Nate, el chico más guay de toda la ciudad. Iba a tener que esca-

quearse de ayudar a Vanessa con Rencor, pero valía la Mena. Si fuese Dan, escribiría un poema sobre lo guapí­simo que era Nate y las vueltas que daba el destino al unir a dos personas que no tenían nada en común. Y cómo estaba destinado a convertirse en una tragedia. Pero Jenny era más optimista. Se contentó con escribir "Señora Jennifer Archibald" con su mejor caligrafía en la parte de atrás de la alfombrilla para el ratón del orde­nador que usaba.

No os riáis. Eso es lo que hacen las niñas de noveno cuando están enamoradas.

Al otro lado de la ciudad, en el Riverside Prep, el hermano de Jenny, Dan, le mandaba en aquel momen­to a Serena un e-mail con su último poema de amor, titulado: La última vez que morí.

Tu cuerda ajustada a mi cuello, salté. Tus labios me besaron cuando caía, y aunque caía

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-Venga, muerto -le dijo su amigo Zeke Freedman desde la puerta de la sala de informática-, que llegamos tarde a Latín.

"Amo ergo sum", pensó Dan. "Amo, luego existo". -Estoy ocupado -dijo. Escribió la dirección de e-mail

de Serena en el Constance. -Bueno, pues yo no quiero que me echen la bronca

-dijo Zeke, marchándose-. ¿Quieres venirte luego al parque a echar unas canastas?

-Vale -dijo Dan, con la cabeza en otro sitio-. Nos vemos allí.

Querida Serena: Este fin de semana será genial. He conseguido una

entrevista para el sábado, y mi padre me ha dado un poco más de dinero. No veo el momento de que llegue.

Te adjunto un poema. Algo que he escrito hoy. Espe­ro que te guste.

Estaré en la pista de baloncesto cerca del Meadow si quieres venir después de clase.

Besos. Dan

Amor omnia vinciti El amor lo puede todo.

D está a punto de ser un pelín acosador

Jenny estaba en las escalinatas del Met intentando no sentirse mal por el tío que había detrás de ella. El hom­bre tenía los pantalones bajos y ella hubiese jurado que se le veía el pene. Uno se acostumbra a esas cosas cuan­do vive en una ciudad, pero sigue siendo algo fuerte. Jenny deseó marcharse, pero Nate le había dicho que le esperase allí y no quería correr el riesgo de que no la viese.

-¡Vete a la porra! -le grkó el hombre del pene a un turista.

Un vendedor de perritos calientes de un puesto cer­cano hablaba por su móvil. Jenny se acercó para oír, con la esperanza de que estuviese llamando a la policía. Pero parecía que hablaba con su madre, porque lo úni­co que decía era:

-Vale -una y otra vez. Alguien le tocó el hombro. -Hola , Jennifer. Jenny se dio la vuelta. - H o l a -dijo, levantando el rostro para sonreírle a

Nate. Cohibida, levantó las manos para colocarse los rizos tras las orejas-. Me alegra que hayas llegado. El tío ese me estaba poniendo nerviosa.

-S í -dijo Nate. La rodeó con su brazo-. Venga, vamonos de aquí.

Al sentir su contacto, Jenny sintió que se le subía la sangre a la cabeza.

-Vale -dijo sin aliento, apoyándose en el brazo de Nate-. Vamos.

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Nate siguió rodeándola con el brazo mientras entra­ban al parque por uno de los senderos y se dirigían al Sheep Meadow. Encontraron un sitio agradable al sol y se sentaron frente a frente, con las piernas cruzadas, tocándose con las rodillas. Estaba tan bien que a Jenny le costaba creer que no estuviese soñando. De todas las chicas de la ciudad, Nate la había elegido a ella. Era increíble.

-Espero que no te importe, mis amigos vendrán dentro de un rato -dijo Nate, sacando una bolsa de marihuana del bolsillo. , •

- N o me importa -dijo Jenny con un encogimiento de hombros. Estaba un pelín desilusionada. Vio nervio­sa como Nate sacaba unas hebras de hierba de la bolsa y las ponía en un trozo de papel. Luego lió expertamen­te un pequeño porro y le pasó la lengua para sellarlo. Se lo ofreció a Jenny, pero ella meneó la cabeza.

-Estoy bien -dijo. Sabía que podría parecerle tonto, pero ya se sentía bastante rara con la proximidad de Nate. No quería perder la cabeza completamente.

-Guay -dijo Nate. Soltó el porro dentro de la bolsa y se la volvió a meter en el bolsillo.

Jenny lanzó un leve suspiro de alivio. Quería cono­cer a Nate cuando fuese Nate, no cuando estuviese totalmente fumado.

-¿Qué, has estado visitando universidades y eso los fines de semana? -preguntó- . ¿Decidiendo dónde quie­res ir?

-S í -dijo Nate, frunciendo el ceño-. Pero también pienso en tomarme uno o dos años sabáticos. Ir a nave­gar con mi padre. Quizá intente meterme en un equipo de la Copa del América.

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- ¡Qué guay! -dijo Jenny, impresionada-. Parece ge­nial, ¿no?

-Quizá me tome tres años sabáticos y podamos ir a la universidad juntos -dijo él, tomándole la mano. Tenía unos dedos pequeñísimos.

Sus miradas se cruzaron y los dos sonrieron un segundo.

El echó la cabeza adelante y la apoyó sobre el hom­bro de ella. Olía a ropa limpia.

-Mmm -dijo. Se sentía muy cómodo con ella. Normalmente, tenía

que fumarse un canuto o tomarse unas copas antes de ver a Blair, para poder enfrentarse a su constante pla­near y hablar del futuro. Pero con Jennifer ni siquiera necesitaba colocarse.

"Oh, Dios mío", pensó Jenny. "Está a punto de besarme".

Cerró los ojos. Le cosquilleaba todo el cuerpo. La cabeza de Nate despedía calórenlo y olía a pino.

-Jennifer -murmuró él, soñoliento. Levantó la cabeza y sacudió su rubio cabello color miel- Qué bien -le recorrió el rostro con los ojos, deteniéndolos finalmente en sus labios.

Jenny lanzó una risilla. Decididamente iba a besarla. -¡Oye, Archibald! -gri tó alguien-. ¡Deja un poco

para los demás, vale! ¡Qué mal! Inoportunos de verdad. Jenny y Nate volvieron. Anthony, Jeremy y Charlie

se acercaban trotando por el césped. Jeremy llevaba un balón de fútbol. Nate se puso rápidamente de pie y se apartó de Jenny.

- H o l a -saludó a sus amigos con naturalidad-. Habéis venido.

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-Hola , chicos -dijo Jenny, poniéndose de pie lenta­mente y quitándose las briznas de césped del uniforme. Ojalá no hubiesen venido.

-¿Qué? ¿Nos vas a liar un canuto o qué? -dijo Antho­ny, señalando con la cabeza la bolsa que asomaba del bol­sillo de Nate.

-Estoy más colocado que el armario de mi madre, tío -mintió él. Sacó la bolsa del todo y se la tiró a Anthony-. Ya hay uno liado.

-Gracias -dijo Anthony, dejándose caer en el cés­ped-. Dios, lo necesito -masculló-. El pesado del con­sejero universitario me tuvo como una hora dale que te pego.

-Y que lo digas -asintió Jeremy. Jenny se mordió las uñas. Sentía que pasaban de ella.

Miró a Nate, pero él le había quitado el balón a Jeremy y driblaba con agilidad.

-Eso no es nada. Mi padre me tiene hasta los huevos con lo de la universidad desde octavo -dijo Charlie-. Ya ha hablado con no sé quién en Yale, para cuando vaya yo. Es como: ¡Vale, papá, tranqui, tío!

-Sigue en pie lo de ir a Brown este fin de semana, ¿no? -dijo Jeremy.

Brown. Jenny prestó atención. Allí era donde iban Dan y Serena el fin de semana.

-Desde luego -dijo Nate. Le pasó el balón a Jenny y ella se lo devolvió suave­

mente, sonriéndole para que supiera que en realidad no le importaba que se hubiesen presentado sus amigos, ni que estuviesen hablando de la universidad cuando ella sólo estaba en noveno. Le gustó saber que Nate no estaba en realidad colocado como el armario de sal

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madre y que le hubiese dicho que pensaba tomarse un tiempo antes de comenzar la universidad. ¡Ya sabía más de él que sus mejores amigos!

-Vente -dijo Nate-. Vamos a jugar al fútbol. Lo único que ocurría es que le hubiese gustado que

él la besase y que no lo hubiese dejado cuando apare­cieron sus amigos.

Dan se sentó en un banco a esperar a Zeke y Serena. Bueno, Zeke seguro que vendría. Y si se presentaba Serena, Dan mandaría a Zeke a tomar viento fresco para que los dejase solos.

Para eso son los amigos. Dan sacó un Camel del bolsillo y se lo puso entre los

dientes. Le temblaban las manos en parte porque había tomado seis tazas de café desde el mediodía y en parte porque estaba nervioso ante la idea de volver a ver a Serena, particularmente si ella había leído su poema. Sacó la libreta del bolsillo y se quedó mirando los últi­mos versos del poema sin verlos. En cualquier momen­to aparecería Serena y le echaría los brazos al cuello, besándolo y llorando a la vez por lo cruel que había sido al no ir el sábado. Le repetiría una y otra vez que ado­raba su poema. Que le adoraba a él.

O no. Dan inhaló demasiado rápido y le dio tal acceso de

tos que casi escupe un pulmón. Luego encendió un cigarrillo con la colilla del otro. Seguiría fumando uno tras otro hasta que ella apareciese. Quizá se habría muerto cuando ella llegase, pero al menos estarían juntos.

Lanzando el humo, miró a la distancia. Una chica baji­ta de tetas grandes y cabello rizado jugaba al fútbol con cuatro tíos cuyas caras le sonaban vagamente. Era su her­mana, Jenny. ¿Desde cuándo iba al parque con aquellos pijillos imbéciles, aquellos gilipollas del Upper East Side? ¿Estaría con ellos el tío ese, Chuck el pervertido? Sintien­do que tenía que protegerla, Dan comenzó a ponerse de pie, pero luego se forzó a volverse a sentar. Jenny parecía estar pasándoselo bien y vio que Chuck no se encontraba allí. Si lo que quería era ser el gilipollas del hermano mayor, podía ir allí y arruinarle el pastel. O podía quedar­se tranquilito y dejar que ella se divirtiese. La podía vigi­lar desde donde se encontraba sentado. Además, Jenny necesitaba conocer gente nueva, especialmente ahora que él estaba con Serena y le dedicaba menos tiempo.

Bueno, estaba con Serena a veces. Si ella aparecía.

-Oye, tengo que marcharme -dijo Jenny, driblando con el balón hasta Nate.

-Vale, ya te llamaré -le puso la mano tras la cabeza y la besó en la mejilla.

Jenny casi se desplomó. -Hasta luego -logró articular, y saludó con la mano a

los demás chicos. Luego se dio la vuelta y caminó rápida­mente hacia Central Park West antes de hacerse pis enci­ma. No veía el momento de volver a ver a Nate. Sola

- T í o , ¿qué opina Blair de tu nueva noviecita? -pre­guntó Anthony cuando ella se marchó. Encendió otro porro, le dio una calada y se lo pasó a Jeremy.

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- N o es mi novia, tío -dijo Nate-. Es una chica guay que he conocido -se encogió de hombros-. Me gusta.

-A mí también me gusta -dijo Jeremy, pasándole el porro a Nate-, pero a Blair no le gustaría nada si se enterase de que estás con una pibita de noveno en vez de con ella, ¿no?

Xate recibió el porro e inhaló profundamente. - N o tiene por qué enterarse -gruñó, sin lanzar el

pomo. Luego exhaló-. Tío , no es que yo vaya a dejar a Blair por Jennifer. No pasa nada.

- N o pasa nada -asintió Charlie, cogiendo el porro. Nate miró arder la brasa en el extremo del canuto.

Sabía que lo que había dicho no era verdad. Sí que pasa­ba algo. Pero no sabía cómo resolverlo.

Un tío tiene que tener cuidado cuando se trata de una tía como Blair. Sabía lo que Blair podía hacer, y no era nada bonito.

-Perdona que llegue tarde, muerto -dijo Zeke, botando el balón contra la cabeza de Dan- . Venga, vamos a jugar.

Dan levantó la cabeza de su libreta. Había comenza­do otro poema titulado: Pies rotos.

Madera astillada, neumáticos pinchados, cristales rotos. El destino hlande su hacha injusta. Colapso. Trataba sobre el deseo de estar con alguien y no

poder llegar allí. Serena estaba obviamente atascada en algún lugar donde no quería estar, languideciendo por Dan, deseando estar con él. Quizá se encontraba en el metro en algún lado, detenida entre dos estaciones. Y él estaba en el parque con Zeke.

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- H o l a -dijo Dan, guardando su libreta en la mochi­la y poniéndose de pie-. Gracias por venir.

-Vete a la mierda. Tenía clases de apoyo de mates, lo sabes perfectamente -dijo Zeke, jugando con el balón.

Se dirigieron a la pista de baloncesto. -Vale, tío, tendrías que trabajar más en mates, así no

necesitarías clases extra. -Y tú tendrías que irte a la mierda porque eres un

gilipollas -dijo Zeke. - ¿De qué vas, tío? -preguntó Dan. Dejó la mochila

junto a la valla de la pista y se quitó la chaqueta. Zeke corría de aquí para allá botando la pelota. Esta­

ba un poco excedido en peso y tenía las caderas anchas como una chica, pero era el mejor jugador de balonces­to del Riverside Prep. Quién lo diría.

-Siempre estás ocupado últimamente y siempre estás de mal humor -dijo-. Cada vez estás más gilipollas.

Dan se encogió de hombros y le hizo una entrada para quitarle el balón.

-Oye, ¿qué quieres que te diga? Tengo novia -dijo. Retrocedió y corrió botando el balón por la pista hacia el aro. Hizo un lanzamiento y falló por cuarenta centímetros.

-Buen tiro, gilipollas -dijo Zeke, corriendo para rebotear- ¿Novia? -dijo, botando el balón sin moverse de sitio. La tripa se le sacudía bajo la camiseta blanca-¿ Quién, Vanessa?

Dan negó con la cabeza. -Se llama Serena. No la conoces -dijo-. Vamos a ir

juntos a visitar universidades este fin de semana. - ¡Qué guapo! -dijo Zeke, girándose para hacer botar

el balón en dirección a la otra canasta. No parecíij impresionado en absoluto.

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Dan miró a su amigo dar un salto para hacer un per­fecto tiro en suspensión. Se quedó quieto hasta que Zeke volvió botando el balón.

-¿Así que vais en serio, eh? -dijo Zeke, lanzándole el balón.

Dan lo cogió y se quedó donde estaba. No estaba seguro de qué responder a eso. Para él era muy serio, de eso estaba seguro. Pero ¿estaría Serena contándoles a sus amigas todo sobre Dan, su nuevo novio? ¿Estaría soñando con su fin de semana juntos?

Pues va a ser que no. En aquel preciso momento, Serena estaba en el den­

tista, haciéndose arreglar una muela. Tenía hambre y estaba un poco molesta porque tendría que esperar que se le pasasen los efectos de la novocaína para poder comer.

Un material no muy apropiado para la poesía. También había leído el poema de Dan y no sabía qué

pensar. Estaba acostumbrada a que los chicos le presta­sen atención, pero no aquel tipo de atención. Dan se estaba poniendo un pelín acosador y aquello comenza­ba a causarle rechazo.

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B tiene hermano nuevo

-¿Qué tipo de preguntas has preparado? -le pregun­tó la señora Glos a Blair. Era miércoles por la tarde y la señora Glos preparaba a Blair para su entrevista en Yale del sábado-. Tendrás que mostrarles que estás interesa­da en las cosas típicas de Yale, que no solicitas plaza allí porque es una buena universidad y tú eres hija de un ex alumno.

Blair asintió con impaciencia. ¿Qué sé creía la seño­ra Glos que era, una imbécil?

La señora Glos descruzó las piernas y se quitó una pelusita de las medias de color tostado. Su torso era grueso y cuadrado como el de un hombre, pero Blair se dio cuenta de que tenía unas piernas excelentes para una consejera universitaria cincuentona.

-Les preguntaré sobre oportunidades de trabajar en Francia el primer año. Les preguntaré sobre las instala­ciones deportivas y sobre el alojamiento. Ah, y les pre­guntaré sobre la contratación de trabajo -dijo Blair. Abrió su PalmPilot y lo apuntó.

- M u y bien. Eso les mostrará que no sólo te interesas en el estudio, sino que eres una persona equilibrada que estás interesada en participar - la señora Glos cerró la car­peta de Blair y la volvió a meter en un cajón de su mesa-Te irá bien -le dijo a Blair-. Estás más que preparada.

Blair se puso de pie. Ya sabía que estaba preparada. Llevaba toda la vida preparándose para aquello.

-Gracias, señora Glos -dijo, y cogió el pomo de la puerta-. Si todo sale bien, puedo presentar mi solicitud y olvidarme de buscar otras universidades, ¿no?

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-Bueno, no pierdes nada con ver algún otro sitio, quizá encuentres algo que te guste más -dijo la señora Glos, secándose la nariz con un kleenex-, pero no veo motivo por el que Yale no te acepte.

-Bien -sonrió Blair. Luego abrió la puerta y la cerró tras de sí, satisfecha.

Cuando Blair llegó a su ático de la calle Setenta y Dos, se dio cuenta inmediatam.ente de que había algo diferente. El pasillo estaba lleno de maletas y cajas. En la tele gigantesca de la biblioteca se oía T R L a todo volumen. Las uñas de un perro repiquetearon en el par­qué y había una correa colgando del pomo de la puerta.

Blair entró y dejó caer su mochila al suelo. La reci­bió un enorme boxer color marrón que se acercó al tro­te y le hundió el hocico en la entrepierna.

- H o l a -dijo, apartando el morro del perro-. Pírate -se asomó por el largo pasillo-. ¿Mamá?

Se abrió la puerta de la habitación de su madre y Cyrus Rose salió. Llevaba su bata favorita de Versace de seda roja y chanclas de bambú. Tenía aspecto rela­jado.

-¡Hola, Blair! -exclamó. Se acercó chancleteando y la estrechó en un abrazo de oso-. Tu madre está en la bañera. Pero es oficial: me he mudado. ¡Y Aaron y Moo­kie se han mudado también!

-¿Mookie? -dijo Blair, retrocediendo un paso. No le gustaba estar tan cerca de Cyrus cuando era muy posi­ble que él no llevase nada bajo aquella bata.

-¡El perro de Aaron! Es un verdadero gorrón. Ja, ja! Mookie, el gorrón -dijo Cyrus, haciendo sonar sus cor-

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tos dedos ensortijados-. La madre de Aaron viaja mucho y estaba más solo que la una en aquella casa tan grande de Scarsdale, con Mookie por toda compañía, así que ha decidido mudarse con nosotros. Como dice tu madre: ¡Cuantos más, mejor!

Blair se quedó de piedra, sin poder creérselo. El perro, Mookie, se acercó a ella por detrás y le olisqueó el culo.

- ¡No , Mookie! -exclamó Cyrus, riéndose-. Ven aquí, chico. Ayúdame a presentar a Aaron, venga -cogió al perro del collar y lo llevó hacia la biblioteca.

Blair tuvo la sensación de que tenía que seguirlos, pero se quedó donde estaba, conmocionada.

Un momento más tarde, una cabeza llena de cortas rastas castañas se asomó tras la puerta de la biblioteca. La cabeza pertenecía a un chico de la edad de Blair con grandes ojos castaños, tez pálida y labios rojos que se curvaban en una sonrisa.

- H o l a -dijo el chico-, soy Aaron. Se acercó metiendo ruido con sus botas para ofrecer­

le su mano a Blair. Su camiseta estaba rota y tenía una desteñida imagen de Bob Marley. Se le veía el elástico de los calzoncillos por encima de la cintura de los pan­talones.

¿Qué? Blair tocó su mano lo menos posible antes de apar­

tarla. -Así que supongo que ahora somos compañeros de

piso, ¿eh? -dijo Aaron, sin perder la sonrisa. Otro qué. -Espero que no te moleste, pero encerré a tu gato

en tu dormitorio porque estaba asustado con Mookie.

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Infló el rabo como un globo -dijo él, y se rió sacudien­do sus rastas.

Blair le lanzó una mirada furibunda. -Tengo que hacer mis deberes -dijo, y se dirigió a su

habitación dándole con la puerta en las narices. Sola en su cuarto, cogió al gato y se tiró en la cama.

Kitty Minky comenzó a amasar su jersey con las patas. -Tranquilo, bebé -murmuró Blair, apretándolo con­

tra su pecho. Cerró los ojos con fuerza y hundió el ros­tro en su suave piel, deseando que el mundo desa­pareciese.

Mantuvo los ojos cerrados y el cuerpo quieto. Si se quedaba así lo suficiente, quizá todos se olvidasen de ella y no tuviese que seguir siendo Blair Waldorf y vivir su vida, que cada día era más estúpida. Se podría convertir en alguien más e ir a Yale igual. Finalmente, después de buscarla y buscarla durante años sin darse por vencido, Nate la encontraría. Sería como una vieja película en blanco y negro en la que la heroína tiene amnesia y se enamora de otro hombre, pero el hombre que siempre la amó nunca se da por vencido hasta que la encuentra y le pide que se case con él, aunque ella no pueda recordar su nombre. Luego, cuando él le regala su bufanda vieja, llena de aromas y momentos juntos, ella recobra la memoria y dice: "Sí, quiero", y viven felices y comen perdices. Los créditos de la película comenzaron a pasar en su mente con un suave acompañamiento de violines.

Cuando todo lo demás fallaba, Blair siempre podía ir al cine en su cabeza. Pero mejor no mencionarlo en la solicitud de admisión a Yale, a ver si le ponían una P de psicótica.

Al rato, Blair soltó a Kitty Minky y se sentó. Cogió el mando de la tele y pulsó play. Su vídeo se puso en marcha y pronto la primera escena de Desayuno con dia­mantes comenzó a pasar una y otra vez: Audrey Hep-burn, todavía vestida de noche después de haber salido hasta las tantas, comiendo cruasanes frente a Tiffany's. Aquélla era la película con la que Blair entraba a con­curso en el festival de cine del Constant Billard. Audrey comiendo cruasanes con la música de El apren­diz de brujo, admirando los diamantes de un escaparate de Tiffany's. Y otra vez con un tema de Duran Duran: Girls on Film. Otra vez con Rocketboy de L i z Phair. Y otra vez con otra música. Blair veía algo diferente en la escena cada vez. No se cansaba nunca de ella. Espera­ba que el jurado del festival sintiese lo mismo el lunes.

Llamaron a la puerta y Blair se dio la vuelta para ver quién tenía la desfachatez de molestarla. Abrieron. Era Aaron. Mookie se metió entre sus piernas. Kitty Minky lanzó un aullido y se escondió en el armario.

-¡Mookie, no! -gri tó Aaron, cogiendo al perro del collar-. Lo siento -dijo, pidiéndole perdón a Blair con la mirada. Empujó a Mookie para que saliera y le dio una palmada en el trasero-. Malo - lo regañó.

Blair lo miró fijamente, con la barbilla apoyada en las manos, odiándolo cada vez más.

- ¿ Q u é -dijo Aaron-, hace una birra o algo de bebercio?

Blair no respondió. Odiaba la cerveza. Los ojos oscuros de Aaron se posaron en la pantalla

de la tele. -Oye, ¿te mola esa antigualla? -dijo. Blair cogió el mando y apagó la televisión. No per­

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miaría por nada del mundo que Aaron insultase a su peli. ¿Acaso no había hecho suficiente daño ya?

-Sé que para ti será un marrón que nos mudemos aquí de repente, con la boda y eso. Pensaba que si que­rías hablar, ¿sabes?, o algo así, por mí, guay.

Blair siguió mirándolo con frialdad, deseando que se fuese.

Aaron carraspeó. -Estaba con tu hermanito, Tyler, ¿sabes? Vimos un

poco la tele y nos tomamos una birra. Bah, yo tomé la birra, él una coca. Pues parece que no se siente mal por la movida de la boda. Está bien, el enano.

Blair parpadeó. ¿Se creía el gilipollas aquel que esta­ban conversando?

-Vale -dijo Aaron-. Ejem, vamos a comer todos jun­tos luego. Yo soy vegan5, así que iremos a un restauran­te vegetariano. Espero que te mole -retrocedió, esperó un momento a que Blair respondiese. Al ver que no lo hacía, sonrió con resignación y cerró la puerta.

Blair se volvió a dar la vuelta en la cama y se abra­zó a la almohada. Por supuesto que era vegan. Típ i ­co. Deseó tener un cacho de carne cruda que tirarle a la cara.

¿Qué? ¿Acaso pretendían todos que le diese a su nuevo hermanastro seudo hippy una calurosa bienveni­da sólo porque se había instalado en su casa, tomaba cerveza como si fuese el dueño del cotarro y se porta­ba con Tyler como "Don Comprensivo"? Pues que se olvidasen del tema.

5 Vegan: vegetariano estricto que no come ningún producto animal como huevos, leche, etc. También está el lacto-ovo, que come leche y sus derivados.

Al menos no iba a estar en casa el fin de semana y pronto se habría ido a Yale y alejado de aquel circo de frikis para siempre. Quizá si le dijese a Nate lo que había sucedido, a él le daría pena y la acompañaría a New Haven después de todo. Cogió el teléfono junto a su cama y pulsó el número de Nate.

-¿Sí? -respondió Nate al quinto tono. Parecía fumado. -Hola , soy yo -dijo Blair, con la voz un poco trému­

la. De repente, sintió deseos de llorar. -Hola . Blair se puso boca arriba y miró el techo. Kitty

Minky se asomó por el armario, sus ojos amarillos bri­llando.

