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una crónica de natalia páez El maestro serbio del cine Emir Kusturica debía hacer un documental sobre Maradona. Maradona se comprometió a dejar que contaran su vida. Cuatro años de rodaje y muchos accidentes después, el público parece no haberse enterado de que esa película existe. Si dos gigantes como ellos no atrapan al público, ¿es que acaso hicieron algo mal? [O EL DETRÁS DE CÁMARAS DE UN DELIRANTE RODAJE SOBRE LA VIDA DE DIEGO ARMANDO MARADONA] DEL DIFÍCIL ARTE DE HACER UN DOCUMENTAL SOBRE DEL DIFÍCIL ARTE DE HACER UN DOCUMENTAL SOBRE D10S D10S www.elboomeran.com

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una crónica de natalia páez

El maestro serbio del cine Emir Kusturica debía hacer un documental sobre Maradona. Maradona se comprometió a dejar que contaran su vida. Cuatro años de rodaje y muchos accidentes después, el público parece no haberse enterado de que esa película existe. Si dos gigantes como ellos no atrapan al público, ¿es que acaso hicieron algo mal?

[O EL DETRÁS DE CÁMARAS DE UN DELIRANTE RODAJE SOBRE LA VIDA DE DIEGO ARMANDO MARADONA]

DEL DIFÍCIL ARTE DE HACER UN DOCUMENTAL SOBRE

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70_ 71fotografía: pascal le segretain / getty im

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Por eso, cuando la llamada del chofer fue respon-dida, las sirenas oficiales se filtraban por el audífono. «Señor Kusturica, el señor Maradona me pide que lo regrese al aeropuerto, ¿qué hago?», dijo el hombre, como si tuviera otra opción antes de que aquello se transformara en un secuestro. La pobre recepción de la zona complicó la llamada. «¿Me escucha?», gritó el conductor. La voz de Kusturica debía llegarle entrecor-

tada, pero el mensaje era una sola palabra repetidas varias veces: ¡sranje! En serbio quiere decir: ¡mierda!

Poco después otro celular sonó en casa del cineasta. Era el de José Ibáñez, el productor español de la película. Maradona llamaba para que-jarse. Dijo que nadie lo había prevenido del agotador itinerario, que la casa estaba muy lejos y que debía regresar a Buenos Aires para resolver quién sabía qué tema, adiós. Fin de la llamada.

Kusturica imploró paciencia al cielo: hacía días que preparaba aquel encuentro. Que el avión privado, que las cámaras, que las luces, que los micrófonos, que el clima. ¿Adónde está la traductora? ¿Y el fotógrafo? ¿Hay algo para tomar? Nos sentaremos allí porque hay mejor luz. Tam-bién estaba entre ellos el cantante Manu Chao, que había compuesto una canción especialmente para el filme. La casa se había transformado en es-tudio. Maradona sólo tenía que llegar, pero a mitad de camino se arrepin-tió, se cansó, tenía que volver, chau, adiós. Y así los dejó. Boquiabiertos.

–Fue surrealista –recuerda Ibáñez–. El día anterior había ocurrido un hecho premonitorio: cuando íbamos con Manu Chao a la casa, a mitad del recorrido, él me había advertido: «Acá Maradona pegará la vuelta».

Así fue. Maradona se largó. Aquél fue uno de los desencuentros que marcaron un rodaje de pesadilla persiguiendo a un personaje al que algu-nos millones de seguidores llaman D10s.

La productora española Pentagrama Films se había propuesto con-seguir la historia de un gran personaje contada por un gran director. Ma-radona aceptó un acuerdo económico –dicen– no tan bueno como el que obtuvo por el cargo de director técnico de la selección argentina de fútbol. El nombre de Kusturica saltó a la mesa cuando alguien recordó una es-cena de su película Gato neGro, Gato blanco en que el protagonista, un muchacho gitano, grita a orillas del Danubio: «Maradooona», en señal de júbilo. ¿Quién mejor que un director que alguna vez quiso ser futbolista profesional para retratarlo? ¿Y qué mejor que no fuera argentino? Se lo propusieron y Kusturica aceptó. Se puso a trabajar en el 2004. Pasarían cuatro años y varias crisis antes de que el documental quedara listo.

