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Tzili, La Historia de Una Vida - Aharon Appelfeld

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la verdad esta muy padre, lleno de reflexión sobre la otredad.

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Título original: TziliAharon Appelfeld, 1982Traducción: Raquel García LozanoRetoque de cubierta: ifilzm

Editor digital: ifilzmePub base r1.1

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I

La historia de Tzili Kraus tal vez no se debacontar. Su destino fue cruel y sin gloria y, si nohubiese ocurrido, seguramente no la habríamoscontado. Pero como ocurrió, no podemos seguirocultándola. La contaremos sin rodeos y sin másdilación: Tzili no era hija única, tenía hermanos yhermanas mayores que ella. La familia eranumerosa, pobre y muy atareada, y Tzili crecióabandonada entre los trastos del patio.

El padre era un hombre enfermizo, y la madrese ocupaba de una pequeña tienda. Por la tarde, nosiempre conscientemente, alguno de sus hermanoso hermanas la sacaba de la arena y la dejaba en lacasa. Era una criatura tranquila, nada agraciada ycasi muda. Tzili se levantaba muy temprano y seiba a dormir sin llorar ni protestar.

Y así fue creciendo. Pasaba casi todo el

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verano y el otoño en la calle. En inviernopermanecía tumbada entre los cojines. Como erapequeña y flaca y no suponía un estorbo paranadie, se olvidaban de su existencia. De vez encuando, la madre se acordaba de ella y gritaba:«Tzili, ¿dónde estás?». «Estoy aquí», la respuestano tardaba en llegar, y eso aplacaba la repentinainquietud de la madre.

Cuando tenía siete años, le hicieron una carterade tela, le compraron dos cuadernos y la hermanamayor la llevó a la escuela del pueblo, construidacon piedra gris y cubierta de teja. Allí estudiódurante cinco años. Tzili, a diferencia de su gente,no destacaba en los estudios. Era algo insegura yretraída. Las grandes letras de la pizarra lamareaban. Al final del trimestre ya no había duda:era retrasada. Aunque estaba siempre muyocupada, la madre no podía contener su ira:«Debes estudiar. ¿Por qué no estudias?». El padreenfermo, que escuchaba las advertencias de la

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madre, suspiraba en la cama: «¿Qué va a ser deella?».

Tzili no paraba de estudiar, pero lo olvidabatodo. Hasta los campesinos cristianos sabían másque ella. Se confundía. «Una judía con la cabezadura como una piedra», decían con sarcasmo. Tzilise prometía a sí misma que no se confundiría, sinembargo, cuando estaba delante de la pizarra, laspalabras enmudecían en su interior y las manos sele paralizaban.

Se pasaba horas estudiando. El esfuerzo no leservía de nada. En cuarto, aún no se sabía la tablade multiplicar y su caligrafía era espantosa eincomprensible. La madre perdía los nervios y lepegaba, y el padre enfermo no era mucho másblando que ella.

—¿Por qué no estudias? —le preguntaba.—Sí que estudio.—¿Y por qué no sabes nada?Tzili agachaba la cabeza.

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—¿Por qué nos traes esta deshonra? —decíacon crujir de dientes.

Su enfermedad era grave, pero la inseguridadde su hija le hacía sufrir más que su propiadolencia. Hablaba continuamente de la pereza deTzili y, más aún, de su terquedad. Si quieres,puedes. Aquello no era una frase hecha, sino unaconvicción. Y esa convicción los distinguía atodos. A la madre en la tienda y a los hijos y lashijas junto a los libros de texto.

Y ellos realmente estudiaban: se estabanpreparando por libre los exámenes, sematriculaban en cursos intensivos, devorabanlibros y cuadernos. Tzili cocinaba, fregaba loscacharros y se ocupaba del jardín. Era delgada yde baja estatura, y en el jardín tenía aspecto desirvienta.

En el invierno de 1941, también circulabanfunestos rumores por allí. En la casa de los Kraustodos trabajaban como hormigas: acumulaban

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provisiones, las hijas memorizaban fechas, el hijomenor dibujaba en alargadas hojas de papel toscasfiguras geométricas. Los exámenes estaban a laspuertas y asustaban a todos. Desde la oscurahabitación del padre, se filtraba de cuando encuando una voz apremiante: «¡Estudiad, niños,estudiad! ¡No holgazaneéis!». Una vieja letaníaque provocaba la ira de las hijas.

A veces Tzili era olvidada, sin embargo en elcolegio, en medio de todos aquellos niñoscristianos, era humillada y ridiculizada. Quéextraño: no lloraba ni pedía clemencia. Se dirigíacada día hacia su cámara de tortura y recibía suración de ofensas.

Una vez a la semana, un maestro del pueblo ibaa enseñarle las oraciones. En la casa ya noobservaban los preceptos religiosos, pero, poralguna razón, a la madre se le había metido en lacabeza que estudiar religión le haría bien a la niña,y al anciano aquello le proporcionaría unos

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pequeños ingresos. Casi siempre llegaba a primerahora de la tarde, y no un día concreto de lasemana. No se enfadaba con Tzili. Pasaba una horacontándole historias de la Biblia y otra horaleyendo con ella el libro de oraciones. Al final dela clase, ella le preparaba un vaso de té. «¿Cómova progresando la niña?», preguntaba la madre devez en cuando. «Es buena», decía el anciano. Élsabía que en aquella casa no se rezaba ni seobservaba el Shabbat, y por eso le sorprendía quele hubiese tocado precisamente a aquella niñadébil mantener viva la llama. Ella acataba siemprela voluntad del anciano. Este llevaba un abrigoblanco y unos zapatos muy usados, pero por susojos pasaba la penetrante amargura de aquellos aquienes los estudios no ayudan en caso deinfortunio. Sus hijos se habían ido a América y élse había quedado en su vieja casa. El ancianosabía que no era más que un títere en medio detoda aquella agitación, que los hermanos y las

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hermanas no soportaban su presencia. Él recibía suración de ofensas en silencio, aunque no sinrepulsión.

Al concluir la lectura del libro de oraciones, elanciano preguntaba a Tzili siguiendo la viejafórmula invariable:

—¿Qué es el hombre?—Polvo y ceniza —respondía Tzili.—¿Y ante quién deberá rendir cuentas?—Ante el Rey de Reyes, el Santo Bendito sea.—¿Y qué debe hacer el hombre?—Rezar y cumplir los mandamientos de la

Torá.¿Y dónde están escritos los mandamientos de

la Torá?—En la Torá.Esa fórmula invariable, pronunciada con una

suerte de cadencia, resonaba con fuerza en el almade Tzili durante horas y horas. Qué extraño: Tzilino tenía miedo del anciano, al contrario, le

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infundía una especie de serenidad que la envolvíahasta caer la noche. Entonces recitaba la oracióndel Shemá en voz alta, como él había mandado, ycubriéndose el rostro.

Y así fue aprendiendo. De no ser por elanciano, su existencia habría sido aún másmiserable. Aprendió a empequeñecerse todo loposible y a satisfacer discretamente susnecesidades, para no llamar la atención. Elanciano, a decir verdad, no la quería, tan sólo eraindulgente con ella. Pero de vez en cuando se leacababa la paciencia. A Tzili le gustaba su voz, enla que creía percibir algo de ternura.

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II

Cuando comenzaron las hostilidades, todoshuyeron y dejaron a Tzili al cuidado de la casa.Pensaron que a una niña pequeña y débil no leocurriría nada malo y que, hasta que pasase latormenta, ella cuidaría de la propiedad. Tzili loacató sin rechistar. Era tal la agitación que no hubotiempo para pararse a pensar. «Vendremos a porti», dijeron los hermanos mientras cargaban alpadre en la camilla.

Esa misma noche, los soldados irrumpieron enlas casas y las saquearon. Hubo un gran clamor ylos gritos llegaron hasta el cielo. Pero a ella, poralguna razón, no le hicieron daño. Tal vez no lavieron. Se escondió en el patio, en la caseta, entrelos toneles y los sacos. Sabía que debía cuidar dela casa, pero el miedo la paralizó. En lo másprofundo de su alma esperaba que una voz familiar

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la llamase. El espacio estaba lleno de gritos,ladridos y disparos. Ella repetía aterrada laspalabras que le había enseñado el anciano. Elsoniquete la tranquilizó y se quedó dormida.

Estuvo durmiendo mucho tiempo. Cuando sedespertó, ya era de noche y un silencio absolutoreinaba en el aire. Se quitó los sacos de encima yla luz del cielo apareció a través de las rendijas dela caseta. Se incorporó apoyándose en las manos.Tenía las piernas dormidas de frío. Se frotó laspiernas heladas con las dos manos. Un dolorrecorrió sus pies.

Se quedó un buen rato apoyada en las manos ycontemplando el cielo. Y mientras escuchabaatentamente, su boca se abrió y murmuró: «¿Y antequién deberás rendir siempre cuentas?».

El anciano insistía en que no se comiese lassílabas y, en ese momento, ella se acordó de aquelempeño suyo.

Mientras tanto, sus piernas dormidas se

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despertaron y Tzili apartó los sacos que lascubrían. Dijo: «Debo levantarme», y se levantó.La caseta era mucho más alta que ella. Una casetahecha de tablas bastas que se utilizaba paraguardar leña, toneles, una vieja bañera y algunasollas de barro. Nadie excepto ella se fijaba en esesitio, pero a ella aquel caos le servía de escondite.En aquel momento sintió una absoluta afinidadhacia aquellos objetos abandonados.

Por primera vez, la noche se abría ante ella.Cuando era muy pequeña, cerraban lascontraventanas muy temprano y, cuando creció, nole dejaban salir de noche. Aquella era la primeraoscuridad que palpaba con las manos.

Salió de la caseta y se dirigió a la derecha,hacia el campo. El cielo se elevó de pronto y ellaparecía muy pequeña junto a las mazorcas de maíz.Caminó un buen rato sin volver la cabeza. Luegose detuvo a escuchar el susurro de las hojas. Elviento era suave y la fría oscuridad calmó su sed.

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A derecha e izquierda se extendían campos ymás campos de maíz, pegados unos a otros, conalguna tapia de vez en cuando. En varias ocasionesse enredó y tropezó. Al final se enrolló el vestidoen el cinturón y sus piernas quedaron liberadas.Desde ese momento caminó sin ninguna dificultad.

Por algún motivo echó a correr. Debió deinvadirla algún recuerdo que la asustó. Tras unacorta carrera, se olvidó de ello y volvió a caminarcomo antes.

Su hermana mayor, que se estaba preparandopor libre los exámenes, era la que más se metíacon ella. Cuando se ponía a estudiar, la echaba decasa sin tan siquiera mirarla a la cara. Tzili laquería y aquellas palabras enfurecidas le hacíanmucho daño. Una vez le dijo su hermana: «Noquiero verte más. Me despistas». Qué extraño:precisamente aquellas palabras parecían grabadasen la oscuridad.

Poco a poco fue aclarándose la noche. A lo

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largo del firmamento se dibujaron unas franjasfinas y pálidas que se fueron volviendo rosadas.Tzili se agachó, se tocó las piernas y se sentó. Sinpensarlo, clavó los dientes en una mazorca demaíz. Un líquido frío inundó su garganta.

La luz fue extendiéndose sobre ella conprofusión. Sonidos solitarios de animales llegabancomo un lamento. Y enseguida se unieron a ellosunos fuertes ladridos. Tzili escuchó atentamente.Los sonidos lejanos la acunaron. Sin apenasnotarlo le entró el sueño.

Durmió durante varias horas bajo el sol quedeleitaba su cuerpo. Cuando se despertó, estabaempapada de sudor. Se sacudió la tierra delvestido. El sol se deslizó por sus extremidadessuperiores y por primera vez sintió el dulce dolorde estar sola.

Y en el profundo silencio cubierto de sombra,un disparo desgarró el espacio y tras él, un gritopenetrante y cortado. Ella se encogió y se tapó la

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cara, y durante un buen rato no se atrevió alevantar la cabeza. Entonces le pareció que algo leocurría a su cuerpo en la zona del pecho. Era unaespecie de extraño placer, como tras un día deayuno.

El sol se puso y Tzili no vio más que a supadre tumbado en la cama. Los últimos días en lacasa, los rumores y la agitación, los libros y loscuadernos. Nadie se preocupaba de lossentimientos del prójimo. Los exámenes, quedebían hacerse lejos, en la ciudad, aterraban enaquellos momentos a todos, pero especialmente ala hermana mayor. Se arrancaba el pelo dedesesperación. Incluso la madre en la tienda, entreuna venta y otra, parecía estar memorizando fechasy fórmulas. La verdad es que estaba furiosa. Tansólo el padre enfermo permanecía tranquilo en sucama, como si estuviese conduciendo la casa en labuena dirección. Parecía haber olvidado suenfermedad y quizá también la débil existencia de

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su hija pequeña. Lo que él no había conseguidohacer en la vida, lo harían sus aplicados hijos.Ellos estudiarían. Ellos traerían diplomas a casa.

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III

Cuando se despertó, su memoria estaba vacía yaligerada de toda carga. Se levantó, salió delmaizal y se dirigió hacia las lindes del bosque.Otra imagen la asaltó, como a propósito, pero estavez de los últimos días. El hermano pequeño seempeñó en que le comprasen una bicicleta. Todossus amigos, hasta los más pobres, tenían una. Denada sirvieron las súplicas de la madre: no teníadinero. Y lo que tenía no sería suficiente. El padrenecesitaba medicinas. El hermano de diecisieteaños armó tanto jaleo en la tienda que hastatuvieron que acudir unos extraños a hacerle callar.La madre lloró de rabia. Y la hermana mayor, queno había dejado sus cuadernos ni por un instante,gritó que por culpa de esa familia iba a suspenderlos exámenes. Tzili recordó en aquel momento,con total claridad, la mano blanca de su hermana

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mayor agitándose con desesperación, como si seestuviese ahogando.

El día fue pasando lentamente y lasalucinaciones causadas por el hambre ya no lamolestaron más. Ahora veía lo que veían sus ojos:un bosque ralo y la amarillenta calma del verano.Todo lo que le había ocurrido durante los últimosdías perdió de pronto su capacidad de aterrar. Sedejó llevar por la corriente de luz sin percatarsede ello. Ni siquiera cuando sumergió la cara en elagua sintió extrañeza. Como si lo hubiese hechohabitualmente todos los días.

Y estando allí parada, un susurro recorrió elcampo. Al principio creyó que era el susurro delas hojas, pero enseguida se dio cuenta de su error:su nariz captó un olor a sudor. Aún no se habíarepuesto cuando, justo a su lado, en una pequeñaloma, vio sentado a un hombre.

—¿Quién está ahí? —dijo el hombre sin alzarla voz.

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—Yo —respondió Tzili, tal y como estabaacostumbrada a hacer.

—¿De quién eres? —preguntó como se suelehacer en los pueblos. Como ella no respondióenseguida, el hombre levantó la cabeza y añadió—: ¿Qué haces aquí?

Cuando vio que el hombre era ciego, se relajó.—He venido a ver si el maíz está listo para

cosechar —dijo. Había oído muchas veces aquellafrase en la tienda y, como se repetía cada año enesa estación, se había quedado grabada en sumemoria.

—El maíz ha crecido bien este año —dijo elciego tocándose el abrigo—, ¿me equivoco?

—No, padre, no se equivoca.—¿Qué altura tiene?—La de un hombre, o puede que algo más.—Las lluvias han sido abundantes —dijo el

ciego, y se chupó los labios.Su rostro ciego se ensombreció un poco y

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guardó silencio.—¿Dónde está el sol?—En lo más alto, padre, es mediodía.Llevaba un grueso abrigo de lino, iba descalzo

y estaba sentado tranquilamente. Los años de durotrabajo se apreciaban bien en sus robustoshombros. Estaba buscando una palabra que decir,pero esta parecía rehuirle. Volvió a chuparse loslabios.

—Eres la hija de la María, ¿verdad? —dijo elanciano sonriendo.

—Así es —dijo Tzili a media voz.—Entonces somos conocidos —dijo él, al

estilo de los campesinos.María era famosa en toda la zona. Tenía

muchas hijas, todas bastardas. Como eran muyguapas, igual que su madre, no les ocurría nadamalo. Jóvenes y viejos requerían sus servicios.Incluso los judíos que llegaban en la estaciónestival. En casa de Tzili, decían el nombre de

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María entre dientes.Unos años antes, el hermano de Tzili se había

liado con una de las hijas de María. La propiaMaría apareció en la tienda y armó un escándalo.Los cuchicheos en la casa duraron muchos días y,al final, se vieron obligados a pagar una sumaconsiderable. La madre, exhausta por el trabajo,no perdonó a su hijo y, de vez en cuando, lerecordaba su crimen. Tzili comprendió que setrataba de un asunto oscuro del que no debíahablarse abiertamente.

—Siéntate —dijo el ciego—, ¿por qué tienestanta prisa?

Ella se acercó y, sin decir nada, se sentó a sulado.

Estaba acostumbrada a los ciegos. Solíanllegar del pueblo y pasarse horas sentados a lapuerta de la tienda. La madre salía de cuando encuando y les daba una hogaza de pan, y ellos se loagradecían efusivamente. Por lo general

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permanecían sentados en silencio, pero a veces lalocura se apoderaba de ellos y empezaban apelearse. El padre salía y los llamaba al orden.Tzili se sentaba a observarlos. El mutismo de susrostros, dirigidos hacia arriba, le evocaba laimagen de gente rezando.

El ciego, como desperezándose, palpó suzurrón y sacó una pera.

—Toma —dijo.Tzili la cogió y de inmediato clavó los dientes

en la fruta.—También tengo carne ahumada, ¿quieres?—Claro que quiero.Le tendió el grueso bocadillo con su inmensa

mano. Tzili observó aquella mano grande y páliday lo cogió.

—Las hijas de la María son todas muy guapas—dijo sonriendo.

Ahora que se había incorporado parecía muyfuerte.

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—No me gusta comer solo, me entristece —confesó.

Masticaba despacio y con cuidado, porque losciegos también son precavidos con la comida.

—Están matando a los judíos, los estánmatando —dijo mientras comía—. Es una plaga.Sería mejor que se marchasen a América.

Sin embargo, no parecía que el asunto lepreocupase demasiado. Le preocupaba más lapróxima cosecha.

—¿Por qué no dices nada? —interrumpió depronto sus propias palabras.

—¿Qué hay que decir?—Son astutas las hijas de la María —se echó a

reír.Tzili no comprendió qué significaba aquella

risa, todos sus sentidos estaban puestos en elgrueso bocadillo que el ciego le había dado. En sumomento, María iba a comprar a la tienda. Erahermosa, vestía bien y utilizaba palabras que

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sonaban como de ciudad. Decían que María sentíauna inclinación especial hacia los judíos, algo queno beneficiaba en nada a su reputación. Tambiénsus hijas habían heredado esa afinidad hacia losjudíos. Y, efectivamente, en verano, cuandoaparecían los veraneantes judíos, María sabía loque era ser colmada de mimos.

En aquel momento, Tzili se acordó del fuerteperfume que María dejaba tras de sí en la tienda.Le gustaba oler aquel perfume.

—A las hijas de la María les gustan los judíos—dijo el ciego como sin darse cuenta—, ¡queDios las perdone!

Volvió a echarse a reír y, acto seguido, se sentótranquilamente, como si estuviese rumiando algo.No se oía ni un ruido, tan sólo pájaros y el susurrode las hojas, también atenuado. El rostro rellenodel ciego se entregó al sol y, cuando parecía que loestaba envolviendo el sopor, preguntó de repente:

—¿Hay alguien aquí, en el campo?

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—No.—¿De dónde vienes? —Todo su rostro sonrió.—De la plaza.—¿Y no hay nadie en el campo? —preguntó,

como si quisiese escuchar su propia voz.—No, nadie.Al oír su respuesta, le rodeó los hombros con

el brazo. Los hombros de Tzili cayeron por el pesode su brazo.

—¿Por qué estás tan delgada? —dijo el ciego,que debió de notar los huesos de sus estrechoshombros—. ¿Cuántos años tienes?

—Trece.—Ya eres mayor, pero tan delgada. —Acto

seguido la agarró con las dos manos.Tzili se asustó y el campesino, sin más

dilación, la zarandeó y la tiró al suelo. Un gritoescapó de la boca de Tzili.

El ciego, que, por lo visto, no esperaba unareacción así, se apresuró a taparle la boca, pero la

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mano se desvió un poco y fue a parar a su cuello.El cuerpo de la niña se agitó por un instante bajolas fuertes manos del ciego.

—¡Silencio! —intentó hacerla callar como sifuese un animal salvaje.

La voz de Tzili salió como un grito ahogado.Ella intentó quitarse de encima aquel peso.

—¿Qué te da de comer tu madre para quegrites así?

Suponiendo que estaba aturdida, el ciegoaflojó. Entonces Tzili reaccionó y con un rápidomovimiento se escabulló.

—¿Dónde estás? —dijo, extendiendo losbrazos hacia delante.

Tzili retrocedió a gatas.—¿Dónde estás? —repitió mientras palpaba el

suelo. Y, como no obtuvo respuesta, empezó aagitar los brazos y a maldecir. Su voz, que apenasun momento antes parecía delicada, adquirió untono rudo y enfurecido.

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Por alguna razón, Tzili no salió corriendo. Searrastró a gatas hacia el maizal. Cayó la noche yella se acurrucó. Las fuertes manos del ciego aúnestaban marcadas en sus hombros.

Más tarde llegó el hijo del ciego. Tenía querecoger a su padre. Pero, apenas se acercó el hijo,el ciego empezó a lanzar improperios. El hijo lecontó que por el camino se había roto el eje y quehabía vuelto al pueblo a por otro carro.

Al ciego aquella excusa no le resultóconvincente.

—¿Y no podías venir andando? —dijo.—Es verdad, papá, no se me ha ocurrido, no

tengo cabeza.—Pero para las chicas sí que la tienes.—¿Qué chicas? No tengo ningún trato con

chicas —dijo haciéndose el inocente.—Maldito seas —dijo el ciego y escupió.

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IV

En aquel momento sólo tenía un vago recuerdo desu casa. «Todos se han ido», dijo inesperadamente.Lo poco que había comido le calmó el hambre.Estaba cansada. Una especie de vacío, carente detodo pensamiento, le hizo caer en un profundosueño.

Pero su cuerpo no descansó aquella noche.Estaba ardiendo de fiebre. Olas de dolor ladespertaban continuamente. «¿Qué me pasa?», sepreguntó con cierto enojo. Ahora tenía miedo de sucuerpo, como si en él se hubiese instalado unextraño.

Cuando se despertó y se puso en pie aún era denoche. Se tocó las piernas y, al no encontrar enellas nada anormal, se tranquilizó. Se sentó yescuchó a su cuerpo con atención. Era una nochesin nubes y sin viento. Sobre los tallos erectos del

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maíz centelleaba una oscura llama. Desde abajo,las mazorcas parecían copas de árboles. Elsilencio la impresionó.

Y, mientras escuchaba con atención, sintió quesu cuerpo segregaba un líquido. Se tocó el bajovientre. Estaba contraído, pero seco. Los músculospalpitaban rítmicamente. «¿Qué me pasa?», dijo.