- M e preguntaba si no habrías cambiado de opinión y quizá quisieses acompañarme a Yale... -se le quebró la voz. Iba a echarse a llorar de verdad.

-Naa, los chicos están que flipan por hacer el viaje en coche -dijo Nate.

-Vale -dijo Blair-. Es que... toda la movida esta de la boda... y ahora... -se calló. Dos lágrimas le brotaron por las comisuras de los ojos y comenzaron a rodarle por las mejillas.

-Oye, ¿estás llorando? -preguntó Nate. Las lágrimas siguieron brotando. Nate parecía estar

a miles de kilómetros. Estaba tan triste que no podía explicarle nada. Ni siquiera le había agradecido el rega­lo. ¡Menudo gilipollas!

-Tengo que colgar -dijo, sorbiendo las lágrimas-. Llámame mañana, ¿vale?

-Te lo prometo -dijo Nate, pero Blair ya sabía que no lo haría. Ni siquiera se acordaría de la llamada de tan fumado que estaba.

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-Adiós -dijo Blair, y colgó. Ti ró el teléfono sobre la cama y rascó con las uñas el edredón. Kitty Minky salió

diosamente del armario y saltó sobre la cama. -Tranquilo, mi bebé -le dijo Blair, acariciándole la

cabeza. Alzó al gato y se lo puso sobre la tripa-. Tran-] tilo.

Kitty Minky cerró los ojos y se acomodó en los cáli­dos pliegues de su jersey, ronroneando feliz. Blair deseó poder encontrar a alguien que la hiciese sentir así. Había pensado que esa persona sería Nate, pero él esta­ba resultando igual de gilipollas y decepcionante que todo lo demás en el marrón de su vida.

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¿ 9~ CosasdeChicas.net

Todos los nombres reales de sitios, gente y hechos han sido alterados o abreviados para proteger a los inocentes. Es decir, a mL

temas -4 anterior siguiente • envía una pregunta respuesta

¡Qué hay, gente!

A S U N T O S D E F A M I L I A

Sé que el odio es una mala palabra y eso, pero no pasa nada: somos adolescentes. Se supone que odiamos a nuestros padres de vez en cuando. También tenemos permiso para odiar a cualquier hermano, mayor o menor, que nos moleste, en particular a los que ni siquiera son parientes nuestros y que nadie ha pedido.

Sin embargo, si uno de estos hermanos caídos de sopetón resulta ser un chico bastante guapo con rastas que resulta que sé que es un excelente guitarrista y es el tío más mono del mundo mundial, quizá desearías ser simpática. Flirtear inocentemente con tu futuro herma­nastro no está mal ni es ilegal. En realidad, ¡es muy divertido y muuuuy conveniente si vivís en la misma casa! Sólo es algo que se me ocurrió pensar, aunque no parece que B haya tenido en cuenta esta opción.

Vuestro e-mail

P: Querida Chica Cotilla: He oído que B es una choriza total. Cosas como qoe

cuando estaba en preescolar robaba los lápices y borraM dores Barbie y eso. Y no podías invitarla a dormir a m

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casa porque te robaba la ropa. También he oído que robó un reloj en Tiffany.

-Peekaboo

R: Querid® Peekaboo: B lleva un Rol ex desde cuarto, así que no estoy tan

segura de ello. Igual, gracias por el dato. ~ - C C

P: hola, gossip grl: Estoy casi segura de haber visto a N hablando con la

chica esa de noveno del Constance en la Ochenta y Seis.

-owl99

R: Querida owl99: ¿Y? Eso ya es agua pasada. Tendrás que afinar

mucho más que eso. - C C

Visto por ahí

N comprando una bolsa tamaño familiar de hierba en su fiel pizzería de la esquina de Ochenta y Madison. Seguro que se preparaba para su viaje. B y su aumenta­da familia en Saks, haciendo felices compras para la boda. En realidad, B se pasó la mayoría del tiempo enfurruñada en el salón de señoras. S paseándose por el departamento de cosméticos de Barneys nuevamente, comiéndose las uñas. D languideciendo en un banco del Riverside Park y fumando un cigarrillo tras otro. J escri­biendo con su excelente caligrafía el nombre de N en

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sitios discretos por toda la ciudad. Mi mantel individual en Jackson Hole estaba todo escrito.

L O Q U E H A Y Q U E T E N E R C U A N D O S E V A D E VISITA A L A U N I V E R S I D A D

Un coche.

Colegas. Preferentemente que no estén tan entusias­mados con la universidad como para que no se asusten en caso de que decidas pasar de la visita a la universidad y quedarte viendo pelis y jugando a beber en la habita­ción del motel.

Ropa con la que no te importe dormir u olvidártela en las habitaciones de un motel en las que seguramen­te te alojarás de camino a la unk

Ropa buena que ponerte para la entrevista. Pero no te pases, porque le puedes dar a tu entrevistador com­plejo de inferioridad. Muchos de ellos no saben la dife­rencia entre Barneys y Wal-Mart.

Artículos diversos: botes de Bud, donuts Entenmann bañados en chocolate, Pringles, etcétera.

Tú sabes que me ador Chica Cotilla

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B se las pira

- ¿ N o crees que es un poco estilo Little Bo Peep? -rreguntó la madre de Blair. Dio varias vueltas en la plataforma elevada de la sección de novias del Saks de Quinta avenida, haciendo girar la amplia falda del traje le novia de satén y encaje.

Blair negó con la cabeza. Ver a su madre vestida con un vestido blanco de gran escote y manguitas abullona-das le daba deseos de vomitar, pero cuanto antes salie­sen de allí, mejor. Tenía que prepararse para su entrevista en Yale mañana.

-Es bonito -mintió. - N o sé si corresponde que vaya de blanco -reflexio­

nó la señora Waldorf-. Me refiero a que ya he tenido mi vestido de novia blanco -se volvió hacia Blair-. ¿Qué te parece si lo hago teñir? Quizá quedase bonito en un beige dorado o un lila pálido.

Blair se encogió de hombros y se movió, incómoda, en el antiguo sofá de dos cuerpos de imitación en el que se sentaba.

-A mí no me importa el blanco -e l tema del teñido parecía que tardaría más.

-Siempre lo podemos teñir una vez que esté hecho -sugirió la vendedora-. ¿Quiere entonces que le tome las medidas para éste? -hasta ella se estaba impacien­tando. Ya habían visto siete vestidos y tres trajes de cha­queta. Si la señora Waldorf quería que su traje estuviese listo en sólo dos semanas, tendría que mover el culito.

La madre de Blair dejó de girar y se examinó crítica­mente en el gran espejo de cuatro paneles.

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-Creo que es el que más me favorece de todos lo que me he probado -dijo-. ¿No te parece, Blair?

Blair asintió con entusiasmo con la cabeza. -Claro que sí, mamá. Te hace muy delgada. Su madre sonrió encantada. La forma de llegarle al corazón a cualquier chica es

decirle que parece delgada. Las chicas mueren por estar delgadas.

- D e acuerdo entonces -dijo radiante de emoción-. Vamos a ello.

La vendedora comenzó a acomodar el vestido, cla­varle alfileres, medir aquí y allí y apuntar en un papeli-to. Blair miró el reloj. Ya eran las tres y media. Aquel muermo de movida no acababa nunca.

-¿Has encontrado algo que quieras que lleven las damas de honor? -le preguntó su madre.

-Todavía no -dijo Blair, que ni siquiera había bus­cado. Su madre quería que encontrase un vestido de confección que le pareciese divino y comprarlo igual para todas las damas de honor. A Blair le encantaba hacer compras, pero le costaba trabajo entusiasmarse con este vestido en particular. Odiaba usar la misma ropa que otra gente. Después de todo, se había pasa­do la mayor parte de la vida llevando un jodido uni­forme.

- V i uno ideal en Barneys. Chloé, creo que era la diseñadora. De seda color chocolate y bordado en pedrería, con tirantes finísimos. Largo, cortado al bies. M u y sofisticado. Le quedará fantástico a Serena con esas piernas tan largas y ese pelo rubio. No estoy muy segura, sin embargo..., quizá te haga parecer un poco... caderona.

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Atónita, Blair le lanzó a su madre una mirada furio­sa a través del espejo. ¿Insinuaba que Blair era gorda? ¿Más gorda que Serena? Se puso de pie y cogió su bol­sa de los libros.

- M e voy a casa, mamá -dijo enfadada-. No tengo más tiempo para hablar de ropa. Por si te has olvidado, tengo mi entrevista en Yale mañana, lo cual, para mí, es un poco más importante.

La señora Waldorf se dio la vuelta de golpe con un revuelo de faldas, haciendo que a la vendedora se le cayera la almohadilla de los alfileres.

- ¡Me había olvidado! -exclamó, sin darse cuenta en absoluto del tono mortificado de su hija-. Cuando Cyrus oyó que pensabas tomar el tren para ir hasta New Haven mañana, tuvo una brillante idea.

¡Oh, Dios! Cualquier idea brillante de Cyrus tenía que ser un horror. Blair esperó, preparándose para lo peor.

-Está todo arreglado. ¡Te lleva Aaron! Quiere ir a ver Yale también y tiene un coche aparcado en un gara­je en Lexington -se apresuró a explicar su madre-. ¿No te parece perfecto?

Blair sintió nuevos deseos de llorar. "¡No!", deseó gritar. "¡No es perfecto, mamá! ¡Es una mierda!". Pero no iba a echarse a llorar en el departamento de novias de Saks. Habría sido más que patético.

-Hasta luego -dijo abruptamente, dándose la vuelta para marcharse.

Su madre la vio alejarse con el ceño fruncido. "Pobre Blair", pensó. "Estará nerviosa por su entrevista en Yale".

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Blair anduvo las veintidós manzanas hasta su casa tragándose las lágrimas de rabia. Pensó en registrarse en el Pierre Hotel y comenzar la primera etapa de su desaparición. Podía llamar a su padre y decirle que que­ría vivir con su novio y él en su chateau francés. Podía aprender a pisar uva o la mierda que hiciesen allí.

Pero tenía que acabar su último año en el Constance. Tenía que hacerlo por fin con Nate. Y tenía que ir a Yale.

Ajo y agua. Cuando subió al ático, Mookie corrió por el pasillo y

se le tiró encima, lamiéndola la cara y retorciéndose excitado. Blair dejó caer su bolsa de los libros y se sen­tó en el suelo. Dejó que el perro la sobase toda mien­tras las lágrimas le corrían por las mejillas. El aliento de Mookie olía a culo.

Decididamente, más hundida no podía estar. -Hola , ¿qué pasa? -preguntó Aaron asomando la

cabeza por la puerta de la biblioteca. Se acercó a ella-. ¡Mookie, no! -gri tó, apartando al perro-. No dejes que te haga eso. Se va a enamorar de ti y comenzará a aga­rrársete a la pierna y esas cosas.

Blair contuvo un sollozo y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.

-¿Qué? ¿Preparada para la movida de Yale manar.: --preguntó Aaron, extendiendo la mano para ayudarla a levantarse del suelo.

Blair hizo caso omiso de ella. Necesitaba una copa desesperadamente.

- N o veo el momento de largarme de aquí -murmu­ró angustiada.

-Pues podríamos marcharnos ahora si quieres. Sería más divertido si no tuviésemos que madrugar para ir a

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tu entrevista -dijo Aaron. Se colocó las rastas tras las orejas. Blair no había visto a nadie hacer algo así.

-¿Ahora? -Blair aceptó la mano de Aaron y se puso de pie, trémula. No era lo que había planeado, pero... ¿por qué no? Así, Aaron y ella viajarían de noche. Ten­drían que quedarse en un hotel en algún sitio. Ten­drían coche. Podrían ir donde quisieran. A cualquier sitio que no fuese allí.

Sería espontánea por una vez. -Vale -dijo, sorbiendo las lágrimas nuevamente-. Lo

único es que tengo que hacer la maleta. -Guay -dijo Aaron-. Yo también. ¡Oye, Tyler! - l l a ­

mó. Tyler salió de la biblioteca en calcetines. Llevaba una de las camisetas de Aaron en la que ponía "Legali­zad el cáñamo" y tenía chocolate en la cara-. Lo siento, tío. No puedo acabar de ver la segunda parte de Matrix contigo -le dijo Aaron-. Blair y yo nos vamos de viaje en coche.

- N o pasa nada -dijo Tyler-. Las segundas partes son siempre una mierda.

Blair pasó junto al niño y corrió a su habitación a prepararse. Se le había acelerado el pulso. Por más que odiase a Aaron, estaba tan ansiosa por pirarse de allí que le daba igual que tuviese que hacerlo con él. Siempre y cuando no intentase comportarse como el hermano ideal y no jodíese mucho con el entorno y todo ese rollo.

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Encuentro en Grand Central Station

Cuando Serena llegó al bar del segundo piso en Grand Central Station, Dan ya estaba allí fumando un cigarrillo y tomando ginebra con tónica. Parecía nervioso.

- H o l a -dijo Serena sin aliento. Estaba sin aliento porque siempre llegaba tarde. A

Dan le gustaba imaginársela descender del cielo para llegar allí. Era un vuelo muy largo.

- L a cocinera me dio unos bocadillos por si tenemos hambre.

¡Su cocinera! Si era una princesa de fábula, tenía que tener cocinera.

Dan hizo girar el cubito de hielo de su vaso. Serena vestía un jersey azul que hacía que sus ojos fuesen más azules y más grandes que nunca.

- H e traído una botella de vino -le dijo-. Podemos hacer un picnic.

Serena se sentó en el taburete junto al de él. El bar­man le puso una copa de burbujeante K i r Royale color lavanda con una servilletita delante.

- M e encanta este sitio -dijo ella, cogiendo la copa. El barman ya sabía lo que ella iba a tomar. ¿Podáj

Dan le ofreció un cigarrillo, se puso otro en la boci y encendió los dos. Se sentía todo un seductor.

Serena exhaló, lanzando el humo hacia el ornamen­tado techo de la estación.

-Creo que lo me más me gusta de viajar son las esta­ciones y los aeropuertos y los taxis. Son tan... ser -dijo.

haber algo más guapo?

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Dan dio una calada a su cigarrillo. -Sí -dijo, aunque no coincidía con ella en absoluto.

No veía el momento de llegar allí. En cuanto Serena y él estuviesen solos...

-Qué? Xo estaba seguro de lo que pasaría, pero estaba

seguro de que sería algo. -Te gustará mi hermano Erik -dijo Serena, sorbien­

do el K i r Royale-. Le gusta filosofar. Pero también le gustan las juergas.

Dan asintió con la cabeza y se apartó los rizos casta­ños. Se había olvidado de Erik. Con un poco de suerte, Erik estaría de juerga con sus colegas mientras ellos estaban allí. De esa manera, Dan tendría a Serena para él sólito.

Los tablones anunciando las salidas y llegadas de los frenes se encendían y apagaban según cambiaban las horas y destinos de los trenes que llegaban y partían. La estación hervía de actividad. La gente corría a coger su tren o se quedaba parada esperando para saludar a sus amigos.

-Nuestro tren sale en quince minutos -dijo Serena, frunciendo los párpados para leer el tablón de salidas-. Un cigarrillo más y tenemos que marcharnos.

Dan sacó dos cigarrillos más del paquete e hizo girar su taburete para coger el mechero.

-Oye -dijo Serena-, que he leído tu poema -tenía que sacar el tema en algún momento y ahora era un momento tan bueno como cualquier otro. El poema era bueno, pero la hacía flipar.

Dan se quedó petrificado. Con el rabillo del ojo vio las figuras vagamente fami­

liares de cuatro chicos entrar a la estación por la puer-

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ta de la Vanderbilt Avenue. Uno de ellos se detuvo y se quedó mirando a Serena fijamente.

Nate estaba fumado, pero no alucinaba. Serena van der Woodsen estaba sentada allí mismo, en el bar de la Grand Central. Vestía pantalones anchos de pana blan­ca, un jersey de cuello en pico azul brillante y sus botas de ante favoritas. El jersey hacía que sus ojos resultasen todavía más profundos y oscuros.

Blair le había hecho prometer que se olvidaría de Serena, pero Nate nunca había estado seguro de poder hacerlo. Había intentado evitarla, porque ver a Serena generalmente le causaba mucha pena.

Esta vez no. Esta vez algo había cambiado. Cuando miraba a Serena, lo único que veía era a una hermosa amiga de toda la vida.

-¡Oye, yo conozco a esos chicos! -dijo Serena, bajándose de un salto del taburete. Dejó su cigarro sin encender en el bar y se dirigió hacia Nate.

-Espera -dijo Dan. No le había dicho lo que pensa­ba de su poema.

Vio a Serena acercarse al chico que la había estadal mirando fijamente y besarle la mejilla. De repente, Dan supo por qué aquellos chicos le resultaban conocidos-Eran los mismos que había visto jugando al fútbol coa su hermana en el parque.

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-¡Hola, chicos! -dijo Serena, esbozando su inimita­ble sonrisa-. ¿Dónde vais?

Era típico de ella acercarse, darle un beso a Nate y decir "hola" como si no se hubiese dado cuenta de que Nate había pasado de ella desde su vuelta a Nueva York el mes pasado.

Serena no era rencorosa en absoluto. Lo contrario que alguna gente que conocemos.

-Nos vamos a Brown -dijo Anthony-, pero primero tenemos que ir a buscar el coche de la madre de Jeremy a New Canaan.

- ¿En serio? -exclamó Serena, y se le iluminaron los ojos-. Nosotros también vamos a Brown. Mi hermano va allí, así que nos quedaremos con él. ¿Queréis que vayamos juntos?

Nate frunció el ceño. Ir a Brown con Serena decidi­damente no estaba en el libro de reglas de Blair de lo que Nate podía hacer sin ella. Pero ¿por qué iba a seguir las reglas de ella?

-Genial -dijo Jeremy-. Vamos todos juntos. -Guay -dijo Serena-. Probablemente os podáis que­

dar con mi hermano también. Se dio la vuelta e hizo un gesto al chico pálido y desaliñado que se encorvaba sobre la barra-. Oye, Dan. Ven aquí.

Dan se puso de pie y se acercó. Serena se dio cuenta de que tenía un aspecto un poco triste.

-Chicos, éste es Dan. Dan, éstos son Nate, Charlie, Jeremy y Anthony. Vendrán con nosotros a Brown.

Miró a Dan con una sonrisa radiante y él intentó devolverle la sonrisa; lo intentó de verdad, pero le resultó difícil. ¿Por qué no se habrían subido al tren antes? Podrían haber estado felices, comiendo los boca-

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tas de la cocinera de Serena acompañados con vino en vez de compartir el viaje con cuatro niños de papá del St. Jude que monopolizarían totalmente a Serena y cambiarían totalmente el tono del viaje. Adiós a los susurros con las manos entrelazadas bajo la mesa en cafeterías que no cierran en toda la noche. Adiós a dor­mir juntos en el suelo de la habitación de su hermano. Ya no era más un fin de semana romántico: se había convertido en un viaje por carretera para visitar la uni­versidad, una juerga sin sentido.

¡BUUUUU! Dan nunca se había sentido tan desilusionado. -Guay -dijo. Deseó estar en su habitación escribien­

do sobre el fin de semana que podría haber pasado. - D e acuerdo, a moverse entonces. Será mejor que

no perdamos ese tren -dijo Charlie. Serena enlazó su brazo con el de Dan y le hizo bajar

las escaleras con ella. -¡Vamos! -exclamó corriendo. Dan salió a trompicones tras ella. No tenía otra

opción. Nate los siguió sintiéndose un poco triste también.

Deseó haber traído a alguien con él, y no era precisa­mente en Blair en quien pensaba.

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Best Western versus Motel 6

-Quizá deberíamos pasar por Middletown de cami­no. Visitar Wesleyan -sugirió Aaron. Pulsó el mechero del Saab y abrió el techo.

Acababan de entrar en la 1-95 en Connecticut. Blair había ido todo el tiempo en silencio mientras Aaron maniobraba para salir de la ciudad. Una música de reg-srae que nunca había oído en su vida sonaba en el es­téreo.

"You want to lively upyourself.". Blair se quitó los zapatos y puso los pies con calceti­

nes sobre el salpicadero. - E l único sitio en el que voy a solicitar plaza es en

Yale -di jo- , pero podemos pasar por Wesleyan si quieres.

Aaron sacó un cigarrillo de una lata con aspecto raro v lo encendió.

- ¿Qué te hace pensar que entrarás? -preguntó. -Llevo planeando entrar desde que era pequeña

-dijo Blair con un encogimiento de hombros-. ¿Qué es, maría?

- ¡Qué va, tía! -dijo Aaron con una sonrisa-. Son de hierbas. ¿Quieres probar uno?

-Prefiero éstos -dijo Blair con una mueca, sacando un paquete de Merit Ultra Lights de su bolso.

-Esos te matarán -comentó Aaron. Deslizó el coche al carril central y dio una profunda calada-. Estos son cien por cien naturales.

Blair lanzó una mirada de rabia por la ventanilla. La verdad era que no tenía ningún deseo de que Aaron le

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dictase cátedra sobre las propiedades de sus cigarrillos especiales.

-Gracias, pero no -dijo, deseando poner fin con ello a la conversación.

-Estoy intentando imaginarme si serás juerguista o no -dijo Aaron-. Algo me dice que cuando te sueltas la melena puedes ser bastante alocada.

Blair siguió mirando por la ventanilla. La verdad era que tenía razón, pero le importaba una mierda lo que pensase Aaron. Que pensase lo que quisiese.

- E n realidad, no -dijo, fumando su cigarrillo. -¿Qué , tienes novio? -Sí . -¿Pero él no quiere ir a Yale? - N o . Quiero decir, sí -se corrigió Blair-. Pero este

fin de semana ha ido a Brown con unos amigos. -Comprendo -dijo Aaron, asintiendo con la cabeza. Algo en su forma de decirlo enfureció totalmente

a Blair. Era como si los hubiese calado completamen­te a Nate y ella y supiese que ella prácticamente se había postrado de rodillas y rogado a Nate que la acompaña­se a New Haven, pero él se había negado.

Aaron se podía ir a la mierda por hacerla sentir tan maL - M i r a , no es de tu incumbencia, ¿vale? -le espetó-.

Limítate a conducir, ¿quieres? Aaron meneó la cabeza y señaló la lata de cigarrillos

de hierbas que había dejado sobre el salpicadero. -¿Estás segura de que no quieres uno? -ofreció-. Te

calmarán. Blair negó con la cabeza. -Vale-dijo Aaron. Se metió en el carril central y ace­

leró hasta ciento cuarenta.

Blair lanzó una mirada a la mano que él apoyaba en la palanca de cambios. Tenía un moratón en la uña del pulgar y llevaba un anillo con forma de serpiente. Si no hubiese sido su casi hermanastro, habría resultado sexy.

Pero él era su casi hermanastro y aquello no era sexy.

Dan estaba tan deprimido que ni siquiera pensó en colocarse con los colegas de Nate en el asiento trasero. Durante todo el camino hacia Ridgefield, Serena, Nate y sus amigos habían hablado de cosas que Dan no cono­cía. Como bares donde él nunca había estado o sitios donde nunca había ido a navegar o a jugar al tenis. Dan había pasado el verano trabajando media jornada en una librería en Broadway y otra media en una tienda delicatessen. En la librería le daban libros gratis y en la deli podía tomar todo el café que quisiese. Era genial. Pero no había compartido aquello con los otros, porque no tenía ni un pelo de glamuroso.

Dan sabía que Serena no intentaba hacerse la estira­da. No era así. No era una trepa, porque ya estaba en el escalón más alto. Lo que le deprimía era que ella no quisiese estar a solas con él de la misma forma que él quería estar a solas con ella. Si lo quisiese, no habría convertido su fin de semana íntimo en una juerga estu­diantil.

-¿Quién quiere una? -gri tó Serena desde el sitio del copiloto. Se dio la vuelta y pasó por encima del respal­do un paquete de seis Bud.

-¡Yo! -exclamaron los cuatro chicos, incluyendo a Nate, que estaba al volante.

139

- T ú no, Nate -dijo Serena-. Tienes que esperar has­ta que paremos.

-Joooo, venga -dijo Nate-. Estaba fumado cuando hice mi examen de conducir.

- L o siento -dijo Serena, devolviéndole la cerveza a Charlie-. Querías ser Papi el Conductor, así que ten­drás que apechugar.

-¿Falta mucho, papi? - r ió Anthony, pateando el asiento de Nate.

-Silencio ahí atrás -gri tó Nate con voz grave-, o tendré que daros una tunda.

El asiento trasero explotó en carcajadas. Dan estaba encorvado junto a la ventanilla, mirando

pasar los carteles de la 1-95, odiando a Nate y a sus ami­gos. Primero se habían llevado a su hermana y ahora a su novia. Como si no tuviesen todo lo que pudiesen desear servido en una jodida bandeja de plata. Dan sabía que aquello no era exactamente justo, pero no le gustaba ser justo. Estaba furioso.

Metió la mano en el bolsillo para sacar un Camel, la mano temblándole más que nunca. Una cosa era cierta. Por algún motivo había venido. Mañana bordaría su entrevista en Brown.

Aaron vio el cartel del Motel 6 a unos treinta kiló­metros de New Haven y salió de la carretera.

- ¿ Q u é haces? -dijo Blair-.Todavía no hemos llega­do.

-Sí, pero es un Motel 6. Estamos bastante cerc*| -como si aquello lo explicase todo.

- ¿Qué tienen de especiales los Moteles 6?

140

-Son limpios. Son baratos. Tienen televisión por cable. Y las expendedoras son geniales -dijo Aaron.

-Pensé que pararíamos en un sitio bonito, con servi­cio de habitaciones -dijo Blair. Jamás se había alojado en un motel.

-Confía en mí -dijo Aaron, deteniendo el coche frente a la oficina del motel.