El itinerario de la producción incluía escenarios como Villa Fio-rito, el barrio obrero en el que Maradona nació y donde aprendió a jugar al fútbol; La Habana, ciudad en la que vivió tres años para lim-piarse de las drogas; Nápoles, que es quizá el lugar más maradonia-no del planeta; y también Belgrado, la ciudad que Kusturica adoptó

camino a la última escena. Tras una se-rie de obstáculos,

plantones, idas y vueltas, un avión privado, contratado únicamente para él, lo había recogido en Dinamarca y acababa de dejarlo en el aeropuerto de Belgrado. Desde allí debía seguir un trayecto de cuatro horas en auto por una zona montañosa hasta la casa del hombre que intentaba retratarlo: el cineasta Emir Kusturica. El encuentro era parte de un documental sobre la vida del que algunos consideran el mejor jugador de fútbol de la histo-ria. Ésta sería una de las tres entre-vistas en profundidad pactadas. Los organizadores habían comprometido hasta a la policía nacional serbia para escoltar el vehículo que lo trasladaba.

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había sido invitado al casamiento de un sobrino en los suburbios del sur de Buenos Aires. Allí se reencuentra con familiares, amigos y vecinos del barrio de su in-fancia. Gente querida. Allí, hacia un costado, ve a una rubia. La invita a bailar. La chica tiene veintisiete años. También es de Villa Fiorito. Desde entonces están jun-tos. Viven en una casa quinta en Ezeiza, cerca de donde él entrena a la selección argentina. La chica no sale en el documental, tampoco nadie de su entorno. Tal vez porque para terminar la película fue fundamental la participación de Claudia Villafañe, «La bruja», como la llama cariñosamente Maradona. Su ex esposa, madre de Dalma y Gianinna, abuela de su nieto. Pero sobre todo en este caso, su mánager.

Dicen que Maradona suele ser generoso con los allegados. En marzo del 2006 la banda irlandesa U2 llegó a tocar a Buenos Aires. Maradona estaba invitado por Bono Vox, por lo que le dio a su novia un puñado de pases VIP. Podía repartirlos a quien quisiera. Sebas-tián Naranjo, quien estaba alojado en casa de los Ojeda por esos días, fue uno de los beneficiados. Aunque no lo vio antes ni durante el show. Pero a eso de las cinco de la mañana, escuchó un ruido seco en el líving. Al aso-marse al pasillo, Sebastián vio a Maradona parado a un metro de distancia y se quedó pasmado. Estaba con ropa de casa, pantalones cortos y un gorro de cowboy en la cabeza. Después se enteraría de que Bono le había regalado el sombrero que usó durante todo el Tour Vér-tigo, la exitosa gira que entre el 2005 y el 2006 llevó a la banda por el mundo para promocionar el disco How to Dismantle an atomic BomB.

–No me pude volver a dormir. Es que vos lo ves y... ¿Viste cuando en el juego del pacman el muñequito se come la fruta que suma puntos y aparece un hongo de luz fluorescente alrededor? Bueno, el tipo tiene eso. Una energía increíble.

Al día siguiente fueron presentados:–Ah, vos sos el hijo del doctor –afirmó Maradona

mientras le tendía el brazo donde tiene tatuado al Che.Gestos como esos le bastan para tumbar resisten-

cias. Ahora había sumado un nuevo fan.

«Dios es el único ser que para reinar no tuvo ni siquiera necesidad de existir», dice una frase de Bau-

delaire que abre la película. Maradona en cambio existe. Pero gasta una aureola de divinidad que podría dar para un estudio de psicosis colecti-va. Una vez se disponía a pagar el peaje en una autopista y el empleado en la cabina, en vez de recibirle el dinero, le agarró la mano y no se la quería soltar. En otra ocasión un muchacho que iba en moto casi se estrella por quedarse mirándolo de costado en plena marcha. El mis-mo Maradona le gritaba: «¡Mirá para adelante! ¡Te vas a matar!». Un amigo que prefiere mantenerse en el anonimato me cuenta que en su casa todos los días se escuchan gritos de la gente que hace guardia en la puerta: «Diego salí, Diego ídolo, Diego te quiero».