Tan sólo cuando se hizo de día vio que suvestido estaba manchado de sangre. Se levantó elvestido. También en la tierra había algunasmanchas. «Me voy a morir», fueron las palabrasque salieron de su boca.

Años atrás, la hermana mayor se cortó un dedocon un cuchillo de cocina. Antes de que llegara elpracticante, el suelo ya se había llenado deespesas manchas de sangre. Y, cuando finalmentellegó, se quedó tan aterrado al ver aquello que sellevó las manos a la cabeza. Desde entonces en lacasa hablaban del pulgar enfermo, del pulgar débilde Blanca.

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«Me voy a morir», repitió mientras se ponía enpie. Al levantarse tan deprisa se aterró aún más.Un escalofrío recorrió su cuerpo, la sensación deque pronto estaría muerta era más tangible que suspropias piernas. Estalló en llanto, en un llantoamargo como el de un animal. Sabía que no debíagritar, pero el miedo le hizo perder la cabeza.«¡Mamá, mamá!», gritó. Gritó durante muchotiempo. Su voz se fue debilitando hasta que Tzilicayó al suelo con los brazos extendidos y seimaginó que moriría así.

Cuando se calmó un poco, vio a su hermanasentada junto a la mesa. Durante el último año, elálgebra la tenía atormentada. Hubo que contratar aun profesor de la ciudad vecina. Era un hombrerígido y estricto que la aterrorizaba. Ella lloraba,pero nadie hacía concesiones. Incluso el padre, ensu cama de dolor, le exigía hacer lo imposible.Ella lo hizo, sacó una nota baja, pero nosuspendió. En aquel momento Tzili la veía como

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no la había visto nunca, luchando sin tregua con elángel de la muerte.

Y mientras la luz iba escalando el cielo, oyó elruido de unos pasos. Una de las hijas del ciego loestaba conduciendo hacia su sitio. El ciego sequejaba y maldecía a su mujer y a sus hijas. Lahija no respondía. Tzili anduvo muy alerta tras suspasos. Cuando llegaron al sitio, la hija dijo:

—Con tu permiso, padre, me vuelvo al prado.—Vete. —La echó de su presencia, pero

enseguida cambió de idea—: ¿Así honras a tupadre?

—¿Qué quieres que haga, padre? —dijo con lavoz temblorosa.

—Contar a tu padre lo que se oye por elpueblo.

—Han expulsado a los judíos, y también loshan asesinado.

—¿Qué dices? ¿A todos? —preguntó el ciegocon fría curiosidad.

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—Así es, padre.—¿Y las casas? ¿Qué ha pasado con las casas?—Los campesinos las han saqueado —dijo a

media voz, como se suele hacer al hablar de unadulterio.

—¿Qué dices? ¿Podrías conseguirme allí unabrigo de invierno?

—Buscaré, padre.—El mío está muy gastado y ya no abriga.—Buscaré, padre.—Que no se te olvide.—No se me olvidará.Tzili no captó el sentido aterrador de aquella

conversación. Ya no tenía miedo, sabía que elciego no se movería de su sitio.

Siguieron horas de silencio. La angustia seapartó de ella. «Mejor así», murmuró, paraexpulsar los restos de miedo que aún salían de suinterior.

Se tumbó boca arriba y el sol de finales del

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verano calentó todo su cuerpo. Las pocas palabrasque le quedaban la abandonaron y el viejo hambre,que la había estado molestando la noche anterior,volvió a ella.

Por la noche se vendó la pelvis con un pañueloy, sin pensar adonde, se puso en camino. La nocheera clara y sobre los extensos maizales brillabanpequeñas gotas de luz. El vendaje que se habíapuesto la aliviaba. De repente se topó con el río,se inclinó y bebió agua con las manos. Tan sóloentonces se percató de lo sedienta que estaba. Sesentó tranquilamente y contempló el correr delagua. Las imágenes se desvanecieron con el airefresco, el miedo disminuyó, de cuando en cuandose le escapaba una palabra o una sílaba. Eran lossuspiros que siguen al llanto.

En duermevela, vio al viejo maestro. Noparecía bueno ni bondadoso, sino que laobservaba como solía hacerlo mientras ella leía ellibro de oraciones: con una mirada indiferente y

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algo burlona. Qué extraño, ella intentó explicarlealgo, pero las palabras quedaron retenidas en suboca. Al final consiguió decirle: «Voy a emprenderun largo viaje, deme su bendición, maestro».Realmente no lo dijo, tan sólo creyó hacerlo.Aquel intento no causó ninguna impresión alanciano, como si hubiese sido otro de los muchoserrores de la niña.

Luego caminó por las lindes del bosque. Teníamuy pocas cosas que comer: unas cuantas cerezassilvestres, una manzana y algunos frutos pequeñosy ácidos que aplacaban su sed. El hambre de panhabía desaparecido. Bajó a meter los pies en lasaguas del río. El agua fresca le trajo a la memorialos recuerdos del invierno, a su padre enfermosuspirando y pidiendo otra manta. Eransensaciones pasajeras, pues su cuerpo se había idodesconectando de la casa. La hernia aún estabareciente. Las semillas del olvido ya estabanplantadas. No se lavó el cuerpo. Tenía miedo de

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quitarse el pañuelo de la pelvis. El olor agrioapestaba cada día más.

—Tienes que lavarte —le susurró una voz.—Tengo miedo.—Tienes que lavarte —insistió la voz.Al mediodía se armó de valor y, sin quitarse el

vestido, se metió en el agua. El agua la rodeó yella sintió su fría quemadura. Enseguida salieron ala superficie algunas gotas de sangre y ella lasobservó con asombro. Luego se tumbó sobre latierra.

El baño le hizo bien, pero no los frutos. Poraquel entonces aún no sabía distinguir un rojo deotro y un negro de otro. Cogía todo lo que tenía amano: moras, cerezas, frambuesas y fresas. Por latarde le entró un fuerte dolor de tripa. Tuvodiarrea. Se le doblaron las piernas. «Dios mío,Dios mío», fueron las palabras que salieron de suboca. Su voz fue tragada por la elevadavegetación. Si hubiera tenido fuerzas, se habría

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arrastrado hasta el pueblo y se habría entregado.—¿Qué haces aquí? —la sorprendió un

campesino.—Estoy enferma.—¿De quién eres?—De la María.El campesino clavó en ella una mirada de

asco, hizo un gesto de repulsión y, sin volver amirarla, se marchó de allí.

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V

El otoño estaba ya en su apogeo y, por la tarde, elhorizonte se amorataba a causa del frío. Tziliencontraba refugio nocturno en graneros y establosabandonados. De vez en cuando se acercaba aalguna casa a pedir un trozo de pan. Sus ropasapestaban a humedad y a moho y su rostro estabacubierto de pequeñas pústulas.

No sabía lo repulsivo que era su rostro. Searrastraba hacia las lindes del bosque y loscampesinos pasaban por delante de ella sinmirarla. Pero, cuando se acercaba a alguna casa, laechaban de allí como si fuese un perro sarnoso.«Ahí está la hija de la María», oía decir. Suhorrible existencia era objeto de burla en boca delos campesinos. Sin embargo, a pesar de todo, losdías fueron benévolos con ella, la fueronmoldeando en secreto, la mataron y la devolvieron

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a la vida. La sangre infectada salió de su interior,aprendió a caminar descalza, a lavarse con aguafría, a distinguir entre un fruto comestible y unovenenoso, a trepar a los árboles, el sol hizo en ellamaravillas. Las imágenes nocturnas la fueronabandonando. No veía más que lo que veían susojos, un árbol, un charco, los cambiantes coloresdel otoño.

Permanecía durante horas contemplando loscampos vacíos que se iban volviendo grises. Y lasplantaciones, cuyas hojas enrojecían poco a poco.Parecía que la vida se le escapaba mientras ella seenroscaba en sí misma como un ovillo. Y por lanoche, inadvertidamente, se desplomaba sobre lapaja.

Sin darse cuenta, llegó arrastrándose a lamisma cabaña situada en la linde del bosque. Elotoño se acercaba a su fin. La lluvia y el granizocaían sin pausa. El frío hizo estragos en ella. Perosiguió caminando, continuó hacia delante sin temer

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ya a los hombres ni a los perros vagabundos.Una mujer abrió la puerta.—¿Quién eres? —preguntó.—La hija de la María —dijo Tzili.—¿Tú, la de la María? ¿Por qué te quedas ahí?

¡Entra! —El rostro de la mujer expresaba sorpresa—. ¡La de la María! ¡Y descalza con este frío!¡Quítate la ropa y te daré una bata!

Tzili se quitó la ropa mojada y se puso la bata.Era una vieja bata de flores, típica de la ciudad,que olía a perfume. Tras muchos meses de vagar,por primera vez tenía un techo donde guarecerse.

—Tu madre y yo pasábamos buenos ratosjuntas en la ciudad. ¡Ironías del destino!

Tzili la observó de cerca: una mujer demediana edad con cabello ralo y pómulosprominentes.

—¿Y qué es de tu madre?—Está en casa —dijo Tzili tras un instante de

duda.

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—Me llamo Katerina —dijo la mujer—. Sives a tu madre, dile que has visto a Katerina. Sealegrará mucho. Pasamos muy buenos ratos juntasen la ciudad, con los judíos precisamente.

Tzili se estremeció.—Los judíos son buenos amantes, no los

cambiaría por los nuestros, pero fuimos unastontas y volvimos al pueblo a casarnos. Eramosjóvenes y debíamos respetar a nuestros padres.Los amantes judíos valen su peso en oro. Te daréun poco de sopa.

Tras varios días de vagar, de soledad y de frío,el líquido caliente penetró en sus entrañas como unelixir.

Katerina se sirvió una copa y enseguida zarpóhacia aquellos días en que María y ella estuvieronen la cuidad con los judíos, primero comosirvientas y luego como amantes. Su voz estabaimpregnada de nostalgia.

—Los judíos son delicados, tiernos, generosos

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y conocen el corazón de las mujeres. No como losnuestros, que sólo saben pegar y pegar.

Con el paso de los años había aprendido algode la lengua de los judíos, y algunas palabras lasrepetía con frecuencia. La palabra «precisamente»,por ejemplo, quién sabe por qué. Tzili sintió quela magia iba atrapándola también a ella y dijo:

—Gracias.—No tienes que agradecerme nada —la

reprendió Katerina—, tu madre y yo éramosbuenas amigas, íbamos juntas a los cafés, nosgustaban los mismos hombres.

Katerina siguió sirviéndose una copa tras otra,sus pómulos parecían aún más prominentes y sumirada echó a volar con la agudeza de un ave. Yde pronto dijo: «Los judíos, maldita sea suestampa, dan a las mujeres lo que ellas necesitan.Y, a fin de cuentas, ¿qué necesitan las mujeres? Unpoco de placer, dinero, una bombonera en elmomento oportuno, una cama preparada. ¿Qué más

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necesitan las mujeres? ¿Qué tengo yo aquí? Ya loves».

—Tu madre y yo fuimos unas tontas, unastontas de remate, no hay que tener miedo. A mí elinfierno no me asusta. Mi difunta madre me decía:«Katerina, ¿por qué no te casas? Todas se casan».Y yo, tonta de mí, le hice caso. Jamás laperdonaré. Y tú —se dirigió a Tzili—, no te cases.No traigas bastardos al mundo. Sólo los judíos,sólo los judíos, sólo ellos te llevarán a un café, aun restaurante y al cine. Siempre te llevarán a unhotel limpio. Sólo los judíos.

Tzili ya no captó aquellas palabras. El calor yla bata la envolvieron. Y sin darse cuenta, sucabeza cayó y se quedó dormida.

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VI

Desde la primera mañana, Tzili supo lo que debíahacer. Barrió, fregó los cacharros y a continuaciónse puso a pelar patatas. El trabajo no le resultabaextraño. Los meses pasados a la intemperieparecían haberle enseñado lo que era servir. Nodescuidaba ninguna tarea ni se equivocaba.Cuando dejaba de llover, sacaba la vaca escuálidaal prado.

Katerina se quedaba en la cama envuelta enpieles de cabra, tosía, bebía vodka y téalternativamente. De vez en cuando se levantaba yse asomaba a la ventana. Era una casa pobre, tanpobre como el establo de al lado. Y en el patio:unas cuantas tablas de madera, una valla a puntode caerse y plantas descuidadas. Así eran lascasas situadas fuera del pueblo donde vivíanjuntos los leprosos, los locos, los ladrones de

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caballos y las prostitutas. Generaciones ygeneraciones pasaban por allí sin arreglar lascasas ni trabajar la tierra. Las estaciones del añomoldeaban con sus propias manos aquel lugar, queya no se distinguía de los claros del bosquedesolados.

Por la tarde, recuperaba su voz dulce y volvíaa hablar de los días en que María y elladeambulaban juntas por las calles de la ciudad.¿Qué quedaba de todo aquello? Ella estaba aquí yellos allí. Allí, las luces y aquí, barro, leprosos ylocos.

A veces se ponía uno de sus viejos vestidos, semaquillaba, se asomaba a la ventana y anunciaba:«Mañana me voy. Estoy harta. Sólo tengo cuarentaaños. Una mujer de cuarenta años aún no estámarchita. Los judíos me aceptarán tal y como soy.Ellos me quieren».

Por supuesto no eran más que fantasías. Nadiefue a buscarla. La tos no la dejaba descansar.

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Todas las noches despertaba a Tzili: «Prepárameun té. Estoy sin aliento». Por la noche, cuando ledaba un ataque de tos, se ponía lívida y nadie selibraba de ella, tampoco los judíos.

De vez en cuando aparecía un viejo cliente einsuflaba nuevos aires a la cabaña. Katerina sevestía, se maquillaba y se ponía perfume en elcuello. Le gustaban los hombres fuertes que laagarraban de las caderas y la estrujaban.Recuperaba su voz habitual, una voz muyfemenina. En un instante se transformaba,bromeaba y evocaba tiempos olvidados. Y no sóloeso, también le comentaba a Tzili: «A los hombresno se le sirve así el vodka. A los hombres no lesgusta que les ofrezcan el pan antes que el vodka».O: «No cortes el fiambre en lonchas tan finas».

Las tardes así escaseaban. Normalmente no ibanadie. Katerina se envolvía en mantas y se quejabacon voz enfermiza: «¡Qué frío! ¿Por qué no hacesmás fuego? La leña está mojada, esta humedad me

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saca de mis casillas».Tzili aprendió que Katerina era una mujer

audaz, irascible, a quien no asustaban un cuchillo oun hacha. Toda su belleza despertaba a la vista deuna hoja afilada. Cuidaba a los borrachos condelicadeza, con voz maternal.

Una eterna enemistad reinaba entre Katerina ysus vecinos, que vivían a cierta distancia de sucasa. Una vez al día, el leproso salía de su casa yempezaba a dar gritos frente a la casa de Katerinay, cuando este se iba acercando a la puerta,Katerina, cual perra azuzada, salía al encuentro deaquel campesino alto y completamente enrojecidopor la enfermedad.

Llegó el invierno, la nieve. Tzili salía albosque a recoger ramas. Por la tarde regresabacon una gavilla mucho más grande que ella a laespalda, pero Katerina no estaba contenta. Sequejaba: «¡Qué frío! ¿Por qué no has traídotroncos más gordos? Eres una niña mimada. Habrá

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que pegarte. Te he acogido como una madre y tú nohaces más que holgazanear. Eres igual que tumadre. También ella pensaba sólo en sí misma. Enlo sucesivo tendré que pegarte».

Aún no había comprendido las intenciones deKaterina. La vida de Tzili consistía en trabajo,olvido y, algunas veces, un inexplicable deleite. Legustaba la cabaña, los objetos femeninosdesgastados por el uso y los efluvios de perfumeque se esparcían de repente. Incluso le gustaba lavaca escuálida.

A veces Katerina la observaba con una miradamuy significativa y decía: «Tu pecho ha madurado.Pero tus piernas aún son muy flacas. Debes comerpatatas. ¿Cuántos años tienes? A tu edad, yo yadeambulaba por la ciudad». O a veces con vozmaternal: «¿Por qué no te peinas? Va a venir lagente y tú sin peinar».

El invierno arreció y a Katerina no se lepasaba la tos. Bebía vodka y té hirviendo, pero la

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tos no cedía y cada noche era más ronca.Despertaba a Tzili con una reprimenda: «¿Por quéno me preparas un vaso de té? ¿No oyes que estoytosiendo?». Arrancada del sueño, Tzili seapresuraba a servirle un té.

Fue un invierno largo y Katerina no dejaba derefunfuñar, de maldecir a sus hermanas, a su padrey a todos los que querían sus favores y habíandevorado su cuerpo. Su rostro se fue demacrando ysus piernas ya no la sostenían. Cesaron las visitas.Llegaban sólo borrachos y dementes. Al principioaún intentaba parecer sana, aunque ya no podíaocultar su deterioro. Los hombres huían de la casa.Katerina acompañaba su marcha con improperios.Pero su vaso de ira lo derramaba sobre Tzili. Decuando en cuando le arrojaba un plato o unacacerola. Tzili encajaba los golpes en silencio.Una vez le dijo: «A tu edad, yo ya mantenía a mipadre».

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VII

Llegó la primavera y Katerina mejoró. Tzili lepreparó la cama en la entrada de la casa. Tampocoentonces cesaron sus improperios, pero a Tzili lehablaba con templanza. «¿Por qué no vas alavarte? Hay un espejo en la casa, debes peinarte».Y, en una ocasión, incluso le ofreció una de suscremas. «Una joven de tu edad ya tiene queperfumarse el cuello».

Tzili trabajaba sin descanso desde por lamañana hasta bien entrada la noche. Comía lo quetenía a mano, pan, leche y verduras del jardín. Sujornada era tan agotadora que por las noches caíacomo un saco.

Ya nadie pedía los favores de Katerina y sudinero se acabó. Ni siquiera el practicante, que lehabía sacado dos dientes, fue a reclamar sushonorarios. Katerina permanecía en la entrada,

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encorvada y con la piel tirante sobre su rostroconsumido.

—¿Te has acostado ya con algún hombre? —lepreguntó una tarde.

—No —se espantó Tzili.—¿Y no te apetece? A tu edad —dijo Katerina,

casi con ternura maternal— yo ya había conocidoa muchos hombres.

—¿Y tuviste hijos? —preguntó Tzili.—Los tuve, pero los entregué cuando aún eran

bebés.Tzili no siguió preguntando. Katerina frunció

el ceño. Lo cual significa que no tendría que haberpreguntado. Llegó el verano y las quejas deKaterina no cesaron. Hablaba de su juventud, desus amantes, de la ciudad y del dinero. Ya no secompadecía de sus amantes judíos y también aellos los injuriaba. Se trataba de una mezcla defantasías, anhelos y recriminaciones. De vez encuando se levantaba, lanzaba un plato y hacía

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temblar la habitación. Los movimientos de Tzilieran cada vez más contenidos y el viejo miedovolvió a ella.

—A tu edad, yo ya mantenía a mi padre y a mimadre.

—¿Qué hay que hacer?—Yo no le pregunté a mi padre. Me fui a la

ciudad y desde allí le enviaba dinero. Una hijadebe mantener a sus padres. Entregué mi cuerpo alos glotones.

Tzili presentía algo malo, pero no sabía el qué.Los mejores ratos, por el momento, los pasaba enel prado. El aire y la luz moldeaban sus miembroscon fuerza y delicadeza. Al caer la noche, sequitaba la ropa y se metía en el río.

Por aquel entonces, el acoso de Katerina fue enaumento: «Tú cada vez estás más lozana y yo,devorada por la enfermedad». Tenía la espaldamuy encorvada, y su rostro, sin dientes, era unasombra aterradora.

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Una tarde llegó uno de sus viejos clientes, uncampesino de mediana edad. Katerina estabatumbada en la cama.

—¿Qué te pasa? —El campesino se quedópasmado.

—Me estoy recuperando. ¿Es que una mujer nopuede enfermar?

—Sólo he venido a saludarte —dijo,retrocediendo.

—¿Por qué no te tomas una copa? —le rogó.—Ya he bebido bastante.—Sólo una copita.—Gracias, sólo he venido a saludarte.De repente se incorporó, sonrió y dijo:—¿Por qué no te acuestas con esta joven? Es

buena, Es mía.El campesino giró lentamente la cabeza como

un animal y una sonrisa dubitativa se dibujó en suslabios.

—Es pequeña, pero de buenas carnes —intentó

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persuadirlo—, créeme.Tzili estaba en ese momento en el cuarto. Al

oír aquellas inequívocas palabras, un escalofrío lerecorrió la espalda.

—Ven aquí —le ordenó Katerina—, enséñalelos muslos.

Tzili se quedó parada.—Súbete el vestido —ordenó.Tzili se subió el vestido.—¿Lo ves? Yo nunca te mentiría.El campesino bajó la vista y valoró las piernas

de la joven.—Aún es pequeña.—No seas necio.Tzili tenía tanto miedo que estrujó el vestido

levantado con las manos.—Vendré el domingo —dijo el campesino.—Ya tiene pechos, ¿es que no lo ves?—Vendré el domingo —repitió el campesino.—Eres un necio. Cualquier hombre gozaría

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con ella.—No me apetece. Vendré el domingo.A pesar de todo, permaneció un rato valorando

con los ojos a la niña y, por un instante, parecióque iba a arrastrarla al cuarto. Sin embargo, sereafirmó en su idea y dijo:

—Vendré el domingo.—¡Necio! —dijo Katerina, como hablando a

alguien que se niega a probar el manjar que se leofrece.

Y a la niña le ordenó:—¡No te quedes ahí como un pasmarote!

¡Quítate el vestido!Permaneció un instante más observando al

campesino con los ojos encendidos, luego cogió elcuenco de madera y lo lanzó. El cuenco le dio aTzili. Tzili se puso a gritar.

—¡No grites! A tu edad, yo ya mantenía a mipadre.

El campesino no lo dudó más, dio media vuelta

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y se marchó.Entonces ya no refrenó más su lengua, acusó y

maldijo, pero sobre todo, por algún motivo, latomó con María. Tzili tuvo miedo del cuchilloafilado que estaba junto a su cama. Y,efectivamente, el cuchillo fue lanzado y dio en lapuerta. Tzili salió huyendo.

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VIII

La noche estaba sembrada de estrellas. Tziliconocía ya los caminos por los que iba. Caminabamuy cerca del río. Los sombríos y vastos maizalesse extendían a ambos lados. «Me iré», dijo, sinsaber lo que decía.

Había aprendido mucho durante aquel año: alavar la ropa con saponaria, a fregar los cacharros,a servir bebidas a los hombres, a hacer gavillas ya llevar las vacas a pastar, pero sobre todo habíaaprendido las propiedades de los vientos y de lasaguas. Conocía los vientos del norte y las aguasfrescas del río. Ellos la habían moldeado desdedentro. Había crecido y sus brazos se habían hechofuertes. Cuanto más se alejaba de la cabaña, máscerca sentía a Katerina. Era como si aún estuvieseen aquel cuarto. Su corazón no albergaba ningúnrencor hacia ella.

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—Me iré —dijo, pero sus pies se negaban amoverse.