Enfurruñada, Blair se quedó en el coche de brazos cruzados mientras Aaron entraba a averiguar. Pretendía hacerse el campechano con la gente como si no fuese un niño rico. La ponía de los nervios. Sin embargo, le parecía un poco cutre llegar a un motel en un Saab rojo con un chico con rastas. El aparcamiento estaba poco iluminado y las habitaciones tenían cortinas. Parecía la clase de sitio adonde uno iría para desaparecer de una vida anterior.

Aaron volvió con una llave. -Les quedaba solamente una habitación. Pero tiene

una cama grande. ¿Te parece bien? Blair estaba segura de que Aaron suponía que ella

montaría el numerito y exigiría una habitación para ella sola.

-Vale -dijo. Era capaz de negociar. Aaron se volvió a subir al coche y salió del aparca­

miento con un chirriar de neumáticos, volviendo a la carretera.

-¿Dónde vamos ahora? -exigió Blair. Odiaba la manía que tenía Aaron de hacer lo que le daba la gana sin preocuparse de lo que ella quería.

-Esa es la otra cosa genial de los Moteles 6. Siempre están en carreteras que tienen esos centros comerciales horteras que están abiertos las veinticuatro horas, así

141

que puedes comprar todo lo que necesitas -dijo Aaron. Entró en el aparcamiento de un Shop 'n' Save y sacó de la cartera la tarjeta de su madre del Shop 'n' Save-. Venga, vamos a quemarla -dijo.

Blair hizo un gesto de exasperación. Al menos, él sabía usar dinero de plástico.

Nate condujo hasta que no pudo más. Sus colegas llevaban dos horas y media riendo en el asiento de atrás y él necesitaba una cerveza.

-Voy a parar -dijo-. He visto un cartel de Best Wes­tern. No están mal, ¿no?

-Cuando fuimos a llevar a mi hermana al campa­mento de verano, pedimos una suite en un Best Wes­tern -dijo Dan-. Estaba bien.

-¿Tienen suites? -dijo Jeremy-. Creía que los Best Westerns eran, no sé, moteles.

-Tenía servicio de habitaciones -dijo Dan a la defen­siva-. Y un frigorífico lleno de bebidas.

-Decidido, pediremos una suite -dijo Charlie. Dan cerró los ojos y rogó que no hubiese suites en

aquel Best Western. Todavía le quedaban esperanzas de que Serena y él acabasen compartiendo una habitación. Quizá fuese mejor de lo que esperaba.

La cama en el Motel 6 estaba repleta de guarrerías. Chips Ahoy, Fritos, patatas fritas Wise, Smart Food, pudín de chocolate sin leche, Hawaiian Punch, queso suizo de soja, crackers Ritz y, por supuesto, botes de cerveza.

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-Seguro que ponen algo bueno en T N T -dijo Aaron, dejándose caer a los pies de la cama. Abrió una Bud y cogió uno de sus cigarrillos especiales.

Blair sacudió la almohada y se acomodó contra el cabecero, apoyando la barbilla en las rodillas. Nunca había hecho algo similar: comer porquerías y beber Bud en la habitación de un motel con un chico que apenas conocía mientras veía la tele. Era, no sé.. . diferente.

-Yo quiero una -dijo en voz baja. Aaron le alcanzó una cerveza sin apartar los ojos de

la pantalla. La sortija de la serpiente plateada brilló al mover la mano.

-¿Ves? Arma Letal 2. Excelente. -Y uno de ésos -dijo Blair, señalando los cigarrillos

de hierbas. Aaron se volvió hacia ella y esbozó una sonrisa torcida. -Te aviso que son muy relajantes -le advirtió. -Vale -dijo ella con voz inexpresiva. Había pasado unos días realmente estresantes. ¿Por

qué no iba a relajarse? Aaron le tiró un cigarrillo y una caja de cerillas. -Ten cuidado, no inhales demasiado rápido o te frei­

rás los pulmones. Blair hizo un gesto de exasperación, molesta. Sabía

fumar. En la parte de atrás de la camiseta de Aaron ponía: Power to the People 6, algo que también la enfadó. El pensaba que era muy guay y liberal y políticamente comprometido. Encendió una cerilla y la acercó al ciga­rrillo. Un cigarrillo rápido, unos sorbos de cerveza y quizá un donut y luego a la cama temprano.

6 El nombre de una famosa canción de John Lennon. Quiere decir: el poder al pueblo.

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Mañana tenía que enfrentarse a su futuro.

La suite del Best Western tenía dos camas dobles y un sofá cama. Había escenas de caza en las paredes y se veía a través de la gran ventana rectangular un parque de atracciones cerrado durante el invierno. La noria se asomaba, amenazante, como un esqueleto excedido en kilos. Dan no podía dejar de mirarla.

Nate y sus amigos habían pedido unas pizzas y unas cervezas y estaban tirados sobre las camas peleándose por el mando de la tele. Jeremy quería ver porno en pago-por-visión, Nate quería ver una peli vieja de vaqueros en el canal Bravo, Charlie quería apagar todas las luces, abrir las ventanas y esuchar a Radiohead en el C D .

Serena se estaba duchando. Dan sentía el perfume del vapor que se filtraba bajo la puerta del baño. Olía a lavanda y cera de abejas. Serena cantaba:

"Voules vous couchez avec moi, ce soir?".1

Sí, Dan quería dormir con ella aquella noche. Mucho. Pero no creía que aquello fuese a suceder.

-Oye, no me manchéis la cama con grasa de pizza. ¿vale, chicos? -advirtió Serena, abriendo la puerta del cuarto de baño. Estaba envuelta en una enorme toalla blanca del hotel.

-¿Cuál es tu cama? -preguntó Anthony, lanzando un eructo.

-Todavía no lo he decidido -replicó Serena-. Pero si vas a eructar y tirarte pedos en ésa, quizá me acueste en la otra.

7 La canción de Moulin Rouge. Quiere decir: ¿Quiere acostarse am-migo esta noche?

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Atravesó la habitación hasta su bolsa y sacó de ella una sudadera y unos bóxer a cuadros.

Todos los chicos la miraron. Era difícil no hacerlo. -Y tampoco os comáis toda la pizza -dijo Serena,

volviendo al cuarto de baño a cambiarse-. Me muero de hambre.

Dan encendió un cigarrillo. Las manos le temblaban más que nunca. Se levantó de la silla junto a la ventana, cogió una cerveza de la cama y se sentó en el sofá. No tenía nada mejor que hacer, así que ¿por qué no embo­rracharse?

Serena salió del cuarto de baño vistiendo la sudade­ra y los bóxer. Cogió una cerveza y un trozo de pizza y se sentó en el sofá junto a Dan. Era un alivio que hubie­sen aparecido los otros tres chicos para hacer el viaje. El poema que Dan le había enviado era sobre el amor y la muerte y de cómo él quería seguir viviendo por ella. A Serena le gustaba mucho Dan, pero él necesitaba tomarse la vida un poco menos en serio.

-Por la universidad -dijo, dándole con la pizza al bote de cerveza de Dan-. ¿No sería gracioso que acabá­semos todos juntos en Brown?

Dan asintió con la cabeza, se acabó la cerveza de un trago y se puso de pie para buscar otra. "Sí, seguro que sería gracioso", pensó.

"Me muero de risa".

-tarse con-

Blair se echó en la cama y se tapó el ojo izquierdo con una cracker Ritz mientras miraba el techo entrece­rrando el derecho. Una araña diminuta se dirigía a la lámpara.

145

- Q u é asco. Hay una araña en el techo -le dijo a Aaron. Se había tomado tres cervezas y comido cuatro donuts. De postre, estaba tomando crackers Ritz con crema de queso cheddar.

-¿Sabes de qué nos hemos olvidado? -dijo Aaron, quitando los botes vacíos de la cama a puntapiés mien­tras se metía un puñado de Fritos en la boca.

-¿Agua? -dijo Blair. Había comido tanta azúcar, sal y grasa que se moría de sed. Los tres cigarrillos de hier­bas que se había fumado no habían contribuido mucho que digamos.

- N o -dijo Aaron-. Algo dulce. Blair sonrió. Un KitKat no estaría mal. -Vale -dijo. Salieron de la habitación y se dirigieron de puntillas

hasta la máquina. A Blair le entró la risa cuando vio la alfombra del pasillo. Era marrón con remolinos rojos. ¿A quién le encargarían la decoración de aquellos sitios?

Aaron se detuvo frente a la máquina con el ceño fruncido.

- N o puedo decidirme -dijo. Blair se colocó a su lado. Había KitKats, pero tam­

bién había Twix, Snikers y Almond Joys. Una elección muy difícil.

-¿Cuánto cambio tenemos? -preguntó seria. Aaron extendió la mano. Tenían bastante para dos

barritas y media de chocolate, o dos barritas y una caja de chicles.

Blair estalló en carcajadas nuevamente. -Estoy sacando sobresalientes en Cálculo Avanzado

y soy incapaz de elegir una jodida barrita de chocolate -dijo.

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Aaron tomó tres cuartos de dólar y los metió en la ranura. Luego tomó la mano de Blair.

-Venga, cierra los ojos y elige una. Le guió la mano hacia la máquina hasta que apenas

tocó los botones con la punta de los dedos. Blair pulsó un botón y oyó algo que caía en la parte de debajo de la máquina. Se inclinó para cogerlo.

-¡Espera! -gri tó Aaron, tirando de ella hacia atrás-. Hagámoslo otra vez y luego veamos lo que tenemos -metió otros tres cuartos de dólar en la ranura.

Blair intentó recordar dónde estaban los KitKats, pero no pudo. Pulsó otro botón, y algo volvió a caer. Blair abrió los ojos. Una barrita de chocolate Almond Joy ¡y un paquete de caramelos de fruta Lifesavers!

-¿Lifesavers? ¡Ni loca! -exclamó. -¡Yo sí que quiero! -dijo Aaron. Le arrancó el Almond

Joy de las manos y salió corriendo por el pasillo. -¡Espera, que es mía! -gri tó Blair; salió corriendo

tras él y se resbaló en la fina alfombra. Eran poco más de las dos de la mañana. Faltaban menos de nueve horas para su entrevista, pero aunque le costase reconocerlo, se lo estaba pasando genial.

¡Ya vale, Yale!

Dan estaba tendido en el sofá-cama oyendo a Char-lie roncar suavemente junto a él. En el otro extremo de la habitación Serena dormía en una de las camas dobles con Anthony... ¿o se trataba de Nate? No podía ver bien. Ella tenía la boca abierta sobre la almohada y le veía los dientes brillar a la luz de la luna. Fuera, la noria se asomaba como un ojo gigante, vigilándolos.

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Dan se dio la vuelta hacia la pared. Quería levantarse y escribir un poema, pero se había dejado la libreta. Había pensado que estaría tan ocupado pasándoselo bien con Serena que no querría escribir nada serio este fin de semana. Comenzaba a aprender que las cosas nunca salen como uno espera que salgan.

La vida es una mierda y luego uno se muere. Quizá eso era lo que Sartre intentaba decir en Sin salida.

Dan se destapó y se puso de pie. De camino al cuar­to de baño a tomar un vaso de agua, pasó junto a la cama donde dormían Serena y Nate. Decididamente, era Nate, ahora lo veía con claridad. Y en la almohada entre los dos estaban sus manos..., que se estrechaban con fuerza.

Dormían tomados de la mano. Dan se dio la vuelta, cogió un boli de la mesilla y se

encerró en el baño. Cuando tienes la necesidad incontrolable de escribir

un poema angustioso sobre lo absurdo de la existencia humana, el papel higiénico siempre podrá sacarte de un apuro en momentos de extrema necesidad.

. d i

Blair sabía que estaba durmiendo de una forma extraña. La bolsa de Chips Ahoy estaba muy cerca de su cara y no se había quitado el sujetador, pero ya lo resol­vería por la mañana. Tenía el estómago lleno y caliente y realmente tendría que haber intentado provocarse el vómito si quería que le quedasen bien sus pantalones de cuero favoritos, pero eso también podía esperar hasta la mañana siguiente. A su lado, Aaron reía en sueños y aplaudía, como si intentase llamar a su perro. ¿Woofieí

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¿Se llamaba así el perro? Blair intentó pensar, pero no pudo recordarlo. Ni siquiera recordaba por qué se encontraba allí, en un motel desconocido, con Aaron y sus rastas. Pero estaba bien dormirse con el olor a cho­colate de las galletas y a pino de los cigarrillos de hier­bas cien por cien naturales. Le recordaba a Nate.

Mmm. Parece que alguien por fin se ha soltado la melena. Y parece que también se ha olvidado de llamar a recepción para que la despierten por la mañana.

¿- CosasdeChicas.net

Todos los nombres reales de sitios, gente y hechos han sido alterados o abreviados para proteger a los mócenles. Es decir, a mí.

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¡Qué hay, gente!

L O S C U A T R O GATOS Q U E S E H A N Q U E D A D O

Vale, ¿dónde se ha ido toda la peña? ¿Debería sentir­me una imbécil por quedarme en la ciudad este fin de semana? Ya hice mis visitas a las universidades este verano. De acuerdo, soy una imbécil. Además, ya sé más o menos las que son chulas y las que no, y lo que no sé, siempre lo puedo leer en los folletos. El único motivo para visitar ahora una universidad sería para ir de juerga con la gente de allí y, sinceramente, creo que en Juergas la calificación media más alta está en nuestra querida N Y U .

De todas formas, puede que todos se hayan pirado, pero no hemos perdido el contacto. Mirad los e-maih que he recibido:

Vuestro e-mail

P: Hola, chica cotilla: Trabajo en el motel 6 a las afueras del pueblo de

orange en connecticut. Total que viene este guapo en s» supermono saab rojo con matrícula de nueva y o i ^

150

ale? y, por supuesto, tengo que ver quién viene con él. b chica no parecía nada simpática, la verdad, y no era su tipo en absoluto, bueno, el tema es que acabé mi jor­nada y me fui a casa, pero sé que estuvieron de juerga en su habitación casi toda la noche, porque todo el pasi-Do apestaba a un humo raro, tenían encendidas las luces del coche cuando me marché, espero que las hayan apa-sado, porque si no, cuando se levanten, se habrán que­dado sin batería.

-kiera3

R: querida kiera3: ¡Uf. Parece que a B se le presenta una mañana un

poco chunga. - C C

P: Qué hay, Chica Cotilla, Yo también fui a Yale el viernes y estoy en el Motel

6. Vale. Sé que B y su hermanastro son casi familia y eso. Pero juro que los vi haciendo el tonto en el pár-king. ¿No te parece un poco fuerte?

-MsPink

R: Querida MsPink:

Deseo no creerte porque sí, de veras que lo es.

P: Querida Chica Cotilla, He oído que la poli se presentó en un Best Western

por Massachussets y encontró en una suite a un grupo de chicos de juerga. Parece ser que todos pasaron la noche en la cárcel. Pensé que lo querrías saber.

-Dragonfly 151

R: Querid® Dragonfly: No sé si nuestros amigos son tan tontos como para

que los pille la poli. ¡Espero que no! - C C

Visto por ahí

Limitémonos a la gente de la ciudad, ¿vale? J sin­tiendo pena de sí misma en Central Park el viernes al salir de clase. Seguramente será porque extraña muchí­simo a N. V dándole los últimos retoques a su peli. Ofrecerá un preestreno en The Five and Dime este fin de semana. Un poco engreído por su parte, si queréis mi opinión. D comprando maquinillas nuevas en una farmacia de la Cuarenta y Dos antes de dirigirse a Grand Central Station el viernes. Habrá querido estar bien afeitado y guapo para S. A comprando una tarjeta de felicitación de Hallmark muy hortera en C V S el viernes cuando iba a buscar el coche. Me pregunto para quién sería.

Esto es todo por hoy. Estoy segura de que habrá muchas más noticias cuando todos vuelvan.

¡Que no decaiga!

Tú sabes que me adoras, Chica Cotilla

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A la mañana siguiente

El sol entraba por la ventana y calentaba lo bastante como para derretir las chispas de chocolate de las Chips Ahoy de la bolsa. Blair sintió el aroma a chocolate derretido y se despertó. Se dio la vuelta, chocándose contra Aarón y se giró hacia el otro lado, aplastando una bolsa de Fritos semivacía.

-Mierda -masculló. Acercó la mano a sus ojos para ver la hora en el reloj y se lo quedó mirando fijamente. Su entre­vista en Yale era a las once. Estaba acostada bocabajo sobre una bolsa de Fritos en una cutre habitación de motel en Tonto'elculo del Este, Connecticut, y ¡ya eran las diez!

-¡Joder! -exclamó levantándose de un salto de la cama-. ¡Aaron, levántate ahora mismo!

Era difícil no dejarse dominar por el pánico. -¿Qué hora es? -murmuró Aaron. Se sentó, sacu­

diendo la cabeza adelante y atrás, dormido. -¡Las diez y tres minutos! -chilló Blair, rebuscando

en su bolso de viaje. Ni se había molestado en colgar la ropa, y la falda para la entrevista estaba hecha un pin­gajo. ¿Estaba tonta? ¿Se había olvidado de que aquél era el día más importante de su vida?

- N o te preocupes -dijo Aaron. Fue lo peor que podría haber dicho. -¡Cierra el pico! -gri tó Blair, tirándole un mocasín

negro de Gucci- . ¡Ha sido por tu culpa! - ¿Qué es culpa mía? -preguntó Aaron, metiendo la

mano bajo las sábanas para rascarse el culo. -Cállate, ¿quieres? -dijo Blair. Cogió su ropa, se

metió corriendo en el baño y cerró con un portazo.

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- I ré a ver si nos pueden dar un café -gri tó Aaron-. Cuando pague, te esperaré en el coche.

Aaron bajó los pies al suelo y se puso los vaqueros. Luego se puso de pie y se estudió en el espejo. Le salía una rasta hacia arriba del medio de la cabeza y tema una mancha de chocolate en la camiseta. Se encogió de hombros. Total, no era él quien tenía que hacer la entre­vista. Se puso la chaqueta y cogió las llaves de la habita­ción. No iba a permitir que Blair le culpase a él de haberle arruinado la vida. Haría que llegase a tiempo.

En la ducha, Blair se frotaba enérgicamente mientras repasaba las preguntas de la entrevista mentalmente.

¿Por qué Yale? Porque es la mejor. Mi idea no es ir a la universidad a pasármelo bien. Quiero los mejores profesores y la mejor selección de cursos en las mejores instalaciones. No quiero aprobar los próximos cuatro años por los pelos. Quiero esforzarme.

Hable de sí misma. ¿Qué tipo de persona es usted? Soy muy organizada (risa ahogada). Mis amigos me consi­deran meticulosa. Soy ambiciosa. No puedo soportar la idea de ser una persona mediocre en ningún aspec­to. Soy decidida y me exijo todo lo que puedo. Supon­go que seré un poco obcecada. Soy una persona que se relaciona muy bien. Organizo fiestas y recepciones de beneficencia. Intento estar al tanto de la política, aun­que con todo lo que tengo que leer para el colegio, reconozco que no leo el periódico todos los días. Me encantan los animales. Trato de ser una hija y herma­na responsable y colaborar con ellos sin que me lo pidan.

¿Quién le sirve de modelo? Tengo dos modelos: Jac-queline Kennedy Onassis y Audrey Hepburn. Ambas

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fueron mujeres especiales, respetadas, hermosas y ele­gantes.

ai: 5 Blair cerró el grifo y cogió una toalla. No tenía tiem­po para lavarse el pelo. Con un poco de suerte no le apes­taría a humo. Se miró al espejo. Tenía los ojos hinchados

ió de y un granito le brillaba, enrojecido, por encima de la ceja :~tre- izquierda. Se pulverizó la cara con tónico de pepino y

crema La Mer para párpados bajo los ojos. De todos él de modos, Yale no la iba a aceptar por su aspecto físico. Se •—- : puso su camisa azul pálido de Calvin Klein, la falda negra

tableada D K N Y y medias negras. Luego se cepilló el ite. cabello y se lo recogió en una coleta suelta. Preparada, s ir a Parecía el tipo de chica a quien le gusta pasar el rato en riores las librerías leyendo poemas. Parecía seria e inteligente, íiores Sin hacer caso de los nervios que le comprimían la :::r: boca de su estómago hinchado, Blair metió las cosas en

su bolsa de viaje, se puso los mocasines Gucci y el abri-.' Soy go de lana negro y salió corriendo de la habitación. Era : n s i - organizada, ambiciosa, decidida, al tanto de la políti-

iortar ca... Bajó las escaleras y abrió la puerta que daba al pár-spec- king. El Saab tenía abierto el capó, Aaron se inclinaba

sobre el motor y enganchaba una especie de pinza a la [ue se batería. Blair se detuvo y contuvo el aire. ¿Qué cono le es de pasaba al jodido coche? aun- Aaron se dio la vuelta al verla.

[egio, -Nos hemos quedado sin batería -dijo-. Habremos • . Me dejado las luces encendidas toda la noche. :rma- -¿"Nos hemos quedado"? ¿Y ahora qué hago? -se ue lo quejó.

- L a encargada del hotel nos va a ayudar a arrancar con su coche -dijo Aaron, colocándose las rastas tras las orejas-. Es guay.

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-Perdona, pero esto no es guay en absoluto. ¡Ya ten­dríamos que estar allí! -gri tó Blair, aunque Aaron se encontraba justo frente a ella.

Una rubia de bote cuarentona detuvo su viejo Suburban marrón junto al Saab. Dejó el motor funcio­nando y se bajó de un salto.

-Hagámoslo rápido -le dijo a Aaron-. No quiero dejar los teléfonos sin atender mucho rato -levantó el capó del Suburban.

Blair miró el reloj nuevamente. Eran las diez y media.

-¿A qué distancia estamos de Yale? -preguntó. -¿La universidad? Unos treinta y cinco kilómetros

-dijo la administradora-. Mi hijo va allí. Le lleva unos veinte minutos.

Blair frunció el ceño. Nunca se le habría ocurrido que los hijos de gente que regenteaba un Motel 6 pudiesen ir a una universidad del nivel de Yale.

-¿Cuánto tardaréis? -preguntó. Aaron le alcanzó a la administradora el extremo de

los cables para que enganchase las pinzas a su batería. Rió.

- O h , podría llevar desde cinco minutos a dos horas -dijo, guiñándole el ojo a la mujer.

- ¡ N o tenemos dos horas! -exclamó Blair, cruzándo­se de brazos.

Aaron abrió la puerta del Saab e hizo arrancar el motor, acelerándolo un par de veces para asegurarse de que estaba bien encendido. Con el motor andando, le hizo señas a Blair para que se subiese.

-Tienes suerte -dijo, y volvió a guiñarle el ojo a k mujer. Ella apagó el motor de su coche y Aaron retiró las

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cables, cerró el capó del Saab y se sentó junto a Blair. Sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y se lo dio.

Blair lo rompió para abrirlo. Era una tarjeta de feli­citación de Hallmark con una cursi ilustración de una niñita. " A M I H E R M A N A " , poma. " E N S U DÍA E S P E C I A L " .

-¿Preparada? -dijo Aaron. Blair cerró la tarjeta. -¿Quieres conducir de una vez, por favor? -dijo. Se

tocó el granito de la frente. Lo sentía crecer exponen-cialmente con cada minuto que pasaba.

¿Cuál es su mayor fortaleza? Nunca me doy por vencida.

¿Ysu mayor debilidad? Soy un poquito impaciente. Pero sólo un poquito. Sí, claro.

aoras

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J tiene un arranque de simpatía

-¿Por qué no sales a correr o algo? -le sugirió Rufus Humphrey a su hija el sábado por la mañana. Se rascó la hirsuta barba gris que se asomaba por el cuello de su amarillenta camiseta-. Tu madre corría.

Jenny hizo una mueca de enfado. Odiaba hablar de su madre.

-Mamá sólo corría con su entrenador personal. Se acostaban juntos, ¿recuerdas?

-Tenías aspecto de aburrida, por eso -dijo su padre con un encogimiento de hombros-. ¿Quieres que vaya­mos al cine?

- N o -dijo Jenny. Tomó un trago de té- . Preferiría quedarme aquí y ver la tele.

- D e acuerdo -dijo su padre-. Asegúrate de que sea algo educativo, ¿sabes?, algo como Barrio Sésamo -le dio un golpecito en la cabeza con el Sunday Times y se dirigió al cuarto de baño.

Jenny se quedó sentada ante la mesa de la cocina, con la mirada fija en el fondo de su taza. Marx, su enor­me gato atigrado, se subió a la mesa de un salto y le olis­queó la oreja.

-Estoy aburrida -le dijo Jenny-. ¿Estás aburrido? Marx se sentó y se lamió la enorme tripa. Luego se

bajó de la mesa de un salto y se dirigió a su bol de pien­so para gatos.

Cuando tengas una duda, come. Jenny se puso de pie y abrió la puerta de la nevera.

Se quedó allí un rato, mirando dentro. Queso suizo. Un pomelo. Leche agria. Una caja de copos de maíz que

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guardaban en la nevera para ponerlos a salvo de las cucarachas. Una solitaria magdalena.

Llamaron al teléfono. Jenny no se movió. Como no era para ella... Nate,

Dan, Serena, todos se habían ido. El teléfono volvió a sonar una y otra vez. -•Jenny, cono! -se oyó gritar a su padre desde el baño. Jenny cerró la nevera de un portazo y contestó el

teléfono. -¿Dígame? -dijo. -Hola , Jennifer, soy Vanessa. - Q u é hay -dijo Jenny. -¿Está Dan? - N o . Dan se ha ido a Brown con Serena el fin de

semana. ¿No te lo ha dicho? -dijo Jenny. - N o . - Q u é raro -dijo Jenny. -Sí . No hemos hablado mucho que digamos última­

mente -dijo Vanessa. - A h -dijo Jenny. Se dirigió nuevamente a la nevera y

la abrió. Queso suizo. Podría comer la magdalena con queso derretido encima.