Creer en Dios es un misterio de fe. Y la fe no se cuestiona. Durante el rodaje de la película, Maradona asistió a una fecha de la Fórmula 1 en Mon-tecarlo. Apenas apareció, toda una tribuna comenzó a cantarle. La gente se le tiraba encima, lo quería abrazar con un fervor irracional [esta escena fue suprimida del documental, porque no todo podía entrar: en total filmaron ciento ochenta horas]. En Nápoles, adonde había asistido para el partido de homenaje a su ex compañero de equipo Ciro Ferrara, se lo ve saludando desde la ventana de su hotel. Abajo la gente se amontona, grita, aúlla. Hay llantos, estampidas, policías. Poco después, la gente golpea el vehículo que lo traslada. «¡Maradoooona! ¡Diegooooo! ¡Diegoooooo!»

–¡¿Por qué golpeás, la puta que te parió?! –lanza Maradona su ira, fuera de sí.

Ellos parecen implorarle salvación. En el documental la voz en off de Kusturica se pregunta:

–¿Quién es este hombre? ¿Quién es ese mago del balón? El Sex Pis-tol del fútbol internacional.

La segunda gran crisis tuvo un trasfondo extra futbolístico y extra cinematográfico. Un telón ideológico.

–¡Si Maradona viaja primero a Croacia que a Serbia me retiro del proyecto!- gritó Kusturica al teléfono y luego colgó.

Era un viernes por la noche. Estaba con el equipo de rodaje en Italia. Corridas. Llamadas. Productores y técnicos en pánico y el protagonista que se les escabullía como una zarigüeya. Maradona había viajado para un partido homenaje y de allí planeaba visitar Croacia, donde un ex com-pañero de fútbol había inaugurado una obra benéfica. Croacia es un país tradicionalmente enemigo de Serbia, y a Kusturica esa escala inesperada le parecía una afrenta. Fue un punto crítico. El director había coordinado hasta un encuentro con el presidente serbio para el documental. Si Mara-dona hacía ese trayecto, la película se abortaba.

Chocaban los dioses en los infiernos de sus idearios. Se mezclaba el fútbol con las heridas abiertas en los Balcanes. Para intentar entenderlo había que identificar a los enemigos de Kusturica. Tal vez volver a mirar la que muchos consideran su obra maestra: UnDergroUnD –filme que lo

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presidente, luego irían al estadio Estrella Roja. Durante el camino, Mara-dona miraba las calles de Belgrado. En un momento, al pasar por las ruinas del Ministerio del Interior, se sorprendió con los restos de un bombardeo. Pidió al director que le contara lo que había pasado. Necesitaba entender un poco mejor la reciente guerra.

Kusturica manejaba y al mismo tiempo hablaba por teléfono con su madre enferma. En un momento, le pasó el teléfono.

–¡Hola, Senka! voglio te, (te quiero) –dijo Maradona en ita-liano confuso.

Después de rodar la llegada a Serbia, Kusturica anunció que daría una fiesta en su yate en honor del astro argentino. Sería un recorrido por las aguas del Danubio, con una orquesta gitana, bandejas con delicias pantagruélicas y el inevitable desmadre de vinos y espumantes que polí-ticos, mecenas, artistas y productores bebían y comían a libre demanda. Esa noche Diego Maradona y su anfitrión se batieron en un duelo de baile y carcajadas, venerados por un círculo de gente, hasta que al finalizar la fiesta sonó el teléfono y llegó el aviso. «La madre de Emir agoniza». Ma-radona había sido una de las últimas personas con las que habló.