En aquel momento recordó las largas yagradables noches en casa de Katerina. Katerinatumbada en la cama y fantaseando con sus días dejuventud en la ciudad, con fiestas y amantes. Elrostro relajado y una sonrisa melancólica en loslabios. Pero, cuando hablaba de los judíos, esasonrisa se crispaba y se volvía más circunspecta,como si estuviese contando un gran secreto.Parecía haberse habituado a todo, incluso a laenfermedad que devoraba sus entrañas. Así era lavida.

A veces hablaba también de sus creencias, desu temor a Dios y al Salvador, y entonces unaextraña luz aparecía en su rostro. No perdonójamás a su padre ni a su madre. Y una vez llegó adecir: «Perdonadme por no saber perdonaros».

Tzili también sentía cariño por los viejosobjetos desgastados por el uso que Katerina había

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acumulado a lo largo de los años: polverasdoradas, frascos de agua de colonia, lencería deseda arrugada y una gran variedad de pintalabios.Un hilo mágico rodeaba aquellos objetos.

Y también recordó:—¿Ya te has acostado con algún hombre?—No.—¿Y no te apetece?El rostro de Katerina adoptó una expresión de

astuta avidez.Y durante los últimos días preguntó:—¿Me vas a abandonar?—No —aseguró Tzili.—Prométemelo por nuestro Señor.—Lo prometo por nuestro Señor el Salvador.No era consciente de hasta qué punto los días

pasados en compañía de Katerina la habíancambiado. Sus pies se habían ensanchado ycaminaba sobre la tierra congelada con seguridad.Y también había aprendido: hay hombres y hay

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mujeres, y entre ellos reina una eternaanimadversión. La fuerza de las mujeres está en laastucia.

Varias veces se dijo a sí misma: «Voy a volvercon Katerina, ella me perdonará». Cada vez quegiraba la cabeza hacia atrás, sus pies sepetrificaban. No tenía miedo del cuchillo, sino delfulgor de la hoja.

El verano estaba en su apogeo, sin lluvias. Sealimentaba de los frutos silvestres que crecían enlas riberas de los ríos. A veces se acercaba a lascasas.

—¿Quién eres?—La hija de María.El nombre de María había llegado incluso a

aquellos lugares remotos. Al oír su nombre, elrostro de las campesinas adquiría una expresión derepulsivo desprecio. A veces se sorprendían:«¿Tú, la hija de María?». Los campesinospermanecían más tranquilos, de jóvenes habían

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visitado la casa de María y después habíanfrecuentado su lecho.

Estaba en medio del campo cuando la asaltó unrecuerdo: su padre tendido en su lecho de dolor,sus suspiros desgarrando toda la casa, su madre enla tienda luchando con violentos campesinos yBlanca, como siempre, con los exámenes a lavuelta de la esquina y un montón de cuadernos ylibros sobre la mesa. Y en medio de tanto bullicioy nerviosismo, se oye la voz clara del padre:

—Tzili, ¿dónde estás?—Estoy aquí.—Ven. ¿Qué nota has sacado en el examen de

matemáticas?—He suspendido, papá.—¿Blanca no te ha ayudado?—Sí que me ha ayudado.—¿Y no ha servido de nada? ¿Qué te pasa?—No lo sé.—Tienes que estudiar.

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Aquella imagen tan nítida que se le apareció enmedio del campo la estremeció. Permaneció uninstante mirando a su alrededor, pero enseguidaechó a correr. La agitación de la carreradistorsionó la imagen y ella cayó de bruces alsuelo. En los campos, que se extendían de un colorgris amarillento, no había un alma.

—Katerina —dijo—, vuelvo contigo.Entonces apareció ante sus ojos el mismo

campesino robusto ante quien había permanecidocon el vestido levantado. Ya no tenía miedo de él.Las imágenes lejanas, que se aproximaban haciaella a gran velocidad, la asustaban mucho más.

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IX

En otoño encontró refugio en casa de una pareja deancianos. Vivían aislados, en una cabaña muypobre.

—¿Quién eres? —preguntó el campesino.—La hija de María.—¿De María? ¿De la prostituta? —dijo la

mujer—. No la quiero en mi casa.—Nos ayudará —dijo el campesino.—La ayuda no nos llegará de los bastardos —

farfulló la mujer.—Calla, mujer —la interrumpió el campesino.Y así encontró cobijo, aunque, a diferencia de

la casa de Katerina, allí no había ninguna clase delujos. Era una habitación alargada con una estufa,una mesa de madera sin pulir y dos bancos. En unrincón, dos camas bajas. Encima de las camas, unaimagen de la Virgen tallada en roble, sencilla,

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como hecha por un niño.El otoño continuaba gris, y en aquellas

agotadas llanuras todo parecía de barro y niebla.También las personas parecían hechas de esasmaterias: duras, mudas, con la lengua de la horca yla aguijada. La mujer la despertaba cuando aún erade noche y la empujaba afuera: «Hay que ordeñar,hay que ir al prado».

Las largas horas en el campo eran sólo suyas,sus pensamientos no iban lejos, pero, aun así, lopoco que recordaba la calentaba como la lanapura. Katerina, por supuesto. En aquel lugar gris,su vida anterior en casa de Katerina le parecía delo más interesante. Allí sólo había vacas, sólomutismo. Ellos no hablaban, sólo daban gruñidos.Si no había suficiente leche o leña para la lumbre,la mujer no preguntaba por qué sino que la atizabacon la soga.

Allí sintió por primera vez sus manos. En casade Katerina se habían fortalecido, ahora

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manejaban la horca sin problema. También suspiernas se volvieron robustas. Comía todo lo quetenía a mano, con apetito. Pero la vida no era tanmuda como ella imaginaba. Una noche, mientrasdormía, sintió que alguien le tocaba las piernas.Cuál no sería su sorpresa al ver que era el viejocampesino que había salido de su cama. Tambiénla anciana se apresuró a salir tras él y empezó agritar: «¡Adúltero!».

Y esa fue la señal. Desde aquel momento, laanciana comenzó a hablar a Tzili como si fuese unperro sin pedigrí recogido de la calle.

El invierno estaba en su apogeo y los días seconvirtieron en oscuridad. La nieve se acumuló enla entrada y bloqueó la puerta. Tzili pasaba muchotiempo en el establo con las vacas. Sentía los finosconductos que la unían a aquellos mundos mudos.No sabía lo que se le decía a las vacas, pero sentíael calor que le llegaba de ellas. A veces veía a sumadre en la tienda luchando con los vándalos: una

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mujer intrépida.Entre oscuridad y oscuridad, la anciana pegaba

a Tzili. «A esta bastarda hay que pegarle para quesepa quién es y lo que debe hacer paracorregirse». Le pegaba con una especie dedevoción, como si estuviese cumpliendo unamisión piadosa.

«En primavera escaparé», se decía por lanoche en su lecho. «¿Por qué abandoné a Katerina?Era buena conmigo». En esos momentos sentía unextraño cariño por la cabaña de Katerina, como si,más que una miserable cabaña, fuese un espaciomágico.

Algunas veces oía su voz: «Los judíos sondébiles, pero delicados. Nunca pegarían a unamujer». Aquellos murmullos agradaban a Tzili y lacolmaban de placer. Su cerebro por aquel entoncesestaba paralizado y sólo sus sentidos permanecíandespiertos. Cuando oía la voz de Katerina, seatrincheraba en sí misma y la escuchaba como si

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fuese música.Sin embargo, los bajos instintos del anciano no

descansaban, y una vez, dominado por el deseo,mordió la pierna de Tzili. Pero la anciana tambiénse le adelantó en esa ocasión y, cuando estaba depie en camisa de dormir, le golpeó.

A veces se hacía el inocente y decía en tono desúplica:

—¿Qué he hecho de malo?—Tus malos pensamientos te hacen perder la

cabeza.—¿Qué es lo que he hecho?—¿Y aún lo preguntas? ¡Arderás en el

infierno!El invierno continuaba y continuaba y la

oscuridad sólo cambiaba de tonalidades. Ya nohabía escapatoria. Parecía que el mundo se iba adesplomar bajo el peso de la nieve. Un día, lepreguntó la anciana:

—¿Cuánto tiempo llevas sin ver a tu madre?

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—Muchos años.—¿Y fue de ella de quien aprendiste a ir por el

mal camino? ¿Por qué callas? Contesta. Nosotrasconocemos muy bien a tu madre. Ha armadomuchos escándalos. Hasta al mío tuve que vigilarcon mil ojos. De nada me sirvió. Los hombres sonadúlteros por naturaleza. Y lo seguirán siendohasta en el infierno.

Hacia finales del invierno se acabó lapaciencia de la mujer y empezó a pegar a Tzili sinninguna consideración. «Si yo no la enderezo,¿quién lo hará?». Tzili gritaba de dolor y laanciana la pegaba aún más. Y una vez, cuando elanciano intentó interponerse, le dijo: «¡Cállate o tedoy! ¡Viejo verde! ¡Dios me lo agradecerá!». Y él,que solía devolvérselas con creces, en esa ocasiónse calló.

Cuando la nieve empezó a derretirse, escapó.La anciana, que había presentido que iba aescaparse, se repetía una y otra vez: «Mientras

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siga aquí, le daré una lección. Quién sabe qué másestará tramando».

Era como si se hubiesen soltado las ataduras.Echó a correr. Las cimas de las montañas aúnestaban cubiertas de nieve, pero abajo, en losvalles oscuros, corrían los ríos.

Todo su cuerpo estaba magullado e hinchado.Durante los últimos días la anciana le habíapegado sin piedad, con tanto esmero, como movidapor una especie de obligación, que hasta Tzilipensó que se merecía los golpes.

De no haber sido por el barro, habríacaminado a lo largo del río. Le gustaba caminar alo largo del río. Por alguna razón creía que junto alagua no le ocurriría nada malo, pero se vioobligada a marchar por las laderas desnudas pordonde caía el agua. Los valles estaban repletos delodo.

Era la linde de un bosque y a sus pies seextendían los campos. Al ser recorridos por el sol,

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empezaron a humear. Se sentó y se quedó dormida.Cuando se despertó, el sol, bajo y frío, estaba yaal otro extremo del horizonte.

Intentó recordar. Ya no recordaba nada. Ellargo invierno había acabado también con lo pocoque quedaba en su memoria. Sólo sus pies alavanzar sentían las piedras. Conocía aquellaregión mejor que su cuerpo. De repente le entróuna extraña pena, una pena inexplicable.

Se quitó las polainas con cuidado y volvió aponérselas. Se ocupó de sus piernas conmeticulosidad. Qué extraño. No se le ocurriópreguntarse qué ocurriría aquella noche. El sol seiba acercando al horizonte, y ella recordó queKaterina le había dicho una vez, en un momento derelajación, «las mujeres tienen suerte, ellas no vana la guerra».

En aquel momento sintió que estaba aislada detodos. Ya había tenido antes esa sensación, pero node aquella forma. Algunas veces le había parecido

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que en el lejano horizonte había alguienesperándola. A veces se había sentido atraídahacia allí. Sin embargo, en aquel momentopercibió que ya no tenía sentido.

Cuando estaba inmersa en esos pensamientos,se sobresaltó. «¿Qué es eso?», dijo, poniéndose enpie. No había ningún sonido alrededor, tan sólo elsusurro del agua filtrándose y goteando. Un azulintenso cubrió entonces las lejanas plantacionesdeshojadas.

Se le ocurrió que ese era el castigo. La ancianadecía que aún le esperaban muchos castigos. «¡Losbastardos no saldrán libres de culpa!», gritaba.

—¿Qué he hecho de malo? —le preguntó Tzilide forma imprudente, en un momento de relativacalma.

—Fuiste concebida en el pecado, ¿entiendes?—dijo la anciana—. Una mujer nacida del pecadodebe purificarse.

—¿Cómo se hace eso? —preguntó Tzili

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sumisamente.—Yo te ayudaré —dijo la anciana sin dar más

explicaciones. Más tarde se lo explicó, con unavara.

Aquella noche encontró refugio en un almacénabandonado. Hacía frío y le dolía todo el cuerpo,pero estaba contenta como un animal perdido queha sido liberado del yugo. Durmió mucho ratosobre la paja húmeda. Y en sueños vio a Katerina,no a la Katerina anciana y enferma, sino a laKaterina joven, sentada a la mesa con un vestidotransparente y maquillándose.

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X

Cuando se despertó ya era pleno día. De loscampos se elevaba un vapor aromático. Y mientraspermanecía sentada, un hombre pareció surgir dela tierra. Por un instante se cruzaron sus miradas.Enseguida se percató: no se trataba de uncampesino. Sus ropas de ciudad estabandescoloridas y su rostro demacrado.

—¿Quién eres? —murmuró en la lengua de loslugareños. Su voz era débil, pero clara.

—¿Yo? —preguntó Tzili sorprendida.—¿De dónde eres?—Del pueblo.Esa respuesta lo desconcertó. Giró la cabeza

para ver si había alguien. No había nadie. A lanariz de Tzili llegó el olor mohoso de sus ropashúmedas.

—¿Y qué haces aquí?

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Ella se incorporó un poco y dijo:—Nada.El hombre hizo un gesto con la mano como si

fuera a darle la espalda.—¿Y cuándo vuelves al pueblo?—¿Yo?Parecía que la conversación había terminado.

Pero el hombre no desistió. Palpó su abrigo. Debíade tener unos cuarenta años y sus manos eran de uncolor blanco grisáceo, como de haber estado a laintemperie durante muchos días. Tzili se puso enpie. El aspecto del hombre no le daba miedo, sólole repelía la debilidad que había en él.

—¿Y no tienes pan? —preguntó el hombre.—No.—Tampoco embutido.—No.—¡Qué lástima!, te habría dado dinero —dijo

mientras se disponía a marcharse, pero enseguidacambió de idea y preguntó con voz clara—:

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¿Tienes padres?Esa pregunta, al parecer, la sorprendió.

Retrocedió un poco y con voz débil dijo: «No».Con esa respuesta, el forastero perdió el tonomonótono de voz y dijo como despertando:

—¿Qué dices? —Una arruga a modo desonrisa se marcó en su rostro pálido y grisáceo—.Entonces, ¿eres de los nuestros?

Había algo repulsivo en aquella sonrisa,nauseabundo. Tzili se crispó por dentro yretrocedió.

—Dime —le urgió sin moverse del sitio—.¿Eres de los nuestros?

Por un instante ella quiso decir que no yescapar, pero sus piernas no le respondían.

—Entonces ¿eres de los nuestros? —dijodando varios pasos hacia ella—. No tengas miedo.Me llamo Mark, ¿y tú?

Se quitó el sombrero, como si con ese gestoquisiese mostrar confianza, además de sumisión.

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Su cabeza calva era igual que su rostro, pálida ygrisácea.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?La boca de Tzili estaba sellada.—Los he perdido a todos, tenía intención de

morir esta noche. —Tampoco esa frase, que fuedicha con mucho sentimiento, la emocionó. Ellaseguía como apresada dentro de una pesadilla—.Y tú, ¿de dónde eres? ¿Llevas mucho tiempodeambulando? —prosiguió el hombre sin pausa, enla lengua que hablaban en casa de Tzili, alemánmezclado con yiddish, y con el mismo acento.

—Me llamo Tzili —dijo Tzili.El hombre se sorprendió, se puso de rodillas y

dijo:—¡Qué alegría! ¡Qué gran alegría! Ven

conmigo, aún tengo un poco de pan.Estaba cayendo la tarde, sobre las montañas

plantadas con frutales aún había luz. En el bosqueya había anidado la oscuridad.

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—Yo llegué aquí hace un mes. —El hombre serecuperó—. Desde entonces no he visto un alma.¿Tú conoces a alguien?

Soltó de un tirón, comiéndose las palabras,todo lo que había ido acumulando durante todosaquellos días fríos. Ella no entendió gran cosa.Una cosa sí entendió: ya no había judíos en toda lazona.

—¿Y tus padres? —preguntó.Tzili se estremeció.—No lo sé, no lo sé —dijo—. ¿Por qué lo

pregunta?El forastero guardó silencio y no añadió nada

más.Resulta que en su guarida tenía algo de pan y

un poco de aguardiente.—Toma —dijo, ofreciéndole un pedazo de

pan.Tzili lo cogió y enseguida le dio un mordisco.El forastero la observó durante un buen rato y

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una especie de sonrisa distorsionada se dibujó ensu rostro. Se sentó en el suelo con las piernascruzadas. Luego dijo:

—Dudaba de que fueras judía. ¿Qué has hechopara cambiar?

—Nada.—¿Nada? Pero ¿qué dices? Yo no volveré a

cambiar nunca. Soy demasiado mayor paracambiar y, a decir verdad, no sé si lo deseo. —Luego preguntó—: ¿Por qué callas?

Ella se estremeció con la pregunta. Habíaperdido las viejas palabras, las palabrasfamiliares. Nunca había tenido un ricovocabulario, y los días pasados con loscampesinos habían arrancado de su interior lasraíces de las palabras. Ahora, aquel forastero lehabía devuelto el aroma de la casa, que más queasustarla la alteraba.

Cuando oscureció, el hombre encendió unahoguera.

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—Toda la zona está rodeada de pantanos —explicó—. Y ahora, con el deshielo, será mássegura. Menos mal que el invierno ha pasado.

Había cierto pragmatismo en su voz. Era comosi el sufrimiento se hubiese borrado de su cara yhubiese cedido su lugar a las preocupaciones delmomento. En su voz no se percibía ningunasorpresa o enfado.

El calor de la hoguera y las palabras olvidadasfueron fluyendo hacia su interior sin obstáculoshasta que se quedó dormida.

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XI

Cuando se despertó ya había luz en el firmamento,el hombre seguía en la misma posición. «Hasdormido», dijo. Se puso en pie y se mostró dearriba abajo: mediana estatura y rostro cansado. Eltraje estaba arrugado y muy descolorido junto a lasrodillas. Con algunas manchas de grasa. Losbolsillos, inflados.

—Desde que escapé del campo no puedodormir. Me da miedo quedarme dormido. ¿Tútambién tienes miedo?

—No —dijo simplemente Tzili.—Te envidio.La primavera se notaba en todo. Corrían

riachuelos por los barrancos arrastrando bloquesde hielo grises. No se veía un alma por losalrededores, tan sólo el rumor del agua que seintensificaba para acallarse después.

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—Si no me lo hubieses dicho, no habría sabidoque eras judía —dijo apartando la vista—. ¿Cómolo has hecho?

—No lo sé, no he hecho nada.—Si no cambio, acabarán cazándome. Nada

podrá salvarme. No dejan escapar a nadie. Hevisto con mis propios ojos cómo perseguían a unpequeño niño judío.

—¿Y matan a todos? —preguntó Tzilisorprendida.

—¿Tú qué crees? —dijo en tono desagradable.Su rostro perdió de golpe la poca ternura que

le quedaba, una capa de amargura cubrió suslabios. La impertinente pregunta de Tzili debió deenfurecerle.

—¿Y dónde has estado todo este tiempo? —indagó.

—En casa de Katerina.—¿Una campesina?—Sí.

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Inclinó la cabeza y murmuró algo entre dientes.Debía de ser algo que le había ocurridorecientemente y de lo que tal vez se arrepentía. Susprominentes pómulos le tensaban la piel del rostro.

—¿Y qué hacías allí? —continuóinterrogándola.

—Trabajaba.—¿Y ella sabía que eras judía?—No.—Qué extraño.Al mediodía se acabó la tranquilidad. Él

empezó a correr de árbol en árbol, golpeándose lacabeza con los puños y torturándose: «¿Por quéescapé? No tendría que haber escapado. Abandonéa todos y escapé. Dios no me lo perdonará». Tzilivio su desesperación y no dijo nada. Las viejaspalabras, que habían despertado en su interior,enmudecieron aún más. Al final, por alguna razón,dijo:

—¿Por qué llora?

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—No estoy llorando, estoy furioso conmigomismo.

—¿Por qué?—Porque soy un criminal.Tzili se arrepintió de haberse atrevido a

preguntar.—Perdóneme —dijo.—No hay nada que perdonar.Luego comenzó a contarle lo ocurrido. Él

había escapado y había dejado a su mujer y a susdos hijos aún con vida. Intentó arrastrarlos por elestrecho pasadizo que había escavado con suspropias manos, pero tuvieron miedo.

Y mientras se lo estaba contando empezó allover. Salieron de su escondite cubierto de ramas.El hombre se olvidó por un instante de sudesesperación y extendió una manta hecha jironessobre las ramas. El goteo cesó.

—¿También tú los dejaste a todos? —indagó.Tzili guardó silencio.

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—¿Por qué no me lo cuentas?—¿El qué?—¿Cómo te salvaste?—Mis padres me dejaron al cuidado de la

casa. Prometieron volver. Los estuve esperando.—¿Desde entonces estás vagando?Él dio un mordisco al pan y le ofreció un

pedazo.Ella mordió sin decir nada.—Hay que calentar el pan, está húmedo.—No importa.—¿No te duele el estómago?—No.—A mí me duele mucho.Las lluvias cesaron y en el horizonte

resplandeció un verdor azulado. El ruido de lasgotas se amortiguó y sólo se oía el fluido correrdel agua. El hombre se lavó la cara en el arroyo ydijo:

—Es estupendo, estupendo, ¿por qué no te

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lavas tú también la cara?Tzili se llenó las manos de agua y se lavó la

cara.Se sentaron junto al arroyo sin decir ni una

palabra. Tzili sintió que su vida la había alejadohacia otra orilla, también desconocida. Lacercanía de aquel hombre no la tranquilizaba, laspreguntas le habían herido profundamente. Aunque,desde que había dejado de preguntar, se sentíamejor.

De pronto él levantó la vista del agua y dijo:—¿Por qué no vas al pueblo a por algo de

comer? No tenemos nada. Lo poco que había se haacabado.

—Iré —dijo ella.—Y no te olvides de volver —dudó de sus

intenciones.—No me olvidaré —dijo Tzili ruborizándose.—Puedes comprar lo que tú quieras —dijo

cambiando de tono—. Da igual, sólo algo con lo

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que llenar el estómago. Yo iría gustoso, pero a míme reconocerían. Lástima que no tenga otra ropa.Lo entiendes, ¿no?

—Lo entiendo —dijo Tzili con sumisión.—Yo iría gustoso —repitió en un tono

persuasivo que era toda una prueba de intenciones—. Tú, cómo decirlo, has cambiado, y lo hashecho muy bien, de ti no sospecharán más. Túpronuncias bien su erre. ¿Cómo lo consigues?

—No lo sé.En su aspecto había ahora algo aterrador. Era

como si se hubiese desprendido de sudesesperación y se hubiese convertido en otrapersona, tremendamente práctica.

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XII

Por la mañana temprano se fue. Él permanecióobservando cómo se alejaba hasta quedesapareció. Volvió a estar encerrada en sí misma.Lo sabía: el forastero había gestado algo en ella.Caminó durante mucho tiempo, sorteó losriachuelos y al final encontró un camino abierto yempedrado.