-Pues, vale, supongo que si no está, no está -dijo Vanessa. Parecía realmente decepcionada. Decepciona­da y mortificada.

Todo ese paripé de Vanessa del novio chulo y mayor no había engañado a Jenny en absoluto. Vanessa estaba enamorada de Dan hasta las orejas. Si Dan le dijese a Vanessa que se casaría con ella si se dejase crecer el pelo, llevase ropa más colorida e hiciese más ejercicio, Vanessa lo haría. A Jenny le daba un poco de pena. V o l ­vió a dejar el queso suizo en la nevera.

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-Oye, ¿quieres hacer algo hoy? Quiero decir, ¿jun­tas?

Se hizo una breve pausa. El sonido de Vanessa titu­beando.

-Vale -dijo-. Voy a hacer una proyección de mi peli en el Five and Dime a mediodía. ¿Por qué no te vienes y luego hacemos algo juntas?

Jenny cerró la nevera y se apoyó en ella. Vanessa no era precisamente su persona favorita, pero, ¿qué otra cosa podría hacer sin Nate?

- D e acuerdo -dijo-. Te veo allí. ¿Quién sabe? Quizá Vanessa y ella acabasen siendo

amigas.

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La entrevista: cómo causar una buena

-Gracias por esperar -dijo el entrevistador de Blair, entrando apresuradamente en la sala de espera de un frío color azul de la oficina de ingreso a Yale, donde Blair llevaba más de quince minutos sentada rígidamen­te en el borde de un sillón de orejas. Aaron casi se había llevado por delante a varias personas para llegar a tiem­po y luego ella había tenido que esperar. Ahora era un manojo de nervios.

-¡Hola! -dijo Blair, poniéndose de pie de un salto. Alargó la mano-. Soy Blair Waldorf.

El entrevistador, un hombre alto y bronceado por el sol, con cabello gris y brillantes ojos verdes, le estrechó la mano.

-Encantado de conocerte. Soy Jason -se dio la vuel­ta para entrar a su despacho seguido de Blair, que notó que los pantalones le ajustaban un poco el trasero-. Siéntate -dijo. Se sentó con las piernas cruzadas y seña­ló un sillón de pana azul frente a él.

Le recordaba a su padre. Blair se sentó y se cruzó de piernas. Tenía que hacer

pis. Tenía pelos de gato en la falda que no había notado antes.

-Bien, habíame un poco de ti -dijo Jason, sonriéndo-le con aquellos ojos verdes. Verdes como los de Nate.

-Ejem -dijo Blair. No podía recordar si aquélla era una de las preguntas que había preparado o no. Parecía tan imprecisa. "Habíame un poco de ti". ¿Qué quería que le dijese?

impresión

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Hizo girar el anillo con el rubí una y otra vez en el dedo. Se estaba haciendo pis encima. Hizo una profun­da inspiración y comenzó a hablar:

-Soy de la ciudad de Nueva York. Tengo un herma­no menor. Mis padres están divorciados. Vivo con mi madre, que está a punto de casarse por segunda vez, y mi padre vive en Francia. Es gay. Adora hacer compras. Tengo un gato y mi nuevo hermanastro, Aaron, tiene un perro. Mi gato odia a su perro, así que no sé cómo nos vamos a arreglar -se detuvo a tomar aliento y levan­tó la vista. Se dio cuenta de que todo el tiempo había estado mirando los zapatos negros con cordones de Jason. Eso era algo que no había que hacer. Tenía que mirarlo a los ojos. Se suponía que tenía que causarle una buena impresión.

-Comprendo -sonrió Jason. Apuntó un par de cosas en su bloc.

-¿Qué escribe? -preguntó Blair, incUnándose para ver. Joder, otra cosa que no tenía que haber hecho. -Unos apuntes, nada más -dijo Jason, tapando con la

mano lo que había escrito-. Así que dime por qué estás interesada en Yale.

Esa sí que se la sabía. -Quiero lo mejor. Soy la mejor. Y me merezco lo

mejor -dijo Blair con confianza. Frunció el ceño. No le sonó bien lo que había dicho. ¿Qué le estaba pasan­do?-. Mi padre fue a Yale, ¿sabe? -añadió apresurada­mente-. Entonces no era gay.

-Entonces no lo era, ¿verdad? -dijo Jason; frunció el ceño y tomó unos apuntes.

Blair bostezó discretamente cubriéndose con la mano. Estaba muy cansada y los zapatos le hacían doler

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los pies. Descruzó las piernas, apoyó los codos en las rodillas y se descalzó los zapatos de los talones. Así esta­ba mejor.

Lo que pasa es que ahora parecía que estaba sentada en el cuarto de baño.

Mientras escribía, los gemelos con iniciales de Jason brillaron en la fría luz de noviembre que entraba por la ventana. El padre de Blair llevaba gemelos como aqué­llos la noche que la llevó a cenar para celebrar su cum­pleaños. La noche en que todo su mundo se vino abajo.

-¿Me puedes hablar de algún libro que hayas leído recientemente? -preguntó Jason, levantando la vista.

Blair se quedó mirándolo mientras intentaba esca­near su mente buscando el título de algún libro, cual­quier libro, pero no se le ocurrió ninguno.

¿ Winnie the Pooh? ¿La Biblia? El diccionario, por el amor de Dios. No es tan difícil.

Luego algo hizo clic en el cerebro de Blair. O, mejor dicho, su cerebro se desconectó totalmente y algo más tomó el mando de su mente.

Eso es algo que no conviene hacer durante una importante entrevista en la universidad.

- N o he podido leer mucho en los últimos meses -confesó Blair, con los labios trémulos. Cerró los ojos, como aquejada de un dolor-. Todo es un desastre.

Había vuelto: la protagonista del drama en que se había convertido su vida. Se imaginó a sí misma en una playa desierta mirando hacia el mar. Vestía una gabar­dina negra muy fashion. La lluvia y el agua salada le humedecían el rostro, mezclándose con sus lágrimas.

-Robé un pijama -continuó Blair trágicamente-. Para mi novio. No sé lo que me llevó a hacerlo, pero

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creo que es una señal, ¿no lo cree usted? -le lanzó una mirada a Jason-. Nate ni siquiera me lo agradeció.

-¿Nate? -repitió Jason, moviéndose inquieto en la silla.

Blair cogió de un manotazo un kleenex de la caja que había sobre la mesa y se sonó la nariz ruidosamente.

- H e pensado en acabar con todo -declaró-. En serio, lo he pensado. Pero intento ser fuerte y sobrellevarlo.

Jason había dejado de escribir. Un chico pasó corrien­do junto a la ventana. Llevaba una sudadera de Yale.

-¿Y los deportes? ¿Te interesan los deportes? -Juego al tenis -Blair se encogió de hombros-. Pero

lo único que me interesa en este momento es comenzar de nuevo. Iniciar una nueva vida -dijo. Se quitó del todo el zapato del pie derecho, subió el pie a la rodilla izquierda y comenzó a masajearse los dedos-. Ha sido muy duro -añadió cansada.

Jason le puso el capuchón a la pluma y se la guardó en el bolsillo.

-Ejem... ¿tienes alguna pregunta que hacer? Blair dejó de frotarse el pie y lo apoyó nuevamente

en el suelo. Arrastró la silla hacia delante y alargó la mano para tocarle la rodilla a Jason.

- S i me promete admitirme pronto, yo le prometo ser la mejor alumna que la universidad de Yale haya tenido jamás -dijo con sinceridad-. ¿Puede prometér­melo, Jason?

Oh, Dios santo. ¡Adiós, universidad de Yale; bienveni­da, institución de enseñanza terciaria de la comunidad!

Jason alargó la mano hacia su bolsillo, volvió a sacar la pluma y escribió algo más en el bloc, subrayándolo dos veces.

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¿Habrá puesto: " E S T A T I A E S T A PIRADA"? -Veré lo que puedo hacer -dijo. Se puso de pie y

alargó la mano una vez más-. Muchas gracias por venir -le estrechó la mano a Blair-. Buena suerte.

Blair se volvió a calzar los zapatos y esbozó una son­risa.

-Nos vemos el otoño próximo -dijo. Y luego se puso de puntillas y le besó la mejilla. Como si la impresión que había causado no fuese

suficiente.

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¿Adivina quién entra en Brown?

-Creía que me sentiría más nerviosa -dijo Serena, pisoteando una pila de hojas secas frente al Corlisse-Bracket House, el pequeño edificio de ladrillo visto donde se encontraban las oficinas de ingreso de la uni­versidad de Brown.

Se había despertado en la habitación del hotel cogiéndole la mano a Nate. Cuando él abrió los ojos, un momento después, se habían sonreído, y ella se dio cuenta de que todo iría bien entre ellos. Todavía queda­ba por resolver el tema de Blair, y nunca volverían a sentirse tan unidos como antes, pero la expresión de desconfianza había desaparecido de los ojos de Nate. Tampoco se leía añoranza en ellos. Ella era su amiga de toda la vida. Se sentía segura.

-Yo tampoco estoy nervioso -dijo Nate-. Me refiero a que, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Que no me acepten? ¿Y qué más da?

-S í -dijo Dan, aunque el sí que se sentía nervioso. Se sentía destemplado y tembloroso y con exceso de cafeína en la sangre. Se había pasado dos horas en el bar del Best Western leyendo el periódico y tomando una taza de café tras otra, mientras los otros se tomaban su tiempo para levantarse. Le dio una última calada a su Camel antes de tirarlo a las plantas-. ¿Listos para entrar?

-Tendríamos que hacer algún tipo de "hurra" o eso antes de entrar -dijo Serena, cerrándose el abrigo.

-O no -dijo Nate, golpeándole ligeramente el brazo con el puño.

-¡Ay! -r ió Serena. Le devolvió el puñetazo-. ¡Gans:

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Dan se miró los zapatos con gesto adusto. Odiaba verlos tan bien juntos.

Serena se volvió hacia él y le dio un beso en la mejilla. -Buena suerte -murmuró . Como si ya no estuviese bastante nervioso. Luego se dio la vuelta y besó también a Nate. -Mucha mierda -dijo Nate, abriendo la puerta.

El entrevistador de Serena era un hombre mayor de penetrantes ojos azules y una hirsuta barba gris. Ni siquiera se molestó en presentarse. Se sentó y comenzó a lanzarle preguntas como una metralleta.

-Te expulsaron del internado -dijo, tamborileando con los dedos en la sólida mesa de roble mientras leía su expe­diente. Levantó la vista y se quitó las gafas-. ¿Qué sucedió?

Serena sonrió cortésmente. ¿Era necesario que comenzase por aquel tema tan delicado?

-Nada, que no volví a tiempo para el comienzo del último curso -descruzó sus piernas perfectas y las vol­vió a cruzar. Esperaba no haber mostrado mucho mus­lo; la falda era un pelín corta.

El entrevistador frunció sus serias cejas grises. -Alargué un poco mis vacaciones de verano -dijo

Serena-, y eso no les gustó -se metió el pulgar en la boca para comerse la uña y lo sacó rápidamente. ¿Podía hacer aquello?

-Comprendo. ¿Dónde estabas? ¿Aislada en una isla en el Pacífico? ¿Trabajando para las Brigadas de la Paz? ¿Construyendo letrinas en El Salvador? ¿Qué?

Serena negó con la cabeza y, de repente, se sintió avergonzada.

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-Estaba en el sur de Francia -dijo, y la voz le salió demasiado aguda.

-Aja . Francés. ¿Qué tal se te da? -preguntó el entre-vistador. Se puso las gafas otra vez y miró el expediente-. Vosotras, las niñas de los colegios privados de Nueva York, comenzáis con Francés en preescolar, ¿verdad?

- E n tercero -dijo Serena, colocándose el pelo tras las orejas. No permitiría que aquel tío la intimidase.

-¿Y tu antiguo colegio te volvió a aceptar después de que los de Hanover te mandasen a tomar viento fresco? -señaló- . Qué bien, ¿no?

-Sí -dijo Serena. Su voz sonó muy sumisa para su gusto.

-¿Y te estás comportando bien ahora? -preguntó el entrevistador, levantando la vista.

- L o estoy intentando -dijo Serena, esbozando su sonrisa más encantadora.

La entrevistadora de Nate se llamaba Brigid. Había acabado la carrera el año anterior y amaba a Brown tan­to que había conseguido un trabajo en ingresos. Se ganaba un dinero extra haciendo llamadas telefónicas por la noche solicitando donaciones para el fondo de ex alumnos. Era sumamente entusiasta.

-Habíame un poco de tus intereses -dijo con una sonrisa radiante llena de hoyuelos. Tenía el cabello cor­tísimo y constitución atlética. Estaba sentada en el bor­de de su mesa, frente a él, con una pequeña libreta en la mano.

Nate se movió en la incómoda silla de madera frente a ella. No había preparado mucho aquella entrevista por-

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que ni siquiera estaba seguro de si quería ir a la universi­dad el año próximo o no. Iba a tener que inventarse algo.

-Supongo que a mí lo que me interesa más es la vela -comenzó- . Mi padre y yo construimos barcos en M a i -ne. Y corro regatas durante el verano. Me gustaría estar en la tripulación de la Copa del América. Ese es mi objetivo -dijo, preguntándose si no parecería un imbé­cil hablando de navegar.

Pero Brigid asintió entusiasmada. -Impresionante. -Supongo -se encogió de hombros Nate- que me he

concentrado más en navegar que en los estudios -reco­noció.

-Pues cuando uno realmente tiene una pasión, no escatima esfuerzos; el trabajo duro resulta un placer -dijo Brigid. Esbozó una radiante sonrisa y apuntó algo en su libretita. Fue como si Nate acabase de confirmar uno de sus principios favoritos.

Nate se frotó las rodillas y se inclinó hacia delante. - L o que quiero decir es que mis notas probablemen­

te no sean lo bastante buenas como para ingresar en Brown -dijo.

Brigid rió echando la cabeza hacia atrás y casi se cayó de la mesa. Nate alargó la mano para sujetarla.

-Gracias -dijo ella, enderezándose-. Mira , yo cateé en Biología Avanzada en la escuela secundaria y, sin embargo, entré. Sé que puede parecerte una sorpresa, pero en Brown importan muchas más cosas que sola­mente las notas. Nos interesan las personas, no robots que sólo sacan sobresalientes.

Nate asintió. Brigid era mejor en su trabajo de lo que parecía al principio. Sentía que prácticamente le había

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dicho que no estaba interesado en entrar a Brown, pero ella no iba a conseguir que se saliese con la suya. Le estaba dando deseos de intentarlo.

-¿Qué, hay equipo de vela aquí? -preguntó. -¡El equipo de vela es una pasada! -asintió Brigid

con energía.

- D e modo que lees mucho -dijo Marión, la escuáli­da entrevistadora de Dan. Estaba sentada en el borde de la silla con las delgadas piernas cruzadas una sobre la otra, haciendo una trenza mientras apuntaba en una tarjeta-. Rápido, nómbrame dos libros y dime por qué prefieres uno de los dos.

Dan carraspeó. Tenía la lengua tan seca que pensó que se le rompería y se le caería al suelo. Se preguntó cómo le estaría yendo a Serena. Ojalá que bien.

-Las adversidades del joven Werther, de Goethe -dijo finalmente-. Y Hamlet, de Shakespeare.

-Bien -dijo Marión, apuntando algo-. Continúa. -Sé que se supone que es un valiente príncipe sol­

dado, pero yo creo que Hamlet es patético -dijo Dañe. Marión arqueó las cejas-. Con Werther me siento más identificado -siguió Dan- . Es un poeta. Vive dentro de su mente, pero es como si . . . como si estuviese enamorado del mundo. No puede evitar escribir sobre él.

-¿Realmente crees que el Werther de Goethe es menos patético que el Hamlet de Shakespeare?

-Sí -dijo Dan, sintiéndose más confiado-. Sé que Hamlet tiene muchas preocupaciones. Su padre ha sido asesinado, la chica que ama está enloqueciendo, sus

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amigos le traicionan, su madre y su padrastro quieren verlo muerto.

-Es verdad -dijo Marión, y asintió con la cabeza, cerrando y abriendo el boli con un clic repetidas veces-. Y el único problema de Werther es que está enamora­do de Lotte, que no le quiere y que está comprometida con otro. Está completamente obsesionado con ella. Necesita pensar en otra cosa.

Dan se quedó sin aliento. Marión había dado en el clavo. Era imposible no darse cuenta ahora. El era Werther y Serena era Lotte. Ella no estaba enamorada de él, ya estaba comprometida con otro. El mismo la había visto de la mano de Nate.

Y Dan.. . necesitaba pensar en otra cosa. Dan hundió el rostro en las manos. Le temblaba

todo el cuerpo. Temió echarse a llorar. -Tengo que confesar que estoy impresionada con la

confianza con la que hablas de literatura -comentó Marión, tomando nota.

Dan no levantó la vista. Serena no le quería. Ahora se daba cuenta de ello.

Marión jugueteó con el boli: clic, clic, clic. -¿Daniel?

ick-k

El entrevistador de Serena tironeó de su barba y la miró estrechando los ojos.

-¿Has leído algún buen libro últimamente? -preguntó. Serena se enderezó, pensando. Quería impresionar­

lo, pero tenía que nombrar un libro que conociese al menos un poco.

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-¿Sin salida, de Jean Paul Sartre? -dijo titubeante, recordando el libro que Dan le había recomendado y que ella no había siquiera acabado de leer.

-Eso no es un libro, es una obra de teatro -dijo el entrevistador-. Lleno de gente que protesta en el infier­no.

-A mí me pareció gracioso -insistió Serena, recor­dando que Dan le había dicho que le había hecho reír-. Eso de que "el infierno son los otros" y todo eso -dijo bromeando. Era lo único que recordaba del libro.

-Sí, es verdad. Bien, quizá seas más lista que yo -dijo el entrevistador, aunque era claro que no lo creía-. ¿Lo has leído en francés?

-Mais bien sur -dijo Serena, mintiendo como un bellaco.

El entrevistador frunció el ceño y volvió a hacer una anotación.

Serena se tapó las rodillas con la falda. Tenía la sen­sación de que aquello no iba bien, pero no sabía bien por qué. Le daba la impresión de que el entrevistador no le había dado una oportunidad, como si tuviese algo en contra de ella antes de que entrase al despacho. Qui­zá su mujer acababa de dejarle y era francesa o tenía el pelo rubio como Serena. O quizá se le acababa de morir el perro.

- ¿Qué más haces? -le preguntó el entrevistador sin demasiada precisión. Ni siquiera parecía interesado.

Serena enderezó la cabeza. - H e hecho una película -dijo-. Es, no sé, experi­

mental. Nunca había hecho una antes. -Pruebas cosas nuevas, eso me gusta -dijo el entre­

vistador. Durante un segundo, pareció que Serena le

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caía más simpática-. Habíame de qué trata. Descríbe­mela.

Serena se sentó en las manos para no comerse las uñas. ¿Cómo podía describir su película de modo que él la comprendiese? Ni ella la entendía demasiado, y era quien la había hecho. Tomó aliento.

-Pues la cámara me sigue por todos lados, mante­niéndose muy cerca, en un primer plano. Primero me sigue al centro en un taxi, y luego voy a esa tienda genial en la Catorce y, no sé, voy por ahí describiendo cosas. Y luego me pruebo un vestido.

El entrevistador volvió a fruncir el ceño y Serena supo que le había parecido una imbécil total. Se miró los zapatos planos que llevaba, chocando los tacones como Dorothy cuando intentaba volver a Kansas desde la tierra de Oz.

-Es muy artística -añadió débilmente-. Hay que verla para comprender lo que digo.

-Supongo que sí -dijo el entrevistador, disimulando apenas su desdén-. Bien, ¿quieres hacer alguna pregunta?

Serena intentó pensar en algo que decir que diese la vuelta a la entrevista a su favor. "Demuéstrales que estás interesada", decía siempre la señora Glos.

Miró el suelo y pequeñas gotitas se sudor se le forma­ron en los párpados. ¿Qué haría su hermano en una situación así? Se le daba muy bien salir de situaciones difíciles. "Que les den por culo", era su frase predilecta.

"Exacto", se dio cuenta Serena. Lo había hecho lo mejor que podía. Si el tío aquel no

estaba interesado en ella por el motivo que fuese, entonces que le diesen por el culo. De todos modos, no necesitaba ir a Brown. Erik iba allí, vale, pero ella podía

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ir a otro sitio y su familia tendría que aceptarlo. Como Nate había dicho antes de entrar a sus respectivas entrevistas, ¿qué pasaba si no entraba? Podría ir a algún otro sitio.

- ¿Cómo es la comida de la cafetería? -preguntó, levantando la vista. Sabía perfectamente que era una pregunta tonta.

-Probablemente no tiene comparación con lo que comías en el sur de Francia -respondió el entrevistador con un gesto de desprecio en los labios-. ¿Algo más?

- N o -dijo Serena, poniéndose de pie para estrechar­le la mano. Por su parte, la entrevista se había acaba­do-. Gracias.

Le dirigió su mejor sonrisa una vez más y luego salió del despacho con la cabeza bien en alto. No había teni­do su habitual buena suerte esta vez, pero seguía sin per­der su maravillosa habilidad para recuperar la sangre fría.

-Bien, dime algo que hayas leído últimamente -dijo Brigid-. Un libro o un artículo. Algo que te haya inte­resado.

Nate pensó un momento. No era un gran lector. La verdad era que apenas les había echado una ojeada a los libros que tenía que leer para Literatura. Desde luego que no leía por placer. Pero ella había mencionado un artículo... Seguramente habría algo.

Luego recordó algo. Sus amigos y él habían estado leyendo un artículo del Times sobre una pildora de mari­huana. Era puro T H C . Sin productos químicos, sin tallos, sin papel de liar. Por supuesto, la pildora era para enfer­mos, pero Nate y sus amigos tenían otras ideas para ella.

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-Le í en el Times que están fabricando esta pildora de marihuana que es T H C puro -comenzó Nate- Se supone que es para pacientes de cáncer y SIDA, para el control del dolor. Pero es algo realmente controverti­do. Supongo que todo el mundo está preocupado de que llegue a la calle. Es muy interesante.

-Parece fascinante -dijo Brigid-. ¿Qué significan las siglas T H C ?

-Tetrahydrocannabiol -dijo Nate sin dudarlo un ins­tante.

Brigid se inclinó hacia delante entusiasmada, corriendo el riesgo de volverse a caer de la mesa.

- L a pildora que mencionas está hecha por el hom­bre, la hicieron en un laboratorio, la crearon científicos inteligentes y se la administran a enfermos doctores preparados. Y, sin embargo, puede que se convierta en el catalizador para un mundo totalmente nuevo de crí­menes y tráfico de droga.

-Exacto. -¿Sabes? Hay una asociación aquí en Brown que se

llama Estudios de Ciencia y Tecnología que sigue ese tipo de desarrollo -dijo Brigid-. Tendrías que verlo.

-Vale -dijo Nate. Nuevamente tuvo la sensación de que Brigid no iba a dejar que se fuese de allí sin inten­tar entrar en Brown. Estaba muy entusiasmada.

-Bien, ¿quieres hacerme alguna pregunta? "Qué más da", decidió Nate. ¿Qué perdía con inten­

tarlo? -Entonces, aunque mis notas no sean demasiado

buenas, ¿crees que podré solicitar plaza? Blair lo mataría si no intentaba ir a Yale, pero Nate

se dio cuenta de que ya no le preocupaba lo que pensa-

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se Blair. Realmente se quedaría más tranquilo si pudiese presentarse a una universidad, entrar y luego decidir si quería ir o no. Si entraba en Brown, podría traerse el barco que había construido con su padre navegando y buscarse un amarre cerca de la universi­dad. ¿No sería guay? Hizo una inspiración y flexionó los músculos de sus pantorrillas. ¡Qué bien se sentía!

-Pues claro que tienes que solicitar plaza cuanto antes -dijo Brigid, entusiasmada-. Indica tu interés. A nosotros nos encanta eso.

-Guay -dijo Nate-. Lo haré. No veía el momento de contarle a Jennifer lo chulo

que era Brown.

-Escribes también, ¿verdad, Daniel? -dijo Marión suavemente.

Dan retiró las manos de sus ojos y, atontado, vio el despacho de Marión. En el estante había muchos libros sobre hombres y mujeres. Se la imaginaba hecha un ovillo en el sillón del despacho sorbiendo una tacita de caldo y leyendo: Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus.

Quizá debiese pedírselo prestado. - ¿Qué tipo de cosas escribes? -le alentó Marión a

que hablase. -Poesía, mayormente -dijo Dan, encogiéndose de

hombros con desesperanza. - ¿Qué tipo de poesía? -aprobó ella asintiendo con la

cabeza. Dan bajó la vista a sus gastados zapatos de ante. El

rubor le subió por el cuello y le hizo arder las mejillas.

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-Poemas de amor -dijo. Oh, Dios. No podía creer que le había mandado aquel poema a Serena. Probable­mente ella había pensado que era un friki y un imbécil.

-Comprendo -dijo Marión. Hizo clic con su boli, esperando que Dan dijese algo más.

Pero Dan permaneció callado mientras miraba por la ventana el follaje otoñal de color fuego que decoraba el característico campus de Brown. Se había imaginado yendo de la mano con Serena por el césped de la uni­versidad, hablando de libros y obras de teatro y poesía. Bajarían juntos al sótano de su dormitorio con la cola­da y harían el amor sobre la lavadora mientras la ropa daba vueltas y vueltas.

Ahora no podía recordar por qué quería ir a Brown. Nada tenía sentido.

-Perdón -dijo, poniéndose de pie-. Tengo que irme. Marión desenroscó las piernas. -¿Te encuentras bien? -dijo preocupada. Dan se frotó los ojos y se dirigió a la puerta. -Necesito un poco de aire, nada más -dijo. Abrien­

do la puerta, alargó la mano-. Gracias. Una vez fuera, fumó un cigarrillo y contempló las

Van Wickle Gates, las puertas de entrada oficial al cam­pus de Brown. Había leído en el catálogo que solamen­te se usaban dos veces al año. Se abrían hacia dentro cuando un nuevo grupo de alumnos comenzaba el año y se abrían hacia fuera para dejar que saliese la clase que se graduaba.