El último episodio crítico de la filmación no ocurrió en un yate, sino en un tren. Fue en la víspera de la IV Cumbre de las Américas, en noviembre del 2005, durante una masiva protesta contra la visita de George W. Bush a la Argentina. Una anticumbre cuyo tema de fondo sonaba como un partido de fútbol: Alca versus Alba. El modelo de comercio norteamericano versus el modelo de resistencia latinoamericano. El convoy de protesta partiría de Buenos Aires hasta la sureña Mar del Plata, a bordo de cinco vagones bauti-zados con un nombre lírico: Expreso del Alba. Entre los ciento sesenta pasa-jeros había personajes famosos de la cultura y la política, desde el presidente venezolano Hugo Chávez y el entonces líder cocalero Evo Morales al pre-mio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, actores, periodistas, Maradona y Kusturica. No todo era poesía aquella noche. «Maldito, borracho, asesino, criminal de guerra, Stop Bush, no al Alca», decían los gritos militantes.

Kusturica pensaba realizar allí la entrevista a su personaje. Eso ha-bían arreglado.

–¡Comandante! –saludó el director al encontrar a Maradona.Pero éste estaba disperso. Mucha gente, mucha prensa. Tiró besos

desde la ventanilla, se sacó fotos con los mozos, hasta tuvo tiempo de fir-marle un autógrafo al inspector general del tren en su camiseta de Boca.

A eso de las dos de la mañana, la escena parecía sacada del antiguo cine soviético: un tren del siglo pasado llegando a la estación de un pue-

consagró a nivel internacional y le valió su segunda Pal-ma de Oro en Cannes–, una ficción satírica que recorre casi medio siglo de la historia de la ex Yugoslavia. Es su visión personal sobre el conflicto de los Balcanes, esa región que un día estalló en guerras de independencia sucesivas y donde hubo masacres que horrorizaron al mundo. Por ella este director nacido en Bosnia se ganó la embarazosa etiqueta de «proserbio», que en lengua-je moderno es un eufemismo de nazi. Algunos intelec-tuales franceses, entre ellos Bernard-Henri Lévy, criti-caron su postura política. Ciertos sectores de su propio país incluso lo acusaron de ponerse al servicio del geno-cida Slobodan Milosevic, a quien muchos consideran el principal responsable de ese baño de sangre.

–Los que me dijeron proserbio son putas baratas- respondió él en una entrevista.

En su ciudad de origen, Sarajevo, asediada y mar-tirizada por el ejército serbio durante los ataques de 2005, varios sectores no le perdonan su posición sobre esta guerra. Nunca se alejó de Slobodan Milosevic. En una entrevista Kusturica explicó que está en contra de la simple división de buenos y malos. Pero sabe tomar partido. De hecho hay quienes aseguran que Kusturica –hijo de musulmanes conversos– ha reivindicado hoy su origen serbio y hasta se ha vuelto a bautizar eligien-do el nombre de Nemanja. Con ese trámite habría bo-rrado las huellas musulmanas de Emir, el nombre que le dieron sus padres. Sus amigos lo llaman Kusta.

De modo que sus amenazas de parar el documental si Maradona iba primero a Croacia no eran palabrería. El caos se presentó de golpe para la producción. Un integran-te del equipo recuerda que estaban cenando cuando sonó el teléfono de la productora. Lo que siguió fue una secuen-cia de caras largas y luego el anuncio de que el rodaje no seguiría. «Después de la cena fuimos a tomar unos tragos en una plaza y a las tres de la mañana llaman a uno de los productores diciéndole que reuniera al equipo urgente porque a las cinco salíamos cruzando Italia por tierra has-ta el mar Adriático, para embarcar rumbo a Belgrado». Maradona había aceptado el cambio de itinerario.

Entre idas y vueltas, al otro día desayunaron en Serbia. Kusturica conducía el coche. Tenían cita con el

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blo bajo una lluvia que sólo se podía ver a través de los tímidos chorritos de luz de los faroles. Unas trescientas personas se mojaban en la estación. No era para apoyar la anticumbre. Era para saludar a Maradona.

Kusturica desesperaba porque nunca se daba el momento para la entrevista.

A las seis de la mañana un bocinazo barítono, nasal, anunció que habían llegado. La llamada Ciudad Feliz estaba convertida en un fortín, cerrada con vallas, con toda la policía argentina volcada a las calles y el servicio secreto norteamericano escondido por los rin-cones. Y con un desmadre de gente que quería tocar a Maradona. Hubo que retirarlo por su seguridad.