Junto a una de las cabañas había una mujer yTzili se dirigió a ella en la lengua de loscampesinos:

—¿Y tiene pan?—¿Y qué me darás a cambio?—Dinero.—¡Enséñamelo!Tzili se lo enseñó.—¿Y cuánto quieres a cambio?—Dos hogazas.

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La campesina soltó una maldición, entró ysalió enseguida con dos hogazas en las manos. Eltrato se cerró en un abrir y cerrar de ojos.

—¿De quién eres? —La campesina no olvidópreguntárselo.

—De la María.—¿De la María? ¡Puaj! —La campesina

escupió—. Vete, y que no te vuelva a ver por aquí.Tzili abrazó el pan con las dos manos. El pan

estaba caliente y, sólo cuando se hubo alejado deallí, se le saltaron las lágrimas. Por primera vez,después de muchos días, volvía a ver el rostro desu madre, un rostro ya no joven, con el trabajo y elsufrimiento grabados en él. Sus pies se quedaronpetrificados, pero, como en días pasados, sintióque no debía detenerse.

Los árboles ya habían florecido. Y ella saltabade charco en charco sin mojarse. El camino le erafamiliar y ella sorteaba los senderos, acortaba yrodeaba, como cualquier criatura del lugar, con

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agilidad. Llegó al atardecer. Mark estaba sentadoen su sitio. De sus ojos cansados y hambrientosemanaba cierta ofuscación.

—He traído pan —dijo.Mark se despertó:—Pensé que te habías perdido.Enseguida troceó la hogaza, le clavó los

dientes y, sin ofrecerle a ella, empezó a masticar.Tzili le observó un instante: tenía los ojos abiertosy todos sus sentidos puestos en la masticación.

—¿Por qué no lo pruebas tú también? —dijocuando hubo tragado.

Tzili alargó la mano y cogió un pedazo. Notenía hambre. El largo camino la había fatigado. Eldeseo de llorar también se había congelado.Permaneció sentada sin moverse.

Cuando terminó, Mark se pasó la manoderecha por la boca y dijo:

—¡Un cigarro! ¡Si tuviese un cigarro!Tzili no reaccionó.

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—Sin un cigarro, la vida no tiene sentido —añadió.

Luego clavó los dedos en el suelo y entonó unaextraña canción. Tzili recordó la melodía.Después los sonidos se distorsionaron y seconvirtieron en murmullos.

La noche era fría y Mark encendió fuego.Durante su larga estancia en aquel lugar habíaaprendido a hacer fuego con dos piedras depedernal y un hilo de lana arrancado de su abrigo.Tzili se quedó atónita ante tanta destreza. Laansiedad se apartó de su rostro y preguntó en tonopráctico:

—¿Cómo has conseguido el pan? Está reciénhecho.

Tzili le dio una respuesta lacónica.—¿Y no han sospechado de ti?Permanecieron un buen rato junto a la pequeña

hoguera que daba un agradable calor.—¿Por qué no dices nada?

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Tzili agachó la cabeza y una sonrisainvoluntaria hizo que se fruncieran sus labios.

No se le pasaron las ansias de fumar, susdedos temblaban. El pan recién hecho le habíadevuelto por un instante el gusto por la vida, peroenseguida volvió a perderlo. Permaneció un buenrato mordisqueando y masticando briznas dehierba que escupía a los lados. Tenía un semblanteamargo y tenso. Y de cuando en cuando volvía amaldecirse por aquella debilidad que lo teníaesclavizado. Tzili estaba muerta de cansancio y sequedó dormida.

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XIII

Cuando se despertó no abrió los ojos. Sintió que lamirada de Mark estaba clavada en ella. Se quedótumbada sin moverse. La luz de la hoguera no sehabía apagado, lo que significaba que Marktampoco había dormido aquella noche.

Cuando abrió los ojos ya era pleno día. Markdijo: «Has dormido». El sol había salido y laslíneas del horizonte se habían ido abriendo unatras otra hasta las lejanas y brumosas llanuras. Decuando en cuando se veía a un campesinolabrando. «Este es un buen lugar», dijo Mark,«desde aquí se puede observar». Su ansiedad seaplacó y cierta satisfacción, impropia de él,apareció en su rostro. A Tzili le pareció ver en éla uno de los comerciantes judíos que aparecíanpor la tienda de su madre.

—¿Fuiste al colegio? —preguntó Mark.

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—Fui.—¿A un colegio judío?—No. No teníamos. Estudié con un viejo

maestro la Torá y las oraciones.—Qué interesante —dijo—, suena tan lejano,

como si nunca hubiese existido. ¿Y recuerdasalgo?

—La oración del Shemá.—¿Y la recitas?—No —dijo agachando la cabeza.—En mi casa ya no observábamos la tradición

—dijo Mark en voz baja—. ¿Tu familia erapiadosa?

—No, creo que no.—Has dicho que te pusieron un maestro de

religión.—Sólo a mí, porque no iba bien en los

estudios. Mi hermano y mis hermanas eran buenosestudiantes. Ellos se preparaban por libre losexámenes.

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—¡Qué extraño! —dijo Mark.—Yo tenía dificultades con los estudios.—¿Qué importa eso ya? —dijo Mark—, todos

estamos sentenciados.Tzili no comprendió aquella frase, pero sintió

que ocultaba algo malo.—Tú has cambiado —dijo Mark tras una

pausa—, y lo has hecho muy bien, con muchainteligencia. Yo no podría imaginarme un cambioasí en mí mismo. A mí ya no me cambiarían nisiquiera los bosques.

—¿Por qué? —se sorprendió Tzili.—Por cómo soy, cómo decirlo, por mi aspecto,

de los pies a la cabeza, por los gestos, la nariz, elacento, la forma de comer, de sentarme, de dormir,aunque no tenga relación alguna con lo que llamantradición judía. Mi difunto padre se denominaba así mismo hombre libre. Recuerdo que le gustaballamarse así, pero aquí, en este lugar, al ver a loscampesinos arando en el valle, su serenidad, he

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descubierto que yo, cómo decirlo, ya no podríacambiar. Soy un cobarde, todos los judíos son unoscobardes, y yo no me diferencio en nada de ellos.¿Comprendes?

Tzili no comprendía, pero sintió el dolor queemanaba de esas palabras y dijo:

—¿Qué quiere hacer?—¿Que qué quiero hacer? Quiero bajar al

pueblo y comprarme un paquete de tabaco. Ese esmi único deseo. No tengo mayor deseo que ese.Soy una persona muy nerviosa y sin tabaco soy ungusano, o menos aún, no soy nada.

—Yo se lo compraré.—Gracias —dijo Mark avergonzado—, no me

queda limero. ¿Qué podría darte? Te daré unabrigo. ¿Está bien?

—Está bien, está muy bien —dijo Tzili.Resulta que en la guarida de ramas tenía una

mochila llena de cosas. Entonces las extendiósobre la tierra para que se secasen. Eran algunas

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ropas suyas, De su mujer y de sus hijos. Lasextendió despacio, como un comerciante queestuviese exponiendo su mercancía sobre unmostrador.

Tzili se sobresaltó al ver aquellas ropaspequeñas y estrechas, manchadas de restos decomida. Mark las extendió en desorden y emanó deellas un olor a humedad y a sudor rancio.

—Hay que secarlas —dijo Mark en tonopráctico—, si no se pudrirán. Te daré mi abrigo —añadió—. Es bueno, de lana, lo compré antes de laguerra. Espero que a cambio puedas conseguirmetabaco. Sin tabaco me pongo muy nervioso.

Qué extraño, en aquel momento su nerviosismono se notaba nada. Estaba junto a las ropashumeantes, dándoles la vuelta de formaautomática, como si se tratase de alimentosasándose a la brasa. Tampoco Tzili le quitaba ojoa las ropas manchadas de los niños con los bordesencogidos a causa del sol.

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Al atardecer, él dobló la ropa con cuidado yapartó el abrigo destinado a la venta. «Un abrigobueno, casi nuevo», murmuró para sus adentros.

Por la noche no encendió ninguna hoguera. Sesentó y se puso a chupar ramas tiernas,mordisquearlas parece que le calmaba las ansiasde fumar. Tzili, sentada cerca de él, observaba enla oscuridad.

—Yo quería estudiar medicina —recordóMark—. Mis padres no tenían medios paraenviarme a Viena. Me preparé por libre losexámenes de acceso a la universidad, no obtuveunas notas extraordinarias, fueron normales, perome casé muy joven, demasiado joven. Los estudiosno se hicieron realidad.

—¿Cómo se llama su mujer? —preguntó Tzili.—¿Por qué lo preguntas? —se sorprendió

Mark.—Por nada, no sé.—Blanca.

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—Qué extraño —dijo Tzili—, mi hermanatambién se llama Blanca.

Mark se puso en pie. Aquella pregunta habíataponado de pronto el curso de sus recuerdos. Semetió las manos en los bolsillos de los pantalones,sacó pecho y dijo:

—Debes dormir, mañana tienes que ponerte encamino.

Tzili se sobresaltó por su extraño tono de vozy, sin más tardar, se levantó, se alejó de allí y sedejó caer sobre un montón de hojas.

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XIV

Durmió profundamente sin sentir el frío. Cuando sedespertó, ya la estaba esperando una infusióncaliente.

—No he dormido —dijo él.—¿Por qué no duerme?—No puedo conciliar el sueño sin un cigarro.Tzili metió el abrigo en un pequeño saco y se

puso en pie.Mark permaneció sentado junto a la hoguera.

Sus ojos turbios estaban enrojecidos por la faltade sueño. Tocó el saco y dijo:

—Es un buen abrigo, casi nuevo.—Lo cuidaré —dijo Tzili, algo distraída,

mientras se marchaba.«Le traeré tabaco. Se pondrá contento si le

traigo tabaco». Pensar eso la envalentonó. Elverano estaba en todo su esplendor y en los

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campos lejanos, amarillentos, se veían campesinoscosechando. Descendió por la ladera y, al llegar alrío, se subió el vestido y lo cruzó. La luz surgía detodas partes fuerte y clara. Se acercó a las zonascultivadas sin miedo, como si fuesen haciendasconocidas desde hacía tiempo. A cada paso sentíala soltura de la tierra fértil bajo sus pies.

—¿Y tiene tabaco? —se dirigió a una de lascampesinas que estaba en su cabaña.

—¿Y qué me darás a cambio?—Tengo un abrigo —dijo extendiéndolo con

las dos manos.—¿Dónde lo has robado?—No lo he robado, me lo han regalado.Al oír aquella respuesta, salió de la cabaña

una vieja campesina y pregonó a voz en grito:—¡Deja a esa bastarda!Pero la joven, a quien le había gustado el

abrigo, dijo:—¿Y qué más quieres a cambio?

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—Pan y embutido.Tzili regateaba bien. Y tras un tira y afloja

lleno de quejas, acusaciones e improperios, ydespués de tocar el abrigo por todas partes,acordaron dos hogazas de pan, dos filetes y unpaquete de hojas de tabaco.

—¡Ay de ti si el dueño del abrigo viene areclamárnoslo! Te mataremos —le advirtió laanciana.

Tzili metió los productos en el saco y, sincontestar, se marchó de allí.

A la vuelta, Tzili se sentó y metió los pies enel río. Era pleno día y del bosque sólo salíasilencio. Permaneció un buen rato sentada sinmoverse de allí, al final se dijo: «Mark está tristeporque no tiene tabaco, ahora, cuando lo tenga,estará contento». Pensar eso la hizo ponerse en piey echar a correr, sorteando los caminos paraacortar.

Llegó al atardecer. Mark agachó la cabeza,

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como si estuviese recibiendo una gran noticia queno se merecía. Cogió el paquete de hojas, lo palpóy lo olió. Y, sin perder tiempo, se lió un cigarrocon papel de periódico. Una alegría vacilanteinundó sus labios. En el campo de concentración,la gente se peleaba por una colilla más que por unpedazo de pan. Entonces se puso a hablar de losdías pasados en el campo, como quien tieneintención de regresar allí.

Por la noche volvió a encender la hoguera.Comieron y bebieron la infusión de hierbas. Markhabía encontrado algunos troncos secos queardieron muy bien y produjeron un agradablecalor. También el viento era suave y, sin querer,trajo consigo sombras ligeras que estaban más alláde aquella vegetación. Al parecer, aquello afectóíntimamente a Mark. Sin previo aviso, se echó allorar.

—¿Qué ocurre?—Me he acordado.

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—¿De qué?—De todo lo que me ha pasado este último

año.Tzili se puso en pie. Quería decir algo, pero

las palabras enmudecieron en su boca.—Le traeré más tabaco —dijo finalmente.—Gracias —dijo—. Yo estoy aquí, comiendo

y fumando, mientras todos están allí. Quién sabedónde. —Su rostro gris se ensombreció y unaespecie de mancha amarilla apareció en su frente.

—Todos regresarán —dijo ella sin saber loque decía.

Aquellas dos palabras lo tranquilizaron derepente. Le preguntó por el camino y por elpueblo, y también cómo había conseguido comprarcomida además de tabaco y qué decían losaldeanos.

—Están tranquilos —dijo Tzili en voz baja.—¿Y de los judíos no han dicho nada?—No.

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Permaneció unos instantes acurrucado sinmoverse. Sus ojos turbios, enrojecidos por falta desueño, se fueron cerrando. De repente cayó alsuelo y se quedó dormido.

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XV

Desde entonces salía cada semana y volvía conprovisiones de la llanura. Estaba tranquila, comoquien hace lo que debe sin palabras superfluas.Solía bañarse en el río y al regresar, su cuerpoexhalaba un olor a agua fresca.

Le contaba sus incidentes en la llanura: unacampesina borracha había intentado pegarle, uncampesino le había azuzado a un perro, untranseúnte había intentado robarle las cosas quellevaba para vender. Lo contaba con sencillez,como quien cuenta experiencias de la vidacotidiana.

Hacía buen tiempo, las lluvias eran escasas, yellos se pasaban horas junto a la hoguera tomandouna infusión y escuchando el bosque. Mark dejó dehablar del campo y de las atrocidades. Ahorahablaba de las ventajas de aquel lugar alto y

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alejado. Y una vez dijo: «El aire aquí es muy puro,¿sientes lo puro que es?». Pronunció la palabrapuro con una secreta alegría.

—¿Qué significa que no es de este mundo? —preguntó una vez Tzili.

—¿No lo entiendes?—No.—Es muy sencillo: que no es de este mundo,

que es agradable, fuera de lo normal.—¿De Dios? —lo complicó aún más.—No precisamente.No siempre era así. A veces no ocultaba una

rabia contenida. «¿Qué te ha pasado? ¿Por qué hastardado tanto?». Al ver las provisiones recuperabael ánimo. Al final le pedía perdón. Ella ya no letenía miedo.

Fue cambiando de día en día. Se pasaba horasobservando la vegetación que crecía salvaje demil colores. El verano en la montaña le fascinaba.A veces cogía una flor y murmuraba: «¡Qué

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belleza! ¡Qué sencillez!». Hasta las hierbassilvestres le emocionaban. Y una vez dijo comohablando consigo mismo: «En las casas judíasnunca hay tiempo, siempre hay agitación, siemprehay algo importante que hacer. ¿Para qué?». Habíacierta cadencia en su voz, una cadencia triste,desprovista de amargura.

Los días fueron pasando y no se apreciabanada sospechoso. El silencio era cada vez másprofundo. Los campos ya se habían cosechado ylas plantaciones estaban en plena recolección, y apesar de todo, Mark decidió escavar una guaridaen la tierra por si llegaban malos tiempos. La ideale vino de repente, al mediodía, y al instante se fuea buscar un sitio apropiado, junto a una lomacubierta de zarzas. En la mochila tenía un sencillocuchillo de cocina. El utensilio casero, mellado detanto uso, encendió en él las ansias de actividad.La primera tarea: escavar. El trabajo le cambióenseguida la cara. Dejó de hablar, como si su vida

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provisional hubiese encontrado un objetivo.Semana tras semana bajaba Tzili a la llanura y

volvía no sólo con embutido y pan, sino tambiéncon vodka. Todo a cambio de la ropa que Mark ledaba como sin prestar atención. Sus prontos nocesaron, pero tan sólo eran breves arrebatos deira. La constante actividad lo convirtió al final enun hombre tranquilo.

Una vez le dijo a Tzili:—Mi difunto padre sentía un amor desmedido

por la lengua alemana. Tenía un cariño especialpor los verbos irregulares. Se los sabía todos. Y amí me exigía una pronunciación perfecta.Recuerdo las clases de alemán con mi padre comouna pesadilla. Yo siempre me confundía y él,movido por su celo, no me perdonaba. Tenía quememorizar escribiendo lo mismo una y otra vez.Mi madre sabía alemán bastante bien, pero noperfectamente, y mi padre se enfurecía y corregíasus fallos delante de la gente. Un error gramatical

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le sacaba de sus casillas. En provincias, el celopor el alemán era aún mayor que en las grandesciudades.

—¿Qué es provincias? —preguntó Tzili.—¿No lo sabes? Gente como nosotros, no del

centro, un lugar donde no hay instituto, ni teatro. —De pronto se echó a reír—: Si mi difunto padresupiera lo que están haciendo ahora los portadoresde su cultura, diría: «Imposible, imposible».

—¿Por qué «imposible»?—Porque era una palabra que utilizaba con

mucha frecuencia.Tras varios días de trabajo lento, constante y

tenaz, Mark tuvo en sus manos una pala, una palafuerte. El utensilio que había tallado lo fascinabatanto que no dejaba de tocarlo. Estaba de buenánimo y le hablaba a Tzili de los extrañosmaestros que contrató su padre para enseñarlematemáticas y latín. Casi todos jóvenes judíos,errantes, que no habían conseguido terminar los

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estudios universitarios, vagabundos, que al final seacabaron liando con alguna chica, normalmente nojudía, y a los no quedó más remedio que despedir.Mark lo contaba despacio, describía sus gestos,sus debilidades, su adicción a la bebida. Tzilicomprendía mejor ese lenguaje. De cuando encuando, ella preguntaba y Mark le contaba contodo detalle.

Luego trabajaba sin descanso varios díasseguidos. A veces la lluvia complicaba el trabajo.Mark se enfadaba. Era un enfado pasajero. Eltrabajo extenuante le dio un aspecto de obrero.Tzili dejó de preguntar y Mark dejó de contarlecosas.

Tras una semana de trabajo, la estructuraquedó firmemente asegurada dentro de la tierra. Yeso era lo que se necesitaba para los días fríos delotoño, un refugio para el frío de la noche. Markopinaba que no llegarían hasta allí, pero que eramejor tener precaución. Tzili se dio cuenta de que

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Mark utilizaba cada vez más la palabra«precaución».

Los últimos arreglos los realizó sin algazara.Una discreta alegría empapó su frente y sus manos.Entonces ella se percató: su cara se habíabronceado y sus brazos, en los que creyó verdebilidad, se habían cubierto de músculos. Parecíaun obrero capaz de disfrutar con su trabajo.

«¿Qué ocurrirá cuando hayamos vendido todala ropa?», aquella idea, que se le pasaba a Tzilipor la cabeza, no parecía preocupar a Mark. Élestaba tan contento con la guarida que repetía sincesar: «La guarida es buena, es cómoda, resistirálas lluvias».

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XVI

Después llegaron días fríos y nublados y Markempezó a beber cada vez más vodka. Su rostrobronceado fue perdiendo el color. Se sentaba ensilencio. A veces hablaba consigo mismo como siella no existiera. Cuando Tzili regresaba de lallanura, él preguntaba: «¿Qué has traído?». Sivolvía con vodka, no decía nada, pero si no eraasí, decía: «¿Por qué no has traído?».

Por la noche su voz era más fuerte ymurmuraba frases largas y farragosas. Tzili noentendía nada, pero sentía que Mark vivía ahora enotro mundo, en un mundo donde había mucha gente.Se pasaba días y días bebiendo. Su cara se fueconsumiendo, pero su esquelética delgadezconservaba una cierta robustez. El día y la nochese le mezclaban. Se quedaba dormido en pleno díay se iba muy tarde a descansar. Una vez se dirigió

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a ella en mitad de la noche y le dijo:—¿Qué haces aquí?—Nada.—¿Por qué no bajas al pueblo? Las

provisiones se están acabando.—Ahora es de noche.—Entonces —dijo—, esperaremos la luz,

esperaremos la luz.«Está triste, está borracho», murmuraba para

sus adentros. «Si le traigo tabaco y vodka secalmará». Desde entonces no se atrevió a regresarsin vodka. Varias veces se quedó a pasar la nocheen el bosque por miedo a volver sin alcohol.

Decía muchas cosas extrañas y amargas poraquella época. Tzili se sentaba cerca y loobservaba: era como si unas manos extrañas lohubiesen asaltado y moldeasen; a veces serevolcaba en su vómito como un jornalero prófugo.Perdió su aspecto de obrero, como si jamás lohubiese tenido.

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Y una vez estaba tan borracho que gritó: «Sihubiese estudiado medicina, yo no estaría aquí,¡estaría en América!». En su mochila habíaalgunos libros con los que, en su momento, sehabía preparado los exámenes de acceso para laUniversidad de Viena. Y una vez, cuando ella creíaque ya se había calmado, soltó de pronto con unapotente voz: «¡Los judíos! El comercio les hahecho perder la razón. Se puede estafar durante unaño, se puede estafar durante cien años, pero nodurante dos mil». Llevado por la embriaguez,gritaba, declamaba, cortaba frases y volvía ahilvanarlas.

En su fuero interno, sabía que Mark estabaluchando con muchas personas y, aunque eranlejanas y desconocidas para ella, Tzili teníamiedo. Había cierta fuerza en sus huesudasmejillas. Cuando regresaba de la llanura, ella oíasu voz a lo lejos desgarrando el silencio.

Y de nuevo, cuando creía que se había

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calmado un poco, la atacaba por sorpresa:—¿Por qué no estudiaste francés?—En el colegio no estudiábamos francés,

estudiábamos alemán.—¡Qué barbaridad! ¿Por qué no se estudiaba

francés?. ¿Y sabes alemán? Tú hablas una jergaque no me gusta nada, me saca de quicio. Sinidioma no hay cultura. Si hubiesen estudiadoidiomas, las cosas habrían sido de otro modo.¿Prometes estudiar?

Luego empezó a llover y Mark se arrastróhacia la guarida. El aire era mareante, las palabrasque había soltado siguieron resonando durantemucho tiempo en el espacio. Y Tzili, sin saber loque hacía, se acercó a la guarida y gritó con vozdulce: «Soy yo, Tzili, no se preocupe, mañanatraeré vodka y embutido».

El otoño se volvió más luminoso y un sol frío ypuro brilló sobre su morada provisional. El ánimoturbio de Mark se despejó y dejó de maldecir.

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Realmente no abandonó la bebida, pero poraquellos días no le volvía irascible. A vecesdecía: «Se me ha olvidado lo que quería decir».Una débil sonrisa iluminaba su rostro sombrío.Asuntos lejanos, olvidados y dolorosos, seguíanpreocupándole, pero ya no de una forma tanlamentable como antes. Ahora hablaba condelicadeza de la necesidad de estudiar idiomas, detener una profesión liberal y salir de provincias,pero ya no la reprendía.