Dan se había imaginado del brazo de Serena, salien­do de aquellas puertas, vestidos con sus togas negras. Se había imaginado tantas cosas que no le sorprendería darse cuenta de que Serena era fruto de su imaginación.

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N o . -Hola , Dan, vayámonos de aquí -le llamó Serena

desde el coche-. Mi hermano va a comprar un barril. Dan apagó su cigarrillo. "Fantástico, tío", pensó sar­

cástocamente. No veía el momento de beber cerveza y estar de juerga con un grupo de tíos en una universidad a la que no iba a entrar porque acababa de tener un colapso nervioso en su entrevista. Estuvo a punto de decirle a Serena y a los demás que tomaría un autobús hasta casa.

Pero luego se dio la vuelta y vio el sol fundiéndose en el dorado cabello de Serena, sus blancos dedos apo­yados en el volante, su sonrisa. No le hizo olvidarse de todos sus problemas, pero fue suficiente para hacerle dirigirse al coche y subirse.

Al menos tendría un poco de material nuevo para su deprimente poesía.

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'Guerra y paz'

Jenny se alegró de haber ido a la proyección de su película en The Five and Dime, porque había una sola persona más en el público además de Clark. Sin embar­go, aquello no pareció molestar a Vanessa.

-Coge una silla -le dijo a Jenny al verla entrar-. Vamos a empezar -fue al fondo de la sala y apagó las luces. El televisor sobre la barra se encendió, color azul.

-Espera -dijo Clark detrás de la barra-. Tengo que echar una meada.

El sitio olía a humo de cigarrillo rancio y cerveza aci­da. Una chica con pantalones de piel azul y una camise­ta musculosa negra se sentaba sola ante la barra. Tenía un tatuaje de un mono en el bíceps. Jenny se sentó jun­to a ella.

-Ho la -dijo la chica alargando la mano, que llevaba cubierta de anillos de plata-. Soy la hermana mayor de Vanessa, Ruby.

-Yo soyjennifer -dijo Jenny-. Me gusta tu tatuaje. -Gracias -dijo Ruby-. Oye, voy a pedir una coca.

¿Quieres una? Jenny asintió con la cabeza y Ruby giró su genial

melenita negra y gritó hacia la puerta del cuarto de baño. -¡Oye, tío, tráenos unas cocas, quieres! Clark salió del cuarto de baño. -¡A tu servicio! -gri tó como respuesta. - M e gusta que la gente se gane su salario -bromeó

Ruby. Vanessa se dejó caer en el sitio junto al de Jenny y

golpeó las patas de su taburete con los pies.

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-¿Vamos a ver esto o qué? Recientemente se había vuelto a afeitar la cabeza,

que tenía un raro aspecto de huevo. Jenny se preguntó si debía decir algo, como "Bonito corte de pelo", pero luego decidió que aquello parecería raro.

Clark llenó dos vasos con coca cola y los deslizó por la barra. Pulsó play en el vídeo y luego dio la vuelta a la barra y le pasó el brazo por la cintura a Vanessa.

-Y ahora, la película -dijo, imitando la voz de Mr Movifone.

-Calla y mira -dijo Vanessa con gesto de desagrado. Jenny mantuvo los ojos clavados en la pantalla y la

peli comenzó. La cámara se movió por la calle Veinti­trés, siguiendo a Marjorie Jaffe, una alumna del anteúl­timo curso del Constance. Marjorie tenía el pelo rojo y rizado y llevaba una bufanda verde Kelly. El verde Kelly es genial si lo llevas de broma, pero Marjorie daba la impresión de estar llevándolo en serio.

Marjorie cruzó la calle y entró al parque. Luego se detuvo y la cámara le enfocó el rostro. Mascaba chicle lentamente y sus ojos recorrían el parque buscando a alguien. En la comisura de la boca tenía una llaga que había intentado cubrir con maquillaje, pero no lo había logrado. Tenía un aspecto muy desagradable.

Finalmente, Marjorie pareció encontrar lo que busca­ba. La cámara la siguió cuando se apresuró a dirigirse a un banco del parque. En el banco se encontraba Dan.

Estaba echado boca arriba y un brazo le colgaba, los dedos rozando el suelo. Tenía la ropa arrugada y los zapa­tos desatados. Había una pipa de vidrio para fumar crack sobre su pecho y trozos de basura adheridos a su pelo. La cámara se recreó en su forma yaciente. Sus

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mejillas brillaron de un color rosa anaranjado a la luz del atardecer.

Jenny tomó un trago de su coca cola. La verdad era que su hermano parecía un yonki de lo más convincente.

Marjorie se arrodilló junto a Dan y le tomó la mano. Dan no se movió. Y luego, lentamente, sus ojos se abrieron.

-¿Estabas dormido? -preguntó Marjorie, mirándole. - N o , llevo un largo rato mirándote -dijo Dan en voz

baja-. Supe que estabas aquí instintivamente. Tú eres la única persona que me produce esta sensación de paz... ¡esta luz! Me dan deseos de llorar de felicidad.

Jenny sabía que la película era una adaptación de Guerra y paz de Tolstoy. Era raro oír a su hermano hablar como alguien del siglo diecinueve, pero también estaba guay.

Marjorie comenzó a atarle los zapatos a Dan sin dejar de mascar chicle. No parecía que intentase actuar. Estaba allí, nada más. Jenny no supo si aquello era intencionado o no.

Antes de que pudiese acabar de atar sus zapatos, Dan se sentó de golpe y la agarró de las muñecas. La pipa de crack cayó al suelo y estalló en mil pedazos.

-¡Natacha, te amo más que nada en el mundo! -dijo Dan ahogadamente, intentando sentarse para luego dejarse caer en el banco como transido de dolor.

-Tranqui, soldado -dijo Marjorie-. A ver si te da un ataque al corazón.

Ruby lanzó una carcajada. -¡Esa chica es el no va más! -exclamó. -¡Calla! -dijo Vanessa, lanzándole una mirada asesina. Jenny conservó los ojos en la pantalla. Dan intentó

coger la pipa, pero solo quedaban astillas de vidrio.

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-Ten cuidado -advirtió Marjorie. Buscó en su bolsi­llo y sacó un chicle-. Toma -le dijo, dándoselo-. Es de hierbabuena.

Dan lo cogió y lo dejó sobre su pecho, como si estu­viese tan exhausto que no pudiera quitarle el papel para metérselo en la boca. Luego cerró los ojos y Marjorie le volvió a tomar la mano. La cámara se apartó de ellos, recorriendo el parque. Se detuvo en el suelo para enfo­car a una paloma picoteando un condón usado y luego prosiguió hacia la Veintitrés, bajando hasta el río Hud-son, donde enfocó el sol que se ponía y desaparecía. La pantalla se puso negra.

Vanessa se puso de pie y volvió a encender las luces. - ¿Qué significaba la paloma picoteando el condón

del final? -preguntó Clark. Pasó tras la barra y sacó una Corona de la nevera-. ¿Alguien quiere algo?

-Es una obra sobre las emociones -dijo Vanessa, a la defensiva-. No tiene por qué significar nada.

- H a sido la risa -dijo Ruby. Empinó su vaso y mas­ticó un trozo de hielo-. Otra coca cola, por favor -le dijo a Clark.

- N o pretendía ser graciosa -dijo Vanessa enfadada-. El príncipe Andrej se está muriendo. Natacha no le vol­verá a ver nunca.

Jenny se dio cuenta de que Vanessa hacía esfuerzos por no perder la calma.

-A mí me pareció que la técnica estuvo genial -dijo-. Especialmente las últimas tomas del final.

-Gracias -dijo Vanessa con una mirada de agra­decimiento-. Oye, tú nunca viste el montaje final de la peli de Serena, ¿no? Ha quedado bastante decen­te.

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-S í -dijo Jenny-. Pero tú le hiciste todo el trabajo de cámara también, ¿no es verdad?

-Sí, bastante -dijo Vanessa con un encogimiento de hombros.

- E n serio. Tu peli ha estado bien, pero me gustó más El planeta de los simios -bromeó Ruby.

Vanessa hizo un gesto de exasperación con los ojos. Su hermana a veces era una inmadura.

-Porque eres una imbécil -le espetó. -A mí me gustó -dijo Clark. Tomó un sorbo de su

cerveza-. Aunque no la entendí mucho. - N o hay nada que entender -dijo Vanessa exasperada. Jenny no tenía deseos de sentarse allí, oyéndolos dis­

cutir. Había ido a Williamsburg para pasárselo bien, no para que la torturasen.

-Oye, ¿quieres que vayamos a comer algo? -le pre­guntó a Vanessa.

Vanessa cogió su abrigo de un taburete del bar y se lo puso con movimientos bruscos.

-Desde luego -dijo-. Vamonos de aquí.

Fueron a pie hasta una cafetería especializada en comida de Medio Oriente y pidieron hummus y choco­late.

-Dime, Jennifer, con una delantera como ésa, ¿cómo es que no tienes, no sé, siete novios? -dijo Vanessa, señalando directamente el pecho de Jenny.

Jenny estaba tan violenta que ni siquiera se dio cuen­ta de lo grosera que había sido la pregunta de Vanessa.

-Pues... en realidad, tengo, ejem, tengo novio. - ¿De verdad?

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-Sí, algo así -dijo Jenny, ruborizándose al recordar cómo Nate había estado a punto de besarla en el par­que. Le había prometido que la llamaría en cuanto vol­viese de Brown. Le entraban los sudores con sólo pensar en ello.

La camarera les trajo el chocolate caliente. Vanessa acercó la silla a la mesa arrastrándola y sopló dentro de su taza.

-Venga, habíame de ese chico. -Su nombre es Nate y está en el último curso del St.

Jude's -dijo-. Es un poco fameta, pero es realmente adorable y totalmente sin pretensiones, ¿sabes?, para un chico que vive en una casa que valdrá millones de dóla­res.

- A j a -Vanessa asintió con un movimiento. Parecía el tipo de chico por el que ella no se interesaría jamás-. Y ¿estáis saliendo? ¿No te resulta, no sé, viejo?

-A Nate no le importa -sonrió Jenny-. Le gusto, eso es todo -sopló dentro de su taza, feliz, dejando que el vapor le acariciase las mejillas.

Vanessa estuvo a punto de preguntarle qué le estaba dando a cambio al tal Nate. Quizá ello explicase por qué ella le gustaba tanto.

-Quiero decir, ni siquiera nos hemos besado todavía -prosiguió Jenny antes de que ella pudiese hacerle la pregunta-, lo cual hace que me guste todavía más. No es un sobón, ¿sabes? Ni siquiera se me queda mirando las tetas.

-¡Jo-der! -exclamó Vanessa impresionada. -Bueno -dijo Jenny, sorbiendo su chocolate calien­

te-, el caso es que está en Brown este fin de semana. Me pregunto si se encontrará con Dan.

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-Quizá -se encogió de hombros Vanessa, intentando actuar como si le diese igual. Ojalá no se le pusiese la carne de gallina cada vez que alguien mencionaba a Dan.

La camarera les trajo el hummus y Vanessa hundió en él un trozo de pan de pita y lo revolvió.

Jenny sabía que Vanessa seguía colada por Dan. Su película lo demostraba. Pero ahora Dan estaba con Serena. Y si Dan estaba con Serena, Jenny tenía acceso a Serena, lo cual era lo que siempre había deseado, ¿no?

Metió el meñique en el hummus, se lo llevó a la boca y lo chupó pensativa. Dan siempre era el desdichado Dan, con o sin Serena, aunque Jenny tuvo que recono­cer que le echaba un poco de menos. Y, ahora que lo pensaba, se dio cuenta de que no necesitaba que Serena saliese con Dan para ser amiga de ella. Después de todo, la había ayudado a hacer su peli. Podía hablar con ella cuando quisiese. Ya no era Jenny, la hermanita pequeña de Dan. Era Jennifer, una persona por sí mis­ma, con un novio mayor y guapísimo. Levantó la mira­da y le sonrió a Vanessa. Quizá pudiese ayudarla.

-¿Sabes? Serena intentó leer uno de los libros favo­ritos de Dan -dijo Jenny-. Y no le gustó en absoluto. Ni siquiera pudo acabarlo.

-¿Y qué? -preguntó Vanessa sin comprender. -Pues nada -dijo Jenny, encogiéndose de hombros-

que creo que no tienen tanto en común después de todo. Vanessa la miró estrechando los ojos. -Y esto dicho por la chica dispuesta a lamerle el culo

a Serena si ella se lo pidiese. Jenny abrió la boca para decir algo en su defensa,

pero luego la cerró nuevamente. Era verdad: había esta-

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do siguiendo a Serena como un cachorrillo. Pero ya no. Ahora se llamaba Jennifer.

-Creo que si sigues sintiendo algo por Dan, ten­drías que hacer algo, eso es todo. Te sorprenderías -dijo Jenny.

- N o siento nada por él -dijo Vanessa rápidamente. Cogió un triángulo de pan de pita y le arrancó un tro­zo, enfadada.

-Sí que lo sientes. A Vanessa no le gustaba que le dijesen qué hacer,

especialmente una niña pequeña. Pero Jenny parecía sincera, y para ser sincera, Vanessa sabía perfectamente que seguía sintiendo algo por Dan. Se pasó la mano por la cabeza casi calva y levantó la mirada hacia Jenny.

- ¿De verdad? Jenny la miró inclinando la cabeza hacia un lado.

Vanessa tenía una estructura ósea muy buena. Con un poco de brillo labial quizá pareciese una chica. Además, no era ni tan dura ni tan rara como quería aparentar.

-Quizá tengas que dejarte crecer el pelo un poco, pero podría suceder -dijo Jenny-. Me refiero a que vosotros sois superamigos. Lo único que tienes que hacer es llevar­lo al siguiente nivel.

Basta con que una chica tenga novio para que se con­vierta en una autoridad en relaciones humanas.

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B flipa por un tubo

-¿Qué? ¿Cómo te ha ido? -p regun tó Aaron cuan­do Blair volvió al coche después de la entrevista. Estaba sentado sobre la capota del Saab, tocando suavemente la guitarra y fumando otro de sus ciga­rrillos de hierbas. Parecía totalmente en su salsa en Yale.

-Bien, creo -dijo Blair, titubeante. Todavía no era consciente de la realidad. Abrió la puerta del copiloto, se sentó y se quitó los zapatos-. Creo que tengo una lla­ga. ¡Putos zapatos bajos!

- ¿Qué te preguntaron? -dijo Aaron, abriendo la puerta del conductor y sentándose.

- Y a sabes, por qué Yale y cosas como ésas -dijo Blair sin precisar demasiado. No recordaba mucho la entrevista, sólo se alegraba de que ya hubiese pasado.

-Parece algo normal -dijo Aaron-. Estoy seguro de que te ha ido bien.

-Sí -Blair se dio la vuelta para buscar su bolsa. Al ver la Selección de cuentos cortos de Edgar Alian Poe

sobre el asiento, recordó una de las preguntas del entre-vistador: "¿Puedes hablar sobre algún libro que hayas leído últimamente?".

¡Madre de Dios! De repente, recordó todo. Se dio la vuelta temblando.

-¡Mierda! -dijo, y su voz era casi un susurro. -¿Qué? - L a he cagado. Totalmente. - ¿Qué quieres decir? -preguntó Aaron confuso.

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- M e preguntó si había leído algún buen libro últi­mamente -dijo Blair, tocándose el granito de la frente-. ¿Sabes qué le dije?

-¿Qué? - L e dije que no había leído nada porque mi vida era

un desastre total. Le dije que había robado en una tien­da. Le dije que había pensado en suicidarme.

Aaron se la quedó mirando con los ojos como platos. Blair vio por la ventanilla el bonito campus de Yale.

Siempre había querido ir allí, desde aquella primera vez que su padre la trajo a ver el partido de fútbol entre Yale y Harvard en la semana de los alumnos, cuando tenía seis años. Yale era su destino. Por lo que había trabajado. El motivo por el que no salía por las noches durante la semana porque estaba estudiando para sus asignaturas avanzadas. Había confiado totalmente en que entraría, y en unos pocos minutos la había cagado. ¿Cómo se podría enfrentar a todo el mundo después de esto?

-¿Lo has hecho? -preguntó Aaron, poniéndole la mano en el hombro-. ¿Has pensado en suicidarte?

- N o -dijo Blair negando con la cabeza. Se hundió en el asiento, el pecho agitado mientras lágrimas de rabia le rodaban por las mejillas-, aunque debería hacerlo después de esto.

-¿Y es verdad que robas en las tiendas? -Calla -exclamó Blair, moviéndose para quitarse la

mano de él del hombro-. Todo es por tu culpa. Anoche hiciste que me fuese a la cama demasiado tarde. Tendría que haber venido en tren esta mañana, tal como lo había planeado.

-Oye, que yo no te dije que dijeses todo eso en tn entrevista - la corrigió Aaron-. Pero yo no me preocu-

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paría demasiado. La entrevista es sólo un quinto de todo el proceso. Quizá todavía entres. Y si no lo haces, hay un millón de universidades buenas donde ir.

Blair consideró aquello. Intentó recordar cómo había salido el resto de la entrevista. Quizá aquel pequeño fallo no importase tanto.

Luego recordó lo que había hecho al acabar la entre­vista y echó la cabeza atrás, golpeándola contra el res­paldo.

- ¡Oh, Dios! -¿Qué? -preguntó Aaron, haciendo arrancar el

coche. - L e besé. -¿A quién? - A l tío. El entrevistador. Le besé la mejilla antes de

marcharme -dijo Blair. Le temblaba el labio inferior y las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas-. Fue un horror.

-¡Ahí va! -exclamó Aaron, ligeramente impresiona­do-. ¿Besaste a tu entrevistador? Apuesto a que eres la única persona que ha hecho eso.

Blair no respondió. Se volvió hacia la ventanilla y se abrazó, llorando miserablemente. ¿Qué le diría a su padre? ¿Qué le diría a Nate? Después de darle la taba­rra a él porque no se tomaba a Yale en serio, luego iba y hacía que su entrevista resultase un fiasco total.

-Vale, ¿sabes qué? -dijo Aaron, poniendo la marcha atrás para salir del aparcamiento-. Creo que tendría­mos que salir pitando de aquí antes de que llamen a la poli o alguna movida así -sonrió y levantó una sucia servilleta del Dunkin' Donuts del suelo y se la alargó a Blair para que se sonase la nariz con ella-. Toma.

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Blair dejó caer la servilleta al suelo. No podía imagi­narse cómo había hecho para meterse en aquella situa­ción. En un coche sucio con un chico vegan con rastas de incorruptible espíritu optimista que pronto se con­vertiría en su hermanastro. Se había acostado tarde, poniéndose morada de comida basura y cerveza. Le sol­tó todos sus malos rollos al entrevistador de Yale y lue­go le besó y destrozó su futuro. Aquellas cosas no le sucedían a una persona como ella, sino a perdedores con problemas. Los actores que se presentaban a los casting y nunca conseguían un papel. La gente con pelo feo y problemas de piel y ropa horrible y ningún tipo de preparación para actuar en sociedad. Blair se volvió a tocar el granito de la frente. Oh, Dios, ¿en qué se esta­ba convirtiendo?

-¿Quieres que desayunemos en algún sitio? -pre­guntó Aaron, saliendo a la carretera que atravesaba New Haven.

Blair se desplomó en el asiento. No podía soportar la idea de comer nunca más en la vida.

-Llévame a casa -dijo enfadada. Aaron puso un CD de Bob Marley y se dirigió a la

autopista mientras Blair miraba por la ventanilla, inten­tando encontrar una razón para vivir.

Estaba el festival de cine del Constance el lunes. Si ganaba, tendría un galardón más que agregar a su expe­diente y quizá Yale no hiciese caso de su desafortunada entrevista. Quizá la perdonasen por ser rara, porque, después de todo, era una artista. Y si ganaba el concur­so y, a pesar de ello, no lograba entrar a Yale, siempre podía convertirse en una verdadera artista y comenzar a vestirse de negro de pies a cabeza, como la friki esa de

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Vanessa e inscribirse en la N Y U o en Pratt. ¿Y si no ganaba? Tendría un motivo más para agregar a la lista de razones por las cuales su vida era una total y comple­ta mierda.

Y como si eso no fuese poco, el fin de semana siguiente su madre había organizado el día de spa y comida para las damas de honor. Blair tendría que com­portarse de manera agradable y entusiasta. Hasta quizá tuviese que hablarle a Serena. ¡Viva!

Y luego, el sábado siguiente era la boda de su madre. Su cumpleaños. Y el día en que finalmente perdería su virginidad con Nate. Blair cerró los ojos, apretándolos lo más que pudo intentando recordar lo que había ima­ginado antes: Nate descorchando una botella de cham­pán en la suite del hotel, con sólo los pantalones de pijama de cashmer, tan sexys. En vez de ello, se le representó en la mente una imagen totalmente distinta: el perro de Aaron trotando hasta ella con una carta en su boca chorreando de babas. La carta estaba escrita en papel con el membrete de Yale y decía: "Estimada seño­rita Waldorf, lamentamos informarle de que se ha rechazado su solicitud para entrar a Yale. Gracias por intentarlo y que tenga una bonita vida. Sinceramente, la Oficina de Ingresos de Yale".

Abrió los ojos y contuvo el aliento. "No", se dijo con firmeza. No era una perdedora. Entraría en Yale como fuese. Nate y ella irían juntos. Vivirían juntos y lo harían cuando les diese la gana. Aquélla era la vida que había imaginado que viviría y aquello era lo que iba a suceder. Se volvió hacia Aaron.

- L o primero que haré cuando lleguemos será llamar a mi padre y pedirle que done algo a Yale -dijo decidi-

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da. No era exactamente un soborno, ¿no? ¡Ese tipo de cosas sucedía todos los días! Y no era porque ella fuese mala alumna ni nada por el estilo.

Sin embargo, el entrevistador no se olvidaría de aquel beso tan fácilmente. Lo que su padre donase ten­dría que ser bastante grande.

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Todos los nombres reales de sitios, gente y hechos han sido alterados o abreviados para proteger a los inocentes. Es decir, a mí.

¡Qué hay, gente! -

¿ Q U I É N ESTÁ C O N QUIÉN?

¿Habrá D dado por perdida a S totalmente? ¿No le prestará atención S1 a D a propósito, o ni se dará cuen­ta de ello, con la maravillosa forma que tiene de hacer­lo? ¿Irá N en serio con J? Me refiero a que, ¿dejará plantada a B en este momento de necesidad? ¿¿Por una enana de noveno?? Hagan sussss apuessstas, señoressss.

S E VEÍA V E N I R

La universidad de Yale ha anunciado la anexión de los Viñedos Yale Waldorf y se ha añadido al curriculum un curso sobre vitivinicultura. Los alumnos producirán sus propios vinos, que venderán luego los comerciantes locales con el nombre de la universidad como marca. Cada semestre, un grupo de alumnos vivirá y trabajará en los nuevos viñedos de la universidad en el sur de Francia, aprendiendo el arte de la vitivinicultura, comiendo comida francesa y practicando el francés como nativos. Los viñedos comenzarán a funcionar este verano, gracias a la generosa donación del padre de un futuro alumno.

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Parece que papi se ha movido, pero B tendrá que esperar hasta abril para ver si ha entrado, como el resto de nosotros. ¡Me muero por saberlo!

Vuestro e-mail

P: Querida C C : He oído un par de cosas sobre las pelis que van a

concurso en el festival del colegio. (Yo también voy al Constance.) Pues, bueno, yo creo que B debería ganar. Lo digo en serio. Sé que su peli parece un poco repeti­tiva, pero la idea es que parezca que tiene un efecto superguay de videoclip de M T V . Yo estoy en su clase de cinematografía y es la mejor con la movióla, así que estoy segura de que será muy guapo. S ni siquiera sabe poner en marcha una cámara y las pelis de V siempre son muy pretenciosas. Ya está.

-RainyDay.

R: Querida RainyDay: Me dio la sensación de que la película de B era bas­

tante extraña, pero estoy dispuesta a tomarte la palabra. Serán los jueces quienes decidan el lunes. Y los perde­dores seguro que demostrarán su frustración de forma terrible. ¡No veo el momento de que llegue el día!

Visto por ahí

J y V de compras en Domsey's en Williamsburg. V se compró un vestidito negro antiguo. Debe de ir en serio lo de demostrarle a D que le quiere. By A topán-

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dose con sus respectivos padres y el organizador de la boda cuando entraban al edificio de la Setenta y Dos. B no tenía aspecto de felicidad. D, S, Ny amigos baján­dose del tren en la Gran Central el domingo por la tar­de. Los seis tenían cara de resaca, pero ¿acaso eso es una novedad?

U N A ÚLTIMA C O S I T A

Es época de Acción de Gracias, el momento de agra­decer todo lo que tenemos. Así que... gracias por todos los pantalones de piel que hay en Intermix y la maravi­llosa gabardina de piel que encontré en Scoop. Gracias por todos los chicos que conozco y los que todavía no conozco, que se ponen cada vez más guapos con la edad. Y gracias a todos por portaros mal constantemen­te y darme siempre tema del que hablar.

Pronto habrá más

Tú sabes que me adoras, Chica Cotilla

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'And the winner is . . /

La señora McLean, la directora del Constance Billard School, había dado autorización para que las mayores faltasen a las dos últimas horas de clase del lunes para asistir al festival de cine. Los cursos del sép­timo al décimo segundo entraron al salón de actos y se sentaron. Una gran pantalla blanca colgaba del techo en el escenario. Las participantes se sentaban en la pri­mera fila, y entre ellas estaba Blair, Vanessa y Serena. El padre de Isabel, el famoso actor Arthur Coates, se hallaba de pie en el podio, preparado para dar un dis­curso y presentar los cortos.