Todo estaba fuera de control. Esto está en el documental: el pro-tagonista gambetea al director. Que se fue a un hotel. Que no se sabe. Que la maldita lluvia. ¿Que adónde se metió? Kusturica estaba frustra-do. El rodaje se le iba de las manos. A esas alturas la sensación de des-orden era tal que los inversionistas franceses del proyecto, cuyo presu-puesto pasaba del millón de euros, habían iniciado una demanda para presionar. Uno de los productores tuvo un preinfarto. Los médicos dijeron que era por el estrés. El ci-neasta también llegó a su límite: ante ese contratiempo, mandó todo al diablo, se subió a un coche y se volvió a Buenos Aires. Parte del equipo de filmación se dedicó a buscar un bar para desayunar. ¡Sranje! ¡Sranje!.

La última entrevista, la que faltaba para terminar la película, se realizó en un estudio en la capital argentina. Tres años después de aquella primera que se hiciera en el cumpleaños de Dalma. Y todo, según dicen, gracias a las múltiples gestiones de Claudia Villafañe, a quien se la ve sentada al fondo de la escena. En esa charla, una de las mejores del documental, Maradona le dice a Kustu-rica que está arrepentido de haberse perdido la infancia de sus hijas por estar bajo los efectos de la droga –una

recaída en el 2006 supuso otro agujero negro en el rodaje–. Pero que ya no puede volver el tiempo atrás, porque no es Dios. Y que si no está muerto es porque «el de arriba» no quiso. Kusturica lo escucha y lo deja hablar, en su mejor faceta de entrevistador.

–Cuando alguien se resigna a la muerte y habla con el corazón como Diego, tiene el camino allanado hacia la santidad –reflexiona el cineas-ta–. Pero aún no era el momento de convertirse en santo, y creo que por eso se convirtió en toxicodependiente.

Maradona quedó satisfecho con su perfil. Y dicen que a Kusturica también le gustó cómo quedó su película. El día del estreno, en el Festi-val de Cannes, director y protagonista parecían libres de cicatrices mutuas.

Maradona estaba rebosante, acompañado por tres mujeres vestidas de negro: su ex mujer y sus dos hijas. Kusturica también había llevado a su familia. Sobre la alfombra roja, acribillados por los flashes, ambos estrenaban también una empatía que resultaba extraña tras los meses de tensiones. Fuera como fuera, «Maradona by Kusturica» estaba listo para recorrer el mundo sobre la corriente de admiración que despierta el astro argentino por todas partes. Y sin embargo, el documental no tuvo la repercusión esperada.

No recibió buenos comentarios de la críti-ca. Y hasta hoy sólo ha sido proyectado en salas comerciales de Italia, Serbia y Francia, donde permaneció muy poco tiempo en cartelera. En España esperan un buen momento que, al parecer, aún no ha llegado. En Perú ya fue comprada por el distribuidor Eurofilms, pero todavía no tiene fecha de estreno.

Lo más extraño, sin embargo, es que ni siquiera en el país de Mara-dona haya sido vista todavía. No sólo por lo que aquí significa Marado-na, sino porque también Kusturica tiene muchos fans, de sus películas y también de su música.

La vida de Maradona ha seguido desde entonces llena de sorpresas: se convirtió en abuelo (su nieto es el hijo de Dalma con la estrella del fútbol Kun Agüero), se trasformó en el director técnico de la selección argentina y hoy todos le rezan por haber logrado cupo para el próximo Mundial. El documental pudo recibir salpicones de esas ráfagas de inte-rés que este ídolo histriónico suele atraer sobre sí, pero no ha pasado eso. ¿De qué se trata este silencio al final del maratónico esfuerzo de un loco que trata de retratar a un dios? Nadie lo explica demasiado bien. Dicen que el circuito de los documentales es así. Que tiene buena acogida en su formato de DVD. Las razones quedan cortas. Y queda flotando una hipótesis esotérica que tiene que ver con aquellos que osan meterse en la intimidad de los dioses: ¿es ésta una película maldita?

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