Hablaba del próximo invierno como de unafrontera y decía que al otro lado había esperanza.Tzili sentía que Mark estaba absorto en sí mismo.De cuando en cuando concluía: «Hay esperanza, lahay».

Y una vez la interrogó sobre sus estudios dereligión. En aquellos momentos, su vida familiar leresultaba a Tzili tan lejana y difusa como si nuncahubiese existido. De camino a la llanura pensabamucho en María, cuyo nombre había adoptado sin

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pretenderlo. Era guapa, eso no lo dudaba nadie, ytambién sus hijas descarriadas eran guapas, igualque la madre. No en vano el hermano menor deTzili se había metido en aquel lío.

A fuerza de pensar en María, sus rasgos se lemostraban cada vez más nítidos. Una mujer alta yorgullosa que entregaba su cuerpo, pero sin perderel control. Cuando sus hijas crecieron, adoptaronlas maneras de su madre y fueron igual deintrépidas.

A él no le habló de María, como tampoco lehabló de Katerina. Su femineidad había brotado enella con una extraña dulzura. Las heridas no sehabían curado, pero sus miembros se redondearon,se llenaron de vigor, y caminaba sin dificultadincluso cargando con un saco lleno.

«¿Cuántos años tienes?», le había preguntadoen la época de las borracheras. Ahora estabaarrepentido. Su rostro volvió a tener una expresiónde prudencia. La alegría de Tzili era infinita:

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«Mark ya no me gritará más». Por alguna razón,creía que era la nueva bebida, que los campesinosllamaban Slivovitz, lo que le calmaba.

Parecía que los buenos días del verano estabana punto de volver, pero sólo fue una ilusión. Markdeseaba ahora una mujer. Se ocultaba aquel deseoincluso a sí mismo, instaba a Tzili a que bajase ala llanura. Su presencia floreciente turbaba sussentidos.

Y mientras Tzili estaba pensando cómo ydónde conseguirle la nueva bebida relajante, Markdijo: «Te quiero». Tzili se sorprendió, pero no deltodo. Las últimas noches habían sido frías y elloshabían dormido juntos en la guarida. Entre elloshabía una cálida y oscura intimidad. Dormían hastatarde.

Tzili se quedó con la boca abierta, la voz deMark le era familiar, pero le sonó algo distinta.

Mark alargó los brazos y rodeó sus caderas. Elcuerpo de Tzili se contrajo de pronto entre sus

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brazos. «¿No me quieres?», murmuró él. Cuantomás se pegaba a ella, más se encogía su cuerpo.Pero él estaba decidido y, sin más dilación, lequitó el vestido. «No», fue lo único que pudobalbucir. Pero ya era demasiado tarde. Después, sesentó y acarició todo su cuerpo. Todo tipo depalabras susurrantes y extrañas salieron de la bocade Mark. Por alguna razón, volvió a hablar de lasventajas de aquel lugar, de los hermosos pantanos,de los montes y del aire puro. Las palabrasrecorrieron el cuerpo desnudo de Tzili como unaagradable brisa.

Desde entonces permanecieron tumbados en laguarida. Llovía sin cesar, pero ellos, por elmomento, estaban bien protegidos. Mark bebíamucho. Estaba pletórico de felicidad y queríadividir esa felicidad en partes, preservarla. Decuando en cuando salía para cerciorarse de quefuera había oscuridad, frío y humedad.

«¡Cuéntame! ¿Por qué no me cuentas nada?», la

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apremiaba. Realmente, él sólo quería oír su voz.La colmó de palabras durante los días quepermanecieron en la guarida. Estaba como loco.Tzili aceptó la felicidad sin algazara. En su fuerointerno se alegraba de que Mark la quisiese.

La comida se fue acabando. Tzili postergabasu partida día tras día. Se encontraba bien en esadensa oscuridad, había cogido el gusto a la bebiday, cuanto más bebía, más perezosos se volvían susmiembros. «Yo iría gustoso, pero los campesinosme apresarían», se justificaba Mark. Y, entretanto,la lluvia y el frío fueron encerrándoles. Seacurrucaban el uno contra el otro y protegían suasustadiza felicidad.

Imágenes lejanas, hambrientas y malvadasirrumpían de vez en cuando e invadían porcompleto la guarida. Tzili no conocía a aquellaspersonas consumidas y amargadas. Mark salía,cortaba algunas ramas con el cuchillo de cocina,tapaba las grietas y lanzaba maldiciones a los

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cuatro vientos, a veces parecía que conseguíaexpulsarlas. A medida que arreciaban las lluvias,la lucha se volvía más encarnizada. Día a día lassombras iban en aumento. Tzili intentabatranquilizarlo, pero era inútil, su felicidad estabasiendo atacada desde todos los flancos.

—Basta, bajo yo —informó Mark.—No, bajo yo.La llanura turbia y lluviosa arrastraba a Mark.

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XVII

Posponían la separación día tras día. Habíanaprendido a racionar lo que quedaba y amantenerse juntos también en las estrecheces. Élbebía sólo una vez al día y fumaba sólo dos veces,medios cigarros. Volvió a sus dedos el ligerotemblor propio de alguien a quien le falta elalcohol. De no haber sido por las numerosassombras, que no se cansaban de asediar suescondite provisional, su pequeña felicidad habríadurado más tiempo.

Cuando los vientos arreciaron, él salió y gritó:«Por favor, estáis invitados a entrar. Tenemos unaguarida estupenda. Lástima que no tengamospasteles, habríamos organizado un banquete».Aquellas palabras calmaron a los vientos, pero nopor mucho tiempo.

Después dijo: «No hay nada que hacer,

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tendremos que bajar. La muerte no es tan terriblecomo quiere parecer. Al fin y al cabo una personano es un gusano. Sólo hay que superar el miedodenigrante». Esas palabras no animaron a Tzili. Lalluviosa y turbia llanura se había vuelto cada díamás aterradora. Ahora parecía que no eran sólolos campesinos quienes habitaban allí, sinotambién su padre, su madre y sus hermanas.

De imprevisto, la realidad se mostró tal ycomo era. Por las paredes de la guarida empezó afiltrarse humedad. Al principio unas gotas y luegoagua a chorros. Mark trabajó sin descanso parasellar las filtraciones. El trabajo le distraía parano pensar constantemente en las numerosassombras que acechaban por los alrededores. Decuando en cuando agitaba la pala contra ellascomo si estuviese espantando aves carroñeras.

Una noche, mientras estaban acostados en laoscuridad, pegados el uno al otro a causa del frío,la tormenta se precipitó dentro y un torrente de

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agua inundó la guarida. Mark estaba convencidode que ellos, los que acechaban en los árboles,habían sido los causantes. Salió y gritó:«¡Criminales!».

Desde entonces permanecieron junto a losárboles, escrutando de lejos las laderas grises ytemblando. Y, cuando parecía que la lluvia fina,continua y penetrante no iba a cesar jamás, lasnubes se disiparon y un sol redondo surgió en elcielo.

—Lo sabía —dijo Mark.Si Tzili hubiese dicho, «bajo yo», tal vez le

habría permitido bajar. Tal vez la habríaacompañado. Ella no dijo nada. Tenía miedo de lallanura. Como ella no dijo nada, Mark dijo:

—Bajaré yo.Entretanto, prepararon una pequeña hoguera y

tomaron una infusión. Mark estaba agitado.Hablaba con palabras rebuscadas y fuertes sobrela necesidad de cambiar, de adaptarse a las

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condiciones del lugar y de no tener miedo. Elmiedo destruye al hombre. La determinación de losdías en que construyó la guarida volvió a su rostro.Tal vez incluso con más fuerza: bajar y no tenermiedo.

—No bajes —dijo Tzili.—Debo salir e inspeccionar el terreno, aunque

sólo sea por seguridad. ¿Quién sabe lo que nosestán preparando los aldeanos? Puedensorprendernos. No quiero que nos sorprendan.

Tzili no comprendió a qué se refería, pero laspalabras rebuscadas y fuertes, que antes le habíandado seguridad, empezaron a sembrar en ella lainquietud y después la angustia. Habló dereconsideración, de estimación, de engaño, decamuflaje. Tzili no entendió ni una palabra, perointuyó que estaba hablando de otro mundo.

—No bajes —lo sujetó.—Tienes que comprenderlo —dijo en tono

suave—, si se supera el miedo, todo parece

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distinto. Estoy feliz por haber superado el miedo.Siempre me ha torturado de una forma denigrante,comprendes, de la forma más humillante, ahora yosoy libre.

Después aún siguieron sentados un buen rato.—Bajo yo —dijo Tzili—. A mí me conocen, a

mí no me ocurrirá nada malo.Pero Mark estaba decidido:—Esta vez bajo yo.Y bajó.

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XVIII

Se alejó rápidamente y unos instantes despuésdesapareció. Ella permaneció sentada, inmóvil, ysintió que el silencio de alrededor ibaenvolviéndola. El firmamento fue cambiando decolor y un escalofrío recorrió las extensas laderas.

Se levantó y se metió en el escondite. Laguarida estaba oscura y caliente, la mochila estabaa un lado. Durante los últimos días, Mark se habíaolvidado de la guarida por completo. «Unapersona no es un topo, dormir así es denigrante».Utilizaba mucho la palabra «denigrante», quepronunciaba con un extraño acento, posiblementealemán.

Las horas pasaron y sus pensamientos sefueron centrando en el camino que debía recorrerMark. Ante sus ojos él subía y bajaba por elmismo sendero que ella había tomado, también lo

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veía pasando junto a la misma cabaña donde ellahabía cambiado ropa por embutido. La imagen eratan clara que tenía la impresión de estar tambiénallí, a su lado.

Por la tarde encendió la hoguera y se dijo: «Leprepararé a Mark una infusión. Le gusta mucho».

Mark tardaba en volver.«No te preocupes, volverá», repitió la frase

que había oído en casa. Pero, cuando empezó aoscurecer y vio que Mark no regresaba, salióalarmada de su madriguera. Bajó al río y fregó losplatos. El agua fría alejó por un instante supreocupación. Extendió un trapo en el suelo.

Cayó la noche. Los días pasados en compañíade Mark habían mitigado su miedo a la noche.Ahora volvía a estar sola. Oyó la voz de Mark:«Una persona no es un gusano. La muerte no es tanterrible como quiere parecer». En ese momento,aquellas palabras iban acompañadas por unaespecie de música militar. Como en su infancia, el

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Día de la Independencia, cuando el ejércitoorganizaba desfiles y la banda atronaba con lastrompetas. El sonido ensordecedor le devolvióalgo de seguridad. Mark tardaba en volver.

Entonces sintió que el olor familiar queenvolvía aquel lugar se estaba desvaneciendo, yque un aire puro, cargado de frío, iba ocupando susitio. Se le ocurrió que, si sacaba la mochila yesparcía las ropas sobre la tierra, volverían losolores familiares y quizá Mark también podríasentirlos. Al instante se levantó, la sacó y lasesparció. De las ropas de colores, arrugadas yhúmedas, emanó un fuerte olor a cerrado.

«Se ha perdido, sin duda se ha perdido». Seaferró a esa frase como a un ancla. Se le doblaronlas piernas al lado de la ropa. Era ropa de niño,estrecha y encogida por la humedad, con manchasde comida y desgastada por los bordes. Se apartópara escuchar el susurro de los objetosinanimados. No oyó nada. Desde las cabañas

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lejanas, dispersas entre los pantanos, llegaronladridos entrecortados. Pasada la medianocheempezó a caer una lluvia fina y ella volvió a meterlas cosas en el refugio. Al hacer eso se estimuló sumemoria. Se acordó de los primeros días, antes dela guarida, cuando le traía tabaco y él liaba lashojas picadas con papel de periódico. Recordócómo recuperaba su semblante normal y secalmaba el temblor de sus dedos.

La lluvia cesó, pero los vientos arreciaron einclinaron los árboles con amplios movimientoscirculares. Tzili se metió en el refugio. Estabacaliente e impregnado de olor a tabaco. Respiróaquel olor.

Se quedó sentada en la oscuridad pensando enla mujer de Mark. Él no hablaba mucho de ella.Una vez, incluso percibió cierto tono de quejahacia ella. Por alguna razón, se la imaginaba alta ydelgada, y protegiendo a sus hijos con el abrigo.Sentía cierta afinidad hacia ella.

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XIX

Al día siguiente tampoco regresó. Ella permanecióen la ladera expuesta al viento. Era una laderaabrupta, escarpada y llena de charcos. En aquelmomento sintió que la energía había abandonadosu cuerpo.

Se pasaba horas preparándose palabras, paraque estuviesen listas en su boca cuando élregresara. «Mark, ¿dónde has estado? Estaba muypreocupada. Aquí tienes una infusión, seguro queestás sediento». No preparó muchas palabras, sóloun puñado que repetía en un orden concreto y en untono que le resultaba solemne. La repetición laadormecía, luego se despertaba alarmada y seacercaba a la guarida. Las paredes de la guarida sehabían derrumbado, el fino techo se habíadesplomado y en el suelo bullía un charco gris. Unviento gris soplaba en su interior. En aquel

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momento era el único lugar al que podía dirigirse,todo lo demás era aún más desconocido.

Los días siguieron pasando lentos y pesados.Tzili no se movió de allí. Una vez salió una voz desu interior: «Mark». La voz se deslizó resonandopor la ladera. Nadie respondió.

De un día para otro cambiaron los vientos yllegaron los del invierno, finos como cuchillosafilados. La hoguera ardía, pero no calentaba. Elcielo se cargó de nubarrones. Tzili rezaba mucho.Tenía siempre en los labios la misma oración:«Dios mío, devuélveme a Mark. Si me devuelves aMark, iré a los pueblos y no holgazanearé».

¿Cuántos días desde su partida? Al principiolos contaba, pero luego perdió la cuenta. A vecesveía a Mark luchando con los campesinos ylanzándoles los palos afilados que en su momentohabía preparado para las paredes de la guarida. Aveces parecía cansado y abatido, tal y como lehabía visto por primera vez, de un color blanco

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grisáceo. «El hombre no es un gusano», recordaba,y hacía un esfuerzo por levantarse y mantenerse enpie.

Durante días no probó bocado. De cuando encuando encontraba algunas manzanas silvestrespodridas. Se alimentaba de raíces, que en aquellaestación eran jugosas y dulces. «Me iré», decía,pero no se iba. Se pasaba horas observando: laladera a cuyos pies se ramificaban las llanuras, losdos pantanos, el refugio y la mochila. Volvía aextender las ropas, pero Mark no respondía a esallamada.

Cuando por fin se decidía a abandonar aquellugar, le parecía oír pasos. «Un poco más», decía.«La muerte no es tan terrible como parece». Aveces el frío la asediaba con dulzura. Cerraba losojos, se acurrucaba y esperaba a que una manofuera a sacarla de allí. Nadie iba. Los vientos delinvierno azotaban sin cesar desde todas partes.«Me iré», dijo poniéndose la mochila a la espalda.

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La mochila estaba cargada de humedad y a cadapaso que daba sentía que la carga era demasiadopesada para ella.

—¿No habrán visto a un hombre? —preguntócon imprudencia a una campesina que estaba en laentrada de una cabaña.

—Aquí no hay hombres, todos han sidomovilizados para la guerra.

—¿De quién eres?—De la María.—¿De qué María?Al no dar más detalles, la campesina

comprendió de quién se trataba, se echó a reír ydijo:

—Vete, vete ya. Que no te vuelva a ver poraquí.

Ofrecía ropa y a cambio recibía pan. «Si meencuentro con Mark, le diré que tenía hambre. Nose enfadará conmigo». El ajetreo y la mochilasobre su espalda le resultaban más pesados cada

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día, pero no se desprendió de ella. El calorhúmedo se pegaba a su espalda. Caminaba deárbol en árbol. Por alguna razón, creía que junto aalgún árbol encontraría a Mark.

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XX

Llegó la nieve y ella se vio obligada a ofrecersepara trabajar. El ajetreo del camino la habíadebilitado. En un instante perdió la libertad y seconvirtió en una sirvienta.

Por aquel entonces los alemanes se batían enretirada, pero allí, donde estaba Tzili, era plenoinvierno y la nieve caía sin cesar. Los campesinosla tenían esclavizada. Limpiaba el establo,ordeñaba, pelaba patatas, fregaba los cacharros,recogía leña en el bosque. Por la noche, lacampesina murmuraba: «¿Sabes de quién eres?Debes expiar tus faltas. Tu madre corrompiópueblos enteros y, si sigues su camino, a ti tegolpearemos sin piedad».

En más de una ocasión salió de la cabaña conel deseo de quedarse dormida sobre la nieve. Lanieve se negaba a acogerla. Ella volvía a sus

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penalidades derrotada y humillada. Una tarde, alregresar del bosque, oyó una voz.

—Tzili —llamó la voz.—Soy yo —dijo Tzili—. ¿Quién eres?—Soy Mark, ¿no te habrás olvidado de mí?—No —dijo Tzili asustada—. Te estoy

esperando. ¿Dónde estás?—No muy lejos, pero no puedo salir de mi

escondite. La muerte no es tan terrible comoparece. Sólo hay que superar el miedo.

Se despertó. Ya tenía los pies congelados.Desde entonces, Mark aparecía con cierta

frecuencia. Probablemente, Tzili había asimiladosu desaparición, pero no del todo. Él la sorprendíaen cada rincón. Ella lo sentía cerca, revoloteando,el mismo de siempre, sólo que más delgado yobligado a permanecer en su escondite. Y una vezoyó claramente: «No tengas miedo. Después detodo, es un tránsito sencillo». Esas revelaciones leinfundían cierto calor. Y por la noche, cuando la

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vara o la soga caían sobre su espalda, se decía:«No importa, Mark me salvará en primavera».

Mientras el invierno continuaba duro y cruel,sintió que su vientre había cambiado y estaba unpoco hinchado. Al principio le pareció un cambiosin importancia. Pasados unos cuantos días, locomprendió: Mark estaba dentro de ella.

Aquel descubrimiento la asustó. Se acordó desu hermana Yetti, que a los dieciséis años seenamoró de un joven oficial moravo. Todos seenfadaron con ella, y no por haberse enamorado deun gentil, sino por las relaciones demasiadoíntimas que mantenían y que un día la harían caeren la trampa. Y, efectivamente, resultó que aqueloficial era un libertino y un bebedor y, si nohubiesen trasladado al batallón a un lugar lejano,la historia habría terminado muy mal. El asuntoquedó como una herida en el corazón de lahermana. En la casa, aquello se mencionaba, juntoal resto de los asuntos dolorosos, en voz baja y

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con medias palabras. Y probablemente, pese a queera muy joven, Tzili supo atar cabos, aunque sincomprenderlo del todo.

Ahora ya no cabía duda: estaba embarazada.La campesina para la que trabajaba de criada sedio cuenta enseguida: «Está preñada y bienpreñada. Lo sabía, no es una inocente corderita».

Una vez pasado el primer susto, Tzili sintiócon asombro una extraña fortaleza en su cuerpo,trabajaba hasta muy tarde por la noche sin que ladebilidad hiciese mella en ella. Sacaba fuerzas delaire, de la leche fresca y de la esperanza de quepronto llegaría el día en que anunciaría a Mark quellevaba un niño en sus entrañas, un niño suyo. Nocalculó las complicaciones, por supuesto que no.

Mientras tanto, la campesina la golpeaba sinpiedad. Era vieja, pero robusta, y le pegaba condevoción. No eran golpes iracundos, sino paloscaritativos. Desde que descubrió lo del embarazo,los golpes fueron a más. Como si pretendiera

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arrancarle al niño de las entrañas.El infierno y el paraíso se entremezclaron.

Cuando salía al prado o recogía leña en el bosque,sentía la cercanía de Mark aún más que cuandoestaban juntos en la guarida. Ella le hablaba consencillez, como se hace mientras se trabaja. Eltrabajo no acallaba la voz de Mark. Su voz eraclara y sin artificios: «En primavera volveré, enprimavera terminará la guerra y todos volverán».

En una ocasión, ella se atrevió a preguntar:—¿Tu mujer no se enfadará conmigo?—Mi mujer —dijo Mark— es muy tranquila.—Yo —dijo Tzili— quiero a tus hijos como si

fuesen míos.—Entonces —dijo Mark con práctica

amabilidad—, sólo tenemos que esperar a queacabe la guerra.

La campesina la golpeaba como a un animalindomable, con ira y furia desbordada. Alprincipio, Tzili gritaba, se mordía los labios. Con

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el tiempo dejó de gritar. Encajaba los golpes conlos ojos cerrados, como quien sabe cuál es lasuerte que le ha tocado.

Una noche le arrancó la soga a la campesina delas manos y dijo: «No soy una bestia, soy unamujer». Aquella osadía debió de sorprender tantoa la campesina que paró. Pero enseguida serepuso, le quitó la soga y se lió a puñetazos conella.

Era pleno invierno y no había escapatoria.Trabajaba y el trabajo la fortalecía. Ya no le cabíaduda de que Mark volvería en primavera.

Una vez la campesina le preguntó:—¿Quién te ha preñado?—Un hombre.—¿Qué hombre?—Un hombre bueno.—¿Y qué harás con él cuando nazca?—Lo criaré.—¿Y quién lo alimentará?

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—Yo trabajaré, pero no en su casa —le espetócon calma y sin rodeos.

La campesina se encendió de ira.Al día siguiente le dijo:—¡Fuera! ¡No quiero verte más por aquí!

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XXI

Por aquella época se rompieron los grandesfrentes de batalla, por los vastos campos nevadosse arrastraban como ciegos los primerosrefugiados. Tzili se vio atraía hacia ellos como sihubiese comprendido que compartían un mismodestino.

Qué extraño, precisamente en aquel momento,con su nueva libertad, Mark dejó de hablarle.«¿Dónde estás? ¿Por qué no vienes?», se dirigía aél presa de la desesperación.

En una de las trincheras encontró a treshombres. Estaban envueltos de los pies a la cabezaen gruesos y desgastados abrigos. Sus ojosardientes resplandecían entre los harapos convivacidad y un cierto júbilo.

—¿Quién eres?—Me llamo Tzili.

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—Entonces eres de los nuestros. ¿Dónde hasdejado a todos?

—Yo —dijo Tzili—, he perdido a todos.—Entonces ven con nosotros. ¿Qué llevas en

la mochila?—Ropa.—¿Y no tienes pan? —Su voz sonaba

desagradable.—¿Quiénes sois? —preguntó.—¿Es que no lo ves? Somos partisanos. ¿No

tienes pan en la mochila?—No, no tengo —dijo haciendo ademán de

marcharse.—¿Adónde vas?—Voy al encuentro de Mark.—Nosotros conocemos bien esta zona, aquí no

hay nadie. Es mejor que te quedes con nosotros.Nosotros te entretendremos.

—Yo —dijo Tzili abriéndose el desgastadoabrigo— estoy embarazada.

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—Deja aquí la mochila, nosotros lavigilaremos.

—Esta mochila no es mía, es de Mark. Él mela confió.

—No seas insolente. Será mejor que bajes lavoz.

—No tengo miedo. La muerte no es tan terriblecomo parece.

—Descarada —dijo el hombre poniéndose enpie.