Serena se sentaba al final de la primera fila, junto a la ventana, mirando a la elegante gente pasar por la Noventa y Tres. Ya se había comido las uñas, y de tan­to juguetear con un agujerito que se le había hecho en las medias negras, lo había convertido en una carrera que le iba desde el tobillo hasta el muslo.

Por supuesto, seguía estando guapa. Siempre lo estaba.

Pero se encontraba nerviosa. Esta era su única opta­tiva. Ganar aquel concurso era la única forma de mos­trarles a las universidades que era algo más que una chica que habían echado del internado porque no se molestó en volver a tiempo para las primeras semanas de clase, o una chica cuyas notas dejaban mucho que desear. Que no era un desastre total. Que era creativa, que tenía sustancia, buen gusto.

Y si no podían ver aquello, entonces, que les diesen por el culo, ¿no?

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Vanessa también estaba nerviosa, aunque no lo demos­trase. Se hundía en su asiento, clavando equis en la cubierta de su carpeta de anillas, mirando por encima de las punteras de sus Doc Martens el suelo de madera del auditorio.

Le daba igual que Ruby y Clark no hubiesen enten­dido su peli. Jenny dijo que le había gustado. Y a pesar de que la historia no había resultado como ella hubiese querido, y la química entre Marjorie y Dan no hacía que saltasen chispas, la técnica era perfecta. Incluso antes de comenzar a hacer la película, contaba con ganar el concurso. Sería el broche que cerraría su ingre­so en N Y U .

A Blair le dolía el estómago por varios motivos. Lle­vaba desde el sábado por la tarde llamando por teléfo­no, mandado e-mails y mensajes de texto a Nate, y él no le había respondido. Anoche había estado a punto de ir de golpe hasta su casa a ver qué pasaba, pero luego su madre la había arrastrado hasta el St Claire a probar comida para elegir el menú para la boda. Como si a Blair le importara que el sabor de la quenelle fuese demasiado fuerte o el aliño de la ensalada tuviese dema­siado aceite. Finalmente, cuando ya habían decidido los cuatro platos, tuvo que oír a su madre y el organizador de la boda tener una discusión estúpida sobre si los arreglos florales tenían que ser altos o bajos. Altos sig­nificaría que la gente tendría dificultad para ver por encima de ellos, bajos, que no serían tan impresionan-

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tes. Decidieron algo medio, como si no hubiese sido lo más normal del mundo.

Cuando llegó a casa, su padre había dejado un men­saje en su contestador preguntando cómo le había ido en la entrevista. Blair no le devolvió la llamada.

El recuerdo de su desastrosa entrevista se le había quedado pegado como una sombra maloliente y se negaba a hablar de ella con nadie. Hablar de ella habría sido reconocer su fracaso, y Blair no estaba dispuesta a eso todavía. En vez de ello, le mandó a su padre un entu­siasta e-mail hablándole de lo interesado que su entrevis-tador se había mostrado con el vino y que llevaba años intentando añadir un curso de vitivinicultura al curricu­lum de la universidad. Omitió cualquier referencia a la entrevista, diciéndole que una donación aseguraría su casi segura plaza en Yale. Con unas pocas líneas, tenía a su padre muñéndose por donar todos sus bienes. Era la reina de la persuasión. Hoy, el concurso de cine le daba otra oportunidad para cambiar su suerte.

Tenía que cambiar. Era imperativo.

-Gracias por venir -dijo el señor Coates, esbozando su fascinante sonrisa. Había sido la estrella de una serie cuando era adolescente, había conseguido un álbum de platino a los veinte y hecho todo tipo de sexy videoclips. Ahora era una estrella de cine y hacía anuncios para Pepsi-. Es para mí un placer presentar la próxima gene­ración de nuevos talentos de la industria cinematográ­fica.

Procedió a dar una breve charla sobre la historia de las mujeres en el cine: Marilyn Monroe, Audrey Hep-

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burn, Elizabeth Taylor, Meryl Streep, Nicole Kidman, Julia Stiles.

Luego presentó la primera película: la de Serena. Las luces se apagaron y el corto comenzó a rodar.

A Serena se le hizo un nudo en el estómago al ver su peli por enésima vez. A pesar de ello, el corto no perdía tras haberlo visto tantas veces. De hecho, comenzó a sentirse orgullosa de él.

-Ejem. ¿No diríais que es extraño? -susurró Becky Dormand a su peña de seguidoras.

- O h , Dios mío. Parece una puta con ese vestido -susurró Rain Hoffstetter a Laura Salmón en la última fila, donde se sentaban las del último curso.

-Se le veía la teta en el espejo del probador -susurró Laura.

Cuando la pantalla se puso negra y se encendieron las luces, el público aplaudió. No era un aplauso desafo­rado con gritos y silbidos, pero tenía consistencia. Alguien silbó y Serena alargó el cuello para localizar quién era. Se trataba del señor Beckham, el profesor de cinematografía. Y ella no era siquiera alumna suya.

- H e oído que ni siquiera hizo la peli ella misma -le susurró Kati Farkas a Isabel Coates-. Le pagó a un director famoso para que se la hiciera.

-Creo que fue Wes Anderson -dijo Isabel, asintien­do con la cabeza.

Luego, el señor Coates presentó dos cortos más. Pr i ­mero el de Carmen Fortier, una conversación con su abuela nonagenaria, que trataba mayormente de los méritos de ver Barrio Sésamo y no tenía demasiado sen­tido. El siguiente fue un recorrido por la casa de cam­po de Nicki Button en Runson, Nueva Jersey, que

resultó un muermo total, particularmente cuando reci­tó los nombre de todos los animalitos de peluche que había coleccionado a través de los años: Fluffernutter, Larry. Bow Wow. Horsie. Ralph. Y Pigsy Wigsy de los Cojones.

O sea, ¿a quién cono le importaba? Las chicas del Constance aplaudieron cortésmente y

luego el señor Coates presentó la peli de Vanessa. Vanessa comenzó a reírse nerviosamente en cuanto

la silueta pelirroja de Marjorie con su pelo fosco apare­ció en la pantalla. Pocas veces reía o sonreía en público, pero Marjorie era tan ridicula que no pudo evitarlo. Le temblaba todo el cuerpo y tuvo que apartar la vista. Junto a ella, Blair Waldorf cruzó las piernas con su característica pose de hija de puta y le lanzó a Vanessa una mirada asesina. Luego la cámara recorrió con mimo el cuerpo desmadejado de Dan y Vanessa dejó de reír. Dios, qué guapo era.

La sala se quedó en silencio un momento cuando acabó el corto y luego Jenny comenzó a aplaudir desde donde se sentaba con las de noveno. El señor Beckham lanzó un agudo silbido y la sala estalló en aplausos.

-¡Venga, Marjorie! -gritaron algunas de las del penúl­timo curso.

- L a movida esa del condón me pareció demasiado fuerte -susurró Kati a Isabel al fondo de la sala.

- ¿Qué era eso? -dijo Laura. -Esa chica está totalmente chalada -dijo Rain. Finalmente, le llegó el turno a Blair. Blair estrechó su PalmPilot contra su pecho mien­

tras Audrey Hepburn comía sus cruasanes una y otra vez. Al fondo de la sala sus amigas bailaron al son de

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la música y aplaudieron fuerte cuando se acabó la pe­lícula.

-Estuvo guay -le dijo Isabel a Kat i - , ¿verdad? -Totalmente -dijo Kati. - N o estuvo mal -les susurró Becky Dormand a sus

amigas-. Me refiero a que probablemente no tuvo demasiado tiempo para dedicarle, con lo ocupada que estará llenando solicitudes para casi todas las universi­dades de la Costa Este.

- H e oído que aunque entrase en Yale, tendría que retrasar su ingreso un año o así para poder hacer una terapia intensa -dijo otra de las chicas.

- ¿Lo dices por la movida con su hermanastro? He oído que se acuestan juntos desde que él se mudó a la casa de ella -dijo Becky.

- ¡Qué fuerte! -exclamaron las otras chicas. Finalmente, Arthur Coates se puso de pie con un

sobre blanco en la mano. -Ya sabéis que no hay ganadores ni perdedores

-comenzó a decir. Blair tragó el nudo que tenía en la garganta. "Vale,

tío, abre el puto sobre". -¡Y la ganadora es...! Se hizo una pausa. -¡Serena van der Woodsen! Silencio total. Luego Vanessa se puso de pie y lanzó un silbido con

los dedos como le había enseñado su hermana. Estaba decepcionada, pero la peli de Serena era buena, y qué cono, se sentía orgullosa de haber tenido parte en ella. Cuando vio a Vanessa, Jenny también se puso de pie, aplaudiendo con todas sus fuerzas. Luego el señor Bec-

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kham se puso de pie y gritó: "¡Bravo!", y el resto del colegio se unió a ellos.

Serena se dirigió al podio ebria de felicidad y aceptó el premio: dos billetes a Cannes y tres noches en un hotel de cinco estrellas durante el festival de cine en la primavera. Titubeó, colocándose el brillante pelo plati­no tras las orejas e inclinándose hacia el micrófono.

- M e gustaría que otras dos chicas subiesen al podio -dijo-. Vanessa Abrams y Jenny Humphrey. No podría haberla hecho sin ellas.

Vanessa le sacó la lengua a Jenny, que estaba en el otro extremo de la sala, y luego subió al podio con Sere­na. Después de todo, había hecho todo el trabajo de cámara. Se merecía un poco de reconocimiento por haber logrado aquel éxito.

Serena le estrechó la mano y le entregó un billete de avión.

-Gracias -susurró- . Quiero que aceptes esto. Jenny gateó excitada por encima de las rodillas de

sus compañeras y se unió a Serena y Vanessa en el podio. Serena le besó la mejilla y le puso el otro billete de avión en la mano.

-Eres fantástica -dijo. Jenny se ruborizó: nunca había estado frente al

público antes. "Esto no puede estar sucediendo", pensó Blair, sen­

tada rígidamente en su silla. Cerró los ojos para ahogar el aplauso. Estaba dormida. Eran sólo las tres de la mañana y el lunes aún no había empezado. Faltaban horas hasta que, con su chaquetita de la suerte color lila, se subiese orgullosa al podio a recibir el premio de manos del señor Coates.

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Lo siento. Blair abrió los ojos. Serena seguía esbozando su

radiante sonrisa. Y Blair seguía protagonizando la película más depri­

mente que se había hecho jamás. La película en que consistía su vida.

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Los románticos atormentados no pueden decir que no

- ¡He ganado! -exclamó Serena. Dan le dio un puntapié a una botella rota de Snapple en

la Avenida West End y apretó el móvil contra su oreja. -¿Ganado qué? -preguntó, intentando parecer indi­

ferente. -¡El festival de cine! -gri tó Serena, excitada-. ¡Les

gustó! No me lo puedo creer. Vanessa incluso dijo que tendría que pensar en solicitar admisión en alguna escuela de arte. ¡Podría ser cineasta!

-Bien -dijo Dan. No se le ocurría una respuesta más adecuada. Cada vez que oía la voz de Serena o pensaba en ella, sentía que le torturaban.

-Pues eso, que quería que lo supieses, como tú has visto la peli y eso -dijo Serena.

Silencio. -¿Dan? -¿Sí? -Quería asegurarme de que estabas allí. Pues eso

-parloteó- . Tengo la movida de la preparación de la boda este fin de semana, así que quizá no podamos ver­nos. Pero aún vienes a la boda conmigo, ¿no?

Dan negó con la cabeza. "Díselo", le ordenó su mente.

- L o prometiste -le recordó Serena. -Sí, sí, claro -dijo él. Su corazón siempre era el que

ganaba. -Guay -dijo Serena-. Vale, ya te llamaré. Hasta

luego.

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Colgó. Dan se sentó en el escalón de debajo de una entrada y encendió un cigarrillo con dedos trémulos. ¿Era su reacción exagerada? ¿Habría comprendido todo mal? Quizá le gustaba a Serena, aunque no fuese más que un poquito.

No había que perder las esperanzas. Y tenía un nuevo motivo para torturarse.

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Es que J sabe mejor

-¿Qué , Brown estuvo bien? -le preguntó Jenny a Nate.

Estaban sentados frente al estanque de Central Park, viendo a los niños haciendo navegar a sus barquitos de juguete junto a los patos perezosos y a las hojas que flo­taban. Nate la tomaba de la mano y era tan bonito que a Jenny le daba igual que hablasen o no.

- A j a -dijo Nate-. O sea, todavía tengo que sacar buenas notas este trimestre y escribir mi ensayo y toda esa movida. Pero, en realidad, no tenía pensado ir a la universidad el año que viene, ¿sabes? Y ahora estoy ñi­pado -sujetó la mano de Jenny frente a sus ojos y exa­minó sus minúsculos dedos.

- ¿Qué haces? -r ió Jenny. - N o lo sé. Me alegro de verte -sonrió Nate-. Jenni­

fer -dijo-. Estuve pensando en ti todo el fin de semana y ahora estás aquí.

-Yo también -dijo Jenny con una tímida sonrisa. Se preguntó nuevamente si Nate la besaría.

- M e sentí un poco mal la otra vez, cuando estába­mos en el parque -continuó Nate-. ¿Sabes? Cuando se presentaron mis amigos.

Jenny asintió con la cabeza. "¿Sí?". -Había algo que quería hacer -dijo Nate-. Y tendría

que haberlo hecho. * "¡Sí, sí!".

Nate la acercó hacia sí. Ambos mantuvieron los ojos abiertos, sonriendo mientras se besaban.

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Jenny había besado a dos chicos durante un juego en una fiesta, pero besar a Nate fue el mejor momento de su vida. Sintió que iba a estallar de felicidad.

A Nate le sorprendió lo bien que besaba ella. Desde luego que era mucho mejor que cuando besaba a Blair. Jenny sabía mucho mejor, como un donut de azúcar o un batido de vainilla.

Se apartó, mirando el rostro ruborizado y feliz de Jenny.

Jennifer no sabía lo de Blair y Blair no sabía lo de Jen­nifer. No había hecho caso a las llamadas de Blair simu­lando que ella no existía, pero, ¿cuánto tiempo podría seguir así? Tarde o temprano tendría que hablar.

Lo único que pasaba es que no sabía qué iba a decir.

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Sesión de belleza con leche agria

Después de unas pequeñas compras en la tienda Cha-nel de la planta baja, Eleanor Waldorf y sus damas de honor subieron al ascensor para ir al spa Beauté de Pro-vence de Frederic Fekkai en la Cincuenta y Siete. Blair, su madre, Kati , Isabel, Serena y Zo Zo , la tía de Blair, irí­an allí a hacerse arreglar las manos y los pies con leche y miel, darse una mascarilla facial de lodo marino y, por supuesto, a hablar de la boda. Luego irían a comer a Daniel, el restaurante favorito de Eleanor Waldorf. Fran, la tía de Blair, se reuniría con ellas allí. No iba al pedicuro porque odiaba que le tocasen los pies.

El spa era como un restaurante lleno de gente, excepto que olía a champú y gel Frederic Fekkai en vez de a comida. Era grande y luminoso, con empleados que iban de aquí para allá, atendiendo a mujeres en batas color beige estilo hospital que llevaban para pro­teger su ropa. Todas las mujeres llevaban exactamente las mismas mechas color rubio platino en el pelo. Era el color de cabello distintivo del Upper East Side.

-¡Ciao, mes cheries! -exclamó Pierre, el delgaducho chico japonés que trabajaba en la recepción-. Os tengo a tres apuntadas para los pies mientras a las otras tres os hacen las mascarillas. ¡Seguidme, seguidme!

Blair no supo cómo sucedió, pero de pronto se encontró sentada entre Serena y su madre, con las manos y los pies metidos en un baño de leche tibia con miel, mientras Kati, Isabel y su tía recibían el trata­miento facial en otra parte del spa.

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- ¿ N o es esto un placer? -canturreó la madre de Blair, recostándose en el sillón.

- M i leche huele mal -dijo Blair. Ojalá le hubiese dicho a su madre que se reuniría con todas en el restau­rante, como había hecho su tía Fran.

-Desde el verano no me hago arreglar los pies -dijo Serena-. Tengo los pies tan mal que no me sorprende­ría que agriasen la leche.

"A mí tampoco me sorprendería", pensó Blair con amargura.

-¿Cómo quiere las uñas? -le preguntó la manicura a su madre mientras le hacía un masaje en los dedos.

- M e gustan redondeadas, pero no en punta -dijo su madre.

-Yo quiero las mías cuadradas -le dijo Serena a la suya. -Yo también -dijo Blair, aunque odiaba tener que

decir que le gustaba lo mismo que a Serena. La manicura le dio una palmadita juguetona en la

muñeca a Blair. -Está muy tensa, relájese -le dijo-. ¿Es usted la

novia? Blair la miró sin comprender. - N o , yo soy la novia -dijo la madre de Blair, alegre-.

Es mi segunda vez -susurró, haciéndole un irritante guiño a la manicura.

Blair sintió que los músculos se le ponían todavía más tensos. ¿Cómo querían que se relajase?

- V i unos pantalones de pijama fantásticos de cashmer en la sección de hombres de Barneys -continuó parlo­teando su madre-. Pensaba comprarle un par a Cyrus como regalo de boda -se volvió hacia Blair-. ¿Crees que se los pondrá?

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Serena le lanzó una mirada nerviosa a Blair, pregun­tándose si tendría que decir algo. Ahora era su oportu­nidad de vengarse de Blair por lo bruja que había sido con ella. Podía decir algo como: "Oye, Blair, ¿no te vi comprando unos pantalones de pijama así en Barneys la semana pasada?", pero a Blair se le estaba poniendo el rostro como el de un tomate y Serena no tuvo valor para decir nada. Su corazón la pudo. Bastante mal esta­ba ya Blair si se había llevado los pantalones sin pagar. Serena no quiso hacerle más daño.

- N o sé, mamá -dijo Blair afligida. Le picaba el cue­llo. Quizá fuese una reacción alérgica y tuviesen que llevarla a urgencias.

Las manicuras acabaron de masajearles las manos y se sentaron en escabeles para frotarles los pies y las pan-torrillas con aceite con aroma a lavanda.

- N o me has contado cómo te fue en la entrevista de Yale -dijo la madre de Blair, con los ojos cerrados, por suerte.

Blair sacudió un pie y derramó leche en el suelo. -Cuidado -recomendó la manicura. -Perdón -dijo Blair de malos modos-. Me fue

genial, mamá, realmente genial. Junto a ella, Serena lanzó un suspiro. -Yo acabo de tener una en Brown este fin de semana

-dijo-. Fue terrible. Creo que el entrevistador tenía un mal día o algo por el estilo. Era un imbécil.

¿Brown? ¿Serena había estado en Brown? Alarmas, sirenas, timbres y campanas sonaron todos a la vez en la cabeza de Blair.

-Estoy segura de que lo hiciste mejor de lo que crees, cielo -tranquilizó la señora Waldorf a Serena-.

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Esas entrevistas son horrorosas. No sé por qué os ponen tanta presión encima, chicas.

Blair volcó otro poco de leche en el suelo. No se podía quedar quieta. Ojalá la manicura le soltase la pierna.

-¿Cuándo fue tu entrevista? -le preguntó a Serena. - E l sábado -dijo Serena. No estaba segura de si

debía mencionar que Nate estaba allí también. Tuvo la sensación de que no.

-¿El sábado, a qué hora? -exigió Blair. -A las doce -respondió Serena. Ay, ay, ay. -Nate tuvo una entrevista allí también - re tó Blair-.

La suya también era el sábado a las doce. -Sí -dijo Serena, haciendo una profunda inspira­

ción-. Lo sé. Le vi allí. Blair movió el pie, enfadada. ¡Qué cojones! La mani­

cura le dio una palmadita. -Relájese -le dijo. -Nate no me ha llamado desde que volvió -rugió

Blair, mirando fijamente con desconfianza el perfil de Serena.

-Nate y yo no hablamos -dijo Serena, con un enco­gimiento de hombros. No estaba dispuesta a mencionar que había dormido en la misma cama con Nate en un hotel y que se habían despertado tomados de las manos. Ni que se habían emborrachado en la fiesta del barril de Erik y acabaron vomitando juntos en los arbustos detrás de la casa. No se hablaban desde que habían vuelto a la ciudad. Eso sí que era cierto.

- ¿Qué es de la vida de Nate? -preguntó la madre de Blair con un bostezo. El masaje le estaba causando sue­ño - . Hace años que no le veo.

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-Yo tampoco -dijo Blair furiosa. Estaba segura de que Serena tenía algo que ver con ello-. Me pregunto por qué será.

Serena sabía que Blair estaba esperando que hiciese algún tipo de confesión.

- N o me mires a mí -dijo, cerrando los ojos. Pero en cuanto lo dijo, deseó no haberlo hecho. Era como si estuviese pidiéndoselo.

Blair se puso de pie abruptamente, tirando los bols de las manos al suelo y casi volcando el recipiente donde tenía metidos los pies.

-¡Mierda! -chilló la manicura, cayéndose del escabel y dando con el culo en un charco de leche.

-¡Blair, se puede saber...! -exclamó su madre. -Disculpadme -dijo Blair, tensa. Los ojos se le llena­

ron de ardientes lágrimas de rabia-. No me puedo que­dar aquí sentada. Me voy a casa -miró a la manicura-. Perdone por el desastre -dijo, saliendo a grandes zan­cadas de la estancia, escurriéndose un poco en el moja­do suelo de baldosas.

-¿Y eso a qué venía? -le preguntó la madre de Blair a Serena. Estaba preocupada por su hija, pero no esta­ba dispuesta a seguir a Blair y abandonar su sesión de cuidados.

Serena meneó la cabeza. Ella no tenía nada que ver con los problemas que tuviesen Blair y Nate, aunque la verdad era que sentía curiosidad. Y Blair la preocupaba un poco, a pesar de lo increíblemente mala que había sido con ella últimamente. Parecía que Blair estaba pasando una mala racha.

-Seguramente estará nerviosa por lo de la boda -dijo, aunque estaba casi segura de que la boda justifi-

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caba solamente una mínima parte de los problemas de Blair-. Ya sabes cómo se pone.

La madre de Blair asintió con la cabeza. Desde lue­go que lo sabía.

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¡Qué hay, gente!

N A D I E L O H A C E M E J O R

Debido a su dramática partida, B se perdió su trata­miento facial de Frederic Fekkai, lo cual es una pena, porque pocos spa lo hacen tan bien. También se perdió a K e / emborrachándose con vino blanco en Daniel y asegurándole a su madre que B y N todavía no habían consumado su relación. Se perdió a su tía preguntándo­le a S sobre sus planes para la universidad. Esperemos que no se pierda la boda. Todos se divertirán aunque ella no esté, pero será ella quien ponga el dramatismo.

Vuestro e-mail

P: Hola, C C : He oído que S se acostó con casi todos los jueces del

jurado del festival de cine, así que en realidad no resul­ta una sorpresa que haya ganado, ¿sabes a lo que me refiero?

-ceecee

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R: Hola, ceecee: ¿Se acostó con todos los jueces? ¿Incluso las chicas? - C C

P: Qué hay, gossipgirl. ¿passa? kería decirte k creo k eres una pasada, aunk

no nos hayamos visto nunk. Soy 1 tío, X cierto. Tam­bién kería decirte k estaba en el parque al salir de clase el miércoles y vi a J y N. ella es fácil de reconocer. Me refiero a su mitad superior, parecían muy felices de ver­se, si sabes a lo k me refiero.

-goodie

R: Hola, goodie: Ejem, gracias por el cumplido, supongo. Y muchas

gracias por el dato. Se sabe que N y J han estado vién­dose al salir de clase todos los días. Pobre B.

- C C

Visto por ahí

B vigilando las calles entre la casa de N y la de S, intentando pillarlos con las manos en la masa. Jy N en la biblioteca pública de la Noventa y Seis, estudiando. ¡Qué monos! N está totalmente decidido a entrar en Brown y en... el corazón dej. S de pie ante su ventana probándose el vestido marrón de Chloé que la madre de B les ha comprado a todas las damas de honor. Sé que se supone que tiene la mejor figura de toda la Quinta Avenida, pero he oído que parecía un poco caderona. ¿Demasiada comida basura en el viaje a Rho-

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de Island, quizá? N eligiendo su esmoquin para la boda en Zeller. Y B e n u n partido de hockey en el Madison Square Garden con su hermano y su nuevo hermanas­tro. Supongo que hasta el hockey es mejor que estar con su madre o sus amigas, las damas de honor, aunque sea difícil de creer.

Falta menos de una semana para el gran día. Que paséis un genial Día de Acción de Gracias, pero no comáis demasiado ¡que luego no nos quedarán bien las galas nupciales!

Tú sabes que me adoras, Chica Cotilla

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Acomodadores guapos y damas de honor sexys

-Este vestido hace que parezca que tengo implantes de silicona en los muslos -se quejó Kati, clavándose el dedo en las piernas mientras se miraba al espejo.

-Hace que mi piel parezca totalmente gris -gimió Isabel. Se echó un poco de Lubriderm en las manos y se la dio en los brazos-. Tendría que haber comprado esos polvos para el cuerpo color bronce de Sephora -añadió, haciendo un mohín.

Blair se levantó de la cama de la suite en el Hotel St Claire y cogió de un manotazo el vestido de Chloé, dejando que colgase de sus dedos. Era color castaño, largo y elegante, con pequeñísimas perlitas cosidas al corpino. Iba sujeto a los hombros por dos delicados tirantes de perlitas, como collares.

Se quitó de un tirón la bata blanca del hotel y se puso el vestido por encima de la cabeza. La tela le ajustó la figura, pero no lo sentía apretado, sino genial. El vesti­do no la hacía caderona en absoluto. Estaba estupenda. Ayer la habían depilado, exfoliado, dado un baño de vapor, y humectado desde los folículos de la cabeza has­ta las uñas de los pies en el Salón y Spa Aveda de la calle Spring. Tenía reflejos nuevos color beige dorado y el maquillador de su madre le había echado perfumados polvos con brillo en el cuerpo entero.

Blair se ahuecó el pelo, que le acababa de secar a cepillo el peluquero de su madre. Le daba igual que Isa­bel y Kati no estuviesen contentas con sus vestidos. Aquella noche, Na te no podría quitarle las manos de

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encima. Además, el vestido iba perfectamente con los Manolos que su padre le había regalado para su cum­pleaños. Sacó los zapatos de la bolsa y se abrochó las tiras. Se alegraba de poder seguir siendo fiel a su padre, incluso durante la estúpida boda de su madre.

-Sabes que me deseas -le dijo a su reflejo, simulan­do que hablaba con Nate. Estaba fabulosa y totalmente decidida a hacerlo aquella noche.

-Ya estoy lista -dijo Serena, saliendo del cuarto de baño en una nube de dulce perfume. El vestido tam­bién le sentaba genial a ella, pero Blair prefirió no mirar.

Había logrado ignorarla toda la tarde mientras tenían la sesión de maquillaje y peluquería. No veía motivo para dejar de hacerlo.

Alguien llamó a la puerta. -Soy yo -dijo Aaron-. ¿Estáis listas, chicas? Blair abrió la puerta. Aaron y Tyler estaban en el

pasillo, ambos de esmoquin. Aaron se había hecho cortar las rastas, que le salían

de la cabeza en todas direcciones. Parecía una estrella del rock yendo a la fiesta de los Grammys. Por una vez, Tyler parecía un verdadero caballero, con la raya del pelo impecable y la pajarita perfecta. Tuvo que recono­cer que ambos estaban adorables.

-¡Ahí va! -dijo Aaron-. ¡Ese vestido es una pasada! Tyler asintió con la cabeza. -Estás guapísima, Blair -dijo con sinceridad. Blair frunció el ceño, disfrutando con su atención. - ¿ N o creéis que me hace parecer gorda? Menuda cuentista. Aaron negó con la cabeza.

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-Venga, Blair, sabes perfectamente que estás fantás­tica.

-¿De verdad? -dijo Blair, con una mueca de disgusto. -Sí -dijo Aaron-. Mookie también. Me lo ha dicho.

Tuve que dejarlo en casa, pero desde luego que le gus­taría montarse en tu pierna con ese vestido.

-Vete a la porra -gruñó Blair, aunque se lo estaba pasando genial.

Se volvió hacia Kati, Isabel y Serena. -Venga -dijo-. A ver si acabamos con esta mierda de

una vez. Mientras las chicas salían de la suite, Blair le lanzó

una mirada a la suntuosa cama doble. Vale, las próximas horas serían un infierno. Y desde luego que no sabía dónde iría a la universidad el año próximo. Pero era su cumpleaños y esa noche perdería su virginidad con Nate en aquella cama.

-Cyrus Solomon Rose, ¿quieres tomar a Eleanor Wheaton Waldorf como tu legítima esposa para amar­la y servirla en la salud y la enfermedad todos los días de tu vida? -preguntó el ministro unitario en el altar de la íntima capilla de las Naciones Unidas.

-Sí, quiero. -Y tú, Eleanor Wheaton Waldorf, ¿quieres tomar a

Cyrus Solomon Rose como tu legítimo esposo para amarle y servirle en la salud y la enfermedad todos los días de tu vida?

- O h , sí, quiero. Misty Bass volvió a cambiar de postura en uno de los

incómodos bancos de madera de la capilla.

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-Dime otra vez por qué tenían que casarse con tan­ta prisa -le susurró a T i t i Coates.

La señora Coates se acercó a su amiga y le lanzó una mirada cómplice por debajo del pequeño velo azul que tenía su fabuloso gorro con plumas de pavo real.

- H e oído que a ella se le estaba acabando el dinero -susurró- . Era la única forma que tenía de pagar sus deudas.

La señora Archibald no pudo evitar intervenir. -Yo he oído que se enamoró de la casa de veraneo

que él tiene en las Hampton -dijo, inclinándose para susurrarles al oído a Misty y T i t i - . La quería comprar, pero él no se la quiso vender. Así que tuvo que buscar otra forma de conseguir echarle la zarpa.

-¿Cuánto creéis que durará? -preguntó Misty, dudosa. -¿Cuánto tiempo podrías tú vivir con eso? -sonrió

T i t i con malevolencia. Contemplaron a Cyrus Rose, que estaba particular­

mente pomposo con su chaqué color gris con raya de tiza y su camisa, plastrón y chaleco color crema. Lleva­ba un reloj de bolsillo de oro y polainas en los zapatos.

¿Polainas? ¿Qué se creía que era aquello, una fiesta de disfraces?

Eleanor estaba radiante a pesar de su ridículo traje de pastorcilla color rosa pálido. Sus ojos azules brilla­ban de lágrimas de felicidad y brillantes ancestrales bri­llaban en su cuello, sus muñecas y sus orejas.

Pero, más importante, las damas de honor y los aco­modadores...

Blair sujetó su bouquet de lirios de invierno y mantu­vo los ojos clavados en Nate, aislándose completamen­te de la ceremonia.

220

Hacía unos días, Nate le había mandado un e-mail nada claro en el que le decía que lamentaba no haberla visto durante un tiempo, pero que había tenido que ir a Maine a pasar las fiestas de Acción de Gracias con su familia. Blair había respondido inmediatamente, dicién-dole lo nerviosa y excitada que se sentía por lo de esta noche. Nate nunca le había respondido, así que ella se había contentado con pensar que todo se resolvería cuan­do se volviesen a ver.

Mientras la zorra de Serena no se cruzase por medio...

Blair esperó que los ojos de Nate se posasen en Sere­na para poder pillar su mirada de ansia, pero Nate siguió atento a la ceremonia, sus ojos verdes brillando a la luz de las velas de la capilla.

Por una vez, Blair decidió ser optimista. Quizá, solo quizá, se había equivocado con respecto

a ellos. Olvídate de Serena. Nate estaba tan excitado por lo de esta noche como Blair. ¿Por qué otro motivo iba a tener aquel aspecto? Irradiaba sensualidad.

Ella también. El vestido de Chloé le calzaba como un condón y no

llevaba absolutamente nada debajo, excepto un par de medias de seda con puño de encaje.

Y sus Manolos, por supuesto. Blair estaba lista. Era una máquina de sexo adornada

con un bouquet de flores. Entonces, ¿por qué no la miraba Nate?

Nate contemplaba la ceremonia simulando interés para evitar la mirada de Blair. Se había dado cuenta de

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que ella estaba particularmente guapa, pero lo único que ello logró fue hacer que se preocupase de cómo resolve­ría las cosas más tarde. En el bolsillo tenía la pluma favo­rita de Jennifer para hacer caligrafía, que ella le había dado para que se acordase de ella mientras estaba fuera para Acción de Gracias. Nate no podía traer a Jennifer a la boda por motivos obvios, pero le había prometido encontrarse con ella en el bar del hotel durante la recepción para que lo viese vestido de esmoquin. Tam­bién le había prometido que no se fumaría un buen petardo antes de la boda. Ahora lo lamentaba. Tendría que enfrentarse a Blair completamente sobrio. Metió la mano en el bolsillo y se aferró a la pluma. Le daban nervios sólo de pensarlo.

Serena también se sentía nerviosa, aunque nadie se hu­biese dado cuenta de ello. Cuando un profesional se ocu­paba de su rostro con maquillaje y le arreglaba el pelo, los resultados eran maravillosos. Su pelo dorado brillaba, su piel relucía, sus mejillas estaban radiantes, y el vestido de Chloé color castaño se ajustaba a sus curvas, acen­tuando sus estrechas caderas, la curva de su espalda y sus largas y estilizadas piernas.

Pero por dentro, Serena estaba un pelín menos per­fecta.

Primero y principal, la preocupaba Dan, que se com­portaba de forma extraña.

No había podido verlo antes de la ceremonia, pero había hablado con él la noche anterior. Bueno, en realidad, ella había sido quien hablaba y él le había respondido con monosílabos y le había dicho que la vería en la boda. Sere­na no sabía lo que le pasaba, pero ahí pasaba algo.

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También estaba preocupada por Blair, a pesar de que Blair llevaba todo el día ignorándola. Estaba de pie jun­to a ella y prácticamente sentía la tensión que surgía de su cuerpo como electricidad estática.

Desde el otro extremo de la nave, Erik, su hermano, le guiñó un ojo. Parecía un príncipe con ese esmoquin. Una versión masculina de Serena, con su pelo rubio, sus ojos azules, alto, con unas pecas en la nariz y adorables hoyue­los en las mejillas. Serena le había contado la mierda que había resultado su entrevista en Brown y, como era de esperar, la respuesta de Erik había sido: "¡Que les den!".

No era precisamente el mejor consejo que le habían dado, pero Serena respetaba la actitud despreocupada de su hermano; a él le funcionaba. Y además, ahora estaba pensando seriamente en estudiar arte.

Giró la cabeza e intentó localizar a Dan entre la gen­te, pero no pudo ver su cabello ondeado por ningún sitio entre los elegantes sombreros y perfectos peinados de los invitados a la boda. Se preguntó si él se habría molestado en venir.

Dan estaba hundido en uno de los últimos bancos, con las manos sudorosas, intentando no prestar aten­ción a los cotilleos que circulaban a su alrededor.

-Todavía más hortera de lo que había supuesto -oyó que murmuraba una mujer.

- ¿Qué diablos se ha puesto? -le respondió en un susurro su vecina.

-¿Y él? -respondió la primera mujer. -¡Y los vestidos de las damas de honor, son pura por­

nografía!

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Dan no sabía a qué se referían. A él le parecían todos espectaculares, especialmente Serena. Dan había intenta­do arreglarse lo más posible, pero sus mocasines negros no eran lo adecuado y su camisa ni siquiera estaba correc­tamente planchada. Nunca se había sentido más fuera de lugar en su vida.

Pero ella se lo había pedido y allí estaba: un cordero listo para el matadero.

-Ya puedes besar a la novia -anunció el ministro. Cyrus cogió a Eleanor por la cintura. Blair se apretó

las flores contra el estómago para que no le diese el vómito. No fue un beso demasiado largo, pero cual­quier demostración de cariño entre gente de la edad de tus padres es suficiente para producirte arcadas.

Cyrus dio un pisotón a una copa de vino envuelta en una servilleta y el pianista tocó los típicos acordes de celebración.

¡Por fin se habían casado! Los invitados siguieron a la pareja por el pasillo cen­

tral de la nave y todos salieron afuera. En la acera de la Primera Avenida, frente a las Naciones Unidas, Blair fue de puntillas por detrás de Nate.

-Te he echado de menos -le ronroneó al oído. Nate se dio la vuelta de un salto e hizo lo posible por

sonreír. -Ho la , enhorabuena, Blair -dijo, besándole la meji­

lla. -¿Por qué? -dijo ella, con el ceño fruncido-. Este es

el peor día de mi vida -se acercó a él-. A no ser que tú lo mejores.

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-¿A qué te refieres? -dijo Nate, sin perder su sonrisa. Blair estaba tan harta de todo que fue directo al gra­

no, sin pelos en la lengua. - L o que quiero decir -dijo-. Es que no llevo ropa

interior. -Vale -dijo Nate, perdiendo su sonrisa. Se metió las

manos en los bolsillos y tocó la pluma de Jenny. - N i siquiera me has deseado feliz cumpleaños toda­

vía -dijo Blair con un mohín. Se acercó, tanteando los bolsillos de Nate-. Y tampoco me has dado mi regalo.

Los dedos de Nate se cerraron en torno a la pluma, escondiéndola en su puño.

-¿Por qué no le dices a ese tipo que nos haga una foto? -sugirió desesperado.

El fotógrafo de Vogue se afanaba en tomar fotogra­fías románticas de Cyrus y Eleanor en el asiento trase­ro de su Bentley. Blair se le acercó y le tironeó de la manga.

-¿Nos haces una foto a mi novio y a mí? -le pidió con desparpajo.

Pero cuando se dio la vuelta, Nate había desapare­cido.

Unos metros más allá, Serena esperaba que Dan saliese de la capilla, tal como se lo había prometido. El salió y se dirigió hasta ella, la cabeza inclinada.

- L o siento -le dijo Serena, dándole un ligero abra­zo-. Espero que no te resultase demasiado raro.

- N o estuvo mal -dijo Dan, metiendo las manos en los bolsillos del esmoquin.

-Pues a mí me pareció raro, y eso que los conozco.

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Parecía tan agradecida de que él se encontrase allí, que Dan decidió relajarse un poco.

-Estás guapísima -dijo. - T ú también -sonrió Serena-. Ven -dijo, llevándole

hacia una limusina que esperaba. Le empujó adentro-. Vamos a emborracharnos.

Tenían el coche para ellos dos. A Dan le encantó el olor de los asientos de piel. Se sentó junto a Serena. Sus piernas se tocaban.

-Gracias por acompañarme -dijo Serena. Dan se volvió hacia ella y sus ojos se cruzaron. El

coche estaba a punto de arrancar. Serena tuvo la sensa­ción de que Dan iba a decirle algo importante.

Luego, la puerta de atrás se abrió y Nate asomó la cabeza.

-¿Os importa que vaya con vosotros? -no se iba a meter en un coche solo con Blair ni loco.

-¿Y yo? -dijo Erik, apareciendo tras él. Tiró una botella de aguardiente de melocotón sobre el asiento-. He traído provisiones.

-¡Cuántos más, mejor! -dijo Serena alegremente, deslizándose por el asiento para hacerles sitio.

Dan no dijo nada. Encendió un cigarrillo.

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Una recepción no es una fiesta

-Estarás encantada. -¡Enhorabuena, querida! Blair no había contado con que tendría que estar con

el resto de la familia recibiendo a los invitados, y su madre y Cyrus parecían empeñados en prolongar aque­lla agonía. Le dolía la cara de tanto sonreír y estaba har­ta de que la gente la besase y de que la obligasen a decir lo feliz que se sentía por su madre. Bastante con que ya se había visto forzada a posar para la cámara apoyando sus labios en una de las rubicundas mejillas de Cyrus. Un asco.

-Es realmente guay -oyó Blair que Aaron decía. Se encontraba junto a ella recibiendo a la gente y decía una y otra vez lo encantado que estaba de tener una herma­nastra tan guay. Blair sabía que él lo decía con sarcas­mo. Deseó pegarle.

"Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz", pensó Blair con amargura. En cuanto se acabase la mierda aquella de recibir a la gente, iría en busca de Nate y tendría una charla seria con él. ¿No comprendía lo mucho que le necesitaba en aquel momento? ¿No se daba cuenta?

- A l menos, esto está bien -le susurró Misty Bass a su esposo una vez que saludaron a la familia y entraron en el elegante salón de baile del Hotel St. Claire, donde tendría lugar la recepción. En el salón resplandecían la plata, el cristal y la blanca mantelería a la luz de las velas. Un músico tocaba el arpa discretamente en un

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rincón. Camareros de chaquetilla blanca servían copas de champán y acompañaban a la gente a su mesa.

Si Blair se hubiese molestado en ayudar a su madre con la distribución de los invitados, las cosas habrían sido diferentes, pero Serena, Dan, Nate y Erik estaban todos sentados a la misma mesa, con Serena entre Dan y Nate. Frente a ellos, en la misma mesa, se sentaba Chuck Bass, la persona menos deseada por Serena y Dan en todo el código postal de la Unión. Se había pei­nado el pelo oscuro hacia atrás con gomina, lo que le hacía parecer todavía más un pichamán que nunca.

(Pichamán: sust. un imbécil insensible, arrogante e irritante. Generalmente, aunque no siempre, bajo y cal­vo. Se cree que es el tío más interesante de todo el salón.)

La verdad es que Chuck era guapísimo, con un estilo de anuncio de loción de afeitar. Era su personalidad lo que lo convertía en pichamán. A ambos lados de Chuck se sentaban Kati e Isabel, incómodas con sus vestidos demasiado ajustados.

Dan se sentó en su sitio y contempló la variedad de cubiertos.

- N o es difícil -dijo Chuck con arrogancia. Señaló la cuchara de sopa de Dan-. Empieza de fuera hacia dentro.

-Gracias -dijo Dan, incómodo. Se secó las manos sudorosas en los pantalones del esmoquin. No tendría que haber venido.

Los camareros trajeron el primer plato. Brisqué de calabaza, haciendo honor al Día de Acción de Gracias, y una gran cesta de panecillos.

-Estoy un poco confuso -dijo Chuck, dominando la mesa con su habitual grosería. Señaló con su cuchillo

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del pan a Serena-. Estás con él -señaló rudamente a Nate-. ¿O con él? -apuntó con el cuchillo a Dan.

- E n realidad, Chuck - r ió Erik- , son un trío -dijo con sarcasmo-. Hace tiempo que Nate está colado por Dan. Serena los ha presentado.

Serena revolvió su sopa y miró a Dan con expresión de disculpa.

- E n realidad, Dan es mi acompañante esta noche -dijo-. Y probablemente me esté odiando en este momento.

- N o , no lo estoy -dijo Dan, con un encogimiento de hombros.

Pero se preguntó cuál sería la verdadera respuesta a la pregunta de Chuck. "¿Estás con él?". ¿Qué, lo esta­ba? ¿Lo estaba?

Cuando acabaron de saludar a todos los invitados que entraban, Blair y su nueva familia se dirigieron hacia la mesa presidencial. Balir se sentó entre Aaron y Tyler, prácticamente espalda contra espalda con Nate. Blair no se lo podía creer. Serena y Nate se sentaban juntos en la mesa de al lado y ella no tenía más remedio que sentarse con su familia. Era increíble. Se estiró hacia atrás en la silla.

-¿Puedo hablar luego contigo? -le susurró al oído a Nate-. ¿Después de los discursos?

Nate asintió con la cabeza, titubeante. Miró el reloj. Jennifer no tardaría en llegar. Era posible que pudiese escaquearse de hablar con Blair.

Satisfecha, Blair se inclinó hacia delante y tomó su copa de champán, bebiéndose su contenido de un trago

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gigante. Si finalmente iba a perder su virginidad con Nate, quería estar relajada.

-Tranquila, princesa -le advirtió Aaron-. No quiero que me vomites encima.

-¿Por qué no? -respondió Blair, levantando la copa para que el camarero se la rellenase-. No será peor que esto.

Cyrus leía unas tarjetas y murmuraba, repasando su discurso.

- N o te pongas nervioso, cielo -le dijo Eleanor, dán­dole palmaditas en el hombro-. Sé tú mismo.

Blair hizo una mueca de exasperación y se tomó otra copa de champán de un trago. Era el peor consejo que había oído en su vida.

Los camareros retiraron los platos de sopa y sirvie­ron más champán. Cyrus Rose sudaba como un pollo. Cogió un tenedor y golpeó suavemente una copa con él. Blair no soportaba ni un minuto más aquello. Tomó otro trago de champán e hizo un buche con él para l im­piarse la boca de impurezas. Le dio un tirón a Nate en la manga.

-Vamonos ahora -masculló. Nate se dio la vuelta y la miró fijamente. -¡Atención, por favor! -dijo Cyrus, golpeando la

copa. -Vamonos ya, Nate -ordenó Blair. Nate miró el reloj. Jennifer llegaría en unos minutos.

De ningún modo iba a hacerla esperar porque se había ido a quién sabe dónde a dejar que Blair le llorase en el hombro.

-Pero Cyrus está dando un discurso -dijo. -Exacto -dijo Blair, clavándole las uñas en en el bra­

zo-. ¡Venga!

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Nate negó con la cabeza. Hizo una profunda inspi­ración y soltó el aire.

-Tranquilízate -le dijo a Blair, y se dio la vuelta. Blair se quedó mirando la espalda de Nate sin poder

creer lo que pasaba. -¿Qué? -dijo, porque no estaba segura de haberlo

oído bien. Le picaba el culo desnudo donde le rozaba el vestido. "Esto no me está sucediendo a mí", se dijo. No podía ser que Nate hubiese sido tan gilipollas de haber­le plantado cara de aquella forma. Eran todo imagina­ciones suyas.

Cyrus se aclaró la garganta. -¡Blair! -chistó la madre de Blair desde el otro lado

de la mesa Aaron le cogió la mano y la hizo darse la vuelta. - N o seas grosera -le dijo. El salón entero estaba en silencio, esperando que

Cyrus comenzase a hablar. -Gracias por venir -dijo-. Y gracias por no irse de

puente para Acción de Gracias para poder estar aquí. Luego prosiguió con el mismo discurso estúpido que

Blair le había oído practicar en casa toda la semana, paseándose por el pasillo de su piso de la Setenta y Dos, con los pantalones de pijama de cashmer iguales a los que ella había robado para Nate.

Blair se quedó muy quieta mirando las burbujas subir desde el fondo de su copa de champán hasta arri­ba. Si movía un músculo, su cabeza explotaría.

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¡Qué hay, gente!

A N U N C I O D E B O D A E N E L ' N Y T I M E S '

Eleanor Weathon Waldorf, dama de sociedad del Upper East Side, y Cyron Solomon Rose, constructor del mundo inmobiliario, se han casado hoy en medio de escándalo, cotilleo e intriga. Se conocieron en Saks la primavera pasada, y salen juntos desde entonces. Ella sufría un ataque de falta de confianza cuando se cono­cieron, debido a que su primer esposo la había dejado por otro hombre. Pero Cyrus la hizo olvidarse de todo aquello. Se enamoró de su sonrisa, su físico, que acaba­ba de perder varios kilos, y su enorme piso de la Quin­ta Avenida, y no estaba dispuesto a que se le escapasen. También estaba que se moría por dejar a su primera mujer, una fanática de la cirugía estética. Eleanor se enamoró de la actitud descarada de Cyrus ante la vida, su atrevido sex appeal de Papá Noel y su increíble casa de la playa en Bridgehampton.

¿No están hechos el uno para el otro?

La novia es la hija de un agente de bolsa extremada­mente rico, Tyler August Waldorf, ya fallecido, y la

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dama de sociedad Mirabel Antoinette Kattrel Waldorf, también fallecida. Tiene dos niños, Blair Cornelia Wal­dorf, que cumple diecisiete años hoy, y Tyler Hugh Waldorf, de once. El novio es el hijo de Jeremiah Les-lie Rose, antiguo rabino de la sinagoga de Scarsdale, ya fallecido, y de Lynne Dinah Bank, una interiorista jubi­lada que ahora reside en México. Su hijo, Aaron Elihue Rose, tiene diecisiete años.

Después de un compromiso ridiculamente corto, ambos se han casado hoy. La pareja eligió la capilla de las Naciones Unidas para todas las religiones, ya que él es judío y ella protestante y ninguno de los dos quería convertirse. La recepción está teniendo lugar mientras hablamos en el elegante Hotel St. Claire, en la calle Sesenta y una Este. La cena incluye un plato llamado quenelle, que es una mousse de pescado y que mezclada con demasiado champán puede hacer que uno se descomponga. La pareja se irá de luna de miel en yate al Caribe durante un mes y dejarán a sus hijos que se arreglen solos en casa mientras ellos no están.

Mmm. ¡Eso sí que es interesante!

La novia ha tomado el apellido del novio, al igual que su hijo, Tysle. Su hija, Blair, todavía no lo ha deci­dido. "¡Vamos, ni de coña!", fue su respuesta cuando se lo preguntamos la última vez.

Los matrimonios anteriores de ambos contrayen­tes acabaron en divorcio. Fue muy escandaloso en su

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momento, pero tres hurras por ellos, han seguido con sus vidas.

¡Será mejor que vuelva a la fiesta!

Tú sabes que me adoras Chica Cotilla

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Bailar pegados es bailar.

-Espero que nos esté esperando en el vestíbulo -dijo Jenny nerviosa.

- N o te preocupes - la tranquilizó Vanessa-. Ya le encontraremos.

Pasaron por las puertas giratorias del Hotel St. Clai­re y recorrieron con la mirada el lujoso vestíbulo. Ambas chicas llevaban los vestiditos negros de los años sesenta que habían comprado por diez dólares en Dom-sey's, en Williamsburg. El de Jenny estaba bordado con azabache y el de Vanessa tenía un gato de terciopelo aplicado en la falda. También llevaba medias de red negras por primera vez en su vida.

Ambas chicas tenían un aspecto muy retro y estaban monísimas.

-¡Allí está! -exclamó Jenny, dirigiéndose hacia Nate, que se sentaba rígidamente en una silla en una esquina, tomando su champán.

-Bien -dijo Vanessa, que, de repente, se sintió total­mente fuera de lugar. ¿Qué iba a hacer mientras Jenny y su rico niño pijo se metiesen mano?-. Nos vemos en el bar.

Había insistido en que sólo la acompañaba para dar­le su apoyo, pero, por supuesto, tenía otro motivo para hacerlo. Quizá Dan pasase al cuarto de baño o algo. Y ella entonces no sentiría que había sido una pérdida de tiempo ponerse un vestido.

***

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-Hola , Jennifer -dijo Nate, besando a Jenny en la mejilla y tomándole la mano.

-Ho la -dijo Jenny con los ojos como platos por la emoción. Contempló los zapatos brillantes con cordo­nes de Nate, su elegante esmoquin negro, las ondas de su cabello castaño dorado. Sus brillantes ojos verdes-. Estás superguapo.

-Gracias -sonrió Nate-. Tú también. -¿Qué? ¿Qué quieres hacer? -preguntó ella. -Sentémonos aquí y quedémonos juntos un rato,

¿vale? -Vale -dijo Jenny, y Nate la condujo hasta un sofá de

dos plazas en un rincón tranquilo cerca de la barra. -¿Te parece bien que pida un agua de selz o algo?