Tzili clavó la vista en él.—¿Dónde has aprendido eso? —El hombre

retrocedió un poco.Tzili no se movió. En sus ojos había una fuerza

desconocida.—Vete, perra —dijo el hombre, y volvió a la

trinchera.De allí en adelante la nieve se extendía pura y

vacía. Tzili sintió que el calor se iba propagandopor sus miembros. Caminó a lo largo de una hilera

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de árboles que parecían carentes de raíces yclavados como palos. De cuando en cuandoaparecía un superviviente aterrado, preguntaba poruna dirección o un camino y desaparecía. Tzilisabía que compartían un mismo destino y, a pesarde todo, se alejó de ellos.

Y mientras caminaba sin saber adonde, lasmurallas de nieve comenzaron a temblar. Era elmes de marzo y otros vientos irrumpieron allí.Sobre las laderas empezaron a dibujarse losprimeros trazos marrones, que en poco tiempo sefueron ensanchando.

De pronto lo vio: ahí estaba la montaña,desposeída de todo esplendor y no especialmentealta, la montaña donde Mark y ella habían pasadotodo el verano, y no muy lejos de allí, la ladera y,al lado, el valle que conducía a casa de Katerina.Era como si el mundo se hubiese reducido a unespacio de tierra que se podía abarcar con lamano.

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Se detuvo un instante como si quisieseimpregnarse de aquellos dolorosos enclaves. Ellano sentía ningún dolor.

Mientras estaba absorta en sí misma, se leacercó un refugiado.

—Joven judía, ¿de dónde eres? —dijo.—De aquí.—¿Y no has estado en los campos?—No.—Yo he perdido a todos. ¿Qué debo hacer?—En primavera todos volverán. No me cabe

duda.—¿Cómo lo sabes?—No me cabe duda, puede creerme. —Había

fuerza en su voz. El hombre se quedó petrificadopor la impresión.

—Gracias —dijo, como si le hubiesenofrecido un presente. Y se marchó.

Estaba atardeciendo y sobre las laderasbrillaban los últimos rayos de sol. «Aquí estuve y

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de aquí me iré», dijo, y sintió una ligera punzadaen el pecho. La criatura se agitó en su vientre ensilencio. Las imágenes fueron reduciéndose hastaconvertirse en una mancha. Ahora se imaginaba lossenderos que vivían bajo el manto de nieve. Nohabía ninguna queja en su corazón, sólo nostalgia,nostalgia de la tierra por la que caminaba. Todo,salvo aquel rincón, le parecía lejano y extraño.

Permaneció un buen rato chupando la nieve. Lanieve derretida aplacó su apetito. Los líquidos lasaciaron. Entonces sintió unas ligeras náuseas.

Mientras estaba atrapada entre aquellasimágenes, vio surgir a Mark.

—Mark. —La palabra brotó de su garganta.Mark no se sorprendió. Permaneció inmóvil y

preguntó:—¿Por qué caminas hacia los refugiados? ¿Es

que no sabes que son malos?—Te buscaba a ti, a ti.—A mí no me encontrarás aquí. Yo me alejaré

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de ellos mientras me quede aliento.—¿Dónde estás?—Yo zarpo.—¿Adónde?De pronto una bandada de pájaros se elevó y

atravesó el sombrío horizonte.Tzili dejó la mochila sobre la nieve, sus ojos

despertaron y dijo: «La búsqueda ha sido envano». Era su propia voz, que había vuelto a ella.

—Entonces, ¿me abandonas con estosrefugiados? —Estaba llena de rabia contenida—.Te estoy haciendo una pregunta, contéstame, si nome quieres, no tengo ningún reproche que hacer.Yo te amo. Te preparare-una infusión si tú quieres.La montaña está libre y nos espera. No hay nadieallí, podríamos regresar. Es una hermosa montaña,iré adonde los campesinos y traeré provisiones.No holgazanearé más.

Permaneció un buen rato junto a la mochila. Sedespertó y volvió a quedarse dormida. Y, cuando

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se puso en pie, los vapores calientes ya se habíanalzado de los valles. De vez en cuando se veía aalgún campesino estirándose como después de unprolongado sueño. No se veían refugiados.

—Entonces, ¿me abandonas?Volvió a despertarse en ella el viejo enfado o,

más bien, el débil eco de aquel enfado. Se sentíacomo si llevara hambrienta mucho tiempo. Entornólos ojos, se acarició el vientre y dijo: «Es muyposible que Mark no esté autorizado a salir, por elmomento. Más tarde obtendrá permiso para salir.Uno no es dueño de sí mismo. No puede hacernada».

Las nieves se derritieron y por las cadenasmontañosas descendieron las primeras columnasde refugiados. «Qué extraño», dijo Tzili, «laguerra ha terminado y yo no lo sabía. Seguro queMark sí lo sabía. Seguro que ahora estarácontento». De pronto sintió que su vida se ibaaproximando a alguna otra región, a una región con

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colores diferentes. Oyó a la multitud de refugiadosy aquel rumor torrencial le resultó dolorosamentefamiliar.

Tenía intención de dirigirse hacia la altamontaña donde se había encontrado con Mark.Dirigió sus pasos hacia aquella montaña, pero elcamino estaba embarrado y desistió. «Más tarde»,dijo. «Ya volveré». El tumulto se apaciguó y en elespacio sólo se oía la succión silenciosa de latierra. Las llanuras absorbieron todos los líquidos.

«Gracias, María», dijo, «de no ser por ti yaestaría en el otro mundo. Tengo que darte lasgracias, te lo debo, ¿no es así?». Tzili sesorprendió de las palabras que salieron de suboca.

Por un instante, la envolvió el recuerdo deMaría y, mientras la iba envolviendo, la imagen deMaría fue surgiendo como una talla de la espesaniebla. Alta, robusta, vestida con sencillaelegancia. Cuando llegaba a la tienda, exhalaba un

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olor a calles, cafés y teatro. Jamás ocultaba susopiniones. Sentía cariño por los judíos, no por losmás devotos, esos le resultaban siempredetestables, sino por los judíos liberales, los quevivían en la gran ciudad, los que sabían lo que erala cultura y sabían sacar a la ciudad lo que habíaque sacarle. Evidentemente, la aparición de Maríatambién iba acompañada de cierto temor, ya quetenía contactos con las autoridades de la región,con los recaudadores de impuestos y losresponsables de la policía y de los hospitales. Y,cuando sus hijas crecieron, se amplió su círculo deamistades. No sin escándalos, por supuesto.

Cuando el joven hermano de Tzili tuvo un líocon una de sus hijas, ella cambió de actitud.Amenazó, y no con palabras suaves precisamente,y al final sacó una suma considerable. Tzili seacordó también de eso, pero, a pesar de todo, nose enfadó. «Una mujer orgullosa», se dijo enconclusión.

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Katerina, en cuya casa había pasado dosestaciones completas, utilizaba con frecuencia esaspalabras: «Una mujer orgullosa». También a ellala recordó en aquel momento con cariño.

Y, mientras estaba absorta en sus recuerdos,los refugiados afluyeron como un enjambrehambriento. Por un instante intentó ponerse asalvo, pero ya era demasiado tarde. La rodearonpor todas partes.

—¿Quién eres?—Yo soy de aquí. —Por fin encontró cuatro

palabras.—¿Y dónde has estado durante la guerra?—Aquí.—¿Es que no ves que está asustada? —

intervino uno de los refugiados.—¿Y no has estado en los campos?—No.—¿Y no te apresaron?—¿Es que no lo ves? —intervino de nuevo el

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hombre—, ella no parece judía, se la ve sana.—¡Asombroso! —dijo el otro, y se apartó de

allí.La noticia corrió de boca en boca, pero no

causó ninguna impresión.Más tarde, Tzili preguntó:—¿Habéis visto a Mark?—¿Cuál es su apellido? —preguntó una mujer.Tzili agachó la cabeza. No lo sabía.El frío sol de primavera mostró a las personas

como topos. Una gran mezcolanza de hombres,mujeres y niños. La fría luz resaltó sus ropasandrajosas. La columna se dirigió hacia el sur yTzili echó a andar a su lado. Nadie preguntó dedónde ni adónde. De vez en cuando aparecía uncarro cargado de mercancías y la gente se lanzabasobre él como un enjambre de abejas. Las palabrasconocidas, familiares, ahora le sonaban a Tzilivagas y confusas. Los refugiados no estabancontentos con nada. Se peleaban, se contentaban y

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discutían y, por la noche, caían como sacos.«¿Qué hago aquí?», se preguntó Tzili. «Me

gustan más los ríos y las montañas. El propio Markme dijo que no fuera con ellos. Si me alejara,quién sabe si lo encontraría».

Desde allí, iluminada con la fría luz de latarde, aún podía ver la montaña donde habíadescubierto a Mark. Ahora la guarida estabadestrozada y expuesta al viento. Su voz se quebróde nostalgia. Ningún recuerdo palpitaba en suinterior, tan sólo un suave fluir de nostalgia quemanaba de ella hacia aquel lugar elevado. Lacalma de la noche reinaba sobre las montañas y laadormeció.

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XXII

Siguieron vagando hacia el sur. Los campesinos seapostaban a los lados de los caminos para venderpan, vodka y carne ahumada. La gente pasaba pordelante sin comprar ni intercambiar nada. Duranteaquellos años de hambre se habían deshabituado ala comida. Pero Tzili estaba hambrienta. Vendióuna prenda de ropa y a cambio recibió pan y carneahumada. «Mirad, está comiendo», dijo uno de lossupervivientes. Entonces los observó de cerca:delgados, encerrados en sí mismos y sin palabras.El terror aún no había abandonado sus rostros.

El sol calentaba y la corteza de la tierra sesecó. Sobre las laderas que bordeaban la llanurase vieron los primeros bosques. Ninguna manchanublaba el cielo, sólo había árboles y tranquilidad.La gente avanzaba despacio, absorta en sí misma oadormilada. Apenas se oían palabras. Tzili temía

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más el secreto que cubría sus rostros que laoscuridad de la noche.

No muy lejos de allí, pasaban los prisioneroscargados de grilletes. De cuando en cuando unsoldado disparaba sobre sus cabezas y ellos seagachaban todos a la vez. Nadie los miraba. Lagente estaba absorta en sí misma.

Un hombre se acercó a ella y preguntó: «¿Dedónde eres?». No fue él quien preguntó, sino algoen su interior, como en una pesadilla.

Pero a Tzili se le abrieron los ojos. Oyópalabras que llevaba años sin oír y que con unsusurro acariciaron sus orejas. «Si me encontraracon mi madre, ¿qué le diría?». Ella ignoraba loque ya todos sabían: salvo aquel puñado, no habíamás judíos.

El sol se elevó. La gente se quitó la ropahúmeda, se tendió a lo largo del río y se durmió.Los largos años de guerra y la humedad emanabande sus cuerpos mohosos. El olor no se alteró

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tampoco por la noche. Tzili fue la única que no sedurmió. El sueño de aquella gente la llenó deasombro. Un sueño profundo sobre el que flotabauna cálida brisa. «¿Estarán bien?», se preguntóTzili. Dormían juntos, amontonados, unos cuerposa los que, de pronto, había abandonado el terror.

Tampoco al día siguiente se despertó nadie.«¿Qué estarán haciendo en su sueño?», se preguntósin saber por qué lo hacía. «Me iré», se dijo,«nadie notará mi ausencia. Trabajaré para loscampesinos como hice antes. Si trabajo con ahíncome darán pan, no necesito nada más». Durante todala guerra, en los bosques y en los caminos, inclusoen compañía de Mark, nunca había meditado.Ahora parecía que los pensamientos brotaban porsí solos.

Estuvo a punto de levantarse, de abandonar alos que dormían y de regresar a la montaña dondese había encontrado con Mark. La montaña habíadesaparecido de su vista, pero aún podían verse

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los pantanos. Resplandecían como espejosbruñidos. La nostalgia era fuerte e intensa y tirabade ella como un imán, pero, cuando se puso en pie,sintió que su cuerpo había perdido la agilidad. Suspiernas estaban hinchadas y sus pies, que anteseran ligeros como el viento, se habían vueltopesados. Entonces supo que jamás regresaría aaquella mágica montaña y que todo lo que habíasucedido allí permanecería oculto en su interior.Vagaría de un lugar a otro, pero nunca regresaríaallí. Compartía el mismo destino que losrefugiados que en aquel momento dormían.

Quería llorar, pero el llanto quedó retenido ensu interior. Se sentó, sin moverse y sintió que elsueño de los que dormían se iba apoderandotambién de ella.

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XXIII

Aquel sueño se prolongó durante varios días. Devez en cuando alguien se espabilaba y se estirabacomo intentando despertar. En vano. Como todoslos demás, también él estaba pegado a la tierra.

Tzili abrió la mochila y sacó la ropa para quese secase. Aún quedaban dos vestidos largos, unacombinación, unos pantalones de niño, el cuchillode cocina con el que Mark había preparado elrefugio y dos libros.

Por el largo de los vestidos, Tzili comprendióque la mujer de Mark era alta y delgada, y que losniños debían de tener unos cinco años y tambiénestaban delgados. Además, se fijó en que losvestidos estaban abotonados hasta el cuello, esdecir, que pertenecía a una familia que observabalas tradiciones religiosas. La combinación era lisa,sin ninguna flor.

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Contempló los objetos inanimados como siquisiese hacerlos hablar. De cuando en cuando seacercaba a tocarlos. El silencio alrededor, comodespués de cualquier guerra, era absoluto.

Cuando el hambre la atormentaba, sacaba unaprenda de la mochila y proponía un trueque.Tampoco entonces tenía más reparos de losnecesarios, pero pedía perdón a Mark. En lasúltimas semanas había dejado de disculparse. Lamochila se estaba quedando vacía. «No venderénada más», se dijo, aun sabiendo que de nuevocedería a la primera tentación. «Es un hambrevoraz, Mark lo comprenderá», dijo, mientrasescuchaba la agitación de la criatura que llevabaen su vientre. El niño flotaba placenteramente y devez en cuando daba una patada. «Está vivo», dijocon alegría.

Al día siguiente irrumpió la primavera con unagran profusión de flores. Los dormidos salieron desu letargo. No fue un despertar fácil. Siguieron

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tumbados durante horas pegados al suelo. No erantantos como parecía en un principio, alrededor detreinta.

Tan sólo al mediodía, cuando hizo más calor,algunos comenzaron a levantarse. Estaban tandelgados que, al trasluz, parecían casitransparentes. Un hombre se acercó a ella.

—¿De dónde eres?Preguntó en judeoalemán. Se parecía a Mark,

aunque era más alto y joven que él.—De aquí —dijo.—No comprendo —dijo el hombre—, tú no

has nacido aquí.—Así es —corroboró Tzili.—¿En qué idioma se hablaba en tu casa?—Tratábamos de hablar alemán.—Qué extraño, también en la nuestra —dijo el

desconocido abriendo los ojos de par en par—.Mi abuelo y mi abuela aún mantenían el yiddish. Amí me gustaba mucho esa lengua.

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Tzili no había visto nunca a su abuelo. Suabuelo paterno era rabino en una aldea perdida delos Cárpatos. Vivió muchos años, tantos comoduró la cólera contra su hijo por haber abandonadola ortodoxia y haberse pervertido. Jamás semencionaba su nombre en la casa. Los padres desu madre murieron jóvenes.

—¿Adónde vamos? —dijo el hombre.—No lo sé.—Debo llegar cuanto antes. Mis estudios de

ingeniería fueron interrumpidos a la mitad. Meimagino que las clases empezarán pronto. Ya heperdido bastante y, si no llego a tiempo, puedoperder también la matrícula. Uno está estudiando y,de pronto, estalla una guerra y lo echa todo aperder.

—¿Dónde estuviste durante la guerra? —preguntó Tzili.

—¿Por qué lo preguntas? Con todos, claroestá. ¿Es que no lo ves? —dijo descubriéndose el

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brazo. El número, azul oscuro, estaba grabado enla piel—. Pero no quiero hablar de eso. Siempezara a hablar, no me libraría de todo aquello.He decidido que de ahora en adelante vuelvo a lavida, y para mí la vida significa estudio, o mejordicho, terminar mis estudios. ¿De qué tesorprendes?

—De nada. Sólo estoy mirando.La determinación de aquel hombre desconcertó

a Tzili. Entonces se percató: efectivamentehablaba con calma, pero, mientras lo hacía, sumano derecha se agitaba de forma tajante y depronto caía, como si alguien la cortase al vuelo.

—Siempre he sacado buenas notas —prosiguióel hombre—. Mi media era de nueve. No es fácil.Es cierto. Eso despertaba la envidia de miscompañeros de clase. Pero yo hacía lo que debía.Me gusta la ingeniería. Siempre me ha gustado.

Tzili estaba fascinada. Hacía mucho tiempoque no oía hablar con tanta fluidez, así hablaban

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Blanca, Yetti y su hermano Salo. Siempreagobiados por los exámenes. Aquellas palabraspenetraron por un instante en su memoriacongelada.

—Hay dos exámenes a los que no me pudepresentar —dijo tras una pausa—, y no piensorenunciar a hacerlos. No fue culpa mía.

—No pasa nada —dijo Tzili.—No daré mi brazo a torcer. No fue culpa mía.Por un momento parecía que no estaban en

campo abierto, en plena primavera, después de laguerra, sino en un salón donde servían café y tartade queso y la señora de la casa preguntaba, ¿quiénquiere más café? Un estudiante de vacacioneshablando de sus logros. Tzili se acordó entoncesde su casa, de su hermana Blanca, de su hombroderecho levantado, de los numerosos fascículosamontonados en la mesa.

—Yo no esperaré más —dijo poniéndose enpie—. No tengo tiempo. La gente duerme como si

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el tiempo fuese eterno.—Están cansados —dijo Tzili.—Es inaceptable —dijo el hombre con una

extraña seriedad—. Las pérdidas también tienenun límite. Debo terminar. No dejaré mis estudiosasí. Si llego a tiempo, aún podré matricularme enel segundo semestre.

Tzili no preguntó nada más. A medida que éliba hablando, fueron apareciendo imágeneslejanas, aunque no desconocidas: una persecucióna un ritmo que ni siquiera los años de la guerrahabía conseguido atenuar. El hombre miró a sualrededor y dijo:

—Me voy. No tengo nada que hacer aquí.Tzili recordó que también Mark anunció

tajantemente, junto a la ladera de la montaña, «mevoy». Si ella le hubiese dicho entonces «no tevayas», a lo mejor no se habría marchado.

—Mark —dijo.—No me llamo Mark —dijo el hombre

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volviendo la cabeza—. Me llamo Max, MaxEngelbaum. Recuérdalo.

—No te vayas —dijo Tzili.—Gracias, pero yo no tengo tiempo. No pienso

pasarme la vida durmiendo. Y además, tú ya meentiendes, no quiero permanecer ni un minuto másen compañía de esta gente. —Hizo un gestoextraño, como los oficinistas al levantarse delescritorio. Y sin añadir nada más dijo—: ¡Adieu!

Tzili se percató de que aquel hombre andabacomo la gente que, en los tiempos de paz, sedirigía a la estación de ferrocarril, con un pasorápido que de lejos resultaba algo ridículo.

—¡Adieu! —gritó, como si ya se dispusiese asubir al tren.

El despertar duró unos cuantos días. La gentese sentaba en la ribera del río y lo contemplaba.Las aguas del río eran cada vez más cristalinas ypor encima revoloteaba un ligero resplandor.Nadie bajaba a bañarse. Se debatían en las

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telarañas desgarradas del sueño que estabantiradas en el suelo.

Tzili sintió lo mucho que se había alejado suvida. Si se iba con ellos, se alejaría aún más.¿Dónde estaría Mark? ¿Estaría también siguiendosus pasos o se habría quedado esperando en elmismo lugar? A lo mejor no sabía que la guerrahabía terminado.

Y mientras estaba sentada observando, se leacercó una mujer.

—Necesitas leche —dijo.—No tengo —dijo Tzili, disculpándose.—He dicho que necesitas leche. —Era una

mujer entrada en años, tenía la cara consumida yun hilo de ira tensaba sus labios.

—Me ocuparé de ello —dijo Tzili, paraaplacar su cólera.

—¡De inmediato! Una mujer embarazadanecesita leche. La necesita tanto como el aire pararespirar, y tú sigues ahí sentada. —Como Tzili no

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respondió, se enfadó aún más y dijo—: Una mujerdebe ocuparse de su cuerpo. Una mujer no es ungusano. Por cierto, ¿dónde está el bastardo que teha hecho eso?

—Se llama Mark —dijo Tzili con dulzura.—Entonces, ¡que se ocupe él!—Él no está aquí.—¿Por qué dejaste que se fuera? El criminal

debe pagar sus culpas, ¡no escapará! ¿Quésignifica que no está aquí? ¿Dónde está?

Tzili la miró sin resentimiento. Nadieintervino.

Por la noche llegaron los vientos frescos de laprimavera trayendo sombras de las montañas.Sombras silenciosas que se pegaron a los árbolesy no pronunciaron ni una palabra. Al principioquisieron expulsarlas, pero ellas, por algúnmotivo, se obstinaron en quedarse.

Era una noche luminosa, como hecho apropósito. Podían verse de cerca las sombras,

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respiraban asustadas. «Mirad», gritaron desdetodas partes. Como no se movían, fueron aexpulsarlas a la fuerza.

Su obstinada determinación enfureció a lagente, que ya no cedió por más tiempo.

El combate duró toda la noche. Cuerpos ysombras lucharon con silenciosa violencia. No seoía nada, sólo los puñetazos.

Cuando se hizo de día, se marcharon.La gente no se alegró. La tristeza cubrió su

luminoso día. Tzili no se movió de su rincón. Lapena la abatió también a ella. En aquel momentocomprendió lo que antes no había comprendido:todo lo que había existido no existía ya, nivolvería a existir. Ella permanecería sola consigomisma, sola consigo misma para siempre. Tambiénel niño que llevaba dentro, al estar dentro de ella,sería un solitario igual que ella. Nadie volvería apreguntar de dónde ni cómo y, cuando preguntaran,ella no respondería. En aquel momento quiso más

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a Mark, pero también a su mujer y a sus hijos.Y la mujer, que antes la había reprendido por

no ocuparse de conseguir leche, se sentó envueltaen su abrigo. Qué ternura emanaba de sus ojos,como si no fuese una mujer solitaria, sino unamujer con hijos a los que amaba hasta la locura.

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XXIV

La primavera, estaba en su apogeo, la luz en suplenitud. Algunas personas no pudieron resistirtanta calma y se marcharon, los demás se quedaronsentados en el suelo jugando a las cartas. La viejapasión, reprimida durante tantos años, estalló denuevo: jugar y apostar. La gente se desprendió derepente de los harapos húmedos y adoptó unaexpresión de veraneantes divertidos yprovocadores. Tzili aún no sabía que allí,espontáneamente, estaba surgiendo una nuevaforma de vida.

Las palabras alegres le hicieron acordarse desus padres. Cuando era pequeña, iban en verano auna de las pensiones situadas en la ribera delDanubio. Sus padres no tenían dinero, peroahorraban para poder estar, al menos dos semanas,en compañía de gente que hablase un correcto

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alemán; sin embargo, como hecho a propósito, casitodos a los que encontraban allí hablaban yiddish.Aquello irritaba a su madre. El padre decía:«Están en todas partes. No se puede escapar deellos». Después enfermó y dejaron de ir.Necesitaban el dinero para médicos y fármacos.