-preguntó Jenny, cruzando las piernas con nerviosismo y volviéndolas a descruzar-. Me siento, no sé, rara.

-Claro -dijo Nate. El camarero se les acercó y él le dijo-: Dos aguas de selz.

¡Caramba!, sí que se estaba reformando. Le volvió a tomar la mano a Jenny y la puso en su

regazo. Jenny lanzó una risilla. Era raro estar en el bar de un hotel con Nate en vez de en el parque o en la casa de él. Sentía que todos los miraban.

- N o te sientas nerviosa -dijo Nate en voz queda. Levantó la pequeña mano de ella y le besó el dorso con ternura.

-Intento no estarlo -dijo Jenny. Cerró los ojos, hizo una profunda inspiración y apoyó su cabeza contra el hombro de Nate. Era fácil relajarse cuando estaba con Nate. El la hacía sentirse muy segura. Abrió los ojos y se encontró a Nate sonriéndole con los verdes ojos bri­llando.

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- M e da la sensación de que me voy a meter en un gran lío por esto -dijo él, como si hacerlo le fuese a cau­sar gran ilusión.

-¿Por qué? -preguntó Jenny sin comprender. - N o lo sé -dijo Nate. No estaba dispuesto a expli­

carle a Jennifer que su novia, Blair, estaba en la sala contigua, probablemente armada y peligrosa-. Tengo esa sensación -dijo.

Jenny le dio un apretón en la mano. - N o te preocupes -le dijo-. No estamos haciendo

nada malo.

-Bien -dijo la madre de Blair cuando Cyrus acabó el discurso y sirvieron la quenelle y la ensalada verde orgá­nica-. Cyrus, Tyler y yo hemos estado hablando de nuestro apellido.

-¿Qué pasa con nuestro apellido? -dijo Blair. Le cla­vó el tenedor a su quenelle-. ¿Qué es esto?

- ¿ N o recuerdas? -dijo su madre-. La elegimos el día en que probamos los platos.

-Sabe a comida de gatos -dijo Blair tras probar un poquito. Apartó el plato y cogió su copa de cham­pán.

-Pues -continuó su madre- Tyler ha accedido a cambiarse al apellido Rose. Y yo ya lo he hecho. Así que sólo quedas tú, Blair.

Blair le dio un puntapié a la pata de la silla. Aquélla no era la primera vez que surgía el tema.

-¿Te lo cambias? -le dijo a su hermano, incrédula. - H e decidido que sí -asintió su hermano con la

cabeza-. Tyler Rose. Queda guay, ¿no? Como el de un DJ o eso.

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-Desde luego -dijo Aaron. Bajó la voz-. Y quien se ocupa del plato es Tyler Rose, que os llega en directo desde la calle Setenta y Dos.

-Calla -murmuró , Blair. Como si su segundo nom­bre no fuese lo bastante feo, ¿ahora intentaban encajar­le un apellido más feo todavía? Blair Cornelia Rose-. Que no, que ya os lo he dicho antes. Que ni de coña me lo cambio -dijo.

- O h , Blair -dijo su madre decepcionada-, sería muy bonito que todos pudiésemos compartir el mismo ape­llido. Como una familia de verdad.

- N o -insistió Blair. Cyrus esbozó una sonrisa comprensiva. -Significaría mucho para tu madre y para mí que lo

pensases al menos un poco más -dijo. Blair apretó los labios para que no se le escapase un

grito de furia. ¿Es que no entendían la palabra no? Se dio la vuelta para buscar a Nate, pero la silla de él se encon­traba... vacía. Oh, ¿por qué era todo tan jodidamente complicado?

-Disculpadme -dijo con amargura. La quenelle se le subió hacia la garganta, mezclada con las burbujas de los litros de champán que ya había consumido. Blair se apre­tó la mano contra la boca y se alejó corriendo de la mesa.

Serena y Erik hacían esculturas de comida con sus quenelles. Era tan fea, que no se la podía comer, y el gru­po todavía no había comenzado a tocar, así que no había otra cosa que hacer. Erik le había robado el plato a Nate y habían puesto las tres quenelles con forma de pescado una encima de la otra, sujetándolas con dos

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pajitas de cóctel. Erik sabía hacerlo porque estudiaba arquitectura en Brown.

A Dan le gustó la quenelle. La comió muy lentamen­te, reuniendo coraje para lo que estaba a punto de hacer.

-Oye, ¿te puedo decir algo? -le preguntó finalmen­te a Serena, poniendo la mano en la mesa junto al pla­to de ella para que le prestase atención.

-Sí, claro -dijo ella, volviéndose hacia él. - N o os preocupéis por mí -dijo Erik, apuntalando su

pila de quenelles con bolas de mantequilla-, que estoy muy ocupado.

- ¿Qué pasa? -dijo Serena. Se colocó el pelo tras las orejas y se inclinó hacia Dan, brindándole su completa atención.

Dan miró aquellos ojos casi azul marino e intentó encontrar lo que buscaba. Algo que le dijese que había sido un tonto en preocuparse. Que ella le amaba tanto como él la amaba a ella. Lo único que vio fue azul.

- L o que quería decirte era que no fue mi inten­ción... No quería... cuando te mandé aquel poema, pensé... -Dan no sabía lo que intentaba decir. Parecía que se estaba disculpando, y él no se arrepentía de nada. Lo único que le daba pena era que los ojos de Serena fuesen azules y nada más.

- O h , no te preocupes -dijo Serena. Tomó un sorbo de su champán y jugueteó con el borde del mantel-. Me pareció que ibas un pelín demasiado en serio, nada más -añadió.

¿Demasiado en serio?, se preguntó Dan. ¿Qué que­ría decir con eso?

De repente, la banda de. jazz comenzó a tocar.

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- ¡Oh, me encanta esta canción! -exclamó Serena. Era Cheek to Cheek. Adoraba la música cursi.

-¡Señoras y señores, los novios! -anunció el director de la banda. Cyrus y Eleanor Rose se pusieron de pie y salieron con una pirueta a la pista e hicieron señas a los demás para que se uniesen a ellos.

Chuck cogió a Kati e Isabel de las manos y se las lle­vó con un giro, sus manos se deslizaron por las espaldas de las chicas hasta tocarles el trasero en cuestión de segundos.

-¿Quieres bailar? -le preguntó Serena a Dan, poniéndose de pie. Alargó la mano.

Dan la miró con ojos dolidos, sintiendo que lo hacía realmente muy en serio.

- N o , gracias -se puso de pie para marcharse-. Creo que iré a fumarme un cigarrillo.

Serena le contempló marcharse. Sabía que Dan esta­ba molesto, pero ¿qué podía hacer? Parecía que hiciese lo que hiciese, él siempre encontraba una razón para sentirse desgraciado. Así era como le gustaba. Le daba tema para escribir.

Ella prefería ser despreocupada y alegre, como su hermano. Se bebió el champán y cogió a Erik de los hombros para apartarlo de sus juegos con la comida.

-¿Qué, que las chicas no podemos divertirnos? -le preguntó, riendo un poquito desesperada.

-Esta chica desde luego que puede -dijo Erik, poniéndose de pie. La tomó en sus brazos y la hizo caer hacia atrás de forma teatral.

Era verdad. Serena siempre encontraba una forma de divertirse, pero aquella noche todavía no la había encon­trado. Sin embargo, la noche todavía estaba en pañales...

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'Amor omnia vincit'. El amor lo conquista todo

-¿Has visto a mi hermano? -le preguntó Jenny a Nate-. ¿Se lo estaba pasando bien?

Nate abrió su mechero Zippo de plata y encendió un cigarrillo.

- N o estaba prestando demasiada atención -recono­ció.

-Seguro que sí -dijo Jenny, viendo el decadente decorado del hotel-. ¿Cómo no iba a pasarlo bien?

Nate echó atrás su cabeza dorada y echó el humo al techo. Jenny tomó un sorbo de su agua de selz.

-¿Y tú? ¿Lo estás pasando bien? -preguntó ella. Nate se inclinó hacia delante y apoyó su cabeza

sobre el hombro desnudo de ella. Jenny olía a talcos para bebé y acondicionador de pelo Finesse.

- M e lo estoy pasando mucho mejor aquí que allí dentro.

- ¿De verdad? -Jenny no podía creerse que le gusta­se a Nate. ¿Ahora le decía que prefería quedarse con ella en vez de bailar en la fiesta de una de las bodas más importantes de año?

Nate inclinó la cabeza y, comenzando desde el cue­llo, le recorrió con besos el rostro hasta llegar a sus labios. Jenny cerró los ojos con fuerza y le devolvió la caricia. Se sentía como una princesa de cuento y no quería despertarse nunca.

Dan se deslizó en un taburete al final de la barra del Hotel St. Claire y pidió un whisky doble con hielo. Con

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manos trémulas sacó un Camel del bolsillo y lo encen­dió. Sus lágrimas cayeron en el cigarrillo que colgaba de sus labios, húmedo y torcido. Cogió un boli de la barra y dibujó una gran X en su servilletita de cóctel. Aquello fue lo único que pudo hacer.

Todos aquellos hermosos y trágicos poemas que había escrito habían sido para no enfrentarse a la verda­dera tragedia, para no pensar en que Serena no le ama­ba. Pero, después de todo, era verdad. Ella no le amaba.

Lo gracioso era que, en realidad, no lloraba por ella, sino por lo que le había dicho.

Iba demasiado en serio. Un perdedor destinado a espantar a la gente porque nadie sería capaz de ir por la vida tan en serio como él. Lo estremeció un sollozo y se dejó caer hacia delante, apoyando la frente contra el borde de su vaso. Por el rabillo del ojo vio el conocido cabello ensortijado color castaño, el enorme canalillo, la diminuta figura.

Su hermana. Y, junto a ella, con las manos sobándole el enorme

canalillo y la diminuta figura, estaba aquel hijo de puta, Nate.

Dan no se sentía con ánimo de ver cómo se aprove­chaba de su hermanita un pijo colgado que sólo tenía en el cerebro droga. Se enderezó, apuró el whisky y se dio la vuelta de golpe.

Después de vomitar la quenelle, Blair había salido a fu­marse un cigarrillo y a tomar un poco el aire. No estuvo demasiado. Era noviembre y estaba pajarito, así que entró y se dirigió al cuarto de baño de señoras a arreglarse un poco.

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En cuanto se enjuagase la boca, se peinase, se pusie­se otra capa de carmín M . A . C Spice y se echase un poco de perfume, iba a encontrar a Nate y a llevárselo arriba, a su suite. Basta. Era su cumpleaños e iba a hacer lo que quisiera a su manera.

Pero al pasar por el bar de camino al cuarto de baño de señoras, Blair se detuvo petrificada. En un rincón, Nathaniel Archibald, su Nate, se besaba con una chi­quitína de noveno del Constance Billard.

La banda sonora subió, en crescendo, y luego se detuvo en seco. La protagonista tembló, sus ojos abier­tos como platos.

Blair se sentía como si le hubiesen disparado en el estómago. Nate parecía totalmente relajado y feliz. Hacía manitas con la niña, ¿cómo era su nombre? ¿Ginny? ¿Judy? Se sonreían y murmuraban naderías. Parecían enamorados.

Eso decididamente no figuraba en el libreto. Y mientras miraba con una mezcla de horror y fasci­

nación, Blair tuvo el más súbito y decepcionante con­vencimiento de toda su vida, todavía peor que el de no entrar a Yale: Nate no era el protagonista de su peli. No sería él quien la haría perder la cabeza con su amor y la amaría solamente a ella. Era sólo un secundario, un perdedor que desaparecería de la pantalla antes del últi­mo acto. Y, si ése era el caso, desde luego que ella no le quería.

Blair se dio la vuelta con los ojos nublados por lágri­mas de decepción y se dirigió al cuarto de baño por ter­cera vez aquella noche. Necesitaba un cigarrillo desesperadamente, y quería fumarlo en un sitio donde no se muriese de frío y estuviese sola.

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***

-Quita tus sucias manos de mi hermana -gruñó Dan, blandiendo su Camel encendido frente a Nate.

-¿Dan? -dijo Jenny, incorporándose-. N o . Está bien.

- N o , no está bien -dijo Dan con sarcasmo a su her-manita-. Tú no tienes ni idea.

Nate le dio a Jenny un ligero apretón en la pierna para tranquilizarla y se puso de pie.

-Tranqui, tío -dijo, dándole a Dan unas suaves pal-maditas en el hombro-. Somos amigos, lo sabes.

Dan meneó la cabeza. Lágrimas de rabia le corrieron por el rostro y cayeron al suelo.

-¡Aparta! -dijo. - ¿Qué problema tienes? -exigió Jenny, poniéndose

de pie-. ¿Estás borracho? -Venga, Jenny -dijo Dan, cogiéndola del brazo-.

Vamos a casa. Jenny se retorció para soltarse. -¡Ay! ¡Suéltame! -Oye, tío -dijo Nate-, ¿por qué no te vas a casa? Yo

me ocuparé de llevar a Jennifer, ¿vale? -Sí . Seguramente -espetó Dan. Se lanzó a cogerle el

brazo a Jenny otra vez. -Oye, Dan -dijo una sarcástica voz de chica con cal­

ma desde la barra-, ¿por qué no vas y escribes un poe­ma sobre ello, o algo así? Necesitas calmarte un pelín, ¿vale?

Dan, Jenny y Nate levantaron la vista. Era Vanessa, subida a un taburete del bar, con su vestido negro. Tenía los labios pintados de rojo pasión y los ojos le bri-

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liaban de risa. Su cabeza estaba rapada como la de un soldado y su piel era tan pálida que relucía. Estaba fabu­losa.

Al menos, eso fue lo que sintió Dan. Lo más increíble eran sus ojos. ¿Por qué nunca se

había dado cuenta de ellos? No eran castaños solamen­te, como los de Serena, que eran solamente azules. Le estaban hablando. Y le decían lo que él quería oír.

-Ho la -dijo Vanessa, hablándole solamente a Dan. - H o l a -dijo Dan- . ¿Qué haces aquí? Vanessa se deslizó del taburete y se acercó. Le pasó a

Dan un brazo por los hombros y le dio un beso en la mejilla.

-Te invito a una copa -le dijo-. Venga.

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Para no perder la costumbre, B está en el cuarto de baño, pero allí también está S

Después de Cheek to cheek, la banda tocó Putting on the Ritz. Serena y Erik imitaban a Ginger Rogers y Fred Astaire recorriendo la pista de baile. Serena movió los brazos alegremente, intentando sentirse despreocupada, el alma y vida de la fiesta. Pero no podía evitar pensar en la expresión de dolor del rostro de Dan.

Luego Chuck intervino. -¿Puedo? -dijo, deslizando la mano con el anillo en

el meñique por la cintura de Serena y quitando del medio a Erik con un empujón.

Serena no podría haber encontrado mejor razón para dejar de bailar.

- N i loca -dijo. Salió de la pista de baile y cogió su bolso de una silla.

Quizá encontrase a Dan en el bar y pudiesen razonar fumándose unos cigarrillos.

Pero cuando llegó al bar, Serena se encontró con que Dan ya estaba razonando con... Vanessa. Ella le había pasado el brazo por los hombros y, aunque seguía con la cabeza afeitada y llevaba sus Doc Martens, su rostro tenía la expresión más tierna y dulce que Serena le había visto jamás. Eso era porque Vanessa miraba a Dan y Dan le devolvía la mirada y estaban... ¡enamorados!

Serena siguió andando hacia el cuarto de baño de señoras. Seguía deseando un cigarrillo y no quería arruinarles el momento.

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Blair estaba apoyada contra un lavabo en un extremo del cuarto de baño fumando un Merit tras otro. Oyó a alguien entrar, pero no giró la cabeza, tan sumida como estaba en su propia tragedia.

Lo más probable era que no pudiese entrar a Yale, a pesar de la desorbitante donación de su padre; Nate no la amaba; ya no tenía el mismo apellido que el resto de su familia; seguía siendo virgen. Era como si se hubiese convertido en otra persona sin quererlo. Como si la hubiese atropellado un coche y tuviese amnesia y hubiese seguido viviendo sin darse cuenta de que había tenido un accidente.

Le chorreó la nariz en el vestido y se la secó con el dorso de la mano. Ya ni se daba cuenta de si lloraba o no. Se sentía totalmente entumecida.

-Oye, Blair, ¿te encuentras bien? - la llamó Serena tímidamente. Blair no tenía colmillos, pero si quería, te podía arrancar la cabeza de un bocado.

Blair la miró por encima del hombro y asintió con la cabeza. Tenía mechones de pelo pegados a las mejillas por las lágrimas y se le había borrado el delineador.

-Toma -dijo Serena, aproximándose para darle un manojo de toallitas de papel-. Tengo maquillaje y eso en mi bolso si lo necesitas.

-Gracias -dijo Blair, recibiendo las toallitas. Se sonó la nariz, y sus hombros se sacudieron al hacer el esfuer­zo. Serena nunca la había visto tan venida abajo.

-¿Te encuentras bien? -le volvió a preguntar. Blair levantó la vista y vio verdadera preocupación

en los azules ojos de Serena. Era increíble pero cierto.

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A pesar de lo mala que había sido Blair con ella, Serena la seguía queriendo.

- N o -reconoció Blair-, desde luego que no me encuentro bien -su pecho se estremeció con un sollo­zo-. Mi vida es una mierda.

Se le cayó uno de los tirantes de perlitas del vestido. Serena alargó la mano y se lo colocó.

-Te vi robar los pantalones de pijama en Barneys -dijo.

- N o se lo has dicho a nadie, ¿no? -dijo Blair, levan­tando la vista.

-Te prometo que no -dijo Serena, meneando la cabeza.

Blair lanzó un suspiro, la vista clavada en sus hermo­sos zapatos.

- N o sé por qué lo hice -dijo, con el labio inferior trémulo-. Ni siquiera me dio las gracias por ello.

-Que le den por culo -dijo Serena, encogiéndose de hombros. Buscó en su bolso y sacó un cepillo y un paquete de cigarrillos. Encendió dos y le pasó uno a Blair-. Es tu cumpleaños -dijo.

Blair asintió y cogió el cigarrillo. Le dio una calada mientras las lágrimas le resbalaban por el rostro. Y, de repente, le entró el hipo.

Serena intentó no reírse, pero no pudo evitarlo. Blair tenía tal aspecto de desgraciada que Serena tuvo que morderse los adorables labios para contener las carcaja­das. Se le saltaron las lágrimas, que comenzaron a rodar por sus mejillas también.

Blair le lanzó una mirada furiosa, pero cuando abrió la boca para decirle alguna bordería, se le escapó otro hipo. Contuvo la respiración.

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-¡Joder! - r ió . Y una vez que comenzó, no pudo parar. Serena tam­

poco. ¡Qué bien se sentían riéndose! El rímel les corrió por las mejillas y sus narices gotearon al suelo, hacien­do que se rieran más todavía.

Cuando finalmente lograron contenerse, Serena se colocó tras Blair y comenzó a cepillarle el cabello.

-Bueno, feliz cumpleaños -le dijo, mirándola a tra­vés del espejo con el cigarrillo sujeto entre los dientes-. Dime si te duele.

Blair cerró los ojos y dejó caer los hombros. Por una vez no estaba pensando ni en la entrevista de Yale, ni en perder su virginidad con Nate, ni en su desastrosa fami­lia. No era la prota de ninguna película. Estaba respi­rando, disfrutando de los suaves tirones y del deslizarse del cepillo por su pelo.

- N o me duele -le dijo a su vieja amiga-. Me siento bien.

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Unos llegan a la fiesta y otros se van

- N o creo que Vanessa se quiera marchar conmigo -le susurró Jenny a Nate, señalando con la cabeza hacia don­de Vanessa y Dan estaban con las cabezas juntas en el bar.

-¿Quién dijo que te marchabas? -preguntó Nate. Jenny se bajó el vestido para cubrirse los muslos. Nate

y ella llevaban un rato besándose y se le había subido. - ¿ N o tienes que volver a la recepción? Me refiero a

que eres un acomodador y eso. Nate apuró la copa y masticó un cubito de hielo. Ya

le daba igual quién los viese juntos. Hasta Blair. Quería que los vieran.

-Sí, pero tú te vienes conmigo. - ¡Ni de coña! -exclamó Jenny, con una mezcla de

terror e ilusión-. ¡No puedo! Pero por supuesto que se moría por ir. ¡Quizá publi­

casen su foto en el Vogue! -Venga -dijo Nate. Se puso de pie y alargó la mano-.

Vamos a bailar.

Dan tomó un gran trago de whisky y dejó el vaso sobre la barra.

-Estoy seguro de que piensas que soy un imbécil, ¿no? -dijo, volviéndose a mirar los regocijados ojos cas­taños de Vanesa. Se volvió a preguntar cómo no se había dado cuenta antes.

-Pues en realidad eres un poco bobo -dijo Vanessa, cruzando las piernas como una dama. Cogió un puñado de cacahuetes de un bol de la barra y se lo metió en la boca.

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-Pero me quieres igual, ¿no es cierto? -dijo Dan, mirándola fijamente.

Vanessa se quitó una pelusilla de las medias de red y la tiró al suelo. No se podía creer que estuviese flirtean­do con Dan. ¡Todavía no había roto con Clark! Pero era divertido ser tan zorra.

Se inclinó y le dio a Dan un beso en los labios tré­mulos.

-Es cierto -dijo con la boca llena.

-Nate y yo íbamos a acostarnos juntos aquí esta noche -dijo Blair, dejándose caer sobre la cama de la suite del hotel y quitándose los zapatos. Se sentía muer­ta. Era un placer acostarse.

Serena decidió no empeorar las cosas y no preguntar­le a Blair qué era lo que había salido mal. Se quitó el ves­tido por encima de la cabeza y lo arrojó a un sillón. Con sólo sus braguitas La Perla, se dirigió al baño y se puso un esponjoso albornoz blanco. Volvió con otro para Blair.

Blair cogió el albornoz y comenzó a quitarse el ves­tido.

- N o mires -dijo-, que no llevo ropa interior. Serena se rió e hizo un gesto de exasperación. Se

había olvidado de lo exagerada que podía llegar a ser Blair.

- N o me lo digas: te hiciste la depilación brasileña también, ¿verdad?

Blair sonrió. Cómo la conocía Serena. -Sí -reconoció-. Qué desperdicio -tiró el vestido al

suelo-. Y con la mierda esa me estaba saliendo sarpullido. Serena se dirigió a la tele y la encendió.

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- M e pregunto si aquí tendrán el canal Playboy. Po­dríamos ver pomos y pedir cervezas al servicio de habita­ciones -bromeó. Se llevó el mando a la cama y se sentó.

-Traepa'ca -dijo Blair, arrebatándole el mando-, que es mi cumpleaños -s i no iba a acostarse con nadie, al menos podría ver American Movie Classics. Siempre ponían pelis de Audrey Hepburn-. Veamos una peli y luego podemos ir a una discoteca o algo.

-Bueno -dijo Serena, amontonando almohadas para poder apoyarse contra ellas-. Pero ¿podemos pedir una pizza o algo? Estoy que me muero de hambre.

Blair se deslizó hacia atrás en la cama hasta sentarse junto a Serena. Zapeó hasta que encontró el A M C . Desayuno con diamantes acababa de comenzar. Se aco­modó para verla, apoyando la cabeza en las almohadas junto a la de Serena, y los mechones de cabello castaño se mezclaron con los rubios de ésta.

Las dos chicas vieron a Audrey Hepburn deambular por su apartamento y luego flirtear con su vecino nue­vo. Cantaron con ella cuando interpretó Moon River en la escalera de incendios y llevaron la cuenta de todos los sombreros increíbles que lució en la peli.

Audrey Hepburn era ecuánime y delgada y siempre sabía qué decir. Llevaba ropa increíble y era maravillo­samente hermosa. Representaba todo lo que Blair que­ría ser.

- N o me parezco a ella en absoluto -dijo Blair, lan­zando un profundo suspiro.

-Desde luego que sí -sonrió Serena sin apartar la mirada de la pantalla.

Y Blair decidió creerla.

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Todos los nombres reales de sitios, gente y hechos han sido alterados o abreviados para proteger a los ¡nocentes. Es decir, a mí.

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¡Qué hay, gente!

Visto por ahí

El sábado por la noche, muy tarde: D y Váe la mano cuando se marchaban del St. Claire. Oye, ¿no tenía novio ella? J y N dando una vuelta por Central Park en uno de esos coches de caballos. Cursi, pero mono. B y S en Patchouli, en el centro, vestidas igual y bailando como locas. Domingo: 5 recuperando un paquete envuelto para regalo de la casa de N. Más tarde, S y B en la sección de caballeros de Barneys, colgando disi­muladamente unos pantalones de pijama de cashmer en una percha. ¡Qué niñas más buenas!

Vuestro e-mail

P: Hola, Chica Cotilla: Primero, eres una pasada. Segundo, no te preocupes

por B. Su madre y su padrastro se van de luna de miel durante un mes y va a ser la juerga padre en su casa. Lo sé porque yo también vivo allí ;- )

-Double A

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R: Querid® DoubleA: ¿Quién te ha dicho que estaba preocupada? ¡Nos

vemos allí!

PREGUNTAS Y RESPUESTAS

¡Como todas las parejas parecen haberse intercam­biado, es difícil saber lo que sucederá de ahora en ade­lante!

¿Seguirán BjS siendo amigas? ¿Pasarán B y N a ser "sólo amigos"? ¿Encontrará B el verdadero amor? ¿Lo perderá? ¿Dejará Va. su novio para estar con D? ¿Será feliz D? ¿Dejará de escribir poesía? ¿Seguirán N y J juntos? ¿Conocerá 5 a alguien que consiga mantener su

interés por más de cinco minutos? ¿Pararé yo de cotillear de todos los demás? ¡Ni de coña! Hasta la próxima.

Tú sabes que me adoras, Chica Cotilla