Ahora ya nadie hablaba de la guerra. Gastabanel tiempo jugando a las cartas. Es cierto quealgunos se iban a comprar provisiones, peroenseguida volvían a unirse a aquel juego frenético.De vez en cuando alguien se acordaba ypreguntaba: «¿Y ahora qué?». Su intención no erahacer una pregunta. Tan sólo formaba parte de lacharla durante el juego. «¿Qué mal se está aquí?Hay café y tabaco. Una persona puede pasarseaquí toda la vida», se molestaba alguien encontestar. A cierta distancia avanzaban las tropas,soldados de refresco que habían escapado delasedio y galopaban sobre caballos jóvenes. Todosallí admiraban a los rusos, a los voluntarios y a los

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partisanos. Pero no era esa clase de admiraciónque implica acción. «Que luchen los combatientes,la venganza no nos corresponde a nosotros».

Tzili permanecía consigo misma y con loslatidos de su criatura. Las palabras que Mark lehabía dicho durante el tiempo que estuvieron en lamontaña volvían ahora a sus oídos. Las imágenesde la montaña pasaban ante sus ojos como escenasde un ritual. Mark ya no se le mostraba. Se pasabahoras esperándole. «Ya no está». Esa idea prendióen su cabeza y, como una chispa, se apagó alinstante.

Una tarde aparecieron algunos supervivientesy, con ellos, llegó otro tipo de alboroto. Habíauno, de aspecto joven, que hablaba de que lasalvación estaba próxima. Hablaba de laredención de los pecados y de la purificación delas almas. Su voz era agradable. Estaba delgado,pero no era una delgadez aterradora. Algunos lorecordaban del campo como un hombre callado,

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trabajador y atormentado. No podían ni imaginarque tuviera tantas cosas que decir.

A Tzili le gustó aquel hombre y se acercó aescucharlo. Hablaba con moderación, exhortaba,pero sin alzar la voz, como si se estuvieserefiriendo a cosas evidentes. Y por un momentodio la impresión de que, en vez de hablar, cantaba.

Pero a la gente, volcada como estaba en eljuego, aquel aluvión de palabras le molestaba.Primero le pidieron que se fuese a otro sitio. Elhombre se disculpó y dijo que su cometido era tansólo decir lo que le habían dicho a él y que, si loque había oído era cierto, no tenía derecho aguardar silencio.

Se notaba que aquel hombre era de buenafamilia, estaba bien educado, hablaba un perfectojudeoalemán y no pretendía molestar. Pero la gentele pidió insistentemente que se marchase, que semantuviese callado fuera como fuese. El joven sedispuso a partir, pero algo dentro de él, una

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obligación interior, lo retuvo. Por tanto se quedó yprosiguió donde lo había dejado. Uno de losjugadores, que había perdido y estaba furioso, selevantó y le golpeó. Para sorpresa de todos, elhombre se echó a llorar.

Aquello no era llanto, sino aullidos que seprolongaron durante toda una noche. Y entre losaullidos fue saliendo la historia de su vida. Habíaempezado a ejercer su profesión de arquitecto, Aligual que sus antepasados, estaba distanciado detodos los temas judíos. En el campo tuvo unarevelación. Por suerte, su compañero depenalidades era un judío erudito, aunque nocreyente, y pudo aprender de él un poco de Biblia,Mishná y Pirkei Avot[1]. Sólo después de la guerraempezaron a acosarle las voces, unas vocesnítidas, hasta que una tarde salió la llamada de sugarganta: «¡Judíos, volved a vuestro padre queestá en el cielo!».

Desde entonces no había dejado de hablar, de

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explicar, de pedir la vuelta al padre celestial. Y,cuando la gente se negaba a escucharle o logolpeaba, él se echaba al suelo y lloraba.

Al día siguiente, a uno se le ocurrió un ardid.Se le acercó y le habló en voz baja. «¿Para quénecesitas tú a estos judíos obstinados? Ahí abajo,no muy lejos de aquí, hay multitud desupervivientes, gente creyente como tú. Ellosesperan a alguien que les ilumine el camino. Tú loharías de maravilla. Créeme. Te están esperando».

Qué extraño, aquellas palabras surtieronefecto. Se puso en pie, pidió que le indicasen elcamino y, sin decir nada más, se marchó.

Tzili se compadeció de aquel hombre joven.Se cubrió el rostro con las dos manos. Tampocolos demás se alegraron. Retomaron el juego comosi no fuese un juego de cartas, sino una obligación.

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XXV

Después hubo unos días hermosos, templados, sinviento y sin lluvia. La hierba crecía abundante ysalvaje y la gente tomaba café y jugaba a lascartas. Nadie se peleaba. Por un momento parecíaque las cosas serían así para siempre. De cuandoen cuando llegaban campesinas que extendíanmanteles floridos y ofrecían allí sus productos:manzanas, carne ahumada y pan negro. La genteintercambiaba ropa por comida. Algunos todavíatenían unos cuantos rublos, relojes viejos yfruslerías de todo tipo que habían acarreadodurante todos los años de la guerra. La genteintercambiaba sin regatear.

También Tzili vendió un vestido. A cambiorecibió un pedazo de carne ahumada, una hogazade pan y una cuña de queso. Tzili se acordó de laregañina de la mujer y pidió leche. No tenían

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leche. Comió con apetito.Las cartas eran el único asunto de interés.

También la mujer que se había enfadado con Tzilipor no ocuparse de conseguir leche jugaba conpasión. Tzili permanecía horas observándolos. Lerecordaban caras familiares y, a pesar de todo,eran unos extraños. Tal vez por el olor: lahumedad de años aún emanaba de ellos.

Y mientras todos estaban volcados en aqueljuego frenético, el miedo se apoderó de Tzili.¿Qué haría si venían a pedirle explicaciones?¿Diría que amaba a Mark? En aquel momento,temía más las preguntas que pudieran hacerle que alos extraños. Se acurrucó y cerró los ojos. Peroaquel miedo que venía de lejos se instaló tambiénen su sueño. Vio a su madre mirándola a través deuna ranura muy estrecha. Su pregunta fue clara:¿Quién es ese rufián? ¿Quién es ese tal Mark?

Una tarde estalló la tormenta. Un hombretranquilo, con aspecto de oficinista, buenos

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modales y, aparentemente, alegre, arrojó derepente las cartas al suelo y dijo: «¿Qué estoyhaciendo aquí?».

Al principio sonó como una frase relativa aljuego, un lamento por haber perdido, una rabieta.El juego continuó un buen rato más sin que la gentese percatase de la tormenta que se le venía encima.

De pronto el hombre se levantó y dijo:—¿Qué estoy haciendo aquí?—¿Cómo que qué estás haciendo aquí? —le

dijeron—. Estás jugando.—Soy un asesino —dijo, pero no con ira. Lo

dijo sin perder la compostura, como si el grito quesalió de su boca se hubiese convertido, en unbreve espacio de tiempo, en una evidenteconfesión.

—No debes hablar así —le reprocharon.—Lo sabéis mejor que yo —dijo—. Vosotros

seréis mis testigos cuando llegue el momento.—Claro que seremos testigos, claro que lo

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seremos.—Diréis que Zigi Baum es un asesino.—No esperes algo así de nosotros.—De todas formas, yo no ocultaré nada.La conversación, que transcurría sin asperezas,

en un tono pragmático, se convirtióinesperadamente en un terrible enfrentamiento.

—¿No diréis la verdad? —preguntó.—Pues claro que diremos la verdad.«Un hombre que ha abandonado a su mujer y a

sus hijos, a su padre y a su madre. ¿Qué es sino unasesino?». Levantó la cabeza y una sonrisa brotóde su rostro. Ahora parecía alguien que habíahecho lo que debía y que pronto podría volver asus obligaciones cotidianas. Entonces se quitó elabrigo, se sentó en el suelo y miró a su alrededor.No se apreciaba en él ninguna agitación.

Por un instante, dio la impresión de que iba apreguntar algo. Los ojos se clavaron en él. Élagachó la cabeza. Entonces, los demás se sentaron

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y no volvieron a mirarle.«No es tanto pedir, creo yo», se dijo a sí

mismo. «No sé si he hecho bien en pedirlo. Alfinal habrá un juicio. Si no es aquí, será allí. Mecuesta imaginar una vida sin justicia».

No parecía confuso. Sus ojos irradiaban unhonesto pragmatismo, como si quisiera debatir unasunto que se había complicado un poco, pero nohasta el punto de no poder hablarlo con los másíntimos.

Sacó el tabaco del bolsillo de sus pantalones,se lió un cigarro con papel de periódico, loencendió y le dio una calada. En ese momento,todos se sintieron aliviados.

—Este tabaco es bueno —dijo—. Está en supunto de frescura. ¿Os acordáis de cómo nospeleábamos por una colilla? Perdimos la imagende hombre. Perdón, ¿cómo se dice? Imagen dehombre o imagen de Dios.

—Ni lo uno ni lo otro —se oyó por detrás.

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Aquella observación no pareció agradarle. Sellevó el cigarro a la boca y se pasó la mano por elcabello. Ahora se podía calcular su edad: no másde treinta y cinco. Una profunda arruga recorría sufrente, tenía la nariz recta y las orejas pegadas.

—¿Cuánto debo? —se dirigió a uno de loshombres—. Creo que he perdido.

—Está todo anotado, ya nos lo pagarás.—No, no me gusta deber nada. ¿Cuánto debo?No hubo respuesta. Dio una calada y echó el

humo hacia abajo.—Qué extraño —dijo—, la guerra ha

terminado. No me imaginaba que terminaría así.Cayó la noche y con ella se acabó la tensión.

Zigi parecía algo avergonzado del escándalo quehabía armado.

Y cuando todos estaban sentados, Zigi se pusoen pie, extendió los brazos y se puso a dar saltoscomo para iniciar una carrera. También solíahacerlo en el campo, para entrar en calor.

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Aquellos saltitos lo protegían de la melancolía. Aveces hacía ejercicio.

Ahora parecía que iba a echar a correr, comode costumbre. Y efectivamente se preparó. «Uno,dos», gritó con júbilo. Dio seis vueltas completasy a la séptima se elevó y se lanzó al agua. Todos sequedaron petrificados durante un instante. Peroenseguida se levantaron gritando: «¡Traed elquinqué y agitadlo! ¡Zigi, Zigi!». Algunos saltaronal agua.

Durante toda la noche buscaron afanosamenteen el agua fría, algunos se alejaron más. Pero noencontraron a Zigi.

El río amaneció en calma. Su color azulverdoso brillaba en la superficie. Nadie abrió laboca. La gente extendió la ropa para que se secara.La vieja humedad, que parecía haberse evaporado,volvió a emanar de las prendas.

Después encendieron una hoguera y sepusieron a comer. Había mucho apetito y las

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hogazas de pan fueron devoradas una tras otra.Tzili se olvidó de sí misma por un instante. Ladeportiva carrera de Zigi aún flotaba ante sus ojoscon absoluta claridad, le parecía que de unmomento a otro iba a surgir del río, a sacudirse elagua y a anunciar: «Este río es estupendo paranadar».

Al mediodía el lugar se volvió angustioso yamenazante, la luz era opresiva, las campesinasllegaron del pueblo y extendieron sus productossobre los manteles floridos. Nadie se acercó aellas. Ellas permanecieron observando conmiradas perspicaces. Una de las campesinaspreguntó: «¿Por qué no compráis nada hoy? Haypan y carne ahumada. También hay leche fresca».«Vayámonos de aquí», dijo alguien. Al oír aquellotodos se pusieron en pie al instante. También Tzililevantó su pesado cuerpo. Nadie preguntó adónde.Un estupor balbuciente, como después de unprolongado sufrimiento, pendía con desgana del

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rostro de la gente. Ahora que la mochila estabavacía, Tzili era feliz por no tener otra carga que supropio cuerpo.

Caminaron a lo largo del río hacia el sur. Elsol brillaba sobre los campos verdes. Parecía queZigi Baum flotaba en la corriente con los brazosextendidos. Su imagen se veía resplandecer en lasuperficie del agua. Nadie se detuvo a mirar aquelreflejo brillante. El curso se fue ensanchando juntoa la presa como un río majestuoso. Unos cuantosse dirigieron hacia la derecha. Lo hicieron juntos,sin preguntar ni despedirse. Tzili observó cómo sealejaban. No se apreciaba en ellos ninguna muestrade alegría o de enfado. Continuaron caminando almismo ritmo pero, por algún motivo, en otradirección.

Tzili estaba ya en el sexto mes de embarazo,tenía la tripa tensa y pesada, pero sus pies, aunqueles costaba seguir caminando, avanzaban sintropezar. En los descansos, todos comían sin decir

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nada.Tzili estaba contenta, aunque no exteriorizase

su alegría. La criatura que bullía en su vientre ledaba hambre y ganas de vivir. No así la gente: lamuerte estaba pegada incluso a sus ropas.Intentaban librarse de ella a base de caminar.

Algunas veces aceleraban la marcha y Tzili ibatras ellos renqueando. Estaban absortos en símismos como antes en el juego. Nadie preguntabapor ella, pero Tzili sentía que la cercanía deaquella gente era más fuerte que su indiferencia.

Ya no pensaba mucho en Mark. Era como sihubiese emprendido un largo viaje del que se tardaen volver. Se le mostraba lejano y empequeñecido,inalcanzable con la voz, como si perteneciese alhorizonte. Ahora también lo quería, con un amordistinto, intangible. De cuando en cuando el temorla atrapaba y ella lo sabía: era Mark, queobservaba su comportamiento desde la distancia, yno sin cierto reproche.

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«Mark está dentro de mí», decía, pero sólo deboquilla. Ahora su criatura era suya, un secreto alque nadie tenía acceso.

En una de las paradas, le preguntó una mujer:—¿No te resulta muy duro?—No —le respondió simplemente.—¿Y tú lo quieres?—Sí.La respuesta de Tzili sorprendió a la mujer. La

miró como se mira a una criatura estúpida incapazde razonar. Luego se arrepintió y le dirigió unamirada de asombro y compasión:

—¿Cómo lo criarás?—Estará conmigo siempre —dijo Tzili con

semblante inexpresivo.También a Tzili le hubiese gustado preguntar:

«¿De dónde es usted?». Había aprendido que no sehacían preguntas. En la anterior parada se habíainiciado una pelea entre dos mujeres por unapregunta indiscreta. La gente estaba muy tensa y

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las preguntas encendían la cólera latente.—¿Cuántos años tienes? —preguntó la mujer.—Quince.—¡Qué joven! —La sorpresa suavizó los

rasgos de su cara.Tzili le ofreció un pedazo de pan y ella le dio

las gracias.—Yo —dijo la mujer— perdí a mis hijos.

Creo que hice todo lo que estaba en mi mano, perolos perdí. El mayor tenía nueve años y el pequeñosiete. Ya lo ves: yo estoy viva, incluso mealimento. A mí no me tocaron, al parecer soy dehierro.

Una punzada de dolor recorrió el vientre deTzili y cerró los ojos.

—¿Te encuentras mal? —preguntó la mujer.—Se me pasará —dijo Tzili.—Dame la escudilla, te traeré agua.Cuando la mujer regresó, Tzili ya estaba

tranquila y sentada en el suelo. Le acercó la

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escudilla a la boca y Tzili bebió. Efectivamente, eldolor había pasado. La mujer deseaba ayudarlacon todas sus fuerzas, pero no sabía cómo. A pesarde todo, Tzili tenía más provisiones que ella.

Justo después cayó la noche y la mujer se hizoun ovillo y se durmió. Se quedó del tamaño de unniño de seis años. Tzili hizo ademán de taparlacon su desgastado abrigo, pero cambió de idea: unroce así podía asustarla.

Los demás estaban despiertos, pero inactivos.Las palabras sueltas que se agitaban en el aire eranuna conversación de enamorados de mediana edad.

La noche era cálida y agradable, y Tzili seacordó del pequeño patio de su casa donde tantashoras había pasado. De vez en cuando la madre lallamaba: «¡Tzili!», y Tzili respondía: «¡Estoyaquí!». De toda su infancia sólo le quedaba eso. Laasaltó la nostalgia de aquel patio. Como si fuera elextremo visible del paraíso.

«Debo comer», trató de alejar aquella visión.

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Metió la mano en la mochila y mordisqueó unpedazo de pan. El pan estaba reseco, pero en lacorteza de abajo había algunas briznas de carbón,la corteza estaba buena. Luego cogió también unpoco de carne ahumada y sintió que, con cadabocado, se iba aplacando el hambre que laatormentaba.

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XXVI

Y el verano llegó de forma inesperada, cálido,generoso e insuflando ganas de vivir. Los caminosdesembocaban en gargantas verdes con altosárboles a los lados. La gente afluía desde todaspartes y aquella imagen, por alguna razón, evocabavacaciones de verano, movimientos juveniles,descanso estival, placeres de juventud olvidados.Enseguida surgieron palabras del viejovocabulario. Sólo las ropas, como un eternooprobio, seguían desprendiendo vapores.

Tzili permanecía sentada en su sitio. Temíaaquel desenfreno. Pronto llegarían los gritos, eldolor y la desesperación. Por la noche encendíanhogueras, cantaban, bailaban y perdían losestribos. Y luego, como después de cualquierdesgracia: los abrazos, la risa y la decepción.Mujeres altas, en las que aún se percibían algunos

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rasgos de belleza, se bronceaban al borde del lagosin ningún pudor.

—No pasa nada, de todos modos la vida notiene sentido —confesó una mujer que, al parecer,había pasado una noche desenfrenada. Era robusta,sana y todavía capaz de parir muchos hijos.

—¿Y tú no irás a Palestina? —le preguntó sucompañera.

—No —respondió la mujer con decisión.—¿Por qué?—Quiero desaparecer.De aquella conversación, Tzili captó la

palabra Palestina. En su momento, cuando suhermana Yetti se lió con el oficial cristiano, elmoravo, estuvieron a punto de mandarla aPalestina. En un primer momento, Yetti se negó,pero luego cambió de idea y quiso irse. Cuando seretractó, la familia ya no tenía dinero para enviarlaallí.

Y, efectivamente, se sucedieron las desgracias:

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una mujer se arrojó al lago y otra se tomó unacápsula de veneno. El maravilloso olvidodesapareció en un instante, y aquella mujer robustaque se negaba a ir a Palestina proclamó: «Lamuerte nos perseguirá en todas partes. Nunca mástendremos descanso».

Al mediodía, sacaron del lago a la mujer ypudieron realizarse los funerales. Uno de lospresentes, que incluso con su ropa andrajosaparecía un funcionario, habló largo y tendido sobrelas grandes obligaciones que recaían sobre todosnosotros, sobre el prolongado recuerdo de losjudíos, sobre la eternidad de la tribu y sobre eldeber histórico de regresar a la patria. Muchoslloraron. Tras el entierro, hubo una gran disputa ylas palabras que aquel hombre había utilizadovolvieron a oírse. Resultó que la mujer que habíatomado el veneno había actuado así debido a unafalsa promesa: uno que quería acostarse con ella leprometió matrimonio, pero al día siguiente se

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arrepintió, y la mujer, que durante todos esos añosde sufrimiento había llevado el veneno escondidoen el forro del abrigo, en aquel momento sintiónecesidad de él. Y un detalle más: antes detomarse el veneno, ella había anunciado delante detodo el mundo su intención de hacerlo. Nadie lacreyó.

Ahora sólo quedaba decir: «¿Por yacer unanoche con alguien, una persona se suicida?». «¿Yqué si ella se acostó con él? ¿Y qué si él le hizouna promesa?». «¿Qué tenemos salvo esospequeños placeres? ¿También eso nos lo van aquitar?».

Tzili captó aquellas palabras con los ojoscerrados. En aquel momento comprendió susignificado, pero en el fondo de su corazón nojustificó a nadie. Sólo sintió una cosa: el duelo quela embargaba también a ella se volvería muypronto vano e insustancial.

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XXVII

La gente, junto con el sol, afluía hacia el mar. Porla noche asaban sobre brasas ardientes pecesplateados pescados en los ríos. Eran nochescálidas, claras, que traían a la memoria una vidallena de auténticos placeres.

En aquella confusión no faltaban las durasdisputas. El sol del verano tenía un poder especialsobre la gente. Era como si los años pasados enlos campos no hubiesen existido nunca. Unaespecie de olvido aderezado con humor. Comoaquella mujer que, noche tras noche, cantaba,declamaba y enseñaba los muslos. Nadie lerecordaba sus pequeños delitos en el campo detrabajo. En esos momentos era la reina de la fiesta.

También ahora había quienes, no pudiendosoportar una alegría semejante, se marchaban. Nofaltaban los acusadores, que sacaban a relucir

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cosas olvidadas, ni tampoco los melancólicos. Y aparee lirón también los primeros visionarios,personas pequeñas y atormentadas que hablabande la salvación del alma con una asombrosapasión. Era imposible no fijarse en ellos.

—¿Qué haces aquí? —la abordaba de vez encuando algún hombre, pero, al ver que la jovenestaba embarazada, retrocedía.

Tzili estaba muy debilitada. El continuoajetreo la había dejado sin fuerzas. De vez encuando sentía una punzada de dolor seguida demareos. También se le hincharon las piernas, perocaminaba como todos, orgullosa de que sus pies lallevasen a ella y a su criatura. Por alguna razóncreía que, si sus pies estaban sanos, no le ocurriríaningún mal.

Y así su vida se fue reduciendo a pequeñaspreocupaciones. Se olvidó de todos y, si losrecordaba, era sin querer, por casualidad. Estabaconsigo misma, su cuerpo ocupaba todos sus

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pensamientos. A veces alguien le daba pescado oun trozo de pan. Cuando la vencía el hambre,extendía la mano y pedía, no le avergonzaba pedir.

De repente, las gargantas verdes seconvirtieron en una verde llanura salpicada depequeños lagos. La imagen era dolorosamentebella. La gente estaba tan absorta en sí misma queno percibió el cambio. Tras una noche dedesenfreno, dormían. Tzili se dijo: «Pero yo noolvidaré. Yo recordaré».

La columna avanzaba despacio y de formadesacompasada. A veces el pánico obligaba a lagente a correr. Tzili renqueaba tras ellos con laspocas fuerzas que le quedaban. A decir verdad,estaba contenta por todo, por la luz, por el agua ypor su cuerpo, que llevaba dentro a su criatura,pero no sería por mucho tiempo.

En uno de esos momentos de pánico sintió queno podía más. Intentó levantarse, pero al instantecayó rendida. De no ser por aquella mujer gorda

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que cantaba, declamaba y enseñaba los muslos, deno ser por ella, que al percatarse de su ausencia sepuso a gritar «¡hemos dejado atrás a la niña!», lacolumna habría seguido su camino. Al principionadie atendió a su llamada, pero ella no se dio porvencida y volvió a gritar con la fuerza de quiensabe hacerse oír, y entonces la columna se detuvo.

Nadie sabía qué estaban haciendo. Con losaños habían aprendido a huir y a no detenerse. Lamujer gorda se sirvió del humor: «El hombre no esun gusano. ¡Niños, echad una mano!». De pronto lavergüenza cubrió sus rostros.

Allí no había ningún médico, pero un hombreque en tiempos de paz había sido comerciante yque, según decía, había hecho un curso deprimeros auxilios, dijo: «Hay que tumbarla en unacamilla». La gente se puso manos a la obra, unoconsiguió maderas y otro, cuerdas, y elcomerciante enjuto, que durante todo ese tiempo nohabía abierto la boca, se arrodilló y, con toda su

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buena voluntad, empezó a ensamblar y a atar.También encontraron una sábana y una mantaandrajosa, así como clavos y ganchos.

Al día siguiente, cuando los camilleros sepusieron las parihuelas sobre los hombros ypartieron encabezando la columna, prorrumpieronen un canto triunfal, como si las compuertas de unapresa se hubiesen abierto. «Nosotros portamosantorchas», clamaron los camilleros, y todos seunieron a ellos.

Caminaron a lo largo de las gargantascantando. El verano, en todo su esplendor,amarilleaba en cada rincón. Tzili cerró los ojos eintentó dominar los mareos. El comercianteapremiaba a los porteadores: «Corred, chicos,corred, la niña necesita un médico». Todas suspreocupaciones se concentraban en su rostro. Enlas paradas, le daba de comer. Compraba todo loque caía en sus manos, pero a ella le daba sóloproductos lácteos y fruta. Tzili había perdido el

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apetito.—Gracias —decía Tzili.—No tienes que agradecérmelo.—¿Por qué?—¿Qué otra cosa puedo hacer? —Sus ojos

estaban abiertos y en el blanco del ojo izquierdo,como una mancha amarilla, brillaba la absolutadesesperación.

Por la noche doblaba las piernas y dormía a sulado. Mientras tanto, Tzili se había liberado ya delyugo de la existencia. Los camilleros se ibanalternando para trasladarla de un lugar a otro. Enel horizonte no se veía ni una muralla, ni unaciudad, tan sólo una casa o un campesino decuando en cuando.

—¿De dónde es usted? —preguntó Tzili.Se lo dijo de mala gana y sin entrar en detalles,

pero le habló de Palestina. De joven queríaemigrar a allí, se había preparado y hasta contabacon un certificado, pero su difunto padre cayó

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enfermo y su enfermedad se prolongó duranteaños. Luego se casó y tuvo hijos.

No hablaba con soltura. Se notaba que queríazanjar pronto todo lo referente a él, como uncomerciante que sabe que hay que anteponer losnegocios a los sentimientos. Tzili no siguiópreguntando. Él no se apartaba de la camilla salvopara ir a por leche. Tzili se bebía la leche, a lafuerza, para no preocuparle.

Tampoco él preguntó «de dónde eres» ni «quéte ha ocurrido». Permanecía a su lado, encogidocomo un animal. A veces, a Tzili le parecía viejo ytorpe y a veces, ágil, como si tuviese treinta años.

En una ocasión, intentó bajarse de la camilla yél la reprendió. «No debes moverte hasta que tevea el médico. Eso es lo que nos decíanexpresamente en el curso de primeros auxilios». Yla mujer gorda, la que había salvado a Tzili,volvió a distraer a la gente por las noches.Cantaba, declamaba y enseñaba sus gruesos

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muslos. El comerciante incorporó un poco a Tzilipara que pudiera verlos a todos. No conocía anadie, pero se sentía cerca de ellos. En lasparadas, los camilleros se alternaban como porcostumbre. Entre una punzada de dolor y lasiguiente, le hubiese gustado decir una palabraamable al comerciante, pero temía ofenderle.

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XXVIII

Así llegaron a Zagreb. En Zagreb había un granrevuelo. En el patio del Joint[2] estabandistribuyendo galletas, conservas y calcetines decolores, todo embalado en cajas enviadas desdeAmérica. Allí se movían libremente visionarios,comerciantes, cambistas y enfermos. Nadie sabíaqué hacer en aquella ciudad extraña y medio enruinas. Uno gritó: «Si queréis llegar a Palestina,dirigios a Nápoles. Aquí todos son corruptos,avariciosos, impostores y malvados».

Los camilleros dejaron las parihuelas en unrincón a la sombra y dijeron: «Ahora que lo haganotros». El comerciante se alarmó y suplicó: «Oshabéis portado como titanes, ¿por qué nocontinuáis?». Pero ellos no le hicieron caso. Laimagen de la ciudad debió de perturbarles. Depronto parecían confusos e inquietos.

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El comerciante se quedó desconcertado en elgran patio del Joint, no había ningún médico, y losempleados del Joint estaban ocupados en dispersara los supervivientes que se abalanzaban sobre lasventanillas.

Si en aquel momento el comerciante hubiesedicho «yo tampoco puedo más», ella se habríasentido aliviada. Sus carreras y su desesperaciónla hacían sufrir. Pero él no la abandonó, sino que,por el contrario, se dirigió hacia la multitudpreguntando: «¿Dónde hay un médico? ¿Dónde hayun médico?».

La gente iba y venía por aquel gran patio, queestaba rodeado por un muro no muy elevado, ytodos dormían en el suelo, hombres y mujeres,noches y días. A veces salía un empleado yamenazaba a los que se aglomeraban o estabandurmiendo allí. Su aspecto cuidado recordaba aotros tiempos, no así su voz.

A Tzili la asaltaron los dolores por todas

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partes. Se le congelaron las piernas. Elcomerciante corrió de un lado a otro, ofuscado porla pequeña misión que se había encomendado,pero nadie fue en su ayuda. Por la noche, con lacabeza entre las piernas, lloró en silencio.

Al final llegó una ambulancia militar y se lallevaron. El comerciante imploró: «¡Llevadme!¡Llevadme también a mí! La niña no tiene a nadieen el mundo». El conductor desoyó su desesperadasúplica y se puso en camino.

Los dolores de Tzili eran fuertes y punzantes.La desesperación del comerciante, que corríaimplorando tras la ambulancia, parecía estar unidaal sufrimiento de la joven. Ella quiso gritar, perofue superior a sus fuerzas.

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XXIX

Era un hospital de campaña instalado en unbarracón que había sido compartimentado pormedio de mantas viejas. Allí había soldados,partisanos, mujeres y niños. Los gritos salían detodos los rincones. Dejaron a Tzili en una camaamplia, que al parecer habían conseguido en unade las casas destruidas.

Hacía días que no sentía los movimientos delniño. En aquel momento, le pareció que volvía aagitarse. La enfermera le pasó un paño húmedo porel cuerpo y le preguntó: «¿De dónde eres?». Tzilise lo contó. El rostro relleno y tranquilo de laenfermera cristiana la calmó. Se notaba que era debuena familia. Hacía su trabajo con esmero y sinponer mala cara.

Tzili preguntó sorprendida: «¿De dóndeeres?». «De aquí», dijo la enfermera. En sus ojos

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azules brillaba la eficacia. La enfermera le contóque cada día llegaban soldados y refugiados, y queno había espacio ni médicos. Los pocos médicosque había estaban repartidos por los hospitalesdispersos por toda la ciudad arrasada.

Luego Tzili se durmió profundamente. Vio aMark, su imagen era la del comerciante que habíacuidado de ella. Le contó que no le había quedadomás remedio que vender la ropa. En medio deaquel revuelo, también había perdido la mochila.Pero era posible que la tuviese el comerciante.«¿El comerciante?», se sorprendió Mark por uninstante, «¿quién es ese comerciante?». Tzili sesobresaltó ante la cara de sorpresa de Mark. Lecontó detalladamente todo lo que le había ocurridodesde que se marchara de la montaña. Markagachó la cabeza y dijo: «Eso ya no es asuntomío». En su voz había un tono de crítica. Tzili seapresuró a tranquilizarle. Su voz se ahogó y,entonces, se despertó.

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Al día siguiente, el médico fue a examinarla.Hablaba muy deprisa, en alemán. A las pocaspreguntas que le hizo, Tzili respondió en voz baja.Le dijo a la enfermera que esa misma noche habíaque trasladarla a la sección de cirugía. Tzili vio laluz de la mañana por la ventana, que estaba oscura.Las rejas, como en su casa.

La llevaron a la sección de cirugía aún de día.Tenía que aguardar su turno y la enfermeracristiana, que le hablaba en un alemán poco fluidoy entreverado de palabras eslavas, la agarró de lamano. Por ella supo que el feto estaba muerto yque pronto se lo arrancarían del útero. Laanestesia se la puso un hombre de baja estaturacon un pasamontañas militar. Tzili lanzó un grito,sólo uno.

Fue una noche larga, como escavada en lapiedra, que se prolongó durante tres días. Variasveces intentaron despertarla. Auxiliares ysoldados corrían como posesos por el barracón

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acarreando camillas. En aquel momento, Tzilivagaba dentro del túnel escavado mientras, antesus ojos, entre la niebla, aparecían conocidos yextraños nítidamente. «Estoy volviendo», se dijo,y se agarró con fuerza al asidero de madera.

Cuando se despertó, la enfermera estaba a sulado. Por algún motivo, Tzili preguntó si tambiénel comerciante estaba herido. La enfermera le dijoque la operación había durado poco, que losmédicos estaban muy satisfechos y que ahora debíadescansar. Le acercó una cuchara a la boca.

—¿Me porté bien? —preguntó Tzili.—Más que bien.—¿Por qué grité? —se sorprendió.—No gritaste, no dijiste ni palabra.Por la tarde, la enfermera le contó que hacía

una semana entera que no salía del hospital, quecada día llegaban soldados y refugiados, algunosgravemente heridos, y no podía abandonar supuesto. Seguro que su prometido estaba enfadado

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con ella. El rostro redondo de la enfermerareflejaba preocupación.

—Te recibirá con los brazos abiertos —dijoTzili.

—Es un hombre impaciente —confesó laenfermera.

—Dile que le amas.—Quiere acostarse conmigo —le susurró la

enfermera al oído.Tzili se echó a reír. Los líquidos y la charla

habían alejado el dolor de su corazón. Tenía lacabeza desocupada. A decir verdad, también losdolores se habían aplacado y sólo el sueño, comocon cuerdas encantadas, tiraba de ella.

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XXX

Volvió a quedarse dormida. Soldados y refugiadosabarrotaron mientras tanto el barracón. No habíaespacio. Los auxiliares juntaron las camas yempujaron la de Tzili hacia la salida. Estabadormida. Alguien lejano y extraño le ordenó queno soñase y ella obedeció y dejó de soñar. Flotósobre la faz del sueño durante varios días y,cuando se despertó, su memoria estaba aún másvacía.

El barracón alargado estaba abarrotado dehombres, mujeres y niños. Las harapientasseparaciones ya no ocultaban nada. «No griten, esono beneficia a nadie», se quejaban los auxiliares.Estaban cansados de tanto revuelo y tantosufrimiento. Las enfermeras estaban más relajadasy por la noche coqueteaban con ellos y con losconvalecientes.

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Ahora Tzili estaba despierta en la cama. De sudispersa vida parecía no quedar nada. Ni siquierasu cuerpo le pertenecía ya. La mezcolanza devoces y manchas iba penetrando en su vacío sinllegar a alterarlo.

—¿Ya se te han acabado los días de permiso?—se acordó de preguntar a la enfermera.

—He discutido con mi prometido.—¿Por qué?—Desconfía de mí, me ha pegado. He jurado

no volver a verlo. —Sus grandes y rústicas manosexpresaban más que su rostro—. ¿Y tú le amabas?—se dirigió a Tzili sin mirarla.

—¿A quién?—A tu prometido.—Sí —se apresuró a responder Tzili.—Con los judíos a lo mejor es distinto.Líneas de amargura aparecieron en un solo día

en la cara rústica de la enfermera. En aquelmomento, Tzili sintió cierta afinidad hacia aquella

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campesina a quien su prometido había propinadounos buenos puñetazos.

Por la noche hubo muchos gritos. Uno de losauxiliares se lanzó sobre un refugiado y lo llamóestafador judío. Un repentino escalofrío recorrióel cuerpo de Tzili.

Tan sólo al día siguiente, cuando se puso enpie, comprendió que también le habían arrancadodel cuerpo el equilibrio. Permaneció apoyada enla pared y, por un instante, tuvo la sensación deque jamás podría volver a mantenerse en pie sinapoyo.

—¿No habéis visto la mochila? —preguntó alauxiliar.

—Estamos desinfectando. Lo estamosquemando todo.

Varias mujeres de mediana edad estaban juntoa los servicios untándose crema en la cara.Hablaban en voz baja y con risitas provocativas.Los años de sufrimiento las habían encorvado,

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pero no les habían quitado las ganas de vivir. Unade ellas se sentó en un banco y se masajeó confuerza las piernas hinchadas.

Después llegaron los auxiliares con muchosmás enfermos. Hubo una selección y sacaron a losconvalecientes a la explanada. También sacaron lacama de Tzili. De nada sirvieron las súplicas de laenfermera cristiana.

Al día siguiente, en la explanada, losempleados del Joint repartieron vestidos, zapatosy una especie de corpiños floridos. Hubo unaavalancha sobre las cajas, y los funcionarios, másque repartir, tuvieron que ocuparse de dispersar alas mujeres. A Tzili le tocó un vestido rojo, uncorpiño y unos zapatos de tacón. Un fuerte perfumeemanaba aún de aquellas prendas arrugadas.

Luego llegó la enfermera cristiana y exhortó aTzili. «Debes caminar erguida y con paso firme.No debes contar nada ni mostrar ningúnsentimiento. A cualquier mujer podría pasarle lo

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que te ha pasado a ti. Hay que olvidar. No esninguna tragedia. Eres joven y hermosa. Nopienses en el pasado. Piensa en el futuro».

Le habló con franqueza, como una hermanamayor. Tzili sintió que, de algún modo, aquellaspalabras procedentes de una extraña le infundíannuevas fuerzas. Quiso agradecérselo, pero no supocómo. Le dio el corpiño que acababa de recibir demanos del empleado del Joint. La enfermeracristiana lo cogió y se lo metió en el bolsillo deldelantal.

Por la mañana temprano echaron a todos de laexplanada.

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XXXI

Entonces todos afluyeron hacia la playa. Habíapescadores junto a unos pequeños puestosvendiendo pescado asado. El olor del fuegopropagaba una alegría familiar. Antes de la guerra,allí debió de haber un paseo marítimo. Aúnquedaban algunos vestigios pegados a los murosde piedra tallada.

Detrás de los muros se extendía la playa,blanca y salpicada de manchas de petróleo, conalguna señal olvidada, algunas barracas y algunasbarcas. Tzili estaba débil y hambrienta. No habíaningún conocido al que dirigirse, solamenterefugiados que llevaban a la espalda mochilascargadas de hambre y prisas. Afluían por la arenahacia el mar.

Tzili se sentó a observar. Había recuperado elviejo gusto por observar. Por la noche encendieron

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hogueras y cantaron: «Nosotros portamosantorchas». Nadie sabía cuánto tiempo estaríanallí. Había comida. También Tzili bajó hacia elmar y se sentó entre los refugiados. La herida de suvientre había cicatrizado. El dolor, aunque intenso,era soportable.

—Este pescado es excelente.—Los peces del mar son buenos para la salud.—Voy a comprar otro.Aquellos murmullos que llegaron hasta ella la

sorprendieron.En una esquina se inició una fuerte discusión.

Un hombre fornido gritó a pleno pulmón: «¡A míya nadie me matará!». Y en otro lugar bailaron encírculo una horah. Uno de los refugiados, queestaba sentado junto a Tzili, dijo la siguiente frase:

—Yo ya no voy a Palestina.—¿Por qué? —le pinchó su compañero.—Estoy cansado.—Pero estás sano.

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—Así es, pero he perdido la fe.—¿Y qué piensas hacer?—No lo sé.Alguien encendió una lámpara de petróleo que

iluminó la oscuridad. La voz del refugiado queestaba hablando se silenció.

Y mientras Tzili permanecía observando, se leacercó una mujer gorda.

—¿Tú no serás Tzili? —dijo.—Así es —dijo—, me llamo Tzili.Era la mujer gorda que, durante todo el

camino, había distraído a la gente cantando,declamando y enseñando sus gruesos muslos.

—Me alegro de que estés aquí. Todos me hanabandonado —dijo, dejando caer al suelo supesado cuerpo—. Aquí hay muchas bellezascristianas y a mí me han abandonado a mi suerte.

—¿Y adónde te diriges? —preguntó Tzili concautela.

—¿Acaso tengo elección?

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La respuesta de la mujer no se hizo esperar.Permanecieron sentadas en silencio durante uninstante.

—¿Y tú? —preguntó la mujer.Tzili le contó lo ocurrido. La mujer clavó los

ojos en ella para asimilar todos los detalles. Eracomo si, por un instante, las grandes penalidadesque ocupaban su gran cuerpo hubiesen caído en elolvido para dejar sitio al secreto de Tzili.

—Tampoco yo tengo a nadie en el mundo. Alprincipio no lo comprendí, ahora lo comprendo:existe el mundo y existe Linda.

Uno de los funcionarios se subió en un cajón.Habló con palabras grandilocuentes y atronadoras.Como si tuviese un altavoz junto a la boca. Hablóde Palestina, la tierra de la redención.

—¿Dónde se puede comprar pescado asado?—dijo Linda—. Voy a comprar pescado asado. Elhambre me está volviendo loca. Vuelvo enseguida.No me abandones tú también.

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Tzili fue subyugada durante un instante poraquel orador. Hablaba con voz atronadora sobre lanecesidad de renovarse y santificarse. Nadie lointerrumpía. Se notaba que las palabras habíanestado mucho tiempo guardadas en el interior deaquel hombre y que ahora había llegado sumomento.

«Linda ha traído dos peces asados. Linda debecomer, Linda está hambrienta», hablaba de símisma en tercera persona. Enseguida ofreció aTzili un pez en un cartón. Tzili lo probó.

—Está bueno —dijo.—Antes de la guerra yo era cantante de

cabaret. Mis padres no estaban nada contentosconmigo —confesó de pronto.

—¿Te perdonaron? —dijo Tzili.—Linda no tiene perdón. Ni la propia Linda

está dispuesta a perdonarse a sí misma.—En Palestina todo será distinto. —Tzili dijo

lo que había dicho el orador.

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Linda continuó masticando y no respondió.Tzili sintió cierta afinidad hacia aquella mujer

gorda que hablaba de sí misma en tercera persona.Durante toda la noche estuvieron atronando los

oradores. Palabras exaltadas inundaron la playaoscura. Un hombre delgado dijo que los tormentosde Palestina eran inevitables. Todas aquellasvoces no agradaban a Linda. Al final, no pudocontenerse más: «Basta de palabras». Y como elorador no respondió a sus advertencias, selevantó, se plantó junto al cajón y anunció: «Laque habla es Linda la gorda, que nadie se atreva aacercarse a este cajón. Declaro una huelga depalabras».

Volvió a sentarse en su sitio. Nadie reaccionó.La gente estaba cansada y se acurrucó en susabrigos. Unos instantes después, se dijo: «¡Puaj!Este renacimiento me repugna. Todo esto merepugna».

Aquella misma noche cargaron a la gente en el

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barco. Era un barco pequeño con un mástildesnudo y una chimenea. Dos focos iluminaban elembarcadero.

—Yo —dijo Tzili por alguna razón—, meapetece una pera.

—Linda no tiene una pera. Lástima que Lindano tenga una pera.

—Me avergüenzo de mí misma —dijo Tzili.—¿Por qué te avergüenzas?—Por habérseme ocurrido algo así.—Yo respeto mucho los pequeños deseos de

ese tipo.El espectáculo no era nada alentador. La gente

trepaba por las cuerdas y por las lonas. Alguiengritó: «Hay cola. Nadie subirá sin aguardar suturno».

El hacinamiento era tal que Tzili sintió que ibaa ser vencida de nuevo por los dolores. Linda noconfió más en la buena voluntad de la gente y, convoz atronadora, dijo: «Haced sitio para que se

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siente la joven. Esta joven acaba de ser operada».Nadie se movió. Linda repitió la advertencia.

Como nadie le hacía caso, alargó los brazos yzarandeó a dos hombres jóvenes que estabansentados en un banco.

—Ahora, por justicia, ella se sentará. Se llamaTzili.

Cuando se calmó el revuelo, y parte de la gentebajó a los camarotes y arriba sopló el viento, Tzilidijo:

—Te lo agradezco.—¿Por qué me das las gracias?—Porque me has encontrado un sitio.—No me gusta que me den las gracias. El sitio

te corresponde a ti.De abajo llegaban gritos. Resulta que en la

oscuridad estaban golpeando a los delatores y alos colaboracionistas, que chillaban a plenopulmón. Tampoco arriba los ánimos estabantranquilos. Los funcionarios intentaron en vano

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restablecer la calma. En medio de los gritos, Lindale contó la historia de su vida durante la guerra.Tenía un amante, cristiano, un hacendado que laescondió en sus graneros. Fue pasando de ungranero a otro. Al principio fueron díasmaravillosos de felicidad. Pero con el paso deltiempo pudo constatar que aquel amante era ungoy[3] en todo, bebía y le pegaba. Se vio obligadaa escapar, y al final huyó hacia uno de los campos.No le gustaban los judíos, pero los prefería a loscristianos. Los judíos eran sucios, pero no crueles.Durante un año entero estuvo en el campo. Allíaprendió yiddish. Y allí actuaba noche tras noche.No se arrepentía. Una cruel franqueza se apreciabaen sus ojos marrones.

El mar estaba agitado, pero el barco lo surcabacon poderío. Arriba no se sentía el balanceo. Lagente dormía acurrucada en los abrigos rayadosdel Joint. De vez en cuando sonaba la sirena.Linda consiguió por fin una botella de coñac y no

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cabía en sí de gozo. Abrazó la botella y le hablóen húngaro. Enseguida comenzó a sentirsereconfortada. Y, como estaba animada por elcoñac, empezó a cantar canciones de cunahúngaras.

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AHARON APPELFELD, Nació en 1932 en laregión de Bukovina, hoy parte de Ucrania, en unafamilia judía asimilada de lengua alemana. Cuandoel ejército nazi ocupa su ciudad es recluido consus padres en el gueto. Su madre es asesinada y éles deportado con su padre. En otoño de 1942 seevade del campo de Transnitria y sobrevive soloen el bosque acogido por ladrones y prostitutas. En1946, huérfano, emigra a Israel donde reside desdeentonces y aprende la lengua hebrea en la que ha

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escrito toda su obra. Autor de más de cuarentaobras de ficción y no ficción, sus libros hanmerecido los más prestigiosos premios literariosde Israel, Francia, Alemania, Italia o los EstadosUnidos.

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Notas

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[1] Máximas y sentencias de rabinos que formanuno de los tratados de la Mishná. En español suelecitarse como Capítulos de los Padres, y puedeencontrarse también transcrito como Pirqe Abot.<<

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[2] American Joint Distribution Committee:Organización judía de asistencia social y ayuda alos refugiados. (N. de la T.) <<

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[3] En hebreo, la palabra goy significa «no judío».(N. de la T.) <<